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1 VIDAS PARALELAS A pesar de su innegable talento y experiencia dedicados al Salón Amaro, o quizá debido a esa exclusividad, al fin convencida de que jamás alcanzaría el estrellato y menos aun considerando que ya era vieja, con los ahorros de cuarenta y cinco años de digna farándula carpera, modesto teatro de revista, y comedia musical mexicana de pésima calidad cinematográfica, compró el traspaso del Kong King, antro de medio pelo asentado en el que fuera barrio puritano de su niñez, de aquella infancia de tiempos irreversibles cuando el único cabaretucho, El Montealbán, se asentaba, empedrado de por medio, mero frente a los portales del Centro Histórico de Tacubaya. Pero no lo arrendó a ciegas. Con meses de anticipación, es decir desde el mismo día que regresó a su lugar de origen, estuvo sondeando el Kong, a diario, para catalogar a sus cantantes, bailarin@s, músicos, cantineros, ficha-meseras, y habitués: las prostitutas con disfraz de parroquianas afincadas, y sus padrotes quienes, aunque constantes, no podrían catalogarse buenos consumidores. Y del mismo modo, sistemático, dedicó buen tiempo a clasificar a esa infortunada fauna noctívaga que vive de vender, en los antros de medio y bajo pelo: flores, canciones, bola, novedades, toques, y lástima. Los parroquianos era lo de menos; no le preocupaban porque conocía sus gustos, motivaciones, estímulos y recovecos melancólicos. Si algo aprendió en la artisteada era que un buen espectáculo y una atención personal obraban milagros para atraerlos, seducirlos y conservarlos. Estaba lista, conocía su futuro negocio como el avemaría y hasta podía aceptar la garantía del propietario vigente: le aseguro que no tenemos problemas de pandillerismo o drogas, Güerita. Lo que más le agradó fue que, para adquirir tal dominio de su nuevo ministerio, no tuvo que desvelarse salvo en contadas ocasiones: Llegaba al Kong poco antes de que el negocio recibiera a su primer cliente –constatando que aun cuando terminaran de hacer el aseo el lugar permanecía maloliente–; tomaba y anotaba los tiempos de cada labor, desde recibir el hielo, o preparar un coctel, hasta atender a un cliente en la barra o a varios en una mesa; observaba el desempeño, la pulcritud y el decoro personal de las muchachas que expendían el servicio institucional o el privado, para verificar que las libres empresarias eran las más mal vestidas y comportadas; medía y calificaba el funcionamiento de las diferentes áreas, tomaba notas y se marchaba cuando el ambiente iniciaba su ascenso hacia el pináculo del pleno vuelo. Esto sucedía rara vez y ella lo podía prever y predecir porque comenzaban a desfilar los vendedores quienes, con olfato experto invariable, llegaban en las buenas y muy buenas noches, nada más en ellas, y las enriquecían con un folklore que ella juzgó, de inmediato, prescindible. Antes de reinaugurar el lugar, la medida más drástica que debió asumir fue deshacerse de cuanto cabrón trabajara allí; por fortuna no resultó difícil despedirlos porque los músicos no eran fijos –aun así los indemnizó sin pecar de generosa–, y a meseros y cantineros les declaró que su proyecto no incluía machos, que quien quisiese conservar la chamba lo haría bajo la única condición de ser o actuar homosexual o travestista. Nadie aceptó la oferta excepto un artista veterano que, por cierto, no tendría qué actuar una sola de esas dos particularidades, era un homosexual que veía la oportunidad idealizada de vestirse, desenvolverse como artista y mujer y, lejos ser perseguido, ganar un salario decente a cambio de ello. Yo misma soy travesti, les confió durante una reunión a la que convocó al personal; mas no faltó el cantinero macho y escéptico que la retara con ojos escrutadores –no le creo señora, demuéstrelo–. Ella iba preparada y, previendo cualquier justificada malicia que pudiera presentarse –y se presentó–, lo exhortó a que le palpara un apretado postizo

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VIDAS PARALELAS A pesar de su innegable talento y experiencia dedicados al Salón Amaro, o quizá

debido a esa exclusividad, al fin convencida de que jamás alcanzaría el estrellato y menos aun considerando que ya era vieja, con los ahorros de cuarenta y cinco años de digna farándula carpera, modesto teatro de revista, y comedia musical mexicana de pésima calidad cinematográfica, compró el traspaso del Kong King, antro de medio pelo asentado en el que fuera barrio puritano de su niñez, de aquella infancia de tiempos irreversibles cuando el único cabaretucho, El Montealbán, se asentaba, empedrado de por medio, mero frente a los portales del Centro Histórico de Tacubaya.

Pero no lo arrendó a ciegas. Con meses de anticipación, es decir desde el mismo día que regresó a su lugar de origen, estuvo sondeando el Kong, a diario, para catalogar a sus cantantes, bailarin@s, músicos, cantineros, ficha-meseras, y habitués: las prostitutas con disfraz de parroquianas afincadas, y sus padrotes quienes, aunque constantes, no podrían catalogarse buenos consumidores. Y del mismo modo, sistemático, dedicó buen tiempo a clasificar a esa infortunada fauna noctívaga que vive de vender, en los antros de medio y bajo pelo: flores, canciones, bola, novedades, toques, y lástima.

Los parroquianos era lo de menos; no le preocupaban porque conocía sus gustos, motivaciones, estímulos y recovecos melancólicos. Si algo aprendió en la artisteada era que un buen espectáculo y una atención personal obraban milagros para atraerlos, seducirlos y conservarlos. Estaba lista, conocía su futuro negocio como el avemaría y hasta podía aceptar la garantía del propietario vigente: le aseguro que no tenemos problemas de pandillerismo o drogas, Güerita.

Lo que más le agradó fue que, para adquirir tal dominio de su nuevo ministerio, no tuvo que desvelarse salvo en contadas ocasiones: Llegaba al Kong poco antes de que el negocio recibiera a su primer cliente –constatando que aun cuando terminaran de hacer el aseo el lugar permanecía maloliente–; tomaba y anotaba los tiempos de cada labor, desde recibir el hielo, o preparar un coctel, hasta atender a un cliente en la barra o a varios en una mesa; observaba el desempeño, la pulcritud y el decoro personal de las muchachas que expendían el servicio institucional o el privado, para verificar que las libres empresarias eran las más mal vestidas y comportadas; medía y calificaba el funcionamiento de las diferentes áreas, tomaba notas y se marchaba cuando el ambiente iniciaba su ascenso hacia el pináculo del pleno vuelo. Esto sucedía rara vez y ella lo podía prever y predecir porque comenzaban a desfilar los vendedores quienes, con olfato experto invariable, llegaban en las buenas y muy buenas noches, nada más en ellas, y las enriquecían con un folklore que ella juzgó, de inmediato, prescindible.

Antes de reinaugurar el lugar, la medida más drástica que debió asumir fue deshacerse de cuanto cabrón trabajara allí; por fortuna no resultó difícil despedirlos porque los músicos no eran fijos –aun así los indemnizó sin pecar de generosa–, y a meseros y cantineros les declaró que su proyecto no incluía machos, que quien quisiese conservar la chamba lo haría bajo la única condición de ser o actuar homosexual o travestista. Nadie aceptó la oferta excepto un artista veterano que, por cierto, no tendría qué actuar una sola de esas dos particularidades, era un homosexual que veía la oportunidad idealizada de vestirse, desenvolverse como artista y mujer y, lejos ser perseguido, ganar un salario decente a cambio de ello.

Yo misma soy travesti, les confió durante una reunión a la que convocó al personal; mas no faltó el cantinero macho y escéptico que la retara con ojos escrutadores –no le creo señora, demuéstrelo–. Ella iba preparada y, previendo cualquier justificada malicia que pudiera presentarse –y se presentó–, lo exhortó a que le palpara un apretado postizo

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de crin de cola de caballo que convenientemente se colgó entre los delgados muslos... por si las dudas.

—Usté es Leo Pinzón, el Bolas duras, ¿verdá?, ¡ora, pues, lléguele al fierro!– Le

invitó, al mismo tiempo que estrujaba con su delicada mano izquierda, sobre la falda, el supuesto falo.

Leo, siendo más macho que suspicaz, no aceptó el reto prefiriendo quedarse en la

incertidumbre. —¡Qué tal si su chafalote es de a devis y se lo agarro, ¿luego quién va a quitarme la

maldición?, mejor deme mis tres meses y ahi muere. La noche de reinauguración el nuevo Kong Queen estaba medio lleno; al fin de la

siguiente semana, a reventar, al cabo de un mes tenía que negar la entrada a quienes llegaban tarde, y poco después se vio en la provechosa necesidad de construir un lujoso tapanco que casi duplicó la clientela.

Desde el primer día fungió de recepcionista, capitán de camareros ante los huéspedes de real o fingido postín para situarles en las mesas preferenciales, maestra de ceremonias, primera actriz en ciertos sketches, cantinera de los libadores sofisticados y, poco faltó aunque en absoluto fue necesario, saca-borrachos, pues los escandalosos se comportaban más eufóricos que pendencieros. Y también desde el primer día los únicos hombres bienvenidos fueron los clientes, porque ni siquiera permitió la entrada de vendedores del sexo jijo de padrote –así calificaba al género masculino. El grupo musical que contrató, por supuesto, fue una naciente aunque ya cotizada banda tropical, La Canora Femenil, comandada por la conocida transexual y fanática postcristera guanajuatense, Blanca Canela; pero el verdadero eje de la Canora era un tresero excepcional, El Jarocho, quien se sentía tan identificado con las canelitas que, para no ser eliminado por las rígidas normas de la empresaria, aceptó hacerla de vieja aunque con pantalones –en aquel entonces las mujeres no los usaban–. Dicha condición no podía resolverse de otra manera porque era cojo amputado, a más de leporino.

En la acera, casi dentro del minúsculo vestíbulo del Queen, como en poco tiempo fue

conocido el exitoso bar-restorán-club, El Toques montaba guardia un día sí y otro también, siempre con la esperanza de ver al nuevo empresario, cosa que al principio ocurrió rara vez. Y cuando acaecía se marchaba feliz de haberlo visto.

No nada más había oído rumores de que la nueva dueña era machín; Mara, una de las pocas ficha-meseras guapas y comportadas, vieja conocida de él, le confirmó que sin duda lo era, pues ella lo había visto meando en el renovado gabinete para caballeros. Por su parte, Inés Triptiz, la jovencita curazaleña a quien cierta vez salvó de una pira a la que iba a ser sometida por enervados niños-bien en el callejón contiguo, le confirmó: “yes mister Toques, Mary Joseph, the boss, es una lady con pito-dick, pero es tan veri gud y tender que hasta dan ganas de llamarle mother”. El Toques entendía el papiamento–spanglish de la, seis meses después, famosa y cotizada Monumental Doncella de Ébano, porque así hablaba alguna gente de circo: la que él mejor conocía.

En lo más mínimo apenaba a «mister Toques» que un degenerado travestista, como pensaba de la patrón, despertara en él el único buen recuerdo que tenía de su borrosa

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vida infantil –degenerado, mis chichis... viejo mostrenco– replicaba ella, quien parecía leerle el pensamiento.

La patrón, Mary Joseph, toleró su presencia persistente, parte porque el Viejo se apostaba más en la vía pública que en su negocio, y parte por su frugal porte poco menos que monacal y disminuido, que le resultaba lejana, muy lejanamente familiar, –«¡...cosa más rara...!» –, a pesar de las quemaduras que exhibía en el rostro.

Ya nadie vivía de quienes vieron su cara sin cicatrices. –“Por más que esta es la

única vida que conozco y que tanto me ha dado, no voy a perderla aquí; la tercera puede ser la vencida, además de que no llegué a cirquero por vocación o herencia familiar, lo soy porque no había de otra”.

Ya casi por cumplir sesenta años, cuando por segunda vez de milagro se salvó de la chamusquina jugándose la vida por el otro elefante –la vez que se arriesgó para salvar a la anciana Malenita–, decidió abandonar para siempre la vida del circo. ¿Había perdido la cuenta?... ese había sido su cuarto incendio, no el segundo, y hubiera sido impensable demostrar que no hay quinto malo, y sentarse a esperarlo. Aparte que, esta vez de seguro, ninguna empresa circense, por próspera que fuera, se arriesgaría a contratarlo incluso conociendo sus excepcionales habilidades en el mantenimiento circense.

En ese medio artístico era legendaria su fama de para–rayos o jala–incendios, no por nada le apodaban Chamoy. En su primer circo, el Orión, donde recibió sus primeras quemaduras, recordaban que cuando llegó ahí se ganó el ‘Teo’ porque lo vieron ardiendo como tea. Algún mal enterado pensó que se llamaba Aristeo Chamoy.

El cuarto circo en medio siglo fue el último. Él, después de colaborar con ahínco para que las empresas se recuperaran, las había abandonado después del incendio con el convencimiento de que no era justo que la mala suerte que lo acosaba cayera sobre el resto de la familia. ¿Coincidencia?, quizás, pero ninguna de esas carpas volvió a ser besada por el fuego; él lo sabía, eso reforzaba su superstición, y por ello decidió dedicarse a toquero.

«ALTO VOLTAJE. NO HAY TOQUES pa LOS CARDIACOS», rotuló sus cajas de madera,

todas pintadas de plata. Las primeras fueron de pilas, con un par de cables y dos cilindros de cobre como

agarraderas; las copió de un catálogo. La nuevas, invento de él, eran más complejas y electrónicas, con osciladores, transistores a saturación acoplados a devanadores, y transformadores que amplificaban y hacían pulsar el voltaje hasta hacerlo insoportable una vez conducido a los electrodos. Con estas cajas proveyó a sus distribuidores, viejos menesterosos que abandonaron la indigencia y comenzaron a ganarse la vida de toqueros en Tacubaya, Escandón, San Pedro de los Pinos, Mixcoac y, puntuales, le pagaban un porcentaje semanal por mantenerles las cajas operando. Esto lo eximía de tener que trabajar diarina, decían sus socios más que empleados, y le permitió el lujo de pasar las noches tratando de ver a Maricosé; así comenzó a llamar al maricón degenerado. Sus gastos eran mínimos pues se preparaba cena y desayuno, y tomaba comida corrida en el mercado, lo que le permitía pagar un cuarto de servicio que a escondidas le subarrendaban en la azotea de El Colorín, un edificio que construyeron en los terrenos de la vieja vecindad de donde tuvo que salir mil años antes.

Durante el final de la era del Kong King, apenas medio año antes de devenir Queen, el viejo Chamoy cirquero se desvaneció para dar vida al Toques, conocido, bienvenido y respetado en el antro porque, entre otras cosas, velaba por los empleados durante el

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apogeo de la jornada, si es que se daba, y los esperaba hasta que el últim@ de ellos se fuera a su casa: pura solidaridad circense. En cuanto a sus clientes el trato no podía ser más equitativo; a los parroquianos que le aguantaban «toda la toquiza» no les cobraba, sin embargo ésto aumentaba sus ganancias porque muchos se animaban ante la perspectiva de no pagar y muy pocos lo lograban; y si hacían «cadenas» se las cobraba igual que un solo servicio, dos cuando mucho, y no se aprovechaba cobrándole a cada uno de los usuarios. Ganaba bien. Pero ahora, en la época del Queen, ganaba más cuando podía ver a sus anchas a «la patrón Maricosé», aunque luego ya a solas se cuestionase: ¿qué le ves a ese degenerado travestista? –Degenerado, mis chichis, viejo mostrenco– ella, a cualquier distancia, también lo evocaba.

Con frecuencia recordaba que apenas tuvo tiempo de despedirse de La Kiti, la rubia

nietecita de los dueños de la vecindad donde había pasado toda su existencia. Seis años con su tísica madre, difunta desde esa su edad, y los últimos cinco viviendo arrimado, allí mismo, con doña Cuquita la pozolera.

A la sazón contaba con once años de edad y ya iba terminando el cuarto de primaria. —¡Te me largas a la chingada, cabrón, no quiero rateros en mi casa!– A voz en

cuello le soltó la anciana doña Refugio su disposición, indignada después de constatar que habían desaparecido los veinte pesos destinados a la compra de la gran cabeza de puerco con que a diario elaboraba su pozole.

Fue inútil jurar que no había tocado un solo quinto, sino ni siquiera el bote galletero

de lámina que la buena Vieja usaba de caja fuerte; y es que aquella improvisada alcancía era tan sagrada para él como el cajoncillo de la mesa–mostrador donde la Vieja manejaba los dineros producto momentáneo de la venta de su platillo típico estilo Guerrero. Antes de salir de la que desde siempre consideró su casa intentó rescatar su raída bolsa de percal con los útiles escolares, y la poca ropa remendada de mezclilla que poseía, pero doña Refugio se lo impidió.

—Te llevas una pura y dos con sal, ladrón; yo pagué por todo eso. Fueron las últimas palabras de doña Cuquita, precediendo el portazo que oyó a su

espalda; no obstante, pudo olvidar sin rencor los inmerecidos improperios, y con agradecimiento equitativo conservó la imagen mental, algo difusa, de quien fuera su benefactora durante la segunda mitad de su niñez vecindaria. En cambio la Kiti era imagen viva hasta el más nimio detalle, y la añoraba tanto que podía verla, arrobado, sin tener que cerrar los ojos.

–La Kiti... Después de tanto tiempo aún recordaba aquella primera noche bajo la higuera,

donde ella lo abrazó y le plantó un beso, y otro y otro, mientras él deslizaba una mano temblorosa por sus piernitas flacas, escalaba los tibios muslos blancos igual que el gis, hurgaba debajo de la pantaleta fortuitamente blanca, limpia, olorosa a jabón 1–2–3, y culminaba acariciando con delicadeza la prevista meta: la pepita, donde humedecía sus ya calmados dedillos, después de toparse con algo que jamás hubiera imaginado en una niña: un impensado pitito, pronto a reventar, mientras la condenada güereja reía

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iluminando el oscuro soto higueril con el destello de su sonrisa blanca y limpia como la luna de los árabes. Esa fue la primera de varias noches en que sus minúsculas pantaletillas, de suyo manchadas de tierra-caca-orines, compitieron en albor con su sonrisa. La primera tarde las lavó ella misma y se las repuso aún húmedas, porque supo lo que iba a suceder ya que solía adivinar el pensamiento a su Teo (en el circo no sabían que sí, su nombre era Aristeo).

–Mi feliz niñez, la Kiti... El viejo vivía y revivía aquella experiencia imborrable e inenarrable, al punto de, aún

dormido, llevar los decrépitos dedos a su nariz e inhalar, mil años después, el dulce olor a muéganos del cine –a panocha– que quedó impregnado para siempre en su mente.

Ni siquiera intentó olvidar a su eterno Teo, el chavo con quien co-aprendió a disfrutar

el sexo cuando apenas de párvulos vestían, y que fuera Sol y Luna en su paradisíaca infancia hasta la ominosa tarde del ostracismo cuando el niño osó entrar hasta la sala familiar donde ella sobrellevaba la clase de piano vespertina: –Vengo a decirte que ya me corrió doña Cuquita de la casa; pero no te apures que algún día regresaré por ti.

Todas las noches, cuando sus dos hermanas menores dormían y por ende no podían delatarla, La Kiti salía a hurtadillas del cuarto, atravesaba agazapada el cubo iluminado de la zotehuela, reptaba entre los trebejos hasta el fondo de la bodega de don Salvador, su abuelo; separaba por la base dos de los polillosos y delgados tejamaniles que le darían acceso al patio que daba a la herrería, se colaba cuan lagartija entre las añosas tablas, y emergía justo bajo su higuera; así, aún de bruces sobre sus rodillas y manos y a pesar de la oscuridad, su mano izquierda ascendía el tronco por sí misma, palpando las viejas cicatrices, y leía con los dedos cada uno de los corazones que Téo había grabado y llenado con las letras distorsionadas K y T. Entonces, henchida de satisfacción siemprenueva, se sentaba, comenzaba a platicar con Él, y en ocasiones se masturbaba sin caer en cuenta que era espiada por un gigantón mozalbete.

Sólo un año después de esa pérdida insuperable, cuando Kiti no alcanzaba los trece años ni los cuarenta kilos, fue brutalmente asaltada y violada por El Tololoche, joven pantagruel dieciocho añero que un año atrás había llegado a la herrería a ayudar a su también gigantón hermano, El Tanques, y que pesaba más de una tonelada, según los chismes quintopatieros. En la batea del aserrín –tinto con su sangre–, donde amontonaban las bisagras recién troqueladas, encontraron a Catita, La Kiti, inconsciente y moribunda. Cuando trajeron al destripador, en cuya captura participó su propio hermano, lo obligaron a casarse con la niña y, en su inmadura y tal vez por ello maligna ignorancia, la tuvo de concubina-esclava-sexual hasta que Catita decidió terminar para siempre con su martirio, si bien ya estaba destrozada por dentro debido a las cruentas violaciones diarias.

Un sábado, disfrazada de teporocha, lo enganchó en las afueras de la acostumbrada día-de-raya pulquería, y con un esfuerzo inimaginable en su fragilidad lo sedujo hasta el hotel Lucho de la Calzada de los Madereros; después de ahogarlo con medio litro de alcohol del noventa y cinco, lo desnudó, acostó y esperó a que la embriaguez lo llevara al sopor; al final le cercenó el garrafal pene y se lo introdujo en la boca, abandonándolo después de constatar que, él sí, había muerto exangüe. Y es que no podía ser diferente, tenía un miembro tan monstruoso y proporcionado a su cuerpo de horca o ballenato que

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se vació igual que un novillero al que, en plaza de pueblo pobre, le hubieran destrozado la femoral.

Una vez que la policía aclaró el espeluznante crimen –“sin duda fue asesinado por una de las degeneradas que frecuentan el departamento para mujeres de las pulquerías y piqueras del Chorrito para robarle la raya”, fue el dictamen policial–, Catita se marchó del barrio sin contactar a la familia. Acababa de cumplir quince, y mil años después todavía recordaba con odio que cuantas veces el gigante-herrero intentó violar su boca, de sí pequeña, le fue imposible abarcar aquél ciclópeo glande –'te hagas de la boca chiquita, flaca, o te doy por chicuelinas–. Sus hemorroides eran pavorosas.

Cuando Téo salió de la vecindad sin saber qué hacer ni adónde ir, se sumó, maquinal, a la tropa crepuscular de humildes vecinos que, en General Torroella, la calle polvorienta a la vuelta de su ahora ex-vecindad, festejaba con candidez los dicharachos de Tin–Tin Papelero, un viejo, flaco y tierno payaso de barrio que milagrosamente lograba hacer sonreír y pensar a chicos y grandes a pesar de su miseria cotidiana; a aquellos con las gracias de sus perritas amaestradas; a éstos con los chistes de un doble sentido más ingenioso y chabacano que resentido social o pornográfico.

—A ver, usté señorita; sí, usté, la chaparrita de los

chongos enmoñados, adivine esta adivinanza: “entra lo duro en lo blando y quedan las bolas colgando”, ¿qué es? Újule chula,

ya se puso re coloradota; ¡si fuera lo que está usté pensando, no tendría nada de malo! Tonces adivine que le dijo doña Lola Izaguirre, a Ruiz Cortinez, ayer, cuando le comunicó que perdimos con Gales... orita, nomás que se junten cinco veintes por acá, diez dieces por allá y veinte fierros entre los chavos, le explico esta adivinanza. No por favor, chamacos, señores, señoritas; no nos paguen con la espalda ni con el látigo de su desprecio. Les ruego, en especial a mis amigas, las señoras, que no se vayan así; ustedes sí entienden que estos animalitos y su payaso consentido también necesitamos papear. Pa que vean que somos cuates, se los dejo en cinco y cinco; los escuincles no cuentan.

Viendo que la concurrencia de teporochos, indigentes, obreros, artesanos, amas de

casa, escuincles iguales a él, y soldados rasos, se desvanecía al paso payasescamente brioso del veterano artista, en forma espontánea y sombrero recolector en mano, ofreció su apoyo.

—Yo sí le entro, don Tin–Tin. Tenga, nomás traigo un quinto–. Eran viejos conocidos. Y es que algunas veces, cuando le iba bien, el artista cenaba pozole, aunque lo

hiciese sentado en la acera para ahorrase unos centavos. El comercio de doña Cuquita se alojaba en un cuarto de la vecindad con ventana hacia la empinada calle; así, los clientes que cenaban en el interior pagaban un quinto más, y quienes lo hacía fuera eran atendidos a través de la ventana, cenaban de pie o con el plato sobre los muslos, tragando el humo de los camiones que bajaban raudos la pendiente, a medio metro de la banqueta donde se sentaban, o a dos y medio de la pared contra la cual, en otros casos, se acuclillaban. El niño, cuando Tin–Tin Papelero iba a cenar, solía procurar al artista llevándole limón,

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orégano, cebolla, rábanos y hasta una tostada de más. —¿Qué no tienes que hacer con doña Cuca, Muchacho? —No. Ya me corrió porque le robaron quien sabe cuántos pesos. Tin–Tin concluyó, al punto, que si el niño desconocía el monto del hurto debía ser

inocente, y sabiendo que era bueno y huérfano decidió adoptarlo. Él también era una sombra solitaria aunque en ocasiones la inteligente presencia de su bien alimentada y entrenada jauría, tres perras callejeras, le invitaba al autoengaño.

—Si quieres vente conmigo, pero no te puedo mandar a la escuela; tendrías que

aprender a cuidar a mis muchachas, a domarlas, a vestirlas; no es oficio difícil aunque sí se trabaja duro. Ya después veremos si tienes talento pa ser payaso, eso sí no es fácil y el trabajo es más duro porque es con la cabeza, utilizada pa divertir y concienciar a la gente, y no pa distraerla con estupideces agresivas–. El niño asintió, encantado–. El lunes comenzamos en el Circo Orión, ahí puedes aprender muchas más cosas y hasta hay una señora de no malos bigotes que, además de dar espectáculo, es maestra.

Se refería a la bella Lupe la barbuda, un su viejo amor que no quiso hacer vida de

pareja con Tin–Tin para que no vaya a llegar el día en que te arrepientas y te vayas hasta sin despedirte, cual macho vil; te quiero tanto que no te expondría a cometer una deslealtad, y eso que creo en tu limpieza. Lupe Lozano sufría hirsutismo genético. Cual maldición, la enfermedad hipertricosa comenzó a manifestársele recién egresada de la Normal y, lejos de ocultarse a las miradas impertinentes, prefirió exhibirse, ir a ejercer a los circos. En el fondo sabía que esa fue su manera de huir, de esconderse de quienes conformaron su infancia y juventud, y no los volvió a ver. De vez en vez visitaba, encubierta, a sus padres quienes eran normales (cada uno con una copia no manifiesta del ignorado gene; en Lupe se juntaron las dos). Ella, lejos de un rencor filial que pudiera parecer justificado, se sabía producto genuino del amor de sus padres; no tenía duda de ser hija de ambos, mientras que sus hermanos menores, siendo normales... ¡quién sabe!

Tin–Tin Papelero era muy bueno en su especialidad de payaso, y famoso en el medio capitalino del Espectáculo más Callejero del Mundo. El Orión circulaba entre los barrios más populosos del centro-norte deefeño y las cabeceras municipales mexiquenses vecinas al norte de la Capital, que en esos años estaban inmensamente separadas de Gustavo A. Madero y Azcapotzalco, por mucho. Los pueblos de Coacalco, Tultepec, Tlalnepantla, Naucalpan eran puebluchos de la lejana frontera mexiquense; todo, fuera del Centro Histórico de La Ciudad de México, “era Cuautitlán”.

Téo nunca asimiló el arte de Tin–Tin. Era tan rústico y sin gracia que algunas veces, intentando actuar de patiño, lograba arrancar el aplauso de la concurrencia, sin embargo era un aplauso misericordioso que estrujaba el corazón del viejo payaso, lo desarmaba y lo ponía a llorar hasta desfigurarle el maquillaje; y entonces el público sensible, conmovido allá en su seno, también se ponía a llorar. A cambio aprendió, sin esfuerzo, a cuidar de las muchachas y otros muchos animales; a reparar la parafernalia circense de jaulas, aperos, gradas, sillería, carpas, postes y a dar mantenimiento a motores, conexiones hidráulicas y eléctricas. Era el mejor, más eficiente y más paciente de los milusos o yutilitimen, como se comenzaba a estilar decir en la jerga apochada del circo mexicano, que, igual que el resto del espectáculo, no podía, ni soñando, escapar a la influencia gringa.

Cuando al cabo de siete años murió Tin–Tin, el joven quedó bajo tutela de Malena,

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La Mujer Ballena, globulosa propietaria del Orión quien, a despecho de su alemán marido, Oskar Jit Ler, el domador, lo adoptó como hijo, asignándole la tarea especial, por hercúlea, de auxiliarla en su baño diario. Ésto le sirvió de pretexto para intentar seducir al joven, mas fue imposible lograrlo porque él no podía evitar hacer la comparación entre el ahilado cuerpecillo de la Kiti con el balompédico de doña Malena y, sin proponérselo, al mirarla terminaba pensando en charcos de nalga derretida y botes de manteca. Con el tiempo heer Jit Ler concluyó, después que él mismo intentara sin éxito seducirlo, que el chico era asexual, no marica porque, de serlo ¿se podría haber resistido a él? nadie podía.

No quedó bajo tutela de la bella Lupe, porque Tin–Tin y la Mujer Gorila (Lupe Lozano tuvo muchos nombres artísticos) marcharon el mismo día, a la misma hora y al mismo lugar. Al doble duelo, en el Panteón Civil de Dolores, concurrieron docenas de dolientes, pero el solo dolor de Téo superaba el del resto. Después del entierro pasó por cuarta y última vez a su vieja vecindad en infructuosa búsqueda de la Kiti; la respuesta que obtuvo en esta y sus pesquisas anteriores fue la misma: después que asesinaron a su marido ella desapareció sin que nadie conozca su paradero; no escribe o telegrafía, no visita ni a doña Licha, su doliente madre; lo más probable es que esté muerta. Desapareció sin que nadie conozca su paradero, fue lo único que retuvo.

Kiti planeó su venganza tan al detalle –nunca sospecharon de ella–, que la noche de

su descargo legal se contrató con el Salón Amaro, la carpa barriobajera y suburbana que cada año llegaba al solar donde El Tololoche le puso casa y donde años después se construiría la Escuela Héroes del 47. Una semana después continuaba su gira por Tacubaya (“la Delegación donde naciste tiene el nombre que siempre ha tenido, y que don Benito Juárez confirmó por decreto: Tacubaya, y no el Miguel Hidalgo que le puso algún baboso ignorante”; la instruía su abuelo, don Salvador).

Tanto le placía el baile que lo ejecutaba e innovaba con gracia, elegancia y pericia; cualquier baile que se propusiera. Consumada su venganza, se presentó con los empresarios del Amaro, el matrimonio Fobregués, les dijo que ella vivía ahí, en el mismo solar donde estaba instalada la carpa, les pidió que pusieran un disco bailable, cualquiera, y cuando descendió los escalones del remolque que la pareja usaba de despacho y dormitorio, hacia su humilde vivienda después de haber bailado como nunca, estaba contratada.

Su primera noche en la empresa hizo el papel de guacamaya mero–mero, o merolica:

“Pásele, pásele, con su changuita, jovenazo; dos tandas por un boleto”... “Oiga, no don Manuel –aprovechó la proximidad de los empresarios que, cada treinta minutos exactos, hacían una ronda por los puestos conexos al teatro–; yo no sirvo pa vender boletos, cremas de concha nácar, ni tónicos de fosfovitacal; usté me contrató pa bailar, no pa hacerla de disco rayado; ¿verdá doña Virginia?”

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–Sí, mi hija, nomás que para eso tienes que lucir un vestuario adecuado; tú no vas a pertenecer al Coro, ya decidimos montar dos números especiales para ti; bailables, para empezar; además, esto te sirve para que sientas cómo te percibe el público, la gente a la que te vas a deber si de veras quieres vivir del espectáculo –contestó la aludida, con quien habría de establecer una amistad perdurable, jamás una complicidad–. Nos vamos a Clanepancla el lunes –era sábado– y para entonces ya terminé de hacerte dos trajecitos con la retacería que tengo por ahí, 'tas tan flaca; pal martes debutas, es una promesa, pero eso sí, cuando sea necesario vas a tener que hacer esto o cualquier otra cosa, todos lo hacemos, hasta Manolín, ¿verdá, guapo?

A pesar de su delgadez, y en buena medida gracias a su bellas facciones, elegancia

natural, y vis cómica, pronto fue la consentida: de los empresarios sin que por ello intentara conquistar trato preferencial; del público de ambos sexos por su carencia de vulgaridad, pues no caía en el sensualismo corriente de las exóticas de moda; además se ganó el cetro de mascota de la trouppe femenina de la carpa por ser la más joven, entusiasta, profesional, y amistosa.

Pronto se oyó de ella en el medio teatral y del cinema, cayéndole ofertas que nada más aceptó en contadas ocasiones a pesar de la muy buena paga, por lealtad a los Fobregués y cariño a sus camaradas, sobre todo a Cascarita, un gran cómico compañero de la carpa que con el tiempo se fue a trabajar a Monterrey, él sí en busca de mejores horizontes económicos, cuando la época de oro de la carpa comenzó a encumbrar a sus artistas más populares y éstos la abandonaron para hacer mal teatro y peor cine. Cada vez que Cascarita venía a México intentaba atraerla con ofertas que otros no hubieran rechazado, sólo aceptó hacer pequeñas temporadas en el norte (de ambos espectáculos), más que nada para complacer a ese hombre que tuvo la sabiduría de ver en ella nada más que una compañera de trabajo. ¿Sabiduría?, sin duda por parte de Cascarita; sin embargo algo había en la mirada de la Kiti que paralizaba a los demás hombres, a aquellos que la veían o pretendían verla como mujer, al extremo de rehuir la animalidad de su mirada cuando osaban medirla como hembra.

Muchos años después, cada vez que la situación económica del Amaro se hacía insostenible, ella, en su afán de rescatarla, una y otra vez aportó parte de lo ganado en el Norte hasta que la anciana Virginia le convenció de la inutilidad de sus esfuerzos, la conminó a buscar otro trabajo mientras aún estaba joven y le dijo: nomás te pido que no me abandones a la soledad de la Casa de los Actores Retirados, con todo y que sé que allá nos tratan con dignidad.

Se hizo cargo de ella llevándosela a vivir al edificio que construyó su familia después de desalojar inmisericorde, aunque por la vía legal, a los pocos inquilinos de renta congelada que quedaban en la vieja vecindad del Colorín. Lo había heredado de su madre, única sobreviviente de cuatro hermanos y de sus propias hijas, las hermanas de Kiti, quienes murieron trágicamente en aquél desbarranco de mil novecientos cincuenta y seis en el Nevado de Toluca.

Por las mañanas volvía exhausta pero satisfecha de la marcha del pujante

espectáculo que encabezaba en el Queen; aunque su satisfacción se diluía, y mucho, cuando no veía a El Toques, ávido, estirando el cuello para atisbarla: “Pobre Viejo mostrenco, ¿por qué me mirará así?, 'cosa más rara..., lo extraño”.

Nunca se enteró que en uno de los cuartos de servicio del quinto piso –la azotea a donde jamás acudió– vivía Teo, quien meses antes, al volver a su viejo barrio, decidió

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pagar lo que fuera con tal de volver a aspirar el perfume de la Kiti. Y desde el primer día que se instaló allí desapareció la necesidad de llevarse los dedos a la nariz para aspirar aquel aroma imperturbable; todo el edificio, del zaguán a la azotea, no obstante ser nuevo, rezumaba un dulce olor a muéganos del cine que, en automático, delineaba en su mente la efigie de ella.