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Los Cuadernos de Cine PEPITO GRILLO EN EL VIENTRE DE LA BALLENA G. 'Cabrera Infante e uando Abstemio Huxley, notable p . ero . nunca Nobelable autor de Contrapunto · y una de las mejores novelas sobre Hollywood, Viejo muere el cine, perdón, cisne, e entrevistado al llegar a Los Angeles sin bajarse todavía del tren, aún en su litera, literal- mente, y dijo al reportero rápido que había venido a Hollywood por el agua, el raudo reportero, A. S. Coop, enseguida lo corrigió. (No hay cosa que guste más a un periodista que corregir a un escri- tor: es por eso que los periódicos están tan mal escritos.) Le dijo, dole: «Pero Mr. Huxley, Ho- llood queda prácticamente en el desierto. » Hux- ley, que no ba nunca al cine porque no podía ver las películas (era ciego pero no como Borges, que puede opinar que Lawrence de Arabia es inferior a Khartoum porque tiene menos amarillos), dijo con recato inglés (el único que tenía) y pronuncia- ción de Oxrd: «Me inrmaron mal». Alguno entre ustedes, más nático que escéptico, dirá que esa última línea pertenece a Casablanca. A ese avisado puedo decirle que esa línea es del Bogart de Casablanca, sí, pero también es mía. Nulle die cine linea es mi lema: ni un solo día sin una línea del cine. El plagio, amigo, es la rma más arriesgada del homenaje. Nadie va a la cárcel por un piropo. Hay que vivir peligrosamente, como dijo Nicéro Nietzsche, tógra. Dague- rre c'est Daguerre, mon ami. Lumiere! Amante de lo inédito, sobre todo si es ajeno, no voy a hablar de lo que todos saben. No diré así nada de cómo Scott Fitzgerald, arruinado, borra- cho y sin crédito e a Hollywood y trató de escribir obras maestras para el cine y cómo murió en Los Angeles de un artero ataque al corazón. Si yo era un cronista de cine malicioso, galán de noche, aprovecharía aquí para hacfr propaganda contra el cine -y de paso contra el capitalismo. Por supuesto también contra Hollywood, que une a ambos. Ese cronista de marras, de amres, diría ora: «Scott Fitzgerald murió en Hollywood con el corazón destrozado» , acentuando Fitzge- rald en el Fitz, Hollywood en wood y todo destro- zado -y no diría mentira. Pero Fitzgerald escribió en Hollywood también una novela agmentaria que es tal vez su obra maestra y ganó en un año o dos más dinero que con todos sus libros. El pobre Scott, además, encontró el amor de nuevo y e liz, como todos, por un tiempo. Who can askfor anything more?, pregunta la canción. Who can indeed! No diré palabra tampoco de cómo William Faulkner, sin un centavo, con todos sus libros out of print (que es mucho más grave que decir «ago- tados » ), al firmar su contrato con la Metro pre- guntó de inocente socarrón, de campesino ducho, de dichoso: «¿Puedo escribir esto en casa? » -y , señaló al guión que le acababan de entregar para que lo reescribiera. Lo tenía en la mano derecha, precisó, mientras en la izquierda sostenía la pipa indolente. Pero no dijo al pedestre productor que «a casa » quería decir a su casa de Oxrd, Missis- sippi, a miles de kilómetros de Hollywood - se e mando, esmado. Cada vez que Faulkner tenía problemas de dinero, según Howard. Hawks, se iba a Hollywood a resolverlos. Fue así como res- tauró su casona ancestral sureña y su crédito con el panadero y el lechero, antes intrusos en el polvo. 52 No tengo que decirles, creo, que Nathanael West, el escritor de Señorita corazones solitarios, un ator menor adoptado por esos lectores y críti- cos que adoptan autores menores como adopta niños pobres el hospicio en todas partes y el doc- tor Barnardo en especial en Inglaterra, para re- educlos. Sólo quisiera saber qué harían el doctor Baardo y los hospicios en auspicios él día que no haya niños en harapos ni escritores de gazapos ni poetas vestidos con ripios. ¿Qué cosa harían? ¿Cerrar la tienda? West se llamaba en realidad Weinstein pero se dijo: «Go West, young man» -y se cambió el nombre por West al irse a Calirnia. Todo el mundo sabe que en Hollywood West hizo lo mismo que en Manhattan: trabajar lo menos posible. No lo culpo. Es más, lo abo: un hombre que no hace nada no puede hacer nada malo. A quienes no alabo es a toda esa gente que post cto pero con prejuicio, sin juicio, dicen que en Hollywood no dejaban expresarse a West -y no hablan de Mae West por cierto. En todo caso Nathanael West volvió al este pero sin cambiarse ni el nombre ni la ropa interior. Murió poco des- pués en su luna de miel. No lo mató Eileen (la heroína de My Sister Eileen), ,su mer, sino su absoluta incapacidad pa controlar un vehículo en marcha. Cuando chocó, mató a su esposa y se mató de paso, West conducía. Iba entonces West hacia el North -o norte brutal. De Aldous Huxley ya saben ustedes lo que he dicho (véase atrás) y lo que han dicho otros. In- cluso se ha hablado de cómo en Hollywood le pegaron ego a su casa -con la antorcha de Co- lumbia Pictures, probablemente. Ya se sabe, to- dos los productores no sólo son gordos y sudan sino que man puros por pirómanos. (Acaban de dejar detrás una aliteración. Habrá otras.) La casa de Huxley, junto con sus manuscritos, e consu- mida por las llamas en uno de esos incendios ocasionales (o si quieren, periódicos) de los bos- ques de California del Sur que rodean a Los Ange- les. Bruce Dern perdió su casa de Hollywood en un ego hace poco. Es oportuno decir, creo, que Dern, actor, nunca ha escrito una línea ni siquiera a su madre, la pobre. (Su nombre completo es Helen Lapobre Dern.) Huxley no murió ni con el corazón roto ni en un choque que se podía creer

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Los Cuadernos de Cine

PEPITO GRILLO EN

EL VIENTRE DE LA

BALLENA

G. 'Cabrera Infantee uando Abstemio Huxley, ei notable p. ero

. nunca Nobelable autor de Contrapunto· y una de las mejores novelas sobreHollywood, Viejo muere el cine, perdón,

cisne, fue entrevistado al llegar a Los Angeles sin bajarse todavía del tren, aún en su litera, literal­mente, y dijo al reportero rápido que había venido a Hollywood por el agua, el raudo reportero, A. S. Coop, enseguida lo corrigió. (No hay cosa que guste más a un periodista que corregir a un escri­tor: es por eso que los periódicos están tan mal escritos.) Le dijo, díjole: «Pero Mr. Huxley, Ho­llywood queda prácticamente en el desierto.» Hux­ley, que no <iba nunca al cine porque no podía verlas películas (era ciego pero no como Borges, que puede opinar que Lawrence de Arabia es inferior a Khartoum porque tiene menos amarillos), dijo con recato inglés (el único que tenía) y pronuncia­ción de Oxford: «Me informaron mal». Alguno entre ustedes, más fanático que escéptico, dirá que esa última línea pertenece a Casablanca. A ese avisado puedo decirle que esa línea es del Bogart de Casablanca, sí, pero también es mía. Nulle die cine linea es mi lema: ni un solo día sin una línea del cine. El plagio, amigo, es la forma más arriesgada del homenaje. Nadie va a la cárcel por un piropo. Hay que vivir peligrosamente, como dijo Nicéforo Nietzsche, fotógrafo. Dague­rre c'est Daguerre, mon ami. Lumiere!

Amante de lo inédito, sobre todo si es ajeno, no voy a hablar de lo que todos saben. No diré así nada de cómo Scott Fitzgerald, arruinado, borra­cho y sin crédito fue a Hollywood y trató de escribir obras maestras para el cine y cómo murió en Los Angeles de un artero ataque al corazón. Si yo fuera un cronista de cine malicioso, galán de noche, aprovecharía aquí para hacfr propaganda contra el cine -y de paso contra el capitalismo. Por supuesto también contra Hollywood, que une a ambos. Ese cronista de marras, de amarres, diría ahora: «Scott Fitzgerald murió en Hollywood con el corazón destrozado» , acentuando Fitzge­rald en el Fitz, Hollywood en wood y todo destro­zado -y no diría mentira. Pero Fitzgerald escribióen Hollywood también una novela fragmentaria que es tal vez su obra maestra y ganó en un año o dos más dinero que con todos sus libros. El pobre Scott, además, encontró el amor de nuevo y fue feliz, como todos, por un tiempo. Who can askforanything more?, pregunta la canción. Who canindeed!

No diré palabra tampoco de cómo William Faulkner, sin un centavo, con todos sus libros outof print (que es mucho más grave que decir «ago-

tados»), al firmar su contrato con la Metro pre­guntó de inocente socarrón, de campesino ducho,de dichoso: «¿Puedo escribir esto en casa?» -y

, señaló al guión que le acababan de entregar para que lo reescribiera. Lo tenía en la mano derecha, precisó, mientras en la izquierda sostenía la pipa indolente. Pero no dijo al pedestre productor que «a casa» quería decir a su casa de Oxford, Missis­sippi, a miles de kilómetros de Hollywood - se fue fumando, esfumado. Cada vez que Faulkner tenía problemas de dinero, según Howard. Hawks, se iba a Hollywood a resolverlos. Fue así como res­tauró su casona ancestral sureña y su crédito con el panadero y el lechero, antes intrusos en el polvo.

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No tengo que decirles, creo, que Nathanael West, el escritor de Señorita corazones solitarios, un a,utor menor adoptado por esos lectores y críti­cos que adoptan autores menores como adopta niños pobres el hospicio en todas partes y el doc­tor Barnardo en especial en Inglaterra, para re­educarlos. Sólo quisiera saber qué harían el doctor Barnardo y los hospicios en auspicios él día que no haya niños en harapos ni escritores de gazapos ni poetas vestidos con ripios. ¿Qué cosa harían? ¿Cerrar la tienda? West se llamaba en realidad Weinstein pero se dijo: «Go West, young man» -y se cambió el nombre por West al irse a California. Todo el mundo sabe que en Hollywood West hizo lo mismo que en Manhattan: trabajar lo menos posible. No lo culpo. Es más, lo alabo: un hombre que no hace nada no puede hacer nada malo. A quienes no alabo es a toda esa gente que post facto pero con prejuicio, sin juicio, dicen que en Hollywood no dejaban expresarse a West -y no hablan de Mae West por cierto. En todo caso Nathanael West volvió al este pero sin cambiarse ni el nombre ni la ropa interior. Murió poco des­pués en su luna de miel. No lo mató Eileen (la heroína de My Sister Eileen), ,su mujer, sino su absoluta incapacidad para controlar un vehículo en marcha. Cuando chocó, mató a su esposa y se mató de paso, West conducía. Iba entonces West hacia el North -o norte brutal.

De Aldous Huxley ya saben ustedes lo que he dicho (véase atrás) y lo que han dicho otros. In­cluso se ha hablado de cómo en Hollywood le pegaron fuego a su casa -con la antorcha de Co­lumbia Pictures, probablemente. Ya se sabe, to­dos los productores no sólo son gordos y sudan sino que fuman puros por pirómanos. (Acaban de dejar detrás una aliteración. Habrá otras.) La casa de Huxley, junto con sus manuscritos, fue consu­mida por las llamas en uno de esos incendios ocasionales (o si quieren, periódicos) de los bos­ques de California del Sur que rodean a Los Ange­les. Bruce Dern perdió su casa de Hollywood en un fuego hace poco. Es oportuno decir, creo, que Dern, actor, nunca ha escrito una línea ni siquiera a su madre, la pobre. (Su nombre completo es Helen Lapobre Dern.) Huxley no murió ni con el corazón roto ni en un choque que se podía creer

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ALDOUS HUXLEY

suicidio, sino de cáncer. Me temo que debo agre­gar que hasta hace poco se creía que el cáncer no se pegaba. Ahora con el Sarcoma de Kaposi y el síndrome de Urano habrá dudas sobre si Huxley fue inoculado (palabra fea) con sangre gay. Hay, como se sabe, varios productores pederastas con­sumados y hasta uno sodomita, so damita.

¿ Quién queda entre escritores víctimas de Ho­llywood que valga la pena? ¿ O que apenas valga? ¿Otro caso notorio? Queda, sí, queda James Agee, antiguo crítico de cine de la revista Time, que llegó a Hollywood precedido por la reputación de beodo, sin dientes en su sonrisa tenue. Agee es autor de una novela menor, Una muerte en la familia, algunos cuentos y tres o cuatro guiones metidos en un libro dentro del dudoso formol del delirio y el alcohol. Algunos de esos libretos que-

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daron además, en cinta por la generosidad de John Huston (La reina africana) y de Charles Laughton (La noche del cazador), hombres más onerosos que generosos, según se sabe. Agee murió del corazón, como Fitzgerald, después de haber pa­decido el síndrome del escritor bloqueado: pocas palabras y mucha mano con un vaso, y hablando por los codos en vaivén. El alcohol era su com­bustible espiritual, espirotuoso. Pero Agee sufrió de veras en Hollywood porque creyó que el cine y la literatura se encuentran en el guión. No es así, por supuesto. El guión no es más que la zona de combate entre el escritor y e1 director. En esta trinchera del arte por la parte el guión es muchas veces sólo una tierra de nadie. En ese momento, en esa situación entra un tercero aparentemente en concordia, el productor, para abrir en realidad un segundo frente de discordia. Este general mo­torizado (que se puede llamar General Motors) inmediatamente apunta al escritor con su falso habano (ahora están prohibidos los de Cuba de. importación en USA) y dice: «¿ Y este tipo con cuántas divisiones cuenta? El tipo o tío no tiene divisiones, claro, pero tiene algo,mejor -tiene di­versiones. Se puede llamar Faustófeles.

Estos son los casos de escritores que conozco que han sufrido bajo el látigo de un potentado del cine, Don de Sad, alegre con el foete, fumador de S&M, de codo duro. Ahora déjenme hablarles de un caso que ustedes no conocen -o que yo creo que conozco mejor que ustedes. Permítanme pre­sentarme, tan tarde en la tarde, es verdad, pero más vale. Me llamo (Vide Supra, que no es, como podrían pensar, una biografía filmada) Cabrera In­fante, pero para el cine soy siempre Cain -Gui­llermo Caín. O si quieren, fonetizado, Guiyamo Kein. Ya que saben mi nombre, alias y número de serie pueden llamarme Pepito Grillo si lo prefie­ren. Lo que voy a transcribir a continuación forma parte de un diario retrospectivo (los diarios se escriben siempre de noche) de mi visita breve al vientre de la ballena disfrazado de joven Jonás. Ocurrió hace años pero no lo he olvidado. Para asegurarme contra el olvido, café con leteo, tomé estas notas antídotas.

Mi partida a Hollywood se demoró tres meses por mi culpa y problemas de visado americano. Como una puta reformada que se ha cambiado el nombre pero no la cara, mi pasado me persigue, mi secreto me condena. Nunca fui comunista pero lo parezco -que es peor. Así no fue hasta casi mediado febrero de 1970 que volé a los Angeles y vi una película en el aire. Este debía ser mi viaje a la Meca, después de tantos años de «trabajos de amor ganados y perdidos por el cine». Pero hubo como una suerte de caída, no una decepción sino escasa expectación. Tal vez tuviera que ver con este sentimiento decayente el largo viaje de nueve horas de Londres a Los Angeles sentado viendo las nubes. Ninguna tenía, creo, bordes de plata. Una vez que estuve en tierra y en la calle y reco­rría las avenidas lumínicas, especialmente la que

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va del aeropuerto hasta el centro de Hollywood, la smart vía iluminada, los enormes murales multico­lores en las fachadas de sus edificios más visibles, hasta parar, en lo alto de Hollywood, en el mismo Sunset Boulevard, en el Chateau Marmont, en el hotel notorio en que J ean Harlow pasó su frus­trada luna de miel, la residencia oficial de Greta Garbo cuando visitaba Los Angeles, reliquia de los años gloriosos del cine: Jan viene no de aba­nico sino de fanático. Esa piedra miliar hecha de ladrillos y revoco blanco era mi paradero -y todo cambió al llegar. Estaba de veras en la Meca. Mi mezquita no era espectacular, más bien pecaba de nostálgica y tenue tienda: el hotel con su aire de mansión decadente, decaída dentro del lobby. Por haber llegado en un momento de arribazón de fans y mujeres que nunca conocieron el abanico, tuve que dar con mi equipaje en un pequeño cuarto del cuarto piso, tautología que no impedía la analogía. Mi cabina en las nubes era ahora un nido encima de la montaña de papel, de papel.

Allí me visitó, después de tocar a la puerta, Richard Sarafian, famoso por haber dirigido mil episodios, ¡mil!, de la serie/ Spy (que no se debe pronunciar nunca lspi) y no haber terminado un sólo episodio fuera de presupuesto. Una hazaña en Hollywood. Yo lo bauticé como el Orson We­lles del pobre por su peso y por su gula: no era · gordo, era obeso, obseso por la comida. Cuandolo conocí ·sarafian pesaba cerca de trescientas li­bras -calcule el lector en kilos. Esta vez Sarafianse veía aún más gordo. Era que estaba mucho másconfiado que cuando nos conocimos en Londres:Estaba inflado. Ya se había decidido, por Cupid ypor Fox, que sería el director de Vanishing Pont.Ganaría ciento veinticinco mil dólares ($125, 000),más un quince por ciento de la entrada bruta delfilm. Ese dinero sobre el papel se conoce en Ho­llywood como f antasy money, pero para Richardthe Last sería dinero muy real dentro de un año.Cuando vino a mi cuarto reducido, esa noche,Sarafian se quejó de que no tuviera yo una habita­ción que correspondiera a mi posición en el cine.Luego, a mi regreso del viaje para locaciones, latendría: una suite con vista a los cañones que flore­cían de noche con luz artificial. Ese jardín incan­descente había sido cantado como encantado porFitzgerald antes y encantador era. Ahora podíasentarme en el balcón y admirar la mágica mon­taña luminosa. Pero ese ahora sería tnás tarde.Ahora de ahora le dije a Sarafian que mi habita­ción humilde era mejor que un palacio en La Ha­bana -y yo no dejé detrás un palacio en Cuba sinola perspectiva de una celda y no precisamentemonacal. Lo que tenía ahora era premio suficientepara un escritor del campo, le dije -y se lo creyó.La ironía no era el fuerte de Sarafian. Tampoco loera la sátira. En cuanto a la sorna Richard creíaque formaba parte de una canción italiana, «Sornaa Torrento». Fue entonces que le compuse unlema: «Che Sará, Sarafian».

Esa misma noche (era sábado) Sarafian insistió

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en llevarme a comer, Hollywood style. Fuimos junto con quien sería el director de reparto y luego su asistente durante el rodaje, Mike McLaine, hijo del viejo jefe de repartos de Fox, a quien había conocido en Londres asociado al grupo pop Bon­nie and Delaney. Ahora, en Hollywood, exhibía entre sus posesiones más preciadas un Porsche y una muchacha rubia, alemana también, y alta y aparatosamente bella, como sólo suele haberlas en Hollywood, tengan o no tengan que ver con el cine: el glamour �e pega. Fuimos todos a Bubbles,un nuevo club dé moda, con su discoteca adjunta y una sala de billar y en el restorán muchas cele­bridades, las camareras resultan más bellas que muchas estrellas. La belleza no se compra. Entre los notorios del velorio estaba esa noche, memo­rable, para mí, Vincente Minnelli, acompañado, para usted, por su hija Liza o Leeza. Me presenta­ron a Minnelli, que me recordó en sus maneras gratas y cara fea al escritor cubano Virgilio Piñera -que se habría sentido insultado por la compara­ción. Me ganó. el aire apocado de Minnelli que· eramás que modestia y me asombró que al despe­dirse, un minuto. o dos después, recordara todavíami nombre: «Glad to have met you, Mr. Cain».Luego descubrí que es esta una de las característi­cas de la gracia social en Hollywood y de LosAngeles. Todo el mundo sabe y recuerda el nom­bre de todo el mundo, aún murmurado en la más _breve dé las presentaciones. Prodigioso. Además,ayudado por la tecnología, nadie deja una llamadatelefónica sin responder. «I'm returning your callofyesterday». Fabuloso. ¿Cómo lo hacen? La no­che terminó. con una cuenta astronómica que aca­bamos por pagar Mike McLaine y yo. Sarafian,presunta víctima de un atraco futuro, nunca lle­vaba dinero en los bolsillos, sólo tarjetas de cré­dito, tantas que forman una longaniza plástica.Esa noche no exhibió una sola. A la salida Sara­fian conduce el Mercedes convertible de la mujer(o lo que fuera) de Mike McLaine. Ante BubblesMike · le confía a Sarafian: «Dick, primero tepresto el auto de mi mujer que el mío propio».Sarafian sonrió sabio: «Extiéndelo a tu mujer,Mike también». Regresamos al Chateau en som­bras, con Sarafian al timón. Parecía haber bebidomás de la cuenta o haber más accidentes en lacarretera al regreso que a la ida. M� alegré cuandome depositó en el hotel sano y salvo después dehaber cogido las innumerables curvas de Los An­geles nb precisamente como un Fat Fangio. Al díasiguiente me llamó por teléfono: la noche anterior

· se había volcado en una curva, viniendo a pararen una zanja que era casi una barranca, no, noestaba herido pero sí molido por haber tenido quecaminar. kilómetros antes de que alguien lo reco­giera, no, del convertible de la novia (o lo quefuera) de Mike McLaine había quedado poco quesirviera para algo más que chatarra ahora, Sara­fian iba a descansar ese día y nos veríamos alsiguiente. Estaba bien de mi parte. De tu parte.

Un día después tuvo lugar la entrada al sancta

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WILLIAM FAULKNER

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sanctorum del cine. Fui con Norman Spencer, el productor inglés de Vanishing Point, a los estu­dios de la Fox -perdón, 20th Century Fax, el es­tudio que inventó el CinemaScope y a Betty Gra­ble, en ese orden (Marilyn Monroe se hizo sola.) Pero el pedestre nombre de la calle -Pico Boule­vard-, la entrada, el mero portón me decepcionan. Nada parecido a la portada de hierro florido de Paramount: esta es igual a la entrada a una fábrica cualquiera. Pero, después de todo, eso es lo que la Fax era en realidad: una fábrica. Casi como dijo Elías Ehrenburg, una fábrica de sueños. Pero la f

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brica se ve ahora ociosa y al abrir la puerta el cordial cancerbero bosteza. Después de pasar por el gran decorado de Helio, Dolly!, la calle de Nueva York de 1900 dejada intacta con su vía férrea elevada, todo un memento más o menos

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eterno, como el redoble y el reflector del lago ·de la Fax ante cada película: ya no se hacen películas así, tan malas, ahora torcemos hacia el edificio principal. Allí hay apenas cinco o seis automóviles parqueados, en lugar de la centena de autos en tiempo normal. Estos son tiempos anormales. Ho­llywood, aún en el letrero enorme que está en las colinas, comienza a perder las letras, como dien­tes un viejo leviatán. Los tiempos anormales serán pronto normales de nuevo.

Norman Spencer me conduce al interior del edi­ficio, a conocer al presidente de la compañía, Ri­chard Zanuck, son of Zanuck, y como su padre gran entusiasta del cine y del dinero. A él como a su adjunto, David Brown (los dos, Zanuck y Brown, serían de fabulosa fama cuando produje­ran Tiburón y todos sus cazones), a los dos les gustó mucho el guión de Vanishing Point.

Días después Zanuck diría: «No tenemos estre­llas porque el guión es la estrella de esta película.» ¿Resultaría yo, después de todo, el autor de Va­nishing Point? Ya antes Zanuck había expresado a Sarafian lo intrigado que estaba con el título y añadió: «Pero, ¿qué quiere decir Vanishing Point exactamente? Sarafian no sabía. De haber bus­cado ellos en cualquier diccionario, lo-habrían sa­bido enseguida: ahí fue dónde yo encontré ese título. Pero antes de que la conversación termi­nara ya Dick Zanuck me había preguntado qué quería decir Vanishing Point exactamente. Le dije que era el punto donde convergen todas las líneas posibles. Zanuck se quedó en silencio un mo­mento, mirando a un punto de fuga ante sus ojos y luego me dijo, pestañeando: « Ya veo». Pero me pareció que no veía con esos ojos del cine, a veces vacíos. El resto de· la entrevista transcurre entre ruidos sociales. Como el tiempo de los Zanucks de Hollywood es plata y su verba platitud, Norman y yo pronto lo dejamos solo en su enorme oficina, sentado en una silla gigante que lo hace más pe­queño de lo que es: rara hazaña para un poderoso productor de Hollywood, donde, como en todos los Estados Unidos, la elevada estatura es símbolo de poder o por lo menos de grandeza.

El cuartel general de la producción de Vanis­hing Point está en los bungalows junto al Old Writers Building, que se convertirá en sujeto de eterna broma r¡uando yo venga a ocupar una de sus oficinas semanas más tarde.

En Hollywood es posible que alguien se acueste tarde, pero es bien visible que todo el mundo se levanta temprano. No tengo ya dudas de que lo que ha acabado con Hollywood son las madruga­das. Aunque apenas son las ocho de la mañana, hora obscena, en la oficina de Norman Spencer están ya esperándome dos hombres muy impor­tantes para la película: Chico Day y Johnny Alonso. Los dos, cosa curiosa, son chicanos � mejor dicho Alonso es chicano ya que nació en Tejas, mientras que Chico Day vino a Hollywood hace años de su México nativo. Hay e1;1 Chico una curiosa aura familiar en sus facciones aunque

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nunca lo había visto antes. Luego Norman Spen­cer me cuenta que Chico Day es hermano de Gil­bert Roland. Johnny Alonzo es ya el fotógrafo de la película y Vanishing Point será su primera pro­ducción de estudio: antes había trabajado sólo para la televisión y para Roger Corroan en BloodyMamma. Después sería uno de los prime.ros fotó­grafos de Hollywood (Chinatown, · Farewell MyLovely, Clase Encounters) hasta que su ego nubló su ojo y se h'izo director, que tanto sobran.

Chico Day (al principio yo creía que se llamaba €hick O'Day) es nuestro production manager, es decir el gerente de producción y hombre clave para la producción de Vanishing Point: él repre­senta el contacto directo con la Fox. Es un hom­bre de gran experiencia en el cine (su última pro­ducción fue Patton, película que necesitó la logís­tica de una verdadera guerra) y su trabajo en Va­nishing Point, al revés de Patton, es fácil -o por lo menos eso le parece a él, aunque a mí me abru­mará con sus planos, mapas, cartas de producción que abarrotarán su pequeña oficina no lejos de los bungalows. Sarafian, como otras veces en el fu­turo, está retrasado. La conversación se vuelve banal y en un momento Chico Day se pasa al español para hablar conmigo, y murmurar «Grin-

. gos de la chingada. No hacen más que hablar de huevos». Nunca entendí.

Finalmente llega Sarafian -sin un solo morado de su accidente que me hace creer en una inven­ción inúfil- y la .reunión se vuelve mitin de tra­bajo. Se acuerda que hay que salir a buscar loca­ciones en el sur y medio oeste y yo debo acompa­ñar a Sarafian, Day y Alonzo para ajustar el guión a las locaciones. La reunión termina con la cita para el día siguiente a las seis -¡ de la mañana!­hora en que dejaremos Hollywood para tomar la carretera que va al desierto y a Nevada. N orman Spencer se queda en Los Angeles para continuar con la producción y -muy importante- comenzar a buscar el posible reparto: Vanishing Point no tiene protagonista todavía. ¿ Terminaremos sin te­nerlo?

Al regreso comienza la vida en los estudios, la residencia forzada en los bungalows de VanishingPoint, los almuerzos en la commissary, que no es más que la cantina del estudio, situada en la plaza tan vista por televisión en la serie Payton Place. A pesar de los nombres apetitosos -hay una ensa­lada «Butch Cassidy and the Sundanc� kid», un plato «Pattori» y un postre «Hello, Dolly»- la comida, como en todo Los Angeles, es pésima, por lo que pronto adquiero la costumbre de buscar el auxilio de un sitio de hamburguesas no lejos de la Fox pero fuera del estudio. Sarafian nos lleva un día a Norman Spencer y a mí a comer a un puesto callejero, donde según él hacen las ham­burguesas más sabrosas del mundo. Ese almuerzo es acompañado por las ubicuas sirenas policiales, esta vez anticipando la llegada de varios carros de bomberos a apagar un fuego minúsculo. Todo es aparato en Hollywood. Sarafian ha dejado por

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completo la dieta que tenía cuando lo conocí en Londres y come cori un apetito devorador, capaz de rellenar su carcasa con grasa, crasa.

Pronto puedo dejar la compañía amable de Norman Spencer llevándome todas las mañanas al estudio y la productora me alquila a petición un Volkswagen, con el que me llego bajando por todo Sunset Boulevard, doblando por una avenida de palmeras dátiles infructuosas en Beverly Hills a Century City y de aquí hasta Pico Boulevard y la Fox. El recuerdo más memorable que tengo de esta modesta maquinita es haber r�cogido a dos hitch-hikers inolvidables, chinas ambas, que ha­cían auto-stop Sunset Boulevard abajo y querían ser dejadas en esa zona franca del sexo, la música y la droga que es denominada The Strip, donde Sunset Boulevard deja los rascacielos ·de oficinas para encontrar el viejo corazón de Hollywood: apenas a tres cuadras de The Strip está el Chateau Marmont.

«¿Ustedes son estrellitas ?», les digo para hala­garlas. Una de ellas, la más china, riza el labio como Lee J. Cobb para preguntar desconfiada: «¿Estrellitas de qué?» «Del cine», digo, claro. «¡ Pero si nosotras ni vamos al cine, niño!», dice mi china vecina. Fin de un levante oriental.

En Vanishing Point, el guión, hay un loco por la velocidad que conduce un Lotus Elán y la produc­tora ha comprado uri Lotus de uso que estaba destinado a ser chocado (en Vanishing Point, la película, el Lotus se convertirá en otro auto de sport rojo y veloz), a perder su forma azul en aras del cine. Pido que me lo dejen mientras esté en Hollywood y me complacen (como VanishingPoint trata de automóviles y el primitivo Ford Galaxie del guión será sustituido por un Challen­ger, casi todo el mundo en la producción viaja gratis en autos por cortesía de la Ford: Norman Spencer tiene un gran coche blanco, Sarafian un stationwagon gigante) y yo cambio el VW alqui­lado por el Lotus prestado. Eri él recorreré todos los días la distancia entre el hotel y el estudio, y los domingos viajaré Sunset Boulevard abajo, más allá de Beverly Hills, donde la calle se convierte en carretera y va a surgir a Santa Mónica, a la playa y a la vista de los acantilados tan usados por la comedia silente, de Mack Sennett a Harold Lloyd.

Un día recibo una llamada de Ben Carruthers el actor negro (Carruthers es en realidad un mulato bien claro y su verdadero nombre completo es, como Mussolini, Benito Juárez Carruthers), me­morable en su debut de Shadows, no tan memora­ble en The Dirty Dozen. Conocí a Ben en Londres en 1966 cuando era una de las figuras del Swinging London y vivía en Putney con su mujer negra, llamada curiosamente Argos, y cubría sus ojos siempre con gafas tan oscuras como ella. En estos días Ben tiene una mujer rubia y vive en las coli­nas que rodean a Hollywood, de regreso al cine americano. Vive en realidad con Mama Cass, la difunta Cass Ellíott, que se hizo famosa en los

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años sesenta cantando con los Mamas and the Papas. Mama Cass es una mujer tan generosa como gorda y aloja en su casa a cuanto amigo lo necesita. Cass está más gorda que Sarafian ahora que es solista. A la casa de Cass se llega por uno de los innumerables cañones que perforan las lo­mas angelinas -de hecho su dirección es Benedict Canyon. Cañón arriba me disparo en mi automovi­lito azul, que debo parquear en un imposible plano inclinado, obligado por la pendiente, pura torre de Pisa. Me encuentro a Ben Carruthers jugando frisbee, haciendo volar ese pueril platillo plástico (véanla volar) con verdadera maestría y después de los saludos -«Hi Guiermo!»- y las presentacio­nes -«This is Guiermo Caín, the writer»-, sigue jugando toda la tarde hasta el crepúsculo, incan­sable Carruthers. Mientras Mama Cass (que es

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visible que, no ama mucho los deportes y sí la música y la mesa y la cama: morirá en la cama en Londres), come unos sandwiches enormes, que desaparecen en su boca como frisbees de jamón y queso. Al tiempo que come, oye las andanadas de su aparato de alta fidelidad a tan alto volumen que hace eco en los cañones. No hay conversación sino una participación evanescente: mirar al fris­bee de pasta, oír rock de plomo. Alguien fuma y pasa un cigarrillo de marihuana y la tarde se hace noche alrededor del disco plástico y en la punta del porro. Pienso que bajo ese cielo siempre azul ésta debe ser una de las formas de vida del joven Hollywood que va camino de ser el viejo Holly­wood por otros medios. Me despido.

La otra forma de vida del eterno Hollywood es la del estudio, a donde voy cada mañana, cada vez más tarde. Ahora Sarafian entrevista junto con Mike McLaine y bajo mi ojo a los posibles actores del largo reparto. Hay ·unas cuantas partes segun­das, terceras, cuartas -que sin embargo tienen no pocos aspirantes. Las entrevistas tienen lugar en el edificio ejecutivo, en las oficinas de Mike McLaine. Pero hay visitas que se permiten la con­fianza de venir hasta los bungalows, a entrevis­tarse más que a ser entrevistadas. Estos son por lo regular los aspirantes al papel de Kowalski. Entre ellos está Stuart Whitman, que es un buen actor para segundas partes buenas, pero que no atrae a nadie al cine por sí mismo -y lo sabe. Stuart Whitman tiene sin embargo una tenacidad que casi se puede llamar admirable: todas las tardes está en el bungalow. Yo conocí a Stu en Londres y su característica más recordable, aparte de su quieta simpatía, era tener una esposa que parecía una belleza judía implacable -quiero decir implacable en su belleza. Ella podía ser una perversión de la Dama Morena de los Sonetos -si solamente escri­biera yo sonetos y no guiones. En estos días Stuart Whitman ya no habla de sus minas de plomo (o de estaño, no recuerdo bien) que osten­taba en Londres y que eran capaces de hacerlo rico para siempre -o hasta la próxima película. Ahora Whitman habla sólo de las «potencialidades del rol» de Kowalski. Pero el estudio piensa en otros actores. El más importante fue recomendado por mí mucho antes de que se hiciera insoportable por la fama de Butch Cassidy and the Su.ndance Kid. No me hicieron mucho caso en Cupid de Londres, para encontrarse ahora compitiendo compañía y estudio por sus favores. El oportu­nismo es la única regla de oro del cine. Este actor es, por supuesto, Robert Redford. Era mi candi­dato entonces y ahora lo es de Richard Zanuck. Se le hizo llegar una copia del guión y hay oscu­ros rumores de que Redford lo leyó y acotó innu­meras anotaciones -¿ o es anotado con innumeras acotaciones? Para disipar la niebla (en Hollywood es más bien el smog) de la duda; Dick Zanuck le envía un cable del que conservo copia: «BOB RUEGOTE CONSIDERES SERIAMENTE V A­NISHING POINT PUNTO ES EL MEJOR

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SCRIPT QUE HE LEIDO DESDE BUTCH CASSIDY PUNTO ESPERO TU DECISION DICK ZANUCK». A los dos días viene la res­puesta de Redford: ha decidido no aceptar el papel de Kowalski, después de serias consideraciones. Esta decisión lanza al equipo de reparto -Sarafian y Miké McLaine- a una febril búsqueda de susti­tutos. Alguien habla de John Drew Barrymore, el hijo de John Barrymore, retirado del cine y que ahora vive en las colinas -¿o es en el desierto? «Es un santo», dice Mike McLaine queriendo de­cir que es un santón. Pero John Barrymore, jr, es más iººeciso que el Hamlet que encarnara su pa­dre en el teatro. Suena el nombre de Stacey Keach y Sarafian corre a entrevistarlo a los estudios de la Metro, donde filma The Traveling Executioner. Pero Keach -para su mal, como se verá en el futuro- no está interesado. Ni siquiera ha leído el guión (y es un actor de segunda fila, ¡por Dios!) pero no está interesado. Algo, aparentemente, tuvo que ver la entrevista con Sarafian, siempre convincente o en todo caso más con Vincente que Minnelli. Ahora surge de pronto otro nombre: Robert Forster, el soldado que tomaba baños de sol desnudo en Rejlections in a Golden Eye para perturbar a Marlon Brando. Era también el mes­tizo carnal de Gregory Peck en The Stalking moon. Esta vez no dejamos a Sarafian ir solo a la entrevista y lo acompañamos Norman Spencer y yo al hotel Beverly. Wiltshire. Forster es un joven agradable pero mucho más pequeño de lo que creía. Esto pasa siempre con los actores de cine, por culpa de la pantalla gigante. (Aunque no ocu­rre, por ejemplo, con John Wayne que es siempre enorme en la vida y en el cine.) Forster parece inteligente, pero una visión de Medium Cool que debían haber hablado en su favor (después de todo esta es la película que ha hecho a Forster famoso) nos decide en su contra. ¡Fuera Forster!

Surge súbito otro candidato, Robert Blake, pro­tagonista de A sangre fría. Pero Sarafian lo deses­tima y desecha con un chiste: «¡En vez de un Ford vamos a tener que comprarle un MG!». Se refiere, por supuesto, a la poca estatura de Bob Blake, que es casi un enano oscuro como úna pequeña noche. Amanece otro actor cuyo nombre es mejor dejarlo en el olvido. Era muy famoso en Hollywood por sus muchas apariciones en teatro en Los Angeles y ninguna en el cine: mucha tabla pero poca pantalla. Como Forster se ha leído el guión. Forster incluso había leído las dos versio­nes del guión y se maravilló de que se le hubiera podido cortar treinta páginas sin hacerla daño. «Cuestión de encuadernación», le digo y se ríe como si el chiste lo hubiera hecho Groucho. ¡Ah lo que hace un actor por un papel, por papeles! El otro actor, el laureado, viene a visitarnos al bun­galow: tratamiento de VIP al principio. Habla ma­ravillas del guión, pero hay un momento en que nadie lo toma ya en serio. Es cuando dice: «La súbita cesura ante el portón es un momento meta­físico: ¡el descubrimiento de la negación Zen!».

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Habla todavía más pero para Sarafian su saliva es agua pasada. El Armenio le tiene tirria a la metafí­sica, aún a la palabra metafísica, además de la animosidad irracional que siente por el guión, que sintió casi desde el principio. El no quiere buenos ni malos lectores del guión, sino un actor con nombre -o su equivalente en términos dramáticos.

. Lo que él se empeña en llamar una y otra vez «A power-house of an actor». Es decir, un actor como una central eléctrica. Imagen poderosa de la que nos reímos a menudo Norman Spencer y yo y que citamos a veces casi a duo: «A powerhouse of an actor».

Rod Steiger está muy interesado en ser Ko­walski, tanto que promete someterse a una dieta estricta y bajar las cincuenta libras que lo separan del rol. Steiger está siempre dispuesto a hacer dieta para obtener un papel. Pero nadie -con la posible excepción de Sarafian- está interesado en Rod Steiger. Hay un nuevo candidato, propuesto por Dick Zanuck. Se llama Barry Newman y nin­guno de nosotros lo ha visto actuar nunca. Me exhiben una película poco vista, The Lawyer. Newman no es un mal actor pero se ve demasiado judío para ser Kowalski: Kowalski podrá ser po­laco pero definitivamente no es judío. Por este tiempo ya he perdido la cuenta de los fragmentos de películas, películas completas y programas de televisión proyectados buscando al Kowalski ideal: hemos visto al mediocre J. D. Cannon, a Richard Kiley que es demasiado viejo para ser Kowalski. Hasta George Hamilton se ha ofrecido a actuar gratis. Finalmente, ya cuando estoy a punto de marcharme. de Hollywood, viene la noti­cia de que George C. Scott ha leído el guión y quiere ser Kowalski. La pega es que Scott, que tiene fresca su fama de Patton y el Osear, quiere además un sueldo de $750.000 y 25 por ciento de la entrada bruta. N orman Spencer y yo nos mira­mos ante estas peticiones ( que casi son pretensio­nes) y al mismo tiempo decimos: « !A powerhouse of an actor!».

El rol de Kowalski fue a parar finalmente a Barry Newman, impuesto, una semana antes de que comenzara el rodaje, por Dick Zanuck: «Es Barry Newman o suspendem9s la producción», fue lo que dijo Zanuck a Norman Spencer y a Sarafian. Esta imposición brutal -común en el mundo del cine-, hizo que Sarafian aborreciera a Barry Newman para siempre y que casi toda su actuación terminara, como se dice en la jerga del cine, en el piso del cuarto de montaje. Sin em­bargo, al ver Vanishing Point pienso que Barry Newman no es, definitivamente, lo peor de la película.

En Hollywood tengo un nuevo agente, mi ter­cero, George Litto, que sustituye a mi agente de Londres, Sandy Lieberson, ahora convertido en productor y que hará una carrera meteórica para llegar a ser jefe de producción de los estudios Fox -para ser cesado como un cometa veloz apenasdos meses después. George Litto también se con-

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. . NA THANAEL WEST. . . . . .

vertirá en productor, el favorito de Brian de Palma en Obsesión, La furia, Dressed to Kili y finalmente Blow Out, en que director y productor estallan con Travolta y la película. Pero entretanto Litto es un agente muy eficaz, muy sagaz, que gestiona los términos de un contrato con la Fox para escri­bir yo un guión de una película de espías. Me pagarán $5,000 semanales por diez semana.s -que es muchísimas veces más que el dinero total que gane en Vanishing Point sin contar mi porcentaje. We're in the money!

George Litto acostumbra, como todos en Ho­llywood, a dar parties en su casa. Los parties son recepciones diplomáticas y el cine por otro medio. En su casa conozco a varios escritores del viejo Hollywood, entre los que están Abraham Po­lonsky, viejo guionista, antiguo comunista, rehabi-

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litado ahora y convertido en director con Tell Them Willie Boy is Here, y Waldo Salt, guionista de Midnight Cowboy. Salt también tuvo su pasado comunista y su presente rehabilitado. Lo que hace decir al viejo guionista Casey Robinson, conocido en otra fiesta, en otro lugar de Hollywood ( donde conocí a un viejo amor de la pantalla, Marie Windsor), famoso antaño por momentos tan que­ridos del cine como Saratoga Trunk y The Ma­comber Affair: «Ahora no trabajan aquí más que los comunistas». Miro por encima de mi hombro a ver que otro viejo comunista ha entrado porque la puya no debe estar dirigida a mí,' supongo. En los parties de George titto conocí a otro viejo admi­rado -el actor Barry Sullivan. Pero sobre todo trabé conocimiento demasiado breve con Samuel Fuller, el autói' de The Naked Kiss, esa obra maestra del cine naif en que una amante horrori­zada ante la obsesión de su marido por conseguir el sí de las niñas y aún de las niñitas,· Polanski avant la t'ettre, lo mata de un golpe de teléfono, telefonazo que habría entusiasmado a Alexander Graham Bell y a Osear Wilde cuando dijo que un teléfono no tenía más importancia que lo que se hiciera con él. Fuller es un judío bajo que me regala, entre enanos, un enorme puro Camacho, camachista. También me devuelve a mi hotel, con su rubia mujer, alemana y joven, al volante, vio­lenta. Fuller no cesa de hablar y yo no dejo de oírlo. Este es por su aspecto el Einstein del cine -no el Eisenstein afortunadamente. Hubiera sidoel director ideal para Vanishing Point, pero miguión se habría convertido en un ejercicio en vio­lencia primitiva -como en los pintores naif perotambién como en las cavernas.

Mi próximo productor será Robert Fryer, que ahora está ocupado -mejor dicho: está lidiando: productor y director no se hablan ya más -con Myra Breckinridge, el proyecto extraordinario de la Fox. Esta película que contiene a un sex symbol actual, Raquel Welch (a quien no pude, ¡ay!, si­quiera ver de lejos), tiene a un sex symbol eterno cuyo conocimiento es como la culminación de mi peregrinaje a la Meca del cine: ¡ Mae West! Gracias a Fryer la conozco una tarde y la veo actuar -mejor dicho, cantar- esa misma noche. MaeWest termina su número -el doblaje de una can­ción en que canta tumbada en una litera- y sedirige a su camerino -que es un trailer dentro delestudio. No hay veinte pasos del set al camerino ylos da uno a uno, con un cuidado tan preciso quesolamente después caigo en cuenta de que suprecisión viene dada por la constricción del corsetque lleva. Luego, cuando paso a su camerino, meencuentro a Miss West sentada en una butaca,vestida con una bata de casa de satín y acompa­ñada por su fiel mucamo, un antiguo hombrefuerte que una vez actuó con ella en Las Vegas yse quedó para siempre. Mae West tiene su pelorubio platino, más largo que solía tenerlo en suspelículas inolvidables -She Done Him Wrong, MyLittle Chickadee- y las manos cruzadas sobre el

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vientre, evidentemente para ayudar a ocultar su barriguita ahora libre del corset. El pelo es una peluca. Pero los ojos fuertemente maquillados, brillan cuando le digo: «He venido desde Cuba a Hollywood solamente para conocerla» -lo que es una galantería pero pudiera también ser verdad. Ella me responde con su brillantez legendaria: «Espero que no le haya resultado largo el viaje». Hablamos dos o tres palabras más y me retiro porque es evidente que está cansada y no quiero resultar oneroso. Por la noche la veo doblar su gran número en que canta desde una pasarela, acompañada por un coro de negros, un número actual. Contemplo extático ese espectáculo de ve­ras admirable: Mae West no se limita a doblar la canción sino que la canta realmente. Al final, to­dos -electricistas, fotógrafos, coristos y el público privilegiado que la ha visto y oído- aplaudimos rotundamente. Hemos presenciado un milagro: el símbolo que se presenta como mito eterno. Este momento solamente justifica el viaje a Hollywood.

Debo hacer las rescrituras por las que vine a América y por las que hice el viaje por el Sur y medioeste -es decir por el oeste. Pero en realidad no hay mucho que rescribir. Como siempre su­cede, la realidad se conforma a la escritura y los cambios se limitan a ajustar el comienzo a las necesidades de la realización. No es posible tener un helicóptero capaz de levantar una bulldozer y ahora las bulldozers se verán llevadas por ferroca­rril -o mejor aún, ya instaladas en el sitio de la barricada con que empieza la película. Hay otros ajustes menores, algunos, sorprendentemente, su­geridos por Sarafian, que quiere todavía más ac­ción en el film. Como si hubiera poca en esta saga del automovilista que huye, atravesando cuatro estados en su fuga. Sugiero que a la primitiva charla continua del locutor y a la música que co­menta o subraya la acción, se una la emisión de anuncios, que he oído por la radio constante­mente, en las emisoras que radian música popular y que son ellos mismos una muestra de literatura pop. Finalmente no aparecerán en el film pero están sugeridos en el nuevo guión. Rescribirlo es una labor bastante mecánica que realizo en pocos días. Más bien en pocas horas, encerrado en mis oficinas del Old Writers' Building, oyendo el canto de los pájaros en primavera y los repetidos· acordes que vienen de los estudios de grabación cercanos: esta mezcla de naturaleza bullente y tecnología bulliciosa es una síntesis de lo que es el Hollywood físico.

Antes de abandonar Hollywood asisto a su fiesta más brillante: la noche de los Oseares. Mi nuevo productor me ha conseguido en el último minuto dos billetes (que cuestan más de $40 cada uno pero los valen) y como mi fidelidad a Miriam Gómez me impide invitar a una estrellita -todavía quedan starlets en el Hollywood que se esfuma­invito a la esposa de Norman Spencer, Bárbara, que puede ser su madre. Vamos en taxi y no en una limusina de lujo, alquilada, como es la tradi-

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ción, hasta el downtown de Los Angeles en cuyo flamante Centro Cultural se celebra ahora la fiesta. Al llegar puedo ver a otro ídolo de Holly­wood, cuya cabeza sobresale por entre los fotó­grafos, la gente de la televisión y el público que se aglomera a la entrada -John Wayne, que se ve en persona como la estrella que es en el cine, a pesar de su tupé evidente y el smoking de rigor, que lo alejan tanto de su eterna imagen épica. El espec­táculo en que Hollywood se celebra a sí mismo ha sido·tomado, como tantas otras cosas, por la tele­visión y ser espectador en el teatro es mirar por entre las cámaras y la parafernalia de la televisión a una pantalla gigante en la que apenas se distin­guen los fragmentos de películas que se proyectan y aunque el abrir los sobres sellados que contie­nen los nombres de los ganadores conserva su misterio, la Fiesta de los Oseares resulta decep­cionante y no es lo que yo esperaba, lo que recor­. daba de las trasmisiones radiales oídas desde La Habana en los años cincuenta, lo que se vio bre­vemente en Nace una estrella.

Dos encuentros hacen más memorable la noche. De la fiesta de los Oseares regresamos Bárbara Spencer y yo en taxi al. hotel, donde cojo mi -es mío aunque sólo sea por unos raudos días cinemá­ticos- mi pequeño Lotus y nos vamos a una fies­tecita en que conoceré a Mari e Windsor, la A va Gardner de las películas B. Regreso solo tarde en la noche, me pierdo en Beverly Hills, pero me encuentro finalmente en el elevador del Chateau Marmont y allí, en ese cubículo qlie hace el mo­mento casi íntimo, comparto la subida al cuarto nada menos que con Mirna Loy, inolvidable co­mediante, Nora Charles y amor de mi niñez. Aun­que se le ven los años es todavía una mujer bella y me complace cuando responde a mi «Good eve­ning », con su voz entre ronca y nasal y temblona, característica, que dice: «Good evening, young man», y ahora al salir «Good night». Es otro encuentro feliz en un viaje feliz.

Antes, días antes, había ido en nuestro Lotus hasta Zuma Beach, que queda más allá de Santa Mónica, más allá de �alibú, todavía más lejos, en una nueva zona residencial de Los Angeles subur­bano -todo Los Angeles es una reunión de subur­bios-, a comer en casa de Robert Wise, que fue uno de los directores que descubrí en los años cuarenta, con su memorable El luchador, ese The Setup visto, cosa curiosa, en el cine ¡Los Angeles de La Habana! Wise es un anfitrión excesiva­mente amable, como todos los anfitriones en Ho­llywood, q9e quiere saber de Cuba mientras yo trato de que hable de sus películas, en su casa espléndida junto a una playa pací

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ica, sin las gran­des marejadas del Pacífico, al menos esa tarde, con su comedor tan rico como su comida, bajando con Wise al. sótano donde tiene una pequeña sala de proyección y por entre sus recuerdos fotográfi­cos. No quiero decirle que con The Setup, en 1949, se cerró posiblemente el gran ciclo del cine americano, abie.rto en 1929 con las fastuosas co-

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EL Alrll<rl\'/LUJ.\U HOLLYWOOD

medias musicales que estrenaron el cine hablado: el único cine que me interesa realmente. Pero si ahora Wise se ha convertido en un director sun­tuoso, después del éxito apabullante de su medio­cre The Sound of Music, hay que respetar en él al técnico que surgió de entre rollos de películas -era editor, experto del montaje, entre cuyos logros. está Citizen Kane- y al director que consiguió ese momento patético, de veras dramático con Robert Ryan actuando como nunca antes y tal vez como nunca después en su rol del boxeador en decaden­cia que combate no a otro pugilista sino al mal. Como se trata de una tragedia fracasa y pierde. La película se llamó en Francia Nous avons gagné ce soir.

Hollywood, con sus maravillas soñadas o vistas o entrevistas y sus fiascos, queda detrás y por un

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tiempo me concentro en escribir en Londres un guión plagado de espías para el que concibo un lema: «El espía es un animal contrainteligente». Pasa casi un año entre la espera y la esperanza. Entre tanto he oído rumores y confrontado una verdad cierta: el disco con la música de la película resulta pobre si se piensa en las posibilidades que había en una trama que tejía un disc jockey con música y voz en el aire. Finalmente hay una prueba privada y cuando acudo a la sala de exhi­bición de Fox en Soho Square y veo Vanishing Point, la película, la expectación se convierte en decepción. Sarafian ha hecho, era predecible, una película de acción y el movimiento es casi conti­nuo. Se perdió el personaje, es decir el protago­nista, en una curva y la tragedia no se ve inevitable y su comportamiento es una especie de torpe ter­quedad. Llevando su contrariedad al último ex­tremo, una secuencia que fue escrita pensando en Donyel Luna, memorable modelo, y que decla­raba sin lugar a dudas que ese personaje era una negra calva, Sarafian la convirtió en todo lo con­trario y confió el papel a Charlotte Rampling, que tiene, como se dice en términos publicitarios, ¡ «una lujuriante cabellera rubia»! Por pura perver­sidad. Afortunadamente la Fox decide eliminar la secuencia completa y aunque se pierde el misterio final al menos se ahorra el embarazo que produce la escena en la pantalla ahora.

Iain Quarrier, que descubrió la idea original, está también en la exhibición. Sólo falta Malcom Hart para completar el trío que comenzó con ape­nas tres páginas y una idea. Quarrier comparte mi desilusión. Sin embargo el resto del público aplaude y parece gustarle la película. Esta recep­ción se reproduce cuando se estrena Vanishing Point primero en múltiples cines por todo el Sur de los Estados Unidos y luego en Londres, donde permanece meses exhibiéndose en el Odeon de Leicester Square, uno de los cines más grandes de la ciudad. Con el tiempo Vanishing Point se con­

. vertirá en una cult picture. Es decir una película a la que se rinde culto, pero a la vez es uno de los principales éxitos económicos de 20th Century Fox en los años setenta. Con un costo total de un millón trescientos mil dólares ha llegado a· recau­dar al terminar la década más de treinta millones de dólares. Es evidente que no todo es malo en la realización de Sarafian y doce años después de estrenada me encuentro con artículos y revistas de cine que comentan V anishing Point como una pe­lícula, como quería el actor del Zen que fuera, de «significación oculta». Algunos incluso la saludan como la iniciadora de las películas con autos en una carretera hostil -y, comienza la persecución. Pero yo escribí, bien claro, un guión sobre un hombre con problemas en un carro y Sarafian hizo una película de un hombre en su carro con problemas. Es, bien visible, el revés e de la trama. Mi guión fue el principio pero Sarafian será fin. The end.