pelayo gonzÁlez (1909-1922) alfonso hernández catá

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PELAYO GONZÁLEZ (1909-1922) Alfonso Hernández Catá Edición, dibujos y textos: © Julio Pollino Tamayo [email protected]

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PELAYO GONZÁLEZ (1909-1922)

Alfonso Hernández Catá

Edición, dibujos y textos:

© Julio Pollino Tamayo

[email protected]

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ÍNDICE

PRÓLOGO..................................................................................5 Alfonso Hernández Catá, un salmantino de ida y vuelta..............5 Portada interior..............................................................................9 Dedicatoria autógrafa..................................................................11 PELAYO GONZÁLEZ (Edición definitiva, 1922)..................13 (el subtítulo de los capítulos sólo figura en el índice de la edición de 1909) Dedicatoria..................................................................................13 Introducción................................................................................15 Capítulo I. — Las cotidianas visitas a aquel sotabanco............21 Cap. II. — Como toda historia referida o leída.........................29 Cap. III. — Visto de lejos, con las piernas delgadas bajo la amplitud del chaquet...................................................................37 Cap. IV. — Pocas veces he vuelto a pasar, desde entonces, por aquel paraje................................................................................47 Cap. V. — Estas historias que vais a oír....................................59 Cap. VI. — ¿Qué hace V. maestro? — Vengándome de la realidad: Soñaba.........................................................................75 Cap. VII. — Sin abrigo, dando a la calidez del ambiente..........89 Cap. VIII. — Jubiloso batí aquella mañana la puerta del maestro......................................................................................103 Cap. IX. — Antes de decidirse a usar de su derecho de sufragio.....................................................................................117 Cap. X. — Sí, hay hechos que no tienen explicación...............133 Cap. XI. — Nos posee siempre una emoción conturbadora....149 Cap. XII. — El estrépito del coche fúnebre al partir...............175 EPÍLOGOS..............................................................................183 Pelayo González, un anarquista liberal.....................................183 Pelayo González, un español, español......................................205

APÉNDICES...........................................................................221 El sabio......................................................................................221 Una fábula de Pelayo................................................................227 Aljófar.......................................................................................233 Anatole France y sus amigos....................................................275 Los chinos.................................................................................279

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ALFONSO HERNÁNDEZ CATÁ Un salmantino de ida y vuelta

Un salmantino cosmopolita, universal, como buen diplomático, como buen republicano. Considerado un escritor cubano, americano, para los españoles de la época, y español, hispanista, para los cubanos. El eterno drama, esquizofrenia, de los escritores de sangre bilingüe como Manuel Mur Oti, el director, escritor, “Destino negro”, español más profundamente cubano. Desde Cuba tratan de reivindicarlo ninguneando, obviando, sus capitales vinculaciones españolas, que tildan de anecdóticas. Desde España ni se le recuerda, a pesar de ser el mejor cuentista, con diferencia, de la Generación del 98, el menos costumbrista, aunque se le suela incluir en el cajón desastre del Modernismo, encajaría mejor en del Romanticismo, al menos en sus cuentos fantásticos. Además es autor de una de las novelas fundamentales, seminales, del 98, “Pelayo González”. Por lo visto para los críticos cubanos el hecho de que naciera en un pequeño pueblo de Salamanca, Aldeadávila de la Ribera (donde también nació la gran escritora Matilde Cherner (seudónimo Rafael Luna), “María Magdalena” (1880)), es un hecho puntual, como si hubiera nacido allí por accidente, o estando de viaje. La verdad es que su padre era oriundo de ese pueblo, y quiso que el niño naciera en España y no en Cuba, donde se encontraba destinado como militar y contrajo matrimonio con una cubana. Nadie coge un permiso, o excedencia de meses, para regresar a su tierra chica, estando su mujer ya embarazada, con los riesgos que suponía el viaje a la península en esos tiempos, si no considera el hecho de que su futuro retoño tenga nacionalidad española algo fundamental, vamos que Alfonso Hernández Catá no es salmantino por improvisación.

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Una vez nacido, a los pocos meses regresan a Cuba, y al morir el padre, la madre decide enviarlo con 14 años de vuelta a España, a Toledo, para que siga la misma carrera militar del padre. Huyendo de ese gris destino castrense, se dirige a Madrid a pie, donde entra en contacto con la bohemia literaria madrileña, descubriendo su vocación de escritor (“—¿Y en Madrid se le despertaron las aficiones a la pluma y se dedicó a la literatura, ¿no es eso? —Eso es. Recuerdo que fue en el «Nuevo Mundo» donde publiqué mi primer trabajo, que se titulaba «Los buzos». Por el que me pagaron quince pesetas. Ya desde entonces seguí publicando con asiduidad.” (La Acción, 23-11-1923)). Gracias a la intercesión de otro hispano-cubano, Alberto Insúa, y a su dominio de los idiomas, empieza a colaborar en diferentes publicaciones periódicas con artículos, cuentos, novelas cortas y traducciones. Se casa con una hermana de Insúa y vuelve a Cuba para hacerse un porvenir, económico. Allí colabora con diversos medios cubanos, y sigue escribiendo también para medios españoles. Vuelve a España como embajador de Cuba en Santander (1913), después de un periplo por Francia e Inglaterra, luego en Alicante (1914) y finalmente como cónsul en Madrid (1918-1925), lo que viene siendo entre unas cosas y otras media vida en España. Supongo que los críticos cubanos también considerarán circunstancial el hecho de que Hernández Catá dedique su mejor libro, la novela “Pelayo González”, a Galdós, pelillos a la mar.

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Tampoco darán importancia al hecho de que la muerte sea la principal obsesión que recorre casi todos sus escritos (“Los muertos” (1914), “La muerte nueva” (1922), etc.), tema profundamente español, castellano, que no casa demasiado bien con el exuberante vitalismo cubano. El castellano del fatalista Hernández Catá, en “Pelayo González”, tiene muy poco de florido, de exhibicionista, y mucho de castizo, de sobrio, con ramalazos franco-belgas, Anatole France, Flaubert, Renard, Maupassant, Madame Rachilde, la pornógrafa decadente, valedora de Oscar Wilde y Alfred Jarry, Maeterlink, y anglosajones, Poe. Por no hablar de su magistral utilización de la ironía, de la sátira, que emparentan a “Pelayo González” con “El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha” de Cervantes o “Los trabajos del infatigable creador Pío Cid” (1898) de Ganivet, y anticipa el carácter híbrido, experimental, de “Abel de Mairena” (1937) de Machado, de “Luces de bohemia” (1920) de Valle-Inclán y de “Don Sandalio, jugador de ajedrez” (1930) de Unamuno. ¿Todo esto equivale a decir que no tiene ninguna vinculación cubana? Por supuesto que no, ahí está el ensayo “Memoria de Martí”, su libro más retórico, para desmentirlo (curiosamente, en el principio de ese libro indican que Hernández Catá nació en Santiago de Cuba, un intento de manipulación, de apropiación, bastante ridículo, patético). Lo que trato de argumentar es que la influencia española, sobre todo literaria, tiene mayor peso que la cubana, apenas visible en sus libros. O dicho de otro modo, Hernández Catá es un cante de ida y vuelta, una habanera de interior cantada por un castellano viejo. Nacer en un pueblo de Salamanca, nunca es algo coyuntural, imprime carácter.

© Julio Pollino Tamayo

Ex-libris de Alfonso Hernández Catá dibujado por Riquer

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Texto íntegro procedente de la Edición Definitiva publicada por la Editorial

Mundo Latino en 1922 (la Primera Edición es de 1909, en la Editorial francesa Hnos. Garnier, y la Segunda de 1917 en la Editorial Sopena). Luego la friolera de

93 años desde la última vez que fue publicado, España es diferente.

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Dedicatoria autógrafa:

a la srta. Amanda

Labarca, homenaje

de consideración

intelectual.

Hernández Catá

Le Havre 1910

[La chilena Amanda Labarca (1886-1975) fue una de las pioneras en la lucha por los derechos de las mujeres en Hispanoamérica.]

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A D. Benito Pérez Galdós.

Ilustre maestro: Recuerdo que un día, yendo juntos, me preguntó usted,

indicándome un hombre sentado frente a una mesa del «Lion d'Or» en

compañía de dos literatos conocidos nuestros: «¿Quién es ese hombre?», y

añadió, sin esperar mi respuesta: «Debe ser algo extraordinario.» Aquel

hombre era el insigne Pelayo González, a quien yo, como usted, no conocía.

Nuestras pretensiones de erudición son vanas. Muchas veces, antes de saber su

nombre y sus virtudes, le he visto dentro de aquel chaquet estrafalario y bajo

aquel sombrero blando y airoso que le comunicaba una indeterminada

gallardía, ignoro si de hidalgo o de capitán de bandoleros. Le he visto en los

cafés, en los colmados, recorriendo los paseos y las calles con rítmico andar

revelador de mesura y de artritismo, y deteniéndose frecuentemente para

hablar con sus acompañantes. Todavía le vimos otra vez —¿se acuerda?— en el

Retiro, una tarde templada de otoño; una de esas tardes de lírica solemnidad,

cuando ya está el señorial parque desierto y por las cintas grises de sus

avenidas se arrastran las hojas amarillas en tumulto angustioso. Estaba casi

inanimado junto a una fuente, contemplando no sé si la gris monotonía del

cielo, si el desamparo de los árboles, ya ateridos, si el monstruo de mármol,

que, en su difícil actitud, esperaría en vano hasta la primavera la vivida

frescura del agua. Usted le miró de soslayo y tornó a decirme: «Este hombre

tiene que ser algo extraordinario y algo bueno.»

Yo que le he conocido después, maestro, he podido apreciar cuán certera

resultó su intuición; Pelayo González fue en vida anormal y bondadoso; vivió,

sin duda sufrió mucho, pues era demasiado inteligente para no ser muy

desdichado, y se fue del mundo con el amplio gesto de indulgencia y de manso

desdén que presidió el jocoso drama de su vida.

Hoy, al imprimir la narración, tal vez un poco novelesca a pesar de lo

extática, hecha de los últimos acontecimientos de su vida por el doctor en

Medicina Luis R. Aguilar, discípulo y compañero de Pelayo González durante

muchos años, quiero dedicarle mi labor a usted que con tan lúcido

presentimiento supo adivinar la bondad y la inteligencia albergadas en una

figura grotesca que a cualquier otro habría movido a mofa. Y así, obedeciendo

a una suprema razón complementaria, escudaré la vida de aquel hombre que

tanto pudo hacer, con el nombre insigne de usted, que tanto ha hecho...

H. C.

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I N T R O D U C C I Ó N SÉ que muchas gentes no habrán oído hablar de Pelayo González. Tampoco todo el mundo ha oído hablar de Edgar Quinet, y numerosos hombres de esos que, sin aportar nada a la civilización, se aprovechan de ella y hacen su viaje por la vida subidos en ella, parasitariamente, viven sin conocer detalles de la batalla de Cannas y sin preocuparse de comprobar si fue Cadmo quien imaginó el alfabeto. De todos modos, pienso que ninguno de los lectores que se juzguen cultos se atreverá a confesar no haber oído resonar con sonoridades de gloria el nombre de Pelayo González. «¿Pelayo González?—se dirán—: Sí, tengo idea...» Y hacen bien en emitir esas dudas: Pelayo González fue uno de los talentos más prodigiosos, silvestres e inútiles que ha producido el siglo, y así como su vida anormal y taumaturga dejó un surco fugaz de envidias y de admiraciones, su muerte dejará en la memoria de sus discípulos—entre los cuales figuré con el número dos desde el mismo día en que le conociera—, un largo recuerdo desolado. El talento de Pelayo González era vasto y era penetrante a la vez, mas era versátil. Con frecuencia opinaba de diversas maneras acerca de un mismo hecho; y a pesar de no ser teóricamente partidario de los criterios absolutos, era víctima de la pretensión de aprisionar todas sus ideas en una forma definitiva y sobria... Pero no he sido justo al consignar su enemistad hacia los criterios absolutos: los suyos lo eran con una firmeza que hubiese hecho de él un héroe o un mártir si sus certidumbres no cambiaran a cada momento. Fue un hombre poseído apasionadamente por todas las fes, y de eso provienen sus tendencias dogmáticas apenas dulcificadas por su sonrisa y por su modestia. Sus definiciones son casi tantas como fueron los días de su existir, pues si bien es cierto que hasta los treinta y cinco años no comenzó su pintoresco apostolado, es también verídico que desde esa edad no dejó transcurrir un día sin aportar al conocimiento humano menos de cinco definiciones. Recuerdo algunas, al acaso: «La Patria es madre a la vista de los hijos de las otras patrias, madrastra a la vista de los hijos propios.» «Con la Gloria sucede al revés que con todas las demás alturas: el vértigo se siente cuando se está debajo.» «El baile es el vermouth de la sensualidad.» «La inmortalidad no es sino una bella quimera inventada por la humanidad que se muere, para mixtificar su horror del no ser, con la esperanza de un nuevo existir.» «El egoísmo es el vicio de los débiles y la virtud de los poderosos.» Y antes de proseguir, para dar con lo anecdótico idea de su carnalidad, tan ligada, merced a sutilísimos sentidos, con su ideología, voy a narrar las circunstancias en que me fue dado entrar a formar parte de los discípulos del maestro.

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Fue en un café, detrás de un vaso de leche con media tostada, donde contemplé con intuitivo estupor, por vez primera, la figura magníficamente ridícula de Pelayo González. Acompañábalo un hombre calvo, y los espejos multiplicaban su cabeza angulosa y sus ademanes pausados, en cuya amplitud latía una omnisapia autoridad. Hablaba sin permitir hablar a su acompañante, y cuando éste levantaba la voz, el maestro, en vez de escuchar, sepultaba la cabeza meditabunda en la rugosidad de sus manos, como pensando lo que iba después a decir. Departían de militarismo y sólo pude escuchar el final de la plática, que, de manera inaudita, sin que todavía pueda explicarme por cuál escalonamiento de ideas, remontóse en menos de diez minutos a cuestiones teológicas. —El militarismo constituye una de las más abominables paradojas. Suponte un padre que para hacer perder el miedo a su hijo, le dijese: «El Coco no te va a hacer mucho daño.» Querer garantizar la Justicia y la Paz con la amenaza, es un contrasentido. Si la guerra es magnífica como espectáculo y como deporte para mantener bien ágiles los instintos y los músculos de la bestia dormida en cada hombre, es espectáculo caro, donde el programa se cumple raras veces y acusan las estadísticas un porcentaje harto crecido de accidentes, por lo que no puede ser un deporte simpático. Los ejércitos permanentes son el resultado de constituir una normalidad con el producto de una anormalidad peligrosa; y las naciones militaristas que no exigen a sus militares inteligencia, ni aun libertad de criterio, sino que maten bien cuando ellas les digan «¡Mata!», son como grandes garitos donde han uniformado a los matones... que no siempre resultan valerosos. Esponjó en la leche un trozo de tostada, y con benévola simpatía cercioróse de mi curiosidad en un espejo. Desde entonces, bien puedo vanagloriarme de que el maestro habló para mí. —Hay quienes se fingen a Dios como una especie de juez correccional, menos inmediato, menos brusco..., y a quien tratan de hacer prevaricar con dádivas casi siempre risibles. Para esos, Dios es el producto de una cobardía, y por eso cuentan con El más para la muerte que para la vida. «El fin de la vida—se dicen—no es vivir, sino morir, y buena prueba de ello es que los hombres han buscado siempre toda ocasión de producirse la muerte colectiva y rápida. Si no fuera eso cierto, ¿habría progresado menos la Medicina que el arte de la guerra? La muerte se consigue por medios artificiales con perfección, y la vida no se logra ni aun imperfectamente. El hecho más simbólico realizado a este fin por la Humanidad ha sido aquellas bárbaras cruzadas en las cuales, por virtud de las voluntades exaltadas de Pedro el Ermitaño y de Godofredo de Bouillon, los hombres más acomodados de Europa se dispusieron a morir sólo por rescatar un sepulcro. »

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Calló. Su compañero se había dormido al rumor de las ideas del maestro, que se atraían unas a otras sin nexo aparente, y en su calva se reflejaba la luz como en un objeto barnizado. ¿Cómo no había de reconocerle luego de las prolijas descripciones que Julián Gener y Emilio Ramsden me habían hecho de él? ¿Cómo iba a desaprovechar la ocasión para presentarme por mí mismo a aquel a quien mis dos inseparables amigos, después de pintármelo como el más genial, el más inservible y el más gracioso de los hombres, prometían en vano presentarme todos los días? Me acerqué al maestro, y, empañada la voz por el júbilo, le hice esta entusiasta petición: —¡Os conozco, maestro, os conozco, y quiero ser vuestro discípulo! Tendióme la diestra y salimos sin pagar los gastos. De modo furtivo, reprodujeron los espejos su figura extemporánea apoyada en mi brazo. Era la tarde y se hundía el sol. —¿Quiere usted una imagen literaria?—me dijo. Y señalando el término de la calle, donde el cielo juntaba su morada opacidad con los tejados, exclamó: —Nada de júbilos episcopales. Eso está harto vulgarizado. Hay que basar la metáfora en la constante pugna entre el cielo y nuestro planeta. A ver, ¿no se le ocurre? Parece que el cielo se ha caído contra la tierra y se ha dado un gran golpe. Comenzó a llover. Entramos en un portal. Con la misma reverencia con que una piadosa mujer demanda de su director anímico la exégesis de un milagro, le demandé: —Maestro: quiero saber cómo vinisteis a ser uno de los hombres más ilustres del mundo. Y él, sin afectación: —Fue hace varios años. Escribía yo—porque yo he escrito, lo confieso—artículos sociológicos para una revista titulada Lombroso y Jesucristo, y proyectando un trabajo acerca de la predisposición al robo en las clases trabajadoras, me propuse comprobar mi tesis, porque gusto de los métodos experimentales. Salí de casa, y, ya lejos de ella, rogué a un vendedor ambulante que me llevara varias mercancías, que le dejé pagadas; hice lo mismo con otro, y con un tercero después. Regresé a mi casa; transcurrieron varias horas, y como ninguno de los vendedores llegaba, me puse a explanar afirmativamente mi tesis. Nunca, amado discípulo—puedo llamarle así, ¿verdad?—, mi pluma ha fijado ideas más lúcidas; nunca argumentos más incontrovertibles bajaron de mi cerebro, por ella, hasta el papel. Concluí al fin, y cada vez que me leía el manuscrito observaba en él más aciertos, más multiplicidad de razones, más fundamentos para la conclusión afirmativa. Cuando me disponía a salir, llamaron, y, con cortos intervalos de tiempo, llegaron los tres vendedores, destruyendo el basamento práctico de mi teorema sociológico. ¿Que si rompí el manuscrito? No; tuve el valor de imponerme a los necios atavismos de mi

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conciencia. ¿Acaso porque hubieran dejado de quedarse con mi dinero los baratilleros estaba mi escrito menos bien? Y así, sobre hechos falsos, quedó con solidez cimentado el edificio de mi gloria. Ya lo sabes, discípulo. Cesó de llover, y antes de separarnos convinimos vernos con regular periodicidad. Sus dos manos retuvieron mucho tiempo las mías. Me pidió un cigarro y se alejó. En la violácea luminosidad que ponían los focos eléctricos en las aceras mojadas vi su sombra punzante ir, primero, detrás, y luego, recogerse, pasar a su diestra y adelantarle al fin. Las gentes cruzaban por su lado sin prestarle atención, sin sospechar junto a quién pasaban...

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I

LAS cotidianas visitas a aquel sotabanco pagado por nosotros tres, era una de las escasas voluptuosidades que la vida de lucha intelectual, en una situación casi paupérrima, nos permitía. Ir por las tardes a la buhardilla que, por una caridad un poco cruel y un poco interesada —como todas las caridades— pagábamos a Pelayo González, y pollas noches, en torno de una mesa de La

Maison Dorée, hablar ingeniosamente mal de cuantos tenían ya algo conseguido, eran nuestros únicos placeres. Luis R. Aguilar (1), con su eterno gesto de hombre práctico, seguro de que sus estudios médicos y su conocimiento de las miserias latentes bajo la piel le daban derecho a analizarlo y desdeñarlo todo, solía decir: -La buhardilla del maestro Pelayo González es un Ateneo. Cuando yo soy cómplice en pagarla, es porque las ventajas superan a los gastos. ¿Os reís? Yo soy un aislador de romanticismos y de piedades. Nosotros sacamos de la amistad de ese hombre incompleto, de ese teorizante que después de haber fracasado en las batallas de la vida tiene fórmulas para solucionar todos los conflictos de ella, mucho más que él saca de nuestros bolsillos. Tú, Julián, extraes de sus definiciones y de sus frases materia que, purificada en tu crisol y burilada por tu buen gusto de aficionado a las magnificencias —para mi criterio excesivas— de la orfebrería del Renacimiento, han de servirte para triunfar en la literatura; tú, Emilio...

(1) El doctor Luis R. Aguilar, discípulo de Pelayo González, empleó distintas formas

en la composición de su manuscrito, originalidad que puede provenir de la poca

costumbre de cultivar este género de literatura, o tal vez —y esto es más

probable— de haber mediado entre la redacción de uno y otro capítulo lapsos

largos, que le hicieron olvidar el punto de vista donde la biografía del maestro

había sido encauzada. A veces la historia parece narrada por él y a veces por

cualquier otro de los personajes y aun por un ser imaginario del cual sólo sabemos

que su estilo es fraterno del estilo del doctor Luis R. Aguilar: Tan pronto se habla

en pasado como en presente; el doctor se ha utilizado en su obra, y se trata en

ocasiones como un ser extraño a sí mismo. Esto hubiese sido fácil de subsanar,

pero un temor y una duda me contuvieron: temor a rebajar el aroma a la vez

ingenuo y pedantesco exhalado de estas páginas, y duda de que esa originalidad,

sólo chocante por su exotismo en la novela contemporánea, obedezca a un

propósito cuya virtualidad estética yo no haya logrado penetrar. —NOTA DE H. C.

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La larga escalera de madera, crujió. La señora Eduvigis, portera y jugadora de rifas, llegaba a encender el quinqué, donde se consumían todas las noches, alumbrando nuestras discusiones, veinte céntimos de petróleo. Su faz, al asomarse entre las jambas de la puerta, trajo el recuerdo de un claro de luna burlesco de O´Kussai. Su voz perennemente aduladora, sobre todo a últimos de mes, penetró con unas ráfagas frías que hicieron oscilar la luz. —Tengan buenas tardes los señoritos. Don Pelayo salió después del almuerzo. —¿Llevaba el chaquet color ceniza? —No, llevaba el negro, señorito. Entorno la puerta, ¿verdad? La escalera tornó a crujir. Durante algún tiempo, en el silencio cargado de ideas heterogéneas resonaron con insistencia pertinaz los timbres de los tranvías que abajo, en la calle, se cruzaban bajo la urdimbre amenazadora de los cables electrizados. Siguiendo el curso de sus pensamientos, Luis reflexionó en voz alta sin cuidarse de la sonrisa de sus dos amigos: —Es curioso observar la predisposición diplomática revelada por la señora Eduvigis, en el hecho de halagar a todos los vecinos de esta casa, donde, en un hacinamiento acusador de la pequeñez de la tierra, y con una simetría angustiosa y casi inmoral, viven unas sobre otras, en una proporción de alturas inversa a sus posiciones sociales, muy incomplejas gentes. En el entresuelo hay una oficina; en los principales habitan un político, eterno aspirante a la cartera de Fomento, y un rentista aficionado a la numismática; en los segundos y terceros viven familias heteróclitas que gastan el dinero, ganado de diversas maneras, en ofrecer reuniones en las cuales tan pronto se recitan monólogos como se cantan romanzas empalagosas o se juega a la lotería en torno de la mesa camilla, celestina de manos aviesas; y aquí, en las buhardillas, medio mueren, en incomprensible promiscuidad, un albañil, un grabador y el insigne e inservible sabio Pelayo González, a quien pagamos la habitación nosotros: dos escritores cuya diversidad de ideales estéticos tiene un serio punto de tangencia, el propósito de explotar su arte, de vender sus palabras, para conseguir provisionalmente, antes de la inmortalidad, las sensuales comodidades tan gratas al viejo Epicuro, y un estudiante de medicina que proyecta medrar en la vida fingiendo retardar una cosa tan prematura siempre a juicio del protagonista y tan lenta a juicio de los herederos como la muerte. En fin, que es forzoso reconocer en la señora Eduvigis un talento diplomático, por lo menos igual al del formidable teutón que sabía callarse en siete idiomas. Emilio Ramsden, que había oído las divagaciones sin escuchar, evitó el silencio que comenzaba con estas palabras: —Si el maestro no ha llevado el chaquet color ceniza, vendrá pronto: como el chaquet negro carece de chaleco y el maestro es sensible al frío, no puede aguardar a la noche. Y Julián Gener, asomado a la ventana, luego de pasear la vista por la superficie desigual de los tejados, pensando en la originalidad de esta imagen: «Las

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chimeneas se erigen hacia el cielo a manera de índices de manos enormes», y después de perseguir las siluetas cautelosas y elásticas de algunos gatos, inclinóse con esfuerzo para ver la calle y dijo: —En todo hay un símbolo de nuestra vida. Viendo un tranvía caminando tras la senda luminosa abierta ante él por el reflector, he pensado en la humana ceguedad, desde el comienzo de la Historia persecutora de una luz que siempre ha de permanecer ante ella atrayente y distante. Hubo un silencio largo; tras él, Luis R. Aguilar, con su eterno tono incisivo, expuso: —Si hay algún hombre contradictorio, eres tú, Julián, poeta lírico. En tu espíritu se emulsionan —perdóname esta proporción semifarmacéutica— treinta gramos de esencia de Musset y otros treinta de espíritu de Sylok. Tu lirismo está contrarrestado por tu apego al dinero, y tengo la seguridad de que tus prosas más refulgentes y tus versos más pulidos han sido compuestos entre dos preocupaciones económicas. Si por un milagro de aquellos ingenuos y remotos de esos cuentos de hadas cuyo principal encanto radica en que los hechos se producen sin razones, se te propusiese escribir tan bien como Dante o como Shakespeare, con la sola condición de que nadie habría de saberlo, no aceptarías. Anoche, cuando te acompañamos a llevar el artículo a El Mundo, oyéndote reverenciar al director —a quien medio Madrid te ha escuchado atribuirle una base de sustentación inferior a cinco pies y superior a tres—comprendí cuán exacta fue la suposición del maestro al afirmar que tú veías en los sillones de la Academia asegurada toda la vida: la eterna, con los honores necrológicos, y ésta, con las dietas y prebendas anejas al pintoresco cargo de inmortal. Cuando tú seas viejo, tendrás los mismos prejuicios que corroen a esos ancianos de quienes abominas, y si alguno de los varios hijos proyectados por mí naciese atacado del morbo literario, lo lamentaría, temeroso de tus rigores. Al fin tú no eres sino un preceptista a la inversa; pero de todos modos triunfarás, porque tienes una hipocresía natural y un talento azogado, fácil a deslumbrantes espejismos. Sin descomponerse, sólo descubriendo el dolor de la herida en una fulguración de sus ojuelos orillados de rojo, Julián opuso estas razones a las invectivas del doctor: —Luis: No sé cómo somos amigos. Sin duda tu única ocupación es aprender términos fisiológicos y pensar las cosas desagradables que nos has de decir. Tu afición pasiva a la literatura no te concede el derecho de demoler lo que todavía no hemos edificado, igual que nosotros te dispones al asalto de la vida, y ninguna clase de asaltos se pueden cuidar las actitudes: la esgrima de sala no sirve. Bajo mi lirismo ampuloso —¿lo adjetivo bien?—, como bajo tu obsesión analítica y apostolar, y bajo los dogmatismos artísticos de Emilio, soñador de una literatura desprovista de imágenes, recortada, violenta, sin ninguna de las llamadas galas, no hay sino tres muchachos necesitados de la victoria. Ni Julián

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ni yo, tan enamorados de la voluptuosidad de censurar, te censuramos nunca. Entendemos la amistad así, y somos a manera de astrónomos que, detallando con sus telescopios las manchas de los astros lejanos, no pueden ver lo situado demasiado cerca. Tú estás demasiado próximo a nuestro afecto, y abusas. —Muy bonita imagen. —No te burles. Emilio y yo sabemos que tú serás buen hijo mientras no se te ocurra acerca de tu madre una frase relativamente ingeniosa. Sabemos que esa condición tuya es el producto de una nutrición desmesurada, en la cual alternan las obras de la casa Alcan con nociones heterogéneas adquiridas en la enciclopedia británica traducida por un tío tuyo, ahora rentista y no hace mucho dueño de un hotel en Algeciras. Sabemos también que has escrito una novela inferior a otras cuya vivisección has hecho, y no ignoramos esas ingeniosidades expansivas que te obligan a hablar en una cervecería mal de los ideales de éste, tan diametrales a los míos, mientras en la mesa de enfrente, poco rato después, afirmas tu deseo de ser fiscal en la causa de mi literatura. ¿Cómo se compadece esto? —En la causa de tu literatura quiero ser fiscal, y para la de Emilio me reservo el cargo de acusador privado. Estas discusiones nos eran tan habituales que, estando ya todas las armas de la conversación despuntadas por el uso cotidiano, las escuchábamos sonrientes, dándoles un valor circunstancial y sólo viendo en ellas la base donde sustentar réplicas brillantes. Nos queríamos; nuestra amistad había pasado por todas las pruebas, y cualquiera de nosotros hubiese sido capaz de hacer, según la burlesca frase del maestro, «hasta un pequeño sacrificio por cualquiera de los otros dos.» Sin embargo, al encontrarnos en la buhardilla, raras veces lograba nuestra plática ese ritmo sosegado que casi equivale a un callar meditativo; hablábamos con palabras altas y punzantes; hablábamos siempre, porque en el silencio nos rondaban secretas angustias; porque aquellas paredes encaladas, a veces oscurecidas con nuestras gigantescas sombras, aquellas paredes tantas veces trepidantes por las frases opacas e ilustres del maestro, ejercían sobre nosotros un incomprensible magnetismo, y nos conturbaban. Allí, solos y excitados los nervios sin causas visibles, no nos atrevíamos a abandonar nuestros espíritus a la fructífera quietud de un silencio... Alzándome del sillón fui a cerrar la ventana, y al volver hallé fijas en mí las miradas de Luis y de Emilio, rutilantes, con un resplandor homogéneo equivalente a esta súplica: «Ya hemos hablado mucho; ahora es justo que tú nos releves de la tortura de estar callados.» Por eso, sin casi poner intención, sólo preocupándome de hablar largo tiempo, dije: —Todo eso nada importa, y nuestro fatalismo o nuestro optimismo nos deben persuadir de nuestra inevitable marcha hacia el fin, sin que, por desdicha, nos sea permitido a ninguno, por lo menos respecto a los demás, augurar si llegaremos derrotados o triunfantes. Nuestra alianza debe hacernos, si no cómplices, exorables al menos. Protejamos nuestros cuerpos contra la miseria y

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nuestros espíritus contra los bárbaros. Estamos ligados por concesiones mutuas, y no debe interesarnos demasiado si tras el médico hay un concejal o si tras los escritores se emboscan dos chamarileros o dos violadores de niñas. La única base de la sociabilidad es la tolerancia. A veces tenemos harta prisa, harta inquietud por el porvenir, y no conviene olvidar esta luminosa frase del maestro: «La aceleración es la peor de las velocidades.» Tomar por norma de conducta: «El que no está conmigo está contra mí», es negar virtud al razonamiento y abandonarse a egoísmos y a vaciedades que inducen a error. Los tres tenemos talento, pero talento parcial. En cada uno de nosotros hay un átomo de la verdad absoluta, y muchas mentiras admitidas, por defectos de organización, como verdades eventuales. Repito que somos amigos y aliados, y nos damos en esta época, falta de espectáculos para minorías, el de pagar la vida a Pelayo González, a quien juzgamos unas veces sabio, imbécil otras y siempre sutilmente descentrado y de intelectualidad deforme. Si fuéramos siquiera cucos, en el malo y útil sentido de la palabra, nuestras dudas y nuestras ambiciones nos obligarían a ser amigos. —Dices bien—completó Emilio—y para la solidez de esta amistad es sutilísima la divergencia de criterios. Cuando la vida nos arroje a distintos lugares, quizás a los tres partidos que integran los elementos directores de la nación, tras de nuestra enemistad ideológica vivirá una alianza recia, sagaz, insospechable, y merced a ella nos haremos dueños de la dicha, que es el Poder. La señora Eduvigis volvió a fingir el humorístico paisaje de O´Kussai, y contoneando el cuerpo, en el cual vivía con tristes achaques de reumatismo su talento de rudimentario Bismarck, pasó ante nosotros, llevando prendidas nuestras miradas en la ruina física de sus opulencias, que habrían sido deseadas antaño: aquellas opulencias, aun motivo de jactancia, cuyos secretos —nos llevó a pensar más de una vez nuestra liviandad— debían ser conocidos de las manos y de los labios del maestro. La buena dueña entró en la cocina, y, pasado un rato, la sala se llenó con un aroma confortante de guisos. Ya puestos en pie, cansados de aguardar, Luis, luego de abrocharse sobre el traje de verano el abrigo de pieles, filosofó: —La buhardilla del maestro es como el cuartito contiguo a un gran baile de máscaras —nuestras vidas—, donde entramos a reposar un rato y a quitarnos los antifaces. Aquí hablamos sin precauciones y afrontamos con mirada rapaz y la capacidad de conquista violentamente desarrollada, las posibilidades del porvenir. Cuando descendemos de este nivel de sinceridad y trasponemos los segundos y terceros pisos, llenos de familias cómicamente sociables; cuando sobre nuestras cabezas se oyen los pasos del aspirante a ministro y del aficionado a la numismática, y cuando tras de nosotros quedan los entresuelos, saturados de laboriosidad, donde se enriquecen esos ladrones legalizados llamados, por eufemismo, comerciantes, somos otros, y ajustamos nuestro ritmo al movimiento colectivo, y olvidamos la curiosidad del pasado y del

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futuro, y somos fantoches en las comedias de la política, de la religión y del amor. Yo presiento cuál será nuestra posición cuando los días pasen... No; no tenéis necesidad de tender las manos para oír esta buenaventura. Tengo espíritu inductivo, y como la profecía, según la definición del maestro, es una especie de cadena de la cual el vulgo sólo ve los eslabones extremos, soy profeta. La puerta produjo al abrirse un ruido áspero y largo. Una voz autoritaria dictaminó: —¡Cuando los hombres hablan de sí mismos y no mienten, no dicen aquello que son, sino aquello que quisieran ser y que no lograrán ser nunca!... Y una ráfaga de viento frío hizo aletear en el final del corredor los faldones desmesurados y manchados de un chaquet negro.

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II

COMO toda historia referida o leída sólo produce una impresión total, generalmente fácil al olvido, sin dar idea de esas múltiples sensaciones que concurren a cada hecho—comenzó diciendo Pelayo González—, yo, para no parecer miserable de un don material ante los sustentadores de mi materia, narraré mi historia, tantas veces pedida, recreándolos con sus pormenores. Las historias ajenas son, a lo sumo, pintorescas, atrayentes; lo menos importante es que sean verídicas, pues las fábulas ingeniosas conmueven más que las historias vulgares, y de seguro que a ti, Luis, no te ha impresionado tanto como tu jaqueca de anoche el recuerdo de las más calamitosas epidemias: el cólera en la India, y los frailes calzados, tonsurados y descalzos en España, por ejemplo. Departían sentados en un lindero del paseo, y ante ellos, a poca distancia, desfilaba la multitud con sonoro regocijo, llenando de risas la tarde; el sol, casi rojo, hacía reverberar las sinuosidades de las carreteras, e inflamaba el aire con una vibración de vida que percibían casi los oídos. Al final del parque, Velarde y Daoiz eternizaban su pacto heroico en un grupo al que la blancura del mármol, las risas de la muchedumbre, la suavidad del ambiente, o quizás más aún la simbólica falta de respeto a las tradiciones con que un perro humedecía su pedestal, despojaban de toda virtud trágica. Un mendigo, sabiendo que el amor abre la válvula a las conmiseraciones, acechaba a las parejas de amantes para turbar la idealidad o el ardor de sus coloquios con la exhibición de sus miembros llagados. A lo lejos, en la profundidad, la tupida fronda armonizaba con frecuentes ondulaciones los verdes claros con los verdes oscuros, casi negros, y el paisaje íntegro como un inmenso pavo real. Mientras Luis, Julián y Emilio miraban el jovial desfile y las galas de primavera con esa curiosidad un poco dolorosa de quienes no pueden entregarse a la contemplación despreocupadamente, trabados por el deseo de hallar fórmulas expresivas para perpetuar las sensaciones, el maestro hizo una pausa, llevó su mirada por la pendiente, alegre con la policromía de las sombrillas y los trajes claros, hasta la maciza adusted de la cárcel recortada en líneas violentas sobre la diafanidad azul, y comenzó así la narración tantas veces solicitada: —Tal vez fuese más certero decir, a semejanza de aquel secretario del monarca persa, sintetizador de la historia humana: «Nací, sufro y moriré»; pero como la curiosidad de mis discípulos exige inútiles y dolorosas prolijidades, narraré desde mi primer grito a la luz de un mediodía violento de junio, hace muchos años, hasta este mi apostolado actual, pasando por los fastos infaustos de todos los ciclos de mi existencia: el día que, sin contar con mi voluntad, y contraviniendo la del médico, a quien atribuían ideas heterodoxas, me echaron el agua bautismal, proporcionándome la gracia y este catarro crónico, mi

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sorprendente heroicidad, mi fracaso doméstico y mis inconsecuencias políticas... De niño, nada anunciadoramente dramático me ocurrió, pues mi desdicha para ser completa hubo de subdividirse en múltiples contrariedades: sufrí caídas, fui mordido por un can, de continuo mi cabeza estaba surcada por hendiduras y mi cara por rasguños; de contextura débil, fui víctima de esas supremas tiranías ejercidas por los muchachos fornidos y valerosos, y el maestro, un miserable pedagogo egoísta y cruel, me mostraba, obstinado en establecer un paralelismo entre mis facultades intelectuales y la lentitud con que mis padres pagaban su maléfica tarea de llenar mi cabeza, admirablemente vacía, de cosas oscuras, como el más inepto de sus discípulos... Y fui lo bastante desdichado para ser tenido por las gentes por un niño feliz, lo cual era a todas luces incierto, porque yo no fui infantil nunca. Crecí entre suspensos y pomos de aceite de hígado de bacalao y lecturas innumerables y desordenadas; y un día, por cumplimiento de una cosa para mí desconocida llamada ley, me sacaron de mi pueblo con otros mozos; tomaron la medida de mi estatura, hiciéronme exhibir mi desnudez ante unos doctores que pusieron sus orejas sobre los pelos de mi tórax dispuestos a encontrarme apto para el servicio de la patria, y me enviaron al fin, simplificando mi personalidad hasta el extremo de reducirla a un número —el 422—, a defender el honor nacional, puesto, aun ignoro por cuáles causas, en peligro. Al llegar a tierra nos armaron de fusiles y sables, haciéndonos realizar ejercicios muy graciosos, consistentes en dar vueltas y en marchar a voces de mando y toques penetrantes y alegres. Después salimos al campo —¿necesito deciros que a perseguir moros?—, y allí realizóse mi heroicidad. En el primer encuentro, sorprendidos, inútilmente tratamos de recordar la táctica; aquellos recuerdos sólo nos sirvieron para entorpecer el instinto de conservación, que, por último, quedó triunfador, llevándonos a una fuga durante la cual, si hubiera podido pensar, habría comprendido por vez primera que la unanimidad puede coexistir con el desorden. Yo, cuando se fatigaron mis piernas, me encontré junto a un jefe, quien comenzó a convencerme de la inferioridad de nuestras fuerzas y a encomiar mi heroica conducta, que sería recompensada por el Gobierno. Todavía recuerdo sus palabras: «Muchacho, has sido un soldado heroico; mis soldados han de ser así.» Y durante diez días, errabundos, anduvimos alimentándonos con frutas verdes y raíces, luego de haber cambiado de ropas en una granja próxima a un aduar, donde nos dieron como regalo algunas insignias usadas por los jefes enemigos. Cuando pudimos incorporarnos a un núcleo adicto, me enteré de que mi jefe había sido atacado por un crecido grupo, y de que yo, llegando en su defensa, habíale ayudado a matar a los agresores, cuyas insignias delataban sus altas jerarquías. A él le otorgaron un ascenso y a mí una cruz pensionada con algunas, muy pocas, pesetas. El hecho heroico fue publicado en la orden del día, y cuando él—ya con los galones y las estrellas de su nuevo grado—se acercó a felicitarme, yo quedé convencido de que, a pesar de mi falta de memoria,

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aquellos papeles impresos y aquel militar tan reluciente no podían mentir. «Te doy las gracias—me dijo—, porque con tu heroicidad me salvaste la vida.» Luego supe que había entorpecido, por servir a una morita enamorada de un sargento, una petición insignificante hecha por mí, y como todavía mi espíritu no era filosófico, le tuve rencor. Ahora le disculpo; la vida no es una cosa tan grata para que el hecho de habérsela salvado —siquiera de manera tan metafísica— engendrase en su pobre alma vínculos de agradecimiento. Hizo una pausa; cercioróse de que en nuestros rostros no había mucha fatiga, y continuó; —Luego... Días y días sucediéndose. Primaveras e inviernos; ilusiones, pequeños fracasos, trajes para el cuerpo y para el espíritu, que se usan y se desechan al fin: trajes ajenos, a los cuales tratamos en vano de servirles. Me casé, y de esta aventura, harto dolorosa, baste saber que, al concluir de dar a luz mi esposa, una vecina exclamó: «¡Hermoso niño; tiene la misma cara de su padre!» Y a mi mujer le acometió un desmayo, luego de pronunciar con inflexiones de convulso terror el nombre de un pariente suyo. Murió el niño, y al reconocerle, como a hijo ajeno, sus malas condiciones de llorón y voraz, quiero dar prueba de mi ecuanimidad reconociéndole en justicia la excelsa condición de oportuno, pues vino al mundo lo bastante a tiempo para concluir de hacerme desdichado, y murió antes de poder serlo él. Su padre y yo le llevamos en una cajita blanca, tan blanca que producía dolor dejarla entre la tierra húmeda, y desde entonces ni a aquel hombre, conocido y odiado tan pocas horas, ni a mi esposa, he vuelto a verlos. Mi dolor tuvo fases crueles, y los días, al templarlo, no lograron barrer de mi espíritu un sedimento de amargura, mejor dicho, de indiferencia, algo cadavérico, que en vano galvanizan los entusiasmos y entibian las tentaciones. Alejé las mujeres y cerré los libros, y con eso quedaron casi sujetos los siete enemigos capitales. Viví como Diógenes, por lo que muchas veces he pretendido vaciar toneles antes de utilizarlos para morada. Pero el vino no sirve para ahogar las penas, según canta la doméstica del segundo, y sólo el tiempo y la filosofía sirviéronme a mí para vivir sin necesidades creadas por la imaginación y para sonreír a cada una de las horas que, según la inscripción del antiguo cronómetro, vienen a herirme en tanto la última se acerca con su lanza mejor templada... De esto hace bastante tiempo, quizás mucho tiempo. Ya saben que no tengo reloj ni almanaque, habiendo también roto el nexo más poderoso entre el hombre moderno y su época: los periódicos. Ahora, por ejemplo, sólo sé que es por la tarde, una tarde muy hermosa, y eso me basta. De regreso en mi pueblo, algunos amigos me afiliaron a un partido político cuyo programa no acerté jamás a comprender, consolándome con la certeza de que tampoco ellos lo comprendían, pues el tal programa, como todos, era un papel blanco donde se escribían y se borraban promesas. En el pueblo había dos agrupaciones políticas, y de ambas eran los círculos sendas barberías, las únicas de la localidad. La barbería

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correspondiente a mis ideales sociológicos era la del tío Dionisio, llamado «el sin espuma» por lo rudimentario de su procedimiento, anterior a Fígaro y tal vez a la época del Mahomud. Tenía la mano dura, y exaltándose con sus discursos mientras ejercía la profesión, creía necesario marcar el ritmo, con lo cual las mejillas de sus correligionarios sufrían. Por eso una mañana, creyendo no ser visto de nadie, entré en la peluquería del señor Juan, a quien por el hecho de suavizar las barbas con espuma y de pasar por una llama de alcohol las navajas, le hacían responsable de todos los horrores del progreso, desde los descarrilamientos de los trenes hasta los fraudes municipales. Entré, y voluptuosamente confié mi barba a la suavidad de sus manos. Nada dije, y ahora, ante ustedes, puedo jurar que para las diatribas y dictados de tránsfuga - Tráfuga exclamaba con colérica voz el tío Dionisio haciendo el ademán de descañonar—sólo di por base un silencio respetuoso a cuantas manifestaciones tuvo a bien hacerme. A l fin, un hombre con una navaja en la mano es respetable y tiene casi siempre razón... Desde aquel día mi inconsecuencia y mi volubilidad fueron inconcusas. Los más prominentes del pueblo se dedicaron a buscar contradicciones en mis palabras, y habiendo yo emitido acerca del valor una idea de relatividad, llegóse a dudar del mío, y La Tribuna, en un artículo tan sangriento que parecía escrito con la propia navaja del tío Dionisio, narró de una manera injusta la historia de cierta condecoración. Después... algunos años más: nuevas canas, nuevos desengaños; nuevos hábitos para el cuerpo y para el espíritu. Y aquí estoy... Ahora mismo, al recordar con más sorpresa que dolor las piedras demarcadoras del escarpado camino recorrido, se me aparece mi vida cual una historia inverosímil, y reconozco cuán razonables son las frases de mi preceptor, el jesuita Rosell, quien aseguraba que yo era un hombre de configuración extraña, difícilmente adaptable a la forma de los acontecimientos y de las necesidades de este siglo... ni de ningún otro. Sin saber profundamente de nada, he tenido una amplia intuición. Mis ideas y mi vida no se han puesto de acuerdo jamás. Así, por ejemplo, creo la caridad una virtud inmoral y nociva, y vivo de la caridad de ustedes; amo la fuerza, y me abandono al capricho del oleaje; juzgo la Política la carcoma de los Estados, y durante dos años soporté la inquisitorial navaja del tío Dionisio, con la ilusión de hacer un bien a mi pueblo; y desde el día en que adquiriera, con la gracia bautismal, esta fluxión, hasta la noche—porque será de noche—, tal vez cercana, de mi muerte, pasando por el día en que fui enviado entre otros mozos con un número —el cuatrocientos veintidós— a defender la patria, y por otros muchos de adversa memoria, mi existencia esclarecida por algunas aptitudes habrá sido una línea ondulosa retardando en vano su llegada a un fin, y mi divisa estas dos frases: inutilidad, cansancio de estar quieto, y temor de moverme. Muchas veces me he dicho: «¡Oh, conquistar la Tierra, conquistar el Cielo!» Y después, invadido de un hondo desdén: «¡Son tan poco el Cielo y la Tierral... » Y esto es todo, discípulos. A ti, Luis, que aspiras a ser concejal, mi historia te parecerá

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estéril; a ti, Emilio, soñador de una literatura sin imágenes y sin literatura, mi vida te parecerá digna de narrarse por sobria; y a ti, Julián, Cándido, bueno y encendido en lirismo, sólo mi ciclo militar, un poco falseado, se te antojará merecedor de tu pluma. De todos modos, a vosotros me ofrezco: mi túnica, no por cierto inconsútil, ha sido ya rasgada por mis enemigos, y ahora me falta vuestra vejación, vuestro abandono. —Sin su voluntad, maestro, ninguno narrará su historia. ¿Piensa que Judas el de Kerioth revivirá en alguno de nosotros? —En doce discípulos sólo hubo uno traidor. Mucho hemos progresado, pero en tres discípulos no es creíble que haya más de tres traidores. Protestamos con afecto y vehemencia, sobre todo Julián. Luego nos alzamos del asiento, ya frío por la proximidad del crepúsculo, y emprendimos el regreso. Luis, súbitamente, dijo: —La vida es acerba. Emilio opuso: —La vida es cotidiana, y eso es lo peor. Yo iba a decir algo, cuando decidió el maestro suavemente: —La vida no es nada. Tu vida, mi vida, la vida de aquéllos, esas sí pueden definirse. Son como líquidos, y nosotros al igual de vasos: cae la vida en nosotros y toma formas diferentes, sin repetirse nunca. La gente retornaba hacia la ciudad. Al ver un coche galoneado, en cuyo interior exhibía un alto personaje actitud indolente, suspiró Luis: —La vida de ese sí es envidiable. La cárcel amplia y oscura, con sus múltiples ventanas acusadoras de hombres pagando con una perenne ansia de libertad el haber sido humanos un momento, ofreció contraste a Julián. —¡Triste vida la de cuantos se consumen ahí! Mas no pudo dar suelta a su siempre estremecido lirismo, porque el maestro lo atajó de este modo: —Ser resignado o ser rebelde sólo depende de la dirección en que se mire. Yo no me atreví a añadir nada, y marché largo rato junto a ellos, silencioso, pensando con tal fijeza en el esquivo sentido de la vida, que llegué a olvidarme de que vivía.

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III

VISTO de lejos, con las piernas delgadas bajo la amplitud del chaquet, parecía un pájaro gigantesco y benigno. Todo en él descubría aquella benevolencia que constituyó el tesoro de su alma, aurífera vena sin escoria. Su figura atraía en los paseos la atención de los transeúntes; pero, como hasta su ridiculez era mansa, ni siquiera los muchachos, tan fáciles a la crueldad cuando tropiezan con seres más débiles, le zaherían, conformándose todos con silbarlo, excepto el hijo de un carnicero de la calle de Hortaleza, que, sin duda excitado por la cotidiana visión de la sangre y de los despojos casi vivos, arrojaba al maestro piedras o huesos todavía manchados. Además, el maestro fomentaba esta simpatía emanada de su figura con una humildad exenta de bajeza, altiva casi. Cedía la acera a todas las mujeres y a muchos hombres, y gustaba entablar pláticas someras y afectuosas con esos granujillas que luchan por sostener una vida miserable vendiendo periódicos y recogiendo puntas de cigarros revueltas con polvo, cuando menos. Y para todos tenía una frase o una sonrisa: sus dos monedas de más valor. Siendo indulgente, el maestro era doblemente perfecto, pues, al disculpar a los demás, no pretendía ser disculpado. Cuando lamentaba las injusticias humanas y —por un natural espejismo— las divinas, lo hacía sin acritud, y hablaba de los reyes, de los generales y de Dios como hablan los diputados de las minorías acerca de los ministros a quienes piden destinos y de quienes pueden temer encono en las elecciones futuras. Con su proverbial paradojismo, elogiaba a cualquier hombre, y después tenía frases de desdén para la Humanidad. Algunas veces, Emilio Ramsden, complaciéndose en turbarlo, reprochábale sus contrasentidos, y él, con su voz blanda —con aquella voz armoniosa, persuasiva e inolvidable, que hacía temblar la ola crespa y leve de su barba—, argüía: —Amo, a semejanza del querube de Asís, todos los animales. Por los perros experimento la pasión vulgar y sacra a que obligan su fidelidad y sus adulaciones domésticas; amo a los lobos y a los lagartos; pero, sobre todos, amo a las vacas, símbolo de la suprema maternidad; las amo por la mansedumbre de sus ojos y por la leche de sus ubres, que, sin exclusivismos egoístas, son aptas para alimentar animales de todas las especies. Hacia los hombres siento también cariño, aunque un cariño donde hay impurezas de temor. Amo al hombre, como a los escorpiones y a los mosquitos entre los animales ponzoñosos. ¿Cómo reprochar contrasentidos a quien ha de aunar el amor con las precauciones? Ahora, cuando ya hace tiempo que el maestro partió, vestido con su chaquet color ceniza, hacia el país inexplorado de las sombras; cuando aquellas sus frases que ilustraban nuestras pláticas no volverán a vibrar en la quietud de

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la buhardilla, sobre el bisbiseo perenne de la señora Eduvigis, ni en los paseos, ni en los cafés llenos de humo, de vapores alcohólicos y de ruido; ahora comprendo que la superioridad del maestro consistía en haber salvado de todas las batallas un poco de candor infantil. Era niño y hombre, y las pocas veces que su gesto poníase torvo, bajo la adusta curvatura de las cejas, los ojos azules no dejaban de sonreír. Le disgustaba oírnos hablar con encono, y en una ocasión memorable contuvo la maledicencia de Julián con estas sencillas palabras: —Tenemos la mala costumbre de juzgar desde un solo punto de vista. Después de haberle calumniado treinta años, cierta noche, contemplando el esplendor de un incendio, aprendí a respetar la mancillada memoria de Nerón. Poco a poco, tras el sentimiento de malsana curiosidad que nos indujese a sufragar sus gastos, establecióse entre el maestro y nosotros un lazo que nuestra vanidad no nos permitía definir: un lazo anudado entre su supremacía y nuestros espíritus lo bastante equilibrados y prácticos para aprovechar las dotes para él inservibles. Ignoro cómo Emilio y Julián llegaron a conocerle; ignoro cuál ola caprichosa u obediente a un incontrastable designio nos juntó con aquel hombre que había de ejercer en nuestras vidas de luchadores decisiva influencia. En los diez años que contuvieron nuestra amistad le vimos invariable, en tanto variábamos nosotros con los cambios de la fortuna. Nosotros fuimos bohemios, socialistas, héroes de esa mansa epopeya sin sangre llamada lucha intelectual, autores aplaudidos, diputados, revolucionarios, burgueses, iconoclastas, conservadores..., mientras él fue sabio e inútil nada más. El primer día que Julián, un poco avergonzado y dispuesto a negarle el robo, leyó un artículo en el cual resaltaban algunas frases del maestro, éste tuvo un inesperado regocijo. —Suponed un hombre desnudo en el desierto —exclamó—. Unos beduinos le arrebataron el camello portador de riquezas y hasta la túnica con que resguardaba su cuerpo de la llama calcinante del sol y de la blanca y artera caricia de la luna. «Los ladrones me dejaron sin nada», se dice; y de pronto, cuando la tristeza de haberlo perdido todo le corroe, llega un tigre, ávido de su carne. ¿No ha de mitigarse el dolor de morir entre las crueles fauces felinas con la alegría de reconocerse, inesperadamente, con algo de que ser todavía despojado? Todos reímos. Aquella noche, acompañados por un marqués aficionado a la literatura, muchacho dadivoso y curioso de cuantos espectáculos le apartaran de la monotonía de las reuniones aristocráticas, cenamos con Pelayo González en su buhardilla, servidos con previsora solicitud por la señora Eduvigis. Y el maestro, exaltado por la alegría simbólica de aquella cena nostálgica del pincel de Leonardo, o quizás—y esto es más fácil, pues he de consignar aquí su debilidad ante las incitaciones de la gula—por el vino de Yepes, un vino que tenía, como las ratoneras, fácil la entrada, estuvo definitivo y elocuente:

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«No hay capital tan productivo como una vergüenza bien perdida.» «Para que una insurrección tome el nombre de revolución sólo necesita triunfar.» «Lo pintoresco es algo que todo buen patriota gusta ver en el país vecino. Pintoresco, a pesar del diccionario, quiere decir: inferioridad que ni siquiera nos conmueve o repugna.» «La máquina es enemiga del hombre, porque desde el principio se puso al servicio de uno de sus peores tiranos: el capital.» «En la mayor parte de los casos, el adulterio es injustificado: el amante sólo es otro marido, menos desagradable porque no comparte la intimidad y porque se le ve con irregulares intermitencias y entre sombras, medrosamente.» Suponga el lector lo accidentada que hubo de ser la conversación para permitir dictar, con su oportunidad de siempre, al maestro, opiniones acerca de ideas tan desemejantes. Tuvo una frase sintética para cada una de las conversaciones, y su pensamiento sagaz aguijoneó todos los asuntos, extrayéndoles la esencia, que nos ofrecía con sencillez entre dos sonrisas. El marqués escuchaba, interesado en nuestras discusiones, complaciéndose en desplegar, con habilidad inteligente, paisajes sugestivos, por los cuales la imaginación del maestro, como Don Quijote sobre el Clavileño, se lanzaba en viajes fabulosos ágil, retráctil, varia, con aquella prodigiosa volubilidad que le hacía parecer, aunque inmutable, diverso siempre. De vez en vez, la señora Eduvigis indicaba con la diestra ilusorias cruces en su cara o en la flacidez de sus senos, significando así su espantadiza admiración. El maestro hablaba, hablaba incansable, envolviéndonos en la fascinadora onda de su inquietud intelectual. Hablaba, hablaba... —Desde mi juventud, harto distante, no escribo ni una sola línea. Aquellos inútiles artículos en aquella inútil revista Lombroso y Jesucristo, pesan demasiado sobre mi conciencia de escéptico, a pesar de ser la conciencia el más resistente y elástico de cuantos productos ha inventado el hombre. Hace poco, con motivo de una demanda entablada por un acreedor irascible, me negué a firmar, y ya me disponía a trazar, en vez de mi nombre, una rudimentaria cruz, cuando el escribano, dedicándome una necia mirada compasiva, dibujó una a una, con estúpido primor, las letras, poniendo después: «Por no saber firmar.» Luego enjauló, debajo de mi legendario González, su nombre y sus apellidos en una rúbrica sinuosa y casi infinita. ¿Comprendéis la significación de esa negativa, en apariencia pueril? Ahora que algunos filósofos asignan a la intuición papel preponderante en el conocimiento, quiero refugiarme en todas las ignorancias, y así mis intuiciones serán más puras. No escribiré ya más. Las plumas y las espadas me aterran; y estoy más satisfecho del acto de negar mi monstruosa sabiduría, que Meleagro de la batalla de Farsalia y que Galvani de sus espejos ustorios.

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En su sonrisa veíase claro el placer con que trabucaba nombres y hechos. No logrando sustraerse en nuestro ambiente exótico a la galantería habitual en sus salones, el marqués, mientras limpiaba sin necesidad, con su pañuelo flordelisado, el monóculo, sahumó al maestro con esta lisonja: —Será necesario que usted se decida a hacer algo; un grande hombre como usted... Emilio Ramsden opuso: —El maestro tiene dos maravillosas aptitudes contradictorias que lo neutralizan. Él sería como un célebre jurisconsulto, en no recuerdo cuál novela de Labuleye, que decidió no ejercer porque en la amplitud de su dialéctica hallaba argumentos de igual valor para pedir la muerte y la absolución de los acusados. El sentido crítico va matando uno a uno en él todos los gérmenes prolíficos. «El grano molido en harina —dijo Amoel— no puede ya nunca germinar.» No convencido por estas razones, el marqués insistió: —España está muy necesitada de hombres como usted; España se muere. Hemos degenerado y es preciso un talento milagroso que, removiendo las cenizas patrias, las vivifique. ¿Por qué no se decide el señor Pelayo González, el maestro, como le dicen estos señores y no tardaría en decirle España y el mundo, a ser nuestra Ave Fénix? Aquella era una proposición muy peligrosa, y comprendiéndolo el maestro, hubo de declinarla con esta evasiva: —Hay naciones aprensivas como muchos enfermos, y es cruel decirles con harta asiduidad la importancia de sus dolencias. A muchos enfermos—pueblos o animales—los han matado a fuerza de decirles que se morían. Además, no son los grandes talentos los salvadores de nacionalidades. Para eso hace falta una chispa de genio engarzada en un gran bloque de voluntad... Y yo soy una brújula sin norte. Bebimos. Por primera vez, merced a la prodigalidad aristocrática, una botella de champaña rebasó el nivel de los pisos principales, donde el aspirante a ministro y el numismático lo descorchaban solemnemente, en días señalados, al término de excesivos banquetes. El oro líquido, constelado de burbujas brillantes, aceleró la circulación en nuestras venas e hizo pasar de cerebro a cerebro un ardoroso y grato fluido sugeridor de ideas audaces. Los sentidos se sutilizaban. ¡Oh el nigromántico poder de una botella de champaña! En ese líquido se disuelven las preocupaciones y las timideces como en el vinagre las perlas... Los ojos del maestro retaban a las fulguraciones que en las manos linfáticas del marqués encendían los brillantes. La señora Eduvigis, resucitando aquella agilidad tan remota como su esplendor juvenil, bajó y volvió a subir con dos botellas más.

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—¿Por qué no se decide a escribir un libro? Yo seria gustoso su editor; un editor original: pagar los gastos de imprenta y no cuidarme de cobrar facturas a los libreros. ¿Le conviene? —No. Escribir un libro, como realizar cualquier obra aspiradora a la posteridad, es un acto contrario a mi concepto de la vida. En algunos monumentos célebres, en Strafford-on Avon postreramente, he tenido ocasión de observar los álbums cubiertos de nombres. Todos los visitantes tienen interés en afirmar: «Hemos estado aquí.» Escribir un libro equivale a detener a cuantos vengan detrás para decirles: «Hemos estado aquí, hemos pasado por la vida.» Y la prisa es tanta, tantas son las incitaciones y el olvido, que hasta algunos estafadores del dictado de ilustres alzan las manos para escribir, a imitación de los visitantes vanidosos, no teniendo en cuenta que quienes vengan detrás apenas han de tener tiempo de escribir sus nombres, sin fijarse gran cosa en los ya escritos. —Con sólo esas ideas se compondría un libro encantador. Escríbalo usted. Ahora yo sólo sonreía. Julián y Emilio se miraban serios. ¡Si a ellos les hubiesen ofrecido aquella edición que el fantástico Pelayo González rechazaba!... —Hacer un libro... —prosiguió dulcemente el maestro—. Moseh Gleatilah ha escrito que los libros son nidos abiertos de los cuales, al abrirlos, se escapan la inquietud y la duda. Los libros son turbadores; están llenos de perfumes a los que, una vez supragustados, no podemos renunciar. Para el pobre bibliófilo, una polilla es más temible que un dragón. ¡Escribir y leer cuando nunca sabremos nada! San Gregorio Nacianceno lo dijo; Filareth Charles degolló a un musulmán por el solo hecho de proponerle la lectura de un texto sagrado; Eduard Bulwer Lytton mandó incendiar la biblioteca de Oxford; Adrián Turnebe, Goujet, Don Favila, el emperador chino Changtti y otros muchos sabios, han sido enemigos de los libros. Los libros, lamenta Bossuet, son el opio de Occidente. Luis R. Aguilar se había puesto en pie y miraba con honda fijeza al maestro. Éste iba a persistir en sus argumentaciones, pero Aguilar le dijo: —Observo, maestro, que alteráis de manera lastimosa la verdad atribuyendo a Moseh Gleatilah y a Bossuet frases de Anatole France, y a sir Bulwer Lytton, el ilustre imaginador de la terapéutica bibliográfica, hechos realizados por Cromwell. También antes asignasteis a Meleagro pensamientos que no pudo tener, por considerables diferencias cronológicas, y concedisteis a Galvani la patente de un antiguo invento aplicado a la guerra por Arquímedes. ¿Cómo explica usted eso? Además, en repetidas ocasiones le he oído citar con falacia histórica nombres tan ilustres y conocidos como los de Vossius Descartes, Boecio, Zozimo el Panopolitano, Cardan, Littré, Toth, H. G. Wells, Guichardin, Wund y otros muchos. ¿No desean ustedes saber la razón originaria de esa falta de escrúpulos cometida por el maestro? Hay en ella tal aspecto de contumacia, que en nombre de la verdad yo exijo inmediata reparación.

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Olfateando la amenidad de una polémica, todos inclinamos los bustos hacia los contendientes. La señora Eduvigis dio la vuelta a la mesa y fue a colocarse a la sombra del chaquet color ceniza, en testimonio de adhesión. Aguardábamos fijas las miradas en los labios del maestro, fruncidos en una sonrisa. Aun Luis R. Aguilar interrogó otra vez: —¿Cómo explica eso el preclaro Pelayo González? —Lo hago de propósito, y el esfuerzo que me cuesta hacerlo demuestra que, a pesar de las calumnias inventadas contra nosotros por nosotros mismos, el hombre es un animal predispuesto por idiosincrasia a la verdad. Sentimos una inclinación instintiva a decir cuanto sabemos; nuestra indiscreción no es sino una forma bastarda de nuestra virtud. Pero a veces gusto de trastrocar los nombres, como gusto de contrarrestar todos los instintos criminales, carnívoros, etc.; y lo hago por darme, además, la lección triste de que nuestros nombres importan poco o nada. Lo único importante es que las cosas existan y no la manera como existan. ¿Tendría trascendencia que no hubiese sido Platón, sino Orígenes el primero en pronunciar palabras anunciadoras de un Nuevo Mundo? Si Sócrates hubiera dejado decir a cualquier anciano de Tarento: «La inmortalidad del alma es un bello riesgo que vale la pena de correr», ¿se habría alterado el orden de las causas? Porque no se llamara Tharamanes el inventor de la rueda, ¿habríamos dejado de rodar por todas las pendientes? Los nombres nada son, y decimos Shakespeare y Erasmo y Fidias, como decimos «fábrica», «mesa» o «calle». ¿Quién, al pronunciar un nombre sagrado, tiene un recuerdo para los sufrimientos, para las esperanzas fallidas, para las dudas que ese nombre cubrió? Todo lo que hacemos es superior a nosotros y nos sobrevive: nuestras filosofías, nuestras religiones, nuestras viviendas, nuestros más menudos objetos. Y sólo comparable a esa insignificancia es esta vanidad, que no nos deja ritmar con todos nuestros actos una plegaria de preparación al olvido, llevándonos hacia ensueños inmortales. Considerando que al mentir no altero la sustancia de los sucesos, me formo de las verdades que constituyen el ramaje de ese tronco donde están grabadas estas dos palabras sinónimas: vivir, pasar, la idea de una cosa inservible. Todo es relativo y todo es estéril; por eso me complazco en atribuir a uno los hechos de otros. Son caprichos intelectuales, caprichos complejos, cuyo múltiplo superior es el axioma kempisiano: «Nada vale nada y aramos en un surco que llenará el polvo en cuanto pase un instante.» Al requerirme en nombre de la verdad, discípulo, pareces desconocer las únicas verdades incontrovertibles: las mentiras que nos obstinamos en creer. Fe y tiempo: he aquí los componentes de la verdad. Hace poco, contemplando a un burgués acomodado en los cojines muelles de su automóvil, he pensado con irónica piedad en aquel miserable Felipe II: el sol no se ponía en sus dominios y fue de Madrid a Burgos en silla de manos, macerándose el real cuerpo en una marcha de muchos días contra las tablas de un cajón que dos muías bamboleaban... Ahora comprendo que este ejemplo no

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tiene mucho que ver con mi tesis; pero no importa, ya está dicho. —¡Más champaña, más champaña!... Debemos brindar por el maestro... Nuestros ojos alcanzaban su brillo máximo. Nos alzamos con los brazos tendidos; las copas se besaron con una clara vibración, y el champaña, al agitarse, nevó con hervor aromoso y chispeante la áurea transparencia. Hubo un minuto embarazoso, durante el cual cada uno pensaba su brindis, mientras él sonreía y se relamía. El marques dijo: — ¡Por el señor..., por el maestro Pelayo González, digno descendiente de las noblezas castellanas! Luis dijo: —Por el alma de Epicuro, y por la flor más fragante de su jardín: por Pelayo González. Emilio dijo: —Por el inesperado sabio que todo lo quiere ignorar; por Pelayo González, cuyo talento le concede la supremacía de ser anormal en todos los tiempos. ¡Oh maestro unigénito de aquel incomparable abate Coignard, muerto por la mano aleve de Mosaïde, en la carretera de Lyon, a fines del glorioso siglo XVIII! Julián dijo: —Brindo por el maestro Pelayo González y por su genio, que es cual catarata salomónica desbordada en la fatuidad de un siglo ignorante, o como el acero: muerte en las espadas y vida en los instrumentos quirúrgicos. La señora Eduvigis añadió lapidariamente: — ¡Por la salú de tóos! Las copas volvieron a chocar con vibración casi frenética. La señora Eduvigis lloraba: ése era su brindis. Con acento triunfal interrogó Luis al maestro: —Y ahora, maestro de escepticismo, jardinero del jardín de mandrágoras del Eclesiastés, ¿no es usted feliz? Y respondió el maestro: —Sí; ahora soy feliz, provisionalmente feliz.

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IV

POCAS veces he vuelto a pasar desde entonces por aquel paraje. Quizás hoy lo hallara desprovisto del encanto apacible y de la misteriosa insinuación que me pareció entonces su mejor atractivo. Una sola rama tronchada, una piedra cayendo en la densa quietud del estanque, otros niños jugando en torno del caño, de aquel caño de aguas claras, rumorosas y frescas; otra luz, otras gentes ascendiendo por la escalera de granito, a cuyo término, en la tranquilidad crepuscular, el palacio evocaba un antiguo cuento de amor, donde la desdicha se interponía entre el caballero arrogante, casi femenino, y la princesa; cualquier cosa, siquiera la más nimia, basta para hacernos desconocer un paraje que nos fue grato. Es absurdo volver a los sitios donde hemos sido siquiera un momento dichosos. Desde aquella época feliz, llena de privaciones y de esperanzas, sólo una vez, acompañado de Emilio Ramsden, he cruzado a pie ese paseo, íbamos hablando de nuestros triunfos. Fumábamos habanos, y ya, sin la inquietud de lo porvenir, libres los espíritus de esas dudas mezquinas que entorpecen sus vuelos, marchábamos adueñados de la vida, seguros de nosotros, mirando hacia los días pasados sin sorpresa, con menos sorpresa que la que el retorno a las situaciones pretéritas nos habría producido. ¡Y sin embargo!... ¿Por qué fue aquella tarde una tarde triste? Nada nos dijimos, pero un remordimiento nos turbaba. Yo le vi mirar el montículo donde tantas tardes nos habíamos sentado a departir con el maestro, y estoy seguro de que él me vio mirar las ramas, agobiadas de flores, bajo las cuales habíamos estado tantas veces más embriagados del perfume de la charla que del de la floresta. Podría afirmar que de su frente a la mía partió un recuerdo henchido de rencor contra Julián Gener, aun más traidor que nosotros al venerable Pelayo González. ¡Habían pasado diez años! Y en aquella tarde, cuando todo nos satisfacía; en aquella tarde en que podíamos mirar hechas realidades cuanto diez años antes era sólo quimera y ensueño de audacia, la sombra del maestro, faltando por única vez a su habitual indulgencia, nos rondó para echarnos en cara nuestra ingratitud; nos rondó y se interpuso entre nosotros, como debió oponerse la adversidad entre la princesa y el esforzado caballero casi femenino, héroes del cuento que en la sedante calma crepuscular sugería la visión del viejo palacio y de la escalinata musgosa. Todas las tardes, cuando ya el sol acercaba su blancura ígnea a la blancura del Guadarrama, descendíamos los cuatro por aquella escalera. Emilio Ramsden y Julián Gener iban delante, entretenidos en interminables discusiones literarias que quedaban siempre en el punto inicial. El maestro y yo marchábamos detrás y ellos, de tiempo en tiempo, se detenían para esperarnos. Al aparecer todos en el rellano superior, los niños aquietábanse suspendiendo sus juegos y mirándonos con una curiosidad que, siendo indiscreta, era agradable. Desde la

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elevación de la escalera, el maestro se volvía aún hacia la vastísima hondonada para aspirar la fragancia de que venían aromadas las brisas. Desde allí, los paseos se divisaban muy abajo, en dilatada extensión, y sobre el fondo verde, policromado a trechos por las rosaledas, destacábanse los senderos cual telas gigantescas de araña. El agua cantaba en las gárgolas su canción casta, y las copas de los árboles, nimbadas del oro amortiguado del sol, se estremecían con lentitud, ceremoniosamente; los anchos caminos alejábanse sinuosos, casi entristecidos por una gris melancolía, y por ellos, rectificando sus eses, envueltos en polvo, en estrépito y en humo, los automóviles vagorosos y trémulos hacían temer de tiempo en tiempo una alucinación de la mirada. Al sentarnos, algunos niños comenzaban a describir en derredor nuestro curvas que iban haciendo más cortas cada vez. Por fin, uno —el de todas las tardes—, un marinerito cuyos ojos azules tentaban a imaginar presagios de océanos tranquilos y hondos, se acercó, ofreciendo a la caricia del maestro el rostro iluminado por la risa. Las niñeras reñíanlos benévolas, demostrando su confianza sin renunciar a la autoridad. —A esos señores sí podéis acercaros, pero no molestéis. Y la concesión no era por nosotros: era por el benigno atractivo de la figura del maestro. Pelayo González hacía al marinerito algunas preguntas, y éste las contestaba siempre con encantadora torpeza. Luego envolvía en la compasión de su mirada a todos los rapaces, y musitaba: —¡Qué lástima que estos niños se conviertan en hombres! Esto sucedía todas las tardes. Los niños eran para el maestro un venero de emoción. En esta frase, donde la piedad y el desdén se armonizaban tan maravillosamente, ponía Pelayo González una exaltación rara. Él, abroquelado contra tantas cosas en su serenidad, tenía vibraciones coléricas y enternecimientos cuando hablaba de los niños. ¿Cuál fue el poema suave o áspero de su infancia? Las narraciones que, luego de reiterados ruegos, nos hizo, están aromadas por un perfume ingenuo, que, llenando los espíritus de conformidad noble, de casto júbilo, produce el ansia de conocer otras aventuras infantiles que sin duda vivió y que jamás logramos hacer salir de sus labios. «¡Lástima que estos niños se conviertan en hombres!», decía con una paternal humedad en los ojos. Y cierto día, contemplando el entierro dé un niño, se detuvo y, crispados los puños, con voz enronquecida, tuvo una deprecación, extraña en él que jamás dejó de comprenderlo y de disculparlo todo. —¡La Naturaleza es excesiva y burda! La muerte de los niños, además de obligarnos a pensar en una fuerza cruel, nos lleva a figurárnosla sin instinto artístico, sin sentido de la sobriedad. La muerte de los niños constituye un pleonasmo de idea; ¿cuánto más estético y pío sería que los destinados a sucumbir no naciesen? Por algo un colega bastante distinguido, el señor Liebnitz, ha escrito que Dios no procede por designios particulares. Yo hubiera

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dicho que Dios, luego de echar a andar el mundo, se ha vuelto de espaldas para no verlo. Escuchando sus frases desdeñosas, sonreíamos. Luis R. Aguilar, obedeciendo a su perenne disposición a provocar discusiones, le interrogaba: —¿Cómo, teniendo ese lamentable concepto de la Humanidad, no es usted anarquista? He observado que desprecia todas las instituciones por injustas, y como para concebir la idea de la injusticia es necesario haberse forjado el término opuesto, me extraña no verle luchar por ese estado que pudiese dignificar a los hombres. Para ser fiel a sí mismo, maestro, usted debiera ser un ácrata, no importa si a la manera de Cristo o a la de Ravachol. —Si yo consiguiese convertirme en caballo —respondía el maestro—, sin duda sería un caballo anarquista. Siendo hombre, me produce inquietud sólo pensarlo. Como el castigo de vivir es la muerte, juzgo muy pocas faltas merecedoras del aceleramiento de esa pena, y por eso desprecio por igual al magistrado que al anarquista. Cuando la fuerza esté con los de abajo, ellos serán los jueces... ¿Se ríen? No podemos castigar aquellos delitos a los cuales nos ligan una multitud de temores y de similitudes. Para que existiese la verdadera crítica sería necesario que los hombres no criticasen... Y aun olvidando estas razones, yo no sería anarquista, por pereza, por instinto acomodaticio; compensando los inconvenientes de lanzar parábolas o bombas con los de soportar un régimen al que no tardaré en habituarme por autocrático que sea, he optado por los inconvenientes pacíficos. Estoy convencido de que toda revolución sólo tiene por resultado trocar un tirano por muchos, o sustituir una comunidad de dictadores que ya han saciado algunas de sus codicias y de sus odios, por otra que los tiene todos por saciar. —Entonces —opinó Luis—, la revolución norteamericana, en la cual, debido a la inspiración de Jefferson, elevóse al rey Jorge el primer documento fundamentado en la reclamación de los derechos humanos, y la memorable revolución francesa, adonde Franklin y Lafayette llevaron el espíritu de ese documento, que todavía había de encender una chispa en Venezuela, cuna de las libertades suramericanas, ¿nada dicen a su espíritu de empírico justiciero? Washington, Lincoln, Bolívar, Martí, Orange, Sucre, los Girondinos y todos esos héroes anónimos que agonizan en la Siberia trágica, en la vastedad del abandono, del silencio y de la nieve, ¿le parecen tan despreciables como los demás mortales? Si usted les hubiese conocido niños y leído sus horóscopos, ¿les habría compadecido con esa escéptica salutación: «¡Lástima que esos niños se conviertan en hombres!»? —Sí. Los hubiera compadecido, y los hubiese, además, execrado. Cada hombre ilustre, gran de en el mal o grande en el bien, viene al mundo para demostrar que la perseguida igualdad es una utopía. Todo hombre anormal es forzosamente desdichado. ¿No recuerdan ustedes las postreras frases de Bolívar, y las de Beethoven, y las de Miguel Ángel, y las de Goethe? Los

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hombres obstinados en elevar hasta ellos una cosa tan baja como él nivel humano, o se emborrachan de soberbia o sufren. Todos los hombres colosales se han tenido que empequeñecer y ahormarse a medios inferiores para triunfar, pues el triunfo no lo decidimos nosotros, sino quienes nos rodean, A las muchedumbres es forzoso darles afirmaciones o negaciones sin razonárselas; una disquisición sutil no origina jamás esos entusiasmos colectivos, materia prima de cuantos acontecimientos jubilosos o dramáticos perpetúa la Historia. Probablemente, si Napoleón hubiera tenido tanto talento como Hegel no sería ahora el sueño de todos los tenientillos, ni Francia, por su magnífica audacia irreflexiva, hubiera fingido a mediados del pasado siglo una araña cuyas patas divergían rapaces para adueñarse de todo el Universo. —Advierto, maestro, que Francia os merece aversión, y me place no compartirla. Vuestro desdén por las instituciones modernas y ese voluntario olvido de los acontecimientos actuales os llevan a desconocer los frutos de progreso sazonados en aquel árbol florecido en 1794 con rosas enrojecidas por sangre de sabios y de retóricos. No leyendo sino libros inactuales, es usted como un superviviente del 18 Brumario, que, luego de pasar por los días macabros y alucinantes del Terror, conservara el rictus de cólera, gráfica expresión de su espíritu eterno atemorizado. Aquello pasó hace mucho, maestro, y Francia es hoy una república burguesa, pacífica, ostentosa y un poco teatral, donde las Ciencias y las Artes son objeto de minucioso cultivo. Y si ese designio de no leer periódicos fuese quebrantable, podría usted convencerse de que Le Journal des Débats, y hasta los mismos diarios de ese cascarrabias utilitario de Clemenceau, no recuerdan por nada a aquel viejo cordelero que animara con su hiriente mordacidad el ingenio del Cándido ciudadano Camilo. Emilio y Julián oían, ya impacientes. Tal vez iba cualquiera de ellos a iniciar otra conversación, cuando el maestro dirigióse a Luis en estos términos: —Me calumnias, Luis, y si yo no tuviese de la calumnia una idea sagrada —calumniar es dar por hechos actos que podemos realizar y hacia los cuales estamos por idiosincrasia orientados—, me ofendería. Yo desestimo a la nación que más sabios y más verdugos ha dado a luz, por un resto de romanticismo. La ejecución de los diputados de la Gironda iluminó mi juventud con un fulgor que al extinguirse hizo oscurecer todos los colores alegres de mis sueños. Aquellos poetas de la política, arrastrados por la odiosa chusma a un final trágico en una comedia comenzada bajo los risueños auspicios de triunfos oratorios y de aventuras femeniles, fueron para mi espíritu a manera de una segur cortando flores que no han de renacer. Desde entonces, a pesar de odiar a la nobleza, amo todas las aristocracias; porque fue la multitud, la espesa multitud, quien hizo dirimir a Esquilo asuntos del regocijado Aristófanes. ¿No han notado ustedes que hasta de la agrupación de hombres relativamente bondadosos y sabios resulta una masa bestial, ávida de embriagarse con el acre zumo de las crueldades? Thiers y Lamartine me conmovieron narrando la hecatombe

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girondina como sólo lograron, mucho tiempo antes, conmoverme Anderssen y Perrault, como no espero conmoverme más. Pero ahora... ¡Si pudiera no encogerme de hombros! En cuanto a mi anarquismo teórico y a mi odio a las instituciones, confesaré que siento por ellas la misma sumisión e igual encono que sentiría una rueda inteligente por el fleje de acero que la obliga a marchar en contra de su voluntad, asociándola en una labor heterogénea a la que ella realizaría si pudiera moverse sola. Y he dicho antes anarquismo teórico... Yo soy así. Los obstáculos materiales me extenúan; la vista de una sola gota de sangre de cualquier rey me haría desistir del propósito de suprimir a todos los imbéciles de la tierra, y me sería más fácil tramar un plan infalible para robar hasta con cimientos el Banco de Londres, que abrir con una ganzúa cualquier endeble caja guardadora de los tesoros de Morgan y de Rockefeller. En cuanto a los Estados, los concibo funcionando cual gigantescas casas de comercio. El ejército, el concepto de patria, el honor nacional y todos los análogos convencionalismos son motes imaginados por hombres poco escrupulosos, y es más práctico fingir creer en ellos que destruirlos. La redondez de la tierra es un símbolo. Por todos los caminos, yendo hasta el fin, se vuelve al punto de partida. Bel Cadmo coordinó el alfabeto para facilitar sus especulaciones, y con igual propósito se han sucedido todos los humanos progresos. ¿No habríamos herido ya las esferas celestes y vencido todas las distancias si la evolución marchase en línea recta? Por suerte, la civilización se enrosca en sí misma, y todo se repite con un dejo inédito que amortigua algo la monotonía. Perdidos en análogas disquisiciones de sociología imaginativa hubiéramos pasado todas las tardes, pues Luis gustaba de estas pláticas, que le eran provechosas. Tenía aspiraciones políticas, y su fama de orador íbase extendiendo mientras en su biblioteca, entre la sucesión apretada de las obras de Galeno, Bun, Binet y Cajal, Mirabeau. Vergniaud, Castelar y Jaurés iban interpelando su elocuencia. Ya en los mítines había expuesto con suficiencia doctrinal aquella célebre teoría de Jacobini, sostenedora de la predisposición a la locura en las familias reinantes. Su nombre comenzaba a ser respetado en las tertulias de cafés; sus compañeros le comisionaban para visitar al ministro en todas las huelgas estudiantiles; y en un discurso pronunciado en cierta federación socialista donde se jugaba al «monte» después de media noche, había tenido frases tan rotundas como ésta: «Por ahora concretémonos a fundir el plomo en letras de molde para divulgar nuestras ideas, que si esto no fuese eficaz, sabríamos fundirlo nuevamente en balas para imponerlas.» Aspiraba a significarse como enemigo del Gobierno, seguro de que éste trataría de aplacar su elocuencia con la indefectible mordaza de un acta. Con esto demostraba el doctor Luis R. Aguilar haber hecho un exacto diagnóstico de la enfermedad política que extenúa a España. Y para eso únicamente le ha servido en su larga vida de triunfos su profesión de doctor en Medicina (1).

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Seguro de hallar entre las ideas del maestro elementos aprovechables, Luis R. Aguilar reanimaba las conversaciones cuando estaban en peligro de desfallecer. Pero hasta en el hecho de repartir equitativo la merced de su sabiduría solía mostrar el maestro delicadeza, aquella delicadeza que por su falta de afectación le hacía el más cortés y el más discreto de los hombres. Viendo a Emilio Ramsden y a Julián Gener fatigados de seguir razonamientos que no les interesaban, llevaba con pericia la plática hacia cuestiones gratas a los dos. Como casi todos los escritores, pensaban ellos que, fuera de sus artículos y de las revistas literarias, no había nada digno de interés en el mundo. No queriéndolo hacer violentamente, pues hasta en los más fútiles detalles ponía una suavidad imponderable que espolvoreaba de distinción todos sus actos, discurría algún tiempo sobre sucesos o sobre hombres, quienes, por una hábil gradación de ideas, le llevaban hasta el plano literario donde se resarcirían Julián y Emilio de la ascensión por la escarpada pendiente sociológica. Aunque era fiel a su designio de no leer periódicos y de quitar importancia a los hechos, no se resignaba a dejar de discutir acerca de los políticos y demás prohombres, de los cuales sólo tenía incoherentes referencias, coordinadas a su capricho, con aquella exuberante fantasía que, sin el freno de su humorismo, le hubiese arrastrado a extremos punibles. Departía con gravedad sobre los acontecimientos, y, sin darse cuenta, mezclaba los nombres de los políticos con los de cuantos empresarios, estafadores, calaveras y artistas eran citados por diversos motivos, con pertinacia y contradicción, en los saloncillos de los

(1) Es curiosa y hasta desconcertante la originalidad con que el doctor Luis R.

Aguilar escribe de sí; nada hay del rencor de un Rousseau, de la complacencia

de un Montaigne, ni del obstinado análisis de un Amiel. Más de una vez,

leyendo este manuscrito antes de entregarlo a la imprenta, he sentido la

tentación de despojarlo de la aparente multiplicidad de sujetos, que puede

parecer a muchos extravagante. Las razones enumeradas en la nota anterior me

han contenido, y otra se ha venido a sumar a aquéllas: Luis R. Aguilar, después

de haber pasado por todos los altos cargos de la Monarquía hispana —excepto

por cuantos tienen con la Medicina puntos de tangencia- , ha llegado a ministro

de la Corona, y si yo, abusando de su confianza, colaborase con él, las gentes,

siempre propicias a la malignidad, supondrían que todo lo bueno de esta obra

era mío, haciendo víctima al doctor de uno de los escasos inconvenientes de la

profesión de ministro: ser considerado por todo el país como incapaz de hacer

nada sensato. Insisto, sin embargo, en este extraño procedimiento, que

desorienta al lector, y confieso que en ninguna obra mía tendría la audacia de

emplearlo. —NOTA DE H. C.

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teatros, en los casinos y en las porterías. Oyéndole estos discursos, donde los nombres se tergiversaban a veces con tal gracia que hacía parecer la confusión fruto de sagital ingenio y no de la ignorancia, observábase con sorpresa que la verdad de los acontecimientos no se alteraba sustancialmente. Luego de departir con el doctor Luis R. Aguilar, el maestro interrogó a Julián Gener: —¿Por qué no escribes una novela toda urdida entre niños? Si yo no creyese que se ara en el mar, hubiera puesto un poco de afán en componer un libro de infancia. ¿No ves ya el vasto campo de observaciones y sensaciones? Podrías hacer una lírica enumeración de las canciones infantiles y loar la inconsciente tristeza que ponen en los romances al cantarlos. Podrías hacer una exégesis de los cuentos: el de la Cenicienta, el de la madre Oca, el de la Caperucita devorada por el ladino lobo, el de los dos hermanitos acogidos a la casa cuyas paredes eran de caramelo y almendras, y el que narra la heroicidad de aquel valeroso mancebo que pasó tres noches en el castillo poblado por fantasmas y jugó a los bolos con calaveras, hundiendo, finalmente, de un solo golpe, en el yunque, la barba plateada y perversa del mago. Escribir una novela de niños equivaldría a ser relativamente inmortal. Los hombres variamos: las épocas nos deforman y las civilizaciones nos imponen sus maniquíes; los niños deben haber sido en todos los tiempos iguales. Y no creo aventurado suponer que cualquiera de los hijos de Gersom, frente al mar, sintiese una alegría idéntica a la sentida por nuestro amigo el marinerito al oír ese sonido en el que domina la L y esos círculos lentos y crecientes que producen los guijarros al hundirse en la tersura del estanque. En esa edad maravillosa, todo nos sorprende por igual: es la vida, que vamos descubriendo; la luz, que penetra en nuestros espíritus aun todos oscuros. Y pienso que la alegría infantil no sería de otra manera en las llanuras prehistóricas, bajo los dólmenes, que aquí, en este paseo, frente al viejo palacio augusto. Con las pupilas dilatadas, Julián Gener escuchaba al maestro, conmovido. Su espíritu, sensible como un nervio, fingía ya el libro saturado de originalidad: un libro poemático, esmaltado de imágenes; un libro a la vez brillante y penumbroso alternado de adivinaciones y de ignorancias; libro exquisitamente ingenuo, sencillo: el alma de un niño, la psiquis de un niño; clavada por las alas con dos alfileres de oro en una obra imperecedera. Y poco a poco, por exceso de imaginación, íbase olvidando del libro, para pensar en los éxitos debidos a él; porque el libro habíase ya hecho suyo. Veía su retrato en todas las revistas ilustradas, íbase repitiendo uno a uno los ditirambos de los críticos, hasta los de los más inclementes, y percibía con pasmosa minuciosidad a sus enemigos literarios rindiéndole pleitesía entre dos sonrisas amargadas de hiel. Emilio Ramsden quiso recibir del maestro una lisonja. —Es preciso —le dijo—, para no hacerme pensar que soy el menos amado de sus discípulos, que me busque un asunto apropiado a mi criterio literario. Ya

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sabe usted: nada de clasicismos y nada de imágenes; una cosa escueta, directa, moderna y fuerte, que pueda escribirse en el estupendo estilo del Código civil, tan gustado por el gran Beyle. —Tanto tú como Julián —repuso Pelayo González al mismo tiempo que conformaba a su cabeza una corona hecha con una rama florecida— tenéis de la Literatura una idea harto precisa para que sea exacta. El Arte es un conjunto de verdades o de mentiras armonizadas por la magia de un sentimiento; el Arte es la obra de un corazón y de un cerebro puestos de acuerdo; el Arte consiste en aprovechar las cosas bellas de la Naturaleza y suprimir las deformes con la Fantasía; una interpretación de la vida, no una copia. ¿Pensáis que si el Arte se pudiera preceptuar no quedaría despojado de ese hálito misterioso y deífico que lo eleva y hace inasequible a los espíritus vulgares? Tanto tú, Julián, que no concibes hablar del cielo sin decir que es azul, como tú, Emilio, enemigo de las metáforas, olvidáis al pensar así que todos los dogmatismos son peligrosos y que el «acaso» y el «tal vez» constituyen siquiera medias certidumbres, especie de puentes levísimos tendidos sobre el océano de ignorancia, en el cual son islas todas las ideas, hasta las más nimias. Si estáis señalados, elegidos para ser, tú, Julián, escribirás bellas páginas, y tú, Emilio, producirás obras portentosas. ¿Quién sin temor a equivocarse proclamará la superioridad emotiva de un tronco rígido y espectral sobre la de un árbol cargado de fronda? De todos modos, no subsistiréis, pues multitud de datos inducen a creer que en las generaciones extintas hubo muchos Emilios y muchos Julianes cuyas glorias fueron tan efímeras como sus vidas. Yo no sé si, como tú afirmas, Emilio, la cultura del público llegará al extremo de no tolerar al escritor la imposición de un paisaje o de un adjetivo. Las farsas de Shakespeare se representaban sin decoraciones, y sólo un cartel y un poco de fantasía bastaban para ver una calle de Venecia o la explanada de Elsinor, donde el fantasma paternal y vindicativo aparecióse al rey de los príncipes. ¡Quién sabe! Pero aun cuando esa época de colaboraciones estrechas entre los lectores y los escritores llegue o retorne, en todo tiempo, triunfará un gran artista sea, o no «su manera» la acostumbrada. Lo importante es poner fuerza y alma en derredor de cualquier fórmula estética... En un balbuceo puede haber más emoción que en un discurso. Si yo no fuese yo y pudiese vivir hasta ese siglo en que será suficiente escribir: «Jardín-Noche» y el nombre de varios objetos, personajes y acciones para infiltrar en la comprensión del público una sucesión de escenas, intentaría describir a un niño llorando o riendo y, seguramente, vencería. —Es usted vanidoso, maestro. —No; soy orgulloso. El orgullo es la conciencia de lo que se tiene, y la vanidad, la presunción de lo que no se tiene. Cuando yo soñaba —¡hace tanto tiempo!—, tuve un sueño de vanidad: Soñé que me había salido de la tierra por náusea del fango terrenal, y merced a una flexión de mis músculos inmensamente elásticos,

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y luego de pasar en la atmósfera muchos días, acechando a que el planeta pasase de nuevo para volver a entrar en él, lo arranqué de la eclíptica y con un enorme cincel lo deformé hasta darle la configuración de mi busto; luego, lo restituí otra vez a su órbita para dejarlo rodar eternamente. ¡Oh aquel gigantesco Pelayo González encarándose con Júpiter y con Saturno! Recuerdo que España había pasado a ser este lunar que negrea en la punta de mi nariz. Sonreímos. De los montes, las sombras comenzaban a descender hasta la campiña, ungida desde hacía tiempo por esa melancolía sugeridora de los crepúsculos. Los niños subieron delante de nosotros la escalera con sonoro tropel, y con ellos pareció alejarse el último recuerdo del sol. Una ráfaga fría fue a morir en los cristales del antiguo palacio, que un momento antes parecían láminas de oro. Y en la profundidad del parque, la sirena de un automóvil llenó el espacio con un lamento tan angustioso, tan sobrehumano, que todos nuestros espíritus, adoloridos, se confundieron en el deseo de que se extinguiese, como si aquella voz fuese un quejido del alma, para nosotros oscura, de las cosas...

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V

ESTAS historias que vais a oír parecen aprendidas de memoria, y quizás lo sean. Jamás, sin embargo, fueron escritas; pero las he narrado algunas veces y me las he dicho a mí mismo muchas, corrigiéndolas en cada ocasión, sustituyendo una palabra por otra más expresiva, comunicándoles, en fin, por instinto, la indecisa plasticidad con que aquellos días de mi niñez me aparecen, a la distancia, a la vez enorme y breve, de mi existencia. En fuerza de repetirlas, siempre poseído por la voluptuosidad de vaciarlas en una forma armoniosa, advertí que cada vez que las narraba equivalía a la tortura con que el más minucioso y paciente mosaísta del lenguaje, Flaubert, volvía sobre las páginas, para imprimirles relieve, color, vibración, transparencia y musicalidad. Ya, desde hace mucho tiempo, las digo con iguales modulaciones de voz, espaciándolas con las mismas pausas y exhalando un suspiro largo entre una y otra. Son, pues, tres historias enlazadas por dos suspiros. Podría escribirlas y hasta publicarlas; su forma, por lo menos para mí, es invariable, y he concluido por dotarlas de títulos relativamente originales. Se llaman: Maldición al primo

Luciano, La magia de la Venus plebeya y El alma violada. ¿Insistís en oírlas? Con ello vosotros violáis también un poco mi voluntad. Hoy es buen día para dedicarlo a recuerdos. Llueve; desde aquí la planicie hosca de los tejados se ve turbia a través de la cortina de agua que el viento inclina hacia Occidente; por las calles las gentes marchan aceleradas, y en los cafés el aire hállase demasiado enrarecido por la respiración de la multitud de vagabundos que en ellos se refugia. ¿Dónde pasar la tarde mejor que en mi buhardilla? Las cosas peores pueden ser óptimas a favor de una ocasión. Mi buhardilla está sublimada hoy por la lluvia y por el cierzo, y gracias a eso debemos quedarnos y debo acceder a vuestra petición, a fuer de huésped complaciente... La monotonía del agua adormece los espíritus apartándoles de la realidad hacia lejanas comarcas de quimera; el cielo es una amenaza cóncava y plomiza; el aire es fríamente sutil; la llovizna azota los cristales obligando a pensar con complacencia cruel en los rostros de los transeúntes; algunos copos de nieve, palomas minúsculas, retardan su caída como si quisieran hurtar su levedad a la ley de gravitación, ¡Ay, discípulos, qué triste es sentir ya para siempre este paisaje dentro del alma! Satisfaciendo la curiosidad vuestra hoy, no tendré el remordimiento de haberos hecho perder una tarde. Tomad en los sillones posturas cómodas; tú, Julián, apoya en ese almohadón la cabeza. Las tardes de lluvia son propicias a escuchar historias remotas con una atención melancólica y superficial; historias remotas, desgranadas con voz lenta, enronquecida por la remembranza de emociones que no han de volver a poseernos. En realidad, se oye sin escuchar, y

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el encanto de una palabra o de un gesto nos hacen entornar los ojos y abrir la jaula recóndita donde, todos, hasta los más viles, llevamos un pájaro mágico —nuestra alma— ávido de abandonar la materia y volar muy lejos, hacia el ideal, hacia el imposible... También, según he leído en distintos libros, las tardes de lluvia son propicias a pasarlas junto a mujeres amadas o deseadas. Pero como la edad de la señora Eduvigis es provecta, y como, aun pudiéndola librar de la carga de treinta años, no sería divisible, debemos acogernos al capítulo de las historias... ¿Estáis dispuestos ya? Pues oíd:

MALDICIÓN AL PRIMO LUCIANO

Tenía aquella aldea donde transcurrieron los primeros días de mi niñez apenas doscientas viviendas agrupadas en torno de la iglesia, donde se veneraba a Santa María Egipciaca, a pesar de lo cual —según supe más tarde— era una aldea castísima. En la iglesia, la santa, envuelta en un manto violentamente azul, miraba hacia el ábside algo que yo no pude ver jamás, a pesar de perseguir durante las misas interminables aquel mirar que, sin duda por impericia del pintor, recordábame los ojos bovinos de las reses sacrificadas. Bajo las bóvedas de esta iglesia, y ante la santa que entregó su cuerpo a la lujuria de los marineros, sentí oscilar las llamas de mis pensamientos por primera vez. ¡Oh, si aquel reloj que en las tenebrosas noches invernales mentía un ojo, y si aquella veleta de quien los más huracanados vientos no lograron que dejara de amenazar al sudoeste, pudieran narrarlas fantasías que acerca de ellos construí! Tenía yo entonces cinco años; pero ya la Naturaleza me había dotado, con prematura crueldad, de esa simiente de adversidades llamada reflexión. Todas las mañanas, mi madre, después de vestirme, me hablaba del porvenir con palabras confusas dichas entre sollozos, exhortándome a seguir el ejemplo de mi padre, que muy serio en un retrato de colores casi desvanecidos, me perseguía con su mirada torva, aun cuando yo cambiaba de sitio para esquivarla. Quiero deciros algo de mi madre, pues de ella y del que fue su esposo sólo conservo estos recuerdos tan esfumados, que a veces me parecen irreales: Mi madre era alta, muy alta; entre las figuras zafias de las mujeres de la aldea, su distinción obligaba a tratarla con un respeto no entibiado por la familiaridad cotidiana; los hombres, al encontrarla en la calle, se descubrían, y jamás, mientras ella hablaba, pudo ninguno de los habitantes de la aldea estar sereno. Le hablaban siempre como vi que hablaron en cierta ocasión a un general de tránsito al mando de una brigada en maniobras. Y cuando en una mañana de otoño murió y las gentes caritativas, sin considerar que yo tenía ya la desgracia de comprender las cosas, repetíanme compasivamente: «Has de ser bueno como fueron tus padres», yo sacaba de la estrechez del marco aquella figura gallarda que me miraba con insistencia, y la enlazaba con la visión de mi madre; mas

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como en el retrato sólo veíase el busto, yo contemplaba aquel hombre cercenado cogido del brazo de mi madre; y mi madre, igual que por la vida, andaba por mi alucinación majestuosamente, con su andar despacioso, recogida con gracia la opulencia negra del pelo, y bajos aquellos ojos melancólicos que ardían en su rostro cual dos cirios próximos a consumirse en un altar. Pero... ¿por qué salto siempre los hechos? Esto es lo único que no he logrado corregir en mi narración. Supónganse que no les he contado la muerte de mi madre. El primo Luciano regresó algún tiempo antes de ella morir; sí, bastante tiempo antes. De su regreso tengo una visión precisa: fue en una mañana asoleada. Cuando la diligencia se detuvo con regocijado cascabeleo, nos gritó el mayoral: «Le traigo aquí. ¡Y qué Luciano tan famoso!» Él descendió, y largo rato, mientras saludaba y era asediado por una multitud de preguntas, estuvo sin fijarse en mí. Después, al mirar a mi madre de alto abajo, me vio sujeto a su falda: «¡Oh! ¿Es tu hijo, prima?» Y me alzó en sus brazos, diciendo: «Tienes cara de inteligente. ¿Cuántos años?... ¿Cinco? Bien. Hemos de ser buenos camaradas.» A l besarme, su barba me produjo un inolvidable escozor; le miré a los ojos, unos ojos azules también melancólicos... Ya le quería. Con sólo aquellas sencillas palabras se había el primo Luciano adueñado de mi cariño. Lo que sucedió después fue una consecuencia; no hubiese podido pasar sin aquellas frases, sin aquel beso ruidoso y cálido y sin que yo viera tan cerca de los míos sus ojos azules. El primo Luciano no venía rico, a pesar de regresar de esas Indias fabulosas imaginadas por los españoles sedentarios como una inagotable quimera de oro. Había tenido en ocasiones mucho dinero; pero, osado y espléndido, lo había vuelto a perder en infelices especulaciones, y cuando la suerte volvió a tomarle de su diestra, siendo muy joven todavía, retiróse a vivir, en la paz aldeana, de la renta de un capital exiguo. Con sólo verlo, advertíanse su juventud y su bondad. El desencanto marcado en sus facciones, casi tan finas como las de mi madre, me lo hicieron querido. Aun hoy, si viera en cualquier hombre o en cualquier animal una mirada tan somnolente, tan conturbadora como la suya, protestaría: «¡Le ha robado la mirada al primo Luciano!» Una vez creí reconocerla en una oveja, y estuve todo el día febril. ¿Se ríen? Ustedes no han visto jamás una mirada tan plena de insinuaciones misteriosas. Su voz era grata, siempre grata y triste. Rica en matices, ponía una vibración emotiva en todos sus cuentos. ¡Ah el recuerdo de las largas veladas en la cocina solariega, oyéndole sus historias, sus luchas, sus fracasos, y curiosas particularidades dé las gentes que en su vida nómada conoció! Tal vez vosotros, literatos, censuraréis este exceso de admiraciones. Esta es una narración infantil, y entonces, por fortuna, todo excitaba mi admiración... ¡Si fuese ahora!... Presumo que el primo Luciano había estudiado mucho; pero no eran sus frases oscurecidas por nombres extraños; no eran sus explicaciones de inventos, de proyectos; no era la viveza de detalles con que desarrollaba ante los

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Cándidos aldeanos los parajes de fastuosidad, las capitales majestuosas, foco de todos los lujos, de todas las miserias y de todas las complicaciones; no eran las comarcas exóticas descritas por él con sus costumbres, sus exuberantes floras y con sus faunas antropófagas u hospitalarias; no era nada de esto lo que obligaba a seguir sus frases con gozo, mejor aún, con el temor de oírlas concluir: era un magnetismo, una electricidad emanada de todo él. Hay quien nace para ser admirado y para ser querido. Ya había yo comenzado a sufrir. Las vacunas se me enconaron; una vecina curandera me aplicó hierbas que me cauterizaron la piel; tuve fiebres pertinaces, y en el delirio las grietas de las paredes dibujaban figuras horripilantes: vestiglos, minotauros, dragones, hipogrifos, seres innominados, pero crueles, que unas veces desfilaban haciéndome grotescas reverencias, y otras, las más, se complacían en mostrarme llagas humeantes o abiertas bocas, en cuyos fondos palpitaban los estómagos como una ebullición de llamas. Sufrí mucho de niño. Era mi salud delicada, y sólo pude comer dulces pocas veces: las suficientes para padecer la tortura de no comerlos a menudo. Todas las mañanas venía el primo Luciano a verme. «¿Estás mejor? —decíame—. Te traigo libros con estampas para que te distraigas.» Eran libros franceses, avalorados con láminas de Lorrain Callot. Aquellas escenas humorísticas cautivaban ya mi espíritu con su aticismo, con la gracia de sus contornos y con la pompa policroma de sus tintas. Los hojeaba placenteramente, y después: «Tráeme esta tarde otros nuevos, primo Luciano —le pedía—. Pero esta tarde. ¡Te quiero mucho!» Y él me traía otros. ¿De dónde sacaba tantos libros? Jamás me expliqué qué cómo en los pocos baúles bajados de la diligencia cupieron tantos volúmenes, tantos pequeños objetos, tantas estatuitas y el violín, guardado en una caja semejante a aquella donde, casi cubierto de flores, se llevaron al hijito enfermo de una vecina para no volverlo a traer. La casa del primo Luciano, primero, y después el cuarto que ocupó cuando vino a la nuestra, abríanse a mi curiosidad cual templos de una religión de ritos complicados al consternado placer de un neófito. Algunas noches, en tanto mi madre, iluminada de azul por la lámpara , cuya luz coloraba una pantalla de papel tenue, tejía labor de crochet, el primo Luciano, sentado en uno de los bordes de mi camita me contaba cuentos. ¿Los había leído todos, o los inventaba? Lo ignoro aún. Le oí el de Delgadina, el de Pulgarcito, el de la madre Oca, el de la Caperucita devorada por el ladino lobo, el de Barba-Azul. («¿Ves algo, hermana Ana?» «Nada veo.» Y poco después: «¿Ves algo, hermana Ana?» «A lo lejos, en el camino, una nube de polvo.») Le oí también el de Arminda la hechicera, el del hada Merliga, el de la Cenicienta, el de las princesas encantadas, el de las hilanderas y otros maravillosos, de los cuales sólo me queda en la memoria una neblina de oro y añil. Gustaba, sobre todos, narrar algunos de aventuras, en los que de tiempo en tiempo un héroe infortunado y triste se me antojaba semejante a él. Ahora dudo de si entre las

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peripecias de Simbad y las zozobras de diez náufragos japoneses, nuevos Robinsones en la esterilidad de una isla desierta, deslizaba algunos acontecimientos de su propia vida. Mi madre se interesaba por los cuentos tanto como yo, y muchas veces su risa cromática, nunca alegre, me despertaba. —¡Oh! ¿Por qué has dejado de contar? —¿Para qué? Se ha dormido ya el niño. —Éramos dos los niños interesados en la fábula. Y él reanudaba la narración, y cuando yo, en seguida, tengo la seguridad de que en seguida, abría los ojos, ya el primo Luciano no estaba allí, y en el rayo de sol que penetraba por la ventana, el polvo mentía un cortejo innumerable, brillante e inquieto. Un día el primo Luciano me dijo: —Tengo muchos libros de historias semejantes a cuantas me has oído. Si quieres, te enseñaré a leerlas. Aprendí a leer muy pronto. Con su voz persuasiva —llama en las sombras de mi ignorancia—, me enseñó muchas cosas: supe todas las barbaries humanas, avancé curioso por Europa sujeta mi atención a las crines del corcel de Atila, y en una esfera adquirí de la magnitud de la tierra una idea indeterminada que no he logrado precisar aún. De tiempo en tiempo, él detenía su índice en la mancha de cualquier nación y decíame: «Yo he estado aquí. Para venir hasta aquí es preciso cruzar el mar: una infinita extensión bella y terrible de agua.» «¿Más grande que el río?», le preguntaba yo. Y él, sonriendo: «¡Oh, el mar!» Luego he comprendido cuánto quería expresarme con esta exclamación. Hay sucesos que la memoria guarda sin que el tiempo, al amontonar sobre ellos otros, logre cubrirlos ni aun hurtarles intensidad. Recuerdo una noche, mientras yo resolvía mis sencillos problemas de Algebra, haber oído este coloquio entre el primo Luciano y mi madre: —Yo no quería que él aprendiese nada; deseaba sustraerle al mal de la ambición, hijo del bien de la sabiduría. Le quería hacer labrador y verle zafio, y tener, al morirme, la seguridad de que él había de morir sólo conociendo del mundo esta aldea. ¿Por qué viniste, Luciano? —Tienes razón. Yo mismo me interrogo y me reprocho muchas veces: «¿Por qué has venido?» Algo dijeron que no pude oír. El se alzó, y cogiendo con sus manos las de mi madre, estuvo así algún tiempo; luego se fue sin darme el beso, faltando a su costumbre. Aquella noche no me durmieron las vicisitudes de la abnegada hija del visir; mi madre apoyó su cabeza en mi almohada, y durante largo rato la escuché jadear, como si hubiese hecho algo muy fatigante. Hasta tengo idea, una vaga idea, de que estando casi dormido, al apretarme ella contra sí, toqué humedecidos sus ojos. Al otro día no fue a verme el primo Luciano, y por la tarde, mamá me puso mi trajecito nuevo para que me llevaran a su casa por si estaba mal de salud. El

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primo me recibió alborozado. «iOh, ha venido a verme mi discípulo!...» Recuerdo que me hizo muchas preguntas y luego me dio sus más preciosos libros, entre ellos, varios escritos para niños por Perrault, Denoyers, Luis Ratisbone y Dickens, que he conservado hasta hace poco tiempo. Yo le hallé aquella tarde singularmente triste; un nuevo y decisivo dolor había acentuado la predisposición a la tristeza latente en sus facciones, en su voz, en su mirada, en todo él. Pero esto lo colijo ahora; aquella tarde lo encontré muy triste y nada más. Me entretuve jugando, y de pronto interrumpió mis juegos un sollozo; pero no era un sollozo humano: era un suspiro largo, modulado y rítmico, que llegaba de afuera. Me alcé, y muy quedo, sigilosamente —¿por qué me dictaba el instinto tantas precauciones?—, acerquéme a mirar por la puerta de la contigua habitación. Era él, sí, él, que, apoyada la barba en el violín, cuyo mástil oprimía convulsivamente con la diestra, tocaba un vals lánguido, de una languidez angustiosa. Aquel vals vulgar no lo olvidaré nunca, porque removió todos los instintos adormidos en mí. Escuchándolo di al olvido las historias alegres, y, de pronto, cuantas aventuras bellas y tristes había oído —la de Delgadina, la de Caperucita, las de las esposas decapitadas por Barba-Azul—, resurgieron en mi memoria en la plenitud de su exquisito dolor. Suspenso en la melodía del vals, tuve la revelación del prestigio del sufrimiento; sufrí por todos y gusté por primera vez la voluptuosidad de la melancolía. Oyendo aquel vals me exaltaron ansias de empolvar mis pies con el polvo de remotas sendas, y supe de las atracciones de lo desconocido, y sentí impulsos para surcar, aunque fuera en una carabela como los nautas primitivos, la vastedad de ese mar calificado por el primo Luciano de bello y de terrible. Fue aquel vals, y aquella emoción del primo Luciano, y aquella tarde nubosa, los que infiltraron en mi ser la ponzoña de los ensueños, arcángeles malogradores. Quizá haya otras músicas más sugeridoras; quizá oídos mejor organizados perciban mayores encantos en otras músicas más sabias, y quizá sea hasta una prueba de rudimentarismo este arrobamiento que el vals produce. Pero el vals posee el nigromántico poder de herir todas las sensibilidades; las cadencias pausadas o vivas de un vals marcan los linderos de un camino por donde el espíritu se aleja de la realidad hacia quimeras dolorosas; oyendo un vals, los más vulgares se han tornado un instante poetas, los más razonables han temido la derrota de sus razones. ¿Quién no ha rememorado en una tarde gris a los compases de una orquesta lejana? ¿Quién escuchando la dulzura de un vals no ha sentido la necesidad de mentir añorando cosas que no han sido? Nada he vuelto a saber de ti, primo Luciano. Aquella tarde, enfermo de emoción, me refugié en tus brazos y lloramos juntos. Luego —no sé por qué—fuiste a vivir a nuestra casa; las gentes dejaron de visitarnos y nos hubimos de marchar del pueblo. Mi madre murió, y yo, reclamado por unas tías, viajé solo en ferrocarril hasta una ciudad en cuya estación un sirviente estaba para

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recibirme. Pregunté por ti muchas veces, y siempre me respondieron con frases equívocas. A l fin cesé de interrogar para no oírte insultar por personas inferiores a ti; y aun cuando no preguntaba, todos los días, casi todas las horas, tu recuerdo venía a visitarme. ¡Oh, primo Luciano; en el fondo borroso de mi infancia, tu figura triste y bondadosa es un alto relieve! ¿Cuál era tu historia? ¿Qué vientos adversos te arrastraron? Mi espíritu filosófico te maldice, porque con aquella aritmética de pocas hojas sembraste en mí la maléfica simiente de la Ciencia, y con aquellos cuentos y con aquel vals, los gérmenes de la Poesía. Tú me enseñaste a gozar la tristeza; tú fuiste el primero que detuvo la risa en mis labios. A l recordarte, primo Luciano, siento que lo escaso bueno salvado en la batalla de la vida, sube de mi pecho hasta mi garganta queriendo convertirse en sollozo. Y por esto, por evitar que después de haberme causado tanto daño solloce por ti, mi razón me da fuerza para maldecirte de prisa, muy de prisa, para no dejar que entre una y otra maldición brote el llanto: ¡Maldito seas, primo Luciano, por no haberme dejado en la ignorancia! ¡Maldito seas por haberme hablado con tu voz de ternura en vez de hablarme con la voz áspera de la vida! ¡Maldito seas porque turbaste la quietud de mi hogar! ¡Maldito seas por aquel vals, por aquellas consejas y por aquellas lágrimas!... ¡Maldito seas, adorado primo Luciano! —Tiene, maestro, su historia, pautada en la monotonía de la lluvia, la virtud evocadora de esos objetos infantiles que nos abren una ventana hacia la edad de la inconsciencia. Oyéndole, me ha parecido gustar el sabor ácido de frutas robadas al salir del colegio. —Maestro —dijo Julián—, conocemos ya tanto al primo Luciano, que le distinguiríamos en medio de una muchedumbre. Yo, como Luis, he sentido que, en una regresión de tiempo, muchos años pasados volvían a estar por venir: he sido niño. Su narración es como un marco mágico en el cual cada uno puede colocar el paisaje perdido de su infancia. —Maestro—solicitó Emilio—, inícienos en la magia de la Venus plebeya. Si tiene la segunda narración la gracia pura de la que acabamos de oír, habremos de reconocerlo, nuevo Alcámene, nuevo Fidias o nuevo Myron, la divina paternidad de otra Venus. —Suspiraré antes. ¡Ah!... La lluvia continúa. ¿Qué hacer? El viento ulula arrastrando el agua, y al salpicar la frontera pared finge una multitud de lucecitas encendiéndose y apagándose. Deberéis la segunda historia, no a mi deseo de narrarla, sino a esa gran nube de tormenta que ha llenado la concavidad de nuestro cielo. De tiempo en tiempo una sierpe ígnea baja a morir en la erección de un campanario... En el campo, las pobres gentes se persignarán con pavura... En fin, veo que aguardáis, y prosigo:

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LA MAGIA DE LA VENUS PLEBEYA

Opinaba mi tía Rosario que aquél era un libro perjudicial. Mi tía Rosario tuvo siempre juicios irreversibles, y fundamentaba su orgullo en el hecho de no haber cambiado jamás de opinión. Por esto fue inútil que el padre Rosell, menos rígido, aun cuando juzgara el libro impropio de estar en las manos y ante la vista de un muchacho, reconociese en el Portfolio de las Venus clásicas una obra llena de castas desnudeces reveladoras de un genio artístico sólo superado por los iconografistas católicos. «Raza —decía— que si es cierto se ofrece a la tilde de no haber amado la verdadera religión, presentida por algunos de sus más preclaros varones, tiene la cronológica disculpa de haber precedido al divino pastor de Galilea numerosos siglos. ¿Comprende mi santa señora?» Doña Rosario aseguraba comprender, y luego insistía: —Ese es un libro obsceno, y no quiero verlo en esta casa más... Mire cómo arde en la chimenea... Hasta las llamas son de un azul diabólico. Y así fue destruido estérilmente el libro que, sin llevar a mi espíritu el sentimiento de la sensualidad, puso en mí el sagrado y perjudicial sentimiento de la armonía. Pero fue destruido de esa manera incompleta con que los tiranos tratan de suprimir cosas estrechas en los límites materiales. En mi memoria las bellas estatuas habíanse fijado ya, y con sólo cerrar los ojos las veía. Aun sin sospechar los incentivos de la carne joven, mi espíritu, todo ignorancia y presentimientos, era sensible a aquellas bellezas frías y serenas, y después de secuestrado el libro destacábase su marmórea albura de mis visiones internas cual se destacaron antes del fondo negro de las páginas. Más tarde, cuando pude razonar esa admiración nata hacia la mujer, he gozado espasmos de la idealidad ciñendo con mi mirada las curvas lentas de la Venus de Guido; y me he estimulado con la imperación dupla y marcial de las venus Victoriosa y Armada; y, diferenciando los espíritus tangentes de la Venus hetaira y de la Venus generatrix, supe hechizarme con el incentivo de esa maravillosa Venus

púdica, toda ruborosa sin púrpura, en la turgencia blanco-azulada del pentélico; y por la influencia de sus cuerpos —¡quién sabe cuántos siglos ha convertido en polvo, quién sabe por cuántas tías Rosarios respirado!— he sido benévolo exegeta de los símbolos perpetuados en la Venus Celeste y en la Venus Urania, y he, por último, a semejanza de un avaro que justipreciara los quilates de sus oros, perseguido la diferencia entre la Venus capitolina, la de Arlés, la Venus

Anaydómena, la de Capone, la divinamente humana de Médicis, la de la manzana y la más prodigiosa de todas: la Venus truncada, envuelta en el misterio de una mutilación tras la cual ha subsistido perfecta. La Venus de Milo, con los muñones lácteos acusando un ademán que la catástrofe dejó inconcluso, y con las combas triunfales de sus caderas, la turgencia mesurada del seno, la blanda armonización de curvas y la amplia línea que, naciendo en la axila,

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desciende y luego de ocultarse bajo los cendales reaparece para morir en el talón; con aquel rostro tranquilo de diosa, profundizado por las cuencas de sus ojos sin luz siglos y evos, impasible ante la espina dorsal de todas las generaciones, doblegada de admiración en un honroso vasallaje, ha tenido en mí el más férvido de los adoradores. Entonces ignoraba sus nombres, los escultores que eternizaron sus bellezas y los mitos que las idealizan; pero, a pesar de esto, la conocía y la veneraba. Jamás mis manos han sido tan reverentes como entonces, al hojear a escondidas, con un sigilo evocador del empleado por los cristianos en la época de Tiberio, las páginas profundamente negras de aquel cuaderno dado a la purificación del fuego por mi tía Rosario. Y este recuerdo de los días lejanos está unido a otro recuerdo: al recuerdo del mar. Hay en la vida coincidencias extrañas, y todavía hoy, después de tanto tiempo, no puedo ver una mujer bella sin que mi imaginación se llene con el vasto murmullo del mar, ni ver siquiera la mísera pequeñez de un estanque sin que las diosas del libro quemado por la ignorancia fanática de mi tía desfilen dentro de mis ojos en una lenta procesión de redivivas gracias paganas. ¡El mar! Conocí el mar, ya exaltado por las conversaciones del primo Luciano, a los nueve años. Lo conocí sin el candor infantil de ignorar que iba a establecer conocimiento con una cosa inmensa. No me he familiarizado todavía con él, y cuando en el coche del ferrocarril oí decir a un viajero: «Apenas traspongamos el túnel se verá el mar», sentí una emoción infinita, como si mi madre muerta me riñese... ¿Se convencen cómo todo en mí fue prematuro? Tuve que saber del Dolor, de la Poesía y de la Muerte, cuando los demás apenas saben de juegos y de risas... Al dejar detrás el agujero tenebroso hecho por la civilización en la montaña, ráfagas aromadas de perfumes salinos penetraron por las ventanillas, y mis ojos, avariciosamente abiertos, reflejaron una extensión bruñida por la luna. Tardé algún tiempo en darme cuenta. «Aquello es el mar» me dijeron. «¿El mar?» «Sí.» «¿No es el mar agua? Eso parece un gran espejo: se debe ver el cielo en él.» Y avanzamos. De pronto advertí que un estrépito dominaba el férreo trepidar; era un rumor enorme: ese rumor que, oído una sola vez, no se olvida nunca; pero yo desconocía su origen y estaba todo agitado de temor, pues el mar, para no concluir de turbarme, se me mostraba terso, fingiendo una lámina de metal donde la luna trazaba un ilusorio sendero de plata que venía siempre, a pesar de nuestra constante carrera, a morir en la ventanilla desde la cual miraba yo atónitamente... En aquella ciudad vieja y marítima aprendí a conocer el mar. Se veía desde nuestra casa, pero yo, por las tardes, iba de paseo a la ribera para estar cerca de él; y a veces, los días tranquilos, hundiendo mis piececitos en el oro húmedo de la arena. Llegaba hasta la línea donde las olas concluían su avance, esquivándolas una vez, otra vez, en delicioso juego, hasta que ellas me alcanzaban, salpicándome y poniendo en mis labios un inconfundible amargor.

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En las tabernas, los marineros departían de cuestiones náuticas, y se oían mentiras, apuestas y retos, entre chocar de vasos y de fichas de dominó. Eran hombres rudos, curtidos de sol y de aire, que mostraban por entre las entreabiertas camisas pechos musculosos cubiertos de pelo. Un grupo de ellos iba todas las tardes a la playa para escrutar doctoralmente las dos inmensidades azules; fumaban pipa tras pipa mientras sostenían sus pláticas, y el más anciano, por su barba crespa y algosa y sus bellos ojos azulencos, hechos a extasiarse en largas contemplaciones del mar, me parecía un ser de otro mundo. Hablaban de viajes, de naufragios, usando en la conversación vocablos desconocidos —jarcias, cauro, gabias, obra muerta, foques, briolín, mesana, estrobos, terral y otros muchos—, para mí delatores de una sabiduría fabulosa. En las discusiones todos mostrábanse remisos a la opinión del viejo lobo, y yo lo oía dictaminar con orgullo, cual si fuera mi padre; y él se vanagloriaba también de mi aquiescencia. Una vez me hizo sentir la vanidad posando su mano callosa sobre mi cabeza, que era entonces alocada y dorada. Porque el mar es variable más que todas las cosas, debiera el mar ser femenino. Sus cóleras son extremadas, y su fisonomía, mutable; jamás se halla igual en dos ocasiones distintas. Las mañanas serenas veíalo brillar con metálicos reflejos de esmalte, y a mediodía, bajo la furia del sol canicular, daba una sensación ígnea y sus brillos eran hogueras crueles que a un mismo tiempo solicitaban y castigaban la curiosidad de la mirada. En esos amaneceres sedantes, cuando estaba el aire lleno de la dulzura matinal, veíase la mar vastamente tersa, con distintas coloraciones: azul intenso en la lejanía, y gris veteado por franjas más claras cerca de la playa, a la cual venían las olas a morir en planos humildosos, hasta desmayarse sin espuma y sin ruido. En los días de ventisca, el agua tornábase verde oscura, perdía su augusta serenidad, ondulábase con múltiples y rápidas elevaciones crestadas de espuma, y al ocultarse el sol tras los nubarrones grises, el color hacíase más torvo, la playa se acusaba sinuosa con un largo y sonoro alzamiento de hervores, y, visto desde el roquedo, el mar se acercaba con depresiones y altitudes epilépticas, como si algo desconocido, pero terrible, viniese vertebrándose bajo la superficie del agua. Y tenía un acento amenazador de bramido el oleaje, y al chocar contra el acantilado ascendía un ruido opaco, haciéndome dudar si era una amenaza del mar o una queja de las rocas ya socavadas... Algunos días, a plena luz, bajo la continuidad profundamente clara del cielo, se picaba el mar, y entonces, junto a las crespas espumas, dominaba un misterio amarillo, quedando tras de las repentinas turbulencias algo de túrgido en el agua, semejante a desperezos de mujer. A veces las aguas eran verdes, de un verde mate, y otras, verde tornasolado. En ocasiones, cuando apenas un lento temblor las agitaba, sus colores eran indecisos —azul, glauco, verde, negro, morado—, con lejanas transparencias; y en los días temibles, al venir en olas colosales sobre el barrio de los pescadores, aparecía ceniciento y turbio, y al elevarse en las rocas con

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tumulto ensordecedor, tornábase de un color extraño que tan pronto antojábaseme verde como rojizo... Y después de las noches de borrasca, cuando se distinguía otra vez el faro como un índice gigantesco en la distante costa, ¡cuántas alegrías mirando el mar quieto y benigno, cuánto júbilo al ver las barcas inclinarse con gracia, henchidas las velas, y al ver regresar a la rada los barcos que habían derrotado a la tempestad, desarbolados, como raros pájaros gigantescos! Las buenas mujeres, después de pasar toda la noche orando a la virgen del Carmen, aguardaban a los pescadores en la ribera, y los llamaban, para cerciorarse de su salvación, con voces cuyo acento cordial vibraba a lo lejos lleno de temerosas resonancias: «¡Emilioooo!» «¡Estoy aquí, mujer!...» , respondían de allá afuera. Y con las caras, donde la alegría del retorno al caer encima de las penas de la noche ponía el encanto de la lluvia con sol, más que con las frases, volvíanse a interrogar a los viejos lobos marinos: «¿Tornará el temporal otra vez?» «No; el noroeste ha calmado ya.» Y el más viejo, casi envuelto en el humo de su pipa, añadía: «Esto no ha sido nada; con el mar de anoche gobierna cualquier grumete de mi tiempo.» «¡Jesús, Jesús!», exclamaban las mujeres santiguándose, y él, con un vago gesto evocador: «Si hubieran estado en l a cubierta de La Cándida aquella noche de noviembre de 1815 . Y los viejos asentían moviendo las cabezas foscas y acariciándose las barbas dispersas, encanecidas y solemnes. ¿Por qué estos recuerdos del mar, después de aquellos recuerdos del álbum de las Venus, de la beata tía y del consejero de espíritu acomodaticio y eclesiástico? Presiento esta pregunta, la leo en las miradas de los tres. Mas como en la vida dos términos distantes, tan distantes que la imaginación más milagrera no soñara verlos acercados nunca, se unen merced a un nexo inesperado y fatal, así el mar y el bárbaro auto de fe de la tía Rosario están unidos tan estrechamente, que engendraron un gran pecado cometido por mí y por el alma de aquella beata. Quizás hallen ustedes estas historias harto diluidas en sensaciones infantiles; tal vez tengan razón, aun cuando esas sensaciones constituyen, al menos para mi, su única belleza. De cada ciudad, de cada vivienda, de cada persona conocida en los días remotos, tengo recuerdos aislados que sintetizan el alma de esas viviendas, de esas personas y de esas ciudades. No olvidaré dos retratos dibujados a lápiz colgados en el testero de la casona de mi aldea. ¿Estaban bien trazados? Seguramente no. ¿A quiénes copiaban? No lo sé. ¿Eran bellos? Tampoco. Pero los amaba por el misterio melancólico de sus miradas, por algo triste, vago, reacio a nombres, que se exhalaba de ellos. ¡Cuántas historias posibles hubiese podido imaginar en torno de aquellas dos figuras!... Tampoco olvidaré aquel hombrecito que, en un paisaje de tonos rabiosos, permanecía días y meses, y tal vez siglos, con el mismo gesto en los labios y la misma indecisión en el alma, sin decidirse a cruzar el sendero; y menos aun olvidaré cómo una gasa color cobalto envolvía la lámpara en la

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oscura sala familiar y fingía un cielo azul bajo el cual dos querubines pendientes de un hilo muy tenue volaban unánimes, tendidas las alas y rientes los rostros. ¡Ah! Ya me perdía en nuevas disquisiciones. Perdonen mi falta de coherencia. Voy a narrar en breves frases el lazo tendido por el Destino entre el Portfolio de

las Venus clásicas y el mar, para constituir La Magia de la Venus Plebeya: Cerca de nosotros habitaba el indiano. —¿No sabéis que todo pueblo costeño tiene su indiano? —Éste había regresado de América rico de muy pingues tesoros y tenía a su servicio a una viuda con tres hijas, una de las cuales era linda con esa gentileza un poco torpe de las mujeres que aun no han olvidado, por lo próximas , sus timideces infantiles. Trabajaban mucho, y el indiano, que ejecutó todos los bajos oficios antes de hacer, de harto rápidos modos, su caudal, era, naturalmente, déspota, y a cada paso les echaba en cara el sustento. Los mozos requebraban a la muchacha y é s t a era amada en toda la villa, pues los hombres celebraban su donaire, y las mujeres, su hacendosidad. De mí sólo sé decir que su pecho era la más grata almohada a mi cabeza, y que siempre al comer melocotones pasaba por mi cara la sedosidad de la cáscara para recordar la de sus manos... Y una noche, poco después de ver las llamas lanceolándose con brillos sulfúreos en el hogar sobre los restos retorcidos de lo que fue el Portfolio de las Venus clásicas, al alejarme por la playa hasta el baño de las mujeres, la v i de súbito, como una aparición de la Venus Urania, alzarse de las olas y erguirse divinamente; y vi también que todo el cielo y todo el mar formaban un apropiado fondo para su figura. ¡Oh qué emoción! Por una instantánea anunciación viril, comprendí la violencia de la tía Rosario, y todas las estatuas del álbum se animaron con un incendio sensual, y la sirviente del indiano, tendida sobre las aguas, fue otra Venus viva, incitador a y reveladora del pecado. Me escondí y miré trémulo de fiebre: sabía que era malo mirarla así, temiendo ser visto, mas el alma entera se iba tras el mirar. Sin la acritud de la tía Rosario quizás no hubiera conocido la delicia de entregar en la contemplación todas las potencias y de añadir al goce real los incentivos de lo vedado... Gracias, tía Rosario, gracias aún por aquel inmenso minuto. ¡Era una síntesis de todas las Venus! ¡Tenía en sus actitudes todas las armonías y todas las insinuaciones! ¡Sus movimientos eran figuras de una geometría estética! ¡Parecióme estatua apasionada, lección vivaz de ritmo! Ahora sé que me produjo una sensación vegetal, y que, a pesar de estar mojada, yo veía, yo sentía su cuerpo tibio y seco. Nadaba mucho, yendo lejos, hasta donde me costaba trabajo detallar sus facciones. De pronto... ¿Cómo fue? ¿Tuvo alguna parálisis muscular? ¿Se le enredó algo en las piernas, dificultando su ejercicio? No lo sé. La vi descomponerse, manotear, hundirse, y luego de dos reapariciones, el cuerpo quedó inmerso por largo rato, para flotar de nuevo, desmadejado, con los cabellos sueltos, el rostro exangüe y la mano diestra cubriendo la iniciación del pubis en una remembranza de la Venus de Médicis.

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Y no grité. Hasta pasados muchos años, nadie supo que yo fui testigo de aquella agonía. La consciencia de mi pecado me hizo egoísta. ¡Qué horror! ¡Pobre Venus Plebeya, de quien guardo memoria tan poética y trágica! Sin abulia y con habilidad yo habría esculpido tu maravilloso cuerpo, primero jugoso, vivo de todas las vidas sensoriales, y luego rígido de muerte, de la muerte horrible de llenarse de mar; hubiera puesto en el mármol un poco de arrebol; después, algo de palidez lunar, y luego, tintas lívidas... ¡Pobre Venus Plebeya! ¡Cómo luchaste contra el mar por esta mísera vida! Quizá ahora que la conozco tampoco hubiera ayudado a salvarte. Un solo grito, y hubiesen acudido los marineros para rescatarte del mar y de la muerte... ¿Por qué no grité? Yo habría gritado. Venus Plebeya; yo habría gritado; pero la tía beata había destruido la inocencia en mí, y salvarte era descubrir también mi pecado. Sobre su beatería bestial caiga tu sacrificio. Yo habría gritado, te lo juro; habría gritado, pero tuve miedo, tuve consciencia, tuve egoísmo: ¡ya era hombre! En el silencio, las últimas frases quedaron con una insistente sonoridad. Julián Gener cortó aquella emoción solicitando del maestro: —Quisiera escribir una narración sobre esa base. Luego de un gesto equívoco, Pelayo González denegó suavemente: —No. Ahora las hallo demasiado prolijas, quizá morbosamente románticas, harto alambicadas, ¡qué sé yo!, y, sin embargo, me sería difícil aligerarlas, pues cada una de las frases me resucita un suceso remoto. Modernizarlas equivaldría a que nuestro vecino el numismático hiciese dorar las antiquísimas monedas que Casius mandó acuñar en cobre amarillo. He hecho de esas narraciones infantiles algo como un índice evocador, un recordatorio, y ellas me sirven para aromar de juventud mi vejez. Yo no te doy permiso para que las desfigures, discípulo; pero puedes apropiártelas íntegras sin que me queje del despojo. —Déjale, Luis. Lo importante ahora es que el segundo suspiro no se retarde: viene tras él la tercera historia. —¿La tercera historia? No, por Dios... El viento ha arrastrado los cirrus y el cielo vuelve a ofrecernos su maravilloso turquí. Narrar ahora sería quitaros de vivir un rato al que nadie tiene derecho; la vida, aunque abrumadora, es corta, y luego se lloran los momentos perdidos. Vámonos a la calle; ha cesado de llover y luce el sol.

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VI

¿QUÉ hace usted, maestro? —Vengándome de la realidad. Soñaba. —¿No conoce el adagio inglés The time is money? —Los ingleses, en eso, como en muchas cosas, usurpan el dictado de prácticos. El tiempo es oro, cobre o nada, según quien lo haya de perder o aprovechar. Además, soñar no es malgastar el tiempo: todas las verdades son positivas, y ser soñador equivale a crearse verdades tan duraderas, por lo menos, como los sueños. Las otras verdades duran un poco más, y si fuésemos a hacer fe del testimonio de Calderón de la Barca, lo mismo. —Muy sutil hallo al maestro hoy, casi «metafísico». Y por si acaso le ocurriese lo que a la cabalgadura del prodigioso lunático de Cervantes, le invito a almorzar. Vengo decidido a pedirle un favor y a obtenerlo. Mientras con su calma habitual de hombre que todo lo tiene concluido vestíase el chaquet y colocaba cuidadosamente el chambergo sobre la aborrascada cabeza, pensaba yo en que toda la última parte de su vida era un sueño o, mejor aún, una premeditada inacción. Los fracasos y los derrumbamientos de ilusiones debieron ser tan tremendos, que anularon sus potencias agresivas, dándole tal resignación para su pobreza, que varios siglos antes hubiérale valido fama semejante a la de Epicteto. Sin embargo, el mérito de esta conformidad radicaba en ir ella contra la idiosincrasia del maestro, naturalmente apto para las voluptuosidades sensuales. Amaba la molicie y los movimientos que comunican al cuerpo un grato cansancio; amaba las riquezas, destructoras de vallas, y los libros, que facilitan a la imaginación bellas visiones; pero los obstáculos opuestos por el Destino a su debilidad fueron tantos, que cuando nosotros le conocimos ya no se molestaba en tender el brazo para alcanzar nada, dejando, musulmanamente, las venturas y las desdichas llover sobre él. «¿Acaso —exclamaba— el hecho de levantar la mano no tiene implícito el dolor de bajar la mano vacía? De este modo yo me evito el pesar de una derrota y hago méritos a los ojos de todas las divinidades posibles; porque las divinidades, siempre temerosas de que los hombres arranquen al arcano los secretos, los progresos que los igualen a ellas, son más partidarias del statu quo que los diplomáticos pusilánimes.» Mas cuando prenunciaba estas frases equívocas había en el enarcamiento felino de su estatura y en la manera de su mirar, que siempre tuvo algo como de toma de posesión de las cosas, algo de abrazo, un sarcástico contraste con sus teorías de templanza, y en el tono de éstas palpitaba ese ficticio desdén, forma discreta del despecho, que denota lo no logrado. Él hubiese pronunciado mejor las mismas frases, emitido en términos máximos análogas teorías, en la situación de aquel maravilloso Marco Aurelio que

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predicaba la humildad, la morigeración y el socialismo, siendo el más opulento de los romanos. Hay un detalle que por sí solo ofrece a la observación una faceta del espíritu poliforme del maestro: la forma en que, sin formular deseo alguno, por imperio de su dignidad sobre todos nosotros, nos obligaba a ejercer con delicadeza infinita la protección calificada por los vecinos de caridad, y por nosotros, cuando íntimamente pensábamos en ello, de explotación de riquezas inservibles para su dueño. Cuando yo entré a formar parte del cenáculo, ya la costumbre estaba establecida, y me pareció, a pesar de su rareza, natural tratándose de él. Jamás el dinero pasó de nuestras manos a las suyas, como jamás en los cafés y en los teatros (donde él iba a ver a los espectadores y no a los comediantes) dejó de insinuar el ademán cortés de pagar, siempre contrarrestado con viveza por cualquiera de nosotros. Encima de su mesa de noche había dos libros antiguos: eran dos novelas picarescas, donde los ingenios trashumantes de Francisco Santos y Alonso Jerónimo de Salas Barbadillo derramaron con munificencia la sal gruesa de su buen humor y de su crueldad, características de ese siglo que se llama de oro y debió llamarse de hiel, donde en toda la literatura no hay una madre y donde el hambre y la infidelidad han sido los elementos cómicos. Y en estos libros, con recato, casi con temor de ser sorprendidos, depositábamos el dinero entre los folios 229 y 230, ya habituados a recibir, como una nueva aventura donosa, nuestros óbolos. Quizá la conservación de estos libros, luego rescatados por mí, constituyera el postrer episodio romántico del maestro. Valían aquellos libros, dados a la rapacidad semi-inteligente del comerciante Pedro Vindel, algunos centenares de pesetas, y el maestro lo sabía. ¿No bastaba esta resistencia a desprenderse de ellos, aun en los días negros de penuria, para edificar una historia sentimental? Julián, en su calidad de poeta lírico, inventó dos o tres; mas no logró satisfacernos. ¿De dónde venían los libros, entre cuyas tapas rugosas y amarillas —imagen de la muerte—supervivía una risa de hielo? Tal vez en la historia que nos impidió el sol escuchar se ocultara el misterio de aquel cariño que trocó en reliquias las dos novelas picarescas; quizás una nueva relación entre el mar y los libros viniese a recordar aquella imprevista hermandad que unió la inquietud azul del Océano y el Portfolio de las Venus

clásicas. ¡Quién sabe! Cuando hubo concluido, bajamos, y frente al piso principal, hasta donde la fama del maestro ejercía su influjo, el vecino aficionado a la numismática nos detuvo con urbana compostura para interrogar, después de saludarnos, al maestro: —Caballero: ¿quiere hacerme la merced de prevalerme con su erudición contra un estafador presunto? Sintiéndose estrecha mi fiebre de coleccionista en la esfera de la numismática, se ha expandido hacia la Glíptica y la Filatelia... Esos jóvenes se sonríen porque el hervor de la pubertad no ha permitido aún a sus sentidos esa agudeza necesaria para gozar los placeres

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castos y solitarios... En fin, señor Pelayo González: deseo saber si este camafeo es auténtico y si al dar las dos mil quinientas pesetas pedidas por su propietario hago un buen negocio o me dejo robar. El maestro tomó entre sus dedos la piedra, examinóla prolijamente y junto a una ventana suscitó en un rayo de sol sus zarcas fulguraciones. Luego, devolviéndosela al coleccionista, repuso: —Señor, dando las dos mil quinientas pesetas robáis —perdonadme la veracidad del vocablo— al dueño de esta joya, a quien sin duda una gran miseria o una gran ignorancia fuerzan a venderla por tan poco. Se trata de un zafiro cuyo grabado en hueco representa, de una manera nada alegórica por cierto, al dios Pan violando a una ninfa; y está tallado con maestría insuperable por un artista émulo de Glaudaleg, hace tres siglos. Entre exclamaciones de entusiasmo el Cándido hombre se despidió, no sin alargar un billete que el maestro, con un amplio gesto de ofensa, hizo tomar a la señora Eduvigis, a la cual la curiosidad había hecho bajar la escalera hasta juntarse con nosotros. Cuando llegamos a la calle yo no pude menos de protestar, entre indignado y sorprendido: —Parcos son mis conocimientos en Glíptica, maestro; pero esa parquedad alcanza a apreciar el camafeo que va a comprar ese desdichado. Se trata de un zafiro turbio, labrado con grosera labor, y por el cual un experto no daría mucho más de la cantidad que ahora, por vuestra irrisoria consulta, descansa en la faltriquera de la curiosa y oportuna señora Eduvigis. Y dijo el maestro: —Admiro tu penetración material, pero execro tu falta de análisis psicológico y tu escasísima inducción para percibir el benéfico alcance colectivo de ciertas supercherías individuales. El engaño es la base de las relaciones humanas, jactancioso discípulo... Observando que nuestro vecino es hombre acaudalado y coleccionador por vanidad, he dispuesto de una ínfima parte de su excedente a favor de otro hombre menesteroso que tiene, sobre la simpatía aneja a la necesidad, el mérito de haber sabido hallar el necio explotable. Para el vecino, la cantidad ganada por el otro no es perdida, ya que conserva la joya avalorada por su vanidad y por su ignorancia. Hace poco me disparaste un adagio inglés cuya contestación no quiero diferir para justificar mi conducta: «Para cada engaño hay un tonto; la cuestión está en dirigirse a él directamente, pues, de otro modo, se pierde siempre el tiempo, y algunas veces, la libertad.» Y después, con su volubilidad exquisita: —¿Y Emilio y Julián? ¿Están ya lo bastante enfatuados con sus triunfos? Desde hacía dos días Julián y Emilio faltaban a nuestras cotidianas tertulias, insinuando ya la ingrata deserción, a la cual tuve yo mismo luego la debilidad de sumarme. Julián y Emilio fueron los primeros en ser favorecidos por la suerte, y sus nombres, fuera al fin del montón anónimo, eran de tiempo en tiempo

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citados por diarios y revistas. Julián proyectaba una lectura de poesías en el Ateneo; Emilio, a quien un reciente artículo animado de originales paradojas —juraría que casi todas de la próvida cosecha del maestro—había aureolado con naciente crédito de pensador y de iconoclasta, dedicábase a cortejar a una muchacha, unigénita de cierto matrimonio que unía al mérito de la riqueza el de la ancianidad. El maestro, al enterarse del suceso, dijo: «He aquí al cazador de ideas convertido en aprendiz de millonario. Veremos cuando toda esa fuerza juvenil pueda transformarse en placeres lo que queda al pobre pensamiento.» La familia de la heredera se oponía por instinto de conservación, arguyendo que Emilio, «además de no ser nada», era escritor; pero la familia de él tuvo la diplomacia de mostrarse también reacia al matrimonio, oponiendo a las razones de los adinerados esta razón de prosapia: «Nuestro chico no puede casarse con esa advenediza cuyos millones nadie sabe cuántas ruindades costaron.» El maestro, con aquella penetración incomparable, nos predijo a Julián y a mí, al recibir de nosotros la confidencia: «Emilio se casa con esa muchacha, porque ambas familias se complementan. ¡Pobre Emilio! Él es el único que no hace un buen negocio. Los parientes de su mujer le tildarán siempre de pródigo, y los suyos, de miserable.» El matrimonio es el castigo de las equivocaciones del amor. Al llegar a la calle, contaminados de la alegría de la mañana, sentimos que la tibia dulzura del sol hacía florecer unánimes nuestros afectos, y dijimos casi a la vez: —Vamos a buscar a los prófugos. Apenas habíamos recorrido cien metros cuando varios policías nos hicieron replegar hacia la acera: la familia real se hacía anunciar desde lejos con alegre clamor de clarines. Las gentes se apretujaban, exponiéndose a las intemperancias de los guardias por no perder el espectáculo de ver al rey, hierático y lívido en el fondo de la carroza. Cuando nuestras espaldas tocaron en la pared, vi que un polizonte de esos disfrazados de personas tenía puesta su mirada inquisitorial en la facha desaliñada del maestro. —Desenvuelva ese paquete, maestro; le toman por un anarquista. —Prefiero ir a la prevención, en calidad de sospechoso, a consentir la burla de esas modistillas: llevo envueltos aquí unos calzoncillos tan remendados, que pudieran utilizarse como tableros de ajedrez. Soy teóricamente presuntuoso, y con acometividad habría, sin duda, sido enamorado. De haber tenido don Juan una ropa interior como la mía, doña Ana y doña Inés no hubieran sido tan deliciosamente infelices. Obsesionado por la faz macilenta del monarca, yo, doctor en Medicina y Cirugía, premiado por la Real Academia de Ciencias, interrogué al maestro: —¿Cree usted que el rey esté tísico? Se lo pregunto sin malicia, sólo por curiosidad humanitaria.

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Tranquilizado por esta aclaración, el maestro me satisfizo en estos términos: —El rey parece tísico, pero su tuberculosis no es cosa que a ustedes los republicanos deba interesarles. Un rey constitucional es un hombre que soporta una corona, una estampilla y muchos discursos; un rey es un pobre hombre fiscalizado por todos, que da su voluntad a cambio de buenas comidas y de un pase de libre tránsito en todas las empresas navieras y ferroviarias del mundo. ¿Me quiere usted decir —le iba a llamar futuro ácrata en lugar de futuro subsecretario o ministro de la Corona— explicar cómo puede el monarca gastarse dos míseras pesetas? Daría él un millón por estar en las intimidades y correr el mundo que cualquiera de sus efigies en las monedas de plata o de cobre. Con su aspecto de retrato de Velázquez y con su desproporción anatómica, este mozo es simpático, pues todavía no ha hecho nada y ya le sabemos lleno de ansias irrealizables, y aun le suponemos amenazado por su enfermedad y hasta por cien manos ocultas. Sentimos, en suma, hacia él la piedad que suscita cualquier mal no realizado por nosotros. En cuanto a la salud de la monarquía, le diré, doctor, que la hallo perfecta. Los pueblos son susceptibles de gobernarse sentimentalmente, y la presunta o verídica enfermedad del soberano, con el vientre augusto y prolífico de su esposa, han hecho más por el trono que toda la sapiencia de los estadistas adeptos a él. Un tísico que se cuida es más fuerte que un apoplético, y le lleva la ventaja de que nadie le supone capaz de resistir o de acometer. Un hombre o una institución tísica pueden durar mucho, y eso es lo importante. En los parches de los tambores golpeaban los palillos con trémolo rítmico, al que acompasaban los soldados su marcha. Cuando la bandera cruzó frente a nosotros, el maestro, a quien había oído emitir tantas veces acerca de la patria definiciones despectivas, quitóse con ceremonioso ademán el chambergo. Irónicamente le dije: —Sus frases no se compaginan bien con sus actos. En eso se parece usted a todos los hombres superiores. —Los hombres son superiores por sus ideas o por sus hechos; el fondo es el mismo: carne, sangre, ambiciones, huesos, lujurias. Si un hombre sabio, héroe o mártir, llama la atención, es por salirse del nivel, por ser fenomenal. Los grandes hombres rompen—no digo rompemos, como diría Julián —la mísera armonía humana. Y el superhombre niezstcheano sería digno de exhibirse en una barraca como se exhiben en las ferias las deformidades físicas, de no ser una fantasía filosófica. Si el que tiene ideas originales las practica sin precaución, expónese a ser pasto de la estupidez sorprendida. Idea es juicio, justipreciación, conveniencia... Por eso predicar el bien es frecuente y raro el ejercerlo... Bacon era un hombre insigne, y lo era Sterne...; pero sus pensamientos jamás sirvieron para impulsar sus acciones, porque nada tenían de mártires. Un gran sentimiento, una embriaguez de ideal, una llama del

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corazón producen, no importa a favor de cuál idea, esos magníficos hombres fieles a sí mismos... La grandeza no radica, pues, en el cerebro. Además, los grandes hombres, los faros, vienen a hacer sufrir a sus prójimos mostrándoles una altura hasta la que no se pueden elevar, o a sufrir ellos viendo una sima hasta donde les es repugnante doblegarse. ¿Puede exigírseles ese paralelismo entre acción e idea, que ha de acarrearles desdichas materiales de las que no siempre compensan ni la conciencia ni el narcisismo del espíritu? Un gran español ignorado, don Melitón Martín, escribió al frente de sus obras esta frase cáustica y altiva: «Quien se adelanta a su siglo no espere justicia de sus contemporáneos: la luz de repente ciega.» Viéndolo complacido mariposear sobre las flores del jardín de Epicuro, fingí indignarme: —Pero no inclinándoos ante la bandera por convicción, sólo haríais lo que por posse hacen muchos. Ahora está en boga la moda triste de confesarse incrédulo. ¿No os he oído decir que la patria es una contingencia entre el espacio de nueve meses y la velocidad de los ferrocarriles o de los buques? —Sí, hubo un tiempo en el que mi estirpe española — el Cid, don Jaime el Conquistador, Guzmán el Bueno y demás ilustres bárbaros—, me enorgullecía. Como España, llegué a pensar, nada hay en el mundo. Luego pasé hasta el extremo opuesto, y «África comienza en los Pirineos, barrera que separa a Europa de la plaza de toros ibérica. ¡Oh Italia, oh Francia, oh Inglaterra, oh la Patagonia!», exclamaba nostálgico, apenas cualquier empleado de cualquier ministerio entorpecía los trámites de un asunto mío. Ahora estoy en el punto equidistante, y veo impasible las opiniones bajar y subir a mi lado, sin alterar mi suprema quietud. Estoy en el fiel y soy cosmopolita, pero de manera tan poco entusiasta, que si, por algún error de la diplomacia sideral, los míseros habitantes de la tierra se vieran atacados por los habitantes de Saturno o de Sirio, me abstendría de ofrecer mis servicios como voluntario, y mientras la chamusquina estuviera siquiera a unos metros de los faldones de mi chaquet, rehuiría el deber de pelear por esta bola de barro, en la que desde Adán y Lilith según unos, y desde el abuelo gorila según otros, están pasando cosas tan aburridas de un modo tan semejante a pesar de las engañosas apariencias. La tropa continuaba su desfile llenando toda la calle con su estruendo, con sus colores. Instintivamente, contagiados, algunos burgueses imprimían a su andar un dejo marcial. La charla del maestro me era tan grata, que, por agotarla, insinué: —Recuerdo, maestro, que el nunca bastante exultado día que hice vuestro hallazgo, condenasteis con frase brillante el militarismo, y en eso, al menos, sois consecuente. Vuestras miradas dirigidas a los pueriles oficiales vanidosos de sus uniformes, y cierta manida intención en cuanto acabáis de decir, lo demuestran.

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—Ignoro lo que en aquella ocasión expuse. Recordar ideas es para mí más incómodo que producirlas. No temiendo la contradicción, sería penuria de entendimiento confiar a la memoria lo que debe la inteligencia servir nuevo a cada necesidad, sin las telarañas de un prolongado almacenaje. Por los militares siento el mismo desprecio que por todos los charlatanes, que atrayendo con su verborrea a las gentes baldías, turban el pacífico desenvolvimiento de la anarquía. Observo la farsa de la milicia como cualquier pieza poco ingeniosa en un teatro de los que funcionan por secciones, y al comprender la ridiculez de su aparato, de su pompa peligrosa y multicolor, de sus enfáticas actitudes, no admiro las argucias de los autores ni de los histriones, sino la paciencia y la estolidez del público. Tuve un conocido militar, el comandante Alonso, a quien indignaba oírme burlar de la careta con que han pretendido cubrir el rostro sanguinario y bestial del dios de las batallas. La guerra no puede ser una ecuación algebraica, porque todos sus términos son inciertos: el valor, las cifras, la topografía, la resistencia, el tiempo. Cada ejército científico debiera tener previstas las equivocaciones del contrario, y esto equivaldría a crear una ciencia basada en el error. He aquí para lo futuro una curiosa concatenación del magnetismo con la estrategia y una puerta abierta a sibilas augures y demás gentecilla de la cábala. Cada caudillo perfecto debiera poseer, esencializadas, todas las actividades de la paz, y reunir puntos de jurisperito, ribetes de orador, sutilezas de diplomático, abnegación de mártir, lucidez impasible, temeridad de apasionado y hasta un poco de doble vista para ser dueño de la sorpresa y de la contingencia: dos hermanas gemelas que jamás dejaron de jugar sobre los campos de batalla. ¿Crees, discípulo, que ese hombre prodigioso, que esa enciclopedia viviente, habíase de conformar con el cargo de jefe de asesinos?... La guerra es inevitable, es el producto de nuestra configuración fisiológica y psíquica. Cada uno lleva un militar dentro de sí: un militar y una patria..., cuyos límites son nuestra piel. Pretender que cada año se haga una leva de hombres dispuestos a matar por un rey a quien no han visto nunca y por una patria a medias comprendida, es atribuir, con razón, mucha imbecilidad a las multitudes. Como profesión, la milicia es cruel, ridícula y pleonásmica, ¿A quién se le ocurre ayudar a la Muerte? La violencia nace de la pasión, y entre las cosas muy distantes —el rey para su ejército— no puede existir pasión alguna. La ciencia es sabia, y la sabiduría fría, y la frialdad desapasionada. Todos tenemos bestiales gérmenes de soldados: la ambición engendra la agresividad. Y la competencia profesional del militar no me parece menos absurda que el libro Del asesinato considerado como una de las Bellas

Artes, escrito por uno de los más felices injertos de erudición y buen humor nacidos en los últimos tiempos. Si el valor se pudiese adquirir, los ejércitos tendrían relativa razón de ser; mas el valor es circunstancial, y cada hombre amalgama en sí un poco de cobardía junto a un poco de heroicidad. Para fomentar la milicia han sido precisos todos los sentimentalismos rudimentarios

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a que somos sensibles. ¿Crees que si a un ejército de hombres de talento se le volase el polvorín y al ser avisado su caudillo pronunciase la frase del gran capitán: «Son luminarias para celebrar la victoria», habría uno solo de sus soldados que no lo incapacitase inmediatamente por necio? «Desde las Pirámides —vociferaba el regordete Bonaparte—, cuarenta siglos os contemplan.» Si cada uno de los soldados hubiera poseído un poco de imaginación para suponer a los cuarenta siglos, con todas sus monstruosidades y con todas sus ridiculeces, agazapados sobre las pirámides, descoyuntadas por el peso, la batalla de los mamelucos habría tenido un final de sainete. «Execro la milicia —prosiguió después de limpiarse con uno de aquellos trapos a los que para ser pañuelos sólo faltaba forma cuadrangular y dobladillo— por ser la legalización del instinto, de la intemperancia y de la presunción; por necesitar, como base, la tosquedad. Los vándalos o los suevos me inspiran una afectuosa simpatía que estos militares semifemeninos, entorpecidos tanto por sus uniformes como por sus nociones de matemáticas, no han logrado inspirarme. Por fortuna, el Progreso, acrecentando las fuerzas, concluirá por reducir la guerra a un sencillo problema biológico, casi comercial: la lucha, por ejemplo, de cien millones contra noventa y nueve, trayendo los legendarios factores, valor, osadía, etc., a su verdadera significación, esto es, a nada. Cervantes, contaminado de la ceguedad de su época para los asuntos de religión y de milicia, lo predijo en el discurso de las armas y de las letras. Y alguien ha dicho con frase digna de ser mía: «La milicia, al igual de los tambores, está llena de aire y no tardará en reventar.» A lo lejos, los cuchillos calados en los fusiles reflejaban la luz con innumerables relampagueos. La circulación se restablecía y los sones de las cornetas llegaban ya, confundidos con la dísona algarabía de la calle. Con su proverbial mansedumbre, accedió el maestro a entrar en una cervecería para aumentar, a estímulo de sendos bocks, su siempre considerable apetito. Nos placía la extrañeza que el maestro Pelayo González inspiraba a nuestros camaradas. Emilio y Julián llegaron a inventar acerca de él divergentes historias de parentesco, y como en los corrillos literarios él no hablaba jamás, constriñéndose a guardar solamente los terrones de azúcar, si era en el café, o a fumar cuantos cigarrillos le brindaban en cualquier parte, el misterio hacíase más impenetrable cada día. Muchas veces, entre la animación de los altercados, veíamos en sus ojos aquellas fulgencias predecesoras de alguna definición; pero sus labios se apretaban, y las frases, estranguladas por la voluntad, convertíanse en un carraspeo. Y ninguno sospechaba que aquella palabra no dicha hubiese sido luz en la sombra de la controversia; y su silencio era discreto, irónico y maligno, y había en él la pasiva práctica de un elemento de divinidad. «¡Quién sabe —ha escrito Granville— si en definitiva la voluntad máxima sea Dios!» En nuestras tertulias de infusorios, su voz, ¿no habría sido semejante a la voz

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bíblica de Jehová cuando marcaba rutas a sus elegidos? Si una sola vez él hubiese hablado como sabía hacerlo, la estupefacción del concurso habría sobrepujado a la que produjese un fenómeno cosmológico y casi sido igual a la de oír celebrar los méritos de cualquier compañero ausente. Los contertulios, ya habituados a su mutismo, llegaron a considerarle como a un objeto semejante a las chalinas y a las calaveras, símbolos de afectación bohemia y macabra, y ni siquiera en los momentos decisivos de las disputas solicitaban su asentimiento. El recuerdo de aquella juvenil suficiencia ante él, Que con una sola genialidad habría podido alucinarlos, me sugiere esta reflexión suya: «¡Cuántas veces hemos tratado a un hombre, creemos conocerle, y, en realidad, nada sabemos de él! Nos aislamos en una atmósfera de precauciones y falsedades por el inconsciente temor de la burla o de la rapiña.» Por coincidencia irrisoria, en torno de la mesa donde a diario se encendían conversaciones pornográficas, o se enconaban, con pretexto del Arte, las mil saetas de la murmuración, aquella mañana, espoleados los sentidos por las mujeres que salían de misa, departióse de religión, cruzándose opiniones múltiples, improvisadas en el hervor de la polémica. El maestro, que no parecía dar su atención al grupo de discutidores, me dijo al salir: —Entre esos muchachos hay algunos interesantes. Apenas les he oído... El fondo oscuro de la iglesia, punteado por las lejanas luces del altar, me complació todo el rato, y aquellas lucecitas que apenas turban la intensa sombra me revelaron su valor simbólico. Cuando aparecía en ella, decorándola, la nota sensual de una figura de mujer, experimentaba un rejuvenecimiento pecaminoso y pensaba en que todas las religiones han tenido que solicitar la noble complicidad del Arte; pues la conciencia y el corazón son oasis remotos, a los cuales sólo se llega por los cinco caminos de los sentidos. No obstante, he tenido tiempo de organizar algunos conceptos relacionados con la religión de vuestro Señor Jesucristo y con algunas otras. Le ofrecí mi brazo, en el que gustaba apoyarse; tomamos la acera correspondiente a nuestra derecha para sufrir el mínimum de empujones, y me dispuse a escuchar el soliloquio. El hablaba despaciosamente, acompasando su charla silabeante a sus pasos. Las gentes, con española indiscreción, volvían, para mirarnos, las caras, alegradas por una curiosidad burlona. —Si los fanáticos de creencias opuestas se reunieran a discutir sin los prejuicios de incompatibilidad y de supremacía —comenzó—, es casi seguro que se pusiesen de acuerdo. La religión es una necesidad dimanada de nuestra ignorancia y de nuestra alegría de vivir; deseo de saber y de perdurar: he ahí sus cimientos. Mientras lo desconocido nos circunde, seremos religiosos, llenaremos lo ignorado con hipótesis optimistas de cuantas dudas nos rodean y de cuantas fuerzas nos impelen. Si el progreso fuera finito y constante, al llegar un día en que lo supiéramos todo dejaríamos de ser religiosos. Buda, Confucio,

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Cristo, Mahoma, y aun los dioses sanguinarios de las bárbaras teogonías, tienen más de un punto de homogeneidad; difieren en los procedimientos. Es la parte decorativa de las religiones lo que las ha diferenciado, no ya unas de otras, sino hasta de sí mismas. Un cristiano de la época del Bautista juzgaría herético al mejor católico de hoy, y la misma frase bíblica, al ser interpretada por Pío X y por Inocencio IV, no respondería al mismo sentido. La Ciencia y la Historia, naturalizando todas las divinidades, apenas han conseguido mitigar los fervores místicos. Nada importa que la Biblia sea un espléndido zurcido de plagios, aluvión de leyes y leyendas, lo mismo que el Talmud o el Corán; la sed del alma es tanta, que hasta los espejismos la mitigan. Si hoy, por ejemplo, un doctor alemán, que son los que suelen demostrar esas cosas (ya demostró el inglés teutonizado Chamberlain que Cristo era de indudable origen germano), demostrara que los amigos de Cristo hicieron crucificar en su lugar a cualquier pobre galileo, y que éste murió, después de una vida azarosa y oscura, de cualquier vulgar enfermedad, en cualquier cabaña de cualquier aldea, no desaparecería por eso el cristianismo: a la larga, una mentira vale más que una verdad corta y desagradable. Y la mentira religiosa es fuente de tantas despreocupaciones, que la Humanidad no ha de resignarse a verla desaparecer. Las prácticas, la industrialización, han hecho perder al culto lo mejor de su esencia; al rozarse con los siglos, las religiones se han materializado. Un martirio es hoy incomprensible. ¿Qué pensaríamos de una Judith o de una Santa Genoveva? Seguramente, y tal vez con razón, que eran histéricas y hombrunas. A una misa celebrada en una cueva fétida asistirían muy pocos feligreses; ahora privan los altares ornamentados con lujo; la magnificencia y la coquetería han entrado en la cristiandad, hecha sobre sórdidas bases de pobreza; y las miradas devotas recorren un itinerario sensual desde las tapas nacarinas de los devocionarios, hasta los oros y los tisús de las casullas, hasta los nevados altares, fragantes de flores y enjoyados con candelabros ricos, hasta los colores relucientes de los santos, hasta los mantos de las vírgenes, que cubren su virginidad con prendas fastuosas de cortesanas... Yo me explico que un santo desteñido no inspire la misma simpatía que uno acabado de pintar; es una modesta intervención de la aspiración de lo confortable en las religiones. Pero, además, en la parte empírica han incurrido los altos sacerdotes en la necesidad de crear símbolos portátiles y tangibles. ¿Cómo olvidar que la hostia es harina, que el cáliz es metal fácil a oxidarse al menor desaseo de los sacristanes, que la bandera es lienzo que un grotesco accidente puede mancillar de barro, que los ministros del Señor son carne, que los abanderados y los sacerdotes han tocado con la misma mano que el cáliz y las banderas todas las inmundicias humanas? Haría falta portentosa imaginación para desposeer a la materia de sus atributos. Esa torpeza de buscar un término material, fácil a inferir por su calidad, en un hábil escalonamiento de premisas, el término desconocido de la grandiosa

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superchería, concluirá por comprometer la estabilidad de las religiones. Preguntaba una niña a su madre: «Mamá, ¿es cierto que Dios está en todos los sitios?» «Sí, hija; Dios está en todas partes a la vez.» «¡Ay, qué indecente!», respondió la niña. Y esta Cándida sorpresa encierra una lección de Filosofía que los hombres no dejarían de aprovechar si pudiesen dar a sus dioses sustancia y propiedades nuevas. Porque son los hombres quienes han creado a los dioses, discípulo, tan imperfectos como ellos, se complacen con ingenuidad en suponerse hechos por un Dios, que con sólo esto habrá fracasado hasta como escultor. Sin temor a error puede decirse: «El hombre ha creado a Dios a su imagen y semejanza.» ¿Te supones, mísero doctor, más armónico que un caballo?... ¿Cuál será el dios de los caballos y los dioses de los gatos, que de seguro son panteístas? Todo esto te hará sospechar que en mi espíritu está abolida la comprensión religiosa, ¿no es eso? Hay, sin embargo, una religión para mí simpática por los caracteres de la raza que la profesa: la judía. Si Cristo era el Mesías anunciado, tienen el honor de ser herederos de los asesinos de Dios; si no lo era, la persecución contumaz les hace dignos de todas las rehabilitaciones, Y de todos modos, viven con la verde flor del optimismo, esperando algo redentor que ha de venir. Esto en teoría. En realidad, son prácticos, positivistas, se ayudan, confían en el advenimiento de su Mesías, y, mientras llega, van acumulando todo el dinero de la tierra. Se cuenta de un judío que al pretender cerciorarse de la falsía de una moneda de oro de veinte francos, hizo un esguince y —no se sabe si con propósito— se la tragó. Llamaron a un médico; vino en seguida, en seguida operó; pero... sólo pudo sacarle del estómago diez francos. Cinco minutos habían bastado para que se asimilara el resto... Bromas aparte, suelen ser los judíos partidarios de aquella terrible equidad del usurero de Venecia a quien burló Porcia... Mas, ¿no estaba hablando de la religión? ¡Ah, sí! En principio, ninguna religión, cuyas bases deben ser las leyes supremas de la existencia, puede exigir la usurpación de la vida ajena o el sacrificio de la propia. Y, sin embargo, ¿por qué religión no se ha matado y por cuál creencia no se ha muerto? Ahora, los menos ignorantes mueren y matan de una manera, y los más, de otra. He aquí la diferencia única... ¡Tengo un hambre, Luis!... Sería mejor ir a buscar a los prófugos luego del almuerzo. Escuchaba tan complacido sus funambulismos ideológicos, que, deseando la sucesión semi-incoherente de sus ideas, repuse: —Maestro, sólo son las diez. ¿Hemos de almorzar antes de mediodía? —Es la hora del hambre. Yo no uso ese terrible aparato llamado reloj. ¿Para qué? Nos cuenta las desdichas, nos dice la monotonía del tiempo, la superioridad de las cosas. Nuestra diferencia no viene sólo del uso de esa formidable máquina. Aunque yo descendiera a usar reloj, permaneceríamos distintos: yo siempre sería el dueño del mío, y tú eres el esclavo del tuyo.

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Sin hablar, con pasos más rápidos, enderezamos la ruta hacia el café de Platerías, donde sabía le era grato almorzar mirándose en los espejos neblinosos y profundos y acariciando a un perro barcino, domiciliado en el café, que iba de mesa en mesa alzando con lastimera solicitud sus patas delanteras y mostrando los ojos constelados de oro, iluminados de una malicia hipócrita e inscriptos en los arcos de unas pestañas casi humanas. Antes de llegar, ese viento inconstante de otoño oblicuó sobre la ciudad un chubasco nutrido. Mientras esperábamos guarecidos en un zaguán, su ingenio, exento de pedantesca afectación, que después de haberse aireado en las cimas teológicas y sociológicas no desdeñaba ocuparse en cosas pueriles, le sugirió, al ver las cúpulas móviles de los paraguas entorpecer la calle: —La imaginación, al mezclarse con la mecánica, ha dado híbridos frutos pintorescos. He ahí el paraguas: aparato de hierro, lienzo y madera, que sirve para figurarse su dueño que no se moja.

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VII

SIN abrigo, dando a la calidez del ambiente los faldones inquietos del chaquet, ambulaba el maestro sin decidirse por ninguna de nuestras proposiciones. Cuál deseaba invertir la mañana en el Museo del Prado, cuál descender lentamente por la calle de Alcalá —resarciendo a la vista, con el fragante desfile de mujeres, de cuantas cosas inarmónicas habían hasta entonces coaccionado su atención—, cuál dirigir el paseo hacia lugares poco concurridos. El maestro mostrábase satisfecho de verse entre nosotros, presintiendo quizás lo poco que de esta misérrima felicidad le restaba. Y estaba alegre, porque el frío había cesado, porque sus manos no se aterían amoratándose, y porque ya su escasísimo pelo —plata y endrina intrincadamente combinadas— dábase libre al aire, sin aquella humedad de los días gélidos, que, al congelarse, daba a su barba un aspecto frágil; estaba contento, porque su cuerpo caduco era sensible a las dulzuras confortantes del buen sol, porque le placía ver en las ventanas de las buhardillas cómo las enredaderas trepaban olorosas y espinosas, formando ya un dosel, ya un marco donde los rostros de las muchachas parecían vivas frutas; porque, aunque filósofo poseído de una infinita lenidad, tal vez careta de piadoso desdén, era propicio a los sentimentalismos sutiles: ver orearse la muchedumbre de pobres en las calles, admirar el remoto y prístino azur de la atmósfera, sentirse elástico cual si la huella del tiempo, por ser fría, hubiérase diluido en la tibieza matinal... El maestro estaba poseído de un morigerado júbilo, porque nuestros propósitos marchaban hacia el triunfo, casi despejados de obstáculos, y porque junto a nuestra juventud se sentía menos viejo en la suave mañana de abril. —Vamos al Rastro—propuse yo. Gustaba el maestro de pasear por entre las dos hileras de puestos que se alzan en la Ribera de Curtidores, y allí, en el mercado de cosas inservibles, de cosas de sorprendente heterogeneidad, deteniéndose en cada tenderete, a veces imponiéndose la preocupación de buscar nombre a objetos innominados y causa a imprevistas asociaciones. Con cualquier aparato, el más nimio, reconstruía una historia; al numen de aquella feria de fracasos, el alma sórdida de toda aquella multitud de enseres que lucieron un día brillantes, tuvieron personalidad y fueron testigos de esfuerzos ilusionados contra la vejez y la muerte, era desmenuzada por él, sagaz psicólogo del espíritu complejo del vasto cementerio donde tantas cosas de tantas procedencias se unían en la común tristeza del desastre. (Ha hecho bien el Gobierno en suprimir con una sola orden la feria de despojos. Pero no por ornato, no por higiene, sino por una consideración espiritual: por la melancolía que flotaba sobre la fosa común de las cosas, por la lección de escepticismo que sugerían aquellos hierros herrumbrosos, aquellos paños desteñidos, aquellas maderas con carcoma,

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aquellos decrépitos rasos, aquellos trajes de modas antiguas, aquellos cobres verdes opacos y fétidos, aquellos muebles tan distantes de las manos laboriosas que los hicieron y de las que, más tarde, confiaron secretos a la seguridad de sus gavetas; aquel vaho casi sepulcral que se desprende de los mil esqueletos de cosas, de las mil vísceras que, necesitadas, como la carne humana, del eterno descanso, aun han de sufrir la profanación y la fatiga de inverosímiles tasaciones.) Y era allí donde la prodigiosa percepción del maestro se aguzaba, donde se alquitaraba y magnificaba su genio; allí, entre la diversidad paupérrima de un baratillo, en donde él y el mercader de ojos saltones y manos rapaces parecían dos objetos más. Alegremente, llenos los tres de la esperanza de próximos afincamientos en la vida, íbamos agrupados en torno del maestro, calle adelante, ¿En qué pensaría él? Pensaba yo en el día cercano de las elecciones, en la casi segura concejalía —primer escabel donde pensaba adiestrar mis pies para futuros y escarpados ascensos—; tengo la convicción de que el pensamiento de Emilio consideraba las ventajas del próximo matrimonio, que, eximiéndole de las necesidades mezquinamente perentorias, habíale de permitir el desarrollo y aun la buena administración de su talento literario; y seguro estoy de que el anhelo de Julián, desligado de toda lírica quimera, iba hasta la lejana aldea donde el padre hizo acrecer con laboriosidad, en empresas agrícolas y en préstamos con interés, el capitalito hecho por el abuelo: aquel Cándido y heroico aventurero que viajó por África, esperando hasta la hora de su muerte el advenimiento al trono de don Carlos de Borbón, mal llamado Chapa... Era así como íbamos camino del cementerio de las cosas —trasunto del cementerio de los hombres—, haciendo proyectos para vivir bien, para triunfar; porque desde nuestros pocos años la vida nos parecía eterna. Y aquella tarde, el maestro, que debió ver con clarividencia y sin envidia nuestro júbilo, lo justificó con estas palabras: —España tiene acrecentados todos los defectos de los países envejecidos. El espíritu español se ha renovado poco, y por esto, con los agotamientos de medios para librar la vida, no han sido creados otros nuevos, pues el Comercio y la Industria no han multiplicado sus facetas en la proporción precisa a esta vejez y a los cataclismos que, por empeñarse en que Marte podía resolverlos asuntos a espaldas de la diosa Razón, han sobrevenido. La juventud española tiene, con motivo, miedo a la vida; su talento, sus energías, tropiezan con la traba de un puchero de garbanzos, de una suela que se gasta, de un traje que se deteriora. Pocos jóvenes españoles pueden, como vosotros, mirar hacia el porvenir sin miedo al hambre. No creo en las decantadas ventajas de la miseria en el artista: las vicisitudes modernas son más duras que las pasadas. Contra el ejemplo de Cervantes está el de su contrincante Lope, el de Voltaire. Murger fue un viejo marrullero, creedme. Los que nacen en España con vocación artística han de bifurcar su actividad para lograr pintar, escribir o esculpir con las suficientes fuerzas orgánicas. De no nacer en los Estados Unidos, ese gran

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alambique donde se perfeccionan y mercantilizan los audaces de todas las naciones, es conveniente nacer en cualquiera de esas pequeñas repúblicas, tan calumniadas como prácticas, que ocupan numerosos territorios en las Américas del Centro y del Sur. Allí todo es fácil: hay más dinero, y a poca costa se hace uno diplomático, poeta, ministro —general o doctor, indefectiblemente—, y, con algo de valor y de audacia, Jefe del Poder Ejecutivo. Pero, en fin, vosotros, en vuestra calidad de jóvenes españoles, sois felices; os confesaríais felices si la felicidad no fuese casi siempre algo que no se ha conquistado aún o algo que se ha perdido ya. Súbitamente Emilio balbuceó algunas frases de disculpa, de bresca despedida, y entróse por una calle mientras nosotros continuamos la marcha recta. Con sartas de risas y frotar de sedas, unas mujeres elegantes se dirigían hacia nosotros; Julián y yo cruzamos las miradas, que equivalieron a una tácita condenación del fugitivo; al pasar las mujeres las saludamos ceremoniosos, y el maestro, algo confuso, esbozó una genuflexión semiversallesca. Era la novia de Emilio, acompañada de su madre y de varias amigas. Al alejarse dejaron una estela etérea y fragante, y el viento que movieron sus vestidos agitó las barbas del maestro con un temblor faunal. Sonriendo, luego de recoger con una caricia la barba amplificada y de recoger también tras un corto silencio su espíritu disperso, miró las siluetas de las mujeres, restalló la lengua cual solía hacer golosamente en el café de Platerías al gustar algunos de sus muchos platos favoritos, habló así: —Las bellas mujeres debieran ser pagadas, porque decoran las calles y excitan la más noble ambición del sexo. Una mujer hermosa que pasea es un placer público al alcance de todos: ricos y pobres las ciñen con miradas ardientes; una mujer hermosa que pasea es una gran caridad y un elemento platónico de nivelación. Aquel joven poeta que hablaba a los habitantes de Galilea por parábolas, dijo: «No sólo de pan vive el hombre.» Y a propósito, ¿recordáis el sutil artículo hecho por vuestro amigo el mal llamado escéptico Alfredo Sanguil acerca de la castidad de los sátiros que en la florida edad perseguían a las ninfas violándolas en las praderas? Yo pienso, como él: el pudor ha sublimado el goce. Contra los cánones estéticos, afirmo que hay mujeres vestidas más bellas que Cipris o Diana. Ante una mujer desnuda la inteligencia nada tiene que hacer, y sólo los sentidos accionan; una mujer vestida, en cambio, es un problema, un secreto, un misterio que nos incita a descifrarlo. Y cuando ya Julián y yo nos regocijábamos por creer que la fuga de Emilio le había pasado inadvertida, aludió a ella con aquella su inefable benevolencia: —Es natural que Emilio sienta escrúpulos de verse acompañado de un viejo astroso. No es sólo disculpable, sino digno de loa. ¿Cómo he de reprobar su conducta cuando por esa feliz dualidad en que todos nos desdoblamos hay algo en mí mismo que repugna ir en compañía de la otra parte de mi ser?

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El prófugo nos alcanzó pasado un rato, y cuando iba a exponer excusas o a dar falsa explicación de su huida, el maestro le interrogó como si no se hubiera separado un solo momento de nosotros: —Emilio: ¿Cómo Dios olvidó punto tan capital para la eficacia del Diluvio cual el de envenenar las aguas que en las novecientas sesenta horas llovieron las nubes, sumisas a su mandato? No es de creer que los peces se ahogasen. Y los tres lo miramos atónitos, con un gesto de desconfianza y de estupor que fue poco a poco serenándose ante la virtud de su arcangélica sonrisa. Llegamos a la calle de Embajadores. A lo largo de las aceras, la gente hormigueaba; visto desde su término superior, el Rastro parecía algo hirviente con ebullición densa, algo paupérrimo que fermentase. Las aceras descendían blancas ante los puestos protegidos del sol por toldos de lona. Y un murmullo polífono subía y se expandía por las calles afluentes, como si la atmósfera no fuera válvula capaz para su escape. Tomamos la derecha, deteniéndonos ante algunos puestos. El maestro complacíase descubriendo objetos raros o desconocidos, y sabía cogerlos con celeridad, logrando, por la congruencia de sus cortesías, permiso hasta de los más huraños vendedores: esos que llevan las gafas jinetas a media nariz y por sobre ellas lanzan al cordón humano miradas codiciosas para distinguir a los decididos a comprar de los sólo ocupados en amenizar el tiempo. Los dedos expertos del maestro sacaban de los montones cuantas cosas valían la pena de no ser sospechadas allí. Aquella mañana nos mostró un firmal de bronce, un cofre anaglífico, un puñal de hoja labrada y tomada de orín que tenía reproducida en el puño, con paradójica suavidad, una tragedia de homicidio. Recuerdo que al pretender limpiarlo con uno de los faldones del chaquet —aquel chaquet color ceniza al cual había dado el uso inverosímil tenuidad— el otro faldón se enganchó en un clavo, como si quisiera proclamar que lo mejor era dejarlo allí. Y hasta en aquella feria de ruinas, entre tantas miserias a las que sacaban los vendedores los postreros jugos, el hablar lento del maestro y sus amplios ademanes graves atraían la curiosidad, exaltada por el contraste de nuestra indumentaria con la suya y por aquel tratamiento de vos, que, sin concordancia previa, usábamos siempre para con él, tanto en homenaje a su inactualidad como en testimonio de equívoco respeto. Nuestro grupo pasaba a manera de corte aristocrática y exótica con un bufón plebeyo entre la multitud, enardecida de sol, de charla democrática con puntos ingeniosos: arabescos procaces y adornos de jacarosa malicia urdidos en una tela desgarrada de la que los más gráficos y soeces vocablos del idioma eran hilos. Gritaban los vendedores; hombres bien vestidos husmeaban en los puestos de objetos mecánicos, quién buscando una lente fotográfica, cuál una rueda para un reloj de marca en desuso, y luego, saliéndose de la acera para tropezar lo menos posible con la multitud, ascendían o bajaban, deteniéndose curiosos ante

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los puestos de ropa, en donde, con filosófica promiscuidad, asociábanse sombreros, capas, paletós, walonas, calzones, justillos, miriñaques, blusas, levitas, fracs y trajes antiguos estrellados con lentejuelas de mortecino oro, uniformes militares y abigarrados vestidos de épocas que jamás existieron. El maestro meditaba en alta voz. Un joven macilento que había comprado unos zapatos aficionóse a sus divagaciones, y con simpática indiscreción nos siguió largo rato, escuchándole. Ante un mercado de muebles dijo el maestro: —El alma de las cosas es más sutil que la de los animales: No diría más un perro que estos muebles, que estos espejos que nos desafían a imaginar las escenas que reprodujeron, que esta cama antigua, a la cual choques fuertes truncaron los adornos tallados con minuciosidad asiática por un artífice. Las camas hablan a los espíritus inquisitivos con voces tristes perfumadas de los dos supremos misterios: en ellas, naturalmente, se viene a la vida y de ellas se parte para el viaje sin retorno; en ellas tienen proceso las enfermedades y las nupcias. Una cama usada es algo sagrado: quizá esta haya crujido por convulsiones de dolor, por convulsiones de goce; quizá su gran secreto se reduzca a haber soportado durante el sopor de los medios días estivales el cuerpo graso y palpitante de algún burgués. Y ante un puesto de libros: —Viendo esta amalgama de ciencias y de literatura, me es doblemente incomprensible cómo os resignáis a escribir. Si los héroes de todos esos libros se hiciesen carne ¡serían tantos!... Sólo los muertos superan a los hombres imaginados por los hombres. Llegará un día en que no haya tierra que no sea cementerio. Los muertos tiranizan a los vivos y los mandan, y proyectan con la sombra de sus hechos un sendero que nos vemos forzados a seguir. Exigen tierra para sus cuerpos y memoria para sus acciones. Sólo mil hombres ilustres de cada generación, sumarían una cifra mayor que la actual de habitantes del globo. ¿Cómo rehuir, pues, la tiranía de los muertos? Los libros perpetúan ese vasallaje, y por si esta culpa no fuese bastante a execrarlos, crean seres nuevos, tiranos nuevos: Hamlet es tan real como Aristóteles y no menos que Pantagruel, Fausto, Alejandro el Grande, y hasta que yo mismo dentro de poco... Si yo volviese a nacer y conservara este epicureismo y el triste concepto de la inmortalidad, me dedicaría a actor: Sus triunfos son ruidosos; los resultados de sus talentos, materiales; se exhiben y son colectivamente admirados. El público ama más al intérprete de una comedia que al artista que la compuso: un gesto es más considerado que una idea. Conocí a un segundo galán de elegancia bárbara, entonación grandilocuente y cráneo que sólo le servía de percha, que recibía todos los días billetes de amor... ¡Cuánto libro! Y luego... Pasamos ante ellos, como ante todos estos puestos, abstraídos o, cuando más, mezquinamente interesados. Si acaso alargamos hacia ellos las manos, lo hacemos con igual ademán al de otras manos irreverentes y prácticas que tal vez vayan mañana

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a rebuscar en el osario para hacer botones de cualquiera de nuestros huesos. Nos miró, cual era su costumbre, para solicitar la aquiescencia en nuestras miradas. Después de conseguida la sanción, propuso marchar al encuentro del almuerzo; y por una de aquellas calles históricas que supieron de fragor de pendencias entre chisperos púgiles y de ingeniosidades y disputas entre majas, allá por vida del gran señor don Francisco de Goya, y que ahora —triste y lógico cambio— saben de suciedades, improperios o requiebros entre organilleros y chulas, ascendimos hacia el centro de la ciudad. Tratábase de celebrar el almuerzo con que Emilio Ramsden se despedía de su vida de soltero. Él había querido solemnizar el negocio de la boda con una excursión artística a Toledo; pero yo no pude acceder por mis ocupaciones políticas, y el maestro tampoco quiso abandonar su blanda molicie cotidiana, quedando, por esto, convenido que el bello éxodo sería gustado, días después, por el anfitrión y por Julián. Nos habíamos dividido en parejas —yo con el maestro—, y marchábamos distrayendo el cansancio con conversaciones sustanciosas. Julián y Emilio hubieron de abandonar la acera para no turbar el coloquio de dos novios. Ella estaba acodada en el balcón, y él, con donjuanesca gallardía, menospreciaba las miradas burlonas de los transeúntes. El maestro, al verlos, afirmó: —El amor es el nombre decente con que conocemos las simpatías sensuales. Esa muchacha debe de ser bordadora, y su novio, empleado de Correos. Sabiendo halagarle, esbocé un gesto de extrañeza: —No os conocía esa habilidad sherlockholmiana. Él, contento de haberme sorprendido, explicó: —Debía no ignorar el doctor que hay caras adjetivas. Antes me complacía en averiguar las profesiones y los caracteres, por los rostros. ¿Es, por ejemplo, discutible que aquel hombre tiene cara de colchonero? Yo, claro es, no me preocupé nunca de comprobar mis suposiciones; pero si por una casualidad hubiera error en alguna, no dependería el error de mí: hay quien se obstina en desobedecer a su dictado interno, y confunde la vocación con la predisposición o la aptitud. Se nace para ser general, para ser bibliotecario, hasta para ser académico, para ser poeta lírico como Julián o doctor en Medicina como tú. —¿Por qué pone siempre el maestro al hablar de mi profesión el mismo acento de ironía? —La Fisiología y la Filosofía —repuso él—, me parecen ciencias tan erróneas como incipientes. Ambas están basadas en cosas inseguras: la similitud colectiva engendradora de leyes generales, cuando todo en el espíritu y hasta en el cuerpo es onduloso y particular. Cada hombre es una excepción de una regla general... que no existe. ¿No hiciste ante mí la observación de que una misma droga produjo en enfermos de igual dolencia efectos opuestos? Pues como las drogas son los dolores, las alegrías... En la Filosofía y en la Medicina, apenas se adelanta fundamentalmente; la charlatanería o el industrialismo cubren el

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tronco añoso de fronda nueva, pero en aquélla estamos aún en las tres cuartas partes de una afirmación, en las múltiples combinaciones de tres o cuatro verdades, y en ésta no habéis hecho mucho más que aquel formidable Hipócrates, uno de cuyos aforismos reza: «Lo que no lo cura el agua lo cura el hierro, lo que no lo cura el hierro lo cura el fuego, y lo que no lo cura el fuego no lo cura nada.» Cierto médico joven fue destinado a un pueblo donde el alcalde, uno de esos campesinos a la vez brutos y sagaces, lo recibió con estas palabras. «¿De modo que usted viene aquí para que los que habían de morirse no se mueran?» El galeno dijo que no, y el monterilla volvió a preguntarle: «Entonces, ¿a qué viene usted?» «Para que se mueran con receta», dijo por lo bajo el tonto del pueblo, que era pariente mío... Por mucho tiempo todavía será el hombre lo que ahora es: un reloj del cual se han descubierto y matematizado todas sus piezas, menos la cuerda. Llegamos al Hotel Inglés, donde el pergeño del maestro puso pánico en los camareros, sorpresa amable en algunos comensales y hosca censura en los demás. Al acercarse el maître, Emilio insinuó: — Será bueno un aperitivo antes de almorzar. —Sí, bien. El mozo dijo: —¿Qué aperitivo quieren los señores? —A mí un vermouth. —¿Y a usted? —Otro vermouth. — Otro. —Tráigame también otro vermouth —terminó el maestro. Y dirigiéndose a nosotros: —He observado que en ningún sitio arrastran tanto las opiniones como en los cafés. Si yo fuese estadista, propondría arreglar las más graves cuestiones en torno de mesas provistas con esmero, casi con gula. Tengo seguridad del éxito de mi sistema. ¡Cuán cierto es que todas las cosas se repiten, que a través de los siglos sólo unos pocos hechos se suceden, transformándose, disfrazándose! Aquel almuerzo recordó de manera profana y minúscula la cena que los versículos bíblicos y el pincel del milagroso florentino perpetuasen. Como en aquélla, el maestro tuvo el presentimiento de que sería negado, y como entonces los apóstoles, insistimos en que su amor perduraría en nuestros espíritus, más fuerte que contingencias, adversidades y coacciones. Emilio, el primero que había de olvidarlo, el que lo había negado ya, le prometió, sin acordarse de la fuga ignominiosa por la que tan poco tiempo tuvimos Julián y yo derecho a condenarle: —Le juro, maestro, que la fortuna o el fracaso pasarán por mí, en tanto vuestro amor permanece; será tan duradero como mi cuerpo, y sólo así porque es ésta la única eternidad que nos está permitido ofrecer.

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Con solemnidad burlona dijo él: —Ofrecer, se puede ofrecer todo. Pero cualquier alarde de eternidad hecho por nosotros tiene el valor de una candidez o de un sarcasmo. La vida es corta y, sin embargo, nos da tiempo para olvidar lo más grande y lo más triste de ella: la pérdida de una madre y la de un hijo; nuestros afectos son tan frágiles como nuestra memoria. Nuestra fortuna consiste en olvidarlo todo; de ahí que algunos, sin tener en cuenta el inmediato fin, se decidan a intentar algo. No es abnegación, sino utilísimo caso de amnesia. —Tiene razón, maestro. Herr Heine dijo que el hombre es un animal de costumbre. —Lo sería si se hubiese habituado a la sola verdad tan inmutable como el movimiento de los astros: La Muerte. El hálito humeante del consommé disipó las tenebrosas filosofías. El maestro, en cuanto probaba las bebidas alcohólicas, doblegábase al peso de las ideas que, bajando de su cerebro hasta sus labios, fluían de ellos con gracia atropellada. Igual le sugería una observación la salsa verde del pescado, que un inglés hierático y ceremonioso ante su vaso de cerveza, que un foco eléctrico que, de pronto, con sonoro temblor, hacía triunfar de la luz del día su luz rica de tonos blancos, violetas y amarillos. Su ingenio era como el pedernal, del que cualquier cuerpo duro saca chispas. En el cristal esmerilado de la ventana se dibujó, fugaz, una figura de mujer. Emilio abrió con ademán presto los postigos para verla alejarse. Era una rubia alta, de elegante porte; marchaba con ese taconeo imperioso, privilegio de las mujeres madrileñas. Julián bromeó con Emilio: —¿Ya comienzas a faltar a tu amor? —Sólo le faltaré con una: soy fiel a mis infidelidades. Como el maestro se acariciara la barba en aquel su ademán peculiar que parecía hecho para contener algo deseoso de escaparse, le interrogué: —¿En qué piensa el maestro? ¿Le hizo más efecto la femenina aparición que el vermouth? Él aclaró: —No puedo ver una mujer joven vestida de gris, sin pensar en lo mismo. Es una lejana aventura y sólo falta a la que ha pasado, para completar la evocación, uno de esos boas que prestan a las mujeres un aspecto a la vez delicado y fiero. Aquélla era una mujer singular: su belleza era punzante —ya saben que hay bellezas apacibles y amorfas—; conocerla producía la sensación de una herida; tenía el don del cálculo y la virtud de que cada hombre supusiese en ella las cualidades por él anheladas. Se enternecía leyendo novelas pasionales, lloraba en el teatro cuando las escenas patéticas, y era dura de corazón. Y en ese momento de los postres en que Pantagruel y Caliban se disfrazan de Ariel, y el estómago satisfecho engendra el fenómeno espiritual de la confianza, y envuelve una onda comunicativa la mesa, y rondan a los comensales ganas de

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abrazar, de contar alegrías y dolores y hasta deseos de que sufrieran los vecinos penas para consolarlos y hasta para llorar con ellos, Julián demandó al maestro: —Cuéntenos la historia de la rubia... Le ofrezco no escribir nada con ella. Pero el maestro hacía ondular su barba, negándose, y sonreía. Yo, para estimular su facundia, le hice beber algunos sorbos. —¿Por qué sonríe? —Si el maestro fuese mujer —dijo Emilio—, tendría la sonrisa seductora. —Reír es ser feliz; sonreír equivale a tener conciencia de no serlo. Sin embargo, ahora sonrío de felicidad transitoria. Viéndoos experimento, a la inversa, el goce egoísta de los padres que expolian a sus hijos y no se conforman con infundirles generosamente vida, sino que pretenden inculcarles sus vidas, reducirlos a ser una prolongación... Soy casi feliz al consideraros, como padre, no sólo distintos a lo que soy, sino hasta a aquello que hubiera ansiado ser. Julián, sin oírle, con la insistencia que ponía en sus peticiones la menor cantidad de alcohol, persistía: —Que nos cuente la historia... Yo no renuncio a oírla. Hasta ahora he necesitado recordar el sexo de la señora Eduvigis para no juzgarle misógino. ¡Quién creyera al maestro con aventuras!... Ayúdame, Emilio, a vencer su reserva; nos perdemos quizás una narración salpimentada de perversidad, alguna nueva ceremonia de amor; tal vez la persecución de una núbil que huía con ritmo lascivo y carita de primera comunión; acaso la iniciación de una virgen de formas ambiguas y negro mirar alucinado. El maestro nos oculta su verdadera personalidad; pero yo soñé una noche que él, en la edad panida, fue sátiro de pies caprinos, con frente prolongada por el duplo baldón de los cuernos, y he soñado también que, a través de las evoluciones, ese sátiro transformóse siglos después en el marqués de Sade... Que nos cuente, que nos cuente la historia. Comprendí que no le era grata al maestro la pertinacia de Julián, y quise libertarlo intercediendo con un subterfugio. En la calle, frente a la ventana, un quinteto de ciegos devanaba con angustiosa lentitud un aire feble cuyos calderones y síncopas se ligaban en una opresora sucesión de extenuaciones y resurrecciones. La luz, al refractarse en las copas mediadas de vino, ponía puntos opalescentes, de contornos imprecisos, que saltaban entre los cuadros del mantel, como en un juego. Insinué un tema que, ofreciendo al maestro campo para una extensa disertación, contribuyese a matar el interés o la memoria de Julián, que aun persistía. —¡Lástima que haya el maestro renunciado a relacionarse con su época! —dije—. ¡Las crónicas exquisitas que podría escribir!... Protesto de su odio contra los periódicos. Pero ya el maestro, dócil a mi designio, había comenzado a contradecirme: —La Historia —definía—es una cómoda apelación, un fruto malsano de esta obsesión que corroe a la Humanidad, perennemente ávida de hallar

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explicaciones a las cosas inexplicables. Con frecuencia es escrita por profesores, nuevos frailes medievales, cuyos límites de visión los fijan los estantes de sus bibliotecas. Los historiadores se encuentran demasiado solitarios, harto alejados de la vida para comunicar a sus relatos el calofrío de la emoción; de aquí que casi todas las historias se nos antojen un alarde de memoria cronológica junto a un cúmulo de nombres, de lugares y de personas: un capricho de ingenio sin objeto. Los hombres que forman con sus relaciones los hechos históricos, sólo se muestran a los historiadores en los momentos álgidos de la acción: cuando ejecutan, cuando traman, cuando influyen en las obras de sus coetáneos; pero las vigilias, las lucubraciones, las reformas de carácter, los laberintos espirituales que preceden y suscitan, unas veces como consecuencia y otras como contingencia, los hechos, han de pasar forzosa y lamentablemente inadvertidos. ¿Qué hombre poseyó la mirada ubicua, el juicio omnisapio, para penetrar hechos de tan numerosa complejidad? La pasión es el menor defecto de los historiadores. Apasionarse por un suceso conocido, es humano, y escribir sobre hechos cuyas almas no se conocen, es necio... y humano también. Un hombre dedicado al estudio de otro toda la vida, no llega a las recónditas cavernas que ni el propio ser explora muchas veces. ¡Y presumen ser aptos para juzgar a una multitud que, lejos de ofrecerse al estudio, se esquiva, tratando con ingenua disciplina de ponerse en homogéneas condiciones a las que combatieron o favorecieron el desenvolvimiento de una época! Por este risible procedimiento, un hombre incapaz de ver sacrificar a su cocinera las gallinas, habla con voluptuosidad y encono de las Vísperas Sicilianas o moteja de debilidad a un caudillo por conceder cuartel a su enemigo. Desde Estrabón a Guillermo Perrero, desde Tucídides a Mommsen, todos los historiadores son despreciables. Prefiero a Perrault, y aun lo conceptúo más digno de crédito; su campo de acción, la infancia, es mucho menos mudable que el de los demás historiadores. La Historia, en fin, no pasa de ser un cuento fantástico hecho con nombres verdaderos. El enano compañero de los ciegos músicos nos tendió desde la ventana un platillo, con ademán mendicante. El inglés que almorzaba en la mesa homóloga a la ocupada por nosotros, se acercó con sequedad de autómata, hizo avergonzar con una moneda de plata cuantas había en el platillo, todas de cobre, y luego de colocarse el monóculo, ya ante su mesa, tornó a cobrar su actitud aislada. A las melodías lastimeras sucedió en la calle un bailable que obligaba a mover los pies. Oyendo hablar a Emilia de las escasas condiciones de su prometida para ser fuente de inspiración ni para sobrellevar la compañía de un hombre dedicado a labores intelectuales, el maestro terció: —Emilio, al casarse de esta manera, no hace más que continuar la triste historia de los poetas sin musa: Don Quijote realizó todas sus sublimes locuras por una moza de partido; Laura no supo merecer la glorificación a que Petrarca la elevase, y quizás la esposa de Shakespeare distrajese sus ocios leyendo

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novelas truhanescas. Si se quiere hacer algo y no se posee en sí mismo la dualidad masculina y femenina, precisa a la vida, creadora de la pareja, cifra simbólica de perfección y madre de la simetría, hay que buscar, a semejanza del incomparable caballero, un cuerpo, un pretexto para imaginar una princesa, venero de gracias, flor de belleza, nido de pensamientos gayos, piedra de toque donde contrastar la pureza de los dolores y las alegrías... Emilio, asaltado de un recuerdo repentino, atajó la elocuencia del maestro para consultarle un asunto acerca del cual habíamos todos sus amigos emitido juicios concordes. «Déme un consejo, un buen consejo», le pedía. Y el maestro, nunca mezquino, puso principio a esta brillante peroración que el encuentro de unos bohemios amigos de Emilio vino a truncar: —Porque siento tu ánimo contristado, voy a darte algunos consejos sin exhortarte a que los sigas y advirtiéndote que jamás he logrado hacerlos norma de mi conducta. Sé que contra cada una de las faltas cometidas se han opuesto millones de consejos, y sé que, aun cuando tu confianza en mí te llevase a formular el propósito de renunciar a tu configuración espiritual para adoptar la determinada por los consejos que voy a ofrecerte, tampoco se conseguiría nada; pues los proyectos, en la generalidad de nosotros los hombres latinos, sólo sirven para indicarnos lo que no hemos de realizar. Y a pesar de todo... te aconsejo. ¿Cómo renunciar al placer de ahuecar la voz para trazarte líneas de conducta? ¿Quién puede menguarme la alegría vanidosa de creer que puedo variar la vida de los demás cuando no he logrado rectificar mis propios errores? Tú aun no sabes el placer irónico latente en el hecho de aconsejar; todavía eres joven. Figúrate un hombre que vuelve la espalda a su pasado, adopta un hipócrita gesto austero, y con la misma diestra que llevó a acción tantas equivocaciones, probablemente tantas perversidades, señala un sendero de bien... Se acercaron dos bohemios amigos. Saludos, difamaciones, vulgaridades, envidias transparentes... Mientras hablábamos, el maestro se mantuvo mudo, según su costumbre. De tiempo en tiempo sus labios se juntaban con esfuerzo y un leve carraspeo hacía temblar el caído bigote: era que estrangulaba una opinión.

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VIII

JUBILOSO batí aquella mañana la puerta del maestro. Mis gestiones, conducidas por su experiencia, habían obtenido resultados brillantes, y merced a ellas mi nombre figuraría en las candidaturas republicanas para diputado a Cortes por un distrito cuya situación geográfica apenas conocía. E l maestro participó de mi contento, y luego de ordenar a la señora Eduvigis que moliera café, púsose a comentar el viaje de Julián y Emilio. —Julián me prometió escribir. —Sí, añadirá un encabezamiento y una despedida a cualquiera de las crónicas en que intente descubrir Toledo, y ésa será su carta. Mientras la señora Eduvigis abría —por las páginas 229 y 230— el libro de Salas Barbadillo que acababa yo de hojear, propuse al maestro improvisar allí el almuerzo: uno de aquellos memorables almuerzos donde la señora Eduvigis desplegaba sus magnas aptitudes culinarias presentando por cantidades insignificantes de dinero una lista de platos extensa y sustanciosa. Después se ufanaba de su economía, y al servirnos con sus manos ajadas, irguiendo de orgullo la cabeza, siempre ceñida con un pañuelo flavo, me hacía considerar con temor el poder corrosivo del tiempo, con sólo compararla a un retrato donde palpitaba violentamente juvenil, dejando adivinar una gracia que ella gustaba evocar con exclamaciones, envanecida de la contradicción entre sus ojos azules, claros signos espirituales, y su boca fina, sinuosa y lúbrica. Yo fui ésa —afirmaba; y en su cara marchita, el poder de la evocación ponía aún algo del encanto de los días mejores. El maestro se complacía en ofrecerle ocasión a nuevos elogios. Contemplando el retrato con fijeza, expuso: — No sé qué facciones me recuerdan las de ese retrato; algunas veces, en las noches de insomnio, he tratado de apresar este recuerdo que se me presenta evanescente y tenaz; sé que no sólo me recuerda otra persona, sino hasta una escena, no sé cuál pasaje de mi vida. Hay cosas que nos sugieren otras, como los ojos de un nuevo conocido nos traen a veces la memoria de otros ojos «parecidos» y «distintos» cerrados para siempre. —Si es cierta la ley de atracción, debe usted haber conocido gentes singulares, maestro. Su primo Luciano constituye para mí uno de esos buenos amigos desconocidos de que habla Littré. —La singularidad, al igual de los defectos y de las virtudes, ha de desposeerse de los valores absolutos para valuarla con los otorgados por la concesión, A pesar de esto he conocido a algunas gentes que, siendo para los demás banales o ridículas, merecen que yo las enfile tras el calificativo empleado por ti. Tuve relaciones comerciales con un genovés de rostro semítico, que solía, al emborracharse, decir pensamientos luminosos en frases galanas, más

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sorprendentes teniendo en cuenta la perfección de su ignorancia; yo, por instruirme, le convidaba con frecuencia a beber, hasta que la hija de la tabernera de «La Sangre de Nuestro Señor», donde solíamos vernos, y algunos amigos a quienes las conversaciones elevadas eran ingratas, le retrajeron del vicio para él prolífico aquel hombre, siempre beodo, hubiera sido una cumbre de la inteligencia; pero las mujeres fueron desde el principio del mundo perjudiciales a los iluminados, y la hija de la tabernera, al ir contra el negocio explotado por su madre, continuaba la funesta tradición de su especie. Cuando se emborrachaba con vinos blancos discutía consigo mismo acerca de los sucesos más heterogéneos, mostrando un poder de disociación tan maravilloso, que, a poseerlo invertido, hubiérale trocado en el mayor organizador de la tierra. Recuerdo un discurso suyo que comenzaba así: «Supongamos una esfera obtusa, fluida y subvencionada por el Ayuntamiento...» La hija de la tabernera logró casarse con él, y durante buen golpe de años los perdí de vista; al hallarlos de nuevo, supe que él habíase conservado fiel a la frugalidad, mientras ella se embriagaba casi todos los días, desde uno en que, al tomar para sus padecimientos del estómago aguardiente, supo las excelencias de su sabor y de sus efectos; el marido, menos persuasivo, no logró apartarla del vicio, ni aun hacerle cambiar la bebida casi fulminante por el bíblico zumo de la vid. Y como, por desdicha, el alcohol en lugar de encenderle la inteligencia sumíala en un letargo denso, vivían tristemente. He conocido a seis inventores, todos postergados; he frecuentado en una tertulia pintoresca y pobre, donde la suposición de cualquier vicio aristocrático hubiera sido nula, a dos hermanos que negaban su parentesco para pasar como enlazados por ese otro parentesco que la voluntad y las afinidades sexuales crean. He sido vecino de aquel escultor loco que, creyendo hallar a su amante semejanza con la Venus de Milo, le cercenó de doble mandoble los brazos, para trocar el parecido en exactitud. En Francia fui presentado a un químico autor de dos procedimientos para sustituir ventajosamente con pastillas de escaso volumen todos los alimentos naturales; era enjuto, lánguido, casi traslúcido, y ofrecía la participación de sus fabulosas ganancias a todo el mundo; a mí me confesó su secreto alquimístico después de un almuerzo compuesto de abundante carne y de legumbres. Traté durante largos meses a un moralista insigne, afable, inteligente, justiciero y erudito, sabiendo después que tenía dos hijos abandonados y gozaba con refinamientos lascivos de una perversidad y una complicación o una simplicidad increíbles. En América fui consejero de un general tres veces deportado, dos libre luego de hallarse en capilla, conspirador continuo (excepto cuando ocupó la presidencia de la República), y autor de la única historia de su país. Fui presentado en la Argentina a un crítico insigne (miembro correspondiente de la Academia Española, Palmas Académicas) que hacía incompatible dudar de su genio y creer en su palabra de honor; sostenía correspondencia con todos los escritores ilustres, logrando de ellos la beligerancia por el temor, y la admiración de las

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gentes por el libro que de un momento a otro iba a escribir. Jamás daba opiniones; sonreía al oír las de los otros como ocultando algo, e iba a casi todos los entierros, sin perjuicio de hablar de «esos que acuden, no a dejar rosas sobre las tumbas, sino a adornarse con las que hallen sobre ellas». He visto un peluquero reservado y otro pelado a rape. Conocí al hombre más furiosamente enamorado de la vida: no había estado jamás enfermo, y, una vez que le acometieron fiebres perniciosas, tuvo tal miedo de morirse, que se disparó un tiro bajo la barbilla, que era tan fruncida y prominente que desde la juventud parecía asegurarle la vejez. También viajé con un poseído de triste y poética obsesión: creía que marchando cierta vez por un camino llevando en un cofrecito de oro sus ilusiones, habíale salido al encuentro una vieja llamada Vida y se las había robado todas. Las demás manifestaciones de su inteligencia conservábanse lúcidas: se esforzaba en ser comprensivo y había leído más que un corrector de pruebas anciano. Así que era sabio y escribía muy bien, pero sin ilusión, sin llama, estérilmente, como hacen tantos escritores... —Bien pudo ese amigo vuestro decir con Lamenais que su alma había nacido con una llaga. —También he conocido a un literato sin vanidad y a un procurador honrado. No podréis negarme que soy un hombre original. La señora Eduvigis bullía multiplicándose en torno de la mesa, cuando en la lobreguez del pasillo la campanilla desgranó un racimo sonoro. (Imagen de Julián.) Acudió la dueña —aquí puede atribuirse a esta palabra su doble significado— y poco después oímos agria disputa, reconociendo el maestro la voz meliflua del cartero. Cesaron las voces y la señora Eduvigis apareció radiante: —Como el señor Pelayo se empeña en decir que no sabe nada de letra... No se quería conformar con mi firma. Es una carta certificada. —Una crónica certificada, señora Eduvigis. ¿Ha advertido el doctor la característica de los empleados españoles? Un empleado español estudia la manera legal de no poder hacer las cosas. —No serán mal aperitivo las cartas de nuestros Góngora y Montaigne. —Vamos a leer un extracto de la guía artística, puesto en prosa rítmica recamada de imágenes. La carta de Emilio será, en cambio, árida y escueta como telegrama de potentado. Y a favor del sol, que nos mandaba por la alta ventana sus dardos de optimismo, yo leí aquellas cartas que reconstruyo hoy, más ayudado de dos periódicos que de mi memoria. De la cocina emergía el efluvio confortante y venerable de la sopa, y cada vez que la señora Eduvigis rebullía por la estancia en busca de una cuchara, de una fuente o de cualquier utensilio del que era menesterosa, nuestro apetito nimbaba su cabeza, opaca y gris, con una amplificación radiante, y entre veras y burlas le tributábamos un homenaje igual al que hubiéramos rendido a los modestos dioses antiguos que ejercían potestad

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en útiles pequeñeces domésticas. Antes de disponerse a escuchar la lectura, recapituló el maestro: —Si algún día escribiese mi historia, en ella la reseña de las comidas excedería a la de otras acciones culminantes. Esto me causaría rubor si aquel Rabelais que pasó por la literatura francesa gloriosamente, apestando a canalla, no hubiera hecho decir a Masse Gasster la brutal frase «Y todo por la tripa», que sintetiza los anhelos de la Humanidad, de la misma manera despreciable que un cadalso —la Cruz— reasume todas las excelsitudes de la más populosa religión... Lee; yo no he visitado Toledo y me será menos ingrato subir por primera vez sus famosas cuestas cogido de manos amigas. Y leí despaciosamente, complaciéndome con advertir la espiritada sombra de Maurice Barrés proyectada en las páginas escritas por Julián: «Maestro y amigo queridísimos: Estos doce días en la ciudad del águila bicéfala, erguida, por no envidiar a Roma, sobre siete colinas, han sido pródigos. Toledo es una población única, altiva e inmutable en su altura, mientras el tiempo se desarrolla bajo de ella sin socavar las moles roqueñas que la sustentan. El paisaje adusto de Toledo no tiene semejante; los días de placentero recogimiento supragustados aquí, no pueden hallar émulos: ni los días tórridos de Castilla, cuando el sol perpendicular es una espada, y brilla a su llama la planicie, y corren las gallinas con las alas entreabiertas, y las mujeres, en las habitaciones encaladas, se tienden con un abandono perezoso y voluptuoso; ni los días jacarosos en Sevilla la regocijada, en Córdoba la dramática y sensual, en Granada toda poesía y desiertos jardines umbrosos, en Cádiz la blanca, donde el oro de los vinos fragantes, las risas y las mujeres tienen embriagado el espacio; ni aun los días austeros de Salamanca, de Ávila o de Burgos pueden difuminar el recuerdo de estos días toledanos en que hay, por mayo, una niebla algodonosa hasta mediada la mañana —días dormilones que parecen resistirse a despertar a la vida tumultuosa—. ¡Oh Toledo, historia pétrea de una raza! Al ascender de la estación por un camino retorcido en el que hay tolvaneras y árboles fustigados por el cierzo, los reyes godos nos acechan desde los lados, mostrando la mutilación espantosa con que el tiempo y las irreverencias de los toledanos mancillaron las piedras que los perpetúan. Un castillo casi derruido domina a nuestra izquierda un monte; el puente de Alcántara llora por sus ojos el río aurífero donde templaran ínclitos aceros, en la época del emporio, mi ilustre homónimo Julián Rey, Domingo el Tixerero y Alonso de Sahagún; y arriba —hierro y piedras—. Toledo apiña sus construcciones como los hijos de un pájaro rapaz en nido ingente. No luce el sol; las nubes viajan bajas, buscando las confidencias de las veletas; por el camino divagan viandantes que de tiempo en tiempo se acodan en las murallas para ver la extensión del campo prolongada por un lado hasta muy lejos, imprecisable

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a causa de la niebla; un caballo suelto, galopante, parece que acaba de derribar al Excidio, su jinete desolador. El coche sube, sube. De pronto, un automóvil deja oír su jadear, nos persigue, nos alcanza, nos pasa y se aleja velado por el polvo, como un anacronismo. Un gobierno de girondinos, Toledo, derruiría todas tus nuevas construcciones, tal vez se decidiese a pasar a degüello tus actuales habitantes, y luego de ceñirte para que no te desparrames y te pierdas, restaurando los antiguos muros, tendría por monumento artístico una ciudad íntegra. Han sido estos días de verdadera contrición. Me siento pesaroso de haber nacido en esta época, porque todo aquí habla de un pasado, a la vez que esplendoroso, triste: el paisaje, de accidentada aridez —ni un pastor apacentando su rebaño, ni un trigal dorado y ondulante, ni aroma de flores, ni aroma resinoso de pinos: sólo tierra roja surcada por profundas abras—, atraílla el espíritu forzándole a la melancolía mansa del recuerdo. La cinta del río, al deslizarse solapada, con articulaciones de áspid, por entre las moles de granito, parece tenderle un lazo a la ciudad, que ora sin turbarse por el ruido de los siglos nuevos. Y la numerosa erección de los campanarios, las calles retorcidas, escarpadas, en contradicción con los caracteres rectilíneos de los hombres que las trazaron, todo obliga en Toledo a proyectar el espíritu al través de las centurias, para acercarnos al pasado e imaginar lo presente. Y no nos sorprenderíamos si, al fin de una de estas vías de tortuosa estrechez, viéramos de pronto una dama platicar con un embozado, oyésemos las espadas de dos pendencieros chocar, esquivarse, contenerse, buscando funda húmeda y viva donde hallar reposo a sus cóleras; y si luego de pasar ante la Virgen de los alfileritos o ante el Cristo de la Luz, un malsín nos saliese a exigir lo que no habíamos por voluntad de darle, es seguro que nuestra diestra trazase una banda sobre nuestro pecho, para ir, vanamente, en busca del pomo de la inquieta tizona. Las puertas claveteadas que crujen, los postigos que croan, el patio entrevisto al pasar con zócalo de azulejos y floridos arbustos en tiestos de tierra talavereña dándole frescor, una campana que clamorea en el alto silencio augusto o un mendigo que con voz adolecida, en nombre de las llagas de Jesús, pide junto a una puerta de piedra fertilizada por anónimos escultores, hablan con la misma voz centenaria que hablaron los guerreros yacentes en algunas capillas de la catedral sobre túmulos de piedra donde ilustres cinceles esculpieron sus hazañas, orlándolas con alegorías místicas después. En el Tránsito, por las tardes, mientras Emilio, siendo infiel a sus

infidelidades, queda en el hotel, gusto el placer de reconstruir escenas que sin duda transcurrieron a la puerta de la Sinagoga; y oigo pláticas de judaizantes acriminados por los cristianos, y veo sus miradas zarcas y sus mejillas de térreo color, y les escucho hablar poseídos de la certeza de que «aquél» no fue «el que ha de venir»; y experimento una voluptuosidad dolorosa al abrir los ojos donde una israelita ilusoria y ardiente cual las llamas evocadas

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por sus pupilas negras y madura para el amor como las frutas de agosto para la sed, me sonríe y me incita. Estas correrías me tonifican, amigo y maestro, y mis músculos se fortifican en penosas caminatas desde la puerta de Visagra a la de Cambrón, desde San Juan de los Reyes o Santo Domingo el antiguo hasta Santo Tomé, desde el Alcázar hasta el cementerio viejo, que suma a la melancolía de esas mansiones abandonadas y llenas de huéspedes silenciosos una tristeza singular que constriñe el ánimo: Figuraos cuatro paredes altas, ahondadas de nichos; un color gris, color de calma; una quietud profunda y varios cipreses oscuros y punzantes hendiendo el aire; reposorio de tan lacerante quietud, que hace pensar con envidia en la inmovilidad, en la falta de temor de los que ya están en él... Y luego, recorriendo las murallas, escaladas a trechos por las contorsiones de secos árboles ennegrecidos, desfallecería bajo la angustia del crepúsculo como bajo un dogal, si hacia la puerta del Cambrón la Vega baja no mostrara verduras de oasis y si la cinta del río no se viera de pronto bullidora merced a una represa que la ofrece al símil de una arteria rota; me mustiaría si de tiempo en tiempo la vega, toda florecida, no tuviese, al ondular, femeninas turgencias, y si el viento, agitándola con un susurro suave de sedas, no hiciese subir hasta esta austeridad de piedras legendarias una fragancia turbadora como el aliento de una mujer. Después de desandar el camino y escuchar las misteriosas resonancias de mis pasos en las calles casi siempre solas, voy a visitar un Cristo macilento en su hornacina esclarecida por dos farolillos de aceite y a comer la cena del hotel desesperantemente moderno. ¡Cuánto mejor no haría yo colación en la Venta de

la Sangre, sublimada por la estancia de aquel gran conocedor del mundo que pudo abarcar en los límites casi infinitos de su inteligencia las sublimidades de Don Quijote y las malévolas argucias del jamás bien ponderado Monipodio, señor de latrocinios, germen de socarronerías, padre de engaños y dueño absoluto de lo ajeno! Y entre las sábanas, tras de una pesadilla de paisajes áridos, de reliquias vetustas, de caudillos y clérigos, de cadenas, de estrépito, de incienso y de marasmos votivos, la judía irreal ha venido a mi lecho, bella y bruna, descendiente de Sulamita, y me ha cantado melodiosamente: «—¡Ven a mí, oh amado, que mi belleza es serpentina y vibrante, que mi belleza es delgada y blanca; »ven, que mis brazos son dos tallos de morbidez lechosa y a sus términos florecen lirios de cinco hojas suaves; »ven, que mis caricias caerán sobre tus labios como en tierra sembrada la lluvia, y mis ojos espejarán el cielo, y luego, cuando estén torcidos y blancos de deleite, espejarán lo que hay más luminoso que el cielo: tus ojos; »ven, que mis senos, con la esperanza de que has de venir, están alzados cual aves Cándidas que levantaran sus picos color de sangre, en acecho; »ven, que estoy abrasada de tu recuerdo;

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»ven, que languidezco como una flor; »ven, que de tanto esperar y desear estoy triste, mustiada, loca; »ven y penétrame con tu espíritu y con tu carne, y hazme creer que aquel a quien mis abuelos dieran vinagre y hiel no era impostor; »ven, que ya mis espaldas tocan la tierra y ya están abiertos mis brazos, que toda estoy preparada y engalanada para recibirte; »ven, que el cielo será el dosel de nuestro lecho y nuestro lecho será toda la tierra; »ven, que después de la extenuación danzaré en torno tuyo con algo de frenesí en mis ojos hipnóticos, para reanimarte; »ven y sabrás, asomado a mis ojos cual a dos cisternas, por qué son profundos y por qué siendo húmedos y frescos calcinan; »ven, que te ungiré con el óleo de mis besos y ellos harán calmar el dolor que mis dientes produzcan en tu cuello cuando esté estremecida y seria; «ven, que como mi abuela la reina de Saba hizo por Salomón, yo cruzaría por ir hasta ti arenales ardientes a la corcova de un camello de cuello largo como mi deseo; »ven!...» Y he estrechado los brazos y se ha desvanecido, cruel, para cantarme desde lejos: «¡Ven, oh amado, que mi belleza es delgada y blanca, y reclinado en mí descansarás como las abrasadas caravanas a la sombra de los palmares trémulos y airosos!» Después de estos sueños quedo extenuado, y sólo la actividad de los días logra combatir mi molicie... Hemos presenciado los oficios de Semana Santa. Hemos visto el entierro procesional en esta tarde que no era cinérea. Las tinieblas que oscurecieron a Jerusalem no han descendido; la tarde es caliginosa y el aire acaricia la ciudad con perfumados hálitos de primavera. Las mujeres lucen sus trajes preferidos; en los cabellos y sobre la línea donde se insinúa el doble abultamiento del seno, sangran claveles rojos. Es una policromía movible que fatiga la vista. Al final de la calle del Comercio yérguese milenaria la mole de la Catedral. Todos los semblantes dicen impaciencia. Un rumor recorre la multitud y cien cabezas se esfuerzan para ver sobre las demás; la procesión sale del templo. Y no es la procesión primitiva; no tiene exaltaciones fanáticas ni van ante ella creyentes flagelándose por cuanto sufrió el Nabí Galileo enclavado en la Cruz; es un cortejo ceremonioso, con algo de monotonía burocrática. Los sacerdotes marchan pausadamente, y adviértense muertas en ellos aquellas abnegaciones brutales animadoras de los sicofantes de las pretéritas teogonías. El cuerpo de Cristo es custodiado por los futuros oficiales de nuestro ejército. Los tambores vibran enronquecidos; las armas inclinan hacia la tierra sus cañones; las

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músicas, algo discordes, llenan el aire de un lamento elegiaco. Varias imágenes de escaso mérito oscilan angustiosamente encima de la muchedumbre. Los sacerdotes cantan revestidos de ornamentos áureos; otros, tocados de albi-rizadas sobrepellices, portan cirios lagrimeantes. Se cubre el Cardenal Arzobispo con una casulla, donde destellan con diversos fulgores piedras preciosas; la nota blanca de su cabeza apostolar trae al ánimo emociones dulces, tenues. Por las depresiones de algunas callejas, las santas efigies cabecean cual si fueran a ascender por un nuevo Calvario. En la vía central, la muchedumbre se oprime compacta, los balcones realzan la gallardía de mujeres hermosas; y al pasar el sagrado entierro, sobre el ambiente místico, sobre la humareda del incienso y sobre el clamor de las preces, flota algo profano y sensual. Así se suceden durante el año todas las ceremonias rituales. El misticismo de la antigua Toledo no se exterioriza jamás, quizás se ha extinguido. Sólo los espíritus en gracia podrán hallarlo en los rincones ignotos de los viejos templos. La música sublime de Parsifal o de la misa en re del maestro de Bonn serían grotescos acompañamientos de la procesión toledana. El encanto del

Ciernes Santo, sólo sonaría bien —vendría a ser un complemento lírico— ante las esculturas de Alonso Cano, ante los lienzos de Ribera y ante los estupendos lienzos de Dominico Theotokopulo, el pintor que aprisionó en su pincel todo el genio del misticismo y puso en los tonos de sus pinturas la sombría austeridad de los libros cristianos. Es preciso haber contemplado las pinturas de «El Greco», para comprender el espíritu de aquella raza dividida por dos opuestas tendencias, una extática y otra activa. Este artista dejó al partirse de Candía, su clara isla natal, todos sus atavismos mediterráneos, para hacerse meditativo, torturado, complicado hasta lo incomprensible. Tiene el fanatismo del bermellón; sus figuras se alargan movidas por un ansia de excelsitud; hay en ellas torsiones espirituales, almas y creencias, sublimada carne en sus pinturas de prolija simplicidad, a veces tan veristas como los insuperados verismos del coloso de «Mercurio y Argos»; los ojos miran, inquieren; en los santos hay un algo de admirable inhumanidad, y los caballeros oprimidos por las golillas rígidas y rizadas viven, y estoy seguro de que hablan entre sí cuando los pasos profanadores dejan de oírse. Yo no me quedaría solo ante el Enterramiento

del Conde de Orgaz: allí está la Muerte, bajo la gloría y sobre los caballeros y monjes agrupados con imponente y consciente monotonía en torno del cadáver; hay en la faz exangüe del Conde livideces de descomposición, y hay terror en el rostro del niño que sujeta el cirial, y hay unción en el San Agustín, en cuya casulla la pintura trocóse metal para ser oro; y hay, en la gravedad meditativa que hermana los personajes, ese espanto que no deja de crisparnos al sentir la implacable hoz cortar vidas cerca de nosotros. El «Españoleto» es menos sombrío que el pintor de Candía, porque la sombra del Greco es sombra interna; Alonso Cano, con ser tan místico, no consigue las expresiones fervorosas que él;

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Martínez Montañés no le iguala en unción religiosa. Los apóstoles pueden predicarnos sus evangelios desde esos lienzos resquebrajados ya, en la galería de este Museo; Juan, con su figura de efebo y su fina cabeza soñadora, ostenta su gracia epicena junto a los rudos compañeros de apostolado; y hasta el Misterio de la Encarnación parece comprensible al ver las vírgenes de Theotokopulo. «El Espolio» retrotrae el espíritu hasta identificarlo con las exaltaciones cristianas, y ante él nos parece normal la exaltación de aquellos hombres que oraban antes de comenzar el combate y mataban en nombre de Dios. Y éste es Toledo, tal cual lo ve, o tal cual cree verlo, su discípulo y tu amigo,

Julián.»

La carta de Emilio era breve. Decía así: «En Toledo, maestro y camarada, me aburro. Nada me produce la sensación que esperé recibir. Zocodover es una plaza vulgar; el Alcázar, un caserón mal restaurado; la Catedral, parecida a otras muchas... Hasta la campana la he encontrado pequeña. Y estos vericuetos, estas calles armadas de guijarros y bautizadas con nombres tan cautivadores como «Hombre de Palo», «Sacramento», «Pozo Amargo», etc. —calles en las que una preñada se expone a abortar—, en vez de las rememoraciones, creo que fingidas, que sugieren a Julián, sólo me hacen recordar con nostalgia la calle del Arenal, asfaltada y anchurosa. Mis callos son antiarqueológicos. Se come mal, se duerme mal; no pueden darse cinco pasos sin tropezar con uno de nuestros imbéciles cadetes, que dan más importancia a sus uniformes que a sus estudios, y menos que a sus estudios a los problemas de la patria. Quizás, cuando regrese a ésa, Toledo me produzca, como los cuentos alemanes, para no pasarme sin un símil, tremenda emoción; ahora me hastía y pienso en civilizaciones heterogéneas de las que florecieron en esta capital para hombres incansables. En Toledo he compuesto un soneto a la Gioconda, he tramado un boceto de comedia urdida en el Trianón, y he, para realizar siquiera algo útil, hecho la conquista de una toledana magníficamente bruta, a quien, lo mismo que a mí, se le da un ardite de las bellezas de su ciudad. Ella sabe dónde se venden los mejores corsés, los mejores zapatos; pero ignora el claustro de San Juan de los Reyes, y ni un ardite le importa el misterio heráldico de un escudo que hay en su casa, tallado en piedra. Del artesonado de su habitación ha colgado, deteriorándolo, la jaula de un loro. No sabe quién soy, y su amor me ha hecho estimar mis bigotes y mi musculatura. Creo que, si sospechase que escribo, aminoraría su predilección. Es morena e insaciable. Vende castañas asadas en la esquina de la calle de la Plata. Les doy estos pormenores por si algún día vienen y quieren distraer el tedio de las antigüedades con una criatura deliciosamente antiespiritual.

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Algunas veces, en las horas de calor, vamos a la Catedral, donde domina una humedad grata, y sólo se le ocurre preguntarme el peso de las verjas del coro, y reírse de los capelos de los cardenales fallecidos, que penden —los capelos, ¿eh?— de las naves. También acostumbra deletrear los epitafios sentenciosos grabados en losas y bronces, después de pisarlos con indiferencia y reírse de las inglesas que interrumpen a las devotas con el ruido de sus pasos hombrunos y de su charla gutural. Yo, por no exceder su nivel, la beso en las capillas sin luz y la llevo bajo la gloria plateresca del Transparente para hablarla en el lenguaje «sublime» de Julián y oír como ella me llama chiflado, pues tiene la convicción de que todo aquel a quien ella no entiende está loco. Ayer oí ejecutar en una casa de no sé qué calle el minuetto de la sonata 20 de Beethoven, y, al oírlo, me acordé de la peluca versallesca de mi inminente madre política, y después, bastante después, de mi novia. ¡Ay si esta castañera de aquí fuera rica! La calle del Arenal, la Giocconda de Vinci, las mañanas del Retiro, la corte del Rey Sol y otras cosas así, es cuanto se le ocurre en esta ciudad de piedra, y, lo que es peor, de piedrecillas puntiagudas, a su

Emilio.» Entre sorbos de vino y cucharadas de sopa, hicimos comentarios de las dos misivas. La señora Eduvigis, no comprendiendo que las cartas estuvieran desposeídas de aquellos tópicos venerables en los que los deseos de salud preceden a las gracias dadas a Dios, significó su protesta, atribuyendo al progreso la abolición de fórmulas cuya ranciedad constituye su máximo elogio. La actitud ceñuda del maestro la hizo enmudecer. Por la ventana veíamos los tejados brillar, y, al través del aire límpido, los lejanos edificios acristalados herían la vista con fulgores de oro. L a señora Eduvigis, deseando obtener nuestro beneplácito, dijo: —¡Es una gloria este día de sol! Un pájaro pió en el alero, recorriólo graciosamente a saltitos, y luego, tras un vuelo oblicuo, fue a posarse en uno de los cables del tranvía, desde donde, con giro vertiginoso de tragedia, descendió hasta un bache. ¡Lo triste es así! —Ese pajarito —dijo el maestro—, pasando desde la risa de sus gorjeos al misterio de la muerte, nos ha impresionado más que la carta conceptuosa de Julián. Casi más que su vida rota me duele el blanco plumaje manchado. Ese pájaro ha sido tan desdichado como yo. Un reloj lejano diluyó en la calma pesada del aire tres notas graves y persistentes. Me levanté. —Es mi hora, maestro. Tengo que hablar en un mitin. Debía usted venir a convertirse en ácrata. E l anarquismo es la única doctrina que se aviene con su carácter: un anarquismo metódico e intelectual.

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—Todavía no me conoces, Luis. El anarquismo es inhumano, porque va contra los principios constitutivos de la Humanidad: la diferencia y la tiranía. Abogando por la Justicia tratas de destruir una de las más bellas rosas sentimentales: la piedad, que ha florecido entre las maldades del universo al igual de una azucena en el seno de una prostituta. Es triste pensar que si los hombres anteriores a Augusto hubiesen pensado como tú y luchado por conseguir la reducción a un común tipo de los tiranos y de los opresos, de los felices y de los precitos, Cristo habría venido al mundo nulamente, y en vez de morir en una cruz, hubiese muerto de fiebres gástricas o de una enfermedad cualquiera. Tratando de establecer la Justicia eres injusto con las tradiciones humanas y hasta con los fines de la Humanidad, pues basta una ojeada en torno de nosotros para convencernos de que Dios, el Dios que hizo que los animales para vivir necesitaran devorarse unos a otros, no trató de hacer, como los Sindicatos norteamericanos, una compañía de equitativa mutualidad, sino un gran campo de batalla. Dios, que según el dogma creó el hombre a su imagen —aunque haya fisiólogos obstinados en demostrar que en la edad prehistórica anduvo el hombre a cuatro pies, infligiendo así a Dios una posición poco celestial—, hizo a su criatura a su semejanza, y como Él era divino, los hombres, naturalmente, resultaron inhumanos. Con estos precedentes, ¿aun intentas abogar por la Justicia? Si hubieses dicho que marchabas a explotar la pública candidez en beneficio de tus aspiraciones, no habrías incurrido en falsía y me hubieras ahorrado este discurso. Sintiéndome vencido, desorienté la conversación. —Y , de todos modos, el espectáculo pintoresco de esos ambiciosos disfrazados de redentores, ¿no le atrae algo más que una siesta? —No; prefiero dormir. Estando inconforme con la organización del Mundo, condeno todas las tentativas hechas para alterarla, por infructuosas. A veces lamento que todo esto no valga la pena de encolerizarme. Sería anarquista a mi manera... En fin, voy a dormir, y llámame cuando sin mucho trabajo pueda inflamar el explosivo que haga variar hasta la constitución geológica del globo. —Hasta mañana, maestro. La señora Eduvigis me acompañó para evitar que, batiendo con violencia la puerta contra las jambas, cual era mi costumbre, turbase el silencio en que gustaba tener adormecida hasta entrada la tarde su buhardilla. Antes de despedirme, preguntóme, con pregunta que llevaba implícito un consejo, sin variar la inflexión perennemente sumisa de su voz: —¿Por qué se mete en eso de los anarquistas el señorito? —Descuide, señora Eduvigis; yo soy anarquista de paz. Y luego, en tanto encajaba con sigilo la puerta en su marco, la oí rezongar a manera de corolario del consejo: —¡Con esta gloria de día de sol!

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Al bajar, tropecé con un caballero que subía. En la penumbra pude distinguir que llevaba un camafeo «antiguo» en la corbata.

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IX

ANTES de decidirse a usar de su derecho de sufragio a favor mío, me dijo el maestro: —No hay nada peor que tener muchas razones para no realizar un hecho, porque cada razón es barrera que incita a ser saltada... Para no votar a favor de ninguno tengo tantos motivos... que sólo los que tengo para no votar en favor tuyo exceden en número y en trascendencia. Pero por lo mismo que no debería hacerlo, voy a añadir una unidad a las probabilidades que tienes de ser diputado. Ante la puerta del colegio electoral hubo el maestro de formar en el cordón de electores, entre un tendero graso y un hombre enjuto y blasfemo que sacaba frecuentemente un papel donde tenía escritos los nombres de los candidatos que debía votar. Dos guardias municipales repelían con empujones y denuestos a la multitud, ávida de libertarse del enojoso deber cívico. Al penetrar el maestro, el presidente de la mesa pidióle su nombre, mirándole con una mirada equivalente a un prejuicio de desconfianza. —¿Mi nombre?... Pelayo González... Sí, de este barrio. —Usted ya ha votado. —Hace ocho años que no voto. —Usted ha votado hoy. —No, señor. A no ser que haya sido mi cuerpo astral o algún oficioso, en cuyo caso... —Usted trata de vulnerar las leyes. —Dígame quién ha votado por mí, para darle las gracias. —Usted es un vendido; votó usted mismo. —Es inexacto. —¡Mentira! —Le advierto, señor presidente, que yo no soy uno de esos hombres que se convencen. —Pues han votado por usted y perdió el derecho. ¿Cuál es su candidatura? —No sé. Sólo tenía interés por el doctor Luis R. Aguilar. —¡Ah! ¿Por el doctor Aguilar? Entonces puede emitir su sufragio; el anterior es, sin duda, una suplantación. El maestro depositó en la urna la papeleta que Luis R. Aguilar le entregase, y luego de saludar a los ciudadanos de la mesa con una cortesía ambigua, marchóse a la calle de Valverde a esperar a que Emilio bajara de casa de su novia, para ir juntos en busca de Julián y de Luis y celebrar o lamentar los cuatro el resultado de las elecciones. Luis estaba radiante. Seguro de que su acta de diputado a Cortes era sólida base donde afianzar altos edificios en un futuro próximo, aquella tarde se

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mostró espléndido; y apenas tuvo la certeza de que su elección estaba asegurada, experimentó un invencible deseo de movilidad. Después de arrastrar a Gener por varios círculos políticos y de hacerle probar en distintos establecimientos vasos de café que dejaban apenas comenzados, decidieron bajar a la Bombilla y concluir allí la tarde. Su júbilo de hombre sanguíneo se asfixiaba en la angostura urbana. —Vamos a buscarlos. Seguramente los hallaremos. —¿No quedasteis citados aquí? —No tengo paciencia para esperar... Volveremos, caso de no encontrarlos. En la calle del Desengaño hallaron al maestro absorto ante la vitrina de un ortopédico. Emilio, aprovechando una distracción de su novia, le había hecho, desde el balcón, señas para que se alejara. —¡Hola, maestro!... Ya tiene usted uno de sus discípulos convertido en padre de la patria. —¡Pobre patria!... No es conveniente que Emilio nos vea. Desbaratarle la boda cuatro días antes de realizarse sería una crueldad sólo comparable al beneficio de anulársela cuatro días después de realizada. —Es preciso que baje, maestro —dijo Luis—. Vamos a exhibirnos todos, y así le obligaremos a bajar. Y penetraron en la calle de Valverde. De la Academia de Ciencias salían tres viejos, que se volvieron a mirar el grupo. Dos, que eran desvaídos, contrastaban con la grotesca crasitud del otro. El maestro, al observar sus miradas, juzgólas despectivas y castigó el presunto desdén con esta frase: —¡Pobres viejos! Se cambiarían por nosotros si supieran la sola verdad inasequible a los sabios: que se imponen un sacrificio estéril. Esa mirada es envidia hacia la juventud. Nuestra risa los hiere, como el graznido de los cuervos ofende al que yace herido en un hacinamiento de cadáveres. ¡Pobres ancianos! (Se incluía entre los jóvenes, ¡y tenía cincuenta y nueve años, y sus manos se iban poniendo sarmentosas, y en su estatura había ya la curva de la degresión!) Emilio nos vio, y antes de que pudiera retirarse, Luis R. Aguilar destacóse del grupo para saludar a la prometida del camarada con esta súplica: —Perdóneme, Lucía, pero no se tiene impunemente un testigo de matrimonio diputado; venimos con el insano y a la vez inquebrantable propósito de hurtarle toda la tarde a Emilio. En tanto Emilio se disponía a bajar y Luis, echada hacia atrás la cabeza, hablaba con Lucía merced a su potente voz, Julián musitó en los oídos del maestro estos comentarios que la belleza de la novia del escritor antimetafórico, iluminada por un rayo de sol, le sugiriera: —Desde aquí, Lucía se ofrece en una feliz transfiguración: su rubia cabeza asoleada recuerda el ámbar desleído; su tez, que se creyera traslúcida, tiene un no sé qué de artificial grato. Mire: las pupilas azules, quietas y felinas, armonizan con el viso del vestido y con la greca de encajes que festonea su

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cuello. Parece el trasunto de no sé cuál retrato de Van Dyck. Hasta hoy no me había fijado bien en la elegida de nuestro Emilio. El maestro, siempre terriblemente verídico, opuso: —¡Si ese mago rayo de sol no se extinguiera!... ¡Si Emilio la pudiera ver de continuo a la distancia que ahora la vemos!... Acercarse tiene siempre algo de acabar. Ya reunidos, nos dirigimos hacia la plaza del Callao para ascender a uno de los tranvías que van a la Bombilla. Estuvimos aguardando más de diez minutos. Julián nos distrajo mostrándonos una vez más, distraídamente, como solía hacerlo apenas tenía sobre sí la atención de alguna persona, las pruebas de su primer volumen de versos; y aun sabiendo abolida o embotada por las emociones del día nuestra receptividad poética, nos leyó las composiciones que, bajo el epígrafe «Díptico sacro», constituyen dos de los aciertos del libro (1). (1) He aquí los dos sonetos. Ocupan las páginas 20 y 21 del volumen Del camino de

Damasco, que publicó hace cuatro años el poeta granadino Julián Gener. Los

reproduzco por estar el libro agotado, a pesar de lo abundante de la edición

—40.007 ejemplares (15 en papel de Holanda)—, haciendo un gran esfuerzo de

memoria, pues sólo se los he oído recitar al autor, en distintas tertulias literarias,

treinta o cuarenta veces. En el primero de ellos, gracioso de ritmo y casi humildoso de

eufonía, cual corresponde al Cristo de las florecillas, el poeta, para demostrar cuán

pocos contactos con la realidad necesitan aun para hablar de cosas tangibles o

históricas los portaliras, parece olvidar la más bella página

de la vida del santo: la milagrosa imposición de los estigmas de su maestro. Hubiérale

bastado leer cualquier librito franciscano, el de la señora Pardo Bazán, o el fragante,

etéreo y férvido del poeta Joerguensen. —H. C.

DÍPTICO SACRO

San Francisco de Asís.

Asís: tu corazón era una poma

del gran árbol del bien. Tu corazón

no supo de maldad ni de ambición.

Aroma de pureza fue tu aroma.

Tu existencia ejemplar trazó un sencillo

sendero, florecido de piedad.

Todas tus frases fueron de hermandad:

«¡Hermano lobo, hermano pajarillo!»

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Glorioso querubín, era tu idea

—que antaño oyó la chusma galilea—

unir el mundo con fraternos lazos.

Tal vez sentiste dos nostalgias vagas:

¡Tu cuerpo, la nostalgia de las llagas,

y la nostalgia de la Cruz, tus brazos!

Ignacio de Loyola, gran capitán...

Ignacio de Loyola, gran capitán, tu espada

fue acero de cruzado desde el feliz momento

en que tu cuerpo herido y tu alma atribulada

tuvieron un cristiano, puro florecimiento.

Tu voz áspera y fuerte, para el mando templada,

en tono imperativo formuló el juramento

de fe. La cristiandad cobarde y desangrada

aprendió en ti la fuerza de olvidar el lamento.

Ignacio de Loyola, gran capitán, un día,

tu alma recta cual la planicie castellana

concibió un misticismo guerrero; y todavía,

ciñendo férrea cota bajo la sotana,

mandada por tu espectro, inhumana y cristiana,

¡en la guerra del mundo lucha tu compañía!

Casi no había concluido de pronunciar, acompasando el ritmo con todo el cuerpo, el último verso, cuando el maestro dijo: —Ya se ve que quieres atraerte la protección de los Luises; por ahí se empieza. —Y en seguida, voluble—: Si alguna vez, luego de tener uso de razón, es decir, luego de los treinta y ocho años, me hubiera decidido a bajar la escalera que separa al hombre del hombre-escritor, habría compuesto un libro acerca de los pequeños dolores: un tranvía que se espera con urgencia y no llega; una bujía que se parte acabada de poner en el candelero; un ojal ancho para aprisionar al botón; esa multitud de ínfimas extorsiones horribles. Al ludir las ruedas del tranvía los raíles curvos, chirriaron con larga acritud. Por el paseo de San Vicente, que el viento oreaba con la fragancia del Campo del Moro, descendían las gentes gustosas de respirar el aire embalsamado de la

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Bombilla y de distraer sus ocupaciones con la charla y el baile; ese baile genuino de la chulería madrileña, que tiene brusquedades y donaires de ritmo y en el cual los cuerpos, al girar con espasmódica lentitud, cambian electricidades contrarias; ese baile que, según frase del maestro, tanto ha influido en el desarrollo de los asilos y las casas de maternidad. Desde una de las vueltas del paseo, el paisaje columbrábase explanado abajo, en una amplia extensión. Eran los postreros momentos de la tarde, y algunos cirrus se ensangrentaban como ecos de la gran llamarada roja del sol. Manchas oscuras de arbolado limitaban por un lado el campo, que se alejaba por el otro en vericuetos de tierra gredosa y en parcelas verdecidas. Un silbido agudo asumió por un instante toda la melancolía del crepúsculo; y junto al Manzanares, sinuoso y exiguo, bajo una nubecilla de humo, se divisó un tren acercándose con ilusoria lentitud que tenía algo de femenil. Dentro del tranvía, reacias a la influencia del paisaje, unas modistillas reían con risa fresca la respuesta dada por una chula al requiebro de un galán injerto de señorito y de torero. —Qué hermoso crepúsculo. Mire, maestro, el azul opaco que cobija al querido y terrible Madrid. —Parece algo lejano, de otra vida. —La luz de esa Babel amenaza incendiar el cielo. —Estos crepúsculos de alucinante lentitud son una fórmula de poesía; el gris crepuscular debiera ser el color de los sudarios: el crepúsculo es ya un inmenso sudario que amortaja muchas ilusiones. —He ahí —dijo el maestro— la diferencia de apreciación: Luis afirma que es hermoso, y tú, que es angustioso. Luis, afortunadamente, ve el crepúsculo a través del prisma irisado de un acta. Al bajar del tranvía, luego de un corto paseo y ya frente al clásico merendero de Juan, un encuentro con el escritor Joaquín Dicenta, a quien acompañaba un hombre de edad indefinible, movilidad andrógina y rostro inteligente y rasurado, brindó ocasión para que el maestro, que a pesar de odiar los periódicos había visto representar algunos dramas y escuchado de nuestros labios varias crónicas del fuerte autor de Juan José, emitiese opiniones concretas sobre literatura. —En la producción contemporánea —juzgó— hay tipos que tengo desde hace algún tiempo enjuiciados. Galdós, a cuyo espíritu amplio y profundísimo se aúnan gran potencia imaginativa y observadora y nobles anhelos de justicia, le ha perjudicado algo no sé si su espíritu mercantil o su necesidad de ser excesivamente prolífico. Ahí están sus ciento cincuenta, sus ciento ochenta volúmenes; y vuestros hijos, temerosos ante esa formidable producción, hallarán más cómodo declararlo genio, que leerlo... Sin embargo, es el más insigne historiador que ha tenido España; grande como Balzac, grande

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en El Abuelo, como Shakespeare... Ese infeliz dipsómano a quien saludasteis padece un sarampión socialista, y tiene una perjudicial facilidad y vigoroso temperamento; sólo ha escrito una crónica, un cuento y un drama, fuerte y sincero, eso sí, y en este eje ha hecho girar los cangilones de su noria, que trasiegan un agua turbia, deletérea a ratos. El muchacho que ahora va con él —le llamo muchacho por la novedad de su nombradía, no por sus años—, tiene la virtud de resucitar escenas arcaicas que aliña con un personalismo melancólico; su talento es cortito, femenino; cree que el mundo acaba en Carabanchel Alto y que todo se reduce a menudos problemas sensuales... De todos modos, además de la monotonía resultante de una manera tan particular, es preferible a ese seudo-clasicismo del gárrulo Ricardo León, que escribe con frases hechas acerca de todos los lugares comunes del patriotismo y el tradicionalismo, y al prescindir del ambiente verídico de su época, quita al Arte su virtud fundamental: la sociabilidad, tan cara al filósofo poeta José María Guyau. Su aspecto, mitad de prelado, mitad de chulo; su monóculo, que añade un acento a su fama de epiceno, y su presunción aristocrática contrastando con sus preferencias plebeyas, me hicieron gracia siempre. —¿Y Blasco Ibáñez?—interrogó Luis, dispuesto a hacerle hablar. —Blasco Ibáñez, maese Blasco, es un buen industrial de las letras: escribe novelas a destajo para un núcleo de lectores cuyos paladares groseros saborean con delectación sus farsas melodramáticas y acráticas y las observaciones superficiales hechas de cualquier región, por aisladas que sean sus costumbres, en escasos días. En otra época habría sido condotiero, pirata, buscador de oro. Es artista porque es levantino y fija bien lo que lleva en la retina y en la sangre: notas violentas de color, exuberancias pasionales. Blasco se salvará del purgatorio artístico, por La Barraca. Su talento es recio, superficial, y su ignorancia, enciclopédica. —¿Y Palacio Valdés? —Un novelador muy amable, muy ameno, muy burgués, gran arquitecto de novelas; un gran escritor para matar el tiempo... que a la larga nos mata. Nada más. —¿Y Felipe Trigo? —Su gloria, bien pagada, no la estimo en un duro. Copia una realidad grosera entreverada de disquisiciones literario-fisiológicas, y escribe con una sintaxis arbitraria. Temperamento de novelista, tiene; pero si no perdonamos a un carpintero que ignore la resistencia de las maderas y la aplicación de los utensilios, ¿cómo hemos de perdonar a un escritor que no conozca su idioma? Cada arte tiene una parte de oficio, y hay que poseerla... ¿Pretenderá alguien que la claridad hubiera mermado fuerza a sus novelas? No, no y no... Al leerlo adiviné su aspecto desmedrado, su vesania erótica propia de un hombre poco saludable, y adiviné que su sensualidad era la sensualidad correspondiente a

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una alimentación de segunda clase. Lo que no adiviné es que había sido médico militar. —¿Y Benavente? —El diablesco autor es lo más completo del patio. A ése le falta la fuerza, la virilidad recóndita de los otros; pero tiene, como ninguno, ingenio y sabiduría de su arte. Posee diversas personalidades: sainetero, comediógrafo, dramaturgo, conversador ático... Como su contextura moral y hasta física le impide blandir la maza, esgrime una ironía malévola, rápida, que unas veces se muestra escéptica y otras se pone careta de reivindicadora. Jacinto Benavente, con sus manos gelatinosas, su cuerpo mezquino animado por simia intranquilidad, su espíritu comprensivo y burlón y tolerante, su cara de Mefistófeles de bazar y su fama hecha a costa de verdades y de mentiras monstruosas, es el escritor más concorde con la España de hoy (1). Luego habló de Unamuno, malabarista de ideas y paradojas y verdadero poeta, según el maestro; de Azorín, cuyo estilo sutil se moldea más a los comentarios de libros que a los hechos vivos; de Baroja, contra quien sólo dijo que por ser casto y seco era demasiado intelectual. Julián, que, como buen iconoclasta, se sorprendía de oír decir lo que él había dicho muchas veces, fulminó: —Esos son criterios aventurados, criterios erróneos. El maestro, con la contumacia de no leer periódicos, renuncia a la orientación que marcan los críticos, renuncia a orear su talento, muy grande, sí, pero con moho. Yo opino de distinta manera acerca de todos esos «compañeros». —Has dicho erróneos y acaso tengas razón; pero has obrado mal al decirlo. Los hombres tienen la obsesión estúpida de dar un nombre capcioso a toda diferencia; para ellos, ser distinto a ellos es ser inferior. —¿Por qué no lee periódicos o, al menos, revistas, maestro? ¿Cuál es su resentimiento contra el cuarto poder de la civilización contemporánea? (1) Me siento impulsado a declarar que estas opiniones del señor Pelayo González

están, si no distantes, separadas de las mías, en cuanto respecta a Blasco Ibáñez, a

Benavente y a Baroja aún más que en las otras aseveraciones. A pesar de la afirmación

del Dr. Aguilar: «El maestro era enemigo de los criterios absolutos», y de la frase del

mismo Pelayo González: «El acaso y el tal vez son las únicas verdades

incontrovertibles», el lector observará, como he observado yo, que apenas si logra velar

con una versatilidad pintoresca lo que denominó Remy de Gourmont Monomanía de

certidumbre. Y aunque en muchos puntos nuestra discrepancia ideológica es flagrante,

en este juicio concreto y a veces cruel acerca de personas a quienes me ligan amistad y

admiración, no me resigno a dejar de estampar, a modo de respetuosa censura, estos

renglones explicativos. —NOTA DE H. C.

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—Ninguno... Mi sistema filosófico se reduce a esto: por todos los caminos se va al mismo fin y todos están asolados de dolor. Hagamos cuanto el relativo libre albedrío nos dicte, y así podremos crearnos el fantasma de una infelicidad menos dura. —Pues yo me alegro de haber nacido, maestro. En estos días de sol y elecciones afortunadas, pienso que Kempis fue un pobre hombre y que el doctor Panglós ha sido el verdadero discreto. —El célebre doctor decía demasiado que era feliz, y eso casi basta para dudarlo. En cuanto a los periódicos, su promiscuidad me ha producido siempre náuseas. Antes, la sola labor de escribir un libro significaba vigilias, voluntad y, siquiera, aptitudes pendolísticas. La imprenta es un invento anti-intelectual, porque ha dado excesivas facilidades para divulgar las idioteces. Junto a la prosa jugosa de la Pardo Bazán, por ejemplo, se hilvanan las necedades de cualquiera de esos ateneístas que sólo logran, tras largos estudios, ser imbéciles en varios idiomas, y que pasan la vida aprendiendo cómo se deben decir las cosas, para luego no tener nada que decir. Un necio cualquiera eructa un artículo, un cajista paciente lo compone, y un público estulto lo devora... Todo el que no puede ser otra cosa es periodista... La Prensa es una institución bárbara. En un cenador, entre las enredaderas tupidas, que dejaban ver los otros quioscos y, más lejos, el patio de baile, tomamos asiento en torno de una mesa, donde, a petición de Luis, colocó un camarero dos botellas de montilla. En la arena del patio, a la luz de los arcos voltaicos, cuyos cercos violetas se fundían en una luminosidad vibrante, proyectaban los cenadores sus siluetas cónicas, y en los claros, entre la sombra de hoja y hoja, brillaban caprichosos arabescos. Ante el oro aromoso del vino, nos habíamos quedado serios, casi mudos. Mientras Julián y Emilio atendían a un altercado que en el vecino cenador sostenían con unos señoritos varias mujeres de garbo chulo y cabelleras químicamente rubias, Luis R. Aguilar observó en los ojos del maestro semejanza con esas aguas estancadas que tienen una verdosidad limosa y reflejan con oscilantes resplandores de cirios las luces. El maestro parecía triste, ¡triste él! ¿Por qué advirtió Luis R. Aguilar aquella tristeza que habíamos de justificar más tarde? Una arruga vertical hendía la frente del maestro cual surco de presentimientos o de temores. Él, siempre inmutable, estaba desasosegado, nervioso, y aquella intranquilidad preocupaba a Luis. Luego de un silencio, emitió el maestro una idea que se nos antojó inesperada y absurda, porque el trabajo constante de su cerebro, invisible para nosotros, hacía parecer dislocación o extravagancia lo que sólo eran dos términos de una serie de ideas cuyos eslabonamientos intermedios permanecían ocultos. ¿Qué caminos habíanle conducido hasta esta premisa, musitada en voz delatora de la concentración de su espíritu: «El suicidio es una impaciencia que no se resigna a aguardar un instante...»? Hasta nosotros llegaban rotas charlas de borrachos,

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procacidades, falsas risas, piropos, y la música del organillo que un chulo de chaquetilla corta y pantalón abotinado manejaba con seriedad doctoral, cual si dar vueltas al organillo constituyese la realización de un rito; a través de los vanos de hojarasca veíamos girar las parejas, enlazadas con caliginosa presión, y eran hombres bien vestidos y mujeres de labios escarlata, cuerpos juncales y hondas ojeras. De un reservado salió una hembra de pujante hermosura, y con indolencia desdeñosa se dejó ceñir por su acompañante; sus manos enjoyadas resplandecían, y en los lóbulos de las orejas los aretes estiliformes constituían un alarde de lujo. Todas las miradas puestas en ella equivalían a una violación, y ella bailaba despaciosamente, imprimiendo un libidinoso vaivén a las caderas, estremeciéndose a cada requiebro dicho por lo bajo, sabiéndose desnudada por todos los deseos... El maestro pensaba, y sin conocer sus pensamientos, sé que detonaban en aquel ambiente de vida artificiosa, de energías exacerbadas, de viciosa molicie de donde toda especulación ideológica parecía excluida. Las notas del organillo flotaban en el aire espeso como si fueran también algo material. —En este momento —dijo de pronto Emilio—, me sucede algo que en dos o tres ocasiones me ha pasado ya: todas las particularidades de esta escena —la luz, las actitudes, la hora, las voces oídas en derredor— me recuerdan otra escena, no sé si real o mentida, si remota si próxima, si de una vida anterior... No sé... Hay alucinaciones que, abriéndonos fugazmente una ventana hacia lo infinito desconocido, nos sirven para comprender cuán lejos estamos de saber de dónde venimos y hasta dónde llega nuestra alma. —Yo, en mi pasada encarnación —repuso riendo Luis—, debí ser hombre célebre: sólo la experiencia otorga esa repugnancia que siento a sufrir la fiscalización ejercida por la multitud en los hombres entronizados. Cada mirada que sorprendo me llena de ira. —¿Quién nos mira ahora? —preguntó con viveza Julián, rectificándose el lazo de la corbata. El maestro dijo: —Pues en mi anterior avatar fui, sin duda, asno, cerdo o cualquier animal víctima de flagelo y persecución. De este modo justifico mi aversión a los hombres. Mi inferioridad radica en la superioridad de mi memoria. No olvido que los hombres para quienes había de trabajar son ingratos, y no tengo el suficiente egoísmo, la beneficiosa egolatría, de trabajar exclusivamente en mi provecho. Ante la preocupación de averiguar la finalidad de la vida, de cumplir la misión para que hayamos sido creados, hay que anteponer la certeza de que la vida es un problema, de que el plazo otorgado para resolverlo es exiguo, y de que la inminencia del tiempo no ha de consentirnos rehacer las operaciones equivocadas. El éxito depende de la calidad del primer impulso. Se parte hacia el triunfo o hacia el fracaso derechamente; lo esencial es no anquilosarse en la inercia.

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El vino emanaba un hálito conturbador. Afuera, las voces se fundían en un murmullo del que, de tiempo en tiempo, se singularizaban gritos agrios. Un joven se acercó a nuestro cenador buscando a alguien, y luego de barbotar una disculpa, alejóse tambaleándose a continuar sus pesquisas. Habíase disipado la neblina polvorosa alzada por los bailadores, y en el patio, ya poco concurrido, sólo quedaban cocotas de alto rango y hombres de casi provecta edad en torno de mesas dispuestas para la cena. El aire era encalmado y ardiente. Las mujeres se desabrochaban los cuellos para respirar con holgura, dejando que las miradas de los hombres penetrasen hasta el livor mórbido de los senos en una embriaguez de lujuria y de vino. Ante nosotros cruzaron un muchacho enteco con un estigma de agotamiento en su tórax hundido y en su rostro exangüe, apoyado en el brazo de una mujer, en cuya cara, como atributo de un fuego amoroso insaciablemente egoísta, fulguraban las pupilas bravas y la boca carnosa de vampiresa. Así pasan muchos dramas por el mundo: mudos, cual la pareja de la hembra absorbente y del tísico, cual aquel viejo que hablaba con palabras reflexivas, oponiéndolas a los gritos ya inarticulados de la bestialidad congregada allí, y a quien nosotros echamos en cara el estar triste precisamente la noche elegida por nosotros para divertirnos. Ya sólo el cenador ocupado por nosotros lucía alumbrado. Afuera, el estrépito a veces cristalino, a veces metálico, de una mesa servida; y de tarde en tarde, una pieza musical tocada con desdeñosa parsimonia en el organillo. Por desentumecer los miembros salimos, dejando al maestro en un éxtasis contemplativo, llegando hasta el otro patio a mirar a los que cenaban, quienes, con esa sociabilidad excesiva que comunica el vino, comenzaron por obsequiarnos con sendas copas de champaña, instándonos luego para que nos sentásemos a comer. Julián, por disculparnos, dijo: —Hemos venido con un compañero; está en el cenador. Y un grito unánime, coreado por risas femeninas, aulló: —¡¡Que venga..., que venga..., que lo traigan!! Al aparecer el maestro, su pergeño estrafalario fue acogido con tumultuoso regocijo. Todos reclamaban su vecindad, y al fin, dos buenas mozas, instigadas por la turba, le hicieron sitio entre ambas, mientras nosotros, menos afortunados, nos sentamos distantes. Fue una de esas comidas largas en las que se bebe más que se come y en las que se habla casi tanto como se bebe. La seriedad del maestro era venero continuo de risa; de tiempo en tiempo le veíamos al otro extremo de la mesa, serio, gracioso y anormal, como un anacronismo vivo entre las dos hembras magníficas y bestiales. El perfume de los polvos y de las esencias se unía al olor a carnes jóvenes día caluroso y a la fragancia de los vinos. Conversaciones diversas se cruzaban por sobre los manjares, y poco a poco, al igual que derivan hacia el Norte las agujas imantadas, las frases se fueron encauzando en una sola senda, la más trillada, la que sin resultado definitivo

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holló la planta multimilenaria de la humanidad: hablóse de amor; y en aquellos hombres despreocupados, el conjuro de esta idea hizo cristalizar escepticismos y dudas, y en aquellas mujeres fáciles, la idea del amor hizo florecer opiniones románticas. Pensaba yo en la gustosa disertación que nos hubiera brindado el maestro a estar solos y en la casualidad que, al unirnos con nuestros anfitriones apenas conocidos, nos hacía permanecer incógnitos —sobre todo a él—, cuando, con telepática intuición, una de las buenas mozas, poniendo en la figura derrotada del maestro la maligna fosforescencia de sus ojos, solicitó: —A ver qué piensa este buen señor del querer. Emilio me miró y pude ver que Julián miraba a Emilio: los tres sufríamos el temor de que el maestro se aventurara en una divagación filosófica, capaz de excitar las burlas y aun los desmanes de nuestros huéspedes; pero él, dándonos una vez más testimonio de la abundancia de su ciencia, dúctil hasta hacerse jovial para los alocados de júbilo, y triste para los alocados de meditación, satisfizo con esta frase humorística y profunda la incredulidad de los hombres, sin duda teniendo en cuenta que la condición vengativa e irascible de éstos es más activa que la de las mujeres. —Los hombres modernos no protegen el desenvolvimiento del Comercio en toda la posible amplitud: si resucitaran la costumbre arábiga de colgar de la ventana los pantalones de la esposa a la mañana siguiente a la noche nupcial, las tinturas adquirirían más altos precios. Algunos rieron; luego rieron todos; hubiéranse reído con igual deleite a decir el maestro una frase tétrica, porque estaban decididos a divertirse. De pronto una voz sugirió: —¡Vamos a tomar el café a Los Viveros! Y en torbellino se partieron todos, dejándonos solos en el gran patio. Una carcajada de nosotros tres fue comento al extraordinario convite y a la extraordinaria despedida. Ya era de noche, una noche diáfana. Emilio propuso regresar en una mañuela o en tranvía; pero Luis y Julián alegaron que, no teniendo premura de tiempo, no debíamos renunciar a la vuelta a pie, en caminata pausada, bajo el cielo limpio de nubes, gozando de la clara noche transparente. El maestro, con su ingénita benevolencia, ce sumó al parecer predominante. —Hoy se inicia una nueva vida. —Nuestras fortunas avanzan con tan rara unanimidad, que tu acta, mi boda, y la mayoría de edad de Julián, término de la férula administrativa de su padre, se han resuelto en un mismo mes. —Un hada, no sé si bondadosa o maléfica —poetizó Julián—, unió nuestras cunas con lazo sutil de fraternidad. La fama nos prohija y todas las venturas parecen haberse unido para solicitarnos. —Para la vida próspera que comenzáis —dijo él— desearía poder otorgaros cuantos dones eché de menos en la mía, siguiendo con este deseo el ejemplo

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humano de sentir impulsos generosos para prodigar lo no poseído. Anhelo para vosotros entusiasmo, voluntad, oportunismo, astucia, resoluciones rápidas, aspecto de bondad más que bondad, aspecto de inteligencia y un dosificado egoísmo. Haced lo contrario que yo: Combatid la abulia y permaneced verticales en los infortunios; que todos los dardos de la vida os hieran en la frente. —El maestro, con su inexhausta bondad trata de troquelar nuestros caracteres en una quimera de perfección —dijo Luis. —¿No ha dicho hace poco el maestro: «Para mí, conocedor de los hombres, todo lo que no sea ruindad y vanidad es utopía»? —La fatiga de vivir, discípulos, engendra estos negativos entusiasmos. Ya sabéis mi opinión acerca de los consejos, y tal como Polonio, nada parco de frases, aconsejaba a Laertes Give every man your ear, but few your voice [Dad a cada hombre vuestro oído, pero a pocos vuestra voz], os aconsejo: despreciad a los hombres, pero amad a alguno de ellos; no son tan malos como se exhiben... Gran parte de esa maldad es vanidad... Tú, Luis, puedes influir en la formación del arquetipo ideal; trata de ensayar en cuantos pacientes se te inmolen; reduce el apéndice, extirpa los intestinos y las funciones gástricas después; matarás a muchos, pero estarás escudado en la felonía científica de pretender salvar a los demás. Cuando hayas conseguido esto, echaremos en un corral varias parejas para ver si alguno de la cría realiza con la prolijidad de un asiático y la tenacidad de un sajón, todos los proyectos de un latino. ¡Qué gran triunfo para la puericultura y la eugenia! El paseo subía ante nosotros orillado de árboles copudos, entre cuyas ramas era cada foco eléctrico un trasunto lunar. Del gran misterio del campo iluminado por la plata temblorosa de las estrellas venía un murmullo tenue cual cuchicheo lejano; y de tiempo en tiempo el misterio se desgarraba en trémulo ulular, cuando el viento pasaba por sobre los árboles. Era la hora favorita de los juerguistas aburguesados; la gente descendía en dos nutridas venas con ruido de charla. A veces una voz ronca entonaba la violencia de una jota o el lamento de un canto andaluz. De un grupo, a nuestro paso, surgió este pláceme dirigido a Luis: —Buena azquicición para el lupanar del Congrezo. Lo siento por uzté, que habrá de fumigarse a menudo. Era un hombre alto, de barba nazarena que enmarcaba su rostro, donde tenía la demacración tonos de un amarillo muy seco. En la negrura de su corbata dos manos se aliaban en el secreto más trágico que amical de un pacto. Sus ojos ardientes obligaban a pensar en un fraile si se reparaba en la cabeza ascética —¡altiva cabeza que para presumir de Sansón del Arte había paseado por entre la estulticia alarmada una melena merovingia!—, y en un fanático caudillo cuando recaía la atención en el brazo que una hombría lejana y fatal dejara sin

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par. Al oír la voz ceceante, híbrida de tonalidades gallegas y dejos criollos, el maestro dijo: —He ahí un admirable hombre y un notable escritor de quien no hablamos antes. Es grande, es monótono; imprime con su espíritu antiguo el sello de una novedad. En sus obras dominan tres grandes preocupaciones: el amor, la lucha y la muerte. Nunca le he hablado; mas presumo en él un hombre de vida intensa, que escribe por dar escape a su actividad, convencido de que en esta época de la manteca y del progreso las estocadas tienen un final policíaco. Se me antoja que pasa por la vida al igual de sus héroes, todos de un mismo linaje, grande en la fe, grande en la osadía y grande en el crimen. ¡Lástima que sea tan amanerado y que dé excesiva importancia a las cualidades externas de su arte! En un momento, al quedar retrasado, vi, como lo viera en la noche de nuestra presentación, la sombra del maestro pasar a su diestra y adelantarle en una larga prolongación que cortaba oblicuamente la pared. Le vi combado, con la mirada vaga delatora del alma ausente, en aquel ensimismamiento cuya persistencia había tantas veces advertido; y más por el egoísmo de conocer la causa que lo divorciaba de nuestra alegría que por el altruismo de mitigar su preocupación dolorosa, le interrumpí: —Mire, maestro: la estación del Norte. Bajo la gran marquesina de cristales hay no sé qué angustia. Desde aquí la estación parece más lejana y más grande; los voltaicos encienden en los vidrios una gran llamarada violeta... Y para completar el cuadro hay un tren que marcha con su jadear y su aleteo de pañuelos que, esforzándose, parecen decir «hasta luego», temerosos de decir «hasta nunca». —La tristeza de las despedidas es inextinguible —dijo Emilio. —Es verdad —añadió el maestro—. Y nos despedimos en todos los momentos: el apretón de manos cambiado con indiferencia, puede ser solemne. Lo desconocido nos acecha; apenas si poseemos atisbos de verdad, y nuestro destino, siempre incierto, se hace más por nuestra condición voluble. Cada sitio donde se cruza un saludo es una estación de la que se parte para el gran viaje cuyo itinerario no está marcado en ninguna guía. Por un momento, inauditamente, ocupó mi pensamiento la vida de aquel hombre. La imaginé triste; reconstruí todas las desdichas, todos los vilipendios, la tenaz sucesión de choques que le habían hecho dúctil hasta permitirle cambiar por unos mendrugos su talento y aceptar nuestro trato equívoco; recordé en aquel instante sus consejos tan beneficiosos a los tres, sus frases de que estaban llenos mis discursos, los versos de Julián y las prosas de Emilio; y parecióme bien justificada su tristeza, y precié bien el supremo dolor implícito en la hipocresía de mostrarse ante nosotros decidor y jocundo. «¡Quizás su ingenio es una careta de su martirio!», me dije. Es un Pablo de Tharso

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que se viste, para desposeerse de la triunfal aureola del mártir, la túnica de estoico. ¡Cuántas torturas habrán macerado su cuerpo y su alma en esa vida trashumante! Él, que sabe de anhelos de cumbres, ha pasado arrastrándose por la vida, y la vida ha sido para él yermo espinoso. Sin manjares para sus sueños de gula, sin hembras para sus sueños de fauno civilizado y sibarita, sin norte para su ensueño de marchar con rumbo certero hacia la luz, la vida ha matado sus quimeras hasta hacerle volver la inteligencia y las manos rencorosas contra sí mismo y ser bufón de su propia ignominia. ¡Es triste que la vida de los grandes hombres esté urdida con las mismas denigrantes necesidades, con iguales atavismos, con idénticas villanías, que las vidas de los demás! Este es el desquite de los pequeños, y acaso la venganza de Dios contra las soberbias del espíritu. Pero esta compasión sólo duró un momento. Desde un coche me saludaron con afectuoso ademán dos damas, que dejaron en la fragancia de la noche la estela de otra fragancia espiritual y sensual. Y sólo esto bastó para que yo olvidara todo y pensara en mi vida, que, a partir de aquel día, abríase fácil, como ancho y llano camino con rosales a los lados, con rosales al término, bajo un claro azul...

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SÍ, hay hechos que no tienen explicación, hechos formados por una concatenación de pequeñas causas tan fútiles en sí, que a primera mirada parecen insuficientes para sumar un razonamiento plausible. Un hombre dispara un tiro, y al ser interrogado por el juez responde: «Hacía un aire seco; el hombre herido me recordó, por su estrabismo, aquel viejo de mirada alucinante asesinado en un cuento de Poe; anteayer me quemé con un cigarrillo, y el ardor me ha molestado estos días con tenacidad...» Pero esto no demuestra nada; apenas si son balbuceos de culpable que busca, consciente de no hallarlas, atenuantes antes de confesar su delito. Preferible es renunciar a todo hipócrita eufemismo y decir la monstruosidad de una vez: abandonamos al maestro. Le abandonamos de una manera paulatina y unánime, y a esta acción sólo puede aplicársele lo que él, en uno de sus frecuentes momentos superlúcidos, nominó «Lógica de los hechos absurdos». Al principio existió en nosotros, todos los días, el propósito de ir a verlo; existió ese terrible mañana sin falta que va retardando gradualmente la acción hasta alejarla de manera irremediable del momento oportuno. Fue una repetición del atavismo de ingratitud. «¡Estamos —había dicho el maestro— tan maravillosamente conformados para el olvido!...» Todavía ahora, al rememorar aquellos días lejanos en que perpetramos impunes la injusticia de desasistirle cuando más fácil nos habría sido hacerlo, no comprendo cuáles motivos nos impidieron cumplir el deber. ¿Bastaban las obligaciones de un nuevo estado a ocupar todos los días de Emilio con tal plenitud que no pudiese dedicar un instante al maestro? Las tareas literarias y el cuidado de su patrimonio, ¿pudieron eximir a Julián de llenar acerca de Pelayo González sus funciones de discípulo favorecido? En cuanto a mí... Mi vida era más activa, mis ocupaciones se encadenaban desde la mañana a la noche, aherrojándome. ¡Oh las arduas tareas parlamentarias! Las mañanas eran tragadas por el despacho de una correspondencia copiosa; luego, al mediodía, necesitaba acudir a la Maison Doré, donde, aun cuando las gentes juzgan que se va a tomar el cock-tail entre conversaciones someras, ingeniosas y banales, se acude a cambiar impresiones, a revaluar las fuerzas que han de ser después palancas en el hemiciclo del Congreso. Las tardes de sesión, preñadas de confabulaciones en los pasillos, de discursos soporíferos o elocuentes, de censuras, de exposiciones de proyectos abstrusos explanados con tonos monorrítmicos, que caen sobre el tedio de los diputados mientras éstos envían caramelos y miradas conquistadoras a las tribunas, donde les sonríen las damas, no era posible faltar a mi escaño. Se pierde mucho tiempo, se gana mucho tiempo para la patria allí: aquel ambiente sustantivo, inmutable en la mutabilidad de los días, con su luz cruda, que hiere los ocho reflejos de las

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chisteras, la opacidad de las levitas, la osadía multicolor de los chalecos de los jóvenes diputados y la purpúrea gravedad de los cortinajes, tiene algo de imán. Un padre de la patria posee una inagotable lista de gestiones por realizar; tan inagotable, que jamás cuando fina el período de su diputación ha efectuado ninguna. Las tardes, al salir de las sesiones, se hace preciso acompañar al jefe político, sentado a su siniestra en el carruaje, arrastrando el hastío —un hastío que avalora su semejanza a la meditación— por la calle de Alcalá y por las avenidas fragantes de El Retiro y la Castellana. Y todavía, antes de la cena, hay en la Carrera de San Jerónimo, a ser posible en la misma puerta de Lardhy, que comentar en alta voz los sucesos del día: el problema de la reorganización naval, el clasicismo de una bailarina o las invectivas escupidas a la mayoría por un diputado subversivo. Esto sólo bastaría a extenuar al más fuerte si aun las noches no hubiera que compartirlas entre teatros donde se representan piezas insulsas y óperas ancianas, y tertulias en donde las mujeres, vestidas, o casi vestidas, con trajes inventados por una inquisición sexual, fatigan a los hombres con su charla, con sus miradas, con esas cien espuelas del deseo que aniquilan la inteligencia y el reposo. ¿Podía yo sustraerme a esas delicias del aprendizaje político? ¡Y el tiempo transcurre tan rápido!...Tengo la convicción de que, a los primeros días de abandono, a los tres nos animaba un remordimiento, una contrición tan ardiente, que a ratos exigía de nuestra pereza la reparación del agravio. Yo leí más de una vez en los ojos de Julián y de Emilio sendas preguntas acriminativas, y si ellos son observadores, vieron sin duda mis labios fruncirse para articular un cargo que la conciencia de mi culpabilidad obligó a quedar prisionero. Pasado un mes, el maestro se me aparecía cual un gran peligro que pudiera de improviso asaltarme. Llegué a olvidar su magnanimidad, su sapiencia, su benigno influjo en nuestras vidas, y sólo le recordaba a través de mi falta, como algo que podía echarme al rostro una conducta indigna en medio de la calle, inesperadamente, ante cualquiera de mis nuevos amigos, ante el jefe político quizás. Durante algunos meses su recuerdo vino a acidular la felicidad de mi triunfo, ¡y llegué a temer su encuentro como el de un enemigo! ¿Pensaban del mismo modo Emilio y Julián? Otro historiador menos contrito o menos fiel hubiera sustituido estas líneas por algunos puntos suspensivos; tal vez ellos no fueran capaces de esta sinceridad, equivalente a un arrepentimiento verdadero, a esta sinceridad mediante la cual me muestro a la atención de los lectores tal como entonces fui: despiadado, perjuro, protervo, monstruoso... Por otra parte, la vida activa, con sus múltiples atenciones, amortigua todo recuerdo. Cuando la meditación se ve contrarrestada por continuos trabajos, hasta el pensamiento más tenaz cede y concluye por hacerse evanescente, precisándose sólo cuando algún suceso fortuito estimula la memoria. E l maestro acabó por aparecer en mis preocupaciones con intermitencias más espaciadas cada vez. Una tarde, en el Congreso, al intervenir en una polémica

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algo cortés, en la que algunos diputados se complacían en prodigarse calificativos de elogios, me alcé en mi escaño, y casi sin intervención de la voluntad vino a mis labios esta frase, calcada sobre otra de Pelayo González: «Propongo a Su Señoría el ministro de Hacienda un impuesto pingüe y nada gravoso a nuestro país: un impuesto sobre el adjetivo.» Y los señores diputados rieron, rieron las mujeres, que en la tribuna otorgan un aspecto de fiesta a las discusiones parlamentarias, mientras yo, ofendido por el recuerdo inoportuno, permanecí serio. Otra tarde, también durante una sesión, volvió la voz del maestro a hablar en mí: imputaba un diputado septuagenario la acometividad a cierto joven, y yo dije, como él había dicho en una de aquellas lejanas excursiones a la Moncloa: «Son los jóvenes, temerosos del porvenir, los que han de luchar por la perfección de las instituciones, para crearse un mañana de justicia y vivir al amparo de su equidad. ¿Hasta cuándo han de ser únicos reformadores los viejos, que sólo esperan de la vida un entierro de primera clase y cuatro artículos necrológicos?» Y noté que mi propia voz me era extraña... A partir de entonces el recuerdo concreto del maestro entraba en mi memoria de tarde en tarde, mas con dolorosa lucidez sabía distinguir en las producciones de Emilio y de Julián cuanto tenía un vestigio de su influencia; en mí mismo, al hablar, resaltábanme las frases que le eran usuales, y por las calles mis miradas distinguían cuantos ojos hondamente azules, cuantas barbas, cuantas indumentarias tuvieran semejanza con la suya... Pero en el calidoscopio de la vida las imágenes se suceden y se borran: un año es escaso tiempo para muchas cosas, sobre todo si son deberes y sólo la conciencia incita a cumplirlos. En un año, proponiéndose olvidar, se pueden olvidar más cosas que pueden aprenderse en los sesenta que limitan nuestro verdadero existir. El tiempo pasó, pasó. Los diputados vistieron levitas claras; carteles policromos anunciaron la inauguración de los teatros; bauticé el niño de Emilio; los diputados cubrieron con abrigos las levitas austeras; mi ahijado dijo «papá», «mamá», y al fin, con un mohín encantador, «paíno». Y no supe nada del maestro; apenas si de tiempo en tiempo, al pasar, apresurando el paso, de una a otra de las calles anterior y posterior a la casa vigilada por la señora Eduvigis, una tenue inquietud me importunaba, y apenas si éste u otro análogo pensamiento era un paréntesis en mi punible olvido: «¿Hacia dónde habrá encaminado su exilio el mísero gran hombre? ¿Por qué regiones de desolación continúa el éxodo, con su hatillo de desengaños colgado en la cayada que jamás logró tocar tierra firme?» Nunca lo vi, y él no tuvo ni una palabra de extrañeza, ni una súplica, ni una esquela de petición; ni siquiera empleó la estratagema disculpable de hacerse el encontradizo con cualquiera de nosotros tres. Debía tener previstas todas las desgracias... Ahora, después de tantos años, se me ocurre que pudiera ser la suya una figura atormentada que en una noche de diciembre se adosó aceleradamente al hueco de un portal en el momento en que yo pasaba por la acera.

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Y ninguna carta me ha dejado más sorprendido, más anonadado, que aquella en donde la señora Eduvigis, en letra casi inteligible y en estilo de ceremoniosa complicación, me decía: «El señor Pelayo se muere; ¿van los señoritos a venir? Dígale al señorito Emilio y al señorito Julián que vengan. Le escribo a usted, señorito Luis, porque es el de más años.» En la noche fría, desdeñando, merced a un esfuerzo de la voluntad, cuantas diversiones se me brindaban, tomé el abrigo, y acicatado por una paciencia inexplicable, subí a un coche ofreciendo duplicar la propina al cochero si salvaba pronto la larga distancia que separaba mi casa de la del maestro. Mientras rodaba el vehículo, ya con suavidad delatora de calles asfaltadas, ya con brusquedad que indicaba los desiguales adoquines de las vías antiguas, pensaba yo en múltiples cosas, y los pensamientos, sin influencia de mi deseo, iniciábanse y desaparecían para dar lugar a otros disímiles, con tal rapidez, que de pronto, asustado, quise distraerme, y con un dedo me puse a dibujar en la ventanilla, empañada por una pátina acuosa, líneas transparentes. Sentía el choque rítmico de los cascos del jamelgo, las voces excitantes del auriga, y antojábaseme lento el desfile de casas; tan lento, que, sin poder dominar mi impaciencia, hice detener el coche, pagué con largueza al cochero, y por en medio de la calle, para no tropezar con los transeúntes, continué la carrera a pie. Pero al llegar al portal me detuvo una idea pavorosa: ¿Cuál sería la actitud del maestro? ¿Qué reproche le sugerirla nuestro olvido? Un súbito temor invadió mi alma, y hubiese trocado por todas las torturas inquisitoriales la de sentir sobre mí su mirada sañuda o —esto imaginábalo con más terror— su gesto ampliamente comprensivo invitándome a no disculparme, a no mentir. Ante mí la escalera subía retorciéndose. Ya mi pie iba a tocar el primer peldaño, cuando una solución salvadora floreció en mi pensamiento, una solución óptima dos veces, pues retardaba el temido encuentro, debilitando, además, el efecto de los reproches del maestro al hacerlos subdividirse entre dos personas. Y aceleradamente me encaminé a casa de Emilio. Hubiera querido no encontrarle, por tener un pretexto para retardar la visita; pero estaba allí y en seguida accedió a mi ruego. Aunque no anduvimos de prisa, pronto estuvimos en el portal de la casa en que tantas veces habíamos entrado los tres. Al oír nuestros pasos en la escalera, algunas vecinas se asomaron al antepecho del último rellano, comentando nuestra ascensión con un bisbiseo cuyo sentido descubrían las severas miradas. La señora Eduvigis, tocada con el mismo pañuelo amarillento, nos recibió con melancólica alegría: —¡Gracias a Dios, señoritos! —¿Cómo está? —Mal... Ahora entró el doctor; es el de la Casa de Socorro... Ya hace quince días, señoritos... No le digan nada de la carta; el pobre nunca quiso que les avisara. «Mañana, mañana —decía—; tengo la corazonada de que esta tarde

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vienen.» Y siempre así. El largo pasillo olía a enfermedad. Al entrar estuvimos un momento sin verle: el doctor, inclinado hacia el lecho, nos lo tapaba... Fue uno de esos instantes interminables; sentía presa a Emilio en mi mismo temblor; teníamos ardor en el rostro gestábamos calofriados. Al fin se incorporó el facultativo y, de entre las sábanas, una mano de esqueleto tendióse amical, en tanto la voz inolvidable, algo más débil, nos saludó sin acento de sorpresa, como si nuestros saludos cotidianos jamás se hubieran interrumpido: —Hola... Cumplimenta, Luis, a tu colega; siéntate, Emilio. Debe hacer mucho frío, ¿verdad? Mientras Emilio, confuso por la generosa actitud del maestro, se sentaba, yo hice mi presentación al doctor, y éste, ya con menos prisa, me comunicó su diagnóstico y el proceso de la enfermedad: —Primero, fiebres anabáticas, desequilibrios en la pulsación y gran torpeza muscular; luego, postraciones prolongadas, y al fin, el coma diabético con su purulento estallido, en toda la exuberancia de su horror... La pierna derecha es una úlcera. —¿Y se prolongará mucho la enfermedad? ¿Hay alguna esperanza?... Hábleme como a compañero. —No sé. Es un fin imposible de predecir; toda conjetura es aventurada; igual puede ser ahora que mañana; todo depende de la organización defensiva, de la reserva; ¡y eso es tan diverso y elástico!... Lo mismo puede durar un mes... De todos modos, ya es un muerto. Al volver a la habitación, Emilio y el maestro platicaban de cosas banales; el abismo de la separación no había sido traspuesto aún; yo intervine en la plática; pero ésta giraba acerca de cosas tan fútiles, que no logró llegar a ser cordial. Nosotros atendimos al maestro con tal exceso de solicitud —ahora recuerdo estas humanas particularidades—, que creyérasenos deseosos de evitar hasta sus pensamientos de censura, resarciéndole en un solo instante de cuantas atenciones le habíamos tanto tiempo negado. Todo estaba igual, casi igual, y, sin embargo, percibía yo, a pesar de esto, una rara mudanza. La habitación, oscurecida, producíame una ilusión de vastedad; el quinqué había mancillado la blancura del techo con un círculo humoso de contornos fugaces; los muebles ya no nos eran familiares: menos generosos que su dueño, nos repudiaban con crujidos hostiles. El maestro hablaba con fatiga, y el hipo daba a veces a su voz raras modulaciones. Creo que, si hubiera callado, no habríamos podido soportar su silencio... Sin duda él se dio cuenta, y hablaba para tranquilizarnos: —Esta es la definitiva derrota, discípulos. Pero mi muerte no se ofrece en consonancia con mi vida: mi muerte será dulce; muero de exceso de glucosa, ya veis, ¿No es un paradoxal acabamiento para existencia tan amarga?

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—No hable como si su fin fuera perentorio. Su salud no está tan quebrantada, y nos esperan aún días felices. A veces hubo en la conversación espacios silenciosos, y yo entonces supuse llenos aquellos vacíos de su resentimiento. Ahora reconozco que sólo nuestro recelo los originaba y llenaba. Tuvo aquella escena algo muy humillante para Emilio y para mí. Cualquier movimiento del maestro, el menor esguince hecho al choque de un dolor o para sustraerse a la fatiga de una posición prolongada, repercutía en nuestro sobresalto. Toda la noche esperamos los cargos que él no formuló. Nunca volveré a estar tan avergonzado ante nadie ni ante mí mismo. —Se cansa usted de hablar, maestro. Duerma un poco... Ya estamos aquí: ahora toda privación ha terminado. Y en estas palabras sencillas palpitó una conmovedora ternura. La faz del maestro era descamada, y los ojos iluminábanla con tonos azules; al cambiar de actitud, las sábanas moldeaban la ruina del cuerpo. Por cortar la embarazosa pausa, Emilio tornó a decir: —Usted se cree peor de lo que está... Ya verá cómo dentro de unos días puede salir... Duerma ahora. —Bueno, estoy conforme con todo piadoso engaño; en verdad, estoy bien; esto no es nada, mimos quizás. Me dispongo a seguir el consejo: un buen sueño reparador y... En lo que sí tienes razón es que podré salir de aquí pronto... salir de una vez. Fue una escena penosa, muy penosa. Algo atarazó la antigua intimidad. Por más que él lo quiso, no pudimos normalizarnos en todo el tiempo; nuestras posiciones fueron violentas, y toda la noche estuvimos forzados al potro del temor, apercibidos contra algo que no vino, que hubiéramos reconocido, a no arrastrarnos nuestras culpas hasta la injusticia, que no podía venir tratándose de él. Al levantarnos, la señora Eduvigis acudió a nuestro encuentro desde la cocina. —Si les ha dicho algo fuerte, señoritos, perdónenle. ¡Les ha esperado tanto tiempo!... —¡Si no nos ha recriminado nada! —La miseria es horrible... ¡Que nunca sepan los señoritos cómo es la miseria! Entonces giramos en torno la mirada, y el vacío de muchos lugares se nos hizo explicable. En medio de la mesita ya no estaban los dos libros antiguos. La señora Eduvigis adivinó: —¿Los libros? ¿Los portamonedas? Yo misma fui a venderlos, ya hace más de tres meses, cuatro tal vez. Se resistió durante muchos días... Dieron muy poco... ¡Y él que aseguraba que eran tan buenos y que un año antes no los hubiera vendido por nada! Comprendimos cuánto había de lúgubre en aquella renuncia. Era la historia de una quimera obstinándose en no desvanecerse. Nunca supimos el origen de aquellos libros que en su ancianidad trocó en pavés de su delicadeza; jamás

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nos fue revelada la página romántica que constituyeron los dos libros guardados por él más con veneración de enamorado que con frío esteticismo de bibliófilo, y, sin embargo, comprendimos la importancia de su sacrificio. Merecieron ser aquéllos, no libros picarescos, sino libros de la más alta e ideal poesía, libros de Leopardi, de Shelley, de Verlaine o de cualquier ultraterreno utopista. Porque aquellos libros de aventuras graciosamente canallescas tuvieron el honor de ser factores de una acción trascendental de poesía. ¿Qué manos groseras habrán tocado vuestras pastas y mancillado vuestras hojas, ¡oh libros que tantas veces os abristeis —por las páginas 229 y 230— para admitir nuestros ruborosos donativos? —Tome, señora Eduvigis; que no le falte nada. Emilio, por no desmentir su delicadeza de artista, prometió: —Mañana esos libros estarán aquí; se los arrebataremos al explotador Vindel por cualquier precio. Y ella repuso: —Eso es lo de menos... La alegría de volverlos a tener ya no le quita el dolor de haberlos perdido... Pero no dejen de venir mañana. —¡Dejar de venir! ¿Cómo supone eso? Muy temprano nos tiene aquí otra vez. Ya estábamos en la puerta, entre el grupo de vecinas, que había depuesto su hostilidad, y hasta allí llegaba la respiración laboriosa del maestro. Todavía, al bajar la escalera, vimos el busto de la señora Eduvigis combado en el antepecho, y hasta nosotros descendió la insistencia de su recomendación: —Recuerden que él les espera desde temprano. —¡Oh, no desconfíe! ¿Cómo vamos a dejar de venir? Y sentimos latir en nuestra protesta tal sarcasmo, comprendimos tan bien la justeza de su desconfianza, que si alguien hubiera injuriado detrás de nosotros: «¡Ingratos, cínicos!», habríamos vuelto la cabeza. Cumplimos la oferta. Muy temprano fue Emilio a buscarme, y ambos marchamos a casa de Julián. Pero sobre Julián gravitaba una enorme preocupación: tenía que pronunciar una conferencia autocrítica en el Ateneo, y la labor introspectiva le tenía agobiado. —¡Es tan tremendo entrar en el abismo interno!... —dijo disculpándose—. Apenas tengo tiempo para las ineludibles obligaciones... ¡Pensar que ante tantas personas he de hablar de mí, de mí!... Ya comprenderéis que no puedo acompañaros... ¡Ah, pienso ser verídico, sin falsa modestia! Y fue infructuoso exponer, agravándolas, la miseria de un acabamiento solitario tras el estrago de la cruenta enfermedad; fue estéril detallarle el final inmerecido del maestro entre gentes sórdidas. Sólo a título de concesión arrancamos a su espíritu de poeta lírico esta promesa: —Apenas haya salido de las preocupaciones de la conferencia iré a verlo... Es mi última palabra.

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Yo sufrí una honda náusea espiritual y estuve tentado de decirle: «Confiesa, ya que te propones hablar con verdad, tu hedionda ingratitud; confiesa ante ese concurso de señoritas necias, de viejos y de compañeros envidiosos, que no estimas obligatorio asistir al hombre a quien has despojado por un trozo de pan.» Pero como tampoco estaba limpio de culpa, me contuve y nada le dije: Al llegar a casa del maestro, la señora Eduvigis nos notificó alborozada: —Hoy se ha despertado muy contento. Les está desde hace rato esperando. Cuando penetramos en la alcoba le hallamos incorporado en el lecho. En su cara, antes magra, la alegría de vernos ponía sobre la externa flacuencia algo macabro. Por encima de la camiseta, los huesos, apenas cubiertos, avanzaban cortantes; al ceñirse las ropas surgía el relieve de su esqueleto como si ya aspirase a la libertad, y la prominencia del tórax descendía y ascendía continuamente con dificultad angustiosa. Al verle, Emilio y yo lanzamos una exclamación de espanto: —¡Ah maestro!... Sonrió con sonrisa sepulcral, y aparentando creer dimanada nuestra sorpresa de su alegría, dijo: —Sí, hoy estoy gozoso. Desde las cuatro mis ojos se abrieron a la sombra, y luego la luz del día vino, primero opalescente, luego azul, hasta hacerse dorada. He repasado en estas dos horas toda mi vida... Un insecto horrible, de un verde metálico, logró sacarme del ensueño, aturdiéndome con la vibración monocorde de su zumbido, y, sin saber cómo, me hizo pensar en Dios. ¿Habéis observado la extraña contraposición que existe entre las funciones corporales y cerebrales? ¡Horizontalmente inmóvil, pasan por mi pensamiento tantas cosas! Una multitud de sucesos ofrecíanseme con aspectos imprevistos; en cosas de antiguo juzgadas he apreciado más de una faceta inédita: todo era distinto, original. Creo que si hubiera tenido la suerte de pensar en algún intrincado problema, lo hubiese resuelto... ¿Decía que pensé en Dios? Perdonadme esta incoherencia... He notado que Dios ha de resignarse a ser tildado de inconsciente, para no serlo de poseer un sentido artístico impuro o un humorismo cruel. En el humorismo de Dios no hay piedad, sino acerbidad... Durante este tiempo desfilaron por mi imaginación todas las cosas ridículas, todas las deformidades de seres aptos para concebir la belleza, todo cuanto tienen de refinadamente maléfico las leyes humanas, la Física, la Psicología, cuantas ponen gravidad en nuestros cuerpos y ansias de vuelos luminosos en nuestras imaginaciones; he visto los defectos de cuanto se creó en los siete días prolíficos y nefandos. Y he sentido no conformarme a la mísera condición de escritor, para escribir un libro de censura al Todopoderoso. ¡Hay tantos errores subsanables, no ya con un omnímodo poder, sino con una potestad finita!... Todas estas son tonterías, ¿verdad? Pero no me negaréis que tiene cierto mérito proyectarlas desde el lecho de donde no se piensa salir voluntariamente; desde el penúltimo lecho, en el cual todas las

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cobardías merecen comprensión... Luego, pensando en numerosas complicaciones, advertí que todas las supremas verdades son sencillas, y... —Se cansa, maestro; no le conviene en estos días hablar. —¿Y para cuándo he de diferirlo? Es bien desagradable morir precisamente ahora que sólo me falta... la salud... Creo que ya tengo muerto ese pie: no puedo moverlo. —Más que la enfermedad le acaba la aprensión. Le prohíbo todo género de prejuicios y casi todo género de conversaciones. Ea, duerma. Él, perennemente conciliador, repuso: —Es cierto, me gusta demasiado hablar. Hace un momento me preocupaba de lo molesto que estaré después, cuando por fuerza tenga que estar callado... Vamos a ver, ¿no es otro absurdo que no se pueda hablar bajo la tierra del cementerio? Sabía la verdad de su situación, y esto nos hizo más dolorosa la tarea de cuidarle. Recurrimos a un engaño para no confesar la infidelidad de Julián, y él tuvo frases de amor para los tres, interesándose por el proceso literario del poeta y celebrando que se hubiera apartado de todo luciferismo y ansia de excogitar podredumbres engarzadas luego con arte de orfebre, para abrevar su espíritu en una fuente de caridad, de amor a la vida, de sana ansia de bien, de noble anhelo de considerar cosas y sentimientos como si fueran inéditas y acabaran de venir al mundo. ¿A qué obstinarse en parodiar a Baudelaire, a Lautremon y a todos los fríamente perversos?... Y tuvo palabras conmovidas para desear que la falsa contingencia familiar que le dimos como pretexto de su ausencia concluyese pronto, para verle, para que la felicidad de él, unida a la felicidad de nosotros dos, fuera medicina específica contra su dolencia. En ninguna de cuantas coyunturas para articular una pregunta o una alusión surgieron en la plática, él quiso hacerlo, y las supo esquivar con más habilidad que nosotros. Hubiérasele juzgado a él el culpable, a no conocer su infinita benignidad. Desde entonces acudimos todos los días temprano a su casa, y cuando alguna ocupación nos impedía hacerlo, enviábamos emisarios que, dada la regularidad de los servicios madrileños, llegaban a veces con posterioridad a nosotros. El maestro se impacientaba mucho; pero como ni aun en su lecho de tortura supo irritarse, caía en torpe sopor que le acarreaba insomnios nocturnos, durante los cuales entreteníase en suponer los caracteres de los transeúntes por el solo, indicio de los pasos, en mirar fijamente la sombra hasta ver en ella la silueta de cualquier objeto, y en desarrollar, al oír los tañidos de las campanas, sucesiones de acordes entre uno y otro son; también, después de encender la luz, al llegar al máximum de aburrimiento, se infligía el martirio de alterar los contornos de las grietas de la pared, desvirtuándolos hasta ver en ellas ojos ígneos, cráneos acéfalos, caras conocidas, manos amenazadoras o crispadas.

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En algunas ocasiones, cuando experimentaba cansancio y lo exhortábamos a callar, él decía: —Callaré, pero hablad vosotros. —No, maestro; mejor es que dormite un rato. Y él, terco, persistía: —No, habladme, decidme qué vida organizaremos si por casualidad Su Majestad la Muerte se sirve prorrogarme, por un pequeño plazo, nuestra cuenta. Desde hace algunos días tengo miedo a estar solo, porque pienso, pienso, y me mortifica el deseo de realizar en un solo día cuanto no he hecho, cuanto debí hacer en el mundo. Aun sabiéndose herido del golpe certero gustaba en ciertos momentos de engañarse con la esperanza de nueva vida. ¿Y era ése un escéptico, un suicida moral, un hombre condenado por su propio gusto a la muerte civil? Quizás surja esta pregunta en alguno de mis lectores, como surgió entonces en mí. Pero pienso que ese anhelo al florecer en contra de su ser pensante, por exigencia incontrastable del instinto, equivalía al relámpago de ansiedad, de arrepentimiento, que debe pasar por las miradas de los suicidas. Era hermano de esa involuntaria voluntad que haría retroceder el dedo luego de oprimir el gatillo, trocaría ingrávido el cuerpo que se lanza desde una altura, y desearía convertir el tóxico en inofensivo apenas ingerido. El, presintiendo nuestra extrañeza, explicaba así sus deseos: —Me obsede un afán vital. Con la atracción de lo irremediable se me aparece claro y prolijo el espectáculo de mi vida... ¡Caminos que anduviera otra vez quizás para dar los mismos tropezones! Es la ingénita ponzoña del arrepentimiento... La razón es una facultad estúpida: habla siempre tardía, por el gusto de desaprobar aquello que no tuvo fuerza de impedir. —Acuéstese, maestro; tanto charlar lo debilita y aturde. —Pues hablad vosotros... Decidme qué haremos después, cuando esté ya bueno. Y suavemente, orgullosos del poder balsámico de nuestras frases, Emilio y yo desgranábamos en alternativa enumeración planes para un futuro por desgracia imposible: —Apenas concluya esta vida claustral, haré amueblar un cuarto muy limpio, sin libros y sin papeles, en casa. Muchas mañanas iremos a almorzar al café de Platerías; las tardes de sesión usted irá conmigo al Congreso... Reformaremos la indumentaria y haremos creer que es usted un tío materno regresado de Indias. ¿Le parece? —Otras, maestro, yo le llevaré de paseo al Retiro. Nos sentaremos primero frente al estanque, para ver los niños suspensos ante el agua rizada por la brisa e irisada de sol; luego, andando despacio, nos llegaremos hasta la glorieta, en cuyo ambiente sosegado hablaremos del Bien, del Mal, de la Belleza; y Julián no se enfadará como antes si su humorismo encuentra ridiculeces en las vestiduras

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que suele él poner a su musa... Hablaremos estimulados por el hechizo de las dos Dianas blanquecinas y ebúrneas, que compiten apoyadas en los floridos tirsos, sin sospechar que el sátiro de la fuente, preso en el mármol de su pedestal, las desea y mitiga la fiebre de su cabeza bicorne con el agua que resbala hasta aquietarse en la concha al nivel de las caprinas patas, ya verdecidas de humedad. —Unas noches me dictará cosas que publicaremos anónimas, y otras iremos al teatro; ya verá qué bien. —Le nombraré profesor de mi hijo; él le llamará abuelo, y usted, débil a sus caprichos, como Sócrates al capricho femenil, se resignará a ponerse a cuatro pies para recibir su taconeo alocado y espoleador sobre las costillas. —Y comeremos aquí de tiempo en tiempo, en memoria de aquellos días casi miserables. —Saldremos... Pero el maestro se dormía sin dejarnos concluir, y el estertor escapado de sus labios, el agotamiento de sus carnes, decíannos con terrible elocuencia que entre aquellos proyectos de vida y su festividad mediaba el filo de una guadaña. Durante tres días estuvo gravísimo, casi en el lindero de la vida. Todas las mañanas, al subir, nuestros ojos buscaban en los rostros contraídos una respuesta a nuestro temor. En esos días permaneció sumido en largas modorras sin hablar, y el letargo se hacía más denso por las tardes. Al fin, una mañana, la señora Eduvigis nos acogió con esta noticia: —Anoche pasó la noche bien, y esta mañana ya está mucho mejor. Entren. Lo encontramos decidor, alzado el ánimo, y cuando quisimos marcharnos a mediodía, nos pidió con emocionada insistencia que nos quedásemos a almorzar allí. —El muchacho del grabador irá a avisar a tu mujer, Emilio: un amigo siempre es aceptable pretexto. Hoy, Luis, puedes faltar a la sesión; irán a discutir los presupuestos u otra futileza por el estilo, así que... Fue imposible resistir la súplica. Almorzamos animados por sus chanzas, y era tal el poder contagioso de su alegría, que las esperanzas casi mustias volvieron a verdecer. A la señora Eduvigis ya no le fue preciso hacer gala de sus facultades administrativas: había dinero. El maestro se antojó de naranjas, y hubo que ir hasta la calle de Peligros para satisfacerle. Antes de regresar el chico del grabador con ellas, Emilio me dijo: —Mejor es decirle que en este tiempo no se encuentran: el ácido puede hacerle empeorar. Con autoridad de médico, aduje: —Ya nada le hace mal ni bien. ¿Para qué vamos a privarle de ese gusto? Comió con placer, casi con voracidad. En diversas ocasiones tuvo frases dignas de sus mejores tiempos. Hablando de amor definió: «El beso es una cosa antihigiénica y exquisita.»

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Hablando de un escritorzuelo: «Se entiende por señas con los lectores.» Y de un pintamonas: «Sus lienzos tienen mucho mérito, porque pinta de oído.» Y aludiendo a uno de esos intelectuales que, en nombre del ideal, menosprecian la carne hasta negarle los cuidados más elementales de limpieza: «Hace mal, porque el alma se le va a ensuciar como líquido en un frasco sucio. El cuerpo es, por lo menos, vehículo donde pasa el espíritu de la nada a la eternidad.» A medida que avanzó la tarde, su buen humor fue decayendo y los elementos tristes mezcláronse en su conversación hasta prevalecer. No recuerdo con qué motivo dijo: —El proverbio que pretende que comparar es de necios, miente como tantos otros. No tenemos conocimientos absolutos, y todo es relativo en nuestros juicios, que han de surgir de las comparaciones, una comparación cuyo primer término no nos es mucho más conocido que el segundo. Nada sabemos unitariamente, y no podemos aislar los hechos del ambiente para juzgarlos. El fondo, el paisaje, la tradición, comunican su influjo a los objetos de nuestro estudio, y nos engañan. El ansia de pitagorizar nos ha llevado a extraer la raíz cúbica de todas las sublimidades. ¡Despreciable mundo, donde el bien y el mal tienen límites..., y tan estrechos! Y después, triunfando de su incoherencia la persecución de una idea determinada: —En estos instantes un raudal de pensamientos me acomete, y miro hacia detrás y hacia delante para atalayar todos los horizontes posibles. Bien sé que mi inmortalidad no sobrevivirá al rencor de mis acreedores. Como todas las inmortalidades, dependerá de causas heterogéneas a la virtud del inmortal, a quien los vivos van deformando como a aquel cuchillo a quien un anticuario quitó la hoja, otro el mango, y siguió siendo antiguo. El tendero, a quien adeudo cuarenta pesetas, el casero y el boticario, serán los tasadores de mi gloria: tardaré en desaparecer lo que ellos en olvidar. A pesar de esto, mi fama será más fidedigna, pues como he vivido de incógnito, mi recuerdo, circunscrito en diez o doce personas, no podrá ser mixtificado con añadiduras: me recordarán en momentos de ira, con paroxismos coléricos ya inútiles, con mi verdadera personalidad de tramposo. Goethe, Balzac, Cervantes y Milton no pudieron decir otro tanto. —La muerte es para usted una desagradable monomanía, maestro. —La única monomanía justificada... El tendero dirá: «¡Si pudiera resucitar el maldito viejo, para cobrarme a garrotazos!...»; y el boticario: «¡Si siquiera estuviese seguro de haberle matado con las medicinas!...»; y la ropavejera: «¡Si me atreviese a ir al cementerio para quitarle aquel chaquet flamante!...» De este modo, siguiendo la lamentable costumbre de discutir los hechos fallidos,

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perderán, recordándome, su buen humor sin recobrar las riquezas que me llevo a la tumba. Seré justamente evocado; eso me consuela. Le obligamos a callar; pero, pasados pocos instantes, preguntó: —¿Verdad que debiera tener preparada una frase final? Es una impremeditación. ¡Si me quedase tiempo puliría una idea temeraria acerca de cualquier creencia o cualquier prohombre. Tampoco una frase jocosa estaría mal. En caso de que no se me ocurra nada, repetiré lo de oxte y moxte, para que no digan que anticipo el gran silencio con un pequeño silencio inconveniente. Pensando en la conducta de Julián y en las varias veces que el maestro se había dolido de su ausencia, Emilio dijo en tono bajo, preñado de ira: —¡Oh, ese malvado Julián! El maestro, cuyos sentidos habíanse sutilizado, oyó, y detuvo mi aquiescencia a la queja de Emilio con esta frase: —Le habrá sido imposible venir. Tan egoísta es el que no beneficia al prójimo como el que pretende que se venzan dificultades para socorrerlo. Julián vendrá; tengo certeza de que, por lo menos, piensa venir. Comenzaba el crepúsculo, y le invadió el letargo de todas las tardes. Había en el ambiente algo adormecedor: la fragancia primaveral, el murmullo tenue y continuo de la ciudad, la lejana alegría de un organillo que desgranaba polkas, habaneras, chotis, cantos populares. Para contrarrestar aquella onda enervadora nos alzamos y salimos en puntillas de la habitación. La señora Eduvigis quedó en la alcoba mientras nosotros departíamos con las vecinas. De pronto, antes de que nuestro estupor nos permitiera detenerla, la señora Eduvigis salió gritando y echóse en carrera alocada escalera abajo; todos comprendimos, y entramos atropellándonos en la habitación. Ya el maestro estaba inerte, frío; los párpados, entreabiertos, enmarcaban las pupilas vidriosas con una lividez de cloro. Dominando el desconcierto, la mujer del grabador preguntó: —¿Qué hora es? Debemos saber a qué hora ha muerto. Mi reloj marcaba las siete menos cuarto, y el de Emilio, las siete y diez. Era la última ironía de la suerte para con el maestro. Una vecina subió, trayendo casi exánime a la señora Eduvigis: la había encontrado sollozando junto a la puerta del piso principal. El organillo seguía sonando...

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XI

EL estar solos con un cadáver, una emoción conturbadora nos posee siempre. En vano la razón dice a los nervios: «Ese trasunto de hombre o de mujer no es nada; tu miedo es tan falto de fundamento como si lo sintieras al hallarte en una habitación junto a un mueble. Un cadáver, ¿no tiene menos animación que cualquiera de esos objetos que se mezclan a diario con nuestra vida y han de seguir mezclándose en las vidas de cuantos nos sucedan?» Pero inútilmente la razón exhorta a ser lógicos a los nervios... Es casi una voluptuosidad abandonarse a quiméricas imaginaciones. A pesar de la plática de la señora Eduvigis con las vecinas que en la sala contigua amenizan la noche de velorio, se siente el silencio de la habitación. Cuando entra un hálito de brisa, los cirios inclinan unánimes sus largas llamas lanceoladas; las lágrimas de cera resbalan por la superficie, primero, transparentes y rápidas; luego disminuyen su rapidez hasta qué se enturbian y se plasman, formando opacas estalactitas; dos moscas se persiguen sobre el rostro tranquilo del maestro; el humo proyecta en las paredes formas evanescentes; la línea severa del cuerpo es interrumpida a la mitad por una jofaina llena de hielo para evitar la inflamación del abdomen. Y la fantasía y el cariño, sin hacer caso de los consejos del cerebro, obligan a esperar que uno de los brazos se alce, que los párpados se recojan para dejar al descubierto las hondas pupilas azules, y que de la boca cárdena, luego de enrojecer, salga en giro arrebatado una frase, una definición. Para convencer a Emilio de que no debía abandonar a su mujer por acompañar el cuerpo del maestro la postrera noche que le restaba pasar sobre la tierra, me fue preciso utilizar estos argumentos: —Yo no tengo mañana ocupación alguna; a ti la falta de sueño te demacra hasta hacerte imposible convencer a tu mujer de que tu ausencia ha sido aprovechada en cumplir un deber piadoso. El mismo maestro decía frecuentemente: «No se debe hacer un favor si perjudica demasiado.» Convinimos en que mientras yo quedaba allí él efectuaría todos los trámites del entierro. Por la mañana me vendría a relevar, y a las cuatro cumpliríamos el penoso éxodo detrás del cadáver. No tuvimos la inocencia de pensar que Julián difiriese, para compartir con nosotros aquella obligación, su conferencia en el Ateneo. En la noche casi luminosa de abril, los ruidos de la ciudad percibíanse en un murmullo semejante al zumbar de un abejorro gigantesco. Conforme el tiempo avanza, los coches pasan más de tarde en tarde, y son también mayores los intervalos de uno a otro tranvía. Sobre el azul del cielo el disco de la luna ostenta la blancura láctea de un ópalo. Doce campanadas de un reloj se dilatan en el aire perezosamente, contaminadas de la laxitud de la noche, enervante cual mediodía de julio... Acodado en la ventana me abandono al olvido de lugar, y el

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espíritu, sin fijarse en nada, se expande por la diafanidad de la noche, saturada de gérmenes vitales. El tiempo pasa, pasa. Otra campana suena con golpes broncos y turba mi inconsciencia. Al volver la vista, aquella visión de muerte me penetró tan dolorosamente, que jamás recuerdo haber tenido más amplia conciencia de mi amor por todas las cosas de la vida. Ante el féretro, y ante las luces lívidas, y ante las moscas, cuya persecución tenaz vibraba en el silencio, por dentro de mis ojos pasaron todos los colores alegres que habían de apagarse: las carnes color del ámbar, las carnes de color nacarino, los azules del cielo y del mar, los matices de todas las cosas que habían de quedar inertes para siempre o vivas para otros cuando yo no estuviera sobre la tierra... Mi olfato quiso rehuir el olor místico de la cera para rememorar todos los perfumes, y por cada átomo de mi piel cruzó, en un calofrío, el temor del contacto de la tierra húmeda, el temor de algo viscoso y móvil en la quietud compacta de la tierra recién apisonada: el miedo al gusano. El terror de la Muerte me hirió con toda su furia, y por primera vez sentí la desesperación de la impotencia. El júbilo, las ambiciones, las dudas, las noches casi luminosas y perfumadas como aquélla, los días de sol y los días sin sol, ¡concluirían para siempre! Y esta verdad vulgar agitóme con una originalidad pavorosa; me sorprendió como si yo hubiese venido a inaugurar el mundo y nada supiera del acabamiento de todo... En menos de diez minutos sufrí la amenaza de morir por todos los hombres, por todos los días que había marchado por la vida neciamente olvidado del fin inexorable. ¿Cómo en treinta y dos años no pensé nunca en la irremediabilidad de aquello? El maestro dijo una tarde, luego de hablar de cosas alegres: «Es sólo con el nombre de la Muerte con lo que estamos familiarizados.» ¡Y yo escuché con indiferencia, casi con desvío, la gran verdad! Asomado a la ventana, en vano traté de distraer la imaginación. L a ciudad dormida —¡pero viva!—, el aire embalsamado, la silueta taciturna de un perro trashumante, sólo sirvieron de contraste a la idea que me asediaba con creciente saña. Tuve anhelos de prorrumpir en este grito desesperado, sincero y pueril: ¡No quiero, no quiero morirme! Y hube de hacer un esfuerzo de voluntad para sustraerme al pensamiento de la muerte, para advertir que en las pisadas de los transeúntes no había sonoridades augúrales, para comprender que el humo de los cirios no trazaba en el aire cábalas macabras. Era como si todo el libro de Kempis, merced a una terrible alquimia, se hubiera diluido en la noche... Me aproximé a la puerta; la señora Eduvigis y las vecinas encomiaban las dotes del maestro: «Era un hombre muy natural para el aire de persona alta que tenía», decía una. «A veces le traía terrones de azúcar a mi pequeño, y como se los daba sucios del tabaco de sus bolsillos, el muchacho dejó de comerla y se le quitaron las lombrices», añadía la esposa del grabador. Y cada una de las mujeres enumeraba un mérito del desaparecido. Al oír mi voz se estremecieron súbitamente. Para atender mi deseo, hubo la señora Eduvigis de pedir papel,

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pluma y tinta a un vecino. Otra vez solo, me dispuse a triunfar de mi intranquilidad escribiendo algo; pero el recuerdo del maestro me reclamaba imperiosamente. Entonces, con la vista fija en la quietud, ya un poco contraída, de la cara, dediqué mi pensamiento a su juventud apenas conocida, a sus aptitudes contradictorias, a sus ignorancias y a sus sabidurías sorprendentes. Tuve la tristeza de tener que juzgarle por lo que hubiera podido hacer. Admiré la universalidad y la vaguedad de sus conocimientos, y animó mis labios una sonrisa cuando pensé que, no conociendo a veces las obras capitales de una literatura, conocía de manera prolija esas otras que constituyen los repliegues recónditos a los cuales sólo se llega por una perfección casi imposible de cultura o por una imperfección genial, delatora de un espíritu nómada y desordenado. Su curiosidad fue aventurera; amó el saber, pero odió las reglas del saber; buscaba en la Historia la novela; desdeñaba la cronología, y apenas usó otro aparato en sus estudios topográficos que sus piernas de hombre andariego continuamente flagelado por la adversidad. Fue entonces cuando concebí el propósito de escribir este fragmento de biografía que ahora estoy cerca de concluir. La voz de la desconfianza decía en mi interior: «Un hombre como Pelayo González no puede ser un protagonista grato... Apenas si será a manera de cofre vacío que tú llenarás de hechos probables, de hipotéticas virtudes... Su vida es vulgar y estéril... No pienses en explotar su semejanza con Sócrates; el griego habló cuando pocos habían hablado, y las sentencias que, para no dejarlas perder, recogieron sus discípulos, superan en mucho a las de tu protector y protegido. Su inactualidad, su mórbida predisposición a la literatura, patente en la complacencia con que discutía acerca de cuestiones literarias y hombres de letras; la creencia de abominar de esa literatura que constituía su mayor afición; la manera un poco retórica de su espíritu; todo él, en fin, es materia prima, cuyo aprovechamiento no debe exceder en dimensiones a la de una nota o a la de un cuento... ¡Pero un libro!...» Y cuando ya la voz desalentadora iba a convencerme, argüía otra voz: «La obra del novelista —ha dicho un filósofo— no es narrar hechos extraordinarios, sino revelar la importancia de los pequeños... Intenta, así como otros han logrado aprisionar la poesía de las vidas vulgares, rimar el poema de su vida de fracaso sin lucha... Una novela es un espejo que paseamos a lo largo de un camino —escribió Stendhal—. Pasea el espejo de tu sensibilidad a lo largo de la vida del maestro, y quizás obtengas una imagen desvaída y sin gracia para ojos no hechos a mirar en la penumbra; pero frota la luna y acecha después profundamente, que, como en los espejos mágicos, surgirán cosas tenues, palpitantes de vida en la vasta distancia ilusoria que separa el azogue del cristal. Contar la vida de Alejandro es más fácil que narrar la del último soldado de sus legiones. Las flores humildes —el tomillo, la savia, la albahaca—, pueden tener una égloga más sutil que la de las rosas...» Guiado por el estímulo de esta voz,

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quizás la voz de mi deseo, puse comienzo y pondré fin a esta vida de Pelayo González... Si Pelayo González hubiese escrito, sus obras quedarían aromadas de un humorismo sano. No conociendo la intransigencia, ese humorismo, cual brisa blanda y continua que llenara las velas de una nave, impelería la atención del lector a través de sus páginas, sin hacerle temer los escollos de una indignación ni la sirte de una languidez sobre la tersura de su serenidad, consciente de cuanto hay de inútil en la cólera, de lo irremediable de nuestros dolores en la tierra por cuya esfera los males giran en curva sin fin. Su obra equivaldría a una máxima comprensión cristalizada en una sonrisa sin acritud. No siendo solidario de ningún fanatismo, comprendiendo que el sectario no es quien dice la misa, sino quien pretende evitar que se celebre, jamás habría permitido el desequilibrio en la balanza de su criterio, y los platillos de ésta, tan pronto inclinándose a un lado como al otro, serían fuente de deleitable sorpresa para los lectores. Y así, enamorado de los aspectos, pero ignorador resignado de las verdades por los aspectos encubiertas, con el músico rumor de un río en donde las olas sólo sirven para imaginar la tremenda cólera del Océano, y donde los arteros remolinos apenas se acusan en un rizo sobre la superficie, hubieran sido sus libros semejantes a esos perfumes tan tenues que el olfato ha de multiplicar su sutileza para percibirlos. Él jamás se hubiera dejado avasallar por sus ideas; su espíritu, sin rebasarse nunca, habría conseguido pasar fríamente por encima de cuantos conflictos han encendido las grandes pasiones... Es digna de hacerse notar está paradoja: su apogeo intelectual se inicia precisamente cuando él apostata y se aleja de las cosas intelectuales. A pesar de esto, es casi seguro que Pelayo González no haya dicho nada nuevo: es seguro que no hubiera dicho nada nuevo de vivir y trabajar más. ¡Qué importa! Lo ya dicho es tanto, que ante los anaqueles de las bibliotecas muchos se atemorizan y deciden no leer nada, convencidos de la imposibilidad de leerlo todo. Se hace preciso, ya que no renovar, ir repitiendo las cosas olvidadas, ir seleccionando. Algunas han de tener aspecto de novedad. Recordemos al niño a quien le hacían trajes nuevos con los muy viejos de su padre... Y con la pluma vacilante, volviendo de tiempo en tiempo el rostro para mirar la cara del maestro, en cuya frente parecía persistir el pensamiento por una honda arruga vertical, distraje el largo tedio de la noche copiando ideas y palabras suyas: cosas contradictorias, ya serias, ya grotescas, ya banales, tan pronto descreídas como sahumadas de un misticismo recóndito y férvido, opiniones, definiciones, narraciones, retazos de pláticas familiares, que quisiera, para no proporcionar a su errante o transmigrado espíritu el dolor de verse prisionero en las redes de la imprenta moderna, tan odiada por él, ver estampadas en amarillentas vitelas con tipos del viejo estilo Caslon, en uno de aquellos incunables a cuyo margen superior el rojo triunfal de las grandes letras unciales parece resumir o proyectar el cuadrilátero de pequeños caracteres negros... (1).

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(1) El lector interesado en el desenvolvimiento anecdótico del libro, puede saltar las

páginas reproducidas en letra más pequeña. Si al concluir la historia, la paciencia o la

simpatía no se han fatigado, léalas entonces, y de ese modo rendirá un homenaje puro

al espíritu de Pelayo González, interesándose por sus ideas, por sus fantasías, después

de haber presenciado sus zozobras, su olvido y su muerte. —NOTA DE H. C.

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Un poeta es casi siempre un hipócrita o un mercader, y siempre un canalla. Si escribe con sinceridad, si rima sus dolores, luego transige en darlos a la crueldad del público. —¿No es cruel complacerse con la lectura de penas bien narradas para medrar con ellas?— Un poeta es un hombre que finge dolores o que mancilla los verdaderos mercantilizándolos. Los únicos poetas dignos son aquellos de quienes jamás hemos sospechado que llevaban poemas en el alma... Y nada da tan exacta idea de la despreciable Humanidad, como la afirmación de que lo mejor que se puede ser en ella es poeta.

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Desde el tiempo de Plutarco se dice: «La Ley sólo se hace para los débiles»; pero esta frase, expresada así entraña en disfavor de los poderosos una injusticia que conviene desvanecer: La Ley la escriben los grandes, piadosamente, para convencer a los pequeños de la irremediabilidad de su sumisión y hacerles menos dura la tiranía.

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Hace mucho tiempo, una zahorí me vaticinó que sería afortunado. ¡Si tuviéramos en cuenta los desaciertos de los augures!... Formamos nuestros juicios teniendo sólo en la memoria las profecías cumplidas, porque, como sucede con los milagros, nos ciegan con la anormalidad de su brillo. ¡Si erigiéramos más lógicamente nuestros criterios sobre los fracasos!... Estamos tan predispuestos a lo misterioso, que al tender la mano con hipócrita gesto burlón a una agorera, ya palpita en nosotros el ansia de establecer relaciones entre sus palabras y aquello que nos ha sucedido o puede sucedemos aún.

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Según vamos viviendo apreciamos el paisaje de la vida desde puntos de vista más altos cada vez, y nuestros criterios van siendo más amplios. Juzgamos claros problemas los que nos parecieron laberintos, y el pasado se magnifica con la certeza de que no hemos de vivirlo más. Sólo cuando ya estamos en el postrer escalón, las cosas y los hechos se nos muestran serenamente. ¿Cómo han de parecer igual los Alpes al guía que chapotea en sus nieves pensando en el abrigo del valle y al turista que contempla sus moles canas desde la ventana del hotel? ¿Cómo ha de ser lo mismo la huerta para el labriego combado con sudor, con desvelos y con fatigas sobre ella, y para el viajero a quien distrae la nota de su amarillo casi luminoso, de la verde monotonía de la campiña? Porque para gustar todo el hechizo de la vida, como para disfrutar de la belleza de algunos paisajes, es necesario estar algo distanciados de ellos. Ahora, casi ya fuera de la vida, veo la vida como una cosa triste, tranquila y grata.

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El carnaval es una de esas cosas que todo el mundo acata y casi nadie se atrevería a defender. Es inmoral, porque recuerda la ventaja de no responder de nuestros actos. Filosóficamente, un hombre disfrazado es más abyecto que un hombre beodo: el beodo trata de desconocerse a sí mismo; el disfrazado trata de no ser conocido de los demás.

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El sentimiento de los celos nació por la posesión de los objetos de uso doméstico. El hombre tuvo, innato, el amor a las sensualidades, y, antes del primer trabajo, hubo de anhelar el reposo, las sombras gratas, los sueños sobre tierras movedizas, las frutas; y, sin conocerlas, odió las malezas hurañas de la vida. Aunque numerosos eruditos pretenden que la primera disensión entre los hombres fue originada por la posesión de las cosas vivas, hipótesis tal es de refutación fácil; los seres vivos se daban por necesidad de sus propias vidas —la leche rebosaba en las ubres, la lana entorpecía a los corderos, los primeros animales muertos por accidentes ofrecieron las carnes frescas como un medio para evitar la putrefacción, acarreadora de enfermedades—; algunos seres vivos coadyuvaban, al darse, con la voluntad viril , mientras que las cosas inanimadas nada aparentaban saber de su utilidad a los hombres, y aun, a veces, se hurtaban a sus pesquisas con actitudes hostiles, erizando su posesión de dificultades: el mineral, adherido a las tierras; las aguas potables, entre

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rocas de penoso acceso; los frutos frescos, jugosos y nutritivos, entre el encono de las espinas... Los primeros hombres que se reunieron para vivir —mucho antes del dolmen— moraban en grutas rudimentarias abiertas en las estribaciones de una colina. Eran fuertes, peludos, ingenuos. No conocían aún el fuego ni los exclusivismos del amor. Cada uno tenía su gruta, y como todas eran semejantes, vivían en paz. Pero cuando hubieron agotado los frutos de las arboledas cercanas y tuvieron que marchar varias horas para hacer provisiones en los lejanos bosques frutecidos, al regreso les rendía la fatiga y consideraban más feliz a aquel cuya gruta estaba más próxima. Este primer hombre envidiado se llamaba Kagnees. Era industrioso, pero débil: ocurriósele hacer un lecho con pajas secas, mas no tuvo fuerzas para cortar maderas y fabricar una tarima donde colocarlas; y en las épocas lluviosas, la tierra humedecía las pajas tornándolas compactas e insalubres. A pesar de esto era feliz. Una tarde, había caminado muchas leguas y volvía cargado de pomas maduras pensando en el regalo de las pajas mullidas por el calor del estío, cuando al penetrar en su gruta advirtió que otro hombre reposaba sobre su lecho: un hombre fuerte que tenía junto así, en signo de fiereza, una rama de roble. Kagnees tuvo impulsos para lanzarse contra él, deseo de hacerle pagar con un sueño sin límites aquel sueño limitado que le usurpaba; pero considerando la propia debilidad, salióse de la gruta, y mientras andaba errante por entre las viviendas silenciosas, meditaba así para justificar su conducta: «No odio a mi enemigo por haber tomado mi lecho, sino por no haberme advertido que lo tomaba... Cada hombre que tiene medios de vida menos cómodos es un enemigo indudable... Todos los lechos son iguales: si no lo fueran, yo no hallaría ya reposo en otro sitio, y apenas mis espaldas toquen el suelo, mis ojos se cerrarán. ¿Sería, pues, inteligente litigar con exposición de la vida un tesoro para cuya posesión sólo necesito tender mis manos?... La paja se ofrece al primer cuerpo que la solicita... En esto no hay otra parte dolorosa que mi convicción burlada: no es conveniente tener convicciones...» Y pensando de esta manera —tenía el hábito de pensar, por eso no era musculoso—, llegó a suponer el suceso ajeno a su vida, a considerarlo con frialdad. Mientras distraía así su fracaso, aproximósele otro hombre ocupado en unir un pedazo de pedernal a una rama nudosa. Era también hombre recio; la sangre regaba todo su cuerpo y subía tumultuosamente a la cara, enrojeciéndola. —¿Qué haces?—le interrogó Kagnees—. ¿Cómo te empleas en tan ruda labor mientras todos reposan? —El hombre del cabello hirsuto y de la faz felina ha tomado mi gruta; mi gruta es más abrigada; está más cerca del sendero que trepa al monte; no es fétida como la suya; es más nueva; todos los días la cuido, y debo yo solo disfrutarla.

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—Ven si quieres... ¿Para qué reñir?... Hay paja abundante en el llano; hay, por fuerza, dos grutas vacías. —Otro lecho no me seria propicio; la ira de saber que me han engañado ahuyentaría el sueño de mis ojos... ¡Hago esta hacha para matarle! Kagnees se separó de su compañero, y a tientas, en la oscuridad de la noche, buscó inútilmente las grutas vacías. Vencido por el cansancio, acostóse cara al cielo, que estaba negro y estrellado. El frío le hacía estremecer; pero, pensando en las contingencias probables de la lucha con el hombre fuerte armado de una rama de roble y comparándolas con aquella incomodidad, el frío llegó a no parecerle tan desapacible. Cuando sus ojos se comenzaban a cerrar, oyó cerca de sí un golpe rudo, al mismo tiempo que un alarido rasgaba la noche, como un relámpago. Kagnees tuvo dentro de sus párpados, apretados de terror, una visión de contienda y de sangre. Fueron así las dos primeras historias de celos. Del hombre de cara enrojecida por la sangre que regaba el recio cuerpo tumultuosamente, nació —después de muchas generaciones— aquel atlético moro que hizo expirar entre furores de amor a Desdémona, blanca sometida y feliz. De Kagnees —luego de muchos siglos— han nacido todos esos hombres y prácticos que pudiendo escribir libros de filosofía no los escriben.

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Un hombre de genio, en sus relaciones con los demás hombres, es semejante a un pato: ni puede volar alto, ni andar bien.

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Mientras las relaciones sociales no cambien, y la mujer, luego de mejorar sus aptitudes y restituir actividad a funciones de su talento y hasta de su sentimiento atrofiadas por un milenario desuso, restablezca el fiel de la balanza moral y física, su única fuerza frente al egoísmo de los hombres consistirá en saberse negar a tiempo.

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Aunque Goethe definió la poesía diciendo que era el arte de hablar por imágenes, modernamente se ha levantado contra é s t a s una cruzada. Si se quiere dar idea de un objeto, interrogan sus enemigos: ¿Hay manera más directa que describirlo o formular simplemente su nombre? ¿A qué recurrir a términos de similitud si han de alejarnos del sujeto a que nos queremos acercar? La imagen tiende a sugerir la esencia o la forma de las cosas por una excitación

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del interés hacia otras m á s fáciles, entre las cuales existe una articulación lógica de semejanzas. Se busca la imagen en un plano de bondad y de belleza superiores; y así, se nombran las estrellas y las heridas rojas y humeantes cuando una exaltación nos obliga a hablar metafóricamente de los ojos y de la boca de una mujer joven. Los humoristas han hecho imágenes a la inversa, y los autores festivos han logrado la estulta hilaridad con imágenes absurdas. Por otra parte, los talentos revolucionarios han empleado, por instinto o por deseo de significación, imágenes desmesuradas... Pero... ¿debe condenarse por esto la imagen? Mientras sus detractores aseguran que el empleo de ellas acusa penuria de léxico, falta de precisión y de adaptabilidad en los recursos expresivos, Stephane Mallarmé sostiene que nombrar un objeto es desposeerle de más de la mitad de su poesía. ¿Quién tiene razón? Quizás los dos si se pudiera resistir al propósito de encasillar todas las cuestiones en opiniones rectilíneas e inflexibles. De todos modos, no se puede votar en rotundo, porque la cuestión está en un estado equivalente al de un edificio cuya torre quiérase erigir antes de estar consolidados sus cimientos. Para juzgar, con relativas probabilidades de justicia, de la virtud o del vicio de las imágenes, es preciso fijar si el Arte sólo tiene por misión reproducir las cosas de la Naturaleza y seleccionarlas —cuando más— sin alterar su nomenclatura. Discurriendo así, vendríamos a esta conclusión: La fotografía es el arte óptimo de cuantos en el transcurso de la vida crearan los míseros animales que responden a la calificación Homo sapiens. ¿Sería ésta una conclusión dolorosa? También es asunto que se ofrece a varias y antitéticas divagaciones.

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Las religiones son como cajas refractarias decoradas con cera. El fuego de la Ciencia puede destruir sus adornos; pero siempre quedará un hueco invulnerable, donde colocará la Humanidad sus temores y sus esperanzas.

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No he bailado jamás, porque en una ocasión, siendo niño, vi un baile desde lejos. No se oía la música, y las actitudes de los danzantes, sin la complicidad encubridora del ritmo, percibíanse en toda su necia ridiculez. Pensé entonces que aquéllos eran unos locos sin grandeza... Y cuando llegué a la edad en que hubiese podido agradarme el baile, ya creía que los niños tienen la clave de casi todas las verdades.

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Los pequeños dolores dejan ocasión a la queja, a la protesta, a la elocuencia; los grandes exigen la totalidad de la energía humana para sufrirlos.

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La felicidad es casi siempre algo que no se ha conseguido aún o algo que se ha perdido ya.

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Nada ayuda tanto a odiar la guerra como meditar en la terrible desproporción de tiempo y esfuerzo que existe entre crear y destruir.

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En el trato individual es casi siempre más agradable un escéptico que un fanático; pero el progreso humano debe mucho más a éstos que a aquéllos. El escéptico es el crítico; el fanático, el creador.

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De tal modo tiene toda separación algo de muerte, que muchas veces, al partir los trenes o los buques, se oye hablar délas cualidades de quienes se alejan, no en presente, sino en pretérito.

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La mayor parte de los consejos no son sino ejemplos abortados.

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Todos los vicios se desarrollan mejor durante los viajes.

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Hay escritores que se pasan media vida aprendiendo cómo se deben decir las cosas, para luego no tener cosas que decir.

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El amor se pinta ciego, no tanto por lo que deja de ver, cuanto por lo bien que acostumbra a servirse del tacto.

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Un hombre sin defectos es como un cuadro sin claroscuro.

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La lluvia es un elemento gubernamental.

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Muy pocos piensan antes de hablar; algunos sólo piensan cuando hablan, y muchos no piensan ni cuando hablan.

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Los deleites materiales adquieren a menudo un carácter violento, porque entrañan siempre un triunfo contra el «destino» de la materia; muy pocas partes de nuestro cuerpo son aptas para hacernos sentir un gran placer, mientras que en todas podemos sufrir un gran dolor.

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La estupidez ha producido casi tantos dolores como la crueldad.

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El miedo al ridículo es uno de los más potentes frenos que detienen la energía humana.

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Los pobres de espíritu prefieren a emprender obras difíciles añadir dificultades ilusorias a las obras fáciles.

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El concepto despótico de la riqueza no lo adquiere el rico tanto en su propia dicha como en la envidia y en la tristeza de los pobres.

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Ningún gesto se parece tanto al de la meditación como el de no estar pensando en nada.

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La sinceridad limita por el sur con la candidez y por el norte con el cinismo.

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Muchos creen que para ser inteligente basta con suponer tontos a los demás.

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Las dos grandes ideas del origen del hombre se concilian: hay hombres que provienen del mono, y es imposible dudarlo al ver la vana abundancia de sus gestos y de sus apetitos; hombres hay, muy pocos, que vienen de Dios, según lo atestigua el persistente fulgor de sus almas.

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No condenemos con airada pasividad a los Caínes; acaso Abel no fue tan bueno como dicen las Escrituras, cuando no supo desenconar y trasmutar l a fraternal envidia, que es siempre triste confesión de inferioridad.

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Una santidad sin tentaciones nos produce la misma impresión de pequeñez que un mar sin olas.

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Es inexplicable que el catolicismo se haya resignado a conservar como humanización de Dios la figura de un viejo. Un hombre maduro, en pleno vigor de facultades mentales y de virilidad, habría convenido mejor que esa figura caduca. Si la imagen de un viejo hosco corresponde a la inexorable intransigencia del Jehová bíblico, la de un anciano bonachón no se ajusta, ¡ay!, a ninguno de los efectos de Dios en la tierra.

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Hay viejos que parecen estar en el mundo para quitar a los hombres el miedo a la muerte.

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Nada tan triste y baldío como esos talentos obstinados en parodiar al genio.

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La Humanidad ha sacado mucho más beneficio de las verdades provisionales que de las verdades eternas.

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Debiera existir un premio para los que fracasan, a fin de no dejar ningún pretexto a los perezosos y a los tímidos.

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Ningún equívoco tan dramático como el del hombre que le pide a una mujer un rato y se oye ofrecer la eternidad.

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Todo lo desconocido es nuevo; pero, ¿puede afirmarse que todo lo nuevo se encuentra siempre hacia el futuro?

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Algunos hombres han sabido mostrarse más grandes en la defensa del error que otros en la defensa de la verdad.

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Esos hombres que dan la mano cartilaginosa de una manera blanducha, esquiva, parecen, más que débiles, estar esperando una distracción del interlocutor para apretarle ellos a mansalva.

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Para probar a los verdaderos amantes de la justicia hay que esperar a que la injusticia los favorezca.

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¡A cuántas citas llamadas de amor se acude con el secreto deseo de no encontrar a nadie!

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La repugnancia que en materia de amor suscitan los calvos viene de que el amor es una superabundancia de vida y la calvicie es un esfuerzo del esqueleto por manifestarse.

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Pocas cosas tan admirables como el fonógrafo; pocas cosas tan antipáticas como un fonógrafo.

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Vivimos con valores entendidos, y a pesar de esto nos obstinamos en refutar ciertas realidades. ¿Qué hombre llega al tálamo en las condiciones en que desea encontrar a su consorte? Hemos venido a estimar en el más elevado precio aquello que, a ser hombres prácticos, desdeñaríamos. Y pensamos mal del hombre que acepta una mujer de segundo uso. Las mujeres, dando todavía otra prueba de superioridad, se casan siempre con viudos..., con viudos de una o de varias mujeres temibles que pueden en cualquier momento resucitar. Y se casan sin aparentar saberlo o sin interesarse en tal futileza.

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Bajo los árboles fragantes de la Moncloa, en torno de unos fiambres y de dos botellas de vino, sostuvimos la siguiente plática, en la que el maestro, generosamente, sin economía, con toda la contradicción que la ironía exige de su juicio, definió varias veces esa tendencia del espíritu que ha tomado carácter epidérmico en nuestros días. EMILIO.—Al decirme eso, maestro, habláis con ironía. Yo no estimo tal modalidad del pensamiento que ha tenido desde Aristófanes y Luciano hasta Swift y Thackeray tan eximios adeptos. No la quiero, porque es un procedimiento de «viceversa». LUIS.—Sí, la Ironía —ha definido Littré—, es una burla especial por la que se da a entender lo contrario de lo que se dice. MAESTRO.—La Ironía es un dolor que no acierta a llorar y sonríe; la Ironía es un veneno dulce. LUIS.—Nietzsche dijo de ella: «Es un can rabioso, que, no pudiendo morder, enseña los dientes. MAESTRO.—La Ironía es la indignación de los hombres pasivos. JULIÁN.—Hoy la Ironía constituye una terrible moda. Casi todos los escritores de la presente generación son ironistas; rehuyen los lirismos, se preservan de los entusiasmos, y cuando éstos los poseen inevitablemente, ellos se desasen y, a semejanza de una mujer violentada que rectifica al levantarse los detalles de su tocado, refrigeran su fogosidad con un brote irónico, como diciendo al público: «Perdóname la anterior actitud: son atavismos declamatorios y animales que mi educación de hombre moderno me prohíbe.» EMILIO.—Yo odio la Ironía, porque no es amiga de la sinceridad, por mal intencionada, porque vela la cólera con un antifaz de sonrisa y hiere oblicuamente. LUIS.—Sin embargo, quejarse de su condición artera vale tanto como lamentar nuestra imperfección. ¿No es la Ironía tan antigua como el hombre? Quizás más, pues Pascal barrunta ya ironía en el Ecce Adam cuasi unus ex nobis dicho por Jehová al primer varón, luego de aquello que ha llamado el maestro «desagradable accidente de la manzana». Y del hijo del decano de los ironistas debieron de tomar represalias los judíos, al decirle casi en el momento decisivo del tránsito: «Veamos si viene Elías a libertarte.» M. André Hallays reúne sagaces observaciones y sutiles disquisiciones en su Essai sur l'Ironie. La Ironía de Heine es biliosa, mordaz, a veces colérica; la de Voltaire, seca y cerebral; macabra la de Tomás de Quincey; la de Dickens, reposada y casi bonachona; la de Carlyle, profunda; desconcertantes la de Gissing y la de Gogol, y contradictoria, maravillosamente multiforme, la de Renán y sus discípulos. Todas las ironías tienen un nexo en su diversidad: algo lancinante. Eça de Queiroz...

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MAESTRO. —La Ironía es una hiel que al ser congelada cristaliza en agujas. El humorismo es a la ironía, lo que el carácter enérgico a la locura furiosa. JULIÁN.—La Ironía como moda es cruel, y se confunde con la burla y con el sarcasmo, inhumanos y antiguos atributos de la Humanidad. Por cada ironista natural, por cada escritor morboso e inevitablemente irónico, una multitud yuxtapone a sus temperamentos la Ironía, a modo de un traje de moda fácil para obtener el beneplácito del público. LUIS.—Es casi seguro que los escritores por idiosincrasia ironistas no sepan definir la Ironía, y es seguro que, comparando la producción de dos de ellos, no se pueda establecer ninguna semejanza. ¿Qué indica esto? Que la Ironía es el nombre bajo el cual se agrupa una serie de disposiciones espirituales que recorren desde la risa hasta la mordaz seriedad, pasando por la insinuación burlesca y por la insinuación compasiva o despreciativa. JULIÁN.—La Ironía, semejante a Saturno, devora a sus hijos. L a Ironía es una forma penosa del arte. LUIS.—Anatole France, tal vez el tipo más perfecto del ironista, tiene para todas las cosas un gesto de indulgencia y una sonrisa tan sutil que hace pensar alternativamente en una indiferencia, en una disculpa, en un desdén; Juan Pablo impregna sus páginas de una ironía desconfiada, y se arma de ella como de un pavés para apercibirse contra sus propios sentimentalismos; Schopenhauer gustó de esa ironía aguzada y belicosa que llega en el autor de la Nueva Primavera a ser atrabiliaria, analítica en Montaigne, a la vez profunda e ingenua en Dostoyevski, y epidérmica en tantos escritores de hoy, de los cuales Jules Renard, Lemaître, Bernard Shaw, Chesterton y Twain merecen citarse. La Ironía, como la sal, sazona todos los condimentos, mas rara vez puede constituir por sí sola un manjar. Granos de esa sal abundan en Dickens, Sterne, Rabelais y Cervantes. EMILIO.—También Jules Lafforgue y Villiers de l'Isle Adam tuvieron en sus producciones aptitudes de suprema ironía. MAESTRO.—No nos detengamos por nombre más o menos. ¿Sería posible hacer una lista cualquiera en cualquiera de las profesiones, actividades o aspectos, sin el temor de omitir la casi totalidad? JULIÁN.—Tal es la plaga de ironistas, que la lista de ellos podría hacerse con quitar algunos centenares de nombres al Censo de habitantes de nuestro planeta desde la hora en que comenzara sobre él la vida y amargura del hombre. LUIS.—Y por si esto es escaso, he ahí que los vientres de los ironistas son fecundos: France ha dado a luz a Bergeret, a Jean Marteau, a Tournebroche y al nunca bastante llorado Jéróme Coignard; Eça de Queiroz, al complejo Fradique Méndes; Dickens, a Pecksniffc Sinior; y frutos monstruos del contubernio del talento, con el buen humor y la intención maligna, son Maese Gaster, Herr Teufelsdroeckh (profesor de «cosas en general»), y el complicado,

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venerable y jocundo paleógrafo don Iscariotes Val de Ur, a quien su albacea, el telarañista Urdeval, asigna ascendencia linajuda que subliman algunas gotas de sangre de Baloo, el plantígrado pedagogo de las selvas vírgenes, y mucha influencia de preste «negligente y relajado, pero delicia de las tabernas parisinas, consuelo de meretrices y prez de erudición», de quien concluyo de hacer la más elogiosa referencia. MAESTRO.—¿Has concluido, discípulo? Ni siquiera para ser ironista se necesita esa superioridad que el público y los escritores noveles suponen. Se puede, como Anatole France, estar sobre todas las cosas y ser ironista; pero se puede estar al nivel de ellas, y aun más abajo, y serlo también. Esto demuestra que la ironía no es una entidad, sino una variedad de otras entidades; la ironía no es el punto término: es buena, es mala y es mediocre; los más de los escribidores satíricos cuyos artículos —menos ingenio que mala intención— os oigo leer, son tan ironistas como Quevedo, y son, sin embargo, cretinos. ¿Cómo se explica esto? Se dice metal y bajo esta denominación se confunden desde el oro y la plata hasta los metales paupérrimos de nula aplicación; se dice ironista, y bajo esta palabra pueden cobijarse con indignante promiscuidad desde Renán hasta los miserables reptiles que emparedan un insulto entre dos frases indeterminadas y chuscas. La ironía es un líquido corrosivo que ostenta a veces un bello color. JULIÁN.—¿Cómo nos convenceréis de vuestro concepto de la Ironía si habéis, en un momento, dado de ella cinco definiciones desiguales? MAESTRO.—Mientras más consecuentes seamos con una idea, nos exponemos más a caer en error. Precisa colocar una definición en cada punto cardinal, y sólo así podremos tener probabilidades de que por entre esa diversidad de afirmaciones palpite, ya que no toda el alma, siquiera un átomo del alma de la idea que aspiramos a definir.

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Todo hombre meditativo tiene que marchar por la vida con la penosa incertidumbre de un ciego que dudara de su tacto.

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Dijérase que a la divinidad cristiana se llega por el halago de los sentidos y no por el culto de la espiritualidad. Sus plegarias tienen exaltaciones sensuales —¡cordero divino, paloma blanca, lirio amoroso!—; ofréndanle sahumerios aromados, luminarias, músicas; y para las ceremonias de sus ritos, sus sacerdotes se revisten de una magnificencia —oro, encajes, sedas, tisúes— más a propósito para cautivar a una cortesana que a un ser puramente esencial.

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En América me agradaba más el verano, y aquí el invierno: la estación estival allí, como la invernal aquí, ocupan la mayor parte del año; no pudiendo, vivir en Grecia, me he convencido de que una mujer bien vestida es más bella que otra bien desnuda. Durante mucho tiempo fui confiado y no dudé preventivamente del talento ni déla buena fe de nadie... Sólo cuando ya no he podido poner en el porvenir sino unos pocos años de miseria me he hecho pesimista; pero soy un optimista fracasado. En mi juventud y en mi madurez hice guía de mi existencia esta frase: «En buena filosofía, vale más un optimismo fallido que un pesimismo cierto.» Y con todas estas precauciones, la dicha que aguardaba no vino. ¿Hacia cuál horizonte hay que abrir los brazos para recibir la ventura? Entre los lechos de nacimiento y de reposo eterno, si es que morir equivale a reposar, sólo hay una cosa invariable en todos los hombres: La inconformidad.

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El lenguaje es un don completo del que pudo dárnoslo todo, un don de avaro. Las representaciones anímicas, nuestra vida de relación, las ínfimas depresiones espirituales, las miliformes alteraciones sensoriales, las tenemos que expresar por su solo, conducto. ¿Hay entre todos los idiomas uno tan abundante y flexible, capaz de concretar tantas cosas? El lenguaje es un pequeño vehículo donde no caben todos los viajeros. No obstante, casi todos los hombres poseemos palabras de más. Hay que callar. Y argüirá alguno: «No tenemos la palabra para ocultar nuestros pensamientos, sino para aclararlos.» Si las palabras fuesen siempre la envoltura de los pensamientos, tendrían razón; pero... Hay que callar.

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Había una vez —mucho antes del buen juez Magnaud y de los jueces íntegros del cuadro de Mabuse— un juez ejemplar. Sobre su mesa, para que estuviera perennemente entre el acusado y él, la estatua de la Justicia mantenía con ademán seguro la espada y la balanza, donde se pesaban con escrúpulo tal los «pros» y los «contras», los «considerandos» y los «resultandos», las «atenuantes» y las «agravantes», que jamás ninguno de los dos platillos aventajó al otro. El juez tomaba cada mañana una ducha fría para aplacar sus nervios; comía poco para que el trabajo profundo de las digestiones no predispusiera su ánimo; dormía parcamente para que el sueño no abotargase sus luces, o bien no las avivase demasiado sugiriéndole imágenes deliciosas y nefastas. Y convencido de que las instigaciones y máscaras del error son múltiples, multiplicaba la vigilancia de modo que sus vigilias henchidas de

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razones, de precedentes y de máximas —en latín, claro—, eran los pilares donde se sustentaban sus sentencias. Pero la vida es larga y en sus encrucijadas una mala digestión, un sueño pesado o sobresaltado por sensuales quimeras, nos acechan. A los seres imperfectos como nosotros, tales acechanzas nos mortifican alternativamente trescientos sesenta y cinco días al año, y un día más en los años bisiestos; a los seres perfectos como el buen juez, sólo los sorprenden una sola vez en la vida, pero todas de un golpe. Una noche... (No puedo describir la noche, que daría ocasión a pormenores escabrosos, y salto a la mañana siguiente): Aquella mañana los ojos del juez ejemplar, engastados en los abultados párpados como brillantes mortecinos, se entornaban, no se sabe si para guardar mejor la imagen fugitiva del ensueño que pocas horas antes era realidad, si para resarcirse del sueño incompleto, o simplemente por exigencia de la digestión de un faisán sazonado con especias fuertes. Ante él dos litigantes exponían sus quejas; cada una creía haber recibido de la otra ofensas que demandaban reparación, y en las cuales se dirimía, además, uno de esos problemas de derecho que ninguna jurisprudencia ha logrado resolver. Entre las dos contradictoras estaba la verdad, no cabía duda; y con lo que le quedaba de su juicio, el juez veía esa verdad ir tan pronto de una a otra, igual que una mariposa indecisa. ¿Sobre cuál de las dos concluiría por posarse? Una de las mujeres era tuerta, y en su boca un solo diente puntiagudo brillaba como estalactita olvidada en una caverna; al hablar, gotas de saliva iban a salpicar los pies de la estatua de la Justicia y a poner puntos de espuma, que tardaban en deshacerse, sobre una cartera de piel que el juez estimaba casi más que a la Justicia, en lo cual era, como siempre, justo, pues aquella cartera había contenido muchas veces sus autos y sentencias, que es como decir que había contenido la Justicia misma... La otra mujerera más joven; los ojos, de un gris profundo y transparente, brillaban en su cara, a la cual deliciosos accesos de rubor ponían de vez en cuando un velo. La primera mucho hablaba, atropellando sus propias razones; la segunda hablaba poco y colocaba sus palabras oportunamente; la primera manoteaba sin cesar; la segunda hablaba con los brazos rígidos, y sólo de tiempo en tiempo, para apoyar una palabra capital, su diestra se tendía e iba a buscar, para fondo de sus ademanes, precisamente la cartera negra, donde las gotitas de saliva hacían fruncir el ceño del juez... Olvidaba decir que esa mano era fina, pálida, y que el rubí ribeteado de oro que sangraba en ella acentuaba su semejanza con otra mano que la noche anterior había acariciado la calva del juez. Mientras tanto, la mariposa de la verdad revoloteaba de una a otra; iba, venía, tornaba a ir. Y el juez, con una secreta inquietud, temía, cada vez que la veía posarse sobre la cabeza de la mujer del diente solitario y de la abundante saliva, que no volviera a elevarse de nuevo. Fuerzas recónditas que jamás creyó que interviniesen en sus considerandos se le hacían de pronto imperativas y visibles.

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Y así, cuando la mariposa se posó al fin diciendo: «He aquí la razón, he aquí sobre esta mujer antipática y olvidada de las gracias la sagrada verdad con quien te has desposado», el juez, con un ademán terrible y repentino, arrancó de manos de la Justicia la legendaria espada, y de un solo mandoble segó la cabeza, que rodó por tierra, matando en su caída a la mariposa.

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Si yo hubiera nacido sajón, habría dicho: Los latinos están admirablemente dotados para muchas cosas inútiles.

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Las épocas menos infelices de la vida son durante los viajes. Un viaje es un paréntesis de ensueño de grata incertidumbre. Asomados a la ventanilla del tren nos abandonamos a todo género de ilusiones: Se piensa que el tren no se mueve, que los campos trillados desarrollan una vasta circunferencia en torno de nosotros, que los hilos del telégrafo flotan ingrávidos en la longitud del camino, y que los postes que cruzan de tiempo en tiempo son obstáculo en vez de sostén. Reclinados contra la balaustrada del vapor, nos extasiamos contemplando el cielo y el mar, olvidados de que éste es salobre y amargo y aquél inclemente. A las ilusiones ópticas se unen las ilusiones espirituales: si dejamos afectos o memorias dolorosas, las gentes —esas gentes tratadas con menos fórmulas sociales que las que habitualmente nos cohíben y juzgadas inconsistentes casi, porque no pensamos volverlas a encontrar— y la diversidad de paisajes, nos distraen. Imaginamos fantasmagorías acerca del lugar adonde nos encaminamos, y nuestro innato optimismo nos hace consolidar la quimera de una vida más reposada, sin rigor, exenta de zozobras... Ustedes los escritores han dicho tantas veces que el paso de la vida a la muerte es un viaje, que me obligan a pensar en una agonía dolorosa, como en un contrasentido.

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La Filosofía necesitada de adeptos más ingeniosos es la estoica. Ella niega lo único que hay de axiomático en la vida: la soberanía del Dolor.

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Se dice «He ahí un hombre agudo», para señalar un hombre inteligente; «He ahí un hombre obtuso», para señalar un hombre torpe. Y la sola analogía que tienen esos dos vocablos geométricos con la capacidad cerebral, es la que establece una teoría afirmadora de la razón directa existente entre la mayor medida del ángulo facial y el talento. Forzosamente fue algún académico el inventor de esas dos fórmulas que expresan lo contrario de lo que dicen.

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Al imprudente que sucumbe se le llama temerario; al que sobrevive, héroe. Si un hombre se mata para evitar a los suyos el deshonor, es cobarde; si para evitar a su patria la derrota avanza solo y sin probabilidades de triunfo contra el enemigo, su conducta merece elogios máximos y es citada como especular. En ambos casos el hecho es el mismo —un suicidio—, y sólo la causa altera el resultado. Cuando la Psicología permita desentrañar la génesis de todas las causas, los hechos adquirirán insospechados valores; entonces habrá que derribar a muchos héroes de sus pedestales y sacar a otros de la fosa común.

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Pensar sobre el amor en frío es como obstinarse en sumar cantidades heterogéneas. La razón no puede penetrar los resortes de un fenómeno que se produce en contra de ella, que, apenas modificado por experiencias seculares, adquiere en cada generación, en cada ser, un aspecto inédito, y que, por si no fuese bastante complicado en su esencia, se injerta sin soldadura visible con todas las concupiscencias. El amor específico es una hipertrofia del corazón a expensas del cerebro; el otro, el de casi todos los días, no pasa de ser una infección de los sentidos.

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Si para castigar a un ladrón el Tribunal le despojase de las ropas, le robara, nadie dejaría de comentar esta peregrina sentencia, no menos lógica que la que manda quitar la vida a un homicida.

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El alcohol, la lujuria y la holganza son prestamistas que no exigen a nadie garantía, porque cobran intereses exorbitantes y no hay manera de burlarlos. Más implacables todavía que Shylock, no cobran sólo en carne, sino en espíritu.

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El demonio de la intransigencia vela hasta en quienes creen vivir a la sombra augusta del árbol de la serenidad. Ese demonio es un doctor sutil, y empieza por falsear la expresión verbal seguro de que, insensiblemente, el pensamiento adopta las formas viciadas. Ejemplo: al que abjura de su religión por la nuestra le llamamos convertido; al que la deja por otra, renegado.

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Hipótesis de una bibliografía del maestro Pelayo González: Libro de los pequeños dolores............... 1 volumen. Manual del perfecto tirano................... 1 — Los niños a través de la Historia.......... 1 — Zoología pintoresca............................... 1 — Acerca de la sabiduría, la buena fe y

otras plagas de la Humanidad............. 1 — Censuras y cargos al Todopoderoso... 12 volúmenes. Método para exterminar las moscas... 1 folleto. En tanto escribía valiéndome de mi buena memoria y de aquella insuperable del que estaba inerte ya, sin pensamiento, a tan pocos pasos de mí, muchas veces dieron los relojes sus campanadas al aire fresco de la noche. Cuando concluí, vagos ruidos llegaban de la calle, y en una claridad lechosa, donde se diluían los fantasmas de la habitación, las cuatro llamas de los cirios se recortaban sin oscilaciones, empinándose sobre sí mismas, como si quisieran alcanzar algo o alumbrar más distancia. Las moscas habían aquietado su vuelo en las órbitas de los ojos, que, por una estrecha desunión de los párpados, enseñaban su lividez vítrea. Hacía frío, y cerré la ventana. En un espejo vi, con sorpresa, mi rostro, en el cual la triple fatiga de los sobresaltos, de la vigilia y del recuerdo habían impreso huellas. Sobre la mesa, también las cuartillas escritas sorprendieron mi atención con la desigualdad de sus caracteres, tan pronto verticales como inclinados en un perezoso abandono, cual si participasen del cansancio de quien los trazara. En la fisonomía del maestro, ya casi amarilla, había un dulce reposo; el surco que desde las cejas al nacimiento de la calva

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hendía su frente habíase difuminado hasta costar trabajo distinguirlo; el esplendor de los blandones sobre el tono violado de la cara recordaba los colores con que los artistas primitivos concebían las apoteosis místicas... Luego de recoger y ordenar las cuartillas, me aproximé a la puerta de la habitación; dos de las vecinas, vencidas del sueño, roncaban desmadejadas en los sillones, y la señora Eduvigis y la mujer del grabador hablaban ante sendas tazas de chocolate, que aromaban el ambiente con su canónico perfume. Cambiaban confidencias acerca de la carestía de los alimentos, acerca de la dificultad de hallar pescados frescos en los mercados, y al oírlas me hice esta inocente pregunta: ¿Por las gradas de qué escalera han descendido sus pensamientos para venir desde el encomio del difunto hasta esas cosas mezquinas y necesarias que hablan con el acento más vulgar y quizá más verídico de la vida? Giré la vista hacia el cadáver queriendo hacerlo testigo de mi pena, y la grave inmovilidad volvió a suscitar los terribles temores de la noche. En vano el pensamiento trataba de libertarse: las garras del fantasma se contraían hasta lacerarlo. Otra vez la Muerte sopló su vaho en la habitación, y las cuatro llamas de los cirios, y la pobre llama de mi alma, se inclinaron lo mismo que al influjo del presentimiento se inclinan las hierbas fragantes cuando la hoz del labriego está próxima. Yo estaría así: rígido, inerte, ya disociados la realidad del cuerpo y el misterio del alma, tras de una agonía premiosa y angustiosa, lúcida como ese postrer momento en el cual, desde el punto más alto del sendero, antes de trasponer la cumbre, divisamos totalmente el paisaje... Quise poner atención en las cuartillas, y de una de ellas la palabra «limpio» singularizóse del fondo difuso de la caligrafía con máxima virtud, arrullando mis oídos el contraste claro de la «l» con una musicalidad milagrosa, nunca percibida hasta entonces. La repetí varias veces con delectación: «Limpio», «limpio», y atraído por el conjuro de su virtud, todas cuantas cosas puede cobijar la bella palabra desfilaron por mi memoria en un cortejo luminoso y triste: blancuras de cuerpo y de alma, carnes lechosas eucaristía, blancos linos, puro cristal del alba, fulguraciones astrales en las noches, flores nevadas, buenos pensamientos... Cuanto no tiene en nuestra vida la mancha ni el tumulto del vicio iluminó mi alma, convirtiéndola en un hiperbóreo jardín... Pensé de nuevo en la irremediabilidad de morir; amé, casi con furor, todas las alegrías, todas las dudas, todas las tristezas de la vida. Y dejándome vencer por la angustia, habría gritado desesperadamente: «¡No quiero morirme!», a no haber deshecho aquel silencio pavoroso la voz de un vendedor de trapos, y a no haberse derramado en la estancia, luego de arrancar un reflejo irisado a los cristales, el oro de un rayo de sol. Y con alegría, como si me vengara de la Muerte, maté las llamas de los cirios...

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XII

EL estrépito del coche fúnebre al partir apagó los gritos de la señora Eduvigis. En los balcones, los vecinos miraban con gestos más curiosos que doloridos, y por las calles, los transeúntes volvían las cabezas, sorprendiéndose de que tras del carro de primera clase sólo fuera un coche. Un hombre puso al entierro este comentario: «Los de la agencia funeraria son más numerosos que los parientes.» Sobre la gran carroza se bamboleaba una cruz; ocho lacayos, con pelucas blancas mal ajustadas, conducían los caballos de las bridas. Era la cabecera de un enterramiento fastuoso, que daba la impresión de cosa incompleta, como un landó automóvil. Al reparar en esa forma de la contrición de Emilio, pensé, a pesar de no conocer todo el pasado del maestro, que aquel lujo póstumo no tuvo precedente en su vida. Su fin aparecía impregnado del humorismo de su pensamiento. Había muerto sin carecer de nada; era llevado hasta el cementerio igual que un burgués rico... Así creíamos resarcirle de nuestra ingratitud. Hacía calor, y por las ventanas del carruaje pasaba el polvo en luminoso alud. Al cruzar las calles céntricas, algunos conocidos nos saludaron con ceremoniosos saludos mezclados de sorpresa. Emilio, al observarlo, me dijo: —Si Julián hubiera previsto cuánto hay de atracción para la pública curiosidad en esto, no hubiese dejado de venir. Transfiriendo su conferencia se proporcionaba dos exhibiciones. Cuando lo sepa... De tiempo en tiempo, en las curvas de algunas calles, veíamos el coche fúnebre. El féretro negro, sin adornos metálicos, parecía formar parte de la carroza. Allí habrían seguido la misma ruta otros que pasaron en vida junto al maestro rehuyendo su roce para no mancillar con su ropa astrosa las levitas inmaculadas, tal vez tentados por la indignante caridad de ofrecerle una limosna exigua; y la suerte permitía que antes de llegar a la igualitaria tierra. Pelayo González se nivelase a ellos. En la estrechez del carruaje, Emilio y yo hablamos: primero, de la celerosa muerte; después —para realizar una semejanza con esos entierros que brindan a los caricaturistas el contraste de fisonomías, dejando adivinar que los deudos, en el primer coche, lamentan la pérdida del familiar, mientras los acompañantes de los coches del centro hablan de negocios y los del último discuten de toros o de mujeres—, fuimos en gradación discreta alejando la conversación de él; y luego de recordar los comienzos de nuestra lucha y las ventajas que nos granjeara su amistad, llegamos hasta hablar de las actualidades políticas y literarias. Al llegar a Pardiñas el coche se detuvo, produciéndonos un choque que hizo oscilar nuestras chisteras, y una viva sorpresa también. ¿Por qué se detenía el coche allí? ¿No era el número de dolientes tan corto que hacía inútil la despedida del duelo? Asomamos las

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cabezas para inquirir la causa de la detención. Un caballero enlutado venía atropelladamente hacia nosotros. —Perdónenme no haber podido acompañarles desde casa... Lo hubiese hecho con mucho gusto; pero las ocupaciones me han impedido ese deber... ¡Pobre don Pelayo!... Sabía mucho de numismática. Sobre la corbata de aquel hombre, un camafeo proclamaba su ignorancia y su gratitud. Hasta los alrededores, siempre áridos, de Madrid, tenían en aquella tarde un tono menos adusto. Junto al camino, algunos árboles dejaban presentir, tras de las renegridas cortezas, una vida que estallaría al fin en renuevos y en hojas, cubriendo la desolación escueta del ramaje de un verdor oloroso y muelle. El ambiente era diáfano; el cielo, claro; tanto, que las miradas imaginaban profundizar su azul. En la huertecilla de una granja, dos muchachas cantaban tonadas de zarzuelas mientras regaban las legumbres; al vernos pasar persignáronse, y luego volvieron a reanudar sus cantos sensualmente inclinadas hacia los surcos; todavía desde lejos vimos sus caras jubilosas, donde había puesto el reflejo de la muerte una sombra parecida a la de un eclipse que interrumpe un día muy luminoso. Los pequeños talleres de los marmolistas ponían de trecho en trecho su nota blanca como un anticipo de la Necrópolis, que en el término del camino daba la doméstica ilusión de una gran cantidad de ropa blanca tendida a secar. Los caballos, libres ya de los obstáculos de la ciudad, trotaban con ligereza, levantando un polvo seco que nos hacía toser. Sobre un carro fúnebre ya de regreso, varios empleados de la funeraria bebían vino; las casacas rojas, abrillantadas por el sol, competían con sus rostros congestionados. Paralelo a nosotros, un hombre taciturno llevaba sobre el hombro derecho una cajita blanca... y una anécdota de la vida del maestro se reavivó en nuestra memoria. Frente al cementerio católico, el cementerio civil erguíase más pequeño, pero aun más emocionante por la severidad de sus tonos: constituían el símbolo de dos creencias rivales llevando su antagonismo más allá de la región de la vida. Rayando el azul, un pájaro enorme trazaba la única nota oscura encima de la extensión blanca, casi alegre, del cementerio. Al detenerse el coche, una cohorte de mendigos nos acosó, exhibiendo los miembros llagados y las piernas truncadas a manera de conjuros para abrir las válvulas de nuestra caridad. —Señoritos... Aunque no sea nada más que un céntimo... ¡Por la salud...! La costumbre de pedir ponía en sus labios estas palabras, que habrían sido de inconsciente sarcasmo si sus caras, animadas por una desvergüenza macabra, no hubieran también dicho que pretendían comer y beber a la salud de nuestros difuntos. Nos persiguieron largo espacio. Las mujeres, mesándose las greñas desmelenadas, nos ofrecían flores y amuletos para colocar en los sepulcros, encareciéndonos su virtud con ensalmos grotescos. Los hombres, lucios y piojosos, postulaban con obstinación:

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—Señoritos... Aunque sólo sea un céntimo... ¡Por la salud...! ¡Fauna extraña, que la proximidad de los muertos parece haber comenzado a podrir! En la puerta del campo santo viven, ríen, alzan pendencias, vomitan los denuestos y blasfemias más formidables; pero apenas ven venir un coche, se armonizan en un gesto unánime de compunción que realzan con un lagrimeante clamoreo, todavía más profanador que sus risas. Tienen los ojos enrojecidos y ardientes: tal vez del polvo, tal vez del alcohol, tal vez de fingir llorar a todos los muertos que llegan. Un cura obeso tartamudeó un responso ante el féretro; mientras rezaba tenía los párpados cerrados; al hacer la aspersión el agua del hisopo cayó casi toda en el suelo, y sólo dos gotas serpearon sobre el polvo que había cubierto la caja de una pátina amarillenta. Detrás de los sepultureros, con las cabezas destocadas, hostigados por el sol, llegamos hasta la fosa. Abrieron el ataúd, echaron cal viva encima del rostro, volvieron a cerrar para siempre... La caja descendió con dificultad; Emilio arrojó el primer terrón de tierra, y el sonido hueco que produjo al romperse contra la madera me hizo pensar que ya el maestro no estaba allí. Entonces, inevitablemente, a pesar de los esfuerzos hechos para huir de aquel recuerdo pertinaz y pueril, pensé en la impresión que habría hecho la tierra húmeda sobre uno de sus dedos, del cual, al cortarle después de muerto las uñas el grabador, había brotado una gota de sangre... Al fin la tierra rebasó de la hoya. Estábamos emocionados, y antes de que los enterradores cubrieran todo con la lápida donde había hecho Emilio grabar esta inscripción: «Pelayo González, hombre bueno. 1908», nos alejamos de allí conmovidos... La sepultura está en el patio de Santa Eulalia, en la cuarta fila de la derecha... Entonces era de las últimas. Dos mujeres portadoras de flores se cruzaron con nosotros. Parecían madre e hija. Un hombre las seguía a distancia. Debieron suponernos hermanos, porque una dijo a la otra: —Parece gente rica... Se les habrá muerto el padre quizá. Y nos persiguieron con miradas escrutadoras. Sabiéndonos observados, una rara violencia nos turbó. Por hacer algo nos acercamos a un sepulturero que, con medio cuerpo fuera de una fosa, apoyado en la azada, rezongaba una canción obscena. Puestos de acuerdo le interrogamos: —¿Puede indicarnos usted dónde está enterrado Campoamor? El hombre se pasó la diestra por la cara, mal rasurada, haciendo sonar los pelos; luego repuso: —Miren, señoritos... Así, por el nombre... Como no me digan ustedes el número... Y al arrojarnos tal respuesta, digna de los sepultureros de Hamlet, sonreía, moviendo para sonreír las mejillas flácidas. Dejamos unas monedas en su diestra y nos encaminamos a la salida. Antes de lograrla llamé la

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atención de Emilio. Una de las enlutadas, la más vieja, habíase prosternado ante una tumba, mientras la otra, bajo un ciprés, le abandonaba la boca y las manos al caballero que antes las seguía. En el trayecto de retorno hablamos del maestro: —Ha sido una emoción dolorosa; yo mismo no creí que me impresionaría tanto. —Cuando le echaron la cal sobre la barba, tuve el temor de oírle quejar. —¡Qué discurso nos hubiera pronunciado acerca de la ridiculez de algunas inscripciones! Él nos dijo no hace muchos días: «Hay lápidas donde los vivos obligan a los transeúntes a profanar a sus parientes muertos.» ¡Si él pudiera levantarse a leer el soneto de treinta y tres versos de aquella sepultura cercana a la suya!... —¡Pobre maestro! Tuvo méritos para ser algo grande en la vida. —¿Acaso su existencia no se ofrece en consonancia con la calidad de su inteligencia? Como una bocanada pestilente vino a chocar contra nuestro dolor la alegría alcohólica de las Ventas. Un organillo que tocaba bailes populares nos recordó la tarde de la muerte del maestro, y a ambos se nos apareció en la memoria, lejana, muy anterior a otros sucesos más distantes. Había un lánguido sopor en el crepúsculo. Del Retiro salía una multitud de berlinas descubiertas, y las mujeres, vestidas de colores claros, daban una nota intensa de vida acentuada por los perfumes, por las voces, por las risas. Desde la Puerta de Alcalá la calle veíase ancha, constelada de luces de intenso amarillo y de luces blanco-azulosas, que parecían la misma luz del crepúsculo concentrada y brillante. Ante aquel retorno a la vida, cuya fragancia casi nos hería con la violencia de su contraste, sentimos vergüenza de ir encerrados, prisioneros de acerbos pesimismos, y bajamos del coche para continuar el regreso a pie. Una florista haraposa y mimosa me puso violetas en el ojal; dos damas movieron, para saludarnos, sus pañuelos y sus labios en un mohín que concluyó de hacernos olvidar las ideas kempisianas. Emilio se cogió a mi brazo, y me dijo confidencial: —Estamos citados para esta noche en la Comedia, donde hacen uno de esos disparates de mucha risa. ¿Por qué no vienes? Te quedas a cenar conmigo. Continuamos la marcha pausadamente. La fila de coches se engrosaba con los que volvían de Recoletos, y llenaban toda la amplitud de la calle, obligados a proseguir despacio. Al pasar junto al resplandor de un escaparate, el tono negro de la corbata de Emilio me restituyó la memoria del maestro: —¡Pobre maestro! ¡Cuánta influencia ejercieron sus consejos en nuestros triunfos, y de cuántas frases suyas hemos hecho escabeles!... Hay demasiada gente; no se puede andar... Emilio propuso:

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—Mira: los coches casi se han detenido; pudiéramos alcanzar el de ellas para advertirlas que también irás. Pero yo estaba pleno del recuerdo del maestro, y continué: —Si hay Dios y Dios fuera capaz de otorgar permiso unos minutos a cualquiera de los hombres fenecidos para que viniese a esclarecer a los que viven el alucinante misterio de la muerte, sería inútil pensar en otro que en él. Homero, Dante, Shakespeare, todos los grandes faros de la especie humana, querrían sin duda dejar una descripción tan prolija, que, transcurrido el plazo, apenas habrían hecho una débil luz en las tinieblas. Pero el maestro Pelayo González, en un solo minuto, en medio minuto, aprisionaría en una frase lapidaria la definición del más allá. Emilio movió la cabeza, como asintiendo. De pronto cesó de andar de prisa, y exclamó con tono de decepción: —Ya no podemos alcanzarlas... ¿Entramos en el Lion d'Or a tomar un vaso de cerveza? —Vamos a tomar el vaso de cerveza. El doctor hubiera deseado, antes de adentrarse en la greguería del café, dedicar un comentario al imperativo predominio del presente —por fútil que sea— sobre el pasado, más cercano y henchido de importancia ideológica o sentimental. La idea le pareció difícil de explanar en frase somera, y quiso al menos cerrar con sentencioso broche su homenaje al maestro, cuyo recuerdo iba, en ese mismo minuto, a debilitarse hasta desaparecer al choque de la vida viva... Pero como para ello sólo acudió a su mente el Sic transit gloria mundi, y el latinajo le pareció demasiado vulgar, no dijo nada.

FIN

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PRECIO: 5,00 PESETAS

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PELAYO GONZÁLEZ, el anarquista liberal

Me gustan los libros que no engañan, que van de frente, que exponen sus cartas desde el principio. Como diría el Galdós fabulado del libro, con ese nombre, Pelayo González, solo nos podemos encontrar ante un hombre, un personaje, extraordinario, o ridículo, o las dos cosas a la vez, quizá lo más ajustado, y que también serviría de definición para los personajes más singulares de la historia de la literatura española: Lazarillo, Don Quijote, Don Sandalio, Pío Cid, Abel Mairena, Ángel Guerra, un estar en el arriesgado filo invisible que separa lo sublime de lo ridículo, lo serio de lo risible. El nombre Pelayo (en homenaje a la calle de Pelayo de Madrid, donde vivió Hernández Catá durante su época bohemia) trae a la cabeza reminiscencias gloriosas, heroicas, una magnificencia rebajada, arrojada por el suelo, gracias al vulgar apellido González. Catá por una vez desciende a la tierra, castiza, al naturalismo, pero con la libertad estructural, digresiva, de las vanguardias. Un descojonarse de los dogmas, de la religión, de la política, de la historia, del ejército, del elitismo, de la bohemia, desde el conocimiento, Catá formó parte de ella, en su vertiente vagabunda, picaresca, no aristocrática, la de dormir al raso en plazas y pasar hambre.

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“La figura de Hernández-Catá es muy interesante. Fue uno de los pocos bohemios de castiza cepa que entre nosotros alentaron. Físicamente parecía un poeta del siglo XIX, delgado, esbelto, los ojos grandes, que nunca miraban con la fijeza del observador sino que, vagos, inciertos, parecían soñar. Llevaba una chalina usada y un poco desdeñosa y era un conversador alocado, muy presto para proyectar, muy asequible al entusiasmo y al desprecio. Irradiaba de su semblante una gran simpatía. Tenía su albergue en un piso algo lóbrego [Calle de Pelayo], se emborrachaba alguna vez y tenía poco caudal y muchas novias.” Luis de Antón del Olmet (El País, 8-1-1908)

“Llegué a Madrid al fin y pasé hambre y frío. Alcalde de Cork, no; pero concejal, si, por derecho propio. Estuve hasta cuatro días sin comer, y muchas noches de nieve dormí en la plaza de Oriente, apoyado en el pedestal de no sé cuál rey godo... Y no me sentía desgraciado, se lo aseguro. ¡La vida era tan nueva, tan ancha, tan llena de hechizos!... Viví en un cuartito de la calle de Pelayo, que conocieron por invitarlos en él muchas noches “a no cenar” Alejandro Sawa, Barrantes, Carrero, Villaespesa, Zamacois, Répide, Valero Martín y Barriobero. Con este último tuve un duelo descomunal en el estudio del pintor mejicano Zárraga. Los sables, enormes, pesaban sobre nuestra hambre y nuestro miedo más de cincuenta kilos. El desafío fue debido a una discusión sobre un músico al quo ninguno de los dos conocíamos. Yo frecuentaba por entonces la Biblioteca Nacional y la de Filosofía y Letras, donde leía y leía con afán ¡hasta que me echaban!... Solía ir con otros escritores al café de la Paz, al del Vapor y a una taberna de la plaza del Progreso, cuyo dueño, vasco, nos fiaba la cena porque cantábamos a coro el “Guernilkako arbola”. Por aquellos días cobré cincuenta pesetas por una traducción del francés, que más que traducción era invención pura. Aquellos diez duros marcaron en el calendarlo una fecha memorable. Lo celebramos con una orgía tan grande, que comimos durante tres días, y uno de ellos amanecimos en camas misteriosas que ignorábamos al despertar en qué calle estaban. ¡Y aun nos sobró dinero!...” Alfonso Hernández Catá (La Voz, 20-09-1933)

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Y como buen libro sobre la bohemia se dedica a criticar, y a halagar, a sus camaradas contemporáneos, pone a escurrir a Dicenta, a Retama, a Palacio Valdés, a Benavente, a Baroja (lo condena Pelayo lo salva Catá), a Azorín, hace elogios envenenados a Galdós, Blasco Ibáñez, Guyón, y solo salva, con buen criterio, a Unamuno, y en parte a Pardo Bazán y Valle-Inclán.

Pero también es una historia sobre la amistad, sobre la continua guerra de egos que constituye la amistad entre artistas, o aspirantes a serlo, sobre la sutil colección de heridas, de agravios, que supone cualquier amistad, sobre la inseguridad patológica asociada a una infantil megalomanía inherente a todos los artistas, por mediocres que sean. Un ajuste de cuentas de Catá con la figura del Maestro, del artista reconocido, y también con la del artista marginal, luego también un ajuste de cuentas consigo mismo y con sus ambiciones, decepciones. “El malogrado” de Bernhard sin eufemismos, con una profundidad, lucidez, psicológica, que asustan, que te ponen delante del espejo, en el reflejo de un charco. Una ciénaga tan extendida, generalizada, que sirve de análisis de la idiosincrasia de España, y de los españoles, sin necesidad de hacer discursos, ni rasgarse las vestiduras a lo Ganivet, a lo Unamuno, a lo Picavea, a lo Eugenio Noel. Con la ventaja, con la grandeza, del sarcasmo, del humor sangrante y sutil, no exento de ternura hacia sus personajes, que recuerda a otro personaje genial, Juncal, no cuesta imaginarse a Francisco Rabal interpretando al diplomático Pelayo González, es más, no me imagino a otra persona interpretándolo. Las frases, sentencias, definiciones, que suelta Pelayo González a bocajarro, son de antología, del pensamiento paradójico, del humor. Desconozco si es el mejor libro de Hernández Catá, todavía me faltan muchos por leer, pero desde luego “Pelayo González” desmonta la opinión generalizada de que era solo un gran cuentista, que lo es [su mejor cuento “Los chinos” lo podéis leer en el Apéndice, página 279], también es un gran novelista, y “Pelayo González” una novela fundamental, seminal, importante, el primer gran paso de la literatura española para cumplir el mandato, recomendación, de Unamuno, el de españolizar, acastizar, Europa, con sus propias armas. Novela regeneracionista en su sentido amplio, desmitificador.

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Un ensayo construido a base de aforismos, de charlas de taberna, de filosofía de borrachos, que refleja la volubilidad, inconsistencia, relatividad, el dogmatismo cínico, de las ideas de los españoles, lo cual nos honra. La divisa de Pelayo González es la divisa de España, del pensamiento, de la cultura, española: “inutilidad, cansancio de estar quieto, y temor de moverme”. La santa, mística, pachorra del castellano, que desde fuera puede ser confundida con sabiduría, con estoicismo. El escepticismo tolerante, hedonista, de Anatole France, de Antonio Machado, que con “Abel de Mairena” pare una especie de segunda parte de “Pelayo González”, pero bastante menos estructurada, lo mismo se puede decir del Max Estrella de “Luces de Bohemia” de Valle, también directa consecuencia del libro, y del personaje de Catá. Tampoco Catá está libre de influencias, algo de lo que solo se salva Dios. Aunque si son ciertos los rumores que afirman que Dios es español, la sombra del plagio nunca se puede descartar. El verdadero escritor escribe como respira, como anda, como mea, también como lee. La tradición es la ropa interior del escritor, no un abrigo de pieles, el plagio. El salmantino Hernández Catá explicita sus referencias, sus lecturas, y sus opiniones sobre la escena literaria de su tiempo, incluso hay cameos dentro del libro de Galdós, Dicenta, Retama y Valle-Inclán, por duplicado, o triplicado. Hernández Catá como Hernández Catá en las notas a pie de página, el escéptico protagonista Pelayo González, y los discípulos Luis, Julián y Emilio, el aspirante a escritor lírico, el lector cínico escritor mediocre que ejerce de crítico inmisericorde, y el aspirante a escritor moderno, para que el choque entre las viejas ideas sobre la creación literaria y las nuevas sea más evidente. “Pelayo González” se podría calificar como metaliteratura, como literatura dentro de literatura, como “El Quijote” o “Niebla”, entre muchos otros. Un ejercicio de mixtificación literaria, que utiliza recursos tan modernos como la inserción de narraciones dentro de la narración, de pequeños ensayos, de aforismos, de monólogos, de continuas digresiones, bifurcaciones, los dos relatos de la infancia de Pelayo González, las dos cartas desde Toledo parodia del género epistolar de viajes, de diálogos que funcionan como acción, en definitiva la palabra, el lenguaje, las ideas, como protagonistas absolutas del libro. Comprensible que a pesar del reconocimiento de su importancia por parte de la crítica y de los escritores contemporáneos a Hernández Catá, cosa poco habitual, el libro no gozara de demasiado predicamento entre el público, acostumbrado a productos más accesibles, convencionales. A “Pelayo González”, como todo libro adelantado a su tiempo, le ha pasado lo que a la cita de don Melitón Martín incluida en el propio libro: “Quien se adelanta a su siglo no espere justicia de sus contemporáneos: la luz de repente ciega.” ¿Y cuáles son las influencias, el origen, del libro? La respuesta hay que buscarla en el libro, “(en boca de Emilio) ¡Oh maestro unigénito de aquel incomparable abate Coignard, muerto por la mano aleve de Mosaïde, en la carretera de Lyon, a fines del glorioso siglo XVIII!”, “al nunca bastante llorado Jérôme Coignard”, “El figón de la reina Patoja” (1892) y “Opiniones del Abate Coignard” (1893) de Anatole France, el escritor más leído de la época, también en España, y el más denigrado posteriormente por los surrealistas franceses, en España la víctima del recurrente matar al padre fue Juan Ramón Jiménez, y en concreto el genial, vanguardista, “Platero y Yo”. Menos mal que Kundera entonó el mea culpa y escribió un desagravio focalizado en uno de sus mejores libros, “Los dioses tienen sed” (1912), una crónica desmitificadora de la Revolución Francesa. La rehabilitación, ponderación verdadera, de Juan Ramón Jiménez, de “Platero y Yo”, libro adulto donde los haya, como todo libro centrado en la muerte, todavía está pendiente. La diferencia entre el libro de Anatole France y el de Hernández Catá, entre literatura francesa y española, la establece brillantemente el futurista Juan Mas y Pí:

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“Coignard, el señor abate Gerónimo Coignard, aquel hombre rebosante de ciencia y de bondades, cuya vida y opiniones ha relatado el ingenio de Anatole France [“Opiniones del Abate Coignard”], no sería tan ligero, burlón e inconsciente, si en vez de ser francés, con todo el carácter frívolo de su raza, perteneciese a cualquier otro país. Nacido en Alemania, criado en Italia, el ambiente seco de las viejas ciudades germánicas o la transparencia y diafanidad del cielo italiano, habrían modificado su espíritu, y en el fondo y en la forma sus enseñanzas hubieran sido muy diferentes de lo que son en el temperamento francés. Pasando a España, habiendo nacido en cualquier rincón de la península, Gerónimo Coignard habría perdido algunas de sus cualidades características para gozar de otras; habría sido más grave, más reposado; sus paradojas habrían sido menos brillantes pero indudablemente más certeras, ya que el brillo quita a la idea su calor y su fuerza; y en muchos sus ideas todas habrían sufrido un notable cambio, porque en su vida no hubieran existido la señora Pigoreau, ni Catalina, ni Jahel. De haber sido un contemporáneo nuestro, el clásico misoginismo de nuestros pensadores, no se habría conmovido ante las gracias de una bailarina de garrotín. El abate Coignard, español y contemporáneo nuestro, no hubiera visto desfilar por el horizonte de su vida otra mujer que la patrona de la casa de huéspedes. Todo aquel artificio del abate galanteador y presuntuoso que es el buen señor Coignard, habría sufrido una enorme transformación si la suerte hubiese querido hacerle nacer en la vertiente meridional de los Pirineos. Menos literario, menos decorativo, habría sido una figura más próxima a la realidad, porque en su alma cabría un poco más de ensueño, desalojando esa agria ironía que a veces duele como un golpe y otras veces amarga como la hiel. Coignard, español y contemporáneo nuestro, pensaría y obraría como Pelayo González [...]. Hay en esta obra rasgos “coignardescos”, transformados por el tiempo, modificados substancialmente por el medio. Es el mismo espíritu, después de una evolución de trescientos años, porque aun cuando a veces haya ciertas aproximaciones en la idea, más o menos visibles, algo separa los dos caracteres, abriendo entre ambos un enorme abismo. No solamente hay entre Coignard y González la distancia que media entre France y Hernández Catá, sino la diferenciación del medio, del ambiente, todo eso que imposibilita a un hombre ser en París lo que es en Madrid y viceversa. “Pelayo González” puede ser considerado como un reflejo de la vida madrileña contemporánea, es un documento del alma española, una importantísima contribución al estudio del pensamiento peninsular en este momento de graves problemas. Las mismas coincidencias con otras obras, sus puntos de contacto con Anatole France, sirven admirablemente para la mejor comprensión de ese estudio de psicología colectiva. Toda España, poco a poco, ha venido sintiendo la influencia del pensamiento europeo en estos últimos años. Todos, hasta los más apegados a la ley de la raza, como ese rectoral Unamuno, que pretende “africanizar” a Europa, deben su energía, su actividad, el impulso ardiente de sus paradojas a influencias externas (Unamuno ha traducido para su uso al sueco Kierkegaard y al traducir la letra de sus libros se ha adaptado su espíritu). Por esto mismo, “Pelayo González” es un excelente reflejo de la mentalidad española que, arrastrada por la necesidad del momento, adopta a su manera de ser las modalidades salientes de otros países y otras razas; pero,

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insensiblemente, con ese fuerte poder de conquista que parece propio de lo español lo transforma, y al modificarlo lo hace suyo de verdad. En Pelayo González hay un poco del viejo pícaro; sus comparaciones son siempre un poco a ras de tierra y su vida se distingue más por la exactitud de la observación que por la espiritualidad del concepto. A pesar de todo, piensa bien y al través de sus paradojas, se ve el ansia de vuelo que en el ambiente del café madrileño se contiene para no despertar las burlas de los demás [...]. Pelayo González, cuyas ideas, hechos y muerte nos relata Alfonso Hernández Catá, es un español de pura cepa. Toda la vieja fantasía lírica se transforma en él en desilusión, desencanto y amargura, [...] en la vida y en la muerte del grande hombre hay algo de la poderosa fuerza atávica que en España es conformidad y resignación. [...] Coignard, español y contemporáneo nuestro, no puede ser otra cosa de lo que es Pelayo González.” Juan Mas y Pí (La Cataluña, 30 de julio de 1910)

Primera edición de 1909

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El espíritu del hedonista, mujeriego, hombre de acción, Coignard, que recuerda, y mucho, a la picaresca española, al magistral Lazarillo de Tormes, flota sobre el libro, también parte de su cuerpo. El personaje de Bárbara, la madre del narrador en el envejecido libro de Anatole France, recuerda mucho a Eduvigis, la patrona de Pelayo González. Anécdotas similares: “No tengo ninguna necesidad de comer –dijo el hombre-, y me es sumamente fácil pasarme un año, y aun mayor tiempo sin tomar otro alimento que cierto elixir cuya composición sólo es conocida por los filósofos.” (Anatole France). “En Francia fui presentado a un químico autor de dos procedimientos para sustituir ventajosamente con pastillas de escaso volumen todos los alimentos naturales; era enjuto, lánguido, casi traslúcido, y ofrecía la participación de sus fabulosas ganancias a todo el mundo; a mí me confesó su secreto alquimístico después de un almuerzo compuesto de abundante carne y de legumbres.” (Hernández Catá). Y el episodio de la Venus Plebeya de la infancia puede tener su origen, inspiración, en este párrafo: “Un recuerdo contribuyó a revestirme la tienda del señor Blaizot de su encanto misterioso. Y fue que un día, siendo aún muy joven, vi por primera vez una mujer desnuda. La veo aún. Era la Eva de una Biblia en estampas. Tenía un gran vientre y las piernas un poco cortas, y hablaba con la serpiente sobre un paisaje holandés. El dueño de aquella estampa me inspiró desde luego una consideración que se sostuvo en lo sucesivo, cuando adquirí, gracias al señor Coignard, el gusto de los libros.” La definición que hace Anatole France de su personaje también resulta perfecta para definir a Pelayo González: “No se exceptuó bastante del desprecio universal que le inspiraron los hombres. Faltóle la magnífica ilusión que sostuvo a Bacon y a Descartes, quienes después de no creer en nadie acabaron por tener fe en sí mismos. Dudó de las verdades que llevaba consigo y sembró sin solemnidad los tesoros de su inteligencia. No alentó en sí, como todos los confeccionadores de ideas, la convicción de hallarse por encima de los mayores genios. Es un defecto imperdonable, porque la gloria solo se ofrece a los que la solicitan. En el señor abate Jerónimo Coignard constituía este rasgo de carácter una debilidad y una inconsecuencia; puesto que llegaba a los últimos límites en audacia filosófica, no debía tener escrúpulos en proclamarse el primero de los hombres; pero su corazón era siempre sencillo y su alma cándida, y aquella insuficiencia de un espíritu que no supo remontarse le ocasionó un perjuicio irreparable”. La diferencia abismal es que el filósofo de taberna Pelayo González es mucho más austero, ascético, un sibarita, no un hedonista, un mujeriego, un hombre de acción, como Coignard.

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De todos modos el origen de Pelayo González hay que buscarlo en la propia biografía de Hernández Catá, en su periodo bohemio: “el señor Hernández Catá, hoy cónsul de Cuba y entonces valeroso asaltante del zaquizamí de Pueyo [Gregorio Pueyo, librero de viejo, editor modernista y mecenas de la bohemia madrileña, el Zaratustra de Valle], de cuya magnanimidad extraía para irse a algún café a laborar en su libro Pelayo González” (Emilio Carrére, Madrid Cómico, 1911), y en su obra, el paradójico protagonista del cuento “El sabio”, publicado en la revista “Por esos mundos” en 1905, es una especie de precuela: “Estaba su caserón situado en una de las calles extremas de la villa. Y decían de él las comadres de la vecindad no haberle visto, desde hacia muchos años, en otro sitio que apoyado en el ventanal de la biblioteca, espaciosa habitación en el ala del edificio que daba frente a la parte más frondosa del jardín. Era enjuto de carnes, alto y algo encorvado de cuerpo, de rostro duro y canosa barba que se unía con su escasa y enmarañada cabellera; ojos brillantes náufragos en ojeras dilatadas ó intensas, y cejas espesas, casi juntas, que parecían separar del resto de la cara su frente amplísima parcelada por profundas arrugas paralelas. Descendía de linajuda y acaudalada familia, y su padre, atendiendo a sus deseos e inclinaciones de hijo único, le envió desde muy joven al extranjero, donde en el seno de un colegio de jesuitas pudo el mozo, sin trabas ya, continuar la verdadera fiebre del estudio que desde que tuvo uso de razón le acometiera” [el cuento completo se puede leer en el Apéndice, página 221]. No hay que ser un lince para deducir que Pelayo González es el alter-ego de Hernández Catá, y para establecer que comparten opiniones, reflexiones, paradojas. De hecho varios de los aforismos de Pelayo González recogidos en la edición definitiva, 1922, en la parte final que recoge todos sus escritos, aparecen firmados por Hernández Catá en su sección de aforismos “Aljófar” [se puede leer íntegramente en el Apéndice, página 233] dentro de la revista “Mundo Gráfico” (1918-1921). Si fuera un par de ellos se podría calificar de casualidad, pero son unos cuantos: “Pocas cosas tan admirables como el fonógrafo; pocas más antipáticas que un fonógrafo.” “La Historia es un nombre fantástico escrito con nombres verdaderos.” “La mayor parte de los consejos no son sino ejemplos abortados.” “Hay escritores que se pasan media vida aprendiendo cómo se deben decir las cosas, para luego no tener cosas que decir.” “El amor se pinta ciego, no tanto por lo que deja de ver, cuanto por lo bien que acostumbra a servirse del tacto.” “Todos los vicios se desarrollan mejor durante los viajes.”

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“El miedo al ridículo es uno de los más potentes frenos que detienen la energía humana.” “Un hombre sin defectos es como un cuadro sin claroscuro.” “La vanidad es la presunción de lo que no se tiene, el orgullo, la conciencia de lo que se tiene... y de lo que falta.” “Muy pocos piensan antes de hablar; algunos sólo piensan cuando hablan, y muchos no piensan ni cuando hablan.” “La estupidez ha producido casi tantos dolores como la crueldad.” “Ser resignado o ser rebelde sólo depende de la dirección en que se mire.” “No condenemos con airada pasividad a los Caínes; acaso Abel no fue tan bueno como dicen las Escrituras, cuando no supo desenconar y trasmutar la fraternal envidia, que es siempre triste confesión de inferioridad.” “Hay viejos que parecen estar en el mundo para quitar a los hombres el miedo a la Muerte.” “Esos hombres que dan la mano cartilaginosa de una manera blanducha, esquiva, parecen, más que débiles, estar esperando una distracción del interlocutor para apretarle ellos a mansalva.” “Para probar a los amantes de la justicia, hay que esperar a que la injusticia los favorezca.” “¡A cuántas citas de amor se acude con el secreto de no encontrar a nadie!” “La repugnancia que en materia de amor suscitan los calvos viene de que el amor es una superabundancia de vida y la calvicie es un esfuerzo del esqueleto por manifestarse.” “Los pequeños dolores dejan ocasión a la queja, a la protesta, a la elocuencia; los grandes exigen la totalidad de la energía humana para sufrirlos.” “Ningún gesto se parece tanto al de la meditación como el de no estar pensando en nada.”

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“La sinceridad limita por el sur con la candidez y por el norte con el cinismo.” “Muchos creen que para ser inteligente basta con suponer tontos a los demás.” “Una santidad sin tentaciones nos produce la misma impresión de pequeñez que un mar sin olas.” “Nada tan triste y baldío como esos talentos obstinados en parodiar al genio.” “La Humanidad ha sacado mucho más beneficio de las verdades provisionales que de las verdades eternas.” “Ningún equívoco tan dramático como el del hombre que le pide a una mujer un rato y se oye ofrecer la eternidad.” “El Carnaval es una de esas fiestas que todos acatamos y que pocos podrían defender. Filosóficamente, el hombre embriagado es menos peligroso que el enmascarado: el ebrio sólo trata de no reconocerse a sí mismo; el otro trata de nos ser conocido por los demás.”

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La simbiosis no se produce solo con el personaje de Pelayo González, también con el de Julián Gener, los dos sonetos que le atribuye en el libro, el Díptico Sacro, uno dedicado a San Francisco de Asís y el otro a Ignacio de Loyola, fueron publicados con anterioridad por Hernández Catá, bajo su nombre, en el periódico “La Libertad” (12-5-1920). Luego “Pelayo González” es un libro en construcción, que de 1909 a 1922 se va enriqueciendo, ampliando, con la evolución personal, ideológica, estilística, de Hernández Catá.

Segunda edición, 1917

El libro también retroalimenta, propulsa, la obra de Hernández Catá, frases de Pelayo González aparecen en su libro “El bebedor de lágrimas”, 1926, y tiene un par de consecuentes o spin-offs, el cuento o fábula sin moraleja, “Una fábula de Pelayo González” [lo podéis leer en el Apéndice, página 227], publicado en el periódico “El Liberal” (04-10-1909), más tarde dentro de la segunda edición ampliada del libro “Cuentos pasionales” fechada en 1910, un año después de la primera publicación de “Pelayo González” (1909), y posteriormente también en ABC bajo el título de “La onza de Gregorio” (19-11-1916) . Primera porque su edición más conocida, difundida, es la tercera en Mundo Latino, de 1922, bajo el epígrafe de definitiva, que más bien habría que calificar de ampliada .

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Tercera edición, 1922 Es en esta tercera edición donde aparece al final el segundo consecuente, derivada, dentro de una especie de bibliografía ficticia de las obras no publicadas, ni tan siquiera escritas, por el inédito Pelayo González. En ella aparece el misterioso título de “Zoología pintoresca”, que no aparecía en la primera. Libro inspirado, o evolución, de “Historias naturales” (1894) del gran escritor francés Jules Renard (también inspiración fundamental, y reconocida, prólogo de “Total de greguerías” (1955), de Ramón Gómez de la Serna), que finalmente publicó Hernández Catá en 1919, previamente en partes en ABC, en el suplemento Blanco y Negro, en 1918, y que si hacemos caso a esa bibliografía, habría que atribuir a su heterónimo Pelayo González, que en un acto de justicia poética, finalmente termina publicando, post-mortem, cumpliendo el deseo, necesidad, de todos los lectores del genial “Pelayo González”, hablo tanto del libro como del personaje, que como Don Quijote, acaban siendo uno, y trino. Algunos párrafos de “Zoología pintoresca” ya aparecían en la segunda edición (también en la primera, el del los gatos y los loros) la de Sopena, 1917, párrafos eliminados en la versión definitiva, 1922, en concreto éstos:

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“Loros, bajo la pompa multicolor de vuestro plumaje, ¿que ocultáis? Seríais en vuestra fauna un equivalente a lo que es el Tartufo de Molière en la nuestra, si velaseis el menor tesoro de inteligencia tras vuestro continente estúpido. Loros de ojos veloces y de pico rapaz, loros amados de las viejas, loros que amenizáis el celibato de cuantas son como frutas pasadas en el árbol, loros que, con la petulancia de un sargento, repetís pertinaces frases dentro de las jaulas plateadas o encima de los hombros de vuestras dueñas, donde fingís un halcón sin bizarría: a pesar de la disposición milagrosa que os permite articular sonidos del lenguaje humano, sois desdichados, sois ridículos, sois dignos de la piedad de los otros animales. Sólo el mono diera con gusto su cola por adquirir la virtud de hablar cualquiera de esas palabras dichas por ti con aire imbécil. La mosca perseguida por los niños y viendo hasta los más pequeños objetos agigantados por sus ojos prismáticos, la gallina reina en el corral pero siempre en espera de que la mano del verdugo tuerza su cuello o robe el perfecto estuche que había de romper el pico de su hijo, la minúscula hormiga, el can regalado, todos, se negarían a cambiar por la tuya, sus vidas. ¡Es tan amarga la yema de huevo cocido que te ofrecen! ¡Son tan crueles las risas con que celebran tus remedos! Has nacido esclavo, cual niño fenomenal siempre hostigado por la curiosidad de las gentes. Un secular vasallaje ha atrofiado tus patas y tus alas: éstas no más sirven para ofrecer al sol y a las lámparas un campo policromo donde jueguen sus luces, y tus pobres patas que nada saben del albedrío de caminatas libres, sostienen la ignominia de tu belleza sobre la jaula o sobre el hombro. ¡Ridículo pedestal para un ser alado el hombro de una vieja! La Naturaleza, pródiga en saña, te ha otorgado la longevidad. Si tuvieras un halo de inteligencia en tu cabeza estrecha y algo de ímpetu dominador en tu pico, tan corvo que sólo parece poder picar tu pechuga, ¿no anhelarías trocar toda esa semi eternidad necia, por una hora de vuelo libre, por una palabra consciente? Pobres loros cuya única venganza consiste en picar el dedo y obligar a limpiar la prisión a quien os tiraniza, habéis nacido para el calor; hace muchos años, en los bosques vírgenes cuyas augustas calmas turbabais con la garrulería de vuestros gritos—aun, para fortuna vuestra, gritos salvajes —fuisteis sin duda dichosos; pero ahora os arrancan de los trópicos para llevaros a países fríos donde el brillo de vuestro plumaje se amortigua, y os llevan uno a uno, condenados a una castidad bárbara... Loro, pobre loro bajo cuyo plumaje magnífico palpita una vida vulgar; pobre loro que teniendo alas no vuelas, pobre prisionero de la plateada jaula; cuando tu dueña te acaricia y con voz artificiosa repite: «Lorito real, lorito real»... ella no piensa que, en efecto, tú puedes representar el triste símbolo de los reyes...” “He conocido un mono prodigiosamente inteligente. Le llamaban Califa, pero no respondía jamás. Su dueño, un domador, estaba indignado contra él porque se resistía a ponerse unos pantalones y un sombrero de copa para tomar parte en la pantomima; estaba indignado contra él porque sentía que le era superior. Aquel mono se había obstinado en andar siempre en cuatro patas. Era peludo, huraño; la vivacidad de sus muecas no tenía la expresión ladina y cómica que les es peculiar. El látigo del domador, estéril como el tormento de los inquisidores, no pudo hacerle abjurar su fe. Asesino, aquel mono hubiera desdeñado el trato con personas honradas; negro, hubiera preferido untarse carbón molido para sostener su superioridad sobre los blancos, al servilismo de embadurnarse con polvos de arroz. Y el domador, incapaz de comprender todo esto, multiplicaba sus castigos para hacer desprender a Califa de su espíritu veraz, que lo llevaba a no querer aparentar lo que no era. Califa y su dueño no pudieron nunca entenderse: no se hubieran tampoco entendido a ser dos hombres o dos monos. A pesar de que la terquedad de Califa era constante, la cólera del domador al

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verse desobedecido variaba, y un día fue tan violenta que el mono quedó muerto bajo los latigazos. Aquel mono, obstinado en no dejar de parecer un animal, fue muy inteligente. Si hubiera podido hablar, habría protestado contra la pretensión de Darwin; aquel mono tuvo siempre miedo de que lo creyeran un hombre.” “Entre los animales familiares al hombre, ninguno de tan vigorosa personalidad como el gato. A pesar del largo tiempo de su convivencia, nada ha podido la sociabilidad en él. No transige con las costumbres de los hombres; para devorarlos le falta potencia, no deseo; permanece fiel a los ritos herméticos de su casta, y sólo en raras ocasiones se somete a la domesticidad para servir de distracción o de elemento cómico explotable a un propietario. El perro se posee, el gato no: casi se puede afirmar que es el propietario de la casa, el que tolera a los demás habitantes, haciéndoles pasar por el desdén o por la cólera de su mirar oblicuo. Sabe cuanto puede esperar de los hombres, y jamás toma el cariño de ellos ni otorga el suyo: ama las viviendas, las habitaciones confortables que quizá llena él con su espíritu singular aún más imperativo que el del hombre. El gato no será nunca ortodoxo como el perro—. ¿Hay quien duda que los perros son incapaces de negar ningún dogma reconocido por la colectividad en donde come? — Carecen de humildad, son reservados y, cuando en las veladas, trabaja el que se cree su dueño y él le observa en una actitud a la vez cómoda y vigilante, su mirada penetra más que el juicio de ningún filósofo. El perro posee la hipocresía transparente del asno, la mansedumbre de la vaca, el espíritu práctico y embrollador de las arañas, la doméstica utilidad del caballo; comprende las cosas vulgares y es fácil a la adopción de nuevas costumbres. El gato tiene la aparente docilidad de las mujeres. Si un desconocido ataca a su dueño, el perro defiende a este último, porque le ha visto más veces, por haber recibido de él algunas tajadas, algunos pescozones. El gato piensa: «Son dos enemigos que se despedazan: maullemos de gozo». Y, caso de verse forzado a intervenir, su genio sutil llevaríale a auxiliar al desconocido, de quien espera el bien y el mal y de quien tiene tiempo de vengarse o de huir. El perro nace con el signo de vasallaje: sus dientes que desgarran, no tienen supremacía sobre su lengua que adula; es más indiscreto que un periódico. El gato, sobre todo esos gatos famélicos de cuerpo tan vibrante, elástico y fluido como una idea, jamás se permiten confianzas: son correctos y recelosos cual un diplomático inglés; son fríos como un erudito; las hoces de sus uñas, siempre apercibidas, se ocultan en la blanda apariencia de las patas. ¿Quién puede descifrar el misterio de sus ojos radiados de oro, y al mismo tiempo fosfóricos y verdes? Cada gato es una esfinge viva. Todo en ellos es educación, pero no esa educación vulgar cuyo fin es tolerar a los demás y ser tolerados por ello, es una educación científica, un cultivo interior. Semejan a esos sabios que no saben penetrar en una sala ni quitarse el sombrero. Engendran a sus hijos sobre el nivel de los hombres, bajo el dosel del firmamento. Poseen en su cuerpo el potente misterio de la electricidad. Son ásperos, son retráctiles... Pienso que hay en el gato una fuerza de desdén, de concepto de la vida, una posesión de secretes, que le haría el más fuerte de los animales —más que el paciente elefante, más que el mamut fabuloso—, a no existir el gusano...” “Una investigación han olvidado los naturalistas y los teólogos: saber si el castigo de la confusión babilónica cayó también sobre los animales. La razón de que los animales no coadyuvaran con los hombres en el propósito de erigir la torre, cuya era la cima que debía hendir la bóveda del cielo, no debió detenerles. ¿Consta que fueron pervertidos los animales en tiempo de Noé? Y, sin embargo, Jehová los hizo perecer a todos en el desbordamiento del Diluvio.

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Se sabe que los animales se entienden. Ya desde niños tenemos esa certeza al ver que en la hilera de hormigas las que van detienen a las que marchan en sentido opuesto, como diciéndoles: «Hay una miga jugosa que acarrear», o bien: «Tened cuidado, hermanas: un tacón implacable acaba de aplastar el hormiguero»; se sabe qué gestos, trinos, alaridos, frotamientos y topetazos forman la lengua maravillosa que sólo ha conocido entre los hombres el rey amante que fue cambiando poco a poco su sabiduría por besos de mujeres; el rey por quien la bella reina de Saba cruzó el desierto para llevarle sobre los corvados camellos, bajo el fuego del sol y el gallardo hieratismo de las palmeras, la ofrenda de su oro, de su pedrería, de sus perfumes, y la suprema ofrenda de su hermosura. El hombre más inteligente de Londres pasaría enorme fatiga para hacerse entender del hombre más inteligente de Pekín; apenas pueden andarse cien leguas sin que esta dificultad de inteligencia separe los talentos y debilite su eficacia. Para comparar con esta imperfección que nos impuso la divinidad, por querer en tiempos prehistóricos alzar una torre menos alta que cualquier «rasca cielo» de New-York, el estado de los seres vivos inferiores, debieron los teólogos y los naturalistas averiguar si los animales tienen su esperanto o si están en la misma situación que nosotros. Seña interesante saber si un burro de Londres y otro de Pekín, o uno de la Patagonia y otro de Cafrería se entienden lo mismo que dos buenos burros comensales del mismo pesebre. He aquí la mayor vergüenza que pudiera aún sufrir la especie humana.” Los cambios con respecto a la primera edición de los Hnos. Garnier tampoco son demasiado significativos. La eliminación de un aforismo: “El alcohol es un prestamista que no exige garantías, por que cobra intereses exorbitantes”. El cambio en el título de la tercera historia de la infancia de “Vasallaje a S. M. el Mar” por “El alma violada”. Cambio de la frase: “Como haber tontos aun los hay; lo difícil es encontrarlos” por “Para cada engaño hay un tonto; la cuestión está en dirigirse a él directamente, pues, de otro modo, se pierde siempre el tiempo, y algunas veces, la libertad”. Varios párrafos dentro de la recopilación de escritos de Pelayo González del final, que en la primera están numerados, que desaparecen en la tercera: (XVIII) “El abogado es el animal más nocivo a una sociedad edificada sobre la justicia. Un tribunal los habilita para defender a todo inocente o culpable. Jamás se ha dado el caso de que ningún criminal, aun el más feroz, haya dejado de hallar abogado que lo defienda. Serían dignos de envidia, por exorables, por convencidos de nuestra fatal deriva hacia el pecado, a no convencerse — con solo nombrarlos fiscales con emolumentos mayores a los obtenidos por defensas, — de que carecen de piedad y de que disponen de la máscara de Salomón y de Linch. Los asesinos y ladrones debieran formar un sindicato para contrarrestar el de los abogados con éste lema: «Federación de hombres « ligeros » contra « hombres sin escrúpulos. » Sería un lema que los retóricos podrían copiar como ejemplo de eufemismo. Si en España degollasen a todos los abogados enemigos del Derecho, los pocos españoles que quedaran podrían emprender la regeneración ibérica. (Nunca, y eso que no soy abogado, me he podido explicar este sañudo deseo del maestro).” (XXIII) “ Cada libro es una ventana abierta a la desconfianza. El libro

— calificado por un sabio de opio de occidente, — puede representarse en una mujer que canta mágicas canciones de ensueño y de olvido, mientras envuelve a quién la

escucha en el múltiple abrazo de una serpiente cuya cabeza triangular segrega dos paralizadores líquidos: la duda y la inquietud.” (XXIV) “Los loros. — Bajo la pompa

multicolor de vuestro plumaje, ¿que ocultáis? Seríais en vuestra fauna un equivalente a lo que es el Tartufo de Molière en la nuestra, si velaseis el menor tesoro de inteligencia

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tras vuestro continente estúpido. Loros de ojos veloces y de pico rapaz, loros amados

de las viejas, loros que amenizáis el celibato de cuantas son como frutas pasadas en el árbol, loros que, con la petulancia de un sargento, repetís pertinaces frases dentro de

las jaulas plateadas o encima de los hombros de vuestras dueñas, donde fingís un halcón sin bizarría: a pesar de la disposición milagrosa que os permite articular

sonidos del lenguaje humano, sois desdichados, sois ridículos, sois dignos de la piedad de los otros animales. Sólo el mono diera con gusto su cola por adquirir la virtud de

hablar cualquiera de esas palabras dichas por ti con aire imbécil. La mosca perseguida por los niños y viendo hasta los más pequeños objetos agigantados por sus ojos

prismáticos, la gallina reina en el corral pero siempre en espera de que la mano del verdugo tuerza su cuello o robe el perfecto estuche que había de romper el pico de su

hijo, la minúscula hormiga, el can regalado, todos, se negarían a cambiar por la tuya, sus vidas. ¡Es tan amarga la yema de huevo cocido que te ofrecen! ¡Son tan crueles las

risas con que celebran tus remedos! Has nacido esclavo, cual niño fenomenal siempre hostigado por la curiosidad de las gentes. Un secular vasallaje ha atrofiado tus patas y

tus alas: éstas no más sirven para ofrecer al sol y a las lámparas un campo policromo donde jueguen sus luces, y tus pobres patas que nada saben del albedrío de caminatas

libres, sostienen la ignominia de tu belleza sobre la jaula o sobre el hombro. ¡Ridículo pedestal para un ser alado el hombro de una vieja! La Naturaleza, pródiga en saña, te

ha otorgado la longevidad. Si tuvieras un halo de inteligencia en tu cabeza estrecha y algo de ímpetu dominador en tu pico, tan corvo que sólo parece poder picar tu

pechuga, ¿no anhelarías trocar toda esa semi eternidad necia, por una hora de vuelo libre, por una palabra consciente? Pobres loros cuya única venganza consiste en picar

el dedo y obligar a limpiar la prisión a quien os tiraniza, habéis nacido para el calor; hace muchos años, en los bosques vírgenes cuyas augustas calmas turbabais con la

garrulería de vuestros gritos—aun, para fortuna vuestra, gritos salvajes —fuisteis sin duda dichosos; pero ahora os arrancan de los trópicos para llevaros a países fríos

donde el brillo de vuestro plumaje se amortigua, y os llevan uno a uno, condenados a una castidad bárbara... Loro, pobre loro bajo cuyo plumaje magnífico palpita una vida

vulgar; pobre loro que teniendo alas no vuelas, pobre prisionero de la plateada jaula; cuando tu dueña te acaricia y con voz artificiosa repite: «Lorito real, lorito real»... ella

no piensa que, en efecto, tú puedes representar el triste símbolo de los reyes...”. (XXVII) “En el crimen se castiga la pasión, no el hecho. El asesino mata por su

voluntad, con inquina, el verdugo mata por la voluntad de los otros, sin coraje; el anarquista mata por la decisión de un comité vasto, en nombre del altruismo.

Consecuencias: Un asesino es más humano que un verdugo; el anarquista es un asesino filosófico”.

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Los añadidos con respecto a la primera edición también están situados en la recopilación de escritos de Pelayo González, son los siguientes:

*

Los pequeños dolores dejan ocasión a la queja, a la protesta, a la elocuencia; los grandes exigen la totalidad de la energía humana para sufrirlos.

* La felicidad es casi siempre algo que no se ha conseguido aún o algo que se ha perdido ya.

* Nada ayuda tanto a odiar la guerra como meditar en la terrible desproporción de tiempo y esfuerzo que existe entre crear y destruir.

* En el trato individual es casi siempre más agradable un escéptico que un fanático; pero el progreso humano debe mucho más a éstos que a aquéllos. El escéptico es el crítico; el fanático, el creador.

* De tal modo tiene toda separación algo de muerte, que muchas veces, al partir los trenes o los buques, se oye hablar délas cualidades de quienes se alejan, no en presente, sino en pretérito.

* La mayor parte de los consejos no son sino ejemplos abortados.

* Todos los vicios se desarrollan mejor durante los viajes.

* Hay escritores que se pasan media vida aprendiendo cómo se deben decir las cosas, para luego no tener cosas que decir.

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* El amor se pinta ciego, no tanto por lo que deja de ver, cuanto por lo bien que acostumbra a servirse del tacto.

* Un hombre sin defectos es como un cuadro sin claroscuro.

* La lluvia es un elemento gubernamental.

* Muy pocos piensan antes de hablar; algunos sólo piensan cuando hablan, y muchos no piensan ni cuando hablan.

* Los deleites materiales adquieren a menudo un carácter violento, porque entrañan siempre un triunfo contra el «destino» de la materia; muy pocas partes de nuestro cuerpo son aptas para hacernos sentir un gran placer, mientras que en todas podemos sufrir un gran dolor.

* La estupidez ha producido casi tantos dolores como la crueldad.

* El miedo al ridículo es uno de los más potentes frenos que detienen la energía humana.

* Los pobres de espíritu prefieren a emprender obras difíciles añadir dificultades ilusorias a las obras fáciles.

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* El concepto despótico de la riqueza no lo adquiere el rico tanto en su propia dicha como en la envidia y en la tristeza de los pobres.

* Ningún gesto se parece tanto al de la meditación como el de no estar pensando en nada.

* La sinceridad limita por el sur con la candidez y por el norte con el cinismo.

* Muchos creen que para ser inteligente basta con suponer tontos a los demás.

* Las dos grandes ideas del origen del hombre se concilian: hay hombres que provienen del mono, y es imposible dudarlo al ver la vana abundancia de sus gestos y de sus apetitos; hombres hay, muy pocos, que vienen de Dios, según lo atestigua el persistente fulgor de sus almas.

* No condenemos con airada pasividad a los Caínes; acaso Abel no fue tan bueno como dicen las Escrituras, cuando no supo desenconar y trasmutar l a fraternal envidia, que es siempre triste confesión de inferioridad.

* Una santidad sin tentaciones nos produce la misma impresión de pequeñez que un mar sin olas.

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* Es inexplicable que el catolicismo se haya resignado a conservar como humanización de Dios la figura de un viejo. Un hombre maduro, en pleno vigor de facultades mentales y de virilidad, habría convenido mejor que esa figura caduca. Si la imagen de un viejo hosco corresponde a la inexorable intransigencia del Jehová bíblico, la de un anciano bonachón no se ajusta, ¡ay!, a ninguno de los efectos de Dios en la tierra.

* Hay viejos que parecen estar en el mundo para quitar a los hombres el miedo a la muerte.

* Nada tan triste y baldío como esos talentos obstinados en parodiar al genio.

* La Humanidad ha sacado mucho más beneficio de las verdades provisionales que de las verdades eternas.

* Debiera existir un premio para los que fracasan, a fin de no dejar ningún pretexto a los perezosos y a los tímidos.

* Ningún equívoco tan dramático como el del hombre que le pide a una mujer un rato y se oye ofrecer la eternidad.

* Todo lo desconocido es nuevo; pero, ¿puede afirmarse que todo lo nuevo se encuentra siempre hacia el futuro?

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*

Algunos hombres han sabido mostrarse más grandes en la defensa del error que otros en la defensa de la verdad.

* Esos hombres que dan la mano cartilaginosa de una manera blanducha, esquiva, parecen, más que débiles, estar esperando una distracción del interlocutor para apretarle ellos a mansalva.

* Para probar a los verdaderos amantes de la justicia hay que esperar a que la injusticia los favorezca.

* ¡A cuántas citas llamadas de amor se acude con el secreto deseo de no encontrar a nadie!

*

La repugnancia que en materia de amor suscitan los calvos viene de que el amor es una superabundancia de vida y la calvicie es un esfuerzo del esqueleto por manifestarse.

* Pocas cosas tan admirables como el fonógrafo; pocas cosas tan antipáticas como un fonógrafo. Y el párrafo final de la tercera edición, que no figura en la primera: “El doctor

hubiera deseado, antes de adentrarse en la greguería del café, dedicar un comentario al imperativo predominio del presente —por fútil que sea— sobre el pasado, más

cercano y henchido de importancia ideológica o sentimental. La idea le pareció difícil de explanar en frase somera, y quiso al menos cerrar con sentencioso broche su

homenaje al maestro, cuyo recuerdo iba, en ese mismo minuto, a debilitarse hasta desaparecer al choque de la vida viva... Pero como para ello sólo acudió a su mente el

Sic transit gloria mundi, y el latinajo le pareció demasiado vulgar, no dijo nada”.

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Vamos, que entre unas cosas y otras, los antecedentes y las consecuencias, no es difícil deducir la importancia capital que tiene “Pelayo González” dentro de la obra de Hernández Catá, su carácter central.

© Julio Pollino Tamayo

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PELAYO GONZÁLEZ, el español, español

El español por antonomasia, con acento en la p. Si algún despistado, o foráneo, se pregunta qué es un español, le remitiría directamente al libro “Pelayo González” del salmantino Alfonso Hernández Catá. Nadie ha reflejado la sutil ambivalencia, incoherencia, del español, con tanta brillantez, crudeza. ¿Y qué es un español? “Algo extraordinario”, que diría el Benito Galdós de ficción del prólogo del libro, un personaje de “indeterminada gallardía, ignoro si de hidalgo o de capitán de bandoleros”, “ que tanto pudo hacer, y no hizo”. La definición que hace Hernández Catá de su propio personaje, con entidad de persona, “la figura magníficamente ridícula de Pelayo González”, encaja como un guante en la mayoría de españoles, ya no digamos artistas y/o amagos: “Pelayo González fue uno de los talentos más prodigiosos, silvestres e inútiles que ha producido el siglo”. “ El talento de Pelayo González era vasto y era penetrante a la vez, más era versátil. Con frecuencia opinaba de diversas maneras acerca de un mismo hecho; y a pesar de no ser teóricamente partidario de los criterios absolutos, era víctima de la pretensión de aprisionar todas sus ideas en una forma definitiva y sobria... Pero no he sido justo al consignar su enemistad hacia los criterios absolutos: los suyos lo eran con una firmeza que hubiese hecho de él un héroe o un mártir si sus certidumbres no cambiaran a cada momento. Fue un hombre poseído apasionadamente por todas las fes, y de eso provienen sus tendencias dogmáticas apenas dulcificadas por su sonrisa y por su modestia. Sus definiciones son casi tantas como fueron los días de su existir”. “ Hablaba sin permitir hablar a su acompañante, y cuando éste levantaba la voz, el maestro, en vez de escuchar, sepultaba la cabeza meditabunda en la rugosidad de sus manos, como pensando lo que iba después a decir”. ¿No es la mejor definición, la más certera, que se ha hecho nunca de un español? ¿Y “Tendióme la diestra y salimos sin pagar los gastos” el resumen perfecto de su praxis?

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“El insigne e inservible sabio” Pelayo González es el genio en potencia que habita en el corazón de todos los españoles, el genio genio, el genio en estado puro, larvario, el genio sin obra, o publicada en rocambolescas, insignificantes, plataformas. En el caso de nuestro fenotipo paradigmático, Pelayo González, artículos sociológicos en una revista llamada “Lombroso y Jesucristo” (un amago de estudio sobre la predisposición al robo en las clases trabajadoras, evidente parodia de Lombroso). Recordar que Lombroso fue uno de los personajes más curiosos, ridículos, del siglo XIX, un criminólogo italiano que sostenía que existe una predisposición fisiológica, biológica, hacia el mal, que se ve acrecentada por la climatología, la orografía, e incluso la religión. Pero “Pelayo González” no es solo el reflejo del español ageniao, también es el de su antítesis, el pelota, el arrastrao, el discípulo, vamos el español medio. “Me acerqué al maestro, y, empañada la voz por el júbilo, le hice esta entusiasta petición: -¡Os conozco, maestro, os conozco, y quiero ser vuestro discípulo!”. “ Con la misma reverencia con que una piadosa mujer demanda de su director anímico la exégesis de un milagro, le demandé: -Maestro: quiero saber cómo vinisteis a ser uno de los hombres más ilustres del mundo”. Ese curioso fenómeno, “el hipócrita natural”, tan típicamente español, que tan pronto ensalza al Maestro, como lo vilipendia, lo traiciona, se avergüenza de él, y viceversa, atendiendo exclusivamente a intereses personales, económicos. “Anoche, cuando te acompañamos a llevar el artículo a El Mundo, oyéndote reverenciar al director –a quien medio Madrid te ha escuchado atribuirle una base de sustentación inferior a cinco pies y superior a tres-“. “Pelayo González, a quien juzgamos unas veces sabio, imbécil otras y siempre sutilmente descentrado y de intelectualidad deforme”.

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Pelayo González es un español con mayúsculas, que no se deja llevar por los “necios atavismos de su conciencia”, y que si tiene que sostener una teoría a sabiendas de su falsedad, no le duelen prendas. “Y así, sobre hechos falsos, quedó con solidez cimentado el edificio de mi gloria”. En descargo del “sabio e inútil” Pelayo González, decir que al menos no es un tolón, un inconsciente, sabe de que pie cojea, tiene capacidad autocrítica, algo que le dignifica. “Un hombre de configuración extraña, difícilmente adaptable a la forma de los acontecimientos y de las necesidades de este siglo... ni de ningún otro. Sin saber profundamente de nada, he tenido una amplia intuición. Mis ideas y mi vida no se han puesto de acuerdo jamás”. Una incoherencia, ambigüedad, doblez, profundamente españolas, que nos salvan, que remedio, tanto de la seriedad, como de la excelencia, España no es tierra de filósofos, sí de demagogos, de Don Quijote a Ortega. España es la cuna del humor, a nuestro pesar, del humor involuntario, y el libro “Pelayo González” es su manual de estilo, un tratado de filosofía humorística, humanista, de carácter visionario. Y por supuesto ni el libro, ni Hernández Catá, tuvieron justicia entre sus contemporáneos, no tuvo el favor del público, y apenas el de la crítica, salvo el de su camarilla de amigos, la habitual endogamia, clientelismo, español:

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1- “Hoy por hoy, “Pelayo González” es una obra única en España. Muchas de sus opiniones quedarán definitivamente. Algunas de sus ideas no se olvidarán nunca. Y esto es un triunfo para el joven escritor.” Juan Más y Pi (1910)

2- “Escritor de raza, observador, soñador y dueño ya de todos los medios de expresión, el Sr. Hernández Catá puede y debe dar cualquier día a las letras hispanas una obra maestra.” Benito Pérez Galdós

3- “Caracterizan a este escritor la fuerza y la sobriedad del estilo y la visión penetrante.” Emilia Pardo Bazán

4- “Hay en el estilo del Sr. Hernández Catá fuerza evocativa, efusión, dolor, haciéndonos sentir aquella aspereza de lima y viscosidad de serpiente de que habla Flaubert, y de lo que llamó Teófilo Gautier, en su prólogo a Baudelaire, petrarquizar lo horrible.” Gabriel Alomar

5- “Hernández Catá puede tener la justa satisfacción de haber creado un tipo en la literatura moderna. Me atrevo a predecir una larga vida a su Pelayo González, que es la obra de un hombre culto, de un artista independiente y de un estilista definitivo.” Alberto Insúa

6- “Hernández Catá no es de esos escritores que hacen libros al por mayor, a estilo de producción industrial como pueden hacerse zapatos o buñuelos. Uno de sus primeros libros, “Pelayo González”, tiene fuerte interés novelesco y filosófico; hay en él personalidad de literato y de pensador.” Gómez de Barquero

7- “Hernández Catá sabe llevar al dominio de la energía los afectos más

delicados y nobles, de tal modo, que su obra total da la impresión de una escultura vigorosa como el Moisés, de Miguel Ángel, o el Pensador, de Rodin.” Luis Araujo-Costa

8- “La fábula de “Pelayo González” es sencilla, pero con tal vigor están trazados los caracteres de los personajes que en ella intervienen, que el interés no decae ni un solo momento, produciendo al lector una sensación deleitosa.” Baleares (01-12-1917)

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9- “Pelayo González es un cínico moderno, un sabio astroso y despreocupado,

que converja en su guardilla de Madrid con algunos discípulos. La principal materia del libro son estas pláticas. Merecen señalarse por su delicadeza de factura, algunos trozos breves de paisaje que amenizan estos diálogos filosóficos de un anarquismo intelectual en que se remueve un pequeño caos, o dígase más prosaicamente, un cajón do sastre de ideas. El libro es una .antología de paradojas expuestas en torno de un rudimento de acción novelesca. Entre ellas hay bastantes vulgares, otras penetrantes y agudas, y no faltan algunas empapadas en la grave poesía de la meditación filosófica. El léxico caprichoso del libro, sembrado do neologismos y extranjerismos, y la construcción en que el uso de los tiempos verbales es a veces arbitrario, se prestan a muchos menudos reparos de crítica gramatical; pero con todo, «Pelayo González» tiene fisonomía propia, hay allí personalidad de literato y de pensador, y un estilo que, con alguna poda y algún pulimento, aventajaría en rigor y en instinto estético al de otros escritores más correctos.

Los dos pasajes mejores de la obra sin duda, la «Maldición al primo Luciano» y la descripción del mar en «La magia de la Venus plebeya». En ellos se depura y perfecciona el estilo, y un tono hondo y sentimental se sobrepone al juego de ideas, teñido de ironía, y escepticismo, que llena la mayor parte del libro. Estos trozos son como episodios entre líricos y novelescos, intercalados en las pláticas del maestro Pelayo González con sus discípulos; relatos en que el viejo cínico descubre regiones románticas y lejanas de su intimidad. Al remover tantas ideas como este libro remueve, no es extraño que de ese tráfago y choque de conceptos broten algunas chispas, algunos destellos luminosos, algunos felices atisbos del pensamiento. Algo parecido ocurre con el lenguaje de la obra; entre sus muchos neologismos, hay bastantes afortunados, y entre sus desordenadas locuciones, muchas expresivas y revestidas de belleza literaria. El Sr. Hernández Catá posee esa inspiración natural, ese don plástico de la fantasía, que es la última y verdadera fuente de las creaciones artísticas; pero en el dominio de la técnica deja mucho que desear y necesita formarse con el estudio asiduo de los buenos modelos.” El Imparcial (12-09-1910)

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10- “PELAYO GONZÁLEZ. ¿No le conocen ustedes? Yo tampoco le conocía hace unas horas; pero me lo acaba de presentar Alfonso Hernández Catá, y les aseguro que su conocimiento me ha agradado sobremanera.

Pelayo González no es ningún sombrerero ni algún diputado provincial: es un filósofo. Paradójico, genial y parlanchín como todos los filósofos, y además divertido y generoso de sus ideas como casi todos los chiflados. Hace tres o cuatro años, ¡ay!, en nuestra primera juventud, nos reuníamos en el café de Candelas, de la calle de Alcalá, unos cuantos perversos que sobre el mármol lacustre organizábamos nuestras orgías, a dos pesetas por cabeza, y planeábamos nuestras empresas amorosas entre patatas fritas y tazas de chocolate: una tarde, mientras llovía en la calle (en las casas no suele ser muy frecuente la lluvia), penetró en el café y se acercó a nuestra tertulia un joven pálido y erguido; discutíamos a la sazón la influencia místico-amorosa del género chico en las doncellas de veinte años, y el recién llegado intervino en la discusión. Yo lancé dos afirmaciones estupendas; me contestó él con un dilema abrumador, y al cabo de media hora de dialéctica alimenticia sobrevino la catástrofe: mi contrario me agredió de repente con el dorso de un plato vacío y yo le restregué la cara con una media tostada aún virgen e impoluta. Nos separaron los amigos, pagaron el gasto, pues nuestra excitación no nos permitía echar cuentas, y salimos a la calle, dando por terminada la cuestión. Desde aquel día, Catá (que era mi adversario), y yo fuimos muy amigos; pero también desde aquel día apenas le he vuelto a ver. Aquel joven era entonces un bohemio; esto quiere decir que vivía en un sotabanco de la calle de Pelayo y comía con puntualidad indecisa en todos esos antros en que sólo se mudan los manteles los días de apertura de Cortes.

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Después, el bohemio voluntario (pues ni sus antecedentes de familia ni su posición le obligaban á la bohemia), se marchó de Madrid; dirigió en la Habana, un gran periódico, fue cónsul de Cuba en Hong Kong, y hoy, ya rico y lustroso, representa a la Gran Antilla en el Havre, con automóvil a la puerta de su casa y media docena de criados distribuidos equitativamente en las estancias de su mansión oficial. Y hoy, y no entonces, es cuando escribe cosas de un interés absolutamente recomendable y de una amenidad extraordinaria; con toda sinceridad me alegro de este triunfo del ex amigo, no sólo por lo que representa de orgullo pata Catá, sino por lo que supone de confirmación de mis ideas. En efecto, no creo en la Literatura de casa de Próculo ni tengo la idea de que para escribir la Divina Comedia sea preciso deberle seis meses al casero, yo, por lo menos, escribo con más gusto después de una comida suculenta que antes de un desahucio, y creo que ya de que vayamos desechando la leyenda de que el arrastrar vergonzosamente el calcetín por las aceras es prenda de que se saben hacer sonetos magistrales; de lo único que será prenda es de que se carece de un par de botas. Y volviendo a «Pelayo González», os diré que este libro no es, «afortunadamente», una novela; es un diálogo en forma novelesca, de una gracia muy fina, muy sutil, que al público de por acá quizá le parezca un poco exótico. Ya se sabe que nuestros preceptistas literarios, cuando no saben qué «pero» poner a una obra, dicen de ella que es «exótica», que no es «para este público», como si este público, que en la mayor parte de los casos no lee ni lo exótico ni lo que no lo es, hubiera que contar para escribir libros. Dichoso el que, como Catá, tiene un público que habla el castellano y posee una mayor inquietud espiritual que el de por acá; en América, en la Argentina, en Cuba y en los demás países donde hemos dejado nuestra lengua y nuestra genial pereza, hay un estimulo de que aquí se carece para cierta clase de obras; la comparación. Allí llegan con nuestros libros, los de los editores franceses, italianos, ingleses, etc., y en la mayor parte de los casos no crean ustedes que salimos perdiendo con la comparación. El caso de Catá, con este su libio ameno y paradójico, es un caso en que la comparanza nos favorece.” Joaquín Belda (El Liberal, 6-12-1909)

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11- “Cuando todavía suenan, incesantes, los aplausos entusiastas y los ditirambos críticos en justa loa y alabanza de “La muerta nueva” la hermosa novela lanzada a la luz pública por el ilustre escritor Hernández Catá ha poco he aquí que aparece esta cuarta y definitiva edición de Pelayo González, una de las obras maestras de este autor, por la que ya hace años, comenzó a obtener el notorio renombre de maestro de la novela contemporánea, de que hoy –en plena culminación de una justa y envidiable fama- puede, legítimamente, ufanarse.

Pelayo González es, acaso una de las producciones más interesantes del autor de “El placer de sufrir” y sino campea en ella la soberana depuración de estilo y esa plenitud de observación que tan intensamente avaloran sus últimos libros –“Una mala mujer”, “La muerte nueva”- ostenta, en cambio, el entusiasmo de un espíritu culto y fuerte, que, joven, sabe con profundo ingenio, desentrañar el por que de las cosas, dando expresión, en párrafos de justeza meridiana y gran belleza, a conceptos diversos de la vida, con donosura admirable. Es un libro original este del celebrado escritor, tan original el libro como la vida del protagonista cuyo nombre da título al libro. Es la narración de una vida ejemplar en perpetuo culto al pensamiento y en constante disconformidad con el medio ambiente generalmente, por desgracia, tan carente de idealismo generoso. Mundo Latino, que va sumando al elenco de sus colaboradores los nombres más prestigiosos de las letras, se vanagloria de haber logrado poseer en Hernández Catá una de las figuras más relevantes entre los cultivadores de la literatura española en los tiempos modernos.” Angel Dotor (El pueblo manchego, 1922)

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12- “Alfonso Hernández Cata, con este libro, nos ofrece un sano y animador ejemplo. También él (¿cómo no, amigo?) hizo antaño sus sacrificios literarios en las frívolas aras de la musa de la poesía lasciva (aunque nunca con el indecoroso mercantilismo de otros jóvenes y viejos escritores); pero ahora, desdeñando los fáciles triunfos de la novelería erótica, sale de nuevo á la arena, abroquelado con un escrito en que lo amatorio no aparece sino de paso y allá en último término. Que no encierre tal volumen una galante historia no quiere decir que no sea sensual y voluptuoso: muy al contrario, desde su primera página hasta la última, está cuajado de paradojas más ó menos brillantes, de mil devaneos de pensamiento de variable valor sobre todos los problemas posibles celestes y terrenos, con los cuales se complace en jugar el artífice, no por amor á la verdad, sino por amor al juego. ¿Cabe voluptuosidad más grande? Pelayo González hubiera acaso sentenciado: El paradojismo es a la filosofía como la liviandad es al amor. Y de las paradojas como de las liviandades todos nos avergonzamos un poco; y así como apenas hay escritor que se atreva a referir en primera persona y con su nombre propio la lamentable historia de sus caídas sexuales, como Rousseau o el caballero Casanova, tampoco suele encontrarse quien, como nuestro Unamuno, suscriba seriamente y dé por inconcusas verdades los frutos de los caprichosos arrebatos de su ingenio. Pelayo González es el testaferro de los retozos filosóficos de Hernández Cata.

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Aquel gran fracasado de Pelayo González, "maravillosamente grande y maravillosamente inservible"; Sócrates bohemio, á quien todos habremos visto alguna vez, en cualquier café ó cervecería, adoctrinando con su artificioso saber á un minúsculo grupo de zumbones discípulos, vestido con su "chaquet estrafalario, y bajo aquel sombrero blando y airoso que le comunicaba un indeterminado prestigio, ignoro si de hidalgo ó de capitán de bandoleros", "fue en vida anormal y bondadoso: vivió; sin duda sufrió mucho, pues era demasiado inteligente para no ser muy desdichado; y se fue del mundo, con el amplio gesto de indulgencia y de manso desdén que presidió la graciosa tragedia de su vida. "Sus espirituales hermanos son numerosísimos, en la vida y en las novelas. Anatole France tiene una amplia galería de ellos. Así son, entre nosotros, el Silvestre Paradox, de Baroja; el Azorín, de Martínez Ruiz; el Mestre Blay Martí, de Maseras, y otros más de que en éste momento no me acuerdo. La acción es casi nula, sobre todo en los dos primeros tercios del libro (lo anterior á la enfermedad y muerte del maestro): limitase el narrador á pasear por Madrid á su héroe, asentando por escrito la rica floración de pensamientos provocados en él por cada pequeño episodio del azar callejero. Una sola vez interrumpe el rosario de amenas divagaciones intercalando dos breves historias de infantiles recuerdos: Maldición al primo Luciano y la Magia de la Venus Plebeya, que á mi ver, en sentimiento y estilo, son lo mejor de la obra y de los buenos trozos de nuestra inquieta literatura del día. Están contados siguiendo las incoherencias pueriles de la memoria del narrador. Pelayo González maldice á su adorado primo Luciano, porque allá en la nebulosa edad de la niñez, con cuentos y fábulas, con cariño y música, infiltró en su ser "la ponzoña de los ensueños que habían de malograr su vida". En el otro relato, de los tiempos de la primera palpitación de pubertad, encontramos algo de aquella dulce y secreta armonía entre el amor y el mar, bien conocida por los que en las riberas hemos comenzado nuestro vivir sentimental, y que ya de antiguo tiene su encarnación en el risueño mito del nacimiento de Afrodita y en la turbadora ficción de las sirenas.” Ramón María Tenreiro (La Lectura, 1909)

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13- “Una escritora danesa, amiga mía, me pedía hace poco, por escrito, un buen libro, el mejor, o cuando menos, uno de los mejores de entre los más recientes de nuestros escritores. Yo, que considero la producción literaria hispano-americana como algo propio, y aun temo, y me atrevo a confesarlo, que sea en el futuro la española algo suyo, le he recomendado sin reservas, el último libro del escritor cubano Alfonso Hernández Catá. Porque “Pelayo González” merece, en mi sentir, todas las «sonoridades de la gloria», por su fondo y por su forma, que le hacen, como ha dicho Alberto Insúa, un libro definitivo. Hay libros que se leen y otros que sólo se destripan. Las ideas, hechos y muerte de Pelayo González merecen la consideración de lo primero para los que gusten de un fino y exquisito deleite espiritual. El libro del autor de “Novela erótica” es una obra perfecta; no sólo porque atesora un inmenso poder emotivo intelectual — que es el que hoy día priva sobre el del corazón, — sino porque está condimentada con sal de sabiduría. Es de una delicadeza de gusto que convida al saboreo e incita á esa singularísima voluptuosidad del intelecto que antaño sólo conocían filósofos y místicos y hoy gozamos también —y es fortuna— los profanos. Leyendo sus capítulos he sentido una tan intensa emoción, que he querido inquerir lo que sentía. La secuela es muy clara: intelecto y perfección se atraen y se completan como fin esta última de aquél; de ahí ese placer atormentado, inquieto; esa, si se quiere, sutilidad, que es un supremo goce espiritual de una encantadora e incomparable intimidad.

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Pelayo González es un hombre imaginario y humanísimo; es la vida voltaria, buena, desdeñosa, irregular; es la vida completa con más dolores que alegrías. Su inteligencia riquísima es una línea quebrada zigzagueante, en que las ideas siempre son trazos rectos, son simples verdades. Por eso el autor ha conseguido vencer con él una dificultad enorme, la más ingente de todas las dificultades, la sencillez. Y sin embargo, a pesar de que los juicios son siempre en el maestro rectilíneos y sobrios, su personalidad no puede ser más compleja, pues que reúne en sí toda la complejidad de la vida misma y sus contradicciones. Sonríe como un escéptico y es un creyente en todas las fes. Como él mismo lo dice, sus ideas y su vida no se ponen de acuerdo jamás; cree la caridad una virtud nociva y vive de la caridad de los demás. Pero la acuidad de su espíritu es tan superior, que sabe cernerse en lo alto y desde allí rasgar todos los hábitos, fingimientos y engaños que visten las almas de los hombres. Cuando uno de sus discípulos sugiere que la vida es acerba y otro le retruca que la vida es imprevista, decide el maestro: «La vida no es nada. Tu vida, mi vida, la vida de aquéllos, esas sí pueden definirse; son como líquidos, y nosotros al igual de vasos; cae la vida en ellos y toma formas diferentes, sin repetirse nunca». Y en todo el transcurso de la suya no hace más que emitir sentencias meridianas, porque juzga siempre por lo que la realidad le muestra; si bien, de tanto fijar sus ojos en las vidas ajenas, llega a olvidarse de que él mismo vive. En cierta ocasión el maestro dice: «Al requerirme en nombre de la verdad, discípulo, pareces desconocer que las únicas verdades incontrovertibles son las mentiras que nos obstinamos en creer. Hace poco, contemplando á un burgués, acomodado en los cojines muelles de su automóvil, he pensado con irónica piedad en aquel miserable Felipe II; el sol no se ponía en sus dominios y fue de Madrid a Burgos en silla de manos, macerándose el real cuerpo en una marcha de muchos días, contra las tablas de un cajón que dos mulas bamboleaban». Más adelante, con un acento de ironía aguda, sostiene: «La Fisiología y lo Filosofía me parecen ciencias tan erróneas como incipientes. Ambas están basadas en cosas inseguras; la Lógica y la similitud colectiva, engendradora de leyes generales cuando todo en el espíritu y hasta en el cuerpo es onduloso y particular. Cada hombre es una excepción de una regla que no existe. ¿No hiciste, ante mí la observación de que una misma droga produjo en enfermos de igual dolencia efectos contradictorios? En la Filosofía y en la Medicina apenas se adelanta fundamentalmente; la charlatanería o el industrialismo cubren el tronco añoso de fronda nueva; pero en aquélla estamos aún en las tres cuartas partes de una afirmación, en las múltiples combinaciones de tres o cuatro verdades, y en ésta no habéis hecho mucho más que aquel formidable Hipócrates, uno de cuyos aforismos reza: «Lo que no lo cura el agua lo cura el hierro, lo que no lo cura el hierro lo cura el fuego, y lo que no lo cura el fuego no lo cura nada». Por mucho tiempo todavía será el hombre lo que ahora es: un reloj del cual se han descubierto y matematizado todas sus piezas menos la cuerda».

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Cuando Emilio Ramnsden pide al maestro el auxilio de su luminoso parecer, éste le responde: — Porque siento tu ánimo contristado voy a darte algunos consejos, sin exhortarte a que los sigas, y advirtiéndote que jamás los he logrado hacer norma de mi conducta. Sé que contra cada una de las faltas cometidas se han opuesto millones de buenos consejos, y sé que, aun cuando tu confianza en mí te llevase a formular el propósito de renunciar a tu configuración espiritual para adoptar la determinada por los consejos que voy á ofrecerte, tampoco se conseguiría nada, pues los proyectos, en la generalidad de nosotros los hombres latinos, sólo sirven para indicarnos lo que no hemos de realizar. Y a pesar de todo... te aconsejo. ¿Cómo renunciar al placer de ahuecar la voz para trazarte líneas de conducta? ¿Quién puede negarme la alegría vanidosa de creer que puedo variar la vida de los demás cuando no he logrado rectificar mis fracasos? Tú aún no sabes el placer irónico latente en el hecho de aconsejar; todavía eres joven. Figúrate un hombre que vuelve la espalda a su pasado, adopta un hipócrita gesto austero, y con la misma diestra que llevó á acción tantas equivocaciones, probablemente tantas perversidades, señala un sendero de bien... » El maestro se muestra siempre irónico, sentimental y culto, sin que su sentimentalismo, ni su ironía, ni su cultura, molesten ni entorpezcan para nada el relato. Sus conceptos comienzan siendo pintorescos; terminan siendo luminosamente precisos. Su filosofía es confortante, animadora; contempla sus llagas y para detergerlas concluye sonriendo, que siempre es mejor un fallido optimismo que un pesimismo cierto. Su valentía es serena y noble: mira e inquiere esas lagunas del alma humana que por hábito dejamos siempre en sombra, y, a su paso, se alumbran aquéllas como con una antorcha y aparece el agua (que es el símil mejor de las simples verdades) ora roja, ora verde, ora violada (acerinas, agrias o sedantes) pero siempre transparente.

Su pensar es, por tal motivo, de una fuerza extraordinaria. Va al conocimiento directo de las cosas con sensibilidad de artista. Sus juicios resultan a trechos afilados, cortantes. Y como sus causas eficientes son las vulgaridades de la vida, al producir con ellas nuevas claridades, evoca en el lector una rara similitud ideológica con un buril muy viejo, recién aguzado con esmero. Yo no conozco de Hernández Catá más que su anterior volumen, que lleva el nombre de su «novela erótica». Más esto me basta. Al comparar ambas producciones se descubre la atormentada inquietud de espíritu del escritor cubano. El caudal de ideas vertido en “Pelayo González”, y el troquel bravo y limpio de su estilo, hacen de la nueva obra una obra perdurable. Es una muestra gallarda de lo que puede aquella juventud americana. Un trabajo enorme de observación y autoinspección.

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En Europa se ha dicho que para una hora de síntesis son necesarios muchos anos de concienzudo análisis. Hernández Catá parte de la Habana, y, apenas llegado al Havre, nos muestra donosamente a su juventud cogida del brazo de Pelayo González.” Rafael Vehils (Mercurio, 1-4-1910)

14- “Una ironía finísima y un humorismo sutilísimo, sin menoscabo de persuasivas reflexiones, aderezados con insinuante lenguaje, constituyen los poderosos atractivos de este libro que hace sentir, que hace pensar y que hace sonreír. Es un libro de los que se releen, y de los que puede abrirse por cualquiera de sus páginas, en la seguridad de hallar siempre algo bello, bien lo haya dictado el corazón, bien lo haya parlado el ingenio.” Luis de Terán (Nuestro tiempo, diciembre 1909)

15- “Esta obra es, en las Letras españolas actuales, la precursora de ese género que se ha llamado, un poco paradójicamente, “novela sin argumento”, compuesto de episodios sueltos, impresionistas y personales, animados, frecuentemente, por una gran ansiedad lírica y sostenido, muchas veces, por las doctrinas individuales de su autor.” José Agustín Balseiro

16- “Es a manera de un manual de meditaciones que se lee reposadamente, dejándole caer a cada paso sobre las rodillas para rumiar y apropiarse lo leído.” Julio Cejador

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En España no se perdona el éxito, material, sobre todo por parte de los contemporáneos del mismo gremio. El reconocimiento crítico, sin el sostén del público, de la popularidad, se sobrelleva mejor. Hernández Catá cometió el gran pecado de poder escribir a destajo sin tener que rendir cuentas a nadie, sin plegarse a las necesidades, imposiciones, del mercado, del público. No necesitaba escribir para comer, se nota en sus textos, y para más inri esa independencia la consiguió por méritos propios, haciéndose un nombre, un hombre, por sí mismo, a base de talento, de conocimiento. Hernández Catá se pateó el mundo con la mente abierta, y al contrario que gran parte de la Generación del 98, no se miró solamente en el ombligo español, que como siempre en su historia, también literaria, estaba lleno de pelusa. Como no le podían acusar de interesado, de partidista, solo les quedaba el comodín del público, el de la falta de lectores, cosa que desmiente por ejemplo el éxito clamoroso de público con la obra de teatro “Don Luis Mejías” escrita a medias con Marquina, o el número de ediciones de sus libros. Llegaron a decir de él que desde que no dormía al raso, en su etapa de bohemia vagabunda, escribía peor, como si prosperar, ser independiente económicamente, lastrara el talento. El mito de la marginalidad, o el resentimiento de los faltos de talento o de los que son incapaces de ganarse el pan con el sudor de sus plumas. Dominar varios idiomas también escocía, su lenguaje no es un cúmulo de chascarrillos castizos, su elegancia, sobriedad, es equiparable a la de cualquier gran escritor mundial de la época, fue de los primeros en introducir el aforismo en España, no sólo aisladamente, su sección “Aljófar” en Mundo Gráfico, sino narrativamente dentro de las novelas, que gracias a esa libertad adquieren matices fronterizos con el ensayo que las hacen profundamente modernas.

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“Pelayo González” es el arquetipo de esta modernidad, hibridación, una mezcla perfecta de casticismo, costumbrismo, con cosmopolitismo, bohemia, que se adelanta en décadas a libros como “La colmena” de Cela, que por comparación es un libro rancio, carpetovetónico, convencional. La libertad narrativa de “Pelayo González”, al límite de la insensatez, es profundamente española, como El Quijote, una auténtica oda a la digresión, a la narración por la narración, sin una finalidad dramática, argumental. “Pelayo González” no es una novela al uso, es una charla monólogo ininterrumpida, una excusa para diseccionar las miserias del espíritu, talante, español. La versión novelada de los epígrafes dedicados a la amistad y a la creación del libro de aforismos “Charlas de café” (1920) de Ramón y Cajal, al que le falta el canto de un duro para ser una obra maestra del pensamiento castizo (podéis leer una selección personal aquí: http://es.slideshare.net/JulioPollinoTamayo/charlas-de-caf-1921-santiago-ramn-y-cajal), si su feroz misoginia no se lo impidiera. Defecto, losa, en el que no cae, del todo, tiene su puntito misógino, el libro de Hernández Catá, ni Pelayo González, el español pobre hombre, genio, universal.

© Julio Pollino Tamayo

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APÉNDICES

EL SABIO

(Novela corta)

ESTABA su caserón situado en una de las calles extremas de la villa. Y decían de él las comadres de la vecindad no haberle visto, desde hacia muchos años, en otro sitio que apoyado en el ventanal de la biblioteca, espaciosa habitación en el ala del edificio que daba frente a la parte más frondosa del jardín. Era enjuto de carnes, alto y algo encorvado de cuerpo, de rostro duro y canosa barba que se unía con su escasa y enmarañada cabellera; ojos brillantes náufragos en ojeras dilatadas e intensas, y cejas espesas, casi juntas, que parecían separar del resto de la cara su frente amplísima parcelada por profundas arrugas paralelas. Descendía de linajuda y acaudalada familia, y su padre, atendiendo a sus deseos e inclinaciones de hijo único, le envió desde muy joven al extranjero, donde en el seno de un colegio de jesuitas pudo el mozo, sin trabas ya, continuar la verdadera fiebre del estudio que desde que tuvo uso de razón le acometiera. Al cabo de treinta años de muerto su padre, regresó á la villa, y los viejos que cuando él fueron mozos no se atrevieron ahora a acercársele al ver su actitud huraña. Y llegaba acompañado de un momioso criado injerto en compañero, que con él tomó posesión de la hacía tiempo inhabitada casa solariega, en la cual los carpinteros de la villa hicieron la trascendental reforma de cubrir de estanterías, enseguida ocupadas por libros, infolios y pergaminos, sus mejores habitaciones.

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Desde entonces nadie volvió a saber del viejo; y así los años y la fantasía de las gentes se encargaron de ir acumulando sombras de misterio en derredor de su encarcelada existencia. ¿Qué desengaño o azar de fortuna había motivado tal resolución? ¿Qué había de anormal en la vida de aquel hombre? Eso se preguntaban las personas sensatas, mientras que las gentes vulgares le citaban como cosa fantástica, y aun hubo alguno que para reprimir los excesos del chiquillo travieso le amenazó con su presencia. En su existencia no hubo determinada etapa de anormalidad. Fue toda ella una aberración intelectual, una obsesión de estudio, que comenzó por atrofiarle la materia y concluyó por sumar a su finalidad todos los sentidos: para él no hubo ni diversiones de mocedad, ni nobles anhelos de hombre joven; todo lo absorbió la fiebre del saber, que acabó por hacerle egoísta e insociable. Y no era predilección por cierto y determinado estudio, no: su sofística aspiración era tan múltiple como múltiples las ramas del saber humano. Y así en su biblioteca se veían mezclados, sin orden ni concierto, autores antiguos y modernos, pensadores religiosos y paganos: Platón, Aristóteles, Kant, Hegel y tantos otros más, se veían mezclados con Volta, Estrabon, Voltaire, Hugo, Lope y otros múltiples y variados hombres y exhombres. En los haces de libros había vecindades verdaderamente sacrílegas: Santo Tomás se hallaba prensado entre Calvino y Lutero que le murmuraban horribles sofismas; Descartes y Arquímedes se empeñaban en demostrar al Ingenioso Hidalgo teoremas que él tomaba por encantamientos que se proponía deshacer; Esopo, Lafontaine e Iriarte intentaban acercarse a una Zoología, impidiéndoselo un enorme tratado de Lógica; Carlo-Magno platicaba con Napoleón y César, no pudiendo hacer lo mismo Aníbal por hallarse distante; Galileo discutía acaloradamente con una turba de inquisidores; Juliano, el Apóstata, se hallaba junto a la Biblia, que, a su vez, estaba cerca de los dogmas de los fetichistas, panteístas y ateos; y por el mismo estilo se mezclaba la historia con las hijas predilectas de la fantasía, las ciencias con las artes, con lo natura! lo sobrenatural, lo humano con lo divino; pero todo en tal confusión de materias y épocas que parecía imposible que cada uno de aquellos engendros tuviera lugar propio en las celdillas de un cerebro sin dejarle sobradamente pletórico. Desde que las gentes se convencieron de la inutilidad de sus tentativas para quebrantar el mutismo del criado, —único que de tarde en tarde salía para hacer compras y recibir los envíos de libros— se resignaron a no penetrar en aquellos misterios tan bien sostenidos; y cuando ya no les quedaba más que una especie de curiosidad uniforme, un hecho anormal ocurrido en casa del Sabio hizo que nuevamente se concentrara en ella la atención de toda la vida. No se sabe si debido a algún proyecto de estudio botánico o a mero capricho de su raro dueño, mas fue lo cierto que el vasto jardín comenzó a sufrir rápida y saludable transformación: se limpió la tierra de bejucos y herbáceas; se enderezaron los torcidos troncos e hiciéronse redes a las enredaderas; se trazaron nuevamente los surcos, y se roturó y sembró la tierra inculta; se colocaron bancos, se edificó un cómodo pabellón para el encargado de cuidar el jardín y la huerta; se desatrancó y echó a correr la fuente, y se limpió, por último, la estatua de Eros que servía de cúpula al cenador y cuya allí sarcástica figura, sobresaliendo de todo, dominaba el jardín con su fija pupila de mármol.

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El criado fue en este, como en todos los casos, el encargado de tratar con los candidatos al cargo de jardinero; y como el tal era una verdadera canongía, pues que a parte del pabellón, por completo independiente del resto de la casa, estaba dotado de una mas que modesta retribución, pudo a su antojo elegir entre los muchos que se les presentaron. La suerte favoreció a un viejo labrador, recientemente viudo, y sin otra familia que una hija, moza ya, y muy requeteguapa según opinión de todos los jóvenes de la contornada. Los dos tardaron poco en entenderse. «El jardín y la huerta bien cuidaditos, ¿eh? Y para amo, él: el señor no trataba con nada, y, por tanto, no tenía necesidad de conocerle. ¿Lo entendía?» Y bajo estos auspicios entró el labriego a disfrutar su desahogado cargo, sin que a él ni a su hija les preocupase en lo más mínimo el no conocer más señor que el criado del verdadero nabab de aquellas posesiones, cuya férula tan poco se dejaba sentir. ...En ese lapso de tiempo que existe entre la puesta del sol y la venida de la noche, cuando hay poca luz para continuar la lectura y suficiente para contemplar las lejanías del paisaje, el Sabio abandonaba el medio desfondado sillón, y apoyando en la vidriera del ventanal su frente ardorosa, sentía, a su contacto frío, refrescarse sus ideas, mientras que su mirada se paseaba por el horizonte sin encontrar nada, incierta, vaga, por completo antitética a las largas horas de estudio. Así conoció a la hija del jardinero. Repasaba, a la sazón, la filosofía de Schopenhauer, y en su cerebro palpitaban aún los horribles anatemas del filósofo impotente: armonizaba él, con la frente apoyada en la vidriera, los dicterios contra la mujer, que sólo de lecturas conocía. Y entonces la vio allá en el límite de la huerta, y tal vez por afinidad de ideas se fijó en ella más de lo que en otra ocasión hubiera hecho. Estaba ella regando y limpiando los surcos, con los pies sepultados en el lodo y la falda recogida hasta la rodilla que dejaba ver sus torneadas y vigorosas piernas; en su cara morenucha y agradable, en la que el trabajo hacía asomar tintas carminosas, resaltaban sus ojos negros, expresivos, cuya mirada inquieta registraba a intervalos la parte baja de la tapia; el pelo, negro con cambiantes acerados, lo llevaba a modo de rodete, del que se desprendían ligeras greñas, que el viento tremolaba y que ella recogía con movimientos nerviosos; inclinaba el esbelto talle sobre el surco y la falda se ceñía airosamente dejando adivinar exquisitas curvas completadas con el adorno del cuerpo y los desnudados brazos, morenos y mórbidos. Desde entonces, y sin que él se diera cuenta de ello, la vio todas las tardes, a haber sido pintor la hubiera retratado de memoria. Le parecía que el sol tardaba más en ocultarse, e instintivamente dejaba de leer a Schopenhauer y no se retiraba de la ventana hasta que la noche, como verdugo cruel que dilata el martirio, iba lentamente difuminando la visión de la moza y fundiéndola con sus jirones negros. Y así pasó el tiempo, y vino el verano con sus días laxos y sus puestas de sol llenas de tintes luminosos y reflejos metálicos. Sus crepúsculos largos, dieron al Sabio recóndita alegría, prolongando sus horas de placer contemplativo; pero le trajeron ¡ay su desgracia!

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La hija del jardinero estaba regando, con los pies sepultados en el lodo cuando el

Sabio la vio

Con el cambio de estación se cambió también la hora de la cita. Entonces sí que pareciéronle más comprensibles que sentencias de Sócrates aquellas miradas de la moza a la parte baja de la tapia: allí la vio con un hombre, con su amante, porque por fuerza tenía que ser su amante... ¡Que aquel zafio pusiera sobre sus labios frescos su boca asquerosa!.. ¡Que la ciñera con sus brazos nervudos de hombre joven hasta casi formar una sola silueta, mientras el Sabio se retiraba llorando de la ventana, ¡él, que no había vertido una lágrima cuando la muerte de su padre!... Largos días de vigilia siguieron a la tarde aquella. A no verlo, hubiera parecido imposible que su apergaminado pellejo pudiera ceñirse más a los huesos, dándole un aspecto lastimoso de fantasma vivo; en aquel vía-crucis intelectual encontraba el desgraciado amarguras sin cuento, que provocaban en él accesos de rabia y refinamientos de escepticismo. —¡Oh!— se decía. — ¡Tantos años de trabajo estúpido para venir a encontrar la incógnita común a todos los problemas humanos cuando ya no puedo utilizarla en mi provecho!

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Y se miraba el cuerpo, insostenible apenas, y se mesaba furioso los cabellos, como pretendiendo castigar a aquel cerebro que, imponiéndose al resto del organismo, había hecho incompatibles en él las condiciones de hombre y de filósofo... Y el viejo lloraba, lloraba como un niño, como si a su pecho y a sus ojos afluyeran, de pronto y en tropel, las pasiones tanto tiempo muertas... —¡Imbécil de mi!— sollozaba mas que decía. —¡Oh, Salomón, tú el más sabio de los hombres y a quien yo en mis ratos de sapientísimo fanatismo condené estúpidamente! ¿Quién me iba a decir que concluiría por admirarte? ¡Que al fin tú pecaste por exceso de no pecar! ¿Quién me iba a decir que en cada sentencia, en cada teorema, en cada página tuya palpitaba el engranaje lógico de la máquina humana, clave de todos aquellos problemas cuya solución he buscado por tantos distintos caminos? Y el pobre Sabio tornábase a mirar su cuerpo tembloroso, enteco; y al verse agotado o inútil para disfrutar de aquella vida presentida al borde del sepulcro, sentía que con la pleamar de su ira subía a sus sienes una oleada de odio infinito hacia los libros que le robaron su condición de hombre, y que continuaban inmóviles en haces y estantes mientras él los apostrofaba con voz ronca y mirada agresiva. Cuando, extinguido el incendio, se registraron las habitaciones, le encontraron en la biblioteca, punto de origen del siniestro. Su cadáver, tendido sobre un montón de libros medio carbonizados, presentaba los síntomas de una agonía brutal y dolorosa: apenas si estaba quemado más que en las extremidades inferiores. Su rostro se contrajo al morir con una mueca de dolor supremo, quedando la frente arrugada y la mirada fija, como si el último suyo hubiera sido un pensamiento diáfano de justicia hecha. El óxido de carbono desprendido de la inmensa pira de libros incendiados le produjo la asfixia; no le mató el fuego: le mataron materialmente bocanadas de ciencia que ya moralmente lo habían hecho. Toda la villa allanó la casa misteriosa, cuyo organismo interno había tantas veces tratado de penetrar. Nadie supuso que hubiera sido voluntario el siniestro, tal vez por ignorar que todos aquellos libros quemados en una sola habitación ocupaban ordinariamente muchas más. La villa no presumió misterio en la muerte del hombre cuya vida para ella encerraba tantos: se conformó con desfilar entre burlona, medrosa y compasiva por delante del cadáver, que nadie puerilmente se atrevía a tocar, y que el criado vigilaba con celo digno de perro fiel, sin llorar apenas, delatando sólo su pesar con intermitentes hipos de queja y fijando su angustiosa mirada en los ojos vidriosos y abiertos del difunto, como si quisiera prolongar su vida hasta donde llegaba su lamento. ...Y aún del inmenso haz de libros incendiados se desprendía, como resultante de todo aquel cúmulo de ciencia, una humareda densa y grisácea que se distendía pausadamente por el jardín, yendo a besar como holocausto de inmenso incensario a la estatua de Eros, que sobre su elevado pedestal parecía dominarlo todo con su fija pupila de mármol...

Por esos mundos (1-3-1905)

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Las gentes de la villa encontraron el cadáver del Sabio tendido sobre un montón de libros medio carbonizados

Ilustraciones de A. Durá

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UNA FÁBULA DE PELAYO

A Enrique Díez Canedo

Todo el mundo, o casi todo el mundo, ha oído hablar de Pelayo González, sabio español que floreció en la ciudad de Madrid a comienzos del siglo XX, hacia el año 1908. Es sabido que la parca herencia de su talento, como la próvida del de Sócrates, subsiste merced a discípulos que fijaron las ideas y las frases que él prodigó, con magnífico descuido, en conversaciones familiares. Quienes hayan leído los últimos acontecimientos de su vida narrados por el doctor Luis R. Aguilar, que tuvo la debilidad de confiarme la revisión del manuscrito trazado por él con mano y recuerdo reverentes, no ignoran que entre las paradójicas compatibilidades de su espíritu estaban un ardiente idealismo y un amor, tal vez desmesurado, por los placeres de la mesa. Como el alma de Charles Baudelaire era prodigiosamente sensible a los perfumes de las tierras distantes de pereza y voluptuosidad –el sándalo, la mirra, el áloe, el almizcle, el ambar–, la del sabio español lo era al aroma de las viandas bien condimentadas. Junto a la mesa soportadora de una abundante colación su espíritu se elevaba por virtud de una máxima agilidad. Varias veces habló del porvenir de la perfumería culinaria, con la entusiasta convicción de un químico esteta. Sabiendo la irremediabilidad de las funciones animales, alejaba sus prácticas de las de esos idealistas, que al abominar de la materia, se condenan a un sufrimiento cada día cruelmente renovado. Él ponía su idealidad sobre ella, la espiritualizaba, y de este modo, al comer, gustaba el placer duplo de sentir armonizados su cuerpo y su alma en un goce homogéneo. Hubiese escrito –de resignarse alguna vez a escribir–, el elogio del bisté o de la salsa mayonesa, con semejante exaltación a la insigne que inspirara a Juan Maragall el “Elogio de la palabra”, a Mauricio Maeterlinck el “Elogio de la espada y del boxe” y al regocijado taciturno Pío Baroja, el elogio del acordeón y el de los caballitos de madera. Y fue el café de Platerías (donde el sabio prefería ser invitado) el areópago en que escuché de sus labios, brillantes de grasa, la substanciosa fábula que podéis leer.

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Gregorio, que vendía periódicos todas las mañanas, todas las noches y algunos mediodías en la Puerta del Sol, ganaba casi dos pesetas diarias. Con esta cantidad, además de mantenerse, fumaba, socorría a un tío valetudinario que no pudo hacer carrera en la mendicidad por su aspecto mefistofélico, y ahorraba para ir a los toros cuando toreaba Vicente Pastor, a quien seguía llamando el Chico de la Blusa con igual obstinación que sus compañeros llamábanle a él Gregorio a secas. Vestíase, cada vez que la moral le obligaba a hacerlo, con trajes viejos de un señorito parroquiano suyo; trajes que si no cumplían nunca las medidas de su cuerpo cumplían siempre las de su necesidad. Un día, Gregorio, buscando una colilla en un bache encontró un disco de metal amarillo. Sospechando que pudiera ser un tesoro perdió su tranquilidad habitual. Y si aquella mañana las gentes hubiesen sido observadoras, el trémolo inquieto de su voz al pregonar “¡LIBERAL, “Imparcial”, “La Corres” de anoche por un cigarro!”, no habría pasado inadvertido. Llegada la noche se atrevió a sacar el disco del bolsillo; grabó la imagen y los caracteres sobresalientes de él en su memoria, rehacía como tierra jamás cultivada, y fue a comprobar su fortuna en el escaparate de una casa de cambio. Allí vio la misma cara bonachona, la misma peluca rizada, el mismo “Carlos III por la gracia de Dios”, y allí, sobreponiéndose a las intranquilidades que le sobresaltaban deliciosamente, decidióse a aplicar aquel hallazgo a construirse un porvenir. Como laborarse un porvenir no es fácil y las sendas de la vida son, por obscuras y escarpadas, inciertas, obrando con prudencia Gregorio forjé la idea de no variar de senda y persistir en aquélla, ya a medias esclarecida por la experiencia de cuatro años de pregonar incesantemente “¡El LIBERAL, “Imparcial”, “Heraldo”!”, experiencia que, sin él darse cuenta, le hacía saber cosas ignoradas de muchos sociólogos: la calidad de sucesos que suscitan más atención, los sendos periódicos preferidos por las clases sociales, la hora en que es la curiosidad más intensa, que una revista para ser bien vendida ha de tener por precio diez, veinte o treinta céntimos, pero nunca quince ni veinticinco, entre otras. Gregorio jamás encaminó su imaginación hacia los peligrosos encumbramientos de la tauromaquia ni, como veía hacer frecuentemente, hacia el hallazgo de una mujer de esas que ahítas de verse pagadas todos los días, pagan, a manera de represalia, un amante; fue casto, sagaz, constante y sedentario, quizá por el remoto atavismo a que le forzara un abuelo israelita, Y en sus ensueños de ambicioso, se alternaban las visiones de una taberna, de una casa de préstamos o de una librería. Ni un momento pensó en exponerse al peligro de entrar a cambiar una moneda de tan escasa circulación. Apenas tuvo geométricamente moldeado su propósito, la primera decisión que adoptó fue cortar toda relación con el tío valetudinario de la cara de Mefistófeles... A la mañana siguiente no durmió bien; llegó muy temprano a la Administración de “El Imparcial” para sacar por su cuenta seis manos de periódicos. El capataz oyó la historia de la moneda de oro y le dijo: –Mira, tú me dejas la moneda en prenda: yo no tengo cambio para tanto. Luego, pensando con suspicacia rápida en la posibilidad de un robo y de una contingencia fatal, decidió: –No, lleva los periódicos y después arreglaremos cuentas.

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Aquella mañana el pregón de Gregorio fue fructuoso. Luego de pagar los 150 periódicos al capataz, dirigióse a la casa de una Revista semanal que se publicaba aquel día, pensando en las terribles mañanas de invierno, en las que, con el solo alimento de un churro, desfalleciente la voz, el aliento congelado, errante y famélico, apenas conseguía vender quince periódicos. Este recuerdo, relacionado con la pródiga venta concluida de hacer, recordóle la necesidad de no dejar marchar la ocasión, cuando se decide ella a pasar cerca de nosotros. Llegó a la Administración de la Revista, con todas las nobles ambiciones erectas en su pensamiento. Le dijo al jefe de los vendedores: –Mire, don Julio, yo quiero desde hoy vender por cuenta mía. Ya esta mañana saqué “Imparciales”; aquí está el dinero. Déme cien números de “Nuevo Mundo” y cobre de aquí. Al ver la moneda de oro, el hombre, con la misma idea de desconfianza que su compañero de “El Imparcial”, respondió: –Bien, bien... No es preciso que me dejes eso. Dame lo que tienes suelto y lleva los números... Cuando vendas me darás el resto. Aquellos ciento cincuenta “Imparciales” fueron en su vida la piedra miliaria demarcadora de una nueva Era. Vendió todos los periódicos. Por la noche compró “Heraldos” y vendió también. El número de ejemplares fue creciendo de día en día. Correteaba la ciudad con ardor, y, por las noches se acostaba jadeante y feliz. Y ahorraba, ahorraba sin tregua. La prueba definitiva la pasó: Llegó una corrida en que toreaba Vicente Pastor y no fue. Después de ésta, nada significaban las demás privaciones. Mientras más dinero ganaba, su vida material era peor. ¿A qué contar uno a uno los peldaños de la alta escalera por donde Gregorio fue ascendiendo poco a poco? Tan sabido es ya que cuando la vida da en ser novelesca excede a las más quiméricas ficciones, que no se hace preciso exhibir ejemplos de enriquecimientos fabulosos y rápidos para hacer creíbles los progresos de Gregorio. Sea suficiente saber que la moneda, que jamás tuvo su posesor necesidad de cambiar, viajó muchos días envuelta en papel de periódicos, primero en un bolsillo y luego cosida en la camiseta de su dueño, hasta que pudo reposar en el cajón de un kiosco de periódicos y de cerillas, fronterizo de un teatro. Durante dos años, Gregorio aprovechó, con actitud maravillosa, todos los grandes sucesos para llevar, al principio por sus pies y más tarde por los de muchos rapaces a sus órdenes, las noticias a través de la vasta ciudad, En sociedad con un impresor, vendió libros y estampas cuyo anuncio no podía hacerse a pleno pulmón como el de su primera mercancía, logrando, insinuante y cauto, hacerse una clientela, todos los días creciente, de jóvenes muy jóvenes y de viejos muy viejos. Pudo ceder el kiosco con ventaja. Comenzaron a llamarle don Gregorio. Consiguió la agencia de varias revistas de Barcelona y a su protección, establecióse en una casita sombría, que fue milagrosamente aclarándose y hasta ensanchándose. Al fin, cuando después de casarse –con bombín y chaqueta negra, hecha a la medida–, se decidió a hacerse editor, y tuvo un hijo gritón y voraz y cuenta corriente en el Banco, la onza de oro, en testimonio de gratitud, refulgía al Sol en el centro de un cuadro de terciopelo rojo colocado en la sala. En esas salas como ya habrán inducido ustedes teniendo por base la prudencia de Gregorio, no entraban todas las visitas que en su calidad de editor recibía.

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Un día de su santo, para celebrar un buen negocio, convidó a varios compañeros a quienes conveníale tener contentos y, como la sala era la habitación más espaciosa de la casa, comieron allí. A los postres, cuando la cordialidad es mayor, y se dan grandes palmadas familiares en la espalda, y acaricia a todos un sublime y pantagruélico sentimentalismo, uno de los invitados preguntó: –¿Verdad que ese cuadro tiene más mérito que el de cualquiera de los ilustradores que hacen monos para las obras editadas por nosotros? Otro dijo: –Nuestro amigo tiene gusto para decorar sus habitaciones. Gregorio... D. Gregorio, repuso: –Esa onza tiene historia. ¡Si supieran ustedes!... Esa onza es la base de mi fortuna... Luisa, descuelga el cuadro. Todos se inclinaron, como en el Teatro al comenzar una escena culminante, y don Gregorio narró la historia de aquella moneda jamás cambiada. Al concluir, el cuadro fue pasando de mano en mano, tal un talismán. Uno de los convidados, el mismo que antes interrogara, rompió de pronto en risa. Cuando las carcajadas le dejaron hablar, dijo: –En mi vida he visto cosa más graciosa: Esta onza es falsa. Y mostró a todos la huella hecha en la onza de metal blanco con una púa del tenedor. –No podemos juzgar la fábula, Sr. Pelayo González, sin conocer la moraleja, que es en ese género de composiciones, lo que el filo o la punta en un arma. El sabio Pelayo González adujo: –No, yo no diré la moraleja, por no dar a mi fábula el tono imperativo y absurdo que he reprochado siempre en las de los demás. En mi juventud, cuando yo leía, complacíame en sacar de todas las fábulas razonamientos distintos a los dogmatizados por los fabulistas. Un libro de fábulas detrás de cada una de las cuales, bajo el epígrafe “Moraleja”, hubiese una página en blanco que pudiese llenar el lector, sería un libro útil. Suponed que la onza de Gregorio equipara la solidez de las realidades y la de las quimeras; suponed que nada tiene valor absoluto, ya que la creencia de las gentes, igual a un nuevo Midas, trocó el metal blanco en oro todo el tiempo que le fue a Gregorio preciso... No importa. Todas las moralejas serán verdaderas. Un libro de fábulas a la manera antigua es un libro para hombres sin imaginación. Y con aquella versatilidad distintiva de su talento, el sabio que lo mismo alababa o censuraba a Dios en las manifestaciones inmensas –la armonía de los astros, la maravilla de un volcán, la suntuosidad de una selva, la muerte de un niño–, que en las cosas ínfimas, dijo: –Si Dios no hubiese demostrado en casi todos sus actos rencor hacia los hombres, podría deducirse con sólo recordar que ha creado al tigre con cuatro patas y al pollo con dos. La carne blanca, blanda y jugosa del muslo de un pollo, temblaba entre sus dos filas de dientes desiguales y feroces...

Havre, 1909 (El Liberal, 4-10-1909)

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Dibujos de Méndez Bringa

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ALJÓFAR: perla de forma irregular. Sección de aforismos publicados irregularmente en el semanario “Mundo Gráfico” durante los años 1918, 1919, 1920 y 1921.

1

El arte supremo del novelista o del dramaturgo no consistirá nunca en el azar de hallar una anécdota extraordinaria, sino en la potencia de poder vaciar toda el alma en una anécdota cualquiera.

2 El sentimiento de patria debe nutrirse, más que del recuerdo de los sepulcros, de la esperanza en las cunas. El ideal, tanto individual como colectivo, es que nadie se ocupe de dónde se viene, sino a dónde se va.

3

Sólo los seres específicamente viles se alegran de que las injusticias cometidas por los demás, y las cuales ningún beneficio les reportan, no sean reparadas.

4 El hombre es tan dado a lo maravilloso, que hasta los fantasmas de los hechos le impresionan más que los hechos mismos: ningún bien alegra tanto, ningún dolor abate tanto, como una esperanza o una amenaza [otra versión del aforismo: ningún bien positivo alegra tanto como una esperanza, ni ningún dolor abate lo que una amenaza.].

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5 La risa y el llanto son formas, a la vez, embrionarias y totales de manifestar los sentimientos: por eso los niños lloran o ríen tan fácilmente. Después, a medida que la inteligencia y sus rubores van dominando al alma, la carcajada y las lágrimas se mudan en sonrisa, en niebla húmeda sobre los ojos. Y sólo cuando vuelve la segunda niñez, se recobra la espontaneidad para llorar y para reír.

6 La imaginación, símbolo cotidiano de lo inestable, es la facultad suprapositiva del espíritu; sin ella, todos nuestros placeres y nuestros dolores serían más pequeños.

7 Casi todos los que llaman desgracias a las contrariedades, no suelen llamar dichas a los sucesos gratos.

8 El demonio de la intransigencia vela hasta en quienes creen vivir en la sombra augusta del árbol de la serenidad. Ese demonio es un doctor sutil, y empieza por falsear la expresión verbal seguro de que, insensiblemente, el pensamiento adopta las formas viciadas. Ejemplo: al que abjura de su religión por la nuestra, le llamamos convertido; al que la deja por otra, renegado.

9 La moral de los perfectos es como las lamparillas de aceite, que sólo sirven para alumbrarnos cuando estamos dormidos.

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10 Las gentes que necesiten escenas tangibles para percibir ejemplos y estímulos espirituales, en pocos sitios verán tan claramente el poder de la voluntad como en un circo.

11 Pocas cosas tan admirables como el fonógrafo; pocas más antipáticas que un fonógrafo.

12 La muerte, cuando aparece en nuestro espíritu sin su sombra habitual, el dolor, produce menos pavura y más tristeza.

13 Muchos ultraprevisores, en fuerza de preocuparse del futuro, lo van malogrando a pedacitos, por no detenerse a pensar que el día presente era ayer mismo una parte del porvenir.

14 Cuando la caridad no tiene el sentido pleno de la privación y devolución, no pasa de ser un placer más, un placer hipócrita.

15 Los pequeños dolores dejan ocasión a la queja, a la protesta, a la elocuencia; los grandes, exigen la totalidad de la energía humana para sufrirlos.

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16 Hasta cuando escribe, a pesar de las precauciones y de las fórmulas retóricas, la mujer descubre su gusto por las pasiones extremas; y a poco sincera que sea, trasciende su creencia de que las dos únicas posiciones femeninas son la de víctima y la de tirana. Al través de su prosa se perciben la cólera o la carcajada. Sólo sonríen a la voluptuosidad o a la compasión; y si alguna vez suscitan sus cartas impresiones de humorismo, no se deben a la voluntad, sino a la ortografía.

17 No se es cristiano sino en la medida que se miden y sienten los dolores ajenos.

18 Los verdaderos placeres son aquellos que subsistirían si todas las prohibiciones se aboliesen. Esto no quiere decir que sean los mejores.

19 Serenidad y vehemencia: he aquí las dos normas de la vida, impuestas más por el temperamento que por el cálculo. Poner toda el alma en el dinamismo de cada minuto, o expandirla parsimoniosamente en la plana monotonía de las cosas. ¿Quiénes tienen razón? Sin duda, los inefables mueren menos cuando llega la hora de la calma final, que aquellos cuya divisa es ir apasionadamente hacia la muerte.

20 La repugnancia instintiva que en materia de amor inspiran los calvos, viene de que el amor es vida, exaltación de vida, y la calvicie es un esfuerzo del esqueleto por manifestarse.

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21 La felicidad es, casi siempre, algo que no se ha conseguido aún o algo que se ha perdido ya.

22 Quienes pretenden que el Amor les hizo perder alguna vez el tiempo, es que no amaron nunca. El amor multiplica todas las potencias vitales: la de comprensión, la de trabajo, la de goce.

23 La Historia es un nombre fantástico escrito con nombres verdaderos.

24 Pocas cosas tan peligrosas en las relaciones humanas como confundir el prejuicio con el juicio.

25 El genio es el relacionador de la eternidad con lo transitorio.

26 La ironía es, con respecto al Bien, lo que los viejos enamorados con respecto al amor.

27 Un optimismo que se frustra, es más útil a la inteligencia y a la sensibilidad humanas que un pesimismo realizado.

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28 ¿Hombre perfecto? Ciénaga florida.

29 La mayor parte de los embusteros empiezan a serlo por falta de memoria, y luego persisten seducidos por el placer orgulloso de crear.

30 La misión del poeta es hacer penetrar hasta el corazón sensaciones e imágenes que cotidianamente resbalan sobre la corteza de materialismo que en casi todos embota la sensibilidad.

31 El ideal de amante es una mujer cuyos ojos hablen mucho y cuya boca sepa callar.

32 Pocas mujeres habrán dejado de decir en las primeras escaramuzas del amor: “Yo soy diferente a las otras.” Ignoran que cuando son más amadas se ama en ellas lo que tienen de todas las mujeres sobre lo que tienen exclusivamente de sí mismas.

33 El deseo es egoísmo; el cariño, generosidad; el amor es un compuesto de ambos, y su excelencia o su peligro dependen sólo de las proporciones de la mezcla.

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34 La muerte se ríe con su risa de hueso de todas las discusiones humanas, excepto de aquellas que tratan de la eternidad.

35 La verdadera leyenda no es nunca una invención, sino una amplificación ilusoria del círculo de posibilidades.

36 Rara vez las potentes individualidades que han ejercido acción personal pueden desposeerse, al ser juzgadas, de su relación con el medio; dijérase que ellas son el recio metal y la multitud el molde dúctil del troquel.

37 Cada día la cohesión social va restando posibilidades al individuo; y para apreciar la lentitud de los progresos éticos, basta notar que si aún son posibles los grandes tiranos, los grandes organizadores de matanzas, las personalidades dulces tienen desde hace mucho que refugiarse en el libro o en la tímida prédica: un nuevo Cristo hallaría, sin duda, barreras infranqueables antes de llegar al huerto de los olivos; y si el seráfico Francisco de Asís volviese a propagar sus ansias de fraternidad, no tardaría mucho en ser detenido por el hermano guardia y condenado por el hermano juez, entre el irónico beneplácito de todos.

38 El corazón es siempre un chico inocente que se pervierte por las malas compañías de los sentidos.

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39 Hay que ser partidario de la aristocracia; pero de una aristocracia cuyos pergaminos se revalúen cada generación.

40 Uno de los signos de eternidad del Arte, es que todas las religiones – síntesis de la aspiración a la verdad infinita - han necesitado servirse de él.

41 La mayor parte de los consejos, no son sino ejemplos abortados.

42 Hay escritores que pasan media vida aprendiendo cómo se deben decir las cosas, para luego no tener cosas que decir.

43 El amor se pinta ciego, no tanto por lo que deja de ver cuanto por lo bien que acostumbra a servirse del tacto.

44 La justicia es una de las pocas aspiraciones humanas no sugeridas por la Naturaleza. Las más costosas virtudes adquiridas por la voluntad del carácter, son fácilmente derrotadas por el don y por la simpatía: potestades milagrosas, caprichosas y terribles que lo deciden casi todo en el mundo.

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45 El olfato es el más antidemocrático de los sentidos.

46 Todos los vicios se desarrollan mejor durante los viajes.

47 La mayor prueba de prudencia que puede dar un hombre, es cambiar de placeres entre los cuarenta y los cincuenta años.

48 El miedo al ridículo es uno de los más potentes frenos que detienen la energía humana.

49 En tantas angustias la muerte se aparece ante la ansiedad humana tan plena de soluciones totales, que han sido menester para defenderla de los desilusionados de la vida, dos centinelas siempre alerta: del lado de allá, lo desconocido, y de nuestro lado, el dolor.

50 Quienes se jactan de no poder ser persuadidos del error de sus creencias, suelen ser los menos razonablemente convencidos. Para mantener su convicción, han de cerrar los oídos espirituales y rumiar mientras se les habla la propia idea tan monótonamente, que concluyen por desposeerla de toda virtud fructificadora y emocional.

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51 El pudor es la fuerza reactiva del ideal contra los instintos concupiscentes.

52 Los celos constituyen una variación del triste tema de la envidia.

53 La razón y la fe son dos caminos paralelos del espíritu que sólo pueden encontrarse en ese infinito que nadie conoce y que muy pocos pueden siquiera imaginar.

54 El calificativo es la parte de la oración reservada a las interpretaciones, es decir, a la mentira en todos sus grados: desde la hipérbole a la invención. Acicate de la vanidad y propulsor hipócrita de innumerables delitos, cuenta, entre los más nefandos, los perpetrados contra la propia personalidad. ¡Cuán a menudo vemos a seres casi inteligentes cambiar lo substantivo por lo adjetivo y preferir parecer a ser!

55 La memoria tiene dos hijos, uno como Abel y otro como Caín: el agradecimiento y el rencor.

56 A veces el inmoderado anhelo de ir lejos impide gozar de los accidentes bellos del camino.

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57 Sin la envidia y sin el dolor, la gloria sería una injusticia.

58 Casi todos los grandes anhelos serían logrados si se invirtieran en merecerlos algunas de las horas que en desearlos se consumen.

59 Definir justamente es casi crear; mil desconciertos humanos vienen de la inseguridad con que están fijas en nuestra conciencia las nociones de sentimientos, ideas y hechos fundamentales.

60 La luz es la madre de la alegría.

61 Las gentes de escasa personalidad creen fingirla contradiciendo en principio toda proposición que han de aceptar después.

62 Un hombre sin defectos es como un cuadro sin claroscuro.

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63 La vanidad es la presunción de lo que no se tiene; el orgullo, la conciencia de lo que se tiene... y de lo que falta.

64 A veces se oye decir, para disculpar a un violento: “Aunque parece así, es buenísimo...” Desconfiemos. Hay siempre entre la forma y el fondo una relación más o menos lejana de identidad.

65 En nombre del Amor se han perpetrado más injusticias que en nombre de la Tiranía.

66 La fuerza no puede satisfacerse a sí misma ni aun cuando triunfa; por eso siempre trata de demostrar que se ha ejercido en defensa de la razón.

67 La lluvia es un elemento gubernamental.

68 Si el amor nos hace generosos, es porque en cuanto se entra en sus dominios, se adquiere un sentido más intransigente de la propiedad.

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69 Muy pocos piensan antes de hablar; algunos solo piensan cuando hablan, y muchos no piensan ni cuando hablan.

70 Los mejores lectores son aquellos que buscan en los libros, no imágenes y sensaciones contra el tedio, sino luz contra la ignorancia.

71 Todas las cosas, ideas y sentimientos, son, sin duda, viejas para el mundo; pero como son nuevas para cada generación...

72 La experiencia es el producto más caro de la vida: se compra al precio de la juventud, y sólo sirve para hacer a los otros más antipática nuestra vejez.

73 La intuición es siempre más fructífera que la experiencia.

74 La multitud convierte en mísera célula a quien no la domina, y escarnece con la mofa o con la muerte a quien habiéndola dominado, deja de dominarla.

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75 Lo pintoresco es cosa que complace el ánimo... cuando se ve en casa del vecino.

76 Hay que desear decir “sí”, pero es preciso saber decir “no”.

77 El amor es primero la ilusión, y luego la desilusión del espíritu al pretender vaciarse en el molde de las necesidades de la materia.

78 La urbanidad convierte los dramas en comedias.

79 La habilidad de los juegos de la inteligencia nada tiene que ver con la brújula intelectual que sirve para seguir rectamente las dos o tres sendas fundamentales de la vida. Para iluminar esos caminos hace falta una luz pura, clara, sin oscilaciones. A nadie se le ocurre alumbrarse en una labor importante con luces de bengala.

80 Algunas mujeres tienen las lágrimas como los calamares la tinta.

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81 El Carnaval es una de esas fiestas que todos acatamos y que pocos podrían defender. Filosóficamente, el hombre embriagado es menos peligroso que el enmascarado: el ebrio sólo trata de no reconocerse a sí mismo; el otro trata de no ser conocido por los demás.

82 La estupidez ha producido casi tantos dolores como la crueldad.

83 Quien pueda decir en cualquier momento, sin sonrojo, sus acciones, es un hombre honrado; quien pueda decir sus pensamientos, un santo.

84 La guerra es una violadora de destinos.

85 Sólo aquellos en quien el fanatismo ha secado las fuentes de la comprensión y la sensibilidad, pueden dejar de conmoverse ante el patético error de los pocos que se crean un ídolo y saben adorarlo bien.

86 Los pobres de espíritu prefieren, a emprender obras difíciles, añadir dificultades ilusorias a las obras fáciles.

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87 Cuando las mujeres discuten alguna grave concesión, están ya muy cerca de otorgarla.

88 Para los pecados irredimibles contra el amor debe existir en la otra vida una pena horrenda y eterna; para los pecados leves existe en esta vida el castigo del matrimonio.

89 Ningún gesto se parece tanto al de la meditación como el de no estar pensando en nada.

90 La prudencia es casi la antítesis del miedo: aquélla evita casi siempre los peligros, mientras éste hace sufrir cada riesgo dos veces. Antes de llegar y cuando llega.

91 Más problemas nos crea la conciencia que los sentidos.

92 Los deleites materiales adquieren a menudo un carácter violento, porque entrañan siempre un triunfo contra el “destino” de la materia: muy pocas partes de nuestro cuerpo son aptas para hacernos sentir un gran placer, y en todas podemos sufrir un gran dolor.

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93 La complicidad no engendra nunca la amistad: el delito es yugo donde dos voluntades van juntas, recelosas y pesarosas siempre.

94 El concepto despótico de la riqueza no lo adquiere el rico tanto en su propia dicha como en la envidia y en la tristeza de los pobres.

95 El error fundamental de los hombres respecto de la mujer, proviene de obstinarse en diferenciarlas en aquello que son iguales y en igualarlas en aquello que son diferentes.

96 Aplazar es sinónimo casi siempre de “no ejecutar”.

97 El calendario y el reloj son dos símbolos de exactitud que suelen servir al hombre de pretexto para posponer y no efectuar cambios dolorosos de conducta... Decimos: “Desde esta tarde”, “Desde esta mañana”, para engañarnos a nosotros mismos, como si no supiéramos que en cada minuto puede empezar una era y que todos los días pueden ser año nuevo.

98 El sol es a modo de una gran piedra de toque para la ética: casi todas las acciones que no se acomodan a realizarse bajo su luz, son impuras.

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99 La sinceridad limita por el Sur con la candidez, y por el Norte con el cinismo.

100 Muchas mujeres se enamoran de los hombres que las hacen reír; algunas se enamoran de los que las hacen llorar; pocas se enamoran de los que las hacen pensar.

101 La adulación ha perjudicado más a los hombres que la calumnia.

102 La sangre se vierte casi siempre en vano por las opiniones, pero nunca por las convicciones.

103 El beso es la cifra humana del amor y adquiere todas sus modalidades: es ternura, es piedad, es deseo, es exaltación. Cuando Judas junta su boca a la mejilla, no besa, babosea únicamente: es un aborto.

104 El verdadero crítico es un altruista que en vez de entusiasmarse con las inspiraciones propias, se exalta con las inspiraciones de los otros.

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105 La inconformidad es la sombra del alma.

106 Ninguna energía es excesiva. En el fondo de cada pecado hay un ímpetu que puede aprovecharse para el bien, y que si se extirpa torpemente, nos hará falta luego. Una explosión es algo terrible, y, sin embargo, el motor de petróleo naciente y ya poderosa fuerza de la industria moderna, no es más que una explosión dosificada.

107 El diletantismo es el egoísmo de la inteligencia, que, por complacerse a sí misma, renuncia a la profundidad por la diversidad.

108 El temor evita cuando más el delito; la persuasión atrofia el impulso o lo transforma.

109 Platón decía: “Aprender es recordar.” Puede parafrasearse su inquietadora sentencia de este modo: Recordar es fijar, revivir; reflexionar en lo pasado, preparar el futuro.

110 En la química moral, el amor, al descomponerse, volatiliza su mejor parte: el cariño, y deja un turbio sedimento: el deseo.

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111 Querer, es la gran palabra a menudo falsificada. Querer las cosas, querer los hechos, querer los seres, siquiera una hora cada día, pero con firme y duradera vehemencia, nos transformaría en dioses, en héroes, en hombres verdaderos.

112 No todos los abortos sucumben al venir al mundo; muchos hay que siguen su trayectoria vital con las almas ciegas, como piedras de honda lanzadas hacia Dios, que vuelven a la tierra sin dejar otro recuerdo que el de una sombra inoportuna manchando el espacio.

113 La palabra es el más maravilloso de los recipientes: no hay frase donde no pueda caber íntegra un alma entera en toda su grandeza o en toda su ruindad.

114 Ser resignado o ser rebelde sólo depende de la dirección en que se mire.

115 Las dos grandes ideas del origen del hombre se concilian: hombres hay que provienen del mono, y es imposible dudarlo al ver la vana abundancia de sus gestos y de sus apetitos; hombres hay, muy pocos, que vienen de Dios, según lo atestigua el persistente fulgor de sus almas.

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116 No condenemos con aireada pasividad a los Caínes: acaso Abel no fue tan bueno como dicen las Escrituras, cuando no supo desenconar y trasmutar la fraternal envidia, que es siempre triste confesión de inferioridad.

117 Los hechos son machos y las palabras son hembras, es verdad; pero ¿basta aceptar esta comparación para desdeñar las palabras? Compadezcamos y evitemos las baldías, las estériles, las feas; y acariciemos y busquemos las capaces de contener emociones y de llevar en su seno los gérmenes de hechos futuros.

118 Las discusiones convencen a veces a los que las escuchan, pero jamás a los que las sostienen.

119 Los dolores que no se resuelven en lágrimas, son como los días encapotados en que no acaba de llover.

120 La víspera posee mayor cantidad de goce que el día siguiente, porque no le cercena nada; mientras que cada minuto del día esperado, no se disfruta sino a costa de una disminución de sí mismo.

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121 Muchos creen que para ser inteligentes basta con suponer tontos a los demás.

122 El éxito se paga con oro; el esfuerzo, con cobre.

123 Si alguien te dice que profesa una religión distinta a la tuya, respétale; si alguien te dice que no cree en religión alguna, despréciale.

124 La verdadera curiosidad, la fructífera, no está en los que preguntan perezosamente, sino en los que investigan por sí mismos.

125 La habilidad no excluye nunca por completo a la fuerza, antes bien la administra y dirige, proporcionando, con secreto instinto de la economía necesaria a la fugacidad de todo ímpetu, la resistencia o el impulso.

126 Una santidad sin tentaciones nos produce la misma impresión de pequeñez que un mar sin olas.

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127 En el sentido pleno de la palabra aspirar, el anhelo ha de ser la chispa que enciende, y el esfuerzo el gas que, inflamado, determina la fuerza de impulsión.

128 La suspicacia, vicio convertido por los taimados utilitaristas en virtud, pugna con el sentido de la vida moderna, cuyas dos palabras raíces son solidaridad y confianza; por grande que sea la acción individual, cada día se basta menos a sí misma para sustituir, y con que el obscuro obrero que construye el balcón abierto hacia la calle falte a su deber, el más orgulloso individuo perece.

129 Hasta para realizar el mal perfectamente se necesitan cualidades. Los cobardes, por ejemplo, apenas si se vengan a medias.

130 Sólo los irreflexivos atribuyen a la memoria un influjo secundario en la eficacia mental del hombre. Hasta en el dominio de la ética se suele pecar más por olvido que por ignorancia.

131 La piedra de toque de los verdaderos amores no está en que resisten al desdén, sino a la posesión.

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132 Sólo está permitido ser escépticos a quienes temen no poseer bastante amor para satisfacer las solicitaciones de todas las deidades. Desconfiemos de los que llaman escepticismo a una indiferencia cuya base es la sequedad de corazón y la pereza de pensamiento.

133 El placer y el dolor no constituyen los extremos de la escala sensorial donde se funden materia y espíritu. El placer tiene es su misma esencia algo de violento que le da la fugacidad precisa a la poca resistencia del hombre; si lo que entendemos por placeres se prolongase a muchos días, serían terribles dolores deleitosos... Así, pues, el dolor sigue en uno de los términos de la escala; pero en el otro no está el goce, sino la serenidad.

134 Un hombre de gran inteligencia sin carácter, es como un buque de potentes máquinas sin timón.

135 Mentiroso lugar común es el que dice: “Las comparaciones son odiosas.” ¿Cómo renunciar a la comparación cuando poseemos tan pocas nociones absolutas? Hay que comparar objetos, personas, sentimientos, ideas, o resignarse a reducir las investigaciones a un juego quimérico del espíritu, por cuyos resultados pase a veces, fortuitamente, la órbita de la verdad.

136 La capacidad innegable de fingimiento que posee la mujer, proviene de la secular esclavitud del sexo. Hasta las más torpes poseen riquezas de disimulo y argucia que sorprenden... Las malas herencias fueron siempre las más equitativamente repartidas.

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137 Hay viejos que parecen estar en el mundo para quitar a los hombres el miedo a la Muerte.

138 El fanatismo es la fe de los hombres de acción.

139 La injusticia es cosa tan terrible, que quienes luchan mucho tiempo contra ella acaban por volverse injustos.

140 Desconfiad de esos que pretenden, so capa de exaltar la sinceridad y la llaneza, imponer el imperio del cinismo y de la grosería. En el fondo de toda acción infame, aun de aquellas más disfrazadas de refinamiento, existe la ineducación y la ordinariez.

141 La caridad, acaso la más grande de las virtudes cristianas, dice implícitamente que las palabras maravillosas predicadas entre el pesebre de Belén y el Gólgota son simientes estériles en el pedregal de los egoísmos de los hombres. ¿Sería necesaria ni casi concebible la caridad en el reinado de los justos?

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142 La suma de nulidades y concupiscencias crea masa, mas nunca mejora la calidad. Nada más opuesto al anhelo de reducir a un mínimum las injustas desigualdades que dicta la Naturaleza, que ese igualitarismo de intestino que pretende nivelar por los más soeces, por los más ineptos, por los más bajos.

143 Los hombres libres proceden siempre en las situaciones extremas cual si después de su acto no fuera posible ninguno más; los fuertes gradúan su energía y dan a todo golpe, a toda acción, el previsor carácter de cosa penúltima.

144 El consuelo que aparta al espíritu afligido de la causa de su tristeza, es siempre es siempre engañoso. Consolar bien es hilar con el dolor una hebra tan sutil, que poco a poco imposibilite toda exasperación y cree una atmósfera donde se pierda la impresión encolerizadora de haber chocado contra la injusticia. Pero pocos son capaces de dar y de recibir ese consuelo que sumerge el alma en una penumbra, en una laxitud, en una serenidad que casi se acerca al placer.

145 Las supersticiones son una especie de religión al detall.

146 Así como de tiempo en tiempo las ígneas corrientes subterráneas determinan, en parajes separados por cientos de leguas, terremotos y erupciones, el pensamiento humano tiene en las más lejanas e incomunicadas zonas erupciones y trepidaciones que nadie sabe de dónde vienen ni cómo pudieron propagarse.

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147 Todas las tiranías son odiosas; pero la sucia tiranía de los incapaces de combatir en sí mismos la batalla entre el arcángel espíritu y la bestia, es la más lesiva a los intereses del desenvolvimiento humano.

148 Al legítimo egoísmo colectivo no puede importarle tanto lo que las ciencias o las artes sean para un hombre como lo que éste sea para ellas.

149 La vanidad es la única planta espiritual que medra en todas las latitudes del alma: hay quien se envanece de ser el primero, de ser el último... y hasta de ser el mediano.

150 La mayor parte de las mujeres, cuando protestan de la tiranía, no es que aspiren a la libertad, sino a cambiar de yugo.

151 El deseo sexual suele hablar en nombre del amor, valiéndose de uno de esos abusos de confianza que hacen a los conocidos llamarse amigos.

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152 Los grandes dones no pueden caer en abundancia excesiva sobre un solo ser sin doblegarlo: el talento goza de la vida, de la inferioridad de los otros y aun de su propia limitación, mientras el genio, chispa divina que un hombre sobrelleva en su peregrinación terrenal, vive solitario, sin casi posibilidad de amor y comprensión. Proyectado hacia otro ejemplo menos trascendente, puede recordarse que los millonarios no logran disfrutar el abandono de la holgura ni la irresponsabilidad del incógnito. Su riqueza – por venir de tantos – los convierte en hombres de todo el mundo.

153 Nada tan triste y baldío como esos talentos obstinados en parodiar al genio.

154 Convertirse no es trocar una indiferencia por otra, ni poner por debilidad o cálculo nuevas ropas al alma. Todo el que se convierte a una nueva religión y no es ella un santo, ha de repugnar a los espíritus verdaderamente religiosos.

155 Desconfiad de esos entendimientos enmohecidos que se precian de gustar de las ideas novísimas. Siempre hay en ellos algo del vicio de los viejos que miran a las muchachitas que aún no son del todo mujeres.

156 Quien no se domina, no logrará nunca dominar a los otros. Podrá, por el talento o la cólera, sojuzgar, alucinar, pasmar un instante; pero dominar con esa autoridad sostenida de los verdaderos fuertes, no.

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157 La satisfacción irreflexiva de los que tras un gran peligro escapan de la Muerte, sólo tendría justificación si por burlarla en ciertas condiciones se conquistase la inmortalidad.

158 La Humanidad ha sacado mucho más beneficio de las verdades provisionales que de las verdades eternas.

159 Debería existir un premio para los que fracasan, a fin de no dejar pretexto alguno a los perezosos y a los tímidos.

160 Dicen que la Muerte es una gran niveladora, y no es del todo exacto. Mientras no se desmienta, fuerza es reconocer que todos tenemos la misma manera de estar muertos, pero no la misma manera de morir.

161 Muchos suelen decir, para disculpar esas brusquedades del espíritu descubiertas por el gesto o por la palabra: “En la forma es así, pero en el fondo...” No puede darse disculpa más torpe; pues pocos tienen ocasión, necesidad o capacidad de penetrar hasta el fondo de personas o cosas, mientras que a todos nos es preciso pasar junto a la superficie.

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162 El Porvenir y el Pasado son dos montañas que de continuo amenazan derrumbarse sobre el sendero del Presente, que serpea tímido entre ellas.

163 Todos aspiramos a la Belleza; pero pocos somos capaces de realizar un esfuerzo cotidiano para disminuir nuestras imperfecciones.

164 El valor es el resultado subconsciente de dos miedos violentos y desiguales sobre un ser.

165 Quien piensa de continuo en la Muerte, no puede realizar obras grandes; pero quien jamás piensa en ella, tampoco.

166 El mejor médico no es el que cuenta sólo con la Vida y con la Muerte, sino el que cuenta también con el Dolor.

167 Los vicios más peligrosos son aquéllos que confinan con ciertas virtudes.

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168 Hay hombres que poseen ideas; hay hombres poseídos por las ideas. Los primeros son más fáciles; los segundos, más útiles.

169 El esfuerzo ha de entrar en el campo de la esperanza como el arado en la tierra de que se desea cosecha próvida.

170 El hombre no puede ser responsable ante los demás y ante sí, de no hallar respuestas exactas a esas dudas capitales nacidas con el primer albor del pensamiento; pero no puede eximirse, si quiere merecer el título de verdadero hombre, de abrir en su espíritu las interrogaciones y de buscarle respuestas en la vida, en los libros y en su propia alma.

171 No hay ser vivo, por rudimentario y alejado de la sensibilidad y el entendimiento que parezca, que no inspire respeto casi religioso al hombre que ha pensado profundamente en la vida alguna vez.

172 Las obras del espíritu han de sazonar dentro de él antes de adquirir forma y salir a ser alimento de todos. Los frutos madurados después de arrancarse del árbol, no adquieren nunca la plenitud de jugo y sabor.

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173 Hay cobardes a quienes el miedo, por un fenómeno involuntario, obliga a avanzar, en lugar de retroceder; y a muchos de ellos se los llama valientes.

174 En el amor, el yo se suele referir a la exaltación y a la fidelidad; el tú, a la belleza y a los reproches, y la tercera persona, a los celos.

175 Los problemas de la vida exigen, como los problemas abstractos, reflexión y análisis, pero una clase de análisis rápido, intuitivo casi, para no dejar lugar al cambio de circunstancias; el análisis premioso sólo sirve para comprobar los malos pasos y amplificar en la conciencia el disgusto de no haberlos sabido dar bien.

176 Cuando una gran desventura o una gran alegría encuentran para expresarse una gran voz, nacen uno de esos raros poetas que parecen haber vinculado a su sentimiento del mundo todo el ayer y gran parte del mañana universal.

177 El orador que subyuga a una muchedumbre, rara vez persuadiría, hasta hacerlo olvidar sus convicciones y deberes, a otro hombre solo.

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178 El idealista ha de dar a todo hecho el carácter de penúltimo: a las penas, a las alegrías y, sobre todo, a la muerte.

179 Cuando la sabiduría no es la medida de la ignorancia, es vanidad estéril.

180 Los débiles que no saben gustar o sufrir en la soledad sus dolores, debieran aprender a llorar bien; hay llantos tan ridículos, tan feos, que despiertan la repugnancia estética, en vez de despertar la piedad.

181 Si muchos delitos no se cometen por cobardía, muchas buenas acciones abortan también por igual motivo. Esta última cobardía es la más triste.

182 La alegría, el dolor y el conocimiento poseen una fuerza centrífuga muy difícil de vencer; por eso la voluptuosidad del secreto, alcaloide sutil del egoísmo, exige naturalezas de un excepcional temple. Hay secretos que consumen más que el alcohol y que la lujuria.

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183 La soledad en sí apenas tiene valor humano; vacío sin resistencias, donde la fantasía se engaña, dando al monólogo forma diagonal, es un trasunto de la Muerte, y sólo adquiere eficacia cuando se emplea en meditar, rectificar o proyectar acciones: en acendrar los sentimientos y en templar las armas que han de servirnos luego en la vida de relación.

184 Muy pocos hombres poseen capacidad de entendimiento y de amor para extenderlas, sin merma de intensidad, por todo el haz del mundo; y las teorías, las fronteras, los grupos, son productos de esa limitación de tanto dolor y tanta sangre.

185 Las verdaderas heroicidades son las que no modifican el espíritu al modificarse las circunstancias que las suscitan. Muchas llamadas heroicidades son hiperestesia, estupor subconsciente, necesidad de dinamismo ante el peligro. El mismo miedo se plasma en formas tan extrañas, que a veces toma la forma de valor.

186 Cuando la melancolía es un placer hipócrita – flor de ciudad -, se acomoda al ritmo de un vals; cuando viene de una insuficiencia o un exceso de alma, aconsonanta con el ritmo del oleaje.

187 Los hombres excepcionales son asideros vivos que se ahincan en el futuro y tiran hacia él del peso muerto de la Humanidad.

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188 El sentido a la vez útil y poético de la Democracia, no consiste en entregar el mundo a los tumbos ciegos de la mayoría, sino en ir ensanchando las minorías autocreadoras – por virtud del cultivo de la sensibilidad y la conciencia – hasta lograr que la belleza y la razón estén en el mismo platillo de la balanza.

189 El nivel normal de la inteligencia del hombre tiene por encima la locura y por debajo la tontería. Esto, en los vaivenes de la vida, origina errores de punto de vista y hace que muchos que se creen locos, sean tontos nada más.

190 Hasta por razón de especie, una castidad inquebrantable sería tan monstruosa como una salacidad sin fin.

191 En todos los grandes artistas, el naturalismo ha sido la escala de Jacob hacia el idealismo. En esa escala maravillosa y ardua, muchos se rinden sin llegar a lo alto; pero su esfuerzo resulta siempre más provechoso para la causa eterna del arte, que el de esos ilusos que quieren empezar su cosmología por las nubes y volar sin saber andar.

192 Lo que más dificulta la felicidad es que hay muchos modos de ser feliz.

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193 La alegría crea; lo cómico, no. Lo cómico es siempre una maldad más o menos intensa, más o menos objetiva, que enseña los dientes.

194 Sin el olvido, no gozaría cada hombre más que un solo placer de cada clase, ni sufriría más que un solo fracaso y un solo dolor.

195 La espontaneidad nada tiene que ver con la improvisación. A veces lo más puro de nuestro ser no está en la superficie del pensamiento o del sentimiento; y si no ahondamos, en lugar de ser sinceros, somos falsos, y en vez de espontáneos, artificiosos por exceso de facilidad.

196 Dos procedimientos opuestos pueden llevar al hombre íntegro a la satisfacción de sí mismo: imaginar cuando está solo que lo observan, y pensar y obrar cuando está entre gente, cual si nadie le viese. Lo difícil es no equivocarse al aplicar la regla.

197 Desatar es siempre más difícil que romper.

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198 La popularidad es el feo revés de la gloria. Los que sólo nos conocen como fútiles accidentes de sus vidas, sin amor, no pueden por muchos que sean, suplir a esos pocos amigos que nos miran alma a alma, profundamente. La extensión se consigue casi siempre a expensas de la profundidad.

199 Muchos males vienen de pensar demasiado en los demás para resolver asuntos propios; pero otros mayores vienen de pensar egoístamente en nosotros solos, para resolver asuntos que pueden beneficiar o perjudicar a los demás.

200 Así como todo terreno baldío sugiere a la inteligencia creadora la posibilidad de una gran cosecha, de un bello jardín o de un edificio maravilloso, y cada bloque abrupto las formas latentes de una estatua, hay hombres que solo sirven para indicar el sitio en donde podría llamear la luz de una verdadera vida.

201 El sueño es el aprendizaje de la muerte.

202 La multitud es tan perezosamente ingenua, que cree que todos los relojes colocados en alto marcan la hora exacta.

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203 Por instinto, al hablar de alguno de esos hombres que legaron su pensamiento eternizado a la humanidad, se dice es en vez de era, y, en cambio, se necesita un esfuerzo de voluntad para no emplear el pretérito al hablar de algunos seres vivos. Sólo a los irreflexivos debe parecer mal que el Arte no conduzca a la riqueza. Si además de las emociones y satisfacciones incomparables que la creación estética produce, granjeara ese poderío del dinero que se gana; por lo común, sirviendo de intermediarios entre las necesidades o las ilusiones de necesidades y la producción, el artista justificaría, por su exceso de dicha, todas las violencias vengativas de los demás hombres.

204 Para probar a los amantes de la justicia, hay que esperar a que la injusticia los favorezca.

205 Todo amor tiene dos etapas contrarias: en la primera, el esfuerzo se aplica a dar el otro cuanto más podemos de nuestro ser; en la segunda, a rescatárselo.

206 ¡A cuántas citas de amor se acude con el secreto deseo de no encontrar a nadie!

207 Los errores más temibles no son los que sostienen juicios diametralmente opuestos a la verdad, sino los que se apartan de ella, que engendran, o una aparente identidad o un peligroso “no vale la pena de combatirlos”. Los primeros tienen en su contra su misma monstruosidad y viven poco tiempo; los otros tienen a su favor el reflejo de la verdad próxima.

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208 Se debe desconfiar de esas gentes a quienes la debilidad de carácter o la malicia llevan a decir el sí o el no entre una vaguedad de puntos suspensivos, quitándole esa magnifica fuerza categórica que hace de esos dos vocablos el alfa y el omega simbólicos de todos los problemas del mundo.

209 Esos animales que miran al hombre cara a cara, hacen pensar en la terrible e injusta posibilidad de algunos mitos.

210 Esos muertos independientes que no reposan en la estrechez de los cementerios y descansan bajo el mar o bajo el tumulto de los vivos, debieran ser los hombres, que, renuentes a la angostura de la Ley, de la Patria y del amor reglamentado, quisieran respirar todos los aires, amar la vida en sus floraciones infinitas y odiar el error hasta cuando yergue su adelfa dentro de ellos mismos.

211 Los refranes no son sentencias éticas, sino síntesis empíricas de las artes del mundo; por eso los hay igualmente verídicos a favor y en contra de muchas cosas.

212 Esos hombres que dan la mano cartilaginosa de una manera blanducha, esquiva, parecen, más que débiles, estar esperando una distracción del interlocutor para apretarle ellos a mansalva.

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213 Acaso el peor defecto de la simetría es suponer que, cuando la sinrazón está en un sitio, la razón ha de estar forzosamente en el lado opuesto.

214 Hay dos géneros de miedo: uno, mezquino, limitado, que mueve el egoísmo de los individuos entre los polos del dolor y la muerte; otro, cíclico, en el que se comparte el dolor de todas las criaturas: éste se suele sentir sólo ante las cóleras de la Naturaleza: tempestades, terremotos, volcanes; pero algunas sensibilidades puras lo sienten también ante las guerras.

215 Los hombres lloran casi siempre, sin querer, y las mujeres, también casi siempre, cuando quieren.

216 Tanto en las relaciones comerciales como en las espirituales, el intermediario suele ser un enemigo, que se cobra en lucro o en frialdad de espectador su posición equidistante entre dos anhelos.

217 Sólo en materia religiosa – la única incomprobable – suele pasarse del error a la verdad, sin cruzar estados intermedios. La ciencia necesita apoyarse en verdades provisionales, que luego, en cuanto no le sirven para sostener su ascensión hacia el progreso, reconoce como mentiras.

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218 Triste caso es el de la vocación sin aptitud; pero tristísimo y de maldad trascendente es el de la aptitud que se esteriliza en la falta de entusiasmo o en la pereza.

219 Los hombres mediocres se engrandecen ante sus propios ojos con el éxito y se empequeñecen con la desgracia; los hombres de excepción están siempre por debajo del triunfo y por encima de la desventura.

220 La experiencia sería de una ejemplaridad infalible si todas las situaciones, aun las más parecidas, no fueran desiguales.

221 La oportunidad es la madre de los débiles y la hija de los fuertes.

222 Ningún equívoco tan dramático como el del hombre que le pide a una mujer un rato y se oye ofrecer la eternidad.

223 La multitud llenaba diariamente el templo. Un día, no se sabe con qué propósito, alguien cambió del altar la imagen adorada; y como la multitud iba siempre al mismo templo y con el mismo ánimo adormecido por la costumbre, nadie notó el cambio.

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224 El hombre vive siempre entre dos legiones innumerables de fantasmas: de un lado están los espectros de cuantos fueron, del otro, de cuantos no han sido aún. Si el hombre sólo ve la primera de esas legiones, marcha hacia el futuro; si ve la segunda, hacia el pasado, y si posee visión bastante para percibir ambas, permanece extático, indeciso y se convierte él mismo en espectro.

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ANATOLE FRANCE Y SUS AMIGOS

DESPUÉS de que «Le Temps», el macizo periódico que acapara desde hace años el no demasiado envidiable calificativo de sesudo, lanzó una protesta fogosa contra los miembros de la academia escandinava más atentos según temíase a las virtudes ortodoxas que a los méritos intelectuales, la adjudicación del Premio Nobel de Literatura correspondiente al último año, produjo en Francia grata sensación de justicia. Mientras las probabilidades de triunfo fluctuaron entre France y Tomas Hardy el patriarca de las letras británicas, la opinión se resolvió tan vivamente, que una buena parte del público saciaba su avidez de emociones en el proceso Landrú, derivó hacia el insigne padre de Grainqueville. Hubo encuestas, peregrinaciones a la «Villa Said», recuento de méritos y alusiones e intrigas. Ya las aguas volvieron a su cauce y puede llegarse hasta el retiro del Benedictino burlón sin miedo a encontrarse con periodistas y con fotógrafos. Vamos pues allá.

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El acceso no es demasiado difícil. La casita envuelta en el oro matinal despierta recuerdos y emociones. Tras esos muros de ladrillos escribiéronse tantas páginas de ritmo perfecto... Tal vez tras aquella ventana reuníanse en los mediodías dominicales, los amigos deseosos de oír florecer espontáneamente en la boca del maestro las gracias que fijaba la pluma después. Pensamos en el libro confidencial de Paul Gsell, en las primeras tretas políticas del ciudadano Aristides, en el estupor del profesor Brown que buscaba el secreto del genio, en los secretos casi droláticos de la Academia francesa y, con visión conmovida, en aquel eco múltiple de France, todavía más especulativo que él —Remy de Gourmont— cuya cabeza elefantiaca y roída de lepra estaba llena de ensueños y de humanidades. Desde la guerra las reuniones se interrumpieron, y cuando llamo no espero encontrar al maestro rodeado de contertulios. Con pasos tácitos Josefina, la criada de los dientes de oro, nos guía al través de un corredor donde torsos femeninos de mármol e imágenes piadosas fraternizan sobre antiguos tapices y contemplan bellos paisajes pintados que multiplican la distancia. Una habitación con paredes vueltas por los libros nos hace pensar en la ciudad de papeles impresos, grata al gato Amilcar. Y, de súbito, cuando aun no hemos preparado la frase inicial ni borrado del rostro la curiosidad casi grosera, una puerta se abre, y aparecen en el fondo de otra estancia, detrás de una mesa, la cara aguileña, la barba gris, los vivos ojos dulces, el gorro de púrpura que ha traducido en negro raso el señor Ruiz Contreras. La habitación está llena de penumbra y entrevemos cerca del gran escritor un bulto. ¿Por qué pensamos que pueda ser el maniquí de mimbre? No, es una figura humana y cerca de ella hay otra, y otra aun, detrás de mí. Son los familiares del maestro, me digo mientras las frases más externas se cambian. Y cuando me he sentado y escucho a uno de aquellos fantasmas interpelar al hombre que ha hecho hablar a los ángeles, a los santos y a los pingüinos, comprendo que mi buena suerte me depara en la forma viva de diálogo, lo mismo que yo iba a interrogar para trascribirlo después con la monotonía de la narración. A los pocos momentos el maestro me olvida, y ya no soy frente a él sino otro espectro que oye en silencio cuanto dicen los otros. Y por sus palabras los voy identificando sucesivamente. Jean Marteau.—Sin los cuatro volúmenes de la «Historia Contemporánea», sin la evocación de la isla de San Mael y sin los tres folletos de «hacia tiempos mejores» el premio Nobel sería ya suyo hace muchos años. France.—Ese premio es un inmenso acto de contrición del ingeniero que dio a nuestra época una de sus más potentes fuerzas de mal: la dinamita. Pero, administrado por hombres Inferiores a el ¿cómo sorprendernos de que se convierta en fruto de intriga y de ignorancia? No esto es lo peor que puede ocurrirle. Bergertí.—Mis compañeros de la Academia sueca comprenden que el cheque de doscientos cincuenta mil francos es en cierto modo un diploma de inmortalidad, y dudan antes de decidirse. Su tarea es enorme, divina, y no es raro que surjan después de cada decisión ángeles rebeldes. ¿En qué plano han de estar los que juzgan a los superiores del mundo? El Abate Coignaid.—Déjese de sutilezas, maese profesor. Lo único interesante es el cheque y mientras menos carácter metafísico tenga, mejor aun. Mi buen maestro Francisco Rabelais hizo exclamar a uno de sus hijos: ¡Todo por la tripa! Gran palabra.

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La inmortalidad es solo un espejismo y las academias simples reuniones familiares donde juegan a las prendas con las palabras del idioma. France.—Esa es la dinamita espiritual, abate. Va usted a tener que dejar otro legado como el ingeniero sueco. El Abate Coignard.—¡Bah!.... Desde que ando en tratos con una encajera llamada Catalina, me aturdo y mezclo los nombres de sus amantes con los de los agraciados con el premio Nobel. ¿Hay entre ustedes quien sea capaz de decirme cuales escritores ilustres poseen la sustanciosa gracia? Tras cada premio viene la protesta y luego la confusión y el olvido. Lo único que subsiste es el cheque. Y agraciado habrá del que no quede otra memoria que el asiento del cobro en el libro Mayor del Banco, especie de diccionario de los hombres felices. Jean Marteau.—De todas maneras, el Presidente de ese tribunal... Bergeret.—Está sujeto a error igual que vuestro famoso Presidente Bourriche. Bl Abate Coignard.—¿Conoce acaso ese sabio polar las lenguas de Latio? ¿Sabe siquiera el latín de los curas de misa y olla, y ha escrito sermones que luego improvisaban los obispos como yo? ¿Busca acaso los fundamentos de sus juicios en una biblioteca cual la astaraciana en vez de informarse merced a los traviesos gacetilleros que todo lo trabucan y unen a la magnífica ignorancia la perversa sabiduría de dar hasta a las cosas eternas un carácter efímero? ¿Es que...? France.—Demostrando su falibilidad demostráis que el premio que acabo de recibir —aun no os lo había dicho— puede ser injusto. Y me impulsáis a declinar el honor. Bergeret.—¿Luego ya tenéis el diploma? El Abate Coignard.—¿Y los doscientos cincuenta mil francos? Jean Marteau.—¿Y estáis seguro de que no hay falsificación en ninguno de los dos documentos? Dejádmelos ver: soy grabador y... France—Aquí están. Una de las sombras, la del pobre profesor de Instituto, coge el pergamino mientras las otras dos se inclinan ávidamente sobre el cheque. Por la cara aguileña del escritor pasa una sonrisa que más parece nacer en los ojos que en la boca. Y de pronto, el abate propone: —¿Queréis que vayamos al figón de mi discípulo Jacobo para celebrar el suceso? Podemos invitar a Catalina y hasta a un fraile que la corteja. Catalina se sentará entre el premiado y yo, y el hermano Ángel entre Jean Marteau y monsieur Bergeret. Asaremos un buen pernil, correrá el vino y pasaremos una noche excelente. Y luego...

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Sin duda el regocijado clérigo en cuyo rostro ríe la gula y flamean los ojos desnudadores de doncellas, va a decir algo más. Pero en el rostro de Anatole France la sonrisa se ha nublado un poco sin desaparecer. Y la barba blanca está envuelta en una sombra melancólica cuando dice: —No abate, no. Nosotros no tenemos esa potencia magnífica que constituye, acaso, el supremo don de la Iglesia a sus servidores preferidos. Los años nos pesan, nos entorpecen y ya no podemos salir de noche ni comer carne. La carne, en todas sus manifestaciones, nos es nefanda. ¿Verdad mi querido profesor Bergeret? Esta fortuna hace treinta años no habría bastado a mis deseos: hoy me sobra. Si mister Balzac dijo bien al afirmar que la gloria es el sol de los muertos, y yo no diré mal si aseguro que la riqueza es la agonía de los escritores. ¡Ea, ya es tarde! Vamos a descansar un poco antes del definitivo descanso. Y las sombras sumisas salen, en tanto que yo cruzo con el anciano insigne, que ya nos parece otra sombra, algunas de esas frases amorfas fabricadas por la cortesía para defender el tesoro del pensamiento, de los raterillos vulgares.

A. HERNÁNDEZ CATA (Cosmópolis, 1922)

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LOS CHINOS (1924)

No me pregunte usted cómo me encontré allí, ni por qué caídas fui a parar, desde la cuna rica y desde la posición de muchacho, a aquella cuadrilla de trabajadores. Entonces el cuento sería interminable. Estaba allí, y era uno más. Sólo uno más. Oiga usted lo que ocurrió con los chinos, sin preocuparse de otra cosa. El mulato llegó del Oeste, el segundo día, y sus palabras inflamaron a todos, cortando los últimos lazos de avenencia que quedaron tendidos entre el ingeniero y nosotros, en la entrevista de la noche antes. Subido sobre una pipa de ron, sin cuidarse del sol terrible, habló más de una hora. El tono exaltado de sus palabras incendiaba la sangre, y sus razonamientos, repetidos una y otra vez, penetraban en las inteligencias más torpes a modo de tornillos que nadie hubiera podido sacar ya sin romperlos. —¡A los obreros de Bahía Brava, les han estado pagando a tres pesos y a vosotros a dos!... ¿Es eso justo? Y aquí el trabajo es más duro, porque no hay cobertizos, sino tiendas de lona, y por el pantano… Si resistís, no sólo os tendrán que subir el jornal, sino que os pagarán los pesos robados, y unos podrán mandar un buen puñado a sus casas y otros ir a pasar unos días de diversión a la ciudad… Tres meses a peso por día, son ciento veinte… Pero hay que resistir: cada día sin trabajo es para ellos peor que para nosotros, porque la obra es por contrata, y tienen que dar indemnización si no se acaba a tiempo. ¡Hay que resistir para chincharlos! Bajo la luz reverberante, el grupo seguía ansioso aquellas palabras que multiplicaban la ira recóndita. Éramos casi cien, y había de muchas partes: negros jamaiquinos de abultadas musculaturas, de sudor acre y de ojos de concha de mar; negros del país, más enjutos, de color mielado y dientes que parecían luces dentro de las bocas; alemanes de un rubio sucio, siempre jadeantes; españoles sobrios y camorristas, de esos que dejan sus tierras sin cultivo para ir a fertilizar el mundo; criollos donde se veía la turba

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confluencia de las razas, igual que en la desembocadura de los ríos se ve el agua salada y la dulce; haitianos, italianos, hombres que nadie sabía de dónde eran… Escorias de raza, si usted quiere. En todo caso, fatiga, exasperación, hambre, pasiones y un trabajo terrible, como un castigo. El mulato interpolaba en su arenga interjecciones de lenguas distintas, y a cada chasquido, una parte del auditorio vibraba. Cuando el agitador se fue, no dejó tras sí hervidero de gritos, sino ese silencio sañudo, hermano mayor de las decisiones colectivas. Puesto que el Gobierno necesitaba resolver el conflicto pronto, por la proximidad de las elecciones, y puesto que el Comité de la capital estaba dispuesto a socorrernos, resistiríamos. Resistiríamos sin comer, o comiendo frutas verdes de los maniguales. ¡Todo antes que seguir matándose por una miseria, bajo un sol que hacía crujir igual la pobre carne y la pobre tierra, sin otro alivio que la llegada de la tarde, en que hombres y paisajes quedaban extenuados de haber ardido todo el día, absortos en beata quietud henchida de ensueños de patria y de ensueños de brisa, sobre la cual iban apareciendo, poco a poco, las estrellas! Tres veces vino la vagoneta con emisarios a proponernos concesiones parciales, y tres nos negamos a escucharles. La última, nos recogieron las herramientas de trabajo y nos quitaron las tiendas de lona. —Es para meternos miedo— dijo uno. —¡Tener miedo ellos de dejar hierros en manos de hombres!— rugió un negro, mostrando con risa satisfecha sus dientes ingenuos y feroces. Aun después de rotas las relaciones, vinieron a advertirnos que el mulato no pertenecía al Sindicato obrero, sino a una agrupación política bastardamente interesada en crear desórdenes. No les hicimos caso. Poco a poco, a medida que los ahorros se agotaban, fueron desapareciendo, hasta desaparecer, los vendedores ambulantes. Ni ron ni vituallas, ni siquiera esperanzas de tenerlas. Los primeros días unas nube de tormenta, que cubrieron el sol y el reposo, dieron al hambre aspecto casi dulce. Luego se despachó a la ciudad a un delegado de quien no volvimos a saber nunca. Los alemanes, una tarde, se fueron en busca de otro lugar en donde hallar trabajo; varios españoles los siguieron dos días después, y, a lo último, sólo quedamos unos cuarenta, arraigados allí por una especie de pereza furiosa. Cuando la necesidad empezaba a rendirnos, llegó un misterioso socorro de la ciudad, y la comida y la esperanza de nuevo apoyo nos volvieron a enardecer. Pero el entusiasmo fue brevísimo: a los cuatro días, sólo teníamos para calmar el hambre frutas terriblemente astringentes, sin jugo, y para cogerlas, era menester caminatas más penosas aun que el hambre misma. Los primeros casos de disentería no tardaron en sobrevenir, y la fiebre me tumbó bajo la sombra seca de un árbol. Dos días después llegaron los chinos. Tres vagonetas los trajeron. Debían de ser unos noventa. Varias veces quise contarlos y no pude, porque se mezclaban y confundían unos con otros, igual que en el cielo las estrellas. Sus movimientos vivos, su pequeñez, su lividez y su flaquencia, hacíanlos parecer muñecos. “¿Eran aquellos los que iban a sustituirnos? ¡Bah, imposible!” Al verlos, nuestras vicisitudes se calmaron de pronto para dejar paso a palabras de sarcasmos: “¡Pobres macacos amarillos! ¡Qué iban a resistir el trabajo tremendo! Si no tenía la compañía otros hombres, ya podía ir preparando nuestros tres

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pesos de jornal. El triunfo estaba cerca.” En nuestro grupo menudearon los comentarios y las risas: “Buenos eran los chinos para vender en sus tiendecitas de la ciudad, abanicos, zapatillas, cajitas de laca y jugueticos de papel rizado; excelentes para guisar en sus fonduchos, o para lavar y planchar con primor... ¡Oficios de mujeres, bien! Pero para aguantar el sol sobre las espaldas ocho horas, y agujerear el hierro, ¡hacían falta hombres muy hombres!” Con curiosidad burlona seguimos su primera jornada. Eran como hormigas amarillas, diligentes, nerviosas. La traviesa que solíamos alzar entre dos, levantábanla ellos entre cinco; pero la levantaban. Iban y venían incansables; y vistos en el trabajo, parecían aumentar en número… Luego, a la hora de comer, en vez de los guisos fuertes, y del vino, y del aguardiente de caña, arroz, nada más que arroz, y comido de prisa. “¡Ah, no podrán soportar así mucho tiempo!” ¡Había que devorar allí, para defenderse del sol que devoraba todo! No eran menester los guardias armados para custodiar su faena; sin que nosotros los atacásemos, caerían rendidos, dejándonos la presa poco envidiable de un trabajo sobre el cual era menester sudar y maldecir, y que ellos pretendían hacer con la piel seca y en silencio”. Pretendían hacerlo, y lo lograban. A los tres días, nuestras risas irónicas fueron trocándose en seriedad, en pesimismo. Se crisparon los puños, y sonó la primera amenaza. Yo estaba muy débil, y en cuanto caía el día, me abrazaba una fiebre delirante. Vi llegar al mulato otra vez, cuchichear, discutir. Conmigo no contaron para nada. Una negra vieja que, apiadada de mí, había venido varias veces en lo más fuerte del calor a echarme frescas hojas de plátano sobre la cabeza, me arrastró hacia su bohío y empezó a curarme. Desde allí, al través de una bruma que, sin borrar la realidad, la alejaba fantásticamente, paralizándome por completo para intervenir en nada, vi todo. —¡Puesto que son como bichos y no tienen en cuenta el derecho de los hombres, hay que matarlos como a bichos! —gritaba el mestizo. —Lo mejor es irnos a otra parte… Ya no debíamos estar aquí— murmuraba un blanco. Y un negro, arrugada la frente y casi el cráneo por la tenacidad de la idea, aseguraba: —¡Mí no importar guardias!… Mí tener un machete y matar todos de noche, igual que en matadero…Mí saber bien… Así… así. Pero el mulato lo calmaba, prudente: —No, sangre, no… Yo me marcho, y pasado mañana enviaré a uno de confianza con instrucciones mejores. Ya veréis como se arregla todo. Yo hubiese querido huir, pero no pude. Me pesaba el esqueleto —apenas me quedaba carne—, como si estuviera enterrado a medias en aquella tierra maldita. Además, sentía una curiosidad extraña merced a la cual, desde lejos, adivinaba el sentido de los movimientos y de los labios al moverse. Vi, dos días después, llegar a un anciano haraposo, hablar con varios y dejarles un paquete de hierbas; colegí primero el miedo, y luego la decisión pintados en los rostros, y con el alma hecha cómplice segura de la impunidad que la postración física le deparaba, en la sombra de la medianoche, presentí más que columbré al jamaiquino, ir a echar las hierbas en la gran paila donde se cocía el café de los asiáticos… Y por la mañana, cuando los miré acercarse con sus

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escudillas, percibí de antemano lo que los ojos habían de tardar unas horas en ver aún: cuerpos que se agarrotan, manos que van a oprimir los vientres en desesperados ademanes, pupilas que se abultan y salen de las cuencas cual si quisieran sujetarse a la vida, caras amarillas que se ponen mucho más amarillas y que caen crispadas contra la tierra, para no levantarse más. Veintidós cayeron así. Otros que habían bebido menos, murieron por la noche. ¡Ah, no olvidaré nunca el terror de los guardias, ni mi propio terror! Si un chino nos infunde siempre una invencible sensación de repugnancia y de lejanía donde hay algo de miedo, un chino muerto es algo pavoroso. Los cadáveres tendidos sobre el campo, bajo el trágico silencio del sol, galvanizaron a todos. Fue un día terrible. Mas al acercarse la noche y pasar sobre la sabana los primeros ecos de brisa, el grupo de culpables empezó a desbandarse para escapar, y suscitó la reacción de los guardias. La fuga duró poco: tras el primer movimiento del instinto, se entregaron sin resistencia. “¡No pensar, no trabajar, ir a la ciudad, y comer y dormir a la sombra!, ¡qué dicha!”, debían pensar los desventurados, casi contentos de su infortunio. El testimonio de la negra me salvó: “Estaba desde hacía cinco días enfermo, y no había podido intervenir”. Atontado, sin lágrimas, los vi marchar en fila hacia el oeste, por donde el mulato había venido, bajas las cabezas, atados los brazos a la espaldas. Al día siguiente vinieron en la camioneta unos hombres, tiraron tiros a los cuervos, y se llevaron los cadáveres. Todo quedó solo, y yo pude dormir al fin. Una mañana, no sé cuántas después, me despertó ruido de gentes. Miré con avidez, y sentí el escalofrío de la alucinación penetrarme hasta el tuétano. De la vagoneta habían descendido treinta hombres amarillos, iguales, absurdamente iguales a los que yo vi caer muertos en tierra, cual si en vez de llevarlos a enterrar los hubiesen llevado a la ciudad para recomponerlos, y con diligencia de hormigas, ante mis ojos enloquecidos, empezaron a trabajar.

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