perea joaquin - otra iglesia es posible

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Page 1: Perea Joaquin - Otra Iglesia Es Posible

Joaquín Perea

OTRA IGLESIA ES POSIBLE

t© FWÍIONLS |[fU( J

Page 2: Perea Joaquin - Otra Iglesia Es Posible

JOAQUÍN PEREA

OTRA IGLESIA ES POSIBLE

Eclesiología práctica para cristianos laicos

& EDICIONES HOAC

Page 3: Perea Joaquin - Otra Iglesia Es Posible

1.a edición: septiembre 2010

Diseño de cubierta: Paolo Guidotti

© Ediciones HOAC Alfonso XI, 4, 4.° Teléf. 91 701 40 83 28014 Madrid

ISBN: 978-84-92787-06-7 Depósito Legal: M. 30.724-2010

Imprime: Gráficas Arias Montano, S. A. 28935 MÓSTOLES (Madrid)

A mi Iglesia de Vizcaya, en cuyo hogar aprendí a conocer y querer a Jesús, a cuyo servicio me ofrecí hace muchos años, en la que sigo colaborando con buen ánimo

y que en la oscuridad del presente «grita mendigando algún consuelo».

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ÍNDICE

Páginas

INTRODUCCIÓN 11

CAPÍTULO 1

«El tiempo que perdí para mi rosa...» 15

CAPÍTULO 2

¿Quiso Jesús una Iglesia? La Iglesia que Jesús quería 27

CAPÍTULO 3

La imagen de Iglesia del Concilio Vaticano II 55

CAPÍTULO 4

La Iglesia en el mundo actual. Presencia y tareas 77

CAPÍTULO 5

«Evangelizar, la dicha y vocación propia de la Iglesia» (Pablo VI) 103

CAPÍTULO 6

I ,¿i Iglesia local, Iglesia católica 127

CAPÍTULO 7

I ,a misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo 147

CAPÍTULO 8

l,n difícil pero necesaria comunión eclesial 177

CAPÍTULO 9

l.n autoridad en la comunión eclesial 207

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Páginas

CAPÍTULO 10 Corresponsabilidad, participación, sinodalidad, democra­tización en la Iglesia 233

CAPÍTULO 11

Parroquia, comunidad misionera: ¿una utopía? 261

CAPÍTULO 12

La renovación pendiente de la Iglesia. Una agenda de transformación evangélica para el siglo xxi 295

EPÍLOGO 321

ÍNDICE TEMÁTICO DE LOS CAPÍTULOS 3 2 5

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Introducción

Dos palabras nada más para explicarte, amable lector, el porqué del libro que tienes entre tus manos. Es el hijo inesperado de la ancianidad, como en la historia de Abrahán (Gn 21, 1-5), aunque todavía me falten bastantes años para llegar a los cien del patriar­ca. A lo largo del tiempo que he dedicado a la docencia de la ecle-siología, dirigida en muchas ocasiones a laicos y responsables de grupos y movimientos de Iglesia, nunca me pasó por la cabeza publicar un texto para mis alumnos. Tampoco podía yo suponer en aquel lejano verano de 1953 en que, al inicio de mis estudios de Teología, tuve la gracia de conocer a Tomás Malagón, Guillermo Rovirosa, Manuel Castañón y demás compañeros mártires en la Asamblea de la HOAC en Deusto-Bilbao que sus hijos en espíritu me iban a pedir esta colaboración. Porque efectivamente no otra cosa que la insistencia de los amigos actuales de la HOAC y la muy especial de Rafael Díaz-Salazar ha sido lo que impulsó su gestación y la ha llevado a un parto con bastante dolor.

El dolor ha sido producido sobre todo por la necesidad de com­primir en pocas páginas lo mucho que habría que decir acerca de la querida anciana madre Iglesia, cuya belleza me enamora y cu­yos defectos y fallos me entristecen y me hacen sufrir al verla ex­puesta a la dura crítica de la plaza pública, tantas veces con razón. El dolor lo ha causado también la necesidad de ser sincero y de contar cosas de ella que todo hijo preferiría silenciar. Y, si no lo he hecho, ha sido con la esperanza de que estas páginas sirvan algo para embellecer su rostro y hacerla atrayente a quienes buscan un camino, un sentido en la noche de esta historia nuestra.

Me corresponde ahora razonar el significado del título que he escogido para la obra. Desde el punto de partida que acabo de in­dicar, varios títulos se mostraban como apropiados para el libro. Tras una criba previa quedaron seleccionados tres, que respondían a las inquietudes y al espíritu que subyace en todos sus capítulos.

Al primero de ellos le encontraba un significado muy hermoso, aunque difícil de entender a primera vista en nuestra época. Era: El misterio cristiano de la luna. ¿Por qué me atraía esa metáfora? No se trataba en mi caso de un arrebato lírico o de las ganas de deslum­hrar al lector desprevenido para que picara el anzuelo y comprara el libro. La expresión es muy antigua en la tradición cristiana, tan

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antigua que ya se ha olvidado y resulta exótica en el lenguaje de los creyentes de hoy En la reflexión de los antiguos Santos Padres el misterio de las relaciones de Cristo con su Iglesia se representaba por medio del simbolismo de la luna espiritual: ella, bañada en la luz solar de Pascua, en el resplandor espiritual del plenilunio, ilu­mina la oscuridad de este mundo. La Iglesia primitiva rezaba de cara al oriente, del cual esperaba «la luz del sol sin crepúsculo», que es Cristo. Pero todavía es de noche mientras sea peregrina en la tierra y la luz del sol del lejano Señor se refleje en el semblante de la luna que se yergue en esta noche. Su destino en la historia es comparable a las fases lunares, a sus menguas y desapariciones, en el rojo reflejo de la sangre de las persecuciones. Y se vuelve a rege­nerar siempre en su girar alrededor del Sol Cristo. Y en cada pleni­lunio de la fiesta de la Pascua ella se hace consciente una vez más de que se dirige al encuentro de un eterno resplandor. Este es el misterio cristiano de la luna. Hermoso, pero difícil de hacerlo en­tender a nuestra mentalidad científica y técnica.

El segundo posible título al que renuncié por parecidas razones fue: La nave guiada por el mástil de la Cruz. Para los Santos Padres la Iglesia es la gran nave que atraviesa el mar de esta tierra corriendo tremendos peligros y aun así acompañada de una seguridad triun­fante. No podía existir un símbolo más adecuado para expresar de manera sencilla y penetrante la verdad de que la Iglesia en medio del mar demoníaco del mundo en que se encuentra es la única ta­bla cobijadora de la certeza de la salvación y promete una bendita llegada al puerto de la eterna plenitud. A la vez todavía corre un riesgo: aún no ha llegado, está lanzada al arrojo y su temblorosa y esperanzada expectativa aún se encuentra allende el mar, allí don­de en la orilla del cielo se extienden los muelles a modo de brazos protectores.

Quien se suba al barco de la Iglesia dará un nuevo rumbo a su vida, dejará atrás en el momento de iniciar el viaje todas las cosas y costumbres paganas, los hábitos queridos y las vanas afirmacio­nes. Precisamente aquí reside la obstinada valentía del Ulises cris­tiano que desea alcanzar la nueva vida renunciando a la vieja. El viaje no será fácil, deberá remar para superar las corrientes peli­grosas y las aguas tormentosas, para superar los posibles naufra­gios. Con todo, no debe sentir miedo. Las velas van hinchadas por el potente soplo del Espíritu. Los cristianos de los primeros siglos veían en el mástil, con la antena o verga transversal, el símbolo de la cruz, plantado firmemente en medio de la nave, que da la segu­ridad del triunfo sobre las tormentas. En la fuerza de ese mástil se

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manifiesta la certeza de la salvación para los que surcan el piélago en la nave.

Por fin, con el titubeo que siempre se le plantea a uno ante cual­quier opción, preferí el título definitivo: Otra Iglesia es posible. Quie­ro decir de entrada con toda claridad que la afirmación expresada en el título no debe dar lugar a equívocos. No pretendo inventar ahora una Iglesia que no sea la de Jesús; no conozco ninguna otra. Desde el comienzo del libro queda claro que Jesús quiso una Igle­sia y qué Iglesia quiso Jesús. También queda claro que esa Iglesia no es un fósil conservado en una vitrina de cristal, ni un contene­dor lleno de libros de doctrina, normas de comportamiento y ritos prefijados, que se desliza, idéntico a sí mismo, por los raíles de la historia. La Iglesia es un ser viviente y, como todo auténtico ser viviente, es igual a sí misma precisamente en su constante renova­ción. Ella asume en su sustancia más de veinte siglos de tradición. Pero la auténtica tradición sólo se perpetúa renovándose. En cada época de la historia nuestra Iglesia ha de vivir reactualizando su identidad sobre la memoria de su tradición, esforzándose en res­ponder a los imperativos del momento a la luz de esa tradición viva. Esta es la verdadera fidelidad al proyecto original y origina­rio de Jesús. Por ello se trata de bajar a los estratos más profundos hasta alcanzar el manantial y las fuentes inspiradoras de nuestro origen para beber en ellas el rico patrimonio que nos alimenta. Reencontrar nuevamente cada día la corriente de ese gran río con­lleva la valoración simultánea de las nuevas condiciones y formas de vida introducidas en el mundo moderno.

He aquí la gran tarea que nos ha tocado a nosotros. Por desgra­cia, son muy grandes las dificultades que hoy se nos plantean para hacer realidad el proyecto. Las iremos viendo a lo largo de los ca­pítulos. Por eso afirmamos que otra Iglesia es posible, distinta de la que se nos presenta públicamente a través de órganos institucio­nales que asumen una autoría, una autoridad y un protagonismo de sujetos que sólo pertenece a la totalidad del pueblo de Dios.

Hasta aquí lo que se refiere al título. El subtítulo indica de ma­nera sencilla y clara las pretensiones de la obra. Debo advertir de entrada de que no se trata de un tratado de eclesiología en el sen­tido solemne de una obra de investigación, de alta divulgación o de consulta. Es nada más que un pequeño libro en que se pretende compendiar lo sustancial de esa materia para cristianos laicos. Y aquí viene la pregunta clave: ¿qué es lo sustancial en eclesiolo­gía? No resulta nada fácil responder a esa pregunta y mucho me­nos si se quiere tener en cuenta a los potenciales lectores. Para salir

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del atasco, llegué rápidamente a un acuerdo con los amigos de la HOAC acerca del índice de temas eclesiológicos que más podían interesar no sólo a los militantes, sino en general a los cristianos laicos, aunque no fueran todos los temas que cupiera incluir en un tratado de eclesiología con vitola de completo. No era esa su pre­tensión. Además, hay que señalar que las exigencias editoriales han limitado el número de capítulos y también su extensión. Esta es la razón de que no se encuentren aquí determinados temas que son habituales en una eclesiología académica, por ejemplo el pri­mado papal, las notas de la Iglesia tratadas de forma sistemática u otras cuestiones. Había que centrarse en las preocupaciones más inmediatas de los militantes. He renunciado a las notas a pie de página, que dan mucho lustre al autor y demuestran todo lo que sabe, pero dificultan una lectura seguida y sin saltos. Con todo, al final de cada capítulo se propone una brevísima bibliografía para quien desee ampliar sus conocimientos.

Por otra parte, he de confesar sin circunloquios que casi nada de lo que contiene este libro es inédito o novedoso. Casi me atreve­ría a decir que se trata de una recopilación, reordenación y síntesis de escritos anteriores desperdigados en varias publicaciones y re­vistas. Si algún mérito tiene este libro es el de haberme obligado a hacer tal tarea.

Antes de terminar esta breve introducción, quiero agradecer a Mabel Martínez, miembro de la Delegación Diocesana de Catcque­sis de Bilbao, el trabajo que se ha tomado de leer los originales con mirada laical, pedagógica y catequética al objeto de reducirlos en extensión, pulirlos en el estilo y hacerlos más comprensibles y ajus­tados a las necesidades de los lectores. Con seguridad, este libro no sería el mismo sin su ayuda.

Bilbao, Pascua de 2010

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Capítulo 1

«El tiempo que perdí para mi rosa...»

«... —dijo el principito para acordarse». «El tiempo que perdiste para tu rosa —le respondió el pe­

queño zorro— es lo que hace que tu rosa sea tan importante. Eres responsable de tu rosa».

(A. DE SAINT-EXUPÉRY, El principito, XXI).

REPENSAR LA IGLESIA DESDE LA EXPERIENCIA CRISTIANA

El texto citado del famoso cuento del escritor francés me sirve como introducción a este primer capítulo y expresa lo que preten­do en él: mostrar a sus lectores ía matriz experiencial, más que in­telectual, de la que ha nacido, así como la razón de la elección de unos determinados temas y de una metodología. Su matriz expe­riencial está en el tiempo de mi vida que he dedicado a mi rosa; el temario escogido muestra en qué está la importancia de mi rosa; el método por el que he optado manifiesta cómo me siento responsa­ble para con ella.

1. CONFESIÓN GENERAL

La mejor manera de hacer lo propuesto es explicar en un bre­ve recorrido el humus donde se enraizan mis reflexiones, la tie­rra vital que a lo largo de cincuenta años ha alimentado una ex­periencia de Iglesia en la que ha madurado y tomado cuerpo una eclesiología que ahora, ya en los años tardíos de mi vida, quiero compartir con mis hermanas y hermanos laicos comprometidos en el anuncio del evangelio. Aunque la experiencia personal siempre es intransferible, quizá muchos de ellos hayan vivido o sentido algo parecido a lo que aquí expreso. Personalmente, soy contrario a la confesión general, en primer lugar porque sólo sir­ve para revolver cachivaches inútiles del pasado y en segundo lugar porque no se puede hacer propósito de la enmienda res­pecto de tantas cosas acumuladas. Pero como no veo otra forma

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de tratar de lo que deseo sin hablar en primera persona, me con­tradigo a mí mismo y voy a recorrer someramente mis años de senderismo en la eclesiología, destacando algunos accidentes orográficos de mayor relieve. Como en toda confesión general, pido el perdón y la absolución.

Mis estudios de Teología en la Universidad Gregoriana de Roma fueron los de una eclesiología apologética, polemista, arma intelec­tual en el combate contra las Iglesias protestantes y contra la mo­dernidad. Los teólogos estaban al servicio de la institución o de la jerarquía para defenderla de las herejías o de los enemigos de la Iglesia. Allí escuché al famoso P. Tromp, que fue redactor del es­quema previo del Vaticano II, rechazado en su primera sesión. Pero también tuve la suerte de escuchar a otros profesores que nos abrieron alguna rendija de la ventana que daba a otra manera de hacer teología, como la nouvelle théologie, algunos autores alema­nes, los lovanienses.

Mis primeras armas como docente tuvieron lugar en el semina­rio de Bilbao el año 1960 en una situación de conflicto violento en la diócesis y en el propio seminario. Primera dura experiencia, pri­mera cuestión planteada: ¿cómo conjugar las orientaciones eclesio-lógicas renovadoras europeas, propuestas en las clases a aquella joven generación llena de legítimos deseos renovadores, con la imagen real de una Iglesia autocrática, verticalista, inmutable, cle­rical, ciega ante los cambios sociales?

Pronto comenzó el Concilio Vaticano II, seguido con un interés, ilusión y expectativas gigantescas en el seminario. Mi colaboración con el propio Concilio se verificó a través de algunos informes pe­didos por el obispo sobre varios de los esquemas previos; informes que fueron echados a la papelera sin explicaciones ni petición de aclaraciones. Fue una etapa compleja: las tensiones vividas en el seno de la Iglesia local son crecientes. Hay que ser fieles a la ense­ñanza conciliar y al mismo tiempo hay que intentar salvar la co­munión. El dolor de una Iglesia lacerada sella mi experiencia ecle-sial de aquellos años. Múltiples charlas a lo ancho de la diócesis y también fuera de ella explicando la imagen de Iglesia hermosa y juvenil, expuesta por el Concilio, me hacen vivir la necesidad de comprender mejor, penetrar a fondo y difundir aprisa la buena no­ticia de aquel gran regalo del Espíritu a su Iglesia.

Mi docencia en la Facultad de Teología de Deusto, que había comenzado con las mismas características, hubo de compartirse primero e interrumpirse después ante la llamada del nuevo obis­po, monseñor Cirarda, a colaborar con él en responsabilidades dio-

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cesanas, colaboración que se prolongó con monseñor Añoveros en años bien difíciles y conflictivos, tanto en el seno de la propia Igle­sia como en las relaciones con la sociedad y la política. Una nueva experiencia eclesial grabada a fuego: ayudar a sanar las heridas de una diócesis enferma, iniciar nuevas instituciones evangelizadoras, dar los primeros pasos en la corresponsabilidad, animar a mirar el futuro con esperanza, salir con firmeza y serenidad de la cautivi­dad babilónica de la connivencia con el poder político.

Y luego, en el contexto de la democratización incipiente, pen­sar, debatir, programar un plan diocesano de evangelización. Era otra fase de experiencia eclesial verdaderamente inédita, la entra­da en un terreno desconocido: anunciar el evangelio de Jesús a una sociedad que se descristianizaba a gran velocidad. ¿Qué ima­gen de Iglesia había que proponer, qué anuncio, qué celebración, qué praxis sacramental, qué forma de presencia pública? Se trata­ba de un pugilato agotador: ¿cómo abandonar las antiguas ruti­nas pastorales y reencontrar el manantial del Espíritu para reno­var nuestra Iglesia y hacerla cercana, amable, transmisora fiel del amor de Jesús?

No puedo olvidar que a lo largo de este camino agotador tuve el honor de trabajar codo a codo con grandes amigos en la creación y difusión de la revista Iglesia Viva. En los largos debates de prepa­ración de los números, en el trabajo de publicación, en los encuen­tros con los lectores, recibí una ayuda formidable en la tarea de acercar a nuestra realidad el pensamiento conciliar y de ir respon­diendo a los nuevos desafíos que presentaba la sociedad española. Es un apoyo que, como gracia de Dios, sigue todavía hoy fecun­dando mi trabajo de reflexión.

Terminada mi etapa de responsabilidad diocesana, la incorpora­ción al Instituto Diocesano de Teología y Pastoral me ofreció una oportunidad única, una experiencia de Iglesia original y distinta de la tenida hasta entonces: la formación teológica del laicado. No sólo del nutrido grupo del laicado liberado para tareas diocesanas, sino del laicado sin aditamentos. Aquí está el futuro de la Iglesia. El desafío es enorme, aunque los responsables de la comunidad cristiana parecen no darse cuenta o mirar hacia otro lado. Se trata del fenómeno irreversible de la crisis numérica de vocaciones con­sagradas (al menos en el mundo occidental) que va a repercutir en plazo breve en la organización eclesiástica y pastoral. Por ello es preciso prever ya la inserción de figuras de laicos y laicas como responsables de amplios ámbitos eclesiales. Lo cual significa que ellos deben formarse porque, mientras los clérigos sigan monopo-

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lizando el saber teológico, será difícil el empoderamiento de «sim­ples bautizados».

Lamentablemente, esta aleccionadora experiencia eclesial que se vive en muchos lugares de nuestro país y de la Iglesia universal se enmarca hoy en una situación oficial de creciente distanciamien-to del proyecto conciliar. Tras un primer esplendor en el inmediato posconcilio, que quizá nos engañó a muchos, desde hace algunos años la minoría conciliar que no logró sacar adelante sus propues­tas, las fuerzas conservadoras en la Iglesia han ido apoderándose paulatinamente de los resortes del poder eclesiástico hasta en sus máximos niveles, han ido adulterando el pensamiento del Vatica­no II «reconduciéndolo» hacia posiciones preconciliares maquilla­das de modernidad en las palabras y están deshaciendo el sueño de una radical adecuación al proyecto de Jesús. Para ellos el Con­cilio es un acontecimiento que ha confirmado la antigua concep­ción de la Iglesia, la antigua estructura eclesial, el antiguo orden organizativo, en todo caso puesto al día, revisado y corregido en algunos aspectos, para hacerse compatible con los cambios de la sociedad.

No hay duda de que vivimos tiempos invernales en la Iglesia, donde el espíritu del Concilio se ve amenazado por el rodillo aplastante de la triunfante restauración romana. Sin embargo, en todas partes se hacen sentir innumerables resistencias; son expre­siones vivas del hecho de que es muy difícil cerrar la irreversibili-dad del camino del diálogo que se inició hace más de cuarenta años. No son pocos los que se han manifestado lamentando que, cuando desde todos los meridianos se grita porque los graves pro­blemas de nuestro mundo amenazan la supervivencia del planeta, cuando todos deberíamos estar unidos para salvar nuestra casa común, el movimiento restauracionista eclesial plantee cuestiones irrelevantes.

Contemplamos a veces doloridos, a veces estupefactos, a veces llenos de esperanza la realidad de una Iglesia que intenta encon­trar su lugar en una sociedad nueva a la que se quiere anunciar el evangelio de Jesús con fidelidad y credibilidad. Pensamos que la conflictividad desatada a lo largo del posconcilio no sólo es expre­sión de la dificultad para asumir las propuestas del Concilio, sino también el resurgir de una problemática pendiente: cuál es el lugar de la Iglesia en la sociedad española, que, soltando amarras de su tradicional cosmovisión religiosa unitaria, se moderniza a pasos de gigante, se hace ideológicamente pluralista y separa los compo­nentes religiosos de su conciencia social, cultural y política.

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Pues bien, ésta ha sido la pasión histórica de mi Iglesia local de Bilbao, en la que he participado durante más de cincuenta años y en la cual se ha incubado el desarrollo del presente libro. Esta ha sido la rosa por la que perdí tanto tiempo y de la que soy respon­sable. De ese conjunto de vivencias eclesiales, y no sólo de la inves­tigación teórica y del estudio o, por mejor decir, de su mutua fe­cundación, han nacido las reflexiones eclesiológicas fundamentales y prácticas que aquí presento.

El recorrido, rápida y esquemáticamente contado, me lleva di­rectamente a dos consideraciones, una de carácter más teórico-teo-lógica, la otra más espiritual.

En cuanto a la primera, la Iglesia de este tiempo hasta que llegue la plenitud escatológica se despliega y desarrolla en un proceso histórico, vive lo definitivo en lo contingente. El difícil equilibrio de la vida eclesial consiste precisamente en la coexis­tencia de ambas dimensiones, lo eterno y lo temporal. Por eso tenemos que conjurar la tentación tan común de «idealismo ecle-siológico», es decir, de encasquetar a la Iglesia de nuestra expe­riencia una imagen de Iglesia ideal que resulta sospechosa para todos aquellos que contemplan críticamente la Iglesia que ven. Es verdad que la Iglesia de Cristo no es pura figura humana, como tantas veces nos recuerdan algunas voces, pero su profun­didad de misterio y presencia de Cristo y del Espíritu se encarna en la realidad muchas veces decepcionante y desfiguradora de las comunidades presentes.

En cuanto a la segunda bajo la humillación de las formas con­cretas se esconde la única Iglesia de Jesús que, a lo largo del espa­cio y del tiempo, va buscando la manera más adecuada de anun­ciar y realizar anticipadamente el reino de Dios. En definitiva, aceptamos hasta las últimas consecuencias la dimensión encarna-toria de la Iglesia, su abajamiento como el siervo. A esa Iglesia real, a esa rosa con espinas amamos, con ella nos comprometemos hasta el final.

2. UNA ECLESIOLOGÍA INDUCTIVA

Quiero justificar ahora teóricamente una forma de elaborar la eclesiología en este libro, que parte de la realidad presente y no de los principios dogmáticos, como ha solido ser habitual cuando se presentan estos temas en muchos tratados.

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La eclesiología, como toda ciencia teológica, se realiza en un proceso circular y, por así decirlo, de retroalimentación: proceso que va desde la experiencia individual y comunitaria del aconteci­miento salvador vivido en una Iglesia concreta hasta su formula­ción en las categorías propias de la ciencia; proceso que retorna nuevamente a la experiencia histórica para que ésta quede trans­formada por los criterios nacidos de la reflexión operativa.

Por tanto, la reflexión no se hace abstrayéndose de los proble­mas de actualidad; es precisamente el interés por el presente y sus preguntas, el amor a la Iglesia de hoy en su crisis y en su búsque­da, lo que despierta y mantiene vivo el estudio de los temas ecle-siológicos. Así pues, la eclesiología actual quiere ser la ciencia que explica la praxis y la experiencia de las comunidades cristianas. De ahí que no debe ser algo abstracto, sino brotar de la praxis eclesial, estar situada, avanzar a partir de los problemas de los cristianos de cada tiempo.

La orientación predominante al hacer teología desde la Edad Media hasta el Concilio Vaticano II fue de carácter analítico, prin­cipalmente especulativa, objetivizada. La «sacra doctrina», por sa­grada, era intangible en su sustancia. La eclesiología estaba apresa­da en las tesis hierocráticas y en el centralismo romano, que man­tenía la concepción jurídica de la sociedad perfecta, con sus corres­pondientes exigencias políticas.

Por el contrario, la forma de hacer eclesiología que proponemos quiere ser reflexión sobre una historia que ni repite el pasado, ni tampoco rompe con él. En lugar de partir sólo del dato de la reve­lación y de la tradición, como hizo la teología clásica, se parte tam­bién de los datos recibidos de nuestra historia, de los sujetos ecle-siales y de su praxis. Es que, si las vicisitudes humanas son el lugar de la acción salvadora divina y los acontecimientos históricos en­tran en el plan salvador, entonces hay una dimensión eclesiológica en los acontecimientos. Y la razón última de ello está en que la experiencia es el medio a través del cual la revelación nos habla y nosotros podemos recibirla existencialmente.

Queremos decir que las experiencias vividas por los creyentes y las comunidades en un momento dado de su historia son el ámbito privilegiado para lograr que el discurso teológico sea ela­borado no de forma dogmática deductiva, sino a partir de las si­tuaciones, los verdaderos problemas del tiempo y los compromi­sos concretos por medio de un proceso inductivo. La eclesiología está dispuesta a dejarse interpelar por la práctica en una tensión o confrontación entre ambas. Esta interdependencia se ha llama-

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do «método de correlación» (Tillich) y puede plasmarse imagina­tivamente como una elipse cuyos polos, la experiencia histórica y la respuesta eclesiológica, independientes y distintos entre sí, se hallan ambos situados en el interior de la esfera del compromiso cristiano.

En definitiva, sólo desde la praxis es posible elaborar un discur­so eclesiológico genuino. Porque la reflexión sobre la Palabra de Dios se halla ligada al modo como ella es vivida y anunciada en la comunidad cristiana. Del modo concreto como el pueblo de Dios realiza la historia, sostenido por el Espíritu, deriva el modo de la elaboración eclesiológica como un saber interpretativo de ese mis­mo hacer historia.

Además, una eclesiología que reflexiona sobre la praxis ayuda a que la Iglesia sea signo de salvación para los hombres y mujeres de hoy y a que sus enunciados teóricos y decisiones programáticas estén más cerca del proyecto de Jesús. Así, se prepara un futuro distinto para la Iglesia que amamos. En esta concepción, la práctica social de la fe forma parte del tejido teológico y ejerce sobre éste una cierta directividad.

La eclesiología, si no quiere convertirse en un lenguaje propio de una secta, ha de acompañar el esfuerzo colectivo de las comuni­dades cristianas, aunque manteniéndose en su propio estatuto de ciencia que reflexiona sobre la experiencia religiosa de aquella par­te del pueblo que se identifica como pueblo de Dios.

3. EL HILO QUE DESENREDA EL OVILLO

El lector se merece también unas líneas que expliquen el entra­mado de los capítulos que siguen. Me permito recomendarte que, antes de arremeter valientemente con ellos, leas con detención el amplio índice final con objeto de lograr una visión panorámica del conjunto, cuyo hilo se desglosa a continuación.

No se puede empezar una reflexión global sobre la Iglesia sin plantearse la pregunta clave, aquella que está en la boca de mu­chos, especialmente en la presente época de crisis. ¿Por qué hay que ser seguidor de Jesús dentro de una comunidad? Si la respues­ta a esta cuestión es positiva, ¿qué modelo de comunidad nos pro­puso Jesús?

Clarificado este punto de referencia en el origen de la aventura cristiana, surge la mirada dirigida al presente: ¿tiene la Iglesia del siglo xxi un proyecto que quiera ser fiel a los orígenes? La respues-

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ta no puede ser otra que tal proyecto se encuentra en la enseñanza del Concilio Vaticano II, profecía para nuestro siglo.

Y ello de manera especial en aquella dimensión que más intere­sa a los laicos: la relación con el mundo. Ya no puede ser una rela­ción de enfrentamiento, enemistad o simple desconocimiento; la Iglesia y el mundo deben dialogar y enriquecerse mutuamente al servicio conjunto de la persona humana.

Este planteamiento lleva de la mano a la gran cuestión del anun­cio del evangelio en el mundo de hoy. El término es ya un tópico, pero ¿en qué consiste realmente? ¿Qué exigencias conlleva? ¿Qué reformas exige en la cabeza y en los miembros de la Iglesia?

Un nuevo capítulo engarza con lo anterior. ¿A quién correspon­de en primera instancia la evangelización? Su primer responsable es la Iglesia local. Novedad y clave en el pensamiento conciliar fue la opción de construir la eclesiología desde la localización de la Iglesia. Es la trama necesaria de la colegialidad, un antídoto al cen­tralismo, el único fundamento sólido para entender el sentido de la parroquia y de las comunidades cristianas.

La lógica de los capítulos anteriores conduce de la mano al tra­tamiento específico de la posición de los laicos en el proyecto del que hablamos. Ellos son el sujeto eclesial primordial; ellos, los mar­ginados durante siglos, toman la palabra y el mando de la nave de la Iglesia. Desde luego, con grandes dificultades y frenos prove­nientes de la vieja eclesiología jerárquica y del nuevo clericalismo que quiere mantener el poder (¡espiritual, claro!).

Ahora se suscita una cuestión delicada: la comunión eclesial. También esta palabra llena la boca de muchos, pero ¿qué se quiere decir con ella? Para evitar engaños, es preciso clarificar los criterios eclesiológicos con objeto de aplicarlos luego a nuestra realidad es­piritual y pastoral.

La auténtica comunión eclesial, ¿rechaza o exige, conlleva o aconseja una estructura institucional y una autoridad? Si la res­puesta es afirmativa, ¿cuál es su sentido en la Iglesia de Jesús? He aquí un problema que está causando serias tensiones y conflictos en las comunidades cristianas y que exige serena reflexión y pro­fundos cambios en las estructuras.

Por eso no hay que extrañarse de que ese capítulo vaya seguido del que trata de la corresponsabilidad y la democratización en la Iglesia. Tema tan candente no podía ser marginado en una eclesio­logía para laicos. Los modos de participación, las estructuras de corresponsabilidad, la opinión pública en la Iglesia son algunos de los puntos abordados.

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Todo lo dicho desemboca en el penúltimo capítulo, dedicado a la parroquia y a las pequeñas comunidades, una y otras califica­das de misioneras. ¿Es de verdad así? ¿Qué se exige para serlo? ¿Cómo pueden engarzarse los grupos cristianos, los movimientos de laicos, las comunidades de base en un proyecto común evange-lizador?

El libro termina con un sueño. Siguiendo la estela de Martin Luther King y del cardenal Martini en el Sínodo de los Obispos de Europa en 1999, también yo he tenido un sueño que quiero compartir con mis lectores. Lo intento contar en el último capítu­lo, que pretende ser una llamada para nuestra transformación evangélica en el umbral de una nueva época desafiante pero es-per anzadora.

4. UNA SENCILLA APLICACIÓN DE LA ENCUESTA DE REVISIÓN DE VIDA

Indicado el desarrollo de los diversos capítulos y su nexo lógi­co, parece conveniente explicar el porqué del método empleado. Los militantes de los movimientos apostólicos llevan lustros apli­cando el método popularizado por la JOC y la HOAC desde los tiempos de J. Cardijn, Rovirosa y Malagón. Ver, juzgar y actuar son los tres pasos clave de la encuesta, que tienen un desarrollo de to­dos conocido. ¿Es aceptable aplicar ese método a un libro de ecle­siología para laicos o se trata de un brindis al sol, una forma de captar la benevolencia de unas personas concretas? Quiero expli­car brevemente por qué me parece un camino apropiado, no sólo para enfocar las cuestiones teóricas, sino también para implicar ac­tivamente a los lectores en un compromiso en relación con la co­munidad cristiana en la que viven. En realidad, el método aplicado es plenamente coherente con lo indicado antes acerca de la necesi­dad de elaborar una teología inductiva.

Efectivamente, lo dicho significa que la metodología de la re­flexión teológica ha de ser inductiva, atenta a la vida y sustenta­dora de la acción transformadora. Cuando escogemos un méto­do determinado, estamos haciendo implícitamente una declara­ción de principios que tiene que ver con los contenidos. De forma que no es solamente una pura cuestión de distinto orden para el aprovechamiento de los lectores, sino una elección que es en sí misma el marco dentro del cual cobran sentido los mismos te­mas, es el continente dentro del cual se articulan los diversos contenidos.

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El recorrido teológico debe tener presente desde el comienzo el aquí y el hoy del mundo en que vivimos y de la Iglesia que somos. Con este enfoque se sostiene un principio teológico por el que se da preferencia siempre, como punto de partida, a la realidad que se desea transformar desde los valores del Reino. Se trata de un modelo de reflexión teológica en el que la primacía la tiene la praxis transformadora.

Ello no significa que se separa en bloques distintos el análisis de la realidad social y los contenidos del mensaje. Más bien deben unificarse, estudiando cada gran tema eclesiológico en el contexto social y eclesial correspondiente. Por eso, el desarrollo de los capí­tulos sigue el paradigma consagrado en la formación de militantes: ver, juzgar y actuar.

Ver la realidad, o sea, partir de los datos que los sujetos han capta­do y tal como los han captado, recoger los datos que vienen de fuera.

Juzgar lo visto, o sea, confrontar la realidad vista con los datos de lo manifestado en la Revelación, fundamentalmente en Jesús de Nazaret. Datos que deben estar contrastados con los acuerdos exe-géticos conseguidos hoy en día.

Actuar en consonancia con lo visto y juzgado, o sea, verificar la realidad vista y juzgada con la praxis transformadora como crite­rio validador de la reflexión. La praxis es un momento interno esencial del conocimiento.

La elección del método inductivo quiere decir que se parte de la experiencia de fe que tiene cada persona y de su compromiso en la acción temporal, donde precisamente tiene esa experiencia de fe porque Dios nos habla en los acontecimientos históricos. En ellos hemos de aprender a discernir su palabra, teniendo en cuenta fun­damentalmente lo sucedido en Jesús, actualizado hoy por el Espí­ritu en lo que llamamos los signos de los tiempos.

El análisis situacional que se ofrece como «toma de tierra» o punto de partida de la reflexión no debe presentarse por sí mismo, sino precisamente como el ámbito en el que se ilumina el mismo hecho de la revelación, la palabra de Dios transmitida en la tradi­ción viva de la Iglesia. Tan importante como la toma de tierra «si­tuacional» es la toma de tierra comunitaria: la experiencia de fe de la comunidad eclesial es el fundamento, la base sobre la que se ha de realizar la reflexión teológica.

Nada de todo lo anterior tendría mucho interés si no llevara al compromiso transformador. No se trata de hacer eclesiología asép­tica y sin incidencia en la praxis eclesial. Nuestra reflexión tiene una finalidad operativa. Al explicar la experiencia eclesial, formu-

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larla temáticamente e interpretarla en relación con el contexto so­cial, quiere hacer posible una nueva experiencia del acontecimien­to salvador. Así se preparan las bases de una nueva forma de pre­sencia de la Iglesia en el mundo de hoy.

* * *

Desde estos presupuestos, querido lector, te invito a la aventura de conocer mejor y amar con mayor hondura a la comunidad del profeta nazareno.

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Capítulo 2 ¿Quiso Jesús una Iglesia?

La Iglesia que Jesús quería

Ver EL DEBATE SOBRE LA INTENCIÓN DE JESÚS DE FUNDAR UNA IGLESIA

1. JESÚS SÍ, IGLESIA NO

Es un hecho llamativo e inquietante el que, junto a una notable aceptación en la cultura actual de la persona y el mensaje de Jesús, haya un acuerdo aún mayor negando a la Iglesia. El sí a Jesús se une al no a la Iglesia.

Para algunos, que se apoyan en una interpretación histórica de los evangelios, Jesús tenía otra cosa que hacer, más importante que fundar la Iglesia: tenía que anunciar el reino de Dios. La Iglesia propiamente nació después de la muerte de Jesús como una confe­deración posterior de comunidades locales y sólo desde ahí es com­prensible. Lo que a Jesús le movió tan profundamente no fue asu­mido por sus partidarios tras el terrible suceso de la cruz. Del gru­po de discípulos que reunió durante su vida surgió tras su muerte algo totalmente distinto de lo que Él intentó: primero una secta ju­día, luego una comunidad de culto helenista, finalmente una nueva comunidad religiosa frente al judaismo y el paganismo que se im­puso victoriosamente. Del movimiento abierto que Jesús lanzó, se desarrolló después de Pablo una Iglesia establecida e institucio-nalmente fijada, centrada en la autoridad de los ministros ordena­dos, que apela a Jesús pero que se ha separado de su espíritu.

Otros, desde fuera de la Iglesia, plantean la pregunta de para qué sirve la Iglesia. Es una institución o superflua o trasnochada. A pesar de lo que ella dice de que representa a Jesús, de que es su «encarnación continuada» en la historia, sin embargo Jesús no se hace transparente en el ser y la actuación de la Iglesia. La historia humana, especialmente desde la modernidad, muestra que la Igle­sia es una realidad que impide el progreso, intenta someter la li­bertad y esclavizar a la persona, produce continuamente una mala conciencia, obsesiva, escrupulosa. De esa identificación desmedida

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entre la Iglesia y Jesús nace la legitimación de todo lo existente en ella y el freno a cualquier revisión autocrítica y a toda reno­vación bajo la instancia normativa del evangelio. Demasiada de­fensa de sus posiciones, demasiada preocupación por sí misma, demasiada institución y reglamento, todo ello atribuido a fun­dación divina.

2. POSICIONES EXTREMAS EN EL INTERIOR DE LA PROPIA IGLESIA

También en el ámbito interno de la Iglesia se plantea algo aná­logo. Hay quien se pregunta si no puede uno ser cristiano sin ne­cesidad de todo lo que llamamos Iglesia: la organización, las es­tructuras, el aparato montado y defendido por la jerarquía. Es de­cir, si no puede darse el cristianismo en un seguimiento directo de Jesús, sin instancias intermedias, no regulado por nada salvo por el evangelio sin glosa.

En el polo opuesto existe una concepción excesivamente simpli-ficadora según la cual la Iglesia existiría ya en forma de proyecto inmediato en vida de Jesús, proyecto en el que estaban prefijadas las instituciones, estructuras, ministerios, formas de autoridad, sa­cramentos, etc. De esta supuesta voluntad fundacional de Jesús se deduciría la constitución jerárquica de la Iglesia y sus estructuras, que, siendo «de derecho divino», son inmutables. Por tanto, una comunidad que pretende mantenerse en el seguimiento de Jesús debe saberse obligada hasta en sus formas de organización por el programa de este Jesús; en caso contrario, pierde su credibilidad. Esta visión responde a una tendencia excesivamente apologética, polémica y antimodernista, sin fundamento histórico.

3. ¿POR QUÉ SER DISCÍPULO DE JESÚS EN IGLESIA?

En definitiva, la pregunta que se deduce del debate que presen­tamos es la siguiente: ¿cómo se vinculan los comienzos de la Iglesia a la historia de Jesús? ¿Existen en el proceder del Jesús histórico huellas de un pensamiento sobre la Iglesia? ¿Se muestran en la co­munidad de después de la Pascua elementos de una «Iglesia pre-pascual» a la que Jesús en su predicación y en su actuación invitó a entrar?

Esta utilización de Jesús no corresponde a la realidad histórica. Ya la multiplicidad de formas de comunidad que se formaron en el

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cristianismo primitivo prueba —para algunos quizá sorprendente­mente— la variabilidad fundamental de la realización histórica de la Iglesia, que precisamente en eso se muestra dependiente de fac­tores sociales e históricos.

De ahí que la pregunta acerca de si la realidad de la Iglesia en sus rasgos esenciales tiene relación o se enraiza en la intención y en la voluntad de Jesús de Nazaret se transforma en esta otra: ¿en qué medida el impulso del profeta galileo fue asumido con auten­ticidad y desarrollado coherentemente por la comunidad primitiva y por todas las generaciones posteriores hasta hoy?

Tal enfoque plantea un proceso permanente de confrontación en el que se coteje el resultado en cada caso con su origen en Jesús de Nazaret. Nosotros, que ya nos hemos establecido como comunida­des locales o como Iglesia universal, ¿hacemos justicia todavía a lo que fue la intención del mensaje y de la actuación de Jesús? La pre­gunta no pretende hacer una llamada nostálgica a un retorno ro­mántico a los orígenes del cristianismo. La discontinuidad social y cultural entre entonces y ahora no puede negarse. La pregunta nos la planteamos como hombres y mujeres del siglo xxi, no de la Edad Media o de la Ilustración. Se trata de la relevancia del mensaje y de la actuación del Jesús histórico frente a los desafíos específicos de nuestra época y de nuestra cultura; por ello, se trata también de una configuración de la Iglesia adecuada a esa situación. La mirada hacia atrás a la fase de nacimiento de «la Iglesia» en la época neo-testamentaria puede agudizar nuestra mirada para con los proble­mas que se vinculaban desde el comienzo a la configuración histó­rica de la Iglesia y que tampoco nos los ahorramos nosotros. Y qui­zá pueda también permitirnos conocer mejor el potencial de histo­ria universal que se dio con la irrupción carismática de Jesús.

Juzgar LOS DATOS DEL NUEVO TESTAMENTO EXPLICAN EL PROYECTO DE JESÚS

La pregunta popular acerca de si Jesús quiso la Iglesia y cómo la quiso es una pregunta planteada erróneamente y por eso sólo se puede responder negativamente. La idea de que Jesús tenía la in­tención clara de organizar y fundar la Iglesia no tiene apoyo en los textos del Nuevo Testamento. Jesús no realizó un acto jurídico for­mal de institución, no firmó un protocolo notarial ni tuvo un dis­curso fundacional. Propiamente hablando, sólo se puede hablar de Iglesia después de la Resurrección y Pentecostés.

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Pero hay que añadir inmediatamente de forma clara que la apa­rición de la Iglesia después de la Pascua está en continuidad con el Jesús prepascual, con obras y palabras suyas que tienen carácter fundacional. El origen de la Iglesia consiste en un devenir, un pro­ceso que se compone de muchos actos concretos en vida de Jesús, cuya única interpretación posible, tomados en conjunto, es la pre­paración de la Iglesia que será definitivamente constituida en Pas­cua y Pentecostés. Es decir, se verifica en una paulatina gradación. Y es también el resultado de un acto de libertad humana: el fracaso que la predicación de Jesús sobre la llegada del reino de Dios en­contró en el incrédulo Israel y su muerte ofrecida «en rescate por muchos», aceptada por el Padre, que lo exaltó a Señor triunfante para que pudiera enviar el Espíritu. Vamos a considerar alguno de sus momentos, pero tengamos en cuenta que ninguno de ellos, to­mados en singular, constituye una respuesta exhaustiva; es en su conjunto como muestran el proceso del devenir de la Iglesia en el interior de la historia de la salvación.

1. LOS COMIENZOS DEL MOVIMIENTO DE JESÚS

Jesús no estaba interesado en constituir un grupo aparte en Is­rael, en fundar una nueva religión formalmente diferente del ju­daismo. Renuncia a cualquier tipo de organización de una comuni­dad más o menos estructurada, a una vinculación social externa entre sus seguidores. Su mensaje se dirige a todo el pueblo, no a un «resto santo de Israel». Jesús no quiso una comunidad separada como supuesto pueblo elegido, sino que manifiesta claramente su pretensión de que todo Israel sea el pueblo de la salvación de los últimos tiempos, incluso después de que el pueblo en cuanto tal le rechazara.

La peculiaridad del movimiento de convocación de Jesús se muestra muy claramente cuando se considera el círculo de aque­llos a quienes Jesús invita al Reino de manera especial. Nadie que­daba excluido de la llamada: dichosos vosotros, los pobres, los sen­cillos, los pecadores. Precisamente resulta chocante porque acepta a quienes eran rechazados por los grupos religiosos de su tiempo. Se solidariza con los desclasados y marginados, «es amigo de pe­cadores y publícanos».

Como el Bautista, también Jesús desde el punto de vista de la sociología religiosa ha de agregarse al tipo del profeta carismático, autónomo y libre respecto de los canales tradicionales de la reli-

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gión, comparable a los profetas del Antiguo Testamento. La actua­ción de ambos no puede entenderse desvinculada de la situación social en la Palestina del siglo i. La dominación romana y herodia-na no sólo había conducido a la caída en la miseria económica de la clase baja, sino también a una crisis de la identidad judía. Una y otra vez se producían movimientos de protesta y de resistencia en los que se hacía propaganda de mundos contrarios al mundo de los dominantes y se acababa también intentando conseguirlos con el poder de las armas, sublevándose contra el poder de Roma.

También el mensaje de Jesús sobre el reino de Dios que ya está presente en la vida cotidiana y que se vincula a su venida en ple­nitud en un futuro cercano es el proyecto de un mundo contrario. Sin embargo, de manera distinta que los sublevados, Él no apuesta por la resistencia violenta, que las más de las veces fracasaba muy rápidamente ante la fuerza superior del Estado romano. El señorío de Dios en la visión de Jesús es apolítico, no violento, pacificador, abierto al mundo. Pero su estrategia es «más subversiva». Inspira­do por su mentor el Bautista, apuesta por la conversión del indivi­duo. Es una revolución, o mejor, una revuelta desde abajo, de «los corazones», que a partir de la base ha de conducir a una renova­ción de la convivencia social: en el perdón mutuo, en el amor al enemigo, en la superación del pensamiento de clan, en la solidari­dad sin reserva con aquellos que tienen todavía menos de lo que uno tiene, etc.

El mensaje y la actuación de Jesús son la realización más densa de la tradición profética, que prometía la reordenación de la figura de este mundo de acuerdo con la justicia y la ley de Dios. En Jesús ha irrumpido la actuación salvadora definitiva de Dios, la gracia para los malos, la alegría para los tristes. No es sorprendente que en este programa de renovación de la sociedad se convierta en tema central la cuestión del poder y el dominio. Jesús pensó, como muchos de su tiempo, que la instauración al final de los tiempos del señorío de Dios traería la inversión de las relaciones de domi­nio de este mundo: «Los primeros serán últimos y los últimos primeros» (Mt 20, 16). Sin embargo, no se queda en esta visión del futuro. Según el sentido de su mensaje acerca del comienzo del señorío de Dios en el presente, debe comenzar ya ahora la inver­sión escatológica de las relaciones de dominio que definen la socie­dad. Esto lo muestra una expresión, transmitida por los evangelios en diversas variantes, que quien desee ser el primero debe ser el servidor y que entre los discípulos nadie debe ejercer el poder (Me 9, 35; 10, 42-45; Mt 18, 4; 20, 25-28; 23, 8-12; Le 9, 48; 22, 25-27). La

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autoridad en las comunidades de discípulos corresponde sólo a Dios y al único maestro, que es Jesús. No se trata de que nuevos señores releven a los antiguos. Jesús ataca en sus raíces el pensa­miento humano de mantener la posición, la ambición de preferen­cias, grandezas o dominio sobre los demás. Ya no deben ser los intereses de poder los que determinen las relaciones mutuas, sino el honrado servicio mutuo sin reserva. La múltiple recepción de esta sentencia en los evangelios sinópticos muestra la relevancia que se atribuyó a esta exigencia de Jesús en la configuración de la vida de las comunidades que nacían.

2. LOS QUE SIGUEN A JESÚS

Entre los judíos que mantuvieron relaciones con Jesús y que de alguna manera le siguieron, hay que considerar a tres categorías: la muchedumbre, los discípulos y los Doce; aunque las fronteras en­tre esos diferentes grupos son relativamente movedizas.

La muchedumbre

Es el círculo más exterior, paulatinamente creciente, aunque con variaciones en el número desde «la primavera galilea» hasta la subi­da a Jerusalén. Es imposible un estudio preciso de su configuración, aunque ciertamente no fue monocolor: si Jesús trató sobre todo con los pobres, también trató con gente acomodada. Aunque las muche­dumbres que seguían a Jesús pudieron ser a veces entusiastas, esta admiración no se tradujo en compromiso profundo y estable.

Muchos escucharon el mensaje de Jesús sobre el Reino de Dios, inminente en su llegada, y lo aceptaron. Esta aceptación es una señal de la presencia del Reino y una prueba de la actuación esca-tológica de Dios, como lo son su palabra, sus milagros. Jesús les asegura que el Padre ha tenido a bien darles el Reino (Le 22,29-32). La historia de Dios con su pueblo prosigue con la actuación de Je­sús. Para pertenecer a ese grupo ya no tiene validez alguna la raza, el nacimiento, la familia, sino únicamente la fe en el evangelio de Jesús. La antigua promesa sigue siendo válida, pero se concentra en la novedad de la persona de Jesús. Aquellos fueron discípulos en sentido amplio, sin cambios visibles en la vida cotidiana, pres­tando apoyo al mismo Jesús, sin comprometerse en el discipulado estricto siguiendo a Jesús en sus desplazamientos.

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Los discípulos

Algunos escucharon su llamada al seguimiento en el sentido li­teral de acompañarle en sus rondas por Palestina. La entrada en el discipulado no se realiza por propia iniciativa; depende únicamen­te de Jesús y es respuesta a la llamada: «sigúeme». Tal respuesta implicaba que abandonaran sus casas, familias y su vida ordinaria de relaciones para ir con El, recibir su enseñanza de manera más detallada y compartir su ministerio de anunciar la llegada del Rei­no de Dios (Me 1, 16-20 y par.; 2, 14; Mt 9, 18-22, 37 ss y par.; Jn 1, 43). El Maestro, al llamar a los suyos, no lo hace para que partici­pen en una determinada escuela doctrinal (como ocurría con los discípulos de los rabinos), sino que les vincula permanentemente con su persona, lo cual no tiene paralelos en el judaismo de la épo­ca. Era sencillamente la renuncia a sí mismos, ruptura con todo lo que había dado sentido a la vida anterior y, por el hecho mismo de la aceptación, entrada en las condiciones de vida y destino del que llama a seguirle, participación en su misión, disponibilidad para arriesgar la propia vida. Y todo ello en el sentido de una decisión que lleva el sello de lo incondicional; no se pueden mantener reser­vas o mirar atrás. Un seguimiento tal es un sí absoluto y signo de la aceptación de la autoridad divina de Jesús. Su motivación se encuentra, primero, en la conciencia mesiánica absolutamente sin­gular de Jesús, que llama con la misma autoridad con que Dios llamó a los profetas del Antiguo Testamento y, segundo, en su pre­dicación sobre la apremiante cercanía del Reino, por la que el lla­mado se encuentra ante una decisión inaplazable que no permite ningún pacto con el tiempo de este mundo.

Jesús busca colaboradores para el anuncio del Reino. Los llama­dos discursos de envío o de misión (Mt 9,37 ss; 10, 7-16; Me 6, 7-13; Le 9, 1-6; 10, 2-16) nos dan una idea del proceder de Jesús, como también del posterior movimiento galileo cristiano. No deben lle­var consigo equipo para el viaje, demostrando así, con una especie de acción significativa profética, que se presentan en nombre de un Dios que está del lado de los pobres y de los no violentos. Recorren Palestina, entran en las casas al azar. En la hospitalidad que algu­nos ofrecen a esos mensajeros de la paz, es decir, en la solidaridad que practican en el mutuo dar y acoger, se hace ya realidad el con­tramundo del señorío de Dios. Es un comienzo pequeño; en la vi­sión de Jesús es como un grano de mostaza, como un poco de leva­dura. Aquí no pone Jesús la mirada en la fundación de una Iglesia (aunque esos textos se leerán más tarde como instrucciones para la

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misión); se trata de simpatizantes a favor del Reino de Dios, el cual precisamente así ha de hacerse presente en medio de los hombres (Le 17, 21 ss). Sin embargo, queda bien claro algo de aquello que siempre debería ser propio de la Iglesia: el servicio al señorío de Dios en medio de los avatares de este mundo.

Ahora bien, comparado con otros grupos de la época, de exi­gencias también radicales, es sorprendente que el grupo de segui­dores de Jesús sea al mismo tiempo abierto a gentes del exterior, incluso a los de mala reputación. En este orden resulta muy llama­tiva, porque era contraria a las costumbres de los rabinos, la rela­ción normal de Jesús con algunas mujeres a las que aceptó en su compañía durante sus recorridos apostólicos, enseñándolas (Le 8, 1-3; 10, 38-42; Jn 4, 7-42; 11, 1-44; Me 15, 40-41 y par.), y que le si­guieron hasta debajo de la cruz, mientras los otros discípulos le abandonaron.

Una cosa importante conviene señalar. La explicación de los evangelistas acerca de la significación del grupo de discípulos reunido por Jesús presupone la experiencia que la comunidad pospascual ha hecho ya en el seguimiento de Jesús en su propio tiempo. Hay en los evangelios una visión retrospectiva por la que ven la relación de los discípulos con el Jesús terrestre en analogía con la relación que la comunidad pospascual está teniendo con el Resucitado.

Los Doce

Los historiadores hoy no ponen en duda, como sucedía hace algunos años, que, de entre estos discípulos en sentido estricto, Jesús constituyó un grupo íntimo, llamado «los Doce», como sus colaboradores más estrechos. Sí es cierto que el nombre de apósto­les añadido al de los Doce es posterior y probablemente no procede de boca de Jesús. Su elección pretendía simbolizar de manera ale-górico-profética la misión de reconstituir o restaurar las doce tri­bus de Jacob en el tiempo final que ya se iniciaba con la llegada inminente del Reino, cumpliendo de este modo las esperanzas de los profetas (Le 22, 29-30 y par.). El grupo representaba a los doce patriarcas de los comienzos de Israel y su función era escatológi-ca: «juzgar a las doce tribus» (Mt 19, 28; Le 22, 30). La intención de Jesús era hacer de aquel círculo el modelo y el núcleo de aquello a lo que Él llamaba: ser el pueblo de Dios restaurado de los últimos días.

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En la creación de este grupo Jesús da a entender la continuidad de la historia de Dios con su pueblo elegido. Ellos garantizan la prosecución de la testificación y del testimonio. Por la participa­ción en la misión de Jesús se constituyeron en comunidad de se­guimiento, que, más allá de la muerte de su Maestro, verificará su obra de predicación del Reino.

Cuando Jesús envía a los Doce, no lo hace como simples mensa­jeros, ni como predicadores ambulantes, ni como los misioneros que se daban en el judaismo tardío, sino como sus representantes personales. Con su palabra y su acción tenían que representar a jesús donde, no estando Él presente, quería que «su causa» estu­viera viva. Queda patente así que la idea de mediación y represen­tación de sí mismo en el futuro mientras dure su causa se encuen­tra entre las intenciones originarias de Jesús.

3. LA CONCIENCIA DE JESÚS

Las declaraciones de Jesús sobre su conciencia personal, los títu­los que se da, las pretensiones acerca de sí mismo, tal como lo reco­gen las fuentes de los Sinópticos históricamente más fiables, nos indican que se entiende vinculado a una comunidad, prescindiendo del modo concreto en que esta pudiera realizarse según la respues­ta del pueblo judío a su predicación. La perspectiva de una comu­nidad debía ser parte integrante de la obra salvadora de Jesús, tal como Él la comprendía al presentarse como Mesías. Aunque Él no se llame a sí mismo Mesías para evitar el malentendido político, sin embargo, es designado como tal por otros y Jesús no lo rechaza (Me 8, 29; 14, 61; Mt 11, 2). Ahora bien, en el Antiguo Testamento el Me­sías no es una persona privada; por la naturaleza misma de las co­sas va siempre con la comunidad mesiánica. Y Jesús en su concien­cia mesiánica se pone a sí mismo en el centro de la historia de Dios con su pueblo, se sitúa en el contexto de la alianza de Dios con Is­rael, que en El ha de llegar a la meta prometida de antiguo.

Realmente, la conciencia mesiánica de Jesús no puede compren­derse al margen de la alianza y la alianza significa comunión de una comunidad humana con Dios. La alianza se concentra en el Yo de Jesús, quien se sabe su realización personal: Él es la persona en la que se puede dar el encuentro con el Tú de Dios. Además, el pensamiento mesiánico-escatológico de Israel jamás separaba la salvación escatológica de la comunidad: el pueblo sería el receptor de la acción salvífica divina. La culminación de todos los actos de

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Dios en la historia de la salvación se realizaría en una comunidad de salvación.

4. EL BANQUETE FINAL DE JESÚS CON LOS SUYOS

La Última Cena (Mt 26, 26-28 = Me 14, 22.24; Le 22,15-20 = ICor 11, 23-25) es el foco donde cristaliza toda la obra de Jesús, todas sus intenciones. La comunidad de mesa con los pecadores y los marginados sociales, de la que los textos evangélicos nos ofrecen varios ejemplos, alcanzó un momento culminante en el cenáculo. Las comidas de Jesús con los pobres eran signo de la bondad salvadora sin fronteras de un Dios que se sienta a la mesa con los hombres, y una anticipación del banquete escatológico.

El último banquete con los suyos ha de interpretarse como un acontecimiento simbólico-significativo que da sentido a toda su vida. Entonces se verifica la comunidad de vida y destino con aquel que va a la muerte y es Señor que supera a la muerte. Se realiza al mismo tiempo la unión entre sí de los que se unen a Je­sús. Se construye una fraternidad, al participar de la misma fuente de vida. Jesús, en cuya persona está presente el Reino, se da a sí mismo como pan partido y queda como posesión de su comuni­dad. En el acontecimiento de la Última Cena no sólo se anticipa la muerte de Jesús por los hombres, sino también se afirma la conti­nuación del ofrecimiento de salvación en la Nueva Alianza que tomará nueva figura en la futura comunidad de discípulos.

En adelante, al reunirse los suyos en torno a la mesa común, se hará presente Él, y con Él las fuerzas del Reino de Dios. Así la Cena es la más intensa fusión de los discípulos en el Señor y entre sí. El banquete pascual constituirá en adelante un recuerdo objeti­vo, una actualización de la entrega redentora pascual de Jesús «hasta que vuelva». Jesús quiso celebrar un banquete destinado a sustituir la pascua judía, transformando así el núcleo de la religión judía, y ha mandado que sea conmemorado en adelante.

Resumiendo ahora lo dicho acerca de la actividad del Jesús his­tórico, no puede concluirse que se descubra en esos datos un pen­samiento plenamente definido sobre la Iglesia. Sin embargo, exis­ten huellas suficientes de su intencionalidad en su predicación so­bre el Reino y en su actuación. También queda muy claro que en esa mezcla de continuidad y ruptura se capta una continuación de la historia de la salvación de Dios en una forma cambiada y nue­vamente determinada en cuanto a su contenido.

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5. LA MUERTE DE JESÚS, PRESUPUESTO DE LA EXISTENCIA DE LA IGLESIA

El pueblo le dio la espalda y le rechazó; desde un determinado momento se hace clara para Jesús la inminencia de su muerte. Y puede asegurarse como históricamente fiable que, al menos al final de su vida, Jesús contempla la posibilidad de que sus discípu­los subsistan como grupo después de su muerte.

Los judíos como pueblo elegido no respondieron a la llamada de Jesús a la conversión y en un conflicto político-religioso lo cru­cificaron; fracasaron en la historia de la salvación. El Profeta no se refugió en una secta, siguió predicando el Reino para todo el pue­blo, asumió su muerte, la ofreció a favor de todos y se entregó confiado en manos del Padre. Ya que no podía ganar a los hom­bres con su mensaje y sus obras, los ganó tomando sobre sí los pecados del mundo. Sin la derrota de Jesús la Iglesia no hubiera tenido lugar; ésta presupone la muerte como condición de posibi­lidad.

Por eso, el cuerpo crucificado es la dimensión originaria perma­nente de la Iglesia. En ese cuerpo se consumó su entrega «por noso­tros y por todos» y esta actitud se hace por la fuerza de la resurrección la dimensión personal permanente de poder que subyace a la Iglesia para que también ella se entregue «por nosotros y por todos».

6. LAS EXPERIENCIAS FUNDANTES DE PASCUA Y PENTECOSTÉS

Al poco tiempo del fracaso de la crucifixión de Jesús, sus discí­pulos más cercanos proclaman públicamente que el Maestro vive, que ha sido resucitado de la muerte por el Padre. La reunión de los discípulos en Jerusalén después de la Pascua es un hecho histórico comprobado. Su vinculación es producida por la fe en la resurrec­ción de Cristo; se reúnen como la comunidad del Señor triunfante porque tuvieron la experiencia del Resucitado como viviente. Esta experiencia del grupo testifica que el Padre ha legitimado el anun­cio y la promesa de Jesús y revelado su señorío universal. Dios ha intervenido decisivamente en la exaltación del crucificado, proban­do que la actuación pública de Jesús en vida es efectivamente la acción última salvadora de Dios. Aquellos discípulos, que habían conocido a Jesús en un orden meramente histórico, ahora lo descu­bren como viviente eterno, centro y Señor del universo. Por ello los discípulos se deciden de nuevo por Cristo. La experiencia pascual, la certeza de los discípulos de que Jesús vivía porque le habían

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visto y tocado, es la única explicación de la existencia de la comu­nidad primitiva.

Por tanto, la Iglesia como tal en sentido estricto existe, por tan­to, desde que existe la fe en la resurrección, no antes. Sin la expe­riencia de la resurrección que tuvieron los discípulos no hubiera surgido la primera comunidad de Jerusalén ni se hubiera puesto en marcha la obra misionera.

Más aún. Para los primeros discípulos la adhesión a Jesús como Señor resucitado es constitutivamente comunitaria, esencialmente eclesial. No existió —como opinaban algunos críticos— un tiempo inicial entusiasta de individuos eufóricos, pero vacío de eclesiali-dad, al que sólo más tarde siguió el tiempo de la Iglesia que se organizó y estructuró. La existencia cristiana se realizó desde el principio como existencia esencialmente comunitaria.

La experiencia pascual se complementa con la pentecostal (Hch 2, 33; Le 24, 49; cf. Jn 16, 7,13; 20, 22-23). Pentecostés es el aconteci­miento claramente reconocido desde el principio como algo esencial para el origen de la comunidad primitiva. Es la irrupción por la cual la comunidad de discípulos reunida participa del Espíritu de Jesús resucitado. Con este fenómeno acontece algo cualitativamente nue­vo, una experiencia distinta de realidad: la experiencia de unos dis­cípulos que se profesan públicamente como comunidad del Resuci­tado. El Espíritu es el Espíritu de Jesús, el que está presente para la continuación de su obra, para que se transmitan con fidelidad la Palabra del Señor y los recuerdos de sus obras. En la comunidad, conducida por el Espíritu, en sus signos y milagros, en los testimo­nios de fe y en las conversiones se actualiza la experiencia de las formas de vida y las acciones típicas de Jesús (las comidas, la ayuda a los débiles, las curaciones, el perdón de los pecados). Ahora brilla con toda su novedad la gloria del reino de Dios que en vida de Jesús sólo podía ser intuida. El Espíritu es el don de Dios anunciado por los profetas (Hch 2, 17-21, cf. Jl 3, 1-5; Ex 36, 25-27). Por el Espíritu queda garantizada la presencia permanente del Resucitado.

7. EL PRIMER PERÍODO APOSTÓLICO. LOS PRIMEROS CRISTIANOS INTERPRETAN LA VOLUNTAD DE JESÚS BAJO EL IMPULSO DEL ESPÍRITU

El período apostólico constituye para todos los tiempos una re­ferencia histórica única que no puede repetirse ni superarse. Es el fundamento permanente y la norma de todo el discurrir histórico de la Iglesia.

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A partir de las experiencias de la resurrección los seguidores de Jesús volvieron a encontrarse con asiduidad. Sentían vivamente que tenían mucho en común, que formaban una comunidad que prolongaba en forma nueva sus antecedentes prepascuales. La continuidad externa o sociológica es la base de la continuidad inte­rior vital. Varios rasgos caracterizaban a esta comunidad primera, tal como se observa en el libro de los Hechos de los Apóstoles. Veámoslos brevemente.

a) El centro de su predicación ya no era directamente el Reino de Dios, sino Jesús resucitado como «el Señor».

b) Desde los comienzos el bautismo en nombre de Jesús se con­virtió en rito de entrada y aceptación en la nueva comuni­dad. Era signo de conversión interior y de fe personal que da participación en la salvación conseguida por la Pascua de Cristo y que incorpora a la comunidad del fin de los tiempos (v. gr., Hch 2, 38-41; 3, 19; 8, 31-38).

c) La oración en la que se usaban las plegarias del judaismo, así como otras originales, entre ellas la que nos enseñó Jesús. Los cristianos iban frecuentemente al templo, a rezar a las horas señaladas (Hch 2, 46; 3, 1; 5, 12, 21).

d) La fracción del pan se añadía a los actos de culto judíos, pero no los sustituía. Se trataba de la degustación de un banquete comunitario «en júbilo y simplicidad de corazón» (Hch 2, 42, 46; 20, 7, 11), que se convirtió en el centro de las comunida­des, lo que las unía interna y profundamente. El nombre paulino será «la cena del Señor», el recuerdo de su muerte, la re-presentación del acto salvífico de la Pascua (ICor 11, 23-26, que cita un importante fragmento de la tradición ante­rior a Pablo). Era un «recuerdo» de las comidas en las que Jesús resucitado se mostró presente, en las que le reconocie­ron al partir el pan (Me 16, 14; Le 24, 30, 35, 41; Jn 21, 9-13). Esta comida anclaba profundamente a la comunidad en la misma vida del Señor presente en ella.

e) La doctrina de los apóstoles. Los primeros seguidores de Je­sús mantenían como normativas las escrituras del Antiguo Testamento. Pero los puntos en los que Jesús modificaba la ley o se apartaba de la interpretación común se recordaban de manera expresa y se fueron convirtiendo en el núcleo de una doctrina propia.

f) La comunidad de bienes voluntaria entre los miembros de la comunión eclesial (Hch 2, 44-45; 5,1-6). Este ideal de los bie-

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nes en común impulsaba la solidaridad entre los miembros de cada comunidad, unía a las diversas comunidades entre sí y desarrollaba la ética cristiana en relación con la entrega de bienes a los pobres y con la riqueza como obstáculo para el seguimiento de Jesús (2Cor 8-9; Sant 5,1). Sin embargo, la administración de los bienes comunes fue la ocasión de la primera discusión entre judeocristianos y helenistas (Hch 6, 1-6). Al final de la disputa se aceptó el pluralismo, puesto que los helenistas no fueron obligados a la uniformidad ni tampoco fueron expulsados de la comunidad y tuvieron su propio sistema administrativo. Las diferencias culturales y teológicas existentes realmente entre ellos se consideraron menos importantes que la fe en Jesús.

8. LOS COMIENZOS DE LA MISIÓN

La decisión de conservar el pluralismo en el interior de la co­munidad cristiana tuvo gran repercusión en el empuje misionero del grupo. La persecución que estalló hacia el año 36 a propósito de Esteban, quien iniciaba una ruptura con las instituciones del judaismo (Hch 7, 54-8,1), hizo que los cristianos helenistas abando­naran Jerusalén huyendo a Samaría, donde convirtieron a muchos samaritanos (Hch 8, 4-5) y a Antioquía, donde sucedió lo mismo con los paganos (Hch 11,19-20). Se ve, pues, que la misión al mun­do fue el resultado de circunstancias imprevistas más que de un plan elaborado por los dirigentes.

A partir de este momento el cristianismo se hizo misionero, «apos­tólico». El término apóstol es más amplio que el de los Doce, cuya función distinta hemos señalado antes. Tanto el libro de los Hechos como Pablo señalan la importancia de los apóstoles como grupo o individualmente en este período inicial del año 50 al 65. Disponemos de pocos datos sobre la totalidad de la misión cristiana, salvo las misiones que partieron de la Iglesia de Antioquía, que conocemos por Hch 13 y ss, pero sí sabemos que hubo grupos de predicadores itinerantes que anunciaban a Jesús (Hch 9,1-3). Cuanto más se centra esa reunión de los discípulos en derredor de la confesión del Resuci­tado, tanto más choca con la negativa de Israel y tanto más intensa se hace la corriente de paganos que entran en la comunidad, la cual acrecienta su conciencia de ser el pueblo «nuevo» de Dios.

La entrada amplia de no judíos en la comunidad cristiana causó preocupación, tensiones y hasta fuertes discusiones en Jerusalén.

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Se planteó de frente el debate acerca de la entrada de grupos ente­ros de gentiles en la comunidad sin circuncisión, ni aceptación de la Ley y el culto judíos. Fue un momento crucial para la incipiente religión cristiana. Se celebró una asamblea en Jerusalén el año 49 con los representantes de ambas posiciones. Pablo se opuso a exi­gir la observancia de la ley a los cristianos de origen pagano por ser contraria a la libertad del evangelio (Ga 2, 14-21; ICor 8, 1-13; Rm 3, 28). Pedro y Santiago, los llamados pilares (Ga 2, 6, 9), estu­vieron de acuerdo en que los gentiles podían convertirse sin cir­cuncidarse y le dieron la mano, a él y a Bernabé, como señal de comunión. La solución encontrada: comunión en el mutuo recono­cimiento y respeto de la diversidad, es un modelo no mejorado hasta hoy de superación de las tensiones eclesiales.

En todo este desarrollo la figura de Pedro alcanza un carácter relevante. Es el más importante de los apóstoles, una figura puente entre las concepciones de Santiago y Pablo, el garante de la genui-nidad de la tradición que viene de Jesús, testigo primordial de la experiencia de la resurrección, dotado de la máxima autoridad para mantener la comunión.

9. PABLO COMO ORGANIZADOR DE LAS COMUNIDADES

Lo característico de los predicadores itinerantes del evangelio era la conciencia de sí mismos con sello carismático: se sabían legitimados en su misión a causa de su llamada personal por el Resucitado, no por la institución eclesial que de hecho no existía. Pablo marca un cambio de rumbo en el desarrollo de este tipo de misionero del primitivo cristia­nismo. Se convierte en organizador inicial de las comunidades. Los grupos locales adquieren peso propio, deben conseguir estabilidad aunque el apóstol no esté en cada sitio, lo cual conduce al desarrollo de las primeras formas locales de organización en las comunidades domésticas, las cuales constituirán el centro de la vida eclesial hasta el edicto de tolerancia del emperador Constantino (a. 313).

Paulatinamente, el proceso fue evolucionando con el fortaleci­miento de ciertas estructuras comunitarias. En el documento cris­tiano más antiguo conservado, Pablo, junto con exhortaciones para la vida común, pide respetar a los que presiden (ITes 5, 12-15). Ante los conflictos entre grupos en Corinto apoya a la autoridad (ICor 16,15-16). En las comunidades existía diversidad de funciones y servicios (Flp 1, 1; ICor 12, 18) y no hacía cualquiera cualquier papel o todos los miembros todas las funciones.

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Resumiendo los datos: el ministerio de dirección comunitaria que se dibuja en sus primeros rasgos se desarrolla desde la base de las comunidades, en razón de las dotes específicas de algunos in­dividuos que las ponen al servicio de la comunidad. Lo decisivo es su disponibilidad para el servicio. No son nombrados por Pablo. Pero es muy comprensible que él, frente a posibles tendencias dis-gregadoras en la comunidad, esté interesado en fortalecer precisa­mente aquellas fuerzas que actúan de forma integradora y así con­tribuyen a la «estabilidad» de la comunidad, es decir, a una convi­vencia ordenada. A lo cual pertenece ciertamente el que todo mi­nisterio tiene necesidad de la aceptación por parte de la comunidad; y de eso se preocupa también Pablo.

En algunas comunidades paulinas se dieron rupturas y ten­siones; es prototípico el caso de Corinto, que le da a Pablo oca­sión para tratar del sentido de los carismas o los «dones del Es­píritu» en la comunidad (ICor 12; lo que después generaliza en Rm 12) y mostrarse así como organizador de las comunidades. La causa de la división estaba en que un grupo de personas fa­vorecidas por «dones del Espíritu» pretendía un estatus espe­cial, considerando a los demás cristianos de segunda clase. Pa­blo afirma que la posesión del Espíritu no es privilegio de unos pocos, sino que corresponde a todo cristiano. En la comunidad hay diferentes dones, pero detrás de ellos está el mismo Señor, el mismo Espíritu, el mismo Dios que «obra todo en todos». Cada uno tiene en la comunidad un don y una tarea específicos, en correspondencia con las dotes y la capacidad individual. La monopolización de los dones del Espíritu contradice a la volun­tad de Dios. El Espíritu está detrás de todas las expresiones de vida de la comunidad, todas son de la misma manera queridas por el Espíritu.

Para mostrar a los corintios que la pluralidad de los dones del Espíritu es necesaria para la comunidad, Pablo toma la compara­ción difundida en la antigüedad del cuerpo y sus miembros. En este cuerpo uno en el que todos fueron bautizados, la comunidad se constituye como «cuerpo de Cristo» (ICor 12,12 ss, 27). Las di­ferencias étnicas, sociales y de género, que son determinantes en la sociedad civil, y las jerarquizaciones que se derivan de ahí, están superadas en la comunidad por el ser-uno en Cristo.

Ello significa la negativa a toda forma de patriarcalismo y an-drocentrismo en la Iglesia. Esto lo muestra también el papel activo que asumieron las mujeres en la comunidad; puede verse como ejemplo el grupo de mujeres citadas en Rm 16,1-12.

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En definitiva, el modelo va evolucionando hacia una organiza­ción de las comunidades con diversos servicios. Pablo habla en plural de tales servicios; están todos en un grupo, coordinados unos con otros. En ningún lugar se percibe que Pablo delegue en ellos su autoridad apostólica o que sean representantes o continua­dores del apóstol. Al impulsar las fuerzas estabilizadoras de la co­munidad, Pablo evita una solución autoritaria, por ejemplo, me­diante la instauración de un único ministerio de dirección en el que estuvieran todas las competencias. Y no precisamente por un cálculo político, por temor a no conseguir prácticamente lo preten­dido, sino por respeto a la dignidad carísmática de todo cristiano y por la idea de que la comunidad, para poder funcionar, necesita de multiplicidad de dotes y aptitudes. Por eso busca desarrollar un modelo de comunidad que salvaguarde la equivalencia y la igual­dad de derechos de todos. Sólo sometidos a un único criterio, a saber, todos tienen que servir a la utilidad común, a la «edifica­ción» de la comunidad. En el único cuerpo de Cristo las diferen­cias, oposiciones y jerarquías que acuñaban la sociedad antigua han sido superadas por la unidad en Cristo.

10. LA TRANSICIÓN AL PERÍODO POSTAPOSTÓLICO

En el último tercio del siglo i, a partir aproximadamente del año 65, se produce una notable transformación en la anterior realidad de la Iglesia. Los apóstoles van muriendo, ciertamente los tres más conocidos y emblemáticos, antes nombrados, y se produce una tendencia a redactar escritos apropiándose del nombre de algunos apóstoles desaparecidos (Pablo, Pedro, Juan, Santiago, Judas) y apelando a lo que ellos hubieran dicho a una nueva generación. Esos textos de diversa clase y origen conservan la tradición apos­tólica. En todos ellos existe un convencimiento básico: que las múl­tiples comunidades tienen su raíz y su fuerza viviente y activa en Jesús de Nazaret, presente por el Espíritu en una nueva forma de existencia consecuente a la resurrección.

La separación del judaismo se está consumando (Hch 28, 25-28); las autoridades de la sinagoga expulsan a los creyentes (Jn 9, 22, 34; 12, 42) que confiesan a Jesús como Señor y Dios (Jn 20, 28), con­tra la exigencia del credo de Israel (Dt 6, 4); Jerusalén ya no es el centro, sino Roma (IPe 1, 1); crece la polémica contra «la sinagoga de Satanás» (Ap 2, 9; 3, 9). A fines del primer siglo la eucaristía reemplaza al culto judío. El cristianismo aparece cada vez más cla-

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ramente como una religión nueva. Visto históricamente, el origen de la Iglesia compuesta de judíos y paganos es el resultado del re­chazo que encontró el movimiento de reforma de Jesús en sus compañeros de fe judía.

Señalamos dos rasgos característicos, entre otros, de la concep­ción eclesiológica de este momento.

La Iglesia ideal

Así como durante la primera época el uso más frecuente del término Iglesia designaba a la comunidad doméstica, a la Iglesia de una comarca o a la Iglesia local (como veremos en su momento), en este período su uso se unlversaliza e idealiza. Ello se percibe de forma peculiar en las cartas pospaulinas llamadas cartas de la cautividad. La Iglesia total se identifica con el cuerpo del que Cris­to es cabeza (Col 1,18, 24; Ef 4,15-16), con la esposa inmaculada a la que Cristo amó y por la cual se entregó (Ef 5, 23-27), con el reino del Hijo amado de Dios, libre del dominio de las tinieblas (Col 1, 12-13), el edificio construido sobre el cimiento de los apóstoles y la piedra angular que es Cristo (Ef 2, 9-10).

Asentamiento de las estructuras

En las comunidades de Asia Menor se constituyen colegios de ancianos que conforman la instancia de dirección de la co­munidad. Con ello se da la recepción de una forma de autori­dad que era tradicional en la sinagoga judía. Pero también se muestra una adaptación a la escala de valores de la sociedad antigua en la que se reconocía una autoridad particular a los ancianos. Un ejemplo de esta evolución lo encontramos en IPe 4, 11-12; 5, 1-5; también aparecen en esta carta exhortaciones a comportarse según los patrones de la sociedad circundante (2, 13 ss, 18; 3, 1, 5). De tal colegio de ancianos da testimonio igual­mente Sant 5, 14.

Las cartas pastorales pospaulinas tienen como uno de sus ejes la preocupación por normalizar las incipientes estructuras comu­nitarias. El contexto es el de la desaparición de los apóstoles y al mismo tiempo el de la aparición de falsos maestros (ITim 4, 4-6; Tit 1, 10-13; 2Tim 3, 1-9; 4, 3-4), unido a las dificultades que plan­tean los misioneros y profetas itinerantes (Didaché 11, 1-12, fines

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del siglo i). La solución es una estructura más regularizada, un ordenamiento eclesial normalizado.

El procedimiento es nombrar en todas las ciudades ancianos y supervisores (traducimos así los títulos de presbíteros y obispos, porque esos nombres no corresponden al contenido que hoy cono­cemos) (Tit 1, 5). Sus funciones son, en primer lugar, asegurar la autenticidad de la doctrina mediante una cadena de líderes que conserven la enseñanza y la autoridad apostólica frente a las here­jías nacientes; en segundo lugar, vigilar la conducta religiosa y éti­ca de los miembros de la comunidad y, finalmente, cuidar de los necesitados con los bienes comunitarios. En el relieve otorgado a las figuras de Timoteo y Tito se percibe la evolución hacia una con­cepción de la dirección de las comunidades más individual en la que el papel central va a corresponder al epíscopo, que guiará la comunidad como un padre de familia. La evolución se consumará en el siglo n. Resumiendo: a lo largo de este período se verifica un proceso de institucionalización que tiende a estabilizar de manera paulatina las comunidades según el modelo familiar.

En definitiva, el camino del primitivo movimiento carismático de Jesús hacia la formación de una institución eclesial fue sin duda un camino inevitable. Pues el carisma, entendido como un fenóme­no de épocas y personas extraordinarias, necesita hacerse cotidia­no, es decir, ha de transformarse en una figura institucional si quiere sobrevivir a los tiempos. Pero la mirada a la fase de comien­zo de este proceso nos permite divisar los rasgos comunitarios en los que se nos muestra la idea fundamental de Jesús que nos per­mite evitar los peligros a los que el cristianismo posterior, y el de siempre, está expuesto. Esos rasgos contienen un potencial que también hoy debe redescubrirse y seguir desarrollándose en una situación cambiada, incluso si la historia de la Iglesia parece ir por otros caminos.

Actuar CÓMO EL ORIGEN ORIENTA EL PROCEDER EN EL PRESENTE

I. IMPORTANCIA DE HACER BIEN LAS PREGUNTAS

El cuestionamiento de la Iglesia que veíamos en la primera par­te no procede sólo de ceguera o de mala voluntad, ni de negación patológica de cuanto significa autoridad o institución, ni de falta de conocimiento. Existe en los hombres y mujeres de hoy un deseo

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de encontrar en la Iglesia algo que no encuentran; su distancia-miento y su crítica nos muestran que no es suficientemente creíble para ellos nuestra afirmación de que la luz de Jesús se refleja en el rostro de la Iglesia. He aquí un gran desafío para los creyentes y las comunidades cristianas.

Por otra parte, la pregunta que se hacía la teología crítica de fi­nes del siglo xix y comienzos del xx acerca de si el Jesús histórico fundó formalmente una Iglesia es una pregunta mal planteada. En realidad, Jesús no podía haber fundado una Iglesia porque, por así decir, ya existía una desde hacía mucho: el pueblo de Dios de Is­rael. Pero la respuesta es distinta cuando pensamos en la Iglesia como la comunidad que surgió de la vida, muerte y resurrección de Jesús, y en su constitución como un proceso en varias fases que se remonta a todo el «acontecimiento-Cristo», donde se incluyen obviamente actos de carácter fundacional en la vida terrena de Je­sús. Entonces la respuesta es claramente positiva.

De todas formas, hay que reconocer los numerosos elementos de discontinuidad entre la preocupación del Nazareno por reunir a todo Israel en la comunidad del tiempo final, condición previa para la entrada de «las gentes de las naciones» en el Reino, y el nacimiento de la Iglesia. No fue el ministerio de Jesús como tal el que creó la Iglesia. Esta nació de la crucifixión de Jesús, de la afir­mación de algunos seguidores suyos de que se les había aparecido como resucitado y de la efusión del Espíritu, que está en el origen de la misión en dirección a los pueblos paganos.

2. QUÉ SIGNIFICA REALMENTE LA REFERENCIA A LOS ORÍGENES

La referencia a los orígenes a la luz de la exégesis moderna nos obliga a reajustar la imagen de la Iglesia, partiendo de una convic­ción: que el origen es normativo, establece los parámetros respecto de las determinaciones históricas posteriores. Por tanto, cualquier realidad o forma existente de Iglesia carece de valor si no va sus­tentada en los orígenes.

Al llegar a este punto, conviene recordar que no hay interpreta­ción —por más fiel que se proclame a los orígenes— que opere con independencia del presente. La comprensión de los hechos históri­cos sólo se logra en la «fusión de los dos horizontes» (Gadamer), aquel que se intenta entender y aquel desde el que se entiende.

La búsqueda del origen es búsqueda de Jesús, personaje históri­co que establece los caminos del seguimiento y los modelos de

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comportamiento para la comunidad de discípulos. Pero esa bús­queda se realiza integrando la Cruz y la Pascua, que constituyen al Señor resucitado como clave de lectura de toda la vida terrestre de Jesús y de cualquier recuperación de sus palabras. Jesús el Cristo es la norma que determina, guía y juzga lo que la Iglesia cree y obra: el Jesús de la historia terrestre le marca un camino concreto con un modelo humano bien definido; el Cristo resucitado le da la dimensión de totalidad universal y el horizonte del Reino futuro hacia el que se encamina.

La referencia a Jesús terrestre ayuda a distinguir lo que es ori­gen que funda el sentido y crea la misión de lo que es revestimien­to histórico que tuvo lugar en aquel momento y, por tanto, es mu­dable o caduco. Por ello, cuando se habla de institución divina de la Iglesia o de derecho divino de sus estructuras hay que distinguir las pautas normativas de fidelidad a la palabra y voluntad de Cris­to y a las mediaciones de gracia que El escogió, del sucesivo reves­timiento cultural o sociológico y de la permanente reinterpretación teológica que la Iglesia debe ir dando desde la conciencia sucesiva que la humanidad tiene de sí misma.

En resumen, es pensable y legítima una reconstrucción histórica siempre nueva en el sentido de que sus elementos originantes y constituyentes permiten distintas formas de corporeización en el tiempo; y de que tal encarnación histórica distinta tiene lugar por integración de las diversas culturas y de la creatividad histórica, permitiendo que cada generación acceda al misterio de Cristo des­de su verdad propia.

3. CÓMO SE VINCULA LA IGLESIA CON SU FUNDADOR

La relación de la Iglesia con Jesucristo no es solamente de índole histórica o sociológica, no se verifica meramente como cualquier fenómeno asociativo se relaciona con la persona del fundador. Un fundador proclama su enseñanza o lanza un pro­yecto (religioso, filosófico, social, político), en torno al cual se reúne un grupo que participa en los ideales y programas opera­tivos del fundador. La vinculación de la Iglesia con su fundador tvs mucho más, supera tales límites, es de índole místico-expe-riencial. La relación no se refiere sólo a determinados conteni­dos programáticos o valores objetivos, sino que se sustenta en una experiencia, la experiencia del encuentro con Jesucristo y de In asimilación interior a él. Se basa sobre todo en la convicción

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de que Jesús ha resucitado, es el Señor viviente, centro de la creación y término de la historia. Esto es lo que se transmite desde los apóstoles hasta nuestros días. Si la comunidad cristia­na no se alimenta así de Jesucristo, no cumplirá su objetivo que es la realización del Reino.

Cuando el Nuevo Testamento nos habla de la Iglesia de Jesu­cristo, este genitivo nos lleva a la conclusión de que ella no es una realidad meramente horizontal, creada por hombres, comunidad de los que se reúnen en torno al evangelio, sino que pertenece a Jesús de una manera especial y muy personal: los miembros de la Iglesia son los suyos, sus amigos, sus hermanos. Lo esencial y decisivo es la convicción de las comunidades primitivas, convic­ción que traspasa todo el Nuevo Testamento, de que están cons­truidas sobre el cimiento del mensaje de Jesús y de la acción sal­vadora de Dios en Jesús. Esto es lo más importante y lo más con­vincente.

Por tanto, afirmar que el origen de la Iglesia se encuentra en la persona y en la actuación de Jesús el Cristo significa que ella tiene en el Señor su punto de referencia en el espacio y el tiempo; para la comunidad de los creyentes la vinculación a Jesús y la orienta­ción hacia Él es algo constitutivo. La persona de Jesús es su punto céntrico. En consecuencia, la Iglesia tiene que intentar llevar siem­pre a la práctica las intenciones por las que Jesús vivió y murió. Estas deben ser traducidas a la realidad presente en todas las ac­tuaciones de la Iglesia, primero en su propio interior, luego en el impulso a la causa de Jesús en el mundo.

Por ello el retorno a los orígenes no es para nosotros un restau-racionismo solapado, la justificación del statu quo, del orden es­tablecido. La Iglesia no quiere convertirse en objeto de museo. Se comprende a sí misma como el grupo humano afectado por «la causa de Jesús que sigue adelante» (W. Marxsen). En Él buscamos un modelo radical de Iglesia para el presente y el futuro. Ante la diversidad de realizaciones eclesiales, ante el pluralismo y las ten­siones actuales, ante el hecho de que la Iglesia de hoy se manifies­ta más que nunca como un complejo de oposiciones, es preciso buscar su realidad esencial, su fuerza fundamental, su verdad vi­viente más interior, la imagen originaria según la cual han de guiarse todas las configuraciones históricas y las diversas formas de manifestación actual de la misma. Eso se realiza en el segui­miento de Jesús, en la asunción responsable de su obra, en la mos­tración permanente a los hombres de la experiencia de la salva­ción.

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4. EL ORIGEN COMO IMPULSO PARA LA PRAXIS ECLESIAL

El acercamiento que hemos hecho a los orígenes de la Iglesia es una fuerza para relanzar nuestra propia creatividad apostólica en el momento actual. Si se toma en serio esa forma de vinculación de la Iglesia al Jesús terrestre y la presencia en ella del Resucitado, no puede exigirse una mera continuidad con la comunidad primi­tiva, un cumplimiento esclavo de sus palabras. Ni puede esperar­se la verificación de un «programa de acción» porque Jesús no planteó tal cosa en absoluto. El no desarrolló ningún sistema doc­trinal que nos ofreciera respuestas claras y siempre disponibles para todas las situaciones históricas y casos singulares. Actuó como un guía carismático-profético. Su mensaje fue para las co­munidades primitivas ciertamente enseñanza, pero ofrecida de forma que debían traducir sus palabras a cada situación y aplicar­las a la vida. De esta forma, las comunidades no sólo transmitie­ron las palabras y las acciones de Jesús, sino que nos dieron una lección viviente acerca de cómo aplicar el mensaje a la realidad. Lo cual no fue un falseamiento de lo que Él quiso, sino una reacción original a la predicación de Jesús en circunstancias cambiadas. Con ello no ofrecieron respuestas últimas e inmuta­bles, sino que nos señalaron que el anuncio del evangelio consiste en un proceso permanente de modo que cada tiempo asuma y realice la voluntad de Jesús.

En consecuencia, la Iglesia ofrece en su historia la vinculación con aquel origen que se manifestó en la vida, palabra y actuación de Jesús y quedó definitivamente expresado en el testimonio de HUS seguidores decantado en el Nuevo Testamento. Dicho origen configura dentro de ella una fuerza comprometedora que ha de verificarse como impulso transformador. Esta presencia del origen normativo se realiza por medio del seguimiento de los discípulos: en el anuncio y en servicio fiel a la Palabra, en la confesión de fe, en la vida que hace actual y efectiva la verdad de esa Palabra, en la responsabilidad concreta en la historia y el mundo cambiante. Todo ello hace presente aquí y ahora al Señor resucitado como orientación y empuje hacia el futuro. Cuando la Iglesia, como su­cede en los momentos actuales, se ve confrontada a una crisis sin precedentes, ha de volver a sus raíces, debe orientarse más que nunca en Jesucristo. Su consistencia está en Él, no en otras seguri­dades que pueda ofrecerle la sociedad. Sólo cuando Jesucristo ejer­ce su señorío y la Iglesia escucha su voz, se hace libre, fuerza libe­radora para el mundo y capaz de construir futuro.

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La asunción de la hora presente, aventurándose en ella pero manteniendo la conexión con el origen, es una tensión nada fácil entre lo constante y lo variable, entre lo permanente y lo condicio­nado. Bajo la luz del comienzo, la comunidad cristiana puede cues­tionar críticamente los abusos del presente y liberarse de ellos.

En definitiva, a la Iglesia le corresponde desarrollar las perspec­tivas y posibilidades dadas en el origen como promesa, las cuales no se han desplegado en el tiempo, no han sido históricamente alcanzadas, pero pueden y deben ser efectivas, actuantes. Tal ma­duración no significa que siempre haya crecimiento o progreso re­conocible hacia una plenitud cada día mayor. Porque el proceso incluye el hecho de una confrontación continua de la fe con la lla­mada de la hora y tal confrontación da resultados a menudo insu­ficientes, tímidos, cobardes o verificados sin la suficiente distinción entre el trigo y la cizaña.

5. FE EN LA IGLESIA

La consecuencia que se saca de lo dicho es que no puede haber cristianismo sin Iglesia y no puede haber fe cristiana sin fe en la Iglesia. Porque la Iglesia es fruto de la acción de Jesús. Quien acep­ta en la fe la persona y el acontecimiento de Jesús el Cristo, acepta también con ello y en ello el don de Cristo que es la Iglesia. La acepta como la manera según la cual Jesucristo tiene comunidad con la humanidad y la humanidad con Él, según la cual El se hace presente en todos los tiempos como Palabra viva, verdad actual, sentido permanente.

Ciertamente, la Iglesia comparte las leyes sociológicas de los de­más grupos humanos. Pero si se la reduce exclusivamente a eso, se pierde de vista lo específico suyo, a saber, que es obra del Espíritu de Jesús resucitado, fruto de una fuerza salvadora que no se con­funde con poder humano alguno. La realidad humana de la Iglesia siempre ha producido escándalo. Pero ese escándalo es análogo al causado por Jesús, porque también ella sustenta una pretensión de salvación y ese lenguaje es siempre «muy duro» (cf. Jn 6, 60).

Ahora bien, hablar de fe en la Iglesia significa que ella debe ser concebida no solamente como un objeto de la fe entre otros, sino como el ámbito comunitario donde la fe cristiana se profesa, se celebra y se transmite. Creer «en la Iglesia» es creer eclesialmente. Según una antiquísima expresión de la tradición cristiana, la Igle­sia es la madre de los creyentes. El seno materno donde se gesta la

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fe en Jesús es la Iglesia que está a su servicio como su sacramento o su comunidad sacramental de salvación.

Lo dicho significa que la Iglesia es el ámbito de realización que ubre a la fe, media la fe, garantiza la fe, conserva, custodia, desa­rrolla la fe para cada creyente individual. Es eso lo que queremos decir en el diálogo prebautismal: «¿Qué pides a la Iglesia de Dios?». «La fe». Cuando el individuo llegado a la fe quiere ser un creyente en sentido pleno, debe «adherirse» a la comunidad de los que creen, ser recibido en ella. Para el individuo «llegar a la fe» significa «ser añadido» a la Iglesia (Hch 2, 41), ser aceptado en la fe de la Iglesia. Cada uno cree individualmente, desde luego, pero en cuanto miembro de la comunidad de creyentes; él se compro­mete con la fe común. La maternidad de la comunidad en el orden de la fe se verifica por la vía del testimonio comunitario. Por eso, la fe no le es dada a cada individuo para su salvación puramente privada, sino para que participe en la tarea histórica de salvación de la Iglesia en el mundo.

Quien quiera vivir la fe cristiana con autenticidad no puede emanciparse de esta conexión con la Iglesia en beneficio de otro tipo de vida religiosa supuestamente más puro. La Iglesia es «el nosotros» de la fe, el sujeto trascendente de la fe. Esta estructura comunitaria de la fe es necesaria, no optativa. La razón última está en que la fe viene determinada por la prioridad de la Palabra anun­ciada que viene al encuentro de la persona sobre lo elucubrado por el individuo, de la comunidad sobre cada creyente.

6. LA IGLESIA Y EL REINO DE DIOS

«Jesús predicó el Reino y fue la Iglesia lo que vino»; esta frase escrita por el modernista Loisy con radical espíritu crítico, puede tener sentido si se lee desde otra perspectiva. La Iglesia no se iden­tifica con el Reino ni se identificará nunca. Con todo, a pesar de que no son idénticos, están mutua y esencialmente ordenados.

En primer lugar, ella es signo de que el Reino ha comenzado aun­que aún ha de venir. En segundo lugar y para ser ese signo, es la co­munidad de aquellos en quienes están vivientes y actuantes las fuer­zas del Reino: la apertura radical y confiada al Dios Padre de bondad para con todos; la conversión y la fe; la praxis nueva del amor sin lí­mites al hermano; el perdón al enemigo, actitud que se deriva de lo anterior; la fuerza de la resurrección como victoria sobre el mal, el poder del Espíritu y de sus dones. Esos rasgos esenciales del Reino,

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que está presente en el mundo y hay que saber descubrirlo en sus señales, deben marcar siempre la orientación de la Iglesia. Ella es la comunidad de los que se preparan para el futuro del Reino y recono­cen en él su aliento, su esperanza para el presente y la responsabili­dad para las tareas en el mundo y en la historia. Es la que acoge a los elegidos que se preparan para aquel futuro por su compromiso en las tareas en el mundo, es la que vive en la presencia y el apoyo del Señor triunfante hasta el fin de los tiempos. Por eso pedimos con oración comprometida: «venga a nosotros tu Reino» (Mt 6,10).

Cuando la parusía del Señor haga irrumpir el Reino en su ple­nitud del final de los tiempos, el final de la Iglesia habrá llegado. Porque la última meta, la figura consumada de la acción salvífica divina para el mundo no es la Iglesia, fenómeno ligado al tiempo y al lugar, sino que es el reino absoluto y universal de Dios en la tierra, la suma y plenitud de todos los bienes.

7. LA REFORMA DE LA IGLESIA

La referencia de la Iglesia a las proféticas palabras de Jesús so­bre el Reino, a la totalidad de su mensaje, de su misión y su figura, debe ser el acicate de una revisión y reforma continuada para que se cumpla la afirmación del Concilio de que ella es el sacramento de la salvación en Cristo (LG 1).

Si la Iglesia apela a su origen en Jesús y se llama con su nombre, entonces Él es la crítica de la Iglesia desde dentro, la crítica de su falta de verdad. Aunque la crítica que proviene de la sociedad ten­ga importancia, es inofensiva en comparación con la crítica que nace de su cotejo con el profeta de Nazaret al que ella apela. Jesús es el verdadero desafío de la Iglesia, mucho más que los desafíos que le vienen del mundo. Por eso, las preguntas clave son: ¿quién es Jesús para ella, un extraño o el Señor que determina su existen­cia? ¿Qué quiere Jesús de ella, cómo puede corresponderle?

De lo dicho se deduce que la reforma permanente es consustan­cial a la Iglesia. Dicha reforma ha de conducirla a ser cada vez más la Iglesia de Jesús, a predicar con sus hechos al Señor, a relativizar-se ante Jesús, a ponerse en cuestión continuamente, a no conceder­se nunca a sí misma importancia, a renunciar a todo poder.

Porque la consciencia de la distancia que existe entre el proyec­to del origen y la realidad histórica presente lleva a la convicción de la relatividad de lo existente y es la fuente de todo movimiento de renovación y de reforma eclesial. Sólo a través de una conver-

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Kión continua de las personas y de la transformación de las estruc­turas permanece en ella la sustancia del movimiento de Jesús.

8. LA COMUNIDAD DE MESA CON EL SEÑOR

La comunidad que se configura cuando nos agrupamos en de­rredor de la mesa eucarística es en sí misma una experiencia de la salvación que Jesús quiere transmitir a la humanidad. En la cena del Señor el anfitrión nos ofrece comunidad con El y funda por ello la comunidad de los invitados entre sí. Por esa razón, la estructura fundamental de la Iglesia es la de la comunidad eucarística que vive de la presencia permanente de su Señor. El compromiso de las comunidades primitivas se fundaba precisamente en la autodona-ción de Jesús en la Última Cena y en su intención de dejar con ella a los discípulos un signo de su presencia permanente. Por tanto, lo específico y propiamente cristiano de la comunidad está en la ex­periencia de salvación que se transmite en la eucaristía. Aquí se enraiza también la tarea permanente de búsqueda de identidad co­munitaria. Porque la Iglesia como proceso, del que hemos hablado n ntes, es un acontecimiento dinámico y quienes participan en la eucaristía van aprendiendo qué es la Iglesia.

La eucaristía es la configuración fundamental en la que la Igle­sia debe mantenerse y a cuya medida debe realizarse para ser lo que Jesús quiso de ella. Porque ella no es otra cosa que la comuni­dad de mesa con Aquel que sigue sentándose con los suyos como resucitado invisible y que sigue partiendo el pan para construir el nuevo pueblo de Dios de toda la humanidad.

Pero no olvidemos que Él sigue estando entre los suyos en la forma del «por vosotros y por todos», lo que significa que la comu­nidad de Jesús está esencialmente llamada a entregarse por todos. Use es el sentido interno de la Iglesia en la historia: el servicio a lodos. En consecuencia, la comunidad eclesial debe ejercitar la fun­ción reconciliadora y de entrega tal como lo hizo Jesús. Sus discí­pulos debemos entender la propia existencia como un «ser-para-los-otros», tal como fue la de Jesús.

I'ARA PROFUNDIZAR

K. AGUIRRE, Del movimiento de Jesús a la Iglesia cristiana, Desclée de Brouwer, Bilbao 1987.

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Page 27: Perea Joaquin - Otra Iglesia Es Posible

R. E. BROWN, Las Iglesias que los apóstoles nos dejaron, Desclée de Brouwer, Bilbao 1986.

H. HAAG, ¿Qué Iglesia quería Jesús?, Herder, Barcelona 1998. G. LOHFINK, La Iglesia que Jesús quería: dimensión comunitaria de la fe cristia­

na, Desclée de Brouwer, Bilbao 1998. S. PIÉ-NINOT, «Jesús y la Iglesia», en: R. LATOURELLE y R. FISICHELLA

(eds.), Diccionario de Teología fundamental, Ed. Paulinas, Madrid 1992, pp. 629-640.

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Capítulo 3 La imagen de Iglesia

del Concilio Vaticano II

Veinte siglos después de que el profeta nazareno lanzara aquel movimiento que se constituyó en Iglesia, ésta se reunió en Roma pora reflexionar sobre sí misma, con objeto de reajustar su fideli­dad al proyecto del fundador. El Concilio Vaticano II puso en mar­cha nuevos impulsos y produjo efectos transformadores, unos de­seados y planificados, otros imprevistos, impredecibles en su día. Desató un proceso que ha sacudido profundamente la identidad eclesial, causando gran conmoción, no sólo pastoral, sino también eclesiológica. En el pueblo cristiano existe hoy la conciencia de una ruptura con líneas concretas de un pasado eclesial todavía reciente. Se han interpuesto dificultades y resistencias en la verificación de la eclesiología del Concilio, resurgen tensiones análogas a las que existieron durante su desarrollo.

Ver UNA MIRADA A LA SITUACIÓN

A algunos decenios de la conclusión del Concilio han cristaliza­do ciertas líneas de lectura de su significado, que muestran inspi­raciones muy diversas, algunas esencialmente ideológicas, más que fundamentadas histórica y teológicamente, otras llenas de desencanto y frustración, otras realistas y esperanzadas.

I. SÍNTOMAS DE LA PROBLEMÁTICA POSCONCILIAR

La lectura más radical ha sido la que podíamos llamar integrista (por ejemplo, la patrocinada por el obispo Lefebvre y sus seguido­res), que leía el Concilio Vaticano II como ruptura de la tradición católica. Según este punto de vista, el Concilio fue un error; su re-Htiltado sólo puede considerarse negativo.

Según otros, este Concilio ha sido un concilio menor, dada su condición pastoral, con la renuncia a aprobar definiciones dogmá-

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ticas y a emitir condenas y anatemas. Bajo esta clave, la pastorali-dad es entendida como nivel inferior de calificación teológica, so­bre todo respecto de los dos Concilios precedentes, el de Trento y el Vaticano I. El desarrollo titubeante del Vaticano II es la causa de las dificultades del posconcilio. Esta situación hace necesaria una guía romana de la recepción del Concilio —es decir, el Papa— que filtre los impulsos supuestamente provenientes del mismo.

En el otro extremo, algunos proponen leer el Concilio como re­frendo de posiciones contrarias a las orientaciones del magisterio anteriores a 1960. El Concilio adquiere así el significado de un cambio radical respecto de la tradición previa. A pesar de ser toda­vía eurocéntrico y dogmatizante, cerró una época. Ahora bien, esa época ya ha sido superada por los hechos históricos posteriores. Los sucesos de 1968 sancionaron definitivamente la superación del Concilio. Por tanto, el Vaticano II es un concilio de transición (como Juan XXIII fue un «papa de transición»). Concilio de transición en sentido fuerte, o sea, para la salida de la Iglesia de la época triden-tina —incluso de la constantiniana— y el comienzo de una nueva época.

En zona intermedia entre los extremos, existe en muchos la con­vicción de que el Concilio Vaticano II se ha explotado sólo en una parte reducida, quedando la mayoría de su enseñanza por desarro­llar. Frente a una primera fase de recepción del Concilio y de su voluntad de reformas fundamentalmente positiva, las siguientes fases, que deberían ser más creadoras y de avance hacia adelante, manifiestan muchos frenos debidos a la preponderancia de aque­llos círculos que o bien minimizan teológicamente y prácticamente los planteamientos de reforma verdaderamente profundos que propuso el Concilio, o bien todavía no los han aceptado totalmen­te. Se une a ello la sensación de que los esfuerzos de recepción han producido escaso fruto, las necesarias reformas no se han llevado adelante de manera consecuente o se han quedado a mitad de ca­mino y con ello se han agudizado los problemas. De esa impresión se deriva un efecto negativo: la inseguridad observada en el pre­sente, el desánimo, la sensación de impotencia, la actitud de pesi­mismo resignado de aquellos cristianos comprometidos que se en­tusiasmaron por los resultados del Concilio.

Además, se da la certeza de que la situación social y eclesial (¡han pasado casi cincuenta años!) es nueva y exige aplicaciones adaptadas a la misma. O sea, una recepción viva. Pero aquí surge el convencimiento creciente de que Roma, realizando una recep­ción según la letra, frena la renovación eclesial y no quiere abordar

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las asignaturas pendientes. La consecuencia es doble: por una par­te, crece el llamado «afecto antirromano» (H. U. von Balthasar); por otra, existe un desasosiego y preocupación acerca de cómo lo­grar la respuesta a los desafíos actuales.

Entretanto, las nuevas generaciones de creyentes, las que no vi­vieron la experiencia del Concilio, se caracterizan por ciertos ras­gos distintivos en su apreciación del mismo. Algunos lo valoran como una historia pasada: son las guerras del abuelo que no inte­resan a los nietos. Otros consideran que la recepción del Concilio, tal como de hecho ha sucedido, es causa de la secularización gene­ral que padecemos en la Iglesia. La difícil situación de la Iglesia posconciliar les lleva a atribuir la culpa de tal situación a los efec­tos del Concilio. En verdad, dicen, la crisis actual no ha de atribuir­se directamente al Concilio, sino a quienes, apelando a un etéreo «espíritu del Concilio», han querido legitimar experimentos cuyos resultados no pueden vincularse a él. Hay algunos que reaccionan contra el Concilio y vuelven a una eclesiología más conservadora, quizá porque da seguridades.

2. LA INTERPRETACIÓN DEL CONCILIO COMO PUNTO DECISIVO

En el fondo de todo lo anterior subyace una cuestión clave: la contraposición que divide a la Iglesia en su interior se centra sobre todo en la interpretación del «acontecimiento» conciliar en cuanto tal. El juicio histórico y teológico sobre el acontecimiento en sí mis­mo y su interpretación es el terreno real de confrontación de dos modos contrapuestos de entender la identidad de la Iglesia y su modo de situarse ante el mundo. Se está dando desde hace algún tiempo un acercamiento al Concilio a través de fragmentos, casi siempre de pocas palabras, de documentos individuales. Así es como queda mixtificado en su naturaleza más auténtica.

Una sana interpretación exige, por el contrario, la consideración global de la enseñanza conciliar, que tenga en cuenta todos los te­soros que se han desvelado a la Iglesia en aquella ocasión de gracia y que esté atenta a las indicaciones ricas y complejas que el Espíri­tu Santo ha dado a la Iglesia a través del acontecimiento conciliar.

Los intentos de frenado del Concilio que existen por todas par­tes no deben sorprendernos. Después de todos los grandes conci­lios ha solido desarrollarse una lucha larga y dura en torno a su valor. Problemas de «recepción» se han dado en los concilios más significativos de la historia de la Iglesia. «Es raro que un Concilio

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no haya sido seguido de una gran confusión». La frase la redacta­ba un profeta de nuestro tiempo, el cardenal Newman, un mes después del final del Concilio Vaticano I (1870). La realista afirma­ción de Newman es también aplicable al Concilio Vaticano II, tan­to en lo que se refiere a su herencia estrictamente doctrinal, cen­trada en la eclesiología, como respecto a la reforma práctica de la Iglesia.

En definitiva, no se puede dar por hecho una especie de valor automático, cuasisacramental de los actos solemnes conciliares, sin sopesar la relación de los mismos con su recepción en la vida eclesial. Este principio ha de orientar nuestra reflexión acerca de la relación entre las formulaciones de la fe propuestas por el Concilio y su asunción y circulación en el pueblo creyente y en su praxis de fe.

3. UNA PRIMERA CONSIDERACIÓN SOBRE EL PANORAMA DESCRITO

La confusión, incluso la crisis que ha condicionado el desarrollo de la eclesiología posconciliar, se debe a dos cosas: a las ambigüe­dades y lagunas de los textos conciliares que han dado lugar a posiciones enfrentadas en cuanto a la interpretación; y a una serie de nuevos fenómenos mundiales, exteriores a la propia doctrina conciliar y a sus expectativas, que han impulsado la voluntad de actualizar la Iglesia y la eclesiología.

La convicción generalizada entre los padres conciliares de que se debía buscar, según una venerable tradición conciliar, la unanimidad moral o al menos un consenso muy próximo a ella, llevó a proposiciones de compromiso que permitían una inter­pretación amplia y daban cabida a muchos deseos de los grupos afectados. Los textos consensuados fueron deliberadamente ge­néricos para no provocar reacciones adversas de la otra parte, se introdujeron cuñas que no siempre están en línea con la eclesio­logía básica del Concilio y amortiguan su coherencia teológica global y su impacto pastoral. El resultado es que la eclesiología del Vaticano II tiene formulaciones ambiguas e incluso algunas contradicciones internas, aunque la orientación global es muy clara y definida.

Por tanto, las conocidas «ambigüedades» del Vaticano II no de­ben entenderse como oscuras componendas entre partidos rivales, sino que en su mayor parte son decisiones adoptadas para prote­ger la libertad del pensamiento creyente y de la teología en su la-

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bor de profundizar en materias aún necesitadas de clarificación. El doble enfoque eclesiológico será la causa de divisiones que se ma­nifiestan ya en el mismo Concilio y que no cesará de agrandarse posteriormente. Con el Concilio se inaugura una nueva época de inseguridad y vacilaciones, que contrasta con la aparente calma de la eclesiología en decenios anteriores.

También hay que hablar de la falta de desarrollo de los últimos documentos conciliares, aquellos en los que la Iglesia verdadera­mente asume la modernidad: la Declaración sobre la Libertad Reli­giosa y la constitución Gaudium et spes. Ello ha producido poste­riormente tensiones y polarizaciones, a veces muy profundas.

Otro aspecto a considerar: los dinamismos puestos en marcha por el Concilio no han dado siempre resultados coherentes con el Vaticano II y algunos merecen serias críticas. También es verdad que a menudo nos hemos contentado con «reformas» prácticas y hemos ignorado la reflexión acerca de la amplitud y los motivos de fondo de «la reforma» pendiente.

Para resumir: el conflicto actual acerca de la interpretación del Vaticano II, más que el propio Concilio, lo plantea fundamental­mente la recepción de su enseñanza y ello desde tres claves: desde la confrontación teórica de las eclesiologías, desde el contexto ecle­sial en que cada uno vive, porque la experiencia de Iglesia condi­ciona radicalmente la reflexión, y desde la traducción del Concilio en las instituciones y en las formulaciones jurídicas.

Así se explica que después de estos años se observe como un movimiento de péndulo: la decepción trae consigo la vuelta a lo anterior. La misma teología no ha sido totalmente libre para reasu­mir el movimiento global e interpretar los acontecimientos de es­tos años a la luz de las categorías del Concilio. Hay que añadir que precisamente la intensidad de las tentativas de contener la renova­ción conciliar demuestra la fuerza del impulso de aggiornamento que el Concilio Vaticano II ha metido en la Iglesia. Resulta eviden­te que la apuesta que está en juego en torno a su memoria y a su significado es excepcionalmente alta.

]UZgar ALGUNOS NÚCLEOS CLAVE DE LA IMAGEN CONCILIAR

El Concilio Vaticano II significó un punto de partida realmente nuevo en la historia de la Iglesia. Quedó superada la visión unila­teral de la eclesiología del Vaticano I, característica del siglo xix y

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de la primera mitad del xx. El contexto mundial y cultural en el que se inscribía la vida de la Iglesia era radicalmente nuevo y los padres conciliares lo percibieron claramente. El desarrollo econó­mico, las mayores oportunidades educativas, los medios de comu­nicación y la creciente movilidad, la entrada de los católicos en la política democrática eran inéditos. El «ambiente católico», que ha­bía retardado la modernización cultural, desapareció; la unidad en bloque del catolicismo organizado había quebrado.

Por otra parte, en el interior de la Iglesia, la evolución de la teo­logía, las ciencias bíblicas, la investigación histórica arrancaron las murallas apologéticas y el confesionalismo y nos hicieron cons­cientes de la riqueza y del pluralismo de la tradición católica. Las ideas eclesiológicas que afloraron en el Concilio no surgieron de la nada. Prácticamente en su totalidad habían sido ya discutidas en la teología de décadas anteriores. El redescubrimiento del pueblo de Dios, la idea de comunión sobrenatural de los creyentes, en cuyo seno tienen su lugar correspondiente los carismas y los ministe­rios, la reforma de la Iglesia, la colegialidad del episcopado, la ta­rea del laicado, la libertad religiosa, la misión de la Iglesia en las realidades temporales y otros muchos temas habían sido materia de reflexión teológica que posibilitó alcanzar las metas a las que llegó el Vaticano II. Además, aquel proceso intelectual no había quedado encerrado en el ámbito académico, sino que había sido asumido por diversos movimientos de base: el movimiento litúrgi­co, la renovación parroquial, el ecumenismo, los movimientos es­pecializados de apostolado seglar, etc., haciendo saltar el corsé del antimodernismo neoescolástico prescrito por la autoridad eclesiás­tica.

El Concilio dio su respaldo a lo que hasta entonces habían sido trabajos de la vanguardia de los teólogos europeos que en algunos casos fueron considerados sospechosos; muchas de aquellas ideas alcanzaron el rango de doctrina católica establecida.

Como es evidente, resulta imposible abordar, ni siquiera super­ficialmente, todos los temas que se detectan en lo dicho. Tampoco pretendemos desarrollar a fondo alguno de sus temas centrales. Lo que haremos será señalar un par de núcleos eclesiológicos espe­cialmente importantes para lograr el renacimiento del espíritu con­ciliar. Son núcleos en cuyo derredor se anudan otros muchos ele­mentos. Los siguientes capítulos de este manual se desarrollarán a la luz de la enseñanza del Concilio y con referencias expresas a sus documentos. Con todo, hay una cuestión decisiva, de tanta impor­tancia para el laicado que merece tratamiento aparte, cosa que ha-

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remos en el capítulo siguiente: la presencia y la acción de la Iglesia en el mundo.

1. MISTERIO DE SALVACIÓN Y SACRAMENTO DEL MUNDO

La constitución dogmática sobre la Iglesia, Lumen gentium, mani­fiesta desde su mismo comienzo las líneas de fuerza de una eclesio-logía renovada. Comienza con dos capítulos en los que se habla de la Iglesia como misterio y sacramento y como pueblo de Dios. Antes de hablar de la sociedad perfecta, de la jerarquía, de los estados de vida, de las tareas a cumplir, etc., se habla de algo más grande y abarcante: la Iglesia es misterio y sacramento y pueblo de Dios.

El misterio de la Iglesia

La afirmación de que la Iglesia es un misterio (título del capítu­lo I de LG) no significa para el Concilio que sea algo enigmático, incomprensible, que flota en el aire sobre nuestra realidad cotidia­na como magnitud inasequible.

Frente a esta consideración, el Concilio declara que la Iglesia no es en primera línea una institución con un ordenamiento determi­nado. También lo es, ciertamente, pero ante todo es misterio. Este término está tomado del vocabulario paulino de las cartas de la cautividad. Con él se quiere afirmar que la Iglesia es la realidad en la que se hace presente de una manera concreta la acción salvadora de Dios en Jesús para el mundo por la fuerza del Espíritu.

Explicitando el sentido bíblico y conciliar del término misterio aplicado a la Iglesia, podemos decir que incluye tres aspectos. En primer lugar, en su sentido primario, se trata de un acontecimiento que hace presente el poder de Dios que nos alcanza, implica y soli­cita nuestra cooperación en una historia que conduce a la salvación. En segundo lugar, es también misterio el efecto producido por esa irrupción del Dios trascendente en la ambigüedad de nuestra histo­ria inmanente. Finalmente, lo llamamos misterio porque no hubiéra­mos descubierto su verdad sin la revelación divina e incluso des­pués de ella permanece oscura y sólo se la encuentra en la fe.

Al aplicar el contenido del término misterio a la Iglesia, esta­mos afirmando que la concreta comunidad de creyentes en Jesús es el signo universal de la intervención salvadora de Dios en el mundo.

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Sacramento del mundo

La propuesta programática central del Concilio, que refleja la nueva conciencia de identidad histórica de la Iglesia, no se formula en ningún lugar más claramente que en su definición al comien­zo de la constitución Lumen gentium. Ella se designa a sí misma como «un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG 1; cf. LG 48; GS 42; 45; AG 5; SC 5; 26). La condición sacramental es constitutiva para la Iglesia. Aquí el Concilio dice adiós a una concepción de la Iglesia unidimensionalmente jurídico-jerárquica y eclesiocéntrica, que fue decisiva desde el Concilio de Trento hasta el Vaticano I.

Esta visión transformada de la Iglesia es el fundamento de toda la eclesiología conciliar: de la comprensión de la Iglesia como pue­blo de Dios y comunión, del sacerdocio universal de los bautiza­dos, de la teología del laicado, del futuro escatológico de la Iglesia. Tal autodefinición determina igualmente el programa correspon­diente a la idea que tenía Juan XXIII acerca del Concilio, la idea de una renovación eclesial para que «el signo de Cristo brille con más claridad en el rostro de la Iglesia» (LG 15). Pertenece a esa designa­ción de manera absolutamente fundamental la apertura de la Igle­sia y de sus instituciones al servicio de la humanidad única y de su camino futuro; el Concilio muestra ahí la dimensión al mismo tiempo religiosa y humana del servicio de la Iglesia. La urgencia de este servicio la ve fundada en la necesidad de que «todos los seres humanos, que hoy están unidos estrechamente unos con otros por múltiples vínculos sociales, técnicos y culturales, alcancen tam­bién la plena unidad en Cristo» (LG 1).

El fundamento teológico de la relación de la Iglesia y la hu­manidad es la vocación de todos los seres humanos a la salva­ción, a la comunión con Dios (LG 3; 9; 16). Toda la humanidad con sus instituciones y esfuerzos seculares y religiosos está refe­rida al reino de Dios, cuyo núcleo, comienzo y sacramento es la Iglesia.

Cada ser humano percibe su vocación por medio de su creador y redentor, pero no únicamente por el hecho de que entren en la Iglesia; más bien en todo lo que sirve al desarrollo de las relaciones humanas, a la justicia, a la paz y a la solidaridad. La Iglesia es sa­cramento para el mundo en cuanto atestigua como voluntad de Dios esos esfuerzos, los anima y los promueve de acuerdo con el modo que le es propio.

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2. PUEBLO DE DIOS (LG II)

Un pueblo convocado de todos los pueblos

Con el término pueblo de Dios se subraya que la Iglesia es aquella porción de la humanidad que se ha sentido llamada por Dios, ha respondido a esa vocación, ha reconocido en Cristo la presencia y la acción del Padre, accede a dejarse configurar por el Espíritu para ser enviada a todos los pueblos como signo eficaz de la salvación.

El pueblo de Dios existe para estar entre los hombres, acompa­ñándoles y significándoles a Jesucristo. Es enviado a todos, luego rechaza cualquier particularismo; pero es enviado muy especial­mente, como Jesús, al «pueblo de la Tierra», es decir, a los pobres, a los pecadores, a los marginados; luego rechaza todos los privilegios y características de élite y se solidariza con los oprimidos, de los cuales se convierte en voz expresiva y conciencia interpretativa. La misión de la Iglesia es, por tanto, concebida como el dar a conocer la llamada universal de Dios a la filiación y a la fraternidad y como el hacer de ese «pueblo de la Tierra» un pueblo que sea «de Dios». En ese pueblo, la universal paternidad de Dios y la común filiación en Jesús fundan la radical igualdad de todos sus miembros.

Como el pueblo es de Dios, no puede identificarse con ningún otro cuya constitución derive de su raza, de su cultura, de su situa­ción social. Los criterios de identificación de sus miembros son la escucha del evangelio y la respuesta de conversión y fe, la celebra­ción de la fe y el compromiso en el amor eficaz.

Un pueblo sacerdotal

Tras la reflexión anterior hay que destacar como elementos de importancia central del capítulo sobre el pueblo de Dios los párra­fos diez y once del mismo, dedicados al sacerdocio universal de los creyentes. La Iglesia siempre tuvo conocimiento de que el pueblo de Dios es un pueblo sacerdotal: es un hecho testificado en el Anti­guo y en el Nuevo Testamento, en los escritos de los padres orien­tales y latinos, así como en los doctores medievales, incluso en el Catecismo del Concilio de Trento. Sin embargo, debe subrayarse que este párrafo es el primer documento conciliar en que el Magis­terio se pronuncia explícitamente sobre el sacerdocio común que corresponde a todos los creyentes en igual medida. Este sacerdocio común se define como una cierta manera de participación en el

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sacerdocio de Cristo, el Señor, sumo sacerdote elegido de entre los hombres y en unión con el Padre. La acción sacerdotal se dirige de hecho al Padre por mediación de Cristo. El sacerdocio común de los fieles significa que ellos son llamados a participar en la peculiar mediación de Cristo para la salvación de toda la humanidad.

La Iglesia como sujeto histórico

Hablar de pueblo de Dios equivale a hablar de la Iglesia como sujeto histórico. Esta fue una gran innovación del Vaticano II: esta­blecer la condición de sujeto de la Iglesia en su totalidad, como pueblo de Dios que es signo de salvación para el mundo. La Iglesia se hace consciente de su realidad de sujeto histórico en singular, con toda su complejidad, que actúa a través de realidades plurales (no sólo los miembros individuales, sino también los elementos institucionales) que obran en y por la Iglesia con un papel activo.

Es ésta una consideración importantísima, porque significa que todo lo que se diga de la Iglesia se ha de atribuir al pueblo de Dios como a su sujeto histórico. Con otras palabras: el pueblo de Dios es un sujeto histórico que hunde sus raíces en el misterio, pero que se realiza como pueblo visible y concreto que lo manifiesta ante los hombres. Así se supera una visión atemporal de la Iglesia y se des­taca su inserción en la trama de la historia del mundo, conociendo un desarrollo ligado al del mundo en que está inmersa.

Un pueblo peregrinante

Por tanto, se trata de una Iglesia en marcha, sellada por las le­yes de la contingencia, de la provisionalidad, de la renovación per­manente. El pueblo de Dios está siempre en camino a través del tiempo; la imagen refleja la historicidad de la Iglesia y su cambio constante, al que la Iglesia, como la sociedad, está sometida y que se experimenta en las transformaciones presentes.

Por esta razón, el nuevo pueblo de Dios permanece aquí abajo en situación de inacabamiento. N o puede adoptar actitudes de arrogancia o sentimientos de superioridad, sino que debe entregar­se humildemente a la conversión. En cuanto que la realidad espiri­tual y la social de la Iglesia se distinguen pero no se separan, mien­tras la realidad social es modificable, se hace posible la reforma de las estructuras (cf. GS 44). Al peregrinaje de la Iglesia pertenece su

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necesidad de permanente renovación y reforma para ser cada día más fiel y obediente.

Un pueblo enviado al mundo

El carácter de la Iglesia como pueblo de Dios tiene también una significación para la misión universal. Pues la Iglesia no es un pue­blo ni en sentido étnico, ni en sentido estatal o nacional, que existe en una unidad estatal por medio de una voluntad política declara­da. La Iglesia es un pueblo sui géneris. Es un pueblo mesiánico que abraza a hombres y mujeres de diferentes pueblos, culturas y naciones; tiene a Cristo como su cabeza; y, en cuanto comunidad de vida, de amor y de verdad que existe a partir de Él, es enviada con objeto de ser para todo el género humano el núcleo indestruc­tible de la unidad, de la esperanza y de la salvación. Ello se verifi­ca incluso cuando ese pueblo, como dice el Concilio, «aparece a menudo como pequeño rebaño» (LG 9).

En resumen, la enseñanza conciliar sobre el pueblo de Dios muestra, como ningún otro lugar, una conciencia de Iglesia en la que se hace clara la convicción de que nos encontramos en una sociedad mundializada. Los hombres y mujeres de los pueblos, culturas y religiones de la tierra habitada, así como las Iglesias y comunidades de toda ella, están vinculados a la Iglesia de Cristo.

3. LA IGLESIA NACE DE LA EUCARISTÍA

No son pocos los comentaristas del Concilio que consideran que la Constitución sobre la Liturgia constituye uno de los ejes interpre­tativos de la eclesiología del Concilio, en especial lo que se refiere a su teología eucarística. En efecto, la eclesiología eucarística es un elemento verdaderamente central del pensamiento del Vaticano II.

Una acción del pueblo de Dios

Ya mostramos en el capítulo anterior que el auténtico acto fun­dacional de la Iglesia es la Última Cena. En aquella liturgia de muerte y resurrección Jesús entrega a los suyos la comunión de vida entre Dios y la persona humana. Desde entonces, Cristo sa­cerdote no actúa solo en el desempeño de su ministerio sacerdotal

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en la liturgia, sino como cabeza junto con su cuerpo, la Iglesia, que se asocia a su obrar. Él está presente en su Iglesia en toda acción litúrgica. Por eso, la cuestión de la naturaleza esencial de la liturgia está estrechamente vinculada a la de la Iglesia, pues la liturgia ex­presa y manifiesta en su punto más alto la naturaleza auténtica de la verdadera Iglesia (SC 2). Es obvio que no se agota la acción de la Iglesia en la celebración (SC 9), pero ella es su culmen y su fuente (SC 10). Por eso en la celebración y en todo lo que a ella conduce y de ella brota debe manifestarse y nacerse experimentable la Iglesia.

La liturgia es acción del pueblo de Dios reunido y organizado (SC 26); pertenece, por tanto, al cuerpo entero de la Iglesia en la diversidad de funciones (ibíd.). Porque la Iglesia es según su esencia ekklesía, es decir, asamblea. Vive en y de sus asambleas celebra ti vas (LG 26). La idea de un pueblo santo, llamado todo él a alabar a Dios, tiene un fundamento doctrinal y éste no es otro que una idea clave del Nuevo Testamento, que sólo las es­tériles controversias postridentinas han dejado en la sombra, a saber, el sacerdocio universal de los bautizados (IPe 2, 9-10; Apoc 5, 10).

La eucaristía vincula a los discípulos entre sí y con Cristo y de ese modo los hace Iglesia. La constitución fundamental de la Igle­sia se da en las comunidades eucarísticas en las que ella vive por­que, como hemos dicho, en toda celebración eucarística está el Se­ñor realmente presente. En ella la Iglesia vive en su esencia de ser­vicio de Dios y, por ello mismo, servicio a la humanidad, servicio que transforma el mundo.

La comunidad es el sujeto de la celebración

Entre las reglas señaladas por el Concilio, que emanan de «la naturaleza de la liturgia como una acción jerárquica y comunita­ria» (SC 26), está en primer lugar aquella que establece a la comu­nidad reunida en su derecho primigenio para celebrar, en cuanto manifiesta a la Iglesia en un lugar (SC 42). Con otras palabras, a la comunidad le asigna la misión de ser sujeto de la celebración litúr­gica. Todos son el auténtico sujeto de la liturgia y, en el sentido originario de la antigua Iglesia, los concelebrantes propiamente di­chos.

Con ello se da un rechazo neto a una liturgia de clérigos tal como se desarrolló desde la Edad Media. Lo que acontece en la eucaristía no es que sólo el presbítero ordenado sea quien cele-

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bra mientras los fieles son su clientela, sino que toda la comu­nidad reunida para la celebración tiene «derecho y oficio» (mi­nisterio) de celebrar la liturgia mediante una «participación plena, consciente y activa» (SC 14). La acción litúrgica es una celebración de la ekklesía, de la asamblea reunida. Todos sus miembros deben estar comprometidos, implicados en la acción celebrativa, que tiene como sujeto y como protagonista a todo el cuerpo eclesial, es decir, a los reunidos en cuanto conjunto de personas unidas entre sí por los vínculos de la fe y del sacramento. La unidad de la asamblea se manifiesta por la actividad de todos en la celebración, que a la vez la expresa y realiza (nn. 47-48).

Unidad en la multiplicidad

Otro aspecto de la eclesiología eucarística consiste en que ex­presa la relación original existente entre multiplicidad y unidad. Cada eucaristía asume la realidad local, se celebra aquí y ahora, es variada y múltiple. Pero el Señor resucitado, presente en todas ellas, es siempre y en todas partes uno y el mismo. Por eso, cada uno sólo puede tener al único Señor en la unidad que Él mismo es, o sea, en unión con los otros que se hacen cuerpo suyo en la eucaristía.

Por esta razón, la unidad recíproca de las comunidades que ce­lebran la eucaristía no es un añadido exterior, sino una dimensión interna de la misma celebración. El Concilio propone una eclesio­logía para la cual la unión de los creyentes de todo lugar no es un elemento externo de tipo organizativo, sino una gracia que provie­ne del interior, un signo visible de la presencia activa del Señor en todas las comunidades.

De la afirmación de la eclesiología eucarística se desprende la teo­logía de las Iglesias locales, tema que trataremos en otro capítulo.

Actuar PARA PONER EN PRÁCTICA EL PROYECTO CONCILIAR

La imagen de Iglesia dibujada por el Vaticano II constituye un proyecto aun actual para la Iglesia, a condición de que sea valo­rada en sus elementos esenciales y con una perspectiva de desarro­llo evolutivo, superando cualquier arqueologismo. Es preciso hacer un esfuerzo de memoria creadora: ayudar a revivir la propia expe-

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Page 34: Perea Joaquin - Otra Iglesia Es Posible

riencia conciliar como manantial de Espíritu que fecunde nuestra vida de hoy La eclesiología posconciliar deberá ser el fruto de una búsqueda y un diálogo sistemáticos y coherentes entre los tres án­gulos del triángulo: reflexión teórica, asentamiento institucional y experiencia de vida de fe eclesial.

1. PROGRAMA ANTE UN CAMBIO DE ÉPOCA

Lo primero que tenemos que hacer para actuar con acierto es intentar captar la originalidad propia del Vaticano II comparando su proyecto con los anteriores concilios ecuménicos, saliendo así al paso de ciertos debates sobre su interpretación, centrados en las categorías abstractas de «espíritu y letra».

Los concilios ecuménicos en general han pretendido dar res­puestas eclesiales globales a situaciones problemáticas centrales de la fe. Pero en el último Concilio no se trataba de un peligro para la fe, real o sólo supuesto, que hubiera exigido un acuerdo sobre la doctrina, incluso con la ayuda de definiciones. El desafío era más bien un cambio histórico de dimensiones mundiales, una transfor­mación que afectaba a todos los pueblos y culturas. Es el desafío en el que nosotros nos encontramos inmersos.

La respuesta del Concilio a ese desafío, su gran tema, fue la nueva identidad histórica de la Iglesia. En eso se distingue de los concilios anteriores. En esa nueva configuración de la identidad histórica de la Iglesia es significativo, por una parte, la conciencia de la naciente sociedad mundial y, por otra parte, el compromiso de un diálogo con el mundo, cuyo comienzo representa el propio Concilio. El programa apuntado por los padres conciliares corres­ponde al cambio de época al que tenemos que dar respuesta; está determinado por la apertura de la Iglesia al mundo moderno.

Esa nueva identidad histórica de la Iglesia no puede lograrse sin cambiar la comprensión de la enseñanza cristiana. Pues un auténtico diálogo no se compagina con las explicaciones propias de un sistema doctrinario. El diálogo de la Iglesia con el mundo de hoy exige un hablar en el que se manifieste claramente al hombre moderno el potencial orientador de la fe.

El Concilio Vaticano II puede conceptuarse como el proceso en cuyo trascurso la Iglesia católica ha reflexionado de nuevo de una forma significativa sobre la sociedad y la cultura modernas, así como sobre las propias orientaciones y estrategias desarrolladas frente a ellas en el siglo y medio precedente. El Concilio resultó ser

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una confrontación dramática frente a esa visión apocalíptica del mundo moderno que había fundamentado la contracultura católica antimodernista. Rechazando la imagen idealizada de la cristiandad medieval, que a algunos les servía como criterio para condenar la época moderna, se trataba de asumir una doble tarea: la actualiza­ción de la herencia de la rica tradición eclesial y la valoración si­multánea de las nuevas condiciones y formas de vida introducidas en el mundo moderno. Esa es la tarea que nos toca a nosotros.

2. LA DIFICULTAD RADICAL PARA VIVIR Y PRACTICAR UN CONCILIO DE NUEVO ESTILO

Tres niveles de desarrollo del Concilio

Los dinamismos puestos en marcha por el Concilio no son to­dos absolutamente coherentes con él y merecen una seria reflexión de quienes buscan ponerlo en práctica. A casi cincuenta años del Concilio se percibe que queda aún mucho para llevar a cumpli­miento sus intuiciones fundamentales. La cuestión se plantea en tres niveles: en el nivel de la reflexión teórica, es decir, el esfuerzo por rehacer los contenidos de la eclesiología; en el nivel de las ins­tituciones, es decir, en la adaptación del derecho y las estructuras a los postulados conciliares; y en el nivel de la praxis operativa, o sea, el de hacer que el Concilio pase a la vida eclesial, reformando actitudes y programas de acción.

En esos tres niveles las resistencias, las inercias, las reacciones pusilánimes han sido y siguen siendo muy grandes. Para mante­ner el empuje de las avanzadas ha habido que sostener continua­mente el ritmo que suponían las reformas y mantenerlo durante mucho tiempo. En estos momentos la Iglesia parece estar un poco agotada.

No hay duda de que un resultado del Concilio ha sido la pérdi­da de aquel «orden eclesial fijo» que había definido la forma que la Iglesia tenía de desarrollarse desde la Contrarreforma. El movi­miento renovador nacido del Vaticano II, el paso de una eclesiolo­gía de cristiandad a otra de misión, ha contribuido a crear un clima de inseguridad y de falta de identidad. La crisis resulta especial­mente dura para quienes más identificados estaban con el estatus nnterior: ellos tienen enormes dificultades para adaptarse a la nue­va situación en medio de una sociedad en cambio acelerado, como OH la nuestra hoy.

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Cuando los cambios alcanzan a la profundidad del alma religio­sa de la colectividad, la adhesión de todos se consigue lentamente; exige precauciones mayores que las que uno se había imaginado; exige la virtud de la paciencia activa y el coraje de estar explicando siempre. Como las reformas afectan a estructuras complejas y a métodos practicados durante mucho tiempo, necesariamente tie­nen que ser lentas y progresivas. Pero, por desgracia, la historia tiene prisa.

Integración de nuestra praxis histórica

La eclesiología de estos últimos años postula integrar en la con­ciencia creyente y en la reflexión eclesiológica elementos de la praxis histórica que el Concilio no pudo suponer que surgirían, o no sintió la necesidad de integrarlos, porque brotaban precisamen­te cuando el Concilio terminaba.

Podemos afirmar que dicha integración es legítima apoyándo­nos en el mismo pensamiento conciliar, porque éste inició una for­ma de relacionarse la Iglesia con el mundo que asume con toda seriedad el principio de que el Espíritu lleva hoy a plenitud la ac­ción de Jesús en la historia, donde la libertad humana tiene una parte sustancial.

El Vaticano II fue un concilio intencionadamente pastoral y fue confiado a la Iglesia toda para que ésta reaccionase viviéndolo. Por ello su recepción nos compromete no sólo a tener en cuenta lo que exige obediencia a su dictado explícito, sino también lo que se de­sarrolla más allá del área prevista.

Dar razón de la recepción del Vaticano II durante estos años exige comprender que la historia no es un mero receptáculo que recoge unas doctrinas y las pautas de su aplicación. Es preciso des­cubrir todos los fermentos que van a dibujar rasgos nuevos de la Iglesia posconciliar y poner en primer plano no sólo la simple co­herencia de los textos como se firmaron, sino además su coherencia global con la vida de la Iglesia actual, que se desarrolla en el esce­nario del mundo y de la historia.

Una nueva situación eclesial y eclesiológica

En los últimos tiempos han surgido una serie de movimientos teológicos y de convicciones diluidas que han generado, más que

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una nueva eclesiología o sistema completo, una nueva «situación eclesiológica», entendida como una nueva manera de sentir, de proyectar, de realizar y, por tanto, de pensar la Iglesia.

Afirmar que la eclesiología se encuentra actualmente en una fase de transición no tiene nada de nuevo. En muchos momentos de su historia, la teología ha intentado encontrar soluciones nuevas a los problemas teóricos y prácticos que se le planteaban. En cada época de su historia la Iglesia vive su misterio esforzándose en res­ponder a los imperativos del momento a la luz de su tradición viva y mirando al futuro del Reino. No sería reaccionar como creyentes buscar refugio en un pasado supuestamente mejor, ni extraviarnos en una febril utopía de futuro. La fe nos dice que cada época es para la Iglesia un don de Dios. Corresponde a la comunidad cris­tiana aceptar y administrar aquel don de manera responsable.

Por otra parte, la experiencia ha confirmado que la renovación del lenguaje de los documentos es más fácil que la conversión del corazón y de la mente. Persisten prácticas preconciliares, incluso apoyadas en una reflexión que dice inspirarse en el Concilio. Esas prácticas son algo más que un anacronismo, constituyen un riesgo de incoherencia, es decir, de infidelidad a la dinámica del Concilio.

Entre algunos de sus protagonistas se difundió pronto un cierto sentido de turbación: asistían a la explosión de consecuencias no previstas, quizá incluso contrarias a intenciones explícitas iniciales. Sin embargo, no hay por qué turbarse: el Concilio significó luz ver­de a dinamismos presentes anteriormente, aunque quizá sofoca­dos. Libertad engendra libertad. El contagio de la creatividad con­ciliar ha multiplicado los sujetos creativos, dando a luz nuevos dinamismos eclesiales.

Los creyentes no aceptamos el papel de espectadores dóciles o de gentes marginadas que sonríen. Somos ciudadanos del mundo y de la Iglesia con plenitud de derechos. Debemos estar presentes en ellos pese a las tempestades. Más aún, precisamente a causa de las tempestades, porque tenemos la misión recibida de Dios de ser­vir a la persona humana.

3. U N CONCILIO MISIONERO

El Concilio, antes que un concilio de reformas, fue un concilio misionero. El hilo conductor, el eje fundamental que une sus textos es la escucha del mandato y la llamada del Señor para ir al mundo a anunciar el evangelio. Basta releer sus grandes documentos para

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descubrir que todos ellos expresan esa prioridad, dan al traste con las inercias y los temores, exigen la acción misionera. La Iglesia del Concilio Vaticano II es una Iglesia que lleva un mensaje. A veces no se comprende ese significado o se rechaza. Pero «no podemos dejar de hablar», porque el evangelio es vital para el futuro de la humanidad de la que formamos parte.

He aquí, por tanto, la verdadera llave del Concilio: la urgencia de la misión. Este es el impulso que mueve la vida de la Iglesia. Ella se construye y se afirma con el anuncio del evangelio. La vo­cación universal del cristianismo conlleva el que no podamos que­darnos satisfechos con ser una parte ideológica del universo. La obligación de misionar se nos impone hoy igual que ayer.

Esta afirmación adquiere gravedad suma en el momento en que, al mirar el mapa del mundo, descubrimos la magnitud del fenó­meno de la increencia, del ateísmo, del agnosticismo. Es una tarea de dimensiones universales. El Concilio es una conversión del es­píritu que llama al compromiso evangelizador.

4. PRESENCIA DE LA IGLESIA EN LA HISTORIA DEL MUNDO

Debe quedar claro que la condición de sujeto de la Iglesia signi­fica la renuncia propia cada vez más decidida en favor de Jesucris­to: la conversión a El frente a cualquier triunfalismo, la escucha común de su palabra frente a todo autoritarismo, el servicio recí­proco frente a toda pretensión de dominio. El pueblo de Dios tiene una realidad completamente «relativa», está en total dependencia de Jesucristo.

Por ello la identidad propia de dicho sujeto histórico, lo distin­tivo suyo es ejercitar simultáneamente la memoria y la espera de Jesucristo. La tensión entre memoria y espera le dan una identidad que le preserva del anonimato en su dispersión en el mundo. Pre­cisamente la misión del pueblo de Dios en el mundo se fundamen­ta intrínsecamente en la memoria y la espera de Jesús. Si el pueblo de Dios no anuncia como buena noticia esa experiencia a la huma­nidad, ésta permanecerá en las tinieblas. Tal misión puede desen­cadenar una acción a la vez estimulante y crítica del modo de vivir de los hombres y mujeres de nuestro tiempo.

Los miembros de este pueblo no constituyen un grupo particu­lar que se diferencia de otros grupos humanos en el plano de las actividades cotidianas para la humanización del mundo. Para no­sotros no hay más que las condiciones ordinarias y comunes de la

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vida humana que todos estamos llamados a compartir en solidari­dad. No tenemos proyectos humanos específicos que sustituyan a los presentes. Sin embargo, el hecho de ser miembros del pueblo de Dios nos presenta una responsabilidad específica respecto al mundo: lo que el alma es en el cuerpo, lo son los cristianos en el mundo (cf. LG 38, que cita la Carta a Diogneto, n. 6 [siglo n]).

En ese marco se produce la confrontación de la propia fe con las realidades mayores de nuestro mundo, a las que se consideran sig­nos de una revelación implícita de Dios, que ha de ser referida al hecho único de Cristo donde se da la plenitud de la revelación.

Los esfuerzos para hacer presente a la Iglesia en la historia del mundo son todavía embrionarios. La razón es doble. Por una par­te, si la praxis es el lugar de verificación de la fe, aún no ha existido una praxis posconciliar suficientemente amplia y coherente en sus diversas formas como para permitir una reflexión que alcance un cierto valor de universalidad. Además, un elemento propio de la nueva situación es la afirmación de que la teología debe dejar de tener por sujeto al teólogo individual para convertirse en tarea de la comunidad eclesial inserta en la acción histórica, confrontando su lectura creyente de la realidad con los análisis de la misma rea­lidad que hacen otros grupos, religiones o ciencias. Ahora bien, para este trabajo ni ha habido tiempo suficiente todavía, ni las co­munidades han madurado para la intercomunicación y la confron­tación con otras lecturas de la realidad. Es una tarea que se abre ante nosotros.

5. RECUPERAR EL SENTIDO DEL MISTERIO DE LA IGLESIA

No podemos terminar esta parte dedicada al compromiso sin re­cordar lo dicho al comienzo de la segunda parte: la Iglesia es el mis­terio de la salvación de Dios en Jesucristo actuante entre nosotros. Y si tenemos que hablar hoy del misterio de la Iglesia, hemos de pre­cisar la forma como entendemos su carácter mistérico y cómo pode­mos vivir el equilibrio de su complejidad sin caer en polarizaciones que romperían el delicado equilibrio buscado por el Concilio.

No se ha de echar el velo del misterio como escapatoria para sustraer a la crítica las culpas y fallos humanos; ni se ha de poster­gar la planificación racional de nuestra praxis a la búsqueda de una vaga utopía. Si la designación de la Iglesia como misterio se convierte en un paraíso de evasión al que uno se retira ante las preocupaciones, los problemas y las tareas apremiantes y que se

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rodea con el aura de lo incomprensible donde los interrogantes en­callan y los esfuerzos por lograr respuestas son superfluos, enton­ces el concepto no sólo es malentendido, sino que se hace peligroso y funesto. Como hemos visto, el Concilio no lo entendió así.

Recuperar el sentido del misterio de la Iglesia significa reconsi­derarla desde su referencia a Dios: ella es la epifanía de Dios, su manifestación en la humanidad, presencia en la ausencia, palabra en el silencio, gracia en nuestro pecado. Esta actitud exige fe, aper­tura al misterio, capacidad referencial respecto a Dios, a lo santo como dimensión de lo real. Así, vivir el misterio de la Iglesia con­lleva construir el reino de Dios en la historia como resultado de la gracia y del libre esfuerzo humano, manteniendo la armonía de ambas dimensiones sin aislarlas ni destruir la una por la otra.

Hay que tomar en serio la consistencia de lo creado, donde no hay unos espacios profanos y otros sagrados y donde todo se orienta al reino de Dios. La trascendencia de Dios está inmanente a la historia, por lo que no hay ni absorción, ni separación entre lo natural y lo sobrenatural; hay continuidad y distinción a un tiem­po. Esta situación implica el esfuerzo de la «lectura creyente de la realidad» para descubrir los signos de Dios en la historia, vivir la existencia como se presenta ante nosotros desde la fe e intentar transformarla según Jesucristo.

No sirve, por tanto, evadirse del compromiso temporal buscan­do un refugio supuestamente «religioso». Hay que reconocer, res­petar y asumir el carácter profano de la realidad, buscando orien­tarla en su dimensión trascendente. En esto consiste el misterio de la Iglesia: es un programa, una respuesta de sentido para un mun­do que tiende a cerrarse en sí mismo.

La concepción de la Iglesia como misterio y sacramento supera la perspectiva eclesiocéntrica y muestra una Iglesia solidaria del presente movimiento histórico que empuja al reconocimiento de la dignidad de toda persona humana y a la plenitud de su autorrea-lización. El Concilio vio en ese movimiento histórico un fruto de la dinámica de la autocomunicación de Dios en Jesucristo. Y com­prendió que en un mundo de esferas de vida autónomas, en una sociedad fundada sobre el principio de autodeterminación, ya no se puede transmitir el evangelio sólo por medio de las formas ins­titucionales tradicionales, sino sobre todo por medio de cristianos que viven en aquellas esferas y son conscientes de su responsabili­dad activa y de su misión.

Una última reflexión. La irrupción de Dios en la historia huma­na por medio de la Iglesia es, usando la expresión de Pablo, un

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abajamiento, una humillación; fue la condición querida libremente en el plan divino para llegar a la resurrección (cf. Flp 2, 7-9). En consecuencia, la Iglesia debe ser siempre la comunidad de los po­bres y pecadores. La Iglesia se hace terrestre para salvar lo terrestre mediante su integración en Cristo. Sólo así se asegura la presencia de la salvación de Dios en medio del mundo.

* * *

¿Ha resistido el Concilio el desgaste de los acontecimientos? ¿Ha sido un hecho histórico o una victoria del Espíritu? Todavía hoy resulta difícil responder a esa pregunta. Los años transcurridos han sido vividos bajo el signo de los contrastes entre renovación y cri­sis, entre libertad y pruebas. Los resultados positivos son muchos y profundos; pero muchas veces pasan a segundo plano porque el ruido de los movimientos tectónicos que se han producido impre­siona nuestros oídos. La Iglesia ha sufrido la crisis de civilización que sacude a nuestra sociedad y que la hace saltar en pedazos. El Concilio sigue siendo una tarea; el Señor nos invita a continuar su aplicación o, mejor, a vivir la conversión que nos exige.

PARA PROFUNDIZAR

N. GREINACHER, «La identidad católica en la tercera época de la historia de la Iglesia. El Concilio Vaticano II y sus consecuencias para la teoría y la práctica en la Iglesia católica», Concüium 30, n.° 255,1994, pp. 757-772.

R. LATOURELLE (dir.), Vaticano II. Balance y perspectivas veinticinco años des­pués (1962-1987), Sigúeme, Salamanca 1988.

R. LAURENTJN, Balance general del Concilio, Taurus, Madrid 1967. H. RONDET, Vaticano II. El Concilio de la nueva era, Desclée Br., Bilbao 1970.

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Capítulo 4 La Iglesia en el mundo actual.

Presencia y tareas

El presente capítulo es de alguna manera continuación del ante­rior. Basándose fundamentalmente en la constitución conciliar so­bre la Iglesia, Gaudium et spes (GS), trata de mostrar cómo ha de situarse y actuar la comunidad cristiana en la sociedad actual, en el mundo de hoy. Frente a las tendencias extremas del espiritualis-mo desencarnado y del secularismo sin visión trascendente, se in­tenta señalar el punto exacto de equilibrio en el que la Iglesia se hace presente y actúa en el mundo.

Ver PUNTOS DE PARTIDA EN LA PROPIA EXPERIENCIA

1. RUPTURA ENTRE LA IGLESIA Y EL MUNDO

La historia moderna y contemporánea nos enseña que el naci­miento del mundo moderno se ha realizado como una reivindica­ción de autonomía frente a la Iglesia. Porque ésta, en lugar de re­conocer los valores auténticos del mundo que surgía, los condenó a causa de que la libertad, el pluralismo y la laicidad rompían la antigua visión de una «sociedad cristiana».

En la sociedad de nuestros padres la fe y la Iglesia daban un sentido fundamental a la vida humana común. Los distintos ámbi­tos de la existencia (familia, diversión, economía, cultura, políti­ca...) eran determinados por una interpretación religiosa global de la realidad. Hoy, por el contrario, esos ámbitos se desarrollan autó­nomamente. Lo religioso ya no acuña el sentido global de la exis­tencia humana. Ha desaparecido la antigua unidad ingenua entre mundo e Iglesia. A la fe y a la Iglesia no se les concede ninguna función específica central de influencia en el mundo en general.

Sin embargo, muchos creyentes sienten hoy la necesidad de te­ner la experiencia de Dios en el mundo; pero la brutal seculariza­ción presente parece hacer de «Dios» un pensamiento sin sentido. Desde el comienzo de la Edad Moderna se separan cada vez más

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la experiencia de Dios y la experiencia del mundo. Este es un do­minio autónomo en el que Dios no entra, no tiene que entrar, se afirma.

2. LA SITUACIÓN DEL MUNDO INTERPELA A LA IGLESIA

Por otra parte, la situación de la sociedad y del mundo ac­tuales, montados sobre la injusticia y la opresión, interpelan de forma abrupta a la comunidad cristiana. A pesar de las inmen­sas posibilidades que hoy tenemos para organizar el mundo, cada día es más sangrante la incapacidad que demostramos para establecer la igualdad entre personas, clases sociales y pueblos, promover la paz y el pleno desarrollo para todos, lo­grar la libertad.

Y lo que es peor: no sólo falta justicia, paz, libertad, sino que falta sentido para la existencia. Se han oscurecido los porqués últi­mos, las motivaciones fundamentales para la aventura humana.

Entretanto, crece vivamente la conciencia de los derechos de la persona individual, de los grupos intermedios, de las minorías, etc. Hombres y mujeres quieren liberarse de toda forma de aliena­ción y servidumbre, pero muchas veces sus esfuerzos les llevan a recaer bajo el dominio de otros poderes alienantes.

Pues bien, la Iglesia, es decir, la comunidad de los que viven la referencia al Jesús del evangelio, quiere ofrecer a todos una visión de sentido y ayudarles a realizarlo. La actuación de la comunidad eclesial busca responder al dinamismo del mundo hacia una ma­yor plenitud y pretende influir en la historia humana. Pero de he­cho su influencia real sobre la mentalidad de la sociedad actual, sobre el proceso cultural es poca, por no decir nula. ¿Cómo no per­der la esperanza?

3. CUESTIÓNAMIENTOS DE LOS PROPIOS CREYENTES

La actual sociedad laica tolera el servicio de la Iglesia en la medida en que lo considera eficaz, pero se desinteresa de la mo­tivación de dicho servicio en la fe en Jesús. Muchos militantes también piensan que lo importante es la solidaridad humana con los necesitados; viven más esta experiencia que la comuni­dad de fe. Lo que les preocupa son los temas referidos al desa­rrollo del mundo en todas sus facetas y a la responsabilidad en

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él. Se sienten más cercanos a quienes comparten sus luchas, aunque no sean creyentes, que a quienes son creyentes pero no participan en su servicio en favor de la justicia. En esta línea no son pocos los que cuestionan la necesidad de una pertenencia visible a la Iglesia para hacerse presente en las tareas tempora­les. Lo que está en el campo de mira es el mundo y sus valores, sin más.

Los temas dominantes de la conciencia de muchos creyentes no son específicamente eclesiales: su interés primero no es el manteni­miento de la identidad cristiana. Ellos se ven de forma creciente como parte de un gran proceso de salvación de la humanidad que temática e institucionalmente supera las fronteras de la Iglesia es­tablecida. La praxis acompaña y mueve aquella conciencia de tal forma que su compromiso en la construcción del mundo es una presión muy fuerte en orden a una nueva interpretación de la mi­sión y de la esencia de la Iglesia. Con otras palabras: la coopera­ción con fuerzas sociales no religiosas que participan en la cons­trucción de un mundo más humano produce fuertes transforma­ciones en la conciencia eclesial.

Hay también voces que se oponen a la presencia activa de la Iglesia en el mundo. Quizá esas voces procedan de posiciones de­masiado interesadas, aunque su fundamentación teórica se apoya en una supuesta visión evangélica: a la Iglesia —afirman— sólo le corresponde proclamar la conversión a Jesucristo y anunciar el Reino; y ese anuncio es una acción sobrenatural, irreductible a compromisos temporales. A la Iglesia le corresponde llevar el evan­gelio al corazón de las personas, anunciando su poder transforma­dor. Ciertamente existirá como consecuencia una repercusión en el orden secular; pero tal repercusión, aunque necesaria, no es tarea directa de la Iglesia.

¿Cuál es concretamente la misión de nuestra Iglesia frente a este conjunto de fenómenos?

Juzgar PRESENCIA Y ACTUACIÓN DE LA IGLESIA EN EL MUNDO COMO SIGNO DE SALVACIÓN

1. BREVE ACLARACIÓN DE CONCEPTOS

La falta de claridad respecto al sentido que damos a los térmi­nos utilizados de Iglesia y mundo es una de las causas de los malentendidos e incomprensiones que arrastra esta cuestión.

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Qué entendemos por mundo

Este término es utilizado en varios sentidos bastante diferentes, que pueden determinar distintas formas de concebir las relaciones entre el mundo y la Iglesia. Puede significar simplemente la crea­ción preexistente al ser humano, la naturaleza, la realidad no he­cha por él, sino que le viene dada previamente. Tomado en este sentido, la cuestión tiene una respuesta clara. A partir de la fe en la creación, el creyente comprende la realidad del mundo como su tarea, de acuerdo con la palabra de la Biblia (Gn 1, 28). El mundo es asignado al ser humano no sólo como lugar de admiración, sino para configurarlo y transformarlo. Se trata, pues, de las realidades terrestres y las tareas temporales que la persona humana está lla­mada a cumplir en el curso de su existencia sobre la Tierra.

Mundo puede significar también la realidad que el hombre ya ha configurado previamente y ante la que se encuentra. Es un con­cepto más realista que el anterior. Eí juicio de la Biblia sobre este mundo acuñado por el hombre es más matizado y ambivalente. Por una parte, la cultura, la civilización, las cosas del mundo ama­sadas por las fuerzas humanas pueden ser camino de la plenitud hacia la que la humanidad y el mundo van a desembocar. Pero también pueden convertirse en pedestal que la soberbia del ser hu­mano levanta para enfrentarse a Dios. La realidad del mundo es, por tanto, promesa y riesgo.

Ahora bien, el mundo elaborado por la cultura y la civilización no existe en sí mismo, sino en íntima unidad con los hombres y mujeres que lo configuran y donde desarrollan su historia; de ellos unos son buenos, otros no lo son; unos son creyentes, otros ateos o agnósticos. Mundo significa aquí todo el complejo de las relaciones humanas en su conexión con la realidad no humana subordinada a la persona humana. Es la humanidad en todas las dimensiones en las que se configura su existencia terrestre: relaciones con la na­turaleza, responsabilidades históricas, reflexión sobre sí misma, vocación trascendente.

Por fin, mundo puede tener también un sentido antidivino. Es un concepto restringido: el conjunto de formas humanas de proce­der contrarias a Dios o la totalidad de las fuerzas del mal y los poderes antidivinos. Considera, por tanto, aquella forma de exis­tencia terrena en la que el ser humano se decide sólo en favor de lo intramundano y contra lo divino. Es un sentido usual en el evan­gelio de san Juan, cuando habla enfáticamente de «este mundo» (v. gr., 14,17, 27, 30; 15,18-19; 16, 20, 33; 17, 9). El sentido es peyora-

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tivo: se trata de la humanidad pecadora que rehusa salir del peca­do, sobre todo el de la incredulidad. El que esa tendencia antidivi­na que nos empuja a oponernos a Dios sea llamada en la Biblia con el nombre de mundo expresa precisamente su universalidad: es una parte sustancial de la condición humana.

Nosotros utilizamos aquí el término fundamentalmente en su tercer sentido, aunque sin olvidar los otros, que de algún modo están asumidos en él. Designamos el conjunto de las realidades existenciales humanas, incluyendo el mundo físico, como es obvio, en virtud de su referencia esencial a la persona humana, cuyo des­tino comparte y donde aquel despliega su vida y actividad. Es el sentido que utiliza el Vaticano II: «... el mundo, esto es, la entera familia humana con el conjunto de las realidades entre las que ésta vive; el mundo, teatro de la historia humana, con sus afanes, fraca­sos y victorias...» (GS 2, 2).

Qué entendemos por acción de la Iglesia

Según lo que explicamos en el capítulo anterior, la Iglesia es el sacramento de la salvación del mundo; allí se hace presente con una posición propia. No se encuentra fuera, en el exterior del mun­do. La Iglesia es aquella parte de la humanidad que, por su fe en Jesucristo, conoce el sentido último del mundo y se esfuerza en realizarlo.

Cuando hablamos de acción de la Iglesia en el mundo, esa de­nominación en sentido estricto habría que reservarla para los actos oficiales, públicos de la Iglesia: la predicación de la palabra de Dios, la administración de los sacramentos, las decisiones operati­vas que se realizan por razón del poder de autoridad y jurisdic­ción.

Sin embargo, hay otros muchos actos que no corresponden a ese sentido estricto y «oficial», pero son actos que proceden de la vida de fe, de la gracia, de la actividad sobrenatural de los miembros de la Iglesia sacramento de salvación para el mundo. Este sentido es más amplio e incluye todo aquello que, de una forma u otra, es manifestación concreta, visible e histórica de la salvación que Cris­to consiguió para el mundo y que ahora se nos ofrece a través de la comunidad de vida que es la Iglesia.

No todas las acciones de los miembros de la comunidad ecle-sial, hechas así, comprometen oficial y públicamente a la sociedad visible que es la Iglesia. Pero pueden llamarse acciones de la Igle-

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sia porque pertenecen a su autorrealización y tienen una función salvadora. A este sentido amplio nos referimos cuando hablamos de la acción de la Iglesia en el mundo.

2. LA ENSEÑANZA DEL CONCILIO VATICANO II

El Vaticano II ha dado fin al período de enemistad entre la Igle­sia y el mundo moderno. Los cristianos se encuentran ahora ante la tarea de mostrar que la venida salvadora del Reino colma el anhelo más profundo de la historia humana. Por ello parece opor­tuno que, al tratar de la presencia específica y de las tareas propias de la Iglesia en el mundo, profundicemos en la enseñanza del Con­cilio, comentando varios números de la Gaudium et spes dedicados a este asunto.

Lo verdaderamente novedoso de la constitución Gaudium et spes (GS) consiste en que no trata del tema general «Iglesia y mundo», sino de la Iglesia en el mundo de hoy, en el mundo moderno.

Autonomía de lo temporal (cf. GS 36)

El ser humano posee las capacidades necesarias para dominar el mundo, organizar la sociedad y perfeccionar las formas de exis­tencia humana. En todas las actividades propiamente terrestres compete al ser humano suficiencia y autonomía; no tiene por qué recurrir a ningún principio exterior que suplante a la persona hu­mana en su papel de señor de la creación y liberador de sí propio.

Cuando hablamos de autonomía nos referimos a la existencia de leyes específicas y de un valor propio de las realidades terres­tres. La creación divina constituye las cosas en su naturaleza pro­pia. Las estructuras, reglas, normas propias de la realidad pueden ser conocidas y definidas por la persona humana, apoyándose en los recursos de su racionalidad. Todo desconocimiento de este principio atenta al ser de las cosas y afrenta al proyecto de Dios sobre la persona humana.

Por tanto, la Iglesia no se ha de ingerir indebidamente en cam­pos que no son de su incumbencia. No debe acercarse al mundo con intención de asumir una autoridad en las cosas de la Tierra que no corresponde a su competencia, sino reconocer la legítima libertad de todas las actividades humanas: ciencia, técnica, econo­mía, política, cultura. La Iglesia no sólo no debe estar, sino ni si-

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quiera parecer hambrienta de poder y dominio. Ella no necesita en el siglo xxi tener una acción directa en el ordenamiento y dirección de la sociedad temporal. Ha de respetar los modos de ser del mun­do e incluso aprender de los mismos. Estableciendo el principio de la distinción entre la Iglesia y la sociedad humana, GS ha afirmado la autonomía relativa del orden temporal.

Lo cual no implica negar la condición creada de lo terrestre; también sería atentar contra su ser. Autonomía no significa inde­pendencia absoluta de las cosas creadas respecto del Creador, ausencia sistemática de referencia al fin último. La subordinación del orden terrestre al plan creador divino no suprime su justa autonomía, porque coincide con el profundo sentido de todas las cosas, con su aspiración más honda. Todas las obras humanas, si se orientan al bien integral de la persona y de la sociedad, cooperan en el plan de Dios.

La distinción entre Iglesia y sociedad tampoco significa que se trate de dos dominios separados e impermeables, de dos ámbitos que excluyen todo intercambio y toda influencia recíproca; es de­cir, que la Iglesia se mantiene a distancia y descomprometida fren­te a los problemas humanos. Nada de eso; junto con el reconoci­miento de la autonomía, se propone como principio básico el com­promiso de la Iglesia a favor de la persona humana.

Verdadera autonomía es la que salva la dignidad y el valor de todas las obras humanas, la que está ordenada al bien integral de la persona, a la promoción universal de todos los seres humanos. Sólo así se cumple el plan de Dios. Pero su papel tiene que cambiar si pretende cumplir con eficacia su misión de anunciar el evangelio de la salvación en el interior del mundo. Debe ponerse al servicio de la humanidad que se construye, no «construir un mundo cris­tiano». El compromiso de la Iglesia ha de cumplirse como levadu­ra en el interior del mundo, estando presente para descubrir los gérmenes que contienen la promesa de una vida plena para la hu­manidad.

Y viceversa, la autonomía de lo temporal no justifica actuacio­nes en contra de los valores religiosos, so pretexto de que pueden ir vinculados a actuaciones sociales o políticas. No se puede recu­rrir a la autonomía de la política, por ejemplo, para hacer callar la voz de quien, en nombre de Dios o de Jesús, denuncia los atenta­dos que se cometen contra su ley o contra la persona humana.

Por consiguiente, la justa autonomía de lo temporal, que es un límite a la intervención de la Iglesia, no excluye toda presencia en el orden temporal. Ella no toma partido por lo discutible, pero

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anuncia lo necesario para defender a la persona, que es un conte­nido fundamental del anuncio evangélico.

Compenetración de la Iglesia y el mundo (cf. GS 41)

El mundo y la Iglesia no son dos realidades con fronteras sepa­radas, la Iglesia no está «fuera» o «por encima» del mundo. Si el mundo no puede separarse de los seres humanos, tampoco puede separarse de los cristianos: el mundo existe en ellos, los cristianos son una parte del mundo.

En consecuencia, hay una compenetración mutua, un entrelaza­miento de la historia de la humanidad y la historia de la salvación que culmina en el reino de Dios, cuyo instrumento es la Iglesia. Sólo hay una historia, la de la salvación, y el mundo y la Iglesia son dos dimensiones diversas de esa historia única. Ahí se expresa la convicción de que para la Iglesia es esencial estar en el mundo. Ella se experimenta estrechamente vinculada con la humanidad donde su historia se injerta.

Por eso, el mundo es uno de los polos de la existencia cristiana porque lo cristiano no puede nunca existir separado del mundo. Cuando nos preguntamos acerca de las tareas de la Iglesia en el mundo, nos estamos preguntando cómo la existencia cristiana pue­de sostener la interna tensión entre dos polos: la configuración de las realidades terrestres y el centramiento en lo eterno, y cómo am­bos polos han de implicarse en la vida concreta del creyente.

De ahí que sea un lenguaje poco preciso hablar de unas tareas de la Iglesia «hacia dentro» y otras «hacia fuera». Los problemas del mundo no han de entenderse como algo que le viene a la Igle­sia desde fuera y que producen una reacción cristiana, la cual se aplica a continuación nuevamente al mundo. Así parece que la Iglesia tiene soluciones para todo y se mantiene siempre idéntica a sí misma. No es así la realidad. La comunidad cristiana ha de sen­tirse parte, porque lo es, de un gigantesco proceso que supera sus propias fronteras. Los problemas del mundo son genuinamente problemas cristianos, religiosos.

Por su parte, la sociedad humana no está cerrada en sí misma, negada a cualquier destino trascendente de la historia. La vocación eterna del ser humano se despierta en lo más íntimo de su voca­ción terrestre. Mundo e Iglesia, independientes dentro de su pro­pio orden, se compenetran para lograr una única historia universal de salvación. A ambos compete promover las dos dimensiones

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fundamentales de la persona y de la existencia humana en coope­ración armónica, pero sin intrusiones.

Por eso, la misión de la Iglesia extiende su servicio necesariamen­te a todas las cosas y a todos los problemas humanos. Los miembros de las comunidades cristianas sin excepción están llamados al co­nocimiento, comprensión y juicio de los valores de este mundo. La teología acerca de «los signos de los tiempos» está aquí incluida.

A pesar de lo dicho hasta aquí, no debe olvidarse otro impor­tante aspecto de esta cuestión. El sentido del término mundo en la cuarta acepción que hemos señalado arriba (las fuerzas antidivi­nas) también entra en la realidad eclesial. Aunque el mundo así entendido es la oposición de aquello que la Iglesia debe y quiere ser según su esencia, sin embargo no hay una frontera totalmente separatoria. La voluntad de poder, la tendencia a dejar a Dios de lado, etc., existen también dentro de la Iglesia, dentro de cada uno.

Diálogo de la Iglesia con el mundo (cf. GS 3)

Un pensamiento central para captar la imagen de Iglesia y com­prender el programa del último Concilio es su propuesta de diálo­go con el mundo moderno. El hecho es significativo y nuevo. El Concilio afirma su disponibilidad para comprender la sociedad humana en sus estructuras mundanas. Por medio del diálogo «con toda la familia humana» y buscando la meta de una verdadera «sociedad humana» el Concilio quiere explicar el significado de la aportación cristiana a los esfuerzos para superar los diferentes pro­blemas de la humanidad.

Desde ahí se entiende la metodología, que está en su base, de «investigar los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del evangelio» (GS 4). El método del Concilio tiene, por tanto, un momento de simple observación y descripción, el intento de determinar lo que distingue la experiencia moderna de la de épocas anteriores. El Concilio desarrolló una comprensión de los factores impulsores de la modernidad notablemente mayor de lo que antes había sucedido. En ello no se abstiene el Conci­lio de juzgar y valorar críticamente los problemas originados por la evolución moderna, pero la actitud de simpatía solidaria y respetuosa y la intención de dialogar con el mundo moderno requieren un esfuerzo previo para comprender y valorar sus características distintivas.

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Detrás de esta propuesta de diálogo con el mundo está una ima­gen de la Iglesia completamente distinta de la del Concilio Vaticano I, lo que se ha resumido en la fórmula «una Iglesia abierta al mun­do». La relación de la Iglesia con el mundo ya no se determina por la oposición, sino por la apertura y la comunicación. Pero Iglesia abierta al mundo no significa una Iglesia mundanizada, adaptada acríticamente al espíritu de la época. En el diálogo con el mundo la Iglesia más bien quiere tener un lugar propio. Ella está abierta al mundo —y no sólo adaptada en el mal sentido— cuando, a partir de una identidad propia, claramente definida, y del conocimiento de no ser simplemente idéntica al mundo, busca el diálogo con él.

Lo que la Iglesia ha de ofrecer al mundo (cf. GS 43)

Una inmensa y comprometedora tarea corresponde a la Iglesia para con el mundo: ha de ofrecerle todo lo que sea preciso para que el mundo encuentre el último sentido de sus tareas y oriente sus esfuerzos continuamente hacia la plenitud. Tiene que asociarse honradamente a todas las actividades humanas, descubriendo en ellas las últimas exigencias de su vocación eterna y proporcionan­do medios para alcanzarla.

¿Cuál es el lugar de encuentro con el mundo para que la Iglesia realice esa tarea? El bien de la persona humana y el esfuerzo sincero para conseguir su perfecto acabamiento. Lo que la Iglesia se siente llamada a ofrecer al mundo es una profunda estima de la persona humana sin acepción de raza, clase o condición. Nuestra fe en la universal paternidad de Dios, que hace a todos los hombres y muje­res iguales como hermanos de la gran familia divina, exige el reco­nocimiento de la grandeza de toda persona humana por su valor trascendente, superior a todos los demás bienes de la tierra y ha de conllevar una profunda transformación de las relaciones humanas.

Ello significa acoger todo lo que aporta enriquecimiento a la vida humana y ponerlo en relación inmediata con las realidades últimas, con el marco completo del destino humano. Para lograrlo la Iglesia debe ser capaz de acoger humildemente las realizaciones y los valores humanos y establecer un diálogo con objeto de pro­poner las metas supremas que la Iglesia conoce por la revelación.

Así desea purificarlas de sus eventuales desviaciones y enrique­cerlas al máximo en cuanto a sus posibilidades terrestres. A las rea­lidades nacidas de la misma naturaleza humana (la familia, la eco­nomía, el derecho, la ciencia, la cultura, la política) quiere favore-

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cerlas y consolidarlas en sus valores más elevados y más acomoda­dos a la perfección humana, proponiendo a creyentes y no creyentes las exigencias de la íntegra vocación humana y estimulando a todos a alcanzarla.

En definitiva, con esa acción ella busca, muchas veces a tientas, que los rasgos del rostro de Cristo vayan apareciendo cada día más fielmente en su imagen, que es la persona humana. Porque en Je­sús, prototipo del «hombre nuevo» se nos revela la significación última de la existencia humana. La actividad religiosa de la Iglesia, cuando se ajusta a este ideal, puede tener una repercusión profun­da y radical en toda la obra terrestre. Al proseguir su fin propio, la divinización del ser humano, la Iglesia desea expandir sobre el mundo la luz que irradia dicha vida divina y anima con su sentido más profundo a toda la actividad terrestre.

Si la actuación de la Iglesia se atiene a estos criterios, no se alte­ran las estructuras ni las leyes internas de las realidades del mun­do. Subsiste la autonomía de lo terrestre a la que antes nos hemos referido. Al actuar de esa manera, la Iglesia no pretende tener una especial autoridad en el desenvolvimiento de dichas tareas ni con­sidera de su propiedad las realidades humanas. Simplemente de­sea ofrecer fraternalmente a la humanidad la posibilidad de per­feccionar su propia obra, acomodándola al bien integral y supre­mo, cuya clave es Jesucristo.

Esto no significa que el Concilio no encuentra ninguna ocasión para la crítica. Ni todas las acciones humanas, ni todos los pasos de la historia son verdaderamente positivos desde la perspectiva del plan de Dios. Son también crecientes las posibilidades de auto­suficiencia del ser humano y su voluntad de autosalvación. La constitución GS destaca de hecho en varios lugares los desequili­brios e injusticias que han suscitado los procesos modernos. El hu­manismo cristiano puede respetar el impulso actual en la dirección de la autorresponsabilidad y la autorrealización, mientras al mis­mo tiempo pone nombre a los males que acompañan a ese impulso y les sale al encuentro con el anuncio del mensaje acerca de Cristo, el pecado y la redención.

Lo que el mundo da a la Iglesia (cf. GS 44)

Por su parte, la actuación humana terrena ayuda a la realización de la salvación. La historia humana es el entramado donde la Igle­sia se enraiza y se difunde. En efecto, las realidades divinas que

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constituyen la Iglesia son pensadas con nociones humanas adqui­ridas en la convivencia social, son vividas y ejercitadas en coyun­turas humanas, son difundidas por medio de instrumentos huma­nos. Quienes reciben el mensaje del evangelio y tratan de vivirlo están integrados en el mundo y comparten con los demás unas formas de vida y tareas comunes. A partir de esa realidad piensan y expresan el contenido de su fe, en ella encarnan su vida cristiana, a ella transmiten su testimonio. Esta es una primera aportación.

Más aún. El desarrollo humano coopera en la plenitud de la salvación. Los avances modernos no son un estado presente des­graciado, como han pretendido algunos profetas de desdichas, sino que pueden ser reconocidos como caminos por los que la humani­dad ha comenzado de manera más eficaz a asumir la responsabili­dad que le ha otorgado Dios. La evolución del mundo proporciona a la Iglesia medios para conocer más profunda y ampliamente el misterio de Cristo y su mensaje de salvación. Si la Iglesia ha de estar siempre dispuesta a defender los valores constitutivos de la persona humana, como hemos dicho, la naturaleza concreta de esos valores no se deduce de la revelación, sino que se desprende progresivamente de las diversas situaciones históricas. Cada nue­va coyuntura histórica es una posibilidad y una urgencia para que los cristianos descubran nuevas dimensiones del ser humano y vi­van, por consiguiente, nuevos aspectos del amor de Dios. En el descubrimiento de lo que es la humanidad a partir de nuevas ex­periencias históricas, el creyente no es más que el no creyente.

En consecuencia, toda contribución al perfeccionamiento terres­tre coopera en la tarea de la Iglesia, desarrollando las aptitudes humanas para vivir mejor los bienes eternos. La ordenación pro­funda del mundo a la consumación final se descubre paulatina­mente. De ahí que sea imprescindible para la Iglesia estar a la es­cucha de la acción de Dios en el mundo, sensibilizarse para seguir el dinamismo fundamental de la historia, detectar las necesidades esenciales y los anhelos concretos de los hombres y mujeres de cada tiempo y, por tanto, evitar el repliegue sobre sí misma.

3. EL MODO DE REALIZAR LA MISIÓN DE LA IGLESIA EN EL MUNDO

En su condición de signo de la salvación del mundo

En este epígrafe proseguimos la reflexión de lo explicado en el capítulo anterior acerca de la Iglesia como sacramento. Ella no es

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una institución celeste que se acerca periféricamente al mundo, ni un grupo de segregados que se salvan mientras anatematizan al mundo. Hemos dicho que la Iglesia es una parte del mundo, pues­to que quienes la componen participan plenamente de su movi­miento de desarrollo, de sus luchas y dificultades. Pero es aquella parte del mundo que ha sido salvada en Jesucristo y que por su fe en Él se ha convertido en signo de la salvación que se otorga al mundo, es decir, le muestra su verdadera condición de mundo. A ella le corresponde hacer presente en la historia humana la sa-cramentalidad salvífica originaria que posee Cristo.

Por tanto, aunque está íntimamente ligada al mundo y es una parte de él, sin embargo tiene identidad propia: es signo trascen­dente, fuerza transformadora, encarnación de la gracia presente y operante en el mundo. Es el Cristo oculto que ejerce su fuerza en el mundo a través de la debilidad de los creyentes. En consecuencia, corresponde a la Iglesia explicar en su vida y en su predicación lo que fuera de sus fronteras institucionales es buscado de forma inexpresada y no consciente.

Lo dicho implica que rechazamos las posiciones siguientes:

• La identificación pura y simple entre historia de la sociedad humana (o de una parte de ella) y la salvación o el reino de Dios. Es esta la ideología de «cristiandad».

• El espiritualismo radical y dualista para el cual la historia de la salvación sobrenatural permanece ajena a la historia hu­mana, el dinamismo del mundo no pertenece al Reino que es trascendente.

• El secularismo: la civilización secular, construida con criterios humanos correctos, es en sí misma cristiana; al cristianismo no le compete intervenir en la acción, sino que su función consiste sólo en explicar el significado oculto de la realidad.

En consecuencia, la Iglesia se desarrolla en coexistencia con los acontecimientos de la historia humana, en estrecha relación con las esperanzas humanas y ahí es donde da testimonio de aquella vida que Cristo trajo al mundo, vida por la que los seres humanos son hijos del mismo Padre y hermanos entre sí.

Con el compromiso en las tareas terrestres

La Iglesia tiene una promesa propia que aportar al mundo: en­tre la multitud de voces del presente, ella descubre al mundo su

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última posibilidad de sentido en Jesucristo, Dios y hombre a la vez.

Por ello, la misión de la Iglesia no se puede limitar, como quie­ren algunos «espiritualistas», a la transmisión de la vida divina a los seres humanos mediante la Palabra y los sacramentos. El pro­yecto de Jesucristo en relación con la presencia de su Iglesia en el mundo incluye también el compromiso en las tareas propias de la ciudad terrestre como exigencia esencial de su condición de insti­tución de salvación. El anuncio del evangelio no puede ser sólo verbal, sino que debe verificarse a través de los signos del mundo nuevo que ella erige en el ámbito social, tanto en las relaciones in­terpersonales como en las estructuras sociales. Porque la salvación de Dios, fruto exclusivo de la iniciativa divina absolutamente gra­tuita, se manifiesta y realiza en la historia, en la construcción del mundo. Por ello, la Iglesia tiene una misión que se vincula esen­cialmente a la aventura humana. Haciéndose solidaria de todos los seres humanos, participa en la elaboración de las grandes opcio­nes, en la definición de las prioridades, en la determinación de los medios o caminos mejores para alcanzar los fines.

Ella ha de tener valentía para defender públicamente el conjun­to de principios éticos que forman parte del mensaje evangélico, que es un mensaje de liberación que señala el camino de la verda­dera libertad y que salva de la alienación. Asumiendo la historici­dad del desarrollo de la conciencia moral, ha de contribuir eficaz­mente a configurarla mediante una actuación y un compromiso que incida realmente en la situación histórica.

Por consiguiente, si la Iglesia realiza la misión que le es propia, hace obra de humanización del mundo: se afirma, restaura y exalta la dignidad de la persona, se estrechan los lazos que unen la comu­nidad humana y toda la actividad terrestre es animada de un sen­tido más profundo.

La tarea del amor cristiano no puede limitarse a la relación pri­vada de los individuos entre sí, sino que adquiere también un ca­rácter social y político y aboca al cambio de instituciones y estruc­turas. Ciertamente, la conversión y la fe captan a la persona en su núcleo interior más profundo. Pero lo personal está estructurado socialmente y tiene una proyección sociopolítica. Por eso, la fe es una fuerza de actuación que configura todas las realidades de la vida.

De ahí que la participación de los creyentes en la tarea terrestre se realiza también construyendo auténticas comunidades cristia­nas porque así pueden ofrecer modelos de vida social verdadera-

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mente humana. A menudo ha sucedido en la historia al revés: que la Iglesia se ha inspirado en los modelos del ambiente y los ha he­cho suyos. Pero la acción puede realizarse en sentido contrario: el estilo de vida de la comunidad cristiana puede ejercer influjo en la ciudad temporal. Por ejemplo, la manera como se ejerce la autori­dad, la forma de resolver los conflictos, la búsqueda del manteni­miento de la unidad en el pluralismo, la capacidad de autocrítica, la reforma de estructuras internas son otros tantos ámbitos de vida eclesial en los que el modelo puesto en práctica puede tener un impacto directo en la sociedad circundante. Desgraciadamente no es así el ejemplo que hoy damos los creyentes.

Siendo conciencia crítica del mundo

Desde los primeros tiempos del cristianismo, tal como nos lo muestra el Nuevo Testamento, la actuación de los testigos de Jesús fue un proceso sobre la verdad frente al mundo. Igual que lo fue la propia vida y muerte de Jesús: la teología joánica lo manifiesta con claridad. Jesús entró en el mundo y sufrió el golpe del poder del mal; su muerte es el rechazo supremo de «este mundo» (en el sen­tido joánico) en nombre de la nueva creación que brota de su sacri­ficio (cf. Jn 12, 24 ss).

La posición de Jesús frente al mundo continúa en la Iglesia (cf. Jn 15,18 ss), que se enfrenta con el sistema de vida organizado por el mundo pecador. El creyente no olvida que el mundo y el progre­so están sometidos a «la servidumbre de la corrupción» (Rm 8, 21); por eso se pueden oponer y se oponen de hecho a la manifestación del reino de Dios. En todo momento actúan las fuerzas y potencias de alejamiento de Dios. El ser humano está inclinado a buscar su autorrealización inmediata por el camino más corto, fuera de la aceptación del plan de Dios.

Hay que añadir además que el pecado del mundo, lo que san Pablo llama «el misterio de la iniquidad» (2Ts 2, 7) marca las es­tructuras e instituciones sociales. La situación pecadora, interna al ser humano, produce una situación de desorden social. Bajo la capa de progreso pueden imponerse nuevas dominaciones. De he­cho, las actuaciones históricas en pro de la liberación humana han sido ambivalentes: como subproducto se han producido nuevas servidumbres.

De ahí la importancia de que la presencia de los cristianos en el mundo tenga en cuenta la dimensión de liberación del pecado

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como condición para alcanzar el destino trascendente de la perso­na, que va más allá de lo creado.

Tomar conciencia de la realidad indicada conduce a los creyentes a denunciar todo lo que desfigura al ser humano y le impide asumir su vocación. Tanto frente a las ideologías que sacrifican el individuo a la colectividad o la actual genera­ción a la sociedad futura, como frente a las que funcionalizan a la persona y la reducen a «lo factible», a objeto del proceso económico, la Iglesia ha de protestar con firmeza en virtud de la dignidad inalienable de toda persona. Y ha de apremiar a que los esfuerzos de la sociedad se orienten hacia los valores superiores.

Desde el horizonte de la esperanza escatológica

La salvación escatológica ya ha entrado irreversiblemente en el mundo y en la historia por Jesucristo. Si la comunidad cristiana ha de dar testimonio ante el mundo de su fe en el Resucitado y de la vida nueva que Él aporta, eso significa que defiende la verdad de Jesucristo iluminando la realidad histórica e interpretando la exis­tencia humana desde el horizonte de la espera del tiempo final que ella anuncia.

La nueva creación que esperamos estará en continuidad con esta tierra y esta historia. Es justamente en la Iglesia donde se rea­liza, de manera anticipada y en el misterio, la restauración de to­das las cosas y la plenitud definitiva (cf. LG 48, 1-3). Por tanto, la Iglesia, signo profético de esa plenitud, anticipadora del futuro del Reino al que camina la humanidad en esperanza, ha de confirmar lo humano, precisamente en cuanto humano.

La Iglesia peregrina hacia la plenitud del Cristo total, lo que significa que camina hacia su perfección asumiendo y restaurando todo lo creado. Pertenece a la esencia de la Iglesia reflejar en su vida histórica la realidad de la futura consumación que ella antici­pa. Lo hace ofreciendo perspectivas de futuro, horizontes siempre nuevos, ideas directrices y motrices.

Una comunidad eclesial así comprometida incita a interrogarse sobre el sentido total de la existencia humana, no simplemente so­bre el sentido de las relaciones funcionales e inmediatas. A partir de la realidad histórica funda la necesidad de tender en la libertad de la vida personal a un fin superior, a un destino último. Y mues­tra cómo el mensaje cristiano interpela aquella existencia y la con-

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voca a una promesa infinitamente más grandiosa que todas las promesas del tiempo en que vive.

Es así como el deseo del Reino purifica y acrecienta el deseo de hacer la vida terrestre más digna del ser humano. La espe­ranza nos recuerda que Dios prepara una ciudad nueva donde habita la justicia y donde todos los anhelos de paz encuentran su cumplimiento trascendente. La visión cristiana del futuro y la esperanza que de ella nace estimula el compromiso terrestre para edificar aquí abajo una morada donde la familia humana pueda crecer en fraternidad, trazando así la imagen anticipada del Reino final.

Pero, por otra parte, por su misión de mantener la trascenden­cia en el mundo, le corresponde a la Iglesia evitar el centramiento exclusivista de la persona humana sobre el propio horizonte, mos­trando cuál es la finalidad del dinamismo de la sociedad humana. Situando así los problemas en su verdadero nivel, ayuda a la colec­tividad humana a guardar el sentido de su vocación a la trascen­dencia.

La condición de testigo de la resurrección conlleva el compro­miso por plasmar la primacía del futuro sobre esta historia. La es­peranza escatológica en la resurrección da a la Iglesia una visión del futuro que trasciende a la historia y que, por eso mismo, salva a la historia de ser esclavizada por «las potencias» intramundanas (cf. Col 2, 6-15), abriéndola en la libertad al futuro absoluto. De ahí que la Iglesia, a pesar de contemplar positivamente el desarrollo del mundo, sin embargo no ignora el esencial desajuste que existe en sus relaciones con él.

Así es como la Iglesia cuestiona otras concepciones de la reali­dad. Abriendo un horizonte que supera la realidad social concre­ta y proponiendo la meta de la historia, todas las realizaciones humanas aparecen relativizadas, pasajeras, cuestionables y nece­sitadas de cambio para su superación. De tal cuestionamiento nace un proceso antagónico acerca de la verdad de la existencia humana.

Actuar ALGUNOS CRITERIOS DE ORIENTACIÓN

Queda ahora por comprobar en qué medida la Iglesia de hoy está dispuesta no sólo a hablar este lenguaje en su relación con el mundo, sino a llevar a efecto la tarea que le pide el Espíritu del Señor resucitado.

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1. UNA VISIÓN POSITIVA DEL MUNDO MODERNO

El Concilio Vaticano II no sólo ha reflexionado sobre el cambio per­manente como una característica de la sociedad moderna, sino que ha revelado en su juicio acerca del mundo moderno un cambio asombro­so frente a la situación precedente. Ha subrayado que la Iglesia, como una parte de la sociedad, está sometida a los mismos desarrollos y debe situarse ante ese desafío junto con toda la humanidad.

El desarrollo de la modernidad no se dibuja como una historia de caída y de perdición, que nos empuja a defendernos y a protegernos, sino como un desafío de futuro con posibilidades y riesgos, ante los que tienen que colocarse la humanidad y los miembros de la comuni­dad cristiana. En ese marco se produce la confrontación de la propia fe con las realidades mayores de nuestro mundo, que son signos de una revelación implícita de Dios («signos de los tiempos»), que ha de ser referida al hecho único de Cristo, donde se da la plenitud de la revela­ción. Tal lectura creyente de la realidad ha de confrontarse con los análi­sis de la misma realidad que hacen otros grupos, religiones o ciencias.

La inspiración renovadora del Concilio no sólo supone una auténtica conversión respecto a la anterior actitud frente al mundo, sino que nos pide algo bien difícil: discernir el fondo bueno de lo malo que brota del mismo mundo. Lo cual ni estará nunca hecho del todo, ni será considerado de la misma forma por unos y por otros. Es decir, la raíz de lo que hoy plantea tantos problemas está en la misma naturaleza de la tarea a realizar.

Por otra parte, el diálogo no ha sido llevado de forma sistemá­tica en los diversos ámbitos en los que hubiera sido deseable, ni los católicos nos hemos hecho notar por realizaciones convincentes en los diversos terrenos en los que el Concilio pedía compromisos.

El diálogo está resultando difícil también porque ciertas actitu­des históricas de la Iglesia frente a las tendencias progresistas se mantienen en la memoria de muchos observadores, que siguen ajusfándole las cuentas de forma rigurosa y no creen en el cambio sincero de la Iglesia. Han vuelto los recelos y el clima de distancia-miento. La ola neoconservadora se enquista en la Iglesia porque piensa que ella puede legitimar sus tendencias regresivas.

2. EN FAVOR DE LA CONSTRUCCIÓN DE UN MUNDO MÁS HUMANO

El diálogo con el mundo comprende la búsqueda en común de soluciones a los graves problemas que angustian al hombre de hoy,

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así como la discusión sobre los medios más eficaces para resolver­los. Y también exige a la Iglesia el reconocimiento y la defensa de los valores auténticamente humanos y la colaboración con todas las personas de buena voluntad para construir un mundo mejor.

La afirmación de la unidad fundamental entre el orden de la crea­ción y el de la redención implica que los cristianos reconocen plena­mente la dignidad de la persona humana y todos sus derechos, refor­zándolos con su compromiso. Si se quisiera caracterizar brevemente lo esencial de la nueva actitud, la palabra mejor sería: revalorización de la persona humana. La Iglesia había acentuado de tal forma el pe­cado y la necesidad de redención que dejaba en la penumbra la valo­ración positiva de la vida humana. Hoy la comunidad cristiana se experimenta «íntimamente solidaria» (GS 1) de esa humanidad, lla­mada y enviada en su favor. Resuena en nosotros una especie de «Himno del universo» (Teilhard de Chardin): el valor de la creación, del progreso, las metas históricas de la esperanza. En resumen, nos hemos reconciliado con el humanismo de la modernidad.

La diferencia con la eclesiología neoultramontana salta a la vis­ta. Hoy entendemos la misión de la Iglesia como específicamente religiosa y «precisamente por ello altamente humana» (GS 11). Así la competencia que veía la eclesiología preconciliar entre la Iglesia y el mundo se ha convertido en un trabajo de cooperación.

3. VIVIR EN EL MUNDO ACOGIENDO EL REINO DE DIOS

El que la Iglesia haya tenido que recordarse a sí misma que está «en el mundo actual» (título de la GS) parece una ingenuidad que hace sonreír al espectador neutral. Ello no es más que una prueba de que la Iglesia, como tantos otros grupos religiosos, ha vivido segregada y formando un gueto. Evidentemente, es inadecuado mirar al mundo desde la Iglesia. Porque la Iglesia es parte del mundo, pequeña parte de la totalidad de las sociedades históricas que han existido sobre la tierra, uno entre los grupos religiosos que se han desarrollado en esta ingente aventura humana que dura mi­les de años. Sus miembros son seres humanos como los demás y sus vidas y actividades forman parte de la urdimbre de la historia humana.

Gracias a Dios, ha cambiado el escenario: ya no estamos en una Iglesia que va al mundo, sino en un mundo en el cual emerge la Igle­sia. No es el mundo quien pertenece a la Iglesia, sino ambos a una historia previa de Dios que nos salva.

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El proyecto que el Concilio nos ofrece está presidido por la inten­ción de acoger el Reino de Dios que emerge en la historia de la huma­nidad. Esta aparece repleta de mensajes, de signos salvíficos, de pre­sencia actuante de Dios que cotidianamente ama y libera. La historia es ocasión para el discernimiento, reclamo para la acción, motivo para la oración. La presencia de Dios rompe todos los vínculos convencio­nales, su contemporaneidad hace saltar los cotos vedados. De ahí que un vector esencial de la nueva espiritualidad cristiana sea la experien­cia de la contemporaneidad de Dios en nuestro mundo.

Así, diferenciar la Iglesia del mundo no consiste en el rechazo o la indiferencia, sino en vivir en él de tal manera que en lo profundo de su mundanidad emerja la trascendencia. Esto significa que se prosi­gue la orientación conciliar en la medida en que se es capaz de recu­perar el sentido profundo de la laicidad o secularidad, respetando la autonomía de la ciencia, de la historia, de la filosofía, de la ética (¡gran asignatura pendiente!). La laicidad ha generado un humanismo por­tador de determinados valores que deben ser asumidos por la Iglesia: el diálogo como vehículo para alcanzar la verdad, la inviolabilidad de la conciencia personal, la pasión por la libertad.

De ahí que bastantes corrientes eclesiales actuales están determi­nadas por un marco general que es el conjunto de intentos de hacer a la Iglesia realmente presente en el mundo: la evangelización mi­sionera, la presencia pública, las organizaciones populares, las co­munidades de base son algunos vectores del citado esfuerzo.

4. CRÍTICA MUTUA ENTRE IGLESIA Y MUNDO

La comunidad eclesial, en seguimiento de Jesús, se opone a to­dos los poderes del mundo que se erigen en absolutos (ideologías, movimientos, grupos, instituciones...), denunciando la pretensión de aquellos proyectos sociales que presumen de perfectos.

El rechazo de las múltiples divinidades que el mundo adora no es tolerado. La Iglesia es marginada, incluso puede llegar a ser per­seguida. Lo cual es señal de autenticidad: una Iglesia totalmente adaptada al mundo, que no proclama valores distintos de los que el mundo ya proclama, sería una Iglesia que habría abandonado a Cristo y a su evangelio.

De lo dicho se deduce que las relaciones entre la Iglesia y el mundo son difíciles. La revelación de la salvación de Dios en la encarnación, cruz y resurrección de Cristo conduce a una presencia en el mundo y simultáneamente a una ruptura profética. La Igle-

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sia, por ello, afirma y niega el mundo: porque la resurrección de Cristo ha otorgado un nuevo nacimiento al mundo; y porque sub­siste la contradicción entre Dios y el mundo. En el mismo interior de la Iglesia provoca tensiones. La ambigüedad del mundo, expli­cada teóricamente antes, conduce necesariamente a una dialéctica en el interior de la Iglesia en torno a los aspectos positivos o nega­tivos de aquella relación.

La crítica a la sociedad recae sobre la propia Iglesia, puesto que ella es una parte de la sociedad y, de hecho, ha jugado el papel de factor de poder. Tiene una dimensión social, tiene estructuras y funciones sociales que están expuestas a la crítica. Más aún, la ne­cesitan porque no siempre sus realizaciones históricas están de acuerdo con el proyecto de Jesús para con ella.

Los puntos fundamentales de dicha crítica, donde los demás se resumen, son: la contradicción patente entre el decir y el hacer; la falta de adaptación a los tiempos; el mantenimiento de un estatuto social privilegiado.

El hecho de ser criticada no debe llevar a la Iglesia a posiciones defensivas. Ciertamente, la Iglesia es alérgica ante la crítica para con ella misma. Probablemente, tal reacción depende de que tiene conciencia de ser portadora de un mensaje que pretende una exi­gencia universal de verdad. Pero el mensaje no es la Iglesia, aun­que ella tienda a identificarse con el propio mensaje. Precisamente por ello, la Iglesia debe estar abierta para aceptar la crítica en un esfuerzo de verdad y de fidelidad al evangelio. Es un test de autenticidad: la fuerza del evangelio que ella proclama suscita la crítica para con ella misma.

5. U N TEMA DEBATIDO: RELACIÓN ENTRE DESARROLLO DEL MUNDO Y OBRA DE LA IGLESIA

El enunciado equivale a la pregunta: qué continuidad material existe entre el progreso de la humanidad en el que los cristianos se comprometen como ciudadanos y el reino de Dios que anuncian y hacen presente como miembros de la Iglesia.

La venida del Reino no se identifica con el progreso humano

La salvación no es resultado de nuestra acción humana, sino don de Dios, iniciativa amorosa del Padre manifestada en el don

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de su Hijo como Salvador. El Reino no se genera a partir de ener­gías humanas, las trasciende absolutamente; no coincide con la autorrealización de la humanidad en la historia.

Los valores de este mundo tienen una provisionalidad radical respecto a los valores del tiempo futuro (la llamada «escatología»). Dios es la instancia suprema que responde a los interrogantes acer­ca del futuro de la humanidad y lo hace ofreciendo una salvación que está más allá de la historia.

El progreso humano tiene sentido en la perspectiva del Reino

Podemos dar tres razones, vinculadas entre sí, que justifican la afirmación anterior.

En primer lugar, el progreso humano es una colaboración con Dios en el desarrollo de las energías de la creación (cf. Gn 1, 28). El universo alcanza su fin a través del ser humano. «El fenómeno hu­mano» (en expresión de Teilhard) es el lugar donde el universo material adquiere su sentido. Hay una plena solidaridad de desti­no entre el mundo y el ser humano.

En segundo lugar, la creación confluye hacia y está vinculada al misterio de Cristo. En El se sustentan todas las cosas desde el co­mienzo de la creación. La plenitud de aquello que Dios se propone comunicar desde el comienzo de la aventura creadora es Cristo. Así ha de entenderse la enseñanza de las cartas paulinas de la cau­tividad acerca de Cristo como cabeza no sólo de la Iglesia, sino también del cosmos. La historia humana es un movimiento de po­larización de la realidad entera hacia Cristo, quien atrae todas las cosas hacia sí. Así pues, propiamente hablando, la función creado­ra se integra en la redentora. Desde este punto de vista, el progreso humano se relaciona con el Reino en la medida en que Cristo es el alfa y el omega de la historia humana, punto de convergencia ha­cia el que tiende la historia (cf. GS 45).

En tercer lugar, la creación espera su consumación final: el uni­verso será renovado para servir de escenario a una vida humana nueva. Ahora bien, la restauración de todas las cosas ya ha comen­zado en la resurrección de Cristo. En ella la reconciliación del mun­do y de la humanidad con Dios es una realidad actual, no sólo fu­tura. La redención no se remite al lejano más allá, sino que proyec­ta su luz y su fuerza sobre nuestra existencia en el tiempo. La vida terrena se continúa en el cielo. Por eso, el progreso humano se re­laciona con el Reino también en cuanto a su finalización última. El

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dinamismo del desarrollo de este mundo se orienta a «los nuevos cielos y la nueva tierra» (2Pe 3,13; cf. 2Cor 5, 2; Ap 21; 21).

¿Tiene también eficacia positiva el progreso humano en orden a la realización del Reino de Dios?

Queda aún una pregunta capital, una cuestión teológica no sólo de interés teórico, sino que además suscita gran preocupación en la práctica de muchos militantes de movimientos laicales: ¿qué re­cibe la consumación final (o sea, el Reino) de la aportación propia del ser humano? ¿Cómo contribuye a dicha consumación la acción humana profana, el compromiso temporal, en el supuesto de que contribuya de algún modo? ¿No existe discontinuidad entre todo aquello que el ser humano realiza en el curso de la historia y el universo nuevo que se instaurará al final de los tiempos? Algunos textos de la Escritura parecen afirmar que la escatología es una ruptura que nos sustrae a la historia, ruptura que para cada uno de nosotros se opera con la muerte y para el mundo entero con la destrucción final.

El Concilio Vaticano II no se pronunció explícitamente sobre la cuestión. Se contentó con afirmar que el Reino no es de este mun­do, cuya figura pasa; que la caridad permanecerá, así como tam­bién otros valores purificados y transfigurados; que el progreso, en el sentido más completo de promoción humana, es un valor por el cual el cristiano debe comprometerse. Los textos fundamentales son LG 48 y GS 39.

Los teólogos actuales proponen superar la imagen espacial «continuidad-discontinuidad» y sostienen la unidad del proceso histórico y la inmanencia del Reino. El reino de Dios, como hemos dicho, resulta una novedad absoluta en relación con el progreso humano. Pero ya está actuando inmanente a él por la resurrección de Cristo y la acción del Espír i tur—

La realidad escatológica no será otra cosa que el cumplimiento de la historia, del desarrollo y del progreso humano en el punto omega que es Cristo. La salvación se cumple en la trama misma del mundo, en la línea del progreso cultural, científico, económico. No hay solución de continuidad entre naturaleza y gracia. Lo so­brenatural no ha de considerarse como un «valor agregado» a lo natural, como si este no tuviera ningún valor en sí mismo. Existe una estrecha coherencia entre el progreso temporal y la plenitud o cumplimiento final.

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La acción oculta e interior de construcción del Reino ha de reper­cutir necesariamente en el progreso exterior del mundo y en la his­toria humana. Si tenemos fe en que la gracia de Dios en Cristo es más abundante y poderosa que el mal, hemos de pensar que el bien realizado en el mundo por obra del Espíritu tiene peso y arrastra a los seres humanos hacia una justicia mayor, una libertad más am­plia, una paz más auténtica, cada mejora de las estructuras tiene en sí misma un valor espiritual, es una aproximación al reino de Dios.

Ahora bien, no hay que olvidar que el advenimiento del Reino pasa (como en su germen, la resurrección de Jesús) a través del misterio de la muerte, consecuencia del pecado. Bien a menudo el Reino se prepara y se realiza cuando se constata el fracaso exterior del cristiano y su quebranto en términos de historia mundana. Así sucedió en Cristo, así sucede en cada uno de sus seguidores y así ha sucedido y sucederá en muchos momentos de la historia huma­na. Es éste un aspecto importante de la teología de la cruz que no se debe soslayar.

En esta perspectiva no se puede afirmar que crecerá de manera continua la moralidad o que progresarán de forma inintermitente los valores espirituales; puede suceder que, en paralelo al creci­miento del poder humano, aumenten también las posibilidades del mal y de la autodestrucción. La humanidad proseguirá su marcha siguiendo las líneas cíclicas registradas hasta ahora de crecimiento y declive de las civilizaciones, de esplendor y decadencia.

Como conclusión: la historia se desarrolla bajo el signo de la ambigüedad: cada acontecimiento, cada fase, cada supuesto pro­greso lleva en sí la presencia del Espíritu y la posibilidad de su rechazo por las fuerzas del misterio de la iniquidad. Por tanto, la cuestión es discernir en cada acontecer qué tipo de intervención deben realizar los creyentes para liberar el progreso humano de la ambigüedad y llevarlo a su autenticidad. Esa praxis de interven­ción define el sentido, la función y el papel del compromiso del pueblo de Dios en el mundo.

PARA PROFUNDIZAR

Y. CONGAR y M. PEUCHMAURD (eds.), La Iglesia en el mundo de hoy, Taurus, Madrid 1970.

GONZÁLEZ CARVAJAL, L., Iglesia en el corazón del mundo, Ediciones HOAC, Madrid 2005.

L. LADARIA, «El hombre a la luz de Cristo en el Concilio Vaticano II», en:

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R. LATOURELLE (ed.), Vaticano II. Balance y perspectivas, Sigúeme, Sala­manca 1989, pp. 705-714.

S. MADRIGAL, «Las relaciones Iglesia-mundo según el concilio Vaticano II», en: G. URÍBARRI (ed.), Teología y nueva evangelización, Comillas, Madrid 2005, pp. 13-95.

H. SCHÜRMANN, «Salvación escatológica de Dios y responsabilidad profa­na del hombre», en: COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL, Teología de la liberación, BAC, Madrid 1978, pp. 43-80.

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Capítulo 5 «Evangelizar, la dicha y vocación propia

de la Iglesia» (Pablo VI)

El sujeto adecuado de la evangelización misionera es la Iglesia como tal, en toda su riqueza y complejidad. La exhortación apos­tólica Evangelii nuntiandi de Pablo VI lo dejó suficientemente senta­do (nn. 13-16). La Iglesia nace de la acción evangelizadora de Jesús y de los apóstoles. Es enviada por Él a evangelizar.

La Iglesia se realiza como tal en el proceso de anunciar la Buena Noticia y realizarla con hechos y palabras. Aquí se en­cuentra la identidad de la Iglesia: en evangelizar. La Iglesia en toda su complejidad, hemos dicho; es decir, el conjunto de la realidad eclesial, tanto en sus instituciones como en sus comuni­dades, lo mismo en sus libres agrupaciones sociales que en sus movimientos, organizaciones, estructuras confesionales. A todo ese conjunto corresponde la tarea y misión, la dicha y vocación de evangelizar.

Es enorme la amplitud y dificultad de semejante tarea. Nosotros nos centraremos en indicar algunas orientaciones de fondo que sean expresión de un talante y puedan alimentar la mística propia de la evangelización misionera que corresponde a nuestros mili­tantes cristianos. Con tal espíritu ha de emprenderse desde la base una profunda reforma que abandone viejas estructuras anquilosa­das, heredadas de otras épocas, que dificultan la evangelización misionera. Sin dicha reforma nuestro mensaje no será oído, no ten­drá credibilidad.

Ver LA CREDIBILIDAD DEL SUJETO ECLESIAL, CUESTIONADA

No se puede hablar hoy de evangelización sin preguntarse por la legitimidad o la credibilidad del anunciador ante los hipo­téticos oyentes del mensaje. Este es un punto muy grave que pa­recen olvidar no pocos de los que escriben sobre el tema que nos ocupa.

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1. DESAFÍOS QUE PLANTEA LA SITUACIÓN ACTUAL AL «SUJETO EVANGELIZADOR»

La situación de la sociedad presente plantea a la evangelización un conjunto de desafíos como no los ha habido en la historia del cristianismo. Los incuestionables valores de la modernidad aca­rrean no sólo un conjunto de problemas en su propio ámbito, sino una profunda crisis religiosa, especialmente en los países de vieja cristiandad como el nuestro.

Se mantiene quizá una religiosidad que podríamos llamar «his-tórico-cultural», que reduce lo cristiano a fenómeno histórico pasa­do que ilustra las raíces de nuestra cultura; pero desaparece el con­tenido genuino del mensaje evangélico.

Por otra parte, los sociólogos de la religión nos hablan de la funcionalización creciente de la Iglesia dentro de la funcionaliza-ción general de la sociedad: aquella se acepta sólo en cuanto insti­tución competente para asuntos religiosos (bodas, funerales...), en la que se delega la satisfacción de las necesidades religiosas del individuo o de los grupos sociales.

Nos hablan también de la identificación parcial de muchos cris­tianos con la Iglesia, como un reflejo del pluralismo en las interpre­taciones personales de la fe al margen de la ortodoxia; fenómeno que va unido a un cristianismo de rebajas, a un cristianismo light.

Está además el éxodo callado de la Iglesia, la creciente indife­rencia de la clientela, la resignación y la amargura de los cristianos comprometidos, las ofertas de solución de corto aliento, etc.

Más aún. La Iglesia manifiesta ser, al menos de hecho, un factor de poder social. Son muchos los que así la consideran y piensan que con ayuda de sus estructuras organizativas consigue imponer enérgicamente sus convicciones. Se la ve como una sociedad dentro de la sociedad, o dentro del Estado, que por medio de pactos logra determinados privilegios que le permiten ejercer un influjo que no se puede ignorar. Dado que, en cuanto poder, conlleva siempre el peligro del abuso, como lo demuestra la historia propia, esta im­portante sociedad-Iglesia provoca resistencia en no pocos de sus miembros. Sea justo o no lo sea, en todo caso no puede ignorarse que la Iglesia hoy a muchos más repele que atrae y provoca un sen­timiento complejo y difícil de desenmarañar, de deseo y huida, es­peranza y desesperación, impotencia y rebelión orgullosa.

Todas estas reducciones de la fe y de la eclesialidad arrancan las raíces de la evangelización. El evangelio pierde su condición de sal de la tierra y se convierte en una mezcla insípida de usos popula-

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res, seguridades culturales y representaciones del mundo social-mente útiles. El sujeto colectivo que lo anuncia está en trance de perder su identidad de testigo de una noticia gozosa y atrayente.

Resumiendo. En muchos potenciales oyentes del anuncio existe una actitud de falta de atención, un déficit de disponibilidad para escuchar. La pregunta por el motivo de tal actitud la solventan al­gunos rápidamente achacándola a los propios oyentes. Con tal dis­posición, afirman, es imposible entablar el diálogo de la salvación. Pero puede suceder que la falta de atención de los oyentes sea con­secuencia de la falta de relevancia por parte de quien anuncia el mensaje. GS 19 nos advierte de la responsabilidad de los creyentes en relación con el fenómeno global del ateísmo. Interroguémonos sobre tal posibilidad.

2. VERIFICACIÓN DE LA LEGITIMIDAD DEL SUJETO EVANGELIZADOR

La sociedad y la cultura presentes cuestionan la legitimidad de la Iglesia actual para anunciar a Jesucristo. No basta con afirmar de palabra que ésta es la Iglesia de Jesús y que por ello lo anuncia al mundo; hay que legitimar esa afirmación. En tal búsqueda de legi­timidad de la Iglesia como sujeto de la evangelización se plantea la cuestión acerca de la relación entre ella y el fundamento que le da sentido, el Señor resucitado. Sólo por medio de la mostración de la conformidad con el fundamento de su existencia puede legitimar­se la praxis de la Iglesia actual.

Cuando se cuestiona la legitimidad de la actuación evangeliza­d o s de la Iglesia, por lo que se pregunta es por su pretensión de estar en continuidad histórica y estructural con Jesucristo y con la historia de fe que partió de Él. ¿Se puede descubrir tal conexión entre la historia de Jesucristo y las realizaciones de la Iglesia ac­tual, conexión que acredita a la Iglesia como la legítima consecuen­cia de la historia de Jesús en medio de las cambiantes condiciones históricas del presente? ¿Acredita hoy la Iglesia su permanente fundamento de existencia, Jesucristo y el reino de Dios, de tal modo que brota de ella la eficacia liberadora del anuncio evangéli­co como sucedió en el tiempo de Jesús?

Las dificultades de credibilidad que plantea el sujeto eclesial se complejizan porque la actual situación se caracteriza por una cre­ciente polarización de los diversos grupos eclesiales con respecto a la comprensión de la Iglesia, que conlleva formas distintas de en­tender y practicar la evangelización. Es obvio: si el sujeto propio

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de la evangelización es la Iglesia en cuanto tal, se comprende que los problemas de identidad del sujeto comunitario afectarán al compromiso evangelizador. Lo que agudiza esta situación es la ac­titud de quienes prescinden de otros grupos que legítimamente toman diversas opciones en lo opinable y no admiten más proyec­to de actuación de la Iglesia en el mundo que el suyo, negándose a admitir el pluralismo en la evangelización.

Espiritualistas

Hay quienes viven su identidad eclesial contemplando a la Igle­sia como una realidad cuyo núcleo consiste en la personal identifi­cación con Cristo.

Una visión mística y simbólica de la Iglesia, adecuada a nuestra situación cultural, puede enriquecer la espiritualidad eclesial, pues puede llevar a los creyentes a romper la visión superficial de la Iglesia como organización y a verificar con los ojos de la fe y del amor su más profunda sustancia, a pesar de sus debilidades y errores.

Pero el peligro de esta visión de Iglesia es pasar de manera de­masiado espiritualista por encima de la realidad concreta y experi-mentable de la Iglesia, devaluándola como de segundo rango en favor del «misterio». Tal espiritualismo rechaza muchas veces como exteriorizante y poco filial la exigencia de transformaciones de las estructuras eclesiales y de los modos de actuación impro­piados para la evangelización.

Visión institucional de la Iglesia

El espíritu de la Contrarreforma subrayó el lado institucional de la Iglesia. Esa visión iba unida a una actitud a la defensiva respec­to de la historia moderna y de las sociedades democráticas, así como también de las demás confesiones cristianas, consideradas formas deficientes del ser cristiano. Sólo la Iglesia católica, funda­da por Cristo, firmemente estructurada, transmite a sus miembros por mediación de la jerarquía la salvación sobrenatural.

A pesar de que el Concilio Vaticano II relativizó profundamente muchas unilateralidades de aquella imagen de Iglesia, las controver­sias posconciliares han mostrado de manera clara que sigue mante­niendo su influjo sobre el pensamiento y la actuación eclesial.

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El especial interés que tienen algunos en defenderla está, dicen, en su fuerza para la integración: la Iglesia ha de ofrecer ante todo seguridad. En medio de las confusiones propias del pluralismo, que causa tantas inseguridades en la sociedad moderna, la Iglesia es buscada como una firme fortaleza. Ella tiene estructuras y nor­mas jurídicas firmes, un ordenamiento riguroso, claras relaciones de obediencia y uniformidad considerable en la vida eclesial.

El punto débil de esta concepción para la evangelización se muestra hoy día claramente: en el marco de la modernidad cultu­ral y social lleva cada vez más a una ruptura del diálogo verdade­ro —es decir, capaz de aprender del otro y de cambiar lo propio— con diversas cosmovisiones, con otras religiones, con las Iglesias cristianas. Contribuye a encerrarse en un gueto social, y a distan­ciarse cada vez más de la evolución del espíritu moderno, al que juzga casi exclusivamente de manera negativa. Y sin diálogo no hay anuncio de salvación.

En esta línea resulta muy problemático para la evangelización la potencia social de determinadas instituciones de Iglesia que plantea a muchos la pregunta de si somos de verdad una «Iglesia de los pobres», sin poder terreno, al servicio eficaz de los más po­bres de la sociedad.

Fundamentalistas, tradicionalistas, integristas

La absolutización religiosa de lo relativo es una forma caracte­rística de esta visión de Iglesia. Determinadas cuestiones doctrina­les discutibles se afirman con la exigencia absoluta de verdad que sólo corresponde propiamente a las afirmaciones de fe. Se realiza así una extrapolación del centro de la fe teologal y de su certeza sustentada en Dios a determinadas explicitaciones secundarias de la misma. Además se exige una actitud de obediencia formal para con determinadas posiciones que corresponden a su propia teolo­gía. Y se pide a veces incluso negándose a plantear el examen de la verdad de su contenido.

Otro rasgo de la mentalidad a la que nos referimos, unido al ante­rior, es el rechazo de los resultados de la modernidad: la seculariza­ción, el pluralismo de valores, la libertad religiosa, la interpretación histórico-crítica de los textos bíblicos, etc. Se rechaza por principio todo diálogo productivo entre la fe y la cultura moderna. En su lugar se construye una imagen dogmática de la fe a partir de elementos premodernos, bien que maquillados de lenguaje moderno.

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Junto con lo anterior se hace presente a menudo un espíritu proselitista que quisiera remodelar todos los dominios sociales de acuerdo con las ideas católicas. Tal tendencia integrista correspon­de a movimientos que buscan alcanzar un influjo estructural en la sociedad, de tal forma que sus asociados o sus simpatizantes ocu­pen lugares decisivos de la vida social y política, para de esta guisa ensanchar la fe católica según su concepción tradicionalista y con ello poder acuñar «integralmente» todos los dominios eclesiales y sociales.

Las consecuencias de esta ideología son disolventes para la evangelización. Cuando la exigencia de aceptar la doctrina por obediencia se prefiere a la recepción por la explicación razonada del contenido del mensaje, entonces la evangelización peligra: ya no es la transmisión de la afirmación de que Dios salva a la perso­na entera, a quien pertenece el examen razonado de los contenidos de verdad que libremente acepta. Así no se hace significativo el contenido de una evangelización correctamente entendida en el presente histórico; porque para ello el acontecimiento salvífico ha de hacerse comprensible hasta un cierto grado en la fe. De lo con­trarío, no se cumple aquello de que la fe busca entender, de lo cual habló el Concilio Vaticano I.

Por otra parte, la actitud a que nos referimos conlleva el peligro de paralizar al evangelio como proceso de interpretación siempre continuado, abierto a nuevos exámenes y formas de expresión.

Hay que conceder, sin embargo, que no es solamente el temor ante el fenómeno de la modernidad lo que atrae a muchas perso­nas hacia tales movimientos; también las adaptaciones superficia­les de la fe al espíritu de la modernidad en los últimos decenios han hecho a muchos sensibles a la tentación integrista; ante todo, aquellos que por su estructura anímica tienen necesidad de mayor seguridad que el que ofrece la Iglesia actual en su relativo pluralis­mo. En los grupos tradicionalistas encuentran tales personas un contraproyecto claro frente a las concepciones de la modernidad, donde brilla por su ausencia el consenso respecto a cualquier fun­damento estable cultural o religioso.

Presentes en el mundo en camino hacia el Reino

Aquí nos encontramos con una imagen de Iglesia que quiere hacer justicia a su presencia en nuestro mundo secular. Se vincula a una experiencia de Iglesia que se está formando en muchos ám-

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bitos de nuestros movimientos y comunidades eclesiales. En estos grupos crece la conciencia de pueblo de Dios peregrino como co­munidad de hermanos y hermanas que están en el camino de la esperanza junto con la gran familia de la humanidad hacia el reino de Dios. La Iglesia es experimentada como la comunidad de la que habla LG 8, que con sus debilidades y pecados sella la imagen vi­sible de la Iglesia, contrastando fuertemente con la santidad actua­da por el Espíritu y dificultando seriamente la credibilidad de la evangelización. Donde esta experiencia de Iglesia se vive en la hu­mildad y la autocrítica puede ser un fuerte dique contra cualquier conciencia triunfalista y exagerada de la Iglesia y un apremio para poner en práctica los planteamientos conciliares de reforma.

No olvidemos que los problemas más profundos en relación con la evangelización están en aspectos que requieren una profunda re­forma de la Iglesia. Por ejemplo, en el lenguaje del anuncio, muchas veces incomprensible y ajeno a la vida; en la falta de verdad de las celebraciones sacramentales, que no celebran no digamos la fe, sino absolutamente nada; en el anonimato de las grandes parroquias que nada se parecen a comunidades de vida en el mundo; en la imposibilidad de encontrar un acceso verdaderamente experiencial a Dios en la oración y en la liturgia; en la incapacidad de unificar la fe en un Dios bueno con la experiencia del mucho dolor sin sentido que surge de la creación; en la indiferencia y falta de compromiso de tantas comunidades en relación con los apremiantes problemas económicos, sociales, políticos, ecológicos de su entorno, etc. Estos son algunos de los problemas del sujeto comunitario evangeliza-dor; resolverlos exige planteamientos de reforma eclesial.

El compromiso de los laicos de los movimientos apostólicos de ambiente en las actividades temporales de transformación social, unido a la formación adecuada para asumirlo con lucidez y forta­leza, es sin duda un aspecto muy positivo de la situación actual, así como la plantación de la Iglesia en ambientes nuevos, en zonas culturales nuevas. Esta visión de Iglesia asume también netamente su peculiar vocación a solidarizarse con los pobres. Grupos varia­dos comparten vitalmente, no ya verbalmente, y cada vez con más frecuencia el destino de las víctimas de nuestras presentes injusti­cias. La Iglesia crece así en muchos lugares no sólo entre y con los pobres, sino como una «Iglesia de los pobres», donde los propios pobres se convierten en el sujeto destacado de la acción eclesial evangelizadora. Cuanto más se extiende umversalmente esta ma­nera y forma de vivir la fe, tanto más se convierte la Iglesia en «una parábola del compartir» dentro de una humanidad rota.

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Con todo, a pesar de que los grupos que acabamos de describir tienen hoy vigencia en la Iglesia, no podemos desconocer que la re­mora principal para la misión evangelizadora la constituyen no sólo los pecados y deficiencias de la Iglesia, sino la despreocupación total por el testimonio personal y comunitario de tantos y tantos de sus miembros. La pasividad consciente respecto a la evangelización ex­plícita, pretextando a veces un respeto mal entendido a la conciencia personal, es una grave enfermedad de la comunidad cristiana.

Juzgar AFIRMACIONES ACERCA DE LA EVANGELIZACIÓN

Dado que hoy en día nadie se priva de hablar de evangeliza­ción, aunque sea de forma bastante imprecisa, es preciso devolver a esa palabra su significado exacto. La cuestión no está en dar una definición, cosa tal vez imposible, sino en constatar un conjunto de aspectos que describen y delimitan este hecho central de la vida de la Iglesia. Porque la pregunta «qué es evangelizar» engloba en sí misma numerosas cuestiones y puntos de referencia. Todos esos aspectos aparecen implicados entre sí. La descripción o constata­ción siempre supone unos elementos fundamentales, sin los cuales no es posible hablar de evangelización auténtica.

1. EL DATO BÍBLICO

En realidad, es Jesucristo quien nos dice lo que es evangelizar. Porque Él es el primer evangelizados en un sentido fundamental y fundacional. El origen sella todo el proceso.

No hay evangelización sin evangelio. La palabra evangelizar viene de evangelio. Los primeros cristianos, buscando expresar la novedad de que eran portadores, y de la que se convertían en tes­tigos, han encontrado en Isaías una expresión ad hoc: «la buena noticia», «el anuncio de la salvación» (Is 52, 7, leído en todo su contexto de los capítulos 40-66); en la versión griega que los prime­ros cristianos usaban: eu-aggelion. Designaban con dicha palabra aquello de lo que surge el hecho cristiano. Nos preguntamos: ¿y qué es el evangelio?, ¿en qué sentido hablamos de evangelio?

Partamos de un texto del Nuevo Testamento: «No me avergüen­zo del evangelio, que es fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree» (Rm 1, 16). Para Pablo, pues, el evangelio ante todo es una fuerza, una acción, un dinamismo. También en Isaías tiene ese

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sentido. Por ello, preguntarse por el significado de «evangeliza­ción» es preguntarse por el sentido de una acción.

El libro de los Hechos de los Apóstoles insiste constantemente en que la comunidad de los creyentes anunciaba el acontecimiento de la resurrección de Jesús según tenía oportunidad y con el ejemplo de su vida maravillaba a todos. En este punto concuerda san Pablo. El apóstol pide sin cesar que todos se asocien a la obra común de la misión. La evangelización es tarea esencial de la Iglesia y deber de todos sus miembros. Esta unión en la misión es un rasgo caracterís­tico de la Iglesia naciente. La obra misionera no está reservada a nadie; todos los creyentes son responsables de la tarea de predicar el evangelio por el hecho mismo de haber sido bautizados (ICor 9, 8-14; Ga 6, 6; Flp 1, 5, 7; 4, 15-16). Existe una unión estrecha de los misioneros entre sí (2Cor 2,13; 7, 6-7,13-15; 8, 23; 12,18; Flp 2, 22). La proclamación del mensaje de la salvación se propone a todos, incluyendo en tal mensaje la mediación de la Iglesia.

El testimonio de la comunidad primitiva se refería a Jesús como Salvador, Señor y Mesías. Salvador: el misterio pascual es la causa de la liberación total e integral, restablece y enaltece todos los va­lores de la persona y de la creación entera. Señor: el Resucitado subyuga y reordena toda la creación y la recapitula en El, valor supremo y valorizador universal. Mesías: el Cristo es factor de cambio para la realización de un orden nuevo, que va instaurándo­se hasta la Parusía, en que llegará a plenitud.

El testimonio se realiza primero de palabra, mediante el anun­cio del acontecimiento de la resurrección con las explicaciones con­siguientes. El testimonio se realiza también con la vida, pues el acontecimiento anunciado, al ser aceptado por el testigo, tiene su propia verificación en el interior del creyente, le impone un deter­minado tenor de vida y deriva a una realización comunitaria. El testimonio es así inseparable de la acción por el Reino

2. BREVE SÍNTESIS TEOLÓGICA

Evangelizar es la acción y el acontecimiento de anunciar un mensaje nuevo, una buena noticia que trae la persona de Jesús: el reino de Dios. Se trata de un mensaje profético que interpreta la historia humana e interpela radicalmente a la persona pidiéndole conversión y seguimiento. Este anuncio realiza la salvación y bus­ca transformar la realidad. El anuncio se actualiza en la comuni­dad mediante el testimonio.

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Por tanto, la evangelización es una «acción total» de la Iglesia, un proceso amplio y coherente que implica una dialéctica con va­rios polos situados en el presente, en el pasado y en el futuro; en la confesión de fe, en la celebración y en el compromiso; en la palabra y en el testimonio individual y comunitario como medios; y en la praxis militante de liberación como efecto. Consideremos más de­tenidamente algunos elementos esenciales de este anuncio que ha­cen referencia a su naturaleza y características.

El anuncio no es una descripción objetiva, una crónica histórica neutral, un informe, una constatación ortodoxa. Es la transmisión de una experiencia de salvación, de un acontecimiento que impli­ca a los que anuncian, que incide en los destinatarios en referencia a su situación de perdición, con la promesa de cambiarla en situa­ción de salvación, que tiene operatividad (es «fuerza» de salva­ción) como mediación entre la situación de miseria y la realidad salvadora.

¿Qué es lo nuevo de la Buena Nueva? Que propone una dimen­sión radicalmente distinta de la existencia cuyo efecto es la alegría y el asombro. ¿Cómo es posible la novedad? Solamente cuando el anuncio parte de las necesidades presentes y ofrece la liberación. Por tanto, no cumple esa condición una noticia «vieja», un concep­to prefabricado, una propuesta que no parte de las necesidades vitales.

Más aún. Se trata de un anuncio para el hoy. «Las situaciones históricas (...) forman parte del contenido de la evangelización» (Asamblea de Medellín, Catequesis, 6). Pero no se trata de la histo­ria sin más, sino de la historia salvífica. No se narra la pura objeti­vidad histórica, sino «las maravillas de Dios».

Finalmente se trata de un anuncio decisivo y decisorio. No sólo asombra y produce alegría, sino que decide un cambio radical de la existencia. De toda la existencia: no un sector de la misma, no lo puramente racional, sino el fondo del ser humano. En la Sagrada Escritura este aspecto tiene un nombre: conversión y fe.

3. FASES DE LA EVANGELIZACIÓN

Siguiendo la descripción que hace Pablo VI (EN 17-24), concre­tamos ahora las fases de toda evangelización.

a) Anuncio explícito del evangelio. O sea, propuesta pública de adhe­sión al don salvador de Dios entregado por Jesucristo y que de­nominamos «reino de Dios». El anuncio ha de estar «situado»,

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encardinado en la situación humana concreta de aquellos a quienes se anuncia la Buena Noticia de la salvación, en su mun­do y su cultura. Tal anuncio contiene también una dimensión de denuncia de todo aquello que se opone a la plenitud de la reali­zación de la persona: el misterio de la iniquidad en sus encarna­ciones individuales y colectivas, institucionales y estructurales.

b) Testimonio comunitario. La Iglesia es signo e instrumento de la salvación anunciada; se entrega al mundo para colaborar en su humanización. El testimonio comunitario es expresivo de una forma de vida coherente con el mensaje que se anuncia y es la única verificación plausible del anuncio. Sólo a través de ese testimonio se hace aceptable el mensaje para el mundo y la so­ciedad donde se anuncia. Tal testimonio muestra la vitalidad interna producida por el Espíritu de Jesús. Por eso ha de revi­sarse permanentemente para adecuarse a las llamadas del Espí­ritu.

c) Iniciación a la vida cristiana. El anuncio acompañado del testimo­nio normalmente suscita la conversión. Quienes se convierten han de ser iniciados a la vida cristiana. De ahí que el proceso catecumenal se entienda como parte esencial de la evangeliza­ción. No se trata de mera preparación a la recepción de los sa­cramentos, ni de un aprendizaje de verdades y de normas de comportamiento, sino de una iniciación profunda en el segui­miento de Jesús. Incluirá un conocimiento íntimo del misterio de la salvación, un cambio paulatino de comportamientos, tan­to en el orden individual como social, la iniciación en la cele­bración y el aprendizaje para cooperar a su vez en la evangeli­zación en el seno de la Iglesia.

d) Celebración. El proceso catecumenal desemboca en la celebración de la presencia del Señor en su comunidad. La eucaristía es la raíz y la ple­nitud permanente de la evangelización; es el momento de recepción de sus frutos y de relanzamiento de la misión.

e) Transformación de la sociedad. La transformación del orden temporal, la renovación de todo lo humano, transformar el mundo en Reino es la meta a la que se encamina el proceso evangelizados Ello se realiza mediante la aceptación libre, sin imponer nada a nadie, por parte de los hombres y mujeres de cada tiempo del mensaje de Je­sús.

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4. U N ANUNCIO TRANSFORMADOR

La evangelización no es otra cosa que presentación del núcleo del anuncio y de la fe: la persona de Jesús de Nazaret y su predi­cación sobre el Reino. Ambas cosas van unidas: la persona y toda la proclamación de Jesús se resumen en el anuncio de la cercanía del reino de Dios; esta es la buena noticia o el evangelio.

Como explicamos en el capítulo 1, la predicación de Jesús de que el Reino es posible y que ya viene causa una inmensa alegría. La produce porque habla de la irrupción de una sociedad nueva donde la justicia lo impregnará todo, habla de vida abundante para quienes padecen carencias de todo tipo, habla de paz verdadera que sustituirá a los conflictos y enfrentamientos. Anuncia una si­tuación nueva en la que hay una decisión de Dios que nos afecta. Se han cumplido los tiempos: «hoy», «ahora», son expresiones re­petidas que aluden al presente, a la situación actual. En consecuen­cia, la evangelización tiene que dejarse de intemporalidades y refe­rirse al hoy de Dios, al presente.

El carácter de buena nueva se manifiesta en la capacidad que tiene el mensaje de transformar la realidad inhumana y opresora en realidad liberada y humana. Cuando eso ocurre, entonces existe evangeliza­ción y el mensaje de Jesús está vivo en la práctica de las personas.

Por consiguiente, el anuncio de Jesús no es una forma de aliena­ción de la historia; nos conduce a realizar una vida de fe auténtica, encarnada en la lucha por la transformación de esta historia de humillados y ofendidos.

5. ACTUALIZACIÓN DE LA OBRA SALVADORA Y ANTICIPACIÓN DE LA PLENITUD

El pensamiento específico paulino sobre el contenido del «evan­gelio» lo considera al mismo tiempo como mensaje y como aconte­cimiento eficaz de la nueva creación. «Evangelio» no sólo es men­saje acerca del acontecimiento salvífico, sino que es en sí mismo un suceso eficaz de salvación en el que la potencia creadora de Dios produce la nueva creación, hasta que sea un día consumado en plenitud lo que en Cristo ya está nuclearmente.

En consecuencia, predicar el evangelio no es en primer lugar un asunto de indoctrinación, o sea, de transmisión de una enseñanza. Por más que las tradiciones doctrinales deban ser transmitidas, y también son transmitidas por Pablo (cf. ICor 15, 3-5), el evangelio

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no debe ser cosificado. En la evangelización se trata de actualizar un acontecimiento en el que la justicia de Dios se afirma y se impone sobre este mundo. Una transmisión de conservación, de protección de un depósito doctrinal objetivo, contradice a la esencia del evan­gelio, que, como hemos dicho desde el principio, es una fuerza di­námica.

Evangelizar tampoco significa proclamar los hechos de un pasa­do ejemplar de veinte siglos. Es mostrar el signo de la acción de Dios en cada tiempo. Alcanza a las personas en el aquí y ahora con la fuerza de la promesa de la plenitud que viene. El evangelio no sólo actualiza retrospectivamente la obra salvadora de Cristo, sino que es anticipación y preludio en la historia de la nueva creación y plenitud escatológicas y, por lo tanto, manifestación creadora de este acontecimiento escatológico en el presente.

El anuncio cristiano interpela al mundo cambiante en su proce­so hacia el futuro. Con su promesa pendiente de realización cues­tiona la evidencia de lo actual, lo muestra como inconcluso, provi­sional, abriéndolo así a un futuro que se sustrae y se aplaza.

Precisamente porque la actuación escatológica de Dios es un acontecimiento interpretado en el espacio y el tiempo de la historia en un mundo que va hacia su consumación en Dios, la fidelidad exigida a la persona humana no consiste ante todo en la repetición de lo pasado, sino en la apertura para con el presente, en cuyas experiencias el hombre debe aprender la manifestación de Dios que anticipa el futuro.

6. DIÁLOGO Y EVANGELIZACIÓN

La bipolaridad entre evangelio y situación histórica se anuda e*1

un sujeto colectivo, la Iglesia. La evangelización es siempre un diá' logo entre Dios y la persona humana por la mediación de la corru1" nidad cristiana. Se lleva a cabo en un proceso de encuentro entre l 3

realidad histórica y social, la historia de un pueblo, con sus contra' dicciones y potencialidades, y la propuesta de Jesús. Por una razó*1

bien sencilla: si la evangelización es el anuncio de la salvación, es& tiene una eficacia intrahistórica. La liberación humana forma paíte

de la historia de la salvación, historia basada en la acción liberad0 ' ra de Cristo que comprende a todo el ser humano. Aunque es cié*" to que tendrá su pleno cumplimiento al final de los tiempos, no e

menos cierto que la liberación humana mediante la t r ans formad^ de la realidad es ya construcción del Reino.

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Podemos imaginar la mutua dependencia de las cuestiones exis-tenciales y del anuncio evangélico como una elipse cuyos focos, la experiencia humana y el anuncio evangélico, son independientes entre sí pero necesarios para que aquella funcione. Como es evi­dente la sustancia del mensaje revelado no se induce de las pre­guntas que hace el tiempo, pero la forma que adopta el anuncio evangelizador depende del sesgo que revista la cuestión existen-cial. Hay una tensión creadora entre ambas realidades.

Aunque consideremos el anuncio como palabra de Dios, ésta no nos alcanza inmediatamente en cuanto palabra de Dios, sino en palabras humanas y, como tales, palabras humanas de la Igle­sia. La Iglesia que anuncia el evangelio se encuentra en medio de los hombres, vinculada a ellos por el lenguaje. En la medida en que anunciamos algo, se produce una comunicación: comparti­mos algo con otros. La comunicación, más que un mero inter­cambio hablado de pensamientos o notificación verbal, intenta una real participación en lo que uno es mediante la autodona-ción mutua. Sólo entonces existe diálogo, comunicación, inter-subjetividad.

Cuando el punto de vista ajeno no se mide según el propio punto de vista y consecuentemente lo extraño no se minusvalora, entonces el pensamiento ajeno se convierte en un referente serio para la configuración del mismo mensaje. Entonces no se conside­ra el propio punto de vista eclesial como el único centro de orien­tación.

La falta de atención para con los interlocutores por parte de los evangelizadores es síntoma del olvido del otro como verdadero su­jeto. Y donde en el anuncio de la fe (que es acontecimiento comu­nicativo) no se atiende a la condición de sujeto del interlocutor, entonces se quiebra todo el proceso de comunicación. Lo que pa­dece es el ofrecimiento de salvación del mensaje cristiano, la fuerza de convicción del cristianismo. Pues el cristianismo sólo puede lle­gar a ser convincente cuando el sujeto que anuncia encuentra otros sujetos que escuchan, logra interesar a los potenciales oyentes del mensaje y provocarles a decidirse con libertad en favor del camino de Jesús.

En consecuencia: evangelización misionera sin actitud funda­mental de diálogo no corresponde a la concepción cristiana. La ac­titud de diálogo no es un puro medio psicológico o técnico que se aplica a la acción evangelizadora. Es un elemento esencial que mantiene a los cristianos abiertos ante el otro como tal otro, respe­tando su identidad, sin por ello traicionar la propia. El olvido de

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esta condición ha llevado y puede seguir llevando a la acción evan­gelizadora de la Iglesia a la crisis y al rechazo del anuncio.

7. INCULTURACIÓN DEL EVANGELIO

La Iglesia todavía es en nuestro espacio un factor cultural per­manente y socialmente significativo. No es posible dar razón sufi­ciente del desarrollo histórico y del presente de nuestro país sin contar con el cuño espiritual del cristianismo. Ahora bien: la páti­na de la historia presta rasgos de museo a muchas cosas de la Iglesia. Y las piezas muertas del recuerdo de un Dios vivo no sal­van a nadie. Cuando hoy ciertos contemporáneos nuestros desean volver a una Iglesia con la respetable figura tridentina, uno se pre­gunta si lo que les interesa es el mensaje vivo de Jesucristo o la conservación de aquellos rasgos museales que dan un cierto brillo cultural.

Por el contrario, la cultura moderna no ha de considerarse como un peligro para la fe del que deberíamos distanciarnos netamente sino como interpelación y oportunidad para la evangelización. Los cristianos somos hijos de nuestra época y participamos en la concien­cia común universal, en la concepción de los valores y en las crisis de la cultura moderna. La convicción de estar en una comunidad de destino con la modernidad puede preservarnos de la tentación ridi­cula de rescatar altivamente la oveja perdida de la cultura moderna o, en el caso de que no nos escuche, dejarla que se pierda. También la cultura de la modernidad está incluida en la obra salvífica de Dios también a ella se le ha de anunciar el evangelio del Reino.

Aquí entramos en el tema de la inculturación, tema del que ha­blaremos también luego desde la perspectiva de la Iglesia local. La inculturación del evangelio, tema planteado de forma aguda en las Iglesias del Tercer Mundo como reacción ante la colonización y la exportación desde Europa de un cristianismo occidental, ha tenido su repercusión también en el Primer Mundo. La cuestión de fondo ya se suscitó entre los teólogos asiáticos y africanos: ¿dónde debe encarnarse el evangelio de Jesús, en las antiguas culturas que sella­ron la identidad de aquellos países o en las nuevas sociedades que se están formando ahora mismo a través de un proceso lleno de tensiones, donde las corrientes modernas rompen los antiguos es­quemas?

La pregunta se ha trasladado a muchos países de vieja cristian­dad en los que la figura de la fe, desarrollada y transmitida desde

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épocas antiguas y empastada con sus culturas, se ve confrontada de manera radical con las nuevas corrientes culturales. La configu­ración objetiva de la fe «recibida» en Occidente durante veinte si­glos es una clara expresión de la historicidad de la fe cristiana, historicidad que siempre está sellada por la limitación humana. Por ello es preciso realizar el tránsito hacia una legítima variedad de formas culturales de la fe, lo que exige un enorme proceso de cambio en nuestra forma de pensar.

La fe siempre aparece en una mediación cultural determinada, en una figura sellada históricamente; no existe un evangelio «puro», libre de cultura. Por ello no puede reducirse a un supuesto «núcleo verdadero» mediante el desmontaje de todas las capas añadidas a dicho núcleo. Lo que se ha reconocido y recibido como necesario para la identidad de la fe en una época determinada puede en otra época y en otro lugar ser relativizado en su significación, reinter-pretado en su sentido, formulado más ampliamente y completado en una nueva forma de expresión.

La significación válida del cristianismo hoy ha de estar en el diálogo intercultural para descubrir, bajo el recubrimiento de for­mas culturales independientes de la fe, las cuestiones de fondo acerca de la verdadera identidad universal de la fe en el cambio social que vivimos. Esto sólo podrá verificarse convincentemente si, de forma paciente y fraterna, aprendemos a asumir sin temor el proceso de la inculturación.

La relación directa entre el anuncio del evangelio —que llega siempre encarnado en una cultura concreta— y la cultura de aque­llos que reciben tal anuncio ha pertenecido siempre a la historia de la misión evangelizadora de la Iglesia. Pero hoy alcanza especial problematicidad, pues se trata de purificar la fe cristiana de ele­mentos culturales que la han invadido en Occidente en los últimos siglos y que a menudo han impedido que el evangelio pueda echar raíces en la nueva cultura.

La inculturación auténtica es más que la «adaptación» o «aco­modación» del evangelio a los datos culturales de un pueblo. Indi­ca una profunda encarnación de la fe en cada cultura: el hacerse presente el mensaje cristiano en disposición de captar lo más ínti­mo de cada cultura con objeto de contribuir a llevar a perfección las posibilidades que le son propias.

Lo dicho tiene aplicación directa a lo que nos toca hacer con la cultura moderna. Para que la fe pueda inculturarse en ella, el anun­cio del evangelio debe recorrer un proceso complejo, en realidad nunca concluido, que puede designarse como recíproca «transfor-

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mación» y «regeneración», tanto de la cultura como del ser cristia­no. Con otras palabras, en un encuentro verdaderamente comuni­cativo entre la cultura actual y la fe cristiana se establece un proce­so de cambio y de renovación que afecta a ambas partes.

8. UNA DIALÉCTICA CRÍTICA Y PROFÉTICA

En ese proceso de circularidad se produce para el anuncio cris­tiano una relación dialéctica. Por una parte, se recoge todo lo que en la cultura es compatible con la experiencia cristiana de la fe en un Dios umversalmente salvador, todo aquello que ayuda a supe­rar de manera digna de la persona humana las situaciones existen-ciales más fundamentales. En cuanto estos aspectos son asumidos e integrados por la fe cristiana, son elevados a escala superior, son transformados y regenerados. Precisamente así encuentran su sen­tido más profundo y propio como cultura, que no es otro que ser­vir a la plena humanización. Pues esto sólo se logra allí donde los hombres se dejan acoger en la comunidad salvadora de los segui­dores de Jesús.

Por otra parte, el evangelio critica y relativiza esa cultura, en cuanto contiene aspectos incompatibles con la fe cristiana (v. gr., la opresión de genuinos valores humanos, el afán por lograr la salvación con las propias fuerzas, la manipulación mágica de Dios, etc.). Para que la evangelización sea lograda, las comunida­des eclesiales han de ser lugares en los que resalte el potencial de crítica profética de la fe para con la cultura moderna. No habla­mos de una crítica social meramente verbal, cosa que pertenece al estilo burgués, sino de que la manera de vivir de tales comunida­des aliente una existencia en claro contraste con determinados modelos de comportamiento que se han convertido en incuestio­nables. La ruptura de la normalidad social por formas de vida contrastantes es un servicio que la comunidad cristiana debe pro­curar precisamente a una modernidad que sufre sus propias con­tradicciones. Un estilo de vida que intenta ponerlo todo bajo el «distanciamiento escatológico» y que por ello actúa no huyendo del mundo, pero sí relativizando la cultura, puede proteger a la larga de manera muy eficaz contra falsas absolutizaciones e ido­latrías de determinados valores intramundanos. Una sociedad como la actual, referida exclusivamente a sí misma, y sus proce­dimientos para lograr «mayor nivel de vida» necesita la apertura hacia la trascendencia de Dios para no perderse en el propio ena­moramiento narcisista.

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Actuar PROPUESTAS PARA RENOVAR NUESTRA ACCIÓN EVANGELIZADORA

1. PUNTO DE PARTIDA: LA REVISIÓN INDIVIDUAL Y COMUNITARIA

El testimonio de la palabra y de la vida es urgido hoy a todos en la Iglesia para que ésta cumpla la misión recibida. La comunidad de evangelizados y evangelizadores deberá ser ella misma siempre evangelizada, escuchando siempre lo que debe creer, cómo debe vivir en el amor y cuáles son sus razones para esperar en el futuro escatológico (cf. EN 15).

Es cierto que la Iglesia, como comunidad pecadora y limitada, sólo podrá corresponder de modo siempre incompleto a la medi­da de Jesucristo. Pero ¿sigue al menos en su camino? ¿Se esfuerza en teoría y en la práctica por un auténtico seguimiento de Jesús, apropiado al presente? En la respuesta a esta pregunta se juega la legitimidad del sujeto evangelizados Tal respuesta no puede ofre­cerse mediante enunciados dogmáticos explicados y profundiza­dos de manera sistemática y coherente, sino que debe percibirse en la realidad vivida de la Iglesia actual. En efecto, el presente es el lugar en que el don salvífico divino se encuentra con los nue­vos desafíos propuestos como tarea a través de los signos de los tiempos. Ambas dimensiones del misterio salvador se confrontan y entablan continuamente un proceso inacabable de verificación mutua.

¿Está la Iglesia abierta a las nuevas experiencias históricas que pueden destrenzar aspectos aún desconocidos del evangelio, por cuyo medio el Espíritu introduce a la Iglesia siempre más profun­damente en la verdad de Cristo (cf. Jn 16,13)?

¿Está la Iglesia, como sujeto comunitario de la evangelización, dispuesta a realizar la encarnación del misterio recibido en las for­mas de expresión requeridas por el presente histórico?

Como sujeto comunitario decimos, o sea, por medio de sus diversas instancias: cuando a través del sentido de la fe de todo el pueblo de Dios, de las formas sinodales de búsqueda de la verdad, del servicio del ministerio doctrinal, del compromiso de los militantes, de la reflexión de los teólogos, etc., injerta las anti­guas en las nuevas formas. La viviente identidad de la fe en la historia solamente puede encontrarse a través de un proceso la­borioso de reflexión y recepción; todo lo demás conduce en defi­nitiva o a la fosilización tradicionalista o al progresismo que olvi­da la historia.

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Sobre estos puntos es preciso realizar personal y comunitaria­mente una sincera revisión de vida.

2. DESPERTAR LAS PREGUNTAS SOBRE LA EXISTENCIA HUMANA

El anuncio evangélico sólo podrá recibirse cuando la pregunta que se hace la persona sea una pregunta por el sentido, por el triunfo del bien sobre el mal del mundo, por la superación y la trascendencia de sí mismo...

Precisamente éste es el gran desafío evangelizador para la Iglesia actual. Efectivamente, en una cultura como la de la socie­dad presente, cada vez más secularizada e inmanentista, que se interpreta a sí misma de manera no teísta, para la cual Dios es una hipótesis inútil, la gran cuestión que se le plantea a la Iglesia es la de llegar al correcto horizonte de interrogación donde cabe anunciar el mensaje del Dios salvador. Con otras palabras, captar cuál es el contexto humano del que surgen las cuestiones exis-tenciales en que pueda proponerse al Dios de Jesús en un len­guaje con sentido. No puede darse una respuesta salvífica a una pregunta puramente secular. Mientras no se dé en la persona la disponibilidad para cuestionarse a sí misma, para no buscar sólo en sí mismo la orientación global de su existencia, no tiene nin­guna posibilidad de éxito la llamada a una visión de la vida a la luz del evangelio.

La correlación entre el análisis de la situación humana y los símbolos del mensaje cristiano como respuesta a dichas cuestiones recibe un acento distinto según las condiciones sociales, culturales, económicas y políticas de una determinada situación histórica. Pero siempre se trata esencialmente de la correspondencia de con­traposición entre pregunta (cada situación aquí y ahora) y respues­ta (el mensaje cristiano).

El hecho de que exista la correlación a que nos referimos no significa que esté siempre asegurado el resultado positivo de la confrontación. Aun en la hipótesis previa de una disposición abier­ta en el sujeto histórico, la luz del evangelio puede no ser percibida o aceptada como respuesta a los interrogantes; o puede ser percibi­da, pero no reconocida como la luz definitiva. La luz del evangelio tiene fuertes competidores en otras luces, como la luz de la razón o la luz de otras ofertas de sentido, sean de índole religiosa o no religiosa.

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3. U N ANUNCIO PARA EL HOY DE LA HISTORIA

Cuando hablamos de anunciar el evangelio para el presente de la historia nos referimos a un trabajo en circularidad que deben realizar los evangelizadores, cuyos referentes son: el análisis de la realidad objetiva mediante los instrumentos científicos correspon­dientes, el descubrimiento en esa realidad de la praxis de fe exis­tente, la proyección de la luz del «hoy» de Cristo obtenida de la Escritura sobre nuestra historia, la reinterpretación desde ahí de la realidad antes analizada y, finalmente, la propuesta de una praxis transformadora.

Las consecuencias o exigencias de este planteamiento son tres. En primer lugar, es preciso conocer la persona humana actual. Un conocimiento lúcido y crítico, pero solidario y «sim-pático» (que siente con). Un conocimiento íntegro: no sólo sociológico, sino también religioso.

En segundo lugar, hay que esforzarse en descubrir e interpretar la acción de Dios: detectar el sentido último de los acontecimientos, proclamar la presencia de Dios en ellos, denunciar su ausencia.

Y, en tercer lugar, reexpresar incesantemente el evangelio en re­lación con las nuevas formas de existencia humana.

La actual situación de la Iglesia requiere una opción decisiva por esta forma de experiencia eclesial, porque el camino empezado en el Concilio de una «Iglesia en relación» es la mejor manera de transmi­tir el evangelio del Reino en la coyuntura histórica y cultural pre­sente. En este programa de mediación consiste precisamente la pro­puesta fundamental del Vaticano II, obligatoria para nuestra época, lo que podríamos considerar «definitorio» en la acción pastoral.

4. U N MODO DE ACTUACIÓN QUE PRIVILEGIA LOS MEDIOS POBRES

¿Cuál debe ser el estilo de presencia de la Iglesia y de sus miem­bros, el modo de realizar lo dicho para que no se desvirtúe la evan-gelización? La respuesta es teóricamente sencilla, pero no fácil de realizar en la práctica. Se deduce de su condición de sacramento universal de salvación. Es decir, una actuación motivada e impul­sada por la fe en Jesucristo resucitado, Salvador, Señor y Mesías. En la actuación evangelizadora la comunidad cristiana no está para ganarse simpatías, ni por simple compasión, sino como sacramen­to de Jesucristo, para realizar el plan salvífico según la cooperación que El quiere.

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Este criterio implica que en la manera de actuar tiene que pre­sentar de forma nítida la imagen de Jesús no sólo por sinceridad, sino por eficacia evangelizadora: la fuerza de la Iglesia está en su sinceridad. Por ello tiene que actuar en pobreza, como Jesús. Ha de alinearse con los pobres, ser la Iglesia de los pobres, confiando sólo en el Espíritu, no alineada con los poderosos, los que deciden por­que tienen la fuerza en sus manos.

Naturalmente, es legítimo aprovechar para la evangelización los medios humanos de mayor eficacia, en la medida en que ello se realiza de forma coherente con el propio evangelio. Sin embargo, cuando se intenta alcanzar poder para hacer prevalecer socialmen-te determinadas «metas espirituales» (que se identifican muy a la ligera con las metas de la evangelización), entonces aparece una gran distancia en relación con lo que exige el seguimiento de Jesús. Pues lo que importa en el anuncio del evangelio no es la construc­ción de una institución poderosa e influyente, sino la llegada del reino de Dios entre nosotros. Y para ello son los pobres y los pe­queños los mejores «multiplicadores»; pues a los pequeños revela el Padre también hoy los misterios del reino de Dios (cf. Mt 11, 25). Proponerse como programa de un grupo cristiano, de una organi­zación confesional (o de muchos individuos unidos, para el caso es lo mismo, a pesar de las coartadas que a veces se nos quieren ven­der), producir efectos supuestamente cristianos de manera indirec­ta a través de posiciones de poder mundano es dar bofetadas al sermón de la montaña.

5. U N CAMINO DE LIBERTAD Y DE SALIDA DEL GUETO

La perspectiva de la esperanza del Reino que nace del com­promiso evangelizador ofrece la garantía de evitar el eclesiocen-trismo. Pues la Iglesia sólo encuentra su sentido teológico en la relación al reino de Dios prometido a los pobres y por medio de ellos a toda la creación. La Iglesia institucional no es la meta del anuncio del evangelio; los caminos de Dios con la humanidad no tienen su desembocadura definitiva en ella, sino en el reino de Dios, donde la voluntad divina de justicia, de paz y de vida se impondrá universalmente precisamente en favor de los po­bres.

La Iglesia no es un sistema cerrado, sino abierto al «Dios siem­pre mayor». Un auténtico sentido eclesial es el que puede relati-vizar a la Iglesia en relación con el Dios siempre mayor, que no

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se puede fijar simplemente en ninguna estructura. Esta es una cuestión central en relación con las corrientes integristas, que utilizan formulaciones macizas para demostrar su obediencia a la Iglesia, y que proponen un modelo eclesial que integra todo en un sistema institucional claramente ordenado desde arriba. La reacción de corte tradicionalista e integrista a los desafíos de la modernidad no ofrece ninguna posibilidad de proporcionar a la fe nuevas formas de vida comunitaria que sean el soporte de la evangelización necesaria; sólo conduce irremisiblemente a una formación para la secta y el gueto. Pero la verdadera espirituali­dad eclesial se nutre tanto de una vinculación práctica a la Igle­sia concreta como también de la anchura de su experiencia de Dios.

La Iglesia es una parte del mundo. Ella no es divina, sino que se encuentra como realidad no divina y criatura libremente asentada por Dios en un relativo frente a frente ante Dios. Pero además vive a partir de Jesucristo en aquella tensión peculiar de la que habla la oración de despedida: ha sido enviada al mundo, aunque no es del mundo (cf. Jn 17, 14, 18), lo cual produce una tensión permanente de concordancia y diferencia, unidad y distancia.

Esta perspectiva escatológica que nace de la experiencia evan-gelizadora es muy descongestionante; relativiza los problemas intraeclesiales, libera del infructuoso aferrarse a ellos, abre a la anchura de las múltiples posibilidades de percibir los signos de Dios en nuestro mundo, hace crecer nueva esperanza incluso en tiempos de gran malestar (¡y malhumor!) eclesial, como son los presentes.

6. EVANGELIZACIÓN Y TRANSFORMACIÓN DE LA REALIDAD

Un rasgo esencial y permanente del anuncio cristiano —y no un apéndice complementario— es la dimensión de transformación de la realidad social. Los creyentes nunca hemos de postergar la tierra por el cielo.

Hoy no podemos plantearnos la evangelización como un anun­cio meramente doctrinal de la buena noticia que hubiera de ser aceptada por la sola razón, al margen de la inteligibilidad que pro­viene de la praxis. El evangelio no es un «saber», sino, como he­mos dicho, «una fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree» (Rm 1,17). El reto principal que tiene hoy la fe cristiana no se encuentra tanto en una interpretación teórica del cristianismo ade-

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cuada a los tiempos nuevos, cuanto en descubrir y aducir una praxis coherente con su teoría, por medio de la cual los cristianos trabajen y ayuden a superar y transformar el cúmulo de los condi­cionamientos sociales que impiden que todos los hombres y muje­res puedan ser sujetos de su propio destino. Sólo desde los retos que plantea la transformación de la sociedad por medio del com­promiso liberador cabe releer y proclamar con sentido los textos bíblicos que pueden despertar la fe.

El gran desafío para la misión evangelizadora de la Iglesia es la credibilidad de la oferta salvífica cristiana, su solvencia evangeli­zadora en relación con los grandes desafíos de este fin de siglo. Los problemas del presente son tales que la credibilidad del evan­gelio que anunciamos se ha trasladado del ámbito de los debates teóricos al de las realizaciones prácticas. Lo que está en juego es la existencia de posibilidades reales de construir una historia de jus­ticia y fraternidad, cuando los datos empíricos demuestran el cre­cimiento exponencial de la injusticia, de la violencia y de la muer­te. Esos datos parece que constituyen la negación histórica de la posibilidad del reino de Dios.

Por eso no puede pensarse en el anuncio de la salvación de Dios dando la espalda a las víctimas de la historia. La comunidad cris­tiana en su relación con la sociedad no puede prescindir de la si­tuación histórica de injusticia e inhumanidad existentes y de las tareas prioritarias para invertirla.

Tal praxis es la oportunidad y la manera de dar razón de la esperanza que portamos (cf. IPe 3,15) como servicio a la humani­dad. Es la forma actual de presencia misionera según el Espíritu de Dios en medio del mundo. Y es el auténtico motivo de credibi­lidad para los hombres de hoy. Para ellos no puede haber apertura a la fe ni actitud de escucha del anuncio que no nazca de la consi­deración del compromiso de la comunidad cristiana en favor de los oprimidos. Sin ese elemento previo no puede existir una vo­luntad de creer que sea verdaderamente humana, ética y respon­sable.

Cuando la praxis real de la comunidad cristiana se verifica en la transformación de la sociedad, la fe no solo se comprueba fecunda, sino que genera relevancia e identidad y produce un potencial in­agotable de sentido que actualiza y hace creíble el anuncio evangé­lico. Es en el terreno complejo pero real e histórico de la praxis donde se verifica la verdad del anuncio.

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PARA PROFUNDIZAR

CONGRESO, Evangelización y hombre de hoy, EDICE, Madrid 1986, pp. 116-128.

J. ESQUERDA, Teología de la evangelización, BAC, Madrid 1995. — Diccionario de evangelización, BAC, Madrid 1998.

C. FLORISTÁN, «Evangelización», en: Conceptos Fundamentales de Pastoral, Cristiandad, Madrid 1983, pp. 339-351.

PABLO VI, Evangelii nuntiandi, 1975.

J. SASTRE, «Evangelización», en: V. M.a PEDROSA, e.a. (dir.), Diccionario de Pastoral y Evangelización, Monte Carmelo, Burgos 2000, pp. 410-423.

J. SOBRINO, «Reflexiones sobre la evangelización en la actualidad», Revis­ta latinoamericana de Teología 13, 1996, pp. 281-305.

Capítulo 6

La Iglesia local, Iglesia católica

Ver CRISIS DE LA IGLESIA LOCAL

1. DESAFÍOS QUE PLANTEA EL CAMBIO DE MODELO

El tema teológico de las Iglesias locales se encuentra en el centro de la crisis institucional que sufre la Iglesia actual como consecuen­cia de la reorientación eclesiológica que operó el Concilio Vatica­no II. Un siglo después del Concilio Vaticano I, la imagen de Igle­sia, uniforme, monolítica, centralista, que concedía legitimidad sólo a las fuerzas centrípetas, ha sido sustituida por las tendencias que van en sentido contrario: las que favorecen una visión de Igle­sia más cercana a la base.

Como indicaremos enseguida, el Concilio no elaboró una teolo­gía de la Iglesia local. Ha sido por la vía práctica (colegialidad epis­copal, sínodos nacionales, asambleas diocesanas, redefinición de los ministerios, etc.) como se ha puesto fin al modelo de «superiglesia», al ideal de una Iglesia calcada uniformemente de la romana.

Al surgir un nuevo modelo de comunión de Iglesias locales, cada una de ellas con su peculiaridad, aunque presididas por otra Iglesia local, la Iglesia de Roma, se ha destapado lo que estaba oculto o disimulado: de un lado, las tendencias centralistas de la Curia que intentan el retorno a una eclesiología vertical; de otro lado, la escasa vitalidad de las Iglesias locales. Así pues, tras el problema de la vinculación de las Iglesias locales y el de la presi­dencia romana, se descubre una cuestión eclesiológica de primer orden: la cuestión de la comunión, el problema de la unidad en la diversidad.

Por otra parte, hoy se percibe cada vez más claramente que no hay análisis posible de la naturaleza de las Iglesias locales si no se tiene en cuenta el pluralismo de las culturas. Y más aún: el grave asunto de cómo se anuncia el evangelio (único anuncio de Jesús) a las diversas culturas. En el fondo está el problema de la incultura-ción del evangelio.

Con lo cual se plantea una nueva perspectiva: no hay evangeli­zación auténtica mientras no haya Iglesias locales consistentes. En

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efecto, el encuentro del evangelio y el mundo no se realiza en abs­tracto, sino en concreto, en una determinada particularidad de am­bos interlocutores. Por tanto, en el marco de la crisis y de la reno­vación de la acción evangelizadora misionera tiene decisiva actua­lidad el tema de la Iglesia local. Todas las urgencias misioneras son flor de un día, si no hay Iglesias locales donde esas urgencias se verifiquen y realicen.

Finalmente, desde la perspectiva de lo que fue para Juan XXIII el objetivo remoto de la renovación conciliar (la unidad de todos los creyentes en Jesús), resulta apremiante la posibilidad de desa­rrollar formas propias que correspondan a una genuina concep­ción de Iglesia local. Sólo será posible avanzar en la línea del acer­camiento entre las diversas confesiones si en la llamada Iglesia ca­tólica hay cabida para formas peculiares de culto, de derecho, de teología. Es decir, si la rica variedad de las Iglesias locales «mues­tra admirablemente la indivisa catolicidad de la Iglesia» (LG 23).

2. PERDURA LA IMAGEN CENTRALISTA

Sin embargo, a pesar de lo dicho, la Iglesia local no es vivida por muchos cristianos como entidad eclesial real y decisiva para su vida de fe. Esa estructura básica de la Iglesia es desconocida por muchos, para quienes la representación que tienen en su mente de manera espontánea al hablar de Iglesia es la totalidad de la comu­nidad cristiana extendida por el orbe, una realidad por encima de las Iglesias locales concretas. La Iglesia se les aparece como perso­nificación de un organismo universal; cuando no, como recapitula­ción de todos los creyentes en su cúspide organizadora que es la jerarquía, donde los obispos son funcionarios del poder universal de jurisdicción que detenta el Papa y las diócesis son una especie de sucursales con delegados puestos para llevar a cabo la planifi­cación que pone en marcha la central. Esta mentalidad está magní­ficamente expresada en aquella definición del Catecismo del P. As-tete: «La Iglesia es la congregación de los fieles cristianos cuya ca­beza visible es el Papa».

La evolución histórica del Occidente cristiano durante el segun­do milenio estuvo presidida por una fuerte afirmación del Prima­do como reacción a diversas fuerzas centrífugas: el conciliarismo, la Reforma protestante, el Estado absolutista moderno, el galica-nismo, etc. Semejante confrontación desembocó en la doctrina del primado de jurisdicción del Papa en el Concilio Vaticano I. Ello

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condujo a una fuerte centralización en derredor de la Iglesia de Roma, frente a la cual las Iglesias locales ya sólo aparecían como establecimientos filiales. La comunión eclesial no consistía en una red de Iglesias locales, sino en una Iglesia mundial que se sintetiza en una sola Iglesia local, la Iglesia de Roma. «Iglesia romana» e «Iglesia católica» se hacen términos sinónimos. La idea de plurali­dad de Iglesias locales desaparece.

Y desaparece también la teología de las Iglesias locales. La Igle­sia se concibe como una gran pirámide cuya cúspide la ocupa el Papa. Él asume el lugar de Cristo, en él se concentra la Iglesia. Los restantes miembros se conciben como las células de un único gran cuerpo, el Cuerpo Místico de Cristo.

3. CORRIENTES EN EL POSCONCILIO

Hoy día suceden otros fenómenos. A algunos la renovación de su sentido eclesial y el despertar de la responsabilidad cristiana (a través de los grupos, las asociaciones, los movimientos, etc.) les ha llevado a la posición opuesta: a cuestionar la institución de las Igle­sias locales tal como existen y a buscar el encuentro con Cristo en una pequeña comunidad concreta, donde se sienten unidos a sus hermanos en la fe. A éstos lo que les interesa —hablando de Igle­sia— es la comunidad pequeña, de escala humana (como se suele decir), el grupo comprometido que vive el evangelio y comparte fraternalmente la Palabra y los sacramentos, al margen de todo ele­mento estructural. La Iglesia local no tiene valor real para ellos.

Otro conjunto lo constituyen los llamados «Nuevos Movimien­tos Eclesiales». Aunque éstos son muy variopintos y difieren entre sí de muchas maneras, tienen también ciertos rasgos característicos que crean problematicidad para la inserción en la comunión de la Iglesia local. Los frecuentes contactos de personas homogéneas en­tre sí por los ideales que les unen pueden llevar a la formación de grupos inclinados a identificar la Iglesia con la propia organiza­ción o movimiento de contornos bien definidos y con una típica experiencia religiosa; se limitan a hacer circular la comunión entre los adheridos, sin abrirse a la comunión con la Iglesia local. De ahí nace la presunción, muchas veces no consciente, de realizar a tra­vés del propio grupo el todo de la Iglesia o, al menos, de represen­tar su parte mejor.

No pueden ocultarse tampoco las corrientes teológicas reduccio­nistas actuales respecto de la Iglesia local. El proceso de centraliza-

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ción que ha padecido la Iglesia católica durante el pontificado de Juan Pablo II ha sido legitimado por una eclesiología que defiende la precedencia esencial de la Iglesia universal sobre la local. Se argu­menta dicha antecedencia en la anterioridad de la intención salvado­ra de Dios sobre la Iglesia una con respecto a la realización empírica de las Iglesias locales. Es un intento de controlar a quienes defienden la simultaneidad de la Iglesia universal y de las Iglesias particulares, el «igualitarismo» entre ellas y el reparto de competencias en la Igle­sia. De esta posición se deriva el que, en lugar de activar un proceso descentralizador en el gobierno de la Iglesia, colegial y corresponsa-ble, se impulsa la tendencia centralizadora, perdiéndose el equilibrio adecuado entre Iglesia universal e Iglesias locales.

En el fondo de este panorama está un problema fundamental: cómo se define para los creyentes su vida real en Iglesia, porque en última instancia los cristianos se reúnen como pueblo de Dios para formar Iglesia en el nivel local. Del panorama descrito puede con­cluirse lo siguiente: dado que la salvación sólo puede hacerse pre­sente y visible en un lugar concreto, porque, según la ley de la Encarnación, aquella es mediada en el mundo concreto del hombre concreto, el desvaimiento del sentido de Iglesia local empequeñece gravemente la condición de signo eficaz de salvación (es decir, la eficacia salvífica) de la misma Iglesia.

Juzgar FUNDAMENTOS TEOLÓGICOS DE LA IGLESIA LOCAL

ELEMENTOS DEL NUEVO TESTAMENTO

Vamos a echar una mirada complexiva a la experiencia primiti­va para captar globalmente cómo los primeros autores cristianos entendían la Iglesia en cuanto comunidad vinculada a un lugar, aunque en comunión católica con otras Iglesias locales. A la varie­dad de tradiciones cristianas de los orígenes corresponden confi­guraciones distintas de las Iglesias locales, así como características, aspectos positivos y limitaciones de cada una de ellas.

1. USO PREPAULINO DEL TÉRMINO EKKLESÍA

Desde las fuentes más antiguas sobre las que se compuso el li­bro de los Hechos de los Apóstoles aparece tanto el uso singular

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como plural del término ekklesía. Dicho término tiene un claro sen­tido de comunidad local, es decir, designa a los hermanos y herma­nas de cada ciudad, a la comunidad de los creyentes que está en un determinado lugar (Hch 5,11; 8 ,1, 3; 9, 31; 11, 26; 14, 23; 20, 28, etc.). Si queremos hablar con propiedad, hemos de afirmar que la Iglesia una y universal no tiene existencia concreta más que en las Iglesias locales.

Lo que debemos destacar es que con toda naturalidad se intro­duce el uso plural del vocablo, conforme las comunidades locales se multiplican (Hch 15, 41; 16, 5). El uso del término en plural (las Iglesias) con absoluta normalidad desde los primeros testimonios del Nuevo Testamento es un hecho significativo teológicamente, aunque la mentalidad eclesiológica de Occidente desde la Edad Media sólo ha entendido el singular (la Iglesia) y durante varios siglos se ha considerado el uso del plural como algo originado en la Reforma protestante.

La clave de aquella situación está en que el movimiento de ex­pansión misionera del cristianismo primitivo se verifica en el en­cuentro del evangelio con la complejidad de los grupos humanos a los que alcanza. La unidad de los cristianos es indivisible, pero se expresa en pluralidad de formas de las comunidades concretas. Las formas de reunión son variadas, pero no engendran división porque expresan una unidad profunda en Cristo.

¿De dónde nace la pluralidad? Sobre todo de tres elementos:

a) De la originalidad espiritual de los apóstoles fundadores de las comunidades.

b) Del encuentro del evangelio con el pagano que aporta su cul­tura y sus valores (una apelación nueva al evangelio, una nueva dimensión del misterio de Cristo).

c) De la «pedagogía»: hay valores cristianos cuya práctica abso­luta no se puede exigir de inmediato sin aplastar a la persona de buena voluntad.

2. LA ENSEÑANZA PAULINA

Tanto en las primeras cartas de Pablo como en sus llamadas grandes epístolas se descubre una problemática idéntica. Apare­ce la pluralidad de Iglesias locales (lTs 2, 14); por ejemplo, de Acaya (Rm 16, 16), de Galacia (ICor 16, 1), de Asia proconsular (ICor 16, 19). El apóstol utiliza también el término ekklesía para designar la comunidad que se reúne en una casa cuando había

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varias iglesias domésticas en una comarca (Rm 16, 5, 14, 15). Aunque pasajes como ICor 12, 18 indican que se daba también un uso más universal, no se puede negar que la acepción de «Iglesia vinculada a un lugar» está en el trasfondo de numero­sos pasajes. Cada una de ellas es la «Iglesia de Dios» (ICor 10, 32; 11, 22; 15, 9), o sea, es «llamada» por Dios y unida estrecha­mente en Dios Padre, por lo que representa en cada lugar al pueblo «de Dios», creado por y en Jesucristo, que es «el Señor» (cf. ICor 10, 22).

Es que, para Pablo, la Iglesia consiste en algo más que la mera unión organizativa o una superestructura espiritual. Es el enraiza-miento del don de la salvación de Dios en un ámbito terreno y humano, histórico y social. Por tanto, en Pablo es normal la idea de pluralidad de Iglesias locales.

Se trata de reuniones con un componente esencial, aunque no exclusivo, de carácter cultual. Esto significa que la comunidad «se actualiza» en el culto común, especialmente en la eucaristía (ICor 11, 18 ss; 14, 23, 34). Esta es la principal automanifestación de la Iglesia. Signo y fuerza del amor es la eucaristía local. La «memoria del Señor» manifiesta y realiza la unidad de los fieles en Él.

Como consecuencia de tal celebración, se determinan exigen­cias muy prácticas que concretan los vínculos de la caridad cris­tiana. Por ejemplo, quien participa en el banquete común y no se cuida de los pobres, desprecia a «la comunidad de Dios». Es de­cir, el ámbito donde se realiza el amor cristiano es la comunidad local.

Ahora bien, toda comunidad, al celebrar el culto eucarístico, en­tra en la unidad del cuerpo del Señor en quien está presente toda la Iglesia: así es como cada comunidad local se inserta en la unidad de la Iglesia del Dios vivo en todo el orbe. Las comunidades, como locales que son, están en un lugar geográfico; pero en su experien­cia concreta sacramental, cultual, están «en el Señor», es decir, en «un lugar» donde no se necesita ningún medio de vinculación ex­terior con las demás (cf. ICor 12, 14-27).

Se ve, pues, que Pablo ha elaborado su eclesiología «desde aba­jo», aunque también le interesa despertar una conciencia de Igle­sia total. Por ello, la edificación de una comunidad local, su cons­trucción espiritual, es un servicio a la Iglesia total, hace que la to­talidad eclesial experimente crecimiento (compárese ICor 12 con ICor 14). El que ejerce un ministerio o realiza un servicio en una Iglesia local sirve también con ello a la Iglesia sin más. Porque toda Iglesia local es la imagen real manifestativa de la Iglesia como

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tal. De ahí que el buen sentido de una comunidad consiste en te­ner presente en su recuerdo a las otras comunidades que bajo la orientación del apóstol se esfuerzan en la realización de la misma existencia cristiana. Incluso se da el hecho de que, cuando una comunidad local no marcha, las otras son punto de referencia eclesial imprescindible.

La reunión comunitaria es expresión del pueblo de Dios de los últimos tiempos, que supera las divisiones terrenas. A la ekklesía pertenecen los hombres y mujeres que tienen a Dios por Padre y por ello constituyen una fraternidad universal. Con otras palabras, aunque en toda comunidad está presente la Iglesia de Dios, sin embargo, cada comunidad local no es ella sola tal Iglesia: ha de vincularse a las otras comunidades que, cada una en su propio lugar, invocan el nombre del Señor Jesús. La participación en el banquete ha de llevar a compartir los bienes con otras comunida­des, especialmente las más pobres, como la de Jerusalén (ICor 16, 1; 2Cor 8-9; Rm 15, 26 ss).

3. RESULTADOS

Basándonos en los datos bíblicos, podemos decir que la comu­nidad de los creyentes se realiza en diversas formas, en distintos planos, en varios grados de densidad. A pesar de sus debilidades y fallos, es la Iglesia «de Dios» que está presente en un lugar; en ella se experimenta en lo concreto que la Iglesia local es «re-pre­sentación», realización de la Iglesia en cuanto tal. Supuesto este elemento esencial, se comprende que cada comunidad local emer­ge de una realidad concreta; la fe queda sellada por cada pueblo, cada etnia, cada entorno geográfico o cultural. Y viceversa, la fe acuña todos esos elementos locales y particulares y los hace «cris-toconformes» en la celebración cultual.

Pero cada comunidad local es Iglesia en la medida en que esté en comunión con las demás Iglesias locales de la tierra habitada. La Iglesia universal se realiza en las Iglesias locales: estas son Iglesia en tanto en cuanto mantienen entre sí la comunión. Al igual que la comunidad local está llamada a conservar su unidad interna, también las Iglesias locales entre sí han de mantenerse vinculadas por la red de la comunión. La unidad de la Iglesia y su pluralidad al tiempo es la resultante conjunta de la «cristo-conformidad» de cada comunidad local y de su contingencia histórico-cultural. Como ejemplo: la unión a Cristo de la Iglesia

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local de Galacia le hace estar unida a la Iglesia de Corinto por­que ésta se encuentra también unida a Cristo y Cristo sólo hay uno, que está en todos aquellos lugares donde se celebra la euca­ristía. Pero la historia y la cultura de los creyentes de Galacia y de Corinto son muy diversas, por lo que ambas Iglesias son dis­tintas entre sí y componen, junto con otras, la pluralidad de las Iglesias.

EL CONCILIO VATICANO II

Hacia los años treinta del siglo xx comienzan a surgir nuevas orientaciones que preparan la reflexión eclesiológica sobre la Igle­sia local: la misionología, con su interés por la indigenización de la Iglesia; la profundización en el sentido del ministerio episcopal; los debates acerca de la renovación de la parroquia; la reflexión sobre la eucaristía como memorial y celebración de la comunidad local. El Concilio Vaticano II (no de la nada, por lo tanto) ha redes­cubierto la realidad de las Iglesias locales como principio estructu­rante de la comunión eclesial católica.

En seis documentos, al menos, se toca el tema, ofreciendo diver­sos elementos ciertamente valiosos, aunque no se elabora una sín­tesis teológica suficiente acerca de la Iglesia local y de la comunión de las Iglesias. Los padres conciliares dieron indicaciones de por dónde se decantaban al preferir, por ejemplo, la expresión «por­ción» y desestimar la de «parte» para referirse a la diócesis (CD 11). Entendían que la Iglesia local diocesana no es «una parte» del pueblo de Dios, sino una «porción» que comprende todas las cua­lidades y todas las características esenciales del todo, cosa que no se puede decir de la «parte».

Facilitaron también la formulación de un discurso en el que se subrayaba la territorialidad como principio objetivo de agrupa-miento, más allá de los criterios de afinidad, pertenencia social, lingüística o nacional: la Iglesia había de realizarse en un lugar de­terminado como condición fundamental de su catolicidad.

En varios textos pusieron de relieve que la Iglesia local realiza dos dimensiones fundamentales de la salvación: la encarnación de la vida de Dios en la historia concreta de los seres humanos y la dimensión de comunión universal entre todos los pueblos por su participación en la misma vida divina. En resumen, puede decirse que el Vaticano II reequilibró la concepción eclesiológica preconci-liar, centralista y piramidal.

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REFLEXIÓN SISTEMÁTICA

1. VINCULACIÓN A UN ESPACIO GEOGRÁFICO DETERMINADO

El punto de partida de toda reflexión eclesiológica es que la Iglesia es una realidad sacramental que se debe al don divino de la gracia y a la respuesta humana de la fe. Ciertamente, la gracia y la fe no están atadas a ningún lugar determinado; por ello la Igle­sia radicalmente no tiene limitaciones de espacio o de tiempo, es «católica» en su esencia.

Sin embargo, la gracia es don de Dios para personas humanas concretas y la fe es respuesta a Dios de personas humanas concre­tas. Ahora bien, las personas humanas concretas están vinculadas necesariamente al espacio y al tiempo. Por eso, la Iglesia no puede ser otra cosa que realización del plan salvador de Dios en un lugar concreto y en una situación histórica determinada. Es decir, la Igle­sia católica universal es siempre y necesariamente en su realización una Iglesia local. Es verdad que la territorialidad, la localización no entra en la definición esencial de la Iglesia, pero condiciona po­sitivamente su verificación. Es decir, el lugar, el territorio geográfi­co, tiene sentido eclesiológico. Es el elemento determinante y la expresión más adecuada y significativa de la localización de la «porción del pueblo de Dios» de la que habla el Concilio (ChD 11). En efecto, lo local, con todo lo que lleva consigo de «contextual» (geográfico, histórico, cultural), pertenece a la materia en la que se encarna con su verdad la Iglesia de Dios.

Resulta sorprendente la continuidad que ha mantenido la tradi­ción en lo referente a la estructura institucional de la Iglesia: la unicidad del obispo al frente de cada Iglesia (al menos desde san Ignacio de Antioquía, t a. 117) coincide con la territorialidad de las diócesis (al menos desde el Concilio de Nicea, a. 325). Esta organi­zación pretendía romper divisiones entre grupos humanos, hacien­do verificable la unidad en la pluralidad, es decir, la catolicidad. De haberse organizado la Iglesia sobre un principio distinto de la territorialidad, fácilmente se habría caído en el espíritu de gueto, en una concepción de la Iglesia como una especie de club cuyos miembros se eligen mutuamente. No olvidemos que el peligro de concepciones sectarias de la Iglesia subsiste aún hoy.

Sin embargo, para lograr un verdadero sentido de Iglesia, es preciso vivir la experiencia de ser un pueblo que Dios reúne, un pueblo normalmente diverso, con diversidades culturales y de clase, de lengua o raza, con antagonismos y confrontaciones. Esta

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experiencia se realiza cuando en el seno de una Iglesia local se expresan y comunican entre sí las diversas formas de vivir la fe cristiana.

2. ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DE UNA IGLESIA LOCAL

Los indica el Concilio Vaticano II en el Decreto sobre el ministe­rio pastoral de los obispos (ChD 11). Son los cuatro siguientes:

El Espíritu Santo

El primer signo de eclesialidad de los discípulos de Jesús agru­pados en un territorio es el derramamiento del Espíritu Santo. La recepción del Espíritu es parte de la entrada en la comunión de los creyentes (H 2, 38; 8, 15-17; 9, 17; 15, 8; 19, 5-6). Este va guiando a las Iglesias desde su nacimiento, es el verdadero protagonista, por encima de los mismos actores principales. De ahí que todos los pasos importantes que se dan en una comunidad local son dirigi­dos por esa presencia envolvente del Espíritu. Podría decirse que Dios tiene un plan en el cual la Iglesia camina con seguridad por la guía del Espíritu. El futuro está en sus manos, como lo está el pre­sente.

La conciencia de la prioridad del Espíritu debe llevar a conside­rar la Iglesia como comunidad de carismas y ministerios, todos ellos fruto del mismo Espíritu, donde todos son corresponsables en la construcción del templo de Dios. Este principio implica que la vida eclesial debe estar guiada por el reconocimiento mutuo de sus miembros.

Si el Espíritu es quien rejuvenece y renueva continuamente a la Iglesia local, ésta debe ser una realidad siempre rehaciéndose des­de las experiencias originarias como re-creación del Espíritu Santo. La presencia movilizadora del Espíritu hace que la Iglesia local no puede ser fiel a sí misma sino en renovación constante, en transfor­mación histórica permanente.

El evangelio anunciado

La Palabra se recibe plenamente en cada Iglesia local, se consti­tuye en centro de su vida en el corazón de los creyentes y es anun-

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ciada al mundo. Se trata de la buena noticia de la salvación que ha de ser proclamada hasta los confines de la Tierra, que provoca la conversión individual y comunitaria y se traduce en una praxis que transforma el mundo.

El anuncio del evangelio provoca una confrontación de los dis­cípulos de Jesús con el mundo que perdura hasta su retorno. Tal confrontación y desafío, que muchas veces causa la cruz de los cre­yentes individuales y de la propia Iglesia local, se realiza en la vida pública, en la esfera social y política; no es sólo un hecho privado. Ahora bien, a pesar de lo que pudiera parecer a primera vista, tal confrontación persigue la reconciliación y la comunión entre los individuos y los grupos, porque busca romper y superar toda for­ma de discriminación, de opresión o violencia, de racismo e injus­ticia. Por ello, en definitiva, el anuncio del evangelio es proclama­ción de la gracia del Señor (cf. Le 4, 16-22) e instaura relaciones de comunión entre los hermanos y de ellos con Dios Padre.

El bautismo y la eucaristía

Como nota inicial y fundamental de identidad y pertenencia a una Iglesia local hay que nombrar en primera línea el bautismo, que es expresión pública de la fe. Fe y bautismo fundamentan la perte­nencia a Cristo que realiza la salvación (Me 6,16; cf. Hch 2, 41; Ga 3, 26 ss). Si la fe en Jesucristo es la disposición irrenunciable para tener parte en la salvación, el bautismo es el signo visible de la alianza y la confirmación de esta asunción en el acontecimiento salvífico divi­no en Cristo y en la comunidad que se constituye con ello.

Ese signo inicial y fundamental de pertenencia a la Iglesia local tiene su plenitud en el banquete del Señor. Como nota constitutiva de pertenencia a la comunidad cristiana se encuentra desde el principio y de manera absolutamente central la participación en la celebración del banquete del Señor. Los creyentes en Jesús, bauti­zados en su Espíritu, se reúnen en un lugar para celebrar su libera­ción conmemorando la Pascua del Señor (cf. Hch 2, 42, 46; ICor 11, 17 ss). En la reunión cultual se concentra realmente a modo de punto focal lo que la comunidad significa bajo el consuelo y la exi­gencia de Jesucristo. Su fuerza fundante de comunidad no sólo im­pulsa la formación de una identidad de grupo específica en un ni­vel sociológico, sino que además mantiene en el recuerdo de forma permanente el pensamiento de haber sido fundada por Jesús y el conocimiento de su última referencia a Cristo y a Dios.

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Para el apóstol Pablo, la comunidad cristiana, expresada en la imagen del «cuerpo de Cristo», ensamblado a partir de muchos miembros individuales necesariamente diferentes (ICor 12,12 ss.), se realiza propiamente por su reunión en la celebración del ban­quete del Señor. La eucaristía unifica a los creyentes de un lugar en su diversidad por la comunión en un solo pan y un solo cáliz, que es comunión del único «cuerpo de Cristo» (cf. ICor 10, 16-17).

La plenitud de los dones de gracia para la edificación mutua (ICor 11-14) se manifiesta como fruto de la celebración del banquete del Señor. La celebración eucarística es la plenitud del don de Dios a su pueblo; por eso manifiesta de la manera más visible la plenitud ecle-sial de la Iglesia local. Ella es la fuente decisiva del cuerpo eclesial.

Por tanto, la Iglesia local, nacida de la eucaristía, es la manifes­tación en un lugar del cuerpo único e indivisible de Cristo (cf. LG 26,1). Desde esta perspectiva eucarística ha de enfocarse el proble­ma de la unidad eclesial. Cada Iglesia local que celebra la eucaris­tía vive su realidad de cuerpo de Cristo en comunión con todas las otras Iglesias locales que componen el único cuerpo de Cristo a través del espacio y también a través del tiempo.

El ministerio episcopal

Los tres elementos anteriores se anudan, se unifican y encuen­tran su criterio de discernimiento en este cuarto elemento. En efec­to, la efusión del Espíritu está vinculada a los apóstoles en el libro de los Hechos; la autenticidad de la predicación evangélica, a la autoridad apostólica; la celebración de la eucaristía, a la presiden­cia del ministerio episcopal. Por tanto, sólo puede darse Iglesia lo­cal donde hay un ministerio pastoral legítimo y en comunión.

Pero, como se percibe por lo dicho, el ministerio tiene una fun­ción subordinada y «ministerial» en relación con los otros tres ele­mentos esenciales de la Iglesia local: está a su servicio para la cons­trucción de la misma.

El ministerio es el punto de cristalización de cada Iglesia local y, al mismo tiempo, la embocadura hacia la Iglesia católica. El ministe­rio del obispo, en quien se hace presente simbólicamente el colegio episcopal, tiene en la Iglesia local la misión de integrar en la comu­nión la red de las diversas comunidades cristianas y, al mismo tiem­po, abrirlas a todas las dimensiones de la eclesialidad. El ministerio nace en y pertenece a la Iglesia local, no viene de fuera; pero signi­fica su apertura universal, la comunión con todas las Iglesias.

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Actuar CONSIDERACIONES DE CARÁCTER PASTORAL

1. EL MODELO PECULIAR DE UNIDAD ECLESIAL: TENSIÓN ENTRE DOS POLOS

Una gran lección de la historia de la Iglesia es la del retorno constante de la tensión entre dos fenómenos concomitantes: la di­versidad de tipologías eclesiales y la unanimidad de la adhesión. La primera con su tendencia disgregadora; la segunda con su ten­dencia centralizadora.

Según lo dicho en la segunda parte, la Iglesia local resulta de una concentración de la Iglesia en el «acontecimiento» de la Pala­bra, de la eucaristía y del Espíritu que suscita el amor entre los hermanos. Por ello, la unidad de la Iglesia debe comprenderse a partir de las Iglesias locales en las que acontece la predicación de la Palabra, la celebración de la pascua salvadora de Jesús y la en­trega de servicio al mundo, bajo la presidencia de los sucesores de los apóstoles, por lo que realizan diversamente, pero totalmente en cada lugar, la plenitud de la Iglesia. Se trata, por tanto, de una uni­dad orgánica y pluralista, realizada por sucesivas concentraciones de misión y de responsabilidades a escala cada vez mayor.

La Iglesia del futuro será inexorablemente más dispersa. Ello conllevará el ser menos monolítica; no se concebirá a sí misma como una monarquía universal, sino como comunión de Iglesias locales. Las Iglesias locales han de tomar mayor importancia y ad­quirir la autonomía que les corresponde.

Existe una queja generalizada —que incluso se ha manifestado públicamente en alguno de los sínodos episcopales— de que a las Iglesias locales se les restringen innecesariamente sus posibilida­des de configurar la pastoral con regulaciones universales; por ejemplo, en lo referente a la celebración litúrgica. Pero si en la Igle­sia se tomara más en serio la enseñanza del Concilio, podrían dar­se efectos considerables para la acción evangelizadora de la Iglesia en cada lugar; siguiendo con el ejemplo: el culto sería más adapta­do a la idiosincrasia de cada pueblo y, por tanto, más verdadero.

Este modelo de unidad que proponemos conlleva algunas exi­gencias prácticas. El problema de la multiplicidad de «sujetos eclesiales» en los que se encarna el único sujeto de la Iglesia sa­cramento se vincula estrechamente al problema de la eclesiología de la comunión, sobre el que hablaremos más extensamente en otro capítulo. Pero ha de quedar claro desde ahora que es necesa­rio ofrecer condiciones de posibilidad para que la unidad de la

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Iglesia se construya así, como comunicación e intercambio y no exclusivamente como obediencia bajo la autoridad de uno solo. Lo cual requiere mayor descentralización, que las iniciativas loca­les tengan oportunidad de nacer y desplegarse para luego poder ser asumidas. Es decir, que las Iglesias locales gocen de la autono­mía que les corresponde por estar presididas por sucesores de los apóstoles. Esta afirmación no debe entenderse como una invita­ción a la arbitrariedad. La experiencia de comunión es un proceso producido por el Espíritu, en el que quienes toman parte apren­den a aceptarse como mutuamente responsables de su propia identidad. Y el Espíritu otorga a la Iglesia una vida que asume las diferencias sin negarlas. El Espíritu es siempre principio al mis­mo tiempo de identidad y de diferencia. La comunión pide que la vida de la Iglesia derive sustancialmente de la mutua entrega, del transmitirse unas a otras las riquezas vividas por cada Iglesia lo­cal, sea a través de los siglos, sea a lo ancho de la geografía. De ahí se deriva que los principios y factores de construcción de la Iglesia son dones del Espíritu, tiene carácter preeminentemente carismático, son prioritarios sobre la estructura jurídico-institu-cional.

Cada Iglesia local tiene un papel irreemplazable en la comunión universal. Puede considerarse como signo de la madurez de las Iglesias locales en respuesta a las exigencias de la historia el que sean capaces de ejercer con otras Iglesias locales un verdadero in­tercambio de comunión.

En la medida en que, rompiendo con la uniformidad centralista, crezcan las singularidades locales y se acepten como legítimas, el reconocimiento eclesial planteará problemas: las adaptaciones cul­turales, las reflexiones doctrinales llevadas en tal dirección, las op­ciones pastorales, etc., tallarán la personalidad eclesial de manera que no siempre será fácil el mutuo reconocimiento eclesial. La his­toria ecuménica es una memoria dolorosa de interrupciones del mutuo reconocimiento, excomuniones recíprocas, etc., muchas ve­ces no comprensibles desde la perspectiva de una correcta plurali­dad de Iglesias locales.

Resumiendo, el carácter necesariamente local de la autorreali-zación de la Iglesia en la eucaristía excluye varios modelos de unidad: una imagen de Iglesia como una gran diócesis para todo el mundo; la cuadriculación de la Iglesia universal en territorios particulares por necesidades técnicas de administración; una Iglesia de alianzas entre comunidades autónomas que colaboran según su propia medida y voluntad. Para decirlo con términos

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más cercanos a nuestra mentalidad, tan inaceptable es el modelo de unidad de un Estado unitario dividido en provincias como el de una suma de Iglesias locales que constituyeran una especie de federación ecuménica, como el de una gran multinacional con amplia red de sucursales. La Iglesia tiene su modelo propio de unidad, que es el que parte del centro de la celebración eucarís-tica y de la presidencia episcopal de la misma. La Iglesia católica resulta por un crecimiento en convergencia por comunión de las Iglesias locales.

2. LA IGLESIA SIEMPRE ES UNA REALIDAD «LOCALIZADA»

La afirmación de que la Iglesia se historiza en el lugar y el tiem­po donde se proclama la palabra del Señor y se celebra la eucaris­tía es de importancia decisiva.

La referencia necesaria al «aquí y ahora» en que la Iglesia «acontece», asumiendo sus valores y sus problemas de forma que esa realidad concreta se convierte no ya en mera circunstan­cia, sino en parte constituyente de la Iglesia como signo eficaz de salvación para el mundo, ha hecho que de pronto los proble­mas locales se conviertan en problemas eclesiales. De ahora en adelante la conciencia de la Iglesia se vivirá, y la ciencia de esa conciencia (es decir, la eclesiología) se elaborará en referencia constante e insoslayable a tales problemas particulares de cada Iglesia. En consecuencia, es necesario tener en cuenta la autono­mía de cada Iglesia local, construida sobre una determinada cul­tura.

Este redescubrimiento no ha terminado aún de desarrollar sus consecuencias; y tampoco resulta fácil, dadas las tendencias cen­tralistas que están en el ambiente. Pero ya se intuye la revolución copernicana que esto puede significar para la eclesiología.

3. IGLESIAS LOCALES Y CULTURA DE LOS PUEBLOS

La teología de la Iglesia local está esencialmente vinculada a la cuestión más amplia de las relaciones entre la fe y la cultura, entre evangelización e inculturación. En efecto, no basta con im­plantar las estructuras de la Iglesia local para que los medios de salvación (la palabra y los sacramentos) lleguen a todos los hombres y mujeres de buena voluntad. Es preciso que los cre-

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yentes de dicha Iglesia local tomen a su cargo la humanidad y el mundo que les corresponde, asuman las condiciones cambian­tes de la historia, los nuevos valores culturales, las comunidades humanas recientes para injertarlo todo en el misterio del Cristo total.

Cada Iglesia local, Iglesia de Cristo encarnada en un pueblo, toma a su cargo la porción de humanidad que le ha sido confia­da, con su historia y su cultura, para constituir con ella y de ella un pueblo de Dios. Lo cual significa una Iglesia en diálogo hu­milde y continuo con la cultura y la tradición viviente del pueblo en cuya tierra ha sembrado la semilla del evangelio y ha hundi­do sus raíces. Tiene que producirse el encuentro entre la Buena Noticia y la realidad cultural (política, social...). La salvación que cada pueblo ha de confesar se realiza en su ámbito humano y cultural.

A ese proceso se llama inculturación: es la inserción o encarna­ción de la experiencia cristiana de una Iglesia local en la cultura de su pueblo, de tal manera que dicha experiencia no sólo se expresa en los elementos de tal cultura (es decir, se acomoda, se adapta a ellos, que es el primer paso), sino que se convierte en fuerza que anima, orienta e innova a la cultura autóctona. El evangelio germi­na en una cultura transformándola.

Y viceversa, la Iglesia local se alimenta de la cultura autóctona, expresa en sus moldes el mensaje evangélico y enriquece así a la tradición viva de la Iglesia católica. Los llamados a la fe en el seno de la cultura en que el evangelio ha sido sembrado le dan una nue­va expresión. Se produce una más profunda comprensión y rique­za de la fe poseída y los valores cristianos son actualizados, vivi­dos con mayor riqueza.

Este proceso de encarnación, análogamente a lo que sucedió con la encarnación de Jesús, conduce a la cruz. La Iglesia local no ha de aceptar indiscriminadamente todos los aspectos de la cultura en la que se inserta. La integración en la Iglesia perfecciona, lleva a su mayor plenitud lo ya existente y válido, aunque incompleto y mezclado, purifica lo negativo y potencia lo positivo. Asumiendo la realidad humana desde sus raíces, pretende sanar aquellos me­canismos que cierran a las culturas sobre sí mismas, que les hacen mantener intereses de dominación o que producen efectos destruc­tores de la persona.

Por otra parte, no existe inculturación definitiva, pues el mundo de la cultura es móvil. Incluso allí donde se ha llegado a una armo­nía estimable entre el evangelio y la cultura de un pueblo, siempre

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hay que reemprender un movimiento de inculturación nueva y más profunda. Nuevos encuentros se producen entre el evangelio inculturado y sectores que hasta entonces nada habían solicitado a la fe cristiana.

Esta cuestión de la relación entre Iglesia local y su mundo con­creto es un punto neurálgico en la búsqueda de un pluralismo le­gítimo en el seno de la unidad. Como las culturas son múltiples, atender seriamente a la inculturación significa reconocer una autén­tica pluralidad en la Iglesia.

En el seno de algunas Iglesias locales, especialmente las más receptivas a la inculturación del evangelio en Asia y África, se está llevando adelante una reflexión teológica autóctona que, fiel al Concilio como fuente de inspiración y como punto de referen­cia, se propone elaborar una nueva teología y un nuevo modelo de eclesiología, más conformes a las legítimas aspiraciones de los creyentes de las Iglesias respectivas. Es preciso abrir caminos nuevos para enriquecer la eclesiología posconciliar con elementos autóctonos que provienen de la experiencia de la fe de las comu­nidades eclesiales respectivas y de la reflexión estrictamente teo­lógica realizada en esas Iglesias locales a partir de su situación concreta.

4. IGLESIA LOCAL, IGLESIA CATÓLICA

Para bastantes creyentes entre nosotros la apelación «Iglesia ca­tólica» indica la extensión universal por todo el orbe terráqueo. La catolicidad de la Iglesia es un sinónimo de universalidad y no se atribuye a las Iglesias locales. Estas se reducen al territorio corres­pondiente que, por naturaleza, es limitado.

Ahora bien, una concepción eclesiológica según la cual la Igle­sia católica resulta de la suma cuantitativa, o de la yuxtaposición, de Iglesias «particulares» es errónea. Catolicidad indica desde la antigüedad la pretensión de universalidad de cada comunidad his­tórica particular con respecto a la mediación de la salvación y la verdad. Con otras palabras, que cada comunidad cristiana es la mediadora de toda la plenitud de la verdad divina y de la salva­ción regaladas por Cristo. En la línea de la Iglesia antigua, la cato­licidad no es la mera extensión de la Iglesia a todos los rincones del mundo, sino que nace de la relación de hombres y mujeres, razas y naciones, clases y culturas con la vida en Cristo. Sin esta realidad que llamaríamos vertical, no tiene valor la extensión hori-

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zontal. Por ello, la catolicidad no ha de ser vista como la mera uni­versalidad cuantitativa, sino como la presencia de la totalidad de Cristo por el Espíritu en cada lugar, la experiencia del todo hecha en las Iglesias locales.

En consecuencia, la catolicidad no debe confundirse con un humanismo universal, tal como lo pueden entender otras formas de universalismo secular propias de la sociedad internacional en estos comienzos del siglo xxi. La catolicidad consiste en la im­pregnación del mundo entero del don del Espíritu y de la vida en Cristo, por el cual se realiza la comunión con Dios. La Iglesia ne­cesita cierta audacia para proponer su propio proyecto de unidad católica frente a los medios de unificación universal propuestos por la sociedad profana, que a primera vista parecen mucho más eficaces. Pero tal audacia se justifica desde la fe que nos asegura que, por la Pascua de Cristo y el envío de su Espíritu, la Iglesia impulsa una comunidad de nuevas criaturas que ha de alcanzar dimensiones cósmicas.

La catolicidad no es una dimensión exterior de la Iglesia, sino una cualidad interior poseída tanto por el conjunto como por cada Iglesia local, incluso por cada comunidad cristiana y por cada miembro de la misma en tanto esté inserto realmente en ella, en virtud de la cual el todo está presente en cada una de las partes que tienen relación unas con otras. No es sólo la gran Igle­sia la que es católica por ser universal en su extensión, sino que lo es cada Iglesia local. Así pues, la catolicidad es un «devenir» que consiste en la manifestación de los dones de vida y verdad de Cristo a través de más seres humanos, más culturas, más va­lores.

Cada uno no es el todo, pero tiene en sí al todo y está conforme con él; comulga con el todo y con cada una de sus partes. El espí­ritu de catolicidad consiste en comportarse como solidario de un todo más pleno, en razón precisamente de que cada Iglesia local, cada comunidad, lleva el todo en sí.

Importa mucho subrayar que la catolicidad es una tarea que no puede realizarse por la Iglesia universal entendida de forma abs­tracta. Son las Iglesias locales las que en su multiplicidad extendi­da por el «orbe católico» toman a su cargo de manera multiforme la realidad humana total y, por la comunión entre ellas, alcanzan la auténtica catolicidad. Por eso, la catolicidad sólo se realiza cuando las Iglesias locales asumen con plena responsabilidad las exigen­cias de su propia historia particular, en intercambio de caridad con las otras Iglesias locales.

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PARA PROFUNDIZAR

J. O. BEOZZO, «El futuro de las Iglesias particulares», Concilium 35, n.° 279, 1999, pp. 171-188.

H. LÉGRAND, «Teología de la Iglesia local», en: B. LAIRET y F. REFOULÉ (dirs.), Iniciación a la práctica de la Teología, III, Cristiandad, Madrid 1985, pp. 138-175.

H. DE LUBAC, Las Iglesias particulares en la Iglesia universal, Sigúeme, Sala­manca 1972, pp. 31-71.

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ca 1999.

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Capítulo 7

La misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo

Ver SITUACIÓN DEL LAICADO DESPUÉS DEL CONCILIO VATICANO II

Como en cualquier análisis de la realidad, el presente de la Igle­sia en lo que se refiere al laicado no es blanco o negro, sino gris: en él se alternan aspectos oscuros con otros luminosos. Hagamos una descripción, aunque sea esquemática, de algunos elementos que caracterizan dicha situación.

1. ASPECTOS PROBLEMÁTICOS

La Acción Católica tradicional, así como la de los movimientos especializados, tuvo una profunda crisis al terminar el Concilio, de la que aún no se ha recuperado. Y ello ha sucedido en momentos en los que su presencia y actuación hubiera sido particularmente importante en un mundo político y económico donde se han pro­ducido cambios de gran alcance. Con su debilitamiento la sociedad ha perdido uno de los mejores medios de formación de políticos cristianos. Es difícil de comprender las escasas aspiraciones al com­promiso y a la acción sociopolítica por parte de los laicos cristianos en su conjunto.

Muchos Movimientos han entrado en crisis, bien por la escasez creciente de miembros, bien porque no se habían preparado con tiempo para formar dirigentes competentes en una nueva situa­ción eclesial y social.

Por su parte, los llamados «Nuevos Movimientos», que han proliferado y son muchos en número, están menos preocupados por la actuación directa en el ámbito temporal que por las necesi­dades pastorales. Caracterizados por sus actitudes conservadoras, han encontrado un apoyo mayoritario por parte de la Jerarquía. Entidades cohesionadas y con fuerte identidad, muchos de ellos se encuentran aislados en sí mismos y no se han integrado en una

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acción apostólica concertada, incluso provocan tensiones con otros grupos laicales en el interior de las diócesis.

La situación de las parroquias muestra un estado peculiar. En muchas de ellas se ha dado preferencia a ciertos grupos, que no plantean a los curas los problemas de una organización «transver­sal» como la Acción Católica y son más fácilmente manejables por los curas (por ejemplo, los grupos carismáticos, la Legión de María, etc.). A este respecto, hay que darse cuenta de que el clero ha enve­jecido muy fuertemente y no tiene ni el tiempo ni la energía para actuar como consiliario e inspirador de los grupos según el estilo hoy necesario. Además, la constitución de consejos parroquiales y comisiones de diversa índole ha privado a muchos movimientos de militantes que ahora se dedican a ese campo de trabajo.

La creciente escasez de presbíteros ha hecho que un número cada vez mayor de laicos se comprometan en el trabajo pastoral intraeclesial, en los llamados «ministerios laicales». Ello resta tam­bién fuerzas al apostolado en el ambiente, en las tareas de la ciu­dad temporal.

Muchos laicos que conocen bien los importantes documentos del Concilio sobre el laicado han esperado en vano las indicaciones, la cercanía y el impulso de la Jerarquía para cumplir su misión en la sociedad. Parece que a ella le interesa prioritariamente la comunidad cristiana, en actitud de defensa de los bastiones frente al enemigo ex­terior. A este respecto, hay que decir también con franqueza que mu­chos jóvenes laicos que desean participar en los Movimientos Apostó­licos no han vivido el entusiasmo por el Concilio de la generación anterior y no tienen casi ninguna noción de sus orientaciones.

Por fin, existe un malestar generalizado, precisamente entre los laicos comprometidos, frente a viejas y nuevas formas de manifes­tación de clericalismo, que muestra que, a pesar de las enseñanzas conciliares, se sigue manifestando la tutela paternalista de los clé­rigos sobre los seglares. La línea vertical que se quiere imponer y que exige obediencia como criterio básico de eclesialidad prueba que el discurso del Vaticano II sobre el pueblo de Dios, único e igual, todavía no ha sido suficientemente asumido y aceptado, para perjuicio de la Iglesia y de su misión.

2. DATOS POSITIVOS

En términos generales hay que afirmar sin lugar a dudas que la experiencia y la enseñanza del Concilio han modificado profunda-

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mente la presencia y la acción de los laicos tanto en la Iglesia como en el mundo. Ellos son conscientes del momento crucial que viven y de las oportunidades y posibilidades que tienen.

Se sienten movidos a comprometerse más conscientemente en el mundo con objeto de llevar la inspiración cristiana a todos los ámbitos de las estructuras temporales, incluso mediante acciones concretas.

Se ha impulsado el acceso de los laicos y laicas a los estudios y la especialización teológica; no son pocos los que ya ejercen como profesores de facultades eclesiásticas.

Se han promovido los consejos pastorales con mayoritaria par­ticipación de laicos y se han suscitado nuevas formas de colabora­ción entre laicos y ministros ordenados. Se han instaurado los «mi­nisterios encomendados a laicos», que han sustituido muy favora­blemente a los presbíteros en las actividades pastorales que no exigen la presidencia del sacramento de la eucaristía.

En las llamadas Iglesias jóvenes (Asia, África, América Latina) los laicos son testigos y anunciadores eficaces del mensaje de Jesús. La difusión del evangelio y las conversiones se deben a laicos y, sobre todo, a laicas, catequistas, esposas y madres.

3. LA TRADUCCIÓN CONCRETA DE LAS AFIRMACIONES FUNDAMENTALES DEL CONCILIO

La enseñanza conciliar acerca del pueblo de Dios, de la verda­dera igualdad de todos los bautizados con las diferencias específi­cas según la misión y del papel activo de todos los creyentes en las configuración de los servicios y ministerios en la Iglesia se refleja de forma insatisfactoria en la normativa eclesial presente.

En primer lugar, las instituciones de corresponsabilidad del pueblo de Dios, como los diversos consejos de nivel parroquial o diocesano, han sido concebidas de forma jurídicamente insuficien­te. Fueron creados en conexión con el Concilio como espacio insti­tucional en el que puede y debe articularse la participación de todo el pueblo de Dios en la misión. El sentido y la meta propuestos para estos organismos es el de velar por la representatividad y la contribución de todos. Sin embargo, en la configuración jurídica de esas instituciones representativas del pueblo de Dios en el derecho posconciliar está prevista exclusivamente una colaboración en for­ma de consejo; de ninguna manera se ha consagrado la competen­cia para la deliberación y la codecisión. Por tanto, hay que decir

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que no está garantizado jurídicamente lo que exige la enseñanza conciliar sobre la verdadera igualdad de todos los creyentes a cau­sa del bautismo. La disposición para el diálogo de los ministros de la Iglesia, por una parte, y la participación de los demás creyentes en las decisiones, por otra, no están fundamentadas estructural y jurídicamente de forma que puedan ser reclamadas judicialmente. Sólo dependen de la buena voluntad del obispo o del párroco co­rrespondiente. En la Iglesia católica sigue sin existir un marco jurí­dico en el que pueda articularse de manera vinculante la verdade­ra igualdad de todo el pueblo de Dios.

En segundo lugar, tampoco la configuración jurídica de los ser­vicios y ministerios eclesiales refleja la enseñanza acerca de la ver­dadera igualdad de todos los bautizados. Pues tanto antes como ahora se atribuye a los clérigos en casi todos los asuntos eclesiales un papel insustituible, de forma que la participación propia de los laicos se tambalea. Sólo en casos de excepción, sobre todo en razón de la falta de presbíteros, los ministerios están abiertos a los demás creyentes; por ejemplo, las celebraciones dominicales sin presbíte­ro, la predicación (y ello con muchas cautelas), el enterramiento, la administración de la comunión a los enfermos, la preparación a la recepción de los sacramentos, la actuación como juez eclesiástico, la enseñanza de la teología.

Tercero, asimismo la verdadera igualdad de todo el pueblo de Dios es casi en absoluto inexistente en la provisión de ministerios importantes en la Iglesia. En la decisión acerca de la provisión de un párroco, un obispo, el papa, todo sucede en la soledad de los ministros ordenados y no se concede a los laicos ni siquiera un papel de consejo. Precisamente en tales posiciones claves la verda­dera igualdad de todos los bautizados debería exigir que participa­ran en el proceso de elección muchos creyentes, lo más representa­tivos que fuera posible.

4. ALGUNOS DESAFÍOS DEL MOMENTO HISTÓRICO PRESENTE A LOS LAICOS CRISTIANOS

El proceso de secularización ha hecho perder todo apoyo social a las opciones religiosas. El cristianismo sociológico retrocede a toda marcha y grandes sectores de la población rompen o se dis­tancian de cualquier fe; aumenta el agnosticismo y el ateísmo prác­tico. Esta situación deja mucho espacio para la actuación de los laicos, pero el desafío consiste en que deben actuar en la vida pú-

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blica como ciudadanos, argumentando con criterios racionales y culturales, éticos y no teológicos, que sean plausibles para todos los demás ciudadanos.

La tendencia en nuestra sociedad a buscar la comodidad se va acentuando. La sociedad de consumo y la industria del tiempo libre que la acompaña (el deporte, las vacaciones, etc.) compiten y causan graves problemas a la Iglesia. En el pasado la miseria enseñaba a orar, hoy el bienestar vacía los templos. Muchos laicos (y muchos curas, desde luego) no saben afrontar la sociedad de consumo; con su crítica permanente y sin alternativa parece que quieren ahogar la alegría de vivir, provocando el alejamiento de la Iglesia. Este es un gran desafío: ¿se puede contribuir a responder a las necesidades de las personas, ayudarles a que sean felices, aprender a valorar el éxi­to, y al mismo tiempo recordar siempre el deber de compartir lo que se posee y prevenir contra la sumisión a los bienes de este mundo?

Nuestra sociedad se encuentra cada vez más marcada por la influencia de los medios de comunicación, la radio, la televisión, la prensa, los juegos electrónicos... Esos instrumentos han entrado en competencia con los esfuerzos de la Iglesia para anunciar el evan­gelio. Nuevo desafío para los laicos: ¿es posible aportar al sistema actual una ética mediante la cual se pueda dominar la adicción a los medios, mantener el espíritu crítico frente a la dominante eco­nomía que gobierna sus contenidos y utilizarlos positivamente para el anuncio de la Palabra?

En los debates sociales del presente crece día a día la preocupa­ción por la naturaleza y el medio ambiente. El desafío aquí está en colaborar con personas de todos los credos a la creación de las con­diciones básicas que permitan el logro de esos objetivos: «la justi­cia, la paz y la protección de la creación».

El papel de la mujer ha tenido cambios fundamentales en todos los campos de la vida y sigue evolucionando a pesar de los contra­tiempos que ocasionan las políticas fundamentalistas. Afrontando grandes dificultades, las mujeres conquistan un lugar en amplios campos de la cultura, la ciencia, la empresa, la economía, la políti­ca. El desafío de los laicos cristianos consiste en contribuir a que se elimine toda discriminación de la mujer en cualquier ámbito: labo­ral, jurídico, social. Por desgracia, muchas veces los varones católi­cos son los que dificultan la aceptación de la nueva función de la mujer y se resisten a considerarla igual en todo y no sometida, como ha sido tradición. Las mujeres, esa mayoría marginada del cristianismo, reclaman el pleno reconocimiento eclesial similar al que se está dando en la sociedad. Es un enorme desafío al cristia-

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nismo patriarcal, la teología machista y la manera de entender la autoridad totalmente masculina. La alabanza puramente retórica de la doctrina oficial respecto del papel de la mujer en la Iglesia contrasta con la realidad eclesial, donde en todos sus ámbitos se da la subordinación de la mujer al varón.

El desarrollo de la democracia en nuestro país, aún endeble, exi­ge estar presente para que los principios democráticos estructuren toda clase de organizaciones y todos los campos de la vida. De una manera especial se plantea el problema del control del poder y del ejercicio del poder.

En la vida social y política de la mayoría de los países desarro­llados, donde el pluralismo social es un hecho indiscutido, se han llegado a «depurar» los principios básicos sociopolíticos de la di­mensión de los valores religiosos e incluso éticos. Muchos laicos han luchado en este terreno con tenacidad y valor, pero en vano. La economía mundial, caracterizada por una competencia perma­nente que arrumba a los más débiles, se construye sobre el aumen­to de producción, el atractivo del beneficio, el progreso meramente técnico. Los desafíos que se plantean a los laicos cristianos son evi­dentes. El mundo hoy exige una rápida aplicación del progreso para el bien de la humanidad.

En la misma línea, los avances técnicos se apresuran exponencial-mente y nadie sabe dónde llegarán. La aplicación práctica de las tec­nologías clave (por ejemplo, la biotecnología) están produciendo una reestructuración vertiginosa de la vida personal, tanto individual como social. Los laicos que trabajan en los campos de la ciencia y de la técnica se encuentran ante el ímprobo trabajo de, por una parte, colaborar en su aplicación positiva y, por otra, señalar los peligros y abusos posibles. Una exigencia extraordinariamente compleja.

Esa competencia tecnológica, aunque también otras causas, aumenta el desequilibrio entre países ricos y países pobres, agu­dizando el conflicto Norte-Sur en el que todos somos partícipes y responsables. Los países pobres no pueden asumir, desarrollar, ni siquiera imitar la tecnología de los ricos. Se anuncia un porvenir muy oscuro para ciertos países e incluso para ciertos continentes. El aumento de la deuda internacional demuestra que las estrate­gias del pasado no han sido eficaces. El desafío para los laicos cris­tianos en este campo se conoce desde hace tiempo, pero aún no se ha llegado a dar una respuesta eficaz. La ayuda al desarrollo mu­chas veces no pasa de ser una limosna para casos urgentes.

La explosión demográfica no parece detenerse, sobre todo en los países pobres. Cada día se hace más urgente la necesidad de

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encontrar medios contra el hambre y el desempleo de millones de jóvenes. Por desgracia, el panorama no parece prever que se pro­duzca una tendencia en sentido inverso.

En todos estos campos los desafíos son enormes. Muchos se preguntan si es posible y cómo responder a todos ellos.

Juzgar REFLEXIÓN TEOLÓGICA

La reflexión teológica de este capítulo no puede ser otra cosa que un comentario a la enseñanza del Concilio Vaticano II y a su desarro­llo posterior. En efecto, se ha dicho, no sin razón, que el Concilio Vaticano II ha sido un concilio del laicado. De hecho, por primera vez en la historia de los concilios, este ha hecho objeto de una aten­ción particular al lugar y al papel de los laicos. Sobre todo, ha sido el primer concilio que ha planteado el problema como un capítulo dog­mático y pastoral irreemplazable en la autorreflexión y autocom-prensión de la propia Iglesia, que hace resurgir de manera positiva toda la dignidad potencial del laicado contenida en la revelación.

Ha sido punto de llegada de años de lenta preparación y punto de partida de un desarrollo que ahora está en marcha. El Concilio no puede ser comprendido sino en la prolongación de una larga historia que lo precedió, durante la cual el laico estaba desvaloriza­do, apenas contaba en la Iglesia. La novedad que se impuso en el Concilio fue el resultado de diversos movimientos que entonces salieron a la superficie, no sólo los que reflejan el despertar del laicado, sino los más generales de renovación de la teología y de la vida de la Iglesia: el movimiento litúrgico, la renovación bíblica, el ecumenismo, el impulso misionero. La revalorización de la digni­dad del laico en la Iglesia y de su función en el mundo ha sido uno de los ejes centrales del conjunto de la obra conciliar.

Vamos a dividir nuestra reflexión en dos partes: la primera se atendrá a valorar e interpretar la enseñanza del propio Concilio, la segunda tratará de ver su desarrollo posterior.

LA ENSEÑANZA CONCILIAR

1. UNA VISIÓN GLOBAL POSITIVA DEL LAICADO

Los textos conciliares sobre el laicado son todos claramente po­sitivos. Evitan las expresiones de oposición que aparecen a veces

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en la historia de la Iglesia, sean de tipo social, cultural o religioso, no emplean jamás el término de categoría (de cristianos), hablan con bastante sobriedad de los «estados» de vida. Todas las indica­ciones dadas por el texto conciliar en sí mismo van en el sentido de una identidad entre «laico», «cristiano», «bautizado». Esto signifi­ca que la tarea propia conferida al laico equivale a la de toda la Iglesia. Es un paso muy considerable en la comprensión eclesial del laico, especialmente si se considera sobre el telón de fondo del desarrollo histórico. La dignidad del laico alcanza la altura de los primeros siglos.

El Vaticano II significó una ruptura en relación con la época an­terior, como pudo ser —en otros ámbitos— la Declaración de la Libertad Religiosa o la cuestión de la relación entre la Iglesia y el mundo. La ruptura se logró por la aparición de una idea eclesioló-gica conductora: la igualdad fundamental de todos los miembros del pueblo de Dios antes de cualquier diferencia por razón de mi­nisterios, carismas, estados o formas de vida. Dicha igualdad está fundamentada sacramentalmente en el bautismo.

De ahí se deriva un segundo principio: la vocación común en la Iglesia para el cumplimiento de su misión. La misión de la Iglesia ante la secularidad moderna no es retirarse a un esplritualismo reaccionario, sino invitar al mundo actual al encuentro salvífico con Cristo. Es claro que en tal tarea corresponde al laico la parte fundamental.

2. ¿QUIÉN ES EL LAICO?

La descripción del laico que da el Concilio en LG 31 tiene tres elementos fundamentales: es un miembro del pueblo de Dios, se distingue de los ordenados y de los religiosos, le corresponde un deber peculiar en el ámbito intramundano. Tal descripción le cuali­fica en un doble nivel: un nivel común a todo el pueblo de Dios y un nivel propio. En el primer nivel es como todos los demás: «constitui­dos en pueblo de Dios»; en el segundo nivel se caracteriza por una particular («en su medida») participación en el oficio sacerdotal, profético y regio de Jesucristo y por un modo propio («por su par­te») de desarrollar la misión cristiana en la Iglesia y en el mundo.

El Concilio pretende conjugar el lugar de los laicos en la Iglesia y su tarea cristiana en el mundo. La identidad cristiana de los lai­cos mantiene esa tensión: la condición secular no debe hacer olvi­dar la misión cristiana, ni viceversa. Es una bipolaridad paradójica:

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mantener la condición secular, pero vivirla cristianamente. El he­cho de que los laicos sean miembros de la Iglesia no les ha de obli­gar a ninguna condición especial de existencia en el mundo. El ser cristiano penetra su situación humana espiritualmente pero sin modificarla sociológicamente.

Así la señal distintiva del laico cristiano no es tanto la función humanizadora en cuanto tal, que ésta la tiene por su condición de persona humana, sino la orientación de aquella hacia la salvación. Toda persona humana, aunque no esté bautizada, tiene la misión de llevar a su término el orden temporal. Al bautizado la gracia le da un nuevo modo de ser en Cristo que le permite transfigurar esa misión humanizadora del mundo. Por el bautismo recibe la misión de integrar el proceso de humanización en la comunión de gracia con Dios. El laico cristiano, totalmente envuelto en las realidades de este mundo, las dirige desde dentro hacia la salvación.

Por consiguiente, de un lado, si los laicos no buscan el Reino, no son verdaderamente cristianos y no hay ninguna razón para lla­marlos laicos. De otro lado, si tratan de escapar a las exigencias de lo temporal, manifiestan falta de autenticidad y no cumplen su de­ber con la sociedad y con la Iglesia.

Hasta aquí el Concilio. Aunque estamos lejos de una definición negativa del laico, como sucedía antes de él («el que no es clérigo ni religioso»), hay que confesar que no resulta fácil definirlo posi­tivamente. El intento del Concilio no tuvo un resultado del todo feliz: no le quedó otro remedio que sustraerse a dar una definición y utilizar expresiones vagas para determinar la posición del laica-do, lo cual ha traído como consecuencia un largo debate en el pos­concilio.

3. EL CARÁCTER SECULAR, PROPIEDAD ESPECÍFICA DEL LAICO

El punto de partida de la reflexión teológica sobre esta cuestión sigue siendo el texto clave de LG 31, antes citado, que afirma que el carácter secular es «propio y peculiar» del laico, su característica decisiva y positiva. LG 31 formula así: «A los laicos pertenece por propia vocación buscar el reino de Dios tratando y ordenando se­gún Dios los asuntos temporales». El texto, hábilmente redactado, afirma que el sacerdocio bautismal puede vivirse en todas las co­sas, comprendidas las realidades más prosaicas, aquellas que en otra época fueron consideradas como menospreciables o exteriores en relación con el Reino. Se recuerda, por tanto, que nada humano

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es extraño al designio divino de salvación. Lo que no dice el texto es que tal característica sea «exclusiva» del laico, ni tampoco que, para serlo verdaderamente, deba hacer consistir toda la especifici­dad de su condición de bautizado no ordenado en la gestión de las cosas de este mundo.

El objetivo de tal actuación se indica más adelante: que «el mun­do se impregne del Espíritu de Cristo y alcance más eficazmente su fin en la justicia, la caridad y la paz» (LG 36).

El Concilio no profundiza aquí en el concepto de secularidad; habla más bien de la «vida en el siglo (saeculum)» como de un ele­mento calificativo de la vocación del laico, que le diferencia de otras vocaciones.

Esta sencilla afirmación merece un comentario. Según lo dicho en el número anterior, la vida en el mundo, la relación con el mun­do, es para los seglares el modo propio de vivir la existencia cris­tiana, por tanto, su relación con Cristo. Por ellos, es decir, a través de los laicos inmersos en el mundo, este resurge con un valor cris­tiano: se convierte en el lugar del crecimiento de la persona huma­na hacia la salvación. El Concilio, al modificar así la situación de los laicos, ha producido un cambio copernicano: ha modificado la frontera de la secularidad.

En efecto, durante siglos la Iglesia buscó construir una sociedad cristiana, haciéndolo sobre la armonía entre Sacerdocio e Imperio. Lo espiritual y lo secular se regulaban sobre esa relación. El «siglo» se hacía presente en el interior de la Iglesia: de ahí tantas mezclas que hoy nos parecen profanaciones. La reacción se produjo con la modernidad, cuando la sociedad reivindicó su libertad en relación con una Iglesia considerada oscurantista y totalitaria. La Iglesia y el Estado se separaron bruscamente y a la religión no se le conce­dió derecho de ciudadanía. Lo secular aparece como exterior a la Iglesia y la Iglesia como exterior al mundo. En el siglo xix y en buena parte del XX la Iglesia buscó la afirmación de su indepen­dencia frente a la autoridad civil, edificando una sociedad eclesiás­tica libre de toda impronta «laica» (en el sentido anticristiano de la palabra).

El Concilio abandona el sistema defensivo e invita a los laicos a realizar la misión de Cristo recibida en el bautismo. El siglo ya no es algo de lo que hay que huir, no es el lugar en el que vive el cris­tiano esperando el siglo futuro, es el lugar de la misión.

La consecuencia es que el bautizado aparece como pertenecien­te a dos sociedades, la civil y la religiosa, y que, desde la perspec­tiva de la misión de la Iglesia en el mundo, la relación de los bau-

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tizados con la realidad secular es un dato no meramente sociológi­co, sino teológico. Dicho con otras palabras: la secularidad alcanza sentido teológico porque el bautizado no sólo está en el mundo, sino que es enviado al mundo para anunciar el evangelio de la salvación y transformar la realidad. En resumen, como decimos, aquí se define una nueva frontera entre lo espiritual y lo secular.

Es importante subrayar este carácter secular del laico precisa­mente en la situación actual de la Iglesia, en la que se detecta una nueva forma de huida del mundo y en la que se quiere a veces absorber la misión de los laicos en los ámbitos intraeclesiales, de tal forma que apenas les queda tiempo y energía para realizar su misión en las realidades temporales.

4. PARTICIPACIÓN EN LA FUNCIÓN PROFÉTICA, SACERDOTAL Y REGIA DE CRISTO (LG 34-36)

En lo que se refiere a la participación de los laicos en el triple oficio de Cristo, el Concilio recogió la doctrina sobre los tres «ofi­cios» o «funciones», que se había preparado ya antes de él en los trabajos de los teólogos, y la introdujo en su teología del laicado. Los textos de LG 34-36 fundamentan la triple función y tarea de los laicos en la recepción del bautismo.

Ahí está el avance auténtico que ha traído el Vaticano II en esta cuestión: se ha clarificado de manera definitiva que el triple minis­terio de los laicos no se deriva del de los ordenados (como propo­nían ciertos teólogos antes del Concilio), sino que en el bautismo se otorga directamente a todo creyente la participación en los tres oficios de Cristo; éstos no son concedidos por un acto de la Jerar­quía, sino que son dados por el Espíritu en el bautismo. La idea preconciliar de que la triple función de Cristo era proseguida en la Jerarquía sólo concedía a los laicos una participación en las funcio­nes de Cristo por medio de la participación en las de la Jerarquía. Los laicos permanecían dependientes de la Jerarquía y apenas po­dían desarrollar ninguna función propia de las tres señaladas. La nueva concepción ofrece el fundamento para el desarrollo de fun­ciones proféticas, sacerdotales y regias propias de los laicos en la Iglesia.

Las tres funciones, además de encontrarse en los textos indica­dos acerca de los laicos, se encuentran también en las afirmaciones cristológicas y eclesiológicas de otros documentos del Vaticano II, por lo que la terna cristológica (Jesucristo sacerdote, profeta y rey)

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se convierte en el punto de partida o la fuente de todas las otras ternas. Con ello, el Concilio ha propuesto una concepción global de la Iglesia fundamentada cristológicamente, en la que correspon­den a la Jerarquía y a los laicos un lugar propio y funciones espe­cíficas que no son intercambiables o transmisibles. Las participa­ciones específicas en la triple función de Cristo que son dadas a la Iglesia y para la Iglesia deben ser acogidas y ejercidas en una in-terrelación comprometida y respetuosa de unos con otros con iguales derechos, con el mismo valor. Así se verifica la comunión que capacita para realizar cumplidamente la misión de la Iglesia.

5. VACÍOS QUE DEJÓ EL CONCILIO

A pesar de tantos elementos positivos, los textos conciliares han dejado varias cosas sin aclarar. Es que rara vez en la historia de los concilios un tema introducido por primera vez en uno de ellos ha encontrado una respuesta exhaustiva. Ha sido preciso que nuevas reflexiones teológicas y a veces nuevos concilios intervengan para elaborar una doctrina más completa y más satisfactoria. Por tanto, no debemos extrañarnos de que algo análogo haya ocurrido con la introducción del tema del laicado en el Vaticano II.

a) Respecto del carácter secular como propio y peculiar del laico. Se dice que el carácter secular es propio y particular de los lai­cos. Pero también se afirma que no es exclusivo suyo. ¿Cómo pueden compaginarse ambas afirmaciones? La afirmación de que es «secular» quien no es religioso que­da invalidada por la existencia de los Institutos Seculares que viven la consagración secular. Es decir, puede haber una vida secular y al mismo tiempo consagrada. Más aún. Entre los religiosos hay hermanos y hermanas que son laicos, no han recibido la ordenación. Además, el reli­gioso, aunque separado del mundo, no es extranjero en él: es un apóstol cuya presencia en el mundo es un testimonio visible que recuerda el sentido último que tiene la consagra­ción del mundo, que se atribuye al laico. Si el carácter secular consiste sobre todo en ejercer una pro­fesión secular y comprometerse en las cosas temporales, ¿qué decir de los diáconos permanentes que reciben el Sacramen­to del Orden pero pueden ser casados y padres de familia, ejercer una profesión civil, intervenir en política, etc.?

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b) Servicio al mundo frente a tarea eclesial. La actividad del laico se sitúa en la Iglesia y en el mundo y su misión es la de toda la Iglesia. Aunque queda claro el servicio al mundo del lai­co, sin embargo se explica de forma breve y sin profundizar. Lumen gentium pasa demasiado rápidamente a la tarea del laico en la Iglesia, a la que se concede mayor interés. Pero el laico no es miembro de pleno derecho porque participe ac­tivamente, por ejemplo, en los ministerios, sino porque es persona eclesial en el mundo. Probablemente no se profundizó en la temática del servicio al mundo como lo propio y originario del seglar a causa de la preocupación de los padres conciliares por la pérdida de las grandes masas, lo que les llevó a querer activar la inter­vención pastoral de los laicos en aquellos ámbitos en los que su propia voz no tiene peso. Con lo cual es inevitable que se saque la impresión de que la Iglesia reacciona más vivamen­te por el interés de su propia expansión que por la preocu­pación del destino del mundo.

c) Apostolado seglar y Acción Católica. No se llegó tampoco a una clarificación de los conceptos discutidos «apostolado seglar» y «Acción Católica». Según la definición tradicional de Acción Católica («participación/colaboración en el apos­tolado jerárquico»), se trataría en este caso del servicio no propio o subsidiario del seglar, que en lo sustancial le es otorgado por la jerarquía en razón de determinadas necesi­dades de la situación concreta para apoyo del apostolado jerárquico. Mientras que apostolado seglar sería la tarea eclesial que se realizaría en el lugar propio del seglar, es decir, en el mundo. Como se ve, el Concilio no logró una determinación clara de ambos conceptos. Quedaron para un posterior desarrollo, teniendo en cuenta que ninguno de los dos tiene por sí mismo fuerza para aclarar plenamente la cuestión y necesita ser delimitado frente al otro. Quizá esta indeterminación podrá ayudar a que con el tiempo ambos conceptos sean sustituidos por otros mejores.

d) Participación en el triple oficio de Cristo. También aquí la apor­tación del Concilio fue positiva, pero incompleta. Su insufi­ciencia está en que las funciones de los laicos se fundamen­tan a partir del sacramento que reciben todos los cristianos. En consecuencia, los conceptos «fiel cristiano» y «laico» son usados como sinónimos, lo cual muestra que todavía no se

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ve del todo claramente la peculiaridad de los laicos. Ha re­sultado difícil a los propios padres conciliares deducir de aquella afirmación fundamental tareas concretas específica­mente laicales de carácter profético, sacerdotal o regio. Por esta razón, el Concilio ha originado otro problema: el de la diferenciación y delimitación de las tres funciones entre la Jerarquía y los laicos. Como no concretó apenas nada acerca de la participación de los laicos en la triple función, no fue consciente de este problema.

Los carismas. Es una lástima que no se haya tratado expresa­mente de los carismas en LG IV, el capítulo dedicado a los laicos. Ya lo hace LG 11, al hablar del pueblo de Dios en general, pero si hubiera aparecido también en el citado capí­tulo, habría ayudado mucho a la valoración del estado se­glar y a una recta comprensión de la estructura carismática de la Iglesia. Así como la primitiva Iglesia necesitó los caris-mas que conocemos para guiar la mirada de los hombres a la realidad presente y tangible de la salvación aparecida en Cristo, así hoy se necesitan laicos carismáticos en el ámbito de la ciencia, del arte, de la técnica, de la educación, de la publicística, de la economía, de la política, para que la exis­tencia cristiana en medio del mundo sea reavivada con ejemplaridad visible y eficaz; para hacer patente lo que la realidad de la salvación significa en orden a una verdadera configuración de la comunidad humana.

Relación del Meado con la Jerarquía. Al Concilio le costó recono­cer al laico un lugar en cierto modo genuino en la Iglesia. Este hecho muestra el deslizamiento de perspectivas en la historia de la Iglesia. La ruptura conciliar fue sólo a medias, pues la idea de igualdad de los miembros del pueblo de Dios surgió en clara concurrencia no sólo con otra corriente ecle-siológica de carácter jerárquico que se mantuvo en el interior del Concilio, sino, sobre todo, en concurrencia con la estruc­tura eclesial fáctica, acuñada unilateralmente en función del ministerio jerárquico. Así, en cuanto a los resultados, se llegó sólo a un paralelismo sin auténtica integración de ambas ecle-siologías. El laico quedó en una posición híbrida singular, so­bre todo donde se trata de la descripción de sus tareas. Son confusiones propias de una reflexión teológica en tran­sición, en la que se ha descubierto a los laicos como plenos ciudadanos eclesiales, pero al mismo tiempo no se quiere

revisar a fondo ni cuestionar las costumbres institucionales y los modelos tradicionales de comportamiento y actuación. La problemática señalada procede del sobredimensiona-miento de la Jerarquía en el catolicismo y explica un buen número de patologías específicamente católicas en la rela­ción de los creyentes con su Iglesia. En consecuencia y recapitulando lo dicho en este epígrafe, el Concilio resolvió varios problemas, pero ha suscitado otros, quizá más que los que resolvió. Lo que había que ha­cer era reelaborar a fondo toda la temática ahí subyacente.

DESARROLLO DEL PENSAMIENTO CONCILIAR EN EL POS-CONCILIO

Las afirmaciones del Concilio Vaticano II acerca del papel del laicado en la Iglesia, que acabamos de resumir, hacen su lento ca­mino para incorporarse plenamente a la vida ecelsial. Siempre ha sido así y es normal que lo sea. En el inmediato posconcilio hubo una auténtica explosión de publicaciones sobre la teología del lai­cado que desarrollaban sus varios aspectos. Ahora nos encontra­mos en una fase de asimilación lenta de los principios, mientras que al mismo tiempo el interés teológico se ha ido especializando, por así decirlo, en aspectos determinados de la eclesiología que tienen incidencia en las cuestiones referentes al laicado.

1. SOBRE LA DEFINICIÓN DEL LAICO

El debate posconciliar ha abordado la cuestión clave que dejó pendiente el Vaticano II y de la que se derivan otros aspectos. ¿Ofre­ce la enseñanza del Concilio una base para poder definir teológica­mente al laico?

En los años del posconcilio se han hecho grandes esfuerzos para definir al laico en la Iglesia de forma que su misión fuera perfilada con justeza, pero no fuera descrita en relación con las tareas del clero. Tales intentos no han dado resultados definitivos, al menos hasta ahora. El propio Sínodo de los Obispos de 1987 tampoco lo logró. La adscripción de los laicos al servicio al mundo, idea que jugó un papel notable en ese Sínodo, tropezaba con las muchas expresiones conciliares según las cuales el laico ejerce su responsa­bilidad en el mundo y en la Iglesia. La misma llamada de atención

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del Sínodo en relación con la posible «clericalización de los laicos y laicización del clero» está cautiva de la mutua exclusión precon-ciliar, que ya se había superado en el Concilio.

En el momento presente de la vida eclesial y de la reflexión teo­lógica posconciliar quizá no se debería dedicar demasiado tiempo a la cuestión acerca de lo que es o no es propiamente un laico. Está sobrecargada históricamente y amenaza siempre con ser conside­rada desde la contraposición con los clérigos. La insatisfacción lle­ga incluso en algunos a poner bajo sospecha al mismo término lai­co, en virtud de la ambigüedad y contradictoriedad de sus diversos significados. Aunque se mantenga el lenguaje convencional, por­que guarda cierta funcionalidad, hay que hacerlo siendo conscien­tes de que es inadecuado. La mirada debería dirigirse ante todo a aquella dimensión de la Iglesia que es decisiva para su existencia: la Iglesia no es para sí misma, sino que tiene una misión que se extiende al mundo y a la historia. Sólo después habrá que pregun­tarse qué tareas tienen en ella sus miembros y sus grupos para dar razón de tal misión y aparecerá más claramente lo que es cada uno en el seno de una Iglesia misionera.

Entonces los laicos serán resituados en el conjunto eclesial, donde normalmente tienen su lugar, su acción propia, su participación espe­cífica en la misión. Ha llegado el momento de hacer una opción que permita vivir en Iglesia la acción personal en el esfuerzo común o, para decirlo en el lenguaje de la antigua tradición, favorecer la comu­nión eclesial. El retorno a la vivencia de la comunión en la Iglesia re­forzará su presencia y su acción en el mundo gracias a una concordia profunda y a una colaboración ordenada de todos sus miembros.

Por otra parte, la propuesta de prescindir del término laico sig­nifica, aunque parezca paradójico, que hay que volver a tomar en serio el concepto de laós (en griego, «pueblo») en el sentido que tuvo desde el principio, a saber, como designación del pueblo de Dios como totalidad. Si tenemos una auténtica «Teología del pue­blo de Dios», entonces no necesitamos ninguna «Teología del laica-do». La reflexión acerca de los laicos se convertiría en una reflexión sobre el pueblo de Dios, su figura y sus estructuras. En ellas, como es obvio, está plenamente incluido el laico; más aún, él es el primer afectado, de tal modo que no debe mencionarse expresamente. De él se trata, cuando se trata del pueblo de Dios. Con una correcta teología del pueblo de Dios adecuadamente estructurada no se ne­cesita una teología del laicado.

La subdivisión del conjunto de la Iglesia en estados con su an­teposición y subordinación debe superarse para que surja una fi-

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gura de Iglesia en cuyo interior sea absolutamente natural la plena igualdad. Los laicos se sentirán entonces en su casa dentro de la Iglesia y no se creerán extraños o mano de obra contratada en ra­zón de un trabajo sobreañadido y a quienes se les confía una tarea que, en definitiva, es un «asunto de curas». La Iglesia no es más asunto de curas que de laicos; el cura y el laico tienen en su asunto propio —que es el asunto del mundo entero— sólo servicios dife­rentes, «dones espirituales» diversos, cuya complementariedad edifica poco a poco en este mundo a la Iglesia como comunidad de fe, de caridad y de esperanza escatológica hasta el día en que la comunidad humana se haya convertido definitivamente en la «co­munión de los santos».

2. SOBRE LA INTERPRETACIÓN DEL «CARÁCTER SECULAR»

El término secular se aplica a la historia terrestre que transcurre desde la creación hasta la parusía y se contrapone a aquella que será definitiva y feliz cerca de Dios. Pero las realidades terrestres poseen su valor, su consistencia y su finalidad propia y, aunque son pasajeras, no pierden su importancia. Fueron creadas por Dios y confiadas al ser humano por un tiempo reducido que este debe en cierto sentido eternizar. El futuro despunta ya en el pre­sente. En la realidad histórica hay algo que supera la historia. De ahí que todo creyente, laico y no laico, debe vivir según la consa­bida frase: «ya sí, pero todavía no». En la historia de la salvación la realidad secular, que se mueve según sus propias leyes, es el lugar donde se verifica la misión salvífica de la Iglesia de instau­rar el Reino.

Esto supuesto, ¿qué significa el término secularidad como consti­tutivo teológico específico del laico? Es algo más que un rasgo me­ramente descriptivo; es el profundo componente teológico que lo distingue de los titulares del ministerio ordenado: el laico es el cristiano que vive en la dimensión de la secularidad. Y aquí se abre una perspectiva eclesiológica verdaderamente nueva: desde esa perspectiva se evita la clericalización del laicado al estilo de la an­tigua Acción Católica, se sale al paso de la reducción del laico al campo de lo intraeclesial, se abre un mayor ámbito y justificación para la autonomía y libertad del laico y se rehabilita el mundo como su vocación y su lugar de santificación.

Ahora bien, no se puede olvidar que el laico es miembro del pueblo de Dios, con todas las consecuencias que de ahí se derivan.

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Sólo así se consigue superar el dualismo de la clásica teología del laicado y destacar la eclesialidad de lo que el laico realiza en el mundo y se evita la contraposición temporal/espiritual o profano/ sagrado, que es inaceptable. El testimonio secular del laico es un testimonio evangelizador. El laico vive las exigencias y la energía que derivan de su condición de bautizado en el corazón mismo de las realidades temporales con el fin de ordenarlas al reino de Dios.

Con otras palabras, el laico está llamado a construir el reino de Dios en pleno mundo respetando las leyes internas y la consistencia propia de las realidades terrestres, es decir, por los medios naturales de la ciencia y de la técnica. Sin ningún tipo de dualismo, el laico realiza en el mundo un servicio salvífico que es un servicio ecle-sial.

Esta orientación, que subraya la vocación y competencia especí­ficas de los laicos en los asuntos seculares, ha replanteado a la re­flexión teológica todo el valor y la importancia de la historia del mundo y de la sociedad secular en su realidad concreta como lu­gar de la salvación de la humanidad. Con ello se supera la actitud de distanciamiento y el papel de juez que la Iglesia había asumido cada vez más rígidamente a partir del siglo xvn.

La secularidad se ha de comprender como el espacio y el tiem­po que el Creador da a la humanidad para realizarse mediante la más profunda unidad entre lo temporal y lo espiritual. La historia de la salvación de punta a cabo proclama que Dios quiere ser «todo en todos» (ICor 15, 28). Este ideal de profunda unidad se va ges­tando mediante la inserción del evangelio en las culturas diversas, buscando transformarlas según su espíritu.

En consecuencia, el diálogo teológico posconciliar en derredor del significado de la «índole secular del laicado» ha mostrado la necesidad de ampliar el sentido del término, aplicándolo a la mis­ma Iglesia en razón de su relación constitutiva con el mundo.

3. SOBRE LA RELACIÓN ENTRE LOS LAICOS Y LOS MINISTROS ORDENADOS

El Concilio manifestó claramente que antes de cualquier dife­rencia la Iglesia se construye comunitariamente en cuanto cuerpo reunido por la misma fe y enviado para la misma misión (LG 30). En consecuencia, puso fin al monopolio secular de un único grupo de profesionales para actuar y hablar en nombre de la Iglesia. Las categorías de superioridad e inferioridad han perdido su sentido;

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cada uno está al servicio de los hermanos. En la Iglesia la dialéctica del patrón y el siervo ha sido destruida. La diferencia entre los ordenados y los bautizados, la que produce el sacramento del or­den (cf. LG 10), no trae aparejada ninguna desigualdad, sino una correlación en equilibrio. En la Iglesia todo debe realizarse en la fraternidad.

En el posconcilio la eclesiología se ha vuelto más atenta a la di­versificación, complementariedad y articulación necesarias de los carismas, funciones, servicios y ministerios en un contexto de co­rresponsabilidad del pueblo de Dios en su conjunto, en el que to­dos los bautizados «ejercen por su parte en la Iglesia y en el mun­do la misión que es propia de todo el pueblo cristiano» (LG 31). Son dones múltiples del Espíritu «con vistas al bien de todos» (ICor 12, 6). Cada uno es activo según su propio carisma, aunque ordenadamente (14, 33), es decir, ni en el mismo lugar, ni de la misma manera, ni con el mismo título. Todos esos dones existen para que la comunidad sea digna del nombre de Iglesia de Jesús, que despliega todas sus dimensiones atestiguando la fuerza del Espíritu y del evangelio en medio del mundo. En ese conjunto, al carisma del ministerio ordenado le corresponde por esencia garan­tizar la permanencia en la fidelidad a la Palabra y en la unidad de la fe, mientras los otros carismas dan a la Iglesia la capacidad de realizar su misión en la enorme diversidad de las situaciones hu­manas y de las experiencias personales.

En definitiva, el pueblo de Dios como un todo realiza la misión de Cristo; es así sujeto de la acción eclesial y por ello sujeto de la pastoral. Cada comunidad eclesial es llamada a configurar su vida mediante el servicio común de todos y la responsabilidad propia intransferible de cada uno. Ningún servicio, ninguna tarea, ningún carisma hace a nadie más importante en algo o le separa de la co­mún existencia de los cristianos o privilegia a quien ha sido dota­do con tal característica.

Esta visión supera el binomio dualista clérigos/laicos y mucho más la distinción tripartita: clérigos/religiosos/laicos. En la medi­da en que significan la tradicional división de los fieles cristianos en segmentos, son inaceptables porque falsean la realidad: en la Iglesia de Cristo no hay una clase que produce los bienes religio­sos y otra que los consume; no hay una mediación de la salvación en la que Dios revela su verdad sólo a los sujetos del ministerio ordenado y les confía los sacramentos como un tesoro propio para que ellos sean luego activos con vistas al restante pueblo de Dios. Sucede más bien lo contrario: todos son llamados y enviados para

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actuar como comunidad en el mundo. Esta comunidad está luego estructurada, pero todos los ministerios pertenecen a la Iglesia y no están por encima del pueblo de Dios. Diríamos que en la Igle­sia todos son laicos en cuanto todos pertenecen al pueblo de Dios.

No puede haber ministros encargados de «la vida interna» de las comunidades, por una parte, y laicos encargados de la presen­cia en el mundo, por otra; representantes de la institución, extra­ños a la vida de la sociedad y testigos del evangelio en medio de la realidad humana. La participación cada vez mayor de los laicos en todas las responsabilidades de la vida eclesial y la dinámica de la comunión ha quebrado radicalmente el esquema dualista.

Ministerio ordenado y pueblo de Dios son complementarios, no se recortan mutuamente en su dignidad, autonomía y condición de sujeto. Los laicos y los sujetos del ministerio se necesitan mutua­mente; sólo en ese común frente a frente pueden hacer visible y realizar la esencia sacramental de la Iglesia.

Por desgracia, todavía muchas veces, debido a una concepción reductiva de la ministerialidad de la Iglesia, algunos cristianos tienden a limitar el servicio de la comunión y de la misión a los ministerios ordenados. Es la herencia de una evolución histórica a lo largo de la cual la preocupación por la unidad se ha convertido en factor de uniformidad, dando origen a una centralización exa­gerada.

4. ¿TEOLOGÍA DEL LAICADO O ECLESIOLOGÍA INTEGRAL?

La reflexión posconciliar acerca de la eclesiología de la comu­nión ha suscitado la pregunta acerca de la supervivencia de la teo­logía del laicado. ¿Ha de mantenerse una reflexión específica sobre el laico o hay que caminar, como muchos piensan, en la línea de una «eclesiología integral» basada en los grandes ejes de la eclesio­logía del Concilio Vaticano II?

La expresión «eclesiología integral» quiere ser aquella en la que el laicado aparece armónicamente en el interior de todos los elemen­tos centrales de la visión de la Iglesia: pueblo de Dios, sacramento para el mundo, comunión de comunidades, ámbito de los carismas del Espíritu. Si se elabora una auténtica teología del pueblo de Dios, no se necesita una teología del laicado. Se trata de una eclesiología trinitaria, fundada en la comunión del Espíritu Santo, cuyo imagina­rio no es ya vertical o piramidal, sino multidimensional: todos los

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bautizados son solidariamente responsables y copartícipes en la construcción de la Iglesia por la Palabra y los sacramentos. En tal eclesiología el laicado no debe seguir siendo un capítulo separado porque ese planteamiento lleva a un callejón sin salida.

El presupuesto central que hace comprensible esta línea de re­flexión es la opción por una imagen de Iglesia que tiene como base la primacía del bautismo y que se fundamenta sobre la riqueza carismática. Los valores de la existencia cristiana son prioritarios sobre los que conlleva la estructura o la institución. Hay un abismo entre la concepción de los laicos heredada de la Edad Media y de la Contrarreforma y la visión nacida del Concilio Vaticano II. Los laicos son la Iglesia, forman parte del único «pueblo unido en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu» (LG 4, citando a san Ci­priano).

La reflexión sobre el laicado tiene razón de ser sólo como parte integrante de tal eclesiología. En efecto, la Iglesia forma una uni­dad compacta y la diversidad de sus miembros se entiende sólo sobre la base de lo que es común. La diferencia de oficios y caris-mas se inserta en la unidad de la Iglesia (cf. LG 30; 32). La edifica­ción del cuerpo de Cristo es una acción única y común a todos los creyentes. La misión de los laicos es la misión propia de todo el pueblo cristiano.

Como queda dicho en el epígrafe anterior, las diversas voca­ciones y carismas son expresión de las aptitudes propias y res­ponden a una tarea a cumplir en la Iglesia. Compete a los minis­terios ordenados velar por la animación del conjunto, por el res­peto a la diversidad de los carismas, su coordinación y su impul­so. La ordenación sacramental no separa del pueblo de Dios, sino que introduce más profundamente en él. Cualquier distinción, in­cluso de derecho divino, en el interior del pueblo de Dios es se­cundaria respecto a la igualdad y unidad fundamental de los bautizados.

La reflexión doctrinal sobre la comunión eclesial, de la que ha­blaremos en otro capítulo, abre grandes horizontes para el futuro de la teología del laicado. La comunión eclesial, fundada sobre la igualdad sustancial de todos los miembros del pueblo de Dios, se articula en una relación a un tiempo fraternal y jerárquica, que orienta a todos a la misma misión liberadora y redentora de Cristo. Así se construye una Iglesia misionera, hecha de pastores y laicos, toda ella en tensión hacia la edificación del Reino y hacia el bien común de la humanidad, en cuya tarea se integran profundamente la autonomía y la libertad de todos los creyentes.

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Actuar PARA RECUPERAR LA CONDICIÓN DE SUJETO

La presencia de los laicos cristianos como fermento del evange­lio en el mundo abarca hoy un abanico muy amplio que va desde la animación de la comunidad eclesial hasta el compromiso en to­dos los sectores de la vida de la sociedad. Esta doble presencia es vital para la Iglesia, so pena de verla de nuevo reducida a un asun­to de curas o de restringir a los laicos a la gestión para la supervi­vencia de la institución eclesial.

Todo laico que quiera realizar su vocación en el mundo actual goza de innumerables oportunidades para ser testigo del evange­lio. Tiene más contactos con alejados y no creyentes que los que nunca hubo en nuestra Iglesia. A él le corresponde anunciar el evangelio en esta sociedad cada vez más alejada de todo lo que sea religioso, católico o no. Y ello con arrojo y valentía, sin ocultar nada, precisamente en un tiempo en que estar a la moda es más importante que identificarse como persona o como creyente. En un mundo dominado por la inconsistencia, los laicos deben anunciar de modo creíble el mensaje del amor de Dios y de Cristo. A pesar de los previsibles fracasos, hay que luchar decididamente contra la indolencia y la falta de coraje porque en el mundo actual se pre­sentan a los laicos posibilidades fascinantes de anunciar el evange­lio. Vamos a destacar sólo algunos aspectos centrales de esta actua­ción laical en el presente.

1. IMPULSO A UNA COMUNIDAD ECLESIAL VIVIENTE Y ACTIVA EN EL MUNDO

La vida de la Iglesia en nuestros días está ya alumbrando poco a poco la experiencia, al mismo tiempo profundamente comunita­ria y comprometida en el mundo, de todos los bautizados. Este proceso inexorable no es el fruto de una teoría teológica, sino de una nueva vivencia de Iglesia.

Aquel binomio jerarquía/laicado que implicaba una concepción pasiva de la mayoría del pueblo de Dios y desconocía la riqueza ministerial de la Iglesia cede el paso a la realidad de un sujeto co­lectivo, todo él pueblo de Dios, que vive las cosas de Dios y las transmite al mundo. Lo primario es la comunidad bautismal y euca-rística vivificada por el Espíritu en el discipulado de la Palabra.

La alternativa posconciliar al binomio señalado (que viene ex­presada en el título del presente capítulo) ha de impulsar a trabajar para situar al laico más ampliamente que en el único horizonte de

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la secularidad, sustituyendo el modelo de una Iglesia piramidal por el de una Iglesia comunión en trance de misión. Con ello se sale al paso del peligro de que el laico quede al margen de la co­munión eclesial en su trabajo en el mundo, mostrando que él es también constructor de la Iglesia precisamente por su trabajo en la realidad temporal.

El servicio al mundo es inseparable del servicio a la comunidad. Con lo cual no se pretende identificar servicio a la comunidad y servicio al mundo, sino mostrar claramente la contribución que los laicos por su compromiso en el mundo prestan a la construcción de la comunidad. Expliquemos algo más este punto.

2. SERVICIO SALVÍFICO AL MUNDO

La Iglesia es una realidad dinámica en marcha hacia una ma­yor plenitud de su realidad comunitaria. Si se tiene en cuenta este dinamismo esencial puede comprenderse por qué necesita que sus miembros la empujen hacia delante en su ser Iglesia: lo rega­lado debe desarrollarse; dado que a la Iglesia se le ha confiado un tesoro, ella debe moverse para transmitirlo. En la búsqueda de la realización más consecuente de lo que le ha sido regalado, se des­cubre la Iglesia como una comunidad que nunca puede bastarse a sí misma.

Pues bien, la dinámica del «siempre más» pide a los laicos uni­ficar su fe con las cambiantes experiencias en el mundo vital mo­derno para poder así hacer justicia mejor a su misión secular. To­dos los que se sienten responsables de que la Iglesia verifique su ser de Iglesia están obligados a hacer perceptible el dinamismo en favor de una comunidad de Iglesia cada vez mayor. Esta es su ta­rea misionera.

Ahora bien, las fronteras de la Iglesia son hoy enormemente fluidas. Visto sociológicamente, hay márgenes de la Iglesia en los que no siempre se sitúan los no creyentes, sino sencillamente per­sonas que no acaban de encontrar su entrada a la vida comunita­ria. En este caso se trata de colaborar en la integración de aquellos que están en el margen. Porque la tendencia natural de toda comu­nidad a cerrarse en sí misma no excluye a la Iglesia, lo cual se hace hoy muy perceptible en la autolimitación de las comunidades a determinados estratos y ambientes.

Pero el dinamismo eclesial no debe ceñirse a querer aumentar las propias filas. Importa que los laicos que asumen compromisos

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evangelizadores no sólo se esfuercen en la edificación de la comu­nidad de fe, sino que apuesten además por construir una vida pú­blica social y política digna de la persona humana. Por desgracia, a los cristianos que se comprometen en esas tareas fuera del ámbi­to eclesial, se les manifiesta muy escasamente el reconocimiento de que realizan un servicio específicamente cristiano y eclesial. En ellos debería verse el cumplimiento de lo que nos pide un gran sociólogo actual (Peter L. Berger): los cristianos no sólo han de in­tentar leer los signos de los tiempos, sino también escribirlos de vez en cuando.

En ningún caso debe caer en el olvido que el servicio al mundo es servicio salvífico. Se trata de prestar más atención a la misión cristiana en el mundo y acompañar competentemen­te a quienes conscientemente se comprometen como cristianos en el dominio de la vida pública, en la sociedad, la economía, la política. Se trata de motivar y de capacitar a los individuos para vivir de la identidad cristiana en los diversos contextos seculares y de impulsar el intercambio entre cristianos, incluso de diversas opciones políticas, acerca de los cuestionamientos correspondientes.

Por fin, en la medida en que el diálogo entre la Iglesia y las ins­tituciones sociales ya no es evidente, los laicos han de tener una preocupación apremiante por ese ámbito y en muchos casos debe­ría ser no sólo significativo, sino necesario activarlo por medio de personas específicamente preparadas para ello.

La traducción de todo esto en la vida humana del laico sucede de muchas maneras. En las situaciones concretas de cada día, des­de las más sencillas hasta las crisis más profundas de la existencia, les corresponde ofrecer la nueva luz de la fe cristiana con todas sus consecuencias, de modo que todos los ámbitos de la vida queden sellados cada vez más por el evangelio. En este ministerio laical tiene su lugar natural el diálogo entre la fe y el mundo: los canden­tes problemas políticos, económicos y sociales, así como las cues­tiones de la vida en familia y de la educación han de ponerse en diálogo con el concepto cristiano de los valores. Los laicos han de luchar a favor de un sistema global de democracia política que es el que corresponde a la dignidad de la persona. A ellos se les pre­senta la urgencia de comprometerse en partidos que intenten apli­car los valores del humanismo cristiano y que luchen decidida­mente contra las desigualdades, la xenofobia, la carrera armamen­tista, la ayuda insuficiente al desarrollo, el respeto al medio am­biente, etc.

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3. CARISMAS PARA LA EVANGELIZACIÓN

Es necesario vivir la realidad total de la Iglesia como comuni­dad de servicios, carismas y ministerios en la dimensión global de evangelización misionera. El punto de apoyo ha de ser una nueva apreciación del papel de los carismas que renuevan la Iglesia des­de su interior para afinar y enriquecer su capacidad anunciadora. Este enfoque ha de conducir a reformar la Iglesia en clave de ser­vicio y de servicios, según la figura del Jesús Siervo que entrega su vida por el mundo. Es evidente que, para que sea auténtica vida eclesial, cada carisma debe integrarse y ejercerse en plena comu­nión con los otros miembros del pueblo de Dios. Se trata de pre­sentar la Iglesia como pueblo de Dios floreciente de gracias, caris-mas, dones y ministerios, que vive la solidaridad cristiana, la co­rresponsabilidad, la sinodalidad, como expresión de su vocación global.

Las consideraciones anteriores dan pie a los criterios operativos para la «reestructuración» del pueblo de Dios. El nuevo modelo de Iglesia ha de facilitar la relación de interlocutores y compañeros de tarea común entre los distintos sujetos responsables de la misión, con flexibilidad, alternancia, autorregulación y limitación tempo­ral. En el fondo, esto significa la creación de nuevas estructuras eclesiales sobre una base sinodal.

Conviene hacer una advertencia en relación con estas reflexio­nes sobre los carismas: hay que evitar entenderlos como introver­sión eclesial o eclesiocentrismo, como olvido de la dimensión de evangelización misionera o de la presencia transformadora en el mundo.

La vía así esbozada es el camino para que los laicos «se apro­pien» de la Iglesia que, en realidad, ellos componen, asumiendo funciones y cargos eclesiales y participando en los diversos orga­nismos y estructuras de responsabilidad. La investidura de los lai­cos en diversas responsabilidades de animación pastoral es tarea irreversible e irreemplazable; ello no es una huida del mundo, re­petimos, sino animación de la evangelización, pues las responsabi­lidades en la Iglesia siempre deben entenderse desde la llamada misionera.

Sólo con esa perspectiva y esas realizaciones se puede abordar la reforma de la Iglesia. La configuración sacramental vendrá lue­go a eclesializar los diversos servicios, carismas y ministerios; y la estructura jurídica, a regular su armonización concreta e histórica en la vida eclesial.

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4. PLENO PROTAGONISMO DE LOS LAICOS

Como hemos señalado en el «Ver», los laicos hasta ahora sólo han sido considerados protagonistas activos en la teoría del Conci­lio, pero en las realizaciones concretas vitales de la Iglesia siguen estando reducidos casi a la condición de meros figurantes. Para que la teoría conciliar y la práctica eclesial vayan de acuerdo, es preciso que en el futuro les corresponda a los laicos más participa­ción en todas las realizaciones, procesos de organización y de deci­sión, y ello no como concesión de la autoridad eclesial, sino con la correspondiente protección jurídica, porque les corresponde ese derecho en razón de la dignidad, autoridad y participación en la triple función eclesial de enseñar, santificar y dirigir, que Dios les ha otorgado en el bautismo. Para que ello no se quede en un pia­doso deseo, sino que se haga realidad, son necesarios tres cambios decisivos.

El primer paso ha de consistir en que más servicios y ministe­rios eclesiales que hasta ahora estén abiertos a los laicos. No debe suceder que los laicos asuman determinados ministerios en la Igle­sia sólo en situación de necesidad, como tapaagujeros en caso de falta de clero o con un permiso excepcional, sino en principio e independientemente de la situación del personal clerical.

El segundo paso debe ser la implantación del derecho de in­tervención de los laicos en todos los niveles eclesiales y en todos los ámbitos jurídicos. Los laicos deben tener siempre voz en las cuestiones de personal, así como en las cuestiones centrales so­bre presupuestos, transformación de las estructuras eclesiales, configuración y organización de la vida litúrgica y determina­ción de los objetivos pastorales. Este derecho de intervención debe ser utilizado sobre todo para la colaboración de laicos y presbíteros.

El tercer paso estriba en la participación de los bautizados en las reuniones eclesiales que dentro del llamado proceso sinodal configuran la realidad pastoral. Y ello en una triple dirección. Por una parte, ha de elevarse el número de los representantes de los laicos en las diversas asambleas de Iglesia. Por otra parte, hay que dotar a dichos representantes no sólo del derecho a hablar, sino del derecho a votar y no únicamente con voto consultivo, sino deliberativo, suprimiendo la diferencia que existe actual­mente. Finalmente, la competencia para decidir de la comunidad reunida debe fortalecerse de tal manera que se limite al mínimo necesario el derecho de veto de la autoridad eclesial competente.

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Según eso, la autoridad eclesial nunca debería poder modificar o derogar de acuerdo con su propio criterio las decisiones tomadas por la asamblea, como sucede ahora en muchos casos. La autori­dad debería estar siempre vinculada a la realización de las deci­siones, a no ser que puedan provocar una adulteración del conte­nido de la fe o una contravención grave de los criterios de la mo­ral o del derecho.

5. ARMONÍA DE LOS LAICOS Y LOS MINISTROS ORDENADOS

Si los laicos han de vivir la fe realizando la inmersión en la se-cularidad y la dispersión en la enorme variedad de situaciones hu­manas, los ministros ordenados, por su parte, han de cuidar de que tal secularidad y dispersión conserven el absoluto de la fe y mantengan la comunión.

Ambos grupos de creyentes no se colocan uno al lado del otro o por encima del otro: son correlativos. La Iglesia no cumpliría su misión tanto si perdiera la pureza de la Palabra que la fundamenta en la unidad como si mantuviera la Palabra fuera de las vicisitudes humanas de la historia. Lo absoluto y la contingencia son rasgos esenciales de la misión y, por ello, todo cristiano, sea laico o minis­tro ordenado, los lleva dentro de cualquier acción suya. Sin embar­go, desde la perspectiva de la peculiaridad de cada carisma, el pas­tor está al servicio de la comunidad para que permanezca fiel al absoluto de la Palabra, los laicos están al servicio de la comunidad para que permanezca fiel a la contingencia de su actuación en la historia.

Ahora bien, la tentación en la que no hay que caer es la de dis­tinguir en el pueblo de Dios de manera tajante dos grupos contra­puestos, el de los ministros ordenados con la prerrogativa del ab­soluto de la Palabra y el de los laicos, destinados a la contingencia. Pues es evidente que los pastores de la Iglesia pronuncian su pala­bra dentro de los condicionamientos de la historia y de su misma subjetividad. Y viceversa, no se puede decir que a los laicos no les interesa la fidelidad al absoluto de la Palabra. Siempre será verdad que la secularidad no es característica exclusiva de ninguno en la Iglesia, puesto que es lo propio del sacerdocio común de los bauti­zados, al cual nadie puede sustraerse.

Los unos no pueden sustituir o hacer superfluos a los otros. Por el contrario, lo decisivo es que como pueblo de Dios salva­guarden la misión de la Iglesia en el mundo y no den en una

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yuxtaposición o contraposición o incluso en actitudes de antepo­sición y subordinación. La mutua relación debe estar acuñada por un favorecimiento de los unos para con los otros. Laicos y minis­tros ordenados ponen en juego sus respectivas capacidades para la construcción de la comunidad. Misión y vocación de los minis­tros ordenados es ejercer el servicio a los servicios de la comuni­dad de fe, es decir, dejar crecer los carismas de los laicos, hombres y mujeres, y al mismo tiempo alinearlos hacia el ordenamiento liberador y salvífico del evangelio de Jesucristo. Misión y voca­ción de los laicos es constituirse en sujetos del envío eclesial, es decir, comprometerse con sus propias dotes y perfiles personales en pro de la vitalidad de la comunidad eclesial que anuncia el evangelio al mundo.

Tomar en serio este principio crea un equilibrio nuevo en la vida de la comunidad eclesial. En efecto, los carismas laicales más ca­racterísticos proponen la autoridad de sus propias competencias. Existen circunstancias en las cuales los laicos poseen legítimamen­te autoridad y los pastores tienen el deber de escucharlos y seguir­los. Su competencia no es algo meramente profano que nada tiene que decir a la Iglesia, sino que es don del Espíritu en virtud del cual se realiza el sacerdocio de Cristo entre los hombres y se cum­ple la misión de la Iglesia en el mundo. La Jerarquía tiene que re­conocer el valor de las actividades seculares de los cristianos para la misma estructuración y para la realización de la misión de la Iglesia. Ella no puede cumplir su misión en el mundo al servicio de la persona humana sin una explícita referencia a la autoridad de las competencias que cada uno de los cristianos realiza en virtud de su carisma específico.

Pero si en un determinado momento en la misión de la Iglesia está en juego la autenticidad del evangelio, entonces se requiere el ejercicio del ministerio ordenado. Si en una circunstancia histórica las diversas experiencias de fe no logran componerse en la unidad, son los pastores de la Iglesia los que con su carisma de autoridad han de conducir a los creyentes a la comunión.

De todas formas, la armonía de roles no es fruto de reflexiones teóricas o de normativas canónicas, sino de un aprendizaje y una experiencia vivida. Los ministros ordenados han de reconocer los carismas propios de los laicos y darles espacios de libertad en el ejercicio de su vocación específica, aceptar sus opiniones, recono­cerles responsabilidades decisorias. Los laicos han de saber colabo­rar lealmente con quienes, bautizados como ellos, han recibido del Señor el ministerio de pastores del pueblo de Dios.

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6. EN SÍNTESIS: VIVIR LA FE EN SU INTEGRIDAD Y EN TODAS SUS DIMENSIONES

Digamos, como síntesis final, que se impone profundizar en la vinculación entre salvación del mundo y autonomía de lo tempo­ral. Hay que superar todavía un cierto extrinsecismo en este tema. El proyecto de Iglesia testimonial y fermento del mundo exige que, mediante la praxis militante, se ahonde en el vínculo existente en­tre fe cristiana y construcción de un mundo más humano en el que todos los hombres y mujeres puedan vivir en la dignidad y liber­tad de los hijos de Dios.

Esta reflexión tiene importantes repercusiones prácticas para la creación de actitudes propias del laico cristiano. La laicidad será la nueva actitud del que se sabe peregrino en una ciudad que no es cristiana y en la que debe realizar su vida de testigo del Reino. Cuando la laicidad del mundo es respetada sinceramente por la Iglesia, ella se muestra pobre y servidora, anunciando con alegría y coraje el evangelio, con preocupación y amistad para con toda persona, valorando lo que es auténticamente humano según el plan de Dios.

Aquí percibimos la diferencia entre el proyecto pastoral que do­minaba en el llamado «régimen de cristiandad» y el modelo de evangelización donde la fe ha de dar testimonio en la sociedad y la historia tal como ellas surgen de la libertad humana. Es éste un gran desafío para la Iglesia de hoy: que todos los bautizados, en la variedad de sus dones, gracias, carismas y ministerios, sean adul­tos en el Espíritu para dar testimonio y servir a la causa del Reino en la causa de la justicia y la paz para todo ser humano.

Ello requiere categorías mentales nuevas y un discurso evangé­lico accesible a nuestro tiempo. Es necesario prestar atención a las esperanzas del mundo, que aguardan del evangelio que anuncia­mos una respuesta de salvación. Aquí ha de aparecer la perspecti­va escatológica del cristianismo como «religión del futuro absolu­to», como historia de un pueblo que tiende hacia un futuro siempre mayor, como religión no de los saciados y satisfechos, sino de quie­nes tienen hambre y sed de la justicia.

Si estas actitudes de fondo se imponen, sólo queda por decir a los laicos que se abran con coraje al mundo para «poner en prácti­ca todas las posibilidades cristianas y evangélicas escondidas, pero a su vez ya presentes y activas en las cosas del mundo», confiados en que, «sin perder o sacrificar nada de su coeficiente humano, al contrario, manifestando una dimensión trascendente frecuente-

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mente desconocida, estarán al servicio de la edificación del reino de Dios y por consiguiente de la salvación en Cristo Jesús» (Pablo VI, Evangelii Nuntiandi, n. 7).

PARA PROFUNDIZAR

G. ALBERIGO, «El pueblo de Dios en la experiencia de la fe», en: Concilim 20, n.° 196,1984, pp. 353-370.

A. M. CALERO, El laico en la Iglesia, Edit CCS, Madrid 1997. S. DIANICH, «Laicos y laicidad en la Iglesia», en: Vaginas, n.os 89-90, abril

1988, pp. 91-122. C. GARCÍA DE ANDOIN, «Laicos cristianos», Iglesia en el mundo, Ediciones

Hoac, Madrid 2006. G. MAGNANI, «La llamada teología del laicado ¿tiene un estatuto teológi­

co?», en: R. LATOURELLE (dir.), Vaticano II. Balance y perspectivas, Sigúe­me, Salamanca 1989, pp. 373-410.

A. MORAN, «Sacerdocio común de los fieles y sacerdocio ministerial», en: Estudios Eclesiásticos 52, 1997, pp. 332-353.

J. PEREA, El laicado: un género de vida eclesial sin nombre, Desclée Br., Bilbao 2001.

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Capítulo 8

La difícil pero necesaria comunión eclesial

En el n.° 36 de la encíclica Tertio millenio adveniente Juan Pablo II proponía a la Iglesia un serio examen de conciencia como prepara­ción para la celebración del Jubileo del año 2000. Entre otros pun­tos, el Papa pedía que miremos a la recepción del Concilio, ese gran don del Espíritu a la Iglesia. Y ahí preguntaba textualmente:

«¿Se consolida en la Iglesia universal y en las Iglesias parti­culares la eclesiología de la comunión de la Lumen gentium, dan­do espacio a los carismas, los ministerios, las varias formas de participación del pueblo de Dios...?».

Escuchando esta llamada a revisar nuestra vivencia de la comu­nión eclesial, dedicaremos el presente capítulo a un esfuerzo de reflexión que nos permita clarificar algunos criterios teológicos acerca de la comunión eclesial y, sobre todo, aplicarlos a nuestra experiencia espiritual y pastoral.

La comunión es una realidad cristiana central que necesita ser pe­netrada, reflexionada y responsablemente asumida. Su noción y su contenido pertenecen al bien más antiguo y tradicional de la Iglesia.

Ver PROBLEMÁTICA EN TORNO A LA COMUNIÓN

1. EL ANHELO DE COMUNIÓN EN LA SOCIEDAD ACTUAL

La comunión es una realidad y un anhelo originales del ser hu­mano. La persona es un ser social que necesita de los demás en el plano material-físico y en el espiritual-cultural y que sólo puede alcanzar su realización plena en la comunión con otros.

Gracias a las posibilidades que ofrece la técnica moderna y a los medios de comunicación, la proximidad externa entre las personas es incomparablemente mayor que en cualquier otra época, pero en ninguna ocasión como en nuestra actual sociedad masificada han sido tan grandes el peligro del aislamiento y el riesgo de soledad. Esta sociedad es una acumulación gigantesca de individuos con­cretos, pero no un conjunto que haya crecido de forma orgánica.

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Individualismo y colectivismo son dos fenómenos modernos con­trapuestos; ambos coinciden en que no aportan una solución a los problemas del individuo. Ambos yerran al señalar la esencia de la persona humana, que sólo encuentra su plenitud en el contacto personal, en valores y objetivos comunes, en el recíproco dar y re­cibir una participación en las riquezas personales.

Es comprensible que, tras el derrumbamiento del mundo bur­gués y de su individualismo, las ideas de participación, solidari­dad, grupo de base, ejerzan una atracción casi mágica. En cambio, todas las grandes instituciones sociales, supuesta o realmente an­quilosadas, también la Iglesia, padecen un considerable déficit de credibilidad, porque aparecen como formas externas tendenciosas que impiden el ideal de la comunión personal.

Como es natural, en este movimiento hay elementos no madu­ros; es inevitable que tales anhelos se presten a la ideologización y al abuso. Pero tendríamos que ser ciegos y sordos para no darnos cuenta de que el interrogante que inquieta a muchos es, en el fon­do, si cabe lograr la comunicación y la comunión entre los hom­bres y mujeres del mundo, si las ideas de solidaridad y participa­ción frente a las grandes instituciones sociales, acusadas de escle­rosis, son verificables o sólo son una ilusión.

Hay que reconocer que detrás de algunas críticas desabridas a la Iglesia se esconde el anhelo secreto de un ideal al que ella, como comunidad de pecadores, no puede responder con plenitud, pero al que, sin embargo, está obligada permanentemente. No hay duda de que la fe tiene su lugar y su gran oportunidad en la propuesta de la comunión como forma de comunidad cristiana y también humana.

Por tanto, la problemática acerca de la comunión eclesial que se manifiesta en formas múltiples, hay que situarla en un horizonte de cambio social generalizado: derrumbamiento de una civiliza­ción, afán de libertad individual, confrontación de ideologías (neo-liberalismo y mundialización frente a socialismo democrático), di­versos movimientos de liberación, etc.

Tal situación social influye en la vida eclesial porque la Iglesia se encuentra en este mundo, como ya explicamos. El amplio hori­zonte señalado nos da la medida de la importancia y de la exten­sión del impacto en la realidad eclesial: todos estamos involucra­dos en él; a todos nos afecta, derecha, izquierda y centro, base y estructura, Jerarquía y pueblo llano. El fenómeno de la prueba de la comunión se manifiesta en formas múltiples que afectan tanto a lo que se refiere a la formulación de la fe, como a las formas del culto cristiano, como al compromiso de vida.

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2. EN LA ESTELA DEL CONCILIO VATICANO II

El catolicismo, en los cuatro siglos de enfrentamiento al protes­tantismo y a la Ilustración, abandonó el modelo de comunión de la Iglesia antigua. El Concilio Vaticano II quiso potenciar nuevamen­te el modelo clásico, reequilibrando la eclesiología católica a través del principio de comunión, una de sus ideas eclesiológicas directri­ces, aplicable a todos los niveles de la vida comunitaria eclesial. Consiguió escuchar uno de los latidos más profundos de nuestro tiempo, purificarlo a la luz del evangelio y responder a él de una forma que sobrepuja el buscar puramente humano. Por eso se reci­bió con el corazón abierto la eclesiología de la comunión del Vati­cano II.

Entretanto, nuevas formas de responsabilidad compartida han nacido en todos los ámbitos de la vida eclesial. La idea de la «par­ticipación activa» (Pío X) no ha quedado reducida al ámbito de la liturgia, como propugnaba aquel papa. Es posible experimentar de nuevo a la Iglesia como comunión. Ha crecido una conciencia pro­funda de que todos somos Iglesia.

Por desgracia, hoy, cuando han transcurrido casi cincuenta años desde la finalización del Vaticano II, el entusiasmo de entonces ha perdido calor. Y se perciben signos de desengaño. Piensan unos que el Concilio fue demasiado lejos, mientras que otros opinan que se quedó muy corto. Unos temen la restauración en marcha, otros la esperan y desean. Sin embargo, el futuro de la Iglesia sólo tiene un camino: el que esbozó el Concilio Vaticano II, la realización ple­na de su eclesiología de la comunión. Ese es el camino que nos ha mostrado el Espíritu de Dios.

Hay que afirmar con firmeza que los textos conciliares y su ecle­siología de la comunión no han quedado desfasados, ni mucho me­nos. Al contrario, la verdadera recepción del Vaticano II debe co­menzar a hacerse realidad en nuestros días. Es necesario reflexionar sobre el Concilio Vaticano II desde la vertiente de la comunión, como vamos a hacer a continuación. Tal reflexión puede ampliar las perspectivas e insuflar mayor confianza en la vida de la Iglesia.

3. EN EL CONTEXTO DEL PLURALISMO INTRACATÓLICO POSCONCILIAR

La acentuación del pluralismo es quizá el síntoma más claro de los problemas que hoy se plantean a la comunión. Sin embargo, puede afirmarse que la pluralidad en la Iglesia no es un fenómeno

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presente, sino una constante histórica, al menos hasta la época de la Ilustración. Y ello por razones teológicas, que fundamentalmen­te se resumen en tres: la infinita creatividad, libertad y potencia del Espíritu, la personalidad y los dones de los creyentes y los condi­cionantes históricos, culturales y sociales que necesariamente han afectado a la vida eclesial.

En el momento presente la pluralidad se acentúa de manera particular porque a partir del Concilio hay tres vectores, nacidos del propio Concilio, que la impulsan:

• La presencia de la Iglesia en el mundo, siendo su compañera de camino y buscando discernir los signos de los tiempos (re­sultado de la GS).

• La participación de todos los bautizados en la misión de la Iglesia, con lo que ello significa de asunción de responsabili­dades y ejercicio de la libertad (fruto de LG y AA).

• El respeto a la conciencia personal, tanto en la relación con los otros grupos religiosos y humanos como en el interior de la propia Iglesia (consecuencia de la Declaración sobre la Li­bertad Religiosa, DH).

Ante el pluralismo actual, muchas gentes de buena voluntad se sienten desconcertadas, quizá por el recuerdo de los años inmedia­tamente anteriores al Concilio, cuando la uniformidad era ley y otorgaba segura confianza. Creen que se desfigura la imagen de la Iglesia y se sienten alarmados por temer que se oscurece el testi­monio de la Iglesia en el mundo, que se debilita su acción al que­brarse la comunión.

Otros, influidos sin duda por el ambiente actual, sostienen una pluralidad sin límites, que les sirve como argumento o como pre­texto para eludir toda normativa de fe, de culto, de compromiso.

Frente a ambos extremos y a los hechos antes apuntados se tra­ta de adoptar una actitud de fe en la Iglesia, aceptando el hecho histórico de la conmoción intraeclesial consiguiente a una crisis muy profunda de la humanidad dentro de la cual está y actúa el pueblo de Dios, y confiando en la fuerza del Espíritu y en el valor perenne de la obra de Jesucristo.

Juzgar REFLEXIÓN TEOLÓGICA SOBRE LA COMUNIÓN

En la tradición antigua, el pensamiento de la comunión estaba tan fuertemente grabado en la conciencia eclesial que el término se

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usaba como sinónimo de Iglesia. Iglesia es el hecho de estar en comunión con los otros creyentes, que en todas las comunidades dispersas por el mundo no forman más que una comunidad, con todo lo que ha sido dado a todos. Se trata, por tanto, de un nuevo modo de ser; pertenece al dominio del régimen de vida.

1. FUNDAMENTO TRINITARIO DE LA COMUNIÓN

Con el concepto de comunión no se apunta en primer lugar a cuestiones relacionadas con las estructuras de la Iglesia, sino a su naturaleza o, como dice el Concilio, a su misterio. El término se refiere más bien al auténtico contenido que construye y llena inte­riormente a la Iglesia y para el que ella vive.

No se trata de un mero afecto que contribuye al mayor bienes­tar de la Iglesia. Ni de un sentimiento de simpatía que nos une a aquellos que piensan, sienten y se comprometen con nuestros mis­mos ideales y tareas.

Comunión es un nuevo nivel de realidad revelada por Cristo y ofrecida por Él a los seres humanos, sólo asequible, por consiguien­te, desde la fe y en la fe. Realidad hecha posible por la encarnación y la resurrección del Señor y por la comunicación de su Espíritu. Una nueva creación, un nuevo ser, el mismo ser de Dios participa­do gratuita y misteriosamente por los que creen en Cristo.

En efecto, el Padre eterno nos creó según su beneplácito eterno y nos llamó a participar de la vida divina, que es vida en común de las tres personas. Esta vida en comunión, meta de toda la historia de la salvación, se realiza históricamente y de una manera única en Jesucristo.

Él es el mediador a través del cual Dios aceptó la naturaleza humana para que nosotros participáramos de la naturaleza divina. De ese modo, el Hijo de Dios se unió en cierto sentido con cada persona humana en su encarnación. Por fin, lo que acaeció de una vez por todas en Jesucristo es continuado por el Espíritu Santo que habita en la Iglesia y en los corazones de los fieles; es decir, que el Espíritu Santo realizará desde dentro ese evento y lo difundirá por todo el universo. La comunión eclesial esencialmente consiste en la participación común del Espíritu vivificante. Ahí se fundamentan las otras participaciones o comuniones eclesiales. Como dice el Concilio Vaticano II, es concretamente el Espíritu el que une a la Iglesia en comunión y en ministerio (LG 4; cf. AG 4). Hay que re­cordar una vez más que el Espíritu obra no destruyendo las carac-

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terísticas personales o sociales, sino purificando y sublimando la vida concreta. Además distribuye sus dones como quiere, sorpren­dentemente, obrando libremente en todos los niveles de la comu­nidad. De ahí nace la pluralidad de la Iglesia, las formas distintas de vivir la fe, sus diversas expresiones, las múltiples maneras de secundar la acción del Espíritu; todo ello manifiesta la comunión.

2. DOBLE DIMENSIÓN, «VERTICAL» Y «HORIZONTAL», DE LA COMUNIÓN

Como ya explicamos, la Iglesia es sacramento de la comunión de los seres humanos con Dios y de estos entre sí (LG 1). Es signi­ficativa y efectiva de comunión. Por su medio Dios llama y realiza la comunión última del Reino en que desemboca la historia de la salvación. No tiene otra razón de ser la Iglesia.

Ya etimológicamente, la palabra comunión en el mundo grecola-tino significaba la unidad que se originaba por la participación de un bien existente previamente. Incluía dos elementos: el de tener parte en algo y el de la relación interpersonal, originada tanto con el que comunica algo, como entre los que comparten lo comunica­do. Este rico sentido del término llevó a los primeros cristianos a elegirlo para expresar su propia experiencia.

La dimensión «vertical»

Según el nuevo sentido, la comunión se realiza primariamente con Dios. Es «vertical», interior e invisible; sólo la acción del Espí­ritu Santo puede actuar dentro de la persona. La comunión no es una realidad disponible por el ser humano, sino regalada por Dios, hecha posible por su autocomunicación, lo que incluye que sólo se puede pertenecer a ella voluntariamente, en la respuesta de liber­tad a la llamada.

En Jesucristo, por la acción salvífica de Dios Trino, somos cons­tituidos como comunión, somos el pueblo de Dios, elegido y lla­mado. Los bienes divinos participados son los que Jesús anunció en su mensaje del Reino: la justicia, la verdad, la paz, el amor, etc.

Como continuación de la presencia de Cristo en la historia, la comunión es una realidad divino-humana, compuesta de debili­dad y grandeza, de cruz y de gloria, de realidad pecaminosa nece­sitada de reforma y de misterio de santidad. No puede olvidarse ninguno de los dos aspectos; ambos son propios de la comunión y

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se encuentran en tensión. No pueden separarse ni yuxtaponerse como cosas distintas: «forman una realidad compleja, que vincula el elemento divino y el humano» (LG 8,1). Olvidar el aspecto hu­mano y visible conduce al maniqueísmo, al espiritualismo. Olvidar el aspecto divino conduce al pelagianismo, al naturalismo.

La dimensión «horizontal»

La vinculación a la realidad divina produce entre los miembros de la Iglesia la íntima vinculación entre sí. Los bienes que Cristo comunica a sus miembros por el Espíritu se traducen en todo tipo de relaciones espirituales. La vida de Cristo es la de todo el cuerpo; vinculados a Él, sus miembros están vinculados unos a otros.

En consecuencia, la comunión adquiere un sentido netamente rela-cional: las relaciones de creyente a creyente y las relaciones de comu­nidad a comunidad. Es, por tanto, una red de intercambios, el conjun­to de conexiones, el resultado de relaciones recíprocas múltiples.

Esta es la dimensión horizontal de la comunión, visible, realiza­da entre personas, construida a través de los instrumentos de la experiencia humana histórica. Se trata de una realidad personal y social, psicológica y objetiva al mismo tiempo. Una comunión glo­bal debe ser lugar donde se transmite de uno a otro una experien­cia de vida, no sólo en la esfera afectiva del sujeto, sino en los he­chos, en sus dinamismos, en las orientaciones reales de toda la persona. La dimensión horizontal de la comunión se cumple cuan­do sucede realmente tal transferencia.

De ahí que comunión recibe también el significado de pertenencia a una confesión de fe (como ejemplo bien conocido: la Comunión Anglicana). Por eso, herejes eran ante todo aquellos que sólo «comu­nicaban» entre sí, pero no con la gran Iglesia. Este uso llevará más tarde a aplicar el término comunión a la pertenencia o exclusión de la Iglesia desde una perspectiva jurídica (excomunión).

Es así como la eclesiología de la comunión supera la idea de la Iglesia como «sociedad desigual». Afirma que la común pertenen­cia al pueblo de Dios precede a toda distinción de ministerios, ca-rismas y servicios.

Relación entre ambas dimensiones

Es importante señalar la conexión entre ambas dimensiones: la comunión con Dios se realiza en la Iglesia por la fuerza de la co-

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municación de la experiencia de Cristo que se realiza entre perso­nas, es decir, a través de instrumentos históricos y visibles: signos, palabras, gestos, hechos externos. Dios Trinidad nos regala su pro­pia vida de comunión: esto es hacer partícipes; por su don noso­tros nos hacemos una comunión: esto es tener parte; así se suscita una comunidad en la que todos comparten la misión. La frase an­terior no es un juego de palabras, sino la expresión lingüística de la coherencia que lleva consigo la comunión.

Dicho con palabras quizá más sencillas: la comunión horizontal, interpersonal, es signo y manifestación por medio de la cual se realiza y trasparenta la superior unión con Dios. La Iglesia no se ofrece al mundo como una interesante experiencia humana, sino como una propuesta de espacio para el encuentro pleno de la per­sona humana con Dios.

De ahí se saca una conclusión: la Iglesia debe ser ante todo una red de verdaderas relaciones interpersonales. No basta apelar a las realidades objetivas (la doctrina, los sacramentos, las institucio­nes,...), las cuales, si bien son necesarias, no sustituyen a la comu­nión de vida que se establece en la comunicación interpersonal de la experiencia de Cristo.

Bajo la moción del Espíritu cada miembro actúa para el bien del todo. Los dones son múltiples en la Iglesia (cf. ICor 12, 28) y dicha multiplicidad sirve al buen funcionamiento del conjunto. En con­secuencia, nadie debe adoptar actitudes exclusivistas, como si lo propio le perteneciera como propio o fuera lo único válido. Quiere esto decir en concreto que la comunión obliga a salir de sí mismo, de las propias comunidades restringidas, de los bienes particula­res. Ella empuja al bien total y da participación en el bien de to­dos.

En la instrumentación histórica y visible por medio de la cual se realiza la comunión, consiste la dimensión de la Iglesia que llama­mos «sacramental». La comunión «exterior» (en los medios de la gracia) y la comunión «interior» (en la vida de la gracia) no están yuxtapuestas. Su conjunto ensamblado constituye la Iglesia sacra­mento. La Iglesia se realiza como sacramento por medio del con­junto de elementos concretos, históricos, visibles que verifican (= hacen verdadera) la comunión, realidad invisible y trascendente.

En resumen, la comunión no es mero afecto, sentimiento o acti­tud interior, porque hay que expresar y realizar la unión con Dios y entre sí de forma que no quede escondida en lo íntimo de las con­ciencias. Se trata de una comunión visible e histórica entre personas que se comunican la experiencia de Cristo de la que participan.

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3. LA COMUNIÓN SE REALIZA POR MEDIO DE LAS VIRTUDES

TEOLOGALES...

El primer instrumento de comunión es la fe o, mejor dicho, la confesión de fe. Según Pablo, el primer hecho en que los cristianos experimentan su unión fraterna es su fe; es lo que les distingue e identifica frente al mundo circundante y lo que les une en una co­munidad original. La Iglesia se sostiene sólo en el hecho de que hay hombres y mujeres que tienen comunión con Cristo por la fe y así participan de su salvación. Por eso, la comunión eclesial, que es una realidad interpersonal, sólo se da cuando la fe es comunicada, cuando la experiencia de Cristo se cuenta, la adhesión al Señor se proclama. Ante el mundo el grupo de los creyentes se autoidentifi-ca, se propone como ofrecimiento de comunión nueva y universal en cuanto proclama su fe con una sola voz.

El segundo instrumento de comunión es la esperanza: en su manifestación exterior ante el progreso humano, con su capacidad de discernimiento crítico respecto del mismo. La esperanza escato-lógica debe demostrarse en la crítica de otros dioses y señores que hoy se ofrecen como respuesta a los anhelos humanos, en especial el dinero y el afán de poder.

El tercer instrumento concreto y visible de comunión es la cari­dad, las obras de amor. La comunión con Cristo se reconoce en las relaciones fraternas que corren entre los discípulos (cf. Jn 13, 35; Hch 2, 44), las cuales buscan la superación de todo lo que aisla, en un género de vida social completamente nuevo. No basta la profe­sión de fe común, ni basta la esperanza escatológica conjunta; san Pablo no cesa de exhortar a sus interlocutores a la operatividad de la caridad, a la colaboración de todos en la vida eclesial (ICo 12, 12-30; Rm 12, 4-7; Ef 4, 7-16). En nuestro lenguaje actual traduciría­mos el pensamiento de Pablo diciendo que la llamada del Señor nos hace «comunicar» con todos en el cumplimiento de su obra.

4. . . . Y POR LA EUCARISTÍA

Como hemos explicado, el ser trinitario de Dios que es en sí mismo absoluta comunión se abre al ser humano en la autodona-ción de Jesús en su acto redentor. Este acto tiene su actualización y su paradigma más denso en la entrega de la eucaristía. Como con­secuencia de la participación en la vida de Dios por la comida co­mún de la víctima del sacrificio único, se establece la unión singu-

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lar entre los participantes, que son llevados así a una superior uni­dad de índole sobrenatural o divina.

En la Iglesia antigua existía la clara conciencia de que la partici­pación en los sacramentos era equivalente a la acogida en la comu­nión eclesial. Este criterio se aplicaba particularmente a la partici­pación en la eucaristía. «La Iglesia hace la eucaristía, la eucaristía hace la Iglesia», era un antiguo dicho de los Santos Padres. La co­munión en la eucaristía lleva a la comunión mística con el misterio de la Iglesia de Dios y la comunión interpersonal es consecuencia y exigencia de la comunión eucarística (cf. ICor 10,16 ss.). Por eso, la concordia entre los cristianos y la concordia entre las comunida­des comporta una referencia última: la eucaristía.

La autenticidad de la celebración eucarística está esencialmente vinculada a la autenticidad de la comunión eclesial, porque la Igle­sia se congrega peculiarmente en este su acto principal con la más densa presencia de Jesús (cf. ChD 14).

En la visión simbólica propia de los Santos Padres, mucho más rica que el posterior empobrecimiento de la teología escolástica, el signo no puede disociarse de la realidad a la que hace presente. Los fieles que reciben la eucaristía devienen lo que ya son y son ya lo que devienen: comunión en el cuerpo de Cristo que reciben como alimento.

Podríamos interpretar el pensamiento de los Padres diciendo que el plan salvador de Dios consiste, en primer lugar, en una co­munión «descendente»: desde la Trinidad por Cristo y la eucaristía hasta los hombres y las cosas. De ahí nace, en consecuencia, una comunión «ascendente»: de la realidad del mundo (pan y vino), por medio de la humanidad, hacia Cristo y Dios trino.

De esa reflexión nace el uso eucarístico del término comunión: es la expresión más usual para referirse a la recepción de la eucaristía. Advirtamos que esa expresión no se refiere sólo a la mera recep­ción del pan y del vino eucarísticos, sino también a la «unión co­mún» de los que participan en la celebración que es fuente de di­cha comunión. Esta idea se expresa en una frase en el lenguaje de los teólogos: la realidad sustancial y última del sacramento es la unidad de la Iglesia.

Durante mucho tiempo no hubo necesidad de recordar explíci­tamente que la comunión eclesial dependía de la realidad de co­munión por excelencia que es la eucaristía. Nadie ponía en duda su importancia para la vida comunitaria. Pero esta visión sintética, global y dinámica se perdió en el Occidente cristiano (no así en Oriente, donde ha perdurado muy viva). Como consecuencia de

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las disputas sobre la eucaristía en el siglo xi y de la confrontación con la Reforma en el siglo xvi, la eclesiología eucarística cayó en el olvido, para desembocar en el empobrecimiento según el cual «la comunión» era comer la hostia. Se oscureció en muchos espíritus aquella verdad fundamental y se fue imponiendo una imagen de Iglesia principalmente como entramado social jerárquico. Hasta que la renovación bíblica y litúrgica de la primera mitad del siglo pasado hizo que se recuperara la conciencia clara sobre la fuente de la que vive la Iglesia: la comunión de la palabra y del sacramen­to, especialmente de la eucaristía.

Recapitulando. Podemos afirmar que la eucaristía es la actuali­zación simbólica y sacramental de todo el misterio de la salvación. Como comunión eucarística, la Iglesia es no sólo copia de la comu­nión trinitaria, sino también su actualización. No es sólo signo e instrumento de salvación, sino también fruto de salvación. Como comunión eucarística, la Iglesia es la respuesta rebosante al primi­genio deseo humano de comunión.

5. UNA NUEVA CONCEPCIÓN DEL SUJETO ECLESIAL

En la imagen clásica postridentina la Iglesia parecía identificar­se con la institución: esta se consideraba el sujeto inmediato de todos los dones de Dios a su Iglesia y el sujeto activo de la puesta en práctica de dichos dones. Los fieles se concebían vinculados pa­sivamente a la institución y bajo sus poderes propios. Daba la im­presión de que la Iglesia podía actuar sin que ellos actuasen.

La eclesiología conciliar de la comunión, junto con la de pueblo de Dios, como ya explicamos, significa el abandono de la centrada sobre la institución, ha favorecido la conciencia de que toda la co­munidad eclesial es sujeto y ha hecho desaparecer definitivamente la «eclesiología de la pirámide». No que se hayan diluido las dife­rentes tareas y funciones, sino que ahora son interpretadas de for­ma nueva.

La nueva visión se caracteriza por destacar que el sujeto inmedia­to y real de los dones de Dios es la comunidad de los fieles en cuan­to tal. La institución es un don entre ellos, regalado por Dios a la comunidad de los creyentes para configurarla, dándole una estruc­tura social particular que ejerza una función de coordinación y regu­lación y asegure el crecimiento de todos y el servicio recíproco.

El concepto de sujeto aplicado a la Iglesia no es un término que se encuentre en los tratados convencionales de eclesiología o en las

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declaraciones eclesiásticas doctrinales. En vano se le busca también en los documentos del Vaticano II. Y, sin embargo, el discurso acerca de la condición de sujeto de la Iglesia se está generalizando en la teología actual. Dicho discurso está en estrecha relación con el desa­rrollo en la conciencia moderna de la dignidad de la persona huma­na, de su evolución hasta la autodeterminación, capacidad de deci­sión, uso responsable de su libertad y de su poder de juicio.

Cuando la idea de ser sujeto se aplica a la Iglesia, significa ante todo que el pueblo de Dios no es sólo receptor pasivo de los dones de la salvación y de la palabra de Dios, sino que le corresponde una actividad propia en el acontecimiento de la salvación. Por eso, la afirmación de que la Iglesia es sujeto, en definitiva no es otra cosa que la interpretación de la comunión eclesial en el contexto de los problemas modernos.

Lo cierto es que la Iglesia actuó desde el principio como sujeto, cuando introdujo múltiples innovaciones en su constitución sin te­ner para ello una encomienda específica de Jesucristo, aunque siendo consciente de que correspondía a su propio poder y misión, para lo que estaba autorizada en la fuerza del Espíritu Santo. En este proceso de autorrealización la Iglesia se descubría a sí misma como sujeto que se autoconfiguraba históricamente para realizar mejor la mediación humana de la salvación. Tras la época apostó­lica y postapostólica, la jerarquía asumió y prácticamente acaparó esa conciencia de sujeto. El Vaticano II trajo un cambio decisivo al articular el ser de la Iglesia como totalidad en el ámbito público en cuanto comunidad. El pueblo de Dios, que detenta el sentido so­brenatural de la fe (LG 12), se comprende a sí mismo en medida creciente como sujeto de la reflexión, de la actuación y de la deci­sión en la Iglesia.

La comprensión de su condición de sujeto por parte de la Igle­sia ha sido influida en forma particular por el movimiento históri­co, tanto social como político que presiona para que todos los seres humanos sean sujeto de desarrollo de su dignidad personal. El movimiento laical, en esta línea, tiene sus fuentes en las experien­cias que ellos mismos hacen en el contexto de su propio desarrollo de sujetos en la sociedad: son experiencias cotidianas que se quie­ren traducir luego eclesialmente en las correspondientes formas de expresión de la fe, en la acción, en la oración y celebración litúrgi­ca, en la reflexión teológica. Es evidente la existencia de una co­nexión entre la reflexión acerca de la Iglesia como sujeto y la aper­tura de la conciencia eclesial al espíritu de la modernidad y al con­texto de experiencias y de praxis originadas por ella.

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6. DIMENSIÓN INSTITUCIONAL DE LA COMUNIÓN

La comunión, aunque se enraiza en la esfera interna de la gracia y se celebra y expresa en la eucaristía, se verifica y realiza en el orden visible y jurídico. «Su sentido no es un vago afecto, sino una realidad orgánica, que exige forma jurídica y al mismo tiempo está animada por la caridad» (LG, Nota explicativa previa al capítulo III, § 2). La razón de ello se encuentra precisamente en que la comu­nión eclesial recibe de la eucaristía su estructura específica de co­munión presidida. La configuración institucional de la Iglesia no proviene de una especie de necesidad natural de que exista un or­denamiento social, sino que se apoya en el fundamento de la mi­sión que le corresponde al obispo (y en dependencia de él, a los presbíteros) de representar al Señor invisible de manera visible en la celebración eucarística presidiendo una porción del pueblo de Dios.

Pasar por alto esta estructura de la comunión significaría hacer saltar la conexión indisoluble entre eucaristía e Iglesia, entre cuer­po de Cristo sacramental y su cuerpo eclesial. En efecto, la eucaris­tía tiene siempre una presidencia, la del obispo. El obispo realiza la comunión en su Iglesia porque preside la eucaristía. Es «persona institucional», representa a su Iglesia local ante la comunión de la Iglesia católica. Por eso, quien mantiene la comunión con él la mantiene con la Iglesia, con todos los hermanos que celebran la eucaristía en el mundo. La comunión católica se manifiesta en la comunión de los obispos. Lo que el Concilio llama colegialidad es la expresión moderna de lo que la tradición llama comunión.

En síntesis, la comunión de gracia en el cuerpo y la sangre de Cristo se manifiesta en las relaciones externas, jurídicamente regu­ladas de las Iglesias locales.

Por eso era coherente el pensamiento de la Iglesia antigua que, manteniendo el sentido de la comunión como acontecimiento sal-vífico activo con carácter dinámico, la comprendía también como designación corporativa de la que pueden deducirse consecuencias jurídicas, como el derecho de todos a participar en los medios so­ciales para alcanzar el fin.

En consecuencia, la comunión significa también identificación afectiva y efectiva con la vida social de la Iglesia. Y tiene una di­mensión de exigencia social en el sentido de obligar a una revisión siempre renovada de las estructuras y formas de organización de la Iglesia. Desde la comunión hay que revisar nuestras estructuras.

Porque el derecho puede distorsionar la comunión. Según mu­chos comentaristas del Vaticano II, fue un fallo funesto de los Padres

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conciliares el haber pensado demasiado poco en lo jurídico. Con ello, al final, el derecho ha deglutido la eclesiología del Concilio.

Son bastantes los que piensan que el fallo no está en que en la Iglesia predomina el derecho, sino en que el derecho en la Iglesia no está a la altura de la moderna cultura jurídica. Es prácticamente la autoridad la que utiliza en exclusiva el derecho para sus objeti­vos; la otra parte apenas tiene apoyos jurídicos.

No es casual que los grupos tradicionalistas que quieren minimi­zar hasta la irrelevancia los planteamientos nuevos de la eclesiolo­gía conciliar se concentren con toda fuerza en el Derecho Canónico para configurar jurídicamente según su parecer la vida concreta de la Iglesia. Porque saben muy bien que una bella teología de la comu­nión, orientada en la Biblia, la Patrística y los actuales «signos de los tiempos», resulta inocua si no repercute en lo estructural.

7. DERECHO Y LIBERTAD

El ordenamiento jurídico pertenece a la institución eclesial como uno de sus aspectos esenciales. En su multiplicidad de reglas y prescripciones canónicas es considerado muchas veces como con­tradictorio a la libertad. Sólo se evitará esa subestimación errónea del derecho en la Iglesia si se contempla como ordenamiento de la comunión que vive y crece a partir de la eucaristía.

Este concepto clave de comunión es el que debe fundamentar la peculiaridad del derecho eclesial, que lo diferencia esencialmente de otros ordenamientos jurídicos. Tal diferencia consiste en que las relaciones jurídicas entre los creyentes de la comunidad eclesial —responsabilidades, derechos, deberes, autoridad, obediencia— nunca pueden ser separadas de la vinculación de todos en el Señor y por el Señor.

Si el pensamiento de la comunión dominara realmente el pensa­miento jurídico de la Iglesia, entonces quedarían superados los an­tagonismos entre Iglesia del derecho e Iglesia del amor, ley y espí­ritu, obligación y libertad. Si, a pesar de todo, llegan a surgir tales antagonismos, el ordenamiento eclesiástico tiene precisamente la misión de eliminarlos.

En consecuencia, el derecho ha de mantenerse siempre al servicio de la libertad de la acción divina del Espíritu y de la respuesta huma­na correspondiente. Así como es descabellado reclamar la supresión del ordenamiento jurídico en la Iglesia, lo mismo hay que impedir que la institución y la norma se establezcan de manera tan absoluta

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que anulen o coarten la libertad para obedecer al Espíritu. La finali­dad exclusiva de la norma es precisamente proteger y fomentar la libertad. Por tanto, el derecho no es nunca la regla última y absoluta de conducta. Lo primero es la vinculación personal y colectiva al Se­ñor, vinculación que no puede sacrificarse jamás al llamado «interés general». El mismo ordenamiento jurídico debe estar abierto a la po­sibilidad de que tal vinculación exija que la persona, en determina­das circunstancias, se sitúe fuera de la norma positiva. El Espíritu del Señor no interviene de cuando en cuando y a título excepcional, sino que es siempre la última instancia crítica del derecho eclesiástico.

Justamente por lo dicho, la praxis de los procedimientos y com­portamientos jurídicos de la Iglesia son un campo predilecto para la crítica. La acomodación de la Iglesia actual a la figura pública de las grandes organizaciones, con desarrollo de procedimientos bu­rocráticos, anónimos y no trasparentes, con fuertes tendencias de centralización produce miedos defensivos, sensación de incapaci-tación, de privación de libertad; y al final el distanciamiento del creyente de su Iglesia.

Para el futuro de la evangelización será decisivo cómo se com­porte la Iglesia como institución de libertad crítica ante la sociedad y como refugio de libertad en su interior. Su credibilidad en la apuesta a favor de los derechos humanos en el mundo depende esencialmente de cómo ellos y la libertad se cultivan en la propia Iglesia. Con otras palabras, aquí se plantea la cuestión de la liber­tad de los sujetos en el ordenamiento eclesial; más precisamente: por los espacios y posibilidades que ofrece el derecho eclesial al proceso para que todos en la Iglesia sean verdaderos sujetos. Sólo donde la Iglesia se experimenta internamente como espacio de li­bertad vivida, se convierte en oferta convincente de verdad y pue­de exigir con credibilidad espacios sociales de libertad para sí mis­ma y para los demás.

En un tiempo de temores y angustias experimentadas umver­salmente, una de las tareas más apremiantes de la Iglesia para que su anuncio evangélico sea creíble es la transmisión y mediación de la experiencia de que «donde actúa el Espíritu del Señor, allí está la libertad» (2Cor 3,17).

8. LA COMUNIÓN DE LA IGLESIA COMO SACRAMENTO PARA EL MUNDO

A la Iglesia comunión, sujeto de la acción de Dios en el mundo, le compete hacer visible de forma simbólico-sacramental la volun-

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tad salvífica universal de Dios. La realidad que se crea en la Iglesia como fruto de la comunión con Dios debe manifestarse en la aper­tura universal a toda la humanidad. Cualquier realización de Igle­sia debe ser punto de referencia de una fraternidad sin barreras. Así se ha de entender la conexión de los tres grandes ejes eclesio-lógicos del Concilio Vaticano II: misterio-sacramento, pueblo de Dios, comunión.

Como queda dicho, la Iglesia no existe para ella misma. Por eso tenemos que hablar, aunque sea brevemente, de una última dimen­sión del término comunión. Retornamos así a lo que dijimos al prin­cipio acerca de la pregunta y anhelo primigenios del ser humano respecto de la comunión.

A primera vista, parece que las afirmaciones fundamentales del Concilio Vaticano II tienen poco que ver con los interrogantes hu­manos acerca de la comunión, que han sido nuestro punto de par­tida. Es sólo una apariencia, porque en el fondo el Concilio dice que la Iglesia no es la mera respuesta al ansia de comunión que sienten los seres humanos. El deseo humano de comunión tiende realmente hacia algo que sobrepasa todo lo humano y que sólo puede encontrar su satisfacción plena en la autocomunicación de Dios, en la comunión y amistad con Él. El anhelo del corazón de la persona humana es tan grande y tan profundo que sólo Dios es lo suficientemente grande como para llenarlo. Como dice el Concilio, sólo Dios es la respuesta última a la pregunta qué es el hombre mismo (GS 21).

La cuestión sobre la comunión eclesial está, pues, subordinada a la pregunta acerca de Dios. La Iglesia se ve confrontada así con el problema tal vez más serio de nuestro mundo occidental: el ateísmo de las masas, el intento de fundamentar la dicha y la co­munión humanas sin contar con Dios para nada (GS 19). Toda ecle-siología que pretenda estar a la altura de los tiempos tendrá que plantearse ese desafío: cómo la comunión eclesial ha de responder a aquella pregunta del ser humano.

Se sigue de ahí que la comunión que la Iglesia debe ser se con­vierte en prototipo, modelo y ejemplo de la comunión de los pue­blos, entre hombres y mujeres, entre pobres y ricos (GS 29; AG 11, 23; NAE 1). Su acción ha de proceder en el sentido de la creciente fraternidad y unidad de la familia humana. Se sigue también de ahí que las propuestas de reforma, los insistentes esfuerzos de me­jora intraeclesial no tienen una finalidad en sí mismos. Son única­mente medios hacia un fin: servir para que la Iglesia pueda ser más claramente sacramento, es decir, signo e instrumento más

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auténtico de la comunión con Dios y de los hombres entre sí (LG 1, etc.), precisamente en estos momentos históricos.

Así, la Iglesia debe ser signo e instrumento para la unidad y la paz en el mundo, pues no podemos partir el pan eucarístico si no partimos también el pan de cada día. La lucha por la justicia, la paz y la libertad de las personas y de los pueblos, así como por una nueva civilización del amor es, en consecuencia, una perspec­tiva básica para la Iglesia de nuestros días. Precisamente como uni­dad en la diversidad reconciliada es ella pueblo mesiánico, signo universal de la salvación (LG 9).

Para concluir. La comunión que ofrece la Iglesia y que ella mis­ma es sobrepuja lo que puede ser una comunión puramente huma­na. Esta tiene un límite insalvable en la muerte. Por elevadas que sean las utopías humanas acerca de la comunión universal, un rei­no de libertad, de justicia y de paz, no pueden reparar las injusti­cias cometidas con los ya difuntos, con las víctimas, con los ator­mentados y asesinados de los tiempos pasados. De ahí que tales utopías no puedan ser cimiento de una esperanza en verdad plena. La comunión eclesial, en cambio, continúa siendo comunión más allá de la frontera de la muerte. Sólo ella puede satisfacer el anhelo del corazón humano. Por eso, la comunión de los santos, la comu­nión entre la Iglesia terrena y la celeste (LG 50 ss) es la única res­puesta última a la pregunta acerca de la vida imperecedera.

Actuar ORIENTACIONES PRÁCTICAS PARA VIVIR LA COMUNIÓN EN LA IGLESIA

1. EL ESPÍRITU DE COMUNIÓN Y EL PROCEDER CONSIGUIENTE

El espíritu de comunión es fruto del Espíritu de Jesús, que pro­duce las actitudes básicas y absolutamente necesarias para el obrar del conjunto eclesial. Ellas establecen el clima adecuado a las rela­ciones interpersonales en la comunidad. En su conjunto marcan el estilo de vivir y misionar de la Iglesia. Son significantes de comu­nión, en cuanto deben aparecer en el propósito, en el quehacer eclesial y en la acción de los cristianos y de la Iglesia en el mundo. Es verdad que en la práctica todo creyente tiene fallos a causa de su debilidad. Sin embargo, hay que decir claramente que su caren­cia o la negación esencial del valor de esas actitudes, en cuanto es una oposición a la obra del Espíritu en la construcción de la comu­nidad y en la misión evangelizadora, pone en entredicho cualquier

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vivencia de comunión, es signo de apartamiento objetivo de la co­munión eclesial.

¿Cuáles son esas actitudes? Según la Sagrada Escritura son los frutos de la acción del Espíritu, en cuanto actitudes y obras consi­guientes, visibles y sociales, los que manifiestan la pertenencia a la comunidad animada por el Espíritu. Aquí hay que recurrir a los textos fundamentales paulinos: Ga 5, 22-23; ICor 13,1-7; 2Cor 6, 6; Ef 4, 2-3; 5, 9; Col 3, 12-17. Ellos nos hablan de afabilidad y bon­dad, paciencia y mansedumbre, humildad, gozo y paz, verdad y justicia. La difusión de los frutos del Espíritu no sólo redunda en el embellecimiento de la Iglesia (cf. LG 4), sino que son una apor­tación notable de la Iglesia al mundo (cf. LG 38).

De lo dicho se deducen algunas consecuencias en cuanto al comportamiento de fondo. El espíritu de comunión conlleva un proceder que consiste en varias cosas. En primer lugar, comportar­se como solidario de un todo más pleno, dado que cada individuo y cada grupo lleva el todo en sí. «Actuar como parte» (Cayetano). En cada uno de nuestros actos actuar en, para, según la Iglesia.

Consiste, en segundo lugar, en cultivar la concordia (del latín cor: «corazón»), es decir, la disposición según la cual cada uno lle­va a los otros en su corazón y existe él mismo en el corazón de todos. No se trata tanto de un sentimiento como de una presencia en el espíritu y un comportamiento práctico. Para mantener la co­munión hay que aprender la ciencia de la armonía, ejercitarse en la «disciplina de la consonancia» (Orígenes). Ello ha de expresarse en gestos de solidaridad entre los creyentes y entre las Iglesias.

En tercer lugar, el espíritu de comunión pide regular la fe pro­pia con la de la Iglesia católica por medio de la colegialidad epis­copal. Cada comunidad, que realiza localmente el misterio de la Iglesia, debe sentir, vivir y traducir concretamente la verdad de la unidad de vida divina en todos.

Como fundamento de estas formas de comportamiento hay que cultivar determinadas actitudes concretas, algunas de las cua­les señalamos a continuación.

Prestar atención al Espíritu, presente como vivificador y unifi-cador tanto en los corazones de las personas individuales como en la propia comunidad, con objeto de superar una visión demasiado terrena y sociológica de la misma (por ejemplo, el modelo de la «sociedad perfecta»).

Comprometerse con el recto conocimiento y sincero reconoci­miento del pluralismo intraeclesial por la diversidad combinada de dones, circunstancias y opciones legítimas de los miembros de

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la Iglesia, evitando la intolerancia que ve rupturas de comunión en las expresiones plurales legítimas de la fe o en las tensiones que se originan en el interior de la Iglesia. A este tema le dedicamos luego los puntos 3 y 4.

Evitar el otro extremo, el abuso del principio de pluralidad, que lleva a desatender a lo que se tiene en común, a lo que fomenta la unidad de los creyentes o a justificar criterios, actitudes o actuacio­nes reñidas con el «sentir con la Iglesia» (san Ignacio) o con las normas de vida eclesial.

Rehuir la transferencia aerifica a la planificación pastoral de la frialdad de la cultura tecnocrática actual, con olvido del Espíritu, en el cual se debe principalmente confiar y cuya acción libérrima hay que respetar.

2. LOS ORGANISMOS DE COMUNIÓN Y EL NECESARIO JUICIO DE COMUNIÓN

La recuperación de la condición de sujeto por parte de la totali­dad de la comunión eclesial se viene verificando de maneras muy diferenciadas. Los diversos fenómenos actuales de este proceso plantean problemas importantes a la vida de la Iglesia en cuanto a la necesidad de establecer estructuras de comunión y de elaborar juicios de comunión.

Problemas derivados del acceso a la condición de sujeto del pueblo de Dios

La lucha por ser sujeto se observa actualmente en diversas ma­nifestaciones dentro de la Iglesia. Por ejemplo: la exigencia de mu­chos laicos individuales o agrupados en favor de más derechos de intervención y posibilidades de influencia; las comunidades que quieren ser no sólo objeto de pastoral eclesial, sino sujetos de la misma; la demanda de las Iglesias locales de poder responder de la forma más autónoma posible a sus intereses, sobre todo al nom­bramiento de sus obispos; la voz de aquellos que se niegan a obe­decer a ciegas ciertas determinaciones morales propuestas por el Magisterio; la conciencia de que los diferentes espacios culturales suscitan pluralidad de teologías, etc.

Son ejemplos que muestran que no existe el hacerse sujeto sim­plemente o por antonomasia, sino que se realiza en contextos dife­rentes y de maneras múltiples y diferenciadas en cuanto al conte-

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nido. La realidad manifiesta que no todos los miembros y grupos del pueblo de Dios han progresado de la misma manera en hacerse sujeto, sino que lo han hecho sobre diferentes fundamentos de ex­periencia según la cultura, la realidad social circundante y las si­tuaciones pastorales o evangelizadoras.

Al mismo tiempo, los fenómenos esbozados ponen ante la mira­da que los procesos de hacerse sujeto no transcurren sin tensiones y discusiones, pues el sujeto Iglesia no es algo homogéneo, sino que se constituye como comunión a partir de una multiplicidad de sujetos individuales y grupales. «Sujeto» y «comunión» se encuen­tran así en una cierta relación de tensión mutua. Porque comunión implica no sólo armonía, sino forzosamente pluralidad, multiplici­dad de opiniones y, por ello, también tensiones.

La lucha para llegar a ser sujeto no resulta fácil para el laicado porque la participación en los procesos de consejo y decisión en el interior de la Iglesia apenas existía. Hoy tenemos que decir con firmeza que cuando los laicos buscan determinar por sí mismos su situación en la Iglesia como lo hacen en la sociedad, cuando no quieren ser por más tiempo objeto de procesos de decisión eclesia-les, sino implicarse en ellos personalmente, cuando pretenden una más fuerte representación en la gestión y dirección, cuando buscan otro lenguaje y distintas formas de expresión de sus experiencias de fe, cuando exponen sus demandas a través de una opinión pú­blica cada vez más firme, todos estos fenómenos son la articula­ción del sentido de la fe de una parte muy considerable de los creyentes.

Estructuras de comunión

Todos los niveles de la Iglesia necesitan organismos nuevos que plasmen con eficacia real las exigencias de la comunión. En ningún otro campo se ha notado tanto movimiento después del Concilio Vaticano II como en éste. Estimulados por él, han nacido en todos los niveles de la vida eclesial grupos de responsabilidad común: comisiones pastorales, consejos parroquiales, consejos diocesanos, sínodos diocesanos, sínodos de obispos.

Sin embargo, está resultando muy costosa la instauración eficaz de dichos organismos debido a las corrientes restauracionistas del posconcilio. Precisamente por eso peligra en gran medida la credi­bilidad de la Iglesia. Para cada vez más creyentes resulta poco ra­zonable que se impida o dificulte prácticamente la asunción (con la

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debida analogía) de las formas estructurales que hoy acuñan la conciencia jurídica, social y política de los ciudadanos, argumen­tando desde la esencia de comunión de la Iglesia.

¡Como si la comunión eclesial no quedara herida mucho más gravemente por la asunción a menudo unívoca de elementos insti­tucionales absolutistas! Con un comportamiento defensivo y mie­doso, muchos responsables eclesiásticos colaboran en que la dis­tancia entre la esencia comunional de la Iglesia y su figura empíri­ca crezca lamentablemente cada vez más en los creyentes y en que aumente la sospecha de que el recurso a la peculiaridad eclesial se utiliza como ideología para inmunizarse frente a las reformas ne­cesarias.

La teología de la comunión del Concilio Vaticano II debe asu­mirse a fondo y trasladarse del texto conciliar a las estructuras y a las consecuencias del derecho eclesial. De lo contrario, a falta de estructuras apropiadas, la consecuencia será o una sobrecarga de voluntarismo pastoral, o la pasividad de la mayoría o la vio­lencia de los disidentes.

Frente a la polarización de quienes interpretan la teología de la comunión como asentimiento obediente a las decisiones de la autoridad y la de quienes la entienden como derecho a sus pro­pios caminos particulares, hemos de afirmar: un ministro orde­nado (sea papa, obispo o presbítero) que no toma en consideración en su pensamiento y actuación la dignidad, los derechos, las exi­gencias de participación de los creyentes ofende a la comunión tanto como una comunidad que, sabiéndose distante y alejada de su ministro, se mantiene así y cultiva su existencia particular de forma despreocupada e indiferente. Las nuevas estructuras sinoda­les de la Iglesia local no deben ser concebidas o instrumentalizadas en función de la lógica mundana del poder. Ni para conservar el statu quo, por un lado, ni para la escalada del poder, por otro. En la puesta en marcha de la comunión por medio de las instituciones no puede hablarse en términos de repartición de poder, ni de equi­librio de fuerzas, ni mucho menos de lucha de clases.

La correcta repartición de competencias, que en la Iglesia debe existir, ha de servir para regular eficazmente la intervención opera­tiva de todas las personas, todos los grupos, todos los organismos teniendo en cuenta sus carismas y sus funciones. Ninguno debe ser excluido de la responsabilidad efectiva en la preparación del juicio de comunión, del cual debe nacer genéticamente la interven­ción de la autoridad. Sobre esta cuestión de las estructuras de par­ticipación hablaremos en un capítulo posterior.

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El juicio de comunión

El juicio de comunión es un aspecto preeminente de la toma de decisiones eclesiales. Su valor deriva de la importancia que el jui­cio tiene en la vida humana: anima, engendra y controla su desa­rrollo. Análogamente, la conciencia de comunión debe engendrar en el cristiano un criterio nuevo para afrontar la realidad. El juicio de comunión produce un impulso constante a leer la realidad coti­dianamente compartida bajo la luz del Espíritu.

Cuando la Iglesia tiene que tomar una decisión en relación con cualquier asunto, sea en el orden estrictamente doctrinal, en el ám­bito moral, en el ordenamiento jurídico interno de la propia comu­nidad, en cuanto a la celebración litúrgica o de los sacramentos, como realidad antecedente existe un juicio previo. No se llega a las decisiones sin juicios previos, explícitos o implícitos. Eso sucede en toda vida social y también en la Iglesia. Pero no debería haber una decisión en la Iglesia, en ninguno de sus ámbitos de vida, que no naciera de un juicio previo explícito no solamente de los que deci­den, sino de comunión. Evidentemente, cuando hablamos de la comunidad cristiana, estamos hablando de un raciocinio de cre­yentes, raciocinio cuyos componentes son justamente los de la fe en Jesús.

Aquí subyace una cuestión importante, que es precisamente la de cómo se llega al juicio de comunión, qué medios suficientes se necesitan para ello. Es imposible llegar al juicio de comunión si no existen previamente las condiciones para que la comunidad cristia­na reflexione y debata sobre los datos que van a desembocar en aquel juicio. La argumentación es uno de los elementos imprescin­dibles del proceso, puesto que entre personas racionales nunca se alcanza el juicio compartido si no se incorpora el raciocinio como ingrediente esencial del proceso. Por tanto, se interrumpe el flujo de la comunión, se contradice su significado último si no se da tal proceso. El déficit actual en ese ámbito es ciertamente grave tanto en el orden diocesano o supradiocesano como también en el orden parroquial, donde muchas veces el dirigente y unos pocos en de­rredor suyo toman las decisiones. No es fácil el establecimiento de cauces para llegar a esos juicios de comunión, pero hay que plan­teárselo como meta a conseguir en la Iglesia.

La realidad del juicio de comunión no es mensurable de forma definitiva con ningún criterio racional. Los instrumentos inventa­dos por la ciencia jurídica (los votos, consultivo o deliberativo, el quorum de asistencia, etc.) son importantes, pero no controlan ple-

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ñámente las dimensiones del misterio de comunión. Los proble­mas del juicio de comunión no se resuelven por el criterio de la mayoría. Evidentemente, existen mayorías y minorías. Pero cual­quier fórmula de constatación siempre queda corta. Lo importante es llegar a la comunión plena.

Por eso, la eclesiología tradicional, al analizar las decisiones de los concilios —¡acto máximo de comunión eclesial!—, afirma que la ley para llegar a una decisión no es la de la mayoría, sino la de la unanimidad (ciertamente moral, porque la unanimidad física es imposible).

3. LA COMUNIÓN EN UNA SITUACIÓN DE CAMBIO Y DE PLURALISMO

La comunión de la Iglesia que vive en la historia es un signo sacramental de la futura comunión perfecta del Reino. Consiguien­temente, es en sí misma histórica, o sea, sometida a las leyes de la evolución cambiante de la historia. Es precisamente en el cambio y sólo en el cambio donde se encuentra la posibilidad de su expre­sión y acción sacramental en relación con la marcha progresiva del mundo hacia la unidad.

Este principio nos debe llevar a no interpretar negativamente cualquier novedad, por sorprendente que parezca, pues ni la quie­tud en la Iglesia durante los lustros pasados era signo de comu­nión, ni toda nueva inquietud es malsana, sino que muchas veces es búsqueda de nuevas formas renovadoras de vida eclesial. Los cambios intraeclesiales que pueden explicar esas tensiones son la consecuencia de una época de crisis en la que estamos inmersos desde hace lustros en la conciencia occidental.

La comunión en el cambio ha de vivirse necesariamente asu­miendo y haciendo propios los polos extremos producidos por el cambio, sin excluir ninguno. Ello se hace particularmente difícil en el cambio acelerado de nuestro tiempo, en el que las distancias en­tre esos polos se agrandan hasta límites difícilmente sostenibles. Es justamente esa circunstancia la que hace más urgente la acción sa­cramental de una Iglesia que vive en comunión.

El fenómeno presente del cambio acelerado va acompañado del pluralismo. Este se extiende a todos los ámbitos de la vida de la Iglesia: la teología y la catequesis, la espiritualidad, las plasmacio-nes rituales de la fe en la celebración, la actuación evangelizadora, las realizaciones de la presencia de los creyentes en el mundo. El pluralismo no es contrario a la comunión, antes bien la enriquece,

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si es realizada debidamente, aunque muchas veces sea causa de problemas.

No viene mal al respecto recordar que se da una multiplicidad que nace del pecado y que no se compagina con la comunión: es la multiplicidad producto del egoísmo y del aislamiento, de la falta de amor. Por eso es necesario señalar los límites de un pluralismo que no sea dispersión y ruptura de la unidad de la Iglesia.

Esto supuesto, hay que afirmar antes que nada el carácter abso­luto de la comunión para la vida eclesial. Comunión con el todo, con el pasado, con el presente, con el futuro. Sólo así puede alcan­zarse la verdad completa. El espíritu de comunión es el que puede conducir a la unidad en Cristo los polos extremos de las tensiones humanas (cf. Ga 3, 27-28).

Pero, por otra parte, no se puede olvidar lo ya dicho: que la pluralidad dentro de la Iglesia tiene su origen en el Espíritu (cf. ICor 12, 4 ss). Es la posibilidad de que sea Él, de que sea su voz que nos habla en la multiplicidad, lo que debe imponer respeto y cautela ante los nuevos movimientos y tendencias en la Iglesia.

Lo cual significa que resulta imprescindible hacer el discerni­miento de tal origen. La función discernidora compete de modo oficial y público, aunque no único, al ministerio ordenado. De un modo visible e inmediato es él quien tiene la responsabilidad de señalar en cada momento los límites del pluralismo. Pero también el pueblo de Dios que ha recibido la unción del Santo, que no pue­de fallar en su creencia y que posee el sentido de la fe (cf. LG 12, que cita ljn 2, 20.27) es sujeto de ese discernimiento.

En todo caso, no puede discutirse en modo alguno el derecho a la existencia dentro de la comunión a aquellas opciones cristianas fundamentales hechas por los creyentes o los grupos de creyentes ante las exigencias misioneras del mundo de hoy. Hay que recor­dar la necesidad de mantener una actitud de tolerancia evangélica frente al celo inquieto de los que sueñan con un campo en el que crezca solamente el trigo. Jesús nos enseñó que sólo en el fin será posible el perfecto discernimiento del trigo y la cizaña.

4. LA COMUNIÓN EN MEDIO DE TENSIONES Y CONFLICTOS

El pluralismo actual puede llegar a causar tensiones y conflictos en el interior de la comunidad cristiana. Ahora bien, el ideal de la comunión no es la desaparición de las tensiones. Toda vida se mueve en tensiones. Donde las tensiones desaparecen, allí reina la

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muerte. Y los verdaderos discípulos de Jesús no quieren una Igle­sia muerta, sino plenamente viva. Hay que distinguir entre tensio­nes auténticas, donde los polos tienen o buscan una referencia re­cíproca de complementariedad, y las contraposiciones insuperables que se aislan unas de otras y se excluyen tanto lógica como psico­lógicamente.

Más aún, conviene recordar que el conflicto es inherente a la condición humana, pero ha de saber gestionarse constructivamen­te, no destructivamente. Algunos conflictos son más difíciles de soportar que otros. Por ejemplo, la situación de la mujer en la Igle­sia, que corresponde a una concepción antropológica muy arraiga­da en nuestra cultura, también eclesial.

Hay que decir claramente que no existe verdadera comunión sin disenso, sin conflicto, a no ser que pretendamos que la comuni­dad sea absolutamente uniforme, pero eso no sería el reflejo de lo que ha sido y de lo que es la comunidad cristiana actual. En la Iglesia de hoy se da de hecho bastante autonomía personal de sus miembros, ya no sólo porque han aprendido que son pueblo de Dios, sino sencillamente porque también han aprendido que son ciudadanos con autonomía para tomar decisiones.

Desgraciadamente, las tensiones y conflictos normales pueden degenerar en divisiones: son una quiebra de la comunión. Quienes las fomentan y aun quienes no ayudan eficazmente a superarlas no cooperan en la autenticidad eclesial, antes bien deforman la Igle­sia. Este fenómeno provoca una grave repercusión en la evangeli-zación misionera: sin testimonio de concordia eclesial, el mundo no escucha el mensaje de Jesús y no cree (cf. Jn 17, 21).

Por ello hay que saber educar para la complejidad y la diferen­cia, para la tolerancia, para soportar el conflicto, para buscar el consenso, para hacer propuestas transaccionales. En la medida en que la Iglesia eduque en la adultez, tendrá que educar para la comunión en el disenso porque, si hay creyentes adultos, van a existir discrepancias. Son problemas de vida, son conflictos de vida; es cierto que hacen compleja la comunión, pero esa es la realidad eclesial que existe, no la que nos inventamos a veces. Es necesario que todos los miembros de la comunidad sepan contro­lar los conflictos inducidos por la evangelización misionera, los cuales han de resolverse interpretando correctamente la acción del Espíritu, que es vivificador, pluralizante y unificador al mis­mo tiempo.

Para lograrlo, hay que proponer y vivir una espiritualidad para el conflicto, una espiritualidad recia, porque sin ella la situación es

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insostenible. Hay que acostumbrarse a vivir de otra manera, con un estilo más plural, más diferente.

Urge un esfuerzo para establecer el diálogo fraterno auténtico y la comprensión mutua; la comunión sólo puede ser el fruto de la comunicación, el diálogo y la información intraeclesial, a los que hay que abrir cauces permanentes. Se precisa un programa de ree­ducación para la búsqueda paciente del bien común eclesial, la conciencia de complementariedad entre todos, aun manteniendo opiniones divergentes, la acción conjunta dando testimonio ante el mundo del evangelio de Jesús. Todo lo cual no se logrará sin una profunda conversión personal, colectiva e institucional y sin una espiritualidad apropiada.

5. LA COMUNIÓN POR LA EUCARISTÍA

En coherencia con lo dicho en el epígrafe 4 de la segunda parte, es preciso que la eucaristía sea un acto esencialmente de fe y de Iglesia, un acto realizado con participación «consciente, piadosa y activa» (SC 48), un acto exigente de respuesta a Cristo en la vida de los participantes, un acto de fraternidad y de aceptación del compromiso de misión.

Lo cual plantea una serie de problemas pastorales relacionados con la participación en la misma: nadie controla quién y cómo asiste a la eucaristía, por ejemplo, en celebraciones con ocasión de aconte­cimientos sociales, familiares, patrióticos, políticos; y lo que es aún más grave, más allá del desfase de asistencia, muchas veces las cele­braciones se instrumentalizan para la ocasión o incorporan gran confusión de motivos (algunos de orden muy temporal y aun políti­co-partidista) con una evidente corrupción de su contenido. La pre­sencia en la celebración de personas que apenas nunca participan en la eucaristía y sólo vienen en tal circunstancia por motivos muy par­ticulares y la de otros que ciertamente no forman parte de la Iglesia plantea la pregunta: ¿en qué grado y hasta qué punto aceptamos y colaboramos en que se oscurezca la identidad eclesial? Más: las di­visiones previas entre grupos de fieles (y también de clero) son una ruptura de hecho de la comunión. Y, sin embargo, se sigue yendo a celebrar como si tal cosa... Todo ello corrompe la motivación esen­cial y única de fe: ésta ya no aparece como determinante indiscuti­ble. La eucaristía no puede ser así un sacramento de comunión.

Por otra parte, el descubrimiento de la dimensión comunitaria y fraterna de la eucaristía lleva a muchos a buscar el pequeño grupo

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para celebrarla. Se percibe una intensificación de la participación plena, en la máxima comunión con el sentido de la celebración. Cada vez se conoce y se vive con más sinceridad la exigencia de fraternidad de corazón y de obras de quienes se reúnen en la cele­bración eucarística. Son muchos los que quieren vivir el sentido totalizante de la eucaristía, entendiéndolo como compromiso con la Iglesia y con la misión.

Hay que reconocer también, por desgracia, que existen acentua­ciones parcializantes en ciertas celebraciones que rompen la condi­ción de totalidad del misterio eucarístico. A veces se entiende la liturgia como reunión de la comunidad que se da expresión a sí misma, en lugar de considerarse como un «ser congregados» me­diante la participación común en el único cuerpo de Cristo; más como comida de cristianos que como la cena del Señor. Parece tra­tarse de una autocelebración del hombre, no de un don dado «de arriba».

6. LA COMUNICACIÓN DE BIENES, PRUEBA DE LA SINCERIDAD DE LA COMUNIÓN

La comunicación cristiana de bienes tiene de algún modo su fundamento en la comunión trinitaria. En efecto, se apoya primero en la visión global del plan de un Padre que lo da todo a sus hijos, integrando espíritu y materia (contra toda visión maniquea) y lo da a todos, proponiéndoles compartir lo espiritual y lo material. Los hijos han de imitar al Padre. «Si en común se posee el bien inmortal, con mayor razón se han de compartir los bienes materia­les» (Didaché, IV, 8; año 90/100).

En segundo lugar, la fe en Cristo Jesús exige servicio generoso y efectivo. La comunicación de bienes es fruto de la conciencia de fraternidad y de la vivencia de unidad en Cristo, con convergencia de pensamientos y sentimientos.

En tercer lugar, es obra también del Espíritu según el efecto de fruto social del Espíritu en cada uno. No hay comunicación de bie­nes auténticamente cristiana que no nazca de la comunión espiri­tual, es decir, en el Espíritu. El más alto de los dones comunicados por el Espíritu, el absoluto entre los dones, es el amor cristiano, que es un amor eficaz (cf. ICor 13,1 ss). Hay vida en comunión si hay amor de obras; si no se ama, se está en la muerte (cf. ljn 3,14).

La comunión acredita su sinceridad al realizarse con actos que requieren abnegación. Con ello la comunicación material, al ser

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expresión de la comunión espiritual, más plena y elevada, procla­ma y confirma el valor positivo de lo material. Así se produce una especie de circularidad, pues la comunión espiritual lleva a la comunicación de bienes materiales y ésta mantiene despierta la comunión en el espíritu.

En el tiempo apostólico los modos de realizar la fraternidad eran muy sencillos: venta y reparto. Obedecen a una época muy distinta de la nuestra. Lo que entonces se lograba con simplicidad, generosidad y radicalismo, hoy ha de buscarse de otros modos, puesto que no nos encontramos en el grupo pequeño de la comu­nidad primitiva. En nuestros días tenemos una visión distinta res­pecto de la acumulación de riqueza para la mayor producción de bienes y una nueva concepción social de la política general de dis­tribución para el bien común.

Por otra parte, los cristianos comunicamos los bienes no sólo mirando al interior de la comunidad cristiana, sino contemplando la totalidad de la sociedad y a toda la humanidad, según la pará­bola del buen samaritano, que impide restringir el campo. Ello se realiza según distintos aspectos: no se reduce sólo a la beneficencia o asistencia inmediata, sino que toma formas de promoción cultu­ral y desarrollo colectivo para habilitar y potenciar al prójimo, y formas políticas, buscando la corrección de las estructuras sociales para un ordenamiento general más justo que consiga el mejor re­parto de los bienes de todos. La exigencia bíblica de comunicación de bienes se realiza hoy también a través de renuncias a bienes en la sociedad de bienestar, a través de la búsqueda activa de una política de bien común, por la aportación debida a un régimen fis­cal justo, etc.

Subrayamos brevemente, para terminar, la idea de He 2, 47; 4, 33 de que la comunicación de bienes admiraba al pueblo. La con­cordia eclesial, manifestada visiblemente y eficazmente en la co­municación de bienes, es elemento esencial para la misión. La ac­ción misionera conjunta no es posible, al menos con eficacia, sin concordia manifestada de manera realista en compartir los bienes. Este es el testimonio que más necesita el mundo, siempre, tanto entonces como ahora.

7. LA COMUNIÓN ECLESIAL COMO SERVICIO AL MUNDO DIVIDIDO

La comunidad cristiana, como signo que debe ser de la unidad humana querida por Dios, encuentra su ámbito de acción apropia-

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do allí donde la familia humana se rompe en enfrentamientos; donde los factores de unidad de la sociedad han perdido su efica­cia. La actual situación está exigiendo una acción urgente de la Iglesia. Y esa acción sólo es posible si realmente, es decir, no de palabra, sino de verdad, la Iglesia encuentra toda su capacidad sa­cramental significativa y efectiva de unidad en el mundo de hoy. Es decir, si en el ámbito desgarrado de nuestra sociedad somos una comunidad en la que las divisiones no se resuelven en enfren­tamientos, sino en comunión.

A este respecto hay que decir que un punto clave en la situación actual del mundo es la injusticia flagrante sobre la que se constru­ye nuestra vida social, rompiendo su tejido más profundo. La Igle­sia, como signo de comunión, necesita expresarse en la comunión con los empobrecidos, los marginados, los desamparados del mun­do, de modo semejante a Cristo. Sólo así será enteramente fiel a su Señor, sólo así será sacramento de unidad. Sólo así ayudará a re­construir el amor en un mundo y una sociedad rotos por la violen­cia, los egoísmos y los odios.

Por consiguiente, entender de nuevo la Iglesia como comunión, vivirla mejor y realizarla profundamente es mucho más que un programa intraeclesial de reforma. La Iglesia como comunión es un mensaje y una promesa para la humanidad y para el mundo de hoy.

PARA PROFUNDIZAR

J. A. ESTRADA, «Comunión y colegialidad en la Iglesia en una época de tensiones y globalización», Proyección 49, 2002, pp. 135-154.

B. FORTE, La Iglesia de la Trinidad: ensayo sobre el misterio de la Iglesia comu­nión y misión, Secretariado Trinitario, Salamanca 1996.

W. KASPER, «Iglesia como communio. Consideraciones sobre la idea ecle-. siológica directriz del Concilio Vaticano II», en: Teología e Iglesia, Her-

der, Barcelona 1989, pp. 376-400. M. KEHL, La Iglesia: eclesiología católica, Sigúeme, Salamanca 1996, pp. 295-

372. J. M. R. TILLARD, Iglesia de Iglesias. Eclesiología de comunión, Sigúeme, Sala­

manca 1991.

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Capítulo 9

La autoridad en la comunión eclesial

Ver AVANCES Y DISFUNCIONES ACTUALES

DE LA AUTORIDAD Y DE LA INSTITUCIÓN

1. ASPECTOS POSITIVOS

Hoy es comúnmente aceptado en todos los niveles de la Iglesia el ideal de servicio, misión y testimonio propio del ministerio. En la práctica existe un deseo indiscutible y realidades tangibles en cuanto a la realización de nuevas formas de presidencia de las co­munidades, más allá de la hipertrofia institucional y también del rechazo enfermizo de toda estructura. Por todas partes se mani­fiesta una nueva concepción de la actuación pastoral y nuevas for­mas de ejercicio de la misma que constituyen un gran avance.

Hay que añadir también que existen magníficos progresos en cuanto a la fraternidad entre presbíteros, religiosos y laicos.

2. Dos TIPOS DE CORRIENTES CRÍTICAS

Constituyen un problema para la comunión los que de forma sistemática rechazan la autoridad eclesial en cualquiera de sus actuaciones. Atacan por principio «la institución» o socavan su posición con la crítica negativa constante y parece que pretenden suplantar el papel de la Jerarquía en juicios y decisiones sobre hechos eclesiales. Pero hay que reconocer que siguen existiendo ministros eclesiales que ejercen de forma autoritaria e indebida la potestad pastoral.

El problema más serio lo plantean quienes en el interior del pueblo de Dios no solamente cuestionan la autoridad de la presi­dencia desde el punto de vista de su ejercicio concreto, sino desde el punto de vista teórico. Y no ya con fundamentación sociológica —pues, para cualquier persona que conoce el funcionamiento de un colectivo, es obvia la necesidad de autoridad—, sino apoyados en una concepción eclesiológica, a saber, la que considera que quien preside está dentro de la comunidad y no puede estar al

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mismo tiempo frente a la comunidad. Los hay que cuestionan el hecho mismo de que exista una autoridad que no sea una delega­ción del colectivo pueblo de Dios.

Es verdad que hoy existe una gran dificultad por parte de los dirigentes eclesiásticos para aceptar cualquier autoridad que pro­venga del propio pueblo por designación. Es decir, el elemento ca-rismático (en el sentido no sociológico, sino teológico de la expre­sión, o sea que proviene del Espíritu) resulta difícil de aceptar por la Jerarquía. Los ministros ordenados siguen teniendo un peso de­cisivo, casi absoluto, y ello en buena parte porque durante muchos años se ha imbuido la idea de que son mediadores entre Dios y el pueblo, sus representantes. Ese es el imaginario que subsiste. Toda la teología del pueblo de Dios del Vaticano II, la confluencia de los carismas, la consideración de que todos somos iguales en rango aunque haya funciones distintas, no se ha recibido en la Iglesia.

Pero hay que advertir que no es cierto, como algunos afirman, que todas las corrientes críticas con esta situación pretendan desa­rrollar una eclesiología de lo carismático que no tiene en cuenta lo institucional. Al contrario, el problema es que quienes pretenden mantener el paradigma del segundo milenio de la historia de la Iglesia, hablan de conversión y quieren un cambio espiritual y mo­ral, pero sin abordar el problema de las instituciones. Es decir, pa­radójicamente, entienden la Iglesia desde una visión espiritualista, mística e invisible (que es lo típico de las eclesiologías protestan­tes), sin querer abordar la necesaria transformación institucional. Olvidan así que «la gracia presupone la naturaleza» y que una cosa es el primado, el episcopado o el ministerio presbiteral como insti­tuciones irrenunciables de la Iglesia, y otra muy distinta la confi­guración organizativa que han adoptado en el segundo milenio y no tiene necesariamente que mantenerse en el tercero.

3. EL ESTILO DE AUTORIDAD, CAUSA DEL DISTANCIAMIENTO

Es un hecho constatable que hoy día existe gran distancia entre la institución y muchos buenos católicos. Mientras la colaboración responsable de los laicos es solicitada como nunca lo ha sido, no son pocos los que se sienten perplejos porque tienen la impresión de que sus peticiones y propuestas no son tomadas en serio por la Jerarquía; o se aceptan de palabra, pero no se ponen en práctica.

Tal distanciamiento muestra que un determinado estilo de auto­ridad resulta extraño hoy y no es aceptado, un estilo de autoridad

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en el que —como muchos opinan— los sujetos de la autoridad o bien proceden de manera autocrática, o bien están atados «desde arriba» de tal forma que existe un freno para con los movimientos de la base.

Muchas veces el debate respecto de la autoridad en la Iglesia no se da en abstracto, sino en concreto. Queremos decir: tal debate no se plantearía si a la presidencia de la comunidad se llegara cohe­rentemente mediante una elección y ordenación ministerial que provinieran de abajo. Sin embargo, en la Iglesia hoy se procede al revés: se eligen y nombran curas y obispos de cuya capacidad di­rectiva nada conoce la comunidad; y a continuación se argumenta: es así que han recibido el poder del Espíritu, por tanto van a dirigir la comunidad. Tal proceder práctico es lo que distorsiona una ar­gumentación que formalmente puede parecer correcta. Pero esa lógica no está nada clara para la comunidad cristiana. El ministerio ordenado se percibe como algo que cae de arriba y que se justifica porque así se ha estado poniendo en práctica a lo largo de muchos siglos.

4. SE BLOQUEAN LAS PROPUESTAS DEL CONCILIO

La sensación cada vez más extendida entre una mayoría de miembros del pueblo de Dios es que los planteamientos de refor­ma de la institución eclesial que nacieron del Concilio están siendo deliberadamente bloqueados por la Jerarquía, lo cual limita mu­chas aportaciones y novedades posconciliares. El Concilio buscaba incentivar la diversidad, pero lo que ha sucedido desde entonces ha ido en el sentido de una mayor uniformidad. El Código de De­recho Canónico de 1983 repite la sustancia del de 1917, enrique­ciéndolo sólo con algunas frases piadosas que no tienen repercu­sión sobre la definición de las leyes; consagra la estructura antigua, precisamente la que el Concilio Vaticano II quería cambiar. El «Ca­tecismo de la Iglesia católica» de 1992 tiende a imponer la misma formulación para todos. En materia de moral, de sacramentos, de nominaciones episcopales, en todo prácticamente se ha operado una restricción, sustrayendo a las Iglesias locales cualquier iniciati­va cada vez con mayor determinación. Sería interminable la lista de disposiciones que han significado un retorno al pasado precon-ciliar, a través de una interpretación restrictiva del Vaticano II que corta cualquier novedad. En la dinámica actual de la Iglesia y en las estructuras jerárquicas actuales no queda mucho sitio para pen-

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sar en un proceso de cambio. El castillo está bien defendido. Nin­gún fermento de transformación puede penetrar en la fortaleza dirigida con mano firme.

Ciñéndonos al ámbito de la autoridad, podemos poner algunos ejemplos: los intentos posconciliares de instituir consejos diocesa­nos o parroquiales con carácter deliberativo o de potenciar al pres­biterio como colegio que gobierna la Iglesia local bajo la autoridad episcopal; o de promover consejos de laicos que colaboren y aseso­ren en el gobierno de las diócesis; los intentos de favorecer la mul­tiplicación de ministerios laicales, después de siglos de clericaliza-ción del ministerio, que han tenido resultados muy modestos; la demanda de posibilitar varios tipos de ministerio presbiteral, a tiempo completo y parcial, con celibato o no; la de replantear el papel de la mujer en la Iglesia, sin excluir pero sin concentrarse sólo en su posible acceso al ministerio ordenado; la posibilidad de laicos que accedan a cargos eclesiásticos con poder de jurisdicción; el mayor control de las comunidades sobre la formación y promo­ción de los candidatos al presbiterio, para que estos no se eduquen al margen de la Iglesia real y con pocos contactos con las comuni­dades a las que tienen que servir, etc.

5. EL LASTRE INSTITUCIONAL

Hoy el catolicismo está lastrado por una institucionalización que ya no corresponde ni a las necesidades actuales, ni a la sensibilidad de los fieles, ni a las exigencias ecuménicas. Tampoco cuenta con el consenso global de la teología, ya que cada vez abundan más las corrientes y escuelas que impugnan el modelo vigente y proponen cambios desde un conocimiento renovado de la Escritura y de la Tradición. Por ejemplo, se considera que el modelo del primado tiene que replantearse en el contexto de la sinodalidad eclesial y la colegialidad episcopal. Lo mismo ocurre con la figura del obispo, que repite en su Iglesia local el modelo monárquico (sólo sometido a la autoridad superior del gobierno central de la Iglesia) y que acapara todas las decisiones y potestades. El contrapeso de los con­sejos diocesanos, que intentó promover el Concilio, apenas ha teni­do repercusiones prácticas. La misma duración de los cargos ecle­siásticos es objeto hoy de interrogantes, ya que fácticamente la Igle­sia es gobernada por una gerontocracia, que por edad y mentalidad tiene una tendencia al conservadurismo, a pesar de que los cambios socioculturales son hoy muy rápidos e intensos.

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En resumen, la eclesiología de la comunión está siendo anulada por la supervivencia de instituciones concebidas verticalmente. Por ello muchos se plantean la tarea de reflexionar de manera creativa y valiente sobre esas instituciones eclesiales, selladas por su origen entre los siglos xvn y xix, para transformarlas desde sus raíces.

Pero, por otra parte, hay que reconocer que, cuando se han que­rido poner en marcha los criterios del Concilio, los nuevos plantea­mientos padecen de inmadurez en la propia base eclesial. Falta experiencia de debate y de cooperación. Aparece la poca eficacia de los colectivos de participación, a menudo frustrante. No existe clara distribución de competencias, etc.

Los datos anteriores producen una desmotivación de muchos, especialmente entre aquellos que trabajan en tareas de mayor res­ponsabilidad. Muchas decisiones desafortunadas, signo del freno oficial a la reforma, refuerzan el desaliento, la desilusión, la inse­guridad y la crítica a la Iglesia. Esta situación es enormemente pe­ligrosa, porque en la sociedad actual sólo cristianos convencidos y altamente motivados pueden configurar la Iglesia de tal forma que puedan asumir los nuevos retos de la evangelización.

Juzgar REFLEXIÓN ECLESIOLÓGICA SOBRE LA AUTORIDAD ECLESIAL Y SUS PROBLEMAS

1. FUNDAMENTO BÍBLICO-TEOLÓGICO

El ejercicio de la autoridad en la Iglesia tiene su regla funda­mental en Jesús mismo, que expresa esa autoridad desde su prime­ra aparición pública en la sinagoga de Cafarnaúm, donde enseña su doctrina y cura a un endemoniado (Me 1, 21-28; cf. Mt 9, 8). En este texto, «autoridad» es ante todo una fuerza que nace de la pa­labra dicha con lucidez, competencia, convicción y pertinencia. Después del exorcismo de Jesús, su palabra adquiere un significa­do nuevo de fuerza que libra del mal. La palabra autoritativa de Jesús ilumina, aclara, exhorta y hace lo que dice. El significado de su autoridad se irá aclarando gradualmente en los evangelios has­ta que después de la resurrección se revela en su plenitud: «Se me ha dado toda potestad...» (Mt 28,18).

En consecuencia, toda autoridad en la Iglesia es participación en el poder liberador e iluminador de Jesús. En efecto, la fe cristia­na se funda esencialmente sobre el anuncio de la muerte y resu-

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rrección de Jesús. Este Señor resucitado ha prometido a la Iglesia su presencia hasta la consumación del mundo. Por ello, el funda­mento, el punto de partida, el contenido y la meta de toda autori­dad que subyace a la fe no es un hombre, sino sólo Cristo resucita­do. El sujeto propio de la autoridad de la Iglesia no es el papa, ni el obispo, ni el cura, sino sólo y únicamente Jesucristo. Toda auto­ridad en la Iglesia proviene y está bajo la autoridad de Cristo. Por ello es siempre una autoridad relativa.

La Iglesia primitiva siguió aquella lección. De esta cuestión ha­blamos en el capítulo primero; ahora ampliamos brevemente lo di­cho allí. El carácter orgánico (no así jerárquico, nombre que no se encuentra en el Nuevo Testamento) de la Iglesia aparece ya en los Hechos de los Apóstoles, donde los apóstoles están al servicio de la comunidad, pero se destacan del grupo en relación con la dona­ción del Espíritu, la oración, la predicación, la celebración de la eucaristía, la distribución de los bienes comunes, la conexión de los nuevos convertidos a la comunidad primigenia, la misión de la comunidad.

Esta organización no es meramente fruto de los hechos. La co­munidad primitiva interpreta el dato atribuyéndolo a voluntad de Cristo. Es su voluntad que haya al frente de la comunidad unos testigos auténticos de la resurrección con autoridad recibida de Él mismo. Aparece esta idea en múltiples textos del libro de los He­chos (p. ej., 2, 32; 3, 15; 5, 32; 10, 39): «no a todo el pueblo, sino a testigos predeterminados». Este es un elemento clave de carácter histórico: la intención de Cristo interpretada por la comunidad pri­mitiva.

La estructura orgánica es clara también en las iglesias paulinas, donde se establecen «ancianos» (presbíteros) o «supervisores» (epíscopos, que no se identifican con los actuales obispos), los cua­les gobiernan las comunidades bajo el apóstol o su delegado. Los apóstoles y sus delegados son una referencia necesaria y, por con­siguiente, significante de comunión. Cada comunidad, en los di­versos niveles, tiene ese punto de referencia. Con verdadera potes­tad social para dirigir, examinar y decidir respecto a la vida de la comunidad, según el estilo evangélico de probarlo todo y retener lo bueno (cf. ITes 5, 21), rehuyendo toda forma autoritaria, procu­rando el ejercicio de la corresponsabilidad según niveles.

Es en el desarrollo inmediatamente postapostólico de la Iglesia cuando aparecen verdaderos pastores de las comunidades locales, miembros distintos y destacados que forman grupo propio dentro de la Iglesia local, con potestades de enseñanza, de gobierno y de

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administración, que son respetados y obedecidos por su potestad y amados por su servicio.

Como bien se percibe en el Nuevo Testamento, la autoridad y lo carismático derivan conjuntamente del Espíritu, aunque la autori­dad tiene parte decisiva en la configuración unitaria de la Iglesia como realidad visible en el mundo. Aquella, que es un don del Espíritu a su Iglesia, no monopoliza su acción.

Hay un momento en la vida de la Iglesia primitiva, el tránsito del siglo i al siglo n, en el que se da un cambio fundamental de si­tuación. En primer lugar, quienes habían sido hasta entonces testi­gos oculares de la resurrección de Jesús, directamente autorizados por el Resucitado, empiezan a morir sin que el Señor vuelva como inicialmente esperaban. En segundo lugar, las comunidades cris­tianas empiezan a crecer, a establecerse y hay que sedimentar de alguna manera la forma de designación de sus dirigentes. Los apóstoles, que en un momento dado vieron que tenían que nom­brar sucesores, llegaron a su decisión no por argumentos teóricos, sino por razones experimentales, es decir, porque necesitaban dejar representantes suyos en la comunidad, puesto que ellos iban a mo­rir y las comunidades se estaban constituyendo de manera estable. Entonces se elegía a quien tenía capacidades reconocidas por la comunidad como provenientes del Espíritu y se le instituía sacra-mentalmente.

Se trata de un proceso en el que van implícitas dos cosas. En primer lugar, se incorpora a la designación de los ministros una dimensión de abajo hacia arriba, cuando hasta entonces era sólo de arriba hacia abajo (por hablar de manera imaginaria): es decir, al comienzo se daba la elección de Cristo a los apóstoles y de éstos a sus delegados, ahora es la comunidad la que designa. En segundo lugar, se acepta que algo de lo que los primeros testigos dieron a la comunidad cristiana se puede transmitir: la adhesión a Cristo resu­citado por la fe; ahí radica justamente su autoridad.

La evolución prosiguió y hemos de decir que gran parte de la forma concreta de la Jerarquía actual es fruto de la inculturación en el mundo grecorromano. La inculturación fue un bien inmenso para entonces porque las comunidades se encontraban dispersas y con dificultades para lograr la comunión. Ahora bien, la manera de entender la llamada «jerarquía» es el fruto posterior de una sacra-lización presentada como voluntad de Cristo resucitado, sobre todo en cuanto a las formas concretas. Esto no es cierto. La comu­nidad cristiana aceptó el criterio del ordo romano (la palabra latina significaba una clase o condición de personas, un gremio, un cuer-

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po) como algo que podía valer históricamente para la comunidad cristiana. Pero lo que fue bueno en un momento no debe presen­tarse como voluntad de Dios, como algo querido por Dios desde el comienzo y que, por eso mismo, nunca puede cambiar.

En este contexto conviene al menos nombrar un daño grave en el edificio de la Iglesia: la omisión de construirla también sobre el fundamento de los profetas, como pide Ef 2,20, es decir, sobre todo lo que significan los carismas. Durante muchos siglos de la historia de la Iglesia, ésta se ha construido jurídica y estructuralmente sólo sobre el fundamento del ministerio ordenado, no sobre el carismá-tico-profético. La consecuencia es que las fuerzas proféticas en la Iglesia están subordinadas de múltiples maneras al ministerio, pero faltan regulaciones que del mismo modo obliguen al ministe­rio a escuchar a las fuerzas proféticas y carismáticas en la Iglesia, acudir a su escuela para aprender de ellas.

2. EL SENTIDO DE LA AUTORIDAD EN LA IGLESIA DE JESÚS

En la última cena Jesús ha explicado de manera particular cómo concibe el ejercicio de la autoridad. Los textos de Le 22, 26-27 y Jn 13, 14-16 indican que tiene una idea muy precisa de la autoridad como servicio y del modo de expresarla: lavando los pies a los hermanos. Pero no quiere imponer ese modo, sino que desea que se siga su ejemplo.

Otro pasaje altamente significativo es IPe 5,1-4. Se deduce de él que todo lo que se refiere a la autoridad está reconducido prima­riamente al Pastor supremo, cuyos colaboradores son los responsa­bles de la comunidad. Respecto a su modo de actuar, las virtudes indicadas son la disponibilidad, el desinterés, la humildad, el ha­cerse modelo del rebaño.

La autoridad en la Iglesia recibida, según hemos dicho, como una participación de la plena potestad de Cristo resucitado (Mt 28, 18), está llamada a ser ejercida a la manera de éste, es decir, como servicio. Sólo puede ejercerse de manera evangélica si no olvida que su poder únicamente tiene fuerza normativa porque está «nor­mada»: su «norma normante» es la Palabra de Dios que es el mis­mo Cristo, tal como se ha revelado en la Sagrada Escritura, a la cual debe permanecer sometida en una actitud de «obediencia», es decir, de «escucha dócil» (etimología latina de obediencia: ob audiré). La afirmación del Concilio Vaticano II es bastante clara: «El magisterio no está por encima de la palabra de Dios; la sirve» (DV 10).

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Las recomendaciones a la obediencia del Nuevo Testamento son exhortaciones donde se proponen las motivaciones y los estímulos para actuar. Según la concepción cristiana, la obediencia de fe (cf. Rm 1, 5; 16, 26; 2Cor 10, 5-6) no se entiende a sí misma como «obe­diencia ciega», sino como diálogo, como respuesta libre del ser hu­mano a la actuación salvadora de Dios, que siempre va por delan­te. Por ello, la concepción de la autoridad tiene también carácter dialogal desde un principio. Sólo puede dirigirse al centro perso­nal del ser humano, a la respuesta responsablemente libre y adulta de la persona, la cual incluye la inteligencia de lo mandado y el asentimiento interior. Una autoridad así no oprime las conciencias, sino que favorece su crecimiento.

De ahí emana como respuesta una obediencia en la Iglesia que también parece más consonante con la persona adulta: se verifica cuando el que manda da los motivos para obedecer, inspira el amor del Espíritu para cumplir la voluntad de Dios, propone las motiva­ciones y el impulso de la valentía y del ejemplo. Es una obediencia propia de personas libres que son capaces de dejarse mover por el amor.

3. MINISTERIO ORDENADO Y CARISMAS EN LA COMUNIDAD ECLESIAL

Completamos ahora brevemente lo dicho en el capítulo sobre el laicado.

Frente a la caracterización cúltico-sacerdotal de la jerarquía, so-breacentuada hasta ahora («sacerdote para el sacrificio»), hoy se destaca la primacía de la tarea de presidencia en el conjunto de las funciones del ministerio eclesial. De lo cual se deriva que quien preside la comunidad preside también la realización de los sacra­mentos. Esta consideración corresponde, por una parte, a los datos históricos sobre el origen del ministerio de presidencia y, por otra, a los acentos puestos por el Vaticano II. Por tanto, el lugar eclesio-lógico del ministerio se determina a partir de su función en el inte­rior de la comunidad eclesial y no como una característica exclu-yente.

Con ello salta el esquema unidireccional de gobernantes-gober­nados. El presidente no reúne en sí en ningún caso todos los carii» mas, sino que necesita la complementación y el correctivo por t) Espíritu, actuante también en los otros miembros. Pues tambiétoft los otros carismas corresponde de forma análoga la autoridad tflgfe pectiva propia de sus dones. Por eso el centro de unidad diftJÜJ

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Iglesia no es el ministerio de presidencia, sino Cristo en el Espíritu como fundamento de la Iglesia viviente en muchos.

No afirmamos con esto que la dirección de la comunidad sea un mero servicio de coordinación de carismas en el sentido de una configuración horizontal de la comunidad: esa concepción no des­cribe teológicamente de forma suficiente lo específico del ministe­rio en la Iglesia. El ministerio de los obispos es el «ministerio de la comunidad» (LG 20). Es el «principio y fundamento visible de la unidad de fe y comunión en la Iglesia» (LG 18; 23). Por ello, la abdicación en el ejercicio del ministerio repercute inevi­tablemente de forma negativa en la unidad de la comunidad. Hay que recordar que el ejercicio del ministerio de la comunidad ha de hacerse siempre dentro de la comunión jerárquica de los obispos entre sí y con su cabeza, el papa. Y hay que pensar igual­mente que en el debilitamiento de la comunión jerárquica puede encontrarse una de las causas de la fragilidad de la comunión.

Por tanto, la comunidad cristiana no es un magma, una comu­nidad indiscriminada, sino estructurada; es una comunidad a cuya cabeza están aquellos que recibieron de Cristo la tarea de testificar pública y oficialmente su resurrección y los que colaboran o suce­den a esos primeros. Ellos son los que presiden la comunidad; y tienen una función de autentificar que esta comunidad que confie­sa la fe, que celebra y que actúa en el mundo es la comunidad de Jesús. Es efectivamente un sujeto colectivo, pero tiene en el interior del grupo un carisma que garantiza que lo que allí se realiza es la presencia de Cristo resucitado. De ahí viene su autoridad.

4. LA COMUNIDAD Y EL MINISTERIO ORDENADO COMO INTERLOCUTORES

Un motivo decisivo del disgusto del laicado para con el minis­terio ordenado por el cual su servicio tiene a menudo tan poca aceptación y su autoridad es tan cuestionada se encuentra en que no es capaz de tolerar la existencia de un interlocutor responsable y crítico en la comunidad con el cual confrontarse. Es el resultado de una larga evolución histórica en la que la comunidad perdió su carácter de sujeto, quedando en suspenso un elemento originario y esencial de la Iglesia.

Si se quiere avanzar en un proyecto de vida comunitaria será decisivo que el ministerio aproveche la oportunidad de superar la comunicación de dirección única y ganar un interlocutor que lo sostenga y complete. Porque para que la tarea del ministerio ecle-

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sial se realice con éxito, necesita un frente a frente real, no sólo pasivo, en la comunidad, un interlocutor capaz y autorizado para la crítica constructiva.

Los titulares del ministerio necesitan de ese servicio crítico que los libere como individuos y como grupo de toda cerrazón en sí mismos y los abra a las exigencias de Jesucristo para el anuncio del evangelio. Ellos precisan de las otras capacidades existentes en la comunidad para librarse de los propios condicionamientos al bus­car la verdad, en los procesos de decisión y para que su dirección sea la adecuada. Justamente a causa de su función específica, los miembros del ministerio se inclinan más hacia la vida comunitaria intraeclesial. Los laicos, situados ante las demandas del mundo ac­tual, tienen que confrontar a los ministros de continuo con los pro­blemas que allí se plantean, para preservar al anuncio del evange­lio de la falta de eficacia en el mundo. La experiencia de los laicos en razón de su trabajo en el mundo ayuda a la encarnación del mensaje en palabras y acciones adecuadas a cada situación. La ex­periencia del mundo de los titulares del ministerio es limitada y el Espíritu Santo no anula las limitaciones humanas con intervencio­nes extraordinarias.

En este contexto hay que plantear la cuestión de si los dirigen­tes de la Iglesia pueden presentarse en toda ocasión como portavo­ces del pueblo de Dios ante la sociedad. Esta cuestión de la repre­sentación del pueblo de Dios por parte de la autoridad ha sido hasta ahora poco estudiada. Tradicionalmente, los ministros orde­nados no sólo han efectuado y efectúan la representación de Cristo frente a la comunidad, sino que también representan a la comuni­dad ante la sociedad.

Con tal visión indiferenciada se manifiesta una confusión de las dos dimensiones de la Iglesia: como comunidad salvífica y como corporación humana. Ahora bien, la representación del pueblo de Dios ante la sociedad pertenece al plano del ser sociológico de la Iglesia. Los titulares del ministerio están, sin duda, legitimados para representarla en los dominios en los que la Iglesia ha de salvaguar­dar su identidad irrenunciable en continuidad con su fundamento de unidad, Cristo. Pero en otros asuntos el ministerio es sólo una voz entre otras: significativa, pero no obligatoria. Dado que en ese nivel de representatividad ante la sociedad no es fácil defender la fe unitaria de todos, sólo se realiza la auténtica representación del pueblo de Dios por medio de los sujetos del ministerio —sin mer­ma de su responsabilidad de dirección— cuando expresa la volun­tad adulta de todos los miembros. Y esto sólo es posible cuando

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existe la mediación de un debate amplio y profundo, sincero y li­bre entre auténticos interlocutores.

Aquí se encuentra otra responsabilidad intraeclesial muy pro­pia de los laicos. Por ello es necesario que sean voz y sujeto en la Iglesia y que su aportación crítica sea valorada como elemento constructivo y no como rebelión desobediente. Sólo cuando el mi­nisterio a través de una sincera relación dialogal se convierte en servicio a un interlocutor situado en su derecho y su responsabili­dad, la misión de la Iglesia de hoy se convertirá en la misión de todos.

5. EL LÍMITE DE LA AUTORIDAD ECLESIAL: EL SENTIDO DE LA FE DE LOS CREYENTES

Ha quedado claro que la autoridad eclesial está al servicio del evangelio, que ha de actualizarse por encargo de Jesucristo. Sólo el evangelio y su respuesta concreta en la fe de la Iglesia (la confesión de fe) constituyen el verdadero contenido de la autoridad eclesial. Por ello, es de la firme adhesión a esa confesión de fe de donde nace la libertad de los fieles y su seguridad ante cualquier arbitra­riedad de un dirigente eclesial.

Tomar en serio la enseñanza conciliar acerca del sentido de la fe y de la infalibilidad del pueblo cristiano en su totalidad (LG 12) conduce a una gran anchura de ánimo en el orden de los límites de la autoridad. Las cosas de la Iglesia sólo pueden ser decididas par­tiendo de la fe del pueblo cristiano y ante el sentido de la fe de los creyentes públicamente propuesto.

Es verdad que se trata de un factor difícil de valorar en lo con­creto, pero debe atribuírsele el peso decisivo que le corresponde. Cosa que olvidan muchos que hablan alto de participación, pero muestran muy poco respeto por la fe común de las comunidades.

El llamado «derecho divino» que compete al ministerio jerár­quico en cuanto al poder de decisión no excluye, sino que incluye la intervención de los demás miembros de la comunidad de cre­yentes en el proceso de reflexión y en la toma de decisión.

El servicio del ministerio ordenado presupone una sana rela­ción de confianza para con los representantes eclesiales y una es­tructura umversalmente aceptada de búsqueda y constatación del consenso. La posición manifestada por el ministerio y su resonan­cia en el sentido de la fe de todos los bautizados dependen absolu­tamente la una de la otra.

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Para que lo dicho sea viable, están las instituciones de participa­ción de las que hablamos en otro lugar. En todas ellas debe llevarse a efecto el criterio de participación razonada y de desarrollo de la opinión pública.

La responsabilidad propia de la autoridad eclesial guiada por el Espíritu no dispensa de los procedimientos de la búsqueda huma­na de la verdad y de la decisión. Los sujetos del ministerio cierta­mente tienen una particular responsabilidad para con la comuni­dad que les ha sido encomendada, pero no cuentan con experien­cias y capacidades para acertar en todas las decisiones concretas que han de tomar. Para una gestión prudente de su ministerio ne­cesitan del complemento y de la corrección que provienen de las demás capacidades existentes en la Iglesia.

6. LAS MUTUAS OBLIGACIONES

La comunidad y los pastores desde su esencia más íntima están referidos mutuamente en sus decisiones. En razón de la particular misión con la que se presenta ante su comunidad, el pastor orde­nado tiene una autoridad dada con anterioridad. Él está legitima­do desde el principio como quien ha sido autorizado en el Espíritu de manera especial en favor de la vida pública de la comunidad.

Si la peculiar misión del pastor es acogida en la fe, profundiza­da en diaria fidelidad y ejercida en el amor, entonces se le puede conceder la certeza de ser enviado verdaderamente con autoridad; la confianza de poder corresponder a la vocación a pesar de todas las debilidades personales; el valor de abordar siempre de nuevo su tarea y de anunciar la palabra de Dios a tiempo y a destiempo; el consuelo de perseverar a pesar de todas las tentaciones, necesi­dades y ataques (cf. 2Tm 1, 6-8).

Así, el pastor y la comunidad tienen mutuas obligaciones: el pastor, anunciar siempre de nuevo el mensaje cristiano a la comu­nidad, aunque le resulte a esta incómodo; la comunidad, compro­bar si el pastor permanece fiel a su tarea, si actúa según el evange­lio. Para los presidentes y para las comunidades vale el texto de lTs 5,19-22, que ya hemos citado varias veces.

De este modo sirve a todos la mutua comprobación en el respe -

to, la corrección fraterna en la modestia, la crítica en el dejar hacer. Ello es presupuesto para la actuación común. Si se entiende así la común responsabilidad, entonces se concederá a cada miembro de la comunidad lo que le pertenece, sin que nadie pretenda imponer-

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se a otro. Y como criterio esencial, todos obedecerán al Señor y al Espíritu. Si estos principios se mantienen, no hay nada que temer del ordenamiento eclesial.

7. PROBLEMAS PLANTEADOS POR LA EXISTENCIA DE LA AUTORIDAD EN LA IGLESIA

La cuestión del poder

Comenzamos planteando la cuestión de la relación entre autori­dad y poder: no es lo mismo una cosa que otra. La autoridad es fruto normalmente de un carisma y el poder es la jurisdicción en­tregada, la de quien realiza alguna cosa en razón de su cargo («ane­jo al oficio»). La palabra castellana de origen latino potestad, poder, traduce un vocablo griego del Nuevo Testamento (Mt 28, 18), usa­do como expresión de la autoridad soberana de Jesús, que radica en su servicio a los otros, en su diakonía, en su proexistencia, según ya hemos explicado. Muchos exegetas consideran que con esa pa­labra Jesús expresa su participación única y exclusiva en la autori­dad del mismo Dios. Una buena forma de traducirla en lenguaje actual sería liderazgo, que describe mejor que poder o potestad la vi­sión neotestamentaria; el uso de la expresión poder está acuñada no según el sentido de la potestad bíblica, sino según el modelo jurídi­co moderno.

Un elemento fundamental diferencia la autoridad del poder: los criterios de legitimación de la primera. Pues bien, si algo falla en los procesos eclesiales del presente es la legitimación de la autori­dad. Muchas personas erigidas en autoridad no gozan de hecho de legitimidad ante la comunidad cristiana. Y viceversa: hay personas en el pueblo de Dios a las que se reconoce autoridad porque tienen un carisma que mueve, pero, en cambio, no tienen poder, no de­tentan una jurisdicción entregada públicamente. El pueblo cristia­no percibe que en la presidencia de sus comunidades hay potestad jurídica, sí, pero bastantes veces no hay dotes o capacitación para asumir la presidencia. Se afirma teórica y teológicamente que quien preside no está por encima de la comunidad, sino un servidor; pero para el pueblo cristiano sigue siendo una persona que tiene poder. Quien encarna la presidencia en la Iglesia concentra el po­der en sus manos.

El problema actual del poder en la Iglesia es un problema serio. Progresivamente se ha ido concentrando el poder en los distintos

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niveles de gobierno, olvidando el principio de subsidiariedad. Es una situación conocida por los expertos en filosofía social y políti­ca: no hay ninguna institución que luche para disminuir su poder. La centralización y concentración del poder está basada en el mie­do. Miedo a no se sabe qué desviaciones posibles.

Muchos católicos no quieren reconocer que existe este problema del poder en la Iglesia. La espiritualizan tanto, la divinizan de tal manera que suponen que en ella todo es dirigido por el Espíritu Santo y no logran descubrir su realidad humana. Pero la Iglesia está constituida por seres humanos. Y donde existen colectividades humanas, hay relaciones de poder.

Jesús entró directamente en el problema porque sabía que su Iglesia sería humana. El Maestro es radical: en la Iglesia la relación no puede imitar a la que existe en las sociedades históricas; en ella el mayor es el que sirve. El superior es el subordinado.

No se puede decir que este proyecto se cumpla en la adminis­tración eclesiástica, donde se protege cuidadosamente a los subor­dinados de toda tentación posible. Para defender al católico de sí mismo, la administración impone su propia voluntad: siempre para el bien del inferior, pero se trata del bien definido por ella.

El fondo de este problema se encuentra en la relación entre el clero y los laicos. El clero se ha constituido en una barrera que se opone a cualquier iniciativa de fondo por parte de los laicos, del pueblo cristiano. Existe una desconfianza grande para con el pue­blo, siempre sospechoso de todos los males. El pueblo queda fuera de las decisiones, en completo desacuerdo con la praxis de los pri­meros siglos y en total contradicción con la actual evolución social. Pero hoy no estamos en los tiempos de un clero que monopolizaba todo el saber, casi toda la propiedad y casi todo el poder político. Hoy no tiene ninguna justificación esta concentración en las manos del clero.

Así como en la cristología ha sido difícil aceptar la realidad hu­mana de Jesús, en la eclesiología está resultando difícil aceptar la humanidad de la Iglesia. Perdura el monofisismo eclesial como sub­siste el monofisismo cristológico. Tal monofisismo es espontáneo en el pueblo sencillo: expresa un sentimiento religioso natural que tien­de a sacralizar todos los objetos de su religión. La religiosidad po­pular se presta a la manipulación por parte del clero, muchas veces sin mala voluntad, y a la consolidación del poder clerical.

Los padres conciliares no pudieron sentir todo el peso de esta cuestión porque no había aún suficientes estudios sobre la misma. La gran novedad de los últimos años ha sido precisamente el despertar

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de la conciencia de la cuestión del poder como problema central de la sociedad. Los miembros de la Iglesia de este tiempo no deberían evitarlo, sino reflexionar sobre él y abordarlo con seriedad.

Dificultades para la reforma de la institución

En toda realidad social humana consistente, la institución es una mediación necesaria para subsistir. Es la forma social que per­mite a los individuos introducir una realidad objetiva en la coexis­tencia personal evitando la pura subjetividad. No cabe un grupo humano con intención de pervivencia que de alguna manera no se institucionalice y acepte una autoridad; si no hay una institución así que dé cuerpo a un determinado grupo ideológico, social, polí­tico, cultural, es imposible que ese grupo perdure. Pero, por su objetividad misma, la institución abre el camino a excesos poten­ciales o reales. Cuando la institución pretende imponer la verdad y regular las costumbres, entonces ejerce la violencia.

Pues bien, es un hecho innegable que hoy existe una coacción institucional en la Iglesia. Sería injusto afirmar que todos los pro­blemas que hoy existen con la institución eclesial dependen de fal­tas personales o debilidades pecaminosas de los responsables de la misma. Las disfunciones señaladas en la primera parte de este ca­pítulo nacen porque los dirigentes, desatendiendo la precariedad teológica de la institución, mantienen consciente o inconsciente­mente la quimera de que ella coincide con el Reino. Pero la insti­tución sólo es signo de lo que no es ni puede ser en este mundo. A pesar de lo cual no cesa de ser tentada de ir más allá del signo y afirmarse como Reino. De ahí la necesidad de que la institución recuerde permanentemente que es imperfecta aunque abierta al avance hacia el Reino, y cuestione su forma visible desde la meta que quiere conseguir: la comunidad fraterna edificada por los do­nes del Espíritu.

La institución en la Iglesia tiene siempre una función de servicio y debe hacerse siempre transparente en la prosecución de aquella meta. Por eso, lo mismo que sucede en el orden político, según señalábamos antes, todas las formas institucionales y jerárquicas en la Iglesia deben legitimarse continuamente y en concreto. Esta permanente exigencia de legitimación es un argumento esencial para la reforma institucional en la Iglesia.

En efecto, el hecho de que los elementos estructurales externos de la Iglesia a menudo se imponen inconvenientemente y el Espí-

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ritu, el amor,, la comunión quedan ocultados, exige reformar la ins­titución eclesial para que se ajuste al proyecto de Jesús y —en este momento histórico— a las orientaciones del Concilio.

Los previsibles conflictos

Como aún nos encontramos lejos de una recepción madura de la enseñanza conciliar, no debe extrañarnos que se planteen con­flictos cuando se intentan aplicar sus criterios sobre la relación en­tre el laicado y el ministerio ordenado, de lo que hemos hablado en el epígrafe tercero de este capítulo.

Sucede que, hoy por hoy, los laicos que participan en las res­ponsabilidades eclesiales muchas veces han de situarse y «jugar en campo contrario». Se parte de una situación en la que todo el terre­no de decisión en la Iglesia es terreno jerárquico. Las determinacio­nes de la comunidad cristiana desde hace muchos siglos las ha to­mado el ministerio ordenado. Inevitablemente, las actuaciones de los laicos se perciben por no pocos de los ministros ordenados como una invasión del propio ámbito de responsabilidad. Al no estar delimitadas las fronteras de actuación de unos y otros, sur­gen, pese a todas las buenas voluntades, los roces y conflictos.

El contexto histórico en que vivimos, con el espíritu democráti­co propio de nuestra cultura, produce un fuerte cuestionamiento de la autoridad eclesial tal como es ejercida tradicionalmente. Hoy la decisión se concibe como el resultado de un proceso de discerni­miento realizado por la comunidad a través de los nuevos organis­mos de participación nacidos del Concilio.

Por otra parte, aún no está suficientemente clarificado el ámbito de la autonomía de los laicos. En una estructura jerárquica fuerte­mente centralizada en todos los niveles de la comunidad, se tiende a identificar unidad con uniformidad y se exige muchas veces a los laicos la integración en esa estructura centralista por subordina­ción y dependencia. La recuperación del concepto de comunión operada por el Concilio implica la pluralidad, lo que desencadena múltiples tensiones. El conflicto surge desde el momento en que se quiere imponer a todos una forma de actuar en la Iglesia o en el mundo que es propia de los clérigos y con la que el laicado no se identifica.

Se comprende, pues, que la nueva conciencia nacida del Conci­lio reclama un cambio de mentalidad, tanto en los clérigos como en los seglares. La tendencia de unos y otros es la de proyectar

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sobre la Iglesia los esquemas funcionales que rigen en la sociedad. Así se antepone la eficacia a la comunión, el número al signo, los resultados a la participación.

Los abusos de la autoridad

La autoridad humana en la Iglesia sigue siendo autoridad fali­ble que está necesitada no sólo del consenso y de la colaboración positiva de los creyentes, sino también de su reacción y de su críti­ca. Una autoridad falible es una autoridad auténtica; conserva su prestigio cuando no disimula sus fallos, sino que los reconoce abiertamente. Por el contrario, los estudios psicosociológicos mues­tran que la autoridad pierde legitimidad cuando niega o disimula las faltas cometidas.

La Iglesia es siempre en sus miembros y en los sujetos del mi­nisterio una Iglesia de pecadores, o sea, de personas que se equivo­can, que pueden sucumbir a la tentación del abuso de poder. El abuso de autoridad existe cuando la obediencia exigida, por ejem­plo, en lo jurídico-canónico se equipara a la obediencia de fe o cuando las indicaciones para la vida comunitaria van acompaña­das de exhortaciones a asumirlas «con obediencia sumisa» y sin discusiones.

En lo institucional de la Iglesia puede haber algo así como una manipulación que, más allá de las intenciones de los sujetos, es objetivamente pecaminosa. Existe la impresión de que no pocas veces en las actuaciones de la Jerarquía se observa más una insis­tencia en su autoridad formal (que en última instancia resulta to­talmente ineficaz) que un testimonio viviente y convencido en fa­vor de la propuesta evangélica. Subsiste una falsa concepción de la autoridad en sentido paternalista, según un modelo de representa­ción feudal ya insostenible.

K. Rahner proponía hace años que el propio ministerio eclesial crease institucionalismos que fueran de sentido contrario para con­sigo mismo y su dinámica y que en cierta manera representaran instancias de control. Ello correspondería a un sistema de retroali-mentación o capacidad de reacción (feedback), parecido a lo que sucede en el cuerpo humano y que también parece requerido para el éxito de la vida comunitaria. Al igual que el cuerpo humano reacciona como un termostato ante la necesidad de alimentación por el hambre y la sed, o al igual que reacciona ante la perturba­ción de la salud con fiebre, infección o dolores —y ello para el

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bien del todo—, así debería también existir el correspondiente in­tercambio recíproco en la relación de los miembros de una comu­nidad y de la autoridad que les guía. Si esto no tiene lugar, la vida de la comunidad es a la larga insostenible. En el dominio de la vida eclesial, los creyentes poseen un derecho de intervención; el ministerio eclesial no puede desatender sencillamente el consenso de estos grupos. Cuando el carisma del profetismo no es atendido o es reprimido, ello repercute funestamente para el conjunto de la confianza comunitaria.

¿Y qué hacer en caso de conflicto, cuando un superior incurre en abuso de su ministerio? Desde hace tiempo, aunque desgracia­damente en vano, se llevan haciendo propuestas en relación con el establecimiento de tribunales de arbitraje, lo que en términos civi­les se llama de contencioso-administrativo, es decir, de amparo eclesial de los derechos de la persona. Si el derecho, como se afir­ma a boca llena, se apreciara en la Iglesia en su función originaria de salvaguarda de la comunión, la demanda de garantía de los derechos y la apelación a ellos no aparecerían como medios de fuerza, que «propiamente no deberían darse en la Iglesia». Porque las estructuras eclesiales deberían establecerse de tal forma que en su sabiduría dieran testimonio del evangelio de la libertad del que nos habla el apóstol (cf. Ga 5, 1).

Una cosa es cierta: la Iglesia sólo puede cumplir su tarea salvífi-ca con credibilidad si en ella existe un ordenamiento de la libertad y si el derecho eclesial y los ministerios eclesiales no son un instru­mento de soberanía, sino ante todo una salvaguarda institucional al servicio de la libertad.

Actuar PARA UN ADECUADO EJERCICIO DE LA AUTORIDAD EN LA IGLESIA

1. LA PRESIDENCIA EN NOMBRE DE CRISTO Y LA AUTORIDAD DEL ESPÍRITU

La tarea más importante a realizar por el ministerio ordenado es la articulación correcta de lo que se llama el principio cristológico y el pneumatológico, es decir, del principio de autoridad y del principio de corresponsabilidad. No podemos olvidar que no sólo Cristo está representado sacramentalmente en el ministerio orde­nado, sino que el Espíritu está presente con sus carismas en cada persona del pueblo de Dios. La conjunción de ambos principios

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teóricamente está bastante clara, porque ser presidente de una co­munidad no se puede hacer más que también desde el carisma, es decir, desde el don del Espíritu; ya lo hemos explicado en la segun­da parte.

Pues bien, si en la Iglesia tiene que haber, además del ministerio ordenado, el carisma del profetismo y otros carismas, estos tienen una palabra que decir. Sin embargo, resulta que esa palabra profé-tica y carismática brilla por su ausencia en la práctica de las deci­siones. Son dos elementos que se deberían vivir en tensión dialéc­tica y que en el momento presente cuesta mucho casar: el principio de autoridad absorbe al otro polo. Sucede que precisamente las personas encargadas de coordinar y presidir los carismas (obispos y presbíteros) por su formación, por sus herramientas, por su me­todología no están en muchos casos preparadas para crear el equi­librio y la articulación correcta entre ambos polos.

Lo fundamental de la autoridad es, como hemos dicho, la capa­cidad para fomentar la comunión y contrarrestar aquello que divi­de la comunidad. Podría suceder que si solamente nos dejáramos llevar por la voz de los carismáticos, se llegara a dividir la comu­nidad. Desgraciadamente, lo que ocurre es lo contrario: una de las más graves deficiencias que ha sufrido la Iglesia en los últimos tiempos y que ha tenido un impacto radical en la gestión del mi­nisterio de presidencia ha sido la desaparición del elemento profé-tico en la Iglesia. Así pues, viniendo como venimos de una Iglesia que está muy lejos de lo que pretendemos, hay que intentar corre­gir con paciencia las cosas que están mal en el cuerpo social.

Ponemos un ejemplo sencillo y al alcance de la mano. Existen personas, laicos y laicas, protagonistas de verdaderas responsabi­lidades eclesiales, a las que institucionalmente se les debería dar autoridad, porque la tienen de hecho. Pero resulta que nunca se les reconoce públicamente en la Iglesia, aunque lo sean en su gru­po, en su movimiento, en su pequeña comunidad. Tal reconoci­miento sería algo que permitiría caminar de otra manera.

2. LA PRESIDENCIA DESDE LA CLAVE DE LA ESPIRITUALIDAD

El ministerio ordenado tiene la misión de conducir a la identifi­cación cristiana del creyente: es así como podemos expresar aque­llo que corresponde a la presidencia de una comunidad de fe. Por­que, efectivamente, si una comunidad de fe es una comunidad de personas que se adhieren a Jesús y quieren seguirle (esa es su iden-

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tidad), el que asume la responsabilidad de la comunidad, el que la preside, tiene que trabajar para que sus miembros se identifiquen como tales seguidores de Jesús. Esa es la identidad propia del cre­yente, la de quien se adhiere a Cristo resucitado; y tal es la tarea fundamental que corresponde al ministerio ordenado, la de quien ayuda a que se logre dicha identidad. Otras funciones no le corres­ponden de suyo; por ejemplo, las decisiones en el orden adminis­trativo o económico.

Esta reflexión nos lleva a dirigir una mirada a la presidencia desde la clave de la espiritualidad. En la práctica es imposible plantear esta cuestión desconociendo la hipoteca del poder y de la mera competencia jurídica que históricamente desde muy atrás se viene vinculando de manera directa a la autoridad.

Cuando hablamos de clave espiritual (o sea, proveniente del Es­píritu) para legitimar al ministerio, nos referimos a lo siguiente. En la sociedad moderna la autoridad se le concede al que es experto en su campo. Por eso, análogamente, es imprescindible, para poder entender y legitimar la autoridad en la Iglesia, mostrar su compe­tencia religiosa (J. B. Metz) y no hacer consistir su modernización, como se ha hecho muchas veces, en aplicar el modelo de la burocra-tización. Debería quedar claro para todos que una persona no pre­side en nombre de Cristo simplemente porque le han impuesto las manos, sino porque su modo de vivir recuerda a la comunidad la persona de Cristo. Sólo cuando eso se ha constatado previamente, se le pueden imponer las manos. Entonces lo que recuerda a Cristo en esa comunidad es la figura de alguien que por su existencia entregada a favor de todos, por su fidelidad al evangelio del cruci­ficado, por su capacidad de contrarrestar lo diabólico en la comu­nidad (lo dia-bólico etimológicamente es lo que divide la comuni­dad) actualiza de una manera simbólico-real la presencia del Espí­ritu del Resucitado. Quien tiene ese carisma se constituye en sacra­mento personal porque en la experiencia de relación con él uno se encuentra con Cristo. Este es el núcleo de la cuestión, ahí es donde se juega la clave del sentido de la autoridad en la Iglesia. Y esa es, por tanto, la pregunta clave: ¿con quién se encuentra la comunidad cuando se relaciona con el ministro ordenado?

3. PRESIDENCIA Y BÚSQUEDA DEL CONSENSO ECLESIAL

Por tanto, una de las cosas que le corresponde al que preside —por esa capacidad que se acaba de recordar de contrarrestar lo

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diabólico, o sea, las divisiones— es llegar a consensos en la comu­nidad cristiana. Este es uno de los problemas más serios del pre­sente eclesial: no estamos preparados para lograr consensos. El proceso requerido es mucho más lento que la imposición autorita-tiva; dialogar es siempre más difícil, porque significa entrar en las razones del otro y dejarse penetrar por ellas.

Lo específico del consenso eclesial, a diferencia del consenso en el ámbito social o político, se encuentra en que no nace de la confi­guración general de la opinión mayoritaria producida por el libre juego de las argumentaciones, sino como asentimiento común al don previo del anuncio evangélico. No consiste en un acuerdo de arbitraje entre muchos creyentes, sino en un acuerdo que se vincula inequívocamente a la verdad de Dios anunciada en Jesucristo. Sólo cuando se da un acuerdo de ese estilo se manifiesta la fuerza unifi­cante del Espíritu, que hace participar a todo el pueblo de Dios en el ministerio profético de Jesucristo y que le preserva como un todo de caer en errores fundamentales que amenacen su identidad.

Contradice la afirmación anterior el hecho de que determinados grupos en la Iglesia o determinadas jerarquías (en todos los nive­les) pretendan conducir unilateralmente el proceso de búsqueda y fijación del consenso de una manera que es opuesta a su esencia de consentimiento libremente otorgado al anuncio de la fe. Esto suce­de cuando los creyentes individuales y las diversas comunidades no son integradas de forma estructural en el proceso, aplicando con toda honradez el principio sinodal, sino que el consenso se pretende alcanzar por la imposición puramente formal de los po­deres jerárquicos contra la convicción bien fundamentada de una parte de la Iglesia.

Conflictos siempre puede haber en la comunidad cristiana, in­cluso en cuestiones centrales de la interpretación de la fe (recuér­dense los clásicos concilios de la antigüedad), de la vida moral, de la orientación fundamental pastoral, de la constitución jurídica y también de los planteamientos de la evangelización. Pero ni la po­larización agresiva, ni la represión violenta, ni una armonización fruto del miedo pueden conducir al consenso. Por eso es preciso que todos impulsemos una «cultura de la búsqueda del consenso». Tal cultura vive de la disposición honrada para la escucha recípro­ca y del movimiento de acercamiento mutuo.

Naturalmente, aun en la mejor cultura del consenso no siempre se logra alcanzar la unanimidad moral. Siempre podrán darse liti­gios en los que la Jerarquía debe intervenir en última instancia con su pleno poder espiritual, bien porque están en juego cuestiones

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fundamentales de fe, bien porque la Iglesia no puede persistir e^ una discusión permanente que paraliza su capacidad de evangelio zar. La competencia decisoria última de la Jerarquía es en tales ceu sos un apoyo saludable para la unidad en la fe. No se destruye ej carácter comunional de la Iglesia cuando —en el marco de una es. tructura previa umversalmente aceptada de búsqueda y determina, ción del consenso— la Jerarquía manifiesta de forma clara su decj. sión como la única salida después de diálogos y esfuerzos infruc. tuosos para lograr el encuentro mutuo y alcanzar la unanimidad.

Sin embargo, cuando las reglas de juego del consenso ya no so^ reconocibles para gran parte de los creyentes, cuando incluso las

estructuras sinodales (consejos parroquiales o diocesanos, sínodos y hasta asambleas del episcopado) ya no son aceptadas porque s^ consideran desvirtuadas y no corresponden a las exigencias de búsqueda del consenso en la comunión, entonces queda profunda­mente comprometida la unidad de la Iglesia. Según el punto de vista de muchos cristianos, ésta es la situación presente.

4. UNA NUEVA FORMA DE EJERCER LA AUTORIDAD

La disposición para mejorar permanentemente las estructuras de búsqueda del consenso ofrece un buen criterio para distinguir el auténtico «ministerio de presidencia espiritual» de lo que es la mera conservación de lo existente, residuo sin espíritu. Pues la fuerza del Espíritu se manifiesta en las instituciones eclesiales en el hecho de que, puestas al servicio del evangelio, se enfrentan sin temor a las nuevas situaciones históricas y encuentran en dichas situaciones la identidad evangelizadora que corresponde a cada caso.

Por otra parte, una obediencia entendida y realizada no legalis-tamente, sino bajo la ética de la responsabilidad, obliga a desarro­llar también un nuevo estilo de gobierno abierto que posibilita la participación. El modo de realización de su función por parte de la autoridad debería llevarse a cabo en la línea de la responsabilidad personal y la corresponsabilidad y con la meta de conducir a la identidad cristiana del sujeto.

El diálogo, un trenzado de relaciones plurales, la supresión de un estilo de ejercicio de la autoridad que dirige desde fuera y el impulso de la responsabilidad propia determinan el proceder cola­borador y fraterno. Donde la Iglesia se entiende así, donde ella no sucumbe a la tentación particularmente fuerte en el momento pre-

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senté de las posiciones fundamentalistas, volverá a ganar confian­za y será capaz de abrir el camino hacia Dios a las personas que lo buscan.

Esto supuesto, conviene mencionar brevemente tres característi­cas del uso de la autoridad en la Iglesia que son particularmente importantes para nuestro tiempo.

1. El respeto de la persona, de su autonomía y de su inteli­gencia. Aunque es cierto que no faltan brotes de funda-mentalismo fanático, cada vez son menos los que aceptan dejarse guiar ciegamente por la pura autoridad; cada vez más personas desean comprender las razones de lo que pide la autoridad.

2. La atención a la singularidad de cada uno, a su irrepetibili-dad y también a su debilidad. Muchos tienen necesidad de ser entendidos antes de ser guiados con preceptos, incluso si hay al mismo tiempo necesidad de seguridad, de apoyo y de fuerza inspiradora. Por tal motivo la Palabra de Dios ins­pirada e inspirante ha de tener un gran relieve en el ejerci­cio actual de la autoridad en la Iglesia.

3. La atención a la diversidad de las situaciones. Las antiguas situaciones simples podían permitir estructuras de autori­dad directas e inmediatas. Las actuales, tan complejas, exi­gen colaboración, capacidad de delegar, formas de sinodali-dad bien construidas, donde una relación leal entre los res­ponsables en el nivel horizontal y una fácil comunicación vertical hagan más suelto y eficaz un organismo que por su naturaleza es un poco lento y pesado.

5. U N VOTO DE CONFIANZA PREVIO

Pertenece a la antigua tradición eclesial la certeza de que, por la asistencia del Espíritu Santo que les ha sido prometida (cf. Le 10, 16; Hch 1, 8; 2, 1 ss; 9, 15), los sucesores de los apóstoles merecen un anticipo de confianza en que por regla general exponen la fe y el modo de vivir cristiano auténticamente, con una orientación justa.

Un médico o un maestro, por poner un ejemplo, tampoco po­drían ejercer razonablemente su profesión si sus pacientes o alum­nos ante la eventualidad de un fallo posible estuviesen prevenidos contra él con una desconfianza de principio en lugar de con un anticipo de confianza.

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Ahora bien, esta confianza no puede fundarse sólo en una argu­mentación teórica teológica, sino también en una gestión dotada de credibilidad. La apelación meramente formal a un título jurídico no es suficiente, sobre todo en nuestros tiempos. El ministerio eclesial y todas las formas institucionales en la Iglesia deben por ello legiti­marse y mostrarse como creíbles continuamente de manera concre­ta, nunca sólo de manera abstracta y por sí mismas. Esta exigencia de legitimación permanente va paralela a la existencia de la opi­nión pública y de un control democrático en la Iglesia.

Por el contrario, cuando el ministerio jerárquico se independiza de la comunidad eclesial, desdeña la actividad del Espíritu Santo en el pueblo. El mantenimiento de la tensión entre los dos polos de la elipse significa, por tanto, no un consentimiento aerifico del en­tendimiento y de la voluntad ante todas las indicaciones y ense­ñanzas de la legítima autoridad eclesial, sino la entrega valiente y humilde como persona a la Iglesia que existe realmente, a pesar de sus notorios fallos y debilidades.

6. REFORMA DE LAS ESTRUCTURAS ECLESIALES

La gran tarea del catolicismo en el tercer milenio es la de llevar adelante la actualización o aggiornamento que buscaba el Concilio y abordar la reforma institucional, insistentemente pedida por él. Di­cha reforma contó y cuenta con la oposición global de los grupos más tradicionalistas del catolicismo. Sin embargo, el contexto de globalización exige a la Iglesia el juego de contrapesos de una plu­ralidad de centros y de una autonomía en el nivel local y regional, como ocurre en el ámbito político con las comunidades autónomas y la coordinación de países dentro de una unión supranacional. En ambos casos es necesario un poder central que tiene la función de actuar como juez, interlocutor y vigilante de la unidad. Éste era el papel del primado en el primer milenio, en el que actuaba como primero entre pares, en el contexto de una Iglesia sinodal y patriar­cal. Por eso, el modelo de comunión tiene una amplia tradición en la Iglesia y es el que mejor se adapta a las necesidades del tercer milenio.

El cambio copernicano que tuvo lugar con la eclesiología del Vaticano II está siendo difícil de traducir a la práctica. Era ingenuo creer que aquellos principios y orientaciones se podían verter de forma inmediata y pacífica en instituciones adecuadas. Ha sucedi­do lo contrario: la tensión entre las líneas orientativas del Vaticano II

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y la organización estructural de la Iglesia, que sigue basándose to­davía en la orientación preconciliar, no ha sido resuelta y subsiste una praxis que mantiene la orientación antigua.

Ahora bien, una Iglesia que vive guiada pasivamente por la autoridad, ni es fiel a su naturaleza, ni está a la altura de la pre­sente situación de la cultura moderna, ni tiene capacidad real para la evangelización misionera.

Por ello no hay otro camino más que desarrollar decididamente los planteamientos de reforma estructural a pesar de todas las de­cepciones y todas las objeciones, tanto de arriba como de abajo, si la Iglesia no quiere ser infiel a sus orígenes y a las orientaciones fundamentales del Concilio. Y si no quiere —como consecuencia de ello— perder la conexión con la presente historia cultural, jurí­dica y social. Y si no quiere frustrar totalmente la evangelización.

De la reflexión anterior se deduce la necesidad apremiante de participación de los creyentes en todas las realizaciones vitales de la Iglesia, incluidas las decisiones importantes de la vida eclesial. A medida que esta posibilidad se desarrolle, los creyentes verán la Iglesia institucional como una comunidad libre, fundada en la li­bertad de Cristo, y aceptarán gustosamente el ejercicio de la auto­ridad en nombre de Jesús.

Aunque la autoridad en la Iglesia no es el resultado de un sim­ple proceso democrático, sin embargo está llamada a ejercerse en las condiciones sociales y culturales actuales de forma más demo­crática que en el pasado. Ello pertenece no sólo a la más antigua tradición de la Iglesia, sino a la credibilidad del evangelio en el mundo de hoy. Estos puntos los desarrollamos en el próximo capí­tulo.

PARA PROFUNDIZAR

Y. CONGAR, «Autoridad, iniciativa, corresponsabilidad», en: Entre borrascas, Verbo Divino, Estella 1972, pp. 65-101.

— «La Iglesia es apostólica», en: J. FEINER y M. LÓHRER (eds.), Mysterium Salutis, Guadarrama, Madrid IV-1 1973, pp. 555-575.

JUAN A. ESTRADA, La Iglesia ¿institución o carisma?, Sigúeme, Salamanca 1984.

M. KEHL, La Iglesia, Sigúeme, Salamanca 1996, pp. 359-372. W. LÓSER, «Sucesión apostólica», en: W. BEINERT (ed.), Diccionario de Teolo­

gía dogmática, Herder, Barcelona 1990, pp. 668-669.

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Capítulo 10 Corresponsabilidad, participación,

sinodalidad, democratización en la Iglesia

Ver UNA PROBLEMÁTICA CANDENTE Y COMPLEJA

1. EN LA COMUNIDAD CRISTIANA LA PARTICIPACIÓN NO RESULTA NADA FÁCIL

El contexto social ha cambiado radicalmente y en consecuencia está influyendo en la realidad histórica de la comunidad cristiana. Pero en la Iglesia el modelo medieval y postridentino de ejercicio de la autoridad ha mantenido su influjo hasta hace bien poco. A diferencia del «régimen de cristiandad», en el que todas las relacio­nes eclesiales venían guiadas por el binomio autoridad-obediencia, la mentalidad actual exige a la Iglesia una modificación de las es­tructuras e instituciones en un sentido de mayor democratización.

La Iglesia católica en los últimos cuatrocientos años a causa de su actitud antiprotestante se alejó del modelo clásico de la Iglesia antigua. El Vaticano II lo quiso potenciar nuevamente; sin embar­go, la dirección eclesial desde hace algún tiempo se ha alejado de nuevo de forma clara de aquel modelo.

Los desafíos a la misión salvadora de la Iglesia en un mundo tan complejo (diversidad de grupos humanos, servicio a la paz y a la justicia universales, ayuda al desarrollo de los pueblos, etc.) necesi­tan una reflexión sobre sus imperativos concretos y una evaluación de los nuevos intentos pastorales que necesitan perfilarse y concre­tarse según las diversas situaciones de las Iglesias locales. Es lógico que se eleven por todas partes voces que piden mayor participación y corresponsabilidad para, entre todos, comprender la novedad de cada situación y buscar la forma de ejercer ahí los nuevos roles.

Sin embargo, se elevan quejas desde muchos lugares y desde muchas perspectivas acerca de la falta de posibilidades para una activa colaboración en las decisiones eclesiales importantes. La conciencia general del pueblo de Dios considera que la colabora­ción por medio sólo de consultas (en consejos meramente consulti­vos, por ejemplo) es insuficiente. Muchos militantes laicos no en-

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y la organización estructural de la Iglesia, que sigue basándose to­davía en la orientación preconciliar, no ha sido resuelta y subsiste una praxis que mantiene la orientación antigua.

Ahora bien, una Iglesia que vive guiada pasivamente por la autoridad, ni es fiel a su naturaleza, ni está a la altura de la pre­sente situación de la cultura moderna, ni tiene capacidad real para la evangelización misionera.

Por ello no hay otro camino más que desarrollar decididamente los planteamientos de reforma estructural a pesar de todas las de­cepciones y todas las objeciones, tanto de arriba como de abajo, si la Iglesia no quiere ser infiel a sus orígenes y a las orientaciones fundamentales del Concilio. Y si no quiere —como consecuencia de ello— perder la conexión con la presente historia cultural, jurí­dica y social. Y si no quiere frustrar totalmente la evangelización.

De la reflexión anterior se deduce la necesidad apremiante de participación de los creyentes en todas las realizaciones vitales de la Iglesia, incluidas las decisiones importantes de la vida eclesial. A medida que esta posibilidad se desarrolle, los creyentes verán la Iglesia institucional como una comunidad libre, fundada en la li­bertad de Cristo, y aceptarán gustosamente el ejercicio de la auto­ridad en nombre de Jesús.

Aunque la autoridad en la Iglesia no es el resultado de un sim­ple proceso democrático, sin embargo está llamada a ejercerse en las condiciones sociales y culturales actuales de forma más demo­crática que en el pasado. Ello pertenece no sólo a la más antigua tradición de la Iglesia, sino a la credibilidad del evangelio en el mundo de hoy. Estos puntos los desarrollamos en el próximo capí­tulo.

PARA PROFUNDIZAR

Y. CONGAR, «Autoridad, iniciativa, corresponsabilidad», en: Entre borrascas, Verbo Divino, Estella 1972, pp. 65-101.

— «La Iglesia es apostólica», en: J. FEINER y M. LÓHRER (eds.), Mysterium Salutis, Guadarrama, Madrid IV-1 1973, pp. 555-575.

JUAN A. ESTRADA, La Iglesia ¿institución o carisma?, Sigúeme, Salamanca 1984.

M. KEHL, La Iglesia, Sigúeme, Salamanca 1996, pp. 359-372. W. LOSER, «Sucesión apostólica», en: W. BEINERT (ed.), Diccionario de Teolo­

gía dogmática, Herder, Barcelona 1990, pp. 668-669.

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Capítulo 10 Corresponsabilidad, participación,

sinodalidad, democratización en la Iglesia

Ver UNA PROBLEMÁTICA CANDENTE Y COMPLEJA

1. EN LA COMUNIDAD CRISTIANA LA PARTICIPACIÓN NO RESULTA NADA FÁCIL

El contexto social ha cambiado radicalmente y en consecuencia está influyendo en la realidad histórica de la comunidad cristiana. Pero en la Iglesia el modelo medieval y postridentino de ejercicio de la autoridad ha mantenido su influjo hasta hace bien poco. A diferencia del «régimen de cristiandad», en el que todas las relacio­nes eclesiales venían guiadas por el binomio autoridad-obediencia, la mentalidad actual exige a la Iglesia una modificación de las es­tructuras e instituciones en un sentido de mayor democratización.

La Iglesia católica en los últimos cuatrocientos años a causa de su actitud antiprotestante se alejó del modelo clásico de la Iglesia antigua. El Vaticano II lo quiso potenciar nuevamente; sin embar­go, la dirección eclesial desde hace algún tiempo se ha alejado de nuevo de forma clara de aquel modelo.

Los desafíos a la misión salvadora de la Iglesia en un mundo tan complejo (diversidad de grupos humanos, servicio a la paz y a la justicia universales, ayuda al desarrollo de los pueblos, etc.) necesi­tan una reflexión sobre sus imperativos concretos y una evaluación de los nuevos intentos pastorales que necesitan perfilarse y concre­tarse según las diversas situaciones de las Iglesias locales. Es lógico que se eleven por todas partes voces que piden mayor participación y corresponsabilidad para, entre todos, comprender la novedad de cada situación y buscar la forma de ejercer ahí los nuevos roles.

Sin embargo, se elevan quejas desde muchos lugares y desde muchas perspectivas acerca de la falta de posibilidades para una activa colaboración en las decisiones eclesiales importantes. La conciencia general del pueblo de Dios considera que la colabora­ción por medio sólo de consultas (en consejos meramente consulti­vos, por ejemplo) es insuficiente. Muchos militantes laicos no en-

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tienden las dificultades que plantean los obispos y los curas para poner en práctica, por ejemplo, el principio de subsidiaridad, o para una forma correspondiente de «reparto de poderes», o para la posibilidad de una participación adecuada y razonable de todos los que quieran y sean capaces de ello en procesos de consejo y de decisión, o para la trasparencia pública de estos procesos. Ven que les cuesta mucho todavía a los jerarcas y a otros miembros de la comunidad desvincular la «potestad espiritual» del ministerio de unas estructuras sociales que fueron tomadas en gran parte de la monarquía, de la aristocracia, del feudalismo y del absolutismo de épocas pasadas, y vincularla con otras estructuras, las que se sus­tentan en las experiencias positivas de las democracias modernas.

Algunos se ponen nerviosos cuando se habla de este asunto y tildan a sus defensores de «modernistas». Pero la participación en el ámbito eclesial no tiene nada que ver con el denostado «moder­nismo» y no se debe descalificar con semejante etiqueta las justas exigencias que provienen tanto de los signos de los tiempos como de la propia esencia de la Iglesia.

Por otra parte y llamativamente, existe una notable pérdida de fuerza en el ejercicio de la corresponsabilidad en los diversos espa­cios eclesiales, cierta atomización de los agentes de pastoral, en-frentamientos entre distintos grupos, un tipo de práctica eclesial que no favorece el diálogo. Muchos se quejan de que no hay mane­ra de trabajar en equipo porque hay que dedicar tiempo a elaborar proyectos participados por todos, se requiere poner más medios, tener más paciencia, a veces incluso darse algunos golpes. Se llega a pensar: es preferible hacer otro tipo de procesos que son más rá­pidos y más eficaces.

Además, la organización actual parece diseñada para que la rea­lidad eclesial sea absolutamente homogénea. Es muy difícil modi­ficar tal situación porque ya se ha hecho de carácter estructural, preorganizativo, propio de la vieja cultura eclesial. Son las condi­ciones de la estructura institucional de la Iglesia, que está montada así y que lamentablemente choca de manera frontal con las tenden­cias actuales, socialmente irrefrenables, que van en la línea de un incremento de la diversidad y de la autonomía de las personas.

2. NUEVAMENTE: EL ATASCO EN LA RENOVACIÓN CONCILIAR

La clave de los problemas descritos es la misma que hemos des­cubierto en otros capítulos. El cambio copernicano que tuvo lugar

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en la eclesiología del Vaticano II está siendo difícil de traducir a las instituciones. Fue una ingenuidad creer que aquellos principios y orientaciones iban a plasmarse de forma rápida y pacífica en insti­tuciones adecuadas. Ha sucedido lo contrario: la tensión entre las líneas orientativas del Vaticano II y la organización estructural que existía en la Iglesia preconciliar no ha sido resuelta y subsiste una praxis que bascula entre lo antiguo y lo nuevo y que cada vez más está quedando cautiva de las costumbres postridentinas.

Las tensiones no deberían sorprendernos si pensamos que el Concilio quiso cambiar una situación fijada durante siglos y que a muchos parecía definitiva. Durante los años setenta y ochenta del pasado siglo el entusiasmo inicial del posconcilio fue sustituido por la inseguridad, los fallos y el cansancio desilusionado. Parecía como si el cambio de dirección impulsado por el Vaticano II hubie­ra sido demasiado impetuoso; los obstáculos producidos por las costumbres entumecidas y por las instituciones atascadas parecían insuperables. Los mismos órganos responsables del aggiornamento actuaban sin convicción y sin capacidad creativa. Algunos comen­taristas interesados daban a entender que todo ello era una conse­cuencia del Concilio o, al menos, de la impaciencia provocada por el Concilio.

Como consecuencia, se está extendiendo la idea de que la ecle­siología de la comunión no puede por sí sola crear un marco insti­tucional adecuado; y puede ser anulada por la supervivencia de instituciones concebidas jerárquicamente. Por ello se plantea la ta­rea de transformar desde sus raíces las instituciones eclesiásticas selladas por su origen entre los siglos xvn y xix y reflexionar sobre ellas de manera creativa y valiente.

La restitución actualizada de la llamada sinodalidad, elemento característico de la Iglesia antigua, se propone como clave de bóve­da de la renovación. Pero la cuestión no es nada sencilla. El Vatica­no II no produjo prescripciones normativas que hubieran permiti­do una ejecución posterior clara. Por eso, en relación con la tradi­ción sinodal se plantea la pregunta de si sólo se va a limitar a as­pectos meramente externos, incluso sólo al nombre, o si se quiere ir al fondo de su significado.

3. FUERTES TENSIONES EN TORNO A LA CUESTIÓN DE LA DEMOCRATIZACIÓN

Al movimiento de reforma impulsado por el Vaticano II pronto se le superpuso el cambio radical de la sociedad en 1968. La revo-

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lución estudiantil inscribió en su estandarte la democratización de todas las organizaciones sociales. Algunos teólogos usaron inge­nuamente un discurso radical pero teológicamente cuestionable en favor de la democratización de la Iglesia.

La reacción conservadora eclesial fue también radical contra di­cha democratización y produjo una especial crispación en la jerar­quía. Aunque han pasado más de cuarenta años y a pesar de la criba del trigo y de la paja, las posiciones siguen manteniéndose por parte de minorías influyentes. Todavía se descubren las llagas del choque, sobre todo en los dirigentes de la Iglesia. La falta de argumentación teológica suficientemente elaborada por parte de unos y otros fue entonces —y quizá lo sea todavía hoy— la causa de la tensión existente.

Parece que son tres los obstáculos que detienen o retardan el avance del proceso de renovación y son el origen de las varias pa­tologías que se dan en relación con el proceso de democratización de la Iglesia: una insuficiente aclaración teológica de las responsa­bilidades que corresponden a los sujetos del ministerio y de las que corresponden a los demás cristianos; la falta de una cultura democrática en la Iglesia; y el vacío del derecho eclesial en las cuestiones de estructuras y procedimientos democráticos.

La exigencia surgida especialmente durante el posconcilio en favor de la democratización de la Iglesia manifiesta un problema grave del ordenamiento intraeclesial. Durante los últimos años se ha vuelto a formular lo mismo que en el inmediato posconcilio, aunque con resonancia más amplia y de forma más enérgica. Y es que las peticiones justificadas de una apropiación de elementos de la democracia para la reforma de la institución eclesial han quedado en nada. Aunque se nos llena la boca diciendo que la Iglesia no es una monarquía y que es más que una democracia, sin embargo no es necesario mucho esfuerzo para admitir que de hecho el modelo monárquico es lo que regula su convivencia in­terna.

Las tensiones que hoy nos sacuden al respecto pueden atri­buirse a un problema fundamental: la configuración histórica de la Iglesia no es contemporánea de la conciencia personal de los hombres y mujeres de hoy, a quienes caracteriza la voluntad de participación corresponsable en las agrupaciones de las que for­ma parte. En la vida social el individuo moderno se entiende a sí mismo como adulto, mientras que en la Iglesia todavía se siente objeto de una dirección y orientación sobre la que no tiene ningu­na influencia.

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Juzgar REFLEXIÓN ECLESIOLÓGICA

Comenzaremos por aclarar los términos que están en el centro del debate. A continuación señalaremos los fundamentos teológi­cos de la corresponsabilidad y la tarea que le corresponde al minis­terio, para tratar luego con cierta amplitud de la democratización de la Iglesia.

1. LA SINODALIDAD, CARACTERÍSTICA ESENCIAL DE LA IGLESIA

Normalmente estamos habituados al uso de dos términos que suelen utilizarse como sinónimos: corresponsabüidad y participación. Sin embargo, existe un tercero, menos usual pero más teológico: sinodalidad.

Entendemos por corresponsabüidad que todos los miembros del pueblo de Dios, aunque con funciones diversas, tienen competen­cia en el cumplimiento de la misión de la Iglesia. Significa colabo­ración en el debate y decisión en todos los niveles de la Iglesia. Sustituye la palabra solos por la palabra juntos. Juntos puede verifi­carse en distinto grado e intensidad: desde el mero consejo o con­sulta hasta la codecisión.

El segundo término, participación, se aplica a la Iglesia por ana­logía con un fenómeno social variado que, según los diferentes án­gulos desde los que se mire (jurídico, sociológico, económico, polí­tico), muestra diferentes dimensiones y significaciones. En térmi­nos generales significa pensar juntos, codecidir, actuar en común, en lugar de dejar que otros piensen, decidan, actúen por uno. La evolución de la sociedad, al menos en los pueblos más desarrolla­dos, ha llevado a que la persona se haga capaz de participar acti­vamente en la conformación de la voluntad social y de asumir res­ponsabilidades. La cuestión de la participación es un problema tí­picamente moderno que surgió de la diferenciación entre Estado y sociedad y de la introducción del concepto de «ciudadano» como distinto del de persona humana. Esta evolución ha empujado a la Iglesia a integrar en su propia realidad de cuerpo social el concep­to de participación para explicar las consecuencias institucionales que resultan del derecho y la obligación de todo creyente de fo­mentar el crecimiento de la Iglesia.

Sinodalidad, en tercer lugar, es un término teológico poco usual, pero el más adecuado para determinar la manera de ejercer el poder espiritual sin caer en la Iglesia —y con graves consecuencias para su

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actuación pastoral— en el dilema o la antinomia inconciliable entre autoritarismo y funcionamiento asambleario. Sinodalidad es el térmi­no abstracto derivado de sínodo. La palabra sínodo viene del griego: syn-odos, «camino-juntos». Expresa teológicamente de forma acerta­da lo que conviene a la común responsabilidad —es decir, a la co­rresponsabilidad— del pueblo de Dios. Este pueblo se pone en ca­mino, todos juntos en la fe, esperanza y caridad para responder a su ser de llamados, a la exigencia de Dios que se ha revelado en Jesu­cristo y dar testimonio conjunto del Espíritu de Jesús.

Las instituciones de carácter sinodal (como, por ejemplo, un consejo pastoral) intentan realizar un modelo fundamental para cumplir la misión de la Iglesia que se caracteriza por lo siguiente: la consulta mutua, la reflexión común, la búsqueda de una deci­sión por medio de la participación de todos los miembros, mante­niendo siempre el reconocimiento pleno del servicio específico del ministerio eclesial para con la identidad en la fe y la unidad de la comunión.

Todo eso compone o refleja un modelo cuya aplicación en di­versas escalas se verifica no sólo en situaciones singulares o ex­traordinarias (el Sínodo de los Obispos), sino en la vida ordinaria de las comunidades cristianas. A eso llamamos sinodalidad.

Por tanto, este término no puede entenderse adecuadamente desde una constelación de conceptos de carácter sociopolítico, sino que es ante todo una realidad «espiritual», es decir, fruto del Espí­ritu de Jesús que habita en su Iglesia y conduce a sus miembros. En la experiencia sinodal se verifica y hace visible la dimensión fraternal de la Iglesia y su misión; la cual incluye la responsabili­dad inalienable de los sucesores de los apóstoles.

De ahí que, correctamente entendida, la sinodalidad nunca está en oposición con la estructura jerárquica de la Iglesia. Tal oposi­ción existiría si el término jerárquico se entendiera como absolutista y el de sinodal hubiera de equipararse al moderno concepto de sis­tema parlamentario representativo. Pero si el ministerio ordenado, por una parte, ha de asegurar significativa y sacramentalmente la vinculación de la Iglesia a su origen en Cristo y el elemento sino­dal, por otra, la interna solidaridad de todas las Iglesias y de todos los miembros de la Iglesia en la construcción del Reino, entonces ambos elementos estructurales son necesarios en la Iglesia para la complementación recíproca.

De acuerdo con esta concepción, es fácil comprender que, al uti­lizar el término sinodalidad, no se habla de algo que afecta solamen­te a los portadores del ministerio eclesial, sino de la solidaridad de

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todos los que pertenecen a la Iglesia como pueblo de Dios peregri­nante.

2. FUNDAMENTOS TEOLÓGICOS DE LA CORRESPONSABILIDAD

En capítulos anteriores hemos explicado una serie de elementos eclesiales que vamos a recordar brevemente, los cuales manifiestan una clara exigencia de corresponsabilidad, de participación, de si­nodalidad.

a) Pertenencia por el bautismo al pueblo de Dios. Un único bautis­mo sitúa a los cristianos en un mismo nivel común a todos por encima de distinciones según los diversos carismas, vo­caciones y funciones. Todos los miembros del pueblo de Dios tienen idéntica responsabilidad en el cumplimiento de la misión de la Iglesia; cada uno debe insertar la suya perso­nal en y con la de todos los demás creyentes en Jesús.

De ahí procede la exigencia de participación consciente y de organización corresponsable en torno a un proyecto co­mún. Toda responsabilidad en la Iglesia es corresponsabili­dad, porque todos los creyentes son igualmente miembros del pueblo de Dios y asumen cada uno a su modo junto con los demás su responsabilidad. Nadie pretenderá imponerse a otro, se actuará unidos y en favor unos de otros y del todo.

La toma de conciencia de que todos los bautizados son miembros de pleno derecho de la Iglesia debe extenderse y ahondarse mucho más porque todavía un elevado porcenta­je de bautizados la ven como una gran organización buro­crática o como una empresa de servicios religiosos y se en­tienden a sí mismos como consumidores; y hay jerarcas que parecen dar a entender que la Iglesia es posesión propia.

b) La común donación del Espíritu. El Espíritu Santo, que es el mismo en todos los bautizados, configura la Iglesia como una comunidad en la que, como hermanos y hermanas en Jesucristo, se participa conjuntamente de la misión proféti-ca, sacerdotal y regia de Cristo (cf. LG 9-13; 32). Esta igual­dad operada por el Espíritu constituye el fundamento de toda estructura y de toda organización de la vida eclesial. Cualquier posible diferenciación posterior ha de determi­narse dentro de esta realidad común.

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Por esa razón, la libertad y la participación deben ser ca­racterísticas propias de los miembros de la Iglesia. Pues el don del Espíritu de Jesucristo tiene que ver esencialmente con la libertad (2Cor 3, 17; cf. Ga 4, 6; Rm 8, 15). Ello signi­fica que ningún cristiano debe quedarse impotente, margi­nado como inferior o pasivamente como espectador.

c) La fraternidad cristiana. La filiación adoptiva del bautizado no sólo describe la cualificación fundamental de su existen­cia en la fe, sino que conlleva un imperativo decisivo para todas las realizaciones institucionales de la Iglesia. El men­saje neotestamentario de Dios como Padre, lejos de sancio­nar un orden de dominación patriarcal, recuerda la expe­riencia de libertad histórica que Jesús vivió como Hijo y que ahora se pide revalidar a la Iglesia. En consecuencia, el con­cepto de autoridad se transforma en la autoridad del testi­monio de quienes rehacen aquella experiencia de Jesús.

Consecuencia de la estructura radical de fraternidad en la Iglesia y de su consideración como «espacio de libertad» en medio de las relaciones de dominio de la sociedad, es la configuración de una comunidad constituida por múltiples servicios donde nadie puede arrogarse una dignidad discri-minadora.

Aunque obviamente la responsabilidad de todos no sea la misma, pues responde a la naturaleza de la gracia recibi­da y de la tarea encomendada, la responsabilidad que co­rresponde a los laicos no es de segunda clase. Se trata siem­pre de una responsabilidad que se abre y extiende al todo por la comunión orgánica que es la Iglesia.

Por tanto, en la Iglesia no deben existir estructuras que parecen implicar una sociedad de desiguales, con dos clases de miembros. La ineludible exigencia de autoridad debe completarse con una estructura participativa que encauce la responsabilidad de todos los miembros de la comunidad.

d) El anuncio del evangelio. Hay que añadir que la tarea de tes­tificar el evangelio está encomendada a toda la Iglesia con­juntamente. Importa mucho subrayar que el problema de la corresponsabilidad no es una cuestión de organización, sino que debe situarse en un contexto eclesial más amplio: el de la evangelización. Ante los desafíos del mundo actual las opciones concretas que muestren el ejercicio de la corres­ponsabilidad en la Iglesia entera permitirán mostrar al mun-

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do lo que significa hoy ser la Iglesia que anuncia a Jesús. Cuando los creyentes todos, como miembros del pueblo de Dios, intentan realizar la corresponsabilidad y desarrollan modelos para ello, entonces la Iglesia no vive del funciona­miento del aparato o de la organización, sino de la fe y del amor de todos y así demuestra que no se ha apagado el Es­píritu (cf. ITes 5, 19) y que se está construyendo el futuro.

3. DISTRIBUCIÓN DE RESPONSABILIDADES ENTRE LAICOS Y MINISTROS ORDENADOS

Hacemos también aquí una breve aplicación al presente tema de lo dicho en los capítulos sobre el laicado y la comunión.

Función central del responsable eclesial es la de hacer posible la responsabilización de todos. Su papel no es tomar una decisión personal después de escuchar a los demás, sino hacer posible la decisión común y solidaria que comprometa a todos aquellos que conjuntamente han decidido.

Si la función propia del ministerio ordenado dentro de la Iglesia es la representación sacramental de Cristo Cabeza que hace crecer a su cuerpo para que llegue a la edad adulta, ello implica al menos estos ámbitos concretos que hacen referencia a la corresponsabili­dad: ayudar a que todos los miembros de la comunidad descubran su vocación integral, haciéndoles tomar conciencia de su participa­ción en la misión evangelizadora y coordinar los esfuerzos de to­dos los creyentes en esa línea, poniendo al máximo rendimiento los recursos comunes y ayudando a descubrir nuevos campos de acción.

En efecto, la integración de los creyentes en una auténtica co­munidad, su identificación con ella, exige connaturalmente que to­dos los miembros tengan el derecho y la posibilidad real de parti­cipar en las decisiones.

Sin cuestionar la competencia decisoria última del ministerio de presidencia, la responsabilidad misionera común entre las comuni­dades locales y sus dirigentes debe expresarse mucho más clara­mente. Cuando esto sucede, la decisión última que corresponde a los dirigentes en determinadas cuestiones dogmáticas, éticas o pas­torales no cae sobre los creyentes de manera brusca y poco inteli­gible. Al contrario, no sólo hace disminuir las hasta ahora habitua­les irritaciones y distanciamientos, sino que afecta decisivamente al signo eclesial de la evangelización.

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4. LA CORRESPONSABILIDAD INCLUYE LA CODECISIÓN

Hoy día se elevan muchas quejas desde muchos lugares y desde muchas perspectivas acerca de la falta de posibilidades de una ac­tiva colaboración en la elaboración de las decisiones eclesiales im­portantes, lo que significa la negación de hecho de la corresponsa­bilidad.

Porque la corresponsabilidad implica que, desterrando toda for­ma autoritativa y unipersonal de dirigir la comunidad, se verifique una auténtica codecisión por medio de órganos representativos. Lo contrario es mera apariencia. Los cristianos adultos piden que se reconozca ese derecho: quieren colaborar desde el principio en la búsqueda de la decisión y no sólo otorgar su aceptación a posterio-ri. Con términos tomados de la organización empresarial: no sólo al elaborar la decisión, sino al tomar la decisión.

Afirmar que la constitución jerárquica de la Iglesia es «de dere­cho divino» no significa que la participación del pueblo de Dios siempre haya de tener carácter sólo informativo y consultivo, no deliberativo. El «derecho divino» que compete al ministerio jerár­quico en cuanto al poder de decisión no excluye, sino que incluye la intervención de los demás miembros de la comunidad en el pro­ceso de reflexión y en la toma de decisión. Hay materias en las que la colaboración del pueblo adecuadamente en forma deliberativa es posible y sería deseable. Si este criterio se impulsara e institucio­nalizara, se habría hecho algo contra la indiferencia de tantos cre­yentes en relación con la vida del pueblo de Dios.

Mientras los laicos solamente puedan aconsejar y colaborar, pero no codecidir, por muchas cosas hermosas que se digan acerca de su dignidad, siguen siendo miembros de segundo rango de esa comu­nidad: objeto de cuidado pastoral (la cura pastoralis del antiguo Có­digo, que era competencia precisamente del «cura»), más que sujeto que detenta una responsabilidad activa. Esto contradice la com­prensión global del laico propuesta en el Vaticano II.

La moderna evolución del pensamiento ha ayudado a la Iglesia a romper la costra clerical tradicional y a reflexionar sobre su estruc­tura esencial, comprendiendo que la codecisión de los laicos no es una concesión a la mentalidad de la época, sino un elemento funda­mentado plenamente en la esencia originaria de la Iglesia, tal como cristalizó en los textos del Nuevo Testamento (cf. IPe 2, 9; Ap 5,10, donde se otorga la misma dignidad a todo el pueblo creyente).

No existen objeciones teológicas para la indicada codecisión de los laicos, como no sea el antiguo clericalismo. El modelo de Iglesia

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acuñado por ese clericalismo ha mantenido la ideología de las dos clases aplicada con diversas expresiones: el señor y los subditos, el que manda y los que obedecen, el padre y los hijos, los adultos y los menores de edad; los maestros y los discípulos u oyentes.

La Iglesia no es así. Si los ministros ordenados no son los propie­tarios o señores de la comunidad, sino, como dice el Concilio, sus servidores (cf. LG 18), ¿por qué habría de excluirse una codecisión propiamente dicha de la comunidad? Todos los miembros son la Iglesia, con responsabilidad permanente insustituible en relación con ella, enseñados internamente por el Espíritu (cf. ljn 2, 20, 27). Ense­ñar y aprender, al igual que escuchar y obedecer, se verifican mutua y recíprocamente, pues todos están llenos del Espíritu. Por tanto, la Iglesia no es una sociedad de dos clases, poseedores y desposeídos, adultos y menores de edad, sabios e ignorantes, sino una comunidad del Espíritu, en la que sólo servir más obtiene más autoridad.

Aunque no es fácil avanzar en la línea de la codecisión, espe­cialmente en lo que se refiere a una adecuada regulación de com­petencias, sin embargo deben buscarse determinaciones estatuta­rias para lograrla. Fórmulas que no lleven a una mera apariencia de corresponsabilidad para disimular el absolutismo jerárquico, sino que desarrollen sinceramente los criterios indicados.

5. LA DEMOCRATIZACIÓN DE UNA IGLESIA QUE NO ES UNA DEMOCRACIA

Una reflexión teológica sobre la misión de la Iglesia en nuestro tiempo ha de plantear necesariamente la cuestión de su democrati­zación. Pero sería un malentendido de entrada interpretar esa ne­cesidad como la exigencia de modernizar la Iglesia para adaptarse funcionalmente y configurarse efectivamente «según los gustos de la época». No es así; la reflexión sobre esta cuestión recurre a las propias fuentes de la conciencia eclesial y es la forma de expresar en la cultura actual la participación de todos los miembros del pueblo de Dios tanto en la edificación del Cuerpo de Cristo como en su misión en el mundo.

Distancia y proximidad entre la constitución democrática y la realidad eclesial visible

¿Es la palabra democratización el título apropiado para hacer un paquete con todos los deseos en favor de una reforma estructural de la Iglesia? Conviene aclarar el contenido del término.

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A diferencia del Estado democrático de derecho, en la Iglesia no se determina por el pueblo en elecciones libres y para un tiempo limitado al papa y a los obispos; pero éste no es un procedimiento exigido por derecho divino. En las épocas en que el ambiente so­cial estaba acuñado por estructuras monárquicas y absolutistas, la gran mayoría de los cristianos no veía gran problema en aplicar a la Iglesia formas jurídicas análogas. Cuando después de la Revolu­ción francesa la moderna conciencia jurídica y constitucional se alejó cada vez de forma más rotunda de la monarquía y del abso­lutismo, la jerarquía subrayó claramente el contraste de la Iglesia respecto del Estado. Y entendiendo jerarquía en el sentido de «so­beranía sagrada» de los portadores del ministerio que gobiernan en nombre del Espíritu, dejaba claro que la democratización es in­compatible con la Iglesia.

Es obvio que la comunidad eclesial no puede ser asimilada a una sociedad política. Ella se autocomprende como comunidad de fe y de gracia salvadora. Por tanto, se presenta a sí misma y quiere mantenerse en un plano diverso del sociopolítico. Desde este pun­to de vista, la democracia como estructura y como regulación legal no es aplicable a la Iglesia. Pero tampoco le es aplicable la monar­quía, o la aristocracia, o la oligarquía, conceptos y estatutos extra­ños a la realidad institucional única que es la Iglesia «pueblo de Dios», comunidad de los creyentes en Cristo. Por eso ningún régi­men político puede ser históricamente adecuado para definirla porque ninguno puede expresar de forma adecuada su estructura sacramental.

Una mirada a las constituciones de los países democráticos muestra que no es posible la trasposición de forma directa y unívo­ca del concepto de democracia tomado de la ciencia política a la construcción de la Iglesia. La idea fundamental del parlamentaris­mo es la de la representación. El poder estatal proviene del pueblo y es transmitido a personas que lo representan. En la comunidad de fe el concepto de representación es radicalmente distinto por dos razones:

• Las personas que guían al pueblo de Dios pueden ser elegi­das en determinadas circunstancias también según criterios «democráticos». Pero el poder con que ejercen su servicio no lo reciben de los hombres, sino en última instancia del Espí­ritu Santo transmitido por los seguidores de los apóstoles.

• La fe no puede ser representada por nadie; sólo se puede tes­tificar personalmente y no puede ser transmitida por un mero

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acto jurídico. En la prosecución de la salvación nadie puede ser representado por otro, mientras que en el dominio políti­co, jurídico y económico es posible tal representación.

Por consiguiente, cuando hablamos de democratización de la Iglesia, naturalmente no discutimos con ello su origen divino (tal como interpretamos en el capítulo primero la expresión «origen divino»). La Iglesia está fundada en la voluntad salvadora del Pa­dre, en la entrega obediente del Hijo por amor a nosotros hasta la muerte y en la actuación del Espíritu. La Iglesia es un aconteci­miento espiritual y precisamente ahí radica el fundamento de la sinodalidad, la participación y la corresponsabilidad. La soberanía en la Iglesia no radica en el pueblo ni tampoco en la jerarquía, sino en Cristo que llama a los suyos en libre elección. Con la vocación y el envío de los apóstoles echó los cimientos de la estructura del ministerio de la Iglesia, sin perjuicio de su desarrollo histórico pos­terior, como también explicamos. La constitución eclesial ha sido sustraída a la disponibilidad de la Iglesia, no puede modificarse por procedimientos legítimos y mediante decisión de determina­das mayorías. Por tanto, hay que excluir radicalmente una com­prensión de la democratización de la Iglesia según el modelo polí­tico.

Ahora bien, a pesar de lo que parece una contradicción insupe­rable, si la cuestión se mira más de cerca, se descubren aproxima­ciones significativas. En su figura social visible la Iglesia ha toma­do sin duda (como lo muestra la historia) muchos elementos de aquella organización de la sociedad que configuraba el ambiente cultural normal de sus miembros. Así, entender la jerarquía como «soberanía sagrada» representa una concepción no cristiana, influi­da ampliamente por el pensamiento griego y que debe ser supera­da. Hoy en día se percibe que la moderna organización de la socie­dad puede servir de referencia para mejorar las estructuras de la Iglesia. De esta cuestión vamos a tratar más adelante.

El ejercicio del poder en la Iglesia

Para enfocar adecuadamente esta cuestión es importante tener en cuenta la distinción fundamental entre la soberanía y el ejercicio racional del poder, distinción aplicable también a la Iglesia como sociedad visible que es. Dado que la Iglesia es no sólo misterio, sino también institución, debe existir en ella el poder y el ejercicio

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del poder; lo contrario sería romanticismo social. Pero ello no pue­de significar ejercicio de soberanía sobre personas y, menos aún, actuaciones opresivas. En la Iglesia hay que rechazar el autoritaris­mo y el dominio de unos sobre otros. Porque el único Señor que confiesa la Iglesia es Jesucristo en persona. En el reconocimiento de su autoridad, a la que ha de subordinarse cualquier otra autori­dad en la Iglesia, se rechaza toda «soberanía sagrada» de los llama­dos «mandatarios de Dios», puesto que precisamente Jesús concibe su misión como un servicio a las personas. Todos los miembros de la Iglesia, ministros y laicos, deben comprometerse a conseguir una forma de vida social o institucional que responda a la volun­tad y al proyecto de Jesús (el servicio a los hermanos como medida de la vida comunitaria). En una Iglesia que se entiende como signo sacramental y comienzo del Reino, la soberanía se encuentra sólo en Dios.

Por tanto, la cuestión de la que se trata al hablar de democrati­zación no es quién constituye la instancia legitimadora de la auto­ridad en la Iglesia, sino cómo debe ser realizado, determinado y limitado el poder delegado por Jesucristo a los hombres en la co­munidad eclesial. En este sentido, democratización de la Iglesia significa la existencia de una constitución, de un ordenamiento ju­rídico comparable con el de los Estados de derecho, de un sistema plenamente participativo para determinar los sujetos del ministe­rio, opinión pública eclesial, crítica adulta y los demás elementos de la conciencia, del ordenamiento y del comportamiento que se llaman democráticos.

La existencia democrática de la Iglesia, tal como la acabamos de exponer, no significa una estructuración jurídica determinada, un modelo institucional concreto. Es más bien una forma existen-cial de vida, un sustrato, una pauta de comportamiento anterior a toda concreción jurídica. Pero ese talante o infraestructura men­tal y psicosocial no admite reduccionismos espiritualistas. La co­munidad cristiana no se realizará según el proyecto de Jesús si tal forma existencial de vida no se plasma en un ordenamiento y unas estructuras sociales donde se verifiquen las exigencias antes reseñadas.

Aquí es preciso añadir una advertencia importante. La cuestión acerca de cómo se verifica ese ordenamiento concreto no se puede resolver mediante una reflexión puramente teológica. Sólo puede decidirse históricamente en el encuentro concreto con las corrien­tes intelectuales y sociales de una época y a través del plantea­miento para responder a los desafíos que dichas corrientes plan-

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tean. La verificación de dicho ordenamiento será distinta según las diversas épocas y los diversos lugares; una trasposición es necesa­ria en todo caso. Lejos de nosotros emitir un juicio ahistórico acer­ca de épocas en las que el ordenamiento eclesial se verificó de ma­nera muy deficiente. Pero también lejos de nosotros dar recetas umversalmente válidas para el presente en los diversos dominios de la Iglesia en orden a lograr una mejor verificación del ordena­miento eclesial verdaderamente cristiano. Es evidente que han de respetarse los elementos fundamentales de la constitución eclesial, pero, por lo demás, las formas de corresponsabilidad sinodal han de configurarse de acuerdo con la cultura de cada época. En conse­cuencia: los datos esenciales de la corresponsabilidad o sinodali-dad eclesial deben articularse en las formas racionales y en las ins­tituciones democráticas del mundo actual.

Como condición para el anuncio del evangelio

Sobre este asunto se podría escribir mucho desde la perspectiva jurídica, que no es nuestro campo. Desde el punto de vista teológi­co, una cosa es cierta: la Iglesia sólo puede cumplir su tarea salví-fica con credibilidad si el derecho eclesial y los ministros ordena­dos no son un instrumento de soberanía, sino ante todo una salva­guarda institucional al servicio de la libertad. En todo caso, es se­guro que, al menos bajo las actuales condiciones históricas y sociales, las formas democráticas en la Iglesia pueden reivindicar para sí un derecho mucho mayor que las formas feudales, monár­quicas, aristocráticas y absolutistas. Es en la democracia en su ex­presión más presentable y adecuada donde mayores cotas de salu­bridad relacional y convivencial se han alcanzado. El cambio es­tructural en la Iglesia tiene que ir en esa dirección. Se puede enten­der que en una coyuntura histórica como fue la de los primeros siglos las referencias que la Iglesia tenía ante sí al construirse como institución eran unas determinadas, pero no es comprensible que esa estructura haya quedado congelada en el tiempo. Aunque, como decimos, el misterio de la Iglesia no se agota en una estruc­turación democrática, sin embargo ésta es la que menos se aleja del ideal de convivencia entre humanos.

Las estructuras eclesiales deberían establecerse de tal forma que en su sabiduría dieran testimonio del evangelio. La apertura práctica a formas democráticas en su constitución haría mucho más creíbles las repetidas proclamaciones del Magisterio acerca

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de los derechos humanos y de los derechos de los pueblos contra el absolutismo político y económico. Mientras que, dejando pu­drirse una situación estructural interna que ya se ha vuelto crítica por la involución eclesiológica y por la asfixia de las comunica­ciones horizontales, la Iglesia ofrece un flanco fácil a la crítica de que fomenta la mentalidad de masa, el gregarismo y se inclina hacia las dictaduras. La defensa de la democracia es indivisible. La Iglesia, con su resistencia, tuvo un papel activo en el desmoro­namiento de los regímenes comunistas en Europa oriental. Ahora la eficacia de la acción educativa de la Iglesia no sería menor para poner diques a la expansión de procesos más sutiles de coloniza­ción de los espíritus y de homologación totalitaria en torno al ab­solutismo del mercado, que van expandiéndose potentemente en las sociedades modernas de la globalización. Ella tendría todo que ganar sí el conjunto del pueblo cristiano acompañase su ac­tuación al servicio de una auténtica democracia y de sus indis­pensables referencias al orden ético, con una coherencia práctica partícipativa en los lugares decisorios internos a la comunidad eclesial.

Actuar PARA ESTIMULAR LAS INSTITUCIONES DE CORRESPONSABILIDAD

Hemos de reconocer que es realmente funesto para la evangeli-zación el que en nuestra sociedad haya quienes, apoyándose razo­nablemente en argumentos que hemos analizado en las páginas anteriores, vean a la Iglesia como un sistema autoritario. Tal tergi­versación del proyecto de comunidad eclesial, en la medida en que es una realidad objetiva, contradice al núcleo auténtico del mensa­je cristiano de la excelencia de la libertad de los hijos de Dios.

Para avanzar en el cumplimiento del objetivo conciliar de que todos los bautizados colaboren corresponsablemente en la realiza­ción de la misión de la Iglesia y así sea ésta percibida por creyentes y no creyentes como comunidad de la libertad de Cristo y del Es­píritu, es preciso que los criterios indicados en la segunda parte se desarrollen sólidamente en lo que hoy se llaman «estructuras sino­dales». La corresponsabilidad exige abordar las cuestiones de fon­do en todos los dominios de manera «sinodal». Es preciso impreg­nar todas las instituciones y estructuras de la Iglesia de ese espíritu de corresponsabilidad. ¿Cómo hacerlo? Proponemos algunas orien­taciones de carácter pastoral.

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1. PRESUPUESTOS EN ORDEN A UNA PARTICIPACIÓN CORRESPONSABLE

La auténtica participación tiene muchos presupuestos. La clari­ficación de los criterios dogmáticos y jurídicos, aunque sea impor­tante, no es ciertamente lo único decisivo, ni quizá lo más decisivo, al menos en el momento presente. Hoy todos deben preguntarse más bien por las actitudes sinceras de cada uno para lograr la co­rresponsabilidad. Son de importancia los presupuestos personales en aquellos que han de ser socios de la decisión. Por parte de los sujetos del ministerio ordenado, se requiere convicción de que el ministerio ha de realizarse de forma dialogal, en la escucha y la argumentación; lo que conlleva la voluntad de dejarse auténtica­mente aconsejar, de atender de la forma más amplia la opinión de los colaboradores, de aceptar las decisiones de los grupos de con­sulta, de liberarse de toda idea de prestigio. Por parte de los no ordenados, es imprescindible la voluntad de una efectiva corres­ponsabilidad, conciencia de solidaridad y sentimientos limpios, disponibilidad para el servicio, paciencia.

Esto supuesto, en cualquier nivel en que propongamos la cues­tión de la participación y de la corresponsabilidad, conviene consi­derar tres condiciones previas, elementales pero esenciales, que afectan a todos, laicado y ministros ordenados: poder participar, querer participar y saber participar.

La condición de poder participar está relacionada con que haya espacios reales para ello, instituciones, estructuras de participa­ción; no espacios nominales que no dan juego a ninguna partici­pación auténtica. La experiencia dice que en muchos casos, cuan­do llegan cuestiones candentes, especialmente las que tienen que ver con lo sacramental, se topa siempre con la misma pared: surge el recurso a la autoridad, lo que torpedea los espacios de partici­pación.

En el querer participar, hay que subrayar la cuestión del interés sincero y eficaz. No son pocos los ministros ordenados (obispos y presbíteros) que quieren una participación a su medida. Y no son pocos los casos de laicos que no quieren participar en los procesos de constitución de unidades pastorales, equipos ministeriales, con­sejos parroquiales, comisiones, etc.; o porque no tienen voluntad de llevar de manera compartida un proyecto pastoral o porque es­tán cansados de soportar el verticalismo de los ordenados.

Por fin, la condición de saber participar es decisiva. No basta con que haya espacios reales y voluntad de participar, porque se­gún el aprendizaje que se ha tenido, las destrezas del conjunto

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(cuando hay personas diversas en el grupo), las teologías implíci­tas o las experiencias personales que se han vivido, se dan muchos casos en los que no se sabe generar corresponsabilidad, participa­ción de los distintos ministerios, coordinación de los distintos ser­vicios, etc.

Aceptadas de entrada estas condiciones, hay que ponerlas en marcha, ejercitarlas. Es claro que no todo el mundo es co-rresponsable «genéticamente»; por tanto, hace falta un entrena­miento. En la Iglesia no se alcanzarán niveles altos de corres­ponsabilidad mientras no se haya podido realizar un ejercicio real de la misma. La mayoría de edad en este ámbito sólo se alcanza con el ejercicio. Por tanto, mientras haya frenos muy recios para que una parte importante de la Iglesia actúe como mayor de edad, seguirán teniéndose tics de menores de edad. Evidentemente, el aprendizaje conlleva problemas, porque en él uno se puede equivocar, pero es irrenunciable para adquirir cualquier destreza.

2. TRES CRITERIOS PARA AVANZAR

El espíritu es más importante que las estructuras

Todavía estamos muy alejados del modelo de democratización eclesial trazado. Tal carencia no se puede paliar sólo con normas jurídicas y con estructuras, aunque ciertamente tampoco sin ellas. Es preciso partir de la fuerza espiritual de la Iglesia. Cuanto más expande la Iglesia las posibilidades inherentes a su ser, tanto más se muestra como un espacio vital en el que las personas pueden participar creativamente como en ningún otro lugar. Seamos cons­cientes de qué calidad de vida en común es posible en la Iglesia si asumimos esta perspectiva y nos fiamos de la fuerza del Espíritu Santo.

Por el contrario, si el Espíritu se enfría en la Iglesia, surge la desconfianza, la desconfianza produce miedo, en las situaciones de miedo se recurre a las leyes «para salvar al Espíritu»; pero en vano. Es esta una espiral de muerte, con sus malas consecuencias de las tensiones y rupturas que todos conocemos.

Pero la rueda también puede hacerse girar al revés: si el Espíritu y el amor son fuertes, se puede aguantar mucho y resolver las cues­tiones abiertas. El Espíritu hace que algunas normas y leyes aparez­can como renunciables. El amor y sus consecuencias, la sinceridad y

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la transigencia, son virtudes y formas de actuación de una demodiH cia eclesial a las que debemos convertirnos de nuevo. V

La existencia cristiana en la fe y en el amor es la forma fundameiw| tal de la participación activa en la acción salvadora de Dios en ll Iglesia y en el mundo. Los creyentes hemos de confiar en estas incon» ? trolables corrientes vitales que produce el Espíritu en la Iglesia. De lo contrario, las discusiones acerca de competencias y poderes en el in­terior de la Iglesia nos conducen a una desorientación total.

Una cultura democrática

La característica fundamental de una cultura democrática en la Iglesia se llama diálogo institucionalizado que conlleva la obliga­ción de escuchar por parte de los dirigentes y el derecho y el deber de aconsejar por parte del laicado.

El consejo que se toma en serio, aunque sea crítico si resulta necesario, es un medio extremadamente eficaz de la colaboración de todos en la misión de la Iglesia. Resulta esencialmente frustran­te cualquier supuesto diálogo con los jerarcas cuando los partici­pantes no pueden quitarse de encima la impresión de que tras una amabilidad aparente, se oculta al fin y al cabo la indiferencia para con los argumentos y la crítica es interpretada como una agresión inconveniente, no cristiana. Así se muere poco a poco todo consejo serio. Esa situación no es un mal necesario, sino algo indigno de la Iglesia.

Si en la Iglesia posconciliar se configura de nuevo una cultura democrática del diálogo institucional, lo que incluye los correspon­dientes esfuerzos educativos para todos, serán superfluas tanto la repetición apremiante de órdenes como las quejas acerca de la ne­gación del diálogo, como decisiones que causan escándalo, como la frustración frecuente en los consejos y comisiones eclesiales.

Otro medio de cultura democrática que va contra el estilo de dirección autoritaria o centralista es la aplicación del principio de subsidiaridad, que ya según Pío XII «es válido para la vida de la Iglesia, sin detrimento de su estructura jerárquica». Este axioma de la doctrina social católica, que la Iglesia ha formulado reiterada­mente frente a las tendencias de centralización y las reclamaciones de competencias del Estado moderno, significa también para la vida eclesial que una instancia superior nunca debe asumir para sí, sin razones bien fundadas, competencias que incumban a un plano inferior.

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Estructuras democráticas

El llamamiento a las virtudes del espíritu y a la cultura demo­crática no es serio sin el valor de sacar las consecuencias jurídicas en el ámbito de las estructuras. Es necesario crear estructuras para que la corresponsabilidad sea posible, aunque no siempre sea fácil. Sin estructuras el diálogo y la corresponsabilidad son letra muerta. Es cierto que el peligro de institucionalizarlo todo es una tentación a la que sucumbimos fácilmente. No basta con erigir instituciones: hay que llenarlas de espíritu con respeto tanto a la dignidad de todo bautizado como al ministerio fundado por Cristo. Pero tam­bién es verdad que el espíritu sin instituciones no resuelve los pro­blemas de la vida social de la Iglesia. Los ensayos a este respecto han de saber aceptar los inconvenientes de la organización con la misma serenidad que nos hacen estimar sus ventajas.

Ahora bien, precisamente ante las reformas estructurales se ob­serva en la Iglesia desde hace años un curioso miedo. Se insiste en que la conversión de las personas es incomparablemente más im­portante que la reforma de las estructuras. Es cierto; pero recordar lo prioritario no es una disculpa para dejar como están las cosas no prioritarias. Por eso peligra en gran medida la credibilidad de la Iglesia.

Sin entrar en concreciones que corresponden a los juristas, des­de nuestro punto de vista eclesiológico hay que insistir en la nece­sidad de establecer e impulsar cauces estructurales que permitan por derecho participar a todos los miembros del pueblo de Dios en las decisiones que configuran la misión y la actuación de la comu­nidad cristiana en los diversos niveles. Esta participación constitu­ye la garantía de que la igualdad de los bautizados y la libertad de los hijos e hijas de Dios se toman realmente en serio.

En todo caso, es seguro que, al menos bajo las actuales condicio­nes históricas y sociales, las formas democráticas en la Iglesia pue­den reivindicar para sí un derecho mucho mayor que las formas más bien feudales, monárquicas, aristocráticas y absolutistas.

3. LA TRADUCCIÓN JURÍDICA EN UN MODELO ADECUADO

La verdadera corresponsabilidad exige estructuras colegiadas. Si no se llega a una integración colegiada, sólo se alcanzan los umbra­les de la corresponsabilidad y quizá se susciten conflictos y males­tar. En coherencia con su participación bautismal en la misión de

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Cristo, los laicos deben tomar parte con voz y voto en los consejos, comisiones y demás instituciones de decisión en todos los niveles de la vida eclesial. La antigua praxis sinodal se ha buscado traducir a nuevas formas en los consejos nacidos en el posconcilio, amplia­dos a todas las comunidades, parroquias, zonas pastorales, etc.

De lo dicho en la segunda parte se deduce que la naturaleza, el objetivo y la función de los diversos consejos eclesiales no tienen el mismo sentido que las instituciones representativas que los mo­dernos sistemas democráticos se dan para su funcionamiento: parlamentos y estructuras análogas. Ciertamente, la historia de la Iglesia muestra que las realidades seculares han aportado elemen­tos para la renovación de la vida eclesial, pero para poder asumir­los sin introducir cuerpos extraños en el misterio de la Iglesia, hay que someterlos a refundación y reestructuración. En la medida en que esto se olvidó, se produjeron procesos de mundanización en la Iglesia.

Las propuestas que se hacen en este orden intentan lograr una vía media entre un parlamentarismo eclesial que fuera totalmente democrático y la limitación a un mero derecho de consejo o reco­mendación (por ejemplo, el voto meramente consultivo de los con­sejos diocesanos, del que habla de forma insatisfactoria el Código de Derecho Canónico, en. 500, § 2; 514, § 1). La insistencia por par­te de la normativa canónica en el carácter consultivo de dichos or­ganismos conduce inevitablemente a una sensación de fracaso y de frustración: se considera que esas estructuras están condenadas a una eficacia mínima, que contrasta con su entidad representativa.

¿Es posible encontrar un modelo adecuado? Se trataría de un modelo de colaboración que, por una parte, exprese la representa­ción del pueblo de Dios mediante las decisiones comunes y, por otra parte, no difumine ni limite la responsabilidad directiva insus­tituible que corresponde a los sucesores de los apóstoles y sus co­laboradores presbíteros en su caso. No es fácil encontrar las fórmu­las concretas que resuelvan el problema. Es siempre más fácil reflexionar sobre los fundamentos teológicos que traducir a una fórmula jurídica tanto la estructuración concreta como los procedi­mientos prácticos de la relación mutua entre ministerio de direc­ción y participación de los miembros del pueblo de Dios. En el mismo Concilio Vaticano II, junto a afirmaciones teológicas netas (v. gr., LG 31), las determinaciones en relación con los diversos con­sejos dejan muchas cuestiones abiertas. Y en el posconcilio están faltando las experiencias que serían necesarias para elaborar formas válidas y maduradas de decisión común y actuación común.

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Como criterios que guiaran cualquier modelo podríamos indi, car los siguientes:

a) Ha de tomarse en serio el derecho y el deber de todos lo s

creyentes a la corresponsabilidad activa en la vida de ^ Iglesia y, en consecuencia, ha de buscarse eficazmente J verificación de aquel derecho.

b) Ha de quedar salvaguardada de forma clara la autoridad del ministerio ordenado en el ámbito de sus competencia^ Toda estructura que debilite la autoridad real del ministe.i rio porque la hace incapaz de funcionar o incluso la sup r ^ me no corresponde al principio sinodal.

c) El estatuto jurídico debe ofrecer el marco para resolver e~ deliberación conjunta las tensiones que se originen en 1 asamblea misma y antes de la toma de decisión; no des­pués de ella y en acciones separadas de los varios grupo s

Por tanto, hay que proporcionar el presupuesto para que s© logre entablar en la asamblea un diálogo con la máxima posibilidad de llegar a acuerdos y que no se trate sólo de «conversaciones no vinculantes»; para que la discusión su­ceda in Synodo y puedan alcanzarse decisiones que sean mantenidas por todos. Han de agotarse las virtualidades de articulación de las diferentes opiniones y ha de llevarse hasta el límite la disponibilidad para la cooperación.

Con estas disposiciones, la historia demuestra que, incluso en los casos límite, el trabajo sinodal, a pesar de confrontaciones dra­máticas, lleva a la convergencia.

4. SENTIDO DEL VOTO EN UN ORGANISMO DE CORRESPONSABILIDAD ECLESIAL

Las cuestiones debatidas se tienen que solventar en algún mo­mento por la vía de los votos, pues parece no haber otra forma más razonable. Pero sería muy importante que en este punto se llegara a algunas pragmáticas por las cuales se pueda lograr el consenso y no que se decida el debate por el mero cómputo de mayorías y minorías. Porque en los órganos de corresponsabilidad eclesial ha de manifestarse no «la voluntad mayoritaria del pueblo», sino la unanimidad de la fe. Aunque nadie contempla románticamente la unidad de fe y todo el mundo sabe que en las sesiones de los con­sejos se intenta alcanzar la mayoría, sin embargo esas reuniones

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nunca deben perder de vista que, tanto por su constitución como por su organización, son de otro estilo. Existen, y deben existir, diferentes grupos de opinión, pero todos tienen que buscar el fun­damento común, Jesucristo y su evangelio, y esforzarse por alcan­zar honradamente la unidad en Él. La cuestión clave está en poner siempre en los debates como primer punto de mira la responsabi­lidad común para con el mensaje del evangelio. Lo decisivo para la vida eclesial no es si las instituciones de corresponsabilidad se reúnen en brillantes asambleas y producen primorosos textos con­clusivos, sino si el espíritu sinodal despierta la fe en Jesucristo.

Según lo dicho, los miembros provenientes de los diversos gru­pos eclesiales, aunque sean elegidos, no son «representantes» de tipo parlamentario, sino creyentes que han sido designados para testificar su fe y colaborar en la misión de la Iglesia. El término de representación en el dominio eclesial debe traducirse por testimonio de la fe.

Este enfoque tiene una consecuencia importante. El voto en el in­terior de un organismo eclesial de corresponsabilidad no tiene el mismo significado que en el dominio secular. En la estructura sino­dal de la Iglesia, en la que el problema de la unidad nunca puede resolverse por la afirmación absoluta del principio de mayoría, el voto no sólo consultivo, sino incluso deliberativo tiene otro sentido. La votación no se puede entender como victoria del punto de vista de la mayoría, ni es un compromiso o componenda entre una praxis autoritaria y una democrática (es decir, un instrumento para excluir el poder absoluto del obispo o del párroco). La votación es un acto jurídico formal, sí, pero sirve sobre todo para fijar la opinión de los creyentes que dan testimonio de la fe. Ese voto no es un acto de bús­queda de la voluntad política, sino el reconocimiento de una reali­dad. Expresa un componente constitutivo del proceso de configura­ción comunitaria de lo que hemos llamado el juicio eclesial de comu­nión. Por eso le corresponde una específica fuerza vinculante que expresa la unidad en la fe de la Iglesia.

De ahí que, como ya antes hicimos referencia, el gran principio del desarrollo de los Sínodos desde la antigüedad fue la búsqueda de la unanimidad moral. Pero como de hecho las minorías pueden bloquear (y atemorizar) a las mayorías, hay que buscar algún pro­cedimiento jurídico para llegar a conclusiones. En general, suele pedirse la mayoría cualificada. Según eso, ofrecemos una fórmula concreta que proponen algunos expertos y que es una aplicación del Reglamento seguido en el Sínodo de las Iglesias de Alemania (Würzburg 1971-1975):

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• Todos los miembros de la asamblea han de poseer voto deci­sorio. En este primer punto se expresa la igualdad de los cre­yentes, su común dignidad y responsabilidad en la construc­ción del cuerpo de Cristo (aunque, como ya hemos señalado, la posición del Código de Derecho Canónico es contraria a este criterio).

• Sin el voto positivo de los responsables eclesiales últimos no se llega a decisiones válidas. En este segundo punto se asegu­ra la especial responsabilidad del ministerio ordenado en re­lación con la fe, el ordenamiento eclesial y la comunión con las otras comunidades de la Iglesia. Es el modo de respetar su compromiso de conciencia en el cumplimiento de sus obliga­ciones ministeriales.

• Las decisiones de la asamblea han de requerir los dos tercios de los votos; entonces son jurídicamente vinculantes. Aquí se manifiesta la obligatoriedad de las deliberaciones comunes. Esa mayoría cualificada se propone para exigir el esfuerzo del mayor consenso posible en cuestiones que luego hayan de ser aceptadas por los miembros de la asamblea y por los cre­yentes.

La propuesta anterior significa que todos los miembros del con­sejo, asamblea u organismo de corresponsabilidad han de «con­llevar» la plena responsabilidad de la decisión, lo cual es muy dis­tinto de si únicamente se ofrecen consejos o recomendaciones a quien luego va a decidir. Aquellas resoluciones vinculantes que a menudo tienen serias consecuencias para la vida común de la Igle­sia han de ser profundamente elaboradas por todos. Sólo con esa garantía se da la certeza de que se mantienen debates comprome­tedores y crece la conciencia de que el compromiso logrado en las deliberaciones y decisiones de la asamblea alcanza obligatoriedad última.

Puede suceder que el primer resultado del debate no alcance el consenso. En tal caso quizá es mejor posponer la oportunidad, an­tes que buscar con un compromiso de poca claridad y sinceridad recíproca declaraciones aguadas que, en definitiva, no suponen ningún resultado. Las fórmulas de compromiso, que parecen una salida en determinados momentos, plantearán inexorablemente un difícil trabajo subsiguiente de interpretación y de realización de las decisiones. En efecto, esas fórmulas incluyen siempre la posibili­dad de tendencias posteriores dispares, enfrentadas como alterna­tivas, que se presentan como la auténtica encarnación de las deci-

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siones tomadas; así se puede llegar a nuevos enfrentamientos. Por eso, si se quiere lograr el máximo de convergencia, algunas cues­tiones quizá deban ser retiradas del proceso de decisión para tra­tarlas en una ocasión posterior o para que sean asumidas por otros órganos eclesiales.

Un aspecto importante es dónde y cómo se recoge y se hace presente en los debates el parecer de la minoría, si realmente se desea que la Iglesia funcione a partir de decisiones consensuadas. Hay minorías cuyas voces paulatinamente o son silenciadas, o, si gritan mucho, son colocadas en un lugar donde no tienen audito­rio, fuera de los organismos e instituciones de corresponsabilidad. Esa situación es problemática; porque las mayorías, aunque sean cualificadas, no garantizan sin más que se ha encontrado la volun­tad de Dios. Las instituciones de corresponsabilidad o sinodales deberían dar más audiencia al diálogo real con las minorías, de manera que se exponga lo que piensan quienes discrepan porque quizá tengan razón en algún punto.

Una última consideración. Como es obvio, esta cultura de diálo­go institucionalizado no se logra de la noche a la mañana. No hay que admirarse de que, después de tantos siglos de procesos verti­cales de decisión, los nuevos planteamientos resulten todavía poco maduros. Falta a todos en la Iglesia experiencia de debate, de dis­cusión, de cooperación. Aparece la poca eficacia de los organismos de participación (consejos, comisiones, etc.), que a menudo resulta frustrante. No existe clara distribución de competencias, etc. De todos modos, en la línea de las fórmulas concretas de carácter jurí­dico hay que reflexionar mucho más y recopilar las mejores expe­riencias.

5. LA PRÁCTICA DE LA OPINIÓN PÚBLICA EN LA IGLESIA

La opinión pública es el principio del control que el sujeto pue­blo de Dios puede contraponer al principio de dominación absolu­ta. Surge cuando la colectividad eclesial se hace públicamente ra­zonante y crea una esfera social por medio de la cual se enfrenta al poder monárquico absoluto de los jerarcas. Es el resultado ilustra­do de la reflexión común y pública sobre los fundamentos del or­den social en la Iglesia y sobre el ejercicio del poder.

En una eclesiología de participación es preciso que el sujeto eclesial colectivo —con cierto grado de conocimientos previos y capacidad de juicio— participe en debates públicos, para que,

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racionalmente guiado por el interés general, colabore en el esta­blecimiento de lo más correcto como criterio de actuación.

La opinión pública se forma en la disputa argumental pública en torno a un asunto, después de que el sujeto colectivo se haya puesto en condiciones de formarse una opinión fundada por me­dio de la información. Queremos subrayar este aspecto. El desa­rrollo de la opinión pública en la Iglesia exige una corriente habi­tual de información por los medios correspondientes entre las autoridades eclesiásticas en todos sus ámbitos y niveles, las orga­nizaciones, las instituciones y los creyentes en ambos sentidos y en todo el mundo. La democratización conlleva la información pública: para interesar al conjunto y para evitar abusos de poder. Si en la Iglesia todos son responsables, todos deben estar infor­mados lo más posible. La autoridad debe mantener a todos los miembros de la comunidad al corriente de su actividad; en el otro sentido, los ministros ordenados deben estar bien informados acerca de las ideas y proyectos de los fieles. El reconocimiento teórico de este principio debe plasmarse también en instituciones sociales.

Por consiguiente, la opinión pública no sólo es una característi­ca propia de la sociedad moderna, sino que también se ha de apli­car a la vida de los cristianos en la Iglesia. Ello significa que nin­gún cristiano debe quedarse marginado del proceso, porque la opinión pública se rige por el principio de acceso general. Una opi­nión pública de la que estuvieran excluidos de entrada determina­dos grupos de la Iglesia no sería opinión pública. Lo público exige la pertenencia de todos como sujeto colectivo.

En paralelo a lo sucedido en Occidente en el orden político, aunque con retraso de casi un par de siglos, el avance en el orden de la cultura religiosa, unido al desarrollo de los conocimientos acerca de cuestiones de carácter teológico, ha producido un proce­so de creación de conciencia de lo público eclesial que es impara­ble. La reflexión y las plataformas de discusión (encuentros, con­gresos, jornadas, redes, etc.) se convierten habitualmente en crítica del poder. La colectividad del pueblo de Dios raciocina y se va ar­ticulando de tal modo que pronto desempeña una función de críti­ca pública que quiere convertirse en interlocutor de los dirigentes. No es de extrañar por ello que la opinión pública en la Iglesia ten­ga siempre un carácter polémico, porque cuando existe informa­ción pública, existe también crítica. Ahora bien, si la Iglesia quiere ser un sistema abierto y no absolutista, ha de admitir que indivi­duos y grupos en su propio interior juzguen con sentido crítico

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determinadas realizaciones de la cúspide o de la base y se esfuer­cen por la reforma eclesial.

Advirtamos que la opinión pública eclesial la constituyen no sólo los criterios o razones de carácter teórico expresados, sino también todos los modos de conducta de los grupos que buscan modificar las estructuras o las prácticas de dominación en la Igle­sia (por ejemplo, esto sucede con la intervención práctica de las mujeres en muchos ámbitos).

El principio de la opinión pública se opone a la práctica del secreto, medio por el cual todo gobernante, y muy especialmente el eclesiástico, busca afirmar su soberanía y garantizar el mante­nimiento del dominio sobre el pueblo «menor de edad». Frente a las prácticas secretas de la autoridad soberana se desarrolla la exigencia de racionalidad que nace de la opinión pública. El arca­no sirve al mantenimiento de una dominación basada en la vo­luntad absoluta de los gobernantes. Por el contrario, la opinión pública sirve a la propuesta de un ordenamiento basado en la razón, el cual se elabora en la concurrencia pública de argumen­tos para alcanzar consenso acerca de lo prácticamente necesario en el interés universal.

La opinión pública ha de situarse en el contexto de la interco­municación en la vida eclesial: es necesaria para que el vínculo comunitario entre los creyentes crezca y se perfeccione. Como cuerpo vivo que es, la Iglesia necesita de la opinión pública para mantener el diálogo entre sus propios miembros. Sólo así prospe­rará su pensamiento y actividad. «Le faltaría algo a su vida si la opinión pública le faltase; falta cuya censura recaería sobre los pas­tores y sobre los fieles» (Pío XII, Discurso de 17 de 2 de 1950, cita­do también por Pablo VI, Instrucción pastoral Communio et progres-sio de 23-5-1971).

La libertad de expresión y de debate en la Iglesia puede servir a mejorar la evangelización en una sociedad pluralista; lejos de da­ñar su unidad, puede favorecer su concordia por el libre intercam­bio de la opinión pública. Aunque es condición absolutamente ne­cesaria estar todos decididos a robustecer la concordia y la colabo­ración y a mantener la voluntad de construir.

PARA PROFUNDIZAR

E. CORECCO, «Sinodalidad», en G. BARBAGLIO y S. DIANICH (dirs.), Nuevo diccionario de teología, Cristiandad, Madrid, II, 1982, pp. 1644-1673.

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Page 131: Perea Joaquin - Otra Iglesia Es Posible

H. HEINZ, «Democracia en la Iglesia. Corresponsabilidad y participa­ción de todos los bautizados», Selecciones de Teología 35, n.° 139, 1996, pp. 163-172.

J. LOSADA, «La corresponsabilidad en la Iglesia: importancia doctrinal, re­sistencias, prácticas», Sal Terrae 71,1983, pp. 279-290.

K. RAHNER, Cambio estructural en la Iglesia, Cristiandad, Madrid 1974, pp. 71-77, 146-151.

REVISTA CONCILIUM, dos números monográficos dedicados al tema de la democratización en la Iglesia, n.° 63 (1971) y n.° 243 (1992).

J. RATZINGER y H. MAIER, ¿Democracia en la Iglesia?, s. 1., Paulinas, 1971.

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Capítulo 11 Parroquia, comunidad misionera:

¿una utopía?

Durante los años del inmediato posconcilio se repetía bastante en congresos, semanas o jornadas pastorales el título del presente capítulo en su parte afirmativa. Poco tiempo después el desarrollo de las cosas suscitó una llamada al realismo, que se expresaba en la segunda parte del mismo título. En las páginas que siguen nos preguntamos si es posible, y bajo qué condiciones, la conexión ar­mónica de esas tres realidades: la parroquia, la comunidad cristia­na y la evangelización misionera.

Ver DESCRIPCIÓN DE LA SITUACIÓN

1. VENIMOS DE UNA HISTORIA QUE NOS PESA

La realidad eclesial hasta el Concilio Vaticano II era escasamen­te comunitaria. A lo largo de los capítulos anteriores hemos señala­do múltiples síntomas de aquella situación. La fe se vivía de mane­ra individualista, sin relaciones interpersonales estables entre los creyentes como tales. El único punto de referencia de los cristianos normales era la parroquia, que funcionaba casi siempre como ins­titución de servicios religiosos, sin vida comunitaria alguna. Algu­nos movimientos especializados de Acción Católica (y otros, naci­dos en la matriz de órdenes religiosas) intentaban dinamizar la Iglesia subrayando la importancia del compromiso temporal, de la revisión de vida, de la presencia encarnada en la realidad que in­tentaban evangelizar. Frente a la pastoral de cristiandad y a la pre­sencia de la Iglesia como poder en la sociedad, esos movimientos quisieron contribuir a la renovación eclesial mediante una pastoral evangelizadora de los ambientes. Ellos dieron estatuto de madurez al laicado.

Pero la crisis de la Acción Católica (que puede colocarse entre los años 1965 y 1968) produjo en muchos militantes desconfianza hacia la institución eclesiástica en general y en concreto hacia la

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Page 132: Perea Joaquin - Otra Iglesia Es Posible

parroquia. Algunos de entre ellos, que querían editar una vivencia de fe más auténtica y más comprometida en el mundo, decidieron organizarse junto con otros creyentes en pequeñas comunidades. El descrédito producido por la masificación y pasividad existente en las parroquias predispuso a la búsqueda de nuevas expresiones de la experiencia de la fe y de la celebración cristiana en grupos reducidos y en formas más expresivas y más propias de hoy.

A sus impulsores les movía, por una parte, el deseo de superar la despersonalización y la burocracia características de la conven­cional pertenencia a la Iglesia, encontrando un clima de relaciones personales, de intercambio y expresión libres. Y, por otra parte, la voluntad de vivir la fraternidad cristiana y de celebrar la fe en un ambiente de espontaneidad como expresión de comunión en la vida y de ayuda en el compromiso de creyentes en el mundo. Con otras palabras: sentirse miembros vivos y activos del pueblo de Dios.

2. UNA CIERTA RESACA DE EXPERIENCIAS COMUNITARIAS

El movimiento de las pequeñas comunidades, algunas de las cuales se dieron a sí mismas el discutido nombre de comunidades de base, se extendió bastante en el posconcilio. Hoy día parece ha­ber disminuido bastante el número y el vigor de tales comunida­des. Con todo, su realidad es plural y en ocasiones de significado ambiguo. El fenómeno es aún joven y no se puede hacer un balan­ce exhaustivo y una evaluación definitiva. Hagamos una breve descripción de prototipos.

Existen comunidades que se centran en los elementos catecu-menales y celebrativos de la vida cristiana. El catecumenado se en­tiende como un largo proceso de años cuyo objetivo es la conver­sión personal y el reconocimiento de la fe. Se recuperan símbolos litúrgicos de forma un tanto arqueológica. La palabra de Dios es a veces absolutizada; su escucha se realiza de modo directo y perso­nal, cayendo en un cierto subjetivismo. La comunidad es el ámbito normal de oración y expresión de la fe. No se alude al compromiso sociopolítico; todo reside en el cambio interior, cada uno se com­promete según su conciencia. El único compromiso comunitario es el de la proclamación del kerygma (la sustancia del anuncio evangé­lico).

Hay comunidades de tipo carismático que se consideran a sí mismas como grupos de vida a partir de la experiencia de la veni-

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da del Espíritu. No tienen apenas estructuras organizativas, ni nor­mativa jurídica. Sin embargo, buscan renovar y profundizar el sen­tido comunitario cristiano, pues entienden que la vida en Cristo por el Espíritu no es privada sino comunitaria. Su objetivo es la transformación interior del individuo por medio de la experiencia del Espíritu. Centran su principal interés en la vivencia de la ora­ción común, pública y espontánea. Tienen especial sensibilidad para lo trascendente, predomina en ellos la emotividad religiosa y adoptan actitudes entusiastas, contagiosas y alegres. Afirman su plena comunión con la institución eclesial. Los servicios o ministe­rios desplegados en estos grupos se apoyan en los carismas. Hay que añadir que, en general, no se despierta el compromiso de ca­rácter social y político. El cambio de las estructuras sociales no in­teresa directamente. De ahí que la actuación hacia fuera, cuando existe, se centra en el testimonio y el proselitismo.

A otras comunidades se les llama a veces de forma caricaturesca «grupo estufa» o «comunidad de mesa camilla». Suelen estar cons­tituidas por creyentes de clase burguesa que se consideran progre­sistas y que convierten a la comunidad en simple grupo de discu­sión ideológica sobre las corrientes o los acontecimientos de última hora. Son poco operativas respecto a la praxis evangelizadora y al compromiso en el mundo. Existe el riesgo evidente de que se enco­jan en una actitud de introversión inclinada sólo hacia los proble­mas internos comunitarios y religiosos, con un alejamiento fatal de las tareas de evangelización y transformación de la sociedad.

Han existido también, y existen aunque en menor número, co­munidades contestatarias y contrainstitucionales que se atribuyen una «identificación parcial» con la Iglesia oficial. El enfrentamiento con la institución surge muchas veces porque se le achaca el deseo de utilizar un poder que poco tiene que ver con el evangelio. Se critica su incapacidad para el diálogo o no tomar partido por el pueblo, no comprometerse con los pobres. La posición crítica se mantiene a veces dentro de la comunión, pero otras veces deriva a situaciones de marginación eclesial. Llegan casi inadvertidamente a la constitución de comunidades-gueto, o sea, entes por así decir autosuficientes, con celebraciones separadas de la eucaristía, con su propia catequesis, sus propias iniciativas educativas y asisten-ciales, en general con un vínculo asociativo exhaustivo y, por tanto, necesariamente alternativo a la pertenencia a una parroquia y, más aún, a la Iglesia local. La fractura no siempre es culpa de las mis­mas comunidades. Por otra parte, es un hecho que la exigencia radical de compromiso para quienes desean ser miembros de di-

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chas comunidades hace que se reduzca su número. De ahí que ten­gan el peligro de cerrarse y de adquirir tintes sectarios, conside­rándose como grupo elegido y excomulgando a los incapaces de integrarse en una comunidad «auténtica». La actitud elitista lleva a separarse de las masas cristianas, aduciendo como justificación el falseamiento de la institución y la imposibilidad de transformar la Iglesia desde dentro. La consecuencia es la pérdida de incidencia evangelizadora: a pesar de las pretensiones, su distanciamiento se torna en falta de operatividad.

Por fin, hay que hablar de lo que podría llamarse el movimiento comunitario parroquial. En el seno de algunas parroquias ha surgi­do el fenómeno de grupos reducidos o pequeñas comunidades que responden a determinadas situaciones de vida. Las pequeñas co­munidades insertadas en el ámbito parroquial se caracterizan por cierta homogeneidad en su composición social, mayoritariamente de clase media o media baja. Se mueven en el ámbito de las rela­ciones interpersonales, la participación eclesial, la responsabilidad en la educación de la fe, la escucha de la Palabra, la vivencia y expresión de la fe y el amor mutuo en la comunidad, sobre todo eucarística. Intentan guardar un cierto equilibrio entre las dimen­siones intraeclesiales y el compromiso en el mundo. Pero éste, ha­blando en términos generales, no se concreta mucho, es difuso y genérico, la dimensión sociopolítica de la fe queda un tanto oscu­recida, el testimonio es de carácter individual. Quieren compro­meterse en la evangelización de la Iglesia con un cierto grado de conciencia crítica. Su acción no es directamente institucional, pero tampoco entran en conflicto con la institución.

Sin embargo, hay que reconocer que existen otras muchas co­munidades en el interior de las parroquias que subrayan la necesi­dad de dar testimonio de la fe en el compromiso político, incluso colectivo. Según ellas, la Iglesia debe ser una fuerza de liberación dentro de la historia, a la que se le exige una opción real, no teórica, por el pueblo, admitiendo cualquier opción que combata las opre­siones. Intentan un diálogo crítico entre la fe y la política, entre la fe y la cultura moderna, de manera que ambas sean enriquecidas. Las comunidades analizan las situaciones de injusticia y depen­dencia y las contrastan con las exigencias del evangelio del Reino. Para ello acuden a la lectura de la Sagrada Escritura desde los po­bres e intentan descubrir la interpelación de Dios en la actualidad de la historia, en cada situación concreta conflictiva. Sin embargo, se quieren evitar las traducciones directas del evangelio a la acción política, respetando la necesidad de las mediaciones.

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Ante esta amplia paleta de experiencias comunitarias realizadas después del Concilio, se observan en pastores y fieles apreciacio­nes contradictorias. Ha habido muchos que sospechan de desórde­nes litúrgicos, disciplinares y hasta doctrinales. Aunque quizá no se opongan abiertamente a las experiencias comunitarias, ofrecen resistencia pasiva o ponen frenos solapadamente. También hay quienes iniciaron el camino comunitario de alguna forma, pero se han desanimado o cansado. Algunos aspectos de su experiencia no han sido positivos y han provocado una reacción de rechazo. Hay que reconocer que existe poca vinculación con el clero parroquial y con las estructuras parroquiales. Muchas veces la culpa no es de las comunidades, sino del propio clero que alberga suspicacias o reticencias, que no da a las comunidades los apoyos y medios que da a otras actividades menos importantes. Este fallo puede ser se­rio en orden a la vivencia y el mantenimiento de la comunión eclesial.

Digamos para terminar este epígrafe y como marco general del movimiento comunitario que el fenómeno no es exclusivamente eclesial, sino el reflejo de un movimiento social de características análogas. El contexto en el que hay que colocar las experiencias comunitarias actuales es el de la crisis social presente. La gran evo­lución de la sociedad industrial y postindustrial ha erosionado las estructuras sociales anteriores. Como un reflejo de defensa frente a la masificación, el anonimato, la incomunicación y las diversas neurosis, han surgido los grupos básicos o «primarios» que expre­san la voluntad de supervivencia del individuo en el desierto de la gran urbe. El deseo comunitario procede del dinamismo humano, que toma conciencia de su responsabilidad en la construcción de este mundo, al que los mecanismos de la sociedad actual amena­zan con aniquilar como persona libre.

3. LA DENOSTADA REALIDAD PARROQUIAL

La parroquia ha vivido durante siglos como una institución que sancionaba el asentamiento estable de una «Iglesia constituida» dentro de la sociedad. Es triste reconocer que la mayoría de nues­tras parroquias son todavía hoy un conjunto de cristianos que se consideran destinatarios de servicios religiosos, pero no pertene­cientes y responsables de una comunidad propia. La participación en la eucaristía dominical sigue descendiendo en número, incluso con muchos casos de creyentes convencidos que buscan y no en-

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cuentran un culto cristiano «en espíritu y en verdad». La falta de conciencia de comunidad, la carencia de responsabilidad comuni­taria, explica que los elementos propios de una conciencia eclesial sean vividos y expresados de forma muy esporádica y marginal. La parroquia concretamente existente aparece desfasada; hay una gran distancia entre el ideal de Iglesia propuesto por el Concilio y la realidad de una institución aplastada por el peso de la inercia. La vieja parroquia estaba concebida para cuidar pastoralmente de un pueblo uniformemente cristiano y sociológicamente estable, pero esa realidad ya no existe. Predomina la masificación, el ata­vismo, la preocupación por el mantenimiento de la institución y por la defensa de lo sagrado. La parroquia actual está muy lejos de abrirse a la evangelización y de ofrecer una sincera corresponsabi­lidad laical.

Por otra parte, la tradicional fidelidad a la propia parroquia prácticamente ha desaparecido. Dada la actual movilidad social, y a veces también por desacuerdo con un determinado estilo de pa­rroquia, es normal que una buena parte de los cristianos escojan su lugar de culto, sobre todo en la ciudad. En este punto, como en otros, la libertad forma parte de la vida eclesial. Ahora bien, el fe­nómeno de la parroquia por elección dificulta el funcionamiento normal de muchas de ellas ante la incertidumbre de los posibles recursos. Además, hay que tener en cuenta que múltiples facetas humanas y sociales que se han autonomizado, escapan al cuidado pastoral de la parroquia. En definitiva, la territorialidad de la pa­rroquia se ve radicalmente cuestionada.

Los diferentes movimientos de carácter misionero predominan­temente laical han nacido y se han desarrollado fuera de la parro­quia. Salvo honrosas excepciones, la parroquia no ha sido ni es misionera; su atmósfera de vieja cristiandad asfixia a los militan­tes, que no encuentran en ella ámbitos de formación en la fe y en el compromiso ni una liturgia viva para el presente. Los grupos so­ciales más dinámicos, los Movimientos de Acción Católica y similares florecen y permanecen al margen de lo parroquial. Incluso puede decir­se que los grupos o movimientos que han intentado insuflar espí­ritu misionero en las parroquias han sido parroquializados con evidente esterilización de los mismos.

También es verdad, y hay que reconocerlo, que los esfuerzos para renovar la parroquia han sido y son extraordinarios. Párrocos esforzados, teólogos y pastoralistas han trabajado denodadamente durante los últimos años para iluminar el gran problema pastoral de la parroquia. Hay parroquias con feligreses que se comprome-

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ten de manera permanente y como grupo a llevar a cabo tareas en servicio a la totalidad. Su estructura es variada, aunque normal­mente cada grupo está dirigido por un laico; la responsabilidad última corresponde al párroco. En algunos casos estos grupos pa­rroquiales buscan una profundización en los contenidos de la fe mediante procesos formativos y practican la oración en común. Esto da una garantía de permanencia. Para mayor servicio al con­junto se busca la coordinación con los otros grupos y comunidades sin que nadie acapare a nadie.

Pero la cuestión clave en relación con el sentido de la parroquia en el presente y en el futuro va más allá y tiene que ver con la evangelización. Si la Iglesia existe sólo en razón de la comunica­ción de la fe, de modo que cuando se interrumpe la comunicación de la fe, cesa de existir la Iglesia, entonces este criterio plantea un problema muy serio a la parroquia. Ella no realizaba tal función, no la incluía en sus planes o proyectos pastorales; el acontecimien­to más decisivo de la Iglesia tenía lugar por medio del laicado, los padres, los abuelos, la familia. En el interior de la existencia coti­diana normal del pueblo cristiano se ha ido realizando el hecho más decisivo de la vida de la Iglesia: la comunicación de la fe. Du­rante casi dos milenios en Europa ha sido así. La estructura parro­quial ha acogido a cristianos a quienes la fe ya se les había comu­nicado y a los cuales ella debía garantizar la catequesis y los sacra­mentos. Es algo paradójico, pero difícil de desmentir con hechos: a lo largo de su historia la parroquia nunca ha asumido en serio el problema del acceso a la re de los no creyentes. Este es un punto decisivo a la hora de analizar el tema que tenemos entre manos.

Juzgar REFLEXIÓN TEOLÓGICA SOBRE LA PARROQUIA Y LA COMUNIDAD ECLESIAL

Antes de pasar a las reflexiones escriturísticas y teológicas pro­piamente dichas, conviene clarificar el sentido de los dos términos clave utilizados en este capítulo: comunidad y parroquia.

1. AMBIGÜEDAD DEL TÉRMINO COMUNIDAD

El término y el concepto de comunidad es uno de los puntos de encuentro y de roce entre sociología y eclesiología. En los últimos cincuenta años ha entrado progresivamente dicha palabra en el

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lenguaje eclesiológico y pastoral, utilizándose muchas veces o sin exactitud o con un sentido no consciente, lo cual envuelve aún ma­yores riesgos. De ahí la queja de los sociólogos a la teología: se hacen afirmaciones teológicas que envuelven una sociología in­aceptable.

Efectivamente, cuando se habla de comunidad cristiana, se utiliza un lenguaje de gran equivocidad porque no se sabe muy bien en cada caso qué se entiende por ese término. Hay que tener en cuen­ta que la realización histórica concreta de la Iglesia ha sido múlti­ple y que hoy se usa el término comunidad con un imaginario mu­chas veces no reflexionado ni criticado suficientemente. El nombre se aplica a realidades de Iglesia bastante diversas y a veces diver­gentes. Surge inmediatamente la cuestión: ¿en qué consiste la iden­tidad comunitaria eclesial, cuando grupos tan distintos reivindican para sí el título de comunidad cristiana? ¿Dónde y cómo se realiza la auténtica comunidad de Jesús?

Por su parte, las diversas escuelas sociológicas utilizan termi­nologías heterogéneas para referirse a las varias formas de rea­lización de la estructura social de la persona: agrupación, asocia­ción, grupo primario o secundario, comunidad. Nosotros no pode­mos entrar en el debate técnico. Para evitar el confusionismo indicado, intentaremos decantar los datos teológicos con la ma­yor precisión posible para intentar conocer lo que entendemos por comunidad cuando aplicamos ese término a la Iglesia y a sus verificaciones.

Y aquí es preciso hacer una advertencia importante. Al hablar de comunidad eclesial en sentido teológico estricto no nos referi­mos a ninguna realización concreta de las comunidades que exis­ten o han existido, sino que indicamos un contenido que puede tomar cuerpo en formas diversas, bajo rostros sociales multifor­mes. Lo que entendemos por comunidad está detrás y es indepen­diente de las formas históricas de manifestación, es lo que debe permanecer en todo cambio, lo que debe confrontarse críticamente con cualquier forma concreta. Mostraremos las características esen­ciales que Cristo quiso para su Iglesia y que nos permiten aplicarle con justicia el nombre de comunidad.

2. DESCRIPCIÓN DE UNA ANTIGUA REALIDAD ECLESIAL: LA PARROQUIA

La parroquia surge en la época de la evangelización de las zo­nas rurales o de «los paganos» (pagus en latín significa «aldea»)

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durante el Bajo Imperio romano como una adaptación de la misión de la Iglesia episcopal de las ciudades a las condiciones sociales que impone la nueva organización del espacio. Se asume una con­cepción territorial de Iglesia: el obispo mantiene su jurisdicción so­bre un determinado territorio al que divide en diversas «iglesias titulares», cada una de las cuales encomienda a un presbítero para que realice la «cura de las almas». Así nace la parroquia territorial, cuya sustancia ha cambiado muy poco a lo largo de los siglos. El nombre de parroquia está tomado del griego antiguo, par-oikía, y puede traducirse «en medio de las casas»; pero el vocablo también expresaba la conciencia que tenían los primeros cristianos de ha­llarse en el mundo como exiliados. Es hacia el siglo xn, con el flo­recimiento de los municipios en Europa, cuando el nombre de pa­rroquia se impuso en su sentido actual, como un territorio preciso, una subdivisión en el interior de la diócesis. Se trata de una adap­tación a la nueva situación social y religiosa. Una primera lección se deduce de este desarrollo: la puesta al día de las concreciones del pasado es siempre necesaria para continuar la acción pastoral en situaciones cambiadas.

Según el vigente Código de Derecho Canónico de 1983 (c. 515, § 1), la parroquia supone normalmente (porque puede darse el caso peculiar de parroquias personales) una comunidad estable de fieles en un territorio determinado, que participa en la realiza­ción de la misión de Cristo y cuya cura pastoral ha sido encomen­dada a un párroco, aunque en caso de necesidad la presidencia de la comunidad local se puede ejercer de otra manera, por ejemplo mediante la encomienda directa a un equipo de laicos bajo la res­ponsabilidad última de un presbítero (c. 517, § 2). Por eso, la parro­quia es el lugar concreto donde todo cristiano verifica la pertenen­cia eclesial, pertenencia siempre referida a la Iglesia local. En ese lugar cualquier creyente puede encontrar en teoría todo lo que le es necesario para que su vida de fe pueda desplegarse continua y completamente. Ella ofrece y garantiza el derecho a formar parte de la Iglesia sobre la base de la fe compartida, el bautismo recibido y la simple residencia en un territorio.

3. ALGUNOS DATOS ESCRITURÍSTICOS ACERCA DE LA COMUNIDAD

CRISTIANA

Ante la imposibilidad de tratar a fondo un tema inmenso, pro­ponemos solamente tres pistas de mayor interés.

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La experiencia primitiva cristiana

Desde los comienzos de la revelación en el Antiguo Testamen­to se constata que la historia de la salvación se desarrolla por cauces comunitarios. En el pueblo de Dios es extraordinariamen­te fuerte el sentimiento colectivo, la conciencia de «personalidad corporativa».

Esa conciencia es asumida por Jesús y llevada a su plenitud en la fundación de su Iglesia. Como ya vimos en el primer capítulo, durante su vida pública Jesús configura un grupo de discípulos como anticipo del nuevo Israel y al final de su vida instituye como su testamento el ritual que será garantía de su permanente reunión. En torno a la Eucaristía quedan citados permanentemente sus dis­cípulos para constituirse en su presencia como fraternidad inque­brantable.

El libro de los Hechos de los Apóstoles nos muestra más con la historia de la Iglesia primitiva que con reflexiones teóricas cuál era su estilo de vida, su talante, su espíritu. Él ha de servir como pun­to de referencia para todos los tiempos, al objeto de garantizar la autenticidad cristiana de las adaptaciones necesarias a las circuns­tancias cambiantes. El citado libro y las cartas de san Pablo nos descubren cómo los discípulos se reúnen en pequeños grupos por las casas para escuchar la Palabra, celebrar la Fracción del Pan, compartir sus bienes, recibir el Espíritu, consolarse y ayudarse mu­tuamente, darse fortaleza en las dificultades y en la persecución. De esas agrupaciones salen los misioneros al mundo predicando la Buena Noticia con gran alegría.

Resulta interesante señalar que el Nuevo Testamento presenta un modelo de Iglesia doméstica cuyo ámbito social de formación, de crecimiento, de celebración y de vida era la familia. Ciertas ex­presiones o fórmulas utilizadas, según el sentido que les atribuyen los exegetas, así lo demuestran (He 16, 15.33; 18, 8; ICor 1, 16; 12, 13; Ga 3, 28; Col 3, 11). La familia fue el lugar de origen de una estructura grupal que determinó el desarrollo eclesial de los pri­meros tiempos.

La confesión de fe en Jesucristo

El primer fundamento sobre el que se edifica la agrupación ini­cial de los cristianos es el hecho de la reunión en nombre de Cristo. La fe en el Maestro caracteriza claramente al grupo de discípulos

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que vive de la propia vida del Resucitado, en fe y obediencia a Él. Los primeros creyentes poseen un origen y un horizonte que les trasciende y que promueve su interacción. Tienen un punto de re­ferencia distinto y superior que la relación recíproca entre ellos. Ese punto de referencia es una persona viva, no un conjunto de valores o una propuesta ética o un programa social. Jesús, que per­manece vivo entre los suyos, configura la corporación cristiana y es la meta a la que tiende: «Ven, Señor Jesús» (Ap 22,17).

Más aún. La teología paulina suministra elementos que mues­tran la identificación con Cristo no sólo de los cristianos individua­les, sino también agrupados (cf. Hech 9, 5; Ga 3, 28; ICor 12, 4). El vivir en Cristo es un vivir común. Cristo se ha hecho personalidad corporativa; su dimensión individual se actualiza en el grupo y el grupo es recapitulado por su personalidad individual. El «noso­tros» cristiano queda determinado por la común referencia de to­dos los miembros al Señor Jesús. Esta es la sustancia propia de la comunidad.

La fraternidad

Aunque prácticamente todos los símbolos e imágenes de la Igle­sia del Nuevo Testamento (pueblo, cuerpo, templo, esposa, viña, casa, ciudad, etc.) son ininteligibles si no se interpretan desde la perspectiva comunitaria, no vamos a detenernos ahora en cada uno de ellos. Sólo nos referimos por su interés a un atributo dado a los creyentes en Jesús: los hermanos.

Los primeros cristianos se daban entre sí el nombre de herma­nos, aludiendo claramente a una forma peculiar de relación en­tre ellos. En el libro de los Hechos de los Apóstoles, los hermanos se prestan multitud de servicios recíprocos: salvan del peligro (9, 30), acompañan (10, 23), reciben enseñanza y se alegran (15, 1.3), reciben ánimo (15, 40) y lo dan (18, 27), acogen con alegría a los predicadores (21,17), etc. En las cartas paulinas hermanos es el término técnico que designa a quienes profesan la fe cristiana. El amor fraternal es un elemento constitutivo de los miembros del grupo cristiano, exigencia primordial de su vocación (por ejemplo, ICor 5, 58; Flp 4, 1). Lo mismo sucede en el lenguaje del evangelista Juan, donde hermanos se refiere de manera espe­cífica a los cristianos (cf. Jn 2, 12; 20, 17; 21, 23, l jn 2, 9-11; 3, 11-18.23; 4, 7. 11 ss 20 ss; 5, 1 ss). Juan pretende condenar las doctrinas destructoras del mandato del amor y educar a los cre-

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yentes para que manifiesten un signo distintivo y sin retóricas de su estrecha unión.

Ahora bien, la fraternidad no se entiende en el Nuevo Testa­mento como mera relación horizontal. Ella nace en el amor regala­do por Dios por mediación de la resurrección de Cristo; se trata, por tanto, de una nueva realidad que Dios crea en el ser humano mediante el «nuevo nacimiento» que nos configura con Cristo (cf. Me 3, 33 ss; Mt 18, 5; 25, 31-46; 28,10; Jn 14, 21.23; 16, 27; Rm 8, 29). De ese nuevo ser nacen actuaciones fraternales: la fraternidad cris­tiana no es sólo una actitud o un sentimiento, es un deber práctico a cumplir (véase la regla de comunidad en Mt 23, 8-10; cf. 2Ts 3, 6.15). Las diferencias sociales quedan superadas por la ordenación fraternal «en el Señor» (Ga 3, 28; Flm 16). La fraternidad lleva a cuidar de los más débiles del grupo cristiano, sacrificando incluso la propia libertad (ICor 8, 10-13; cf. Rm 14,13-22).

Resumiendo los datos de la Sagrada Escritura, debe decirse que en la Iglesia de Cristo hay un misterio profundo y permanente de solidaridad, del cual el grupo visible es un signo débil. La sustan­cia comunitaria se encuentra en el misterio, en lo significado. Pero esa sustancia debe manifestarse también en el signo exterior. La nueva realidad exige la correspondiente actuación comunitaria.

Sin embargo, de ese principio no se deduce la existencia de ningu­na determinada estructuración comunitaria eclesial. La sustancia pue­de fundirse en diversos moldes según las circunstancias históricas.

4. REFLEXIÓN SISTEMÁTICA SOBRE LA COMUNIDAD

El redescubrimiento de la comunidad es el de la esencia del ser cristiano y .del ser eclesial. El bautizado nace para Cristo y para la salvación en la comunidad y a ella se agrega de modo activo. Esta no es una añadidura para el cristiano, sino la forma y la condición de posibilidad del ser creyente cristiano. Se pertenece a Cristo per­teneciendo a una comunidad eclesial de manera afectiva y efectiva. No hay cristianismo individualista ni por libre. Perfilemos algunos aspectos de estas afirmaciones.

La comunidad cristiana asume la realidad humana comunitaria

«La gracia asume la naturaleza y la transforma» es una afirma­ción de la teología católica. En este caso, la comunidad cristiana

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asume radicalmente y plenifica aquella característica según la cual la relación con los otros es un elemento constitutivo de la persona­lidad humana y condición de posibilidad de la identidad personal y de la realización propia. Los creyentes consideramos esta dimen­sión esencial del ser humano como un reflejo en la criatura de la bondad comunicativa del Creador. La persona humana es imagen de Dios; por ello se realiza naturalmente en la participación de la vida y los valores de los otros.

Pues bien, Cristo, al redimir a la persona en su totalidad, ha depositado en el núcleo de la comunidad humana el germen de unas relaciones nuevas, formando un «nosotros» de orden absolu­tamente original. Ese nosotros nuevo es suscitado por Cristo al transmitir a los suyos el Espíritu. La vida divina participada es el principio de unidad más íntimo y profundo de los seres humanos entre sí, al ser el principio de nuestra unidad con Dios.

De la reflexión anterior se deduce que la comunidad cristiana no nace desde abajo, por decisión libre de quienes deciden unirse a causa de una afinidad humana o para realizar un objetivo pre­tendido o porque se comparten criterios comunes. En cada comu­nidad concreta, cualquiera que sea el modelo como ella se realice, se hace presente y se despliega el misterio de la Iglesia, nacido del don de Dios.

En consecuencia, la salvación individual adviene sólo a través de la comunidad eclesial, que es mediación representativa y condi­ción de posibilidad de la misma. Los actos cristianos individuales sólo pueden consumarse en el seno materno de la comunidad cris­tiana y sólo tienen eficacia externa a través de ella.

La plena realidad humana de aquel grupo ha de afirmarse cla­ramente, pero en ella se realiza el misterio de la salvación en toda su profundidad para los hombres y mujeres que lo componen. Por eso, cada comunidad concreta está llamada a realizar en sí misma la totalidad de la misión que la Iglesia ha recibido de Cristo, a sa­ber, la continuación de la obra salvífica, la colaboración en la veni­da del Reino. Sin asumir esos elementos no hay verdadera comu­nidad cristiana porque falta la sustancia de la eclesialidad.

Una comunidad específica con características distintivas

Si, como acabamos de explicar, la comunidad cristiana asume la realidad humana comunitaria, pero no se reduce a ella, sino que rompe el cuadro de interpretación puramente humano, es lógico

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que tenga unas características específicas. En una sociedad como la presente, altamente especializada y religiosamente secularizada, la comunidad cristiana debe mostrarse como radicalmente diferente de las agrupaciones sociológicas naturales. Debe encontrarse iden­tificada consigo misma como comunidad de fe, librándose de ata­duras que falsean su identidad. Señalamos ahora brevemente unas características distintivas, concretando y aplicando a este tema lo que decimos en otros lugares.

La fe en Jesucristo. Ante todo, la profesión de fe común en Jesús como único Señor. Desarrollando brevemente lo dicho anteriormen­te, esta condición básica de la vida comunitaria significa adherirse al Señor como acontecimiento total que da sentido definitivo a la vida y éxito pleno a la humanidad, aceptarle como Aquel en quien está toda la verdad de Dios y de la persona humana y acoger el contenido fundamental en el que se expresa el misterio de la salva­ción que el Señor aporta, o sea, «la confesión de fe». Sin esta identi­ficación por su relación a Cristo, la comunidad pierde su carácter específico y busca objetivos que no son los propios (la intimidad entre los miembros, el compromiso social, etc.). Lo peculiar de la comunidad cristiana es que no se identifica con ninguna agrupa­ción natural (pueblo, nación, clase social, ideología...), sino que sus miembros pertenecen al Señor, procedan de donde procedan.

La experiencia del Espíritu. No hay genuina fe en Jesús como Se­ñor que no sea vida en el Espíritu. El Señor envía su Espíritu, que desde Pentecostés es el principio creador de la comunidad cristia­na. Un grupo de cristianos que no mantiene una vivencia ardiente en el Espíritu, pierde su alma y su fuerza, se aleja de la fidelidad primera, se encierra en el gueto. La vida en el Espíritu es garantía de fidelidad, vincula a los miembros en la unidad, produce el enri­quecimiento en dones, carismas y servicios, impulsa a la misión y el testimonio. Por eso, la comunidad eclesial se manifiesta en el más elevado de los dones del Espíritu, el amor (cf. ICor 13, 1-13).

Fidelidad al evangelio y compromiso en su anuncio. La comunidad cristiana vive y se edifica por el evangelio. Su palabra se escucha, se acoge, se interpreta y se vive. El evangelio, la Palabra en su con­junto, es el punto de referencia normativo al que hay que mante­nerse siempre fieles y que juzga la vida comunitaria. La fidelidad al evangelio exige ser su testigo público, proclamarlo con fideli­dad, a él y a la tradición recibida

Celebración de la fe y oración. La celebración del culto y la expre­sión de la fe a través de la liturgia son elementos constitutivos ver­daderamente sustanciales de toda comunidad cristiana. Humana-

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mente hablando, toda comunidad digna de tal nombre necesita tiempos fuertes para manifestarse y vivificar sus ideales. Cristo asumió para su Iglesia esa ley hondamente humana: la comunidad eclesial no puede existir sin asamblea cultual convocada y presidi­da por el propio Cristo, Palabra que convoca y vida que se entrega a los suyos. En dicha asamblea cultual los creyentes individuales se hacen comunidad en el sentido más fuerte; entonces se realiza la condición «sacerdotal» que corresponde a la comunidad como tal (cf. IPe 2, 5; Ap 5,10). Especialmente, la eucaristía, culmen y fuen­te de su vida (cf. SC 10), es el signo identificador más específico de su verdad comunitaria. Por eso, las celebraciones comunitarias de la eucaristía «significan» que el grupo actualiza la Iglesia univer­sal, porque actualizan el más profundo ser eclesial de los miem­bros.

En comunión con las demás comunidades cristianas. En capítulos anteriores subrayamos el criterio siguiente: toda comunidad posee identidad y consistencia propia según los dones recibidos, pero ninguna agota por sí misma el misterio de la Iglesia. La Iglesia de Cristo es orgánica y plural; se difunde, se comunica, establece vínculos múltiples. Puede decirse que una comunidad es auténti­ca Iglesia cuando mantiene la comunión con todas las comunida­des del orbe católico bajo la forma del servicio mutuo y recíproco. Conviene subrayar esta idea porque a veces un efecto secundario del descubrimiento del pequeño grupo es una autonomía tal que descuida la vinculación a la realidad total de la Iglesia. En ese caso, la particularidad no abre a la riqueza de interacción de las comuni­dades entre sí, sino que lleva al aislacionismo; se produce una pér­dida en la comunión de las Iglesias.

Presidida por el ministerio ordenado. La eucaristía es siempre una celebración presidida por el ministerio ordenado. Por ello, elemento esencial de la comunidad cristiana es la vinculación al colegio de los sucesores de los apóstoles y sus colaboradores; se trata de la vincu­lación al signo personal visible de Cristo. Es decir, las comunidades están referidas a Cristo y a la Iglesia por la mediación visible del obispo y de los presbíteros que con él colaboran como colegio en cada Iglesia local. La vinculación de la comunidad con su presbíte­ro, y a través de él con su obispo, es signo eficaz de la coordinación de tareas, ministerios y servicios, de la armonización de los grupos cristianos, de comunión eclesial universal. Recordemos aquí lo di­cho en el capítulo sobre la autoridad jerárquica en la Iglesia.

Corresponsable. Es evidente que la necesidad de presidencia y dirección de los ministros ordenados no impide, sino que requiere,

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la colaboración de otros responsables de los grupos. La comunidad cristiana sólo realiza su misión cuando acoge en ella de forma nor­mal diversos dones y carismas, diversos servicios y ministerios. Es decir, cuando los miembros participan de manera corresponsable en todas las tareas eclesiales. También aquí nos referimos al capítu­lo sobre la corresponsabilidad.

Católica. La comunidad cristiana es esencialmente católica, de horizontes universales y de actitudes y realizaciones misioneras. El dinamismo producido por el Espíritu le hace abrirse dinámicamen­te al mundo entero. La eucaristía es fuente de misión. Por tanto, la comunidad local debe realizarse como enviada al universo (cf. Mt 28, 18-20), como misionera. Toda comunidad cristiana demuestra su autenticidad en el impulso misionero y los medios con que lo cultiva (desde la aportación de vocaciones y el envío de misioneros seglares o presbíteros, hasta las expresiones de solidaridad econó­mica, pasando por la oración continua, la preocupación permanen­te, el intercambio epistolar, etc.).

Comprometida en el mundo. La comunidad cristiana ha de asumir sus responsabilidades sociales y comprometerse en la transforma­ción de la realidad en la que está inmersa. Sin compromiso trans­formador en el mundo no existe verdadera comunidad cristiana. Ella debe manifestar de modo visible la voluntad radical de servi­cio especialmente a los más pobres y necesitados, debe solidarizar­se con los últimos de la Tierra. Es la opción por la construcción del Reino; es decir, la opción propia de la sensibilidad y el estilo de Jesús.

Esta dimensión de servicio (diakonía) ha de realizarse en todos los ámbitos en que la persona se construye o se destruye; por tan­to, promoviendo los valores humanos, la justicia, la solidaridad; encarnando lo que suele llamarse «caridad política». Pero en la concreción de dicha opción y en la elección de programas y estra­tegias políticas, debe existir un espacio de libertad que depende de los análisis positivos y las elecciones preferidas.

Aquí conviene hacer una advertencia acerca de algunas actitu­des que se plantean en pequeñas comunidades. El compromiso so­cial, defendido con radicalidad, puede llevar a análisis de la reali­dad global que, siendo legítimos, no son indiscutibles, como a ve­ces se presentan. Las posiciones políticas de izquierda y la solida­ridad global con los movimientos populares pueden conducir a actitudes fanáticas. Una forma concreta de este peligro consistiría en hacer de la pequeña comunidad un grupo político paralelo o alternativo, a cuyo servicio se pone la interpretación del evangelio,

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la celebración y la praxis evangelizadora. En el extremo límite de esta posición desaparecería lo específicamente cristiano: el Reino se identificaría con lo político, el evangelio, leído de forma simpli­ficada, se reduce a fuerza de liberación humana. Se llega así a la ideologización de la fe. Posiciones de este tipo no son frecuentes, pero conviene advertirlas.

En resumen

No son pocos los creyentes verdaderamente responsables que se sienten dispersos en una sociedad secularizada y profana, cuyos puntos de apoyo no están en la fe. Cuando se percibe que caen los bastiones del «cristianismo sociológico» que hasta ahora ofrecía cierto amparo, se suscita inmediatamente la pregunta: dónde pue­de vivirse la fe cuando uno quiere dar testimonio de la presencia del Señor en medio de la aventura humana. Precisamente para po­der sostener el diálogo entre las realidades de la experiencia y la fe en Jesús, necesita el creyente una comunidad que le ayude a leer su existencia a la luz del plan de Dios, a rectificarla dándole senti­do último, a vivificarla con la Palabra y la celebración. Por eso, la pequeña comunidad es un espacio privilegiado para la madura­ción de la vida cristiana: la experiencia comunitaria hace que se viva de manera nueva lo que ya «se sabía» de memoria.

La fe en Jesús y la presencia viva del Espíritu constituyen aho­ra un eje que cohesiona a los creyentes y produce en ellos una nueva conciencia de pertenencia. Dicho con un término más téc­nico, la pequeña comunidad realiza una función de integración del individuo en la Iglesia. Este no se siente aislado o incógnito, sino perteneciente, incorporado, protagonista. Aparece una nue­va forma de «existir-con» los otros que nace de la vida de gracia que participamos en el bautismo. Las relaciones interpersonales son de cierta intimidad, de contactos directos y recíprocos, de prestaciones de ayuda mutua. Florece la apertura a los demás, la participación respetuosa y profunda en la vida creyente de los otros cristianos y en sus valores espirituales propios. Se busca ex­perimentarse como grupo fraterno. Todo el mundo se conoce y se anima mutuamente. Así se robustece el sentido de pertenencia a la Iglesia.

Más aún. La pequeña comunidad cristiana es el ámbito idóneo para la participación y la corresponsabilidad: todos se saben miem­bros del pueblo de Dios, fraternidad de iguales por el bautismo,

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corresponsables de la misión de la Iglesia. Donde se hace algo con la aportación de todos, la participación es más viva.

Es ella también el espacio adecuado para descubrir y desarro­llar los propios carismas: cada uno aporta lo que puede a la vida y acción común. En un ámbito de comprensión y cercanía se descu­bren las cualidades humanas y cristianas de cada uno y se estimu­la su crecimiento. Las personas hablan en nombre propio y no re­piten maquinalmente lo que se les ha indoctrinado. La comunidad se dota de cuadros directivos salidos de ella misma y se convierte en un ejercicio de democracia práctica. El responsable de la comu­nidad no se presenta como alguien revestido de autoridad, sino como un «primero entre iguales». El concepto de dirección es un concepto de servicio: la única razón para el liderazgo es el servicio a los miembros de la comunidad.

En definitiva, la pregunta por la comunidad cristiana es la pre­gunta por la Iglesia sin más. Todos los fenómenos y realidades eclesiales convergen en la comunidad, de manera que ésta es el lugar de verificación concreta de la condición cristiana y eclesial. El misterio total de la Iglesia se encuentra en cada una de las co­munidades eclesiales; ellas son la reproducción a escala y en un lugar concreto de lo que la Iglesia es en su totalidad. Por ello cada una de las comunidades está llamada a realizar lo que se afirma de la totalidad de los creyentes; ellas ofrecen la única posibilidad de que la Iglesia universal se realice en concreto. No es, pues, extraño que por la misma dinámica de las cosas, todas las cuestiones que han ido apareciendo a lo largo de este libro vengan a concentrarse en este vértice: la existencia y la renovación de la comunidad cris­tiana.

5. REFLEXIÓN ECLESIOLOGICA SOBRE LA PARROQUIA

Cinco documentos del Concilio Vaticano II contienen textos que describen la parroquia a partir de la conciencia de la Iglesia, aunque sin precisar el sentido teológico que entraña el vocablo: LG 28; SC 42; CD 30-32; PO 5; 6 y 8; AA 10. Como ejemplo cita­mos el Decreto sobre la actividad de los laicos, que subraya la idea de que la parroquia es una comunidad específica con rasgos propios: «La parroquia presenta el modelo clarísimo de apostola­do comunitario, conduciendo a la unidad todas las diversidades humanas que en ella se encuentran e insertándolas en la Iglesia universal» (AA 10). Resumamos lo que afirman los textos citados:

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la parroquia es la realidad espiritual y social que Cristo opera por su presencia sacramental y apostólica en una comunidad local observable, con sus miembros, sus funciones, sus actividades, sus relaciones, que es mediación representativa de la obra salvadora de Cristo. Esta descripción es análoga a la que el Vaticano II pro­pone de la Iglesia local, pero con una diferencia clave: la parro­quia realiza parcialmente y en dependencia lo que realiza la Igle­sia local diocesana.

Por consiguiente, la institución parroquial no puede minusva-lorarse o reducirse a una consideración meramente jurídico-ad-ministrativa; ha de entenderse en su sustancia desde una pers­pectiva eclesiologica. Ella se caracteriza por la globalidad de su misión, «realiza una función en cierto modo integral de la Iglesia, ya que acompaña a las personas y familias a lo largo de su exis­tencia en la educación y crecimiento de su fe. Es el centro de co­ordinación y animación de comunidades, de grupos y movimien­tos» (III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, Puebla: La evangelización en el presente y en el futuro de América La­tina, n.° 644).

Por consiguiente, la parroquia realiza los elementos esenciales del misterio eclesial cuando se articula sobre las dimensiones de la misión recibida de Cristo por la Iglesia para continuar la obra sal-vífica y la realización del Reino. Las dimensiones a las que nos re­ferimos son, según lo explicado en varias ocasiones: la proclama­ción y extensión del evangelio con fidelidad a la tradición recibida, la celebración de la fe con un culto «en Espíritu y en verdad» y el compromiso de la fe en la justicia y la caridad mediante el servicio a todos los hombres, en especial a los más pobres y necesitados. En torno a esas tres dimensiones se engloban todos los servicios y mi­nisterios que las verifican. Sin ellas, que son constitutivas de la mi­sión de la Iglesia, no puede haber verdadera comunidad parro­quial. Y viceversa, su manifestación en la parroquia concreta será signo y prueba de su verdad, es decir, de su eclesialidad, de su fi­delidad a la misión.

Sentido de la territorialidad

La parroquia está enraizada en un lugar; la territorialidad es la característica normal de la institución parroquial, por lo que la manera de vivir el evangelio que ella realiza tiene una base obje­tiva. En efecto, el territorio permite experimentar lo que hoy se

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llama una comunicación de proximidad, compuesta de relaciones humanas inmediatas. Obviamente, este modo de comunicación varía según las dimensiones del territorio y el volumen de pobla­ción.

Más aún. La base territorial de la parroquia permite una visi­bilidad y publicidad que está relacionada con la vida civil. Como dice de ellas el Concilio: «En cierta manera representan a la Igle­sia visible» (SC 42). La importancia de la parroquia arranca de la necesidad de que allí donde la Iglesia quiere hacerse presente en un lugar dado, allí se haga visible la asamblea de forma pública y lo más patente posible. Esta visibilidad es hoy importante en principio, cuando muchos no tienen conocimiento de la existen­cia de la Iglesia. La parroquia es, incluso para los no creyentes, signo y garantía de que se tiene ante sí de manera patente la ma­nifestación de la totalidad de la Iglesia, cosa que no ofrecen las restantes comunidades cristianas. Aunque ella sea una parte en sentido cuantitativo, es global por su cualidad pública y oficial. Así, la parroquia responde a una necesidad general de la vida social de la gente que necesita tener presentes ciertos puntos de encuentro o de referencia. Las ubicaciones visibles ayudan a or­ganizar la vida.

Pero esta antigua opción de la Iglesia tiene más profundidad. La adaptación de la parroquia al territorio implica una determi­nada concepción teológica. La implantación de la Iglesia «en me­dio de las casas» de los hombres significa que vive y actúa inser­tándose en la configuración de la sociedad humana, solidaria de sus aspiraciones y preocupaciones. La Iglesia acepta las estructu­ras de la comunidad humana del lugar y del tiempo, se modula sobre las instituciones humanas allí presentes, entra en la reali­dad social: por esta vía de encarnación la Iglesia de Cristo se hace Iglesia local, se adapta a una zona determinada, se estructura como pueblo de Dios en ese territorio. Penetra en un ámbito hu­mano y busca remodelarlo, dejándose a su vez remodelar. La pa­rroquia no sólo está en un territorio, sino que está dinámicamente como oferta del evangelio y aportación de su servicio. La territo­rialidad es un fenómeno de fidelidad al pueblo en el que se vive, de fidelidad a los destinatarios para quienes la Iglesia existe. Es verdad que, al constituirse la parroquia a partir del mapa que le propone la sociedad, puede dar la impresión de ser un elemento más del sistema social civil. Pero la relación entre lo parroquial y lo territorial muestra claramente la encarnación de la Iglesia: ella no es «extraterritorial».

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Prioridad de las personas sobre el territorio

Lo que da su verdadero rostro a la realidad parroquial es el tipo de población, los factores humanos, la herencia del pasado, los cambios que se han dado. La relación con el suelo va unida a una relación con las personas que tienen en él sus raíces. Hay un fun­damento de comunidad humana: la convivencia. El ser humano es espíritu encarnado; por eso injerta su vida en unas coordenadas espacio-temporales. Se entra en una parroquia que existe antes de cada uno, que acoge al que llega, que le vincula a los que estaban antes, a los mayores, también a los difuntos. Esa base espacial quiere decir que la territorialidad de la parroquia no es simple­mente un hecho geográfico convencional, un medio que se adop­ta para promover las relaciones de vecindad, sino que la Iglesia está al servicio de las personas tal y como viven en un lugar. La misión de la parroquia consistirá en asumir lo que vive una po­blación para presentarlo ante Dios y anunciar a todos el evange­lio del Reino.

Uno de los valores de la parroquia será siempre el de ser lo bas­tante flexible como para admitir diversos tipos de pertenencia, ac­tiva o pasiva, habitual u ocasional. Cualquier creyente, sin más calificativos, ha de poder tener una comunidad cristiana de refe­rencia en la que profundice en la Palabra, celebre la fe y se com­prometa en la vida. Es algo que responde al hecho actual de que la identificación con la Iglesia pasa por diversos grados y de que la evolución religiosa de las personas cada vez es menos li­neal. De ahí que la parroquia, más que como un espacio de «cristiandad», ha de concebirse como un polo visible de comuni­dad relacionado con un territorio, que se ofrece a todos en cuanto reúne a hombres y mujeres en razón de su fe en Jesucristo sin ape­lar a ninguna otra particularidad de opción o de situación. Ella tiene capacidad para responder a la necesidad que siente toda perso­na de ser acogida; es una casa para todos, para quienes acuden a ella sin más, para los anónimos. Por eso, como explicaremos enseguida, no es acertado que una parroquia que quiera renovarse rompa sin más con los que tienen mentalidad de «consumidores de servicios religiosos», en lugar de acogerlos y de intentar evangelizarlos.

Se comprende así que la parroquia sea una institución interna­mente heterogénea y más «lenta», porque lleva sobre sí la carga de cristianos no practicantes, de alejados, de quienes se profesan no creyentes pero no rompen definitivamente su vinculación eclesial, etc.

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El anuncio del evangelio en un territorio

La pertenencia objetiva, el mero hecho residencial, ha de ser transformada en una adhesión libre de las personas que viven en la parroquia. Esta debe procurar que quienes viven en aquel terri­torio pero no creen, no son cristianos o no practican, al entrar en relación con ella, encuentren un signo evangélico. Por tanto, cuan­do consideramos la esencia eclesiológica de la parroquia y su vo­cación evangelizadora, hemos de afirmar que no debe quedar atada a su definición jurídica, sino que debe tener presente la atención que ocupan en su experiencia cotidiana quienes viven en el territorio, incluso aquellos que en sentido estricto no son sus miembros.

Esto quiere decir que la parroquia no es misionera por aña­didura, sino por esencia; es un foco de evangelización básico y global. Lo cual implica una realización de la misma abierta y dinámica, que plasme los criterios enunciados en nuestro ca­pítulo sobre la evangelización. En efecto, si la Iglesia entera es por esencia misionera, ya que tiene por función ser sacramento de salvación para todos los pueblos (LG 48, AG 2, etc.), esa misión afecta y compromete a todas las comunidades concre­tas que son su realización. En la iniciación cristiana que se re­cibe en la parroquia se da el tránsito de quien recibe el evange­lio al agente activo del mismo. Una comunidad evangelizadora es matriz de personas evangelizadoras. En consecuencia, las fronteras de la parroquia no pueden ser las del territorio que tiene canónicamente asignado, sino la sociedad toda, el mundo entero.

La opción histórica de la Iglesia por la parroquia territorial no es sólo una cuestión de hecho, la necesidad de atender pas-toralmente a un espacio. La razón por la que la parroquia optó por la territorialidad desde los primeros tiempos del cristianis­mo en Europa fue la de encarnar en un suelo determinado una concreta figura de la fe, dar un rostro al evangelio a través del factor local.

La parroquia no puede ser un simple reflejo religioso de las rea­lidades de un lugar; necesita ser signo y realización del evangelio, manifestación de la distancia que crea el mensaje de Jesús respecto de los criterios humanos y los valores comunes, instancia crítica respecto de las injusticias, causa de reconciliación en los conflictos y signo de esperanza para todos. Y eso en el interior del territorio de la circunscripción parroquial.

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Actuar PARA CONSTRUIR LA PARROQUIA COMUNITARIA Y MISIONERA

1. REESTRUCTURACIÓN DE LA VIDA ECLESIAL

SEGÚN EL PRINCIPIO COMUNITARIO

La orientación ofrecida en las páginas anteriores corresponde plenamente al proyecto de renovación pastoral del Concilio Vatica­no II. Sin embargo, todo lo dicho encalla en la flagrante realidad, la cual está muy distante del ideal dibujado. El problema no es la determinación teológica de los elementos de identidad eclesial de la comunidad —tal como lo hemos intentado arriba—, sino su rea­lización práctica en las diversas situaciones de la Iglesia.

La Iglesia de nuestro tiempo ha de buscar organizarse comuni­tariamente de forma que los cristianos individuales puedan encon­trar expresiones concretas y adaptadas de la Iglesia de Jesús; que no se sientan en ella como una masa anónima, sino como en fami­lia de hermanos; que puedan, de manera normal y habitual, desa­rrollar y madurar su vida cristiana; que los creyentes se realicen plenamente, desplegando todas sus capacidades, su responsabili­dad, su vocación propia, ocupando el lugar que mejor les corres­ponde para lograr el objetivo de la presencia del reino de Dios en el mundo.

Si la Iglesia no se reestructura de esa forma viviente, corre el riesgo de no ofrecer fórmulas válidas para los hombres y mujeres de nuestro tiempo y del mañana, de degradarse a organización ad­ministrativa y funcionarial o a mera abstracción.

Lo dicho exige revisar y reajustar aquellos aspectos que hacen relación a la dignidad e igualdad fundamental de todos los bauti­zados por la cualidad sacerdotal de todo el pueblo de Dios; a la responsabilidad de todos los creyentes en la misión común; a su participación en las cuestiones que conciernen a la comunidad; al respeto del principio de subsidiariedad, dejando espacio libre para que cada uno realice con libertad la tarea encomendada en la me­dida de sus posibilidades.

Cuando esto se da, los creyentes comprenden que la comunidad cristiana, donde ciertamente se saben reconocidos y ayudados, no es un grupo cerrado en sí mismo y autocomplaciente, sino que tie­ne un objetivo común a todos, un ideal que a todos subyuga: el anuncio del evangelio y la implantación del Reino.

Con todo lo explicado hasta aquí no proponemos ninguna for­ma concreta en la que deba realizarse o estructurarse la comuni-

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dad. A la eclesiología no se le puede pedir más que lo dicho: defi­nir los elementos objetivos que los cristianos han de vivir en co­mún. Cualquier grupo de creyentes en Jesús que pretenda darse el nombre de comunidad habrá de encarnar los elementos señalados. Las formas evolucionan condicionadas por las circunstancias his­tóricas. Pero siempre han de ser formas en las que los creyentes puedan afirmarse y promoverse en las dimensiones, tareas y res­ponsabilidades que se han indicado.

2. PARROQUIA EVANGELIZADORA

Habida cuenta del análisis de situación que hemos hecho en el «Ver», es importante ahora subrayar que el compromiso primario de la parroquia actual debe ser la actividad misionera: a saber, el encuentro de la comunidad de creyentes con los no creyentes para hablar del Dios de Jesucristo, es decir, para comunicar la fe. La ta­rea de comunicar la fe no puede quedar reservada a ninguna cate­goría particular; es una función o carisma que compete a todos los creyentes.

Hoy la parroquia, al plantearse su condición de sujeto evangeli-zador en un territorio, registra de forma cada vez más evidente la presencia de cuatro categorías de personas: personas de otras reli­giones, personas de ninguna religión, bautizados que han abando­nado la fe y no se consideran creyentes, y bautizados que no han abandonado la fe y se declaran creyentes, pero son creyentes débi­les, apenas practican y no transmiten la fe a sus hijos, aunque pi­den para ellos el bautismo. Esas cuatro categorías pueden dibujar grosso modo el panorama de cualquier parroquia actual.

Pues bien, el centro de la actividad de la parroquia ha de ser la comunicación de la fe en Jesús a esas cuatro categorías de perso­nas. Es obvio que puede realizar otras iniciativas espléndidas para el bien de la sociedad, pero el núcleo en torno al cual se organiza y anuda toda su acción ha de ser aquél. La parroquia lo hace cons­truyendo vínculos personales de naturaleza diversa con gentes en situación espiritual diversa. Pero la obra de evangelización no re­quiere estructuras particulares, no las ha requerido hasta hoy y no parece que las deba requerir en el futuro. El sujeto de la evangeli­zación en la parroquia es el pueblo cristiano en su sencilla natura­leza de pueblo creyente.

Ahora bien, lo que los individuos tienen que tener a sus espal­das es una comunidad acogedora, capaz de entender pluralidad de

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lenguajes. Para ello debe ser capaz de no presentarse con certezas absolutas, sino dejar aperturas a través de las cuales cualquier per­sona que llega de nuevo pueda entrar con su sensibilidad, con sus problemas, con su lenguaje, con su cultura. Es preciso crear espa­cios de acogida para todos, sin discriminación alguna entre los que estén interesados en acoger la fe y los que no lo estén, en un autén­tico testimonio de amor. Porque la evangelización es un acto de amor para con la persona; no puede transformarse en vulgar pro-selitismo. Esta afirmación parece evidente, pero no es tan obvia mirando a nuestro derredor.

Un proyecto de parroquia evangelizadora como el indicado la cambia profundamente. Ya no se puede plantear ningún programa de actuación olvidando que existen los no creyentes. Hay que ha­cer reajustes importantes del estilo pastoral, porque no hay activi­dad que no tenga incidencia en la relación de la Iglesia con los no creyentes. Todo lo que sucede «dentro» tiene repercusión «fuera». Es preciso preguntarse siempre qué efecto puede tener lo que se realiza en la Iglesia en quienes viven su relación con ella de mane­ra dramática, alejada, crítica. La actividad pastoral nunca debe mi­rar sólo a los creyentes, como si no estuviesen estrechamente rela­cionados con tantos no creyentes, porque los creyentes son miem­bros de esta sociedad civil.

Cada vez es más claro que la parroquia puede encontrar una dimensión de evangelización en la mayoría de sus actividades. En ninguna de ellas deben faltar las acciones que hemos señalado como propias de toda comunidad cristiana en lo referente al anun­cio de la fe, la celebración de la fe y el compromiso de la fe. Las concreciones podrían multiplicarse: la pastoral de las familias, la catequesis de los niños, las celebraciones de la vida y de la muerte, las relaciones con la sociedad civil, etc. Esto conlleva la neta renun­cia a esa especie de hegemonía sobre el territorio que ha caracteri­zado la parroquia en su larga tradición, pero que hoy es anacróni­ca. El evangelio puede ser anunciado a partir de la atención a la existencia de las personas en su acepción más sencilla y profunda, en las actividades que no son extrañas a la realidad humana a tra­vés de los encuentros que se dan en la vida parroquial más ordina­ria. Es entonces cuando la parroquia puede ofrecer un lenguaje simbólico y un aliento espiritual que no es capaz de ofrecer el len­guaje hoy dominante de la racionalidad.

La primera exigencia de una parroquia así entendida es su aper­tura al mundo, una profunda toma de conciencia de la realidad en todas sus perspectivas. A la luz de esa toma de conciencia, la pa-

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rroquia ha de analizar su actuación pastoral y sentirse llamada a la conversión propia y a realizar la misión salvadora. La parroquia deviene así comunidad activa de salvación. Percibe que ha de salir al encuentro de los hombres y mujeres de su territorio, buscarlos allí donde se encuentren para ofrecerles lo que Dios nos ha ofreci­do por Jesucristo: la salvación.

El sustantivo parroquia en este contexto ya no es un término abs­tracto de carácter administrativo, porque el sujeto agente de la ac­ción misionera es la comunidad parroquial; ella ha de saberse en­viada y, por ende, enviar a cada uno de sus miembros. Estos actúan en nombre de la comunidad, no en nombre propio. Obviamente, ello requiere que los seglares sean asociados en serio a la corres­ponsabilidad pastoral, de forma que la parroquia sea un cuerpo articulado.

3. NECESIDAD DE UN CAMBIO RADICAL EN LA ESTRUCTURA

DE PARROQUIA

Lo dicho en el epígrafe anterior nos lleva de la mano a una re­visión y transformación profunda de la estructuración territorial de las parroquias. Se impone un nuevo dibujo de la parroquia que, manteniendo los elementos eclesiológicos que le pertenecen por su esencia, se ajuste a las necesidades de nuestra sociedad. La divi­sión territorial que conocemos ha sido un modo de racionalizar la atención pastoral, delimitando la responsabilidad de los presbíte­ros. La estructuración de la pastoral, concebida casi únicamente desde el punto de vista territorial, se adaptaba a una sociedad es­tática, en la que prácticamente toda la vida social (familia, profe­sión, tiempo libre, cultura, vida religiosa, etc.) se desarrollaba en el marco de un mismo ambiente y, como es natural, daba una cierta homogeneidad a la comunidad parroquial. Tal tipo de parroquia territorial se muestra como una estructura insuficiente para dar respuesta a las necesidades y demandas del presente.

En primer lugar, las nacidas del Concilio en relación con la par­ticipación, la corresponsabilidad, la multiplicidad de carismas y el compromiso de la evangelización misionera. La parroquia autosu-ficiente, inflexiblemente delimitada responde más a una pastoral de conservación en régimen de cristiandad que a un estilo misio­nero. En la medida en que el Vaticano II ha renovado el modelo de Iglesia, en esa medida se da una exigencia ineludible de renova­ción de la parroquia.

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En segundo lugar, las surgidas en una sociedad que ha cambia­do radicalmente en los últimos años. La movilidad social de la po­blación es cada día más intensa. Los centros de influencia social, cultural, política van más allá del estrecho límite del barrio o del municipio. La gente está abierta a la comparación con otros am­bientes y escenarios y ello permite juzgar diferencias sociales y re­ligiosas. Existe una continua interacción entre el mundo urbano y el mundo rural, por lo que hoy se habla de espacio urbanizado. Debido a las muchas posibilidades creadas por la sociedad indus­trial, las personas tienden a reagruparse por intereses y a partici­par al mismo tiempo en varios grupos o formas asociativas. El ha­bitante de la gran ciudad ya no tiene un espacio «objetivo» en el que se desarrolla; todo espacio es para él subjetivo, funcional. Su vida se organiza alrededor de tiempos específicos que seccionan su existencia «en rodajas»: trabajo, residencia, familia, descanso, tiem­po libre, diversión... Crece la especialización social y las diversas funciones sociales ya no se realizan en el mismo territorio. Mu­chos problemas superan ampliamente las comunidades locales, en su origen, en su desarrollo, en las necesidades humanas que generan.

Los problemas insinuados no son más que la fachada de un fe­nómeno mucho más amplio y profundo: el pluralismo cultural, con su correspondiente principio de libertad interior para toda persona. Por ello desaparecen muchos aspectos de la vida de la comunidad humana tal como era entendida tradicionalmente y so­bre la que estaba modelada la vida de las parroquias.

Las nuevas estructuras sociales demandan nuevas presencias. La Iglesia busca una pastoral adecuada para dar respuesta a esta revolución urbana, busca nuevas formas de presencia en el territo­rio con un modo más funcional. La parroquia debe convertirse en una institución viva en el contexto sociocultural de hoy, caracteri­zado por un vertiginoso dinamismo y un acentuado pluralismo. Ha de ser cada vez menos el fruto de una división geográfica y cada vez más una asamblea de voluntarios. En una sociedad móvil como la actual, uno de cuyos rasgos más característicos es la libre elección, en una época de pertenencias múltiples y de enraizamien-to en varios lugares (trabajo, habitación, ocio...), el aspecto de par­ticipación voluntaria deberá acentuarse.

La crisis de la parroquia se manifiesta de manera especial con­forme se hace más convincente la impresión de que en la práctica la intensidad del compromiso y del auténtico testimonio cristiano es más elevada en agrupaciones de creyentes no ligadas al territo-

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rio, como son los movimientos de apostolado de ambiente, las co­munidades de base y otras experiencias de vida cristiana más fun­cionales. Si la persona humana se asocia hoy no sólo por la vecin­dad local, sino en razón de otras categorías, esas relaciones comu­nitarias pueden constituir un presupuesto válido para la creación de grupos que se desarrollen como foco que impulse el sentido de responsabilidad evangelizadora de cada cristiano. Realmente, en la sociedad de nuestros días una pastoral basada única y exclusiva­mente en el principio de territorialidad constituiría un serio peli­gro para el anuncio y la credibilidad del mensaje.

Sin embargo, esto no significa minusvalorar la comunidad hu­mana territorial. La sociología actual, corrigiendo opiniones ante­riores, subraya las grandes posibilidades del «lugar donde se vive» en orden a determinadas funciones y tareas; en ese ámbito tiene su base y ha de actuar la comunidad cristiana. El espacio y el territo­rio conservan un valor y una pertinencia al servicio de la vocación propia de la parroquia.

Por otra parte, cuanto más se diversifiquen las comunidades cristianas en grupos variados, tanto más serán necesarias asam­bleas globales y numerosas, que expresen toda la vida de una Igle­sia radicada en el territorio. Serán una representación universal de las formas diversas de vivir la fe, una manera de luchar contra el espíritu particularista.

4. LAS NUEVAS UNIDADES PASTORALES, RESPUESTA A LOS DESAFÍOS DE LA EVANGELIZACIÓN A LAS PARROQUIAS

Como consecuencia de los fenómenos descritos, desde hace al­gún tiempo se han ido organizando en las diócesis estructuras in­terparroquiales o supraparroquiales a las que se ha designado de distintas maneras, bien con el nombre de los antiguos arciprestaz-gos, bien con el de las actuales unidades pastorales. Tres motivos fundamentales han influido en la creación de las unidades pastora­les. En primer lugar, no pocas parroquias se han vuelto demasiado pequeñas para seguir siendo viables, bien por disminución de la población, bien por descenso de la práctica religiosa; ya no cuentan con los elementos necesarios para atender a las necesidades de la evangelización, ni para la organización de las celebraciones sacra­mentales, ni para todos los servicios que ellas mismas necesitan. Este hecho ha suscitado el convencimiento de la limitación esencial de las actuales parroquias; es preciso conexionarse con otros terri-

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torios vecinos donde la Iglesia también vive dificultosamente. En segundo lugar, razón más apremiante en este momento, aunque menos importante en sí misma, el número de presbíteros disminu­ye muy rápidamente, lo que obliga a redefinir su papel. En tercer lugar, razón más importante, aunque muy poco explicitada en el razonamiento de los impulsores de la reforma, las nuevas estructu­ras quieren empalmar con realidades humanas que superan el te­rritorio de una parroquia, realidades sociales de talla media, lo su­ficientemente amplias y complejas como para condicionar la vida de los individuos desde un punto de vista humano y cristiano. Se trata, pues, de conectar la dinámica de la vida eclesial y la de la vida civil; las personas a evangelizar ya no se realizan sólo en el ámbito de lo estrictamente territorial. Los problemas y situaciones actuales superan las posibilidades de las parroquias y exigen res­puestas desde los mismos ámbitos desde los que se plantean.

La agrupación de parroquias situadas en un mismo ámbito te­rritorial no es ninguna novedad en la Iglesia; recordemos nada más la existencia de los arciprestazgos. Pero estos cumplían fun­ciones administrativas o jurídicas, estaban constituidos en razón de criterios geográficos o sociológicos del pasado, que hoy son ina­decuados a las exigencias evangelizadoras. Lo que es relativamen­te nuevo es la importancia creciente de la coordinación o unifica­ción para dar respuesta adecuada a una problemática tan compleja y a los desafíos que la evangelización plantea. El Concilio, sin des­cender, como es obvio, a cuestiones eminentemente prácticas, ha insistido en varios lugares en la necesidad de colaboración entre todos los agentes de pastoral (véase, por ejemplo, LG 28; CD 17; 35; PO 8, 14). La responsabilidad colegial de la fe y de la evangeli­zación exige un servicio común a las parroquias colindantes, situa­das en un mismo ámbito humano (comarca o zona urbana). La unidad pastoral que representa una cierta homogeneidad sociocul-tural congrega los esfuerzos de las diversas parroquias y se hace cargo de aspectos pastorales no asumibles adecuadamente por cada parroquia.

Además, estas unidades intermedias se constituyen en el esla­bón que engarza y articula las parroquias con la diócesis, hace sen­tir la pertenencia a la vida de la Iglesia local, favorece la superación de concepciones cerradas de Iglesia, facilita una verdadera pasto­ral de conjunto y una actuación evangelizadora que alcance las di­versas vertientes de la vida humana. Esa cohesión manifiesta ante el mundo una verdadera comunión expresiva del servicio a todos los residentes en un territorio.

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Así pues, no se trata tanto de una estructura nueva, cuanto de una pastoral de los tiempos nuevos, del futuro. Aparece como una nueva dimensión de la Iglesia que pretende aumentar su estabili­dad, hacer orgánica la comunión eclesial, cualificar y coordinar el servicio pastoral y, finalmente, intensificar la evangelización misio­nera.

De todas formas, la nueva organización de unidades pastorales quiere evitar la destrucción de las pequeñas parroquias existentes, porque constituyen un capital de memoria y unos lugares muy queridos para una buena parte de la población. Hay que reconocer que estas estructuras supraparroquiales llaman poco la atención a la mayoría de los feligreses de base; interesan sobre todo a los res­ponsables y a las personas más comprometidas con la Iglesia. La lógica de los responsables no es la de todos. También hay que re­conocer el peligro de la creación de nuevas estructuras burocráti­cas y anónimas y de que los presbíteros se conviertan en funciona­rios que corren de un lado para otro.

5. FUNCIÓN INTEGRADORA ECLESIAL DE LA PARROQUIA EN RELACIÓN CON LAS COMUNIDADES Y FUNCIÓN RENOVADORA DE LAS COMUNIDADES EN RELACIÓN CON LA PARROQUIA

Expliquemos la primera parte del enunciado. Suele decirse que la parroquia ha de ser una comunidad de comunidades. Ellas han de ser fermento y elemento de renovación, medio para superar el institucionalismo. Las comunidades son autónomas y pretenden mantener su propia creatividad y decidir en el interior de la parro­quia y de la Iglesia local de acuerdo con su capacidad, según el principio de subsidiariedad.

El desarrollo de su autonomía plantea el modo de su vincu­lación con otras comunidades y el mantenimiento de la comu­nión con la Iglesia local. Por muy importantes y valiosas que sean, han de vincularse necesariamente a la experiencia del pue­blo, de todo el pueblo que Dios congrega con sus diversidades y con sus antagonismos culturales, económicos, políticos y so­ciales. Y eso sólo lo podrán hacer entrando en un trasvase con la parroquia. Es preciso conjuntar los dos componentes de la ac­ción evangelizadora, los espacios humanos y los espacios terri­toriales. Más aún. Si el territorio parroquial hoy es excesivamen­te pequeño para circunscribir y centrar ahí toda la acción misio­nera, ello implica la coordinación de todos los movimientos

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misioneros no sólo en el ámbito diocesano, sino en el de la rea­lidad parroquial y de base.

Pasemos ahora a la segunda parte. Los cambios que las comuni­dades han introducido en su forma de vivir la Iglesia interpelan a las estructuras eclesiásticas, que son muchas veces rígidas y fun­cionan como una sociedad estancada. Se necesita un nuevo tipo de organización que se adapte al proceso de renovación comunitaria e incluso lo estimule, que no masifique, que ayude a la descentra­lización y a la subsidiariedad. Las pequeñas comunidades pueden ayudar con su crítica a que la institución eclesial no se fosilice y absolutice. Así, flexibilizando las estructuras gracias al dinamismo introducido por las pequeñas comunidades, se logrará que la Igle­sia toda participe en el cambio social.

De la renovación señalada se sigue también un modelo nuevo de relación intraeclesial, que rompe con el monopolio de los cléri­gos. La pequeña comunidad puede ser campo de formación de personas responsables; al acrecentarse la participación, van desa­pareciendo los privilegios clericales. Es un hecho de experiencia: los curas que tienen contacto con las comunidades se vuelven más dialogantes y entienden que las estructuras eclesiásticas han de adaptarse a la fe viva y a las actividades de los grupos. Surge un nuevo estilo de dirección en la Iglesia.

Más en concreto: las pequeñas comunidades son un buen cauce para renovar la parroquia, superar la masificación, ayudar al avan­ce de la corresponsabilidad. Si la parroquia ha de ser algo más que un centro administrativo, tiene que encontrar su propia imagen constituyéndose en comunidad de comunidades. Es verdad que las pequeñas comunidades han surgido en la periferia de la vida parroquial, a la que se considera deficiente; a veces, incluso como protesta formal frente a su anquilosamiento. Pero una reflexión posterior ha llevado a muchos a considerar que las comunidades han de ser el camino de la renovación de la institución parroquial. Por eso, las pequeñas comunidades han de tener cauces de repre-sentatividad y corresponsabilidad eclesial en todos los ámbitos de la acción pastoral a través de los consejos parroquiales y demás instituciones de programación y revisión pastoral. Es el modo me­jor de que ellas ejerzan su papel evangelizador y misionero, en lugar de recluirse en el narcisismo, de cuyo peligro antes advertía­mos.

Además, la existencia de variedad de prototipos de comunida­des en un determinado territorio puede ayudar a analizar mejor la realidad y a encontrar caminos más acertados para evangelizar en

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aquel ambiente concreto. Por eso es preciso y urgente impulsar los contactos entre las comunidades, así como entre éstas y el clero, para conocerse y coordinarse en la actuación misionera. Hay que llegar cuanto antes a la visibilización de la Iglesia como comunión de comunidades evangelizadoras en el territorio parroquial, en la unidad pastoral, en la zona, en la Iglesia local. La capacidad de comunión decidirá el futuro eclesial de la evangelización y de la propia subsistencia de los grupos.

6. APRENDIZAJE DE UN MODO DE VIVIR LA IGLESIA

En esta experiencia comunitaria se abandona un modo «asocia-cionístico» de entender la Iglesia para pasar a ser Iglesia como «modo de vida». No se trata de una teoría, sino de un modo de vivir todas las relaciones. Los cambios introducidos por las peque­ñas comunidades en su forma de vivir la Iglesia se sitúan en los tres planos correspondientes a los tres grandes ámbitos de acción eclesial.

En cuanto a la dimensión profética. El evangelio es leído en la comunidad, los discípulos escuchan al Señor, cada uno profundiza en el silencio de su corazón, se comparten las luces recibidas. «To­dos son discípulos» en el Espíritu. Los laicos «toman la palabra» en nombre de la Iglesia. La Palabra única de Dios a su comunidad se entrevera con los acontecimientos de la historia presente. En la co­munidad se lee la Biblia a la luz de la vida y se lee la vida a la luz de la Biblia. Se busca un acercamiento mayor al evangelio y a la realidad del mundo, sintetizando ambas vertientes.

En cuanto a la celebración de la fe. La liturgia se celebra con espontaneidad y adaptación a la vida del grupo; las pequeñas di­mensiones, la cercanía física facilitan la acomodación y la partici­pación directa de todos. Se vive más claramente la conciencia del sacerdocio regio de todos los bautizados. Se integra con normali­dad la vida concreta de cada uno y los acontecimientos en la Pas­cua de Jesús para que cada individuo sea afectado por ella, cosa que no se puede lograr en las misas parroquiales.

En cuanto al compromiso de la fe. La Palabra escuchada, la ora­ción común y la celebración en la pequeña comunidad impulsan al compromiso con las personas y con la sociedad. Se pretende supe­rar toda dicotomía entre el culto y la vida. La comunidad quiere vivir su fe en la praxis. La vida entera intenta convertirse en testi­monio crítico frente a las estructuras que despersonalizan, que cen-

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tran el quehacer social en la lucha por el dinero, que fomentan el egoísmo y el individualismo en la sociedad. Estas comunidades se proponen como tarea una irradiación inconformista. No se trata de mera ruptura, es decir, algo negativo, sino que se pretende un com­promiso constructivo con la sociedad del futuro. Ello implica vivir una praxis comunitaria de solidaridad con los más pobres y desfa­vorecidos, que, a partir de una visión renovada del mundo, traiga aparejados nuevos estilos de vida y de conducta social. Por tanto, los miembros de la comunidad se comprometen seriamente a tra­bajar por el cambio de las estructuras sociopolíticas. Su praxis bus­ca la creación de una cultura popular basada en nuevos valores sociales que sustituyan a los individualistas de la sociedad burgue­sa. Para ello los miembros de las comunidades desean liberarse de intereses y prejuicios de clase, realizar un esfuerzo autocrítico, re­nunciar voluntariamente a los bienes superfluos. Así se harán más capaces de comprometerse con autenticidad en la causa de la libe­ración integral y podrán constituirse en fermento de conciencia-ción y en motor de transformación de la sociedad.

7. CONCLUSIÓN. U N PROCESO LENTO Y DIFÍCIL

La realización del proyecto que esbozamos tendrá un comienzo exigente, a partir de grupos minoritarios en una sociedad seculari­zada. Las comunidades parroquiales del futuro serán pequeñas, como oasis en un mundo no cristiano, tendrán problemas de esca­sez de presbíteros ordenados, los laicos habrán de responsabilizar­se de las tareas de la misión... Pero, precisamente por eso, serán comunidades abiertas, atractivas por la fuerza de la fe en Jesús.

El futuro está no en el mantenimiento de la estructura y organi­zación de los servicios administrativos de la parroquia actual, sino en una apertura a la misión mediante la corresponsabilidad de to­dos en la respuesta a sus desafíos y la participación de los múlti­ples carismas de la comunidad. Es previsible que durante un cierto tiempo subsista la clientela de los ritos, que acude a una organiza­ción cualificada en ese mercado. Pero también es previsible que, como consecuencia del actual proceso secularizados no tarden mucho en desaparecer esos demandantes de servicios pseudorreli-giosos. De todas formas, la comunidad parroquial vivirá de los miembros verdaderamente convertidos, que descubrirán su cohe­sión y escucharán la llamada a anunciar la presencia dinámica del Reino.

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PARA PROFUNDIZAR

M. AZEVEDO, «Comunidades eclesiales de base», en: I. ELLACURÍA y J. SO­BRINO, Mysterium liberationis, II, Trotta, Madrid 1994, pp. 245-265.

V. Bo, La parroquia, pasado y futuro, Paulinas, Madrid 1978. COMISIÓN EPISCOPAL DE PASTORAL, Parroquia evangelizadora, Edice, Madrid

1989. C. FLORISTÁN, Para comprender la parroquia, Verbo Divino, Estella 1994. J. J. TAMAYO ACOSTA, Hacia la comunidad (2 vol), Trotta, Madrid 1994. P. THOMAS (collect.), ¿Qué va a ser de la parroquia? ¿Muerte anunciada o nue­

vo rostro?, Mensajero, Bilbao 1997.

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Capítulo 12 La renovación pendiente de la Iglesia.

Una agenda de transformación evangélica para el siglo xxi

Recién comenzado el tercer milenio de su historia, la Iglesia se en­cuentra en el umbral de una época nueva y desconocida que le pro­duce incertidumbre y temor. Ante el futuro que se abre ante nosotros, muchos cristianos preguntan con preocupación: Iglesia, ¿a dónde vas? Evidentemente, el futuro de la Iglesia del que hablamos no es su fu­turo absoluto. Este es Jesucristo, el que era, el que es y el que viene; hacia Él converge la historia humana y la historia de la salvación. Hablamos del futuro histórico de la Iglesia, que conoce aquí abajo períodos de esplendor y de declive. No es posible siquiera asomarse al campo inmenso de aspectos que conlleva el enunciado del presente capítulo. La consideración de realidades tan diversas como las que se refieren a la Iglesia de los cuatro vientos, los dispares problemas que afectan a las Iglesias del sur y a las del Occidente euroamericano, los desafíos de la globalización, de la interculturalidad, del pensamiento posmoderno, etc., son de tal calibre que desaniman al más ingenuo o al más osado. Sólo tenemos que pensar en que, como algunos han afirmado, el cambio de figura de la Iglesia de nuestro tiempo puede compararse y aun superar a los cambios radicales que se dieron en los siglos v, xi y xvi. Por ello, nuestra pretensión es mucho más modesta: trataremos sólo algunas cuestiones que afectan de manera más cerca­na a la Iglesia de nuestro país.

Una respuesta a aquella pregunta no se puede dar sin pregun­tarse primero por las raíces más profundas de la actual situación crítica y sin reflexionar sobre ella a la luz de la teología.

Ver PARA UN DIAGNÓSTICO GLOBAL ACERCA DEL PRESENTE

Hace casi cincuenta años el Concilio Vaticano II afirmaba: «La humanidad se halla hoy en un período nuevo de su historia, carac­terizado por cambios profundos y acelerados que progresivamente

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se extienden al universo entero» (GS 4). Desde entonces, efectiva­mente, los cambios se han acelerado mucho. Pero a diferencia de lo que sucedía en aquellos años sesenta, hoy el cambio no suscita ex­pectativas utópicas, sino más bien inseguridad y miedo al futuro; faltan perspectivas de futuro y falta valor para abordar los proble­mas. Surge la pregunta: ¿cómo es el habitat sociocultural en el que la Iglesia está situada hoy y qué sucede en su interior?

1. ALGUNOS RASGOS DEL INHÓSPITO CONTEXTO SOCIOCULTURAL

La Iglesia del siglo xxi se encuentra inserta en un contexto cul­tural bastante distinto del siglo xx. Ya los últimos decenios del pa­sado siglo han visto afirmarse una posmodernidad caracterizada por algunos desplazamientos respecto a la modernidad, que han producido fuerte impacto en el cristianismo. La visible pérdida de significatividad de la Iglesia no depende primariamente de su pro­pia actuación, de que la propia Iglesia se haya diluido, sino de las tendencias sociales como el pluralismo, el individualismo, la eleva­ción del nivel de vida, la ampliación cultural del horizonte, ten­dencias a las que la Iglesia está expuesta sin que pueda controlar sus consecuencias. Ella no es dueña de la situación, sino que está sujeta a influjos sociales y políticos externos que no puede gober­nar. No podrá mediante algunas correcciones controlar o dar la vuelta al proceso de des-eclesialización.

En el contexto de la cultura secularizada que se ha desarrollado en Occidente, la comunidad cristiana se encuentra con algunas di­ficultades de orden antropológico que esa cultura opone a la evan-gelización, algunos elementos de sordera para con «el sentido», que hacen peculiarmente difícil el anuncio de Jesús. Aun con la certeza de ser incompletos, señalemos ahora algunos rasgos im­portantes de esta situación.

La globalización. Cuando uno se interroga sobre el impacto de la mundialización en el campo de lo religioso, se constata a la vez el fin de un cierto eurocentrismo y la extensión a escala planetaria de un modelo estereotipado de persona vehiculado por los medios de comunicación, modelo que está en ruptura con los antiguos de Oc­cidente y también con los valores tradicionales de las grandes civi­lizaciones no occidentales. Para la conciencia de la Iglesia: después de haber sufrido los procesos de secularización, ahora, en esta cul­tura de la contingencia y del instante que huye, se encuentra frente a los desafíos que provienen de la pérdida de la memoria cultural.

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Es un problema serio para una institución como la Iglesia que fun­da su identidad doctrinal e histórica sobre la memoria siempre reactualizada de su tradición.

El subjetivismo y el individualismo. El individuo se ha convertido en la instancia suprema de elección; la responsabilidad es siempre la individual y la prioridad absoluta es para el desarrollo personal. La institución es sólo un recurso para encontrar el sentido, pero no es una autoridad. En concreto, las instituciones religiosas tienen muy débil legitimidad social. Por ello, la práctica es siempre perso­nal y, en todo caso, en la comunidad libremente elegida.

El pluralismo garantizado por el Estado democrático, en nuestra sociedad culturalmente fragmentada y educada en el hipersubjeti-vismo, puede comprometer la conciencia de un patrimonio de va­lores éticos y religiosos del cual los cristianos somos portadores y testigos. La modernidad ha hecho pasar la fe cristiana del estado de referencia englobante de la comunidad civil al de opción parti­cular del ciudadano.

El ciberespacio. La red ofrece al supermercado de las creencias un espacio virtual de gran interés donde de partida todos son iguales. Gracias a los recursos prodigiosos de la comunicación audiovisual se asiste a la aparición del supermercado de lo religioso, un bazar espiritual de alta velocidad, que propone a consumidores cada vez más numerosos los productos múltiples de las religiones vivas y de las diversas tradiciones esotéricas en materia de mitos, de creen­cias, de prácticas, de secretos iniciáticos, de curaciones del alma y del cuerpo. Esta atracción por lo religioso en todos sus estadios coincide con el descrédito de las ideologías y de las utopías; y la profunda incultura religiosa de nuestros contemporáneos, empe­zando por los mismos cristianos, favorece un bricolaje a menudo sorprendente entre creencias y prácticas desgajadas de sus lugares de origen. Las creencias son flotantes y sus fronteras tan fluidas que pueden coexistir o incluso fusionarse sin consideración para con su incompatibilidad. En el mundo posmoderno todo es cuestión de preferencias individuales, que no están ya determinadas por un modelo fundador, ni por un proyecto de futuro, sino por una vo­luntad de afirmación inmediata.

El problema de la legitimidad como problema general de la época moderna. El sentido no se concede a priori, por naturaleza o por función: todas las instancias portadoras de cualquier sentido de­ben de algún modo merecerlo, deben ser reconocidas como tales: el Estado, las diversas autoridades, como la magistratura, el ejército, el enseñante en la escuela, los padres en familia, deben

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conquistar continuamente una legitimidad propia. La Iglesia precisará mucho tiempo y mucho empeño para reconquistar la legitimidad que pretende como portadora de sentido.

La fascinación de lo útil. Muchos análisis sociológicos denuncian una deriva ligada a un estrechamiento de la concepción de la ra­zón: se piensa o se actúa como si el sentido estuviera ligado única­mente a lo que es útil para la vida aquí y ahora. La sociedad occi­dental está siendo arrastrada hacia el servicio de una racionalidad demasiado exclusivamente instrumental. Se percibe una inclina­ción a situar todo del lado del objeto a dominar y consumir. La necesidad de utopía queda absolutamente gangrenada. Los indivi­duos quedan alienados en la uniformidad y la unidimensionalidad del deseo.

2. UNA IGLESIA ASEDIADA POR LA CRÍTICA

Cada vez más el cristianismo está aquejado de descrédito en diversos planos. Las encuestas europeas sobre valores nos han des­cubierto la profundidad del descrédito que golpea a las grandes Iglesias. A la Iglesia católica en particular se le echa en cara conti­nuamente su pasado: se le lanzan al rostro las violaciones de los derechos de la persona que la Iglesia ha tolerado o cometido, sobre todo en el segundo milenio de su existencia. Los arrepentimientos de la Iglesia, los del Papa y los de los obispos no sirven de gran cosa, puesto que muchos piensan que no son sinceros, que son de­bidos a las presiones del ambiente y que una institución que se ha comportado de tal modo ayer no es creíble hoy.

En lo que se refiere al presente, la expresión del cristianismo suscita más bien indiferencia. Aparece a los de fuera como una so­ciedad cerrada, anticuada e inadaptada, instalada en sus dogmas y sus prácticas, crispada en el mantenimiento de sus poderes. Las palabras cristianas (la forma de celebrar la fe, los rituales, las ple­garias) se muestran a menudo petrificadas en la lógica surgida del modelo del cristianismo imperial: un Dios trascendente que por el don de su ley sostiene la figura del poder y un espacio de domina­ción. Todo lo contrario de una institución portadora de la alegre noticia, capaz de aportar luz, libertad, felicidad a nuestros contem­poráneos.

Se achaca a la Jerarquía que está paralizada en la impotencia para tomar las grandes decisiones que anticipen el futuro. Las lla­madas al orden y a la tradición, las prácticas jerárquicas, tan verti-

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cales y masculinizadas, tienen enormes dificultades para ser enten­didas y aceptadas en un mundo atravesado por el espíritu demo­crático y la presencia de la mujer en los puestos directivos.

En el plano político: en muchos países asistimos a una revancha de la sociedad contra la influencia de la moral católica. Esto condu­ce al montaje de una ética legislativa que se presenta al contrario que la católica, como, por ejemplo, en las cuestiones de la familia, de la homosexualidad, de la bioética.

La base de estas actitudes parece ser el convencimiento de que la Iglesia, a pesar de haber teorizado sobre el diálogo, no está en situación de llevarlo a cabo ni con la cultura moderna ni con las religiones a causa del carácter firme y decidido, «dogmático», de su doctrina. La adhesión a una visión del mundo bien definida, de la cual se derivan coherentes comportamientos morales, se juzga como incomponible con un diálogo sereno con otras y diversas concepciones. Esta actitud de no soportar a la Iglesia lleva a algu­nos a negarle el libre espacio o a discutir su responsabilidad en relación con la sociedad civil y la colaboración en la construcción de la vida social.

Esta imagen externa resulta un gran obstáculo para el anuncio del evangelio.

3. FOTOGRAFÍA EN NEGATIVO DE LA SITUACIÓN INTRAECLESIAL

La práctica religiosa en la Iglesia de Occidente está en declive continuo. La moral, tanto privada como pública, se ha desvincula­do ampliamente de la enseñanza de la Iglesia. Las zonas antes más católicas han dado un giro de ciento ochenta grados hacia el anti­clericalismo, la indiferencia, el agnosticismo. Parece como si los pueblos que en el pasado eran más católicos desarrollaran ahora con mayor fuerza una reacción contra la Iglesia.

Los noviciados y los seminarios se vacían y las vocaciones van en caída libre, mientras muchos presbíteros abandonan el ministe­rio o superan la edad de la jubilación.

El lenguaje eclesiástico resulta anacrónico, repetitivo, morali­zante, inadaptado a nuestra época. Insiste hasta la saciedad en las cuestiones morales referidas a la vida sexual y ya no produce más que indiferencia, cuando no laxismo; parece no darse cuenta de que sus interlocutores ya no son menores de edad. Lo que se dice no es capaz de contar de nuevo la fe cristiana de manera significa­tiva para los creyentes de hoy.

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La fe cristiana, que en otros tiempos daba sentido a la vida de la gente, ya no lo da; se ha convertido en un enigma, la supervivencia de un pasado ya superado. De ahí que muchos cristianos se mar­chen a las sectas, a otras religiones o pseudorreligiones, a supersti­ciones, ocultismo, etc. Van a buscar en otro lugar lo que no encuen­tran en la Iglesia.

Más aún. Esa fe ya no es transmitida y recibida como antes, de forma sencillamente tradicional o incluso automática. Los lugares y caminos de transmisión de la fe que resultaban habituales, la fa­milia, la catequesis, las clases de religión en los centros docentes, se han debilitado o están desembocando en un rotundo fracaso. Y si las mediaciones para la transmisión de la fe se hacen tan precarias, el peligro es que la propia fe cristiana en la sociedad actual se evapore en medida creciente.

Por otra parte y curiosamente, muchos, si no la mayoría, de los católicos nominales no tienen grandes problemas con la Iglesia porque se han acostumbrado en estos años a regular su relación con el patrimonio católico de la fe, con las exigencias éticas y con los ofrecimientos religiosos de la Iglesia según sus propias deci­siones o según los condicionamientos de su entorno social en cada caso. Otros cuidan su pequeño jardín espiritual especial, su variante de piedad católica, sin que con ello tengan por qué sen­tirse en conflicto con las autoridades o con las estructuras oficia­les eclesiales.

La conclusión general en relación con la situación de la Iglesia hoy es pesimista: la decadencia resulta evidente, la identidad cris­tiana se ha precipitado en el vacío. Occidente es tierra de misión. No pocos pastores y laicos comprometidos se encuentran total­mente desalentados y se preguntan cómo continuar.

4. LA GRAN REVOLUCIÓN CULTURAL DE LOS AÑOS SETENTA

La pregunta acerca de la supervivencia de la Iglesia está en es­trecha conexión con toda la cultura moderna o posmoderna y sus preguntas por la supervivencia. Ella se encuentra inmersa en los mismos fenómenos de crisis de la sociedad y participa de su pro­blemática.

Da la impresión de que los miembros de la Iglesia, especialmen­te los responsables, no se dan cuenta o no quieren aceptar la gran revolución que en los años setenta del siglo pasado se manifestó en la sociedad occidental y cuyos efectos se están extendiendo rápida-

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mente al mundo entero. Está siendo tan radical como la Revolu­ción francesa: en la ciencia, en la economía, en la política, en la cultura. Ha golpeado todas las instituciones, la familia, la empresa, la escuela, la universidad. Y es tan profunda que conlleva una re­volución en la ética y en la religión; sus sacudidas, como un movi­miento tectónico, cuartean también a la Iglesia.

Un elemento importante de esta revolución ha sido y continúa siendo la crítica de todas las instituciones, denunciadas como má­quinas de poder y de represión de la libertad y de la personalidad individual. No podía escapar a tal crítica la institución eclesial. Como ya expusimos en el capítulo octavo, la historia y las ciencias humanas, especialmente la sociología, muestran que el aparato institucional de la Iglesia es una construcción histórica, que ha cambiado con el paso del tiempo y que ha sido definida a base de préstamos de otras instituciones de la cultura en la que el cristia­nismo se había encarnado. De ahí se concluye: lo mismo que la institución ha cambiado en el pasado, así debe también cambiar ahora, porque ya no constituye una ayuda para la evangelización, sino a menudo un obstáculo. Está burocratizada, se ha convertido en fin en sí misma, mantiene estructuras obsoletas que llevan al pueblo cristiano a la pasividad, defiende un sistema de poder cle­rical absolutamente ineficaz. Lo más grave es que parece que nadie es consciente de que ha terminado definitivamente la llamada cris­tiandad. Se continúa funcionando como si nada hubiera cambiado y como si la Iglesia tuviera el mismo poder social de siempre. In­cluso hay movimientos potentes convencidos de que se puede po­ner en pie una neo-cristiandad. Pura ilusión.

Pues bien, el aparato institucional de la Iglesia ha reaccionado con una actitud negativa ante esta revolución cultural. Es obvio que existen aspectos negativos en la nueva cultura, que destruyen valores que eran parte del patrimonio válido del pasado. Pero hay también valores positivos, algunos de los cuales son definitivos y contra los cuales es inútil luchar: el despertar de la libertad perso­nal, la denuncia y el rechazo de toda forma de represión, la deci­sión en favor de autonomía de la propia conciencia, la voluntad de vivir plenamente la vida, al compromiso por la igualdad en todos los ámbitos.

La respuesta de la Jerarquía ha sido el rigor en lo doctrinal, el retorno a la gran disciplina, la restauración de usos, costumbres, devociones anteriores al Concilio Vaticano II, la organización insti­tucional, el final de cualquier experimentación. Pero la moderni­dad es inamovible y ha sido precisamente por su voluntad de ig-

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norarla por lo que la Iglesia se encuentra en medio de la crisis. El Concilio Vaticano II intentó ganar siglos de retraso. Pero la línea restauracionista actual quiere cerrar las puertas entonces abiertas volviendo a la época de cristiandad.

5. AMBIVALENCIA DEL RETORNO DE LA RELIGIÓN

Hoy está vigente un consenso cada vez más extendido por par­te de los sociólogos de la religión, según el cual la secularización como caracterización de lo moderno no es capaz de explicar un factor nuevo y decisivo respecto a las previsiones comunes de hace unos años: la actual relevancia social de lo religioso, la renovada centralidad pública y las renovadas funciones sociales de las reli­giones, incluso una cierta admiración excesiva por las formas más diversas del fenómeno religioso. Se preveía que a fines del siglo xx se encontraría uno frente a una sociedad de personas no creyentes y secularizadas. Pues bien, contrariamente a las expectativas, aque­llo a lo que se asiste ahora es a un gigantesco proceso de reformu­lación y de adaptación de lo religioso como dimensión privada e individual y de la religión como factor institucional, a las transfor­maciones de la sociedad de la tarda modernidad. Se puede inter­pretar este retorno como la reacción a una modernidad que por exceso de racionalización y de planificación ha conducido a un cierto desencantamiento del mundo y del hombre mismo.

Ahora bien, es preciso ser prudentes ante el fenómeno del lla­mado retorno de la religión. No acompaña sin más a la fe cristiana en Dios y no llena automáticamente los bancos vacíos de las Igle­sias. Frecuentemente, lleva a una religiosidad vaga, difusa, que flo­ta libremente, una religiosidad individualista a discreción, sincre-tista de bricolaje, una religiosidad caótica que se inclina en parte al mito, al espiritismo, al ocultismo. Puede uno preguntarse: ¿es ver­daderamente Dios el que regresa o se trata más bien del retorno de los dioses o de los ídolos? ¿Se trata quizá solamente de un autoe-namoramiento narcisista que busca lo divino en nosotros pero no a Dios sobre nosotros?

Los sentimientos religiosos pueden engancharse a los más dife­rentes ámbitos y conducir a la divinización de valores intramunda-nos. Por ejemplo, todos somos testigos de cómo la religión puede instrumentalizarse hasta convertirse en un manto que cubre el te­rrorismo. Por otra parte, existe la tentación de una religión civil neoconservadora, cuyo origen se encuentra en ciertas corrientes

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norteamericanas, que sanciona la situación socioeconómica exis­tente o incluso justifica su prevalencia y hasta su implantación bé­lica.

Así, nos encontramos en el presente, por una parte, ante un mundo ampliamente secularizado y altamente desarrollado desde el punto de vista técnico, que está orientado por el beneficio y los intereses económicos y políticos y, por otra parte, con una religio­sidad más bien difusa, acuñada emocionalmente, para uso del tiempo libre y como hobby. A las patologías de la razón correspon­de una religiosidad patológica.

6. Dos ENFOQUES CONTRAPUESTOS DE LA CRISIS Y DOS TIPOS DE RESPUESTA A LA CUESTIÓN DE LA CONFIGURACIÓN DE LA IGLESIA PARA ABORDAR EL FUTURO

Parece ser que dos percepciones distintas y contrapuestas de la presente situación eclesial de crisis se enfrentan entre sí.

La primera se encuentra en los grupos y personas que defien­den la idea de una Iglesia perfecta en la que todo marcha de forma redonda, no hay controversias y los conflictos están ausentes. Los defensores de tal concepción de Iglesia triunfalista se cuidan poco de la amenaza de que una Iglesia perfecta sería también una Igle­sia cruelmente intolerante e inhumana. Porque ¿quién de nosotros con sus debilidades humanas encontraría su sitio en una Iglesia perfecta y, sobre todo, un ámbito vital para respirar? El gran peli­gro de esta concepción de Iglesia consiste en que se espera de ella lo que sólo Dios puede cumplir. Pero la Iglesia de Jesús es siempre la Iglesia imperfecta e insignificante de los pecadores.

La segunda actitud tiene una concepción más bien pesimista de la Iglesia actual. De hecho está ampliamente extendido entre noso­tros un malhumor doloroso o incluso el duelo sobre la Iglesia, que se expresa en un encogerse de hombros resignado o desencantado. Muchos católicos se declaran cansados de ella y están en peligro de dimitir. Sufren porque la Iglesia aparece como demasiado hu­mana y ya no pueden soportar la tensión entre el ideal al que la Iglesia es llamada y sus limitaciones presentes.

Como consecuencia del doble enfoque y mirando a la cuestión de las estrategias para abordar el futuro, se dibujan en el actual paisaje eclesial dos tipos de respuesta correlativos.

El primero opta por una Iglesia que pone a la ofensiva sus fuer­zas y efectivos —desde las claras estructuras jerárquicas de direc-

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ción, pasando por la piedad popular, hasta las decisiones en mate­ria de moral individual y comunitaria—, para así consolidar las propias filas y granjearse respeto en un mundo como el actual que busca orientación. Se considera que precisamente una Iglesia api­ñada que, consciente de sí misma, defiende su identidad heredada, conseguirá nuevas fuerzas tanto en el inevitable debate con otras religiones como en la confrontación con la sociedad tecnológica, que amenaza a ojos vista a la humanidad de la persona. Sólo así podrá despertar atractivo hacia la fe cristiana.

El otro tipo de respuesta se inclina más hacia la revisión autocrí­tica y la modestia en relación con las posibilidades de un testimo­nio cristiano en el contexto de la modernidad avanzada con sus muchas contradicciones y ritmos distintos. Cree que conviene te­ner un proceder prudente en relación con las afirmaciones de iden­tidad y continuidad de la doctrina y de la praxis de la Iglesia y ve al Espíritu de Dios actuando precisamente allí donde lo cristiano está presente más indirectamente en la sociedad y la cultura. No es que predique sin más la comprensión para con todas y cada una de las cosas que existen en las otras religiones y en el mundo ac­tual, pero quiere fijarse con atención y discernir cuidadosamente los espíritus en cada caso. La fuerza profética del evangelio debe transmitirse con la conciencia de que los cristianos llevan este teso­ro en vasos frágiles (cf. 2Cor 4, 7).

Sería falso calificar o incluso desvalorizar el primer plantea­miento como exclusivamente «dogmático» y el segundo como «pastoral». En ambos intentos de respuesta se trata sin duda del núcleo irrenunciable de la fe católica, pero también del diálogo con los contemporáneos no creyentes o creyentes de otra fe, así como de los caminos actuales del anuncio de la fe.

Hay que añadir que los planteamientos esbozados aquí de for­ma esquemática no existen puros en ninguna parte, sino siempre en diversas variantes y mezclas, inteligentes y menos inteligentes, reducidas a eslóganes o cuidadosamente matizadas. Apenas puede conocerse fiablemente cómo se muestran las proporciones entre ambas formas de ver la Iglesia en el catolicismo actual a lo ancho del mundo.

Precisamente por eso la Iglesia debería hoy ofrecer un ámbito para que las diferentes ideas acerca del camino que hay recorrer en el siglo xxi pudiesen competir unas con otras, en el buen sentido de la palabra, cuestionarse y desafiarse mutuamente con honra­dez. Este criterio debería valer tanto en el ámbito de la Iglesia uni­versal como en el de las Iglesias locales individuales con su sello

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propio. De ahí podrían luego nacer y desarrollarse pequeños o grandes pasos de reforma que prosigan la estela de los textos cru­ciales del Vaticano II en las condiciones transformadas del siglo xxi y den al pueblo de Dios peregrinante nuevo aliento para el testi­monio, el servicio y la comunión. Por desgracia, este camino se encuentra hoy completamente cegado.

7. ¿DÓNDE ESTÁ LA VERDADERA CRISIS?

Es obvio que los problemas a los que nos hemos referido dibu­jan una aguda crisis de Iglesia, que, como decíamos en el capítulo primero, se sustancia en la frase: «Jesús sí, Iglesia no». Pero se abordarían de forma muy miope si se quisieran localizar los autén­ticos desafíos sólo en las dificultades intraeclesiales de fabricación casera. Porque la verdadera crisis no se vincula sólo al estado de la Iglesia, sino que se ha convertido en una crisis de Dios.

En relación con esta crisis de Dios, la crisis de Iglesia, sobre la que hoy se discute tanto, se muestra como un fenómeno de superficie cuyo fundamento profundo hay que examinar. Las verdaderas raíces de la presente crisis de supervivencia de la fe cristiana y de la Iglesia yacen en estratos de gran hondura y la renovación de la Iglesia no se ha de obtener sin la renovación radical de la fe en el Dios de Jesús. La crisis de Dios no es fácil de diagnosticar, cuanto más que, como he­mos señalado, se encuentra en una atmósfera externamente amable para con la religión. Este problema clave podría resumirse en la ex­presión: «Religión sí, pero un Dios personal presente y actuante en la historia, no». Lo cual no significa precisamente que los hombres y mujeres de hoy ya no creerían más en Dios; pero parece tratarse de un Dios que no se acepta como presente en la historia de los hombres y mujeres de hoy. No es la imagen de un Dios que se preocupa de la persona humana individual y que actúa en el mundo. Ahora bien, a un Dios entendido de esta manera ni se le teme ni se le ama. Falta la más elemental pasión para con Dios, y aquí se encuentra la más pro­funda necesidad de Dios en la época actual.

Juzgar HACIA QUÉ FUTURO PODEMOS Y DEBEMOS CAMINAR

En situaciones de crisis y de cambio radical es necesario ante todo tener una visión. Cada individuo, cada comunidad, cada pue-

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blo sólo serán capaces de sobrevivir si están inspirados por una visión y sostienen en su interior un sueño. Esto vale también para la Iglesia. La Iglesia no necesita descubrir una visión nueva; ya se le ha dado en el evangelio de Jesús de la venida del Reino (cf. Me 1,14 ss). La esperanza pertenece a la historia de la fundación de la Iglesia; está inscrita en su corazón desde los primeros vagidos. Lo que hace falta es, cosa que en el presente apenas se logra, traducir esa esperanza en un plan ambicioso y en una perspectiva pastoral concreta.

A lo largo de los capítulos precedentes hemos recogido ele­mentos fundamentales de la visión de Iglesia que buscamos para caminar hacia el futuro con esperanza y fortaleza de áni­mo. Por tal razón en el «Juzgar» de este último capítulo no va­mos a reiterar lo que hemos desarrollado hasta aquí. Solamente sugerimos que se repasen sobre todo los capítulos primero (acerca de la voluntad de Jesús sobre su Iglesia), tercero (sobre la presencia de la Iglesia en el mundo actual), cuarto (sobre la evangelización) y sexto (sobre la misión de los laicos en el mun­do). Ellos constituyen el telón de fondo de lo que proponemos para la actuación.

Actuar CÓMO NOS COMPROMETEMOS PARA ALCANZAR EL FUTURO DESEADO

El Concilio Vaticano II hace casi cincuenta años lanzaba un de­safío en la constitución pastoral Gaudium et spes: «Se puede pensar con toda razón que el futuro de la humanidad está en las manos de aquellos que sepan dar a las generaciones venideras razones para vivir y razones para esperar» (n. 31). La pregunta nace de inmedia­to: ¿cómo vivir y transmitir esas razones?

Realmente no se percibe con claridad lo que sustituirá en el futuro a lo que existe en el presente. Es el umbral de una época que va a ofrecer una configuración nueva de la Iglesia. Más que contornos ciertamente no pueden distinguirse, mientras las for­mas que se mueren de la vida eclesial causan un luto insoporta­ble pero necesario y obligan a caminar en una especie de vacío de fe. Aquí se encuentra la razón más profunda de la perplejidad pastoral que hoy está tan extendida. A pesar de ello, vamos a in­tentar ofrecer unas sencillas propuestas para impulsar nuestro compromiso en la edificación de la comunidad de Jesús en los próximos años.

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1. ACEPTACIÓN DE LA GRAN DIFICULTAD DEL ANUNCIO

El Concilio Vaticano II ha proclamado que la Iglesia no es fin en sí misma, sino que su finalidad es la salvación de todos los pueblos. Al mismo tiempo reconoce, como ya vimos, la autonomía del mundo y acepta teóricamente que la Iglesia ya no lo dirige como en los tiempos de la cristiandad (otra cosa es cómo se actúa en la práctica).

En todo caso, las dificultades actuales para la evangelización se encuentran en el hecho de que los poderes del mundo ignoran completamente a la Iglesia. Sus criterios y proyectos son radical­mente diferentes. El anuncio del evangelio es irrelevante, es como si no existiese. Nos encontramos en una situación verdaderamente nueva: una Iglesia del silencio en medio de una sociedad guiada por el valor supremo del dinero y cuyas normas son la competiti-vidad y el aumento de poder. El desafío para los cristianos es hoy más difícil que nunca porque el sistema socioeconómico y político es muy fuerte, hasta el punto de que la mayor parte de las perso­nas cede y pierde las propias convicciones.

Por eso, la Iglesia tiene que expresar su testimonio de otra mane­ra. Hoy hacer discursos, publicar documentos, firmar declaraciones es intrascendente porque nadie los escucha o lee. El mundo actual necesita mensajes de mayor impacto, que consigan movilizar a las personas de buena voluntad. Lo que hoy tiene valor de testimonio no son las palabras, sino los gestos, las acciones proféticas claramen­te perceptibles, que manifiesten la palabra de Dios en medio de la humanidad de tal modo que de hecho pueda alcanzar a las multitu­des. Por desgracia, las instituciones, asociaciones y organizaciones católicas no son señales fuertes en el mundo de hoy, sino islas, refu­gios, entidades desconocidas para el resto del mundo.

En esta difícil situación es preciso aprender literalmente a hacer la experiencia de Israel y de la primitiva Iglesia de que como pue­blo de Dios somos peregrinos en el mundo. Es preciso llevar a cabo esta experiencia que hoy se nos exige culturalmente. Lo cual pre­supone reavivar aquella espiritualidad del desierto que es funda­mental en el mensaje bíblico y que no ha perdido actualidad en la actual situación de la Iglesia.

2. PACIENCIA HISTÓRICA CONFIADA EN EL PODER TRANSFORMADOR DE LA FE

Ante la compleja y difícil situación descrita en la primera parte, no se puede pensar en un programa a corto plazo que se despache

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con un par de actuaciones de estrategia calculada o con la ayuda de algunas ideas para un maquillaje según la moda. Se trata de una tarea ingente y a largo plazo.

Primero deben disolverse trabajosamente los endurecimientos y obstinaciones y curarse las heridas que han surgido tanto del lado de la Iglesia como del lado del mundo moderno. Del lado de la Iglesia se trata de superar una actitud unilateralmente defensiva frente al mundo, liberarse del aislamiento causado en buena parte por culpa propia, renovar la alegría de la fe y recuperar el impulso misionero. Del lado del mundo moderno se trata de desintoxicar lo que de reservas, prejuicios y enemistad ha ido montando contra el cristianismo.

No hay que abandonarse a la ilusión de que podría darse en el futuro próximo una relación y una síntesis armónicas de Iglesia y mundo, fe y cultura. Esto no se ha dado en el pasado y fundamen­talmente no puede darse. Las fuerzas adversarias del evangelio se harán presentes en el futuro y se opondrán enérgicamente a él. La evangelización está siempre bajo el signo de la cruz y no puede tener lugar sin conflictos. Sin embargo, ella quiere mostrar a los hombres y mujeres de buena voluntad una salida de la situación extraviada y un camino hacia delante. Quiere mostrar la ruta hacia un nuevo humanismo y una nueva civilización de la vida y del amor. Desde esta perspectiva global han de nacer las prioridades pastorales para la época.

Sería también ingenuo invocar sin más la confianza en el Señor y en el Espíritu, pensando que nos sacarán de la crisis de una for­ma milagrera. Pero sí hemos de afirmar que la fe guarda en su in­terior sorpresas no cuantificables en relación con los juicios pura­mente históricos o las evaluaciones meramente culturales que po­demos hacer de la Iglesia.

No es difícil observar que a lo largo de los siglos, también en tiempos recientes, ha sido precisamente la fe cristiana la que ha dado origen a algunos de los procesos más radicales de contesta­ción y de reserva crítica para con las ideologías y los totalitarismos que han querido subyugar el mundo. Lo que aquel profeta mártir del nazismo, Dietrich Bonhoeffer, llamaba «la diferencia cristiana» sigue siendo capaz de constituirse en alternativa del vacío de espí­ritu, la desconfianza en la verdad, los sofismas de la propaganda, la desmotivación social, la falta de responsabilidad para con los otros, la ausencia de compromiso por la justicia y el bien, la violen­cia, la voluntad de poder, la codicia del dinero de la sociedad ac­tual.

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El mensaje de la fe se presenta como llamada frente a los ídolos de la cultura débil de la posmodernidad presente. La prioridad dada al Dios vivo, personal y trascendente que se entrega a la per­sona humana en Jesús contradice la atracción de todos los otros dioses o supuestos absolutos. A Él se le puede prestar confianza y entrega en la vida como en la muerte. Él nos puede llevar más allá de nuestras soledades y nuestras dimisiones. Un encuentro expe-riencial con Él y la adhesión a su persona es la fuente de vida para nuestra existencia.

Este es el mensaje profético que la Iglesia ha de anunciar, rege­nerándose en su naturaleza evangélica, centrada en la buena noti­cia del Dios crucificado y resucitado por nosotros. Este es su deber y el de todos sus miembros. Sobre él se juega el futuro del cristia­nismo y de la propia Iglesia.

3. ORIENTACIÓN SEGÚN LA VERDAD DEL MENSAJE DE LA CRUZ

Como terapia para con la enfermedad de una Iglesia que vive al margen de los hombres y mujeres de hoy, proponen algunos que atienda más a las necesidades humanas urgentes y se comporte en su actividad pastoral con el estilo de organización de la empresa moderna al proponer su oferta a la posible clientela.

Sin duda alguna, detrás de esos afanes de organización pastoral se encuentran preocupaciones más que justificadas. Pero deben confrontarse con la pregunta últimamente decisiva de todo, a sa­ber, por qué la vida de Jesús ha conducido inevitablemente a su muerte en la cruz. Si Jesús hubiera pensado sólo de acuerdo con sus clientes y si hubiera actuado sólo orientado por sus necesida­des, entonces al final de su vida posiblemente hubría obtenido un doctorado honoris causa y no la violenta muerte de los criminales en la cruz. Como dice lapidariamente Leonardo Boff: «Ningún pro­feta de ayer o de hoy murió de muerte natural». La cruz es lo que desbarata nuestras ideas hoy tan queridas de un Jesús light. Jesús ha llegado hasta la cruz porque no se ha dirigido sencillamente por las necesidades y plausibilidades de las personas que se encontra­ban con Él, sino porque ha estado al servicio de un mensaje que ha pregonado oportuna o importunamente, y de ningún modo sólo de forma casual. Jesús tuvo en cuenta a su «clientela», ciertamente, en el modo en el que intentó llevar el mensaje a los hombres y mu­jeres de su tiempo. Para la Iglesia de hoy el primer criterio de su actuación debe estar en el seguimiento de Jesús según la orienta-

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ción que nace de la verdad del evangelio. Si esto se mantiene, en­tonces las planificaciones, las decisiones, las consideraciones acerca de los clientes no sólo son oportunas, sino indispensables. Porque el evangelio interesa a toda persona y es público. Por eso debe anunciarse también en la actual plaza pública, como lo hizo Pablo. Pero en la plaza del mercado actual sólo puede ser fructífero cuan­do no se somete a las duras leyes del mercado, sino cuando las cuestiona. Pues el cristianismo es mucho más que una religión que satisface necesidades; y la Iglesia es mucho más que una institu­ción religiosa que responde a expectativas. Porque la Iglesia no sa­tisface simplemente necesidades y expectativas, sino que celebra misterios y ante todo el misterio público de la cruz. En consecuen­cia, lo que necesitamos hoy y para el futuro en la Iglesia es una nueva orientación hacia la verdad del evangelio, con la convicción de que ella es incorruptible y a menudo bastante incómoda.

4. NECESIDAD DE UNA MÍSTICA

Es de sobra conocida la frase del teólogo K. Rahner, traída de André Malraux, de que el creyente de mañana o será un místico, es decir, uno que ha «experimentado» algo, o ya no lo será. Sin una permanente presencia y experiencia de Dios, ninguno conseguirá ser auténtico creyente en el mundo actual.

La mística no es algo propio de una vocación excepcional (aun­que haya casos excepcionales a los que calificamos de místicos), ni necesita de un refugio lejano del mundo para existir. Debe vivirse en la sociedad, en una sociedad contraria al evangelio, ajena a los valores morales, en una sociedad sin amor, donde todos son riva­les y todos pueden ser machacados, abandonados, tirados a la puerta como la basura.

Cuando los apoyos sociales de la vida eclesial se vuelven cada vez más débiles, el ser cristiano del futuro sólo podrá mantenerse por medio de una relación personal con Dios. En la actual situa­ción en la que nuestra sociedad está afectada por la crisis radical de Dios, en la que la pregunta por El golpea de forma imperiosa a nuestras puertas y con una seriedad inequívoca, es absolutamente necesario que haya hombres y mujeres que den testimonio de su experiencia de Dios.

Por desgracia, nuestra fe es demasiado cerebral, demasiado ra­cional; se ha divorciado de la espiritualidad. De ahí que nuestro discurso sobre Dios es árido e intelectualista. Pues bien, es necesa-

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rio recuperar un estilo de fe que consista en la posibilidad de expe­rimentar una relación personal con el Dios vivo, nutrida por la es­cucha de su palabra y por el diálogo filial con Él.

Que quede claro: la dimensión contemplativa de la vida y la experiencia espiritual no son una huida del mundo, sino una reser­va de humanidad y de auténtica sociabilidad. Desde esa experien­cia los creyentes estamos llamados a contar a través de nuestras vidas que hay razones para vivir, y para vivir juntos en Iglesia, y que esas razones nos han sido dadas por Jesucristo. Se trata de volver a la primacía del Dios de Jesús, al que hemos reconocido en la vida y en la oración y hemos celebrado en la liturgia. Hay nece­sidad de cristianos adultos en la fe, expertos en la vida según el Espíritu, prestos a dar razones de su esperanza.

Por consiguiente, el criterio decisivo de toda acción pastoral debe consistir en posibilitar o profundizar tal relación personal con Dios. Aquí está la auténtica palanca de la renovación de la Iglesia. Una reforma verdadera no podrá darse sin un profundo enraiza-miento de sus miembros en el misterio de Dios y sin la correspon­diente espiritualidad mística. Por ello, todos los esfuerzos de refor­ma de la Iglesia han de realizarse no «desde arriba» ni tampoco «desde abajo», sino «desde dentro».

5. OPCIÓN POR LOS POBRES

La demanda de una Iglesia pobre era creciente en los años in­mediatamente anteriores al Concilio debido a varias causas: la con­ciencia de que el mundo obrero había abandonado la Iglesia, la reviviscencia de una espiritualidad centrada en la pobreza de Je­sús, la Misión de Francia promovida por el cardenal Suhard, la experiencia de los sacerdotes obreros, la provocación de la pobreza del Tercer Mundo. En el Concilio no pocos Padres conciliares qui­sieron que el tema «Iglesia de los pobres», indisolublemente ligado al de la «Iglesia pobre», fuese considerado tema central del Vatica­no II. Pero los resultados no fueron a la par con las expectativas. Quizá era demasiado pronto. El Concilio tenía otra preocupación clave: la apertura al mundo y el diálogo con la sociedad moderna. La situación de los pueblos, razas y clases sociales marginadas, ex­plotadas y empobrecidas por los que dominan la sociedad moder­na no estaba en el centro de la atención del Vaticano II.

Sin embargo, el Concilio redactó dos textos importantísimos: LG 8, referido directamente a la Iglesia, y GS 76, que habla de la

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relación de la Iglesia con la comunidad política. Hay que volver a leer y meditar esos textos. De acuerdo con ellos, el camino de la pobreza como estilo de presencia y de actuación de la Iglesia en el mundo significa una cosa muy sencilla. En su misión en medio de los hombres, la Iglesia debe usar los mismos medios que ha usado Jesús, a saber, sólo la fuerza del evangelio. La Iglesia de los pobres es ante todo una Iglesia pobre. No se trata de una exaltación de la pobreza como condición material, la cual por el contrario ha de ser combatida. Se trata más bien de que el misterio de Cristo se haga presente en la Iglesia: ella no puede hacer otra cosa que seguir a Cristo por el mismo camino que Él ha seguido. El evangelio, para ser comunicado, no tiene necesidad más que de sí mismo. Los pri­vilegios sociales, políticos, jurídicos y económicos que la Iglesia ha acumulado a lo largo de los siglos deben ser abandonados para que su uso no haga dudar de la sinceridad del testimonio evangé­lico.

Lamentablemente, el destino de esta exigencia evangélica como estilo de la misión de la Iglesia, después del Concilio y hasta nues­tros días, ha sido triste y penoso. Con la excepción de los obispos de América Latina, que en las Asambleas de Medellín (1968) y Puebla (1992) propusieron como eje de la evangelización la opción preferencial por los pobres y su liberación, podríamos decir que los textos antes citados han sido censurados por el propio Magiste­rio eclesiástico. De LG 8, 3 se cita todo lo más la última parte, la de la necesaria penitencia de la Iglesia, sin ningún nexo con la exigen­cia de pobreza evangélica. El recurso por parte de la Jerarquía en la actualidad a instrumentos jurídicos y políticos para la defensa de los valores considerados esenciales es el reflejo evidente de esa censura. Y cuando se habla de pobreza, se habla en sentido indivi­dual, no como estilo objetivo y obligatorio de la Iglesia misma en el anuncio y en el testimonio del evangelio.

Pero no se puede ignorar que la evangelización misionera suce­de hoy en el contexto de un mundo injusto, sellado por la fuerza y la violencia que aplasta a los débiles. La Iglesia, en cuanto comuni­dad del Siervo de Yavé, es invitada hoy más que nunca a redescu­brir su misión como servicio al Reino de la justicia. Esto implica la conversión colectiva para adoptar una opción evangélica a favor de los empobrecidos.

El Dios de la Biblia es el que toma la iniciativa de ponerse al servicio de la vida, particularmente de la vida herida, para su pue­blo y para todos los pueblos. Jesús inaugura el Reino haciéndose pobre y siervo y entregando su vida. El evangelio, tal como lo pro-

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puso en la sinagoga de Nazaret (cf. Le 4,18-21), habla del Dios que quiere la vida para los pobres y la liberación para los oprimidos.

Por consiguiente, en el contexto actual del mundo globalizado en el que hay tantos perdedores, el anuncio de la fe se ha de enten­der primariamente como testimonio del Dios de la «vida en pleni­tud» (cf. Jn 1, 16), la cual ha sido prometida «a todos». Este testi­monio tiene que ir acompañado del servicio a los empobrecidos. Porque el mensaje sólo se encarna verdaderamente en lugares pre­cisos y en acciones singulares donde la dignidad humana está en juego. Así, el servicio de la Iglesia, coherente con el anuncio, debe traducirse necesariamente en defensa de la participación de todos los hombres y mujeres en los bienes de la creación, con todas las tareas que implica tal compromiso.

No podemos infravalorar el precio a pagar por esta opción. Fa­vorecer la comunidad humana no es solamente vivir la fraternidad con los excluidos, es luchar contra la exclusión. Es un combate que expone al martirio y el número de los mártires no ha disminuido en nuestro tiempo.

6. SERVICIO ÉTICO A LA COMUNIDAD HUMANA MEDIANTE EL DIÁLOGO Y LA PROPUESTA

Los grandes pensadores de nuestros días, los líderes mundiales, las personas más nobles de nuestra cultura afirman de manera ca­tegórica que la sociedad debe ser humanizada y moralizada: es preciso reencontrar una conciencia y un proyecto que no sea sola­mente material, sino sobre todo espiritual.

En ese proyecto los cristianos deben participar, como ciudada­nos en todo caso, y, si es posible, como militantes y políticos. Para la comunidad eclesial ha llegado un tiempo en el que debe hablar del sentido sin intentar imponer normas, una época en la que pue­de significar a Dios y la exigencia ética inscribiéndose en una so­ciedad de debate, deseosa de ajusfar constantemente sus normas a las evoluciones de la vida.

La presencia de la Iglesia en ese debate colectivo no puede ya caracterizarse por la reivindicación de un magisterio ético que le viene de una competencia superior, sobrevenida de lo alto, que se presenta como aportando la solución a los males del planeta. La Iglesia está invitada a participar en la búsqueda de todos aportan­do lo que las religiones tienen de más propio: mantener abierta la cuestión de las finalidades últimas y de los desafíos éticos, soste-

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ner la esperanza histórica, promover una concepción del ser huma­no como abierto a la trascendencia.

Desafío y oportunidad a un tiempo para la Iglesia es mostrarse como quien toma a su cargo la exigencia ética. No todas las religio­nes tienen una dimensión ética y hoy proliferan tipos de religiosi­dad que no tienen forzosamente tal dimensión.

¿Qué puede aportar la ética propia de la tradición cristiana en este contexto crucial? La tradición cristiana nos responde: respon­sabilidad histórica y política de gestionar el mundo para humani­zarlo; atención a la fragilidad de la naturaleza; conciencia de la distorsión de las relaciones sociales; edificación de una institución social y política que sea apta para asegurar un mínimo de equidad y de dignidad para todos; denuncia de la idolatría en la línea de la lógica profética; combate contra la injusticia y la violencia de los poderosos para salvar la dignidad inscrita en el corazón del hom­bre; cese de la explotación y del desprecio del pobre; anuncio del Reino con la elección prioritaria de los pobres. Es cierto que Jesús no tiene proyecto político, pero su mensaje no deja de tener impac­to sobre la sociedad y su necesaria transformación. El profeta gali-leo encausa el poder que abusa de su posición y el dinero que vuelve ciego a lo que sufre el otro. Por eso, el evangelio conmina a hacer sitio a los más débiles no sólo en las relaciones cotidianas, sino también en los procesos económicos y sociales.

El cristianismo en su dimensión ética encarna el ideal y la pro­puesta del universalismo, es una religión universal que potencial-mente relativiza todas las pertenencias étnicas, culturales, lingüís­ticas. La dimensión universalista actúa constantemente en el inte­rior del cristianismo. En esta hora de repliegues identitarios y de avances del racismo, no es indiferente que voces cristianas recuer­den que todos somos hermanos y que no tenemos más que un solo Padre, relativizando así los poderes de este mundo.

Por otra parte, el agnosticismo, el positivismo o el ateísmo se encuentran impotentes para dar una respuesta plena y satisfactoria tanto a los problemas éticos como al inevitable problema del senti­do último de la vida. Se trata de los interrogantes que surgen en el contexto del sufrimiento, de la muerte y de las experiencias de contingencia; los interrogantes que brotan tras la constatación de que el bienestar material no es garantía de felicidad; los que nacen en el marco de los múltiples conflictos que caracterizan la convi­vencia humana, tanto en el nivel interpersonal como en el social: racismo, guerra, Tercer Mundo, terrorismo; los interrogantes que se refieren a las raíces de los valores y de las normas en una espe-

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cífica imagen complexiva de la persona; los referidos a los límites de la tecnología y de la ideología de lo tecnológico, etc.

A la Iglesia se le presenta aquí un espacio de diálogo. Hoy más que nunca es necesario dialogar sobre aquellos valores fundamen­tales de la persona humana que necesitan un fundamento. No pue­den ser dejados al arbitrio individual, a mayorías políticas casuales o a la ilusión del momento presente, porque son ya «preestableci­dos», es decir, han sido dados al ser humano para su existencia y para la convivencia con los demás.

En ese diálogo la Iglesia debe mostrar con el máximo respeto cómo los inevitables interrogantes acerca de los problemas más ur­gentes y apremiantes, las cuestiones acerca del fin y del porqué provocan la pregunta última acerca del sentido de la vida humana. Ese interrogante se impone con particular insistencia cuando esa vida sufre violencia a causa del mal que acontece al ser humano, como la enfermedad, el sufrimiento, la muerte, o también a causa del mal que nos procuramos recíprocamente, como la opresión, la explotación, la violencia, la guerra. Precisamente a causa de las cer­tezas perdidas, el interrogante acerca del sentido de la vida se hace más urgente en la sociedad occidental. La persona individual, de­masiado concentrada en sí misma, cuando obra de buena volun­tad, hace la experiencia de que el poseer, el placer y el poder no aportan aquella plenitud hacia la cual anhela su deseo íntimo. Es en ese nivel donde la Iglesia puede invitar a una reflexión más profunda, indicar el evangelio de Jesús y la perspectiva de su Rei­no de paz y de justicia, que no es de este mundo, pero que contri­buir a realizarlo constituye un desafío para todos.

7. LUCHA POR LA JUSTICIA, LA PAZ Y LA SALVAGUARDA DE LA CREACIÓN

Este enunciado, nacido en el seno del movimiento ecuménico, es hoy propuesta imprescindible de todo movimiento o grupo de cre­yentes en Jesús que quiera hacerse presente en la construcción del futuro. Ante el cariz que toma la globalización, los desafíos a la justi­cia social están claramente vinculados con las relaciones de depen­dencia y con la cuestión ecológica. Los cristianos han de saberse lla­mados a mantener despierta una conciencia crítica en defensa de la calidad de la vida para todos, a hacerse voz de los que no tienen voz para afrontar la lógica egoísta de los intereses económicos y políticos, tanto en el ámbito de nuestro país como en el plano mundial.

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A la crisis de Dios de la que hemos hablado le sigue una crisis de la persona humana, tan peligrosa como aquella. En efecto, se­gún la convicción de la fe cristiana, la persona humana es la ima­gen inviolable de Dios, a la que Él cuida como a la niña de sus ojos. Por ello, los derechos humanos de validez universal han crecido históricamente en el suelo de dicha convicción de fe. Por eso, el evaporarse de la conciencia de Dios en la vida pública de la socie­dad actual corroe también de manera peligrosa la dignidad de la persona humana. Y surge la pregunta preocupada de si y de cómo pueden seguir permaneciendo eficaces aquellos derechos cuando se los desarraiga de ese suelo cristiano. Los síntomas de tal peligro se tocan con las manos.

Si queremos responder con honradez a esa pregunta, entonces la vida de la Iglesia y la acción pastoral deben ponerse ante la cues­tión de Dios con una pasión nueva y concederle la máxima priori­dad en las preocupaciones cotidianas. Por desgracia, en lugar de tomar en serio esta llamada, hoy en día a menudo y precipitada­mente nos enredamos en polémicas sobre la estructura eclesial, que se convierten en maniobras de distracción.

Y, sin embargo, un enorme desafío que la época actual lanza a la Iglesia consiste en explicar el contenido de la fe cristiana en su significado para los problemas de orientación del presente. Dicho de otra forma: la competencia religiosa específica que la Iglesia ha de hacer valer está en la vinculación entre el conocimiento del Dios de Jesús y la justicia. A este desafío de la sociedad debe responder la Iglesia. En una adecuada respuesta al mismo están escondidas las fuerzas elementales y el jugo vital de una sociedad capaz de futuro. Sólo cuando la Iglesia tiene ante su mirada el gran valor de la Verdad que le ha sido confiada, puede ponerse a un tiempo se­rena y decididamente ante los desafíos sociales de hoy.

Según la convicción cristiana, el mensaje del amor de Dios reve­lado en Jesucristo para con todos los seres humanos sin excepción está esencial y necesariamente vinculado con la apuesta a favor de la justicia social y de la paz. Las palabras de los profetas y el evan­gelio son en esto totalmente inequívocas. Por esta razón, los bienes de la Tierra pertenecen a todos. Luego los cristianos deben abogar umversalmente por una cultura de la participación y de la solida­ridad, configurando la globalización de tal manera que lleve un rostro humano. No pueden conformarse con la crasa desigualdad injusta en la distribución de los bienes y de las oportunidades para la vida. La apuesta por la dignidad humana, universal y absoluta­mente vinculante, que corresponde a todo hombre y a toda mujer,

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ha de ser la aportación más importante de la Iglesia a la paz del mundo.

Ciertamente, no podremos cambiar todo el mundo y suprimir para siempre la pobreza y la miseria. El evangelio es en esto realis­ta: «Pobres tendréis siempre entre vosotros» (Me 14, 7). Pero ser realista no significa quedarse quieto. Al contrario: debemos hacer todo lo posible para, allí donde podamos y tanto cuanto podamos, dominar la injusticia y promover el bien. Quizá se trate normal­mente de proyectos pequeños, aunque significativos y modélicos; pero pueden ser para muchos un vislumbre de esperanza y un es­tímulo para ser imitados.

Por las mismas razones los cristianos deben apostar por la con­servación del medio ambiente como creación de Dios y como espa­cio vital del ser humano. Con ello nos jugamos no sólo las condi­ciones de vida dignas de la persona humana de los hoy vivientes, sino también una justicia que trasciende los años para las genera­ciones futuras.

La propuesta que se deriva de todo ello significa hacerse cada vez más servidores por amor, viviendo el despojo de sí mismos en el seguimiento del Abandonado, solidarios con los más débiles y los más pobres, construyendo un camino de comunión humana universal. Sin duda, ese estilo de solidaridad conlleva la necesidad de tomar postura denunciando la injusticia y el pecado. Se trata de poner en primer rango no el interés mundano o el cálculo político, sino el compromiso exclusivo por la verdad de Cristo y su justicia. Se trata de poner en juego la propia vida dando testimonio en su nombre, cargando con la cruz si es necesario. La fe vivida de los miembros de la Iglesia debe tener la audacia de los gestos signifi­cativos y no equívocos, vividos en el seguimiento del Abandonado en la Cruz.

El futuro de la Iglesia estará marcado por la primacía del amor y por tanto, del compromiso por la justicia y la paz, o no será creí­ble, no hablará al corazón de quienes buscan un sentido para su vida y su historia.

8. CONCLUSIÓN

La pregunta que hay que hacerse al final de este rápido recorri­do es clara. ¿Hasta cuándo rehusará la Iglesia mirar la realidad de frente? ¿Hasta cuándo continuará irritándose por cualquier crítica, en lugar de reconocer en ella una llamada a la renovación? ¿Hasta

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cuándo seguirá retrasando una reforma que se impone imperativa­mente? El tiempo se agota y hay que movilizar todas las fuerzas vivas eclesiales para una renovación radical.

A los creyentes corresponde aceptar a la luz de la fe la situación actual de la Iglesia y de la sociedad, con sus arriesgados desafíos e ilusionantes promesas. No han escogido ellos el momento históri­co en que viven: el Señor les ha colocado ahí. En cada época de su historia la Iglesia vive su misterio esforzándose en responder a los imperativos del momento con la luz de su tradición viva y miran­do al futuro del Reino. Ella debe volverse valiente, aunque modes­tamente, hacia los tiempos nuevos, que son, sin duda alguna, los tiempos de la expectación. No sería reaccionar como creyentes bus­car refugio en un pasado supuestamente mejor ni extraviarse en la febril utopía. La fe confiesa que cada época es para la Iglesia un don de Dios. Corresponde a la comunidad cristiana aceptar y ad­ministrar este don de manera responsable.

Frente a los grandes desafíos señalados, hay que conservar la verdadera fe y la auténtica esperanza. La verdadera fe: ¿por qué no podemos leer estas transformaciones como providenciales, como una oportunidad a captar, como la ocasión ofrecida de descubrir dimensiones nuevas de la acción salvadora divina? La auténtica es­peranza: esperanza de que se ha llegado una vez más, y quizá más que nunca, a uno de aquellos recodos de la historia en los que, si la Providencia quiere socorrer a su Iglesia, lo hará sólo suscitando en ella personas dotadas de una lucidez a la altura de las circunstan­cias y de un coraje para la perspicacia. Para afirmar esto los creyen­tes se apoyan en la esperanza en el Señor, que «cuanto promete, puede realizarlo» (Rm 4, 21 ss). Por eso, la esperanza para el futuro es muy superior a la realidad que se encuentra ante los ojos.

La Iglesia católica como tal, sustentada en el Espíritu, no puede fracasar definitivamente. Pero la pregunta es si en el futuro subsis­tirá la Iglesia aquí, en este país, en el caso de que los seguidores de Jesús no seamos fieles a la llamada. La Iglesia en la figura que tiene en cada momento es una realidad elementarmente histórica; de ahí que no sólo pasa por fases de fuerte vitalidad y de enfermiza debi­lidad, sino que también hay que aceptar de manera realista que en ella muchas cosas deben morir una y otra vez para hacer sitio a nuevas figuras de vida. Aunque este proceso de muerte puede sufrirse como doloroso, hay que asumirlo y experimentarlo de for­ma intensa para renovarse profundamente.

Y hay que pasar individual y eclesialmente del sentimiento de crisis a la esperanza. La esperanza es una manera de vivir la crisis.

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El cristiano debe reconocer en la crisis una dimensión en la que habitar y no solamente algo que atravesar. No se trata simplemen­te de apretar los dientes aguantando hasta que esto pase. La espe­ranza teologal no es sencillamente optimismo, es una obediencia donada cuando los signos se borran.

PARA PROFUNDIZAR

W. BÜHLMANN, La tercera Iglesia a las puertas. Un análisis del presente y del futuro eclesiales, Ed. Paulinas, Madrid 1977.

C. DUQUOC, Cristianismo. Memoria para el futuro, Sal Terrae, Santander 2003.

G. MATAGRIN, Preparar hoy la Iglesia de mañana, Desclée de Br., Bilbao 1982.

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Epílogo

La reflexión que aquí concluimos se ha alimentado de una expe­riencia espiritual de Iglesia que ha buscado descubrir en su reali­dad empírica la profundidad del misterio salvador. Con las raíces humanas y cristianas hundidas en una Iglesia local determinada, hemos intentado lograr una visión interior de su ser que nos ayu­de en los debates acerca de la estrategia pastoral a seguir en el presente para preparar el futuro.

No hemos querido minimizar o encubrir piadosamente la reali­dad eclesial que a veces tanto nos disgusta y nos hace sufrir, pero tampoco mantener una mirada obsesiva sobre los deterioros de la misma, cayendo en lamentos estériles sobre sus defecciones del ideal. Nuestro intento ha sido aproximarnos honrada y sobriamen­te a la Iglesia como de hecho es: acosada en el contexto de la mo­dernidad, con dificultades para hacerse verdaderamente católica, tentada de retroceder a posiciones preconciliares...

Contemplamos esa realidad con los ojos de la fe y del amor: en ella percibimos la fidelidad irrevocable que Cristo le prometió, la apertura de caminos insospechados de resurrección, que quizá son distintos de nuestros propios sueños, la presencia del Espíritu que la hace salir al encuentro de los desafíos de nuestra actual situa­ción histórica.

Tal experiencia eclesial en tensión la viven muchos hermanos y hermanas nuestros. En no pocos de ellos surge regularmente la de­manda de una ruptura decidida y sin contemplaciones con la religio­sidad sociológica de tantos bautizados mediante la exigencia radical de condiciones de autenticidad en la vida de fe. Por muy comprensi­bles que parezcan a primera vista dichas exigencias, creemos que será difícil que logren a largo plazo resolver el problema que plantea hoy la confrontación entre las necesidades de la evangelización y el hecho penoso de la religiosidad sociológica de tantos bautizados. La cues­tión hay que plantearla en un nivel más profundo y abarcante que el de las exigencias, a saber, el de la remodelación paulatina de toda la vida eclesial en una verdadera comunidad de fe capaz de anunciar creíblemente el evangelio de Jesús. Sólo en un contexto en el que se experimenta realmente la alegría de vivir en común la fe, sólo si po­demos mostrar nuestra vida diciendo, como Jesús, «venid y ved» (Jn 1, 39), tiene sentido la evangelización misionera.

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Si la Iglesia quiere dar razón del evangelio que anuncia a la so­ciedad moderna, si no quiere retirarse a castillos de evasión, cada vez más reducidos y más fortificados, sólo le queda el camino de realizarse en formas de comunidad que organicen su vida propia y su relación con el ambiente de modo comunicativo. Con otras pa­labras, debe conseguir, apoyada en la fuerza del Espíritu, crear paulatinamente una figura empírica de comunión de los creyentes que sea en sí misma para el mundo medio social comunicativo de la salvación que proclama. Ello significa integrar la fe en un mun­do vital concreto, cotidiano, de tal forma que muestre ahí su plau-sibilidad sin llevar una vida separada de la sociedad real.

El Concilio Vaticano II nos propuso esa tarea como necesaria para estos tiempos. El papa Juan XXIII quiso que el Concilio fuera como un salto hacia delante, pero sus deseos se han cumplido to­davía en muy escasa medida. Aún queda mucho por hacer, tal vez lo más importante, para conseguir una renovación que arranque de lo profundo y de las fuentes, que sea simultáneamente respues­ta a los signos de los tiempos y anuncio del Reino futuro.

Ya hemos explicado que la dimensión escatológica de la Iglesia permite iluminar el ideal de comunión de una sociedad verdadera­mente humana. Ello quiere decir que la comunidad de los creyen­tes se constituye en indicativo permanente que remite al reino de Dios, pero sólo en la medida en que la comunicación interpersonal plena logra realizarse en ella anticipadamente de modo simbólico pero real. Aun en medio de su fragilidad, la Iglesia tiene conciencia de que, como agrupación de los seguidores y seguidoras de Jesús y en sus experiencias de comunión, actualiza sacramentalmente dentro de la historia, no en su figura consumada pero sí en su con­tenido real, aquella comunidad ideal que es el reino de Dios.

Al comienzo del tercer milenio el gran problema de la Iglesia consiste en que la fe cristiana, tal como se está presentando, no es capaz de impregnar no ya la totalidad, sino ni siquiera ámbitos par­ciales muchas veces externamente pequeños de la vida personal y social. Por ello la existencia cristiana en el tercer milenio se manten­drá en pie sin derrumbarse sólo mediante el intento creíble de una nueva síntesis de fe y vida, para la cual las pequeñas comunidades han de aportar un impulso relevante. Porque la fe cristiana necesita y quiere corporeizarse y por ello tiende a vincular entre sí a los cre­yentes en una unión reconciliada y por su medio pretende englobar todo el ámbito de vida en el mundo en la nueva creación de Dios.

Si con un apasionamiento sereno entramos en esa empresa de la fe, se abre un buen futuro para nuestra Iglesia. Con seguridad en

322

la actuación del Espíritu Santo podemos también hoy distinguir a través de la situación ciertamente no fácil de nuestra Iglesia los dolorosos gemidos de parto de su nueva figura (cf. Rm 8, 22).

En este nuevo nacimiento de la Iglesia todos tenemos que pro­porcionar ayuda para el alumbramiento, aunque en última instan­cia la obra corresponde a la fuerza del Espíritu. Desde los primeros días de la historia del pueblo de Dios ha sido siempre el Espíritu el que ha realizado nuevos comienzos, porque los planes de Dios no se ajustan a nuestros planes. Seguir el plan de Dios significa fiarse de sus promesas y en el interior de lo humanamente imprevisible seguir adelante, ser sostenidos y guiados con conocimiento y cer­teza. Así pues, fiarse del Espíritu de Dios y creerle capaz de dar un nuevo rostro y figura a la Iglesia es el mandamiento decisivo de la hora eclesial presente. Porque «Dios no nos ha dado un espíritu cobarde, sino un espíritu de energía, amor y buen juicio. No tengas miedo de dar la cara por Nuestro Señor» (2Tim 1, 7-8).

Quiero terminar con uno de los Himnos a la Iglesia que escribió la poetisa Gertrud von Le Fort (1876-1971) poco antes de su con­versión al catolicismo. Creo que reflejan el estado de espíritu que ha presidido la redacción de este pequeño libro sobre nuestra Ma­dre Iglesia.

«Y sin embargo todavía brota fuerza de tus espinas Y de tus abismos suena el canto. Tus sombras se abaten sobre mi corazón como rosas, Y tus noches son como vino recio. Yo todavía quiero amarte allí donde termina mi amor para contigo. Yo todavía quiero quererte allí donde ya no te quiero. Donde yo mismo empiezo, allí quiero dejar de hacerlo, Y donde lo dejo de hacer, allí quiero quedarme para siempre. Donde mis pies se niegan a marchar conmigo, Allí quiero doblar mis rodillas, Y donde mis manos rehusan, allí quiero juntarlas. Quiero hacerme soplo al otoñar del orgullo Y nieve en el invernar de la duda. Sí, como en fosas de nieve ha de dormir en mí todo temor. Quiero hacerme polvo ante la roca de tu ejemplo Y ceniza ante la llama de tu mandato. Quiero quebrar mis brazos Por si te abrazo con sus sombras.»

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ÍNDICE TEMÁTICO DE LOS CAPÍTULOS

Páginas

INTRODUCCIÓN 11

CAPÍTULO 1

«El tiempo que perdí para mi rosa...» 15

Repensar la Iglesia desde la experiencia cristiana 15

1. Confesión general 15 2. Una eclesiología inductiva 19 3. El hilo que desenreda el ovillo 21 4. Una sencilla aplicación de la encuesta de revisión

de vida 23

CAPÍTULO 2

¿Quiso Jesús una Iglesia? La Iglesia que Jesús quería 27

Ver El debate sobre la intención de Jesús de fundar una Iglesia 27

1. Jesús sí, Iglesia no 27 2. Posiciones extremas en el interior de la propia

Iglesia 28 3. ¿Por qué ser discípulo de Jesús en Iglesia? 28

Juzgar Los datos del Nuevo Testamento explican el proyecto de Jesús 29

1. Los comienzos del movimiento de Jesús 30 2. Los que siguen a Jesús 32 3. La conciencia de Jesús 35 4. El banquete final de Jesús con los suyos 36

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Páginas

5. La muerte de Jesús, presupuesto de la existencia de la Iglesia 37

6. Las experiencias fundantes de Pascua y Pente­costés 37

7. El primer período apostólico. Los primeros cris­tianos interpretan la voluntad de Jesús bajo el impulso del Espíritu 38

8. Los comienzos de la misión 40 9. Pablo como organizador de las comunidades 41

10. La transición al período postapostólico 43

Actuar Cómo el origen orienta el proceder en el presente 45

1. Importancia de hacer bien las preguntas 45 2. Qué significa realmente la referencia a los orígenes 46 3. Cómo se vincula la Iglesia con su fundador 47 4. El origen como impulso para la praxis eclesial 49 5. Fe en la Iglesia 50 6. La Iglesia y el Reino de Dios 51 7. La reforma de la Iglesia 52 8. La comunidad de mesa con el Señor 53

CAPÍTULO 3

La imagen de Iglesia del Concilio Vaticano II 55

Ver Una mirada a la situación 55

1. Síntomas de la problemática posconciliar 55 2. La interpretación del Concilio como punto decisivo 57 3. Una primera consideración sobre el panorama

descrito 58

Juzgar Algunos núcleos clave de la imagen conciliar 59

1. Misterio de salvación y sacramento del mundo 61

2. Pueblo de Dios (LG II) 63

3. La Iglesia nace de la eucaristía 65

Actuar Para poner en práctica el proyecto conciliar 67

1. Programa ante un cambio de época 68

326

2. La dificultad radical para vivir y practicar un Concilio de nuevo estilo 69

3. Un Concilio misionero 71 4. Presencia de la Iglesia en la historia del mundo 72 5. Recuperar el sentido del misterio de la Iglesia 73

CAPÍTULO 4

La Iglesia en el mundo actual. Presencia y tareas 77

Ver Puntos de partida en la propia experiencia eclesial 77

1. Ruptura entre la Iglesia y el mundo 77 2. La situación del mundo interpela a la Iglesia 78 3. Cuestionamientos de los propios creyentes 78

Juzgar Presencia y actuación de la Iglesia en el mundo como signo de salvación 79

1. Breve aclaración de conceptos 79 2. La enseñanza del Concilio Vaticano II 82 3. El modo de realizar la misión de la Iglesia en el

mundo 88

Actuar Algunos criterios de orientación 93

1. Una visión positiva del mundo moderno 94 2. En favor de la construcción de un mundo más

humano 94 3. Vivir en el mundo acogiendo el Reino de Dios 95 4. Crítica mutua entre Iglesia y mundo 96 5. Un tema debatido: relación entre desarrollo del

mundo y obra de la Iglesia 97

CAPÍTULO 5

«Evangelizar, la dicha y vocación propia de la Iglesia» (Pablo VI) 103

Ver La credibilidad del sujeto eclesial, cuestionada 103

1. Desafíos que le plantea la situación actual al «su­jeto evangelizador» 104

2. Verificación de la legitimidad del sujeto evange­lizador 105

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Juzgar Afirmaciones acerca de la evangelización 110

1. El dato bíblico 110

2. Breve síntesis teológica 111 3. Fases de la evangelización 112 4. Un anuncio transformador 113 5. Actualización de la obra salvadora y anticipación

de la plenitud 114 6. Diálogo y evangelización 115 7. Inculturación del evangelio 116 8. Una dialéctica crítica y profética 118

Actuar Propuestas para renovar nuestra acción evan-gelizadora 119

1. Punto de partida: la revisión individual y comu­nitaria 119

2. Despertar las preguntas sobre la existencia humana.. 120 3. Un anuncio para el hoy de la historia 121 4. Un modo de actuación que privilegia los medios

pobres 122 5. Un camino de libertad y de salida del gueto 123 6. Evangelización y transformación de la realidad 124

CAPÍTULO 6 La Iglesia local, Iglesia católica 127

Ver Crisis de la Iglesia local 127

1. Desafíos que plantea el cambio de modelo 127

2. Perdura la imagen centralista 128

3. Corrientes en el posconcilio 129

Juzgar Fundamentos teológicos de la Iglesia local 130

ELEMENTOS DEL NUEVO TESTAMENTO 130

1. Uso prepaulino del término ekklesía 130 2. La enseñanza paulina 131 3. Resultados 133

EL CONCILIO VATICANO II 134

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REFLEXIÓN SISTEMÁTICA 135

1. Vinculación a un espacio geográfico determinado, 135 2. Elementos constitutivos de una Iglesia local 136

Actuar Consideraciones de carácter pastoral 139

1. El modelo peculiar de unidad eclesial: tensión entre dos polos 139

2. La Iglesia siempre es una realidad «localizada» 141 3. Iglesias locales y cultura de los pueblos 141 4. Iglesia local, Iglesia católica 143

CAPÍTULO 7

La misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo 147

Ver Situación del laicado después del Concilio Va­ticano II 147

1. Aspectos problemáticos 147 2. Datos positivos 148 3. La traducción concreta de las afirmaciones

fundamentales del Concilio 149 4. Algunos desafíos del momento histórico presente

a los laicos cristianos 150

Juzgar Reflexión teológica 153

LA ENSEÑANZA CONCILIAR 153

1. Una visión global positiva del laicado 153 2. ¿Quién es el laico? 154 3. El carácter secular, propiedad específica del laico 155 4. Participación en la función profética, sacerdotal y

regia de Cristo (LG 34-36) 157 5. Vacíos que dejó el Concilio 158

DESARROLLO DEL PENSAMIENTO CONCILIAR EN EL POSCON-

CILIO 161

1. Sobre la definición del laico 161 2. Sobre la interpretación del «carácter secular» 163 3. Sobre la relación entre los laicos y los ministros

ordenados 164

Page 166: Perea Joaquin - Otra Iglesia Es Posible

4. ¿Teología del laicado o eclesiología integral? 166

Actuar Para recuperar la condición de sujeto 168

1. Impulso a una comunidad eclesial viviente y ac­tiva en el mundo 168

2. Servicio salvífico al mundo 169 3. Carismas para la evangelización 171 4. Pleno protagonismo de los laicos 172 5. Armonía de los laicos y los ministros ordenados 173 6. En síntesis: vivir la fe en su integridad y en todas

sus dimensiones 175

CAPÍTULO 8 La difícil pero necesaria comunión eclesial 177

Ver Problemática en torno a la comunión 177

1. El anhelo de comunión en la sociedad actual 177 2. En la estela del Concilio Vaticano II 179 3. En el contexto del pluralismo intracatólico pos­

conciliar 179

Juzgar Reflexión teológica sobre la comunión 180

1. Fundamento trinitario de la comunión 181 2. Doble dimensión, «vertical» y «horizontal», de la

comunión 182 3. La comunión se realiza por medio de las virtudes

teologales 185 4. ... y por la eucaristía 185 5. Una nueva concepción del sujeto eclesial 188 6. Dimensión institucional de la comunión 189 7. Derecho y libertad 190 8. La comunión de la Iglesia como sacramento para

el mundo 191

Actuar Orientaciones prácticas para vivir la comunión en la Iglesia 193

1. El espíritu de comunión y el proceder consiguiente 193 2. Los organismos de comunión y el necesario juicio

de comunión 195

330

3. La comunión en una situación de cambio y de plu­ralismo 199

4. La comunión en medio de tensiones y conflictos 200 5. La comunión por la eucaristía 202 6. La comunicación de bienes, prueba de la sinceridad

de la comunión 203 7. La comunión eclesial como servicio al mundo divi­

dido 204

CAPÍTULO 9 La autoridad en la comunión eclesial 207

Ver Avances y disfunciones actuales de la autoridad y de la institución 207

1. Aspectos positivos 207 2. Dos tipos de corrientes críticas 207 3. El estilo de autoridad, causa del distanciamiento 208 4. Se bloquean las propuestas del Concilio 209 5. El lastre institucional 210

Juzgar Reflexión eclesiológica sobre la autoridad ecle­sial y sus problemas 211

1. Fundamento bíblico-teológico 211 2. El sentido de la autoridad en la Iglesia de Jesús... 214 3. Ministerio ordenado y carismas en la comunidad

eclesial 215 4. La comunidad y el ministerio ordenado como in­

terlocutores 216 5. El límite de la autoridad eclesial: el sentido de la

fe de los creyentes 218 6. Las mutuas obligaciones 219 7. Problemas planteados por la existencia de la auto­

ridad en la Iglesia 220

Actuar Para un adecuado ejercicio de la autoridad en la Iglesia 225

1. La presidencia en nombre de Cristo y la autori­dad del Espíritu 225

Page 167: Perea Joaquin - Otra Iglesia Es Posible

2. La presidencia desde la clave de la espiritualidad. 226 3. Presidencia y búsqueda del consenso eclesial 227 4. Una nueva forma de ejercer la autoridad 229 5. Un voto de confianza previo 230 6. Reforma de las estructuras eclesiales 231

CAPÍTULO 10 Corresponsabilidad, participación, sinodalidad, democra­tización en la Iglesia 233

Ver Una problemática candente y compleja 233

1. En la comunidad cristiana la participación no re­sulta nada fácil 233

2. Nuevamente: el atasco en la renovación conciliar 234 3. Fuertes tensiones en torno a la cuestión de la de­

mocratización 235

Juzgar Reflexión eclesiológica 237

1. La sinodalidad, característica esencial de la Iglesia.. 237 2. Fundamentos teológicos de la corresponsabilidad. 239 3. Distribución de responsabilidades entre laicos y

ministros ordenados 241 4. La corresponsabilidad incluye la codecisión 242 5. La democratización de una Iglesia que no es una

democracia 243

Actuar Para estimular las instituciones de corresponsabi­lidad 248

1. Presupuestos en orden a una participación co-rresponsable 249

2. Tres criterios para avanzar 250

3. La traducción jurídica en un modelo adecuado 252 4. Sentido del voto en un organismo de correspon­

sabilidad eclesial 254 5. La práctica de la opinión pública en la Iglesia 257

CAPÍTULO 11

Parroquia, comunidad misionera: ¿una utopía? 261

332

Ver Descripción de la situación 261

1. Venimos de una historia que nos pesa 261

2. Una cierta resaca de experiencias comunitarias 262

3. La denostada realidad parroquial 265

Juzgar Reflexión teológica sobre la parroquia y la comu­nidad eclesial 267

1. Ambigüedad del término comunidad 267 2. Descripción de una antigua realidad eclesial: la

parroquia 268 3. Algunos datos escriturísticos acerca de la comu­

nidad cristiana 269

4. Reflexión sistemática sobre la comunidad 272

5. Reflexión eclesiológica sobre la parroquia 278

Actuar Para construir la parroquia comunitaria y mi­sionera 283

1. Reestructuración de la vida eclesial según el prin­cipio comunitario 283

2. Parroquia evangelizadora 284 3. Necesidad de un cambio radical en la estructura

de parroquia 286 4. Las nuevas unidades pastorales, respuesta a los

desafíos de la evangelización a las parroquias 288 5. Función integradora eclesial de la parroquia en

relación con las comunidades y función renova­dora de las comunidades en relación con la parro­quia 290

6. Aprendizaje de un modo de vivir la Iglesia 292 7. Conclusión. Un proceso lento y difícil 293

CAPÍTULO 12

La renovación pendiente de la Iglesia. Una agenda de transformación evangélica para el siglo xxi 295

Ver Para un diagnóstico global acerca del presente 295

1. Algunos rasgos del inhóspito contexto sociocultural 296 2. Una Iglesia asediada por la crítica 298

Page 168: Perea Joaquin - Otra Iglesia Es Posible

3. Fotografía en negativo de la situación intraecle-sial 299

4. La gran revolución cultural de los años setenta 300 5. Ambivalencia del retorno de la religión 302 6. Dos enfoques contrapuestos de la crisis y dos ti­

pos de respuesta a la cuestión de la configuración de la Iglesia para abordar el futuro 303

7. ¿Dónde está la verdadera crisis? 305

Juzgar Hacia qué futuro podemos y debemos caminar. 305

Actuar Cómo nos comprometemos para alcanzar el futuro deseado 306

1. Aceptación de la gran dificultad del anuncio 307 2. Paciencia histórica confiada en el poder transfor­

mador de la fe 307 3. Orientación según la verdad del mensaje de la

cruz 309 4. Necesidad de una mística 310 5. Opción por los pobres 311 6. Servicio ético a la comunidad humana mediante

el diálogo y la propuesta 313 7. Lucha por la justicia, la paz y la salvaguarda de

la creación 315 8. Conclusión 317

EPÍLOGO 321

334