perseverantes en la oracion - jean lafrance
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Jean Lafrance
Perseverantes en la oración
Comentario del Veni Sancte y del Veni Creator
Segunda edición
NARCEA, S. A. DE EDICIONES
DEL MISMO AUTOR:
La oración del corazón Ora a tu Padre El poder de la oración Cuando oréis decid: Padre...El Rosario: un camino hacia la oración incesante
© NARCEA, S. A. de EdicionesDr. Federico Rubio y Galí, 9. 28039 Madrid© Médiaspaul, ParísTítulo original: Persévérants dans la prière
Traducción: José F. de Retana
I.S.B.N.: 84-277-0664-2 Depósito legal: M-6240-1988
Fotocomposición M.T., Islas Filipinas 50. 28003 Madrid Impreso en España. Printed in Spain Notigraf. San Dalmacio, 8. 28021 Madrid
Indice
Págs.
Introducción ........................................................... 71. Ven Espíritu Santo a nuestros corazones y envía
desde el cielo un rayo de tu luz......................... 132. Ven, Padre de los pobres, ven dispensador de do
nes, ven, luz de los corazones ............................ 233. Fuente del mayor consuelo, dulce huésped del
alma, brisa en las horas de fuego ........................ 334. Tregua en el duro trabajo, brisa en las horas de
fuego, gozo que enjuga las lágrimas y reconfortaen los duelos..................................................... 43
5. Entra hasta el fondo del alma, divina luz, y enriquécenos ......................................................... 53
6. Ven, Espíritu creador, visítanos. Ven a iluminar elalma de tus hijos, llena nuestros corazones de gracia y de luz, tú que creas todo con amor........ 63
7. El discernimiento espiritual de los carismas en laIglesia primitiva ................................................ 77
8. Gloria a Dios nuestro Padre en los cielos, gloriaal Hijo que sube de los infiernos; gloria al Espíritu de fuerza y de sabiduría, por los siglos de los siglos. Amén ..................................................... 93
9. Haznos ver el rostro del Padre y revélanos el del Hijo. Y tú, Espíritu común que los unes, ven a nuestros corazones, para que creamos siempre enti...................................................................... 107
Págs.
10. Sin tu divino poder, no hay nada en el hombre,nada que no está manchado................................ 123
11. Riega la tierra en sequía, sana el corazón enfermo, lava las manchas ........................................ 133
12. Infunde calor de vida en el hielo, doma el espírituindómito, guía al que tuerce el sendero ................ 145
13. Reparte tus siete dones según la fe de tus siervos. Por tu bondad y tu gracia dale al esfuerzo su mérito; salva al que busca salvarse y danos tu gozo eterno ...................................................... 157
14. Te llaman consejero, don del Dios altísimo, fuente viva, llama, caridad, y unción de la gracia ......... 173
15. Tú eres el Espíritu de los siete dones, el dedo dela mano del Padre, el Espíritu de verdad prometido por el Padre. Tú eres quien inspiras nuestras palabras .......................................................... 185
16. Enciende tu caridad en nuestras almas, llena deamor nuestros corazones, fortifica nuestros débiles cuerpos con tu vigor eterno ........................... 197
17. Repele lejos al enemigo, danos sin retraso tu paz;bajo tu guía y consejo, evitaremos todo error........ 213
Conclusión ............................................................. 229
IntroducciónPerseveraban en la oración junto con
María la Madre de Jesús (Hch 1,14)
Desde hace más de quince años, colaboro en la revista Sanctifier, con Dom Vincent Artus, de la abadía de San Andrés de Brujas. En 1982, la revista pasó a manos de los oblatos apostólicos de Bruselas continuando la obra fundada en San Andres por Dom Teodoro Nève y el abad Soëte tratando de impregnar la vida apostólica de oración contemplativa.
Con este motivo, he pensado reunir en un libro una veintena de artículos dedicados al Espíritu Santo de los cuales unos diez han aparecido ya en la revista. No se trata de un estudio teológico sobre el Espíritu Santo —hoy, los tenemos excelentes en los del Padre Congar1 y del Padre Bou- yer2— sino de dar a conocer la práctica de la Iglesia que se resume en el adagio lex orandi, lex credendi. En su oración litúrgica y en su oración secreta, la Iglesia siempre ha traducido en oración lo que confesaba en la fe y anunciaba en la predicación. La gran tradición oriental, recogida por Eva- grio el Póntico, lo dice también: «Si eres teólogo, orarás de verdad, y si oras de verdad, eres teólogo.»
Hemos elegido la secuencia y el himno de la fiesta de Pentecostés: el Veni Sáncte Spiritus y el Veni Creator, que
1P. Y. Congar: El Espíritu Santo. Herder, Barcelona, 1983, 716 págs.2 P. Louis Bouyer: Consolateur. Cerf, París,1980.
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hemos comentado estrofa por estrofa, agrupándolas cuando constituían una misma unidad espiritual. Para iluminar la doctrina de estas dos piezas litúrgicas, hemos acudido a la teología de los dones del Espíritu Santo, tal como nos la enseña Juan de Santo Tomás en su Tratado de los dones. Terminamos cada capítulo con una oración, tomada a menudo de la gran tradición de los Padres o de los Santos con lo esencial que la Iglesia cree y confiesa sobre el Espíritu Santo.
Se dice en los Hechos de los Apóstoles, que los once, reunidos alrededor de la Virgen, no debían ausentarse de Jerusalén, sino aguardar la promesa del Padre (Hch 1,4)3. Se refiere ciertamente al don del Espíritu a la Iglesia naciente. Por eso: «Perseveraban en la oración, con un mismo espíritu, en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos». (Hch 1,14).
Perseverar «en la oración, con María, la madre de Jesús y con sus hermanos» es la invitación discreta pero acuciante que desearían sugerir estas páginas. La Iglesia, cuerpo de Cristo, tiene necesidad de la oración humilde, confiada y perseverante de María para nacer, como el Verbo de Dios necesitó del consentimiento de fe de María para encarnarse en ella y morar en el corazón de la humanidad. Los Padres de la Iglesia afirman que la fe de María, en el origen de la Encarnación y de la Iglesia, es normativa de la fe de la Iglesia y de los discípulos. Para convencerse de ello basta leer las homilías de san León o de san Juan Damasceno.
Hay un episodio del evangelio de Juan en el que el acto de fe de la Virgen es la fuente de la fe de los discípulos: es el primer milagro de Caná. María comprende cada vez mejor que Jesús posee, en cuanto hijo de Dios como le había llamado el ángel, el poder divino. A este poder recurre en las bodas de Caná, pues ninguna cosa es imposible para Dios. (Lc 1,37).
Se puede decir que la fe de María, manifestada de este modo en Caná, es tan maravillosa como el milagro que provoca, pues precede a cualquier manifestación del poder milagroso de Jesús. Su fe es anterior a las «señales y prodi-
3 Las citas bíblicas están tomadas según la versión de la Biblia de Jerusalén.
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gios» (Jn 4,48) con los que afianzará la fe de sus discípulos. A Maria, antes que a nadie, se le aplica la palabra que Jesús dirigió un día al apóstol Tomás, tan lento para creer: «Dichosos los que no han visto y han creído». (Jn 20,29).
Esta fe de María, tan audaz, no se deja quebrantar por la respuesta poco alentadora de Jesús: «¿Qué tengo yo contigo, mujer? Todavía no ha llegado mi hora». Iluminada interiormente, comprende que su oración no es rechazada, sino que se le pone a prueba según la pedagogía divina de Jesús, que se complace en probar a los que recurren a él, para ahondar y elevar su fe. En efecto, cuando María, a pesar de una respuesta que parece negativa, dice a los sirvientes: «Haced lo que él os diga», atestigua que cree en la intervención prudentemente solicitada.
Hay que subrayar también la discreción de su oración, tanto más humilde en cuanto que es perseverante: se contenta con exponer a Jesús la situación en la que se encuentran los jóvenes esposos: «No tienen vino». Espera una orden imprevista de su hijo, y temiendo que los sirvientes desconcertados, rehúsen obedecer, les recomienda que sigan ciegamente lo que les diga aunque no comprendan el motivo. Testimonia así, como Abraham, su padre en la fe, la confianza inquebrantable en Jesús. Se da en su fe, por una parte, la certeza de que Jesús posee un poder sin límites, y por otra parte, una esperanza absoluta y plena de abandono en su amor por los hombres a los que ha venido a salvar. Es la tensión dialéctica entre la omnipotencia de Dios y la obediencia de fe en su palabra. (Lc 1, 27-28).
Tenemos aquí una enseñanza capital: es significativo que el primer milagro de Jesús lo consiga una fe diligente y una oración perseverante. A lo largo de su vida pública, Jesús subrayará a menudo la importancia de la fe para conseguir sus gracias, hasta el punto que atribuye los favores solicitados a la fe de las personas que le piden: «Tu fe te ha salvado». «Que te suceda como has creído». Se maravilla de la tenacidad de la fe de la cananea que prolonga su oración hasta que ha conseguido lo que pide. Este primer milagro de Jesús muestra la importancia de la fe y de la oración, como primera cooperación del hombre al don de la salvación de Dios; ilustra también cómo la fe de María está en el origen de la fe de la Iglesia: es su fe la que provoca el mi-
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lagro, y éste enciende la fe en el corazón de los discípulos. San Juan que estaba presente subraya: «Y sus discípulos creyeron en él». (Jn 2,11).
Después de haberse formado y haber madurado en el corazón de María, después de haberse manifestado en ella y por ella al comienzo de la vida pública del Maestro, la fe pasa al corazón de los discípulos. Como Abraham, su antepasado, es el primero en la fe de la antigua alianza, María es la primera en la fe de la nueva alianza. Aparece a la luz de las bodas de Caná, símbolo de los esponsales de Cristo con su Iglesia, como la que da luz a los hombres en la fe y los lleva a unirse totalmente con su hijo Jesús, su Salvador. Es verdaderamente Madre de la Iglesia como Pablo VI lo proclamó en el concilio.
Por esa misma razón, Lucas anota la presencia de María en el Cenáculo, en el momento del nacimiento de la Iglesia. Su presencia orante era necesaria para atraer, en la confianza, la venida del Espíritu Santo. De la misma manera que ha ayudado a los discípulos a creer en el poder de Jesús en Caná, les ayuda ahora a creer en el poder del Espíritu que ha resucitado a Jesús de entre los muertos. No se trata ya de recibir favores o de conseguir un milagro, como el vino de Caná o las curaciones, sino de acoger el don por excelencia que Jesús resucitado quiere hacer a la humanidad nueva: el Espíritu Santo. Este don es gratuito, pero no arbitrario: para recibirlo hay que creer en él y pedirlo en la oración: «Si pues vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan». (Lc 11,13).
En el cenáculo, María sostiene la fe de los apóstoles invitándoles a perseverar y a mantenerse en la oración de súplica; la perseverancia en la oración era la única señal de la calidad y profundidad del deseo de recibir el Espíritu. Cuando una persona no pide con la confianza y la perseverancia de María, una parte de ella misma se resiste y se reserva algunas soluciones de recambio. Por eso, su oración no tiene esa violencia que desplaza los montes y los arroja en el mar.
«Cuando el Espíritu Santo encuentra a María en el corazón de un hombre, dice san Grignion de Montfort, corre y vuela a él». Cuando san Juan oyó a Jesús que le decía: «Ahí tienes a tu madre», la acogió en su casa. (Jn 19,27).
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Que el Espíritu Santo sugiera a todos los que lean estas páginas llevar a María a su casa.
Oración de la fiesta de Nuestra Señora del Cenáculo
Oh Dios, que has colmado del Espíritu Santo a la bienaventurada Virgen María cuando oraba con los discípulos en la soledad del cenáculo; haz que amemos el silencio del corazón para que así recogidos y orando mejor, merezcamos llenarnos con los dones del Espíritu Santo.
1Ven Espíritu Santo
a nuestros corazones y envía desde el cielo
un rayo de tu luz
Lo más desesperante de la predicación cristiana o de la Escritura, es que supone el ponerse en contacto con el cielo o con el Espíritu Santo. Puedo decir las cosas de diferentes maneras, pero no puedo transmitir su sabor si el Espíritu de Dios no se implica en ello. Por eso, cuando deseo hablaros del Espíritu Santo, me veo obligado a tomar las palabras de la Escritura, las palabras pronunciadas por Jesús en el sermón de la Cena; pero estas palabras serán palabras de Dios en la medida en que sean pronunciadas por un rostro. Es preciso que los ojos de Jesús se animen y os miren, que su boca os dirija una palabra que transforme vuestro corazón y encienda en él el fuego de su Espíritu.
San Agustín lo dice de otra manera cuando evoca la acción del Maestro interior. A propósito de las palabras de san Juan sobre la acción del Espíritu precisa la relación entre el que habla desde fuera y el que enseña desde dentro: «La unción que de él habéis recibido permanece en vosotros y no necesitáis que nadie os enseñe. Pero como su unción os enseña sobre todas las cosas —y es verdadera y no mentirosa— según os enseñó permaneced en él». (1 Jn 2,27). Agustín prosigue diciendo: «¿Por qué todo esto? Basta que os entreguéis a su unción y esta unción os lo enseñará todo. Ved pues este gran misterio, hermanos: el sonido de nuestras palabras golpea vuestros oídos, pero el Maestro está
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dentro. No penséis que se puede aprender algo de un hombre. Podemos atraer vuestra atención con el ruido de nuestra voz, pero si no hay dentro alguien que os enseñe, ese ruido será inútil». (Comentario de la primera carta de san Juan, tr. IV, c. II, P.L.T. XXXV).
Cristo tenía medios extraordinarios para hacer barruntar a sus oyentes la vida eterna: multiplicaba los panes no sólo para dar de comer a la multitud, sino para hacerles presente el poder de Dios. Y este medio era decepcionante, aun para el mismo Jesús, pues su auditorio, cuando se vio defraudado, se puso a proclamar que sus palabras no solamente eran intolerables, sino que ni siquiera se podían soportar. (Jn 6,60). Por su lado, san Pablo comprenderá que el prestigio de la palabra y de la sabiduría no vale gran cosa para anunciar el misterio de Dios, si el poder del Espíritu no viene a realizar señales clamorosas para poner a los oyentes en presencia de lo invisible. «Mi palabra y mi predicación no tuvieron nada de los persuasivos discursos de la sabiduría, sino que fueron una demostración del Espíritu y del poder para que vuestra fe se fundase, no en sabiduría de hombres, sino en el poder de Dios». (1 Cor 2, 4-5).
Cuando se leen las epístolas de san Pablo, se nota que fluye de ellas el soplo del poder de Dios que es también un fuego, la dinamis tou théou: «Ya que os fue predicado nuestro evangelio no sólo con palabras sino también con poder y con el Espíritu Santo». (1 Ts 1,5). Si san Pablo, siguiendo a Cristo, disponía de tales medios para anunciar el evangelio, ¿qué podemos hacer nosotros, pobres predicadores, para hablaros del Espíritu Santo y del cielo? Este es primer problema que se nos plantea.
Pienso que la única solución a este problema es la oración, que por otra parte es la solución de todos nuestros problemas... Tal vez no tengamos la posibilidad de acompañar nuestra predicación con señales clamorosas como la curación del cojo de la Puerta Hermosa (Hch 3,1 sig.), pero siempre podremos pedir al Espíritu Santo que abrase el corazón de aquellos a quienes explicamos las Escrituras. (Le 24,32). «La palabra del predicador es inútil si no es capaz de encender el fuego del amor». (S. Gregorio el Grande: Enchiridion asceticum, 76,1223. B).
Hay en la vida de san Luis un acontecimiento significa-
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tivo. En su tiempo, se estimaban mucho los milagros espectaculares para fortificar la fe. Un día, Joinville le dijo: «Señor, daos prisa, va a ocurrir un gran milagro, venid a verlo». Y san Luis que estaba en oración, le respondió: «Déjame en paz; yo encuentro a Dios mucho más en la oración que en un milagro»; lo que equivale a decir que san Luis experimentaba permanentemente la realidad y la dulzura del Espíritu Santo en la oración.
Un nuevo Pentecostés
El fin de la predicación cristiana es disponer el corazón de los oyentes o de los lectores para acoger la efusión del Espíritu que no viene de nosotros sino únicamente del beneplácito del Padre. (Mt 11,26). Cuando se recorre el libro de los Hechos y se ve cómo el Espíritu Santo desciende sobre los cristianos de Efeso (Hch 19,6), se comprende que es posible, no sólo prolongar la experiencia de Pentecostés, sino volverla a empezar, recibiendo hoy el Espíritu Santo. De este modo, Pentecostés no es tan sólo un acontecimiento del pasado, es una realidad siempre nueva y presente, en la medida en que nos adherimos por la fe y la oración a Cristo resucitado que envía el Espíritu.
Se trata de un Pentecostés sin viento violento, sin lenguas de fuego o hablar en lenguas, pues la verdadera realidad de Pentecostés no está en lo exterior sino que es un acontecimiento misterioso e invisible que penetra lo más íntimo del corazón. Es el misterio de la gracia que transforma el corazón del hombre por el poder de la Resurrección (la dynamis tou théou). En su primera homilía sobre Pentecostés, san Juan Crisóstomo explica que los hombres a los que se dirigía san Pedro tenían una mentalidad tosca y no eran capaces de percibir las realidades no corporales: «No podían concebir la gracia espiritual, visible solamente a los ojos de la fe, y por eso se daban los milagros. Y es que, efectivamente, entre las gracias espirituales, unas son invisibles, sólo la fe puede comprenderlas, y otras van acompañadas de una señal sensible para convencer a los infieles».
Por eso a los que oran de verdad se les concede revivir
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el acontecimiento de Pentecostés en su aspecto oculto y misterioso, ver a Cristo resucitado viviendo en el fondo de su corazón y experimentar el poder de Dios que le ha resucitado de entre los muertos (Col 2,12). Los mismos apóstoles no estuvieron dispensados de hacer esta experiencia espiritual de Cristo viviendo en ellos, aunque se les apareciese después de su resurrección (1 Cor 15,6) y comiesen y bebiesen con él (Jn 21,12). Pablo dirá con toda claridad que él no ha conocido a Cristo según la carne sino que se le ha aparecido (1 Cor 15,8) y que en definitiva esta aparición de Cristo, momentánea y fugitiva, ha dejado en él el poder de la gracia: «Mas por la gracia de Dios, soy lo que soy; y la gracia de Dios no ha sido estéril en mí». (1 Cor 15,10).
Lo esencial de la aparición del Resucitado no está en el hecho de ver a Cristo, sino en lo que queda en el corazón del creyente cuando termina la aparición. Es lo que se llama la gracia o la presencia del Espíritu Santo que hace que Cristo viva en el corazón del hombre. Todo cristiano que vuelve a vivir el acontecimiento interior de Pentecostés, puede decir con san Pablo: «Y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí.» (Ga 2,20). Aunque se nos concediese ver a Cristo resucitado, no estaríamos dispensados de vivir en fe la presencia del Espíritu Santo que obra en nosotros.
Encontramos esta experiencia del nuevo Pentecostés en la vida de los mártires y de los santos. Cómo se podría explicar si no la fuerza de un Maximiliano Kolbe que se ofreció a ocupar el puesto de un condenado a muerte en el bunker del hambre en Auschwitz. No solamente no se rebeló, sino que su sola presencia fue suficiente para que los demás prisioneros no se volvieran locos. El padre Kolbe incluso les daba conferencias sobre las relaciones de la Virgen Inmaculada con la Santísima Trinidad y cantaban cánticos todos juntos. Con heroísmo hubiera podido ofrecer el sacrificio de su vida, pero no hubiera podido conseguir que sus compañeros cantasen en condiciones tan atroces, en el momento de morir. Aquí se palpa otra cosa: lo que san Pablo llama un poder divino. (Rm 1,16).
Todo esto no procedía de él sino del Espíritu de Pentecostés. Yo me atrevería a decir que lo hacía sin querer. Ha
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bía una fuerza que brotaba de él (la gracia) como brotaba de Cristo (Le 6,19); algo inaudito que empujaba al heroísmo. El simple contacto con el padre Kolbe podría convertirnos y hacernos morir de esa manera, cantando cánticos. Esos hombres han tocado el cielo antes de estar en él y revivir interiormente el acontecimiento de Pentecostés.
Ahí, ciertamente hay algo. Si encontramos un santo así, es que estamos en presencia del Espíritu Santo y de su poder que es nuestra liberación y no el heroísmo. Aquí tenemos el secreto de una verdadera ascesis cristiana de la que volveremos a hablar a lo largo de estos capítulos dedicados al Espíritu Santo. El encuentro con Cristo en la eucaristía debe normalmente producir en nosotros los mismos efectos que el encuentro del padre Kolbe con sus prisioneros, pero con una fuerza infinitamente mayor. Ella nos reviste del poder del Espíritu Santo sin que tengamos necesidad de ser heroicos. Esto fascina a los que experimentan la debilidad de su voluntad. Se descubre entonces el verdadero combate que no está en la lucha sino en la súplica para pedir al Padre que quiera enviarnos el Espíritu Santo en el nombre de Jesús.
En la vida de Angela de Foligno se encuentra esta misma experiencia de Pentecostés. Había acudido a san Francisco de Asís para pedirle la gracia de vivir y morir en la pobreza. Entonces escuchó una voz que le decía:
Has orado a mi siervo Francisco, pero yo he querido enviarte otro misionero, el Espíritu Santo. Yo soy el Espíritu Santo. Soy yo el que vengo y te traigo la alegría desconocida. Voy a penetrar en lo más profundo de tu ser... He vivido en medio de los apóstoles que me veían con los ojos corporales pero no me sentían como tú me sientes. Cuando entres dentro de ti, sentirás una alegría diferente, una alegría que no tiene comparación con ninguna otra. No será tan sólo como ahora el sonido de mi voz en el alma, seré yo mismo».
«Si encontrase en un alma un amor perfecto, le haría mercedes mayores que a los santos de siglos pasados, por quienes Dios hizo los prodigios que hoy se cuentan. Nadie tiene excusa, pues todo el mundo puede amar; Dios no pide al alma más que el amor, pues él mismo ama sin falsedad y es el amor del alma
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Todos perseveraban en la oración
Para volver a vivir el acontecimiento interior de Pentecostés, tendríamos que volver a encontrar la actitud de los apóstoles en el momento en que Cristo se separa de ellos. «Se volvieron a Jerusalén con gran gozo, y estaban siempre en el Templo bendiciendo a Dios». (Le 24,52). No hacen más que obedecer a Cristo que les manda permanecer en la ciudad; «Mirad, yo voy a enviar sobre vosotros la promesa de mi Padre. Por vuestra parte permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto». (Le 24,49). Siempre que Lucas habla del Espíritu Santo, evoca su poder.
Y de pronto, encontramos a los apóstoles en el cenáculo esperando ser bautizados en el Espíritu Santo. Son muy conscientes de que van a recibir un poder, el del Espíritu Santo que vendrá sobre ellos para hacerlos sus testigos en Jerusalén y hasta los confines de la tierra. (Hch 1, 7-8). Los apóstoles saben perfectamente que Jesús les va a enviar desde el Padre, el Espíritu de verdad que dará testimonio de Jesús. (Jn 15,26).
Por eso suben a la cámara alta del cenáculo para esperar en oración al Espíritu Santo: «Todos ellos perseveraban en la oración, con un mismo espíritu, en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos». (Hch 1,14). Es muy importante señalar la presencia de María en el grupo de los once. Es la creyente por excelencia porque se entregó con confianza absoluta al poder de la palabra de Dios, en el momento de la Encarnación. (Le 34, 28). Del mismo modo, debe sostener la fe vacilante de los apóstoles que tienen miedo, al comienzo de la Iglesia. Es también ella la que debe confesar su fe en una oración asidua y perseverante.
En el cenáculo, la presencia de la Virgen era indispensable pues ella es la madre de la oración continua que sostiene a los apóstoles y les ayuda a perseverar en la oración de súplica. Al terminar la encíclica Redemptor hominis, Juan Pablo II invita a la Iglesia a «una oración más grande, intensa y creciente». Y prosigue: «Por tanto al terminar esta meditación con una calurosa y humilde invitación a la oración,
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deseo que se persevere en ella unidos con María, la madre de Jesús (Hch 1, 14), al igual que perseveraban los apóstoles y los discípulos del Señor, después de la Ascensión, en el cenáculo de Jerusalén (Hch 1,13).»
Perseverantes en la oración, dice san Lucas. No se trata pues de la oración de un instante, un acto fugaz, un capricho o la expresión de una necesidad pasajera cuando se sufre y que se olvida inmediatamente después. Para perseverar en la oración, es preciso un trabajo de continuidad, una estructura de lugar y de tiempo para permitir que la oración se prolongue e impregne toda la vida. Es esta oración perseverante con María, continúa diciendo Juan Pablo II, lo que nos «capacita para recibir el Espíritu Santo».
Este es el objeto de estas meditaciones sobre el Espíritu Santo. Pueden servir también como esquema para un retiro personal o para la novena preparatoria de Pentecostés, recomendada por el papa Leon XIII para la unidad del pueblo cristiano. (Divinum illud, 9 de mayo de 1897). Como hilo conductor, hemos elegido la secuencia Veni Sancte Spiritus y el Veni Creator de la fiesta de Pentecostés. En cada capítulo, comentaremos una estrofa y terminaremos con una oración al Espíritu Santo tomada de la tradición espiritual. Añadiremos también otras consideraciones sobre el discernimiento espiritual y sobre los carismas en la Iglesia.
La intención de este trabajo es práctica y concreta: comunicar a los lectores el gusto y el deseo de perseverar en la oración, con María, madre de Jesús, en el cenáculo. Sería preciso que se diese en nuestro corazón este deseo personal de orar durante diez días, deseo difícil de encontrar pues muy pocos, sin duda, se sienten capaces de ello. Por eso, la ejecución es otra cosa: hay que ser un poco loco en deseos y prudente en realización. El que desea orar sin cesar, ora de hecho siempre, aunque no esté siempre en oración. Pero para que este deseo sea verdadero y no veleidoso, es preciso que se encarne en tiempos fuertes de oración. Por eso, proponemos a los lectores que dediquen cada día una hora llena y continuada a la oración, dejando bien claro que vale más una hora seguida que dos veces media hora.
Aquí es donde interviene la Iglesia. La oración alcanzará todo su sentido, si en el deseo de pasar diez días suplí-
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cando al Espíritu Santo que venga a nosotros, y entregándonos a ello, cada lector carga con la parte que le corresponde, según sus fuerzas y posibilidades. Si hacemos esto, ya no vamos a orar una hora sino diez días, teniendo el consuelo de experimentar el lazo de amistad que la oración creará entre nosotros: es mucho más hermoso que dedicarle una hora individual. Para llevarlo a cabo, necesitamos de nuestros hermanos; al despertar durante la noche o en nuestras actividades, tendremos conciencia de estar en oración. Y esto nos mantendrá mucho más unidos que todas las conversaciones y diálogos, pues nuestra unión está por encima de estos medios. Es la oración lo que está en la base de nuestra unión y sobre esta base, gritamos nuestra desgracia y nuestra confianza en el poder del Espíritu de Pentecostés.
¡Ven Espíritu Santo, a nuestros corazones!
Para ayudarnos a orar, podríamos tomar la primera estrofa del Veni Sánete, repitiéndola despacio y en voz baja hasta que nuestro corazón la susurre sin necesidad de que la pronuncien los labios. El Espíritu está ya en nuestros corazones, pero debe también venir desde fuera para invadir e impregnar toda nuestra persona. No se puede hacer más que llamarlo pura y sencillamente. Nuestra oración es una llamada y un grito: «Como cuando se está al límite de la sed, que se está enfermo de sed y ya no se imagina uno el acto de beber en relación consigo mismo, ni aun siquiera el acto de beber en general, sino solamente el agua, el agua en sí misma, pero esta imagen del agua es como un grito de todo nuestro ser». (S. Weil: Attente de Dieu).
Señor resucitado, has prometido enviar sobre nosotros lo que tu Padre ha prometido. Queremos permanecer en la ciudad hasta que seamos revestidos del poder de arriba. No sabemos lo que hay que pedir para orar como es debido, pero escucha la oración de los apósteles y de María en el cenáculo que claman al Padre, día y noche, como la viuda de la que tú has hablado en el evangelio. Nosotros, que somos malos, sabemos sin embargo dar cosas buenas a nuestros hijos; cuánto más nuestro Padre celestial dará el Espíritu
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Santo, si nosotros se lo pedimos con insistencia y perseverancia.
Al principio de las vigilias llamamos a tu puerta, en medio de la noche buscamos tu rostro y de mañana te pedimos el Espíritu, Padre santo, en nombre de tu hijo Jesús. Desde lo alto del cielo, envía un rayo de luz a nuestras almas que viven en tinieblas, llena de amor nuestros corazones y fortifica nuestros cuerpos fatigados con tu vigor eterno.
Señor Jesús, tú nos has prometido rogar al Padre para que nos envíe otro consolador. Sabemos que continúas intercediendo hoy en favor nuestro, tú que, a lo largo de tu vida en la tierra, ofreciste oraciones y súplicas con grandes gritos y lágrimas al que podía salvarte de la muerte. Y fuiste escuchado por tu obediencia. Queremos entrar en tu oración al Padre y extenderla a nuestros hermanos. No has orado solamente por tus discípulos, sino también por todos aquellos que, gracias a tu palabra, creerán en ti.
Envíanos el Espíritu de verdad y que él retire de nuestros corazones el velo que nos impide verte presente en nosotros. Enséñanos a reconocer tu acción en la trama concreta de nuestra existencia y a dejarnos realizar por él. Sabes cuánto nos hace sufrir la soledad, no nos dejes huérfanos sino ven a nosotros para que podamos verte vivo. Somos espíritus sin inteligencia y corazones lentos para creer: abre nuestras inteligencias para que comprendan las Escrituras y enciende nuestros corazones para que te descubran en la Eucaristía.
Haznos comprender que estás en tu Padre, aunque mores en cada uno de nosotros. Enséñanos a guardar tu palabra y a observar tus mandamientos para que permanezcamos contigo en el amor del Padre. Muéstranos cuánto nos ama el Padre derramando su Espíritu en nuestros corazones y haciendo en ellos, contigo, su morada. Introdúcenos en esta inmensa circulación de amor en la que tú eres una sola cosa con el Padre para que lleguemos a la unidad perfecta y que los hombres crean verdaderamente en ti, el enviado del Padre.
2Ven, Padre de los pobres,
ven, dispensador de dones, ven, luz de los corazones.
En el corazón del hombre, la oración no brota al término de una reflexión, como si se tratase de imaginar a Dios o de razonar sobre él para así llegar a hablarle. La oración no brota tampoco únicamente del silencio, como si bastase únicamente apartar las distracciones para ponerse en oración. Por eso sucede a algunos que pasan todo el tiempo de la oración luchando en vano contra la «loca de la casa» y al final de la hora, se ven obligados a constatar que no han hecho oración. Otros dicen: la oración es un asunto de voluntad; basta decir al empezar, «quiero» para que la oración siga normalmente a la decisión. Cada vez que uno se aparte de ella, hay que volver al acto de voluntad inicial. Sin despreciar el papel de la inteligencia, de la voluntad o del silencio, es preciso cavar más profundamente para descubrir la fuente de la oración.
No pensemos ni mucho menos que las energías consumidas o las técnicas empleadas en la oración nos dispensan de bajar hacia el lugar obligado donde la oración puede brotar en nosotros. Y este lugar nos lleva necesariamente a nuestra radical pobreza, al lugar del corazón donde Dios nos ahonda y nos llena a la vez. Entonces el grito de la oración puede brotar de esas profundidades nunca suficientemente exploradas. En este lugar, Dios nos revela nuestra miseria o nuestra sed de él, y entonces brota el grito de la sú-
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plica. O Dios nos ahonda haciendo fluir hacia nosotros todos los bienes de la creación o de la recreación, y entonces surge el grito de acción de gracias o de alabanza.
Cuando el grito de la oración ha desgarrado de este modo nuestro corazón, podemos volver a acudir a la inteligencia, a la voluntad y a la afectividad, pero estas facultades ya no estarán separadas del centro del ser. Echarán sus raíces en las fuentes de agua viva que riega la persona, siendo así que eran estériles cuando estaban separadas de su fuente. Esto se sigue de la más elemental filosofía según la cual las facultades se enraízan en el ser. Podemos entonces volver a la oración y al grito que necesita de la inteligencia para tratar de comprender la situación del hombre delante de Dios, la afectividad para hacer eficaz este poder de amar sin el cual no hay oración, y de la voluntad para perseverar en la súplica. Eí silencio seguirá necesariamente al grito y se enroscará en torno a él mientras que, cuando se busca por sí mismo, crea una tensión estéril y aparece a menudo como imposible. El grito es el camino más corto que nos puede llevar a la oración; los otros caminos frecuentemente son atajos que no conducen a ninguna parte.
Ven, Padre de los pobres
Ahí es donde encontramos la llamada al Espíritu Santo, el Padre de los pobres. Puede encontrarse al final del descubrimiento de nuestra pobreza o puede también estar en el origen de la fuente. En el primer caso, al final de una serie de peripecias más o menos dolorosas, el hombre descubre que no puede apoyarse en sí mismo para acercarse a Dios y, a medida que avanza, la meta de la santidad parece que se aleja de él. No teniendo ya nada a que agarrarse, no puede hacer otra cosa que acudir al Padre de los pobres. En el segundo caso, el proceso es algo diferente: el deseo efectivo de orar siempre ahonda su corazón para hacerle descubrir que es incapaz de orar y de amar. En general es ia experiencia de la impotencia lo que lleva a la oración continua al Espíritu (caso primero), pues esta no puede nacer más que a partir del grito arrancado a nuestra miseria.
Es bueno explorar un poco más los abismos de nuestra
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miseria si Dios nos concede la gracia y nos otorga a la vez su amor misericordioso para contemplar a esa luz nuestra pobreza. Sólo Jesús puede conocernos en nuestra última verdad, con todas nuestras duplicidades y nuestros condicionamientos, pero también es el único que puede amarnos hasta ese extremo, contemplando nuestras tinieblas a la luz de su cruz gloriosa que hace brillar su misericordia. Sólo entonces se puede suplicar al Padre de los pobres que venga a traernos la gran consolación del Espíritu.
Cuando hablamos de descubrir nuestra pobreza, no pensamos tan sólo en la pobreza moral y en la experiencia cotidiana de nuestra debilidad que hacía exclamar a san Pablo: «No hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero». (Rm 7,19); pensamos también en la miseria on- tológica, en la carencia de ser que nos hace vivir colgados del amor creador de Dios. Si Dios nos crea en cada instante, es porque ama este «vacío» de nuestra nada para colmarlo del don de la existencia. Nuestra miseria es una consecuencia de esta otra miseria congénita de ser una pobre criatura, capaz de realizar cosas maravillosas y también de lo peor, por decirlo de alguna manera.
Sabemos que el cura de Ars había pedido a Dios que le hiciese conocer su miseria y cuando la conoció, se vio tan abrumado que rogó a Dios disminuyese su pena pues no podía soportarlo. Estas son sus propias palabras a Catherine Lassagne y al hermano Atanasio: «Me espanté tanto al conocer mi miseria que imploré inmediatamente la gracia de olvidarlo. Dios me escuchó,pero me ha dejado la suficiente luz acerca de mi nada como para hacerme comprender que no soy capaz de nada». Y decía que esta humildad le había lanzado al amor: «No tengo otro recurso contra esta tentación de desesperación que el arrojarme a los pies del tabernáculo, como un perrillo a los pies de su dueño».
Todos los santos han experimentado así su miseria; y cuanto más se acercaban a la santidad de Dios, tanto más podían decir como Isaías, después de su visión en el Templo: «¡Ay de mí, que estoy perdido, pues soy un hombre de labios impuros y entre un pueblo de labios impuros habito: que al rey Yavé Sebaot han visto mis ojos!». (Is 6,5). Podíamos pensar que según se avanzara hacia la santidad, se ahorraría uno esta experiencia dolorosa. Nada de eso, pues
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la herida se ensancha en la misma medida que el amor de Dios penetra en el corazón y abre nuevas heridas que, en vez de ser heridas de pecado, se convierten, como dice san Juan de la Cruz en «heridas de amor». (Llama de amor viva, 2).
Podríamos explorar y buscar la dimensión más profunda de esta pobreza, pero no debemos hacerlo, sin fijar perdidamente la mirada en el amor misericordioso de Dios para experimentar cómo nuestra miseria seduce el corazón de Dios. Sin llegar a la experiencia del cura de Ars, cada día descubrimos nuestra miseria. Pienso en particular en nuestra incapacidad de orar y vivir en la súplica continua. San Pablo nos lo hace notar: «Pues nosotros no sabemos cómo pedir para orar como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables». (Rm 8,26). Más exactamente, no sabemos lo que hay que pedir para orar como es debido. Habría que añadir también que esta imposibilidad no apunta tan sólo al contenido de la oración, sino también al mismo hecho de ponernos en oración y de perseverar en ella. El que tiene cierta experiencia de oración sabe muy bien que la imposibilidad no viene de causas exteriores, distracciones, falta de tiempo o de formación, etc., sino de una incapacidad más profunda que echa sus raíces en el corazón. Se dan en nosotros como dos niveles: uno geográfico en el que el Espíritu Santo gime por nuestro sufrimiento humano y otro geológico en el que gime porque no amamos a Dios. Hasta aquí hay que descender para descubrir la fuente de nuestra oración.
Existe también nuestra pobreza moral que se manifiesta por la dolorosa experiencia de nuestra incapacidad para hacer la voluntad de Dios y para guardar sus mandamientos. Llevamos el amor en nosotros como una nostalgia y un deseo que sólo el Espíritu Santo puede hacer efectivo. Finalmente se da otro terreno en el que la pobreza se nos hace más insoportable, sobre todo en una época en la que las ciencias humanas prometen el equilibrio psicológico y la plenitud a partir de diferentes técnicas. «Vivir a sus anchas» se ha convertido en un objetivo al que se sacrifica tiempo, dinero y aun confort, sin hablar de las curas que exigen una verdadera ascésis, semejante a la propuesta por las diversas escuelas espirituales.
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Hay que reconocer que los resultados son muy pobres, que el fondo del corazón del hombre es doble e impenetrable (Sal 64, 6-7) y que nadie es dueño de sus profundidades que escapan a las lucideces más sagaces. Se dan también dinamismos rebeldes a toda buena voluntad, aún cuando la libertad tenga la última palabra. Nadie es dueño de sí como del universo. Nadie puede sondear el fondo del hombre, si no está animado del Espíritu de Dios. Al final de un esfuerzo de lucidez y de voluntad para llegar al equilibrio de la madurez, muchos hombres se ven obligados a reconocer como Teresa del Niño Jesús decía a la Madre María Gonzaga: «Crecer me resulta imposible, debo soportarme tal como soy». (M.A. pág. 244). «¿Qué hombre conoce lo íntimo del hombre sino el espíritu del hombre que está en él?». (1 Cor 2,11 ). Del mismo modo, todos los hombres que tratan de conocer a Dios por el solo esfuerzo de su inteligencia y de su voluntad se ven obligados a admitir que su conocimiento de Dios es pobre, caduco y fragmentario. Siempre tendremos necesidad de decir: «¡Ven, luz de los corazones!».
Ven, dispensador de los dones
Realmente tenemos necesidad de recibir los dones del Espíritu Santo para sondear las profundidades de Dios y también las profundidades del corazón del hombre transformado por el Espíritu de Jesús resucitado: «El Espíritu sondea todo hasta las profundidades de Dios... Y nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de Dios, para conocer las gracias que Dios nos lia otorgado». (1 Cor 2,10 y 12). Nunca terminaremos de implorar a Dios con insistencia y perseverancia diciendo: «|Ven, dispensador de los dones!», bien entendido que el don supremo es el mismo Espíritu Santo prometido por Cristo que se «fragmenta» en nosotros por los dones particulares descritos por Isaías y la teología espiritual (Juan de Santo Tomás): «Reposará sobre él el espíritu de Yavé: espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y temor de Yavé». (Is 11,2).
Es bueno preguntarse cómo juegan los dones del Espíritu Santo en la toma de conciencia de nuestra pobreza. Re
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chacemos de una vez la falsa pista por la que soñamos a menudo avanzar y que podríamos definir así: vamos a ofrecer nuestra debilidad a Cristo y él la va a transformar en fuerza. Dios tiene demasiado respeto a nuestra libertad para actuar a base de varitas mágicas, tratándonos como irresponsables, tanto más cuanto que nos faltaría tiempo para valernos de esta fuerza adquirida por pura gracia de Dios para satisfacer nuestro orgullo aun espiritual.
Cristo no tenía necesidad de rechazar la debilidad para ser fuerte: así como su doctrina no era su doctrina, su fuerza no era su fuerza, sino la del Padre, que quiso que se manifestase por la evidencia de su propia debilidad durante la Pasión: «Pues ciertamente, fue crucificado en razón de su flaqueza, pero está vivo por la fuerza de Dios. Así también nosotros, somos débiles en él, pero viviremos con él por la fuerza de Dios». (2 Cor 13,4). El que rehúsa ser débil rechaza la fuerza de Dios, según la palabra de Pablo: «Cuando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte... Mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza». (2 Cor 7-10).
Se nos plantea un problema : ¿Queremos ser fuertes con nuestra propia fuerza o revestidos de la fuerza de lo alto que levanta nuestra debilidad, aunque siga siendo debilidad y se manifieste como tal en caídas de las que nunca sabremos con certeza hasta qué punto son faltas? Es preciso aceptar esta oscuridad, pues Jesús también hubiera podido decir al caer: «Debería haberlo hecho mejor»; pero de hecho no quería hacerlo mejor. No se trata de una invitación a la pereza o al abandono, sino de una visión realista de nuestra pobreza transfigurada por el poder de la resurrección. Un día, cuando se nos hayan agotado las pretensiones de realizar nosotros mismos nuestra santidad e incluso estemos «agotados». Dios transformará nuestra debilidad en fuerza.
De momento, los dones del Espíritu Santo actúan en otro nivel haciéndonos comprender vitalmente que nuestra pobreza es nuestra verdadera «riqueza» de cara al amor misericordioso del Padre. Naturalmente, el hombre se aparta de esta pobreza pues se siente atraído por la riqueza y el esplendor de Dios. El don de ciencia no sólo nos hace com-
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prender la nada de las criaturas, sino que nos sugiere que saboreemos la dulzura de no ser nada. Nos lo sugiere pero no nos lo impone: «Si quieres...». Aunque no sea más que una sugerencia, tal vez merezca la pena no volver la espalda pues ése es el secreto mismo de nuestra entrada en la vida trinitaria.
Unos días antes de morir, Teresa de Lisieux aconsejaba a su hermana Celina que vivía desolada por sus debilidades e imperfecciones «que amase dulcemente su miseria» (C.J. 5-7-1). El padre Molinié definía así en lenguaje teológico el sentido de esta espiritualidad teresiana: «Cuando la caridad ilumina nuestro conocimiento de estas cosas «a la manera de noche y de sabor»,se dice que hace jugar al don de ciencia, que nos revela no sólo la verdad de la nada de la criatura, sino el encanto finalmente trinitario de esta nada». (Nota del retiro a la abadía de Ker Moussa). Es lo mismo que dice Cristo a santa Catalina de Siena: «Hazte capacidad y yo me haré torrente», o «Yo soy el que es, tú eres la que no eres».
Es la locura de Dios que se desvela en la locura de la cruz: Cristo se vacía totalmente de sí mismo para dejarse invadir por la gloria de Dios. Esto se toma o se deja, pero sin ello no hay vida mística. Cuanto más avancemos más nos diferenciaremos de Dios. Como nos da sus dones, creemos que nos ama por sus regalos, aunque lo único que le seduce es nuestra miseria. El Espíritu Santo nos desvela un extraño secreto: el arte de recuperar nuestra miseria como si fuese una perla preciosa, difícil de encontrar y digna de ser buscada apasionadamente.
Necesitamos el don de inteligencia para presentir la santidad de Dios y el don de ciencia para gustar nuestra verdad frente a él mientras que el don de sabiduría nos hace saborear la dulzura de las relaciones en el interior de la Trinidad. «¡Que sean uno como nosotros somos uno!» Tenemos tendencia natural a huir de esta miseria, aunque esta huida no implique ningún esfuerzo constructivo para sanarla o mejorarla, sino sencillamente el rechazo oscuro y feroz a adquirir conciencia de ella y a enfrentarnos con el espectáculo de una indigencia cuya profundidad metafísica supera todo lo que podemos sospechar.
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Ven, luz de los corazones
Por eso, cuando pretendemos ser mejores, hacemos inconscientemente mucho esfuerzo para disimular ante todas las miradas y en primer lugar ante la nuestra, a base de «buenas obras», cuán malos somos según la expresión de Cristo (Le 11,13). El don de ciencia nos sugiere, haciéndonoslo saborear delicadamente, con qué ternura Jesús «ama nuestra miseria». El don de consejo nos invita a recuperar esta miseria, no con la lucidez despiadada, y por otra parte verdadera, que nos sugiere el demonio (de donde viene tal vez la tentación de desesperación del cura de Ars) sino con la lucidez aún más profunda que el Espíritu Santo nos ofrece a modo de sabor enseñándonos a descubrir con estupor en esta miseria el arma absoluta que nos da todo poder sobre el corazón de Dios. Es esta pobreza lo que seduce a Dios en nosotros y no los dones que nos ha dado o que va a volcar en avalancha sobre esta miseria que le atrae; lo cual es comprensible si se piensa que es la única cosa que no puede encontrar en él, la única por consiguiente que puede amar fuera de sí.
Todo esto que resulta tan abstracto de decir es lo que el Espíritu Santo nos sugiere inefablemente mediante el murmullo de los dones de inteligencia, de ciencia y de consejo que podrían resumirse en el temor reverencial y amoroso de Dios. Nos queda por decir cómo los dones de piedad y de sabiduría nos hacen saborear la vida de amistad con las tres personas de la santísima Trinidad. El don de fortaleza se vincula al poder de la Resurrección que se despliega en el dinamismo del Espíritu. Pero estos dones vinculados más a la voluntad y a la afectividad (fortaleza, sabiduría y piedad) actúan cuando la inteligencia está iluminada por los de ciencia y consejo.
Por eso, recuperar nuestra miseria, es recuperar una región que, considerada sola o a través de los presentimientos del don de ciencia, es fuente de la desesperación más absoluta o de la confianza más loca y desbordante. Pues, si lo propio de Dios es encontrar encanto en nuestra miseria, lo propio de la criatura es amar en primer lugar a Dios, el Ser, el Bien y todas las perfecciones. Hablando naturalmen-
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te, nuestra pobreza es lo que encontramos menos amable del mundo y por eso no la amamos en nosotros ni en los demás más que en la medida en que está ya colmada.
Dios solamente puede amarnos como seres a colmar, el Espíritu Santo puede comunicarnos este privilegio de su amor, pero esto no nos es en absoluto natural. Por eso solamente podemos desplegar nuestra miseria para ofrecérsela a él, como se descubre una llaga ante un médico. Cuando le hayamos encontrado, habremos encontrado a la vez su misericordia: allí es donde se esconde y no en cualquier otra parte. El Espíritu Santo es quien nos introduce en este lugar de encuentro desconocido a los ojos del mundo y donde nos espera el corazón misericordioso de Cristo. Este lugar es misericordioso y oscuro, sólo el Espíritu puede guiarnos hasta estas profundidades por el presentimiento de un sabor inefable. Para terminar, quisiéramos introducir a los lectores en la oración con el siguiente texto de Juan de Fécamp:
Amor divino, lazo sagrado que unes al Padre omnipotente y a su bienaventurado Hijo, todopoderoso Espíritu consolador, dulcísimo consolador de los afligidos, penetra con tu soberana virtud lo más profundo de mi corazón; que tu presencia amiga llene de alegría, por el brillo deslumbrante de tu luz, los rincones oscuros de mi morada abandonada; ven a fecundar con la riqueza de tu rocío lo que ha marchitado una larga sequía.
Desgarra, con un dardo de tu amor, el secreto de mi desorientado ser interior, penetrando con tu fuego salvador la médula de mi corazón que languidece y consume, proyectando en él la llama de un santo ardor. Sáciame en el torrente de tu alegría, para que no me dé gusto ninguno de los encantos envenenados del mundo.
Júzgame, Señor, y separa mi causa de la de los impíos. Enséñame a hacer tu voluntad, porque tú eres mi Dios. Sí, creo que donde tú habitas, estableces también la mansión del Padre y del Hijo. Dichoso el que sea digno de tenerte por huésped, puesto que por ti el Padre y el Hijo harán en él su morada.
Ven, pues bondadosísimo consolador del alma que sufre, ayuda en la prueba y en el descanso. Ven, tú que purificas las manchas, tú que curas las llagas. Ven, fuerza de los débiles, sostén de los que caen. Ven doctor de los humildes,
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vencedor de los orgullosos. Ven, dulce Padre de los huérfanos, juez de las viudas lleno de mansedumbre. Ven, estrella de los navegantes, puerto de los náufragos. Ven, esperanza de los pobres, consuelo de los que desfallecen. Ven, gloria insigne de todos los vivos, única salvación de los que van a morir.
Ven, el más santo de los espíritus; ven y ten piedad de mí. Hazme conforme a ti e inclínate hacia mí con benevolencia para que mi pequeñez encuentre gracia ante tu grandeza, mi impotencia ante tu fuerza; según tu inmensa misericordia, por Jesucristo mi salvador, que vive en unidad con el Padre y contigo, y que siendo Dios, reina por los siglos de los siglos. Amén.
3Fuente del mayor consuelo,
dulce huésped del alma, brisa en las horas de fuego.
Algunas precisiones a propósito de la palabra
Hay palabras que uno no se atreve a emplear, de tal manera se las ha «minado», se les ha cargado de tal potencial de amaneramiento o de sentimientos malsanos que se encuentran en la frontera de lo patológico y de lo normal. A propósito de ellas, se olfatean siempre fenómenos de compensación o de falta de madurez. Esto ocurre con la palabra «consolación» que para muchos, tiene resabios doloristas o infantiles. Y sin embargo, no se puede borrar de un plumazo una expresión o una realidad que el mismo Cristo ha utilizado y que está ya presente en el Antiguo Testamento, aunque no se hable en él del «Consolador». Así, para definir su misión en la sinagoga de Nazaret, Jesús anuncia que ha recibido un mensaje de consolación para su pueblo. Y para ello apela a un texto de Isaías:
«El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido, para anunciar a los pobres la buena nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor». (Le 4, 18-19; Is 61, 1-3).
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El mismo Yavé se presentaba como aquél que consuela a su pueblo: «Yo, yo soy su consolador. ¿Quién eres tú que tienes miedo del mortal y del hijo del hombre al heno equiparado?» (Is 51,12). Naturalmente, Jesús, el hijo de Dios, tendrá como misión continuar el papel de consolación realizado por su Padre. Cuando anuncie a sus discípulos su partida, evocará inmediatamente el papel del Paráclito, del Consolador que va a enviarles de junto al Padre, para que les defienda.
Si a los hombres de hoy les cuesta tanto acudir a Dios, a Cristo o al Espíritu Santo, ¿no será por un cierto rechazo a ser salvados por otro, a reconocerse pecadores y la imposibilidad de salir del pecado por sí mismos? En otras palabras, para aceptar ser consolados, necesitamos reconocer que somos seres heridos, que esperamos al borde del camino que un buen samaritano tenga a bien lanzar sobre nosotros una mirada de misericordia. Así se presenta Dios en Ezequiel: «Buscaré la oveja perdida, tornaré a la descarriada, curaré a la herida, confortaré a la enferma». (Ez 34,16). En lugar de predisponernos contra la palabra «consolación», diciendo que está ya trasnochada, ¿no valdría más tratar de comprender la realidad que contiene y que es la nuestra, lo queramos o no, si reconocemos a Cristo como salvador?
Podríamos apelar a la tradición espiritual que ha hecho uso de esta palabra para acercarnos el misterio de nuestra relación con el Espíritu en los problemas delicados del discernimiento. Así, san Ignacio evocará la «consolación sin causa precedente». (Ej 330). Y para salir al paso de cualquier interpretación errónea, la definirá de acuerdo con tres criterios:
Llamo consolación quando en el ánima se causa alguna moción interior con la cual viene la ánima a inflamarse en amor de su criador y señor y consequenter cuando ninguna cosa criada sobre la haz de la tierra, puede amar en sí, sino en el criador de todas ellas. Asimismo quando lanza lágrimas votivas a amor de su señor, agora sea por el dolor de sus pecados o de la pasión de Christo nuestro Señor, o de otras cosas derechamente ordenadas en su servicio y alabanza; finalmente llamo consolación todo aumento de esperanza, fe y caridad y toda leticia interna que llama y atrae a
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las cosas celestiales y a la propia salud de su ánima quietándola y pacificándola en su criador y señor. (316).
Al examinar de cerca este texto, es interesante notar que san Ignacio evita hablar de la consolación como de un estado pasivo en el que el hombre padecerá sin ser puesto en movimiento, aunque esta sea provocada por Dios. Del mismo modo, nunca encierra la consolación en los sentimientos o en las puras emociones que agitan las potencias sólo para el gozo de la persona. La consolación «entra, sale, da, produce o atrae», es una moción que define la acción divina, que aumenta la fe, la esperanza o la caridad. Lo que equivale a decir que lo propio de la consolación es comunicar amor, alegría y paz a una persona para ayudarle a salir de sí misma y entregarse al Creador o a los demás. Toda consolación que repliegue no viene del buen espíritu, pues el árbol debe siempre ser juzgado por sus frutos.
Una vez apartadas las falsas concepciones o las falsificaciones de la consolación, podemos considerar cómo presenta Cristo a los apóstoles, en los capítulos 14 y 16 de san Juan, la venida del Espíritu consolador. Es él quien en adelante permitirá a los discípulos mantenerse firmes en medio de las pruebas y tribulaciones y asegurará una nueva presencia de Cristo resucitado que instaura con sus apóstoles nuevas relaciones.
La «consolación» de una nueva presencia
Tendríamos que volver a leer los capítulos 14 a 17 del evangelio de san Juan para comprender el intenso cambio que se da en las relaciones entre Jesús y sus discípulos. Con su inteligencia de hombre, sin hablar de la conciencia divina que tiene de su fin, Jesús ve que camina hacia la muerte. Lo ha dicho con toda claridad en la parábola de los viñadores homicidas. En un último gesto, realizado con la mayor serenidad entrega a los suyos su cuerpo quebrado en el pan partido y su sangre vertida en el vino repartido. En la agonía, vivirá ese don en la angustia, prefiriendo la voluntad del Padre a la suya. Entre ambos gestos encontramos el sermón de la cena en el que Jesús evoca la turba
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ción que va a provocar en el corazón de sus discípulos su éxodo en Jerusalén: «No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios, creed también en mí». (Jn 14,1).
Entre Jesús y los suyos se han trenzado lazos profundos que se manifiestan en las relaciones de cada día: «No os llamo ya siervos..., a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer». (Jn 15,15). Estos lazos son mucho más profundos que los de la amistad humana pues Jesús los ha incorporado a su diálogo de intimidad con el Padre. No les habla ya de una manera enigmática sino que les comunica abiertamente todo lo que concierne al Padre (Jn 16,25). Se comprende que los apóstoles se hayan fascinado por la irradiación que emanaba de la persona de Jesús porque sospechaban el secreto de su relación con el Padre.
Lo mismo les sucede a las personas que amamos y que irradian santidad y dulzura. Cuando llegamos a saber que su existencia está amenazada, temblamos tanto por ellos como por nosotros, pues comprendemos el vacío que causa su partida. Jesús adivina perfectamente los sentimientos de tristeza que anidan en el corazón de los suyos cuando les va a dejar. Por eso evoca el tiempo en el que estaba con ellos y aquél otro en el que les abandonará: «No os dije esto desde el principio porque estaba yo con vosotros. Pero ahora me voy a aquél que me ha enviado, y ninguno de vosotros me pregunta: ¿Dónde vas? Sino que por haberos dicho esto vuestros corazones se han llenado de tristeza». (Jn 16, 4-6). Conoce el sufrimiento de sus apóstoles, pues lo vive él mismo de una manera aún más profunda que ellos: «En verdad, en verdad os digo que lloraréis y os lamentaréis, y el mundo se alegrará. Estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en gozo». (Jn 16,20).
Progresivamente, Jesús acostumbrará a sus discípulos a otra presencia: «Dentro de poco no me veréis y dentro de otro poco me volveréis a ver». (Jn 16,19). Cristo va después a iniciarlos en otra clase de relaciones nuevas, en una intimidad espiritual, la que conviene tener con el hijo de Dios. No bastará verle con los ojos de la carne para reconocerle; será necesaria una mirada iluminada por el Espíritu Santo para descubrir su presencia misteriosa en el corazón de sus vidas.
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Más aún, Jesús muestra a sus discípulos que esta nueva presencia en el Espíritu está condicionada a su partida. Estaban tan acostumbrados a él, que corrían el peligro de no verle ya, y de no buscar el misterio de su presencia en la fe. «Nos falta una persona y todo se despuebla». (Lamartine). Nos falta una persona y todo se repuebla, me atrevería a decir. Una vez ausente, se verán obligados a buscarle, no ya en los lazos materiales de proximidad física, sino en los lazos espirituales. No estará ya a su lado, pero estará vivo en ellos: «Os conviene que yo me vaya, porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito, pero si me voy os lo enviaré». (Jn 16,7). Así pues, el envío del Espíritu está condicionado a la partida de Jesús.
V siempre la misma palabra de consuelo de Jesús: «Yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre, el espíritu de la verdad a quien el mundo no puede recibir, porque no le ve ni le conoce. Pero vosotros le conocéis porque mora con vosotros. No os dejaré huérfanos, volveré a vosotros». (Jn 14, 16-18). En las nuevas relaciones, «lo esencial es invisible a los ojos», no se ve bien más que con el corazón pues la presencia de Jesús es interior, no está ya al lado de sus discípulos y no deben retenerlo pues mora en ellos.
De esta promesa de Jesús, resalta que la presencia del Espíritu en el corazón no sólo reemplazará su presencia personal, sino que la devolverá plenamente, renovada en lo más íntimo: «Vendré a vosotros... Estaré con vosotros, porque viviré y vosotros viviréis». Esta nueva presencia es preferible a la que los apóstoles han conocido hasta ahora, y por eso es bueno que Jesús se vaya.
San Anastasio hace notar que en todo el Antiguo Testamento, no se hace mención del Espíritu Santo bajo el nombre de Consolador. La razón se encuentra en estas palabras del Señor: «Si no me voy, el Consolador no vendrá a vosotros; pero si me voy, os lo enviaré». Era necesario que el Verbo encarnado entrase en la gloria antes de enviar el Espíritu Santo como Consolador.
Sucede con la presencia de Jesús lo mismo que con la de los seres que nos han dejado; no debemos ya buscarlos en el pasado, ni en la forma en la que les hemos conocido sino en Cristo resucitado. Su presencia es puramente inte-
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rior. Antes no lo sabían todo sobre nosotros, su amor debía atravesar la opacidad de nuestro cuerpo; después nos ven en la transparencia y nos aman tal como somos.
Dulce huésped del alma
La presencia de Cristo resucitado en nuestro corazón es la obra del Espíritu Santo Paráclito, que mora en nosotros (Jn 14,17). El mundo es incapaz de verlo y acogerlo, pero nosotros le conocemos por el dulce murmullo de su presencia en nosotros. A partir del momento en que habita en nuestro corazón, conocemos que Jesús está en nosotros, aunque siga morando en el Padre: «Aquel día comprenderéis que yo estoy en mi Padre y vosotros en mí y yo en vosotros». (Jn 14,20). A esta luz hay que releer el capítulo 15 de san Juan: «Permaneced en mí, como yo en vosotros» (v.4). «Como el Padre me amo, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor» (v.9).
Cuando Jesús dice: «El Padre os dará otro Paráclito» (Jn 14,16), utiliza un vocabulario jurídico. El «Paráclito» era la persona que se llamaba para ayudar y defender a un acusado: es el abogado, el auxiliar, el defensor. A partir de aquí se ve aparecer el sentido de consolador e intercesor. En san Juan, la palabra «Paráclito» designa unas veces a Cristo y otras al Espíritu, puesto que este último hace a Jesús interiormente presente en el hombre. Pero su papel es el mismo: aporta consuelo al que está aplastado por la prueba.
Es él quien exhorta al cristiano a resistir en medio de las pruebas y de las tribulaciones, sobre todo en el momento de la persecución. Cuando la Iglesia primitiva crece y vive en paz, Lucas dice que estaba llena de la consolación del Espíritu Santo (Hch 9,31). Del mismo modo, cuando Pedro y Juan vuelven después de haber comparecido ante el Sanedrín, la comunidad se pone en oración. No piden que cese la persecución, sino la fuerza para anunciar la Palabra con valentía, y sobre todo se pide a Dios, signos y prodigios en el nombre de Jesús: «Mientras oraban, retembló el lugar donde estaban reunidos, y todos quedaron llenos del Espíritu Santo y predicaban la palabra de Dios con valentía». (Hch 4,31).
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Otro dominio más interior en el que el Espíritu Santo nos hace experimentar su papel de consolador, es en la prueba de la tentación, en el momento en que estamos heridos y sin fuerzas al borde del camino. Manifestaba entonces su acción por la irradiación de su presencia en lo más íntimo del corazón. Le basta estar allí para que seamos como invadidos por su dulzura y su paz. No hace desaparecer las tentaciones y las pruebas, como tampoco suprime la persecución, pero nos hace comprender que entran en el designio de amor del Padre, enseñándonos a no sublevarnos contra ellas. Así pasa cuando la comunidad ora en la persecución: «Porque verdaderamente se unieron en esta ciudad contra Jesús tu santo siervo, a quien has ungido, para realizar lo que en tu poder y sabiduría habías predeterminado que sucediese». (Hch 4, 27-28). El Consolador rompe la dureza de nuestro corazón y lo ablanda con su dulzura de tal modo que se hace líquido y se deja invadir por el amor crucificado de Dios; es él quien nos hace saborear la unción que hay en la cruz.
De este modo no tenemos que temer caer en las falsificaciones de la consolación que hemos evocado al comienzo y que llevarían consigo el peligro de infantilizarnos. La misma presencia del Espíritu nos consuela haciendo crecer en nuestro corazón el amor del Señor y dándonoslo a gustar y experimentar. Volvemos a encontrar aquí lo que san Ignacio dice de la consolación, que es un aumento de fe, de esperanza y de caridad. Del mismo modo, el Espíritu actúa como consolador cuando concede a los hombres las lágrimas de la compunción «por sus pecados o por la pasión de Cristo»: «Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados». (Mt 5,5). Recibirán la consolación definitiva (Le 2,25) la única que les librará de su aflicción. Un jesuíta místico del siglo xvii, el padre Lallemant expresó muy bien el papel consolador del Espíritu en la vida espiritual:
El Espíritu Santo nos consuela particularmente en tres cosas. En primer lugar en la incertidumbre de nuestra salvación que es terrible... No podemos merecer la perseverancia final, si nos faltan la dirección y la protección de Dios... Esta incertidumbre es la que hace temblar a los santos; pero en esta pena nos consuela el Espíritu Santo, siendo el Espíritu
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de adopción de los hijos de Dios, y, como dice san Pablo, las arras y la seguridad de la herencia celeste. Cuando se han recibido las arras, y se ha tenido cierto conocimiento experimental de Dios, es bastante raro que se vuelva a perder. El Espíritu Santo da a las almas fervientes y fieles un testimonio interno de que son de Dios y que Dios es suyo, y este testimonio aleja su temor y constituye su consolación.
En segundo lugar, el Espíritu Santo nos consuela en las tentaciones del demonio y en las pruebas y aflicciones de esta vida. La unción que derrama en las almas las anima, las fortifica, les ayuda a conseguir la victoria; dulcifica sus penas y les hace encontrar delicias en las cruces.
En tercer lugar, el Espíritu Santo nos consuela en el exilio en que vivimos aquí abajo, alejados de Dios. Esto es lo que causa a las almas santas un tormento inconcebible, pues sienten este vacío cuasi infinito, que se da en nosotros, y que no pueden llenar todas las criaturas, pues sólo puede ser llenado por el gozo de Dios; mientras están separadas de él, languidecen y sufren un largo martirio, que les sería insoportable, sin las consolaciones que el Espíritu Santo les concede de tiempo en tiempo. Todas las que proceden de las criaturas no sirven más que para aumentar el peso de sus miserias. Me atrevo a asegurar, dice Ricardo de San Víctor, que una sola gota de estas consolaciones puede dar todo lo que todos los placeres del mundo no sabrían dar. Estos no pueden saciar el corazón, y una sola gota de la dulzura interior que el Espíritu Santo derrama en el alma, la arrebata fuera de sí y le causa una santa embriaguez.
Para ayudarnos en la oración podemos tomar la oración con que nuestros hermanos de Oriente abren sus celebraciones litúrgicas:
Oh Rey celestial consolador, Espíritu de verdad,tú que estás presente en todas partes y lo llenas todo,tesoro de bienes y dador de vida,ven y mora en nosotros,purifícanos de todas nuestras manchas yllena nuestras almastú que eres bondad.
Y una bellísima oración de san Alfonso María de Ligo- no, para pedir las gracias del Espíritu Santo:
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Oh Espíritu Santo, divino Paráclito, padre de los pobres, consolador de los afligidos, santificador de las almas, héme aquí postrado en vuestra presencia, te adoro con la más profunda sumisión, y repito mil veces con los serafines que están ante tu trono: ¡Santo, Santo, Santo!
Creo firmemente que eres eterno, consustancial al Padre y al Hijo. Espero que por vuestra bondad, santificaréis y salvaréis mi alma. Os amo, oh Dios de amor. Os amo más que a todas las cosas de este mundo; os amo con todo mi afecto porque sois bondad infinita única que merece todos los amores. Y ya que insensible a vuestras santas inspiraciones, he tenido la ingratitud de ofenderos con tantos pecados, os pido mil perdones y lamento soberanamente haberos disgustado. Os ofrezco mi corazón, tan frío como es, y os suplico que hagáis entrar en él un rayo de vuestra luz y una chispa de vuestro fuego, para fundir el duro hielo de mis iniquidades.
Tú que llenaste de gracias inmensas el alma de María e inflamaste de un santo celo el corazón de los apóstoles, dígnate también abrazar mi corazón con tu amor. Eres Espíritu divino, fortaléceme contra los malos espíritus; eres fuego, enciende en mí el fuego de tu amor; eres luz, ilumíname dándome a conocer las cosas eternas; eres paloma, dame costumbres puras; eres un soplo lleno de dulzura, disipa las tormentas que levantan en mí las pasiones; eres una lengua, enséñame la manera de alabarte sin cesar; eres una nube, cúbreme con la sombra de tu protección; eres el autor de todos los dones celestiales, vivifícame por la gracia, santifícame por tu caridad, gobiérname con tu sabiduría, adóptame como hijo tuyo por tu bondad y sálvame por tu infinita misericordia, para que no cese jamás de bendecirte, de alabarte y de amarte, primero en la tierra durante mi vida y luego en el cielo por toda la eternidad.
4Tregua en el duro trabajo,
brisa en las horas de fuego, gozo que enjuga las lágrimas
y reconforta en los duelos
Intento ahora dirigirme a esos hombres cuya generosidad vacila y que experimentan la prueba de la fatiga, de la duda o del tedio. Se reconocerán en las palabras de Elias, sentado bajo una retama y deseando la muerte: «¡Basta ya, Yavé! ¡Toma mi vida, porque no soy mejor que mis padres!» (I R 19,4). ¿Quién de entre nosotros no ha pronunciado algún día estas mismas palabras, o al menos otras semejantes, cuando se ha encontrado frente al fracaso o el rechazo de sus hermanos? Entonces la fiebre de las tentaciones se apodera de nosotros, haciendo brillar ante nuestros ojos los engañosos espejismos de una agua aparentemente refrescante pero que corre de una fuente envenenada. Dichosos los que entonces saben llorar, aun con lágrimas gruesas, pues están en el camino del arrepentimiento y si aceptan gritar a Dios, podrán recibir la consolación del Espíritu.
Hablando del monje que padece de acedia, san Macario dice que en esa situación las tentaciones y las pruebas le llevan al borde del abismo, a «dos pasos» de mandarlo todo a paseo. Afortunadamente, añade, el Dios amigo de los hombres se apiada de él, viene en su ayuda con la fuerza de su Espíritu, y le concede franquear el abismo. En la Biblia se encuentra el mismo tema, el de ser salvado «a menos cinco», cuando Isaías evoca los prodigios de Dios para
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con su pueblo. Los israelitas agradecen a Dios haber dosificado el castigo. Para los paganos y los egipcios, no fue así. Los hebreos también fueron castigados, pero hasta el límite de lo que podían soportar: «a menos cinco». A menudo pedimos a Dios a lo largo de la cuaresma: «Danos la gracia de respirar en medio de estas pruebas».
Cuando un hombre se enfrenta a la prueba de la fatiga o del desaliento, no puede hacer otra cosa más que gritar a Dios: «Clamé a Yavé en mi angustia, a mi Dios invoqué: y escuchó mi voz desde su templo, resonó mi llamada en sus oídos». (Sal 18,7). No es el momento de buscar por qué se ha llegado a ese estado o si es o no por nuestra culpa; la solución no está atrás sino adelante, en la súplica. Luego, el Espíritu Santo nos hará descubrir las causas de esta situación y veremos claramente lo que no hay que volver a hacer. Lo importante es avanzar donde quiera que uno se encuentre.
Vosotros los que sufrís bajo el peso de la carga
Pero preguntémonos en primer lugar a qué género de fatiga puede aportar descanso el Espíritu. Y para ello interroguemos al evangelio en un texto fundamental en el que Jesús anuncia que va a traer descanso a aquellos que sufren bajo el peso de la carga. Si el Espíritu Santo continúa hoy entre nosotros la obra de Cristo, hay posibilidad de que sea a esa fatiga precisamente a la que va a aportar descanso: «Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera». (Mt 11, 28-30).
En el judaismo, la imagen del yugo designa corrientemente la ley de Dios escrita u oral (Eclo 6, 24-30. 51, 26-27). Este yugo no es siempre pesado o hiriente; puede incluso ser fuente de alegría. Aquí Jesús opone su interpretación liberadora de la ley al legalismo judío, pues, al mismo tiempo que una ley renovada, Jesús aporta a los hombres la alegría del Reino. Basta leer el sermón del monte: Dichosos
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los pobres, dichosos los mansos, dichosos los misericordiosos, etc.
Y sin embargo, Jesús dice que la ley es una carga pesada sobre los hombros de sus discípulos, hasta el punto de aplastarlos. Hay que leer los capítulos 5 y 6 de Mateo en los que Jesús enuncia la nueva ley y a este propósito explica su papel (la de Moisés ciertamente): «No penséis que he venido a abolir la ley y los profetas. No he venido a abolir sino a dar cumplimiento». (Mt 5,17). Esto estaba muy claro, pero Jesús se detiene en mostrar la profundidad de la ley y nuestra incapacidad para cumplirla. En la nueva alianza no nos podemos conformar con actos exteriores de obediencia, hay que bajar hasta las profundidades del corazón: «De dentro, del corazón de los hombres, salen las intenciones malas... Todas estas perversidades salen de dentro y contaminan al hombre». (Me 7, 20-23). Por tanto, del interior hacia el exterior es como el hombre se santifica, por el poder transformante del amor.
Leed el sermón del monte y veréis que no es nada fácil cumplirlo todo: «El que mira a una mujer deseándola, ya cometió con ella adulterio en su corazón» (Mt 5,28). «Sea vuestro lenguaje: "Sí, sí; no, no", que lo que pasa de aquí viene del Maligno» (5,37). «Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial». (5, 44-45). Tratad con sinceridad de practicar esto no solamente en la mente o en las buenas intenciones, sino a nivel de la vida, y veréis que no es difícil, sino imposible.
Es lo que explica san Pablo cuando nos dice que la ley es imposible de cumplir. No se trata de la ley del temor sino de la ley del amor tal como Dios se la dio a Moisés en el Deuteronomio (6,5). Cuando Pablo opone la ley y la gracia, se trata de esta ley de amor: «La ley no procede de la fe, sino que quien practique sus preceptos, vivirá por ellos». (Ga 3,12). La ley es buena, dice Pablo, pero no sirve para nada porque no la cumplimos: Dios ha encerrado todas las cosas en la desobediencia (Ga 3 y 4). Por eso tenemos necesidad de un Salvador que nos dé la gracia de amar a Dios y por tanto de practicar la ley. La gracia nos ha sido dada por Cristo resucitado.
Es preciso saber calcular el costo: reconocer que esta-
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él y le concede realizar por otro lo que no puede con sus propias fuerzas. Es la fe en el poder del amor lo que constituye el dinamismo de la observancia de la ley en la vida cristiana. Precisamente esto fue lo que no comprendió Lutero hasta el fin cuando interpreta a san Pablo. El dice: «Sólo la fe nos salva», y debería haber dicho «la fe actuando por el amor». En la tradición espiritual hay una santa que lo entendió maravillosamente y lo vivió: Teresa del Niño Jesús, que llegará a las mismas conclusiones que san Pablo. Lutero se quedó a un milímetro; Teresa llegó hasta el final. Esto es lo que hace decir a nuestros hermanos de Taizé: «Teresa es Lutero que ha triunfado».
Teresa se dirige a las novicias cuya generosidad vacila, aunque quieren renunciarse a sí mismas; sabe muy bien que en este punto, no se puede hacer trampas con el evangelio: sería traicionarlo. ¿Qué les va a decir a los que no pueden llegar a eso? A pesar de todo, intentadlo pues no se trata de conseguirlo o de. no. La frontera de Teresa está trazada entre los que lo intentan y los que no lo intentan y se las arreglan para vivir en paz. Los primeros conocerán la tentación contra la esperanza y eso será su salvación, pues por ella se verán acorralados, obligados a pedir socorro y a recibir una respuesta; pero si se desvían de esta tentación (los segundos) se desviarán al mismo tiempo de lo que les va a dar la salvación y la santidad.
¿Cómo actuará la tentación? Cuanto más os esforcéis, más os desesperaréis. La primera solución es por tanto suprimir el esfuerzo. Hay otra solución que es la que propone Teresa: «Mantened vuestro esfuerzo, hacéos pequeños, humildes como un niño, mirad el corazón de Dios y esperad de su amor la gracia de amarle y por consiguiente la gracia de renunciar a lo que no es Dios». Teresa no renuncia nunca a la educación: amar a Dios igual a renunciarse a sí mismo.
Sed lo suficientemente locos como para esperar obtener lo que no conseguís realizar por vosotros mismos. Esta gimnasia la ha descrito Teresa con una imagen sorprendente dedicada a la novicia sor María de la Trinidad, que se desanimaba: «Te pareces a un niño que quiere subir una escalera. El niño levanta su pie con la esperanza de subir varios escalones y en realidad no consigue superar ni un sólo pel-
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daño». Teresa acepta la situación de partida: ni siquiera un peldaño, pero levanta el pie.
A los ojos de un hombre realista, esto es absurdo. No hay que intentar subir, hay que hacer otra cosa distinta, pero no tratar de amar a Dios. Teresa dice: «Si tenéis fe, sabed que en lo alto de la escalera. Dios os mira con amor y espera. V cuando estime que estáis maduros, a punto —y aquí está la paradoja— este esfuerzo aparentemente inútil dará resultado: el de agotar nuestras pretensiones, nuestra dureza (es el significado de «macerar». Cfr. las maceraciones de los santos) para que vuestro corazón se haga maleable y tierno. La antigua literatura monástica habla de la acedia, esta especie de amargura o de acidez que el monje experimenta y que debe normalmente ablandar la dureza de su corazón, si la acepta con humildad. Es como si pusiéramos los pepinillos en vinagre para hacerlos comestibles. Entonces Dios vendrá a buscaros y os llevará a lo alto de la escalera». Esta es la doctrina de Teresa para los que están tentados contra la esperanza y no intentan ninguna solución. Habéis tratado de luchar contra una pesada tentación y no habéis conseguido nada. ¿Qué tenéis que hacer? Seguid, pero creyendo y esperando que el amor misericordioso os espera al final de los esfuerzos y que vendrá a buscaros.
Haz esto y Dios te concederá la gracia del amor y a medida que éste crezca, crecerá en ti el desprendimiento y el espíritu de sacrificio. Y esto sigue siendo su doctrina (que es exactamente la de san Pablo pero dicha de otra manera): no se llega al amor por el espíritu de sacrificio, sino que se llega al espíritu de sacrificio por el amor; y ¿cómo se llega al amor? Por la confianza. Lo dice ella misma en los Manuscritos: «Por la confianza, y sólo por la confianza, es como se llega al amor». Por eso, el secreto está en tener confianza en el amor de Dios.
Ser mendigos de la gracia
Se podría resumir la doctrina de san Pablo y de Teresa en dos pequeñas expresiones que pueden dar diferentes resultados: «No puedo» y «no quiero». Ante la paradoja de una ley imposible de cumplir existe la tentación de decir: «No
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puedo» y esto encierra dos verdades. La astucia del demonio, consiste en mezclarlas y poner entre ellas una conjunción: «No puedo y por eso no quiero».
Teresa responde: «Si las almas, aun las más imperfectas, comprendiesen esto (su doctrina), no tendrían miedo. «Para los hombres eso es imposible, más para Dios todo es posible» (Mt 19,26), pues es infinito y omnipotente y para probárnoslo, nos envía a Jesús y al Espíritu Santo, como lo ha hecho con el padre Kolbe y santa Teresa del Niño Jesús. Pero si no queremos, entonces somos libres, nadie nos puede obligar, ni siquiera nuestros determinismos. El juicio de Dios es un fuego devorador que no puede nada sin el consentimiento de nuestra libertad; pero si nosotros le decimos «sí» y le pedimos al mismo tiempo el poder del Espíritu, no nos lo puede negar.
El que comprende que la confianza lo obtiene todo, puede comenzar a construir sobre roca. El que no lo comprende, construye sobre arena. Los que quieren ser generosos sin conocer la humillación de ser mendigos de la gracia serán condenados en nombre de esta misma generosidad, pues no la practican: creen que la practican o consumen una loca energía para convencerse de que la practican, pero no es verdad, no pueden. Por eso los que quieren ser «gente bien», al estilo antiguo o al nuevo, experimentan o experimentarán ruinas brutales, o desalientos temibles: no construyen sobre roca sino sobre arena.
La generosidad natural es arena: todo lo que se construye sobre ella se agrieta rápidamente, está minado y condenado a la ruina. El suelo sobre el que debemos construir, es el cimiento cuyo nombre es Jesucristo. En otras palabras, hay que coger el tren bueno. El tren de la generosidad es bonito, seductor, atrayente, parte al instante como una flecha, pero desgraciadamente no llega a ninguna parte. El tren del Espíritu Santo (o de la gracia) es pobre, miserable, traquetea y se ahoga. Es pequeño como un grano de mostaza o una medida de levadura, arranca lentamente y con dificultad, pero es el único que llega a la meta que es el Reino de los cielos.
Es preciso reconocer esta situación para ser cristiano: sólo Cristo puede librarnos de nuestra impotencia. Interviene aquí una concepción todavía insuficiente del misterio del
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Salvador, del Espíritu Santo y de la gracia. Algunos dirán: para amar a Dios, tenemos necesidad de un Salvador y de su gracia, pero sabemos que ese Salvador ya se nos ha dado y somos libres. No queda más que amar a Dios con esta inocencia recuperada gracias a la sangre de Cristo. Es cierto, pero tenemos necesidad de una aplicación de la Redención a nuestro propio caso. Esta aplicación no es cosa ya hecha.
Para hacerla, Dios nos pide colaborar con el conocimiento y la confesión activa de la gratuidad de la gracia. La única manera de colaborar con la gracia, es pedirla: «Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá». (Le 11,9). Hay que obrar siempre sin cansarse nunca. Es la parábola del amigo importuno en la que Dios se compara a uno que no tiene ganas de dar lo que el otro necesita, pero acaba por cansarse de escuchar su súplica. Para quedarse tranquilo, se decide a concederle lo que le pide. «Dios quiere que se le pida, dice san Alfonso de Ligorio, quiere ser vencido por una cierta importunidad».
La única manera de que disponemos para recibir un don como gratuito, es que Dios tenga misericordia (Rm 9,16) y la primera condición para que Dios se enternezca, es que se le pida. No se pide aquello a lo que tenemos derecho: se exige. Si tenemos que pedirlo, es que no tenemos derecho. Necesitamos al Espíritu Santo para hacer frente a la prueba que nos espera mañana y es preciso pedirlo cada día pues el Espíritu tiene que venir de arriba.
Oración al Espíritu Santo para pedir la gracia
Dios mío, Paráclito eterno, te reconozco como el autor de ese inmenso don por el cual únicamente nos salvamos, el amor sobrenatural. El hombre es por naturaleza ciego y duro de corazón en todas las cosas espirituales. ¿Cómo podría alcanzar el cielo? Por la llama de tu gracia que le consume para renovarlo, y para hacerle capaz de ello; eso sin ti, no tendría gusto alguno. Eres tú omnipotente Paráclito, quien ha sido y es la fuerza, el vigor y la resistencia del mártir en medio de sus tormentos. Por ti, despertamos de la muerte del pecado, para cambiar la idolatría de la criatura por el puro amor del Creador. Por ti, hacemos actos de fe, de esperanza, de caridad, de contricción. Por ti, vivimos en la atmósfera de la tierra, al abrigo de su infección. Por ti, po-
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demos consagrarnos al santo ministerio y realizar en él nuestros temibles compromisos. Por el fuego que has encendido en nosotros, oramos, meditamos y hacemos penitencia. Si abandonas nuestras almas, no podrán seguir viviendo y ¿qué sería de nuestros cuerpos si se apagase el sol?
Santísimo Señor y santificador mío, todo el bien que hay en mí es tuyo. Sin ti, sería peor y mucho peor con los años y tendería a convertirme en un demonio. Si no comparto las ideas del mundo en cierto modo, es porque tú me has elegido y sacado del mundo y has encendido el amor de Dios en mi corazón. Si no me parezco a tus santos, es porque no pido con suficiente ardor tu gracia, ni una gracia suficientemente grande y porque no me aprovecho con diligencia de las que me has concedido. Acrecienta en mí esta gracia del amor, a pesar de mi indignidad.
Es más hermosa que todo el mundo. La acepto en lugar de todo lo que el mundo me puede dar. ¡Dámela! Es mi vida.
(Cardenal Newman)
5Entra hasta el fondo del alma,
divina luz, y enriquécenos
Estamos aquí en el centro de la vida espiritual, pues todo se reduce finalmente, en nuestra existencia cristiana, a descubrir la voluntad de Dios y cumplirla. La misma oración no tiene sentido si no nos lleva a decir efectivamente: «Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo». Jesús mismo nos ha prevenido que el abandono a la voluntad de Dios estaba subordinado a la oración: «No todo el que me diga: "Señor, Señor", entrará en el Reino de los cielos, sino el que haga la voluntad de mi padre celestial». (Mt 7,21).
Pero si nos resulta fácil discernir esta voluntad divina a través de los preceptos de la Iglesia, dudamos a menudo de que podamos descubrir lo que Dios espera de nosotros, en particular en la situación presente. Sin embargo, sería no creer en Dios y en su providencia o en Cristo resucitado que nos ha prometido el Espíritu de verdad, pensar que son capaces de abandonarnos a nosotros mismos en el detalle de cada día. Aquí interviene la luz del Espíritu que habla al corazón de los fieles en el discernimiento.
Desde hace unos diez años, la situación ha cambiado considerablemente. En efecto, la Renovación Carismática ha hecho que los cristianos adquieran conciencia del puesto central del Espíritu en el corazón de su oración y de su vida. Hay que alegrarse mucho y dar gracias a Dios, sobre todo en una época en la que la interioridad espiritual había sido
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relegada a un segundo plano en beneficio de las ciencias humanas. Pero hay que permanecer vigilantes y ejercitar en este aspecto la función de discernimiento para no creer a cualquier espíritu.
En este terreno, oscilamos sin cesar entre dos actitudes opuestas. La primera consiste en creer que tenemos hilo directo con el Espíritu Santo y que basta preguntarle sobre todas las cuestiones oscuras y en todo momento para obtener una respuesta operatoria. Hablando de dos jóvenes de éste estilo, que había encontrado en Lourdes, un obispo me decía: «Me dan la impresión de que tienen un teléfono rojo con el Espíritu Santo». Por el contrario, están los que se guían únicamente por un juicio humano o por el sentimiento común de los que los rodean. Para ellos, el discernimiento es un trabajo de la inteligencia, hecho personalmente o en comunidad; en uno y otro caso, se mantienen en un modo de pensar nocional o intelectual, como si el discernimiento fuese un esfuerzo de la inteligencia para estudiar bien el problema y llegar a la conclusión que se impone por un trabajo puramente racional. En este caso, se elimina lo esencial que es precisamente el Espíritu Santo, aun cuando se haya acudido a él al principio por medio de una oracióno al final por una acción de gracias: entre los dos ha sido la inteligencia la que ha razonado. En un caso como en el otro, nos hemos apartado del verdadero discernimiento.evitando bajar a lo más profundo del corazón, allí donde se desarrolla el verdadero trabajo del Espíritu.
Penetra lo más profundo del corazón
«La mayoría de los religiosos, hasta los buenos y virtuosos, dice el padre Lallemant, no siguen en su conducta particular, y en la de los demás, más que la razón y el buen sentido en lo que muchos destacan». La razón es muy sencilla: desconocen las profundidades de su corazón habitado por el Espíritu Santo. Como dice Bernanos, han utilizado siempre la superficie de su alma, sin sospechar que caminaban sobre profundidades todavía inexploradas. No es siempre culpa de ellos puesto que ignoran la existencia de esta zona misteriosa. Llegará un día, en que a fuerza de su-
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plicar, cavarán las zonas intermedias para dejarse iluminar por la luz oculta en el fondo de su corazón: «El Espíritu Santo espera durante algún tiempo que entren en su interior, y que descubran allí las operaciones de la gracia y de la naturaleza y se dispongan a seguir su conducta». (P. La- llemant).
A partir del momento en que un cristiano percibe los movimientos del Espíritu en él, franquea una gran etapa en la vida espiritual pues ha descifrado la Palabra personal que Dios le dirigía y se ve arrancado del anonimato de una vida impersonal. El papel del padre espiritual es estar al acecho de este momento, para ayudar a autentificar esa palabra y responder a ella: «Pero si abusan del tiempo y del favor que él (Dios) les ofrece, les abandona por fin a sí mismos y les deja en esta oscuridad y esta ignorancia de su interior». (P. Lallemant).
El hombre comprende entonces que Dios no le abandona a sus propias luces, pero deja también de creer en una relación directa con el Espíritu que no le daría ningún margen de maniobra. En el terreno del discernimiento espiritual no hay estrella polar que indique directamente el camino, pero la cuestión de la dirección no es sin embargo insoluble: hay constelaciones que se desplazan en el universo espiritual y que permiten avanzar con paz y alegría.
Quisiéramos acudir ahora al que consideramos como el «técnico» del discernimiento, san ignacio de Loyola, en el capítulo III de su Autobiografía (Libro de la vida n° 27). Hace ya años que se ha convertido, pero comienza ahora a darse cuenta de la alternancia de los movimientos de tristeza o de alegría que experimenta en su corazón. Ora mucho (siete horas diarias) y su oración es de verdad una súplica: «Comienza a dar gritos a Dios» (n° 23). Es preciso recalcar esto, pues el hombre no alcanzará nunca su corazón profundo sin la súplica intensa y prolongada, con una sola palabra.
Ignacio atraviesa entonces una crisis de escrúpulos, «unos desgustos de la vida que hacía con algunos ímpetus de dejalla» (n° 25). Entonces se produce un acontecimiento que le da a conocer los movimientos del Espíritu en él: «Y con esto quiso el Señor que despertó como de sueño. Y como ya tenía alguna experiencia de la diversidad de espíritus con las liciones que Dios le había dado, empezó a mi-
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rar por los medios con que aquel espíritu era venido, y así se determinó con grande claridad de no confesar más ninguna cosa de las pasadas; y así de aquel día adelante quedó libre de aquellos escrúpulos, teniendo por cierto que nuestro Señor le había querido librar por su misericordia». (n° 25).
Es interesante señalar las palabras de Ignacio referidas por González de Cámara: «Despertó como de sueño». Así cuando el Espíritu quiere revelar a un hombre lo que hace en su vida, le invita a abandonar el dominio de la imaginación para llevarle al contacto con su vida real. Es siempre ahí, en lo real de cada día, donde actúa. Así también, nosotros cuando nos planteamos «problemas» en nuestra vida, la primera reacción es decir: «Hay que reflexionar y pensar», es decir nos fugamos inconscientemente a lo imaginario, el lugar privilegiado donde reina el príncipe de las tinieblas. En tanto que la oración es siempre vuelta a lo real, allí donde el Espíritu obra de acuerdo con nosotros.
En la misma línea habría que leer el Diario espiritual de Ignacio con los problemas que le plantean los acontecimientos, las dudas que le proponen sus hijos o sus experiencias apostólicas, por ejemplo la cuestión de las rentas para las casas de la orden: «El modo que el Padre guardaba cuando las Constituciones era decir misa cada día y representar el punto que trataba a Dios y hacer su oración sobre aquello; y siempre hacía la oración y decía la misa con lágrimas». (n° 101).
Con Ignacio que busca la voluntad de Dios, estamos muy lejos de una persona que tiene un «teléfono directo con el Espíritu Santo». Supuesta su docilidad a Dios, sus siete horas diarias de oración, se podría suponer que Dios le enseña directamente. Nada de eso. Ignacio no se ve dispensado de buscar la voluntad de Dios con una oración apremiante. No se trata de orar más, sino de otra manera. Decíamos más arriba que es un «técnico» del discernimiento, añadamos ahora que antes ha sido en el sentido noble de la palabra, un «bricoleur» que puso a punto una serie de reglas sencillas y aparentemente ingenuas para encaminar al hombre a encontrar la voluntad de Dios.
Leyendo el Diario espiritual, podemos darnos cuenta de cuánto sufrió, sudó y aun lloró para descubrir lo que Dios
esperaba de él. Buscaba en una dirección y cuando el camino parecía cortado, se dirigía a otra dirección, hasta encontrar la voluntad de Dios por la experiencia de las consolaciones. Al final, poco importa el resultado obtenido o las conclusiones del discernimiento, lo esencial está en la experiencia y la búsqueda que transforma el corazón y le hace disponible para acoger lo que Dios espera de él. Es preciso estar más atento al movimiento profundo de purificación del corazón en la oración que a la decisión a tomar. Habitualmente, esta viene en el momento en que menos lo esperamos como un don gratuito de Dios.
La purificación del corazón consiste esencialmente en hacerse disponible; es decir, ante una elección que hay que hacer rehusar preferir tal o cual alternativa, abandonar cualquier prejuicio que impida a Dios hacernos saber en qué sentido quiere que nos comprometamos. De nuevo se plantea una pregunta: ¿Cómo hacerse disponible si no se está? Digamos muy brevemente que en primer lugar es necesario señalar un tiempo de reflexión en vez de entregarse a la primera impresión y al primer impulso, luego retroceder respecto de sí mismo, dudar del propio juicio y ponerse finalmente bajo la mirada de Dios para descubrir en nosotros la resistencia a la total disponibilidad y vencerla por la oración y la penitencia.
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Buscar y encontrar
En la raíz de esta actitud, está la toma de conciencia de que el Espíritu Santo habita en nuestro corazón y no cesa de actuar en él para revelarnos la voluntad del Señor que no está sólo grabada en tablas de piedra, sino en nuestros corazones de carne (2 Cor 3,3). Es preciso pues dejarse guiar por el Espíritu de Cristo resucitado que habita en nosotros (Rm 8,9 y 11): «Si vivís según el Espíritu, no daréis satisfacción a las apetencias de la carne». (Ga 5,16). Sin este acto de fe viva en la presencia actuante del Espíritu en nosotros, no puede haber discernimiento espiritual. Antes de poner por obra los medios y las técnicas, es preciso volver siempre a la fe en Dios que obra en nosotros por su Espíritu.
Por eso, la oración comienza, continúa y acaba la obra
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del discernimiento. Se dice del padre Clorivière que «desde su juventud religiosa, se había puesto bajo la estrecha dependencia del Espíritu Santo y no decidía nada sin consultarle, no comenzaba nada sin invocarle, no continuaba nada ni terminaba nada sin consagrárselo». Del mismo modo el padre Lallemant dirá a los tercerones que deben: «Pedir sin cesar esta luz y esta fuerza del Espíritu Santo para cumplir la voluntad de Dios, ligarse al Espíritu Santo y mantenerse unidos a él, como san Pablo que decía a los sacerdotes de Efeso: Empujado por el Espíritu Santo, me voy a Jeru- salén».
En esto, el padre Lallemant no hace más que inspirarse en san Ignacio. Leyendo su Diario impresiona el intenso clima de oración que baña sus pasos de discernimiento. En la introducción, el padre Giuliani fijó con exactitud el marco de esta oración:
Por la noche, antes de acostarse, se hace traer el misal y, en su cuarto, lee varias veces la misa y la prepara toda entera... El mismo nos dice que se acuesta pensando en la misa del día siguiente. Por la mañana, se entrega a una primera oración que llama «oración acostumbrada», la hace a menudo antes de levantarse, pues su salud es, en ese tiempo, muy mala y le sucede sufrir esa pesadez y ese vacío que apenas permiten al entendimiento fijar la atención.
Antes de la hora de misa, segunda oración preparatoria, en el curso de la cual, le gusta meditar sobre las oraciones de la misa del día... luego, nueva oración, mientras se reviste los ornamentos... Sabemos que su misa dura una hora o más. Elige misas que concuerdan con su oración o con la gracia que busca, misa de la Virgen, de la Trinidad, del Espíritu Santo, del nombre de Jesús. Luego su acción de gracias se prolonga largo tiempo: dos horas dicen los testigos. Vuelto a su cuarto, le gusta quedarse todavía solo con los problemas que le agitan: reflexión u oración. Es muy difícil hacer distinción cuando el alma está tan llena de Dios. En invierno, junto al fuego continúa este tiempo de silencio durante el cual nadie tiene derecho a molestarle.
Por otra parte, cuando el mano a mano con Dios sólo deja paso a la conversación o a los negocios, no por eso ha terminado la oración. Ignacio vuelve en todo momento a la oración, como por el peso natural del alma; el diálogo continúa en casa, fuera, a lo largo de las visitas recibidas o rea-
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lizadas. La oración toma entonces la forma de recuerdo: recordando las gracias de la mañana, Ignacio experimenta una nueva devoción.
La oración penetra toda su vida y asume todas las fatigas, los encuentros y las tentaciones. Se convierte en una vida interior a su propia vida. A fuerza de suplicar, atraviesa las zonas intermedias de su ser y alcanza la fuente que se alimenta en las profundidades más secretas de su corazón. Esta fuente no es otra que la presencia del Espíritu en él, pero es preciso en primer lugar que sea localizada y liberada para que transfigure los instantes de su destino humano.
Ignacio sabe muy bien que este trabajo de discernimiento no es obra suya: sólo Dios puede darle la luz deseada en el tiempo oportuno. Sin embargo, es él quien tiene que ofrecerse, buscar y disponerse en la oración. Insiste en el acto de iniciativa personal que debe realizar en primer lugar: «Preguntando a quién encomendarme», «reflexionando por dónde he de comenzar». Se dispone a acoger a Dios y su acción. Tanto como señala su voluntad de «comenzar», tanto más no tendrá jamás la pretensión de acabar: no es esfuerzo suyo, sino del Espíritu Santo que termina en la persona de Cristo y en la Santísima Trinidad.
De este modo, el discernimiento es la puesta en obra de la conjunción entre la libertad y la gracia. Depende del hombre buscar y ahondar su corazón por todos los medios que están a su alcance; sólo Dios le hace encontrar su gracia, revelándose a su hora. Las luces de Dios y las decisiones que tenemos que tomar siempre deben ser recibidas, pero sería descortés esperarlas sin haberlas pedido. En una frase muy concisa, san Ignacio muestra la parte de trabajo que corresponde al hombre, respetando siempre la libertad de Dios: «Me pareció que era la voluntad de Dios que me esforzase en buscar y encontrar, y no encontraba, y sin embargo me parecía bueno buscar y no estaba en mi poder el encontrar». Luego se ve inundado por la afluencia de conocimientos.
Hay que hacer notar también la influencia de los mediadores en la oración de Ignacio. Se encomienda a Cristo, a la Virgen y a los santos pues sabe muy bien que el hombre
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no va directamente a la Trinidad, sin pasar por los intermediarios que interceden por él. En algunos momentos, reconoce que el cielo no responde a su petición, a veces llega a enfadarse por causa de las circunstancias exteriores —el ruido en la casa que le impide orar—, y necesita volver sobre sus pasos para purificar su petición y tomar distancia. Luego, en un momento dado, pone punto final a su búsqueda. Poco importa que la solución tenga éxito; esto no tiene importancia y la cuestión no está ahí, sino en saber si en este momento, Dios le inspira hacer esa elección.
En definitiva, importa poco ser escuchado o no; lo esencial es haber orado haciendo la voluntad de Dios. En nuestra experiencia de discernimiento, no encontraremos siempre respuesta a nuestros problemas, pero la alegría de haber orado será tal vez la primera confirmación de lo que Dios quiere darnos antes de cualquier respuesta: «No digas, después de haber perseverado largo tiempo en oración, que no has llegado a nada; porque has obtenido ya un resultado. Qué mayor bien, en efecto, que el unirse al Señor y perseverar sin descanso en esta unión con él». (San Juan Clí- maco: La escala, grado 28).
Una disposición del corazón para escuchar el Espíritu
Si se lee con atención la Autobiografía o el Diario espiritual se da uno cuenta que Ignacio estaba continuamente en estado de discernimiento. No esperaba que se le planteasen los problemas para tratar de resolverlos en la oración, sino que su oración era una interrogación continua para discernir la voluntad de Dios. Lo que equivale a decir que el discernimiento supone una experiencia, no sólo en el mismo momento en que hay que tomar la decisión, sino a lo largo de la vida y del tiempo. Es decir que el espiritual debe desarrollar en él una actitud de escucha y de docilidad al Espíritu Santo.
En este sentido, el discernimiento supone una experiencia y una madurez espiritual que no están al alcance de los principiantes que deben en primer lugar vivir y aprender a estar atentos al paciente y largo trabajo del Espíritu en ellos, puesta a punto en el tiempo con sucesión de momentos de
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oración y de diálogo. En este estado, la oración es fundamental para purificar el corazón y acostumbrarnos a descubrir lo que el Espíritu Santo hace en nosotros. El discernimiento sólo es posible a los que viven habitualmente en oración. No se trata de cualquier oración, lo veremos en el capítulo siguiente, sino de una oración que nos enseña a contemplar la acción del Espíritu en nosotros a fin de colaborar en ella.
Por eso, yo soy siempre muy prudente cuando alguno me dice: «Voy a hacer un retiro para ver claro, luego tomaré una decisión y seré fiel a ella». El mundo del discernimiento es más complejo que todo esto y no se manipula a las personas a voluntad para obtener una elección a cualquier precio. No se trata de una cuestión de edad o de cultura sino de madurez espiritual que hace que úna persona acepte sin cesar el cuestionarse en la oración. Así, en nuestra vida, hay que estar más atento al movimiento profundo de purificación del corazón y a la pedagogía que hay que guardar que a la decisión.
Para ser capaz de discernir en la vida lo que Dios espera de nosotros, es preciso que una cierta unidad, a la vez humana y espiritual se realice, por una unificación profunda del ser afectivo y de su poder de relación con Dios y con los demás. Es lo que el padre Lallemant llama docilidad a la conducta del Espíritu Santo en nosotros:
Cuando un alma se abandona al Espíritu Santo, éste la educa poco a poco y la gobierna. Al principio no sabe dónde va, pero poco a poco, la luz interior le ilumina y le hace ver todas sus acciones y el gobierno de Dios en sus acciones, de manera que no tiene casi otra cosa que hacer que dejar obrar a Dios en él y que haga lo que le guste; de este modo avanza maravillosamente
Por eso, el discernimiento espiritual es un trabajo de toda la vida. Tiende a formar en nosotros un corazón que reconoce la acción del Espíritu Santo por un cierto instinto acomodado a las costumbres de Dios. Con humor, los espirituales dicen que «la nariz puede prestarnos grandes servicios» (P. Pousset S.l.) pues desarrolla en nosotros un olfato que nos permite seguir el rastro de Dios en nuestra
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vida. En el próximo capítulo veremos cómo cierta forma de oración llamada por san Ignacio «el examen de conciencia», nos permite descubrir el gran trabajo que Dios opera en nosotros, a menudo sin que nos demos cuenta. Al final de su vida, Ignacio podía decir que «le trataba Dios de la misma manera que trata un maestro de escuela a un niño, enseñándole». (Autobiografía, 7).
El cardenal Mercier decía:
Voy a revelaros un secreto de santidad y de dicha: Si todos los días durante cinco minutos sabéis hacer callar a vuestra imaginación, cerrar los ojos a las cosas sensibles y vuestros oídos a todos los ruidos de la tierra para entrar en vosotros mismos, y allí, en el santuario de vuestra alma bautizada, que es el templo del Espíritu Santo, hablar a este divino Espíritu, diciéndole «Espíritu Santo, alma de mi alma, te adoro, ilumíname, guíame, fortifícame, consuélame; dime lo que debo hacer, dame tus órdenes; te prometo someterme a todo cuanto desees de mí y de aceptar todo lo que permitas que me suceda; haz solamente que conozca tu voluntad».
Si hacéis esto, vuestra vida discurrirá feliz, serena y consolada, aun en medio de las penas, pues la gracia será proporcional a la prueba, dándoos la fuerza para soportarla; llegaréis a la puerta del Paraíso cargado de méritos. Esta sumisión al Espíritu Santo es el secreto de la santidad». (Cardenal Mercier: La vie intérieure, Retraite prechée a ses prêtes).
Y del cardenal Verdier:
Espíritu Santo, amor del Padre y del Hijo, inspírame siempre lo que debo pensar, lo que debo decir, cómo debo decirlo, lo que debo callar, lo que debo escribir, cómo debo obrar, lo que debo hacer para procurar tu gloria, el bien de las almas y mi propia santificación. Jesús, toda mi confianza está en ti.
6Ven, Espíritu creador, visítanos.
Ven a iluminar el alma de tus hijos, llena nuestros corazones de gracia y de luz,
tú que creas todo con amor.
Sentir el rastro del Espíritu en nosotros
Acabamos de ver que el discernimiento en el momento de las grandes elecciones de nuestra existencia no se improvisa, sino que supone una actitud de atención al trabajo que el Espíritu realiza en nosotros a lo largo de toda la vida. Digamos que el discernimiento es la obra de un corazón que reconoce la acción del Espíritu por instinto. Cuando Pablo hace oración por los cristianos de Filipos, pide que «vuestro amor siga creciendo cada vez más en conocimiento perfecto y todo discernimiento». (Flp 1, 9-10). De este modo, el discernimiento aparece como un sentido que se ejerce, se desarrolla y se afina en el amor. Pablo habla de un «tacto», es decir de un «tocar» que permite reconocer la naturaleza de las cosas palpándolas.
Se encuentra la misma actitud en san Juan que habla de unción, en vez de un tocar, dos veces: «Estáis ungidos por el Santo y vosotros lo sabéis... La unción que de él habéis recibido permanece en vosotros y no necesitáis que nadie os enseñe». (1 Jn 2,20 y 27). Nos encontramos en el origen de una cierta manera de concebir el ser espiritual en su unción profunda que discierne las realidades del Espíritu como el ser corporal lo hace con los sentidos. De la misma manera, es preciso que una persona se haya desarrollado
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en la vida del Espíritu para ser capaz de discernir. No es el trabajo de una razón que reflexiona o discute, ni de una voluntad que decide, sino de un sentido espiritual que reconoce la acción del Espíritu, descubriendo su rastro.
Por eso, es el hombre total, en sus profundidades, aun las más carnales, el que es aprehendido por la luz del Espíritu que lo inviste progresivamente hasta en su inteligencia y en su afectividad. No hay que hacer ningún esfuerzo para decir esto o elegir aquello, sino que siente las cosas al acogerlas. Por eso no hay ningún corte entre este Espíritu creador que hace vivir al hombre su propia identidad y el Espíritu que llena su corazón de gracia y de luz para hacerle avanzar por las vías de Dios: «El Espíritu crea las cosas con amor» (1a estrofa del Veni Creator).
Pero este instinto que nos hace seguir el rastro de la acción de Dios en nuestra vida no es innato, aunque nos haya sido dado en germen en el bautismo. Tiene necesidad de crecer y afinarse en la oración. Como todo lo que está en nosotros en estado de germen, debe ejercitarse para que se haga hábito (en el sentido noble del término filosófico «habitus»). Pablo pide a los cristianos que estén atentos a lo que el Espíritu Santo obra en sus vidas: «No extingáis el Espíritu... examinadlo todo y quedáos con lo bueno. Absteneos de todo género de mal». (1 Ts 5, 19-22).
En el fondo, les aconseja que estén vigilantes en la oración para que no se dejen guiar por cualquier espontaneidad. No hay que tomar nuestros deseos por realidades que vienen de Espíritu. En la vida hay dos clases de espontaneidades que surgen en la conciencia: una buena, al servicio de Dios; la otra mala, al servicio de la carne. (Ga 5, 16-20). No siempre estamos movidos por el Espíritu. Y aquí interviene la intuición de san Ignacio a propósito del examen de conciencia que no guarda relación solamente con la vida moral, sino con el discernimiento de espíritus. Se trata de «filtrar» los diversos movimientos espontáneos que suben del corazón para descubrir su fuente.
Considerado de esta manera el examen de conciencia, san Ignacio enlaza con la tradición espiritual que une la invocación del nombre de Jesús a la vigilancia del corazón y en cuanto ve subir un pensamiento o una sugestión, no discute con ella sino que la envuelve con el nombre de Jesús
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para discernir de dónde proviene. Por eso el discernimiento se convierte en el lugar de la oración continua.
El recuerdo e invocación continuos de nuestro Señor Jesucristo suscitan en nuestro entendimiento un estado divino, si no descuidamos la oración constante que dirigimos al Señor en nuestra inteligencia, ni la estricta vigilancia, ni el trabajo de velar. Apliquémonos realmente a la obra de la invocación de Jesucristo nuestro Señor, este trabajo siempre recomenzado, llamando con un corazón de fuego, para estar en comunión con el santo nombre de Jesús. Pues para la virtud como para el vicio, la repetición es madre del hábito, y éste, como una segunda naturaleza dirige lo demás. Llegado a este estado, el entendimiento busca a los enemigos, como un perro de caza busca la liebre en la espesura. Pero el perro busca para comer y el entendimiento para destruir. (Hesiquio de Batos).
Cuando se une el examen con el discernimiento, se convierte en toma de conciencia espiritual más que en simple examen de conciencia. Es la actitud de la Virgen que aprende a leer y a descifrar lo que Dios hace en ella: «María, por su parte, guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón». (Le 2,19). Para muchos, el examen tiene resonancias estrechamente morales cuyo objetivo principal es la calidad de las acciones buenas o malas.
En la perspectiva de Ignacio y de los Padres, se trata más bien de sentir la manera cómo Dios nos toca, nos mueve y nos conduce (a menudo sin que caigamos en la cuenta) en el corazón de los sentimientos que experimentamos. Es una oración por la cual el hombre se coloca delante de Dios, fijando los movimientos de la gracia en él, para guardar espiritualmente el recuerdo y juzgar acerca de la dirección que le imprime. Es el examen de los caminos de Dios abriéndose paso a través de su criatura y arrastrándola en su seguimiento. El Diario espiritual de Ignacio es un testigo privilegiado de esta manera de obrar por el examen de las oraciones, de las consolaciones, de los afectos: volver sobre sí mismo, pero en la oración y para conocer la acción de Dios.
En el examen así concebido, lo que sobreviene en nuestra conciencia espiritual prima y es más importante que
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nación de nuestra vida en Cristo. El Espíritu de Jesús resucitado, presente en el corazón del creyente, le hace capaz de sentir y entender esta interpelación para conducirle a la obediencia de la fe de la que habla san Pablo (Rm 1,6 y 16,26). El trabajo del examen es sentir e identificar estas invitaciones íntimas del Señor que guían y profundizan cada día nuestra adhesión a Cristo. Entendido así, el examen es ante todo oración.
Pero si el examen está en la línea de la oración contemplativa, no hay que confundirlo con la oración cotidiana. Por eso hay personas que oran mucho y no perciben jamás lo que Dios les pide en la vida cotidiana pues su oración, aunque sea intensa y prolongada, está aislada del resto de su vida, que no se baña en absoluto en la oración «que encuentra a Dios en todas las cosas». No puede pues uno dispensarse del examen bajo pretexto de que se vive esta actitud a lo largo de toda la jornada. El examen tiene un carácter concreto y preciso que vamos a desarrollar.
Ignacio aconseja dedicar cada día dos cuartos de hora al examen para formar en nosotros un corazón en estado de discernimiento continuo; sería bueno poderle dedicar cierto tiempo cada noche, antes de acostarnos. Sabemos muy bien los sutiles razonamientos que nos invitan a abandonar el examen de cada día bajo el pretexto en que ya hemos «llegado» a este discernimiento continuo del corazón en la situación concreta que vivimos. Este pretexto puede impedir el crecimiento de nuestra sensibilidad espiritual ante el Espíritu y sus caminos en nuestra vida cotidiana. Debemos pedir sin cesar este discernimiento como Salomón (1 R 3,9) en cuya oración se inspirará la nuestra del final del capítulo, pero también acoger su desarrollo en nuestros corazones. Echemos un vistazo breve para descubrir las líneas de fuerza de la forma de examen que Ignacio propone en los Ejercicios, en el número 43. Contiene cinco puntos.
El examen mismo
Se le podría definir como una toma de conciencia renovada cada día de nuestra identidad espiritual ante Dios, y de la historia que su Espíritu inventa con nosotros y en nos
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otros. Es el recuerdo incesante de la acción del Espíritu Santo en el corazón. Se sitúa pues en el plano de la perfecta disponibilidad de una persona a la acción de Dios. Se trata de ponerse en la corriente del Espíritu Santo para dar aun mayor pie a su acción después de los inevitables desfallecimientos.
Pedir luz
Como primer punto del examen, Ignacio propone la acción de gracias y luego pedir luz. Se podrían invertir los dos primeros puntos sin cambiar gran cosa. Por mi parte, propondría como introducción apropiada al examen la oración para ser iluminado. Se trata de lanzar una mirada en mi vida guiado por el Espíritu Santo y de responder valerosamente a la llamada que Dios me hace sentir en mi interior. De este modo, el examen no será tan sólo un proceso de memoria y de análisis sobre el día transcurrido, sino una mirada de fe sobre lo que Dios hace en nosotros.
Sin la gracia del Padre que nos atrae hacia Jesús (Jn6,44) y quiere revelarlo, esta mirada es imposible. San Ignacio insiste mucho en el hecho de pedir la gracia. Es preciso velar para no dejarse encerrar en las potencias naturales. En el mundo de Dios, hay que pedir para recibir y acoger. Esta es la razón por la que empezamos el examen pidiendo explícitamente la iluminación que surge de nuestras facultades naturales, pero de la que no serían capaces por sí mismas. Que el Espíritu se digne ayudarme a verme un poco a mí mismo como él me ve.
Dar gracias por los dones recibidos
La condición del cristiano en medio del mundo es la de un pobre que no posee nada, y sin embargo está colmado en cada momento a través de todas las cosas. Es bueno aquí descubrir y valorar el menor don recibido para devolverlo al Señor en la acción de gracias. Incluso hay que «hacer eucaristía» con nuestras debilidades y miserias. Tal vez, en la espontaneidad del momento, no hemos tenido conciencia del don recibido, y ahora, en este ejercicio de oración refleja, vemos bajo otra luz los dones de Dios a lo largo de la
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jornada. Esta gratitud debería dedicarse a los dones concretos y personales con los que cada uno somos regalados.
Revisar nuestros actos como respuestas
Nuestro principal cuidado aquí, es ver lo que ha sucedido en nosotros, qué trabajo ha realizado Dios, qué nos ha pedido. Sólo en segundo lugar hemos de considerar nuestras acciones. Es pues preciso que hayamos estado atentos a nuestros sentimientos interiores, a nuestras disposiciones íntimas, a las delicadísimas presiones del Espíritu en nuestra vida espiritual. Aquí, en el corazón de nuestra afectividad, es donde Dios se mueve y trata con nosotros de la manera más íntima. Hay que pasar por la criba del discernimiento estos «espíritus» para reconocer la llamada de Dios en el corazón de nuestro ser. Debemos desarrollar en nosotros una actitud de atención y escucha haciendo callar todos los demás circuitos.
Una contrición real
Ignacio dice: «Pedir perdón a Dios nuestro Señor de las faltas». (Ej 43). ¿Hemos reconocido la acción de Dios, su llamada en el corazón de nuestra vida? Muy a menudo nuestra actividad toma el mando y perdemos el sentido de la respuesta. Nos hacemos auto-activos y auto-motivados, más bien que movidos y motivados por el Espíritu (Rm 8,14). A la luz de la fe, es la calidad de la actividad como respuesta, más que la actividad misma, la que cuenta para el Reino de Dios.
Entonces se produce una recreación del ser, una liberación interior del corazón. De ahí es de donde nace la primera verdadera contricción. Qué gracia más grande, qué fuente de alegría continua en el Espíritu Santo es la verdadera contrición evangélica. Descubrimos al mismo tiempo el rostro del Padre, su misericordia y tomamos conciencia de nuestra debilidad. La misericordia y la contrición descubren el lugar del corazón y hacen brotar la oración. El duodécimo grado de humildad en la regla de san Benito, es al mismo tiempo una cima de contrición —el publicano no se atreve a levantar los ojos al cielo— y una cima de oración, pues
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repite sin cesar, lo que se convertirá en la «oración de Jesús». De donde procede el filtrado de los pensamientos o la purificación del corazón en el recuerdo incesante de este mismo nombre de Jesús.
Una conversión concreta
«Proponer enmienda con su gracia». (Ej. 43). Esto nos lleva a reflexionar sobre lo que Ignacio llama examen particular que ha sido a menudo mal comprendido. Se ha hecho de él un esfuerzo de división y de conquista: recorriendo hacia abajo la lista de los vicios o recorriendo hacia arriba la de las virtudes en una búsqueda planificada y mecánica de la perfección. Más que un acceso programado de la perfección, el examen particular quiere ser un encuentro personal, respetuoso y leal, con el Señor en nuestros corazones.
Cuando nos despertamos de verdad al amor de Dios, comenzamos a darnos cuenta de las cosas que deben cambiar. ¡Tropezamos en tantos sectores y tenemos que despojarnos de tantos defectos! Pero el Señor no nos pide que lo hagamos de un solo golpe. Habitualmente, tenemos en el corazón una zona, en la que, especialmente, nos llama a la conversión, la cual es siempre el comienzo de una vida nueva. Hay un «rincón» en nosotros en el que nos da con el codo y nos recuerda que, si somos serios con él, esto debe cambiar.
Es a menudo el punto que nosotros queremos olvidar y tal vez acometer más tarde. No queremos escuchar la Palabra de Dios, preferimos olvidarnos y distraernos trabajando en otro rincón más seguro, que nos pide conversión, pero no con la misma urgencia. Trabajamos en un punto y Dios quiere precisamente otra cosa.
Hay por ejemplo en nuestra vida pecados que nos resultan molestos y otros que no nos molestan, pero que pueden molestar a Dios. Los pecados que nos molestan son los que nos impiden responder a la imagen de cristiano que deseamos ser: sensualidad, cólera, gula, impureza, etc. Pero hay también un pecado que hace cuerpo con nuestro ser más íntimo: no tenemos conciencia de él, no lo vemos y no
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nos molesta. Existen también personas que quieren practicar cierto tipo de perfección que Dios no quiere para ellos. Llamo a este pecado «cierta mentira en torno a nosotros mismos».
En nosotros hay algo que teje una mentira en torno al corazón (y esto requiere un psicoanálisis del Espíritu Santo). Sólo la luz del Espíritu Santo puede atacar y disolver esta mentira que es el principal obstáculo para la acción de Dios en nosotros. Es preciso firmar un pacto con la luz para comprender esta mentira que es una falta oculta. Es el pecado que no se puede conocer y que no se lamenta del que habla el salmo: «Perdonáme, Señor, mis faltas ocultas». Es preciso pues que Dios nos revele este pecado y nos llame a la conversión interiormente. Vale más tomarse tiempo para conocer qué examen particular espera Dios de nosotros, que entregarnos arbitrariamente a combatir tal o cual imperfección.
Así el examen de este punto particular de nuestra vida es una experiencia muy personal, sincera y a veces muy delicada, de la llamada de Dios en el fondo de nuestro corazón para que nos volvamos a él. El objeto de esta conversión puede durar largo tiempo. Lo importante es que percibamos esta especie de interpelación como venida de él. Esta conversión no alcanza habitualmente a muchos puntos sino a uno preciso de nuestra vida, muy a nuestro alcance, y se expresa en actos de renuncia que no tenemos ninguna excusa para no llevarlos a cabo.
El valor del acto no descansa en su importancia, sino en el aspecto de obediencia al Espíritu que nos lo propone. Cuando esta atención particular se toma como una experiencia personal del amor que el Señor tiene para con nosotros (cualquiera que sea la forma: por ejemplo una llamada a una humildad más verdadera o a una disponibilidad más abierta o a admitir a los demás tal como son), entonces comprendemos que san Ignacio nos sugiera aplicar a ello toda nuestra conciencia en esos dos momentos importantes de la jornada: al empezarla y al terminarla. Es preciso comenzar por hacer este examen de una manera sistemática para que se convierta enseguida en un movimiento natural de nuestro corazón, una especie de movimiento constante y purificador del Señor Jesús en lo más íntimo
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de nuestra vida, según la hermosa formula de san Alonso Rodríguez, el hermano jesuíta portero de Mallorca: «Cuando sufro una amargura en mí, la pongo entre Dios y yo y oro hasta que la transforma en dulzura».
Las sugerencias del Espíritu
En el plano teológico, la puesta en obra es el don de consejo: moción delicada del Espíritu Santo que viene a sugerirnos lo que tenemos que hacer en la vida. Tenemos los mandamientos, ¿acaso no bastan? Hay que pensar que no. Es lo que el joven rico decía al Señor: «He guardado todos los mandamientos desde mi juventud». Y Cristo.le responde: «Te falta una cosa todavía». ¿Cuál? Es lo que el Espíritu Santo nos hace descubrir a modo de sugerencia. Lo que os estoy diciendo es difícil de expresar pues no es fácil hablar de sugerencias, y sí más sencillo de mandamientos. Las sugerencias del Espíritu Santo son mucho más importantes porque llegará un día en que habrá que entenderlas y si cerramos nuestro corazón a las sugerencias, no nos habrá servido de gran cosa escuchar los mandamientos. Os hablo aquí de las sugerencias y no solamente de la moral cristiana, de la que estamos a veces más que saturados. Las sugerencias son mucho más terribles y Cristo nos invita a responder a ellas. No nos obliga, pero nos sugiere: «Si quieres..., no te lo impongo». Es un asunto de amor y ningún «policía divino» vendrá a sorprendernos si no hemos escuchado la sugerencia. Pero no lo olvidemos: el amor tiene sanciones mucho más terribles que los aparatos de represión policial. El hecho de que se calle y no nos hable más es tal vez la sanción más dolorosa de soportar.
Se trata pues aquí de una mayor acogida al amor de Dios, de un mayor abandono. Por otra parte, cuanto más nos entregamos a Dios, más abocados estamos a ser activos. Abandonarse a Dios no implica ningún descuido, ningún poco más o menos. Al contrario, cuanto mayor sea nuestro deseo de hacer la voluntad de Dios, tanto más será preciso despertar nuestra inteligencia y nuestra atención para captar hacia dónde nos orienta, a qué nos llama.
Jean Lafrance
Oración para obtener la sabiduría del Espíritu
i R 8,52 Señor, que tus ojos se abran a la súplica detu siervo y de tu pueblo, para escuchar las lla-
Sb 9,13 madas que te dirigen. ¿Quién puede, en efecto,conocer el designio de Dios y quién puede con-
Rm 11,34 cebir lo que quiere el Señor? Tus decretos soninsondables y tus caminos incomprensibles. Sin embargo, tú nos guías por la sabiduría de tu Espíritu; eres un Padre lleno de atención y de ter-
Sb 9, 14,17 nura para tus hijos. Nuestros pensamientos sontímidos e inestables nuestras reflexiones. Las múltiples preocupaciones oscurecen nuestros corazones y como dice Baudelaire del pájaro que habita en las nubes: «Sus alas de gigante le impiden caminar». Nos cuesta trabajo conjeturar lo que existe en la tierra y lo que está a nuestro alcance no lo encontramos si no es con esfuerzo, ¿pero quién ha descubierto lo que hay en el cielo? Y tu voluntad, ¿quién ha llegado a conocerla sin que tú le hayas dado sabiduría y le hayas enviado desde arriba el Espíritu Santo?
Sb 9, mi Dios de los Padres y Señor de ternura, tú que,por tu palabra, has hecho el universo, tú que, por tu sabiduría, has formado al hombre para que domine a las criaturas que tú has hecho, dame la sabiduría que viene de junto a ti, pues soy un hombre débil, poco apto para comprender la justicia y las leyes. Sólo la sabiduría sabe lo que es agradable a tus ojos y conforme a tu voluntad. Envíala desde los santos cielos, envíala desde tu trono de gloria, para que me ayude y sufra conmigo, y sepa lo que a ti te gusta; pues ella sabe y comprende todo. Ella me guiará prudentemente en mis acciones y me protegerá con su gloria.
Señor, ten piedad de nosotros pues somos un misterio para nosotros mismos y todas las
1 Cor 2,10 ciencias humanas no hacen más que alejar los límites de este misterio. Sólo el Espíritu Santo puede sondear las profundidades de Dios y las profundidades del corazón humano, pues nadie conoce a Dios, sino el Espíritu de Dios. Seas bendito por habernos dado por Jesús, tu Hijo resu-
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Jn 14,1
Mt 28,20
Jn 16,13
Flp 1, 9-10
Ef 4, 17-30
Ef 4,30
1 Ts 5,19
citado, el Espíritu que viene de ti y nos da a conocer los dones que nos ha hecho. ¿Quién ha conocido el pensamiento del Señor, para poder instruirlo? Nosotros lo tenemos.
Cuando caminamos en la noche, no permitas que nuestros corazones se turben pues tú has resucitado y moras con nosotros hasta el fin de los tiempos. En la oscuridad y complicaciones de la existencia, creemos que tú no puedes abandonarnos a nuestras propias luces para guiarnos. Nos has prometido el Espíritu de verdad que nos introducirá en la verdad entera, si aceptamos no pactar con el espíritu del mundo y buscar pacientemente en la oración su longitud de onda. No nos pertenece encontrarlo, tú solo puedes dárnoslo cuando quieras y como quieras. Cuando se nos presenten problemas reales, enséñanos a no huir a lo imaginario, sino a consagrar mucho tiempo a la oración de súplica. No permitas que abandonemos la oración antes de haber recibido la luz de la Santísima Trinidad, de quien viene todo bien y todo don.
Haz crecer en nosotros la caridad para que se derrame en verdadera ciencia y tacto delicado que nos permitan discernir lo mejor y purificarnos para el día de tu visita. Purifica nuestros tenebrosos pensamientos que nos hacen extraños a la luz de Dios. Cura el endurecimiento de nuestros corazones que es la verdadera causa de nuestro desconocimiento de los caminos de Dios. Que tu Espíritu nos renueve por una transformación espiritual de nuestro juicio, para que podamos revestirnos del hombre nuevo que ha sido creado según Dios, en la justicia y la santidad de la verdad. Enséñanos a descubrir las tentaciones del maligno que nos empuja al desaliento en las debilidades y cierra nuestros ojos y nuestros oídos a las delicadas mociones de tu Espírítu. Que nunca contristemos al Espíritu Santo de Dios que nos ha marcado con su sello para el día de la Redención. Haznos vigilantes para que no apaguemos el Espíritu en nosotros, sino que pasemos todo por la criba del discernimiento, para conservar lo que es bueno y rechazar lo que es malo.
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Jn 6,26
Mt 22, 23-33
Jn, 14,6
Ga 2,20
En los días de su vida mortal, Jesús rehusó a menudo dar respuesta a los problemas que le planteaban, sea que le tendiesen una trampa, sea que quisiera dar algo distinto de lo que se le pedía. Así promete el pan de vida a los que le piden comer hasta hartarse. Del mismo modo a los que le quieren encerrar en cuestiones sin interés, a propósito del matrimonio, él les habla del poder de Dios, de la Resurrección y de la zarza ardiendo. Igualmente, dejará sin respuesta muchas preguntas que le hacemos, aun después de que hayamos orado larga e intensamente.
Señor, enséñanos a no desanimarnos por tu silencio. Si no nos respondes, es que estimas que somos lo suficientemente confiados como para vivir en esta oscuridad de la fe desembrollándonos con nuestros problemas. Pero estamos seguros de que estás con nosotros, como has estado con tu hijo en Getsemaní. Lo esencial no es que tú respondas a nuestras preguntas, sino que seas tú mismo la respuesta a ellas, pues eres el camino, la verdad y la vida. Has venido a enseñarnos a vivir con nuestros problemas, pues los vives con nosotros y en nosotros. Con humildad, apelaremos a nuestras potencias naturales, iluminadas por tu Espíritu, y acogeremos con alegría la respuesta que suba, sin que nos demos cuenta, de las profundidades del corazón. La mejor respuesta será entonces tu silencio —el de Jesús en la Cruz— que se hace palabra en el poder de la Resurrección.
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El discernimiento espiritual de los carismas en la Iglesia primitiva
Hubiéramos podido titular este capítulo: «La manera de obrar de los apóstoles en la comunidad primitiva». «Nuestro modo de proceder», hubieran podido decir los apóstoles. O sea, que no vamos a tratar aquí del discernimiento comunitario o tal como se le considera habitualmente en una perspectiva ignaciana. Si se desea abordar el problema bajo este ángulo, se pueden consultar los artículos del padre Viard, aparecidos en la revista «Vie Chrétienne» de octubre del 70 a junio del 71, titulados Practique du discernement communautaire. Nuestro propósito es más «ingenuo» y por tanto menos técnico y más limitado. A partir de tres situaciones concretas: la sustitución de Judas, la institución de los siete y los carismas en la comunidad de Corinto, quisiéramos captar en vivo «la manera de obrar» y la práctica de la Iglesia primitiva, que se deja guiar por el Espíritu en los caminos imprevistos e imprevisibles de Dios. Tal vez tengamos la suerte de descubrir en ella «pasillos» donde sople el Espíritu para iluminar nuestra propia manera de obrar hoy.
Sustitución de Judas
Antes de entrar de lleno en el tema, es bueno establecer el cuadro en el que se plantea la cuestión de la sustitu-
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ción de Judas. La comunidad de los once está en oración en el cenáculo, con María de Jesús y espera perseverando en la súplica lo que el Padre ha prometido (Hch 1, 1-14) como hemos visto ya. Es también una comunidad en la que se comparte: todos los bienes están puestos en común (Hch2,44). Estos hombres se conocen desde hace bastante tiempo, han vivido juntos una prodigiosa experiencia espiritual, en contacto con Cristo que les ha elegido personalmente. Han sido testigos de su oración, de su predicación y de los milagros que han obrado en el pueblo haciendo el bien (Hch 2,22). Sobre todo, han sido testigos de su Resurrección y creen en su presencia espiritual en el corazón de la comunidad (Mt 28,20). Después de la Resurrección, se les invitó a volver a Galilea (Me 16,7) donde habían sido testigos de la revelación del Reino y donde habían hecho su hermosa profesión de fe. Hay que insistir en estos dos aspectos: son hombres que se conocen ya en la vida humana, han comido, dormido y sufrido juntos; además han tenido una experiencia bastante extraordinaria de la proximidad de Cristo, al que han proclamado hijo de Dios (Mt 16,16), en una época privilegiada de su vida.
No se trata de hombres desconocidos entre sí puesto que han caminado juntos desde hace tres años. Por otra parte, se han enfrentado en sus mutuas diferencias, hasta el punto de que uno de ellos ha renegado del Maestro y otro le ha traicionado. Pero tienen algo en común: se han reunido en el nombre de alguien que esperan de fuera y que sin embargo, está ya presente en medio de ellos: el Espíritu que viene del Padre, prometido por Jesús resucitado, que vive en la comunidad. Su centro de interés no está en el interior del grupo, sino que tienden hacia una misión común que han recibido de Cristo y que es predicar la conversión, anunciando la presencia del Reino en medio del mundo.
Se diría hoy que es un grupo motivado no sólo por la vida diaria y la cohabitación, sino por una preparación y una formación que les ha dado Cristo durante los tres años de su vida pública. Han sido formados en la oración (Le 11,1), en la renuncia a sus propios puntos de vista y que a menudo han sido llamados al orden (Le 9,55) para someterse a la ley de la comunidad que es la de las bienaventuranzas, la humildad y el espíritu de infancia. Jesús ha insistido a me
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nudo en la conversión de sus juicios pues «sus pensamientos no eran los de Dios, sino los de los hombres» (Me 8,33). Han vivido la corrección fraterna (Le 17, 3-4). Están también prevenidos sobre las tribulaciones y persecuciones (Me 13, 5-13) que tendrán que sufrir en su vida apostólica: «Si al dueño de la casa le han llamado Belcebú, cuánto más a sus domésticos» (Mt 10, 25-26), pero se les ha asegurado la defensa del Espíritu cuando se enfrenten con sus perseguidores en los tribunales. Por la perseverancia ganarán la vida (Le 21, 12-19). Es ciertamente una comunidad de discípulos, reunidos en el nombre de Cristo y orientados hacia el objetivo que les congrega. Todo lo que pidan al Padre juntos les será concedido (Mt 18, 19-20). Cristo ha pasado años haciendo nacer esta comunidad en la fe, la oración y la acción apostólica.
Es preciso destacar también el clima eucarístico de oración que respira la comunidad. No se trata de una oración fugitiva y momentánea, como expresión de una necesidad pasajera, sino de oración asidua que reclama una estructura de lugar y de tiempo. Lucas señala a menudo que eran asiduos y perseverantes en la oración de alabanza y de acción de gracias: «Acudían al Templo todos los días con perseverancia y con un mismo espíritu, partían el pan por las casas y tomaban el alimento con alegría y sencillez de corazón. Alababan a Dios y gozaban de la simpatía de todo el pueblo. El Señor agregaba cada día a la comunidad a los que se habían de salvar». (Hch 2, 46-47). En una palabra, es una comunidad en la que se dejan enseñar, en la que se es fiel «a la fracción del pan y a la comunión fraterna». (Hch 2,42).
Es también una comunidad estructurada, ligada orgánicamente en la que hay uno que conduce y hace compartir a los demás la motivación reconocida por todos: «Pedro se puso en pie en medio de los hermanos» (Hch 1,15). La decisión que hay que tomar no es tan sólo la emanación de los deseos de un grupo. Hay un criterio objetivo en la elección que debe hacerse. Por eso, Pedro acude a un designio de salvación anunciado por una palabra profética: «Hermanos, era preciso que se cumpliera la Escritura en la que el Espíritu Santo, por boca de David, había hablado ya acerca de Judas, el que fue guía de los que prendieron a Jesús».
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(Hch 1, 16-20). Para no caer en el subjetivismo, se recurre a la Escritura para iluminar lo que ha sucedido y abrir perspectivas de futuro. No se elige a cualquiera, ni en cualquier momento, ni de cualquier manera.
Por eso hay toda una información y una enseñanza dada por Pedro que precisa los criterios de la elección del que debe reemplazar a Judas: «Conviene, pues, que de entre los hombres que anduvieron con nosotros el tiempo que el Señor Jesús convivió con nosotros, a partir del bautismo de Juan hasta el día en que nos fue llevado, uno sea constituido testigo con nosotros de su Resurrección». (Hch 1, 21-22). Es una comunidad apostólica que es testigo de la Resurrección. No se elige como apóstol uno que ha oído hablar a Jesús y que puede describirle, sino un hombre que le ha visto y conocido; en una palabra, es preciso un encuentro personal con Cristo viviente en Galilea y Jerusalén (Hch 13, 31) y sobre todo haber sido testigo de su Resurrección (Hch 2,32; 3,15; 4,33; 10,41). Como dice Juan, hay que haberle escuchado, visto con nuestros ojos, contemplado; en una palabra haber tocado al Verbo de vida. (1 Jn 1,1).
Luego se utilizaban los métodos humanos adaptados a la elección que debe hacerse: la presentación de los dos candidatos, Barsabás y Matías. Lo esencial está en la oración dirigida a Dios. Se invoca al Señor que sondea los corazones de los hombres, pues es él quien elige y de él se debe recibir la decisión: es interesante hacer notar que todas las oraciones en los Hechos comienzan siempre por un reconocimiento de Dios creador que guía los acontecimientos de la historia (Hch 4,24): «Tú, Señor,que conoces los corazones de todos, muéstranos a cuál de estos dos has elegido para ocupar en el ministerio del apostolado el puesto del que Judas desertó para irse a donde le correspondía». (Hch 1, 24-25). Para que haya un verdadero discernimiento espiritual, es preciso que haya una elección precisa y tener cuidado al formularla. No se hace discernimiento espiritual sobre situaciones vagas o sobre cosas que dependen de un mandato objetivo del Señor. Finalmente se elige un medio humano muy contingente: «Echaron suertes y la süerte cayó sobre Matías, que fue agregado al número de los doce apóstoles». (Hch 1,26).
Lo que importa en el discernimiento, no son tanto las
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conclusiones o las decisiones a tomar cuanto el progreso de la experiencia y el trabajo del Espíritu que se opera a lo largo de la marcha y que nos lleva a tomar una decisión, más o menos contingente, como todas las elecciones. Una vez que se ha realizado la elección, cada uno debe aceptar dejarse conducir por el conjunto y entrar en la decisión tomada sin murmurar. Se podría resumir el articulado de este proceso por medio de algunas proposiciones muy sencillas: la comunidad está bajo la dirección de uno; se deja iluminar por una palabra que viene de fuera; ora intensamente y recoge los datos de la experiencia, sabiendo que a lo largo de todo el proceso suceden cosas.
La institución de los siete (Hch 6, 1-7)
Este episodio de ios Hechos se podría titular: «Cómo la Iglesia, ayudada por el Espíritu, inventa nuevos ministerios cuando se sienten determinadas necesidades». Tenemos que reconocer que hoy estamos lejos de esa práctica audaz de la Iglesia primitiva. Hacemos congresos, encuestas e innovaciones sin orar larga e intensamente para recibir de Dios los ministerios que él desearía darnos. Es urgente pasar de una Iglesia «policopiante» a una Iglesia que ora. El brazo de Dios no se ha acortado para inventar nuevas formas, pero no somos lo suficientemente audaces como para crear e inventar en la novedad del Espíritu. Por eso, miremos cómo suceden las cosas en la Iglesia de Jerusalén.
Se encuentra más o menos el mismo esquema que antes pero aquí el problema es planteado por la base: como el número de discípulos aumenta, los helenistas murmuran de los hebreos, pues se descuida a sus viudas. Los doce convocan entonces la asamblea de los discípulos; no se hace explícitamente mención de una oración en común pero, puesto que Pedro dice que los apóstoles deben permanecer «asiduos a la oración», indica claramente el camino a seguir y la manera de abordar los problemas. Hay también un debate que es un tiempo de prueba pues cada uno accede a él por un intercambio de visión crítica de sí mismo. Luego una palabra venida del grupo de los doce, interrumpe el debate, sacrifica y clarifica la situación. Esta palabra es una
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fuerza espiritual que penetra la realidad del debate y lo transforma como el fuego penetra el leño:
No parece bien que nosotros abandonemos la palabra de Dios para servir a las mesas. Por tanto, hermanos, buscad de entre vosotros a siete hombres de buena fama, llenos de Espíritu y de sabiduría, y los pondremos al frente de este cargo; mientras, nosotros nos dedicaremos a la oración y al ministerio de la Palabra. (Hch 6, 2-4).
Es interesante ver que devuelven la pelota a la comunidad: puesto que ella es la que señala las disensiones internas, es importante que aprenda a cuidarse a sí misma y encuentre en su seno hermanos capaces de asumir este oficio. El resultado fue: «Pareció bien la propuesta a toda la asamblea». (Hch 6,5), que eligió siete hombres. La comunidad recobra así la paz y la cohesión interna. En una elección espiritual, es importante preguntarse lo que lleva a la comunidad la alegría, la paz o la inquietud, pues hay algo que sucede en la afectividad del grupo. Los apóstoles pueden entonces dar autenticidad a la elección de la comunidad después de haber orado, para recibir de Dios la confirmación de la decisión; luego, se imponen las manos pues se trata de conferir una función eclesial. El resultado es evidente: «La palabra de Dios iba creciendo; en Jerusalén se multiplicó considerablemente el número de discípulos y multitud de sacerdotes iban aceptando la fe». (Hch 6,7).
Este texto no tiene tan sólo un valor pedagógico, es también rico en enseñanzas para el sacerdote de hoy. Nos preguntamos a menudo: «¿Qué hay que hacer para ser un buen pastor?» El texto de los apóstoles nos responde: «Hay que elegir personas que nos ayuden, porque nosotros debemos consagrarnos a la oración , al servicio de la comunidad, a la predicación y a la evangelización». Esto es válido todavía hoy para los obispos y sacerdotes. Es preciso establecer prioridades en la vida: la oración y la evangelización, es decir el anuncio de la buena noticia. La evangelización incluye por supuesto la caridad bajo todas sus formas.
Debemos pues encontrar tiempo para orar y para hablar a los hombres de Dios pues si el nombre del Padre y de Jesús no son anunciados al mundo, no estamos siendo
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fieles a la misión recibida de los apóstoles. El nombre de Dios es desterrado de la sociedad y de la vida pública; apenas se atreve nadie a hablar de él en nuestro entorno, se ha convertido en un tema tabú, como en otro tiempo la sexualidad y la vida social. Si volviesen los apóstoles y los profetas, nos dirían: «Ay de vosotros si calláis el nombre de Dios... Anunciad el nombre del Señor».
Los apóstoles tienen, pues, la misión de orar. Hemos de reconocer con humildad que tenemos que redescubrir la oración. Se da hoy en día una renovación de la oración tanto entre los jóvenes como entre los adultos, pero se ha hecho de tal modo sospechosa diciendo que era una regresión al infantilismo, una proyección de nuestros temores o una necesidad de seguridad como una vuelta al seno materno, que los que experimentan el deseo de orar se preguntan si no serán unos conservadores o personas seniles. Es cierto que se dan a veces movimientos de piedad que son regresiones o fideísmo y es útil hacer un verdadero discernimiento en este terreno para no dar vía libre a caricaturas de la oración. Pero si sentimos en nuestros corazones este deseo de renovar nuestra vida de oración, no lo matemos: viene del Espíritu Santo. Siempre habrá voces que se levantarán en nosotros y a nuestro alrededor para decir que la oración nos anestesia, nos impide trabajar o nos desmoviliza. Seamos sinceros: los que más han trabajado en el mundo evangelizando o liberando a los pobres han sido a menudo hombres de oración continua, hombres que oraban siempre. Basta tomar el ejemplo de Helder Cámara que se levanta de noche para orar varias horas o el de la Madre Teresa que insiste tanto en la contemplación de la Eucaristía, para convencerse de ello.
Tenemos también que orar juntos, pues es la mejor manera de resolver los problemas de comunicación entre nosotros. En la oración, se crean entre nosotros lazos misteriosos que nos enraizan en la comunión trinitaria. En cuanto los cristianos o los sacerdotes superan el estadio de la discusión para orar juntos, algo sucede que les supera. Hay un cambio en la dirección de las miradas: no se oponen ya el uno al otro, sino que se dirigen hacia alguien que supera el grupo, Dios.
Hay aún más en estas palabras de los Hechos. Si los
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apóstoles deben consagrarse a la oración y al servicio de la Palabra, deben también enseñar a los hombres a orar y a escuchar la palabra de Dios. Desde hace unos años, se ha puesto el acento en los pobres, la justicia en el mundo, la lucha contra el hambre, la opresión, y era necesario hacerlo —esto no quiere decir que se haya hecho, aunque se diga— pero tal vez se ha dejado en la sombra otro camino de felicidad que también debe ser predicado: el camino de la oración, fuente de verdadera alegría. Sólo las personas felices pueden evitar ser malos, y enseñar a los demás a amarse. No se puede ser feliz de verdad si no se encuentra la intimidad con Dios en la oración. Por eso enseñar a los hombres a orar, es también enseñarles el camino del verdadero amor fraterno.
No se puede edificar un mundo fraterno sin la dimensión trascendente, es decir sin la oración. Vivimos hoy una época de la historia de la humanidad en la que se ha desplegado un esfuerzo considerable para establecer medios de comunicación entre los hombres, sin hablar del esfuerzo de socialización del mundo. Sin embargo, los hombres, tal vez, no han conocido jamás una soledad tan grande, hasta el punto de que el suicidio y la droga son plagas que nos amenazan en todo momento. Ahora bien, nunca podremos enseñar a los hombres a vivir como hermanos si no les decimos que tienen el mismo Padre. La toma de conciencia de la paternidad de Dios es constitutiva de la socialización del mundo. La gran tarde con la que sueñan los marxistas se revela cada vez más lejana e imposible si la dimensión de la relación vertical con Dios brilla por su ausencia. Ahora bien, esta toma de conciencia de la paternidad de Dios no puede lograrse más que en la oración, es decir con la experiencia del lazo filial que nos une con Dios. (Ga 4,6).
En esta misma línea los apóstoles deben enseñar a los hombres a leer la palabra de Dios. No confiamos lo suficiente en el poder del Espíritu que obra a través de la palabra de Dios y tememos que los hombres sencillos, sin cultura bíblica no van a entenderla. Haced la experiencia de dar una página del evangelio a los cristianos y veréis cómo pueden saborear esta lectura; algunos tienen incluso una especie de don para aplicarla concretamente a su vida. Es exactamente lo que sucede en este momento en las comunidades
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de base de América latina. Se les lee a estos hombres un texto y hacen descubrimientos extraordinarios, aunque la exégesis científica no sea del todo precisa. Evidentemente, la regla del discernimiento vuelve siempre a la Iglesia y a los apóstoles. Por eso, el sacerdote debe cargar con su responsabilidad de autentificar la Escritura, pero debe también entregar el texto de la Escritura a los cristianos para que se alimenten con el pan de la Palabra.
Revelar a los fieles sus carismas
Conviene leer ahora los capítulos 12 a 14 de la primera carta a los corintios que es una descripción de la multitud de dones que existen en la comunidad y la segunda carta a Timoteo en la que Pablo habla de la responsabilidad del apóstol en el discernimiento de los dones. Si el Espíritu trabaja hoy en la Iglesia, debemos estar convencidos de que existen en nuestras comunidades tantos carismas, dones y aptitudes como en Corinto, que no era una comunidad excepcional, sino todo lo contrario. Se parecía mucho a las comunidades urbanas que conocemos ahora en Occidente en las que el bien está inextricablemente mezclado con el mal. La única cosa que ha cambiado, es que no nos damos cuenta de esos dones y que nuestros hermanos y hermanas no creen demasiado en ellos.
Ahora bien, yo creo que una de las tareas fundamentales de la Iglesia en el mundo actual y por tanto de los obispos y de los sacerdotes es revelar a los cristianos el cansina que han recibido de Dios. No es el fruto de una profecía o de un don de telepatía, es el ejercicio de un carisma que el sacerdote ha recibido en la imposición de las manos, que es el discernimiento de espíritus. Esto supone que el sacerdote ha adquirido él mismo la costumbre de examinar su vida y discernir el rastro y las llamadas del Espíritu. (Cf. caps. 5 y 6). En primer lugar, hay que estar convencido de que cada bautizado ha recibido un don especial: «Para Dios, dice el cardenal Etchegaray, no hay desperdicio». Se trata pues de descubrir este don; la mayor parte de las veces no podemos reconocerlo más que por la intervención de otro. Es una verdadera revelación en la vida de un hombre cuando uno de sus hermanos le dice: «Tú has recibido tal don
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de Dios, ponlo a trabajar. Puedes hacerlo». No se trata de dones excepcionales o espectaculares, sino de dones ordinarios de la vida: el don de ser una buena esposa, un verdadero padre o el don de la amistad. Hay también personas que tienen el don de hablar a los niños y mover su corazón.
Otros tienen el don de animar o consolar, algo muy importante en la comunidad de hoy en la que nuestros hermanos padecen una crisis de esperanza. Les basta visitar a un enfermo, tratar con un hermano que sufre una prueba, encontrar hombres en la oscuridad de la fe, para que más •allá de sus palabras y sin caer en la cuenta, su presencia lleve paz, seguridad y alegría. Estos hombres forman en la Iglesia una comunidad de acogida, con un ministerio de estímulo y de curación.
En este ministerio de curación (1 Cor 12,9), habría que incluir hoy el de acogida espiritual de aquellos’que entregan su tiempo para escuchar a los demás. Pienso en especial en los teléfonos de la esperanza y afines. Nunca se insistirá suficientemente en la importancia del amor a los pobres en la Iglesia puesto que Cristo se ha identificado con los hambrientos, enfermos, extranjeros y encarcelados (Mt 25, 31-46), sin olvidar a los pobres del tercer mundo en el que el cincuenta por ciento de los niños mueren antes de los cinco años, por causa de una mala alimentación. Están también los pobres del cuarto mundo que campean en las chabolas y de los que nos olvidamos tan fácilmente. Parece ser que hoy existe otra categoría de pobres desconocidos: son esos miles de personas, a menudo jóvenes, a los que nada les falta en lo material pero que padecen sufrimientos psíquicos o morales muy graves.
Pensemos en los que sufren depresiones nerviosas, los excluidos o los minusválidos del amor, los aislados, los jóvenes con dificultades, y nunca terminaríamos la lista. Hay también pobres que no son reconocidos como tales y de los que nos reímos muy a menudo, diciendo: «Son enfermos imaginarios». El mal de nuestro mundo moderno no es tal vez la falta de dinero sino la falta de amor y de ternura. Hay que dar mucho tiempo a esos hombres y a esas mujeres, no sólo para escuchar sus desgracias —y a veces sus bobe- rías— sino para escuchar más allá de sus palabras lo que no quieren o no saben decir.
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Si Cristo volviese hoy tal vez diría: «Ve, vende lo que tienes —tu tiempo— dalo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; luego ven y sígueme». (Me 10,21). Para muchos de nosotros, el tiempo es lo más precioso que tenemos, pues estamos sobrecargados de trabajo; quisiéramos reservarnos ese tiempo que es bueno dar gratuitamente a los pobres, sencillamente para escucharles hasta el fin aquello que tienen que decirnos. Es una forma de pobreza y de desprendimiento de nosotros mismos que permitirá a la ternura de Dios invadir nuestro corazón y consolar el de nuestros hermanos. Si sabemos también dar gratuitamente nuestro tiempo a Dios en la oración, «el Padre de las misericordias y Dios de toda consolación, nos consolará en toda tribulación para que podamos nosotros consolar a los que están en toda tribulación mediante el consuelo con que nosotros somos consolados por Dios». (2 Cor 1, 3-4).
El que tiene la costumbre de «retener todos los acontecimientos y encuentros personales, meditándolos en la oración» (Le 2,19) ve desarrollarse en él un tacto espiritual, un don de discernimiento que le permite decir a los que encuentra palabras como éstas: «¿Sabes que posees un don de oración, un don para hablar a los enfermos o a los niños, una aptitud para animar o curar los corazones?» Existen también dones desapercibidos: el servir, la facilidad para preparar un encuentro, para recibir a las personas o para practicar la hospitalidad. En la vida de nuestros hermanos, hay dones que permanecen sin explotar porque nadie ha tenido el cuidado de dárselos a conocer. Esto pertenece a nuestro ministerio de edificación, en el sentido fuerte de la palabra, el que Pedro recibió al salir de su gran prueba: «Pero yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca. Y tú, cuando hayas vuelto, confirma a tus hermanos». (Le 22,32).
Pensamos muy a menudo en carismas extraordinarios como el de la dirección o gobierno de una comunidad, pero es bueno leer lo que dice Pablo de la diversidad de caris- mas y de la unidad del Espíritu que los suscita: «Hay diversidad de carismas, pero el Espíritu es el mismo; diversidad de ministerios, pero el Señor es el mismo, diversidad de operaciones, pero es el mismo Dios que obra todo en todos. A cada uno se le otorga la manifestación del Espíritu
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para provecho común» (1 Cor 12, 4-7). Así, pues, Pablo no considera que esos dones sean excepcionales y reservados a algunos, todos han recibido alguno: «Porque a uno se le da por el Espíritu palabra de sabiduría; a otro fe en el mismo Espíritu; a otro palabra de ciencia» (1 Cor 12, 8-9). Más numerosos de lo que pensamos, son los hombres y mujeres que han recibido una fe capaz de trasladar montañas, pues creen en el poder de la oración. «A otro carismas de curaciones (no sólo de los cuerpos sino también de los corazones), en el único Espíritu; a otro poder de milagros; a otro profecía; a otro discernimiento de espíritus; a otro diversidad de lenguas; a otro don de interpretarlas. Pero todas estas cosas las obra un mismo y único Espíritu, distribuyéndolas a cada uno en particular según su voluntad». (1 Cor 12, 10-11).
Tenemos la certeza de la presencia de Cristo resucitado y de su Espíritu hasta el final de los tiempos. El único pecado en la vida de aquí abajo es no creer en el Señor resucitado y en su acción en la Iglesia y en el mundo. Hoy, todavía, distribuye sus dones a cada uno según su voluntad, pero nosotros estamos tan ocupados en hacer marchar las instituciones que perdemos de vista esta diversidad de dones y de carismas. O, pensamos en dones excepcionales, como el hablar en lenguas, la glosolalia, las curaciones milagrosas; pero existen otros muchos dones, como la sabiduría, la fe, la curación interior, el gobierno y la dirección. Estos dones más misteriosos, y más silenciosos son también el fruto de un Pentecostés invisible, sin viento violento y lenguas de fuego. Los hombres esperan sencillamente que se les revele los dones que han recibido de Dios.
Pero cuando se evocan los dones y los carismas en el cuerpo de la Iglesia, hay que seguir a san Pablo hasta el final. Después de haber afirmado que los dones no están destinados a nuestro uso personal sino a la construcción >y edificación del cuerpo, Pablo va mucho más lejos y nos abre un camino mucho más elevado: «Ahora bien, vosotros sois el cuerpo de Cristo, y sus miembros cada uno por su parte.Y así los puso Dios en la Iglesia, primeramente como apóstoles, en segundo lugar como profetas, en tercer lugar como maestros... Luego los milagros; luego el don de curaciones, de asistencia, de gobierno, diversidad de lenguas... Aspirad
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a los carismas superiores. Y aún os voy a mostrar un camino más excelente». (1 Cor 12, 27-31). En esta nueva enumeración, Pablo hace pasar el apostolado delante de los dones más o menos extraordinarios precedentemente enumerados.
Es preciso ir pues hasta el final del razonamiento de Pablo y afirmar que hay una jerarquía en los dones y un camino que los supera a todos: es la jerarquía del amor que es del orden de la santidad: «Aunque hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo caridad, soy como bronce que suena o címbalo que retiñe. Aunque tuviera el don de profecía, o de ciencia o fe como para trasladar montañas, si no tengo caridad, nada soy. Aunque repartiera todos mis bienes y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo caridad, nada me aprovecha». (1 Cor 13, 1-3). Es la locura del amor, de la pobreza metafísica que supera todo. Puedo dar todos mis bienes, si no doy mi propio ser, como dice Jesús a propósito de la pobre viuda (Le 21,4), soy un címbalo que retiñe. Lo que equivale a decir que si «lo» hago por mí mismo, no doy forzosamente todo. Puedo dar cosas, pero no me entrego a mí mismo: «Al que quiera pleitear contigo para quitarte la túnica déjale también el manto». (Mt 5,40). San Pablo va más lejos al afirmar que se puede ser mártir sin tener caridad. Amar, es darlo todo y sobre todo entregar la libertad de decisión.
Sabemos que meditando este texto, Teresa de Lisieux descubrió su misión y su vocación en la Iglesia. No se había reconocido en ninguna de las vocaciones descritas por san Pablo, y entonces bajando hasta «las profundidades de su nada, se elevó tan alto que pudo alcanzar su objetivo». (M.A. pág. 228).
Por fin, dice, había encontrado el descanso para mi alma. Considerando el cuerpo místico de la Iglesia, no me había reconocido en ninguno de los miembros descritos por san Pablo; o mejor dicho, creía reconocerme en todos. La caridad me dio la clave de mi vocación. Comprendí, que si la Iglesia tenía un cuerpo compuesto de diversos miembros, no le faltaría el más necesario, el más noble de todos. Comprendí que la Iglesia tenía un corazón, y que ese corazón estaba ardiendo de amor. Comprendí que sólo el amor era quien ponía en movimiento a los miembros de la Iglesia;
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que si el amor se apagase, los apóstoles no anunciarían ya el evangelio y los mártires se negarían a derramar su sangre... Comprendí que el amor encierra todas las vocaciones, que el amor lo es todo, que el amor abarca todos los tiempos y todos los lugares, en una palabra, que el amor es eterno.
Entonces en un transporte de alegría delirante, exclamé: ¡Oh, Jesús, mi amor! Por fin he encontrado mi vocación; mi vocación es el amor. Sí, he hallado mi lugar en la Iglesia. Dios mío, vos mismo me lo habéis señalado; en el corazón de la Iglesia, mi madre, yo seré el amor. Así lo seré todo, así mi sueño se verá realizado.
Teresa va más lejos que el pensamiento de san Pablo, pues no habla tan sólo de tener caridad, sino de ser el amor. Estamos aquí en el corazón de la vocación cristiana, muy lejos de las vocaciones o de los carismas, o más bien en la fuente de todos estos dones, atribuidos a cada uno, pues el amor es todo y encierra todas las vocaciones. Estamos más o menos dotados en el plano de los carismas; algunos dirán tal vez que no se reconocen en ninguna de las vocaciones descritas por san Pablo, pero nadie puede decir: «Yo no puedo amar». No tenemos ninguna excusa para no amar, pues el amor es un don y basta pedirlo en la oración. Nada más fácil que pedir el amor, pero algunos no quieren ponerse de rodillas para suplicar a Dios. «La esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado». (Rm 5,5).
Reaviva en ti el den espiritual (2 Tim 4,2)
He aquí lo que hay que predicar a tiempo y a destiempo a la comunidad cristiana: la puesta en obra de los dones del Espíritu atribuidos a cada uno para que el cuerpo de Cristo se edifique según el designio del Padre. Para eso, tenemos necesidad nosotros mismos de la luz y de la fuerza del Espíritu. Es preciso volver a tomar a menudo las palabras de san Pablo a su discípulo Timoteo en las que le invita a ser fiel dispensador de la palabra de verdad, velando por la comunidad. Comienza por decirle: «Por esto te recomiendo
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que reavives el carisma de Dios que está en ti por la imposición de las manos. Porque no nos dio el Señor a nosotros un espíritu de timidez, sino de fortaleza, de caridad y de templanza». (2 Tim 1, 6-7). ¿Somos suficientemente conscientes de que la imposición de las manos del obispo ha depositado en nosotros un espíritu de fuerza que nos prohibe tener miedo y un espíritu de amor, de paz, de tranquilidad y de dominio de sí?
Un poco más adelante, en la misma carta, Pablo añade: «Tú, en cambio, pórtate en todo con prudencia, soporta los sufrimientos, realiza la función de evangelizador, desempeña a la perfección tu ministerio». (2 Tim 4,5). El espíritu recibido como ministro de Cristo es un espíritu de fuerza y no de temor, de miedo y de angustia por la sencilla razón de que «yo sé bien en quien tengo puesta mi fe, y estoy convencido de que es poderoso para guardar mi depósito hasta aquel día». (2 Tim 1,12).
En el fondo, estamos llamados, como decía Pablo VI en la última reunión de su vida con los obispos de Francia, a «dar un salto en la esperanza». Hemos creído durante mucho tiempo que podríamos resolver los problemas de la Iglesia y edificarla con nuestros talentos, nuestra inteligencia, nuestra sabiduría y nuestro dinamismo; hoy es tiempo de reconocer que lo que más nos falta es atrevernos a creer que Dios puede dar a su Iglesia el poder de su Espíritu. No se puede ser apóstol hoy, si no se cree en la omnipotencia de Dios (la dynamis tou théou, 1 Cor 2,4). Y esta esperanza absoluta debe convertirse en una confianza de todos los días y enseñarnos a vivir, en todo momento, en el abandono a la acción del Espíritu en nosotros, en el corazón de la Iglesia y del mundo.
Como textos de oración, se pueden tomar: Hch 1,15-26; Hch 6, 1-7; 1 Cor 12 y 13.
8Gloria a Dios nuestro Padre en los cielos,
gloria al Hijo que sube de los infiernos; Gloria al Espíritu de fuerza y de sabiduría,
por los siglos de los siglos. Amén.
Nota sobre la oración trinitaria de san Ignacio
Es evidente que el fin último de la oración es hacernos penetrar, por la fe, en la intensa circulación de amor que une entre sí a las tres personas de la Santísima Trinidad. En su jerga, los teólogos nos dicen que la oración hace penetrar al creyente en el misterio de la circumincesión de las personas divinas. Los Padres griegos emplearán un lenguaje más poético hablando de la perijóresis, evocando así la «danza» trinitaria a la que somos admitidos por gracia, en la medida en que nos descentramos por entero de nosotros mismos para centrarnos en Dios. De manera más sencilla, y más evangélica, podemos tomar las palabras de Cristo en el capítulo 17 de san Juan donde pide al Padre: «Como tú. Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado. Que sean uno como nosotros somos uno; yo en ellos y tú en mí». (Jn 17, 21-23). Se trata, pues, de entrar en esta unidad de circulación recíproca, que pone al Hijo en el Padre y al Padre en el Hijo.
De este modo, el fondo de la oración desemboca en la comunión trinitaria, en la presencia de Dios en nosotros. Si podemos intentar morar en Dios, es porque él ha querido primero morar en nosotros. Esta actitud se vive ante todo
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en la fe. Puede ocurrir, que, al comienzo de una vida de oración, el Espíritu nos haga experimentar esta presencia trinitaria, aunque no sea más que a modo de deseo o de vacío, pero de ordinario se vive en «la noche». La fe nos asegura que la Santísima Trinidad hace su morada en el corazón del hombre (Jn 14,23) y la oración se hace entonces comunión con esta presencia.
A veces el camino de la oración sigue otro itinerario, y comienza por un descubrimiento del rostro de Cristo resucitado, o por una toma de conciencia de la presencia del Espíritu en nosotros o también es un tierno abandono en los brazos del Padre. En este terreno, cada uno vive una experiencia particular y original; no hay que inquietarse si la relación con una persona predomina, y parece que deja en la sombra los otros rostros. Llegará un día en que nos preguntaremos sobre este tema: «¿Por qué el Padre ocupa tan poco lugar en mi oración?, o tal vez: «No pienso nunca en el Espíritu o en Cristo». Es señal de que estamos en el umbral de franquear una etapa, pero no entraremos en relación con las personas divinas únicamente por un esfuerzo de la inteligencia o de la voluntad, como si se tratase de tomar al mismo tiempo al Padre en el Hijo. Esto se nos dará por gracia el día en que el Padre nos haya atraído hacia Cristo. Y entonces no tendremos problemas.
«Hacía oración a las tres Personas»
Como testigo de esta experiencia, quisiéramos traer aquí a san Ignacio de Loyola, que vivió en la oración esta tensión entre la referencia a la Trinidad entera y a cada Persona en particular. En su Autobiografía, González de Cámara refiere un hecho significativo: «El (Ignacio) tenía mucha devoción a la Santísima Trinidad; y así hacía cada día oración a las tres Personas distintamente. Y orando también a la Santísima Trinidad, le venía un pensamiento, que cómo hacía cuatro oraciones a la Trinidad. Mas este pensamiento le daba poco trabajo, como cosa de poca importancia». (Cap. Ill, n° 28).
A primera vista esta reflexión puede hacernos sonreír, pues no se trata aquí de un problema aritmético, como el
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que nos planteábamos a la edad de siete u ocho años, cuando se nos hablaba de la Trinidad. Nos sentíamos a la vez fascinados e intrigados por el aspecto geométrico: tres personas distintas que no son tres dioses. Aquí el problema es más vital, en el sentido en el que decimos que el oxígeno es vital, y que si falta oxígeno, se muere. Si la vida eterna está en conocer al Padre y a su enviado Jesucristo (Jn 17,3), la relación con estas Personas que es la oración, es verdaderamente el oxígeno de nuestra respiración trinitaria. Podría ser importante mirar de cerca cómo estamos en relación de comunión con estas tres personas.
Antes de continuar nuestra búsqueda, quisiéramos hacer una advertencia preliminar y precisar el punto de vista bajo el cual vamos a considerar esta relación, pues hay varios ángulos de toma de vista. Vamos a asistir a la escuela de san Ignacio que fue un verdadero místico trinitario, pero estamos muy lejos de conocer la originalidad y la profundidad de su testimonio. El padre de Guibert ha demostrado que la mística ignaciana no habría de vincularse ni a la mística especulativa, de la que san Juan de la Cruz sigue siendo el tipo acabado, ni a la mística afectiva, a la manera de san Francisco de Asís, sino que ocupa su puesto en una «mística del servicio de Dios por amor» (Diario espiritual, pág. 35). No se trata de enfrentar diversos tipos de espiritualidad, sino de considerarlos en sí mismos para descubrir su complementariedad. No estamos en aquellos tiempos en que prevalecía la espiritualidad propia para combatir la del otro, pues en su fuente se juntan, todas. Quieren provocar una conversión, llevar al hombre a creer en Jesucristo y a entrar con él en su relación con el Padre y los hombres.
Sin embargo, los acentos difieren según las espiritualidades. Así en la espiritualidad del Carmelo y en la de san Bernardo, se da el tema tradicional de las bodas espirituales entre Dios y el alma. No queremos descartar esta manera de hablar de la unión con la Trinidad, descrita bajo tantas formas y presentada como tan íntima cuando se la considera como un «matrimonio espiritual». La abordaremos en otro lugar bajo forma de oración, pues responde al deseo más profundo de la persona humana que desea unirse totalmente al otro, pero permaneciendo ella misma.
En el Diario de Ignacio, Cristo nunca aparece como es
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poso del alma. «Tampoco es problema de unión transformante. fundando la vida del alma en la de Dios y haciendo desaparecer nuestra propia vida en la de Cristo que vive en nosotros» (J. de Guibert: Mystique ignatienne, 1938, pág. 120). El propósito de Ignacio es de otro orden y con todos los matices que sería necesario aportar a esta expresión, es un «hombre de acción», o mejor es «una mística del servicio de Dios por amor». Esto no quita nada al carácter místico de Ignacio, que contempla la acción de la Santísima Trinidad en él y en el corazón del mundo, para incorporarla y secundarla.
Está en la misma línea de lo que hemos tratado de decir en los dos capítulos precedentes, cuando hemos hablado del examen de conciencia. Se trata de contemplar la acción de la Santísima Trinidad que trabaja en nosotros,y no cesa de atraernos hacia Cristo para convertirnos en su servidor junto a los hombres, como él ha sido el servidor del Padre. En el tercer punto de la «Contemplación para alcanzar amor», Ignacio, después de haber hablado de esta presencia de la Trinidad en el corazón del hombre (Ej. 235), muestra cómo trabaja en mí y en la faz de la tierra. Se trata de reconocer esta acción de Dios y de reflexionar sobre sí mismo para convertirse en cooperador y colaborador de Dios.
«El tercero considerar cómo Dios trabaja y labora por mí en todas las cosas criadas sobre la haz de la tierra, id est, habet se ad modum laborantis. Así como en los cielos, elementos, plantas, fructos, ganados, etc., dando ser, conservando, vejetando y sensando, etc. Después reflectir en mí mismo». (Ej. 236).
Descubrimos aquí lo que puede ser la mística de un hombre de acción. No se trata de decidir por sí mismo, sino de reconocer la acción de otro en mí, para colaborar con ella y no hacer nada sin ser movido por él. Ignacio es un místico, en el sentido de que está «en perpetua receptividad de las mociones divinas, sin perder nada de su lucidez, de su dominio y de su fuerza de acción». Si el místico se caracteriza por una cierta pasividad, la de Ignacio es de un género totalmente especial: «Parece que toda su pasividad consis-
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te en anonadarse en el acto de «respeto», para volver a encontrar, más puras y más rectas, las fuerzas de su inteligencia y de su voluntad. La abnegación es entonces tan radical que ya no es él quien sirve a Dios, sino Dios quien se sirve de él». (Diario).
Encuentro admirable esta última frase, pues nos hace comprender la alianza de la pasividad, sin la cual no hay vida mística, con la actividad, sin la cual no hay servicio de Dios. Es todo el hombre, con sus facultades, el que es movido por la acción de Dios y obra libremente. De este modo, se realiza en el hombre el juego armonioso entre la libertad y la gracia y de un solo golpe se eliminan el quietismo y el voluntarismo. ¿Quién no adivina cuánto silencio y escucha paciente en la oración exige esta actitud para reconocer lo que Dios quiere de nosotros?
Es esta manera de contemplar la Trinidad la que hará de Ignacio «un contemplativo en la acción», que él acostumbra a explicar así: «Dios debe ser encontrado en todas las cosas». Todo lo que los místicos habían dicho audazmente sobre el «matrimonio espiritual», es decir, la unión transformante del hombre y Dios, no está reservado únicamente a los contemplativos, sino que puede ser vivido bajo otra forma, a ras de la experiencia de cada día, en la vida activa, a condición de que el apóstol esté totalmente descentrado de sí mismo y busque en todo la voluntad de Dios. Impresiona, al leer la vida de Ignacio ver, cómo vuelve en todo instante a la oración, como si se moviese por el peso natural del corazón: ya hable, ya haga o reciba visitas, ya ande por la calle, está sin cesar en oración, de la misma manera y con la misma profundidad que durante sus largas horas de oración de la mañana o de la tarde.
Sentía y contemplaba la presencia de la Santísima Trinidad
Uno de los primeros discípulos de Ignacio, Nadal, nos dice que el santo había recibido este género de contemplación trinitaria, «a menudo en otro tiempo, pero en sus últimos años casi exclusivamente. Esta manera de orar la conoció por un gran privilegio, en un grado muy elevado. Además, este privilegio, lo tuvo en todas las cosas, acciones.
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conversaciones, de manera que contemplaba y sentía la presencia de Dios y sentía las cosas espirituales, habiendo llegado a ser un contemplativo en la acción». (Monumenta, IV, pág. 651).
Esta contemplación es esencialmente trinitaria, con esta particularidad, que Ignacio entra con toda su plenitud de hombre en toda la plenitud de Dios (Ef 3,19). «Sabemos, sigue diciendo Nadal, que el padre Ignacio había recibido de Dios una gracia especial para ejercitarse libremente y descansar en la contemplación de la Santísima Trinidad. Ya fuese la contemplación de la Trinidad entera que le guiaba, le llevaba, unificaba su corazón en un gran sentimiento de devoción y de gusto espiritual, ya fuese la contemplación del Padre, ya del Hijo, ya del Espíritu Santo».
En el Diario espiritual es donde se percibe mejor el movimiento trinitario de la oración de Ignacio; pero no se trata nunca de una contemplación sin relación con los problemas que le preocupan. Aun cuando experimenta una gran alegría, una «devoción ardiente» o «una alegría interior del alma» y lágrimas, siempre es para pedir luz sobre el género de pobreza que se adoptará en las iglesias de la Compañía para lo que él ora a la Santísima Trinidad. Sabe que «toda dádiva buena y todo don perfecto viene de lo alto, desciende del Padre de las luces» (St 1,17). En la «Contemplación para alcanzar amor», que es esencialmente trinitaria, insistirá en este misterio de Dios, contemplando como el sol o la fuente de la que mana todas las gracias. «El cuarto mirar cómo todos los bienes y donde descienden de arriba, así como la mi medida potencia de la summa y infinita de arriba, y así justicia, bondad, piedad, misericordia, etc..., así como del sol descienden los rayos, de la fuente las aguas, etc. Después acabar reflictiendo en mí mismo según está dicho». (Ej. 237).
Ignacio ora con ardor para pedir esta gracia. Habitualmente no recibe respuesta directa, pero reconoce que Dios responde a su súplica, dándole grandes luces sobre el misterio de la Santísima Trinidad. Al examinar estas luces y estas mociones, juzga la acción de Dios en su vida. Habla pues de la unión con la Santísima Trinidad de una manera indirecta: «Sintiendo inteligencias espirituales, a tanto que me parecía así entender que casi no había más que saber en
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esta materia de Santísima Trinidad». (Diario espiritual n° 20, jueves 21 febrero).
Tenemos aquí un índice muy importante para iluminar los problemas que se nos presentan. Habitualmente tratamos de resolverlos por medio de la reflexión, pensando los pros y los contras y tomando una decisión conforme al sentido común. Ignacio nos indica otra vía distinta, nos aconseja entrar en las elecciones después de la contemplación del bautismo de Nuestro Señor, en la experiencia de los ejercicios. Por una razón muy sencilla, porque entonces oraremos en un movimiento trinitario: «He aquí mi Hijo muy amado, en el que he puesto todas mis complacencias. Escuchadle».
Como todos nosotros, Ignacio se sentía perplejo ante la manera de entrar en relación con las tres Personas divinas; se preguntaba sin cesar «por dónde comenzar» pues experimentaba una especie de multiplicidad en el objeto de su oración. Si empieza por el Hijo, «deja» al Padre, si ora a Cristo no encuentra lo que busca, puesto que su deseo le lleva hacia la Trinidad entera: «Queriendo hallar devoción en la Trinidad en las oraciones del Padre, ni quería ni me adaptaba a buscar ni hallar, no me pareciendo ser consolación o visitación en la Trinidad»... «Conocía sentía o veía... que en hablar al Padre, en ver que era una Persona de la Santísima Trinidad, me afectaba en amar toda ella, cuanto más que las otras personas eran esencialmente en ella» (Diario, n° 20).
Necesitará mucho tiempo y muchas súplicas para comprender por experiencia, que en cada una de las Personas llega a la Trinidad entera. Se «volverá» sin cesar de la esencia a las personas, pero el Padre ocupará en sus visiones un lugar excepcional. Reconoce en él al principio fundamental, la fuente y la raíz de las otras personas. Es él quien engendra, de quien todo procede y hacia quien todo se orienta; por eso Ignacio ve siempre a las otras Personas como habitando en el Padre. Cuando abordemos la oración trinitaria, tal vez veamos en la súplica al Padre la fuente de las relaciones con las otras Personas.
El Espíritu suscitaba en él lo que Taulero llama un «con- tuitus», es decir, una mirada que engloba la relación del Padre al Hijo y viceversa. En este tema, Ignacio no acierta a ex
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presarse, pues toca los límites de lo inefable; y se aplicará las mismas palabras en que san Pablo cuenta cómo fue «arrebatado» hasta el paraíso y escuchó cosas inefables que el hombre no puede pronunciar. «Si en el cuerpo o fuera del cuerpo, Dios lo sabe». (2 Cor 12, 2-4). Sólo el Señor lo sabe. Pero dejemos la palabra a Ignacio.
Mas, en esta misa conocía, sentía o vía, Dominus scit, que en hablar al Padre, en ver que era una Persona de la Santísima Trinidad, me afectaba a amar toda ella, cuánto más que las otras personas eran en ella esencialmente; otro tanto sentía en la oración al Hijo; otro tanto en la del Espíritu Santo, gozándome de cualquiera en sentir consolaciones, atribuyendo y alegrándome en ser de todas tres. En soltar este nudo o cosa simile me parecía tanto, que conmigo no acababa de decir, hablando de mí: ¿Quién eres tú? de dónde, etc. ¿Qué merecías o de dónde esto? etc. (Diario n°20, jueves 21 febrero).
Hasta aquí Ignacio busca a tientas en un sentido o en otro y no tiene conciencia de alcanzar a las tres Personas orando al Padre. Hay que notar que es durante la celebración eucarística cuando siente interiormente la revelación de-que orar a una de las personas es alcanzar toda la Trinidad. El objeto de esta gracia recibida es pues el misterio mismo de la circumíncesión de las Personas en el seno de la Trinidad. Para Ignacio, había un nudo que desatar, que afectaba además a la confirmación de lo que él esperaba. A partir del momento en que entra experimentalmente en las relaciones intratrinitarias, comprende a nivel de sus potencias naturales lo que Dios espera de él.
Dos días más tarde, Ignacio recibirá de una manera muy explícita la confirmación de lo que esperaba por la persona misma de Jesús, de tal manera que no puede ya dudar de que la relación con Jesús le liga también a la Santísima Trinidad: «Pareciéndome en alguna manera ser de la Santísima Trinidad el mostrarse o sentirse de Jesús, veniendo en memoria cuando el Padre me puso con el Hijo». (Diario n.° 23,23 febrero). Recuerda así la visión de noviembre de 1537, en La Storta, cerca de Roma, en la que se le aparecieron el Padre y el Hijo: Jesús llevando su cruz había tomado a Ignacio por compañero, por iniciativa del Padre.
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«Orando y suplicando a Jesús»
«Venéndome en mente y suplicando a Jesús me alcanzase perdón de la Santísima Trinidad, una devoción crecida, con lágrimas y sollozos, y esperanza de alcanzar la gracia» (Diario n° 23,24 febrero). En varias ocasiones, Ignacio experimentará la «amargura de las cosas pasadas» y la necesidad de «reconciliación», porque se siente culpable por el mal espíritu de un movimiento de «indignación» contra la Santísima Trinidad (Diario n° 19,20 febrero), por no haber recibido la respuesta esperada. Se percibe muy bien que Ignacio debe purificar continuamente su petición, para no imponer a Dios sus puntos de vista, sobre todo si parecen justos. La respuesta debe siempre ser recibida y acogida, sobre todo si Dios se calla. La última palabra de nuestra relación con Dios es la adoración de su santa voluntad y la «reverencia» de su misterio.
«Me hallaba sin hallar aquella contradicción pasada en mí cerca la Santísima Trinidad». De este modo reconoce explícitamente que importa menos el ser confirmado según su espera, que conformarse con la voluntad de la Santísima Trinidad, por la vía que le parezca mejor: «Dejarme gobernar por la divina majestad de quien es el dar y retirar sus gracias según y cuando más conviene». (Diario n° 25,26 febrero).
Ignacio comprende sobre todo, que al escudriñar con su inteligencia el misterio de la Santísima Trinidad para descubrir las «operaciones de las Personas divinas y su procesión», depende de Dios el hacerle entrar en este misterio. El hombre busca con todos los medios a su alcance, pero sólo el Espíritu Santo puede hacerle encontrar lo que él busca. Ignacio se ve obligado a afirmar que si pasase toda la vida estudiando este misterio de la Trinidad, no recibiría tantas luces como en la oración:
Con muy muchas inteligencias de la Santísima Trinidad ilustrándose el entendimiento con ellas, a tanto me aparecía que con buen estudiar no supiera tanto, y después mirando más en ello, en el sentir o ver entendiendo me parecía que aunque toda mi vida estudiara. (Diario n° 18, 19 febrero).
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Es, pues, de la oración de donde Ignacio espera una respuesta a todos sus problemas. Como todos nosotros, cuando encuentra problemas reales, intenta buscar una solución reflexionando. Pero comprende que hay un peligro de huida a lo imaginario. Mientras que la oración, que es un encuentro con la Santísima Trinidad, es siempre una vuelta a la realidad. Al leer el Diario espiritual, queda uno impresionado por el soplo de oración intensa que anima todas sus páginas. Todas las citas en que trata de la oración, no conseguirían hacer caer en la cuenta del clima de súplica que impregna su vida; es en verdad «una vida interior a su propia vida». La oración acompaña y purifica su sensibilidad, ilumina su reflexión, sostiene su voluntad y la mantiene abierta a las inspiraciones del Espíritu. Las palabras «suplicar» y «orar», aparecen continuamente: «Venía a demandar y suplicar a Jesús para conformarme con la voluntad de la Santísima Trinidad por la vía que mejor le pareciese». (Diario n° 25). «Venéindome en mente y suplicando a Jesús me alcanzase perdón de la Santísima Trinidad». (Diario n° 23). Piensa uno aquí en el relato de san Marcos de la agonía (14, 32-42) donde, en el espacio de diez versículos, el autor insiste por tres veces en la oración de Jesús al Padre, señalando así en una breve nota, que la oración de Jesús se prolongó toda la noche de la agonía.
Con respecto a Ignacio hay que descartar el mito de la oración fácil. Anota en algunos momentos el disgusto que experimenta en orar, su impotencia para fijarse u orientarse, sus inquietudes de cara a los movimientos que siente y que le llevan por «caminos desconocidos». Su oración se hace a veces pesada por la fatiga física, o contrariada por el «tentador». Siente deseos de dejarlo todo y alquilar una habitación en la ciudad para tener tranquilidad. Pero una y otra vez, vuelve a la oración y experimenta lo fundado de la perseverancia. Señalemos de paso, que, para perseverar en esta súplica, continuamente llama a los mediadores para que intercedan con él y por él.
De ahí a un rato, pensando por dónde comenzarla y acordándome de todos los santos, encomendándome para que rogasen a nuestra Señora y a su Hijo porque ellos me fuesen intercesores con la Santísima Trinidad, con mucha
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devoción y intensión me cubrí de lágrimas, y así me fui para confirmar las oblaciones pasadas, interloquenando muchas cosas, rogando y poniendo por intercesores a los ángeles, santos padres, apóstoles, y discípulos y a todos los santos, etc., para nuestra Señora y su Hijo, y a ellos de nuevo rogando y suplicando con largos razonamientos, para que subiesen adelante del trono de la Santísima Trinidad mi confirmación ultimada y dar gracias a la Santísima Trinidad. (Diario n” 17,18 febrero).
Cuanto más se avanza en su Diario espiritual, más se adivina que Ignacio siente verdadera pasión por el misterio de la Trinidad. Utiliza expresiones que van creciendo, y de hecho no llega nunca a expresarse bien. Así «toma cierta confianza y amor en la Santísima Trinidad» (Diario n° 30). Dos días después, el 4 de marzo, nota por tres veces en el espacio de una sola hoja: «Nueva devoción y lágrimas, siempre terminándose en la Santísima Trinidad» (n° 32), «amor intensísimo todo el amor de la Santísima Trinidad» (32), y finalmente «con intenso amor de ella». Después, las palabras son demasiado estrechas para contener la verdad del agua viva y se correría el peligro de inflar el vocabulario pensando que así se pudiera traducir la realidad.
Lo que sí se puede decir para terminar, es que la oración de Ignacio es una perpetua «recreación». Sentimientos que nosotros creeríamos adquiridos hace tiempo, son para él novedad y hallazgo. Así habla de «respeto a la Trinidad» como de una gracia sin precedentes, porque en ella experimenta una profundidad de interioridad desconocida hasta entonces. Recibe una visita que le parece «insigne y excelente entre todas las visitas» porque siente en ella un amor nuevo.
De un extremo al otro del Diario, la oración de Ignacio está siempre en movimiento: es un descubrimiento maravillado de Dios Trinidad. Es siempre una nueva partida y se abre sobre riquezas que el alma no termina nunca de ex- plorar.Cuando los santos descubren para nosotros una es- quinita del velo de su oración, se adivina un poco lo que debe ser la oración entre el Padre y el Hijo. Eternamente se dicen: «Mi Padre» y «mi Hijo», sin fatigarse jamás, porque su amor y su vida son tan intensas, que no tienen necesi
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dad de moverse para que sean eternamente cautivadores.Sólo el amor humano puede ayudarnos a sospechar
este misterio: si los hombres no llegasen a saborear el amor, no llegarían nunca a comprender que los enamorados no se aburren nunca. Sin embargo permanecen horas mirándose y repitiendo: «Te amo y me amas... ¿Qué quieres que haga por ti?» Dan testimonio de que a sus ojos los que se aburren son los demás. La Trinidad y el cielo nos parecen insípidos siendo así que los insulsos somos nosotros.
Dios no se aburre nunca, aunque el Padre y el Hijo se repiten eternamente lo mismo: «Yo te he engendrado hoy... Abba, Padre». Lo malo es que nosotros no tenemos la menor idea de esta intensidad. En un próximo capítulo, trataremos de acercarnos desde muy lejos, bajo forma de oración, al misterio del «tú» y del «yo» en Dios.
La conferencia del padre Arrupe, superior general de la Compañía de Jesús, leída en Roma en la sesión de clausura del curso ignaciano de espiritualidad, el 8 de febrero de 1980 titulada «La inspiración trinitaria del carisma ignaciano», estudia las tres grandes etapas de la vida de san Ignacip (el Cardoner, La Storta y el Diario) y muestra cómo toda su espiritualidad y la de la Compañía se articulan alrededor del \ misterio de la Santísima Trinidad.
El padre Arrupe hace una reflexión que me parece que desborda el marco de la Compañía y que vale también para la vida religiosa y para la Iglesia. «Me pregunto si la desproporción entre los generosos esfuerzos realizados en la Compañía en los últimos años y la lentitud con la que progresan la renovación interior y la adaptación apostólica en ciertos terrenos, a las necesidades de nuestra época —tema que me ha preocupado a menudo— (Alocución a la LXVI Congr. de Proc., 1978 AR XVII 423 y 519) no es debida a que el compromiso en nuevas e intensas experiencias haya sido mayor que el esfuerzo teológico y espiritual para descubrir y reproducir en nosotros la dinámica y el contenido del itinerario interior de nuestro fundador, que lleva directamente a la Santísima Trinidad y desciende de ella para el servicio concreto de la Iglesia y «la ayuda a las almas».
Introduce finalmente una Invocación a la Trinidad compuesta por él mismo y que traduce en oración los grandes ejes de la Conferencia. Entrará en esos textos clásicos que
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alimentan la oración como el ofrecimiento de santa Teresa de Lisieux y la oración de sor Isabel de la Trinidad. La reproducimos aquí entera.
Invocación a la Trinidad
Trinidad Santísima, misterio fontal, origen de todo. ¿Quién te ha visto para poder describirte? ¿Quién puede engrandecerte tal como eres? (Ecl 63,41). Te siento tan sublime, tan lejos de mí, misterio tan profundo, que me hace exclamar del fondo de mi corazón: ¡Santo, Santo, Santo! Cuanto más siento tu grandeza inaccesible (1 Tim 6,16), siento más mi pequenez y mi nada (Sal 38,6), pero al ahondar más y más en el abismo de esa nada, te encuentro en el fondo mismo de mi ser: intimior intimo meo (Confesiones), amándome, creándome para que no me reduzca a la nada, trabajando por mí, para mí, me atrevo a elevar mi plegaria, a pedir tu sabiduría, aun sabiendo que el vértice del conocimiento de ti por parte del hombre es saber que no sabe nada de ti (De Potent., q.7, a.5-14). Pero sé también que esa oscuridad está llena de la luz del misterio que ignoro. Dame esa sabiduría misteriosa,escondida, destinada desde antes de los siglos para gloria nuestra (1 Cor 2,3).
Como hijo de Ignacio y teniendo que cumplir con la misma vocación para la que tú me elegiste, te pido algo de aquella luz «insólita», «extraordinaria», «eximia», de la intimidad trinitaria, para poder comprender el carisma de ly ¡acio, para poder aceptarlo y vivirlo como se debe en este m . mento histórico de la Compañía.
Dame, Señor, que yo comience a ver con otros ojos todas las cosas, a discernir y probar los espíritus que me permitan leer los signos de los tiempos, a gustar de tus cosas y saber comunicarlas a los demás. Dame aquella claridad de entendimiento que diste a Ignacio. (Laínez: Carta a Polanco, n“ 10, FN I p. 80).
Deseo, Señor que comiences a hacer conmigo de maestro como con un niño (Aut. n° 7), pues estoy dispuesto a seguir aunque sea a un perrillo, para que me indique el camino. (Aut. n" 23).
Que sea para mí tu iluminación como fue la zarza ardiente para Moisés o la luz de Damasco para Pablo, o el Car- doner y La Storta para Ignacio. Es decir el llamamiento a emprender un camino que será oscuro, pero que se irá abrien
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do ante nosotros, como le sucedió a Ignacio, según lo iba recorriendo1.
Concédeme esa luz trinitaria que hizo comprender a Ignacio tan profundamente tus misterios que llegó a poder escribir: «No había más que saber en esta materia de la Santísima Trinidad» (Diario, 20 de febrero 1544. BAC, n° 62). Por eso quiero sentir como él que todo termina en ti (Diario, 3 de marzo 1544. BAC, n° 101).
Te pido también que me enseñes a comprender ahora lo que significa para mí y la Compañía lo que manifestaste a Ignacio. Haz que vayamos descubriendo los tesoros de tu misterio, que nos ayudará para avanzar sin errar por el camino de la Compañía, de esa via nostra ad Te (Form. Inst. Jul III, n° 1). Convéncenos de que la fuente de nuestra vocación está en ti y que conseguiremos mucho más tratando de penetrar tus misterios en la contemplación y de vivir la vida divina «abundantius», que procurando sólo medios y actividades humanas. Sabemos que nuestra oración nos conduce a la acción y que ninguno es ayudado por ti en la Compañía para él solo». (Nadal: 3a exhort).
Como Ignacio, hinco mis rodillas para darte gracias por esa vocación trinitaria tan sublime de la Compañía, como también san Pablo doblaba sus rodillas ante el Padre, suplicándote que concedas a toda la Compañía que arraigada y cimentada en el amor pueda comprender con todos los santos cuál es la anchura, la longitud, la altura y profundidad... y me vaya llenando hasta la total plenitud de ti, Trinidad Santísima (Cfr. Ef 3, 14-29). Dame tu Espíritu «que todo lo sondea hasta las profundidades de Dios» (1 Cor 2,10).
Para conseguir esa plenitud sigo el consejo de Nadal: «Pongo la preferencia de mi oración en la contemplación de la Trinidad, en el amor y unión de caridad que abraza también a los prójimos por los ministerios de nuestra vocación. (Form. Inst. Jul III, n° 1).
Termino con la oración de Ignacio: «Padre eterno, confírmame; Hijo eterno, confírmame; Espíritu Santo, confírmame. Santa Trinidad, confírmame; un sólo Dios mío confírmame». (Diario 18 de febrero 1544. BAC, n.° 48).
1 Ignacio seguía al Espíritu, no le precedía. V de esta manera era conducido con dulzura no sabía a donde. No pensaba entonces fundar la Orden. Y sin embargo poco a poco el camino se abría ante él y él lo seguía, sabiamente ignorante, entregado su corazón a Cristo (Nadal: Diálogos, 17. FN II 252).
9Haznos ver el rostro del Padre,
y revélanos el del Hijo.Y tú. Espíritu común que los unes,
ven a nuestros corazones, para que creamos siempre en ti.
Cuando san Benito Labre hablaba del misterio de la Santísima Trinidad, su rostro se hacía tan luminoso como el sol o lloraba a lágrima viva. Un día un teólogo le hizo este reproche: «Tú hablas siempre de la Santísima Trinidad, ¿pero qué sabes de ella?» Y Benito le respondió: «No sé nada... pero, mira me siento arrebatado». Y al decir esto hacía un gesto con la mano que decía mucho más que todas sus palabras. ¡Cuánto me gusta esta respuesta de Benito Labre! Si viviese todavía, os invitaría a ir a verle y a preguntarle qué es la Santísima Trinidad para él. Si buscáis en torno a vosotros o en algún monasterio, encontraréis personas arrebatadas por la Trinidad, para quienes lo es absolutamente todo. A estos hay que interrogar antes que a los teólogos que podrían «describiros» la Trinidad, con precisiones técnicas, pero no podrán enseñárosla (a menos que también sean «santos»), mientras que personas como Benito Labre podrían enseñaros lo que sucede cuando la Santísima Trinidad se convierte en todo para un hombre.
A medida que el fuego de la zarza ardiendo se apodera del corazón de un hombre, éste se siente fascinado por la Trinidad, pero este misterio se hace cada vez más oscuro, pues se ve cegado por un exceso de luz. La Rochefoucauld decía: «Hay dos cosas que no se pueden mirar de frente: el sol y la muerte». No se puede ver a Dios que es el sol de
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justicia sin morir. Cuando uno mira desde muy cerca el sol de la Trinidad, sin vidrios protectores, los ojos se oscurecen y no se ve ya el sol. Mientras Dios se mantiene a distancia, se le puede contemplar, pero cuando se acerca demasiado para abrazarnos, entonces se da una inmovilidad total. Se desea un poco de distancia. Cuando se entra en el seno materno, ya no se ve la madre, ni su rostro. Cuando se entra en el seno del Padre, no se ve ya su rostro, pero se ve uno cada vez más fascinado y atraído por él. Tal atracción no se explica, ni siquiera cuando al comienzo de la vocación el hombre recibe luces profundas sobre este misterio; a medida que se va avanzando, se entra en la tiniebla divina.
El secreto de Dios
Pasamos la vida escrutando este misterio para no comprenderlo y hacernos más ciegos: desembocamos entonces en una bienaventuranza que es experimentar la incomprensibilidad de Dios y entonces se cierra la boca en el polvo como Job. (42, 1-6). En el fondo de esta tiniebla, hay como una pequeña luz que brilla, está oculta y hay que localizarla bien: es la estrella del secreto de Dios. Cuando veo brillar una estrella en el cielo azul de la noche, me siento más fascinado por la oscuridad impenetrable del azul que por la luz de la estrella.
Para acercarse al misterio de la Santísima Trinidad, hay que ponerse de rodillas ante el cielo oscuro y fijar sin cansarse la estrella del secreto de Dios. El secreto planea sobre el evangelio y la razón última de la venida de Jesús a la tierra para hacernos participar de ese secreto que era suyo desde toda la eternidad. No basta «decir» este secreto con palabras e ¡deas; es una perla preciosa que hay que descubrir y que nos llena de alegría (Mt 24, 44-46). Si no estamos convencidos de que es «un secreto oculto a los sabios e inteligentes y que se lo has revelado a los pequeños» (Mt 11,25), no tendremos nunca humildad para ponernos de rodillas y suplicar a Jesús que levante una esquinita del velo que nos lo oculta. Jesús es muy claro en este tema: «Nadie conoce bien al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce bien
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nadie sino el Hijo, y aquél a quien el Hijo se lo quiere revelar». (Mt 11,27).
Jesús es el único que nos puede desvelar al Padre, como el Padre es el único que nos puede atraer hacia Jesús: «Nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no lo atrae». (Jn 6,44). En ciertas ocasiones, se tiene la impresión de que el Padre y el Hijo nos envían el uno al otro para hacernos descubrir la puerta estrecha del «secreto», hasta el día en que uno comprende que estar unido a una de las personas, es estar unido a la Trinidad entera. Pero nadie entra en comunicación con el secreto, sin haber sido expresamente invitado a ello.
En el plano de las comparaciones humanas, ¿qué puede significar este secreto? Cada uno de nosotros tiene una vida interior, íntima, que se puede calificar de secreta: «Mi corazón tiene su secreto, mi alma tiene su misterio», dice el poeta. Lo que caracteriza este secreto, es que nadie puede penetrar en él si nosotros no queremos. Se nos puede obligar a decir cosas materiales, pero nadie puede obligarnos a comunicar el fondo de nuestro corazón si nuestra libertad lo rehúsa. Podemos estudiar el carácter de una persona desde tan cerca como sea posible, con todos los criterios de la psicología, pero si no quiere decir lo que tiene en el corazón, no lo sabremos jamás. Esto no depende de nuestra insuficiencia intelectual o de una falta de comprensión, sino de la libertad del otro. Esta nota es importante para comprender la revelación: pues lo mismo sucede con Dios.
Por grande que sea nuestra penetración intelectual para meditar su misterio, si Dios no nos abre la puerta, permaneceremos fuera. Con ascésis y contemplación natural, no conseguiremos nunca penetrar en el secreto de Dios, pues es una persona libre y sólo él puede abrirnos su misterio. A partir de la creación (Sb 13, 1-9) podemos tener cierto conocimiento natural de Dios: «Porque lo invisible de Dios, desde la creación del mundo, se deja ver a la inteligencia a través de sus obras».(Rm 1,20). Este mundo debe tener un creador y las perfecciones de la creación son las perfecciones del creador. La teodicea nos hace remontar el camino de la analogía y descubrir los atributos divinos a partir de los atributos de la creación: belleza, bondad, justicia, sencillez, etc. Tal conocimiento puede ir muy lejos y exige una
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singular purificación de la inteligencia y de los sentidos.Pero este conocimiento nos descubre a Dios por el lado
en el que se parece a algo. Al decir Dios creador o salvador, no designamos a Dios en sí mismo, sino su rostro vuelto hacia el mundo; es decir lo que hay «alrededor de Dios». Así cuando digo: «Dios es bueno» lo enfoco por el lado en que se parece a alguna cosa, en la medida en que el hombre es bueno a imagen de Dios, pero hay una cara de Dios que se me escapa del todo. Hay pues una cara invisible de Dios por la que no se parece a nada. En una comparación un tanto aproximativa, le compararíamos a la luna, una de cuyas caras sólo es visible para los astronautas.
Sobre esta cara misteriosa e invisible recala el secreto de Dios. La contemplación de esta cara fascina al hombre, mucho más que la cara visible. El deseo del hombre, sea judío, griego, musulmán o hindú, es ver este rostro que no se parece a nada y compartir la comunión con su mirada. En una palabra, deseamos comer cara a cara con el Creador: este banquete es la señal de nuestra comunión con él. La Biblia ha dado un nombre a este rostro, hablando de su Santidad. Así, cada vez que celebramos la Eucaristía, el festín mesiánico del Reino, proclamamos la santidad de Dios, evocada por Isaías: «Santo, santo, santo es el Señor Dios del universo, llena está toda la tierra de su gloria». (Is 6,3).
Proclamar que Dios es santo, es afirmar que está separado del mundo, que entre él y el mundo hay un acantilado y un abismo, según aseguran los que han acariciado la santidad de Dios. Por eso, esa santidad de Dios está en la raíz de su secreto y no hay que confundirla con las otras religiones. En la fuente de la fe cristiana, está la venida del Verbo cuyo rostro estaba vuelto hacia la cara invisible de Dios (Jn 1, 1-2), pues «a Dios nadie le ha visto jamás; el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado». (Jn 1,18). Desgraciadamente los suyos no le recibieron (Jn 1,11). Un día, el Hijo de Dios vino a invitarnos a cenar con el Creador: «Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo». (Ap 3,20). Hace mucho tiempo que Dios lanzó esta invitación al banquete trinitario, puesto que ya le dijo a Adán la primera vez que le habló: «¿Dónde estás?» (Gn 3,9). Pero el hombre es duro de oído, y por eso, ago-
Perseverantes en la oración 111
tados todos los medios para hacer escuchar esta invitación inefable, envía como último recurso a su Hijo único. Y sabemos lo que hemos hecho (Cfr. parábola de los viñadores homicidas. Me 12, 1-12). Volveremos sobre esta noción de levantar el velo en el corazón de la Trinidad, pero para ello hay que mirar lo que Jesús dice en el evangelio.
Para terminar este párrafo, digamos que el hombre está invitado a compartir este secreto de Dios, la fuente de la gracia. Dios le ofrece todo lo que puede imaginar pero que no se parece a nada. La gracia no es solamente una elevación de la criatura, sino el don del mismo Dios en su secreto. Cuando Jesús habla de este secreto, dice orando: «Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito». (Mt 11,26). El hombre no tiene ningún derecho a exigir la revelación de este secreto que depende únicamente del beneplácito del Padre, lo mismo que no puede tampoco adueñarse de él echándole mano. No le queda más que la invocación y la oración: «Concédeme la gracia de ver tu rostro». «El conocimiento del otro es invocación», dice Gabriel Marcel. Nadie puede obligar a otro a que le abra su corazón y menos aún a que le dé su amistad, solamente queda ponerse de rodillas y suplicar que tenga piedad del objeto de nuestra ternura. ¿Quién de nosotros no ha conocido el sufrimiento del amor que no es amado? Por eso es preciso entrar en la afectividad de Dios por el lado de la afectividad humana que nosotros experimentamos.
Hay que suplicar pues al Espíritu Santo con el corazón para que nos desvele el rostro del Padre y del Hijo, él que es el beso de amor entre estas dos personas. Se trata de entrar en un mundo que nos supera cien codos. A través del corazón humano de Cristo descubrimos el amor trinitario. Todos, estamos invitados a este banquete en los salones de la casa de Dios y vendemos todo para adquirir esa perla preciosa.
«Todo lo que he oído a mi Padre» (Jn 15,15)
En el evangelio hay un punto sumamente claro que no se puede atribuir al azar, que no se presenta de vez en cuando, sino en todo momento; Cristo dice a menudo: «El Pa-
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dre y yo». Y añade: «Y el que me ha enviado está conmigo; no me ha dejado solo porque yo hago siempre lo que le agrada a él» (Jn 5,19). No pretende tan sólo que el Padre está con él, que obra por él, va mucho más lejos al afirmar que es igual al Padre (Jn 8,58), lo que provoca la cólera y el escándalo de los judíos. Un día llegará a decir que él está en el Padre y el Padre en él: «Aquél día comprenderéis que yo estoy en mi Padre y vosotros en mí y yo en vosotros» (Jn 14,20). «Que todos sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno con nosotros» (Jn 17,21).
Estos textos son tan fuertes que es admirable que se les dulcifique pero si se rechazan, borrando esta filiación divina, hay que suprimir de un plumazo todo el evangelio, pues Jesús no ha venido solamente para enseñarnos a vivir entre los hombres como hermanos, sino a revelarnos que teníamos un Padre atento a las menores necesidades de sus hijos y lleno de ternura para con ellos. Con esto, Jesús dice sencillamente lo que ha visto pues contempla sin cesar el rostro de su Padre que está en los cielos. Es el secreto mismo de Dios, del que hemos hablado más arriba.
En el interior de Dios, en esta zona que no se parece a nada, hay algo de lo que tenemos una idea sumamente débil y pálida y que sucede cuando dos seres se dicen: «Tú y yo». Si queremos decir las cosas de otra manera, se puede afirmar que en Dios, hay rostros: dos seres se miran, se escuchan, se hablan y se aman, no con multiplicidad de palabras, sino en la unicidad y en la intensidad de una sola mirada. Podemos entonces sospechar lo que es el común espíritu que les une y en el que nosotros creemos. Imaginemos dos seres que han conseguido una transparencia recíproca, se han vuelto el uno hacia el otro y se miran; en ciertos momentos fugitivos, pasa entre ellos como un relámpago, una especie de arco eléctrico. En Dios, este relámpago es eterno, pero tiene la consistencia de un rostro: una tercera persona que no es ni el Padre ni el Hijo. Existen pues el Padre y el Hijo, y existe también su amor, el relámpago que surge del encuentro de sus miradas, que es eterno; lo más precario e inapresable en la vida humana se convierte en la tercera persona de la Santísima Trinidad.
Es tanto más impresionante cuanto que en la vida no
Perseverantes en la oración 113
hay nada más importante que este encuentro de rostros y la comunión de las miradas; basta ver la alegría y la felicidad que se despierta en el rostro de los que pueden decirse: «Tú y yo». El hombre está hecho para la ternura y la comunión de miradas. Es la fuente de las alegrías más profundas y de las guerras más horribles. Sorprende pensar que para hacernos sospechar esta comunión íntima de Jesús con su Padre, podemos acudir a las experiencias más sencillas y cotidianas de nuestra vida: la amistad, la paternidad o el amor conyugal. Todo esto para decir que el tú y el yo es el gran asunto de la vida, pero al mismo tiempo el encuentro más difícil de realizar pues es preciso, deseando la unión más total, promover al mismo tiempo el respeto más absoluto del otro.
¿Quién hubiera podido sospechar que en el interior de Dios, existía ese diálogo de amistad entre dos rostros? Si Cristo no nos lo hubiera dicho en el evangelio nadie lo hubiera hecho. No es la Iglesia la que ha inventado esto y mucho menos los Padres o los teólogos. No podemos comprender este misterio trinitario, pero admitida esta impotencia, es fascinante pensar que en Dios el Padre mira al Hijo diciendo con amor: «Tú eres mi Hijo muy amado y yo te he engendrado hoy». (Sal 2,7), y el Hijo, mirando al Padre, dice: «Abba, Padre». Tendríamos que considerar las frases en las que Jesús dice a su Padre que su único deseo es hacer su voluntad. Todas estas frases se resumen en la oración de la agonía: «¡Abba! (Padre) todo es posible para ti; aparta de mí esta copa; pero no sea lo que yo quiero sino lo que quieras tú». (Me 14,36).
Conviene detenerse un poco en la manera en que Jesús revela este misterio en el evangelio. En esta perspectiva, hay que aprender a distinguir las diferentes capas del texto. En el sermón del monte, Jesús nos enseña las profundidades de la ley de amor que no ha venido a abolir sino a dar cumplimiento (Mt 5,17). Esta ley de amor dada por Dios en el Deuteronomio (6,5) no afecta tan sólo a los actos externos, sino a la intención profunda del corazón, pues el Padre ve en lo secreto y «sabe lo que necesitáis antes de pedírselo» (Mt 6,8). Ante estas exigencias, el hombre descubre su radical incapacidad para cumplir la ley. Hay que tratar de practicar la moral para descubrir que es imposible,
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pues el hombre está encerrado en la desobediencia (Rm 3 y 7,19) . Entonces puede escuchar la palabra de Jesús que yo modifico un poco: «Venid a mí todos los que estáis cansados —de tratar de cumplir la ley sin conseguirlo— y os daré descanso». (Mt 11,28).
Por tanto, Cristo puede revelar de verdad la salvación que aporta a los hombres. Es la segunda capa de la que habla en las parábolas del Reino, con alusiones tímidas, discretas y misteriosas. Habla del fuego que ha venido a traer a la tierra, del agua viva, de la simiente, de la levadura y de la perla preciosa por la que se pierde todo. Cristo no precisa sobre lo que recae el secreto y por eso habla en parábolas, de una manera oculta y velada. Sabe que muchos hombres no comprenderán ese don inaudito de la vida trinitaria y hace el milagro de la multiplicación de los panes. Lo que le interesa a Jesús, no es tanto dar a comer como dar el pan de la vida que es su carne; entonces levanta un poco el velo de su misterio. Da su carne para que los hombres puedan entrar en relación con el Padre: «Como yo vivo por el Padre, el que me coma vivirá por mí». (Jn 6,57). A primera vista, parece que el secreto de este misterio no interesa a nadie, a menos de una gracia de atracción: «Nadie viene a mí, si el Padre no le atrae». (Jn 6,44). Pero en el fondo, este secreto es la única perla preciosa que nos atrae si no disimulamos esta hambre con el deseo de bienes adulterados.
En la tercera capa, Jesús habla claro a sus discípulos y no ya en lenguaje cifrado (son los capítulos 13 a 17 de san Juan): «Os he dicho todo esto en parábolas. Se acerca la hora en que ya no os hablaré en parábolas, sino que con toda claridad os hablaré acerca del Padre». (Jn 16,25). Desde el comienzo, Jesús no les había dicho claramente el fondo de su pensamiento sobre el Padre, pues estaba con ellos; ahora que vuelve junto a Aquél que le envió, va a hacer de sus discípulos amigos revelándoles el secreto: «No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; a vosotros os he llamado amigos porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer». (Jn 15,15).
Hay que comprender bien lo que Cristo quiere significar con esta palabra «amigos». No dice: «Os llamo amigos porque os amo y vosotros me amáis a mí». Sino que llama a sus discípulos «amigos»porque comparte con ellos el
Perseverantes en la oración 115
amor que recibe y entrega al Padre. Este es su secreto: «Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros, permaneced en mi amor». (Jn 15,9). Estamos ante un amor que es privilegio de Dios: el amor con que el Padre ama al Hijo. Es un amor divino, eterno, infinito e increado. Jesús evoca este amor trinitario cuando habla del fuego, del agua viva o de la semilla. Este amor con el que se aman los Tres nos ha sido dado. No es ya un amor que empuja a la criatura a amar al Criador pues viene de arriba, del «Padre de las luces de quien viene toda dádiva perfecta». (St 1,17). En otras palabras, es la presencia de Dios Trinidad en el corazón del hombre: «Si alguno me ama, guardará mi palabra y mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él». (Jn 14,23). La vida cristiana consiste en permanecer en este amor. A partir de esta presencia del amor en el hombre, Cristo eleva a la vida de los Tres. Aquí está el fondo del secreto: «Salí del Padre y he venido al mundo. Ahora dejo otra vez el mundo y voy al Padre». (Jn 16,28).
«El Espíritu os guiará hasta la verdad completa» (Jn 16,13)
Cuando Jesús afirma esta relación única con el Padre, sus discípulos le dicen: «Ahora sí que hablas claro, y no dices ninguna parábola. Sabemos ahora que lo sabes todo y no necesitas que nadie te pregunte. Por esto creemos que has salido de Dios». (Jn 16, 29-30). Los discípulos han sido puestos en contacto con el misterio de Jesús en su relación al Padre y saben ahora que ha salido del Padre y vuelve al Padre, como lo dice tan bien san Juan al comienzo del gran discurso después de la Cena (Jn 13,3). Sólo les queda compartir el secreto con todos los que creerán en Cristo resucitado.
De hecho, si se trata de un secreto, no lo pueden comprender todavía del todo. Pueden conocer con palabras o ideas el contenido material de este secreto pero no pueden tener de él un conocimiento espiritual total. En esto, el misterio de la Santísima Trinidad sigue siendo un secreto, pues nos sumerge en el océano del infinito. En este sentido es absolutamente imposible comprenderlo: aun cuando le veamos cara a cara, este misterio seguirá siendo un océano en-
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el que nuestro entendimiento se ahogará sin poder comprender. Cristo lo dice claramente: «Mucho tengo todavía que deciros, pero ahora no podéis con ello. Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa: pues no hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga, y os anunciará lo que ha de venir». (Jn 16, 12-13).
Aunque Jesús les ha transmitido todo lo que ha oído a su Padre (Jn 15,15), los discípulos son incapaces, en el estado en el que se encuentran, de comprender su alcance y exigencias. Necesitarán del Espíritu Santo para penetrar cada vez más en el conocimiento espiritual de este misterio incomprensible que Cristo les ha hecho vislumbrar. Siempre es el Espíritu Santo el que nos hace entrar en el seno del Padre (sin juego de palabras). Como dice Pablo, el Espíritu se nos ha dado para «que conozcamos los dones que Dios nos ha hecho» (1 Cor 2, 10-12). Y el don por excelencia es la vida trinitaria.
En el fondo, deben comprender que lo que Cristo ha dicho no es un absurdo, sino excesivamente luminoso, hasta el punto de que han quedado cegados. El trato con los místicos nos da la impresión de un descubrimiento de la Santísima Trinidad en perpetua recreación: sentimientos que nosotros juzgaríamos adquiridos hace tiempo son para ellos novedad y descubrimiento. Experimentan la santidad de Dios a una profundidad de interioridad desconocida hasta entonces. En su Diario, san Ignacio de Loyola dice que recibe «una visita insigne y excelente entre todas las visitas», porque la recibe en un amor que no está gastado. Para ellos todo es movimiento, todo es partida, todo es admiración. Se va de «conocimientos en conocimientos, por conocimientos que no tienen fin» (San Gregorio de Nisa). Como los enamorados no se cansan nunca de mirarse y repetirse durante horas su amor, los místicos no se aburren nunca con la Santísima Trinidad.
Y sin embargo los Padres y los teólogos comentan desde hace dos mil años este misterio y nos dan fórmulas como ésta: «El Padre engendra un Hijo y nos es dado su Amor, este Amor es una persona, el Espíritu Santo. El Padre es Dios, el Hijo es Dios, el Espíritu Santo es Dios. Son distintos: el Padre no es el Hijo que tampoco es el Espíritu Santo. Sin embargo no son tres dioses, sino un solo Dios». Ante
Perseverantes en la oración 117
estas formulas que nos parecen secas, estamos tentados de pensar que no tienen incidencia ninguna en nuestra oración ni en nuestra vida concreta siendo así que son para los Padres los residuos ardientes de una experiencia nunca acabada. Así, san Agustín, meditando este misterio corre peligro de olvidar que es un océano, y un ángel le llama a la realidad, bajo la forma de un niño que metía el agua en un agujero de la orilla del mar. «¿Qué haces aquí» —Meto el mar en el agujero—. No lo conseguirás nunca —Lo conseguiré antes de que hayas metido a la Trinidad en tu cabeza».
Se podía tratar de decir este misterio de otra manera más metafísica partiendo de la noción de revelación en el corazón de la Trinidad, como Cristo ha llevado a cabo esta revelación en el evangelio. ¿Qué es revelarse? Es dar a conocer su esencia o su ser. Cuando el hombre se revela al hablar, expresa un pensamiento; no dice el fondo de su ser, es incapaz. Por eso los hombres que tratan de confiarse experimentan un gran tormento, pues ninguna criatura puede expresar su esencia o revelar su misterio. Sólo en Dios, pensamiento y esencia coinciden. Es pues el único que puede expresarse totalmente. Dios sólo puede revelarse perfectamente porque en él, la Palabra y el Verbo expresan su esencia como lo dice muy bien el autor de la carta a los Hebreos: «Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado... por medio de los profetas, en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio de su Hijo, resplandor de su gloria e impronta de su sustancia». (Hb 1, 1-3).
Y he aquí por qué el Verbo de Dios no es tan sólo una palabra sino un Hijo, porque sale de las entrañas del Padre. En Dios, la Palabra coincide con la sustancia, y por eso la revelación es perfecta e infinita. Cuando Dios dice su Verbo en un silencio eterno, engendra a su único Hijo: por eso el alma debe escucharle en silencio (san Juan de la Cruz) y no en la multitud de palabras, que es lo propio del hombre. En Jesús tenemos la revelación del ser íntimo de Dios que refleja en él su gloria y su sustancia: «Oh sabiduría salida de la boca del Altísimo, anunciada por los profetas» (Antífona del 17 de diciembre). De aquí se sigue una consecuencia muy sencilla para la oración y la escucha de la palabra de Dios: puesto que Dios habla, no puede menos de expresar su secreto trinitario, aunque el hombre no sea capaz de
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comprenderlo en su totalidad. De parte de Dios, la revelación trinitaria es total; el hombre puede estar más o menos preparado (por las virtudes teologales de fe, esperanza y caridad) para acoger esta revelación.
Es preciso volver a menudo sobre el misterio de la unidad y de la distinción de las tres personas de Dios; en efecto, su unión es infinita, pues todo lo que toca a las personas divinas es infinito. Hay que reconocer que esto no es fácil de aceptar, hasta el punto de que algunos piensan que somos politeístas y que adoramos a tres dioses. Aun sabiendo que este misterio desborda nuestro entendimiento, hay que convencerse de que puede encerrar algo que es vital, tanto para nuestra vida personal como para nuestra vida fraterna. La Iglesia, la vida religiosa, la familia y la vida comunitaria tienen su fuente en la vida trinitaria y reciben de ella su modelo. Es el misterio de la persona destinada a vivir en comunión (soledad y comunión).
Después del concilio, la Iglesia ha hecho un serio esfuerzo de renovación en el plano de la doctrina, de la liturgia, de la vida moral y espiritual; al mismo tiempo la vida religiosa ha vuelto a encontrar sus raíces evangélicas volviendo al carisma de los fundadores. Por todas partes nacen grupos de oración, comunidades de vida y de compartir, jóvenes que en el tercer mundo, entregan algunos años de su vida al servicio de los más pobres. Hay que preguntarse si este esfuerzo de renovación y generosidad que ha dado ya fruto, no lo hubiera dado aún más abundante y más rico si hubiese estado enraizado en una búsqueda teológica y espiritual sobre el misterio trinitario. Todo progreso en la vida de la Iglesia, en la misión y en la vida espiritual de cada uno parte siempre de un descubrimiento vital del misterio de la Santísima Trinidad, como fuente de fecundidad. Quisiéramos expresar en forma de oración el recorrido que hemos tratado de expresar sobre la revelación de este misterio.
Elevación a la Santísima Trinidad
is 45, 15 Verdaderamente eres un Dios oculto, Dios de Ex 33,20 Israel, Salvador, nadie puede ver tu faz y perma-Ex 33,13 necer vivo. Dame a conocer tus caminos; que teEx 3,1-6 conozca y encuentre gracia a tus ojos. Dame la
Perseverantes en la oración 119
Ex 34,8
Ex 34,7
Is 6, 1-5
Sb 11,24
Ex 3,14
Mt 11,29
I R 19, 11-12
Ex 33, 22
Dt 5,25
gracia de ver tu rostro de gloria. Tú, que te has revelado a Moisés en el fuego de la zarza ardiendo, caigo de rodillas ante ti y me prosterno adorando tu gloria. Eres un Dios de ternura y de piedad que ve la miseria de su pueblo y escucha su grito, ten piedad de nosotros que somos un pueblo de dura cerviz, perdona nuestras faltas y nuestros pecados y haz de nosotros tu heredad. Ante Isaías en el templo, levantaste una esquina del velo que ocultaba tu rostro de santidad y comprendió que era un hombre de labios impuros que vivía en medio de un pueblo pecador.
Pero este descubrimiento de nuestro ser de pecadores es todavía muy poca cosa ante el descubrimiento de nuestro ser de criaturas, suspendidas de tu amor creador. Señor, tú has amado la miseria de mi nada para colmarla de todos los bienes. Amas en efecto todo lo que existe y si hubieses odiado alguna cosa no la hubieras creado. ¿Y cómo hubiera yo subsistido si tú no lo hubieras querido? Tú eres verdaderamente el que es, yo el que no soy, que sólo existo por ti. Señor, que te conozca y me conozca. Hazme descender a las profundidades del corazón donde no cesas de crearme por amor, para que pueda dialogar de verdad contigo. Enséñame a amar dulcemente mi miseria de criatura para que pueda ofrecértela como el único lugar de cita con tu misericordia infinita. No puedo encontrar tu rostro de Padre si no es ofreciéndole un rostro de Hijo que se vacía totalmente de sí para recibirse de ti.
Jesús, tú eres el único que me puede enseñar la humildad de corazón, pues vivías sin cesar fuera de ti, bajo la mirada del Padre, buscando sólo su voluntad.
Señor, tú nos has hecho sospechar la fuerza de la humildad y de la dulzura cuando te mostraste a Elias en Horeb. No has querido manifestar tu gloria y tu santidad en el huracán, el temblor de tierra ni en el fuego. Cuando muestres tu gloria y tu grandeza, colócanos en la hendidura de la roca y cúbrenos con tu mano, pues tu gran llama podría devorarnos; si continuamos escuchando tu voz podríamos morir. Para que
120 Jean Lafrance
Le 9,28
Hb 1, 1-3
Sal 2,7
Juan de la Cruz
Rm 8,26
1 Cor 2,11
Rm 8,27
Jn 6,44
Jn 14,7
Jn 17,3
no tengamos miedo de ti, revelaste a Elias tu rostro de dulzura en la humildad de la brisa ligera. No permitas que pasemos al lado de ese rostro que no se parece a nada, sin verlo, bendecirlo y adorarlo en silencio. Renueva ante nuestros ojos el misterio de la transfiguración de tu Hijo en la que manifestaste tu gloria, mostrada a Moisés y a Elias, revelándonos el misterio de nuestra filiación divina.
Un día, por fin, tuviste piedad de este inmenso deseo nuestro de conocerte tal como eres, y te depositaste a ti mismo en el corazón del hombre y le dijiste la última palabra de tu secreto. Después de haber hablado muchas veces y de muchas maneras, tú nos has hablado finalmente por tu hijo Jesús que es el esplendor de tu gloria y la efigie de tu sustancia.
Cada vez que nos hablas, es para murmurar tu deseo de hacernos entrar en esta inmensa comunión de amor que tienes con Jesús; pero en él, tu Palabra expresa de verdad el fondo de tu ser y de tu misterio, pues es un hijo que engendras de tus entrañas de ternura: «Tú eres tai Hijo, yo te he engendrado hoy». Tú lo has dicho todo en tu hijo Jesús, tu Verbo eterno, y lo engendras en nosotros en un eterno silencio. Enséñanos a escuchar este silencio.
De cara a este misterio de la Santísima Trinidad que nos desborda por todas partes, no sabemos lo que tenemos que pedirte para orar como conviene: «Espíritu Santo, ven en ayuda de nuestra debilidad, ven a orar en nosotros con gemidos inefables, demasiado profundos para las palabras, pues tú sólo sondeas las profundidades del corazón de Dios y del corazón del hombre. Tú eres el único que conoce el deseo del Espíritu en nosotros y sabes que su intercesión por nosotros corresponde a los deseos de Dios. Padre, atráenos hacia el Hijo. Jesús llévanos hacía el Padre, ya que nadie va al Padre, si no es por ti. No sabemos a quien ir, Señor, pues sólo tú tienes palabras de vida eterna y esta vida, es conocerte a ti el Padre y al que enviaste, Jesucristo. Danos por gracia, participar en el diá-
Perseverantes en la oración 121
Jn 1,1
Mt 18,25
Jn 16,24
Le 18,6
Le 11,13
Le 5,32
Jn 15,15
Jn 16,28
Hb 7,25
Hb 5,7
Jn 17,20
Jn 16, 11-13
S. Bernardo
Sermon VIII
logo que mantienes con tu Hijo, a propósito de todos los hombres.
Tú existías desde el principio y tu rostro estaba vuelto hacia Dios: «A Dios nadie le ha visto jamás; el hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado». (Jn 1,18). No sabíamos que existían rostros en Dios y miradas que se devoraban por amor. Creemos, Señor, que este misterio de los Tres está oculto a los sabios y a los inteligentes pero tú lo has revelado a los más pequeños. En su beneplácito, el Padre ha puesto todo en tus manos y tú revelas tu rostro a quien quieres. Creemos, Señor, que no tenemos ningún derecho a esta revelación, por eso queremos implorarte y suplicarte que te dignes levantar una esquina del velo que nos oculta el rostro del Padre. Hasta ahora, no hemos pedido nada en tu nombre: concédenos esta gracia de ser recibidos por el Padre. Gritamos a ti día y noche con insistencia, como la viuda importuna del evangelio, nosotros que somos malos, pero tú has venido precisamente para los enfermos y pecadores y no para los sanos, pues eres la encarnación de la misericordia de Dios.
Somos tus amigos pues nos has dado a conocer todo lo que has oído en el seno del Padre. Creemos que has salido del Padre para revelarnos este secreto y que vuelves al Padre para interceder sin cesar en nuestro favor. A lo largo de tu vida terrestre, ofreciste súplicas y lágrimas y fuiste escuchado por tu obediencia. Creemos que has orado, no solamente por tus discípulos, sino por todos aquellos, que gracias a su palabra, creerán en ti; «Que todos sean uno, como tú Padre, en mí y yo en ti, que ellos sean también uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado». (Jn 17,21).
Tienes todavía muchas cosas que decirnos sobre este secreto trinitario, pero no somos capaces de tener un conocimiento total, aunque conozcamos materialmente las palabras; envíanos el Espíritu de verdad, para que vivamos unidos a ti, verdad total. Haznos entrar en este conocimiento mutuo del Padre y del Hijo, en este amor recíproco que es el beso más dulce y más
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122 Jean Lafrance
secreto. Padre, en nombre de Jesús, danos tu Espíritu y recibiremos este beso para entrar en el abrazo trinitario. Como Juan bebió en el corazón del Hijo único lo que éste había bebido en el corazón del Padre, enséñanos a permanecer en el amor de Cristo. Así podremos escuchar en nosotros el Espíritu del Hijo gritando.: ¡Abba! ¡Padre! Si el matrimonio carnal une a dos personas en una sola carne, con mayor razón, la unión espiritual contigo, Señor, nos unirá en un solo espíritu.
Padre santo, sabemos muy bien que para en- Mt 18,3 trar en el reino de la familia trinitaria, es preciso
convertirse y hacerse niños, de la misma manera que hay que presentar un rostro de criatura para dialogar contigo. En Navidad, realizaste en tu hijo Jesús, un cambio admirable. Tú, el Dios infinito, el Verbo por quien todo ha sido creado, el Hijo de Dios que sostiene todo el universo, te hiciste limitación para salvar todas nuestras limitaciones y construir el único camino de nuestra comunión con la Trinidad. Nos pides sencillamente que vivamos nuestra experiencia de hombres con sus limitaciones, sus sufrimientos y sus pecados. Te ofrecemos nuestra humanidad con todas sus limitaciones porque es el único camino para entrar en comunión con los Tres: «Pa-
Oración de Navidad dre, tú que maravillosamente creaste al hombre y más maravillosamente todavía lo has restablecido en su dignidad, haznos participar de la divinidad de tu Hijo que ha querido tomar nuestra humanidad».
10
Sin tu divino poder, no hay nada en el hombre,
nada que no esté manchado.
Creo que es importante para el creyente experimentar la impotencia del hombre para llegar hasta el límite de las exigencias de adoración y de amor. Miremos a Pedro en el momento de la Pasión; grita: «Señor, estoy dispuesto a ir contigo hasta la cárcel y la muerte». (Le 22,23). Creo que era sincero al pronunciar estas palabras, como somos sinceros en el noviciado o en el seminario, proclamando que queremos amar a Jesús con todo nuestro corazón y todas nuestras fuerzas. Hace poco, un sacerdote que ha abandonado el ministerio, me decía: «En el momento de mi entrada en el seminario, creo que fui sincero al decir que dejaría todo para seguir a Cristo por amor». En el fondo, no buscaba excusas como otros muchos que dicen: «¡Me equivoqué!» La humildad en este terreno es fundamental.
Por eso hubo para Pedro y para cada uno de nosotros la «religión de antes de la traición» en la que se dice: «¡Sí no hay más que hacer esto... aquello!». Era sincero, hablaba o creía hablar con todo el amor de su corazón, pero en el fondo, ¿qué sabía él de su corazón, de su alma y de su fortaleza? Le faltaba el don del Espíritu de Pentecostés. Jesús sabía lo que hay en el hombre, como dice san Juan (2,25), lo que hay en el corazón del hombre y por eso vuelve a Pedro a la realidad, diciéndole: «No, Pedro, tú no eres capaz de eso ahora, más tarde; no ahora, no todavía». (Jn 13,36).
124 Jean Lafrance
No hay nada en el hombre que no esté manchado
Deberíamos volver a menudo sobre la experiencia de Pedro en la Pasión para descubrir cómo nuestro amor al Señor es todavía muy confuso. Le decimos que toda nuestra persona es suya, que nuestra alma le bendice y que puede contar con todo el amor de nuestro corazón. En fin, todo es perfecto... siempre la totalidad y la plenitud. ¿Pero qué hacemos con todo esto? ¿En qué porcentaje es verdad? Sabemos muy bien que existe cierto peligro de vivirlo en un porcentaje muy bajo e instalarnos en una cierta hipocresía.
Se comprende entonces lo que Pablo escribe cuando habla del papel de la ley en general y de la incapacidad del hombre para cumplir lo que esa ley exige (Rm 7, 14-25). Quisiéramos amar a Dios y no podemos porque hay en nosotros una mezcla de mal y de culpabilidad. Somos a la vez víctimas y culpables. Hay que mirar de verdad a la humanidad encerrada en esta miseria (estamos encerrados en el pecado, dice san Pablo), mezclando la responsabilidad y el sufrimiento que viene de más arriba y de más lejos: «Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto. Y no sólo ella; también nosotros que poseemos las primicias del Espíritu, nosotros mismos, gemimos en nuestro interior, anhelando el rescate de nuestro cuerpo». (Rm 8, 22-23). No es culpa de Dios, ni tampoco nuestra, pero existe en el origen «uno», el príncipe de la mentira que ha estropeado la máquina.
No hay que inquietarse; esto forma parte de las dificultades y pruebas de la búsqueda de Dios. En el fondo es el sufrimiento del amor. El que no ha conocido a Dios no tiene idea de este género de sufrimiento y, en cierto sentido, vive con menos tormentos, supuesto que sus ambiciones son menos elevadas, y no sufre cuando no las ve realizadas. Pero el que ha conocido a Dios, sabe que no será feliz si no alcanza a Dios y no puede amarle con toda su alma, pero se da cuenta de que no es dueño de las profundidades de su corazón, ni de sus fuerzas. Es lo que experimenta cualquier ejercitante si acepta orar larga e intensamente. Al llegar al retiro, creía experimentar la presencia de Dios en la «consolación» y he aquí que descubre su corazón doble y
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dividido: no hace el bien que quiere y hace el mal que no quiere. Comprendamos que esta prueba, esta constatación un poco penitencial, forma parte de los caminos de Dios que quiere que los recorramos, y es normal pasar por ello.
Recordemos el testimonio de Oseas: «¿Qué he de hacer contigo, Efraím? ¿Qué he de hacer contigo, Judá? Vuestro amor es como nube mañanera, como rocío matinal, que pasa». (Os 6,4). Creo que este versículo de Oseas es profundamente humano. El hombre es un ser de carne y hueso, no siempre firme en el amor que cree tener no sólo a Dios, sino a cualquiera. A menudo sus capacidades de amar brillan con el sol de la mañana —en el noviciado o en el momento de la conversión—como el rocío que brilla en la pradera, pero se levanta el sol en el horizonte y muy pronto no queda nada, todo se seca.
Maurice Blondel, un gran testigo de la fe, escríbía esto en sus apuntes: «Lo que se amaba, lo que se prometía amar, lo que se deseaba amar por siempre, ya no se ama y no se sufre por ello. Esta inconstancia es una de nuestras grandes miserias que ordinariamente apenas se siente, pero cuando se cae en la cuenta, cuando se piensa en ello por anticipado, no hay melancolía más amarga; el corazón muere entonces, muerte del corazón, muerte de un amor nunca entregado, es odioso, pero somos así». Y por eso la gente rechaza sus votos o renuncia a sus ministerios. Es humano, es la parte del hombre. Lo que es admirable y sorprendente es más bien lo contrario. Esto quiere decir sencillamente que el Espíritu Santo, ha tomado el relevo de nuestro amor y que ha venido a investirnos de su fuerza para ayudarnos a perseverar en nuestro compromiso.
En su última enfermedad, el padre Lyonnet decía: «Me creía que tenía virtud y no era más que buena salud». Y Newman decía al final de su vida: «Los santos ancianos me admiran cada vez más». Lo que en el fondo quería decir: cuando se es joven, se tienen fuerzas para regalar y se tiene generosidad. Se entrega uno de buena gana a los 20 años, a los 25 y a los 30, luego si uno continúa dándose en la vida, es señal de que el Espíritu Santo está metido en ello. Newman sigue diciendo: «No estaba seguro de si mis primeros impulsos eran tanto la virtud natural de la juventud cuando el Espíritu Santo en mí». Pero cuando eso dura,
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es ciertamente el Espíritu Santo el que está trabajando.Me parece que estas constataciones, muy lejos de des
calificar a los que las hacen, muestran que al final, la gracia ha trabajado y sus ojos se han abierto. En este momento, Dios puede actuar en ellos por el poder de su Espíritu y permitir que le amen enteramente porque ya no se hacen ilusiones acerca de su corazón y saben muy bien que no podrán amar a Dios más que con las fuerzas que el Espíritu les da. El don de ciencia es el que les ha permitido descubrir que no hay nada en su corazón que no esté manchado; el don de fortaleza es el que les da el verdadero poder divino.
Hay que renacer del agua y del Espíritu
Y aquí entra de lleno el gran tema del renacer espiritual en el agua y el Espíritu que es el de la infancia espiritual. Está presente en el evangelio de san Mateo (18,1): «Si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los cielos». Se da una correspondencia bastante extraña en san Juan, en el encuentro de Jesús con Nicodemo; es decir, en el gran pasaje del nacimiento nuevo: «En verdad, en verdad, te digo: el que no nazca de lo alto, no puede ver el Reino de Dios». (Jn 3,3). Nicodemo le dice: «¿Cómo puede uno nacer siendo ya viejo? ¿Puede acaso entrar otra vez en el seno de su madre y nacer?» Jesús respondió: «En verdad, en verdad, te digo: el que no nazca de agua y de Espíritu, no puede entrar en el Reino de Dios». (Jn 3, 4-5). La transcripción de Mateo y la de Juan nos presentan el mismo misterio.
Es verdad que estos textos se aplican a la primera conversión del bautismo, pero el hombre no termina nunca de convertirse y por eso cada día tiene que renacer de agua y del Espíritu. En efecto, si el hombre viejo ha sido destruido, debe hacerlo acabar de morir en sus miembros por la asee- sis pascual. Es el Espíritu del Resucitado quien ie da la fuerza para combatir y forma en él el hombre nuevo: «Revestios del hombre nuevo, que se va renovando hasta alcanzar un conocimiento perfecto, según la imagen de su Creador... Cristo que es todo en todos». (Col 3, 10-11).
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En este largo proceso de conversion cotidiana interviene el Espíritu de fortaleza. En la nomenclatura de Isaías, se trata del don de fortaleza (Is 11,2). Pero volvemos a nuestro punto de partida, donde hemos dejado al hombre, que experimenta su impotencia de amar a Dios. No es al comienzo mismo de su vida espiritual cuando alcanza conciencia de su incapacidad sino hacia la difícil «cuarentena» cuando experimenta la necesidad de acudir al Espíritu. Es una etapa muy importante en su proceso hacia Dios y sabemos todos que muchos abandonos ocurren en esta edad. Para ilustrar nuestro propósito, vamos a citar el testimonio de Tau- lero que muestra muy bien el papel del Espíritu Santo en su vida espiritual y apostólica.
Alrededor de los cuarenta años le sucedió aigo muy curioso. Estaba en el apogeo de su predicación y tenía mucho éxito. Un día se encontró con un hombre de Dios que le hizo caer en la cuenta cómo se buscaba a sí mismo en su ministerio en el que se notaba vanidad y hasta cierto orgullo; este hombre le aconsejó que se retírase a la soledad durante dos años para entregarse a la oración. Taulero le obedeció y durante estos dos años de oración, comprendió la doblez de su corazón. El mismo dice que al final de este tiempo de desierto, era un hombre nuevo. Podrá por ello describir al «verdadero contemplativo» en un texto célebre en el que compara al «espiritual» con los apóstoles en el cenáculo. Tienen necesidad de diez días de soledad y de oración para que el Espíritu Santo haga de ellos hombres celestiales y divinos. Del mismo modo, a los espirituales les hace falta diez años, para vivir esta transformación.
Haga lo que quiera el hombre, que se las componga como quiera, nunca llegará a la verdadera paz, no será jamás un hombre celeste, antes de que se haya cumplido los cuarenta años. Antes de esa edad ¡hay tantas cosas que preocupan al hombre! La naturaleza le empuja por aquí y por allá; toma formas tan diversas que se piensa que uno es gobernado por Dios y es la naturaleza la que le gobierna. El hombre no puede llegar a la paz verdadera y perfecta y hacerse un hombre plenamente celestial antes de tiempo. Debe por eso esperar diez años, antes de que le sea concedido, de verdad, el Espíritu Santo, el Consolador, el Espíritu que lo enseña todo. Por eso los discípulos tuvieron que esperar
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diez días después de haber recibido, sin embargo, toda la preparación de la vida y del sufrimiento.
Estaban encerrados juntos, reunidos y oraban. Esto es precisamente lo que tiene que hacer el hombre. Aunque a los cuarenta años se haya vuelto reposado, celeste, divino, y haya dominado su naturaleza, necesita todavía diez años; es preciso que alcance los cincuenta antes de que le sea concedido, de la manera más noble y elevada, el Espíritu Santo que le enseñará toda la verdad. En estos diez años, si el hombre ha alcanzado ya una vida divina y si la naturaleza está ya vencida, conseguirá recogerse, sumergirse, fundirse en la pureza, la simplicidad de este bien interior, en el que la noble chispa interior (la chispa de vida divina que da valor al alma) se actualiza y vuelve a su origen con un movimiento de amor semejante a aquél de donde ha brotado (Sermón para la Ascensión).
Si Taulero compara al verdadero espiritual con el apóstol que ha permanecido en el cenáculo durante diez días, es para invitarnos a comprender que lo que pasó entonces con ocasión de Pentecostés, puede suceder también hoy de una manera menos espectacular, cuando un hombre es transformado interiormente por el Espíritu Santo. Bastaría volver a leer lo que hemos escrito en el primer capítulo sobre el poder del Espíritu que obra en los mártires y los santos. Antes de Pentecostés, los apóstoles eran débiles, timoratos y cobardes; luego se hicieron fuertes, y como dice san Pablo, anunciaron audazmente el evangelio, con una seguridad absoluta (parrhésia: 1 Tes 2,2). Es exactamente lo que sucede en el corazón del espiritual que ha atravesado la prueba del desierto y el fuego. Por eso, tenemos que orar, pues no tenemos otra cosa que pedir más que Pentecostés, es decir la invasión de nuestro corazón por el Espíritu Santo.
Encontramos este poder del Espíritu trabajando en los martirios de las santas Felicidad y Perpetua. Una de ellas había dado a luz en la prisión en medio de grandes sufrimientos y un soldado al ver cómo se quejaba le había dicho: «¡Qué pasará mañana, cuando estés en la arena! Ella le respondió: «Hoy, soy yo la que sufre, mañana será el Espíritu Santo el que luchará en mí». Es la misma experiencia de santa Teresa de Lissieux, en el momento de su gran prueba contra la fe. Una de sus hermanas le decía: «Tenéis una vo
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luntad de hierro, es heroico». Y Teresa respondía: «Nada de eso» En esta frase, no hay sólo una rectificación, sino el sufrimiento del que se siente incomprendido. En el fondo, Teresa les dice: «No soporto mis sufrimientos por mis propias fuerzas, sino que hay Otro que vive en mí». No se va al cielo a fuerza de heroísmo, pero tampoco dándose la gran vida.
Recordad el ejemplo del padre Kolbe citado al comienzo de estos capítulos. Su sola presencia en la prisión de la muerte bastó para transformar a las personas y comunicarles la fuerza de morir transfigurados. Sus verdugos no comprendían nada y le pedían que no les mirase, de tal modo su rostro estaba lleno de gloria. El papa Juan Pablo II, siendo todavía obispo de Cracovia, describió muy bien el poder que emanaba del padre Kolbe:
En cuanto sacerdote acompañó el rebaño de los nueve condenados a muerte. No se trataba tan sólo de salvar al décimo. Había que ayudar a morir a los otros nueve. A partir del momento en que se cierra la puerta fatal sobre los condenados, se cuida de todos, no de aquellos tan sólo, sino de muchos otros que morían de hambre en los bunkers vecinos y cuyos alaridos de fieras hacían estremecer a los que se acercaban... El hecho es que a partir del momento en que el padre Kolbe estuvo en medio de ellos, estos desgraciados se sintieron bruscamente protegidos y asistidos y las celdas en las que esperaban el inexorable desenlace, se llenaron de oraciones y de cantos.
Si sufrís porque no tenéis voluntad...
Este mensaje se dirige a vosotros. Se dice a veces: «Si tuviese la mitad de la cuarta parte de la voluntad de Teresa o del padre Kolbe, lo conseguiría». Pero Teresa se daba perfecta cuenta de que era muy pobre también en este terreno y por eso descubre el camino de la infancia que, como vamos a ver, no renuncia jamás a las exigencias del evangelio, pero se apoya únicamente para llegar a ello en el poder del amor de Dios. Es lo que he tratado de mostrar a lo largo de estas páginas que tienen como objetivo invitarnos a creer en el poder del Espíritu.
Nuestra admiración por los santos les haría sonreír: no
11Riega la tierra en sequía, sana el corazón enfermo,
lava las manchas.
Cuando Jesús evoca ante Nicodemo la presencia y la acción del Espíritu Santo en el corazón del hombre, recurre al movimiento: «El viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que nace del Espíritu». (Jn 3,8). Como el agua y el fuego, la brisa es inaprehensible, no se conoce su origen ni su término, se puede solamente juzgar de la dirección que imprime y el sentido en que nos lleva. Lo mismo ocurre con la acción del Espíritu en vuestra vida; el que quiere captarlo no abraza más que viento, pero el que se deja llevar por él (Ga 5,6) camina por el camino del justo. (Sal 1,6).
Entremos con sencillez en el movimiento del Espíritu dejándonos guiar por su brisa ligera, que no hace ruido y obra con dulzura. El viento del Pentecostés invisible no es violento; en este aspecto, es temible porque se puede pasar a su lado sin sentirlo. Acostumbrados como estamos a levantar la voz, hay decibelios que nuestros oídos endurecidos no oyen ya, y hay rayos ultravioletas que escapan a nuestra mirada. Por su acción reconoceremos lo que el Espíritu Santo hace en nosotros, pues no actúa jamás sin nuestra colaboración o al menos sin nuestro consentimiento. Algunos días, no nos pide más que luz verde para entrar, pero tengamos cuidado, si le entreabrimos la puerta sin resistir a su dulce presencia, él la abrirá muy pronto del todo. No es el
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momento de blindarse diciendo como Claudel: «No entres demasiado, temo las corrientes de aire».
Su acción en nosotros es tanto más poderosa cuanto más dulce. No trastorna las leyes que rigen nuestro crecimiento sino que abraza los contornos de nuestro ser, llena los barrancos y hace habitables nuestras cavernas. Como el Hijo infinito de Dios, el Verbo por quien todo ha sido creado, en el que se apoya el universo, ha abrazado nuestras limitaciones para hacer con ellas el camino de nuestra comunión con el Infinito. Así también el Espíritu Santo abraza nuestras limitaciones, las purifica y las cura. Tenemos la seguridad de que si ofrecemos al Espíritu Santo nuestras heridas, nuestras miserias y nuestras limitaciones, él las transfigurará por el poder de la Resurrección.
En el origen de la creación, el Espíritu planeaba sobre las aguas (Gn 1,1) para fecundarlas; del mismo modo ahora trabaja por la recreación del universo y del hombre herido por el pecado, pero no se contenta con rehacer lo que ha sido destruido. Cuando el Espíritu Santo restaura al hombre, no hace las cosas como antes. Ante un vaso roto, lo coge de nuevas y lo hace todavía más hermoso. El hombre es como un bloque de cristal rayado por el pecado: a partir de esa raya, el Espíritu talla una rosa. Sería una falta de imaginación, indigna de Dios, pensar lo contrario. Hay una oración que refleja muy bien las maravillas de la recreación; se recitaba en otro tiempo en el ofertorio y ahora se dice el día de Navidad: «Oh Dios, que creaste la naturaleza humana confiriéndole una dignidad admirable y la has restaurado de una manera más admirable todavía, haznos participar de la divinidad de tu Hijo ya que él ha querido asumir nuestra humanidad».
Lava las manchas
Es bueno preguntarse en qué sentido el Espíritu Santo restaura nuestra humanidad comunicándole una dignidad mayor. Cada vez que imaginamos la restauración del hombre en Cristo, no podemos menos de pensar en una vuelta al pasado en el que el hombre encontraría su integridad original, una semejanza con el primer Adán. Es preciso más
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bien verle en el porvenir como una identificación con el segundo Adán, Cristo muerto y resucitado. Los teólogos nos lo dicen; sin la encarnación redentora, el hombre no hubiera tenido la gracia de Cristo. En el interior de una participación común a la misma vida divina, hay una jerarquía extraordinaria de santidad. Pensemos sencillamente en la Virgen que, en cuanto madre de Dios, recibió una dignidad sobrenatural superior al resto de la creación.
Por eso, cuando pedimos al Espíritu que se digne purificarnos de nuestras manchas, es preciso tener ideas claras sobre su papel de purificador. No hay que dejarse influir por imágenes que manejan nociones más o menos exactas del pecado. Así, cuando hablamos de manchas, no podemos dejar de pensar en la hoja blanca del escolar que aprende a escribir y tira voluntariamente o por descuido un gran borrón, o pensamos también en un manchón en el centro mismo de un mantel blanco. La acción del Espíritu se confundiría entonces con la del «corrector» que con una goma de borrar o lejía borra la mancha con más o menos fortuna.
Esta idea no es totalmente falsa; hay que imaginar el pecado con categorías mentales, pero hay que guardarse de algunas imágenes que pueden arrastrar nociones estáticas, aislando el pecado de la persona. Es difícil imaginar el pecado fuera de una persona concreta que es el pecador. Hay que preguntarse qué nos evoca la palabra «pecado». Pues la efusión del Espíritu en el sacramento de la reconciliación se refiere al pecado tal como lo vamos a descubrir y no tal como los «pecados» de los que tenemos experiencia diaria. Son pecados que se acuñan por el hecho de que un hombre monta en cólera, es goloso, perezoso y aun impuro, pero eso no es todavía el misterio del pecado.
Para muchos, el pecado se parece a una mancha que empaña la pureza del alma o a los kilómetros que marca el contador de un taxi. Cuanto más se avanza, más se tiene la impresión de acumular las faltas de pereza, de maledicien- cia, de sensualidad, etc. Y se ve aumentar la deuda con un sentimiento de terror, frente a la verdad de la justicia. En su libro Points de repère, Urs von Balthasar dice que con esa concepción de pecado, el hombre siente ganas de librarse de esta estructura obsesionante, pero al mismo tiempo desnaturaliza la misericordia de Dios pues se sirve de ella para
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librarse de una caricatura de la justicia. De hecho, no es la verdadera misericordia, pues para saber !o que es, hay que saber lo que es el pecado. La misericordia de Dios no es una supresión de su justicia, sino el poder que tiene Dios de arrancar de un corazón endurecido, un grito, una llamada de socorro y, en el nombre mismo de su justicia, y no solamente de su misericordia, justificar al pecador.
El pecado se define en relación al amor de uno para con otro. No hay pecado si no existe otro; si Dios y nuestros hermanos no fuesen personas, no habría ni pecado ni culpable. Si no se diese el misterio del encuentro de una persona con otra, habría gentes que no actuarían de acuerdo con su razón, que no se dominarían por falta de valor, que serían infieles a una ley o a un ideal, pero no habría pecadores. En la vida cristiana no nos encontramos tan sólo frente a valores, sino ante Dios.
Hay pecado en la medida en que no devolvemos a un ser vivo,capaz de ver y amar, aquello a lo que tiene derecho. Por eso cuando nos apartamos de ese rostro de amor, para ignorarle o despreciarle, somos pecadores. La situación del pecador se agrava por dos factores. Primero, cuando se encuentra frente a uno que es más puro, más amante, más inocente y más desarmado. Un crimen contra un niño o un anciano es más indignante que el desprecio hacia alguien que puede defenderse. Luego,en la medida en que está más o menos lúcido. Cuando más luz se tiene sobre la profundidad de este amor más culpable se es al despreciarlo. Si fuésemos totalmente lúcidos, no podríamos ser perdonados. Así, san Pedro al renegar de Cristo en la Pasión tiene muy poca luz sobre la profundidad del amor de Cristo que se pone de rodillas a sus pies para lavárselos. Y por eso Cristo le perdona su falta, con una mirada de infinita ternura. (Le 22, 62-63).
Si no existiese este amor infinito de Dios para con nosotros, no existiría el pecado; descubrimos entonces que el fondo del misterio del pecado está constituido por nuestra ingratitud, nuestra indiferencia y nuestro endurecimiento frente a este amor. Por eso, no nos queda más que invocar el artículo segundo: no somos conscientes de ello. Felizmente para nosotros, pues si estuviésemos lúcidos sería la condenación al infierno. Somos amados con un amor infi-
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nito del que no comprendemos nada, por eso nuestra primera obligación, es tratar de comprenderlo un poco.
Vemos inmediatamente el papel del Espíritu Santo en nuestra conversión, pues trata sin cesar de llevarnos a la realidad ya que vivimos en lo imaginario de la soledad, sin tener conciencia de estar ante un Padre que nos ama. El hombre se siente amenazado por la toma de conciencia de este amor que gravita sobre él, entonces se oculta, como Adán para escapar de la mirada del Padre. A menudo tenemos miedo a ser arrastrados demasiado lejos en este amor, y cerramos los ojos voluntariamente. El principal pecado entre los cristianos es una cierta ceguera voluntaria ante el amor de Dios. Para despertarnos de esta ceguera, Dios primero, y la Iglesia después, nos ponen ante los ojos a Cristo en la cruz de cuyo costado mana sangre y agua. Es esto lo que hay de más tangible para despertar nuestra insensibilidad, con los ojos de la fe. Mostrándonos a su Hijo en la cruz, es como si el Padre nos dijera: «¿Acaso esto no te conmueve un poco?» De esta manera procedió Cristo con el ciego de nacimiento, le abrió los ojos para que descubriera la manifestación del amor infinito de Dios en su persona de Salvador. Del mismo modo, el Espíritu Santo abre los ojos de nuestro corazón para que nos despertemos de veras al amor de Dios para con nosotros.
Antes de hablar de la conversión de un hombre al amor de Dios, ¿no sería más justo hablar de la conversión de Dios al hombre? La Biblia es como una tentativa desesperada de Dios para hacer caer en la cuenta al hombre de este algo inefable que es la profundidad de su amor y cada vez, el pueblo se apodera de los enviados de Dios y de los profetas para matarlos, hasta el día en que Dios no tendrá más en un último recurso que enviar a su Hijo único, el único capaz de cantar el amor infinito del Bien-Amado por su viña. Es la «palabra de la cruz» (Verbum crucis) de que habla Pablo (1 Cor 1,18), tan bien expresada por Jesús en la parabola de los viñadores homicidas (Me 12, 1-12).
Es interesante hacer caer en la cuenta cómo Pedro predica la conversión el día de Pentecostés, en el que el Espíritu fue derramado en plenitud sobre los apóstoles y los discípulos reunidos en el cenáculo. (Hech 2, 17-18). Se trata precisamente de este Espíritu que opera el perdón de los pe-
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cados y purifica al pueblo de sus manchas. Pedro no reprocha tanto al pueblo sus pecados cuanto la ceguera y el endurecimiento de sus corazones. No han reconocido en él al enviado de Dios y la palabra de Pedro se hace incisiva: «A éste que fue entregado según el determinado designio y previo conocimiento de Dios, vosotros le matasteis clavándole en la cruz por mano de los impíos; a éste pues, Dios le resucitó librándole de los dolores del Hades». (Hech 2, 23-24). Es pues el espectáculo de Cristo en cruz (Ga 3,1) lo que va a tocar su corazón y romperlo.
Los judíos preguntan entonces a Pedro: «¿Qué hemos de hacer hermanos?» (Hch 2,37). El les dice tres cosas: «Convertios, creed en Jesús, recibid el bautismo y recibiréis el Espíritu Santo». Convertirse en la perspectiva de los Hechos supone una verdadera revolución copernicana. En vez de creer que amamos a Dios, oramos y trabajamos para él, hay que creer que es él quien nos ama primero (1 Jn 4,10) y da vueltas en nuestro alrededor para mendigar nuestro amor. Es un verdadero descentramiento de sí para creer en el amor infinito de Dios. Luego hay que hacerse bautizar y creer en Jesús, es decir estar en relación con uno, Cristo, que está en relación con el Padre. Así como el pecado rompe o afloja nuestra relación con el Padre, la conversión nos sitúa delante de él. Es el Espíritu Santo el que reteje los lazos de comunión con la Santísima Trinidad: en este sentido nos purifica de nuestras manchas.
Riega la tierra en sequía
El gran pecado, decíamos más arriba, es tener el corazón seco y endurecido. Sólo el Espíritu Santo escapado del corazón abierto de Cristo podrá atravesar este corazón y arrancar a su aridez las lágrimas de la compunción. El texto de los Hechos insiste con mucha fuerza en esta transfixión del corazón de los oyentes por las palabras de Pedro: «Al oír esto, dijeron con el corazón compungido». (Hch 2,37). He aquí en qué consiste la purificación de las manchas o la conversión, en un estallido del corazón, que se despoja de su rigidez y se ablanda bajo la presión de la efusión del Espíritu. La tierra desecada del corazón, empapada por el ro
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cío del Espíritu, se transforma en un suelo blando y fecundo. Es el don del corazón nuevo anunciado por Ezequiel (36,26), en el momento en que profetiza la efusión del Espíritu.
Habrá que esperar a que Cristo resucite para que se nos dé la plenitud del Espíritu que rejuvenece los tejidos envejecidos del corazón y perdone los pecados: «Recibid el Espíritu Santo», dice Cristo a los apóstoles la tarde de Pascua. «A quienes perdonéis los pecados, les quedarán perdonados; a quienes se los retengáis, les quedarán retenidos». (Jn 20, 22-23). Por eso somos pecadores a los que Cristo resucitado tiene el poder de seducir, de manera que entre nosotros, algunos se hagan santos, es decir semejantes a él.
Cuando san Ignacio hace pedir al ejercitante la gracia de sentir dolor de sus pecados, se refiere a esta experiencia. En efecto, es doloroso constatar que somos pecadores en el momento en que empezamos a sentir la seducción de Cristo. Sucede entonces algo parecido a lo de la historia de «La bella y la bestia»: a fuerza de mirar a la bella, la bestia se hace hermosa también. Pero es un período desgarrador y paradójico, en el que seguimos siendo pecadores, a pesar de ser ya hijos de Dios, cuyo corazón arde como el de los discípulos de Emaús, cuando la Iglesia nos abre el sentido de las Escrituras.
Se puede decir incluso que la percepción espiritual de este desgarrón es la señal de que entramos en una auténtica relación con Dios. En la tierra cristiana no hay más que una manera de encontrar a Dios: convertirse, experimentando la necesidad de un Salvador. Se podrá pensar que una vez seducidos por Cristo, dejamos de ser pecadores, pero no ocurre así. Los convertidos se hacen esta pregunta: «¿Cómo después de haber encontrado a Cristo, en un contacto ardiente, se puede sufrir un trato tan doloroso?» El hombre viejo no acaba de morir. Hablando del poeta, semejante al albatros, el príncipe de las nubes, Baudelaire ha descrito bien su exilio: «Sus alas de gigante le impiden caminar». Después de nuestro bautismo, nos han crecido alas de gigante, con un deseo muy grande de volar a Dios, como los patos de los que habla Saint-Exupéry en Ciudadela, pero desgraciadamente nuestro cuerpo de miseria no está tallado a esta medida y arrastramos lamentablemente el vientre
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pegado a la tierra. Este dolor puede convertirse en un desaliento abrumador, aunque es la señal de que el corazón empieza a arder de amor a Cristo. Cuando tomamos conciencia de ello, reconocemos a Jesucristo y comprendemos que él nos ha amado primero. Esta es la experiencia del ejercitante en la primera semana de ejercicios. Había venido para encontrar a Dios en la oración y al principio no pasa nada. Tiene tan sólo conciencia dolorosa de ser un pecador, aunque sostenido por una confianza oscura e inasequible, hasta el momento en que Jesucristo se presenta de una u otra manera en la contemplación del Reino. Comprende entonces que su desgracia venía precisamente de que ardía de amor, siendo así que era pecador. Todo hombre que realiza esta experiencia sabe que Jesús ha resucitado, que es el Salvador y que vive en su corazón.
Jesús ha manifestado lo que somos dejándose crucificar; no ha querido defenderse para mostrarnos de lo que somos capaces . Sólo él puede librarnos de nuestro endurecimiento explicándonos las Escrituras por la voz de la Iglesia, como la palabra de Pedro mostrando a Cristo en cruz que traspasa el corazón de sus oyentes. Es preciso saber que se trata de un largo trabajo del Señor que requiere nuestra paciencia, nuestra colaboración y nuestra confianza: «Tenéis un corazón de piedra capaz de crucificar al enviado de Dios; pero si os abandonáis a mí, os arrancaré vuestro corazón de piedra y os daré un corazón de carne».
Quien contempla a Cristo en la cruz y se deja tocar por el espectáculo del Crucificado recibe un corazón de carne, aunque sea muy débil, a cambio de su corazón de piedra. Si ora de verdad, este corazón de carne empezará a arder y reducirá a migajas el corazón de piedra. La conversión es una operación de refinado que va desde el corazón quebrado del arrepentimiento, al corazón molido y fundido, para terminar en un corazón licuado y líquido. El cura de Ars decía que los santos tenían el corazón líquido: «Cuando un corazón ora de verdad a Dios, añadía, es como dos trozos de cera fundidos juntos». La operación es tanto más dolorosa cuanto más profundo es el endurecimiento del corazón: hay piedras que sólo se pueden quebrar con fuertes golpes de martillo. Dichosos aquellos que se dejan calentar inmediatamente a elevada temperatura; no sufren menos en ello.
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pero tienen su purgatorio en la tierra, lo cual les preserva del otro.
Sana el corazón enfermo
Para terminar, quisiera indicaros un camino de conversión y curación, no sólo legítimo, sino cálidamente recomendado por la Iglesia a todos los que tienen miedo a la conversión y a las grandes purificaciones que exige. Lo he encontrado en san Luis María Grignion de Montfort y tiene un nombre muy preciso: el camino de la Virgen que nos orienta en la verdadera dirección del Espíritu: «Cuando el Espíritu Santo, dice, encuentra a la Virgen en el corazón de un hombre, corre y vuela a él». María es la primera cristiana en la que ha explotado la gloria y cuyo corazón de piedra se ha convertido en un corazón de carne, desde el primer momento de su concepción (Cfr. oración de la fiesta de la Inmaculada Concepción). Fue preservada del pecado, es decir curada de sus heridas antes de contraer la enfermedad, lo cual es el colmo del perdón.
En este sentido, hay un lazo muy misterioso entre la Virgen y los pecadores por los que ella intercede: Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros, pobres pecadores. El padre Kolbe la llama «la madre amorosísima a la que Dios quiso confiar todo el orden de la misericordia». San Bernardo la llama «nuestra abogada» junto a Dios para significar que su misión está en la línea del Espíritu, llamado a defendernos en el vasto proceso del mundo (Jn 15,26). Hay en Dostoïevski una intuición espiritual que no se puede mantener en el plano teológico, pero que revela bien el fondo de su pensamiento. Dice que entre Pascua y Pentecostés, la madre de Dios intercede por los condenados y que estos dejan de sufrir y alaban a la Virgen. Sería preciso leer aquí todas las oraciones que la Iglesia dirige a la Virgen para comprender que es refugio de pecadores, consoladora de los afligidos y salud de los enfermos (Cfr. «Bajo tu amparo», «Acordaos», «Salve Regina», etc.).
Para comprender cómo un pecador puede encontrar refugio junto a la Virgen, se necesita la ayuda del Espíritu Santo. Para convertirse en un pecador amable para el corazón
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de Dios, hay que pasar por la Virgen. Es la única que tiene de verdad el sentido del pecado pues ha sido preservada de él y sobre todo ha comprendido mejor que nadie, al pie de la cruz, lo que le había costado a Dios y a su Hijo- En este sentido es la madre de la misericordia y nos enseña a convertirnos en pecadores que ya no pecan. Por eso hay que pasar por ella para llegar a ser un pecador perdonado.
La Virgen está al comienzo y al final de un camino que lleva a la conversión del corazón quebrantado. Teresa de Lissieux decía: «Si yo hubiese cometido todos los pecados de la tierra, no me detendría en el curso de mi carrera; con el corazón quebrantado por el arrepentimiento, iría a echarme inmediatamente en los brazos de Dios». Todo puede ser instrumento de condenación menos tener el corazón quebrantado por el arrepentimiento. Supongamos que somos
• ese pecador que ha cometido todos los crímenes de la tierra y que ha tenido la crueldad de defenderse contra el Espíritu Santo y se le pide que haga un acto de esperanza loca en la misericordia de Dios. Es lógico que no lo haga. Pero la Virgen inspira esta confianza porque conoce el corazón de Dios.
Para presentarse ante Dios como un pecador que conoce su corazón misericordioso, hay que pasar por la Virgen; es un movimiento de la que ella tiene el secreto. Basta mirar la vida de los convertidos; tienen el corazón quebrantado porque han experimentado el camino de la Virgen. La mejor manera de alcanzar la misericordia de Dios, es tratar con la Virgen. Me impresiona ver que muchos de los jóvenes que viven la consagración a la Virgen, se enrolan en una vida de conversión y santidad. Si no huyésemos tanto de la Virgen, dejaríamos de ser pecadores. Karl Barth decía, hacia el final de su vida, que podía explicarse la crisis dolorosa que atraviesa hoy la Iglesia católica por el abandono de la Virgen y decía con cierta tristeza al escuchar por radio las emisiones religiosas católicas: «¿Es que ya no necesitáis a la Virgen?»
Perdemos las nueve décimas partes de nuestra energía luchando en el vacío para satisfacer nuestro amor propio. Es preciso que el oro puro de la confianza se libere en un corazón quebrantado por el arrepentimiento. Apenas sospechamos cuánto contristamos al Espíritu por la crueldad y
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la dureza de nuestro corazón. La Virgen nos enseña a convertirnos en pecadores que saben suplicar con dulzura. Es en verdad el deshielo del banco. Ella nos preservará de los peligros del pecado que son reales y de los peligros de la virtud que son también peligrosos. Incluso cuando la virtud empieza a crecer en nosotros, se apresura a mostrarnos cuán pecadores somos, pero lo hace con su dulzura maternal.
Para terminar, resumamos sencillamente la acción del Espíritu Santo en el corazón del cristiano que le llama en su ayuda. Como estuvo en el origen de la creación, está también en la fuente de la recreación. Cristo lo dice con toda claridad a Nicodemo: «En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de agua y Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios». (Jn 3,5) En el bautismo, el baño del nuevo nacimiento, purifica al hombre de su pecado y le hace entrar en la comunión de las tres personas divinas. Cada vez que el cristiano vive el sacramento de la reconciliación, llamado por san Agustín, el bautismo en las lágrimas, el Espíritu Santo quema un poco más sus raíces de hombre viejo y baña su corazón árido con el agua viva de la vida trinitaria.
Siempre es él quien cura las heridas del pecado, no cerrándolas, dice san Juan de la Cruz, sino reabriéndolas al infinito del amor de Dios para que se conviertan en heridas de amor. Siguiendo a Isaías, los Padres han contemplado siempre la fuente de nuestra curación en el Espíritu Santo que brota del costado abierto de Cristo, de manera que los labios de la herida de Cristo abrazan los labios de nuestra propia herida: «El soportó el castigo que nos trae la paz, y con sus cardenales hemos sido curados». (Is 53,5). «Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea tenga por él vida eterna». (Jn 3,14). Pero es sobre todo la irradiación de la Eucaristía la que nos traerá la salvación: «Para vosotros los que teméis mi nombre, brillará el sol de justicia con la salud en sus rayos». (MI 3,20).
El camino de este nuevo nacimiento pasa siempre por la Virgen pues ella ha sido curada antes de contraer la enfermedad. Ella conoció inmediatamente el segundo nacimiento. Jesús nos orienta sobre este camino cuando dice al apóstol Juan: «He aquí a tu Madre». (Jn 19,17). Compa-
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rad las dos frases de Jesús: «El que no renazca de lo alto, no puede entrar en el Reino de Dios» (Jn 3,3) y las palabras dirigidas a san Juan. Entonces Nicodemo no comprende, como tampoco nosotros: «¿Puede acaso entrar otra vez en el seno de su madre y nacer?» (Jn 3,4). Cristo no responde nunca inmediatamente a las preguntas que le dirigen. Pero desde lo alto de la cruz, le responde: «He aquí a tu Madre, en el seno de la cual debes entrar para hacerte niño y encontrar la puerta del Reino de los cielos».
Oh, tú, que procedes del Padre y del Hijo, divino Paráclito, por tu fecunda llama ven a hacer elocuente nuestra lengua y a abrazar nuestro corazón en tu fuego.
Amor del Padre y del Hijo, igual a los dos y semejante en su esencia, tú llenas todo, tú das la vida a todo; en tu reposo, guías los astros, tú regulas los movimientos de los cielos.
Luz deslumbrante y querida, tú disipas nuestras tinieblas interiores; a los que son puros tú los haces más puros todavía; tú eres el que haces desaparecer el pecado y la herrumbre que lleva consigo.
Tú manifiestas tu verdad, tú muestras el camino de la paz y de la justicia; tú escapas de los corazones perversos, y tú colmas de los tesoros de tu ciencia a los que son rectos.
Si tú enseñas, nada queda oscuro; si estás presente en el alma, no queda nada impuro en ella; tú le traes el gozo y la alegría, y la conciencia que tú purificas gusta por fin la dicha.
Socorro de los oprimidos, consuelo de los desgraciados, refugio de los pobres, concédenos despreciar las cosas terrestres; guía nuestro deseo al amor de las cosas celestiales.
Tú consuelas y das firmeza a los corazones humildes; les habitas y les amas; expulsa todo mal, borra toda mancha y derrama tu consolación sobre nosotros y sobre el pueblo fiel.
¡Ven pues a nosotros, consolador! Gobierna nuestras lenguas, apacigua nuestros corazones: ni la hiel, ni el veneno son compatibles con tu presencia. Sin tu gracia, no hay felicidad, ni salvación, ni serenidad, ni dulzura, ni plenitud».
(Adán de San Víctor).
12Infunde calor de vida en el hielo,
doma el espíritu indómito, guía al que tuerce el sendero.
Siempre me ha impresionado, al contemplar el cuerpo de un niño o de un adolescente, su extraordinaria plasticidad y la flexibilidad de sus movimientos. ¿Por qué nacemos ágiles y tiernos y envejecemos rígidos y duros? En el plan físico los especialistas nos lo podrán decir, no es difícil, pero en el plano moral y espiritual, ¿por qué? A primera vista las cosas no son tan sencillas. Se dice que hacia el fin de su vida, san Serafín de Sarov había recuperado la carne blanca y tierna de un recién nacido, hasta el punto de que una niña podía jugar y brincar con él, entre las altas hierbas de la espesura. Y decía a su madre: «Tiene la carne blanca como yo».
Se cuenta poco más o menos la misma experiencia en la vida de san Antonio, escrita por san Atanasio. Después de haber realizado todas las proezas de ascesis, apenas imaginables, uno pensaría que Antonio estaba gastado y envejecido antes de tiempo. Nada de eso: muere a los ciento cinco años: «Sin embargo el anciano había permanecido indemne; tenía los ojos intactos y veía con toda claridad. No había perdido ni un solo diente, aunque sus encías estaban un poco estropeadas a causa de su elevada edad. Sus pies y sus manos estaban totalmente sanos; presentaba mejor aspecto y más fortaleza que los que usan alimentos varia
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dos, baños y vestidos diversos». (San Atanasio: Vida y conducta de nuestro padre san Antonio).
Los grandes espirituales son capaces de demostrarnos que se puede envejecer y morir ágil y tranquilo. Pienso aquí en un hermano converso anciano que conserva una juventud de corazón y una agilidad física extraordinarias. Sus hermanos le consideran como santo, no tan sólo un «santo hombre», sino un santo que gira a la velocidad de los ciclotrones alrededor del misterio de la Santísima Trinidad. ¿Por qué tantas personas al envejecer se hacen rígidas y duras? ¿Por qué tantos hombres son incapaces de escuchar y de entrar en el pensamiento de otro? No ceden nunca. Algunos envejecen mal, se quedan duros como un fruto que no ha madurado bien, o se pasan. Sin darse cuenta, más o menos conscientemente, han dejado que la ley de la rigidez y de la dureza se adueñe de ellos.
Doma el espíritu indómito
Cuando el hombre viejo domina en nosotros, impone su ley de servidumbre. Al principio, utiliza un cuerpo joven y ágil, una inteligencia viva y despierta, y uno no se da cuenta de que es rígido y duro en el fondo de sí mismo; pero al envejecer, no hay más que él actuando en nosotros, y entonces en ese momento, vemos muy bien de lo que es capaz. Es el hombre viejo el que nos convierte en personas de dura cerviz, de corazón de piedra y de mente estrecha, mereciendo así el reproche que Cristo hace a los discípulos de Emaús, después de la resurrección: «¡Oh insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que dijeron los profetas!». (Le 24,25). Igualmente reprocha a los once «su incredulidad y su dureza de corazón, por no haber creído a quienes le habían visto resucitado». (Me 16,14). Se comprende, pues, que la conversión propuesta por Jesús sea una conversión para volver a encontrar el niño oculto en nosotros.
No se trata de ser el niño que éramos en el plano físico, sino el niño misterioso y espiritual que es nuestro verdadero rostro a los ojos de Dios y que está prisionero en el fondo de nosotros mismos. Hay en nosotros un niño que gime
Perseverantes en la oración 147
en la espera de la redención de nuestro cuerpo para entrar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios y este niño gime entre dolores de parto, con la creación entera (Rm 8,21-23). Este niño ha sido rehecho y refundido por el agua y el Espíritu, pero debe desprenderse de los tazos que le encierran. El primer paso en esta conversión es reconocer que es casi imposible a los hombres, pero que lo que no es posible a los hombres es posible a Dios. Es preciso vivir la experiencia de un corazón renovado, rejuvenecido por el amor trinitario.
Hay que saber recurrir a la súplica del Espíritu Santo pidiéndole que suavice nuestras rigideces. Todos los males de los que solicitamos curación nos vienen de la dureza de nuestro corazón. Sólo él, porque mora en el «más profundo centro del alma», puede impregnar y embebecer desde el interior nuestro ser (san Juan de la Cruz). Nos santificamos del interior hacia el exterior no a la inversa. La dulzura del Espíritu Santo, aprisionada en nuestro corazón, debe ablandar progresivamente la rigidez de nuestro espíritu y suavizar las células de nuestro cuerpo para que volvamos a encontrar nuestro ser de hijos, como Bernanos le hace decir al pastorcillo de Diálogo de carmelitas: «¿He vuelto a ser un niño?»
Jesús habla de un nuevo nacimiento para invitarnos a mirar nuestro primer nacimiento como una comparación útil, para hacernos comprender lo que puede suceder en un segundo y nuevo nacimiento. Actúa de la misma manera cuando coloca un niño en medio de sus discípulos y les invita a hacerse como él. En nuestra más tierna infancia, hemos vivido cosas que pueden servimos de clave para comprender lo que deberíamos vivir hoy. Pensemos sencillamente en el niño que se atreve a pedirlo todo a sus padres y lo hace con insistencia y dulzura. A nosotros adultos, nos cuesta mucho ponernos de rodillas para suplicar al Padre. Preferimos obtener por nosotros mismos lo que deseamos. No se trata de volver a un infantilismo interior; los psicólogos nos ponen en guardia, con razón, contra la tentación de volver al calor del seno materno. No se trata pues de inconsciencia, ni de puerilidad.
Por otra parte, este ser de hijos de Dios no hay que buscarlo en el pasado, está ya en nosotros en estado de ger-
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men. En el bautismo, el hombre viejo, acabamos de decirlo, ha sido como rehecho y refundido por el Espíritu Santo en el mismo seno de la Trinidad. Hemos sido modelados como arcilla por las manos de Dios que ha insuflado en nuestras narices y en nuestros pulmones su aliento de vida que hace de nosotros un ser vivo (Gn 2,7 y 1 Cor 15,45). Hemos vuelto al mundo después de haber tomado un baño en agua profunda y luminosa: la de la verdad de Dios amor. Porque «ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es». (1 Jn 3,2).
Por eso hay una tensión entre lo que existe ya en nosotros en estado de embrión y lo que no existe todavía pero se manifestará claramente cuando veamos al Hijo único. Entonces veremos nuestro propio rostro de hijo en el espejo de Cristo. Como dice una de las Odas de Salomón: «Cristo es nuestro espejo, aprended de él cómo son vuestros rostros». Debemos buscar nuestro rostro de hijo de Dios delante de nosotros, y Jesús dice con toda claridad que hay que «convertirse» para hacerse hijo (Mt 18,3). Si miramos lo que ha sucedido en nuestro primer nacimiento, descubriremos una imagen de lo que debe pasar en el nuevo. Cada vez que un niño viene al mundo, se representa un verdadero drama. El recién nacido entra en la vida lanzando un grito que recoge a la vez su extrañeza y su angustia ante la nueva situación. Es la primera gran separación pues abandona un nido caliente y mullido. Lanza un grito porque roza la muerte al mismo tiempo que conquista la vida. En efecto, la amenaza de ahogarse y el temor visceral, le hacen gritar hasta abrir él mismo sus pulmones, descubriendo así un camino hacia el aire que le permitirá respirar y vivir.
Todo niño nos plantea una pregunta sumamente profunda. Para él, no se ha jugado nada y al mismo tiempo se han jugado ya muchas cosas. En el fondo, el hombre no ha puesto nunca en claro el enigma de su nacimiento y sabemos muy bien que los traumatismos de su infancia y de su adolescencia tendrán su origen en el grito primario que lanzó al venir al mundo. Los psicólogos nos dicen que el hombre se hace de verdad adulto cuando se sitúa libremente cara a cara a su origen y su fin. Por otra parte, el último acto
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del viviente será también un grito y un suspiro. El recuerdo de este grito quedará hundido en lo más profundo de su ser, no resonará tal vez nunca, pero las vibraciones se dejarán sentir en su corazón y en su cuerpo. En la coyuntura de grandes dolores y de grandes alegrías el bebé hará de su grito el único lenguaje, pero sin saberlo. El adulto gritará también a la hora de las crisis, y a menudo, su grito será la única oración que podrá lanzar hacia Dios. El autor de la carta a los hebreos nos dice que al entrar en el mundo, Cristo oró con gritos y lágrimas: «El cual habiendo ofrecido en los días de su vida mortal ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarle de la muerte, fue escuchado por su actitud reverente». (Hb 5,7).
Infunde calor de vida en el hielo
Desde que el niño aparece en el mundo, es cuidado por unas manos que le limpian, le bañan, le calientan, y le alimentan pero a las que desconoce. Cuando las reconoce, no se acuerda ya ni de la mitad del papel vital que esas manos han representado. Esta aventura carnal que ha sido la aventura de cada uno de nosotros, encierra otra entre Dios y el hombre. Del mismo modo que el niño se hace por las manos que le llevan, por el calor que recibe de la ternura de sus padres, igualmente Israel ha comprendido que había sido hecho por Dios como pueblo, como dice el salmo: «Yavé nos ha hecho porque él es nuestro Dios, y nosotros el pueblo de su pasto». (Sal 95, 6-7). Es una etapa importante, tanto en la vida de un pueblo como en la vida de un hombre y resulta difícil reconocerlo en ciertos momentos pues el hombre acepta con reticencias recibirse de otro y depender de él.
Cuando se lee al profeta Oseas, se encuentra esta queja de Dios herido por la ingratitud de su pueblo, lo mismo que Jeremías: «Pueblo mío, ¿qué te he hecho o en qué te he contristado?» Para recobrar la memoria de la fuente de donde hemos nacido, hay que tomar a menudo, en la oración, este texto de Oseas: «Cuando Israel era niño, yo le amé, y de Egipto llamé a mi hijo. Cuanto más los llamaba más se ale
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jaban de mí: a los Baales sacrificaban, y a los ídolos ofrecían incienso. Yo enseñé a caminar a Efraím, tomándole por los brazos, pero ellos no conocieron que yo cuidaba de ellos. Con cuerdas humanas los atraía, con lazos de amor, y era para ellos como los que alzan a un niño contra su mejilla, me inclinaba hacia él y le daba de comer». (Os 11,1-4). Dios utiliza la imagen del niño de pecho para hacer comprender al pueblo la ternura que siente hacia él, pero el pueblo no comprende, pues tiene un corazón duro e incircunciso.
A través de la historia de Israel, Dios hace comprender al pueblo que es su Salvador, tanto en el paso del mar Rojo como en el desierto; poco a poco le hará descubrir que es también su Creador y el Creador del universo; el Dios del Génesis. Israel ha comprendido que si Dios sé ha ocupado de él en su historia, es porque había sido también su Creador en la sustancia de su ser. De ahí el maravilloso salmo 139, que es el salmo en el que el hombre reconoce cómo Dios le ha hecho: «Yavé, tú me escrutas y conoces; sabes cuando me siento y me levanto... Porque tú mis riñones has formado, me has tejido en el vientre de mi madre; yo te doy gracias por tantas maravillas: prodigio soy, prodigio son tus obras. Mi alma conocías cabalmente y mis huesos no se te ocultaban, cuando era yo formado en lo secreto, tejido en las honduras de la tierra. Mi embrión tus ojos lo veían». (1-2; 13-16). De este modo el salmista reconoce que Dios vela sobre cada instante de su vida y que es verdaderamente quien le ha hecho. Cristo dirá que el Padre «ve y sabe»: cuenta todos nuestros cabellos.
Hay momentos en nuestra vida, con ocasión de un retiro, de una etapa que hay que salvar o de una prueba, en los que hay que llegar hasta aquí para comprender el misterio del nacimiento espiritual y también el de nuestra muerte. Sería de desear que conserváramos intacta la impronta de las manos divinas que nos han ido conformando a través de las leyes de la biogénesis, a través de los cuidados y del amor de nuestros padres como a través de todo lo que nos ha ido sucediendo: «Tú me has tejido en el vientre de mi madre». (Sal 139,13 e Is 44,2). Si descubrimos y conservamos esta memoria escondida, sabremos que nacer a la vida terrestre, es también nacer para la vida de arriba:
Perseverantes en la oración 151
Oh hombre, ya que eres la obra de Dios, soporta la mano de tu artesano: él hará todo como conviene.
Ofrécele un cuerpo ágil y dócil, conserva la impronta que te confiere el artesano, conserva en ti algo maleable, para que no pierdas, por tu dureza, la huella de sus dedos.
Conservando el modelo, subirás hacia la perfección: pues el arte de Dios ocultará lo que, en ti, no es más que barro. Sus manos han modelado en ti tu sustancia: él te revestirá de oro puro y de plata por dentro y por fuera, y te embellecerá de tal manera que el mismo Rey será prendado de tu belleza.
Si entregas lo que te es propio, es decir tu confianza y tu obediencia recibirás la impronta de su arte y serás la obra perfecta de Dios. (S. Ireneo: Adv. Haer. IV.39,2).
El mal viene de que nos escapamos de las manos de Dios. Discutimos con aquél que nos ha modelado: «¿Dice la arcilla al que la modela»: «¿Qué haces tú?» y «¿Tu obra no está hecha con destreza?» Ay del que dice a su padre: «¿Qué has engendrado?» y a su madre: «¿Qué has dado a luz?» (Is 45, 9-10). No hemos reconocido de golpe esas manos que nos han formado, como Israel no reconoció las manos de Dios. Entonces, ¿qué ha sucedido en nosotros? Para comprender por qué nos cuesta tanto amar a Dios de verdad, es preciso ver cómo podemos volver a descubrir esta capacidad en la infancia espiritual.
Guía al que tuerce el sendero
Tenemos que conseguir captar el ser que hemos recibido de Dios, la impronta de sus manos. San Ireneo dice que las dos manos del Padre son el Hijo y el Espíritu Santo. Por la Palabra «se hizo todo, y sin ella no se hizo nada». (Jn 1,3), y por el Espíritu Santo ha sido recreado todo y en primer lugar el hombre en su ser de Hijo «eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia». (Ef 1, 5-6). Si este ser hubiera podido desarrollarse tal como Dios lo había querido, si hubiéramos en todo momento acertado a coincidir con la ley interna del desarrollo de nuestro ser que Dios había previsto
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para nosotros, entonces todo hubiera sido perfecto: «Si vivís según el Espíritu, no daréis satisfacción a las apetencias de la carne». (Ga 5,16).
Evidentemente, no ha sido esto lo que ha sucedido: «No hemos escuchado la voz del Señor, hemos ido según el capricho de nuestro perverso corazón, a servir a dioses extraños, a hacer lo malo a los ojos del Señor Dios nuestro». (Bar 1, 21-22). Se ha despertado en nosotros, en un momento dado, el viejo Adán que san Pablo llama el hombre viejo, el «yo» en el sentido egocéntrico de la palabra, que en vez de escuchar la voz de Dios, ha preferido escucharse a sí mismo. Y esto ha impedido que la verdadera personalidad se desarrolle armónicamente en nosotros tal como Dios hubiera deseado que la desarrolláramos. Lo dice a menudo: «¡Ay, Israel, si pudieras escucharme!, pero no, te has ido hacia dioses extranjeros».
Es cierto que no somos siempre conscientes de esta opresión del hombre nuevo en nosotros y de la excrecencia del hombre viejo. Hay que reconocer también que somos al mismo tiempo víctimas y culpables, es decir que durante muchos años estos dos seres se desarrollan sin que nosotros lo sepamos y el día en que descubrimos que el hombre viejo oprime al hombre nuevo, es ya tarde para luchar contra él pues ha adquirido hábitos y ha impuesto su dura ley a nuestra persona.
A este propósito, Claudel escribió una hermosa parábola, la de Animus y Anima. Se dan en nosotros como dos seres: está Anima, el alma abierta que siente ganas de cantar, de bailar; y Animus, el hombre viejo, el calculador, el malo, el cruel, el hipócrita. Claudel cuenta que estos dos seres se arreglan más o menos bien. Anima es la esclavita de Animus, pero se mantiene cohibida, no intenta afirmarse pues es él quien rige todo, es el yo que rige nuestra vida; hasta que cierto día Anima cree que Animus está ausente. Anima creyendo que está sola en casa, se siente de pronto libre y se pone a cantar, comienza a reafirmarse. Pues bien, esto es un poco el drama de muchos de nosotros.
El hombre viejo impone su ley al hombre nuevo durante años y uno no se da cuenta. Pero a medida que el hombre nuevo crece bajo la presión de la vida trinitaria, no soporta la presencia del hombre viejo. Si continuamos comul
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gando, haciendo oración y luchando contra el yo egoísta por la caridad activa y pasiva, seremos teatro de un doloroso combate entre estos dos hombres. Es preciso que descubramos en nosotros a Animus y a Anima, según la parábola de Claudel, para no volver a identificarnos con este personaje que en el fondo, ha usurpado en nosotros el derecho a tomar nuestro nombre.
Pero debemos ser conscientes de que si la muerte del hombre viejo exige nuestra colaboración real y efectiva, no será obra nuestra. Es la obra del Espíritu Santo que infunde en nuestro corazón la vida del Resucitado que ha vencido a la muerte en el duelo de Pascua: «Mas vosotros no estáis en la carne, sino en el espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en vosotros... Y si el Espíritu de aquél que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, aquél que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales». (Rm 8, 9-11).
Tenemos verdaderamente necesidad del Espíritu Santo para incorporar al mundo nuestro ser de hijos de Dios. Pensamos a menudo en el espíritu de fortaleza para luchar contra el hombre viejo, pero debemos pensar también en el espíritu de mansedumbre para envolver al hombre nuevo en la ternura del Padre. La lucha en la que pensamos es a menudo el mal combate del orgullo en nosotros en el que queremos triunfar por nuestras propias fuerzas. El verdadero combate es el de la oración en la que suplicamos al Padre que se digne renovar en nosotros las maravillas del Pentecostés invisible por el que el Espíritu Santo nos cerca por todas partes. Entonces lo que parecía imposible se hace posible por el poder del Espíritu que opera en nosotros el querer y el hacer (Fil 2,13).El nos hará dóciles a la voz del Padre. No es fácil conservar el equilibrio, como les sucede a los niños que aprenden a andar y caen continuamente. Oscilamos entre un voluntarismo furioso y un abandono perezoso. Esto no es grave mientras aceptemos volver a colocarnos en el camino del justo. Solamente el Espíritu Santo puede hacernos lo suficientemente dóciles como para enderezar en nosotros todo lo que está desviado.
Digamos para terminar que la infancia espiritual no es una actitud moral que Cristo ha venido a describirnos y a enseñarnos para reproducirla exteriormente, sino que es el
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secreto mismo de su vida, pues él la vivía antes de enseñarla. Sabéis que se pueden considerar las bienaventuranzas como el retrato mismo de Jesús; se podría decir otro tanto de la infancia espiritual. El primero que tiene el espíritu de infancia es el Verbo. Con más exactitud dice el padre Molinié: «El Verbo tiene espíritu filial, primera componente del espíritu de infancia, nosotros añadimos a él un matiz de pequeñez que se refugia». Por eso el camino de la infancia no es un camino de rebajas, un tema marginal del evangelio o una actitud facultativa: es el secreto mismo de Cristo. Y sólo el Espíritu de infancia puede escrutar las profundidades del Padre (1 Cor 2, 10-16).
En el fondo, «Cristo ha sido el único Hijo que no ha tenido problema de Padre» (Antonio Bloom). Es el único Hijo para quien el Padre es el que es en realidad. Y no precisamos más porque no sospechamos este misterio de la relación filial de Cristo con su Padre. La expresión «problema», no es teológica pero nos hace presentir a partir de la «crisis del Padre» que vivimos en este momento, el perfecto acuerdo que se da entre Jesús y su Padre.
En cuanto Hijo, se sabe totalmente recibido del Padre, en cuanto Verbo encarnado, su humanidad se sabe recibida de Dios. La humildad de Jesús respiraba la infancia espiritual: «En todo momento, dice Taulero, Cristo lo recibía todo de su Padre y él refería todo a su Padre, sin inquietud ni por el pasado ni por el porvenir». El hombre que de un extremo al otro de su existencia, ha vivido dócil y manso es más apto para sufrir, pero también es más plenamente hombre. Jesús ha sido el Hijo de Dios por excelencia, sin rigidez; sabía muy bien que iba a la cruz, pero vivió como un hijo, sin atormentarse antes de tiempo. Vivió la amistad y el sufrimiento en el momento presente y no ha endurecido su rostro ante los que le golpeaban (Lam 3,30).
Podremos ser hijos para el Padre en la medida en que estemos injertados en el Hijo y nos hagamos uno con él. En la medida en que, según la expresión de san Ireneo: «En el Hijo único, porque nos hemos hecho uno con él, nos convertimos en el Hijo único de Dios». En efecto, Dios nos engendra por adopción tan estrictamente como engendra a su Hijo por naturaleza. Nos hacemos sus hijos en sentido estricto; no sus hijos sino el Hijo, porque no hay más que uno.
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Cuando Dios pierde a uno de nosotros porque dejamos de amarle, pierde su Hijo, pues un rostro de su Hijo ha muerto en nosotros.
Hay períodos en la mitad de la vida en los que hay que reflexionar sobre la infancia espiritual: ¿Dónde estoy yo? Es preciso a veces estar en un período de desarrollo espiritual interior para escuchar este mensaje. Cada vez que atravesamos una crisis, hay que escuchar la palabra del Espíritu. El psicólogo Karl Jung dice «que no se puede vivir la segunda parte de la vida del mismo modo que la primera». Esto no quiere decir que se deba dar un cambio de ciento ochenta grados. La infancia espiritual es un camino muy sencillo, abierto a todo el mundo, porque no exige grandes proezas, sino un desarme interior.
Invocación filial
Jesús, Verbo eterno, engendrado por el Padre, existías antes de los siglos; como resplandor de su gloria y efigie de su sustancia (Hb 1,3). El Espíritu Santo tejió tu cuerpo en María la Virgen Santísima y purísima (Le 1,35). Al entrar en el mundo, dijiste al Padre: «He aquí que vengo a hacer, oh Dios, tu voluntad» (Hb 10,7). De María, la Virgen fiel, la creyente por excelencia, has aprendido a decir al Padre: «Que se haga en mí según tu palabra». (Le 1,38). Has sido el hijo muy amado del Padre en quién él encontraba todas sus complacencias. (Mt 3,17). Has pasado largas noches (Le 6,12) contemplando el amor del Padre a los hombres y le has orado con súplicas y lágrimas. Desvelamos todo tu ser de Hijo en el interior de tu santa humanidad.
Tú no has estado nunca solo (Jn 8,29) porque estabas continuamente en diálogo con tu Padre. Has hecho siempre lo que le agradaba (Jn 8,30), has dicho siempre lo que él te pedía que dijeses (Jn 12,48-49). Has sido el Hijo perfecto que coincidía en todo momento con la vida que recibía del Padre. Has recibido esta vida de él y se la has devuelto en un último beso de amor (Le 23,46). A nosotros que somos hijos adoptivos, concédenos el don de tu oración, danos tus gustos de dulzura y humildad.
Te has ofrecido a ti mismo, sin mancha, a Dios por un Espíritu eterno (Hb 9,14). Cada vez que celebramos tu misterio pascual, envías tu Espíritu sobre el pan y el vino para
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que se conviertan en tu Cuerpo y tu Sangre (primera epiclé- sis de consagración). ¡Oh Cristo resucitado, llénanos de este mismo Espíritu y concédenos el ser un solo cuerpo y un solo espíritu en ti! (segunda epiclésis de comunión). Y que tu Espíritu Santo haga de nosotros una eterna ofrenda a tu gloria (P.E.III), para que podamos ofrecer nuestro cuerpo en sacrificio espiritual y en adoración verdadera (Rm 12,1).
Padre santo, no podemos ser tus hijos sin seguir a tu mas, tus manos nos han acogido, alentado, alimentado, pero nosotros escapamos continuamente de tu abrazo paterno para ir a gastar nuestros bienes en un país lejano. Haznos volver a ti y abrázanos con ternura (Le 15,20). Envía a nuestros corazones el Espíritu de tu Hijo que nos hace gritar: ¡Abba! ¡Padre! (Ga 4,6). No permitas que nos apartemos de ti apartándonos de nuestros hermanos.
Padre Santo, no podemos ser tus hijos sin seguir a tu Hijo único, renunciando a nosotros mismos y llevando nuestra cruz (Mt 16, 24-25). Cuando sentimos terror y angustia, ante la agonía, enséñanos a permanecer junto a Jesús, para velar en oración. Que él renueve en nosotros el misterio de su súplica y de su abandono entre tus manos: «¡Abba! ¡Padre! todo es posible para ti; aparta de mí esta copa, pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú». (Me 14,36).
Somos tus hijos y los coherederos de Cristo, porque sufrimos con él para ser también glorificados con él. Como no hay ninguna comparación entre los sufrimientos del tiempo presente y la gloria que debe manifestarse en nosotros (Rm 8, 16-18) haznos experimentar el poder de la resurrección de tu Hijo, para que podamos entrar en la libertad de la gloria de tus hijos.
13Reparte tus siete dones
según la fe de tus siervos. Por tu bondad y tu gracia
dale al esfuerzo su mérito; salva al que busca salvarse
y danos tu gozo eterno.
Una de las cosas que más paralizan a los creyentes y que más les impiden avanzar hacia Dios, es la falta de confianza, dice el venerable padre Liberman, fundador de los Padres del Espíritu Santo. Muchas personas parecen faltas de generosidad y de hecho les falta confianza, o la generosidad que les falta es la que consiste en fiarse de Dios. Uno se apoya entonces sobre la generosidad que cuenta consigo mismo y no sólo con solo Dios. Se quieren hacer muchos esfuerzos, ser generoso, y no se comprende que la primera generosidad consiste en entregar la confianza a Dios.
El padre Liberman añade que es un punto en que el director de conciencia deberá batallar lo más enérgicamente posible y tendrá que volver muchas veces sobre este don pues el discípulo querrá a menudo dar otra cosa a Dios. El padre espiritual debe experimentar que es el primer combate que lleva a la victoria de la fe (1 Jn 5,4). Cuando Pedro dice en su carta que «a los ojos de Dios la fe es más preciosa que el oro perecedero» (1 P 1,7), trata de esto mismo. Habitualmente, el discípulo es muy poco consciente de la importancia de la fe, entretiene a su director con otros combates y se mantiene a nivel de los problemas: qué hacer para ser manso, humilde, casto, para encontrar tiempo para orar, etc. El verdadero padre espiritual no debe alejarse del verdadero combate de la fe y mientras nota que aún no hay
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la dosis necesaria de confianza —y por tanto de súplica—, conducir a su hijo a este combate y no permitirle que plantee otros problemas. «Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre» (Jn 16,24) porque no tenéis confianza.
Hemos creído en el amor de Dios para con nosotros
La verdadera conversión que Jesús nos propone en el evangelio está magníficamente expresada en el Veni Sánete, en forma de oración, en la última estrofa: «Im'parte tus siete dones según la fe de tus siervos». Cuando evocamos la conversión, pensamos a menudo en la lucha contra tal pecado o tal defecto o en los esfuerzos que tendremos que hacer para mejorar nuestra vida. Sin excluir esta interpretación, pienso que la conversión es mucho más profunda y alcanza el nivel del ser, al mismo tiempo que la vida moral. Estamos realmente convertidos el día en que se realiza en nosotros una revolución copernicana que consiste en esto: no somos nosotros los que giramos alrededor de Dios para buscarle y amarle, sino que es Dios el que gira alrededor de nosotros para mendigar nuestra confianza.
Siempre estamos tentados de creer que nosotros tenemos la iniciativa de amar a Dios, de pedirle o de trabajar para él; pero la Escritura nos dice exactamente lo contrario: «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó». (1 Jn 4,10) y ése es, tal vez, el versículo fundamental del Nuevo Testamento. Un poco más adelante, Juan comienza otro versículo diciendo: «Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en él». (1 Jn 4,16). La conversión propuesta por san Juan es una verdadera revolución copernicana, un giro que consiste en descentrarse y relativizar la propia persona. No estamos ni en el centro ni en el primer lugar; es Dios el que está en el centro y nosotros, en el segundo término. Es la verdadera «metanoia» que nos hace girar alrededor de Dios como satélites. Desde ese momento, nada cambia en nuestra manera de obrar y seguimos trabajando como antes, pero en el fondo todo ha cambiado. En nuestro corazón se ha instalado una paz, una mansedum-
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bre, una ternura, un valor, una serenidad y una alegría que son los frutos del Espíritu (Ga 5,22) y que transforman nuestra vida.
Los santos han realizado esta revolución copernicana que les ha proyectado sobre la órbita de Dios. La conversión interior es un verdadero vuelco del corazón que corresponde a lo que Jesús dice en el evangelio de la infancia espiritual: «Yo os aseguro: si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el reino de los cielos». (Mt 18,3). Los que entran por este camino de la conversión interior y de la infancia espiritual se convierten en grandes santos, pero no tienen conciencia de serlo; muy al contrario, se proclaman grandes pecadores. Y aquí está la paradoja del evangelio: el que quiere hacerse grande por sí mismo —por sus obras, diría san Pablo— se hace en realidad muy pequeño. Al contrario, el que se humilla y se hace pequeño será ensalzado (Le 18,14). Así fue la verdadera conversión que tuvo que hacer Pablo en su vida, después del camino de Damasco. Pasó de una vida en la que pensaba hacer todo por sí mismo para captar a Cristo a una vida en la que el poder del Espíritu le justificó y santificó gratuitamente, dándole la fuerza para trabajar por el Reino.
Pablo mismo afirmó que él ponía su gloria en Jesucristo y no se fiaba de sí mismo: «Aunque yo tengo motivos para confiar también en la carne. Si algún otro cree poder confiar en la carne, más yo» (Flp 3,4). Aquí está el «problema», confiar en sí o confiar en Jesús. Pablo respondió después de haber conocido a Cristo, el Señor: «Juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, y ser hallado en él, no con la justicia mía, la que viene de la ley, sino la que viene por la fe de Cristo, la justicia que viene de Dios, apoyada en la fe». (Flp 3, 89).
¿En quién ponemos nuestra fe? ¿En quién ponemos nuestra confianza? Este es el único problema de la vida espiritual y la única pregunta que Jesús nos hace a menudo bajo forma de reproche, cuando el miedo y la angustia nos oprimen porque no conseguimos andar sobre las aguas: «Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?» (Mt 14,31). Y tenemos que confesar que nos reconocemos a nosotros mismos en esta frase de Jesús: «¡Oh generación incrédula! ¿Hasta cuándo habré de soportaros?» (Me 9,19).
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Para cada uno de nosotros, el verdadero problema es saber en quién ponemos nuestra confianza. Basta leer la marcha de Jesús sobre las aguas para comprender que la única postura de la vida espiritual es la confianza. Jesús viene hacia los discípulos caminando sobre el mar y éstos, enloquecidos, lanzan gritos: «Animo, les dice, soy yo, no temáis». (Mt 14,27). El hombre no puede impedir tener miedo cuando Dios se acerca. Por eso cada vez que Dios «telefonea» a la tierra, antes de hablar, hace sonar una señal: «No temáis... No tengáis miedo». Así obra con Zacarías (Le 1,13) y con María en la Anunciación (Le 1,30). Y como señal del poder de Dios, el ángel anuncia a la Virgen la maternidad de Isabel pues «para Dios no hay nada imposible»; (Le 1,37), Zacarías duda porque pertenece a esa raza incrédula que no cree en la Palabra (Le 1,20). Pedro recibe también una señal: «Señor, si eres tú mándame ir donde tú sobre las aguas. «¡Ven!», le dijo. Bajó Pedro de la barca y se puso a caminar sobre las aguas». (Mt 14,29). Pero en un momento dado, tiene miedo y se hunde en el mar.
¿Qué hacer para andar sobre las aguas cuando hay viento? Este es el problema de Pedro. Al principio, cree que puede andar pero cuando llega la tesmpestad, tiene miedo y se asusta. Pero tan extraordinario es andar sobre las aguas cuando hace buen tiempo como cuando hay tempestad. Se imagina que el problema es saber si hace buen o mal tiempo, cuando se trata de un problema de confianza. Cuando hacía bueno, estaba ilusionado y se fiaba de él más que de Cristo. Mira a sus pies en vez de tener «los ojos siempre fijos en Jesús, el testigo de la fe». (Hb 12,2). Y Jesús le reprocha su falta de confianza: «Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste»? (Mt 14,31). La tempestad no ha hecho más que desvelar su falta de confianza.
Sigue diciendo el padre Liberman, que la gente plantea a su director problemas de tempestad o de «no tempestad», de fatiga o de «no fatiga». Creen que es posible en ciertas circunstancias e imposible en otras. En los momentos en que todo va bien, tienen confianza. En los momentos de fatiga o de depresión, todo se viene abajo. Dios les quita sus ilusiones. Así en nuestra vida, descubrimos, gracias a ciertos acontecimientos, que es muy exigente el fiarse de Cristo. Entonces, confesamos nuestra poca confianza. Como el
Perseverantes en la oración 161
padre del hijo poseso, nos sentimos empujados a gritar a Jesús: «¡Creo! ¡Ayuda a mi poca fe!» (Me 9,24).
Cuando empezamos a comprender esto, ya no es posible dejarse «poseer» por otros problemas. La astucia del demonio consiste en hacer creer que las dificultades o debilidades vienen de una causa exterior y no de la falta de confianza, sobre todo cuando todo marcha bien y uno confía en sí. En este momento es cuando hay que estar vigilante. Me dan ganas de decir que no nos conocemos. En el momento en que no nos sentimos pecadores —porque Dios está ahí— es cuando tenemos más peligro de serlo. Y en el momento en que sentimos más pesadamente el peso de nuestro pecado, es cuando a los ojos de Dios, somos menos pecadores porque Dios tiene piedad de nosotros, mientras que está lejos de los orgullosos y de los soberbios.
Tenemos que estar atentos a lo que hacemos cuando todo va bien, pues podemos complacernos en ello, disgustar a Dios y no llegar hasta el final del don de nosotros mismos. San Alfonso de Ligorio dice en cierta ocasión que debemos orar intensamente en los períodos de calma pues, en el momento en que seamos asaltados por la tentación, no tendremos ni ganas, ni fuerzas para orar. La confianza en nosotros nos ciega en los períodos de buen tiempo, entonces nos instalamos confortablemente en el sentimiento de ser amados por Dios y no nos damos prisa en ser generosos para darlo todo, sobre todo ese pequeño milímetro que guardamos siempre para nosotros. Están los demonios encadenados y conocemos una verdadera libertad interior que nos permitirá darlo todo, pero nos adueñamos de la gracia. Entonces es cuando hay que inquietarse para no perder ninguna ocasión de ir hasta el final de la oración y del don de sí mismo. Luego ya no podremos pues estaremos atados por nuestras tendencias y miedos. En el momento del juicio, Dios nos dirá: «En aquel momento pudiste fiarte del todo, y no lo has hecho», ya que no tendremos excusas.
Creer para recibir el Espíritu Santo
Por eso se nos propone la gran conversión de pasar de la confianza en sí a la confianza en Cristo. San Pedro lo dice claramente en los Hechos, en su discurso de Pentecostés:
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«Convertios y hacéos bautizar en el nombre de Jesucristo para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo». (Hch 2,38). Es preciso, pues, que nuestro yo se descentre para consagrarse a Jesús, creer en él y recibir el bautismo. Consagrarse a Jesús, no es tan sólo escuchar sus palabras, seguirle o imitarle, es sobre todo encontrarle personalmente invocando su nombre (Hch 8,16; 10,48; 19,5; 22,16). La fórmula de Pedro, «recibir el bautismo en el nombre de Jesús», indica que el bautizado se encuentra en estrecha relación con el nombre, es decir con la persona misma de Jesús resucitado.
No hay que engañarse sobre este encuentro personal con Cristo resucitado hoy que es un acontecimiento espiritual y totalmente interior. El rostro de Cristo nunca se manifiesta desde fuera. No podemos ver «este rostro invisible de Cristo más que volviéndonos hacia nuestras propias profundidades y viéndole emerger de ellas» (A. Bloom: Certitude de la foi). «No vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mi» (Ga 2,20). «Cristo habita en nuestros corazones por la fe» (Ef 3,17), pero no cesamos de esperarle fuera para encontrarle dentro. En el fondo, es preciso estar habitado inconscientemente por este rostro de Cristo para reconocerle cuando se presente fuera, y bajo todas las formas posibles. Como dice un monje desconocido del siglo xm comentando la aparición del Resucitado a María Magdalena: «Me apareceré a ti también fuera, y así te haré volver sobre ti misma, para hacerte encontrar en lo íntimo de tu ser a aquél a quien buscas fuera». (P.L., 184,766).
Esta presencia interior de Cristo resucitado en las profundidades del corazón es obra del Espíritu Santo que resucitó a Jesús de entre los muertos y que mora en nuestros corazones. En el capítulo 8 de la carta de los romanos, san Pablo dice en cuatro ocasiones que el Espíritu (v. 9 y 11) y Cristo (v. 10) habitan en nosotros: «Y si el Espíritu de aquél que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, aquél que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros». (Rm 8,11). Así, la característica propia del Espíritu es el poder y la fuerza que resucitó a Jesús de entre los muertos, haciéndole pasar a una vida nueva. Ahora bien, sabemos que la muerte es el supremo obstácu
Perseverantes en la oración 163
lo del hombre. Si ha sido vencida por la fuerza extraordinaria del Espíritu, hay que creer que éste es capaz de hacer también en nosotros las mismas maravillas. Del mismo modo, cada vez que Pablo habla de anunciar la buena noticia del Reino que penetra en los corazones, la asocia al poder del Espíritu: «Que no está en la palabrería el Reino de Dios sino en el poder». (1 Cor 4,20). ¿Creemos que el Espíritu Santo es capaz de hacer en nosotros obras humanamente imposibles a nuestras propias fuerzas? En la Iglesia la oración sería incomprensible sin esta confianza en la fuerza de Cristo que actúa por el Espíritu a través de sus miembros. La Iglesia es el lugar de encuentro perceptible entre nuestra oración y el poder de Dios. Cuando un hombre adquiere conciencia de esta realidad del Espíritu que vive en él y se hace dócil a sus inspiraciones, es capaz de realizar lo imposible porque pone su confianza en este Espíritu que ha resucitado a Jesús de entre los muertos.
La Iglesia aparece así como la comunidad orante de los que saben que por la oración reciben el poder transformante del espíritu de Cristo, de los que se han hecho sensibles a este poder, capaces de hacer esta experiencia: «La Iglesia es el lugar espiritual en el que el poder de Dios se experimenta constantemente en la oración, es el lugar donde el Espíritu se experimenta como poder, y esta sensibilidad espiritual de los fieles a la presencia y a la acción de Dios es provocada por el Espíritu» (Dimitru Staniloaé: Oración de Jesús y experiencia del Espíritu Santo). Experimentar el poder del Espíritu no quiere decir necesariamente realizar obras extraordinarias, aunque esto puede ocurrir gratuitamente pues nunca sabemos lo que va a hacer el Espíritu, ya que a él le toca decirlo, pero nos dará sobre todo el valor apostólico, la alegría interior, la mansedumbre y la ternura de los que creen y viven su presencia. En una palabra, los siete dones prometidos realizan en nosotros los frutos del Espíritu y nos llenan de gozo y alegría: «El fruto del espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí; contra tales cosas no hay ley. Pues los que son de Cristo Jesús, han crucificado la carne con sus pasiones y sus apetencias. Si vivimos según el Espíritu, obremos también según el Espíritu». (Gal 5,22-25).
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La última frase de san Pablo da a Pedro, andando sobre las aguas, la única respuesta válida que no puede descubrir a causa de su falta de fe: «Si vivimos según el Espíritu, obramos también según el Espíritu». (Ga 5,25). Pedro quiere andar sobre las aguas sin la vela de la confianza y el viento del Espíritu Santo, por eso fracasa lamentablemente. Habría que leer aquí lo que diremos en el capítulo 15 sobre la tabla a vela1. Pedro se ha olvidado simplemente de la vela, la tabla y el viento o más bien ha querido ignorarlo porque contaba sobre todo con la fuerza de sus piernas. Si hubiera desplegado las velas de la confianza, habría logrado andar bajo el impulso del Espíritu Santo y habría podido franquear las distancias que le separaban de Cristo. Prefiere desplegar una energía humana considerable que no dará ningún resultado pues se hunde.
No hay que creer que la fe en el poder del Espíritu es una solución fácil que nos dispensa del esfuerzo. El manejo de la tabla a vela exige un esfuerzo de aprendizaje y agilidad para aprender a mantener el equilibrio en el mar, pero este esfuerzo es de otro orden que el de Pedro, es una energía secreta y ágil, en las antípodas de la rigidez del orgullo para colarse bajo la moción del soplo del Espíritu. Los vo- luntaristas no hacen ningún esfuerzo y sólo piensan en el viento. El esfuerzo que se propone aquí es el que Teresa aconseja a Sor María de la Trinidad, en la parábola de la escalera: «Hay que levantar el pie», esperando que un día Aquél que nos mira con amor desde lo alto de la escalera vendrá a tomarnos en sus brazos, como en un ascensor.
Dale al esfuerzo su mérito; salva al que busca salvarse
Es muy cierto que hay que hacer un esfuerzo de constancia y perseverancia, pero estamos tentados de decir: ¿Para qué sirve levantar el pie o tensar la vela? Si el ascensor o el viento son los que deben llevarnos, vale más descansar y esperar. Y aquí aparece el veneno del voluntarismo tanto como el del quietismo, pues este esfuerzo aparen-
1 Por tabla a vela traducimos la palabra inglesa windsurfing y el deporte del mismo nombre consistente en sostenerse de pie en el agua sobre una tabla provista de una vela que utiliza el deportista para equilibrarse y avanzar.
Perseverantes en la oración 165
temente inútil produce un resultado, el de agotar la pretensión de nuestro orgullo que quiere prescindir de Dios para andar sobre las aguas. Dios nos salvará no por nuestros esfuerzos, sino como respuesta a nuestros esfuerzos de confianza. Para llegar ahí, hay que atravesar un paso, un test; la desesperación de no llegar a dar a Dios la confianza que espera de nosotros. El hombre que no ha sido tentado de desesperación no sabe nada, pues no ha caído suficientemente hondo para dar un salto en la esperanza y la confianza. Como veremos más adelante, se la proporcionará la oración de súplica, como a Abraham: «Esperar contra toda esperanza (Rm 4,8), ante la promesa divina, no cedió a la duda con incredulidad: más bien, fortalecido en su fe, dio gloria a Dios, con el pleno convencimiento de que poderoso es Dios para cumplir lo prometido. Por eso le fue reputado como justicia». (Rm 4, 20-22). La confianza es algo inaudito y completamente imposible, que nos hace avanzar por donde el camino está humanamente bloqueado. La fe tiene este privilegio: nos es dada por Dios, pero nosotros podemos también devolvérsela.
Por eso, la fe nos justifica y nos santifica, no sin las obras, sino porque la confianza es tan poderosa que nos hace realizar obras imposibles cuando nos vemos abandonados a nuestras propias fuerzas. Para eso hay que tener la valentía de temblar y de esperarlo todo de Dios pidiéndoselo: «Trabajad con temor y temblor por vuestra salvación, pues Dios es quien obra en vosotros el querer y el obrar, como bien le parece». (Flp 2,12). En este sentido, Dios recompensa nuestra constancia y nos concede al mismo tiempo la salvación final. (Ultima estrofa del Vertí Sánete Spi- ritus). La santidad no se realiza sin nuestra cooperación, pero no es obra nuestra, es una respuesta a nuestra fe y a nuestra oración pues en el mundo de Dios, «todo es gracia» (Santa Teresa de Lisieux). La salvación es gratuita pero no arbitraria pues Dios no «siembra su gracia a todos los vientos». Espera nuestra colaboración, y la única manera de colaborar a la gracia es creer en ella y pedirla. Por eso Cristo no cesa de repetir en el evangelio: «Lo que pidáis al Padre os lo dará en mi nombre». (Jn 16,23).
Por eso en su oración al Espíritu Santo, la Iglesia no disocia nunca el mérito y la recompensa. En la tabla a vela,
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merece uno ser transportado por el viento, si se hacen esfuerzos para ello. Se merece por el deseo: el deseo que fracasa conduce un día al deseo que triunfa. Más aún, el mismo deseo que inspira perseverar en el tiempo de los esfuerzos estériles, inspira también la acción fecunda que es la recompensa. Merecer es aprender a conseguir la recompensa: el gran problema de la vida cristiana es el de la recompensa, es decir el cielo, y no el de la tierra, a pesar de las apariencias. «Lo que nos conduce al misterio de Cristo es a la vez el Salvador y la recompensa, el camino del cielo es el cielo mismo. Dejarse salvar por él, es entrar en el cielo». (M.D. Molinié: Adoration ou désespoir, pág. 203). En el fondo necesitamos un Salvador y no una solución para conseguir la salvación. Cristo es el único que puede sacarnos de ese estado descrito por san Pablo en el que «no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero». (Rm 7,19). Tenemos que aprovecharnos de esta salvación. ¿Y cómo podremos si no experimentamos, o al menos presentimos, que somos pecadores incapaces de elevarnos por nosotros mismos?
Por eso, si aceptamos gritar a Dios, él nos enviará el Salvador, la recompensa y la salvación. El que comienza a comprender esto se libra de dos tentaciones que amenazan continuamente a la virtud de la esperanza: la presunción de creer que lo puede todo él sólo, sin el socorro de Cristo y la desesperación del que lo cree todo perdido. El que comprende esto construye su vida sobre roca. Lo que interesa a Dios como sabio arquitecto, dice Pablo, son los cimientos, es decir la roca de la confianza en Jesucristo (1 Cor 3, 10-15). Las obras no son un problema para Dios, él nos las puede dar todas y por añadidura la santidad y aun el martirio, pero lo que le plantea problemas, es encontrar quien le dé el subsuelo de la confianza. Por eso, cuando Ignacio enrola al ejercitante en los ejercicios de treinta días, le pide en primer lugar que edifique el «fundamento» sobre el que va a edificar su vida, es decir el deseo de buscar únicamente lo que agrada a Dios, su voluntad.
«El gran medio de la oración»
Es el título de un librito escrito por san Alfonso de L¡- gorio, a propósito del cual decía que era el libro más im-
Perseverantes en la oración 167
portante que había escrito y que deseaba verlo en las manos de todos los cristianos. En este libro, explica que el creyente, enfrentado a las exigencias de la ley moral y del evangelio, es radicalmente incapaz de obedecer con la sola ayuda de la gracia ordinaria y que necesita una gracia especial que no le puede ser dada sino por una oración intensa, confiada, humilde y perseverante. Es el gran medio, añade, para salvarse. «El que ora se salva, el que no ora se condena». En el fondo, expresa de una manera concreta lo que hemos estado diciendo en todo este capítulo. La oración es la prueba más segura de que hemos puesto nuestra confianza en Dios, esperando de él sólo la gracia de obedecerle.
En este sentido, se podría prolongar de otra manera la reflexión del padre Liberman citada al comienzo. Dice que el padre espiritual debe asegurarse de que su discípulo ha puesto en Dios toda la confianza posible. Lo que equivale a decir que el director espiritual debe de tener un don de zahori para detectar y sentir, a menudo de una manera inconsciente, si está tratando con uno que «está de rodillas» o con uno que no lo está. En este sentido, impresiona ver a algunos santos, como Serafín de Sarov por ejemplo, que rehusaban hablar o responder a las preguntas que les hacían, si el que acudía a ellos no oraba. En el fondo, es grave ponerse de rodillas y es todavía más grave no quererse poner. Santo Tomás de Aquino decía que la conversión de un hombre que se pone a orar de verdad es un acontecimiento más extraordinario que la resurrección de un muerto. Por la sencilla razón de que quien está de rodillas es un signo de esperanza y de confianza.
Se puede decir que no existe otra resolución práctica que orar. Los que tienen experiencia de situaciones límites —pienso en los minusválidos del amor— saben muy bien que hay momentos en los que el único consejo que se puede dar es la súplica. Si alguno nos dice, por ejemplo, que no puede amar, ser casto o soportar una prueba, no se le puede decir más que: «Pídelo». Puede ocurrir incluso que sea incapaz de ello. Uno dijo un día a un sacerdote que le aconsejaba la súplica: «No comprende que al decirme eso, me desespera, pues no lo sé hacer. Y mi desesperación es ésa». Entonces, sólo queda saber si alguien pide por noso
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tros. Al decir a otro «pido por ti», debemos hacerlo de verdad y brotando del corazón.
La resolución de suplicar es mucho más importante que todo lo demás. Hay mucha gente que hace meditación trascendental, concentración, yoga o zen y no suplican. Algunos incluso recitan plegarias y participan en la misa, sin arrodillarse o inclinarse. Cristo podría decirles: «Todavía no has pedido nada en mi nombre». (Jn 16,24). Puede que hasta haya religiosos que no hayan pedido nunca nada; no saben ni siquiera lo que es eso, y se afanan por decir «gracias» sin haber dicho «todavía». Isaac de Nínive dice que en una generación, «es raro encontrar entre un gran número un solo hombre que haya alcanzado la oración pura» (Traité pág. 156). La mayoría de los hombres quieren obtener por su esfuerzo lo que no quieren pedir como mendigos.
La súplica choca en nosotros con un rechazo que nos impide la comunicación. Para entrar en comunicación con otro, hay que tender la mano y salir de sí. Mientras no hagamos este gesto —al que podrán seguir otros muchos, a saber la acción de gracias, la alabanza, el abrazo— hay una parte de nosotros que discute y contesta. Decimos que amamos pero, ¿a qué profundidad de nuestro ser está comprometido este amor? Sin embargo en la petición, salimos de nosotros mismos para ir hacia el otro.
A nivel metafísico no hay otra salida que la súplica. Lo cual hace decir al padre Molinié que «la cima de la perfección cristiana, es saber pedir». Basta mirar la vida de los santos; cuando se encuentran acorralados en situaciones límite, hay un cliché que se repite sin cesar: «Recurrió a su recurso habitual que era pedir socorro». En el fondo, un santo es quien no tiene otra solución que la súplica. Nuestra situación es diferente: queremos pedir, pero también tener soluciones de recambio para el caso en que la súplica no marche. Esto es precisamente lo que hace que la súplica no tenga esa fuerza desesperada que trasvasa los montes y los hace precipitarse en el mar. Guardamos soluciones de recambio y no nos entregamos del todo a esta oración de petición.
Algunos dirán: «La santidad no está en la oración de súplica, sino en el amor, la súplica es una etapa que hay que superar para entrar en la etapa de la alabanza y de la ac
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ción de gracias». Podríamos responder: «¿Qué clase de amor es aquél que no suplica? ¿Habéis visto acaso un amor que no mendiga?» Yo por lo menos no lo conozco. Aun el amor de Dios para con nosotros es una súplica pues él nos ha amado primero (Jn 4,10). Dios es aquél que está volcado hacia el otro en un deseo de comunicación y no teme suplicar: «¿Quieres escucharme, darme tu corazón, tu libertad?» Cuando suplicamos, no hacemos más que responder a una súplica de Dios. Por eso la súplica no es una actitud que hay que superar pues pertenece a las costumbres divinas. En el corazón de la Trinidad, las personas se piden recíprocamente el amor unas a otras y se lo devuelven en un movimiento de acción de gracias.
Si no existiese la revelación trinitaria, no podríamos hablar así de la súplica. Ya entre amigos, nos mendigamos el amor y lo hacemos con una fórmula que es una oración: «Dame tu amistad, por favor». Dios no nos mendiga otra cosa; ni siquiera se puede decir que nos pide el amor pues nos lo da. Mendiga nuestra miseria, es decir nuestro vacío y nuestra aptitud para recibir el amor: es la única cosa que nos pertenece en propiedad y que podemos darle. Dios es el único que ha resuelto el problema de la comunicación pues, en el corazón de la Santísima Trinidad, las relaciones son perfectas. Lo que marcha menos bien, es la relación del hombre con Dios y de los hombres entre sí, hasta el punto de que muchos están sepultados en su soledad. Si queremos reemprender los caminos de la comunicación, tenemos que aprender a tender la mano hacia el Otro o los otros y por tanto aprender a suplicar. No superaremos nunca la súplica, pues en la cima de la perfección, seguiremos suplicando a Dios que no nos abandone. Aun en la eternidad el hombre suplica a Dios y este responde «sí» a su súplica eterna. Es la danza trinitaria de las súplicas de Lewis en el que por un momento la eternidad tiene un espesor eterno.
¿Qué hacer para entrar en la súplica? «Tomad el tren, no importa para dónde, ni cómo, y precisamente sobre lo que no marcha en vuestra vida. Si todo fuese bien, no podría daros este consejo, pero tengo cierta esperanza de que no todo vaya demasiado bien. Aprovechad entonces esta ocasión para decir: «Señor, ten misericordia de mí». Al comienzo, os costará trabajo, como a una locomotora aban
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donada desde hace cientos de años a la que le cuesta empezar a andar. Luego, después de dos o tres años, bajo la acción de las tribulaciones y de la gracia, vuestro corazón enmohecido lanzará un segundo grito que le recordará el primero. Después la locomotora arrancará y vuestra súplica se hará cotidiana».
Esta actitud puede con vertirse, en una respiración permanente, la de los santos que ya no pueden dejar de suplicar. En ellos, el grito se dispara a una velocidad que roza el infinito y les transforma en «oración viva», como dice Tomás de Celano a propósito de san Francisco de Asís. Reconozco que un momento crítico en la vida espiritual es aquél en que uno se da cuenta de que ya no va a poder dejar de suplicar. De hecho, resulta fácil suplicar de vez en cuando y aún muy a menudo cuando el corazón ha arrancado, pero cuando se siente que la presión del Señor va a hacerse tal que ya no se podrá detener ni un sólo instante, entonces se dice en voz baja: «¿Hay otras cosas que hacer en la vida?» Pues bien, no, no hay ninguna otra cosa que hacer más que suplicar según la palabra de Cristo en la parábola de la viuda importuna: «Les decía una parábola para inculcarles que era preciso orar siempre sin desfallecer». (Le 18,1). Deseo que al leer estas líneas, algunos comprendan que han sido elegidos por el Padre, mucho antes de la fecundación del mundo para ser «oración ante su faz» y que esta misión no terminará el día de su muerte sino que continuará en la eternidad.
Señor, enséñanos a orar Consagración a la oración continua
Bar 2,16-17 Señor, mira desde tu morada santa, y piensaBar 2, 8-10 en nosotros; acerca el oído y escucha; abre los
ojos. Señor y mira: no hemos suplicado a tu rostro. Cada uno se ha vuelto a los pensamientos de su perverso corazón; no hemos escuchado tu voz ni andado de acuerdo con las órdenes que
Bar 2,14-19 nos habías dado. Escucha, Señor, nuestra oración y nuestra súplica; no nos apoyamos en nuestros méritos ni en los de nuestros padres para depositar nuestras súplicas ante tu rostro. Señor, contamos únicamente con tu mansedum-
Perseverantes en la oración 171
Bar 3, 2-4
Le 11,13
Me 18,10
Rm 8,26
Jn 16,24
Hb 5,7
Lc 11,1
Mt 6, 7-10
Lc 18,1
Me 9,24
Me 14, 36-38
bre y tu misericordia. Escucha, Señor, ten piedad, porque hemos pecado contra ti; escucha, pues, la súplica de los hijos que han pecado contra ti y que no han escuchado la voz del Señor su Dios.
Sí, Señor, somos malos y sin embargo sabemos dar cosas buenas a nuestros hijos. Padre santo, sólo tú eres bueno, da el Espíritu Santo a los que te lo piden, en el nombre de tu hijo Jesús. Sólo él puede enseñarnos a pedir lo que hay que pedir y cómo hay que pedirlo, pues ora en nosotros con gemidos demasiado profundos para las palabras. Hasta ahora, no hemos pedido nada en nombre de tu Hijo, te suplicamos nos concedas el don de la oración continua, para que nuestra alegría sea perfecta.
En los días de su carne mortal, Jesús, tu hijo, te presentó oraciones y súplicas, con grandes gritos y lágrimas, y fue escuchado por causa de su piedad. Sus discípulos se impresionaron tanto ante esta oración que le dijeron: «Señor, enséñanos a orar... Haznos entrar en esta relación que tú, tienes con tu Padre». El les reveló el padrenuestro haciéndoles participar de su existencia filial. Señor resucitado, envía tu Espíritu a nuestros corazones, para que podamos orar en lo secreto, bajo la mirada atenta del Padre. Continúa en nosotros el diálogo que tienes con tu Padre sobre los hombres. Enséñanos a decir al Padre, en nombre de todos nuestros hermanos: santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo.
Señor, tú has mandado a tus discípulos que orasen sin cesar y sin desanimarse. Sabes muy bien que la oración continua es el trabajo más difícil de nuestra vida. Rehusamos ponernos de rodillas para pedirte lo imposible, porque nos fiamos más de nosotros que de ti. Creemos, Señor, pero ven en ayuda de nuestra poca fe. Desvélanos el verdadero combate de la oración de Jesús en la agonía: «Todo es posible para ti. Padre... pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú». Danos la fuerza para velar y orar una hora contigo, para que no caigamos en la tenta-
172 Jean Lafrance
Lc 11,9
Mt 7, 9-11
Lc 18,7
Ap 2,17
Ef 6, 18-19
Flp 4, 4-7
Hch 1, 13-14
Hch 1,4
ción. Enséñanos a pedir, a buscar y a llamar a la puerta, educadamente con gracia, sin cansarnos nunca, pues el Padre no puede dar una piedra al que le pide pan. Danos las cosas buenas que el Padre promete a los que oran con confianza, humildad y perseverancia. Te pedimos que nos incluyas en el número de tus elegidos que claman a ti, día y noche.
En la Iglesia, Señor, algunos reciben la vocación y la misión de ser oración viva ante tu rostro. Danos esa piedra blanca, que lleva grabada el nombre que nadie conoce. Queremos consagrar nuestra existencia a vivir en la oración y la súplica, orando en el Espíritu. Queremos aportar una vigilancia incansable e interceder por todos los santos, especialmente para que los apóstoles puedan anunciar audazmente el evangelio, con una seguridad absoluta. En las necesidades, enséñanos a rechazar toda preocupación y a recurrir a la oración y a la plegaria, penetradas de acción de gracias, al presentar nuestras peticiones a Dios. Y que la paz de Dios que supera todo entendimiento, tome bajo su cuidado nuestros corazones y nuestros pensamientos en Cristo Jesús.
Con María, madre de Jesús, con los apóstoles, queremos subir a la cámara alta, para esperar el Espíritu prometido por el Padre. Tú, Santísima Virgen, eres la que nos enseñas el misterio de la constancia en la oración y la fuerza de la invocación humilde y discreta. Madre del Señor, hija del Padre, templo del Espíritu Santo, estamos ante ti, esclavos de nuestros pensamientos e incapaces de orar siempre. Después de haber recibido el consejo del padre espiritual y su bendición, quisiéramos entrar en el camino de la santidad pertrechados con la santa decisión de orar sin cesar. Por eso, ayúdanos a asegurarnos en la invocación incesante del nombre de Jesús y cantaremos: Alégrate esposa no desposada, madre de la oración continua.
14Te llaman consejero,
don del Dios altísimo, fuente viva, llama, caridad
y unción de la gracia.
En su Diario, Julien Green dice de la oración: «No entiendo gran cosa», pero añade una observación que resume la experiencia universal de los que oran, y que no suele aparecer en los libros dedicados a la oración: «No se aprende a orar con los libros, como tampoco se aprende en los libros a hablar el inglés o el alemán. Se puede sin embargo constatar algo, que se les escapa a muchos autores, y es que hay un momento en que el que ora pierde pie. Hasta en las oraciones recitadas. ¿Qué significa no hacer pie? Significa que ya no se sabe lo que se hace y que esto no tiene ya importancia. Es un poco como el,segundo en que uno cae en el sueño. Cuántas veces he acechado este instante de la caída en el sueño. Pero viene sin que se sepa; Pienso que sucede lo mismo con la oración, con o sin palabras». (Julien Green: Vers l'invisible. Journal, 1958-1967, página 111).
No es fácil evocar esta irrupción de la oración en el corazón, «sin causa precedente», como diría san Ignacio. Pero basta hacer la experiencia para captar la fundamentación de esta observación. Tú que lees estas líneas en este momento, detente, deja toda actividad mental y haz callar las ideas que rebullen en tu cabeza. Lentamente, murmura con tus labios y tu corazón esta oración: «Ven, Espíritu Santo, a nues-
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tros corazones, y enciende en ellos el fuego de tu amor». Puedes usar otra fórmula que concuerde con tu nombre propio y tu vocación. Lo esencial es permanecer aferrado a esta fórmula, sin abandonarla ni cambiarla nunca; repítela durante un cuarto de hora.
Vuelve luego a la lectura o a tu trabajo, pero en cuanto tengas un momento libre, aunque no sea más que cinco minutos, entra en tu corazón con esta oración. Puedo asegurarte que un día, dejarás de hacer pie, sin saber ya lo que haces. No aceches este momento para captarlo, se te escapará como el soplo impalpable del viento. Del mismo modo, no lo retengas cuando se desvanece. Esto es «sorprender el corazón en flagrante delito de oración». (Dom André Louf: El Espíritu ora en nosotros. Narcea, Madrid). Sucede algo inesperado e indefinible, de lo que no se puede hablar más que por alusiones pues cada uno tiene su experiencia propia en este terreno de la oración. Es un secreto incomunicable del que no se puede hablar a nadie. Unicamente podemos invitar a acercarse al umbral del misterio. Es como el vino o el chocolate, que hay que probarlos para conocer su sabor.
En una conferencia a jóvenes, el padre Molinié comparaba a los que buscan a Dios en la oración con los radioaficionados. Tantean para encontrar la longitud de onda, para entrar en contacto con una persona invisible, y la mayoría del tiempo, no lo consiguen, pero el día en que aciertan, se sienten compensados de todos sus trabajos. «En el fondo, la oración, es esto. Con o sin palabras con alegría o con pena, se busca el contacto durante horas... y el contacto viene como un ladrón, el tiempo de un relámpago; en el fondo poco importa que venga o no, es la búsqueda lo que cuenta..., pero todavía no podéis comprender esto».
Para el padre Molinié como para Julien Green, los caracteres son los mismos. En la raíz, está el deseo de orar con fórmulas o sin ellas; la búsqueda es lo que cuenta y el resultado viene como un relámpago. Cuando la oración surge así en el corazón, no se debe ya hacer nada. Además, no se encuentra uno en situación de hacerlo. Serafín de Sarov recomienda que entonces se deje de recitar la fórmula: ¿Para qué llamar al Espíritu Santo si está ya ahí?
Perseverantes en la oración »
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La oración es un don del Altísimo
De todo lo que acabamos de decir, se deduce por lo menos una cosa: la oración no está a nuestra disposición o a nuestro alcance como cierta literatura espiritual podría dar a entender. Aquí está el punto neurálgico de la revelación cristiana, sigue diciendo el padre Molinié: «Orar, en el fondo, es imposible. No digo que sea difícil ya que ocurre algunas veces, y entonces se comprende claramente que no es en absoluto difícil, pero cuando no viene, ya no es difícil, es imposible» (Lettre 4, pág. 2). Otro tanto se podría decir del amor de Dios y del amor fraterno: está a nuestro alcance desearlo, pero no está a nuestro alcance realizarlo. En este sentido, podemos experimentar la nostalgia de la oración continua y tener un vivo deseo, pero si Dios no nos da la gracia, permaneceremos en el atrio del santuario. Es como en el circo —perdonad la comparación— donde hay algunos artistas que hacen alardes en la puerta para incitarnos a entrar bajo la carpa, pero lo que sucede dentro no guarda proporción con el alarde.
Desde el momento en que un hombre es admitido al interior del santuario de la oración, se siente pagado de todos sus esfuerzos y trabajos, pero durante años tiene que realizar el esfuerzo desanimante y aparentemente estéril de suplicar horas enteras para gritar su sed de contacto con Dios. Previamente, hay que hacer una constatación muy dolorosa: la de nuestra imposibilidad de orar debidamente, dice san Pablo (Rm 8,25). Precisamente en este punto neurálgico aparece la necesidad de la irrupción de los dones del Espíritu Santo, sin la cual la oración es prácticamente imposible. En su relación con Dios, el hombre no puede contar únicamente con su voluntad, su inteligencia y su afectividad.
Es preciso ir aun más lejos y decir que el entendimiento transformado por la fe desnuda y la voluntad informada por la caridad no bastan por sí solas a hacernos perseverar en la oración. Dicho de otra manera: ¿Puede un cristiano llevar una vida de oración auténtica y duradera si no tiene, aunque no sea más que un poco, experiencia de su relación filial con el Padre? Es preciso que en un momento dado de
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nuestra vida esta relación con el Padre en la oración y en la vida se haga consciente; de otro modo abandonaremos pronto o tarde la oración. Juan de Santo Tomás que fue a la vez teólogo y verdadero espiritual dice claramente que no se puede uno contentar con la razón y la contemplación en la fe desnuda para contemplar, si no divagamos y nos adormecemos pues los cielos y las cosas celestiales nos están ocultas más bien que abiertas. No se puede entender la fe desnuda en el sentido en que habla de ella san Juan de la Cruz pues evoca siempre la fe unida a los dones de inteligencia y de sabiduría.
Los dones vienen por decirlo así a pulir y dosificar, y hacer resplandecer las virtudes en las cosas en que las virtudes no alcanzan por sí mismas. Pues la fe sola y desnuda nos deja en la oscuridad; y en consecuencia aquellos que en la contemplación proceden en sola fe caen rápidamente en el aburrimiento, y no pueden perseverar mucho tiempo. Por eso, a los contemplativos que se esfuerzan en penetrar los misterios de la fe les es necesario el don de inteligencia, y deben usar de él (Juan de Santo Tomás).
Estoy cada vez más persuadido de que el cristiano no se puede contentar con obedecer a Dios y reverenciarle, sino que está llamado a entrar en su santuario. Como dice Dionisio Aeropagita, en el capítulo II de los Nombres divinos: «Hieroteo, perfecto en las cosas divinas, no sólo porque las había aprendido sino porque las padecía en sí mismo». Así, el hombre de Dios no se contenta con amar las cosas de Dios y conocerlas, sino que las sufre y las padece. Debe tener cierta experiencia de ellas, quitando a esta palabra su coloración de psicología experimental y sobre todo de iniciativa del hombre. «No es el hombre el que hace una experiencia de Dios, es Dios quien quiere hacer una experiencia, y poniéndolo a prueba establecer experimentalmente (peirazesthai) si el hombre a quien ha encargado una misión camina bien por la vía que se le ha indicado». (Hans Urs von Balthasar).
La palabra «experiencia» no tiene buena prensa, estos últimos tiempos. Evoca entre algunos teólogos y directores espirituales, tales desviaciones —falsos misticismos colectivos o individuales— que la hacen sospechosa. Aun hay al-
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gunos sacerdotes que oponen experiencia a la fe desnuda. En este sentido, la expresión no deja de ser equívoca cuando pone el acento sobre lo pasivo o lo sufrido. Prefiero la expresión de M. Mouroux: «Por eso prescindiendo de las apariencias, lo activo está en la experiencia más seguro que lo pasivo; lo querido más seguro que lo vivido; lo puesto más seguro que lo sentido; se puede verificar esta ley, a propósito del acto libre, que es la cima de lo dado; porque veo, quiero y elijo tengo experiencia de la libertad. No puedo tener experiencia de ella más que en el acto puesto por mí» (M. Mouroux).
La imagen bíblica más sugestiva para evocar esta experiencia que Dios hace ejecutar al hombre es la del combate de Jacob en el que se enfrenta cuerpo a cuerpo con Dios, en la suprema actividad de abandonarse, después de haber intentado apoderarse de Dios con toda su fuerza. La tradición espiritual atribuirá esta «experiencia» de Dios a los dones del Espíritu Santo y más concretamente a los de inteligencia, sabiduría y ciencia sobre los que volveremos más adelante: «Estos hábitos, dicen Juan de Santo Tomás, se llaman espíritus y dones. Espíritu, en cuanto proceden del amor espirativo, y por el peso del amor. Don, porque el amor es comunicativo, y el primer don del amor es el corazón mismo del amigo, unido al amado presente dentro del que le ama».
Para evitar despersonalizar la experiencia suprimiendo la parte de libertad del hombre, Juan de Santo Tomás precisa: «Así aquellos en los que actúa el Espíritu son movidos, no como esclavos, sino como hombres libres, como seres dotados de libertad y que quieren realmente; y se inclinan a estas operaciones por principios que les son inherentes y sin embargo procedentes del Espíritu, operaciones que exceden en su regulación y medida el modo humano y común». La imagen que emplea para designar el equilibrio entre la acción de Dios y la del hombre es la del águila, tomada de Isaías: «Subirán con alas como de águilas, correrán sin fatigarse, y andarán sin cansarse». (Is 40,31). Y añade: «Aquellos en los que actúa el Espíritu son transportados por alas de águila infladas por el soplo de arriba; y corren por el camino del Señor sin ningún trabajo». Por eso, en la oración como en la vida ordinaria, el cristiano tiene necesidad
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de los dones del Espíritu para vivir las virtudes de fe y de caridad con un grado de incandescencia y de poder que excede los actos ordinarios.
El cielo debe entreabrirse un poco
Para comprender mejor esto, volvamos a nuestro punto de partida de la oración, en el momento en que el Espíritu hace irrupción en nosotros para sumergirnos en la oración pura. Hasta ahora, habíamos actuado con el corazón, el espíritu y los labios para ejercitarnos en la oración, pero desde que el Espíritu Santo toma el relevo, el corazón se siente invadido por un calor y una dulzura semejantes a la que se apoderó del corazón de los discípulos de Emaús: «¿No ardía nuestro corazón cuando nos explicaba las Escrituras?» (Lc 24,32). Es cierto que las expresiones «dulzura» y «calor» están lejos de la realidad de lo que sucede y que escapan a toda conceptualización, pero expresan, en cuanto es posible, una experiencia celestial. Es el don del Dios altísimo que se nos comunica sin intermediario. San Ignacio dirá a este propósito que el Creador abraza directamente a su criatura, y trata con ella sin mediación. En este sentido, la experiencia es trascendental, pues desborda las categorías del entendimiento y de la sensibilidad, no recae sobre ningún objeto particular y se traduce en gran paz y silencio. Esta alegría y paz inefables, como dice Serafín de Sa- rov a su discípulo Motovilov, no es provocada por nada y más bien se confunde con el punto cero del silencio.
Es un ante-gusto de la experiencia del cielo, es decir un desvelamiento del secreto de Dios. Pensamos aquí naturalmente en los signos operados por Cristo a lo largo de su vida pública y que tenían por objeto poner a sus oyentes en contacto con el Invisible. Del mismo modo, cuando el buen ladrón le pide que se acuerde de él en su Reino, Jesús le entreabre el cielo: «Hoy, estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23,43). Comprendemos entonces que necesitamos, para no desfallecer, que el cielo se nos entreabra un poco, y esto es lo que hace el Espíritu Santo por los dones de sabiduría, inteligencia y ciencia. Tenemos una señal de ello en el bau-
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tismo de Cristo: «En cuanto salió del agua, vio que los cielos se rasgaban y que el Espíritu, en forma de paloma, bajaba a él (Me T,10)». (Juan de Santo Tomás).
Y añade en el mismo párrafo: «Cuanto más progresa el alma en los dones, más ampliamente se le abren los cielos, y mejor contempla la gloria de Dios: y la mejor señal de la presencia de estos dones de ella, y de la apertura de los cielos, es que tiene una gran alegría y cierta inteligencia de esta gloria. Por eso se escribe de san Esteban: «Lleno de Espíritu Santo, miró fijamente al cielo y vio la gloria de Dios...» Y dijo: «Estoy viendo los cielos abiertos». (Hch 7, 55- 56)».
En el fondo, la predicación cristiana proclama que estamos destinados a iniciar desde la tierra la vida del cielo que existe en germen en nuestro corazón. Conocemos tan solo las primicias en la gracia. Para devolvernos la vida eterna —y por tanto el cielo— Cristo vino a la tierra, se encarnó y sufrió. Sin saberlo, como a tientas, los hombres buscan esta vida de Dios: «En algunos momentos, dice Lewis, he pensado que no deseamos el cielo pero muy a menudo, me sorprendo con la pregunta de si en lo más hondo de nuestros corazones, no hemos deseado otra cosa». De hecho, cuando se lee el evangelio de la multiplicación de los panes en el que Jesús promete el pan del cielo (Jn 6,32), siente uno ganas de decir: el cielo no nos interesa y no puede interesarnos sin una gracia excepcional. «Nadie puede venir a mí, si mi Padre no lo atrae» (Jn 6,44). Y sin embargo en el fondo de su corazón, el hombre nunca ha deseado otra cosa. Preguntad a alguien que se drogue por qué lo hace, y os responderá que busca un paraíso.
Se puede anunciar el cielo o la vida eterna de diferentes maneras, pero no se puede transmitir su sabor, si el Espíritu Santo no se mete por medio para hacernos gustar una realidad que escapa totalmente a nuestra capacidad. Los hombres en estado de gracia están habitados por Dios y esa habitación no es nunca estática. Dios habita en nosotros para ejercer una actividad intensa y devoradora —es el grano que crece solo (Me 4, 26-29) o la levadura en la masa— insuflando sus costumbres divinas en nuestra psicología y en nuestra actividad. Es una ley de dinamismo y progresión.
Es pues normal que esta progresión se haga conscien-
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te, sin que por eso se den fenómenos extraordinarios. Una anciana puede tener conciencia de estar habitada por Dios, sin ser capaz de expresarlo con palabras porque no tiene la cultura necesaria para decirlo. Pero el día en que oye a su párroco hablar de la alegría y de la paz de Dios, siente que algo se mueve dentro de ella. Para ella se cumple la palabra de Cristo antes de la Transfiguración: «De verdad os digo que hay algunos entre los aquí presentes, que no gustarán la muerte hasta que vean el Reino de Dios». (Lc 9,27). Es lo que le sucedió al anciano Simeón y a la profetisa Ana: «Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor». (Lc 2,26).
Hay pues en la tierra hombres que hacen la experiencia del cielo. Teresa de Avila decía: «Vivimos la misma vida que los ciudadanos del cielo: ellos en la luz, nosotros en la oscuridad; ellos en la alegría, nosotros en el sufrimiento; ellos en el descanso, nosotros en la lucha». Hay una frase de san Bernardo que expresa muy bien esta anticipación del cielo vivida por los monjes: «Dichosos los que son llevados por el Espíritu, más dichosos los que son guiados por el Espíritu, pero mucho más dichosos, sin comparación, los que son arrebatados (raptados) por el Espíritu». Aunque no es privativo de los monjes, sí es especial en ellos tomar ciertos medios, para conseguirlo (consejos evangélicos, vida monástica, soledad, etc.).
La experiencia mística, es la toma de posesión de nuestro ser por Dios que trae consigo una modificación de nuestra psicología, de nuestra conciencia y de nuestra conducta, de manera verificable, aunque no seamos capaces de saberlo ni de expresarlo. Un padre espiritual reconocerá que hay una experiencia mística en una persona que se queja de ausencia de Dios. El hecho de que sufra esta ausencia es señal de que Dios le está trabajando pues, para sentir su ausencia, hay que saber lo que es su presencia. Cuando alguien es invadido, aunque sólo sea un poco, por la caridad, e imposible que no sea transformado. Puede ocurrir que su vida esté demasiado volcada al exterior para que perciba esta toma de posesión que padece, pero en cuanto tenga un poco de descanso, se encontrará de nuevo con esta experiencia.
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Fuente viva, llama, caridad
Tratemos de subir a la fuente de esta experiencia tal como viene anunciada en el evangelio y evocada en la liturgia del Espíritu en la que se le designa con el nombre de llama y de fuente viva. Aludiendo al Reino que ha venido a establecer en la tierra y que mora en nosotros, Jesús dice: «He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y cuánto desearía que ya estuviese encendido» (Lc 12,49). Este fuego de la zarza ardiendo, si viene del cielo, no espigo natural y si es un fuego hay probabilidades de darse cuenta de su existencia. Cristo dice también: «Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. El que crea en mí, de su seno correrán ríos de agua viva. Esto lo decía refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él. Porque aún no había Espíritu, pues todavía Jesús no había sido glorificado». (Jn 7,37-39). Es una invitación de Cristo a venir a él y a gustar que es fuente de agua viva: «Gustad y ved qué bueno es el Señor». (Sal 34,9). Antes de ver que el Señor es fuente de ternura hay que saborearlo. Es evidente que todos estos símbolos evocan una experiencia.
«El Reino de los cielos es como un grano de mostaza que, cuando se siembra en la tierra, es más pequeña que cualquier semilla, pero una vez sembrada, crece y se hace mayor que todas las hortalizas». (Me 4, 30-32). Durante meses, la semilla de la Palabra de Dios permanece en nosotros en estado de incubación, su germen es demasiado pequeño para que podamos experimentarlo, pero en cuanto crece, hace sentir su presencia. Se pueden vivir años sin ser consciente de la presencia de este germen. Un cristiano adulto es aquél que ha conocido el combate de Jacob y el ángel y ha permitido que la semilla de la Palabra le llene totalmente.
Juan de Santo Tomás atribuye al don de sabiduría esta puesta a fuego del amor de Dios en nuestro corazón. Desde nuestro bautismo, este fuego se incuba en nosotros bajo la ceniza, y es preciso que la llama del amor venga a iluminar la oscuridad de la fe. «Por eso es preciso que los dones de sabiduría, de inteligencia y de ciencia procedan del amor y estén fundados en él. Por eso se atribuyen especialmente
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al amor o al Espíritu Santo que es amor». Este fuego de Dios se llama también agua viva porque consuela y refresca a los que toca. Quema en nosotros todo lo que contradice a la esencia del amor, pero en lo más profundo del corazón este fuego se convierte en un agua viva que purifica, refresca y quita la sed.
El fuego material es una pálida imagen de lo que el fuego de la zarza ardiendo quiere hacer con nosotros. Decía san Agustín de san Lorenzo: «Como ardía del deseo de Cristo, no sentía los tormentos de los perseguidores. El mismo ardor que le quemaba por dentro enfriaba las llamas de fuera». Evidentemente esto supone que esta llama no era ordinaria. El fuego del Espíritu es pues más fuerte, cuando se desencadena, que las llamas exteriores. Por tanto, no hay que extrañarse de que sea tan doloroso. Sólo existe una diferencia con las llamas exteriores: es que por naturaleza el fuego del Espíritu es un aceite, es la unción de la gracia que nos hace rezar el Veni Creator.
Teresa había experimentado esta dulzura de la unción del Espíritu que la penetraba hasta la médula de los huesos y decía: «Hay como un fuego en mi alma, pero este fuego no llega al centro; en el centro hay un aceite». Esta unción hace que el fuego del martirio interior sea dulce, a pesar de los sufrimientos. Por eso dice Cristo: «Mi yugo es suave y mi carga ligera». (Mt 11,30). Creemos muy poco en esto porque somos hombres de poca fe. Lo que explica que sea dulce, es que el fuego divino no destruye la naturaleza, destruye sólo al hombre viejo, los complejos, los lazos y las cris- paciones. Pero a nuestra naturaleza inocente, creada por Dios, la llena de unción, y esta unción permite soportar los sufrimientos de la muerte del hombre viejo. Los santos dan testimonio de que esta unción endulza todas las cosas: «Los no creyentes ven la cruz, decía san Bernardo, pero no ven la unción».
En el sermón 57 del Cántico, san Bernardo repite: «Pero el fuego que es Dios consume y no aflige, quema suavemente y hace feliz afligiendo. Es de verdad un fuego que destroza, pero es para llenar de unción el alma a la que purifica. Pero eso, en la fuerza que te transforma y en el amor que te abraza, reconoce presente al Señor. Por eso el don de sabiduría informa la virtud de la caridad como el don de
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inteligencia ilumina la fe para ayudarnos a realizar cierta experiencia interior de Dios y de las realidades espirituales en el gustar mismo de la delectación, o el tacto interior de la voluntad». Y Juan de Santo Tomás continúa: «Digamos pues que la razón formal pór la cual el don de sabiduría alcanza la causa superior es el conocimiento experimental de Dios, en tanto que él no está unido e inviscerado, y él mismo se da a nosotros; hay en ello un saber totalmente espiritual, que no viene de una luz o de un razonamiento que muestra la realidad de las cosas, sino de la afección que experimenta la unión».
Oración de san Simeón Metafrasto
Esta oración la recitan nuestros hermanos de Oriente antes de la comunión.
Espero en ti temblando. Comulgo con fuego. De mí mismo no soy más que paja, pero, oh milagro, me siento de pronto abrazado como en otro tiempo la zarza ardiendo de Moisés. Señor, todo tu cuerpo brilla con el fuego de tu divinidad, inefablemente unido a ella. Y tú me concedes que el templo corruptible de mi carne se una a tu carne santa, que mi sangre se mezcle con la tuya. Desde ahora soy tu miembro transparente y luminoso.
Tú que me das tu carne en alimento, tú que eres un fuego que consume a los indignos, no me quemes, sino más bien deslízate en mis miembros, en mis articulaciones, en mis riñones y en mi corazón. Consume las espinas de mis pecados, purifica mi alma, santifica mi corazón, fortifica mis piernas y mis huesos, ilumina mis cinco sentidos y establéceme todo entero en tu amor.
Tú eres el Espíritu de los siete dones, el dedo de la mano del Padre,
el Espíritu de verdad prometido por el Padre. Tú eres quien inspiras nuestras palabras.
1Cuando Juan de Santo Tomás trata explícitamente de
los dones del Espíritu santo, siguiendo a Santo Tomás, utiliza una comparación que se repetirá a menudo en la tradición espiritual: la de las velas de la barca. En su viaje hacia Dios, el cristiano está provisto de una barca con remos que son las virtudes adquiridas y aun las infusas; para hacer avanzar la barca, debe desplegar su actividad remando, pero puede también izar las velas disponiéndolas a recibir el viento del Espíritu, y enfilar a gran velocidad hacia el cielo. «Las velas disponen a la barca dice el padre Garrigou- Lagrange, para que reciba normalmente y como conviene el soplo del viento, y para avanzar de manera mucho más rápida que a fuerza de remos».
Para Juan de Santo Tomás, como para el mismo santo Tomás y san Agustín, los siete dones del Espíritu Santo son necesarios para la salvación y al mismo tiempo guardan conexión con la caridad (Cfr. la, Mae, q.68.a.2 y 5). Los dones se distinguen de las virtudes adquiridas e infusas en el sentido de que somos más pasivos que activos, pues están en los justos de una manera permanente para recibir dócil y prontamente la inspiración del Espíritu Santo que nos hace obrar según un modo suprahumano, no precisamente extraordinario como lo sería la profecía, sino eminente.
Los dones son, pues, necesarios en la experiencia de la
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salvación. Santo Tomás lo muestra con claridad en el artículo segundo de la cuestión de la Suma dedicada a los dones en general: «Aquél que no posee todavía más que imperfectamente un principio de acción, no puede obrar como conviene sin ser ayudado por un agente superior... Así, el estudiante de medicina y cirugía no puede hacer una operación sin ser guiado por el maestro que le forma... Ahora bien, el justo no posee más que imperfectamente la vida de la gracia, aun cuando su razón esté informada, elevada, por las virtudes teologales; es necesario, pues, para que camine como conviene hacia su fin sobrenatural, que sea ayudado de una manera especial por el Espíritu Santo, según las palabras de san Pablo a los romanos, 8,14: Todos los que son guiados por el espíritu de Dios son hijos de Dios».
Las siete velas de la barca
Sin los dones del Espíritu Santo, el creyente permanecería en un estado de inmadurez espiritual, no conseguiría superar la tosquedad espiritual, no comprendería lo que Dios hace en su vida, y sobre todo no estaría suficientemente estructurado para afrontar los combates. No tenemos intención de acometer en este capítulo un estudio teológico particular de cada uno de los siete dones, enumerados por Isaías (son seis) y que reposarán sobre el Mesías: «Reposará sobre él el espíritu de Yavé; espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu-de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y temor de Yavé». (Is 11, 2-3). Basta simplemente con referirse al Tratado de los dones escrito por Juan de Santo Tomás. Cuando los carmelitas de Salamanca comentaban los artículos de la Suma relativos a los dones, renunciaban siempre a explicarlos, porque decían que Juan de Santo Tomás lo había hecho de manera tan magistral, que no había más que leer lo que él había escrito, meditándolo delante de Dios. Del mismo modo, el dominico Vallgornera que compuso en latín una teología mística según santo Tomás, no encontró nada mejor, cuando tuvo que hablar de los dones del Espíritu Santo, en general y en particular, que transcribir una veintena de páginas de Juan de Santo Tomás.
No podríamos hacerlo mejor que este gran teólogo que
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fue al mismo tiempo un gran contemplativo. Si los lectores se encontrasen algo desorientados por el lenguaje escolástico de este autor que emplea una «contemplación circular», volviendo sin cesar sobre las mismas cosas, podemos aconsejarles un comentador más moderno, el padre Philipon que ha tratado admirablemente los dones en la vida espiritual de Sor Isabel de la Trinidad (La doctrina espiritual de Sor Isabel de la Trinidad).
Quisiéramos situarnos en un nivel más concreto y más práctico, partiendo de la vida cristiana normal con sus interrogantes, sus deseos, alegrías, pruebas y tentaciones para comprender cómo el Espíritu Santo debe iluminar nuestra fe y volver incandescente nuestra caridad. No haremos más que enunciar estos problemas indicando el capítulo del trabajo en el que se estudian. Y para terminar tomaremos del padre Molinié la comparación más actual de la tabla a vela para indicar cómo nuestra marcha hacia Dios se dirige y simplifica por el abandono a la acción del Espíritu, lo que no suprime en nada nuestra responsabilidad y nuestra colaboración personal.
Vivimos en una época en la que no podemos utilizar en nuestra marcha hacia Dios una «estrella polar» que nos guíe sólo con mirarla, sin error. En otras palabras, los problemas personales o colectivos no los podemos afrontar por medio de una sabiduría operante, pues no tenemos respuestas para todas nuestras preguntas. ¿Ha existido alguna vez una época en la que esto haya sido posible? Basta consultar el evangelio para darse cuenta de que Jesús no responde nunca directamente a las preguntas que le hacen. Dice a menudo que sus apóstoles recibirán el Espíritu que les guiará a la verdad, pero tendrán que arreglárselas ellos mismos con sus problemas. Sin embargo, Dios no nos puede abandonar a nuestras propias luces, nos ha prometido enviarnos el Espíritu para guiarnos en nuestra vida (Jn 16,12). Hay pues en nuestra existencia puntos de referencia que se mueven y constelaciones que se desplazan en el espacio espiritual de nuestra vida. El discernimiento espiritual que pone a la obra el don de consejo (capítulos V, VI y VII), es el medio de expresar la demanda en una dirección incierta, para descubrir los puntos de referencia y tener en cuenta las coordenadas. Por eso el discernimiento exige una serie de
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operaciones, aparentemente complejas, pero que no son difíciles de llevar a la práctica cuando se cumplen una serie de condiciones, tanto en nuestra vida personal como en la vida de la comunidad cristiana, sobre los carismas.
Vivimos también en una época —un nuevo Pentecostés (Juan XXIII), un nuevo Adviento (Juan Pablo II)— que redescubre el dinamismo del Espíritu, lo que Pablo llama el poder de Dios. Importa pues comprender y profundizar de manera experimental la acción de Dios en el corazón de nuestras vidas y de la vida del mundo. El papel del don de inteligencia es (capítulo XVI) iluminar nuestro espíritu para darnos la clara visión del designio de Dios y la fuerza de cumplirlo. ¿Cómo, sin una inspiración del don de sabiduría, (capítulo XIV) llevar una vida de oración y de unión con Dios que no sea solamente intelectual, sino que nos haga gustar y experimentar de una manera misteriosa, la presencia de la Santísima Trinidad en nosotros? Otro tanto se podría decir para los que se comprometen en la castidad y el celibato: ¿Cómo es posible renunciar al amor humano sin haber experimentado, al menos de una manera incoativa, la profundidad del amor trinitario o al menos haberlo sospechado?
Del mismo modo, es necesaria la inspiración superior del don de consejo para armonizar la prudencia de la serpiente y la sencillez de la paloma, la fuerza y la mansedumbre, la justicia y la misericordia, la vista constante de nuestra vocación y la atención a los detalles y a las circunstancias concretas con las que está tejida nuestra existencia. ¿Cómo tocar como conviene el teclado de las potencialidades más diferentes de nuestro ser, sin dar notas falsas? Es preciso para esto tener la inspiración del trozo que hay que tocar.
En este terreno, los dones del Espíritu Santo son particularmente necesarios para responder a la llamada a la santidad que nos hace escuchar Cristo: «Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial». (Mt 5,47). El que se toma un poco en serio el sermón del monte o el consejo de Cristo de renunciar a sí mismo y llevar su cruz, descubre más pronto o más tarde su impotencia para amar al Padre con todo su corazón, con toda su alma y todas sus fuerzas. Este descubrimiento es fruto del don de ciencia (capítulo II)
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que no sólo nos hace comprender la santidad de Dios, sino también la pobreza de la criatura que se recibe a sí misma de Dios en cada momento. Cuando hablamos de pobreza, no pensamos tan sólo en nuestra miseria moral, resultante del pecado, sino en nuestra pobreza metafísica, en nuestra indigencia del ser, que es una miseria sustancial y que hace posibles todos los pecados. Más aún, el don de ciencia nos revela el encanto de esta miseria para el corazón de Dios que se siente atraído por ella y, según la bella expresión de santa Teresa de Lissieux a su hermana Celina, nos enseña a «amar suavemente nuestra miseria».
Entonces es cuando puede intervenir el don de fortaleza que se despliega a través de nuestra miseria y nuestra debilidad: «Por tanto, con sumo gusto seguiré gloriándome sobre todo en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo, pues, cuando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte». (2 Cor 12, 9-10). El cristiano adulto es aquél que ha atravesado estas tentaciones y estas pruebas para tocar los límites de su fe consciente a las puertas del desierto. En el momento en que iba a ceder a todas estas tentaciones, el Dios amigo de los hombres le ha dado su fuerza para superarlas (capítulos IV y X). Se podría creer que una vez reconocida y aceptada esta debilidad se transforma en fuerza; no hay nada de eso, esta pobreza no dejará de ser una debilidad y hasta el fin de su vida, el hombre deberá recurrir a Dios por la súplica. El mismo temor de Dios (capítulo XVII) le dará la valentía de tener miedo y gritar a Dios. En efecto, en la tentación nos vemos forzados a pedir socorro y a recibir de Dios una respuesta magnífica, de acuerdo con la palabra de Cristo: «Para los hombres es imposible, mas para Dios todo es posible». (Mt 19,26). Pero si nos apartamos de esta tentación, nos apartaremos, a! mismo tiempo, de lo que puede darnos la salvación y la santidad.
El Espíritu prometido por el Padre
En el fondo, el cristiano experimenta que no se puede apoyar en sí mismo sino en Dios. Pone entonces su fe en el Espíritu Santo y se confía a su omnipotencia. Entonces el don de piedad filial (capítulo XII) le empuja a recurrir al Pa-
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dre que ve y sabe (Mt 6,6), cada vez que se encuentra en un callejón sin salida. Comprende entonces que la cima de la santidad está en la oración de súplica, pues no tiene ninguna otra solución de recambio que pueda utilizar. En este sentido, se siente empujado a la oración continua, de acuerdo con la palabra de Cristo en el evangelio: «Es preciso orar siempre sin desfallecer». (Le 18,1). El don de piedad es por eso fuente de la oración continua (capítulo XIII).
Como los apóstoles en la tarde de la Resurrección, el cristiano vive pendiente de la promesa de Cristo y del Padre: «Mirad, yo voy a enviar sobre vosotros la promesa de mi Padre. Permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto». (Le 24,49). De este modo, Cristo manda a sus apóstoles que no se alejen de Jerusalén sino que esperen lo que ha prometido el Padre, lo que, dice, habéis oído de mi boca. «Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados en el Espíritu Santo, dentro de pocos días» (Hch 1, 4-5). Cristo insiste mucho en el poder de este Espíritu que reviste a los apóstoles de la fuerza de lo alto. La condición para recibir el Espíritu Santo es creer en esta promesa y esperarle en oración. Esperar el Espíritu prometido por el Padre, deseándole interiormente, es la única cosa que podemos hacer hoy con certeza y en esto consiste la oración.
Debemos renunciar a apoderarnos del Espíritu, pero debemos desearlo. Esta es la paradoja. Es necesario orar y velar; a la espera de recibir el Espíritu Santo, se limpia la lámpara, pero no demasiado para no apagar el aceite del deseo, pues nuestro deseo es nuestra oración. Hay que dormirse conservando la lámpara encendida esperando que el esposo venga a llamar a la puerta para abrirle: «Mi amado metió la mano por la hendidura; y por él se estremecieron mis entrañas. Me levanté para abrir a mi amado, y mis manos destilaron mirra, mirra fluía de mis dedos en el pestillo de la cerradura». (Ct 5, 4-5).
Al Espíritu Santo se le llama aquí el dedo del Padre porque trabaja sin cesar en el corazón de nuestras vidas y de la historia: «Mi Padre trabaja hasta ahora y yo también trabajo». (Jn 5,17). También los dones del Espíritu trabajan en nosotros porque están conexos con la caridad, por la que el Espíritu Santo habita en nosotros (la, Mae,q.68,a.5). Están
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por supuesto, en todo hombre en gracia, como funciones normales de nuestro organismo espiritual. Por eso, lo mismo que las virtudes infusas, dice santo Tomás, crecen con la caridad como los cinco dedos de la mano se desarrollan juntos (la, llae,q.66,a.1). No es concebible que un hombre espiritual tenga un alto grado de caridad, sin tener los dones de sabiduría, inteligencia, fortaleza y los demás dones en un grado proporcionado, aunque en san Juan de la Cruz la sabiduría aparece sobre todo bajo forma contemplativa y, en otros, como en san Vicente de Paúl, bajo una forma práctica orientada hacia las obras de misericordia.
Santo Tomás ha enseñado muy bien que el don de sabiduría es a la vez especulativo y práctico (la, Ila3,q.45,a.3); en unos aparece sobre todo bajo la primera forma, en otros bajo la segunda; pero sigue siendo una auténtica contemplación, verdaderamente infusa, que un Vicente de Paúl conservase fuera del claustro, asistiendo a los pobres, los presos y los niños abandonados, para hacer de ellos miembros cada vez más vivos de Cristo. Se podría decir otro tanto del don de discernimiento en san Ignacio que «contemplaba la Trinidad en todas las cosas», recibiendo luces muy concretas para su conducta en la vida de cada día.
Tú, inspiras nuestras palabras
Finalmente, el Espíritu se encuentra en la fuente de toda la predicación cristiana. Jesús había ya prevenido a sus discípulos que el Espíritu Santo les asistiría cuando fuesen convocados ante los tribunales: «Cuando os lleven a las sinagogas ante los magistrados y las autoridades, no os preocupéis de cómo y con qué os defenderéis, o qué diréis, porque el Espíritu Santo os enseñará en aquel mismo momento lo que conviene decir». (Le 12, 11-12). Esta palabra de Cristo se verificará en los Hechos cuando Pedro y Juan sean convocados ante el sanedrín. Lleno de Espíritu Santo, Pedro dará cuenta del milagro que acaba de operarse por su mano y a partir de este signo anunciará a Cristo resucitado: «Ha sido por el nombre de Jesucristo, el nazareno, a quien vosotros crucificastéis y a quien Dios resucitó de entre los muertos; por su nombre y no por ningún otro se presenta
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éste aquí sano delante de vosotros. Porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos». (Hch 10 y 12). Juan de Santo Tomás dirá: «El que ha nacido de verdad del Espíritu, todos sus actos, su voz y su palabra proceden del Espíritu y respiran el Espíritu, y apenas se ocupa de otra cosa que de Dios o de lo que toca a Dios».
Sigue diciendo: «El que ha nacido del Espíritu y ha sido madurado por el Espíritu habla también bajo la influencia del Espíritu, pues de la abundancia del corazón habla la boca». Sobre todo en la predicación de Pablo explotará el poder de Dios, lo que él llama la dynamis tou théou. Cuando Pablo anuncia a Cristo resucitado, no utiliza los artificios del lenguaje o de la sabiduría humana, sino que pone a sus oyentes en presencia del poder de Dios, un poco como Cristo en la multiplicación de los panes. Comienza por hacer algo extraordinario, no sólo por el resultado, sino por la puesta en presencia del cielo o del poder de Dios. He aquí cómo se expresa Pablo: «Pues yo, hermanos, cuando fui a vosotros, no fui con el prestigio de la palabra o de la sabiduría a anunciaros el misterio de Dios, pues no quise saber entre vosotros sino a Cristo, y este crucificado. Y me presenté ante vosotros débil, tímido y tembloroso. Y mi palabra y mi predicación no tuvieron nada de los persuasivos discursos de la sabiduría, sino que fueron una demostración del Espíritu y del poder para que vuestra fe se fundara, no en sabiduría de hombres, sino en el poder de Dios». (1 Cor 2, 1-5).
Lo que resulta extraordinario en san Pablo, es que su palabra nos pone en presencia de lo invisible para que nuestra fe se enraíce en la roca del poder de Dios que ha resucitado a Jesús de entre los muertos (Col 2,12). Desde que Pablo tuvo la revelación en el camino de Damasco, no cesó de ocuparse de Cristo, de escucharle y a menudo de preguntarle. Así se explica el poder extraordinario de convicción con que sacudió a todas las Iglesias de Dios. Aun hoy, basta leer sus cartas para experimentar el fuego de ese poder: antes de comprender los detalles y sobre todo de hacer la exégesis, es preciso en primer lugar sentirlo. Si no, no merece la pena tratar de comprender su pensamiento que es a menudo desconcertante. He venido a traer fuego
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a la tierra, dice Jesús, y cómo deseo que arda. Si antes de todo y sin comprender nada, no sentimos la evidencia de este fuego que brota de las cartas de Pablo, es inútil cansarse en comprenderlas. Las verdaderas preguntas sólo pueden hacerlas los que tienen esta evidencia, los demás no tienen todavía los oídos necesarios para entender. Es preciso que esperen y oren para que reciban el Espíritu prometido por el Padre y experimenten que «el evangelio os fue predicado no sólo con palabras sino también con el poder y con el Espíritu Santo en plena persuasión». (1Ts 1,5).
Pablo insiste también en otra fuerza del poder del Espíritu; es la que da alegría y seguridad en medio de las tribulaciones y persecuciones: «Os hicisteis imitadores nuestros y del Señor, abrazando la palabra con gozo del Espíritu Santo en medio de muchas tribulaciones». (1 Ts 1,6). Hay un episodio en los Hechos en el que se ve con qué seguridad actúan los apóstoles en la persecución. En cuanto Pedro y Juan fueron liberados por los miembros del sanedrín, volvieron a los suyos e hicieron subir hacia Dios la oración que os invitamos a recitar al terminar este capítulo. En una primera apreciación, se podría creer que los apóstoles van a pedir a Dios que haga cesar la persecución; nada de eso. El primer movimiento de su oración es reconocer que Dios es el dueño del cielo y de la tierra, es él también el que guía los acontecimientos de la historia y los ha determinado de antemano en su sabiduría: todas las oraciones de los Hechos parten de un movimiento de adoración a Dios creador. En este plan de Dios hay que leer la muerte de Jesús y en la misma línea la persecución vivida por la Iglesia de Jeru- salén. No queda más que pedir a Dios que extienda su mano para operar milagros y curaciones para que los apóstoles puedan seguir anunciando la Palabra con toda seguridad (la parresía):
Señor, tú que hiciste el cielo y la tierra, el mar y todo lo que hay en ellos, tú que has dicho por el Espíritu Santo, por boca de nuestro padre David, tu siervo: «¿A qué esta agitación de las naciones, estos vanos proyectos de los pueblos? Se han presentado los reyes de la tierra y los magistrados se han aliado contra el Señor y contra su Ungido».
Porque verdaderamente en esta ciudad se han aliado Herodes y Poncio Pilato con las naciones y los pueblos de
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Israel, contra tu santo siervo Jesús, a quien has ungido, para realizar lo que en tu poder y en tu sabiduría habías predeterminado que sucediera. Y ahora, Señor, ten en cuenta sus amenazas y concede a tus siervos que puedan predicar tu Palabra con toda valentía, extendiendo tu mano para realizar curaciones, señales y prodigios por el nombre de tu santo siervo Jesús. «Acababa su oración, retembló el lugar donde estaban reunidos, y todos quedaron llenos del Espíritu Santo y predicaban la Palabra de Dios con valentía». (Hch 4, 24-31).
Windsurfing o tabla a vela
Para concluir, volvamos a nuestra comparación del principio. En nuestra marcha hacia Dios, disponemos de una barca que puede avanzar a remo; es la actividad de la fe, de la esperanza y de la caridad: «Tenemos presente ante nuestro Dios y Padre la obra de vuestra fe, los trabajos de vuestra caridad y la tenacidad de vuestra esperanza». (1 Ts1,3). Podemos también disponer de velas en la barca, y que reciben el soplo del viento para avanzar más rápido y con menos fatiga: son los dones que disponen permanentemente para recibir la inspiración del Espíritu Santo. En la vida espiritual, se da un momento en el que experimentamos nuestra impotencia para avanzar hacia Dios y en el que se abandonan todas las palancas de mando al Espíritu Santo. Los navegantes que atraviesan el canal de Suez saben muy bien el momento en que el capitán del barco debe ceder el timón al piloto.
Para ayudarnos a comprender esto, disponemos de una comparación, tomada del padre Molinié; es el nuevo deporte de la tabla a vela, capaz de soportar el peso de un hombre sobre el mar, con una vela que éste debe manejar para captar el viento y recorrer unos kilómetros dejándose llevar; es como caminar sobre las aguas, igual que Pedro en el evangelio. Ciertas formas de espiritualidad o de moral, basadas en la generosidad o en la sola voluntad pretenden andar sobre las aguas sin vela y sin viento. O más bien, tratan de franquear a braza, nadando, la misma distancia, y a la misma velocidad que el hombre que dispone de una vela. Evidentemente esto es una locura que conduce a la deses
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peración: la salvación no consiste en nadar, sino en mantenerse de pie de tal manera que el viento nos lleve.
Los que quieren una vida espiritual bien construida con planes realizados a fuerza de puños, olvidan que hay también una tabla, viento, agua y kilómetros recorridos. Los que se dejan llevar realizan en verdad una hazaña, la única que tiene éxito; primero porque atraviesan distancias considerables, y después porque tienen que hacer esfuerzos no menos considerables para mantenerse en el viento. Sencillamente sus esfuerzos son de un orden distinto que los de la natación: son esfuerzos para hacerse pasivo bajo el soplo del viento. Es lo que Pablo llama obediencia de la fe (Rm 1,6), o la fidelidad a las mociones del Espíritu. En otras palabras: no es cuestión de records o de esfuerzos, sino de Dios que tiene misericordia. (Rm 9,16).
Hay que hacer un acto de fe en el poder del Espíritu que nos enseña a practicar lo imposible y a andar sobre las aguas, y un acto de esperanza en la ayuda cotidiana de Dios. Ahí es donde hay que calcular el gasto y poner el esfuerzo, pues, adoptando esta actitud, hay resultados espectaculares. Es en cierto modo un esfuerzo al revés. Habitualmente cuando se hace un esfuerzo, uno se crispa y tiende hacia el objetivo; aquí hay que luchar para hacerse dócil, no oponerse a la acción del viento y dejarse llevar.
Los que aprenden a manejar la tabla a vela saben algo de esto. Durante muchas semanas, se pasan horas colocando los pies para encontrar la posición buena, con el único resultado de hundirse continuamente, sin avanzar ni un metro. Es exactamente lo que Teresa llama levantar el pie esperando el ascensor, ante una escalera de la que no se puede subir ni un sólo peldaño, pero que sin embargo se intenta. Cfr. págs. 43 y ss.
16Enciende tu caridad en nuestras almas,
llena de amor nuestros corazones, fortifica nuestros débiles cuerpos
con tu vigor eterno.
Cuando evocamos la acción del Espíritu Santo en el hombre, estamos tentados de relegarla, a menudo, a esa parte superior de la persona, separada del cuerpo que llamamos espíritu. Cuando san Pablo habla del Espírítu, hace alusión tanto al «pneuma», es decir al Espíritu Santo, como al espíritu del hombre, el «nous», y más a menudo evoca el espíritu del hombre transformado por el Espíritu de Cristo resucitado. Pablo nunca da a entender que la experiencia del Espíritu Santo interese únicamente a nuestro espíritu, sin repercutir también en el resto de la persona. El sujeto de la experiencia espiritual es el hombre entero, cuerpo y espíritu, en su relación al mundo y a los hombres. Por eso escribe a los corintios: «¿No sabéis que vuestro cuerpo es santuario del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y que no os pertenecéis? Habéis sido bien comprados. Glorificad por tanto a Dios en vuestro cuerpo». (1 Cor 6, 10-20).
Decía Guillermo de Saint-Thierry que es el hombre, entero, cuerpo y alma, el que se abre a la verdad de Dios, por medio de los sentidos: «Convenía, dice, que estos últimos no fuesen excluidos de nuestra iniciación a ia vida divina; que todo el hombre —y no sólo este espíritu emparentado con las cosas de arriba— participase en nosotros en la experiencia de las cosas de Dios». Por eso, según la palabra
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de Pablo, el hombre debe glorificar a Dios en su cuerpo. Lo que equivale a decir que la oración habita en las profundidades misteriosas del cuerpo, santificado por la presencia del Espíritu.
Fortifica nuestros cuerpos con tu vigor eterno
Para comprender lo que es un cristiano habitado por la gloria, hay que contemplar a Cristo en quien habita la plenitud de la divinidad, a la cual estamos todos asociados (Col 2, 9-10). Antes de Cristo, los hombres estaban ya salvados por la gracia, en virtud de la fe en la vida divina que les sería dada en Cristo, pero en el momento de la Encarnación, algo absolutamente nuevo sucede en el mundo y en el corazón del hombre. Jesucristo estaba habitado por la gloria y conoció un estado misterioso en el que la gloria se enfrentaba con las tinieblas. Hablando de los testigos de la fe, el autor de la carta a los hebreos dice que todos los creyentes, antes de Cristo, tuvieron que esperar a la Resurrección para ser habitados por la gloria: «Y todos ellos, aunque alabados por su fe, no consiguieron el objeto de las promesas. Dios tenía ya dispuesto algo mejor para nosotros, de modo que no llegaran ellos sin nosotros a la perfección». (Hb 11, 39-40).
Esta gloria resplandecerá en Cristo en el momento de la Resurrección. Pero a lo largo de su peregrinación terrena, estaba ya habitado por ella, aunque estuviese oculta en lo profundo de su ser. De hecho, la Transfiguración no es más que una manifestación de esta gloria que desgarra la persona de Cristo para irradiar sobre su rostro. Desde el primer milagro, realizado en Caná, Jesús manifiesta su gloria y sus discípulos creen en él (Jn 2,11 ) pero es al mismo tiempo la hora del enfrentamiento con las tinieblas. (Jn 2,4). Por eso Jesús vive en la encrucijada de una doble presión: la de la gloria y la de la cruz. Lo dirá claramente en el momento en que anuncie el misterio de su glorificación por su muerte en cruz. La transcripción joánica del relato de la agonía en los sinópticos,dice: «Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre. En verdad en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo.
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pero si muere, da mucho fruto. Ahora mi alma está turbada. Y ¿qué voy a decir? ¡Padre, líbrame de esta hora!... Padre glorifica tu nombre. Vino entonces una voz del cielo: «Le he glorificado y de nuevo le glorificaré.» (Jn 12, 13-28). De este modo Cristo ha experimentado un desgarrón entre la gloria y las tinieblas, y la muerte cuyo aguijón era el pecado fue devorada por la muerte cuyo aguijón es la gloria. (1 Cor 15, 54-57). Vio las tinieblas del pecado y el infierno, a través de la gloria del Padre; los Padres de Oriente dirán que fue crucificado por la gloria y glorificado por la cruz.
A los que entran en contacto con él por el bautismo, Cristo les concede ser habitados por la misma gloria que destruye la muerte del hombre viejo: «Fuimos, pues, con él, sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva». (Rm 6,4). Y esta resurrección es obra del Espíritu que ha resucitado a Jesús de entre los muertos y que da la vida a nuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en nosotros. (Rm 8,11). A todos los que entran en contacto físico con Cristo, comiendo su cuerpo y bebiendo su sangre, les concede completar en su carne lo que falta a su Pasión. (Col 1,24).
Hay que comprender bien lo que es la gloria de Cristo en la cruz que no se parece en nada a la gloria contemplada por Moisés en la zarza ardiendo. Es la gloria del amor misericordioso, infinitamente herido por el endurecimiento del corazón humano: «Los estigmas del Cordero, dice santo Tomás, aumentan la belleza del cuerpo de Cristo en cuanto que son heridas de amor, que reflejan la herida infinita del amor misericordioso, de las que son fruto al mismo tiempo que señal». Por eso la gloria del Dios tres veces santo se ha como replegado en Jesús traspasado y se nos presenta como amor misericordioso y mansedumbre. En la eucaristía, no se trata tan sólo de recibir la vida trinitaria, sino de contemplar por la fe la carne de Cristo crucificado por el pecado y glorificado por el fuego de la misericordia infinita. Al comer su cuerpo y beber su sangre, el cristiano es a su vez devorado por la gloria de Cristo, reflejo y canal de la gloria espiritual, pero distinta de esta gloria puramente divina. Esto es lo que hacía decir al cura de Ars: «Si supiéramos lo
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que es la Misa, moriríamos». Una ciencia así es obra del Espíritu Santo en nosotros, pero al menos podemos sospechar por qué no morimos; es que la gloria se ha hecho dulzura en nosotros, aunque no por ello deja de ser menos peligrosa. Si dejamos que obre en nosotros, seremos transformados como Cristo en amor misericordioso.
Si pudiésemos hacer una radiografía espiritual de un cristiano, veríamos que está crucificado por la gloria y glorificado por la cruz: forma un mismo ser con Cristo (Rm 6,5), hasta en lo profundo de su cuerpo y no tan sólo en su espíritu pues ha sido enteramente despojado de su cuerpo carnal: «Sepultados con él en el bautismo, con él habéis también resucitado por la fe en la acción Dios, que resucitó de entre los muertos». (Col 2,12). Para Pablo esta fuerza de Dios es siempre el poder del Espíritu Santo. En cada bautizado, la gloria del Resucitado entra en conflicto con las tinieblas de un corazón de piedra, pero la última palabra de la lucha vuelve siempre a Cristo, el gran triunfador que, al morir, ha devorado la muerte, como dice la secuencia Victimae Pas- chali: «Lucharon vida y muerte en singular batalla, y, muerto el que es Vida, triunfante se levanta».
Es lo que nos hace cantar la noche de Pascua: «Feliz culpa que nos ha merecido tal Redentor». No se trata de mirar las tinieblas para complacerse en ellas, sino de contemplar a la luz de la gloria la miseria radical del hombre y las tinieblas de su corazón: «Esta enfermedad no es de muerte, es para gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella». (Jn 11,4). Para comprender bien esto, hay que estar habitado por la gloria y tener la mirada transformada por la luz, para contemplar la miseria del hombre en la cruz gloriosa.
Aunque el cristiano no tenga quizás conciencia de ello, desde su bautismo, un germen de gloria se introdujo en lo profundo de su ser. Durante años, este germen permanece en estado de incubación pero en cuanto el creyente se pone a orar, a comulgar, a amar a sus hermanos y sobre todo si penetra en la humildad de la cruz está amenazado por una explosión de la gloria. El cristiano puede trampear con este germen, tratar de desactivarlo o evitar que crezca, pero entonces actuará contra naturaleza. Aun sin caer en pecado, está amenazado de endurecerse si no alimenta cada día este
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germen. Cada vez que comulgamos, la gloria invade un poco más nuestro ser.
Después de la Encarnación y la Pasión gloriosa, la gloria de la zarza ardiendo se ha escondido en la humanidad del Verbo encarnado y abrazó los contornos de su humanidad, de tal manera que se podía pasar junto a ella sin notar nada. Así, los judíos pasaban junto a Cristo pensando que era el hijo de María o del carpintero. Este rostro infinitamente temible e imperceptible es el que se hace presente en la Eucaristía. Cristo es la encarnación de Dios en su rostro más inaccesible de gloria, pero también en su rostro de mansedumbre y dulzura. En la Eucaristía, nos acoge humanamente, fraternalmente y se pone a nuestro alcance, pero al mismo tiempo nos lleva al corazón de Dios que no se parece a nada. No es fácil hablar de la gloria de Dios: son las lágrimas de María Magdalena, la fiebre de san Agustín, la humildad de Silvano o la dulzura de Francisco de Asís. Es un torbellino de paz y de dulzura.
Existe un vínculo misterioso entre lo que sucedió en la Encarnación y la Pasión y lo que sucede en la Eucaristía: la gloria de Dios se ha hecho fluida y se ha licuado para cambiar nuestros corazones de piedra en corazones de carne: «En su Pasión, su sustancia se ha hecho «fluida» para poder penetrar en los hombres. Licúa los pecados de los hombres, y los disuelve en su propio abandono, en el cual existen secretamente. En la Eucaristía, el Creador consiguió hacer fluida la estructura finita, creada, sin romperla y sin forzarla (Nadie me quita la vida. Jn 10,18), hasta el punto de hacer de él, el portador de la vida trinitaria. Esta fluidez de la sustancia terrestre de Jesús en la sustancia eucarísti- ca no dura hasta el fin de los tiempos, sino que es más bien el centro incandescente alrededor del cual el cosmos se cristaliza (según la visión de juventud de Teilhard de Chardin, en el corazón del mundo) o major, a partir del cual es irradiado, y llevado a la incandescencia» (Urs von Salthasar).
Por eso, para comprender bien la situación de un cristiano habitado por ¡a gloria, hay que contemplar siempre a Cristo crucificado y glorificado; lo que tuvo lugar en lo más profundo de su ser se reproducá también en el corazón del cristiano, con la diferencia de que la gloria choca con ia dureza de nuestro corazón. En Jesús, ias tinieblas del pecado
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crucificaron la dulzura y la mansedumbre, y ése fue el objeto de su sufrimiento, pues era el único que conocía el corazón del Padre; se comprende que haya sudado sangre por el sufrimiento: «Comenzó a sentir pavor y angustia». Les dijo: «Mi alma está triste hasta el punto de morir». (Me 14,33).
Cristo experimentó la angustia de la muerte en la agonía, pero sobre todo tuvo miedo del pecado que puede causar la muerte. Más allá de la angustia de la agonía, ocurrió algo más profundo. Al encarnarse como cabeza del género humano rebelde, se unió a los hombres pecadores. Se hizo pecado por nosotros, dice la carta a los hebreos. Jesús sufrió no solamente del pecado, sino a causa del pecado. Por muy grandes que sean los horrores del viernes santo, son mucho menos profundos que el sufrimiento de Cristo ante el pecado de los hombres. EL misterio de la Encarnación que hace entrar al Verbo en contacto con el pecado de los hombres era peor que los sufrimientos de la agonía y de la cruz.
Si no existiese la dulzura de Dios, no se podría hablar del sufrimiento de Cristo pues es el exceso de alegría y de amor lo que le atormenta y le hace sufrir. En cierto sentido, es el Tabor y el Calvario al mismo tiempo y cuanto más intenso es el amor, más profundo es el sufrimiento. El conflicto entre la santidad infinitamente dulce de Dios y el pecado construye la cruz. Es una mansedumbre divina traspasada por la dureza del corazón de piedra. Sin embargo, sería absurdo despojar a la cruz de cierta paz e incluso de alegría. El cristiano completa en él este sufrimiento de Cristo crucificado por la alegría, pero su situación está agravada, podríamos decir, por el hecho de que este misterio de gloria lo vive un pecador.
Derrama el amor del Padre en nuestros corazones
Algo extraordinario pasa en el corazón del hombre, que continúa siendo un pecador y al mismo tiempo hijo de Dios, cuyo corazón arde como el de los discípulos de Emaús, cuando Cristo resucitado les explica el sentido de las Escri
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turas. Se podría esperar que una vez seducidos por Cristo, dejáramos de ser pecadores: pero no hay nada de eso. En el fondo del desaliento más abrumador es cuando el corazón de los discípulos de Emaús, es decir, el nuestro, comienza a arder sin que nosotros lo sepamos. Adquirimos conciencia de ello, damos gracia a Jesucristo y comprendemos que le amamos por gracia: El nos ha amado el primero.
En este sentido, el cristiano continúa la psicología de Cristo, desgarrado entre la gloria y la tiniebla. Pero al comienzo no siente nada, sino la desesperación de ser un pecador, al mismo tiempo que sostenido por una confianza oscura e imperceptible, hasta el momento en que Cristo se manifiesta de una manera o de otra: comprende entonces que su desgracia viene precisamente de que arde de amor al mismo tiempo que sigue siendo un pecador. Jesús le libera inflamando su corazón. Como este proceso es largo, necesita toda su confianza para entregarle un corazón de carne. Los que se dejan conmover por el espectáculo de Cristo crucificado y glorificado muestran que han recibido un corazón de carne, aunque sea muy débil, en su corazón de piedra. Si son fieles, este corazón de carne arderá, aunque en el interior del corazón de piedra. Esto es muy doloroso; es el purgatorio en la tierra, que nos preserva del otro.
Por eso, de lo más profundo del corazón de piedra, surge la fuente del Espíritu Santo que podrá regar nuestro ser. La gloria del Resucitado nos santifica del interior al exterior y no a la inversa. En general vivimos a nivel de las actividades llamadas espirituales para «obrar bien» o «desarrollar las virtudes», o vivimos en la «razón razonable» o en las decisiones morales para tomar decisiones. Este trabajo espiritual permanece muy fuera de nosotros mismos. La dificultad viene de que no nos hacemos presentes a ese lugar de donde brota el Espíritu. Lo llevamos en nosotros, pero nuestra mirada no alcanza esas profundidades.
Es algo más profundo que nuestro entendimiento, que nuestra intuición, e incluso que nuestra voluntad; está mucho más allá de nuestro amor. A menudo, vivimos, al lado de nosotros mismos, en la dispersión y el desmenuzamiento, distraídos. En general, vivimos lejos de nosotros mismos, a nivel de las ideas o de los sentimientos, separados de ese abismo interior. Bastaría que nos dejásemos caer en
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este abismo para ser devorados por Dios. Es un abismo de paz, de quietud, de dulzura, de plenitud, de felicidad y también de soledad. En el momento en que un hombre descubre este lugar, descubre también el centro de su vida y esta fuente puede empapar su entendimiento, su voluntad y su afectividad. Es capaz de conservar la paz en las complicaciones de su vida y de ofrecer a sus hermanos un rostro pacífico. Este hombre ha encontrado la intimidad con Dios que vive en él: es feliz y vive en paz y por eso es capaz de amar a los demás. Sólo las personas felices pueden no ser malos y enseñar a los demás a amarse.
Desde ese momento, actúa en nosotros la fuente del Espíritu: ya no somos nosotros solos los que nos afanamos por nuestra santificación. Cuando se libera esta fuente, hay que abandonarse a ella para que impregne todo nuestro ser. Es ciertamente el vigor eterno del Espíritu el que fortifica nuestros débiles cuerpos (Vertí Creator). Hay que comenzar por este centro divinizado por el Espíritu para que luego nuestro entendimiento se transforme por la luz de la fe y nuestro corazón por el amor trinitario. Es una obra de curación desde el interior que se realiza sin que nosotros nos demos cuenta, si aceptamos abandonarnos al poder transformante del Espíritu.
Se habla de una fuente, pero podríamos hablar también de un fuego de acuerdo con la palabra de Cristo: «He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y cuánto desearía que ya estuviese encendido» (Le 12,49). Este fuego está en el interior de nosotros mismos y bastaría liberarlo para que transfigure incluso nuestro rostro. La verdadera luz está en el interior y a fuerza de suplicar, conseguirá transformarnos completamente. A menudo, estamos ocupados trabajando en nuestra perfección de manera laudatoria, intentando adquirir virtudes o transformar el carácter. Hay que realizar este esfuerzo —aunque sólo fuese por caridad para con los demás— pero no es lo más importante, y si nos contentamos con eso, sin escuchar lo más profundo de nosotros mismos, correremos el peligro de conformarnos con los pequeños progresos realizados. El verdadero esfuerzo es interior, pertenece a Dios y es obra del Espíritu Santo: «El Espíritu es el que da vida; la carne no sirve para nada». (Jn 6,63). El Espíritu Santo, presente en lo más íntimo del corazón, es la
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fuente de la santidad. Las obras exteriores vendrán después suscitadas por el fuego que llevamos en nosotros.
A partir del momento en que un hombre ha adquirido verdadera conciencia de que lleva en él el fuego de la zarza ardiendo o el agua viva prometida por Jesús a la samarita- na, está «amenazado» por la santidad, incluso en su cuerpo. En definitiva, sólo eso puede decidirle a amar la humildad, la pureza de corazón y del cuerpo, la pobreza y la misericordia; en una palabra, el ser seducido por las bienaventuranzas. Si no hemos experimentado la felicidad y la alegría de ser habitados por la Santísima Trinidad, las exigencias morales del cristianismo nos parecerán insoportables. Cuando Cristo dice: «Bienaventurados los pobres, bienaventurados los mansos, bienaventurados los corazones puros», no habla sólo de una dicha venidera, sino que afirma que desde ahora todas estas personas son felices.
Hay un lenguaje que las personas, y sobre todo los jóvenes, soportan cada vez menos en la Iglesia; se les dice que hay que amarse los unos a los otros y a Dios por encima de todo, lo cual es evidente y nadie puede decir lo contrario: es la moral cristiana, igual que cuando hoy se dice que el evangelio consiste en construir un mundo mejor, con más justicia y fraternidad. Todo esto es cierto y hermoso, pero Cristo no habría subido a la cruz para decir esto que muchos otros sabios lo han dicho antes y hasta mejor. Estas realidades no son el agua viva, ni el fuego de la zarza ardiendo.
Por eso, yo no puedo hacer más que invitaros a desear, a buscar y orar para recibir este «algo» que no se parece a nada y que es «el aire del país», como dice el padre Moli- nié. San Juan de la Cruz habla de «un no sé qué», que permanece indefinible, un sublime conocimiento de Dios totalmente inefable. Cuando estamos cerca del mar, respiramos el aire del océano. Si nunca hemos respirado el aire del cielo, no podremos comprender el evangelio y menos aun la moral cristiana. En cierto modo, es como si, al conectar distraídamente el transistor, escuchásemos de pronto una música extraordinaria; entonces diríamos como la esposa del Cantar de los Cantares: «Lo tengo y no lo soltaré más». Cuando consigamos esta longitud de onda, descubriremos que las bienaventuranzas son verdaderamente bienaventu-
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ranzas, y comprenderemos que la alegría del cielo puede arrebatar a un hombre y conservarle en la pureza de corazón y de cuerpo.
No hay nada más importante que esta música que es también un perfume, una belleza, en una palabra el fuego del Espíritu Santo. No puedo transmitírosla, ni comunicaros su gusto, si no tan sólo conduciros al umbral del misterio de la oración, de la eucaristía o del evangelio o invitaros a encontrar un hombre invadido por Dios. Tal vez se encienda la llama y comprendáis todo. Lo que puedo deciros es: orad, orad intensamente ante la cruz, ofreciendo a Jesús crucificado vuestras penas más secretas y recibiréis esta herida del Espíritu. La vida trinitaria se enciende de pronto, bajo la acción del Espíritu Santo. Esta intensa circulación de amor entre el Padre, el Hijo y el Espíritu pasa a nosotros. Hablando de esta vida, el padre Molinié dice que no se puede explicar geografía a uno que no sea del país, y ¿qué hay que hacer para que la Trinidad sea nuestro país?
«Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros». Ser invadido por este amor, es volverse loco por Jesucristo. Entre el Padre, el Hijo y Otro reina un Amor infinito, un torrente que no puedo describir. Podría ofreceros imágenes, elevaciones líricas, pero de hecho, estoy completamente desarmado.
Sé que si un rayo de la Trinidad llega a tocar un corazón humano, este corazón es repentinamente y totalmente invadido. Así le sucedió a María Magdalena, al buen ladrón y a Zaqueo.
Hablando de la Trinidad, quiero que conservéis constantemente los ojos en María Magdalena, regando con sus lágrimas los pies de Cristo: pues la Trinidad, es esto.
Cuando el centurión al pie de la cruz dice: «Verdaderamente este hombre era el Hijo de Dios (en el mismo momento en que los fariseos lanzaban un suspiro de alivio, y en el que los apóstoles no sabían ya si tenían fe), ahí estaba la Triaidad; un mar de fondo que brota de la Trinidad tocó su corazón y como el buen ladrón comprendió todo. Una ola igual nos mojó el día de vuestro bautismo y nos sumergió en la vida trinitaria». (M.D. Molinié).
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El beso del Espíritu
Para ayudarnos a adivinar esta llamada de aire misteriosa, esta fuente de agua viva o esta música que es capaz de hacernos presentir el cielo y abandonar todo para seguir a Cristo, los místicos acuden a la experiencia del amor humano y utilizan un lenguaje que apenas nos atrevemos a usar por estar tan devaluado por la canción, el cine y la televisión. Además hay tantos hombres que no han conocido nunca la dulzura y la fuerza de ser amados y de amar, que uno se queda boquiabierto ante la audacia de los santos. Pero en el interior de las experiencias humanas, parece ser que la del amor es la más apta para hacernos presentir lo que Dios quiere hacer con nosotros, cuando Jesús nos invita a permanecer en su amor: «Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros». (Jn 15,9). Los místicos evocan lo más sublime de este amor que es el beso que el esposo da a la esposa.
Como corremos el peligro de detenernos en la realidad carnal del beso —la única que perciben los sentidos— los místicos hacen un tratamiento analógico para purificarlo: «El beso de la boca del Señor es totalmente espiritual y puro. No es el beso de la pasión; este último,en efecto, si se hace con la boca, no procede de la boca, sino de la concupiscencia y de la carne. Mientras que el beso de la boca (alusión al Ct 1,1) es el beso de la voz y de la palabra, el beso del entendimiento y del Verbo, el beso del esplendor. Los cielos se consolidan por la palabra del Señor, y toda su virtud está adornada por el espíritu que procede de su boca». (Juan de Santo Tomás).
San Bernardo alude también al beso diciendo que «este conocimiento mutuo del Padre y del Hijo, este amor recíproco, no es otra cosa que el más dulce de los besos, pero a la vez el más secreto. El hombre que recibe el Espíritu, recibe este beso y entra en el abrazo trinitario», Y añade: «Juan bebió en el seno del Hijo único lo que éste había bebido en el seno de su Padre. Todo hombre puede por eso escuchar en él el Espíritu del Hijo, que llama: «¡Abbal ¡Padre!». Si el matrimonio carnal une a dos seres en una sola
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carne, con mayor razón la unión espiritual los une en un solo espíritu». (Ser. VIII).
El teólogo Juan de Santo Tomás, que fue también un gran místico, utiliza la misma comparación cuando evoca la acción de los dones del Espíritu Santo en el alma del cristiano. Lo hará con un realismo al que no estamos acostumbrados cuando nos referimos a la experiencia de las cosas de Dios. Así, hablando de los dones escribe: «El alma los recibe como el aliento mismo de Dios cuando la engalana con sus dones, la abraza como un esposo y por el beso de su boca le insufla su Espíritu, para que todas las virtudes del alma se perfeccionen y eleven a un modo superior de operación. Por su palabra fueron hechos los cielos, y el soplo de su boca... Este soplo de la boca del Señor que da firmeza a las virtudes es el espíritu de los dones que Dios nos comunica por su beso, que es tan eficaz cuando se imprime en un alma ávida de los deseos celestes, que aspira y bebe por decirlo así el soplo, y la transporta toda en Dios, y la arranca tan violentamente de las cosas terrenas que se sigue de ello la muerte corporal algunas veces».
Para que el hombre se haga apto para recibir este soplo del Espíritu, es preciso que el corazón esté suficientemente ahondado en profundidad para aspirar a la vida de arriba. La aspiración del corazón hacia Dios es necesaria para acoger los dones del Espíritu Santo: cuanto más el deseo profundiza el corazón más apto es para recibir el Espíritu. El deseo ensancha la capacidad de Dios como dice muy bien san Gregorio de Nisa: «Porque la visión de Dios no es otra cosa sino el deseo incesante de Dios». (Vida de Moisés, P.G. 44,404A). El deseo es como un gas en expansión que ahonda y nos atrae el poder del Espíritu: «Abre ampliamente tu boca y la llenaré». Un padre espiritual me decía un día que esta palabra del salmo era para él el test del paso de una vida de oración predominantemente activa a una vida de unión con Dios dirigida por el Espíritu Santo.
Siguiendo a los Padres, Juan de Santo Tomás habla a menudo del beso del Espíritu refiriéndose a la palabra del Deuteronomio en la que se dice que Moisés murió por orden del Señor, que se traduce así: «Murió del beso del Señor (Dt 34,5), por eso el mandamiento de la boca del Señor fue como el beso de Dios. Beso que se imprimió tan fuer-'
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temente sobre el alma de Moisés que bebió y aspiró el soplo de vida y la arrancó del cuerpo por el poder del amor espiritual».
Cuando se evoca el beso del Señor a su criatura, se cita a menudo el libro misterioso del Cantar de los Cantares: «¡Que me bese con los besos de su boca!» (Ct 1,1). El amor humano aparece aquí como una imagen visible de lo que Dios quiere hacer con nosotros. Tenemos que ser desposados por el fuego del amor trinitario y estos esponsales son más devoradores que el amor humano, aunque éste nos ayuda a adivinar de lo que se trata. Por eso, el matrimonio es un sacramento, pues es el signo eficaz de los esponsales de Cristo con su Iglesia, en el fuego del Espíritu de Pentecostés». (Ef 5,25).
«Los amores de la santa Iglesia empiezan donde Moisés empezó su vida: murió del beso del Señor. En efecto cuando termina la ley de Moisés comienza la ley de amor espiritual con el beso que es el Espíritu Santo y que procede de la boca de Dios, uniendo al Padre y al Hijo y derramándose sobre la Iglesia en el día de Pentecostés a través de los siglos. La Iglesia fue juzgada digna de una gloria mayor que la de Moisés, por eso el Señor le envió su Espíritu con tal abundancia que se embriagó totalmente, de tal manera que al ver a los apóstoles muchos decían burlándose: están llenos de mosto». (Juan de Santo Tomás).
El día de Pentecostés se le comunica a la Iglesia el beso secreto que el Padre y el Hijo se dan mutuamente en el corazón de la Santísima Trinidad. Todo hombre que recibe el Espíritu, por los sacramentos y la oración de la Iglesia, entra en este abrazo del Padre y el Hijo, que es una habitación recíproca de los Tres el uno en el otro, según la palabra de Jesús: «Que sean uno como nosotros somos uno». (Jn17,11). Es el misterio de la circumincesión que los orientales llaman la danza de la pericoresis. Los Tres son uno con una unidad de circulación recíproca: en la visión, el amor y el abrazo de las personas entre sí. Es el fuego de dos miradas que se devoran por amor y producen una tercera persona.
Hacerse cristiano por el bautismo, es entrar en esta danza trinitaria en la que cada persona dice a la otra mirándo-
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la: «Todo lo mío es tuyo». (Jn 17,10). Si nos pudiéramos acercar a la relación fundamental que une recíprocamente al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo en el corazón de la Trinidad, podríamos decir que es de una dulzura infinita. Cuando Jesús trata de decir lo que él es para sus discípulos, afirma: «Yo soy manso y humilde de corazón». (Mt 11,29). Se puede también afirmar que el Padre es de una mansedumbre infinita puesto que el «que ve al Hijo, ve también al Padre» (Jn 14,9). La mansedumbre se parece más a la ternura que a la bondad, consiste en dejarse invadir y penetrar por el otro, no oponiéndole ninguna resistencia, ni dureza.
Para expresar esta relación, no veo una expresión más hermosa que la que utiliza Urs von Baltasar cuando habla de la «fluidez»: «El acto por el cual el Padre se da y derrama al Hijo a través de todos los espacios y todos los tiempos, es la apertura definitiva del acto trinitario mismo, en el cual las «personas» divinas son «relaciones», es decir, formas de don absoluto y de fluidez amorosa». (Nouveaux points de repère, pág. 326). Es el mismo movimiento de fluidez que se opera en la Pasión y la Eucaristía.
Del mismo modo, el creyente podrá participar de este abrazo trinitario y experimentar el beso recíproco del Padre y del Hijo en la medida en que acepte dejarse fluidificar por la Eucaristía. No se trata de una experiencia sentimental sino de una conversión del corazón que se desprende de su rigidez y de su dureza para entregarse a la dulzura de Dios. Ante un corazón así, la chispa de la cólera de Dios se muda en hoguera de ternura. Dios se hace entonces un «fuego de- vorador» (Dt 4,42). El silencio de Dios en nuestra vida ocurre porque nos resistimos y discutimos. Durante su Pasión, Cristo callaba ante sus verdugos y su mansedumbre era tan insoportable que se hacía desgarradora. Mientras nuestro corazón sea duro, no podremos escuchar a Dios. El día en que tengamos el corazón quebrantado y machacado, podrá hacerse líquido y entrar en la fluidez de los Tres. Es la bienaventuranza de las lágrimas que reduce a migajas el corazón y lo licúa. No se trata forzosamente de derramar lágrimas, sino de esa dulzura de Jesús que viene del corazón y hace encenderse una mirada.
Por eso, necesitamos contemplar la actitud de Cristo en su Pasión en la que se deja fluidificar por el amor. En el re
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lato de la muerte de Jesús en la Cruz, referida por san Lucas, hay un eco del beso que Jesús da al Padre en el corazón de la Trinidad. Al morir, Jesús desemboca en el amor y lanza un gran grito en el cual entrega su espíritu al Padre (Le 23,46). De este modo, devuelve a Dios su propio espíritu, es decir su soplo de vida. Al expirar, Jesús devuelve al Padre, en un último abrazo, lo que un hombre comunica a otro hombre en un beso de amor. (André Louf: El Espíritu ■ora en nosotros. Narcea, Madrid).
De un solo golpe, encuentra respuesta a la declaración de amor del Padre: «Tú eres mi Hijo muy amado, en ti está todo mi amor». A lo largo de su vida de hombre, Jesús penetró en el corazón de estas palabras. En la Cruz, oró de verdad. Sólo en la muerte pronunció el «sí» largamente madurado de su propio amor por el Padre. Jesús lo dirá en paz, en su plenitud, más allá de la desesperación y de la duda. Su última oración es un beso de amor con el que exhala su último suspiro. Su sustancia se ha hecho fluida en el amor del Padre. Puede entonces decir con toda verdad: «Todo está cumplido. E inclinando la cabeza entregó el espíritu». (Jn 19,30).
Lo mismo sucede con el creyente que recibe el beso del Espíritu. Tendrá que poner entre las manos del Padre todo su ser en un último beso de amor. Lo que equivale a decir que en lo más profundo de su ser, tendrá que ofrecer al Señor su espacio interior para que la Eucaristía pueda fluidificar en él su sustancia. Deben caer todas las fronteras como en Jesús que declaró: «No se haga mi voluntad sino la tuya». Jesús revela así la ley fundamental de su existencia: «He bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado». (Jn 6,38).
Si el creyente quiere entrar en el abrazo trinitario, tendrá que vivir la misma ley: aceptar no disponer de sí mismo, sino dejar a Dios que disponga de él, como le parezca. Es la frontera en la que se renuncia a la libre decisión sobre las cosas o los actos, para someterse definitivamente a la voluntad de Dios. Incluso a veces hay que renunciar a cosas buenas, pues todo movimiento del Espíritu en nosotros no es forzosamente voluntad de Dios. Dejar que esto suceda en uno por la presencia del Señor en lo íntimo, es comunicarse de verdad. Sólo en la muerte el creyente podrá orar
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realmente. Y su oración será un beso de amor en el cual exhalará en el corazón de la Trinidad su último aliento.
Acto de oblación al Espíritu Santo
Espíritu Santo, amor unitivo del Padre y del Hijo, fuego sagrado que Jesucristo nuestro Señor trajo a la tierra, para abrazarnos a todos, en la llama de la eterna caridad; te adoro, te bendigo y aspiro con toda mi alma a darte gloria.
Con este fin, y por esta oblación que te hago con todo mi ser, cuerpo y alma, espíritu, corazón, voluntad, fuerzas físicas y espirituales, me doy a ti y me entrego tan plenamente como sea posible a vuestra gracia, a las operaciones divinas y misericordiosas de este amor que tú eres en la unidad del Padre y del Hijo.
Llama ardiente e infinita de la Santísima Trinidad, deposita en mi alma la chispa de tu amor para que la llene hasta desbordar de ti mismo; para que transformada por la acción de este fuego en «caridad viva», pueda, con mi sacrificio, irradiar la luz y el calor a todas las almas que se me acerquen. Que de este modo, por mi humilde parte coopere con todos aquellos que te aman en este mundo atormentado por el odio, al retorno de la caridad que eres tú, y para cuya gloria, quiero vivir y morir. Amén.
(Dom Vandeur: A la Trinité par l'hostie. Ed. de Mared- sous, 1925, citado en Les plus beaux textes sur le Saint-Esprit, recogidos por Madame Arsène-Henry, Lethielleux p. 325).
17Repele lejos al enemigo, danos sin retraso tu paz,
bajo tu guía y consejo, evitaremos todo error.
Cuando Pablo habla del combate de la fe, dice que no sólo nos enfrentamos con fuerzas humanas sino con los poderes del mundo de las tinieblas, es decir con los espíritus del mal que están en los cielos. Por eso, hay que empuñar el escudo de la fe para apagar los proyectiles inflamados del maligno: «Por lo demás, fortalecéos en el Señor y en la fuerza de su poder. Revestios de las armas de Dios para poder resistir a las asechanzas del diablo». (Ef 6, 10-20). Pablo no dice que tenemos que librar un combate, pues el asalto viene en primer lugar de las potencias del mal, sino que debemos soportarle resistiendo, permaneciendo en pie y poniendo por obra todo para que no seamos vencidos por el enemigo. El escudo de la fe nos protege contra todas las flechas del perverso. Concretamente hay que utilizar la espada del Espíritu, es decir la palabra de Dios para aplastar las sugerencias del demonio y derrotarle en la oración.
«Siempre en oración y súplica, sigue diciendo Pablo, orando en toda ocasión en el Espíritu, velando juntos con perseverancia e intercediendo por todos los santos». (Ef 6,18). Me impresiona la insistencia de Pablo en la necesidad de la oración para resistir a las tentaciones: hay que orar en toda ocasión, utilizar todas las formas de oración y sobre todo consagrar las noches a una infatigable intercesión; es al comienzo de la noche o de la mañana, cuando el de-
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monio vela a la puerta de nuestro corazón para tentarnos. El cristiano armado con el nombre de Jesús estrella la multitud de sus pensamientos contra la roca de este nombre, el único que puede salvarle. (Hb 4,12). En una palabra, tenemos que agotar todas las ocasiones.
Hay que comprender bien la naturaleza del combate que nos enseña san Pablo, siguiendo al de Cristo, que nos manda orar sin cesar, sin cansarnos nunca (Le 18,1). No se trata, en modo alguno, de luchar sólo con nuestra voluntad para rechazar las sugerencias de la tentación, pues no tenemos la estatura suficiente como para enfrentarnos a la «táctica del diablo» (Lewis), astuto y mentiroso, que se infiltra hasta en nuestras mejores intenciones para pervertirlas. Hay que luchar en la oración y con la oración para resistir hasta el fin. La oración del apóstol no es una solución fácil, una especie de retirada ante las dificultades de la vida, sino un verdadero combate de la fe: «Os suplico, hermanos, por nuestro Señor Jesucristo y por el amor del Espíritu Santo, que luchéis juntamente conmigo en vuestras oraciones rogando a Dios por mí».(Rm 15,30). Hay que orar continuamente y en toda ocasión; en este punto Pablo es tajante. En dos ocasiones dice: «Dando gracias continuamente y por todo a Dios Padre, en nombre de nuestro Señor Jesucristo». (Ef 5,20). «Estad siempre alegres. Orad constantemente. En todo dad gracias pues esto es lo que Dios, en Cristo Jesús, quiere de vosotros». (1 Ts 5, 16-17).
Expulsa al enemigo lejos de nosotros
Si no se agarra con toda su fuerza a Dios, el cristiano no podrá sostenerse en la tentación: es un asunto de vida o muerte. Este combate, no lo vive solo sino en comunión con todos los hermanos que pasan las mismas pruebas, sobre todo con el apóstol que está encargado de anunciar a los paganos el misterio de Cristo: «Sed perseverantes en la oración, velando en ella con acción de gracias; orad al mismo tiempo también por nosotros para que Dios nos abra una puerta a la Palabra, y podamos anunciar el misterio de Cristo, por cuya causa estoy yo encarcelado, para darlo a conocer anunciándolo como debo hacerlo». (Col 4, 2-4).
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Para Pablo es preciso orar siempre (2 Ts 1,11; Flp 1,4; Rm 1,10; Col 1,13; Flm 4) y sobre todo no desarnimarse, aun cuando el resultado de la oración se haga esperar (2Ts 3,13; 2 Cor 4,1 y 16; Ga 6,9; Ef 3,13). Lo más importante de la oración no es la «cosa» pedida sino el lazo que se establece entre Dios y nosotros; la oración hace posible este vínculo. No tiene por objeto informar al Señor y hacerle querer lo que no hubiera querido, sino cambiarnos a nosotros mismos para que nos abramos a lo que Dios quiere darnos. Orar, es comenzar a escuchar a Dios, a este Dios que nos suplica sin cesar diciéndonos: «¿Quieres?»
Si Pablo insiste tanto en la necesidad de la vigilancia y de la perseverancia en la oración, sobre todo en la lucha desencadenada por las fuerzas del mal, es porque se encuentra anegado en el clima de oración de la Iglesia primitiva. Los acontecimientos de la Pasión están todavía muy cercanos y los apóstoles conservan profundamente en el corazón el recuerdo de la oración de Getsemaní. A la luz del don del Espíritu en la Resurrección, descubren lo poco gloriosa que ha sido su actitud. Basta leer el episodio de Marcos, en el que la influencia de Pedro es tan evidente, para comprender que el reproche de Cristo a Pedro está todavía presente en su memoria, pues ha penetrado en su corazón como una espada de doble filo: «Simón, ¿duermes? ¿ni una hora has podido velar?» (Me 14,38). Marcos subraya que en tres ocasiones Cristo deja su oración para suplicar a los suyos que velen con él. (Me 14, 38-39-40).
En el relato de Getsemaní que tiene una longitud desacostumbrada en Marcos (diez versículos) el evangelista insiste en la intensidad y violencia de la oración de Jesús: «Sentaos aquí, mientras yo hago oración» (14,32). Y adelantándose un poco, caía en tierra y suplicaba que a ser posible, pasara de él aquella hora. (14,35)... Y alejándose de nuevo, oró diciendo las mismas palabras (14,39). Cristo ora intensamente para no caer en el poder de la tentación. Y decía: «¡Abbá, Padre! todo es posible para ti, aparta de mí esta copa, pero no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieras tú». (Me 14,36). Esta tentación con la que se enfrenta Jesús, se refiere a su trato con el Padre: ¿Va a fiarse del Padre hasta el fin de su vida y abandonarse entre sus manos?
Cuando Jesús escuchó a su Padre que le decía en el
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Bautismo y en la Transfiguración: «Tú eres mi Hijo; hoy te he engendrado». (Le 3,22), marchó al desierto para ser tentado por el diablo que intentó cercarlo en un mundo cerrado. Una y otra vez, Cristo rompe el círculo en el que Satán quiere encerrarle para confesar el primado de Pedro al escuchar su palabra, la adoración y la confianza. Tentar a Dios es desobedecerle para ver hasta dónde llega su paciencia o abusar de su bondad con un fin interesado. Jesús rompe siempre el círculo infernal con la palabra de Dios y con su oración: «No sólo de pan vive el hombre, sino que el hombre vive de todo lo que sale de la boca de Yavé». (Dt 8,3). «No tentaréis a Yavé vuestro Dios». (Dt 6,16). «Al Señor tu Dios adorarás, y sólo a él darás culto». (Mt 4,10). De este modo Jesús proclama que su vida no tiene sentido más que con relación a su Padre de donde viene y al cual vuelve.
Pero con la victoria de Jesús en el desierto, la tentación no se ha cerrado de una vez para siempre y Lucas anota: «Acabada toda la tentación, el diablo se alejó de él hasta un tiempo oportuno». (Le 4,13). Ciertamente, este tiempo fijado es el de la Pasión en el que Satán entra en Judas (Le22,3).«Esta es vuestra hora, dice Jesús, y el poder de las tinieblas». (Le 22,53). Satán nunca se considera vencido y cuando encuentra la casa barrida, busca otros siete demonios peores que él para que le ayuden en su trabajo. Jesús invita a sus discípulos a estar vigilantes en la oración por los riesgos de recaída y por el carácter obsesivo de la tentación. (Le 11, 24-26).
Durante la Pasión, pero más especialmente en la agonía en la que Jesús presiente los acontecimientos que se van a desarrollar esa noche y el día siguiente, Satanás vuelve a la carga y le tienta precisamente sobre su relación con el Padre. Esta tentación culminará con el grito de Jesús sobre la Cruz: «¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?» (Me 15,34). En el desierto, Satanás invita a Jesús a valerse por sí mismo y para sí mismo; en la agonía, deja infiltrarse la duda en su relación de confianza con el Padre. Satanás es siempre el padre de la mentira: desde el comienzo se las ingenió para hacer morir al hombre mediante la duda en la palabra de Dios. (Gn 3,4; Jn 8,44). No actúa de manera diferente con Jesús; su único objetivo es hacerle dudar del amor de benevolencia del Padre. En la Cruz, los
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sumos sacerdotes orquestan esta tentación diciendo en voz alta lo que el demonio le sugiere por lo bajo en Getsemaní: «Igualmente los sumos sacerdotes junto con los escribas y los ancianos se burlaban de él diciendo: «A otros salvó y a sí mismo no puede salvarse. Rey de Israel es, que baje ahora de la cruz y creeremos en él. Ha puesto su confianza en Dios; que le salve ahora, si es que de verdad le quiere, ya que dijo: «Soy hijo de Dios». (Mt 27, 41-43).
Bajo la prueba de la Cruz, Jesús deja escapar un grito que brota de sus entrañas: ¿Por qué me has abandonado? ¿Quién soy yo? ¿El hijo o el reprobado? Todos los que me ven menean la cabeza. ¿Salvador de los hombres o más bien, como dice el salmo, gusano y no hombre? ¿La luz o las barreduras del mundo? Y sin embargo ahí estuvo su victoria nacida de la oración. El abismo de tortura en el que hubiera podido aniquilarse para siempre su nombre y su conciencia se convirtió en el crisol en el que recibió su temple definitivo y en el que su nombre de hijo recibió su consagración suprema, pues se convirtió en Señor.
Orad para que no caigáis en tentación (Me 14,38)
A este grito de angustia sin fondo de Jesús, referido por Mateo: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (27,46), responde en san Lucas un grito de confianza total: «Padre en tus manos pongo mi espíritu». (23,46). El «porqué» lanzado a Dios, aun cuando brota del abandono más absoluto, no puede ser un grito de desesperación pues se lanza a Dios y cuestiona más allá del abismo, a aquél que puede responder. El «porqué» de Jesús tiene algo único, puesto que brota de quien no ha conocido jamás entre Dios y él la sombra de una distancia, que ha sido siempre delante de los hombres la expresión inmediata y cierta de lo que Dios hacía y quería.
Nadie escuchó la respuesta de Dios al grito de Jesús, y sus enemigos pudieron volver a sus casas tranquilos; puesto que Dios le había dejado morir, sin desatarlo de la Cruz, es que evidentemente no era el mesías de Israel, no era el Hijo de Dios. (Me 15,32). Sin embargo es el grito de abandono y la muerte en el silencio de Dios lo que determina la
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declaración de fe del centurion romano. Marcos dice expresamente: «Al ver el centurión, que estaba frente a él, que había expirado de esa manera, dijo: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios». (Me 15,39). La confesión de fe del centurión, es por haber visto a Jesús morir de esta manera. Para permanecer fiel a Dios en este silencio y abandono, para agarrarse a él cuando todo en el mundo no es más que horror y vanidad, cuando ya no se percibe nada de sus dones, hay que estar unido a él por un vínculo que nada, ni nadie puede destruir, hay que estar totalmente desnudo ante él, viviendo sólo de su amor, hay que ser su Hijo. Pero ¿de qué puede estar hecho este vínculo cuando se vive en el abandono total, en la desnudez de la muerte, sino de confianza sacada de la oración?
Para seguir creyendo hasta el extremo en el amor del Padre para con él, Jesús tuvo que orar una noche entera en Getsemaní para no caer en el poder de la tentación de creerse abandonado de Dios. Por eso invitará a sus discípulos a la misma oración intensa y prolongada. El relato de Lucas está encuadrado por la misma frase de Jesús a los suyos, repetida dos veces: «Orad para no caer en la tentación». (Le 20,40.46). Este consejo de Jesús corresponde a la última petición del padrenuestro: «Y no nos dejes caer en la tentación» (Mt. 6,13). Lo mismo que Jesús (Mt 4,1), el hombre puede ser inducido a una situación crítica de tentación. El discípulo de Jesús pide a Dios, no el no ser tentado, sino para que se le evite una prueba tal que esté en peligro de no poder superarla, y entrar en las intenciones del tentador.
La oración de Jesús en Getsemaní es del mismo orden —del orden de la confianza— que la nuestra, aunque nuestra poca fe nos impide captar la suya. Pero sabemos también que Jesús pidió para que no desapareciese la fe de Pedro (Le 22,32) y al mismo tiempo oró por nosotros. Por eso, no debemos nunca orar por nosotros mismos, sino entrar en la oración de Jesús que intercede sin cesar por nosotros. En Getsemaní, su oración es anterior al acontecimiento de la Pasión que presenta, para tratar de prevenirlo o apresurarlo.
Esta oración de Jesús supone la confianza pues propone dos salidas posibles: «¡Abba! ¡Padre! Todo es posible para ti; aparta de mí esta copa, pero no sea lo que yo quie-
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ro, sino lo que quieras tú». (Me 14,36). Si Jesús sabe ya que la única salida real es la segunda, si ve desarrollarse las horas que se van a seguir, su oración en todo caso pierde su sentido. Jesús no manifiesta solamente su repugnancia a entrar en esa hora, piensa que, efectivamente, depende de Dios encontrar otra solución y que esta solución es todavía posible.
Sabe evidentemente que esta intervención trastocaría el proceso ya en marcha, sabe sobre todo que por nada del mundo consentiría en otra cosa que en el cumplimiento de la voluntad del Padre. Ahí está la roca a la que él se agarra: «La copa que me ha dado el Padre ¿no la voy a beber?» (Jn18,11). Los sinópticos dicen que Dios hubiera podido decidir otra cosa y que Jesús se encontró desgarrado entre la angustia ante lo que le espera y la adhesión sin condiciones a la voluntad del Padre.
El discípulo tiene que revivir el mismo combate que Jesús, sobre todo en el momento de la prueba, cuando el silencio de Dios se deje sentir. Estará tentado de decir como Cristo: «Dios mío, de día clamo y no respondes, también de noche hay silencio para mí» (Sal 22,2), pero sabe también que nuestros padres tenían confianza en Dios y él les libraba. «A ti clamaron y salieron salvos, en ti esperaron y nunca quedaron confundidos».(Sal 22,6). El discípulo tendrá que orar noches enteras, con humilde perseverancia, para no dejarse aplastar por el desaliento: «Fijaos en aquél que soportó tal contradicción de parte de los pecadores, para que no desfallezcáis faltos de ánimo. No habéis resistido todavía hasta llegar a la sangre en vuestra lucha contra el pecado». (Hb 12, 3-4).
Danos sin tardanza tu paz
¿Quién puede sospechar la paz profunda que se da en el corazón de Cristo en la agonía y durante la Pasión? Se la presiente al leer el relato de la Pasión de san Juan en el que Jesús aparece, desde el comienzo, como el Señor de la gloria, guiando todos los acontecimientos. Así, cuando Cristo dice a los soldados que fueron a arrestarle al otro lado del Cedrón: «¡Soy yo!», retrocediendo, cayeron (Jn 18,6). Se vieron obligados a besar el polvo ante el Mesías humillado
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que es ya el Rey de la gloria, como Moisés se prosternó en tierra ante la zarza ardiendo. Jesús es verdaderamente el «Yo soy», fuera del cual nada existe. (Jn 8,28).
En lo más profundo de su ser, Jesús conoce la paz del que se abandona a Dios, aunque en las regiones inferiores, confiesa que siente terror y angustia: «Mi alma está triste hasta el punto de morir; quedaos aquí y velad». (Me 14,34). Me atrevería a decir que cuanto más profunda es esta paz, más crucificada está por las tinieblas del pecado y la dureza del corazón de los hombres, hasta el punto de que tal paz es al mismo tiempo alegría y que se traduce fuera en un profundo silencio. Ante sus verdugos, Jesús callaba (Le 23,9). Frente a aquéllos que tienen el corazón duro, el silencio es la única manera de expresar el amor que rompe el corazón de piedra. Es el Tabor y el Calvario al mismo tiempo, dicen los que han experimentado esta clase de pruebas.
Nos cuesta mucho imaginar que la paz cristiana pueda cohabitar con el sufrimiento pues la paz es a menudo para nosotros sinónimo de falta de combates o de pruebas. Perseguimos la paz de los cementerios que se parece a la calma chicha de un mar sin rizos ni olas. En una perspectiva así, las personas no tienen conflictos por la sencilla razón de que ya no viven: sea porque los hayan eliminado con el esfuerzo de una voluntad estoica o que rehúsen vivirlos refugiándose en el sueño. En este sentido hay que entender las palabras de Cristo: «¿Creéis que estoy aquí para dar paz a la tierra? No, os lo aseguro, sino división». (Le 12,52). Se trata de la espada de la palabra de Dios que alcanza lo más profundo del alma y criba los pensamientos y los movimientos del corazón. (Hb 4,12).
Cuando la vida nueva de Cristo habita en el corazón de un hombre, se enfrenta en él con las raíces del hombre viejo lo que acarrea muchas complicaciones: luchas, conflictos y tentaciones. En este sentido dice Cristo que él no trae la paz carnal de los compromisos, sino la guerra entre el hombre viejo y el hombre nuevo, el orgullo y la humildad, la dureza y la mansedumbre.
Si la paz alcanza su tope en nosotros, es sencillamente porque es una paz de compromiso. El hombre viejo hace concesiones al hombre nuevo y éste las hace al hombre viejo: no demasiado orgullo, egoísmo, impureza. Pero inrne-
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diatamente el hombre viejo gruñe: «Cuidado, no demasiado amor, humildad, renuncia o oración, si no me desato». Es, por otra parte, lo que sucede en la Pasión: el mundo y el príncipe de las tinieblas pueden tolerar la presencia de Jesús mientras se oculta, pero a la hora de la verdad, la condenación se hace inevitable.
En cuanto Jesús manifiesta su gloria en Caná, es conducido infaliblemente a la muerte, según la lógica de una alergia despiadada entre esta gloria y el orgullo de los poderes temporales. Si Jesús manifiesta su gloria con poder es el fin del mundo; si la manifiesta en la mansedumbre y la humildad de una carne enferma, es la condenación a muerte. Por eso, el hombre viejo se desata en nosotros en cuanto comulgamos u oramos, sobre todo si al mismo tiempo vivimos la humildad y el amor fraterno.
Jesús soportará las fuerzas que le estorban en nosotros, pero no negociará jamás con ellas; por eso nuestro corazón es el lugar de un combate, de una prueba y de una tentación. El Espíritu gime en nosotros con gemidos inefables para permitir el alumbramiento del hombre nuevo en nuestro corazón (Rm 8, 23-26). Hablando de la tentación a la que está sometido el cristiano, Pablo la compara a una corrección que el Padre da a su hijo y añade que es para su santificación y para instaurarnos en la paz: «Cierto que ninguna corrección es de momento agradable sino penosa; pero luego produce fruto apacible de justicia a los ejercitados en ella». (Hb 12, 11).
La paz no viene de la supresión de conflictos o tentaciones, sino de la muerte del hombre viejo. Querer suprimir las tentaciones en nosotros, luchando simplemente a nivel externo o utilizando técnicas, es querer borrar los síntomas de una enfermedad antes de haber curado la infección que los provoca. Cuanto más el poder del Espíritu haga crecer en nosotros la vida trinitaria tanto más nos invadirá, ahogando al hombre viejo que terminará un día muriendo por asfixia. Pero no morirá sin haber antes forcejeado y provocado en nosotros crispaciones y problemas. A este nivel profundo hay que buscar la raíz de los problemas y de las dificultades de la vida que no son más que una emergencia exterior de otra enfermedad que no lleva a la muerte sino a la vida y a la gloria de Dios. (Jn 11,4). El hombre no está
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pasivo en esta lucha; no es solamente espectador sino actor y debe hacer un esfuerzo real para colaborar en la muerte del hombre viejo que no es obra suya sino de Cristo resucitado.
Es decir, que debe luchar únicamente con la oración asidua y perseverante para que el Espíritu Santo le sea comunicado en plenitud lo mismo que invadía el alma del Salvador. La paz no vendrá de una supresión de conflictos, sino de la presencia del Resucitado. Cuando Cristo se aparece a sus discípulos, les dice: «La paz esté con vosotros». (Jn 20,21). Y desde ese momento, la paz del Resucitado invadió su corazón y barrió sus dudas y conflictos.
Es, al mismo tiempo, una alegría real que no radica en una naturaleza optimista sino únicamente en Cristo resucitado: «Os he dicho esto para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea colmado». (Jn 15,11). Lo mismo sucede con la paz que da Jesús; no es la paz de los hombre sino la suya, que expulsa todo temor del corazón: «Os dejo la paz, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo. No se turbe vuestro corazón ni se acobarde». (Jn 14,24). Por eso, la paz está siempre ligada a la persona de Cristo y a su presencia en nuestro corazón.
El día que san Ignacio ve a la Virgen, se ve libre de las tentaciones de la carne. El día en que Teresa del Niño Jesús (julio 1899) experimenta de una manera intensa la presencia continua de María, queda envuelta en su manto y durante una semana experimenta un estado de intenso recogimiento y de paz que le hace exclamar: «Sólo Dios puede ponernos ahí y basta algunas veces para despegar para siempre un alma de la tierra» (Carnet amarillo, 11,7, 2). Nuestro mayor pecado es resignarnos a esta paz de compromiso creyendo que la liberación total no es cosa de aquí abajo. Este es el momento de lanzarse a la oración pidiendo al Padre que nos envíe el Espíritu Santo, en el nombre de su Hijo resucitado. Sólo el Espíritu puede darnos la verdadera paz y la alegría en plenitud.
Bajo tu dirección, evitaremos todo error
Para conseguir esto, hay que ponerse de verdad bajo la dirección del Espíritu Santo aceptando abrazar la vida real
Perseverantes en la oración 223
que el Señor nos propone en las condiciones concreta^ de nuestra historia. El secreto de tal paz se apoya siempre en dos polos: la fe en el poder del Espíritu y la aceptación humilde y alegre de nuestra condición de criaturas. Hay personas que no conocerán jamás la verdadera paz porque tratan de evadirse de las tareas que deben cumplir o huyer, de los demás. En la vida, hay que evitar lamentarse o soñar con algo distinto de lo que nos toca vivir. Hay que permanecer sumergidos en lo cotidiano, tal como es, pues es ahí, en el corazón de nuestra vida, en el combate de redención» donde el Espíritu Santo obra y modela nuestro rostro de santidad, a partir de la masa misma de nuestra existencia real.
En este momento necesitamos mociones finas y de|¡cg- das del Espíritu Santo para navegar a través de los escolios y evitar los errores. Uno de los principales errores que aechan al que aspira a una auténtica santidad es el sueño del idealismo. Queremos llevar a cabo cierto tipo de perfecc¡5n que Dios no qutere para nosotros pues no corresponde a las condiciones concretas de nuestra vida o de nuestra realidad psicológica. Tenemos entonces mala conciencia y n0s reprochamos por no hacerlo ya que las dificultades que encontramos en nuestro camino nos parecen insuperables; dificultades que vienen del carácter, de las deficiencias psicológicas, de carencias afectivas o de limitaciones corpor^|eg.
El principal error es enrolarse en el camino de las soluciones simplistas. La razón nos engaña cuando nos arrastra a luchar a nivel de los síntomas. Por una parte, nos ¡m^de reconocer la dificultad real; por otra, hace creer que todo depende del razonamiento y de la voluntad, mientras que el curso de nuestra vida se orienta por sí mismo desde e| interior. Esto no significa que la inteligencia y la energía sean los ejecutores pasivos de un destino; nada se realiza sir-, su vigilancia, su discernimiento y su perseverancia. Pero no son tampoco los maestros encargados de labrar nuestro porvenir, según una idea de hombre perfecto. El sentidç, de nuestra historia es la acción diaria del Espíritu Santo abrazando nuestra vida real, lo mismo las profundidades de nuestra psicología que nuestros actos conscientes. Se trata de volverse hacia ella, comprenderla y servirla.
Las resoluciones del sentido común pasan por alto una
224 Jean Lafrance
interrogación esencial. ¿La función que tiene por objeto establecer el diagnóstico tiene también la carga de fijar el tratamiento? Esta es la ilusión racionalista o voluntarista, en la cual la razón y la voluntad ocupan el lugar de la realidad viva que guía nuestra vida desde dentro y le comunica su ritmo y su sentido. La reflexión y el juicio auscultan el terreno, nos permiten ser conscientes y nos ofrecen una imagen de lo que sucede, pero su papel se detiene ahí. No les pertenece el concluir que hay que salir de la dificultad de ésta o de aquélla manera pues no sabemos si debemos salir, ni cómo podemos salir.
Solamente el sentido oculto de la dificultad contiene los gérmenes de su evolución. Allí, y no en el raciocinio, se encuentra el principio de la conducta. El Espíritu Santo que nos ilumina por la inteligencia, nos guía también por otro sentido, pues está presente en lo más íntimo de nuestro ser y su presencia en nosotros es esencialmente dinámica. No se trata, pues, de decidir, sino de escuchar lo que el Espíritu Santo nos dice a través de nuestra vida concreta. Tratar de salir de una dificultad, de liberarse de una situación penosa, consiste en primer lugar en interiorizarla, es decir, en abrazarla desde lo interior y padecerla. No en rechazarla, ni en tratar de refabricarla uno mismo fuera. Sino aceptarla y vivirla, porque es nuestra realidad actual y contiene el sentido oculto de nuestro porvenir.
Es preciso pues que nos sentemos, nos calmemos, abracemos el presente tal como es, con sus fracasos, sus sufrimientos, sus riesgos; entonces tendremos alguna posibilidad de saber lo que el Espíritu Santo quiere de nosotros. A cada uno nos dice el Señor: «No temas tomar tu vida por esposa: lo que ha sido engendrado en ella viene del Espíritu Santo». La experiencia muestra que no se elude una dificultad. Si se consigue apartarla del plano psicológico, retorna bajo forma de una enfermedad orgánica o por medio de acontecimientos exteriores. No sirve de nada salir fuera pues la dificultad significa que una cara de la realidad pide ser aceptada e integrada. Hay que mantener esta realidad tal como es, adentrarse en ella, sufrirla hasta el extremo. En general se sale de ella por el fondo.
Existen puntos de referencia que nos permiten verificar la rectitud de nuestro caminar bajo la dirección del Espíritu.
Perseverantes en la oración 225
Si la vida espiritual, a lo largo de los años, no favorece en nosotros el sentido de la realidad y el crecimiento de nuestra libertad interior, está guiada al revés. Pues lo normal es que, en una vida impregnada de Espíritu Santo, las criaturas adquieran mayor consistencia ante nuestros ojos, que las gentes y las cosas adquieran como una densidad de existencia; es normal que la belleza de un paisaje, los rasgos de un rostro, la singularidad de cada persona se nos hagan más sensibles. Esta percepción de lo real no es incompatible con un desprendimiento radical. Si nuestra vida espiritual no conserva este contacto con lo real, corre peligro de perder su equilibrio. Cuanto más la vida del Espíritu abraza nuestra vida humana más se dilata esta en la alegría y la dulzura. El verdadero espiritual es capaz de amar con ternura y fuerza.
Del mismo modo si la vida espiritual, en vez de encaminarnos hacia nuestra madurez, contribuyese a mantenernos en un infantilismo psicológico,no se edificaría según el Espíritu. La larga y lenta búsqueda de Dios debe normalmente ayudarnos a liberarnos de nuestros temores religiosos, y en cuanto es posible, de nuestras trabas psicológicas. El ir formándonos poco a poco a imagen de Dios, debe progresivamente hacernos más sinceros y más libres en medio de los hombres. Nos conduce, en el tiempo de la madurez, a situarnos como hombres libres delante del mismo Dios, capaces de decir no a Dios que nos ha dado poder para ello, y sí, no por coacción, sino por reciprocidad para con el amor conmovedor de nuestro Dios. Sentido de la realidad y libertad interior, son dos señales de la realidad de nuestra marcha; la experiencia muestra que no son su- pérfluas.
Invocación al santo nombre de Jesús
Señor Jesús, creemos que la fe en el poder Hch 3,16 de tu nombre santísimo es capaz de curar nues
tros corazones y nuestros cuerpos, como curó Hch 4,12 un día al cojo de la Puerta Hermosa en el Tem
plo de Jerusalén pues no hay bajo el cielo ningún otro nombre necesario para la salvación de
1 Cor 12,3 los hombres. Pero creemos también que nadie
226 Jean Lafrance
Jn 6,44
Rm 10,9; Flp 2,11
Col 2,12
Col 1,19
1 Cor 1,24
Col 1,27
Col 3, 16-17
Hch 3,6
Rm 1,5
Hch 10, 40-43
Dt 4,12
puede decir: «Jesús es Señor», si no es bajo la influencia del Espíritu Santo. Padre misericordiosísimo, envíanos el poder de tu Espíritu, y atráe- nos hacia tu hijo Jesús. En nuestros corazones, creemos que le has resucitado de entre los muertos; concédenos confesar con la boca que Jesús es Señor, para gloria de Dios Padre.
Señor, creemos en la fuerza de Dios que ha resucitado a Jesús de entre los muertos. En adelante este poder habita en la Eucaristía y en el santo nombre de tu hijo Jesús. El es la sabiduría y el poder de Dios: Cristo en medio de nosotros, la esperanza de la gloria. Que el nombre de Cristo habite en nosotros en toda su riqueza, para que podamos cantar en nuestros corazones, salmos, himnos y cantos inspirados por el Espíritu. Sobre todo a los enfermos y a los hombres con el corazón herido por el pecado y el sufrimiento, enséñanos a decir como san Pedro: «No tengo ni oro ni plata; pero te doy lo que tengo: en el nombre de Cristo, el Nazareno, camina». Contemplando así el poder de Dios que actúa en la Resurrección de Jesús, podremos anunciar la buena nueva de su nombre salvador, que nos conduce con todos nuestros hermanos a la obediencia de la fe. Todo lo que podamos hacer o decir, con el poder del Espíritu, queremos hacerlo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias por medio de él al Padre.
Después de tu Resurrección, Señor Jesús, te has mostrado, no a todo el pueblo, sino a los testigos que Dios había elegido de antemano y que han comido y bebido contigo. Nuestra fe descansa en su testimonio pues a ellos has entregado tu nombre como Yavé lo hizo a Moisés. Es el fundamento de la Alianza y de la intimidad en la que quieres introducirnos. En el Deuterono- mio se repite constantemente: «Vosotros oíais rumor de palabras, pero no percibíais figura alguna, sino sólo una voz». Lo único que nos permite morar en ti es tu cuerpo y tu nombre. No tenemos ninguna otra cosa más que este nombre. Es la riqueza y la pobreza de la alianza y de la adoración del único Señor.
Riqueza y pobreza: es tan poca cosa un nom
Perseverantes en la oración 227
P. Bernard o.p.
P. Juan de la Cruz o.s.b.
Me 20,21
Ef 3,17
Juan de la Cruz
Teresa de Lisleux
bre. Hay días en que tengo la impresión de que eres mudo. Hay días en los que repetir el nombre de Jesús y el nombre del Padre, ¡abba!, es un ejercicio inútil. Y sin embargo este nombre es el tuyo, tú no tienes otro con el que podamos llamarte. Por eso el que adora al Padre se aterra a tu nombre, Jesús, que resume toda su oración. La repetición incesante de tu nombre es como una exhalación de nuestro corazón en la que entrega todo su ser.
Señor, todo mi deseo está delante de ti y para ti mi suspiro no está oculto; el amor desea el nombre del que ama para poder llamarle. Cuando uno ama a otro, desea conocer su nombre íntimo. Señor Jesús, me has amado y me has mirado como al joven rico. Desde que sellaste tu amistad conmigo, me gusta decirte: «¿Cómo te llamas? No tu nombre de familia para todos, sino el nombre para los íntimos». Desde que volcaste sobre mí tu rostro de ternura, me gusta murmurar tu nombre que habita mi corazón por la fe y sin el cual no habría para mí seguridad, felicidad y vida. Cuando tu nombre habita, nuestro corazón echa raíces en él, lo invade de ternura, de luz y de alegría, trae consigo la certeza de amar y de ser amado. En nuestra vida humana, es la más dulce, la más fuerte y la más indispensable de las certezas. Sin tu presencia, no hay felicidad ni alegría. Unicamente los hombres felices son capaces de amar a sus hermanos y ¿cómo podría hacerlo yo si no vivo una gran intimidad contigo?
Señor, al mirarme con ternura, has impreso en mi corazón un esbozo de tu rostro, pero es preciso que no deje de fijar mi mirada en ti. Por eso, espero con impaciencia tu vuelta y nada me consolará de tu ausencia. Se puede vivir muy lejos del ser amado, se pueden soportar largas separaciones: tu nombre, presente en lo secreto del corazón, sostiene la esperanza y la vida. Tu nombre que yo guardo es el nombre que me salva. Me salva de la desesperación y de la rebelión: es la defensa de mi vida. Tu nombre es el huésped de mi silencio interior y, en mí, no se calla. Como una fuente de ternura, murmura en
228 Jean Lafrance
lo más profundo de mí mismo el dulce mensaje de una presencia y de una fidelidad.Señor, no quiero pensar en ti o evocar tu recuerdo, con una costosa concentración, sino que quiero dirigirme a ti de persona a persona, pues creo que estás ahí, resucitado y vivo. Cuando un
Sai 34,7 pobre grita e invoca tu nombre, tú te acercas a él y le respondes. Creo que estás ahí, en el grito de mi súplica, para escucharme y responderme, aunque estés lejos y no residas ya en la tierra. Sé por experiencia que al pronunciar tu nombre, te harás inmediatamente presente de una manera siempre nueva y profunda.
Conclusion
Nada hay imposible para Dios
La última palabra que quisiera deciros es la que el ángel Gabriel dirige a María en la Anunciación: «Ninguna cosa es imposible para Dios». (Me 9,23). El único reproche que Cristo hace a sus discípulos es su falta de fe y su poca confianza. Esta actitud le hace sufrir terriblemente, pues es el único obstáculo capaz de limitar el poder del amor del Padre en el corazón de los hombres. Cuando Cristo evoca el poder de la oración, piensa siempre en la súplica que obtiene del Padre el don del Espíritu, como la fe de María consiguió que el Espíritu del Padre viniese sobre ella y la cubriese con su sombra (Le 1,35): «Si, pues, vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan». (Le 11,13).
En oposición a los discípulos, María es la creyente por excelencia pues accede y consiente a la propuesta de Dios. A propósito de Isabel, la estéril, el ángel afirma: «Ninguna cosa es imposible para Dios». Señala el contraste entre la respuesta de Zacarías ante el anuncio del nacimiento de Juan Bautista y la humilde aceptación de María. Zacarías pertenece a la raza de dura cerviz que duda del poder de Dios, como los hebreos en el desierto que se preguntaban si Yavé podría alimentarlos y pedían un milagro: «¿En qué lo conoceré? Porque yo soy viejo y mi mujer avanzada en edad». (Le 1,18).
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Por su falta de fe no recibirá milagro alguno; aun más, será condenado al silencio total: «Mira, te vas a quedar mudo y no podrás hablar hasta el día en que sucedan estas cosas, porque no diste crédito a mis palabras, las cuales se cumplirán a su tiempo». (Le 1,20). Por el contrario, María no pide ningún milagro y cree a Dios por su palabra; sin embargo Dios le dará uno: «Mira, también Isabel, tu pariente, ha concebido un hijo en su vejez, y éste es ya el sexto mes de aquélla que llamaban estéril, porque ninguna cosa es imposible para Dios». (Le 1, 36-37).
El colmo del humor en el evangelista san Lucas consiste en hacer decir por Isabel que María es la verdadera creyente mientras que su marido Zacarías ha sido reducido a silencio por haber dudado de la palabra de Dios. «Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor». (Le 1,45). Zacarías no ha creído. María en cambio puede proclamar su hermosa confesión de fe en las palabras del Magnificat: «Engrandece mi alma al Señor y mi espíritu se alegra en Dios, mi salvador». (Le 1, 46-47).
Pero antes de confesar el poder de Dios que opera maravillas en el corazón de los humildes y de los pobres, María había dado su consentimiento de fe diciendo: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra». (Le 1,38). Es difícil conjeturar lo que sucedió en el corazón de María en este momento pues no dejó manifestar sus sentimientos interiores, pero el evangelista Lucas nos dice en otras dos ocasiones que ella meditaba estos acontecimientos en su corazón (2,20 y 2,52) y que no comprendía su alcance (2,51). Si Isabel proclamó bienaventurada a María por su fe, era porque no tenía evidencia humana de lo que sucedía.
El concilio Vaticano II dice de María que creció en la fe a lo largo de su peregrinación terrena (L.G. VIII), lo que equivale a decir que dio preferencia permanente al pensamiento de Dios sobre el suyo. Cada vez que Dios le dirigió la palabra, reaccionó como Abraham, en el momento del sacrificio de Isaac. Hubiera podido decir que si Dios le había concedido un hijo, no era para ofrecerlo en sacrificio, tanto más que tenía que asegurar la descendencia, pero prefirió fiarse de Dios: «Por la fe, Abraham, sometido a la prueba, presen
Perseverantes en la oración 231
tó a Isaac como ofrenda, y el que había recibido las promesas, ofrecía a su unigénito respecto del cual se le había dicho: «Por Isaac tendrán descendencia». Pensaba que poderoso era Dios aun para resucitar de entre los muertos. Por eso le recobró para que Isaac fuera también figura». (Hb 11, 17-19).
Para María, no se trata sencillamente de resignación o de heroísmo como si aceptara pasivamente una «voluntad de Dios» exterior a la suya; consiente no sólo a la palabra que le pide aceptar ser madre permaneciendo virgen, sino que cree que «nada es imposible para Dios» y que él puede hacer de una virgen la madre de su Hijo, como hizo de una mujer estéril la madre de Juan Bautista. Este es el sentido de su respuesta: «Hágase en mí según tu palabra». (Le 1, 38).
María consiente en creer que todo es posible a aquél de quien se ha fiado. Entre las palabras del ángel afirmando que no hay nada imposible para Dios y el fíat de María, hay un espacio de libertad que puede parecer a algunos como un abismo de incertidumbre y que la Virgen atraviesa tendiendo entre ella y Dios el puente de la confianza. No es un salto a ciegas, en el vacío, sino un abandono en los brazos del Padre. Si María puede fiarse así de Dios, es porque ha tenido la revelación de que el Padre había «puesto los ojos en la humildad de su esclava». (Le 1,48) y la había revestido de la mansedumbre de su gracia (Le 1,28). Conserva sin cesar ante sus ojos la mirada atónita y llena de ternura del Padre: «Ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso». (Mt 6,32).
La confianza en el Padre del cielo es la fuente del dinamismo de la oración de María. Ya hemos dicho que a Lucas le gusta presentarnos a la Virgen orando y meditando en su corazón la palabra de Dios y los acontecimientos de la vida de Jesús. Según Isabel, escucha la palabra de Dios en la oración y se adhiere a ella por la fe. Cuando Jesús define lo que es para él su madre, dice: «Mi madre y mis hermanos son aquellos que oyen la palabra de Dios y la cumplen». (Me 8,21). Sin duda alguna, en este momento preciso, Jesús tiene ante sus ojos el retrato de la Virgen María, su madre, en oración. Igual que con la oración de Jesús, el evangelio es muy discreto sobre la oración de María y no preci-
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sa su contenido, aunque nos transmite el Magnificat; podemos pensar que escuchó la enseñanza de Jesús sobre la oración y la puso en práctica.
Retirada en lo secreto de su corazón, dirigía su oración al Padre que ve en lo secreto (Mt 6,6). Como para cada uno de nosotros, su oración tuvo una doble fuente: un movimiento de respiración y de aspiración. En primer lugar, un maravillarse ante el Todopoderoso que obra en ella grandes cosas (Le 1,49). Entonces exhala de su corazór, una oración de bendición, de alabanza y de acción de gracias: «Engrandece mi alma al Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi salvador». (Le 1, 46-47). Es una respiración de abandono en las manos del Padre: «Descarga en Yavé tu peso y él te sustentará». (Sal 55,23).
Pero hay otra fuente de oración de María: su confianza en Dios, dueño de lo imposible. Su oración de súplica, es como Cristo la enseña en el evangelio: «Todo lo que pidáis al Padre en mi nombre se os concederá». (Jn 15,16). El evangelista san Juan que recibió en su casa a María en calidad de madre y que fue, por tanto, testigo de su oración pone en labios de María en Caná una frase muy significativa sobre su oración de petición: «Haced lo que él os diga». (Jn 2,5). La confianza de María que le empuja a suplicar, es también la que sostendrá a los discípulos en el cenáculo, ayudándoles a permanecer asiduos a la oración. (Hch 1,14).
A partir del momento en que comprenda que Dios le pide lo imposible, invitándole a consentir en una misión que supera sus posibilidades humanas, comprende que tiene que pedir luz y fuerza para responder a su proposición. Podíamos pensar que si Dios le pedía tal cosa, le daría al mismo tiempo la fuerza para cumplirla y que entonces la oración sería inútil. Algunos piensan que todo se nos ha dado en la Pasión gloriosa y que Dios sabe muy bien lo que necesitamos, ¿por qué entonces tenemos que pedírselo? No sucede así en el mundo de la gracia. Ciertamente, los dones de Dios son gratuitos, pero no son arbitrarios y Dios pide al hombre que colabore, primero creyendo y luego pidiendo. De aquí la invitación apremiante de Cristo en el evangelio para que pidamos y supliquemos: «Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá». (Le 11,9).
Perseverantes en la oración 233
María suplicó como nosotros y continúa hoy intercediendo por todos los que se confían a ella.
Por eso, la oración de María es una oración de súplica, penetrada de alabanza y de abandono. Sabe que no hay nada imposible para Dios, le pide la gracia de ser fiel, de avanzar por los caminos aparentemente bloqueados y al mismo tiempo abandonarse a su beneplácito para que se haga en ella según su palabra. Es interesante señalar que la oración de Cristo en la Pasión y más especialmente en la agonía, no lleva otro movimiento. Suplica al Padre que aparte la copa pues todo le es posible y al mismo tiempo se abandona a él diciendo: «No se haga lo que yo quiero sino lo que quieras tú». (Me 14,36). Bastaría poner en paralelo las dos frases de la Anunciación (Le 1, 37-38) y la de la agonía (Me 14, 35-36) para descubrir su semejanza. Urs von Baltasar dirá que la Virgen educó en la oración a Cristo enseñándole a decir: «¡Hágase según tu voluntad!»
Lo mismo sucede en el crecimiento de nuestra fe y de nuestra vida de oración. María nos educa para que pongamos nuestra confianza únicamente en Dios, enseñándonos concretamente a desconfiar de nosotros mismos. San Luis María Grignion de Monfort dice que el discípulo de María, «si es fiel, pone gran confianza y abandono en la Santísima Virgen su buena maestra. No pone, como antes, su apoyo en sus disposiciones, intenciones, méritos, virtudes y buenas obras, porque habiendo hecho un sacrificio total a Jesucristo por medio de esta buena madre, ya no tiene más que un tesoro en el que están todos sus bienes, y que ya no está en él, y este tesoro es María» (Tratado de la verdadera devoción, n° 145). Y añade (n°216) que la Virgen le comunica gran parte de su confianza, de manera que puede decir a Dios con fe lo mismo que María en la Anunciación: «He aquí a tu sierva María: hágase en mí según tu palabra».
El verdadero hijo de la Virgen entra en una oración cada vez más sencilla. Se abandona entre las manos del Padre alabándole por sus maravillas y sabiendo que no hay nada imposible para Dios; su oración se convierte en un grito como Bernardita que al fin de su vida sufría atrozmente y decía: «Santa María, madre de Dios, ruega por mí, pobre pecadora, ahora y en la hora de mi muerte». Para terminar, invitamos a todos los que han tenido la bondad y la pacien-
234 Jean Lafrance
cia de leernos, a consagrarse por entero a la Virgen. El día que lo hagan, no sólo con la boca, sino desde el fondo del corazón, constatarán, como el que ha escrito estas páginas, que el Señor puede obrar en su vida cosas grandes.
Consagración a Jesucristo, sabiduría encarnada, por medio de María
Oh sabiduría eterna encarnada. Oh amabilísimo y adorable Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, hijo único del Padre eterno y de María siempre Virgen.
Te adoro profundamente en el seno y esplendor de tu Padre en la eternidad y en el seno virginal de María tu dignísima madre, en el momento de tu Encarnación.
Te doy gracias por haberte anonadado, tomando forma de esclavo, para librarme de la cruel esclavitud del demonio; te alabo y glorifico porque has querido someterte a María tu santísima madre, en todas las cosas, para hacerme por medio de ella tu fiel hijo.
Pero, yo ingrato e infiel, no he guardado los votos y promesas que tan solemnemente hice en mi bautismo; no he cumplido mis obligaciones; no merezco ser llamado hijo tuyo ni tu esclavo; como no hay nada en mí que no merezca repulsa y cólera, no me atrevo por mí mismo a acercarme a tu santísima y soberana majestad.
Por eso, recurro a la intercesión y a la misericordia de tu Santísima madre, que me has dado por mediadora; por ella espero obtener la contrición y el perdón de mis pecados, la adquisición y la conservación de la sabiduría.
Te saludo pues, oh María inmaculada, tabernáculo vivo de la divinidad, en el que la sabiduría eterna oculta quiere ser adorada de los ángeles y de los hombres.
Te saludo, reina del cielo y de la tierra, a cuyo imperio todo está sometido: todo lo que está debajo de Dios.
Te saludo, refugio seguro de los pecadores, cuya misericordia no ha faltado jamás a nadie.
Escucha los deseos que tengo de la divina sabiduría, y recibe los votos y ofrendas que presenta mi bajeza.
Yo, pecador infiel, renuevo y ratifico hoy, en vuestras manos las promesas de mi bautismo.
Renuncio para siempre a las seducciones de Satanás y a sus obras, y me entrego por entero a Jesucristo, la sabiduría encarnada, para llevar mi cruz en su seguimiento, to-
Perseverantes en la oración 235
dos los días de mí vida, para que le sea más fiel de lo que he sido hasta ahora.
Te eligo, María, en presencia de la corte celestial por mi madre y mi reina. Entrego y consagro con toda sumisión y amor, mi cuerpo, mi alma, mis bienes interiores y exteriores, el valor mismo de mis buenas obras, pasadas, presentes y futuras, dejándote el pleno derecho de disponer de ellas, de mí y de todo lo que me pertenece, sin excepción, según tu beneplácito, a la mayor gloria de Dios en el tiempo y la eternidad.
Recibe, dulce Virgen María, esta ofrenda de mi esclavitud de amor, en honor y unión de la sumisión que la sabiduría eterna quiso tener con tu maternidad; en vasallaje del poder que tenéis los dos sobre este miserable pecador, y en acción de gracias por los privilegios con que te ha favorecido la Santísima Trinidad.
Proclamo que en adelante quiero, como verdadero hijo, buscar tu honra y obedecerte en todo.
Madre admirable, preséntame a tu querido hijo en calidad de esclavo eterno para que, rescatado por ti me reciba también por ti.
Madre de misericordia, dame la gracia de conseguir la verdadera sabiduría de Dios y de estar en el número de los que amas, enseñas, guías, alimentas y proteges como verdaderos hijos.
Virgen fiel, hazme en todo un discípulo tan perfecto, imitador y esclavo de la sabiduría encarnada, Jesucristo, hijo tuyo que llegue, por tu intercesión y a tu ejemplo, a la plenitud de su edad sobre la tierra y de su gloria en los cielos. Amén.
(San Luis María Grignion de Montfort: Tratado de la verdadera devoción).
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