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Patricio Pron Nadadores muertos Editorial Municipalidad de Rosario, 2001. Tres días después de que todo comenzara, cuando P emergía triunfan- te del tanque cristalino, recordó un pequeño hecho. La mañana de la partida se había entretenido durante el desayuno su- mergiendo una galletita en el café. Habitualmente la galletita se em- papaba de la sustancia oscura y aromática y él, con el “timing” perfec- to de un jugador entrenado, se la llevaba a la boca antes de que se di- solviera. Pero esa mañana, a poco de sumergir una galletita, ésta se quebró. Él quedó asombrado, mirando cómo uno de los pedazos flota- ba hasta concentrarse en el líquido y luego se hundía en el fondo de la taza, donde se disolvía en un sedimento grisáceo y sin sabor. P se quedó mudo mirando la taza hasta comenzar a pensar que el pe- queño acontecimiento era un anuncio de algo que le pasaría, una anti- cipación del futuro. Pensó incluso que ese futuro, negro como el café, había empezado ya a tragárselo a él, involuntaria víctima de un des- cuido o de una farsa. Tomó la decisión de no pensar más en el asunto. Le parecía inconce- bible que una cosa cotidiana, mínima, le provocara pensamientos tan negros. Era igualmente ridículo pensar que una persona como él, fría y calculadora, ligeramente cruel a la hora de hacer negocios, se angus- tiara por una galletita que se desbarranca al fondo de una taza. Pero cuanto más se resistía a pensar en el asunto, mayor era la insis- tencia de la imagen en volver a su cabeza: la galletita empapada de líquido negro, hecha casi toda ella misma un líquido negro, hundién- dose hasta el fondo de la taza. “Es extraño cómo son las acciones mínimas las que ofician de puente entre dos situaciones, entre dos hechos”, había pensado al salir del tanque y recordar las circunstancias de su captura. “Es sumamente raro”, pensó mientras algo en él, un rastro de su anterior conciencia calculadora, le recordó el momento preciso en que su vida había cam- biado. Entregándose al sueño en los brazos de Zoe, P recordó el mo- mento mismo en que tocaron a su puerta. Bajó a abrir. En el corto intervalo que le llevó ir de la cocina ubicada en la planta superior de la casa a la entrada, el timbre volvió a sonar otras dos veces. Por fin, al llegar frente a la puerta, se detuvo y miró a través del orificio. Levemente deformado, vio un rostro que se acercaba hacia la mirilla. El rostro se pegó al cristal y luego retrocedió. Entonces P pudo tener un cuadro del conjunto.

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Page 1: Patricio Pron -

Patricio Pron

Nadadores muertos

Editorial Municipalidad de Rosario, 2001.

Tres días después de que todo comenzara, cuando P emergía triunfan-te del tanque cristalino, recordó un pequeño hecho.

La mañana de la partida se había entretenido durante el desayuno su-mergiendo una galletita en el café. Habitualmente la galletita se em-papaba de la sustancia oscura y aromática y él, con el “timing” perfec-to de un jugador entrenado, se la llevaba a la boca antes de que se di-solviera. Pero esa mañana, a poco de sumergir una galletita, ésta se quebró. Él quedó asombrado, mirando cómo uno de los pedazos flota-ba hasta concentrarse en el líquido y luego se hundía en el fondo de la taza, donde se disolvía en un sedimento grisáceo y sin sabor.

P se quedó mudo mirando la taza hasta comenzar a pensar que el pe-queño acontecimiento era un anuncio de algo que le pasaría, una anti-cipación del futuro. Pensó incluso que ese futuro, negro como el café, había empezado ya a tragárselo a él, involuntaria víctima de un des-cuido o de una farsa.

Tomó la decisión de no pensar más en el asunto. Le parecía inconce-bible que una cosa cotidiana, mínima, le provocara pensamientos tan negros. Era igualmente ridículo pensar que una persona como él, fría y calculadora, ligeramente cruel a la hora de hacer negocios, se angus-tiara por una galletita que se desbarranca al fondo de una taza.

Pero cuanto más se resistía a pensar en el asunto, mayor era la insis-tencia de la imagen en volver a su cabeza: la galletita empapada de líquido negro, hecha casi toda ella misma un líquido negro, hundién-dose hasta el fondo de la taza.

“Es extraño cómo son las acciones mínimas las que ofician de puente entre dos situaciones, entre dos hechos”, había pensado al salir del tanque y recordar las circunstancias de su captura. “Es sumamente raro”, pensó mientras algo en él, un rastro de su anterior conciencia calculadora, le recordó el momento preciso en que su vida había cam-biado. Entregándose al sueño en los brazos de Zoe, P recordó el mo-mento mismo en que tocaron a su puerta.

Bajó a abrir. En el corto intervalo que le llevó ir de la cocina ubicada en la planta superior de la casa a la entrada, el timbre volvió a sonar otras dos veces. Por fin, al llegar frente a la puerta, se detuvo y miró a través del orificio.

Levemente deformado, vio un rostro que se acercaba hacia la mirilla. El rostro se pegó al cristal y luego retrocedió. Entonces P pudo tener un cuadro del conjunto.

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Era un muchacho menudo, parado junto a una bicicleta amarilla. P intuyó en él una cierta anormalidad, algún detalle impreciso que hacía parecer al muchacho desconcertante, fuera del tiempo y del lugar, pero no pudo determinarlo a través de la mirilla. Entonces abrió la puerta.

Al abrir, la luz penetró hasta cegarlo y, con ella, la imagen del recién llegado. El muchacho tenía puesto un traje de baño antiguo, como los que P había visto en el museo de la ciudad. Llevaba unas calzas raya-das que le abrazaban el cuerpo hasta abajo de las rodillas y se le abrían a la altura del pecho en dos tiradores que le rodeaban los hombros. Vestido así parecía más delgado de lo que era, enfermo, pese a que sonreía, de una enfermedad prolongada y dolorosa.

P dudó, al recorrer su vestimenta con un vistazo rápido, entre asom-brarse por su delgadez, por sus calzas tan fuera de moda, o por las patas de rana que llevaba. Con ese calzado, se sorprendió pensando, debía tener grandes dificultades para pedalear en la bicicleta.

Toda la escena le parecía tierna y ridícula a la vez. El muchacho le sonreía, parecía esperar una orden para comenzar a hablar. Miraba con insistencia hacia su costado.

Impaciente, P preguntó:

—¿Sí?

Entonces escuchó una voz, que no provenía del muchacho sino de alguien situado a su costado, que dijo: —Buenos días punto.

Le pareció que la última palabra sobraba, pero se concentró en mirar de dónde provenía la voz. Entonces descubrió que al lado y un poco más atrás del muchacho había otro ciclista. Estaba vestido igual que el primero, aunque parecía mayor. Unos largos mostachos negros y lige-ramente ensortijados en las puntas, le adornaban la cara como si fue-ran una copia del manubrio de su bicicleta.

Por pudor, P respondió luego de un instante de perplejidad:

—Buenos días.

—Punto —lo corrigió amablemente el muchacho— dos puntos: tengo el agrado de comunicarle que el Club de Nadadores Muertos ha aceptado su solicitud de asociación punto.

P quedó perplejo por un instante. No recordaba haber enviado nunca una solicitud para pertenecer a ningún club de nadadores. No tenía, por otra parte, ningún interés en una actividad tan poco rentable como la natación, cuyo ejercicio no podía brindarle tantas ganancias como las que él consideraba necesarias.

—No extendí ninguna solicitud para pertenecer a ningún club de na-dadores —respondió.

—Punto —volvió a corregirlo suavemente el muchacho— dos puntos: por eso mismo el Club la ha aceptado punto. Es obvio que coma, de haberla enviado coma, el Club no la hubiera aceptado jamás punto.

Perplejo, P respondió:

—Debe tratarse de un error, y no puedo perder más tiempo. Adiós.

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Entonces intentó cerrar la puerta, pero escuchó la voz del muchacho que decía:

—¿Usted no es P signos de pregunta?

—Sí —respondió P, vacilando.

—Pues aquí dice dos puntos: señor P aceptado punto —dijo el mucha-cho, extendiéndole una hoja. Se trataba de un simple papel manuscri-to, en donde la inicial parecía borrosa. P la miró con detenimiento y luego dijo, devolviéndole el papel:

—Esta no es una P, sino una B.

—Se equivoca dos puntos: esta es una P punto —dijo el muchacho mientras le extendía el papel al ciclista de mostachos.

—Sin dudas punto. Es una P punto —dijo éste.

—Entonces su Club cometió un error —respondió P, súbitamente furioso por el contratiempo.

—No hay error —dijo el de los mostachos— punto. La dirigencia del Club coma, y particularmente la comisión encargada de la aproba-ción de las solicitudes no enviadas coma, no cometen jamás errores punto. Eso es algo impensable punto.

—No puede ser —dijo el muchacho, saliéndose del acotado libreto que parecía estar representando junto a su “partenaire”, que lo miró de forma reprobatoria.

—Es probable que usted haya enviado su solicitud hace ya mucho tiempo punto —dijo el de los mostachos—. Es cierto que en general las solicitudes son aprobadas con algún retraso punto —se sonrojó—. Muchas personas no reciben la notificación de su aceptación sino unos pocos días antes de su muerte coma, o incluso mientras están postra-dos en una cama de hospital coma, agonizando punto. Pero eso no revela negligencia de parte de la dirigencia del Club coma, sino que es una exigencia puntual del Estatuto punto.

—No creo que yo haya enviado nada —dijo severamente P.

—Quizás cuando usted era un niño punto —sugirió el muchacho con una sonrisa.

—Lo cierto es que ha sido aprobado para pertenecer al Club y no pue-de rechazar el acompañarnos punto —interrumpió el de los mosta-chos.

—Sí puedo —dijo P en tono desafiante.

Entonces el muchachito rompió a llorar. Aunque intentaba taparse el rostro con el brazo, sus gemidos revelaban que estaba llorando des-consoladamente, con un llanto que crecía en intensidad hasta parecer una sirena de barco.

—Tiene que venir punto —le dijo el de los mostachos—. No fuimos enviados a recorrer este barrio inmundo durante días sólo para que usted nos diga que no tiene ganas de hacerse cargo de su responsabili-dad. Punto —dijo, remediando su error.

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Pero de inmediato, al ver que P iba a cerrar la puerta, cambió radical-mente de tono y empezó a lloriquear junto con el muchacho.

—Por favor punto —dijo entre llantos—. Si no nos acompaña nos van a echar punto. ¡Y nuestra madre está tan enferma signos de admira-ción!

—¿Son hermanos? —preguntó P.

—Sí —dijo el muchachito—— punto. Nueve hermanos somos.

—Punto —lo corrigió el de los mostachos, secándose el rostro con una mano.

P se conmovió con su llanto. Entornó levemente los ojos e intentó sonreír para darles ánimo, y les dijo:

—Bueno, bueno: voy a ir a su Club de Nadadores Muertos, pero sólo para aclarar este malentendido.

—Muchas gracias coma, muchas gracias coma, muchas gracias punto —empezaron a gritar los dos al unísono.

En ese momento P recordó que no tenía la dirección del Club.

—Necesito la dirección para llegar —dijo.

—Eso es un secreto punto —respondió el de los mostachos—. Por otro lado coma, no tiene de qué preocuparse punto. Viajará con noso-tros punto. Suba al manubrio de la bicicleta de mi hermano punto —le ordenó.

P subió con cierta dificultad a la bicicleta. Luego de pedalear un par de metros, el muchachito dijo:

—Le voy a hacer una confesión punto. Ahora entiendo por qué usted fue admitido en el Club dos puntos: tiene bajo ese traje un cuerpo de nadador punto.

—Gracias —respondió tímidamente P, agarrándose con fuerza del manubrio al tiempo que miraba hacia adelante.

Viajaron un par de horas.

A P el viaje le pareció inusualmente largo, aunque luego supuso que había perdido la noción del tiempo. La ciudad no era tan grande, no era ese amasijo de barrios por los que nunca había pasado. Era, pensa-ba, más pequeña, la suma de tres o cuatro barrios distinguidos, calles de restaurantes y cines. Un selecto número de esquinas que se podían recorrer de punta a punta en menos de una hora, incluso andando en bicicleta.

Durante el viaje se cayó innumerables veces del manubrio, falto de práctica. Las manos, los brazos e incluso el rostro se le llenaron de raspones. En cada una de esas caídas, el muchacho —P supo que se llamaba Pacífico— sonreía con indulgencia y se inclinaba para to-marlo de un brazo y subirlo otra vez al manubrio.

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—No es nada coma, no es nada punto —repetía cada vez, como si P fuera un niño al que hubiera que consolar.

—¿Falta mucho? —preguntaba P muy a su pesar. —Ya llegamos pun-to —decía Pacífico.

—Falta una cuadra punto —agregaba el de los mostachos.

Pero, cada vez que las bicicletas recorrían otra cuadra sin detenerse, P volvía a preguntar.

—¿Falta mucho? —repetía.

—Ya llegamos punto —decía Pacífico.

—Falta una cuadra punto —agregaba el de los mostachos.

Luego de unas cuadras de idéntica respuesta, finalmente P se impa-cientó y respondió:

—Me dijo cuatro cuadras atrás que faltaba una cuadra, ¿acaso es un chiste?

—No punto —dijo asombrado el de los mostachos—. Es que entonces faltaba una cuadra para llegar punto. —¿Y cuántas faltan ahora? —preguntó receloso.

—Una cuadra punto —contestó el de los mostachos. P intentó bajarse de la bicicleta, furioso con todo ese insensato desvarío, pero se cayó de espaldas al piso. Rodó uno o dos metros y se detuvo junto a la cal-zada con un ruido sordo.

Cuando descubrió que se había raspado parte del cuello y la espalda, se levantó lleno de ira y avanzó hacia el de los mostachos —que había detenido su bicicleta— con los puños cerrados.

—No me tome más el pelo o lo mato —lo amenazó, tomándolo de uno de los tiradores.

—No le tomo el pelo punto —dijo asustado el de los mostachos—. Es lo que debemos decir punto. Está en nuestro contrato dos puntos: siempre que nos preguntan cuánto falta para llegar al Club debemos responder: “Falta una cuadra” punto.

—¿Por qué? —preguntó P sin soltarle el tirador.

—Porque en el Estatuto del Club se establece que éste debe estar a una cuadra de la casa de cada uno de sus asociados punto —respondió el de los mostachos—. Aunque le parezca extraño coma, el Club nece-sita esa proximidad punto. El Club es el epicentro de la vida de sus socios coma, por lo que tiene que estar situado en un punto en el que quede ni más ni menos que a una cuadra de la casa de todos sus socios punto. Por eso nuestra respuesta no es falsa coma, sino apenas literal punto.

P soltó con violencia el tirador y el de los mostachos emitió un gemi-do de dolor. Luego volvió a subirse al manubrio de la bicicleta de Pacífico entre interjecciones de cansancio. Lo molestaba lo ridículo de la situación, aunque ahora entendía que había en ella una lógica.

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Cayó una o dos veces más en la siguiente hora de viaje. Pero, cuando empezaba a hallar el equilibrio preciso para no hacerlo, una frenada brusca y sin aviso de la bicicleta lo arrojó de ella.

P se levantó y miró a su alrededor. Había caído en la boca gris de un pasillo en extremo simple, muy distinto de lo que P esperaba de un Club de Nadadores Muertos.

Miró a Pacífico, quien dijo:

—Lo que usted debe hacer ahora es simplemente seguir el pasillo punto. Al final de él encontrará el Club punto.

P iba a empezar a caminar cuando sintió una puntada en el pecho. Miró hacia atrás y vio al muchacho parado junto a su bicicleta, tal como lo había visto la primera vez. Aunque le parecía raro, no podía negar que, a pesar de haber pasado apenas unas horas juntos, se había encariñado con él tanto como si lo conociera desde hacía años.

—¿Volveremos a vernos? —preguntó.

—No punto —respondió Pacífico, visiblemente triste—. El Estatuto del Club prohíbe que los asociados vuelvan a ver a los emisarios pun-to. Este es uno de los puntos fundamentales del Estatuto coma, y como tal debe ser respetado como si fuera la palabra santa de nuestra santa madre punto. Pese a eso coma, yo lo veré a usted en La Prueba punto. Pero usted no podrá verme punto. Adiós punto final.

Pacífico estiró su mano pequeña y fría y rozó la de P. Luego se dio media vuelta y empezó a pedalear. P no pudo disimular su tristeza ni tampoco Pacífico. Pero aun así entendió que ambos estaban obligados: P a deshacer el error alrededor de la solicitud de ingreso al Club, Pa-cífico a continuar recogiendo asociados.

Estaba a punto de llorar, cuando escuchó la voz del hermano de Pací-fico, a quien había olvidado. El hombre estaba ya reclinado sobre su bicicleta y, arreglándose los mostachos, dijo:

—Ténganos en cuenta para lo que guste coma, señor P punto. Cuando necesite algo llámenos punto. Somos Pacífico y Atlántico Sosa coma, los Hermanos Sosa a sus órdenes punto.

Entonces comenzó a pedalear detrás de su hermano.