patologías

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REVISTA DE LITERATURA PERIFERICA. Es una publicaciónd Editorial Almadía que nace con el objetivo de abrir espacio y establecer puentes entre autores hispano-hablantes, en particular aquellos que escriben en los diferentes países de nuestro continente, así como de crear vínculos con autores de otras lenguas.La revista se suscribe al discurso periferia-centro como manera de comprender el nuevo espacio público. Esto define su perfil y el tipo de lector al que va dirigida: un lector crítico, que busca conocer las nuevas tendencias de la literatura en el mundo, alternativas distintas a la oferta del mercado editorial.La revista es un compendio de los mejores textos literarios, inéditos en lengua española, que abordan en cada número una temática específica.

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Page 1: Patologías
Page 2: Patologías

Revista Número Cero · año 2 · número 5 · mayo - julio 2010, es una publicación

trimestral editada por Editorial Almadía S. C., con domicilio en calle 5 de mayo,

número 16-a, Santa María Ixcotel, Santa Lucía del Camino, cp 68100, Oaxaca de

Juárez, Oaxaca · Oficinas en Av. Independencia 1001, cp 68000. Col. Centro, Oaxaca

de Juárez, Oaxaca · Teléfono (951) 516 21 33 · www.revistanumerocero.com · Editora

responsable: Guadalupe Nettel · Número de Certificado de Reserva otorgado por

el Instituto Nacional de Derechos de Autor: 04-2009-050709505700-102 · Impresa

por: Publicaciones Digitales S. A., con domicilio en Calzada Chabacano número

69, planta alta, Colonia Asturias, cp 06850, México, df. Fecha de terminación

de la impresión: febrero de 2010 · ISSN: en trámite.

Este número se realizó gracias al apoyo de Proveedora escolar S. de R.L.,Fondo Editorial Ventura A.C. y el programa de Coinversiones del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes

Usted es libre de copiar, distribuir y comunicar públicamente lo publicado en esta

revista y/o hacer obras derivadas bajo las condiciones siguientes: Reconocer los

créditos de la obra de la manera especificada por el autor o el licenciador (pero no de una

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autor. Nada en esta licencia menoscaba o restringe los derechos de autor.

Las opiniones expresadas en los artículos y textos publicados en esta revista son

responsabilidad de sus autores y no necesariamente representan la opi nión de

Revista Número Cero y sus editores.

EditoresGuadalupe Nettel

Pablo Raphael

RedacciónMaría Fernanda Álvarez

Ave Barrera

Robert Juan­Cantavella

Gastón García

Miguel Ángel Merodio

AsesoresJacques Aubergy

Alejandra Bernal

Mathias Enard

Manuel Gilardi

Jorge Herralde

Leonardo da Jandra

Mario Jursich

Koulsy Lamko

Tryno Maldonado

Guillermo Quijas

DiseñoMercedes Cuetos

Reneé Harari Masri

Asesoría en diseñoAlejandro Magallanes

ArteJuan Antonio Sánchez Rull

IlustracionesJuan Antonio Sánchez Rull

Amilcar Rivera

Gerardo Rodríguez Canales “Geroca”

Director general Guillermo Quijas

Asesor LiterarioLeonardo da Jandra

Director literarioMartín Solares

Publicidad y [email protected]

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[email protected]

Revista Número Cero Editorial Almadía Proveedora Escolar

Page 3: Patologías

La enfermedad, su aceptación o la lucha contra ella, es uno de los temas

que más han dado qué decir a los escritores de todos los tiempos. Es bien

sabido que Thomas Mann, Hölderling, Pierre Michon, Antonin Artaud,

escribieron parte importante de su obra en sanatorios. Sin la presencia

constante de la migraña en sus vidas, ¿la obra de Virginia Woolf, Marcel

Proust o Lewis Carrol habría sido la misma? Esto es lo que se pregunta

Geneviéve Letartre en un ensayo inteligente y con gran de sentido del

humor en donde ella misma se reconoce como víctima de este padeci-

miento. En su quinta edición, Número 0 ha querido poner el dedo en la

llaga y escudriñar las supuraciones de nuestra sociedad. Aunque hemos

querido rendir homenaje a grandes clásicos como el ensayo de Susan

Sontag, La enfermedad y sus metáforas, casi todas las páginas que usted

encontrará aquí están dedicadas a los malestares de este nuevo siglo.

Vivian Abenshushan apunta con toda razón que una de las caracte-

rísticas de nuestra existencia es que, de tan ocupados y absortos que

vamos por el mundo, ya no nos queda tiempo para vivir. “En un par de

siglos, la velocidad se ha convertido en el gran absoluto alrededor del

cual se organiza todo el sistema, desde las teorías científicas hasta la

vida cotidiana, el trabajo, la educación, la comida, los sentimientos”. En

ese mismo sentido, Michel Houellebecq hace el elogio de la acción len-

ta en una larga entrevista que le hizo el escritor francés Marin de Viry y

enfatiza dos de los males mayores de su generación: el ansia por lo no-

vedoso y el hecho de no saber aceptar la vejez.

También la anorexia, la mitomanía, la gula, el alcoholismo y la obsesión

por el trabajo encuentran aquí un medio de expresión. Aunque el pano-

rama puede ser a primera vista desalentador, hay una gran ganadora en

todo esto y se trata de la literatura. Al menos eso es lo que se deduce del

diálogo que, en la sección A dos tintas, sostuvieron el escritor cubano

Pedro Juan Gutiérrez y Guillermo Arriaga, narrador y guionista mexica-

no, quienes consideran a las patologías –sobre todo las que determina-

ron nuestra infancia– como el origen de toda creación literaria. “Hay que

coger al lector por el pescuezo, nos dice Gutiérrez, y sumergirlo en la mier-

da social, en los basureros de la ciudad...” Sólo si conocemos el mundo en

el que vivimos podremos elegirlo o decidir de una vez por todas cam-

biar el rumbo de las cosas.

HORA CERO

Page 4: Patologías

C O N T E N I D O

ENsAyO NOTAs CAsI

RÁPIDAs sOBRE

LOs ENFERMOs

DE VELOCIDAD

Vivian Abenshushan6

LA MIGRAÑA,

EL MERCK y yO

Geneviève Letarte19

LA PATOLOGÍA Es

uN CuENTOGloria Dada y Victoria Compañ

37

POEsÍA

ONCE POEMAs

José Eugenio Sánchez43

LA RODILLA

POR MIRILLA

Yael Weiss55

CuENTO

MOsCAs

Bernardo Esquinca58

EL sANTO Vs. LOs

sECuEsTRADOREs

Gabriela Alemán65

TREs FÁBuLAs

MARRANAs

Julián Herbert73

uN PEQuEÑO CAMBIO

Vera Giaconi79

A DOs TINTAs

DIÁLOGO ENTRE

PEDRO JuAN

GuTIÉRREZ

y GuILLERMO

ARRIAGA

87

Page 5: Patologías

CRóNICA

MIs HOsPITALEs

FAVORITOs

Antonio Cisneros100

EN LA MIRA

ELOGIO DE LA

ACCIóN LENTA

Marin de Viry entrevista a Michel Houellebecq105

BAZAR

uNA TARDE

COMPRO uN LIBRO

Martín Kohan112

suDOREs DE

HIPOCONDRIACO

Luigi Amara113

LA FuRIA

DE LOs CANGREJOs

Ave Barrera114

DÍA MuNDIAL DE

LA PROCAsTINACIóN

Eloísa Alcaraz116

GABRIELA NO Es

GuAPA PERO CuANDO

LA CONOCEs TE

PARECE LINDA

Gabriela Wiener116

LIBRERO

EL MIsTERIO DEL

PRóJIMO

Luis Manuel Hernández Amador119

EL BRILLO DE LA

CREACIóN

Daniela Tarazona121

DE EROs A €®O$

David Horacio Colmenares123

RETóRICA QuE MATA

Petra Sophia126

BIOs128

Page 6: Patologías

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ENsAyO

NOTAs CAsI RÁPIDAssOBRE LOs ENFERMOs DE VELOCIDAD

Vivian Abenshushan

En 1849, Thomas de Quincey fue el primer europeo que describió, en un relato sor-

prendente por su lucidez anticipatoria, el carácter paradójico de la velocidad, esa

belleza trágica desprendida de movimiento autónomo, ajeno al esfuerzo del pro-

pio cuerpo, hacia el que conducían los anhelos del hombre desde la invención de la

rueda. “Uno de los mayores placeres de la vida es viajar en una carroza que corre a

toda marcha”, había dicho el Doctor Johnson en pleno siglo xviii, un elogio que resu-

me la aspiración de aquellos hombres que intentaban abreviar las distancias y los

días, acercándose (y entonces lo hacían tan lentamente) a la fugacidad del rayo,

aunque en el camino tomaran pocas precauciones. Un siglo después, De Quincey se

adhirió a la celebración de la velocidad, pero al mirar por primera vez desde el pes-

cante intuyó (“en un relámpago de terrible intuición simultánea”) que se trataba de

un placer ominoso, en cuyo fondo se asomaba la posibilidad de que el viaje acabara

mal, entre vehículos estrellados, ruedas y piernas retorcidas, en medio de una in-

comprensible confusión. Al fondo de la velocidad acechaba la muerte súbita.

* * *

Como ya lo había hecho antes con el tema del asesinato o con la belleza pura (ajena

a la moral) del incendio y los efectos del láudano, lo primero que advirtió De Quin-

cey frente a la llegada del mail-coach fue el acontecimiento estético, esos “grandio-

sos efectos visuales logrados entre la luz del coche y la oscuridad de los caminos

solitarios”, esa “gloria del movimiento” asociada a la sucesión de sus imágenes noc-

turnas. De Quincey amaba la amplitud de perspectivas que adquiría el mundo visto

desde el techo del vehículo y también la superposición de imágenes, la rapidez con

que se trasmitían las victorias de Waterloo y ese modo de mirar las horas pasar

desde la ventanilla. El movimiento del que permanece inmóvil, eso debió entusias-

marlo enormemente: la forma en que la quietud del interior era envuelta por un

escenario vertiginoso, exactamente como sucedía al comedor de opio con sus en-

sueños. He aquí cómo la velocidad (incluso aquella velocidad de once millas por

segundo que hoy nos parece ridícula) era ya percepción alterada del mundo, aluci-

nación instantánea (y sin síndrome de abstinencia) que había llegado para ampliar

las dimensiones de la ilusión. “El único vicio nuevo”, lo llamaría al cambio de siglo

Paul Morand, amante de los desplazamientos y los viajes con motor.

* * *

¿Y quién podría decirnos si no comenzaremos a can-

sarnos un buen día hasta de la propia velocidad?

Valery Larbaud

Page 7: Patologías

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ENsAyO

Antes de que lo hiciera el cine, De Quincey inventó el artificio de la cámara lenta.

Después de todo, El coche correo inglés no es sino el relato obsesivo de un accidente

suspendido en el tiempo: el momento en que un coche, en el que viaja De Quincey,

está a punto de provocar la muerte de una joven pareja que marcha distraídamente

en un calesín. El hecho inevitable de la catástrofe tuvo un efecto tan brutal en la

imaginación siempre excitable de De Quincey –una imaginación que, además de

ser la mayor de sus facultades, se había robustecido de manera dramática gracias a

su afición al opio–, que tuvo una secuela de pesadillas durante varios meses, como si

algo en el fondo de su cerebro necesitara repeticiones continuas, y en ralenti, de aquel

momento impenetrable. Aunque elogiara la velocidad, De Quincey fue sobre todo

un habitante de la lentitud, la constelación del opiómano donde las horas pasan sin

pasar, pero también la estancia del escritor absorto, ajeno a los dictados del reloj.

Hombre de otro tiempo, aún no se adaptaba al vértigo de las grandes ciudades in-

dustriales: el opio y la escritura eran su defensa. Y su narración en cámara lenta,

atravesada por el ritmo vegetal del opio, es ya una crítica al exceso de velocidad.

* * *

No es casual que el siglo xix fuera simultáneamente el siglo de la revolución indus-

trial y la era de los grandes opiófagos. La llegada de la máquina cumplía los ideales

de la industrialización, producir más en menos tiempo, pero pronto dejó el confina-

miento de las fábricas para montar en cadena los ritmos de la vida urbana. En un

parpadeo, el torbellino de las ciudades sepultaba las costumbres que habían preva-

lecido durante siglos. La experiencia era vertiginosa, excitante, y al mismo tiempo

producía una alteración profunda, una incurable ansiedad. Tedio, desasosiego, spleen.

“El opio domesticado endulzará el dolor de las ciudades”, ese era el remedio que so-

ñaba De Quincey para los primeros enfermos de velocidad, una desintoxicación de

la realidad por vía de una intoxicación contraria: permanecer inmóvil en la cama,

entregarse a la vida contemplativa, renunciar a los horarios de una vida regida por

la producción.

* * *

De Quincey entendió muy pronto que la velocidad era una forma de mirar que exce-

día a la mirada humana. A ella se llegaba siempre demasiado tarde, como si la realidad

a toda marcha fuera inalcanzable y nunca se le pudiera arrojar la sonda del pensa-

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miento. No había modo de armonizar la rapidez del accidente y la asimilación de la

experiencia, la lectura de los acontecimientos. Cuando De Quincey advierte la dificul-

tad insuperable de ver las cosas a través de las barreras de la velocidad, decide volver

al observatorio extraordinariamente más atento de la escritura, la única fuerza capaz

de manipular el instante y estudiarlo de cerca, como a un pájaro disecado en pleno

vuelo. Así se alivia el alma del shock de la velocidad. En su narración, la catástrofe pro-

gresa con un ritmo lentísimo, opuesto al de su violencia súbita, como si De Quincey

quisiera meterse en los personajes del calesín hasta hacerlos desprender su agonía.

* * *

“Entre ellos y la eternidad, para todo cálculo humano, no hay más que un minuto y

medio”. Conozco pocas frases más bellas y escalofriantes sobre la naturaleza del

accidente, ese minuto y medio amplificado en la narración de De Quincey antes de

que la muerte apareciera, de pronto, incontestable. Se trata de una frase que anti-

cipa aquella otra que recuerdo ahora, escrita en pleno imperio de la velocidad, el

siglo xx, por otro adorador del opio y sus propiedades para estirar el tiempo, Jean

Cocteau: “Un accidente de automóvil, una catástrofe de ferrocarril, son las obras de

arte de lo inesperado. ¡Si pudiéramos ver en ralenti cómo velocidad e inmovilidad

tuercen el hierro con dedos de modista!”.

* * *

Mirar en ralenti, detener la velocidad. Tal vez, como ha escrito el filósofo y urbanista

Paul Virilio, el proceso de aceleración del mundo sea irreversible, pero no por eso

debemos renunciar a pensar en él. Virilio mismo propuso, no hace mucho tiempo,

la creación de una nueva ciencia, la dromología, dedicada al estudio y análisis de la

velocidad, es decir, a la comprensión del trance descomunal en el que estamos me-

tidos desde que el Doctor Johnson comenzó a correr a toda marcha en su carroza.

La tarea parece no sólo fundamental sino urgentísima, como sucede con todo en

esta época ultrarrápida, pues estamos ya muy cerca de no darle alcance a esa no-

ción fugitiva (no olvidemos que hoy las telecomunicaciones utilizan la velocidad de la

luz, que es insuperable) para reflexionar sobre ella, cosa que, como intuía De Quincey,

toma su tiempo.

* * *

NOTAs CAsI RÁPIDAs sOBRE LOs ENFERMOs DE VELOCIDADVivian Abenshushan

Page 9: Patologías

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“Hemos de tener tiempo si es que queremos entretenernos con relojes”, escribió Ernst

Jünger en su hermoso libro consagrado al reloj de arena, el único tipo de reloj que

toleraba en su estudio, precisamente porque nada tenía que ver con el molesto tic

tac de un mundo demasiado ajetreado y demandante. El tempo del reloj de arena es,

para Jünger, la representación de nuestro tiempo más íntimo, un tiempo que está

“vivo no sólo en nuestros días de infancia, de vacación o de jardín, sino vivo en las

profundidades de nuestro ser, allá en lo hondo de él”. Es el tiempo que pasa el hom-

bre en su ocio o entregado a las tareas del espíritu, como sucede en aquel grabado

de Durero, San Jerónimo en su celda, que muestra al santo absorto en sus pensamientos

mientras a sus espaldas lo custodia, sin interrumpirlo, un reloj de arena. Se necesita

tiempo para pensar, nos dice Jünger, y su libro no es otra cosa que una dilatada re-

flexión, no exenta de melancolía, sobre la pérdida de la facultad de pensar, una pér-

dida asociada a la constante premura de la civilización mecanizada. “Quien vive

completamente inmerso en este orgulloso mundo nuestro de titanes, en sus goces,

sus ritmos, sus peligros, podrá llegar a realizar grandes cosas en él, pero lo que no

podrá hacer es criticarlo”.

* * *

Parece que deberíamos emprender cuanto antes ese estudio de la velocidad, como

propone Virilio, o el día menos pensado la realidad se extinguirá frente a nuestras

narices por exceso de velocidad, como ya sucede con buena parte de nuestra exis-

tencia que consiste en ir de un lado a otro sin parar, o sea, sin tiempo para vivir. En

un par de siglos, la velocidad se ha convertido en el gran absoluto alrededor del cual

se organiza todo el sistema, desde las teorías científicas hasta la vida cotidiana, el

trabajo, la educación, la comida, los sentimientos. El ritmo de la ciudad global, con

su horario 24/7 (a todas horas, todos los días), nunca se interrumpe. Durante la no-

che, mientras América duerme, las redes cibernéticas siguen dictando su mensaje

desde el otro lado del mundo y, al despertar, la secretaria del departamento de fac-

turación encontrará su bandeja de entrada con toneladas de correos electrónicos

por responder, es decir, de trabajo acumulado. No es extraño que hoy el tiempo se

haya encogido pavorosamente y la humanidad entera sienta que el día no le alcan-

za, que su ritmo, un ritmo demasiado humano, ya no corresponde a las exigencias

de una realidad dominada por el ímpetu de la máquina y ordenada bajo la cadencia

insensata del stock exchange. “¡No tengo tiempo para nada!”, he aquí el grito general

de un planeta enfermo de velocidad.

ENsAyO

Page 10: Patologías

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* * *

“Buscábamos el arte elemental de curar al hombre del frenesí de los tiempos”, eso

era lo que querían Jean Arp y los artistas de dadá al despegar el siglo xx, un siglo que

emplearía como ningún otro la fuerza de la velocidad no sólo para democratizar el

confort, sino para arrebatárselo al mundo rápidamente, gracias a la capacidad des-

tructiva de la Gran Guerra, esa violencia multiplicada por radares, bayonetas y avio-

nes, un arsenal ultra veloz que exiliaba al hombre de la vida, como lo hizo con Arp,

quien muy pronto huyó a Zürich, una ciudad pequeña y lenta y ajena a la guerra,

donde armaría un gran escándalo, y una revolución estética (una forma, decía, “de

restaurar el equilibrio entre cielo e infierno”), junto con sus amigos de protesta que

disolvieron las fronteras entre los lenguajes para darle un dinamismo, hasta enton-

ces desconocido, a la literatura y el arte, un dinamismo violento y explosivo como el

de “los émbolos ansiosos y el carbón que se quema”.

* * *

Hoy, como hace cien años, la dinámica de la aceleración sigue exiliando al hombre

de sí mismo, y hasta de la misma velocidad: ¿cómo no imaginar la decepción que su-

friría Marinetti en estos días, asomado desde su fulgurante auto inmóvil hacia el trá-

fico que paraliza a las ciudades? La velocidad que celebraban los futuristas nos parece

sin duda menos atractiva que entonces, tal vez porque ha dejado de ser un medio a

nuestro servicio para convertirnos en sirvientes. Eso hemos llegado a ser, los fogo-

neros agotados de la insolente rapidez. “Lo que hay en mí es sobre todo cansancio / un

supremísimo cansancio / ísimo, ísimo, ísimo, cansancio”, escribió Álvaro de Campos,

la encarnación del nuevo hombre con ojeras. “Yo, lleno de todos los cansancios... el

cansancio anticipado e infinito / el cansancio de mundos por coger un tranvía”. Como

valor supremo de una nueva economía desbocada, con sus autopistas, superpuer-

tos, túneles, macroaeropuertos, trenes­de­alta­velocidad reventando en todas las

direcciones a 300 km/h, la celeridad abstracta y loca ha perdido su dimensión hu-

mana y el hombre está fuera de su ritmo. Las avenidas se van poblando así de som-

bras nerviosas, hombres de pies cansados y semblantes aturdidos que han perdido

su rumbo y ya no quieren continuar. La era de la revolución del microchip se ha con-

vertido también en la era de los hombres exhaustos.

* * *

NOTAs CAsI RÁPIDAs sOBRE LOs ENFERMOs DE VELOCIDADVivian Abenshushan

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ENsAyO

Amilcar Rivera

Page 12: Patologías

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Me he enterado recientemente de que al vocabulario de nuestros malestares se ha

agregado un nuevo término: time-sickness, la percepción obsesiva de que el tiempo

se desvanece, las horas extra ya no bastan y es necesario pedalear cada vez más

rápido para seguir (no se sabe hacia dónde, no se sabe por qué). Un nuevo mal para

este milenio lleno de males nuevos, que podría llamarse también Síndrome del Co-

nejo Blanco o Síndrome de Benjamin (en honor a Franklin, ese hombre infatigable y

presuroso, que además de haber sido uno de los padres de Estados Unidos, inventó

el pararrayos, negoció tratados con las confederaciones indias, formó una milicia

para construir fuertes fronterizos, fundó la primera compañía de seguros, el primer

cuerpo de bomberos y el primer periódico independiente y dibujó la primera carica-

tura política de su país, y después de todo eso aún le quedó tiempo, tal vez porque

dormía menos de seis horas diarias y vivía bajo un horario estrictamente regla-

mentado, de configurar la ética del trabajo que dominaría al mundo por los siglos

venideros, en libros como The Way to Wealth, donde apuntó: “¡Pero cuánto tiempo

desperdiciamos en dormir!”) En fin, no es extraño que en Estados Unidos, la patria

de la velocidad, el malestar del cronómetro se haya convertido en pandemia, según

las estadísticas proporcionadas por el doctor Larry Dossey, quien acuñó el término

time-sickness en 1982, después de haber padecido él mismo los efectos de nuestro

orgulloso mundo de titanes. Ahora la pandemia se extiende no sólo en Occidente,

sino en países orientales que habían vivido históricamente bajo la sabia filosofía de

la holganza, como China. En la medida en que la sofisticación tecnológica y la eco-

nomía global se han vuelto inescapables no hay fábrica u oficina en Taipei o Banga-

lore que no se haya contagiado finalmente de la angustia del tic tac. Faxes, celulares,

alarmas digitales, bippers, ringers, timers, esta es la imparable producción de artefac-

tos que no dejan de invitarnos a orar: “¡Oh, Dios mío, voy a llegar tarde!”, esa nueva

Liturgia de las Horas.

* * *

Hay una angustia de la velocidad que consiste en la renuncia radical al goce autén-

tico de la vida. Si bajo la estructura de la jornada de trabajo el tiempo ya no nos

pertenece sino que le pertenecemos a él, cuánto peor si esa jornada se prolonga

indefinidamente y nos sigue a todas partes con trabajo que se lleva a casa, notas

que se toman durante el viaje, llamadas que no cesan a la hora de comer. La angus-

tia de la velocidad es sacrificio del tiempo propio (el tiempo del sueño y la conversa-

ción, del amor y el cuerpo, de la contemplación y de todo lo que sirve al placer de la

NOTAs CAsI RÁPIDAs sOBRE LOs ENFERMOs DE VELOCIDADVivian Abenshushan

Page 13: Patologías

13

ENsAyO

gente libre), por tiempo ganado (el tiempo de los negocios). Ahorrar tiempo es ganar

tiempo, y si el tiempo es oro, el que lo ahorra y lo gana se enriquece. Y dado que

nuestra época ha obedecido como nunca a la exhortación de hacer dinero, se con-

sidera legítimo y hasta admirable desaparecer la sobremesa y convertir el restau-

rante en extensión de la oficina. Rendir a tope, eso es la velocidad. Dejar la siesta.

¿Quién entre los nuevos ascetas entregados a la sagrada causa laboral se opondría

hoy a una nueva reforma: la abolición del domingo?

* * *

Es la hora de las grandes impaciencias, de los desquiciamientos prematuros. Y el día

menos pensado, llega, implacable, el burnout: el cansancio de todos los cansancios, el

último cansancio, después del cual sólo queda un gran vacío. Ningún afán ya, las ma-

nos ya no toman nada. Suena el teléfono, nadie responde. El burnout es la postración

de un sistema nervioso exhausto, una resaca por sobredosis de eficiencia. Síndro-

me de Agotamiento Profesional. Sus efectos están más allá de la fatiga física, los do-

lores de cabeza, las úlceras, los insomnios, las irritabilidades. El burnout es el preludio

de la muerte del espíritu, el alto precio que pagan los soldados del deber, fustigados

por un reloj tiránico (cada vez más horas, cada vez más rápido, “casi bien no es sufi-

ciente”). El cuerpo cansado es un cuerpo que se rebela, un cuerpo que ha hecho el

paro y defiende su derecho natural a reposar. A través del agotamiento, el tiempo

biológico intenta imponerle un compás distinto al hombre del tiempo frenético; le

dice: “Detente...” Pero el burnout es una alarma tocada a destiempo, cuando el corre-

dor ya se ha desfondado, se ha deshumanizado hasta convertirse en un autómata, un

extraño de sí mismo. Lo que sigue parece más bien un freno inútil, un freno después

de la catástrofe. Ansiolíticos para ralentizar un cuerpo inerte. Y entonces los médicos

aconsejan una “cura de reposo” que devuelva la vida al paciente: conversar con los ami-

gos, ir al cine, beber una copa de vino de vez en cuando, jugar con los hijos, ensayar una

nueva gimnasia amorosa, apagar el celular. Como han dejado de ser hombres, los

soldados de la eficiencia requieren que sean otros quienes les recuerden que lo son.

* * *

Algo semejante advirtió Séneca sobre el hombre ocupado, un personaje anómalo en

la cultura latina: “¡Pensar que existe gente que tiene que confiar en otro para saber

si está sentada! Un hombre así no es un ocioso, hay que darle otro nombre: es un

Page 14: Patologías

Amilcar Rivera

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ENsAyO

enfermo, más aún, es un muerto. Es ocioso aquel que tiene la sensación de su propio

ocio. Y vivo a medias el que necesita un indicio para darse cuenta de los hábitos de

su propio cuerpo. ¿Cómo puede éste ser dueño de tiempo alguno?” .

* * *

De Quincey intuyó que la velocidad se convertiría en la reina de la muerte súbita,

cuya variante laboral podría ser hoy el karoshi: hemorragias cerebrales, trombosis,

infartos del miocardio, el colapso repentino del cuerpo provocado por exceso de

trabajo, un ir más allá de las propias facultades, meter el acelerador a fondo hasta

hacer estallar los pistones del corazón. En 1969, en Japón, el monstruo asiático del

control de calidad, un empleado de veintinueve años que trabajaba horas extra en

una compañía periodística falleció a causa de un infarto. Se trataba del primer caso

conocido de karoshi después del cual no han dejado de producirse a todas horas (las

estadísticas del ministerio japonés del trabajo reportan diez mil muertes al año). Leo

en una página de Internet dedicada a la defensa de las víctimas de karoshi la histo-

ria del señor Yagi, un hombre que trabajaba catorce horas diarias y gastaba tres

horas y media en el tren para ir y volver de la oficina. Murió a los cuarenta y tres años;

en su diario personal escribió: “Al menos los esclavos tenían tiempo para comer con

sus familias”.

* * *

Un mundo que sólo vive para trabajar y trabaja hasta morir es un mundo de dispép-

ticos que se prepara para transformarse en un mundo de semi dementes. Con todo

ese rigor a marchas forzadas sólo se ha logrado que la vida ya no merezca ser vivida.

En Japón, al número de muertes causadas por exceso de trabajo se suma el número

de suicidios originados por su carencia. Durante su recorrido anual por los bosques de

Aokigahara, a fines del año pasado, la policía japonesa encontró setenta y tres cadá-

veres, la mayoría de jóvenes que se quitaron la vida porque no encontraban empleo

o habían sido despedidos. Las presiones que ejerce hoy la idea de la máxima produc-

ción (a mayor velocidad y con el menor costo) han obligado a las grandes empresas

a hacer recortes de personal y sobrecargar de tareas al señor Yagi, para ajustarse a

los costos internacionales. Y así, los que trabajan lo hacen bajo condiciones de pre-

sión inaceptables que soportan –dispuestos incluso a desfallecer– sólo por miedo

a perder la quincena, y los desempleados prefieren el suicidio a una vida vergonzan-

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NOTAs CAsI RÁPIDAs sOBRE LOs ENFERMOs DE VELOCIDADVivian Abenshushan

te (bajo la moral japonesa no hay peor oprobio que la imposibilidad de servir a la

sociedad).

* * *

Pienso en ese bosque de cadáveres al pie del majestuoso monte Fuji y recuerdo aque-

lla frase de Paul Morand: “La velocidad es una ruta sembrada de muertos, una sed per-

petua que nada sacia, un suplicio omitido por Dante”. Tal vez Aokigahara sea como

una fotografía ominosa, el emblema de un porvenir donde las aflicciones asociadas

a nuestro dinamismo sin fin se volverán habituales, si no crónicas. En los crepitantes

años veinte, Morand, que fue adorador de la velocidad hasta que empezó a amarla

un poco menos para intentar comprenderla mejor, se dio cuenta de que la velocidad

no siempre es un estimulante, sino también un deprimente “un ácido corrosivo, un

explosivo cuyo manejo es peligroso, capaz de hacer saltar, no sólo a nosotros mismos,

sino al universo entero, si no logramos conocerlo y defendernos”. Hay en la aceleración

algo irresistible y prohibido, decía Morand, una belleza trágica de incalculables conse-

cuencias, cuyo mayor peligro radica en que no tiene freno.

* * *

Por eso, junto al estudio de la velocidad que propone Virilio, sería oportuno que al-

guien se diera a la tarea de inventar una nueva máquina, la Máquina de la Lentitud,

un artefacto imposible, capaz de desacelerar el tiempo y de reconquistar las horas

de ocio, las caminatas morosas y sin rumbo fijo, las lecturas prolongadas en posi-

ción horizontal. Sería una máquina de dimensiones humanas que nos libraría al fin

del yugo de las máquinas y nos devolvería la posibilidad de meditar sobre este orgu-

lloso mundo de titanes (y sobre nosotros mismos). Tendría que ser un artefacto len-

to, torpe incluso, parecido a una bicicleta o un pesado molino donde la velocidad

sería finalmente domesticada. Al hacerla girar, la ciudad adoptaría un nuevo ritmo,

sin dejarse atropellar nunca más por la prisa y la fatiga extremas. Bajo su influjo li-

berador, el vaso de jugo duraría media hora y la gente aprendería a saborear el vino

en lentos sorbos, interrumpidos por deliciosas frases en la plática. Los restaurantes

de fast food permanecerían vacíos, y la gente se recostaría y se dejaría caer en suaves

sillones muy hondos. Los amigos aprenderían el arte de pasar toda una tarde en un

café y los lunes celebrarían la Carrera del Ciclista Más Lento, una prueba cuya única

finalidad, como en el aforismo de Wittgenstein (“en la carrera de la filosofía gana el

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ENsAyO

que puede correr más despacio”), sería llegar al último. Atentos a las minucias del

camino, los ciclistas rezagados se empeñarían en una proeza extravagante, coro-

narse en el pódium de la inmovilidad. Ninguno querría fatigarse, ni rebasar a sus

rivales; para estos atletas de la lentitud, la verdadera victoria consistiría en no cru-

zar la meta.

* * *

Quizás esa gran máquina, que imagino ahora con forma de reloj de arena, de donde

los acelerados saldrían sonrientes y andando en ralenti, ha existido desde que De Quin-

cey le puso pausa a la fatalidad, antes de dar un viraje equivocado sobre la carrete-

ra. Esa máquina de desaceleración, que hace avanzar al mundo en cámara lenta

hasta detenerse, es la escritura, donde el tiempo se vuelve elástico y parece incluso

que desaparece. Ahora que termino este ensayo, que se asemeja más bien a un in-

forme clínico, quiero pensar que la literatura tal vez no nos cure de la velocidad, salvo

momentáneamente (después de todo, para entrar en ella, es necesario bajar la mar-

cha), pero como escribir y leer son actividades que aún toman su tiempo, quizá pue-

dan ayudarnos a entender en qué nos estamos transformando y cuál es la dirección

imprevisible a la que nos va arrastrando el nanosegundo. “Lentitud, señal de ocio”, es-

cribió Valery Larbaud, “el viajero más lento” como lo ha llamado Enrique Vila­Matas,

quizá para contrastarlo con el andar sofocante de su amigo Paul Morand, que recorría

el mundo “como una nube que temiera llegar tarde a una tormenta”. Larbaud escri-

bió un ensayo sobre la lentitud que dedicó a Morand, que había escrito el suyo “De

la velocidad”, para insistir en la defensa de una existencia más pausada, como la que

llevaba su heterónimo, A.O. Barnabooth, poeta sin patria, ocioso y multimillonario,

que se daba el raro lujo de tener un tiempo propio. En aquel ensayo habla de un ex-

céntrico personaje que descubrió en una ciudad extranjera, un desertor de la veloci-

dad. Todas las noches, hacia las once y media, veía pasar desde su ventana un coche

silencioso, elegante y nuevo, que recorría la avenida tan suave y lentamente que pa-

recía a punto de descomponerse. Se trataba del coche del rey, el único hombre que

podía pagarse el lujo de tal lentitud.

Pienso a veces que la literatura podría ser ese vehículo silencioso y lento, recorrien-

do las avenidas de la noche a contracorriente, un vehículo quizá menos aristocrático,

más a la alcance de todo el mundo, un vehículo portátil y remiso.

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* * *

¿Quiénes son hoy los únicos que no tienen prisa? Los vagabundos, los juerguistas,

los desocupados y los niños, que son los emperadores del tiempo verdaderamente

libre, ese tiempo que no ha entrado en la sala oscura de los interrogatorios. Todos

ellos se encuentran en posesión de su tiempo y mientras juegan o caminan despacio

hacia ningún lado no hay segundero que les recuerde la hora. Entre ellos se encuen-

tran también los perezosos, los que abandonan la tarea, los que desertan. La pereza

es eso, “una estrategia subjetiva para burlarse de las coacciones del reloj” (Barthes).

El perezoso es, según la etimología latina, un hombre lento. Alguien que desafía de

manera indirecta el dogma unificado de la prontitud, un rebelde pasivo: hace las co-

sas, es cierto, pero mal y con demora.

* * *

Diógenes celebraba el noble arte de dejar las cosas sin hacer. Nadie más digno de

admiración, decía, que el que iba a hacerse a la mar y no zarpaba, el que se disponía

a casarse y no se casaba, los que estaban preparados para aconsejar a los poderosos

y no se acercaban a ellos. Hace tiempo que persigo el rastro de esos pocos hombres de

paso lento e indeciso, esos prófugos de la acción. Me gusta imaginarlos detenidos

súbitamente en medio de todo, como si fueran los actores de una película inconclu-

sa, una película a la que se ha puesto pausa para siempre. Y hace tiempo también

que he querido escribir un relato sobre ellos. Sería el relato de un grupo anónimo de

meseras, cajeros, vendedores de seguros, editores de periódico, que el día menos

pensado, al salir a la calle a comprar cigarros para luego volver a la brega, simple-

mente no regresan y se quedan parados, inmóviles, en medio del frenesí caótico del

mundo. Una conjura de ciudadanos anónimos detenidos en las esquinas, contem-

plando el cielo, mientras el ajetreo de las avenidas y los automóviles les pasa de

lado. Algún día escribiré ese cuento, pero no llevo prisa: hace tiempo que arrojé mi

reloj al basurero.

NOTAs CAsI RÁPIDAs sOBRE LOs ENFERMOs DE VELOCIDADVivian Abenshushan

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ENsAyO

LA MIGRAÑA, EL MERCK y yO

Geneviève LetarteTraducción de Yael Weiss

Hoy en la mañana, por enésima vez en dos meses, me desperté con una migraña

espantosa. Automáticamente tendí el brazo hacia la mesa de noche donde estaba

mi Imitrex y me tomé un comprimido con un trago de agua. Me recosté de inmedia-

to, agotada y con náuseas, pero con la confianza de que la medicina surtirá efecto y

que en unas cuantas horas podré dedicarme a mis faenas como siempre. Este reme-

dio es muy eficiente, y aunque a veces suceda que la migraña reincida y que tenga

que tomarme una segunda tableta, puedo decir que desde que lo descubrí mi vida

cambió. Si bien aún no logro prevenir mis migrañas, por lo menos sé que, en situa-

ción de crisis, me puede salvar.

El síntoma principal de la migraña, en mi caso, es un dolor vascular intenso, del

lado derecho de la cabeza, acompañado con náuseas. Por lo general anunciado por

una sensación de presión en el ojo y una sensibilidad extrema del cuero cabelludo,

el dolor cobra amplitud rápidamente hasta volverse insoportable; sin embargo su

alcance se extiende más allá de esta zona precisa de mi cuerpo y muy pronto me

sumerge en un estado de debilidad generalizado, por no decir de melancolía y des-

amparo, que parece empeñado en separarme del mundo y aislarme en una burbuja

de sufrimiento y extravío, obligándome a marcar un alto y observarme a mí misma

como a un conejillo de Indias, un animalito del que sigo las huellas en busca de indi-

cios que me revelen el origen del mal. El dolor que despunta insidiosamente detrás

de mi ojo derecho para apoderarse de toda la cavidad orbital, como un guante de

béisbol que prensa la pelota, y que enseguida baja a lo largo del nervio trigémino

hasta el hombro, ese dolor, incluso cuando ha desaparecido gracias a la rápida acción

del Imitrex, me provoca, inevitablemente, una especie de depresión, abre un agujero

al que parecen acudir todos mis pensamientos negativos y mórbidos, como el senti-

miento de fracaso y la tristeza inconmensurable que me invaden, como si mi cuerpo

quisiera impugnarme rebajándome así, cobrarme un error fatal que habría cometi-

do y que, al parecer, todavía no he expiado.

Hay que reconocerle a la ciencia el mérito de sus descubrimientos, y me pondría

con gusto de rodillas frente al inventor de los triptanes (categoría de medicamen-

tos anti­migraña cuyo efecto es el de constreñir los vasos sanguíneos dilatados du-

rante una crisis), pero eso no quita que además de sufrir de dolores de cabeza, sufro

de no saber de dónde vienen, ni por qué surgen en tal o cual momento, y no en otro.

Porque la migraña, aunque banal, es un padecimiento misterioso. Mucha gente su-

fre de migraña (un millón de quebequenses, siete millones de franceses, veintitantos

millones de estadounidenses), pero parece que nadie sabe exactamente por qué. To-

dos los médicos que consulté mencionaron un “conjunto de factores”, de los cuales

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el principal sería la transmisión genética, y todos me extendieron el mismo folleto

en que figura una lista de “elementos disparadores” que va del vino rojo al helado

pasando por el café, el chocolate, los plátanos, la charcutería y los quesos fuertes,

la fatiga, el ruido, la contaminación, la presión atmosférica, los cambios de rutina,

el estrés, y no sé qué tanto más. De modo que se recomienda a la persona aquejada

de migraña llevar un diario en el que debe anotar los eventos, pequeños y grandes,

que enmarcan sus crisis con el propósito de, quizás un día, prevenirlas. Ese diario, me

propuse cien veces comenzarlo, pero la verdad es que apenas me siento mejor se

me quitan las ganas de analizar mis padecimientos, y el aura de hiperconsciencia

en que me había envuelto el dolor parece haberse disipado al mismo tiempo que el

dolor en sí. Como un niño que se precipita con júbilo sobre el juguete que creía per-

dido, quiero aprovechar de inmediato mi energía recobrada, aunque es muy cierto

que, cuando no hay dolor, tampoco se resiente la necesidad de “cuidarse”. A la vez

paradójico y tan típicamente humano, este comportamiento parece confirmar la

idea de que “estar en buena salud, es poder abusar de su salud”,1 como lo observaba

el escritor Michel Tournier, precisando en otro lugar que es a menudo con “esfuer-

zos sobrehumanos” o “excesos de bebida, comida o drogas” que el hombre manifies-

ta su alegría de existir.

Pero el hecho es que la migraña ya forma parte de mi vida y que tuve que aceptarla

como otras personas se resignan al asma o la diabetes. De hecho, igual que estas

enfermedades, la migraña no suspende las actividades del enfermo por un tiempo

indefinido (la tableta de Triptán es para el enfermo de migraña lo que el Ventolín

para el asmático o la insulina para el diabético) pero, como esas enfermedades,

tampoco se cura realmente y parece que la persona que sufre de migraña tiene que

aceptarla no sólo como parte de su existencia sino de ella misma. Un médico que me

recibía en su “clínica de dolores de cabeza” y de quien esperaba por fin la clave de mi

problema, me dijo simple y sencillamente que tenía un “defecto de construcción”

heredado de mi madre (quien a su vez lo heredó de la suya), y que mis dolores de

cabeza terminarían probablemente cuando llegara a la menopausia. Después de so-

meterme a un interrogatorio detallado y a una serie de pequeños tests divertidos

(señalar con la mano izquierda y al mismo tiempo levantar la pierna derecha, cami-

nar sobre la punta de los pies y sobre los talones, mover la cabeza y levantar el brazo

simultáneamente, etc.), declaró que no estaba afectada lo suficiente como para te-

ner derecho a un tratamiento preventivo, y que no había mucho que hacer fuera de

1 Michel Tournier, prefacio a Écriture et maladie, “Du bon usage des maladies” (Arlette Bouloumié, dir.), Imago, París, 2003.

LA MIGRAÑA, EL MERCK y yOGeneviève Letarte

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ENsAyO

acechar las señales precursoras de mis crisis para intentar evitarlas. Salí del consul-

torio reconfortada de no tener un tumor en el cerebro, pero un poco consternada con

la idea de que tendría que continuar sufriendo mientras llegaba a la vejez. Así como,

durante el verano, uno duda en desear el final de la estación so pretexto de que hace

demasiado calor, una mujer de cuarenta años no tiene muchas ganas de pensar:

“¡Cómo me urge volverme para siempre infértil y reblandecerme porque entonces,

por fin, ya no tendré migrañas!”

Según el célebre escritor­neurólogo Olivier Sacks, la migraña, a pesar de ser “un

padecimiento específico y fisiológico”, “siempre tiene su origen en la vida de la per-

sona, en sus maneras de reaccionar, en las situaciones a que se encuentra expues-

ta, al exterior como al interior”.2 Si bien estas declaraciones carecen de consuelo,

tienen por lo menos la ventaja de ser claras: la migraña y su misterio serían el sínto-

ma de otro misterio, que me concierne a mí, y que yo sería incapaz de esclarecer o,

peor aún, que yo me negaría a esclarecer, y de ahí viene, quizás, el terrible sentimien-

to de fracaso que acompaña cada una de mis crisis: ¿por qué tengo que sufrir este

mal? ¿ahora qué hice para merecer esto? Como si el sufrimiento físico provocado por

la enfermedad no fuera suficiente, viene acompañado de un sufrimiento de orden

moral que hace que todo, en la vida con migraña que llevo, se vuelva motivo de cul-

pa: la copa de vino rojo bebida la noche anterior, el cigarro fumado después de la

cena, las hora de sueño de más o de menos, la comida que me salté a medio día, una

sesión de trabajo en la computadora demasiado larga, una emoción fuerte, un pla-

zo que cumplir, etcétera.

* * *

Las estadísticas nos revelan que 75% de las personas que sufren de migraña son

mujeres. ¿Significa esto que la migraña es una enfermedad específicamente feme-

nina? ¿Y quiénes son los hombres del 25% restante? ¿Presentan los mismos rasgos

de carácter que las mujeres con quienes comparten este mal, o su parte femenina

está más desarrollada que la de los otros hombres?

Entre los enfermos de migraña célebres, donde encontramos figuras como Hipó-

crates, el fundador de la medicina, y Freud, el inventor del sicoanálisis, se cuenta a

un alto número de escritores de sexo masculino como Maupassant, Gide, Balzac,

Alfred de Vigny, Barthes, Baudelaire, Lewis Carroll. A propósito de éste, se cuenta

que si la célebre Alicia del País de las maravillas exclama: “Me alargo... hasta luego pies

2 Olivier Sacks, Migraine, Éditions du Seuil, París, 1996.

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LA MIGRAÑA, EL MERCK y yOGeneviève Letarte

míos”, es que, sufriendo de migrañas con aura, Carroll tenía visiones y, entre éstas,

la extraña sensación de ver que su cuerpo se alarga, se deforma, se aleja. Mientras

Maupassant confiesa ser desbaratado por “la migraña que tritura la cabeza, vuelve

loco, extravía las ideas y dispersa la memoria como polvo en el viento”, André Gide

anota en su Diario que “se esfuerza en escribir a pesar de [su] dolor de cabeza y de ese

como estupor que [lo] paraliza” y Alfred de Vigny describe de manera imaginativa,

por decir lo menos, la llegada de una crisis de migraña: “En el ángulo de la ceja están

agazapados cinco diablillos colgados del extremo de una sierra para que penetre más

adentro en mi cabeza”.

Es posible que por ser hombres de letras estos escritores no sintieron vergüenza

en darle nombre a su mal, o a la mejor se debe a que antaño la migraña tenía cierto

estatuto, como enfermedad, que hoy ha perdido. Por ejemplo, el hombre con quien

vivo sufre de migrañas pero nunca ha nombrado así los terribles sufrimientos que

lo asedian. Al principio de nuestra relación, al constatar que le dolía la cabeza con

frecuencia, le pedí que me describiera con detalle su dolor y, al verlo llevar su mano

en forma de copa sobre su ojo izquierdo exclamé (¿quizá con un tono demasiado triun-

fal?): “¡Eso que tienes es una migraña, no es un simple dolor de cabeza!” Mi diagnós-

tico se vio confirmado el día en que optó por tomarse un Imitrex, lo que le ahorró un

día entero de sufrimiento. Pero, negándose a formar parte de la gran familia de enfer-

mos de migraña, como si el hecho de darle nombre a su mal lo agravara, negándose,

en todo caso, a pasar del lado de los débiles, es decir del mío, no fue con un doctor para

que le prescribieran un medicamento. Unos días más tarde, en que sufría una vez más

de dolor de cabeza, me propuse explicarle el mecanismo de sus crisis con la ayuda de

un esquema que encontré en Internet: “El punto azul de arriba es el elemento dispa-

rador que provoca el aflujo de la serotonina en tu cerebro –lo ves, es esta línea roja,

ahí, que parece un cable eléctrico–, lo que tiene por efecto la irritación de los vasos

sanguíneos, que entonces se dilatan en exceso –, se ven ahí, dentro de un círculo

rojo –, entonces la sangre se pone a circular demasiado rápido en los vasos y eso es

lo que provoca el dolor pulsátil en tu cabeza, y luego el nervio trigémino se irrita

también –es esta línea negra que sigue la forma del cráneo, del ojo hasta el cuello –,

y los tejidos de meninges se inflaman también – ¿los ves? es la parte rosa, ahí, entre el

trigémino y el hueso del cráneo. Si el medicamento te alivia es porque tiene una

acción vasoconstrictora sobre los vasos sanguíneos, lo que regulariza la circulación

de la serotonina en la sangre... ¿Entiendes?”

Mi compañero me miraba con perplejidad, respondiendo con pequeños movi-

mientos de cabeza (¡que le dolía, después de todo!), y deduje que mi clase no había

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Juan Antonio Sánchez Rull

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LA MIGRAÑA, EL MERCK y yOGeneviève Letarte

dado frutos. Y así fue, cuatro años más tarde sigue intentando curar sus “dolores de

cabeza” con Tylenols con codeína, y estoy tentada de ver ahí la prueba de una dife-

rencia fundamental entre el hombre y la mujer. Para “él”, hay algo vergonzoso en

estar enfermo, como si mostrara una impotencia en controlar la maquinaria eficien-

te de su cuerpo; “mientras que ella, la mujer, descubre muy pronto que los engrana-

jes de su máquina no son impermeables entre ellos, y que la fuerza de su cuerpo se ve

inevitablemente acompañada de flaquezas”. Toda su vida, y a veces desde los doce

años, tendrá que aceptar las manifestaciones a menudo dolorosas de su condición, y

no le quedará más que interesarse en las diversas transformaciones de su cuerpo, que

se trate de cambios hormonales en la adolescencia, de un primer embarazo o, más

tarde, de los síntomas vinculados a la menopausia. Gran parte de la vida de las mu-

jeres es controlada por sus hormonas, y no tienen más opción que reconocerlo,

mientras que los hombres parecen tener la facultad de considerar su cuerpo más

bien como una suerte de envoltorio, que no tendría nada que ver con su identidad

profunda.

* * *

De mismo modo que a menudo se separa a los escritores para clasificarlos en cate-

gorías opuestas –los poetas y los novelistas, los bebedores y los abstemios, los mi-

litantes y los apolíticos –, se podría, en el ámbito de la salud, poner de un lado a los

“sanos”, gente como Balzac o Tolstoï, y del otro a los “sufrientes” como lo fueron Proust,

Kafka, Woolf. Pero no todo es tan sencillo, porque estos últimos bien podrían tam-

bién ser considerados unas fuerzas de la naturaleza al considerar la inmensidad de

la obra que lograron crear a pesar (o con) la enfermedad. Sea lo que fuere, resulta más

fácil encontrar ejemplos que figuren en la segunda categoría que en la primera.

¿Acaso la enfermedad, al desajustar el cuerpo, provoca también estados reflexivos,

y hasta excesos de conciencia, que favorecen la creación? O al contrario, ¿acaso la

frustración, el desamparo e incluso el sufrimiento vinculados a la enfermedad ha-

llarían en la escritura un exutorio particularmente valioso?

Estudios recientes emitieron la hipótesis de que Virginia Woolf era maníaco­de-

presiva. Como esa enfermedad no era conocida en aquella época, es posible que no

haya sido tratada de manera adecuada y por ende la escritora habría padecido los

estados depresivos que se conocen, y que la llevaron al suicidio. Si Woolf viviera

hoy, sin duda seguiría un tratamiento con litio, pero podemos preguntar lo siguien-

te: si hubiera tomado ese medicamento que, al regular los humores, arrasa con la

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libido, ¿habría entonces descubierto esa escritura “ubicuitaria” y agitada que sube

y baja, se pierde y se encuentra, se entusiasma y desespera a una velocidad demen-

te, como para conjurar no sólo la locura sino el Tiempo mismo? Del mismo modo,

podemos percibir el eco de la enfermedad en la obra de varios escritores. El epilép-

tico de Dostoievski creó personajes con voces jadeantes y movimientos espasmó-

dicos, que viven, sufren o mueren en relatos llenos de derrames cerebrales y palabras

exacerbadas. Por haber sufrido de tuberculosis durante su juventud, Thomas Bern-

hard descubrió la literatura en los hospitales y sanatorios, y es también ahí donde

redactó sus primeros poemas. Cuando se volvió novelista, volcó sobre el mundo una

mirada a la vez triunfante y herida cuya implacable lucidez seguramente no está des-

vinculada de aquella experiencia. Sumergido en el mundo de las palabras, fue enton-

ces incitado a explorar su propia realidad interior, aprendiendo a vivir sin los demás,

fuera de sus juegos y sus ruidos. ¿Cómo no pensar que sus años de juventud contri-

buyeron a convertirlo en el escritor sin concesiones que ahora es, y también en el

ser antisocial, el desgarrado solitario que fue o del que asumió la apariencia? Aque-

jada de lupus eritematoso, Flannery O’Connor trasfirió su enfermedad a ciertos de

sus personajes de ficción, por ejemplo al joven Asbury de El escalofrío interminable; y

en su correspondencia a menudo habló de su condición, como lo demuestra el si-

guiente cáustico comentario sobre la cortisona: “Debo mi existencia y mi alegría de

vivir a las glándulas pituitarias de miles de cerdos asesinados a diario en Chicago. Si

los cerdos usaran vestido, yo no sería lo suficientemente digna como para besarles

el dobladillo”. Katherine Mansfield, enferma de tuberculosis, permite vislumbrar a

través de sus cuentos, epístolas y diarios el drama de una mujer que, a pesar de ado-

rar la vida, sabe que no le queda mucho tiempo por vivir, y es con una voz a la vez

intensa y frágil, impregnada de humor y nostalgia, que se interesó en los mil y un

detalles de la existencia como para intentar revelarnos lo que tiene de inasible. En

cuanto a Carson McCullers, quien sufría de una artritis degenerativa cuyas com-

plicaciones le causaron terribles sufrimientos y terminaron por matarla, es quizás

algo de su condición de minusválida que transfirió a los personajes de Singer, el sor-

domudo de El corazón es un cazador solitario, y del enano de La balada del café triste.

Sería vano, por no decir ridículo, concluir que sin la enfermedad estas obras no

hubieran existido, pero junto con el sicoanalista Georg Groddeck, quien se deleita

en recordarnos que “la salud no siempre es el bien supremo”, podemos por lo menos

recordar el hecho de que “los Antiguos imaginaban que el poeta era ciego, lo que

nos da a entender que sus ojos deben mirar hacia dentro”.3

3 Georg Groddeck, La maladie, l’art et le symbole, Gallimard, “connaissance de l’inconscient”, París, 1969.

ENsAyO

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LA MIGRAÑA, EL MERCK y yOGeneviève Letarte

* * *

Se dice que las úlceras de estómago son el destino de los ansiosos, que los padeci-

mientos cutáneos son, por lo general, señales de estrés, y que el asma sería el mal

de los inquietos. ¿Qué podríamos entonces decir de la migraña? ¿A qué tipo de per-

sona ataca? Así como los perros se parecen a sus dueños, ¿podríamos imaginar que

nuestras enfermedades se parecen a nosotros o nosotros a ellas?

Como la migraña se vincula a un desajuste de los neurotransmisores, hay fuertes

probabilidades de que la persona que sufre de ésta también tenga un desbalance

químico más general, con su respectivo impacto sobre su vida sicológica, nerviosa,

afectiva. La acción del medicamento que regula la circulación de los fluidos en el cere-

bro (y que al mismo tiempo hace que desaparezca el dolor de cabeza vascular) sería

una metáfora de la impotencia de la persona para encontrar un equilibrio en su exis-

tencia, una regularidad en su relación al mundo. Sujeta a variaciones bioquímicas

imprevisibles, experimenta asimismo variaciones de humor, altas y bajas de ener-

gía física y mental que la hacen avanzar con sobresaltos, aguijoneada por grandes

impulsos seguidos de bruscas retiradas. Descuartizada por los esfuerzos que tiene

que desplegar para existir en el mundo y los movimientos de rechazo que suceden

a estos esfuerzos, termina por agotarse en un continuo ir y venir entre la voluntad

y la renuncia, el in y el out, el on y el off, lo que la exaspera y la sumerge en estados de

frustración tan fuertes que sólo encuentran exutorio en la migraña. “Mientras la idea

de inferioridad se aferre a la esperanza, ésta estimula la vida”, nos dice Groddeck,

“pero en cuanto se le asocia la duda, o incluso el desamparo, entonces [...] el “ello”

del hombre se distiende y lo sumerge en el agotamiento [...] y, mitad para disculpar-

se del fracaso, mitad para ganar el tiempo necesario al acopio de nuevas fuerzas, lo

azota con la enfermedad.”

En un corto ensayo titulado “En cama”,4 la escritora Joan Didion logra un admira-

ble retrato de la migraña. Al enumerar las señales que preceden la llegada de sus

crisis, que comprenden síntomas físicos (“un flujo de sangre en las arterias cerebra-

les”, “una sensibilidad dolorosa a todos los estímulos sensoriales”, “un cansancio

súbito y arrasador”) como sicológicos (“una irritabilidad súbita e irracional”, “una

agotadora incapacidad a establecer vínculos entre las cosas más banales”, “una afa-

sia similar a la que puede provocar un accidente cardiovascular”), resume el extraño

estado en que se encuentra entonces: “Cuando estoy en una fase de aura migrañosa,

me paso los altos, pierdo las llaves de la casa, se me cae lo que traigo en las manos,

4 Joan Didion, “In Bed”, The White Album, Pocket Books, New York, 1980.

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soy incapaz de enfocar la mirada o de formar frases coherentes y, de manera gene-

ral, doy la impresión de estar drogada o ebria.”

Esa pérdida de control sobre las cosas más banales lleva a pensar que la enfermedad

ha logrado, en definitiva, sobreponerse, y no es de extrañarse, entonces, que la per-

sona se sienta conducida por una fuerza “otra”, una fuerza que, si bien forma parte

íntegra de ella, le parece sin embargo exterior, incluso ajena. Ese fenómeno se acom-

paña inevitablemente de un sentimiento de impotencia y de pérdida que puede tomar

proporciones dramáticas, como lo expresa la narradora de la novela Los ojos vendados

de Siri Husvedt. Presa de terribles migrañas, la joven protagonista evoca el estado

sicológico que antecede o acompaña sus crisis, mencionando una “terrible impre-

sión de fragilidad y ausencia”, una “desnudez irremediable”, un “lugar bruto y sin voz

[...] a donde uno no podría pedir que lo conduzcan sino solamente ser llevado”. Obse-

sionada con su padecimiento, para el que no encuentra ningún remedio, la heroína

desarrolla una verdadera fijación sobre la carencia que le parece define la vida de los

seres humanos, y la suya en particular. Al preguntarse si “no es peligroso darle un sig-

nificado a lo que, por esencia, es vacuo”, concluye que “no podemos evitarlo. Tapamos

los hoyos con la palabra, explicamos el vacío hasta que olvidamos su presencia”; y

mientras advierte que se manifiestan las señales de la crisis de migraña por venir: “mi

cabeza estaba adolorida y me sentía sin fuerza. Adivinaba que la misteriosa bruma

de la depresión me alcanzaba –bulto informe del que no lograba deshacerme”.

Paradójicamente, si la heroína de Los ojos vendados, cuando sufre de migraña, se sien-

te “abatida por una sensación de encierro en un cuerpo abandonado a sus caprichos”,

también tiene el sentimiento de ser responsable de su padecimiento: “Era claro a mis

ojos [...] que había yo misma creado el monstruo”, nos dice antes de ahondar: “Soy yo

quien creó esta enorme y dolorosa cabeza y, en general, quien provocó mi propia des-

integración”. Más racional, Joan Didion confiesa por su lado que “el hecho [de pasar]

uno o dos días por semana prácticamente desmayada de dolor [le parece] un secreto

vergonzoso, y no sólo la evidencia de un tipo de deficiencia bioquímica sino también

de todas [sus] actitudes nefastas, humores desagradables, pensamientos injustifi-

cados”. Sin embargo, a través de esas palabras auto­acusadoras despunta la “exigen-

cia personal” a menudo propia de los caracteres narcisistas. Al esbozar el retrato de

la migrañosa arquetípica, Didion habla de hecho de una persona “más bien ambi-

ciosa, centrada sobre sí, que no tolera el error, más bien rígida y perfeccionista”, y se

atribuye de buena gana a sí misma este último rasgo de carácter al admitir que “pa-

sar casi una semana entera escribiendo y reescribiendo sin producir un solo párrafo

es sin lugar a dudas una forma de perfeccionismo”. Un poco más lejos, como para con-

ENsAyO

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LA MIGRAÑA, EL MERCK y yOGeneviève Letarte

firmar la idea de que las personas llamadas “perfeccionistas” –en lucha con un ideal

estorboso del yo – tienen un umbral de tolerancia muy bajo frente a los deslices de la

vida ordinaria, la escritora reconoce que hay un vínculo entre sus crisis de migraña

y la acumulación de pequeñas frustraciones cotidianas: “Denme la noticia de que

mi casa se quemó, que mi marido me abandonó, que hay disparos en la calle [...], no

reaccionaré con un dolor de cabeza. No, la migraña viene más bien de la guerrilla

secreta que alimento en contra de mi propia vida, durante las semanas plagadas de

pequeñas confusiones domésticas [...], los días en que el teléfono suena con demasia-

da frecuencia y en que no realizo ningún trabajo. Es entonces que mi amiga se pre-

senta sin haber sido invitada”.

Habría pues un vínculo entre la migraña y una suerte de “intolerancia a la imper-

fección”, fenómeno que puede tener lamentables repercusiones en la vida de una

persona –sea en el trabajo, en la casa, con las amistades, o en el seno de la pareja. Por

mi parte, en varias ocasiones he pensado que mis migrañas se debían a los esfuer-

zos que tengo que hacer para adaptarme a la inevitable asimetría de mis relaciones

amorosas, agotándome por crear entre el otro y yo una armonía que, paradójica-

mente, desearía “natural”. Es justamente ese esfuerzo que termina volteándose

en mi contra y enfermándome, en el sentido más literal. Y podemos afirmar, en efec-

to, que el dolor que llega con la migraña tiene algo de la irritación, de la exacerbación,

y que por ello es una buena imagen de la desesperación sicológica que la antecede.

Quisiera que todo esté perfecto, bajo mi control, y me esmero en lograrlo lo más

que puedo. Pero tarde o temprano, inevitablemente, las cosas se me comienzan a

salir de las manos, y en vez de soltarlas y aceptar la superioridad de los eventos so-

bre mi voluntad, me aferro, resisto, y ese combate interno termina por destrozarme.

Y cuando no me queda más que rendirme, cuando por fin acepto mi impotencia para

cambiar las cosas alrededor mío y que una luz de cordura nace en mi espíritu, como

para decirme: “Deja ir, tenle confianza a la vida...”, entonces me encuentro invadida

de un cansancio eufórico que me vuelve casi feliz, orgullosa, sobre todo, de haber

logrado plegarme a lo que es más grande que yo, pero en mi cuerpo ya es demasiado

tarde, y la migraña se desata. Mis neuronas ya iniciaron el envío de mensajes de

pánico a través de mi organismo, y en el momento mismo en que creía relajarme,

colmada con mi nueva y bella aceptación de la imperfección de la vida, su fragilidad,

su imprevisibilidad, me encuentro súbitamente atrapada, lo siento, siento la sorda

pulsación que despunta detrás de mi ojo derecho, y sé que unos Tylenols extra fuer-

tes ya no surtirán ningún efecto, que ya rebasé la frontera del dolor de cabeza nor-

mal –de hecho, ¿acaso alguna vez tuve dolores de cabeza normales?

Page 29: Patologías

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Es exactamente esa batalla, seguida de ese mismo abandono, lo que exige la es-

critura. Para escribir, hay que saber luchar, pero también someterse, querer y tam-

bién no querer, saber y no saber. Podré “descender al fondo de las cosas” sólo cuando

me entregue totalmente a ellas, y la escritura tome el control del texto. “Todo lo que

puedo alcanzar en esta vida, es un punto de vista”, nos dice Hemingway. Mas, para

alcanzar un punto de vista, ¿hay que escalar la montaña o hay que entregarse a lo

que se encuentra aquí, bajo los ojos? A menos que la solución se encuentre en otro

sitio, en una tercera vía que sería a la vez la suma y la anulación de las otras dos,

porque la aceptación, condición esencial para toda forma de creación, no puede

advenir más que de la confrontación entre la voluntad y la renuncia. Es entonces, en

el transcurso de la batalla, a menudo contra sí mismo, que el escritor logra cons-

truir su relato, pero es gracias a la resignación que podrá poner un punto final, del

mismo modo en que, paradójicamente, es el agotamiento provocado por la enfer-

medad lo que puede conducir al restablecimiento. Si, como lo dice Groddeck, “uno se

puede representar el proceso del restablecimiento como una reconstrucción del or-

ganismo”, ¿no podríamos entonces considerar ciertos episodios de la enfermedad,

así como la escritura de ciertos textos, como etapas esenciales a la construcción de

un nuevo yo? Así, Joan Didion reconoce que sus crisis de migraña tendrían quizás una

función reconstructora, regeneradora: “Al principio, la más pequeña aprehensión es

amplificada, toda ansiedad se convierte en terror vivo. Luego viene el dolor, y me

concentro únicamente en él. Es ahí donde reside la utilidad de la migraña, ahí, en

ese yoga impuesto que es la concentración en el dolor. Porque cuando el dolor se va,

diez o doce horas más tarde, todo se va con él, todos los resentimientos secretos,

todas las vanas ansiedades.”

* * *

Cuando era niña, había en nuestra casa un libro titulado El Manual Merck de diagnós-

tico y tratamiento, que mi madre llamaba simple y sencillamente “mi Merck” y que con-

sultaba con regularidad para diagnosticar nuestros pequeños males, o los suyos.

Me acostumbré a hojearlo yo también, como se hojea una enciclopedia o un atlas

geográfico, sólo que en vez de mostrar imágenes de volcanes, planetas o animales

salvajes, este libro ofrecía descripciones detalladas de enfermedades, todas las en-

fermedades, desde las más comunes hasta las más insólitas, tanto físicas como

mentales. Obra de referencia para los médicos y que, por no sé qué razón, teníamos

en casa, el Merck era para nosotros un libro entre los muchos otros que mi madre

ENsAyO

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LA MIGRAÑA, EL MERCK y yOGeneviève Letarte

conservaba junto a sus libros de cocina o jardinería, y al que acabé teniéndole afec-

to a pesar su contenido intimidante. Lo recorría ávidamente, siempre lista para re-

conocer mis propios malestares en los síntomas descritos, y no sabría decir si fue su

presencia en la casa la que alimentó mi ligera tendencia a la hipocondría o si fue esa

tendencia la que me llevó a él. ¿Cuántas veces, al consultar ese libro, no me encontré

con un montón de padecimientos distintos a los que me habían llevado a consultarlo?

Al preocuparme por una comezón en el brazo, una punzada en la pierna o un simple

dolor de estómago, me creía de inmediato víctima de psoriasis, flebitis o colitis ner-

viosa, y descifraba con interés todos los detalles relacionados con la etiología, la sin-

tomatología, el diagnóstico o el tratamiento de cada uno de esos padecimientos.

A mí, que no soportaba ver sangre ni carnes abiertas, y que sobre todo odiaba estar

enferma (como leía mucho, tenía perrillas todo el tiempo, así como furúnculos en

las nalgas que mi madre tenía que exprimir con sus uñas largas para extraerles el

pus), me gustaba leer descripciones de enfermedades llenas de términos científicos,

y me asombraba el hecho de que, en este manual en que se codeaban los padeci-

mientos más ordinarios con los más extraños (del resfrío a la sífilis congénita pa-

sando por la neurosis histérica, la infección puerperal y la hernia del nucleus pulposis),

todos tenían derecho a la misma vitrina democrática, al mismo estatuto lingüís-

tico. Un banal resfrío resultaba ser una “infección viral aguda de las vías respirato-

rias, por lo general apirética con inflamación de una parte o del conjunto de las vías

aéreas”; un simple dolor de cabeza se transformaba en “cefalea, señal frecuente de

infección aguda sistémica o intracraneal, tumor intracraneal, traumatismos cranea-

les, hipertensión severa, hipoxia cerebral, y otros múltiples padecimientos del ojo,

la garganta, los dientes y las orejas”; y lo que llamábamos llanamente el hipo se ca-

racterizaba por “contracciones espasmódicas repetidas e involuntarias del diafrag-

ma seguidas por una oclusión brutal de la glotis”.

Al mismo tiempo que denotaba una forma benigna de hipocondría, esa atracción

por las palabras de la enfermedad demuestra sin duda también la eterna curiosidad

de los seres humanos frente al enigma de su propio cuerpo. Así como la ficción lite-

raria es a la vez el indicador y la pantalla de los sufrimientos humanos, podríamos

decir que el lenguaje vinculado a la enfermedad nos permite mantener a distancia

esa cosa que, al mismo tiempo que nos recuerda la belleza de la vida, nos revela

también su parte trágica. Como dice Susan Sontag, “la enfermedad no es una metá-

fora, pero múltiples metáforas se adhieren a la enfermedad”,5 lo que parece confir-

mar el escritor Grégoire Bouillier cuando confiesa su auténtico apego a una infección

5 Susan Sontag, La maladie comme métaphore, Éditions du Seuil, París, 1979.

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contraída durante la infancia: “Estafilococos áureos: esas nueve sílabas me fascina-

ron mucho tiempo. No sacaba poco orgullo de haber contraído algo que se revelaba

tan difícil de ortografiar, y me gustaba la obscenidad que había en el hecho de aven-

turarme tan lejos de mi vocabulario cotidiano. Era como decir una grosería en toda

impunidad”.6 La enfermedad sería entonces víctima de la misma prohibición que

pesa sobre la sexualidad y su lenguaje. Y esto, sin duda, porque al remitirnos al mis-

terio del cuerpo, la enfermedad nos remite al misterio de los orígenes. ¿De dónde

venimos, a dónde vamos? Pero también, ¿de qué estamos hechos?

Como a menudo sucede que las enfermedades sean historias de familia, puede

resultar útil interesarse por las que circulan dentro de la nuestra, ya que eso nos pro-

porcionaría una suerte de retrato “multipolar” de nosotros mismos. Cuando me dio

la vida, mi madre me dotó de diversos atributos –ojos azul gris, piernas sólidas y una

tendencia a la migraña, sí, –pero también me heredó ese amor de las palabras que

corre en mi familia de generación en generación. Sin duda conciente de que aquello

fraguaría parte de mi carácter, me introdujo desde temprana edad a las obras de las

que era aficionada, pero ¿sabía ella que, al hacer esto, me trasmitía también su deseo

de escribir? La herencia es una cosa curiosa que no se expresa en todos los casos ni

en todos los frentes. En lo que a mí se refiere, la trasmisión del virus literario que cir-

culaba en casa se produjo de manera tan inmediata como ineludible. Pasé mi infan-

cia con la nariz metida en libros, luego empecé a copiar páginas enteras de novelas

gracias a la hermosa Olivetti portátil de mi padre, y terminé, como si las palabras de

los demás no fueran suficientes, llenando cuadernos con las mías hasta que logré

escribir “libros de verdad”, publicados por un editor de verdad y todo eso.

Por mucho tiempo, no me cuestioné sobre del origen de esa manía, hasta el día en

que, sobre el diván de un sicoanalista, “recordé” que mi madre quiso algún día escri-

bir y, antes de ella, también su madre. A primera vista inofensiva, esta reflexión me

condujo a un cuestionamiento más incómodo. “¿Es por atavismo que tomé la deci-

sión de escribir?” Algo se derrumbó en mí con esta idea y, durante varios meses, fui

incapaz de escribir una sola línea. Luego regresaron las palabras, poco a poco, torpes

y frágiles, convalecientes. Mi voz no tenía la cadencia y la velocidad acostumbra-

das, ni la seguridad de siempre en el tono: era una voz que contenía vacío, silencio.

Pero, sobre todo, era mi voz. Sin saberlo, me había vacunado yo misma contra la en-

fermedad de la duda, que puede ser peor que la enfermedad de la escritura.

* * *

6 Grégoire Bouillier, Rapport sur moi, Éditions Allia, París, 2002.

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LA MIGRAÑA, EL MERCK y yOGeneviève Letarte

Un día leí que Samuel Beckett “se interesaba” en las enfermedades. Cuando era jo-

ven y vivía en Dublín, parece ser que frecuentaba con regularidad el Rotunda Hospi-

tal donde uno de sus amigos era médico. El amigo en cuestión era siquiatra, y como

la salud nerviosa del joven Beckett era frágil, podemos suponer que buscaba res-

puestas a los enigmas de su propia psique, y hasta una fuente de inspiración para los

escritos por venir. Puede ser también que haya considerado la posibilidad de conver-

tirse en médico, quién sabe, y en ese caso no podemos más que regocijarnos con la

idea de que Beckett prefirió la literatura a la medicina. Sin embargo, no es imposi-

ble descubrir en su obra la equívoca “presencia” de la enfermedad, ni ver en los exce-

sos de su escritura –que oscila entre la abundancia y la depuración, la austeridad y

el delirio –, afinidades con los múltiples meandros y disfraces a que recurre la enfer-

medad para atacar al cuerpo humano. Según Michel Tournier, la noción de enferme-

dad habría llegado hasta nosotros bajo dos formas opuestas: una visión “cuantitativa”

que habríamos heredado de los griegos (la enfermedad tiene su origen en el exceso:

de calor o de frío, de resequedad o de humedad, etc.) y una visión “cualitativa” engen-

drada por los valores judeo­cristianos (la enfermedad es el resultado de un factor

patógeno que infecta el organismo). Si queremos ir más lejos en el paralelo estable-

cido entre escritura y enfermedad, podríamos decir que la crisis (existencial, moral,

religiosa) que da origen a la mayoría de las obras literarias es similar al elemento

patógeno que se apropia del cuerpo debilitado para volcarlo en una realidad “otra”,

y que los conflictos (estéticos, morales, sicológicos) que las obras acogen se empa-

rentan con los excesos y desbalances con los que lucha el cuerpo afectado. Al igual

que las nociones de salud y enfermedad se nos presentan en términos de bien y mal,

bueno y malo, normal y anormal, la obra literaria nos remite a las eternas paradojas

de verdadero y falso, realidad y ficción, finito e infinito. Kundera se encargó de recor-

darnos que el espíritu de la novela, al ser partícipe de un “mundo ambiguo y relativo” es

incompatible con “[un] mundo basado en una sola Verdad” que “excluye la relatividad,

la duda, la pregunta”.7 De la misma manera, podríamos decir que la noción de salud

que prevalece hoy en día difunde una verdad engañosa al presentarse como un dato

esencialmente “positivo”, “una suerte de exuberancia nimbada por la alegría de vi-

vir” (M. Tournier) que tiende a olvidar que estar vivo, es también ser capaz de sufrir,

como lo recuerda la siguiente fórmula de Freud: “Mientras sufra, el hombre puede

todavía seguir su camino”.

Si me llamó la atención el hecho de que Samuel Beckett se interesara en las enfer-

medades, es quizá porque, junto con mis recuerdos de lectura del Merck, me da tran-

7 Milan Kundera, L’art du roman, Gallimard, “Folio”, París, 1986.

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quilidad en cuanto a mi inclinación a la hipocondría, flaqueza de la que me burlo de

buena gana con mis amigos y familiares y que me gusta reconocer en los demás. En

efecto, cuál no habrá sido la sorpresa de una amiga mía cuando, disculpándose de

hablarme de sus dolores de cabeza, me escuchó replicar enérgicamente: “No, no, no

tienes de qué disculparte, ¡me gusta mucho hablar de enfermedades contigo!” Se me

quedó viendo con cara de perplejidad, pensando que me estaba burlando de ella, y

luego, como le reiteraba que, de verdad, esa conversación sobre nuestros dolores de

cabeza respectivos se me hacía mucho más interesante que el detalle de los mil y

un proyectos con que me hubiera agobiado cualquier otra persona, se echó a reír

y yo también.

Como se sabe, el hipocondríaco profesa un interés exagerado por las enfermeda-

des, las ajenas como las propias. Esa curiosidad puede manifestarse con un conoci-

miento casi (o pseudo) científico del mundo de la medicina, así como la compasión

extrema (y a menudo sospechosa) por los padecimientos del otro (pienso en esa

escena de la película Desconstructing Harry donde el personaje que interpreta Woody

Allen escucha las dolencias de un amigo con problemas cardíacos con el fin de poder

infligirle, inmediatamente después, el relato detallado e interminable de sus propios

achaques). Pero lo más frecuente es que el hipocondríaco se queje de sus propios sín-

tomas somáticos, de los cuales el Merck dice que están “casi siempre concentrados

en las vísceras abdominales, el tórax, la cabeza y el cuello” y son con frecuencia descri-

tos “con minucia y detalle en cuanto a su localización, calidad, duración). Para ter-

minar, sobra decir que la característica de tales quejas es que “no corresponden a

ningún cuadro sicológico identificable” y que, si la persona es sometida a un examen

somático, los resultados son negativos.

Pero existe la hipocondría enfermiza y la hipocondría ordinaria. Aunque algunas

personas sufren de la primera, “trauma neurótico caracterizado por una preocupa-

ción que se centra en los funcionamientos corporales y el temor mórbido a una en-

fermedad grave” (Merck), podemos decir que todos somos, en mayor o menor grado,

víctimas de la segunda, prueba de nuestra eterna y sin duda pueril necesidad de ser

mimados, asistidos, cuidados, en el sentido más amplio del término, como si fuera

absolutamente necesario pasar por ahí para poder requerir la atención de los demás.

La enfermedad, es el cuerpo hablando. Y el cuerpo necesita exultar, que sea a través

de la sexualidad, los juegos, el deporte o la sensualidad de la vida cotidiana, y si no

encuentra el camino al placer, la apertura de los sentidos o alguna forma de subli-

mación, entonces se enferma. De modo que la enfermedad sería uno de los aspec-

tos de la vida del cuerpo que no tendríamos ganas de compartir con los demás,

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LA MIGRAÑA, EL MERCK y yOGeneviève Letarte

hablando de nuestros achaques como de una posesión valiosa, la expresión misma

de nuestro yo. Hablar de nuestros pequeños dolores sería una manera de hablar de

sí mismo, de ofrecerse al otro, una forma desviada de la sexualidad. De hecho, pare-

ce que tanto la hipocondría como la somatización mantienen estrechas relaciones

con una estructura de personalidad narcisista, lo cual se explicaría por qué el hipo-

condríaco, además de mostrar un apego exagerado por su persona (física), parece

buscar en los demás una forma de atención, incluso de amor, casi parental. No re-

sulta entonces sorprendente encontrar en Internet un número tan amplio de sitios

consagrados a la salud (o a la enfermedad, es lo mismo), frecuentados, según dicen,

por una cantidad increíble de internautas. En el curso de mis investigaciones para

escribir este texto, me impresionó la cantidad de informaciones que se encuentran

ahí. ¿Sufre usted de migraña, de gota, de dolor de espalda o de alergias de estación?

Basta con apretar un botón para entrar en contacto con otras personas que, sufrien-

do de los mismos dolores que usted, se complacerán en comunicarle los remedios,

recetas y soluciones que encontraron para aplacarlos. No pude evitar pensar que

en términos de popularidad, esos sitios compiten sin lugar a dudas con los sitios de

porno que, después de todo, ofrecen también servicios para apaciguarnos.

* * *

Es verano y hace calor. Atravieso el parque arrastrando los pies, desesperada de no

haber aún terminado mi texto para la revista. ¿Puede alguien tener realmente ga-

nas de escribir sobre los tormentos de la enfermedad y de la escritura cuando el suave

follaje de los árboles resplandece y el césped invita a recostarse? Aunque, pensán-

dolo mejor, noviembre, con sus días acortados y sus cortejos de resfríos, no hubiese

convenido mejor a este trabajo y, a modo de consuelo, pienso que el buen clima de

hoy me permitirá al menos tomar cierta distancia en relación con mi tema.

Llevo ahora más de dos semanas durmiendo mal, comiendo apenas y bebiendo

demasiado café, y la presión que comienza a punzar detrás de mi ojo derecho me

señala que la migraña no está lejos. ¿Me voy a enfermar por andar escribiendo este

texto? Estaría totalmente a tono con mi artículo, pero no estoy segura de que el re-

sultado sería mejor. Mientras vagamente considero esta cuestión, reparo de pron-

to en una colega escritora que no había visto en mucho tiempo. Toda vestida de lino

y caminando por el sendero a un paso indolente, me da la impresión de estar muy

en forma.

–¿Cómo estás?

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–¡Muy bien!, me responde con un tono jovial.

–¿Estás escribiendo una nueva novela?

Me mira con sorpresa:

–¿No estás al tanto? ¡Dejé de escribir desde hace un año! ¡Me siento tan bien ahora,

no tienes idea!

En efecto, no tengo idea. No sólo me ando arrastrando en plena canícula con un tex-

to inacabado en mi portafolio, sino que me estoy atormentando con la novela aban-

donada desde hace tres meses en mi mesa de trabajo.

Nos vamos, cada una por nuestro lado, y busco un lugar tranquilo para releer la

primera versión de mi texto. Sentada a la sombra de un árbol, me pregunto cómo

pudo mi amiga llegar a ese punto. ¿Qué hace ahora con su “visión del mundo”? ¿A

quién y cómo puede comunicársela ahora? Pero quizás esto no tenga importancia,

después de todo, y hace demasiado calor como para pensar en este tipo de cosas.

Además, ahora sí que me duele la cabeza, y puedo sentir en mi brazo derecho las

punzadas provocadas por la epicondilitis que ni siquiera me dio jugando tenis sino

manipulando el mouse de mi computadora.

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Juan Antonio Sánchez Rull

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Un cuento que son muchos: el narrador de historias

No es oficio del poeta el contar las cosas como sucedieron, sino como

debieran o pudieran haber sucedido, probable o necesariamente [...]

aunque haya de representar cosas sucedidas, no será menos poeta.

Aristóteles

Contamos historias. Contamos historias continuamente. Explicamos aquello tan

curioso que nos pasó ayer mismo y lo que le pasó a nuestro amigo, y esa anécdota

tan divertida de cuando teníamos cuatro años; contamos cómo conocimos a nuestra

pareja actual o cómo dejamos a la anterior y también relatamos el último cambio de

trabajo... y muchas cosas más. Continuamente. Son historias con protagonistas, con

episodios, con puntos álgidos en la narración, con giros discursivos, con un inicio, una

trama y un final. Contamos estas historias para los otros: para que nos comprendan,

para que nos conozcan, para que entiendan por qué actuamos de esta forma o de

esta otra, para sentirnos semejantes a ellos, para sentirnos diferentes... Pero tam-

bién nos contamos estas historias a nosotros mismos. Estamos solos, en la cama,

conduciendo, ante el ordenador, y recordamos estas historias, nos las contamos:

para comprendernos, para conocernos, para entender por qué actuamos así. Todas

esas pequeñas historias se van engarzando en una historia general: nuestra vida.

Una vida –una historia– en la que encontramos capítulos diferenciados, idiosincrási-

cos, personales.

Desde el final de la década de los 70 la noción del yo como narrador va cobrando

relevancia y son muchos los autores que hablan del ser humano como un contador de

historias, como un homo fabulus que da sentido al mundo que le rodea y a sí mismo a

través de las historias que ponen orden a la maraña de acontecimientos, sensacio-

nes o pensamientos que conforman incluso la existencia más anodina. Y es en este

continuo narrar historias donde surge la más importante de todas: la historia que

da sentido a la persona que soy, que he sido y que seré. Porque nuestras historias no

nos hablan sólo del pasado y del presente, y cuando Polkinghorne explica que el yo

es “una configuración de acontecimientos personales en una unidad histórica, que incluye no

sólo lo que uno ha sido sino también previsiones de lo que uno va a ser”, nos habla de cómo las

historias que contamos en tiempo presente también incluyen un verbo futuro im-

plícito. Esperamos que el sentido que le hemos dado al mundo siga siendo cohe-

rente con las historias que ya nos hemos contado antes, esperamos que el río siga

su curso.

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LA PATOLOGÍA Es uN CuENTO

Gloria Dada y Victoria Compañ

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LA PATOLOGÍA Es uN CuENTOGloria Dada y Victoria Compañ

Y así como la literatura nos ofrece grandes géneros que guían al escritor en la

elección de personajes, escenarios y formas narrativas, también en cada narrativa

vital puede reconocerse un melodrama, una comedia, una novela negra, un cuento

infantil.

Además, buscamos cómplices de nuestros significados... pues nuestras historias

también se entrecruzan con las de las personas próximas. La historia que cada año

se cuenta el mismo día en familia o con amigos es una historia que, independiente-

mente de si nos reconforta, nos entristece o nos enfada, nos recuerda irremedia-

blemente quiénes somos, y quiénes somos para los otros. Cada uno aporta detalles,

explicaciones, ocurrencias mil veces contadas y mil veces nuevas.

No importa mucho la veracidad de nuestras historias, ni importa que se ajusten

rigurosamente a aquello que sucedió. No importa la verdad histórica, importa la

verdad narrativa. ¿Qué significa? Que lo realmente importante es que nuestras histo-

rias sean coherentes, sean viables y apropiadas para nosotros y para nuestro en-

torno. Que nuestras historias encajen en nuestra vida, en la historia principal de la

persona que soy. La flexibilidad, la creatividad, resulta fundamental para que todo

cuadre en la historia (¿paradójico?). Cuando puedo rehacer mi historia, tomar en cuen-

ta acontecimientos que antes había pasado por alto, buscar alternativas, recrear

nuevos recuerdos, entonces puedo seguir mi historia para siempre. No se interrum-

pe, fluye. Porque los acontecimientos nuevos deben integrarse en la historia de los

acontecimientos previos. Y eso nos obliga a reescribir continuamente la historia.

Flexibilidad, creatividad, inventiva, imaginación: todo debe modificarse, para que

lo fundamental quede inalterable. Para que mi identidad permanezca intacta, para

que mi yo siga siendo por siempre. Porque nada hay más aterrador que dejar de ser

uno mismo... sentir que no me reconozco, que no sé quién soy, que he dejado de ser.

Uno de terror: la ruptura narrativa

La mente tiene su propio lugar por sí misma: puede hacer del infierno un

paraíso o del paraíso un infierno.

John Milton

Hay un yo que se reconoce a través de la continuidad narrativa, y de la historia que

se cuenta una y otra vez, que se valida una y otra vez, y que lo define ante sí mismo

y ante los otros.

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De acuerdo a la historia, a la experiencia previa, nos hacemos previsiones de lo

que sucederá en cada situación, desde la más cotidiana hasta la más trascendental,

así como un lector intuye lo que harán los personajes y el protagonista, y lo que

podría ocurrir en la siguiente página o en el próximo capítulo.

Pero la vida no es una mala novela, totalmente predecible. De hecho, son esos

eventos que se apartan de lo canónico, de lo previsible, aquellos que parecen lo más

interesante en un buen texto, y la narrativa personal no es la excepción.

Las emociones surgen ahí cuando aparecen elementos inesperados o simplemente

fuera de lo cotidiano: nos alegramos, nos sorprendemos, nos enamoramos, y también

nos entristecemos, nos asustamos, nos enojamos. Y esas emociones van dando ma-

tices y color a la historia, y forman parte luego del entramado narrativo.

Pero hay circunstancias y episodios que no se pueden asimilar ni integrar en la

narrativa personal, probablemente porque ponen en marcha emociones discrepan-

tes, que amenazan la continuidad de la imagen que el protagonista­narrador tiene de

sí mismo. La nueva experiencia, el nuevo párrafo que habría que añadirse no tiene sen-

tido en esta historia, o la historia perdería sentido al añadir este nuevo párrafo.

En un intento de preservar la coherencia, utilizamos aquello que Vittorio Guida-

no llamó el autoengaño, la manipulación de la experiencia para que aquello que no es

consistente pueda ser atribuido a otras personas, eventos o circunstancias, y no al

protagonista. El autoengaño es efectivo si unifica al protagonista –el yo que vive y

siente– con el narrador –el yo que percibe y cuenta la historia.

Pero cuando, por mantener la coherencia de la historia, se renuncia al yo que ex-

perimenta o al yo que cuenta, se da una ruptura entre protagonista y el narrador. Es

ahí, que surge el sufrimiento, es entonces que se origina la patología.

Bajo esta perspectiva, aquello que llamamos síntoma sería un intento –ciertamente

poco funcional– de salvar la trama narrativa en su coherencia y unicidad. El síntoma

no es el yo, es otra cosa, es algo que le pasa al yo. Y el narrador incluso busca indicios

previos en la historia, y eventos anteriores son reinterpretados a la luz de este nue-

vo, y encuentra “señales” que indicaban la presencia del síntoma, quizá en estados

prodrómicos, en el pasado. Ante la imposibilidad de interpretar el nuevo texto, se

intenta leer el texto anterior para adaptarlo a éste, y anticipar su continuación

hacia el futuro.

La patología, que surge como perturbación irremediable de la historia, ahora se

apodera de la historia. El texto no es patológico por su contenido, sino porque se rei-

tera sin dejar espacio a discursos alternativos que permitan una visión multifacé-

tica y rica de la experiencia. Encontramos entonces, como indica Oscar Gonçalves,

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LA PATOLOGÍA Es uN CuENTOGloria Dada y Victoria Compañ

prototipos narrativos, invariantes temáticos que repiten escenarios, inicios, accio-

nes, metas, resultados, respuesta e incluso finales. En torno a estos prototipos se

organizan las narrativas presentes, pasadas y futuras, que logran una estéril unicidad

pagando el precio de la rigidez y de la redundancia. Esta narrativa inflexible y cerra-

da no admite revisiones, pues deja de lado todo aquello que no encaje en el mismo

molde. Se sufre, y se sigue sufriendo, porque lo que se vive como inflexible y repeti-

tivo no es la forma de narrar las cosas, sino la realidad misma y la experiencia, y se

tiene la sensación de que este sufrimiento no puede tener fin si se está condenado

a repetir la misma escena una y otra y otra vez. No se encuentra un final, aunque se

quiera. El escritor, el protagonista, el yo, busca y busca: el sufrimiento es verdadero.

Uno con final feliz: la re-elaboración

Mediante las narraciones construimos, reconstruimos y, en cierta for-

ma, reinventamos el ayer y el mañana. La memoria y la imaginación se

funden en el proceso.

Jerome Bruner

No somos sólo protagonistas, no somos sólo narradores; somos exégetas de nues-

tro propio texto. La historia vital no ha sido creada simplemente para documentar los

sucesos de los que hemos formado parte. No es un documento acabado sino un texto

vivo, que sometemos a reinterpretaciones continuas. El protagonista, mientras dura

la historia, vive, experimenta, siente. Y mientras tanto la experiencia aporta nuevos

conocimientos, se abren nuevos significados. Es a la luz de estos significados que se

puede reinterpretar aquello que no habíamos logrado integrar, y así recomponer

esa historia fracturada.

No se trata de negar el texto previo sino, como dice Bruner, de negar la interpre-

tación que antes le dimos. Una nueva interpretación más compleja, que tiene en

cuenta todos los matices de la experiencia. Una nueva interpretación más cohe-

rente con quien soy yo, con quien he sido y con quien quiero ser. No arrancamos las

páginas de nuestro sufrimiento, le damos un nuevo título.

Es el yo exégeta quien logra reconciliar a narrador y protagonista, deshilando el epi-

sodio para luego hilvanarlo en la historia. Lo hace mediante una lectura más com-

pleta que permite encontrar elementos de las vivencias que son compatibles con la

identidad.

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A veces el exégeta necesitará realizar un trabajo arduo, esforzándose por cons-

truir alternativas y plantearse hipótesis a las que dar respuesta. A veces son las pre-

guntas planteadas por otros las que le abrirán otras vías de significado. A veces, le

bastará sólo con cambiar de posición –intencionadamente o empujado por el curso

de la vida– para mirar otros ángulos y tener un cambio de luz bajo la cual se ven as-

pectos antes inadvertidos.

Independientemente del proceso, es en ese momento de reinterpretación que la

crisis –el sufrimiento, la patología– se convierte en oportunidad, permite enrique-

cer y dar complejidad a la historia y enlazar la historia antigua con las que espera-

mos que vengan. Ya no hay ruptura, ya no es un final inacabado que gira sobre sí

mismo inútilmente buscando un cierre, como un perro que intenta morderse la cola;

ahora es un elemento más, un inicio, una continuación, un punto y seguido.

Y quedarán siempre preguntas por resolver. ¿Por qué esta historia y ninguna otra

de las infinitas posibles? ¿Por qué el relato que escribo de la persona que soy es éste

y no otro? ¿Alguien continuará mi historia cuando yo muera? ¿Alguien empezó a

escribir la historia antes de que yo naciera?

¿Quién sabe?

Tan solo sabemos que no es necesidad de la persona el contar las cosas como suce-

dieron, sino como debieran o pudieran haber sucedido, probable o necesariamente;

aunque haya de reinterpretar cosas sucedidas, no será por eso menos persona.

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Juan Antonio Sánchez Rull

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EARTHEN

José Eugenio Sánchez

siempre he sido yo

y nunca he sido el mismo

POEsÍA

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POEsÍA DE JOsÉ EuGENIO sÁNCHEZ

cantan entre carcajadas de humo

e inhalan hasta la caspa de la solapa del cantinero

los que no se mencionan

beben y algunos bailan

y muy pocos que no se logran emborrachar

ni se besan con nadie

la pasan bien

(el yo censura el resto de las cosas)

Page 45: Patologías

45

ser yo me alegra

POEsÍA

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46

POEsÍA DE JOsÉ EuGENIO sÁNCHEZ

mañana va ser un tarro de mostaza

ayer fue una loción

hoy un sedán

vive confundido

luego será una pastilla

una bomba de tiempo

un teléfono inalámbrico

una urna

Page 47: Patologías

47

POEsÍA

caigo

de la

escalera

garabato oscuro recordándolo todo

(la gran luz blanca)

pregunto:__________

yo olvida

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48

POEsÍA DE JOsÉ EuGENIO sÁNCHEZ

mi yo no sabe de mí

Page 49: Patologías

49

POEsÍA

regularmente sustituimos las cosas y a veces sustituimos la

vida: alguien espera que uno dormite descuide su rutina se

sienta desamparado frágil sin la menor idea –aturdido ren-

coroso– para ocupar nuestro lugar en la butaca del descon-

cierto: y en ocasiones a uno le corresponde ser sustituto:

manipulador de la frescura –nuevo paisaje– ritmo de ricas

posiciones y potentes conjuros: eficiente modelo del porve-

nir: la piel que debajo goza sin cesar: sustituimos lo oculto

por lo aparente: lo in por lo out: las papas por la cebolla la

tarde de ayer por el momento de hoy una cerveza fría por

otra más fría el ir y venir por un boleto de avión el espejo por

nuestro rostro: y viceversa

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50

sí existen pero

inmediatamente se hacen tan antiguas

que no las alcanzo a recordar

POEsÍA DE JOsÉ EuGENIO sÁNCHEZ

Page 51: Patologías

51

el yo de súbito

un atardecer cualquiera

aparece recostado

no entiende

no distingue

se emociona

horas después

agita una sonaja

POEsÍA

Page 52: Patologías

52

escribo lluvia

y más abajo la palabra

paraguas

y abajo de ésta

escribo tu rostro

y borro una avenida

donde pocos vehículos

circulan hasta tarde

agrego plato de sopa

y muchas botellas de vino

después no escribo nada

y paso horas con la mente en blanco

antes de cerrar el cuaderno

anoto rápidamente

tus pelos iluminados

en la luz de la mañana

POEsÍA DE JOsÉ EuGENIO sÁNCHEZ

Page 53: Patologías

53

estoy más cómodo en tu cuerpo que en el mío

POEsÍA

Page 54: Patologías

54

Juan Antonio Sánchez Rull

Page 55: Patologías

55

LA RODILLA POR MIRILLA

I

Un mundo de rodillas. En la sala de concierto, una hilera in-

terminable. Aderezadas con tos en los silencios. Trémulas

en los aplausos.

*

En los túneles carpianos del metro, dos muchachas

se secretean

De pronto la rodilla izquierda

de una

se separa de la rodilla derecha

de la otra

con un movimiento de sorpresa:

“Eres una botulínica”, dice la primera

“Y tú una condilona”, responde la otra.

Siento emoción en el cuádriceps.

*

Sobre cojines descansa dolosa

rodilla

Metro y medio más arriba

sucede

una elaboración mental de las compras.

Se acerca el momento.

Vestido matutino de agua caliente:

La rodilla camina, abre la llave y se esponja.

Yael Weiss

POEsÍA

Page 56: Patologías

56

II

Separa las piernas y en cuclillas

acerca el sexo a la pierna estirada:

un hombre dormido

Se posiciona sobre la rótula

Encías pelonas

barbas

líquidas

y baja lentamente

sus labios hacen plotsch

el contacto es frío y se templa

*

Diartrosis suave. Leve articulación sinovial.

Cruje un cartílago. Disparo de sangre:

La mujer se yergue y gira robótica

Sacroíliaca

*

Eje ascendente

dos y rodilla uno:

un cuerpo aromático

POEsÍA DE yAEL wEIss

Page 57: Patologías

57

POEsÍA

III

“Joven artrítica

se traga una tróclea”

Sinovial y hialina

la luna resbala y

se desemboca

son momentos paralíticos

Page 58: Patologías

58

MOsCAs

Bernardo Esquinca

CINTA 1

Usted sabe, doctor, para la mayoría de la gente las moscas son sólo eso: moscas.

Algo que espantar con la mano cuando rondan nuestra cabeza o un plato de comi-

da. Pero se equivocan. Son seres superiores, capaces de fornicar mientras vuelan, y

con decenas de ojos que nos vigilan desde cualquier ángulo. Esto usted no lo sabe,

pero esos bichos han estado en guerra con nuestra especie desde el principio de los

tiempos. Por cada nuevo insecticida que promete acabarlas, ellas se vuelven más

resistentes. ¿Le doy un dato para contar la próxima cena de trabajo o con amigos?

Aunque, le advierto, no es agradable, y tal vez provoque un silencio incómodo en la

mesa. Adoro los silencios incómodos, ¿usted no, doctor? Todo lo que implican. Lle-

nan el vacío con la fuerza de las palabras no dichas. Porque lo que no se dice a veces

es más inquietante. Pero me estoy desviando del tema... Este sofá es tan cómodo

que permite las divagaciones, debería pensar seriamente en cambiarlo. El dato: las

moscas han matado más seres humanos que todos los conflictos bélicos juntos.

Estamos en guerra, le decía. Y no hay manera de que la podamos ganar: nos llevan

millones de años de experiencia. Cuando nuestros ancestros las pintaron en las

cuevas de Lascaux, las moscas ya eran dueñas de la Tierra... ¿Sorprendido? Todo el

mundo aprecia los bisontes, ciervos y caballos registrados con maestría primigenia

en las paredes de la gruta francesa, pero también hay bichos. Y eso fue en el paleo-

lítico. Desde entonces no hemos hecho más que mantenerlas a raya. Y eso es un

decir, porque en realidad las convocamos permanentemente a nuestro lado. El

ochenta por cierto de la población mundial vive en medio de sus propias deyeccio-

nes... Me gusta esa palabra, deyecciones. Es magnética, ¿no le parece, doctor?

Lo cierto es que no hemos abandonado la Edad Media. Las moscas aman la mier-

da, y esta ciudad huele a mierda. No le hablaré de las pilas de basura que amontona-

mos en cada esquina, ni de los desechos que se acumulan en mercados, parques y

aceras. Hablemos de mierda. ¿Me creería si le dijera que una mañana vi correr sobre

la Alameda un nauseabundo río de excrementos? Se deslizaba de una alcantarilla in-

terior hacia el arroyo de la calle. Y sólo había dos opciones: sortear los automóviles

que pasaban por la avenida Hidalgo o esquivar los mojones flotantes. Ésas son las

alternativas a las que esta urbe nos orilla, doctor. Las moscas florecen en la mierda

y nosotros les hemos sembrado un jardín de veinte millones de intestinos.

CuENTO

Page 59: Patologías

59

CINTA 2

Por supuesto que les doy caza, doctor, incansablemente. Desde niño, aunque enton-

ces no era consciente de su poder y de sus –nunca mejor dicho– negras intenciones.

¿Sabe lo que hacía? Iba por la casa de mis padres con una pistola de ligas y les daba

muerte como un eficiente pistolero del Oeste. Mis padres veían una insana diver-

sión en ello, pero yo sentía que cumplía una misión. Por fortuna, nunca me lo prohi-

bieron, aunque sospecho que mi conducta era motivo de conversaciones en voz baja

en su cama después de que apagaban la luz. Mis hermanos –todos mayores que yo–

estaban demasiado ocupados en sus trabajos o preparando agotadores exámenes

universitarios, y no le dieron mayor importancia a la obsesión que crecía en mí. Los

hijos menores, los llamados “Benjamines”, están más expuestos que nadie a las pe-

ligrosas fantasías que germinan en la soledad. Eso usted lo sabe tan bien como yo.

Tan poca atención y en cambio tantas ocurrencias que se van acumulando... Como

un frasco lleno de moscas. Curiosa metáfora, ¿no le parece?

He matado muchas de ellas, más que cualquier otro ser humano que no se dedi-

que a ello profesionalmente. Y sé que mi aportación en esta guerra perdida es per-

fectamente inútil. Pero dígame una cosa: si un ejército enemigo invadiera sus tierras

y amenazara su propiedad, ¿no combatiría hasta el último aliento? Y aún más: si una

horda de asesinos amenazara a sus hijos, ¿se quedaría de brazos cruzados sólo por

el simple hecho de que el rival le supera en número? Yo no tengo hijos, es cierto, y las

pocas parejas que he tenido no supieron entender mi cruzada. En la oficina intenté

formar un Club de Amigos Exterminadores de Moscas, pero fracasé. Al principio, mis

compañeros de trabajo me miraron divertidos, pero cuando comencé a insistir en

el tema me dieron la espalda. Recibí incluso un memorándum del jefe pidiéndome

que “pusiera fin inmediatamente a una iniciativa tan absurda como perjudicial para el

ambiente de trabajo”. Así que estoy solo en esto, ¿se da cuenta, doctor? A veces pien-

so que es mejor así. Dejar al resto de la humanidad a merced de su propia ignorancia.

CINTA 3

¿Sabía, doctor, que en Tuxtla Gutiérrez hay una fábrica de moscas construida por los

gringos? No me extraña, es un dato poco difundido. Pero yo estuve ahí, y es un lugar

impresionante. Puede visitarse, siempre y cuando se tramite el permiso con antici-

pación. Hasta ofrecen visitas guiadas, pero no es precisamente el paseo con el que

CuENTO

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60

MOsCAsBernardo Esquinca

sueña la mayoría. Es el único lugar del mundo en el que se cría y se produce indus-

trialmente la llamada mosca gusanera. La fábrica trabaja veinticuatro horas y le da

de comer a mil familias. ¿Y para qué carajos existe una fábrica de moscas?, se pregun-

tará usted, doctor. Para combatirlas, precisamente. Ésa es la genialidad del asunto.

Una plaga se erradica al introducir machos estériles en una población de machos

silvestres, en proporción de diez a uno. Eso provoca que las hembras tengan muy

pocas posibilidades de ser fecundadas en el único apareamiento de su corta vida.

Para bien y para mal, las moscas son... instantáneas. Ésa es su fortaleza y su debilidad

al mismo tiempo. En tres generaciones se acabó el problema. Por eso existe la fábrica.

De ahí salieron los machos estériles que salvaron millones de vidas en Libia a prin-

cipios de los años noventa. Moscas mexicanas, doctor. Utilizadas en contra de su

propia especie. El lugar es delirante: toneladas de carne podrida repletas de larvas

de mosca. Millones de ellas vuelan en una enorme jaula de vidrio, produciendo un

zumbido que compite con la turbina de un avión. Cuando llegué ahí, comprenderá

usted, me sentí como un peregrino que arriba a la Meca.

CINTA 4

Mentiría si le dijera que no practico ningún deporte. Por supuesto que no se trata

de futbol, natación, jogging o cualquiera de esas actividades que hacen sentir a la

gente menos culpable por lo que hace cotidianamente a su cuerpo. Créamelo: co-

nozco cocainómanos que van a correr a Chapultepec. El mío, como ya se podrá ima-

ginar, es algo peculiar y, estoy seguro, único en el planeta. Si el Club de Amigos

Exterminadores de Moscas hubiera progresado, otra cosa sería, pero como le dije,

mi iniciativa fue censurada. Este deporte –o pasatiempo, ¿no es lo mismo?– lo practi-

co una vez por semana, los viernes, cuando regreso particularmente estresado por

las tensiones acumuladas a lo largo de la semana. Lo preparo todo en la mañana,

antes de salir de casa. Dejo varios recipientes con carne cruda y sanguinolenta por

toda la casa, abro las ventanas y me marcho a la oficina. Cuando regreso, la casa es

un hervidero de moscas. Entonces cierro las ventanas, me aflojo la corbata y me

arremango la camisa, saco mi matamoscas favorito y me lanzo sobre ellas. A veces

precipitadamente, dando alaridos y golpes a diestra y siniestra; otras con giros de-

licados, como si interpretara algún ballet sobre hielo. Acepto que si algún extraño

me observara en esos momentos le parecería un espectáculo grotesco, pero yo lo

disfruto y, sobre todo, me hace mucho bien. Cuando barro la alfombra negra de ca-

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61

CuENTO

dáveres, empapado en sudor y felizmente exhausto, el mundo me parece un lugar

mejor, y lleno de posibilidades. A veces regreso de tirar la bolsa repleta de moscas

en el contenedor de la calle y descubro que se me ha escapado una viva. Ah, doctor, es

indescriptible el placer que proporciona esa última cucharada de postre.

CINTA 5

Si le parece exagerado todo lo que le he dicho sobre las moscas, hacer un poco de

historia nos vendrá bien, doctor. No quiero parecer un presuntuoso ante usted,

pero la información es poder. Recuerdo a un maestro de inglés de la infancia cuya

mayor lección fue la siguiente: nunca proporcionaba el nombre de su perro cuando

lo llevaba a pasear al parque, para que así nadie pudiera llamarlo y alejarlo de su lado.

¿Entiende lo que le digo? Pero basta de distracciones, vamos a los datos: Belcebú

quiere decir “Dios de las moscas” en hebreo. Lutero, por su parte, las consideraba la

vanguardia de las legiones infernales. Según otras creencias menos cultas, las mos-

cas son siervas de las brujas, quienes las utilizan en sus hechizos y las envían para

espiar a sus enemigos. Por supuesto que yo no creo en esas supercherías: lo comento

para ejemplificar el temor atávico del hombre ante este bicho. Lamentablemente,

es el miedo equivocado. Cierto día, un vecino llamó a mi puerta horrorizado porque

había dejado la ventana de su baño abierta y se habían metido un montón de mos-

cas. Creía en verdad que una amante despechada le había hecho brujería. Su rostro

estaba deformado por el pánico, parecía un niño asustado por un programa de te-

levisión nocturno. Me pidió insecticida –él no sabía nada de mis actividades recrea-

tivas secretas, pero curiosamente acudió a mí, ¿nada es casualidad?– pero yo le dije

que no era necesario contaminar su casa con químicos. Salí armado con mi mata-

moscas y personalmente me encargué de eliminar la plaga. Tras ese episodio se me

ocurrió una idea: arrojar también pedazos de carne putrefacta a las casas de mis

vecinos y convertirme en el matamoscas oficial del vecindario; pero no estoy loco,

doctor, aunque probablemente a estas alturas usted ya tenga su veredicto. ¿Las mos-

cas enviadas del diablo? Tonterías. Tan sólo es la lucha de las especies, y no hay lugar

para todos. A los supersticiosos les tengo una noticia: si las moscas provienen en

efecto del infierno, entonces los humanos cometimos la estupidez de mudarnos a

su barrio.

Page 62: Patologías

62

MOsCAsBernardo Esquinca

CINTA 6

Ésta es la última vez que vengo, doctor. No quiero que mis palabras se conviertan

en moscas zumbando en sus oídos. Por otra parte, y no se ofenda, mis encuentros

con usted no han servido para mitigar mis inquietudes. Le he dicho antes que la

información es poder, pero en el fondo, conocer la verdad no sirve de nada. Mucho

menos si se es el único que la posee. En el mejor de los casos, la verdad se convierte

en una pesada losa; y en el peor, nos aísla y coloca la etiqueta de raros. Al menos me

queda el consuelo de que no moriré ignorante. Le confieso que me siento muy can-

sado. Otro médico –que también he visto regularmente, y que se encarga de mi

maltrecho corazón– me ha advertido sobre cierto padecimiento que requiere bisturí.

No pienso someterme al quirófano. El momento llegará cuando tenga que llegar;

aunque parezca ingenuo, sí creo en los designios. Los últimos viernes he sentido

que desfallecía mientras blandía el matamoscas. Cualquier otro tipo de persona de-

jaría de hacer esa actividad física tan demandante, pero yo no soy –y eso usted ya lo

sabe– cualquier tipo de persona. Mañana es viernes. Desde hoy en la noche dejaré

los recipientes con carne y las ventanas abiertas. He comprado el doble de cebo

de lo habitual. Y dos matamoscas: uno para cada mano. No intente detenerme. Lo que

hemos hablado aquí es secreto profesional, un código inquebrantable. Por eso y no

por otra cosa es que acudí a usted, doctor. Los grandes actores mueren en el esce-

nario. Imagine: un millón de moscas y un solo hombre en el centro del espectáculo.

Sólo espero tener tanta fortuna.

CuADERNO DE NOTAs

Repasé las cintas de x. el fin de semana y me quedé inquieto. Atiendo a muchos

pacientes extraños como para que algo me sorprenda, pero en su caso hubo algo

que me dejó sumido en pensamientos sombríos. No sabría explicar exactamen-

te qué los provocó, lo único que se me ocurre es que se trató de una especie de pre-

monición. Los siquiatras no debemos involucrarnos con nuestros pacientes más

allá del consultorio, pero en este caso rompí las reglas siguiendo un impulso. La

primera vez que nos vimos, x. me dejó su tarjeta, así que el lunes por la mañana

llamé a su oficina y me informaron que no había llegado, y que aún no se comuni-

caba. Le dije a la secretaria la verdad: que era su siquiatra, que estaba preocupa-

do por él y que me gustaría darme una vuelta por su casa para comprobar que todo

Page 63: Patologías

63

CuENTO

Juan Antonio Sánchez Rull

Page 64: Patologías

64

estuviera en orden. No sé si me creyó o si sólo se quería deshacer de mí, pero me dio

la dirección.

Conduje mi automóvil hasta una antigua vecindad en la colonia Condesa, un ba-

rrio hasta hace poco colonizado por artistas y bohemios, pero que ahora es el sitio

ideal para oficinistas pretenciosos. La puerta de acceso general estaba abierta, y el

edificio solitario: lo dicho, a esa hora todos los inquilinos trabajaban detrás de un

cubículo por un sueldo que seguramente se les iba en pagar la renta. Las ventanas

de su departamento estaban abiertas, como él me había dicho que haría. Me intro-

duje, cerciorándome de que nadie me viera, y recorrí con cautela los pasillos de

mosaicos estilo art decó. En el aire flotaba un olor dulzón a descomposición, como

cuando la fruta se pudre a la intemperie. Recordé lo que x. me dijo de la carne; había

recipientes, pero estaban vacíos. Al entrar a la sala lo vi: tirado en el suelo, en man-

gas de camisa, y con la corbata aflojada y recostada sobre su hombro derecho, como

una lengua gigante. Tenía los ojos abiertos y fijos en el techo, y a su lado yacía el

matamoscas. A pesar de la contundencia de los hechos, sentí que algo no encajaba.

Todo era demasiado obvio; parecía que x. estaba representando una obra de teatro

exclusivamente para mí, y que mi llegada marcaba justo la caída del telón. Pensé:

ahora se levantará y se reirá en mi cara. Pero eso no ocurrió, y tampoco fue el final

de esta historia. Fui hasta donde estaba x. y miré de cerca su cara. Lo primero que

noté es que tenía el abdomen mucho más abultado de lo que recordaba. Después

escuché un rumor sordo que brotaba del interior de su cuerpo, algo parecido al so-

nido que producen los cables de alta tensión. Luego su boca se abrió. No creo en las

cosas del cielo, ni en las del infierno, pero lo que de ella salió ha puesto en duda mi

propia salud mental: un torrente de moscas que cubrió el techo como la más negra

de las noches, y que se reagrupó para desaparecer por la ventana en cuestión de

segundos. Después abandoné el edificio y realicé una llamada anónima para infor-

mar del cadáver.

Dos días más tarde, un contacto en la oficina del forense me pasó una copia de la

autopsia: infarto fulminante. No le conté a nadie lo que había visto esa mañana en

casa de mi paciente, y ése sí fue el final de esta historia. Dije antes que dudaba de mi

cordura. La locura es peligrosa porque se contagia. Pero esas dudas se disiparon

hace unos momentos, en una pausa que hice mientras escribía estas notas. x. se

equivocó, los bichos son cosa del infierno: sentí un espasmo en el estómago, me

puse la mano sobre la boca y eructé. Cuando la retiré una mosca salió volando.

MOsCAsBernardo Esquinca

Page 65: Patologías

65

Es una historia obvia, tan obvia como la fragilidad de un castillo de naipes; por eso

nadie la quiere tocar. Díganme, ¿no tiene sentido? Un rey midas del cine, el tipo que

llena teatros de este y el otro lado de América, el que repleta arenas con sus luchas

y hace rebosar las cajas registradoras. Y usa una máscara. La época abarca la deca-

dencia de los Estudios Churubusco, las exigencias delirantes de los sindicatos del

cine, la proliferación descontrolada de la televisión unida a la prohibición terminante

de pasar luchas por ella, la tercera edad de las estrellas de la época de oro. Vamos,

¿a nadie se le iba a ocurrir? Díganme que ningún empresario lo pensó. ¿Cuánto cobra-

ba El Santo? Demasiado. Era un negocio redondo. Piénsenlo. Si denunciaba que no

era él en la pantalla, que no era él quien hacía rebosar las cajas registradoras de Peli-

Mex (la distribuidora estatal) en Honduras, Panamá, Ecuador, Perú y Bolivia, ¿quién

era? Tendría que sacarse la máscara, reconocer tu identidad, perder su misterio, re-

nunciar al mito. Para defender el honor, la verdad y ciertos principios. Denunciar a

PeliMex equivalía a hacer lo mismo con el pri, que la financiaba. ¿No es perfecto? Es

perfecto. Es tan perfecto porque además responde al capricho de una tela. Una más-

cara que no esconde una identidad sino que la crea y permite que se reproduzca. Es

la operación de Dios omnipresente. Un superhéroe que está (que puede estar) en

cualquier y en todo lado. ¿Ah?

La primera clave apareció hace ocho años en un periódico de Mexicali, cuando

buscaba un dato del primer cuatrimestre del setenta y seis. Allí vi esa nota mínima

que hablaba del encuentro fronterizo de lucha libre entre Black Shadow y el Caver-

nario Galindo contra El Santo y Blue Demon, en Tijuana. La nota decía que la lucha

se protagonizaría de uno y otro lado del Río Grande para promocionar las películas

de El Santo en los drive-ins norteamericanos. Hubiera sido sólo un dato curioso si no

hubiera sabido que, en esos mismos meses, El Santo filmaba en Ecuador una muy

publicitada cinta en la Mitad del Mundo: El Santo contra los secuestradores. Lo anoté en

mi libreta, fotocopié la página del recuadro y seguí con mi infructuosa investiga-

ción y luego me olvidé de lo que había leído o aduje que el periodista leyó mal el

cable o que la filmación en Ecuador fue en el segundo y no en el primer cuatrimestre

del setenta y seis. Pasaron años, hasta que un viaje de negocios a México me permi-

tió comprar las revistas de colección que una amiga me había pedido para su hijo y

que, aburrida, en el regreso en el avión revisé. Una de ellas traía una filmografía com-

pleta de todas las películas protagonizadas por las estrellas de la lucha libre de los

sesenta y setenta. El equipo de investigación era enorme y, debido a la gran canti-

dad de cintas, dudaba que alguien se hubiera tomado el trabajo de revisar las fechas

de estreno y rodaje para cotejarlas. Yo lo hice, recordando el curioso dato que volvió

EL sANTO Vs. LOs sECuEsTRADOREs

Gabriela Alemán

para Álvaro Enrigue

CuENTO

Page 66: Patologías

66

Juan Antonio Sánchez Rull

Page 67: Patologías

67

entonces a mi cabeza. Descubrí que El Santo rodó seis películas en el setenta y seis.

Me dirán que las películas eran de dudosa calidad, que una película B se filma en

tres semanas, que eso era más que posible, que además esas cintas más que produ-

cirse se ensamblaban. Ajá. Una se filmó en Estambul, la otra en Quito y Guayaquil,

otra se filmó en San Juan, la siguiente en Antigua y ciudad de Guatemala, la otra en

el df y la última en Machu Pichu. Recuerden que estuvo un mes cerca de Tijuana en

ese año y que, según revisé en los archivos de la Federación de Lucha Libre de Méxi-

co, protagonizó más de tres luchas al mes durante todo el setenta y seis en diversas

arenas del país. Fotocopié la revista antes de entregársela a mi amiga.

Me parecía que había una historia ahí. La historia no involucraba redes de corrup-

ción en la federación de lucha libre, ni los despropósitos de una industria que termi-

nó por devorarse a sí misma y menos la de desenmascarar a El Santo. No, ahí había

otra cosa (sólo que no sabía qué). Descubrirlo no se convirtió en una obsesión, no

me dediqué a cazar a representantes, ni a acosar a los directores y guionistas de las

películas pero, cuando podía, cuando pisaba tierra azteca, hacía algunas llamadas,

concertaba entrevistas, conseguía copias de las películas que me interesaban. Mien-

tras eso ocurría acepté un trabajo como relacionista pública de una red de radiodi-

fusoras continental que me dio acceso a esos eslabones del poder donde una casi

puede rozar la verdad. Escuché algunas historias, nadie me permitió grabar pero al-

guien que era amigo de alguien me contó otras cosas. Había llegado demasiado tar-

de para entrevistar al enmascarado y su hijo se negaba a contar algo, si es que lo

sabía (lo cual dudaba). ¿Más de un Santo? Por favor. Y, entonces, caprichosamente,

mientras negociaba los derechos de una marca de champú y buscaba toda la publi-

cidad que se habían filmado utilizándola, la vi. Era una muchacha venezolana que

se lavaba una larga cabellera negra (luego supe que fue Miss Carabobo en el seten-

ta y cinco) bajo una cascada paradisíaca en las selvas costarricenses. Era la misma

que había protagonizado la película ecuatoriana de El Santo. Pasó cerca de un año

hasta que di con ella, se había quedado a vivir en Ecuador en un pueblito en las mon-

tañas del norte del país. Cuando llegué a Cauasqui me tomó varias horas ubicarla

pues la descripción que dí de ella era la de la chica que había visto en la pantalla y no

la de la matrona de piel curtida y cabellos entrecanos guapa, guapísima, que tenía

enfrente. Tenía dieciséis hijos o los había tenido, ahora vivía sola. Hablé con ella mien-

tras alimentaba sus gallinas. Me respondió con el mismo tono desconfiado en el que se

habían desarrollado todas mis entrevistas. Legitimando mis sospechas. ¿Por qué

todos se comportaban igual si no había nada ahí? Nunca pensé que lo que para mí

pasaba por ser un simple cuestionario sobre un superhéroe del pasado, pusiera en

CuENTO

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68

duda al pasado entero y terminara operando como un veneno corrosivo. El presente

dejaba de ser sólo eso y se convertía en otra cosa. En algo similar a un palimpsesto,

¿a quién se le ocurría descascararlo para buscar algo abajo que ya no existía? Pero

no lo pensé y sus respuestas volvieron a asegurarme en mi hipótesis, se sentía incó-

moda. Me preguntó demasiadas veces por mi interés: ¿cuál era mi interés particu-

lar en esa historia? No me creyó cuando le respondí que ninguno y, como no tenía

una respuesta elaborada que ella pudiera creer o, más bien, no había fabricado una

mentira libre de agujeros que sonara verosímil, me despachó luego de contarme

cuatro boberías: que la película se filmó en el Hotel Quito, que ella hacía de cabarete-

ra, que El Santo era el protagonista, que Ernesto Albán se encargó del humor. Nada

que no supiera si hubiera visto la película. Le agradecí y busqué donde pasar la no-

che, el camino hasta el pueblo era de tierra y cuatro puentes de madera a punto de

caer me separaban de la ciudad más cercana y la Panamericana. El teniente político

tuvo la amabilidad de darme las llaves de la casa de una tía suya que vivía en Ibarra,

en el pueblo no había hoteles, y me proporcionó un plato de sopa para recalentar en

la casa de su pariente. No me cobró. Tomé el caldo y prendí los grifos de la tina, con la

vaguísima esperanza de que hubiera agua caliente. No la hubo. Estaba por desves-

tirme cuando escuché los golpes en la puerta. Al principio pensé que eran los rasgu-

ños de un gato que, viendo luz, pensó que la dueña de casa había vuelto antes de hora,

y los ignoré. Cuando escuché un cierto ritmo impreso en el sonido me acerqué. Es-

taba en la puerta, cubría su rostro con una mantilla.

–¿Él la mandó? –me preguntó.

–¿Qué? –fue lo único que atiné a decir.

–¿Le pregunto si él la mandó? –el tono de su voz anticipaba algo.

–¿Quién?

–Él –volvió a repetir.

–Perdone pero no sé de quién me habla –le dije.

–El Santo –me dijo, sus ojos apenas se mantenían a flote.

–¿No sabe?

–¿Qué? –me respondió, tenía sus manos cerradas en dos puños y había logrado

cortarse la circulación; su piel era de color marfil.

La tomé por sus dedos helados y la conduje a la sala, le busqué un asiento.

–El Santo murió en el ochenta y cuatro.

Su rostro se tensó y soltó el suspiro que había retenido desde que la conocí y le hi-

ciera la primera pregunta. Me paré y le acerqué un vaso de agua pútrida que fue lo

único que salió de la cañería atascada de la cocina.

EL sANTO Vs. LOs sECuEsTRADOREsGabriela Alemán

Page 69: Patologías

69

–Gracias –me dijo, y dejó el vaso a un costado.

Yo no sabía qué decir, ni sabía si quería saber lo que ella estaba a punto de contar-

me pero, por primera vez, parecía que alguien iba a decir algo que estaba fuera de

libreto. Algo que no había sido ensayado y que gracias al uso había adquirido una

pátina de verdad. Eso que a veces resulta suficiente para seguir viviendo, eso que

permite no descascarar el presente y que deja imaginar que lo que se ve es lo único

que hay.

–Cuando me partió la mejilla no debieron llevárselo –fue lo primero que dijo.

Hablamos hasta el amanecer, sólo paró el momento en el que se fue a preparar café.

Ella no lo tomó, luego la acompañé a su casa y seguimos hablando mientras arregla-

ba el cascarón de la casa inhabitada donde ocupaba un cuarto en el patio. Al medio-

día me acompañó al bus, nos abrazamos y luego regresó por el mismo camino de

tierra que utilizamos para llegar a la parada, al rescoldo que reviví. Cuando llegué a

Quito saqué la copia de la película y la vi cuatro veces seguidas. Todo lo que ella me

había dicho hacía que las cosas encontraran un orden. Me fijé en las otras cintas que

tenía y confirmé que lo que decía El Santo en esas seis películas era doblado. Los la-

bios no estaban en sincronía con el sonido. Podía ser que no recordaba los diálogos

y lo doblaban o, también, que fuera una manera astuta de disimular las voces de dis-

tintas personas.

Fueron tres actores diferentes o tres luchadores o, más bien, dos que trajeron de

México y uno que pudo haber llegado del Quinche, apenas abrió la boca y estaba ahí

para hacer escenas de relleno. Cambiaron la historia siete veces, la dejaron sin ter-

minar y luego consiguieron más dinero y volvieron mientras nos dejaban de prenda

en el hotel. Tuve que actuar en el bar, hacer mi papel de cabaretera en la vida real,

para poder comer. Insistía en que me contaran la dirección de El Santo en México,

necesitaba saber cómo estaba pero los productores locales sólo sabían señalarme

el substituto que habían traído (que para lo mucho de lo que estaba enterada podía

ser el verdadero, ahora libre de compromisos; tenía una cierta aura de dignidad que

el primer Santo echaba en falta) mientras los empresarios mexicanos me amena-

zaban. Comenzaron hablando del manicomio, hasta me llevaron a la puerta de en-

trada de San Lázaro, un magnífico edificio colonial con dos patios interiores en el

centro de Quito, poblado por hombres desdentados y mujeres cubiertas de lodo, y

continuaron con la cárcel. Tenían mi pasaporte, no me habían pagado, debí callar

pero –aquí bajó el tono de voz y ésta se le puso ronca– estaba enamorada. Entonces

le pregunté si le había visto el rostro y me dijo que no y en tono algo guasón, debo

reconocerlo pero se lo pregunté a la cinco de la mañana, inquirí sobre lo que había

CuENTO

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visto en él. Que había visto en el hombre enmascarado. Los ciegos guiando a los

ciegos. Él necesitaba alguien, yo necesitaba que me necesitaran. Fue lo que me res-

pondió. Por eso aceptó que le dejara el cuerpo esculpido a golpes y coronado de

moretones, que le partiera la mejilla (que fue, en la lógica de su relato, su única

equivocación); los productores lo echaron del set, lo devolvieron al df o a San Miguel

de Allende o a Toluca o de donde fuera. No lo hicieron para protegerla, eso quedaba

claro. Lo hicieron porque tuvieron que parar el rodaje hasta que se le desinflamara

el rostro y, además, porque era un tiro al aire. No podían saber qué iba a hacer. Tal

vez la próxima vez rompía el espejo de su habitación o le partía el cráneo a un cama-

rero y ya no tendrían presupuesto para comprar el silencio de los directivos del ho-

tel. ¿Cómo te diste cuenta?, le pregunté algo fuera de tono, como si se me fuera la

vida en ello. ¿De qué?, me respondió mientras se sobaba la mejilla, rememorando

un estado de ánimo más que una sensación. Que te necesitaba. Fue cuando dejó la

escoba y se dio vuelta. No lo podía leer en su cara mi niña, me lo tuvo que decir, me

susurró y con ello estableció un monólogo de sueño que pertenecía a otro orden de

cosas. Tenía problemas con la filmación. En México, cuando hacía una película, gra-

baban las luchas en la propia arena: en la Nacional, en la México, en la Coliseo. Acá,

aunque había peleas, no eran semanales y como el presupuesto era de última, tu-

vieron que armarlas en un cuarto lleno de focos que dejaban sombras en las pare-

des. Mala iluminación, pésimos técnicos. Así era eso pero daba igual, total, tenían

al enmascarado. Como no había arena, no había público y a él le hacían falta los

gritos. Era lo único que lograba ahogar el torrente de palabras que circulaba por su

cabeza día y noche. Si dejaba de pensar, paraban sus dudas y si dejaba de dudar,

podía actuar, pelear, ser otro para ser él mismo (eso era lo que decía sobre su más-

cara). Echaba en falta eso en Ecuador. Estaba volviéndose loco. ¡Queremos sangre! Era

lo primero que le gustaba que gritara cuando entrábamos al cuadrilátero. Me volví

su público: ¡Mátalo! ¡Acábalo! ¡Friégatelo! ¡Destrózalo! ¡Chíngatelo! ¡Pícale los ojos! ¡La quebra-

dora, cabrón! Era un poco bruto y entraba en trance cuando, a su pedido, se lo gritaba

o se le desconectaba el cerebro, eso era lo que me decía. Si los insultos servían para

calmarlo también los tomaba literalmente, no sabía disociar. Y, aunque siempre me

gustó el juego rudo, y una jalada de pelo y una nalgada eran algo que podía pedir, lo

de las trompadas, piquetes y quebradas fue una novedad. Pero no había gran cosa que

hacer por las noches en Quito y su predisposición parecía mejorar después de esos

catch­as­catch­can nocturnos. ¿Qué sacabas tú?, le dije tomándola desprevenida.

Sacudió la cabeza, con ello logró apagar una chispa en su mirada; me pareció, en ese

interludio de segundos, por la manera en que giró la cabeza, que era una pregunta

EL sANTO Vs. LOs sECuEsTRADOREsGabriela Alemán

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que nunca se había hecho. Y, de pronto, dijo, me daba una razón de ser. ¿No es sufi-

ciente? No me digas que nunca has sentido eso, lo dijo sin gusto como si mascara

un trozo de corteza pero cerró los ojos y arqueó la espalda. El corazón atropellado,

la respiración densa, la pupila dilatada. Todo agazapado, listo para ser detonado y,

paró. Nadie se siente más vivo que cuando está a punto de estallar. Sonreía, sus

ojos clausurados en algún lugar de terror. No quise seguir escuchando, no sabía si

esa era la historia que había estado buscando desde que di con la noticia en ese

sótano claustrofóbico que albergaba el archivo del Diario de Mexicali. Lo que sabía, lo

único, era que lo que ella me había contado tenía forma de flecha y que lo que yo

elucubrara sobre su trayectoria sólo iría a parar en un blanco de mi construcción.

Pero la distancia que separaba una cosa de la otra iba a seguir ahí, falto de una lógica

interna que sólo ella podía proporcionar. Ese vacío no me atrajo. Ni la flecha, ni la

trayectoria, ni el blanco. Menos lo que podía hacer con ello. Que se fueran todos a

la chingada. Después de ocho año s lo único que tenía era la certeza de que El Santo se

reprodujo al infinito y tocó con su mano justiciera la vida de medio continente. Pro-

liferaron los contrincantes, las tenazas se extendieron largas y tenaces y sus luchas

se volvieron réplicas de la vida. El Juicio Final llegaba junto al último campanazo

para imponer esa justicia extraterrenal que nada tenía que ver con Scotland Yard o

la FBI a quien el Santo era tan dado en ayudar. Eso justificaba los golpes, eso los

volvía necesarios: eran la metralla purificadora. Quien estaba atrás de esa máscara

daba igual, la identidad eternamente pospuesta era la solución a todo. Pregunten si

no a los productores, a los empresarios, a Miss Carabobo, a las abarrotadas arenas

de Norte, Centro y Suramérica. Y, si no, miren El Santo contra los secuestradores. Ahí

están todas las claves: ahí está El Santo salvando al mundo en Ecuador de una crisis

económica con efecto dominó de irreversibles consecuencias, ahí está el cómico

nacional por excelencia, Ernesto Albán, borracho como una cuba probándose la más-

cara y siendo secuestrado porque al encarnar al mito uno se vuelve el mito y claro,

a la undécima hora, la llegada de El Santo para salvar el día. El mecanismo es perfec-

to, el engranaje preciso, el castillo de naipes liviano y, ¿la historia?, redonda.

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Gerardo Rodríguez Canales “Geroca”

© Foto de obra: Francisco Lubbert

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TREs FÁBuLAs MARRANAs(A PARTIR DE OBRAs PLÁsTICAs DE GEROCA)

Julián Herbert

EL DIVINO MARIO (MEGALOMANÍA)

El puerquito Mario –sagaz, emprendedor, inteligente como ninguno– tenía dos as-

piraciones en la vida: obtener su doctorado en filosofía y poner un negocio. Por las

mañanas, su genio se concentraba en resolver cifras y planear estrategias publicita-

rias vinculadas al ámbito empresarial que más le satisfacía: el gremio restaurantero.

Por las noches, en cambio, se desvelaba y embizquecía frente a la laptop intentan-

do componer la más aguda tesis doctoral en torno a la figura del presocrático Em-

pédocles, aquel que se arrojara a los abismos del Etna con tal de pasar entre sus

paisanos por un dios inmortal. El puerquito Mario –inquieto, visionario, sacrificado

como ninguno– llegó, luego de una breve temporada de ayuno (que por fortuna para

nosotros no alcanzó a enflaquecerlo del todo) a una conclusión extraordinaria: lo

que tenía que hacer para triunfar era unir sus dos pasiones en un solo gesto. Así, fun-

dó un restaurante de carnitas estilo Michoacán y, la noche de la inauguración, se

sazonó a sí mismo y se arrojó decididamente al cazo rebosante de grasa hirviendo.

Y aún más: entre los estertores que le provocaba la directa lumbre, alcanzó a mor-

derse el pecho y decir a su asistente: “¡Échame más naranjas, échame más naran-

jas!”... Con lo que todos quedamos conmovidos.

Aquella fue una comilona memorable.

Desde entonces acudimos religiosamente al exitoso restaurante de carnitas fun-

dado por el Divino Mario. Exclamamos: “¡Esto deveras es un manjar de dioses!”... Para

conmemorar su origen, el local ostenta un hermoso fresco en el que un cerdo se coci-

na a sí mismo dentro de un cazo de cobre.

Moraleja: si quieres ser un dios y poner un buen negocio, alimenta a la gente con tu

carne y tu sangre.

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Gerardo Rodríguez Canales “Geroca”

© Foto de obra: Francisco Lubbert

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HADA DE LA EsTRELLA AZuL (MITOMANÍA)

Era toda una generación de cerdos muy finos pero de muy malas costumbres: men-

tían patológicamente. Mentían tanto que la nariz les creció y les creció y les creció...

Pero ni así abandonaron el vicio que les caracterizaba. Por el contrario, todos a una

y sin ponerse previamente de acuerdo, empezaron a practicar el más elaborado

embuste: convencer al mundo de que en realidad no habían nacido siendo cerdos

sino pequeños y sonrosados elefantes. Con el dinero de sus padres –hay que aclarar

que estos chanchitos de chanchullo eran los hijos de Grandes Cerdos: poseían empre-

sas telefónicas, trasnacionales televisivas, cadenas hoteleras, siderúrgicas y fábri-

cas de vidrio– volaron a San Antonio o a Los Ángeles o a Panamá y se operaron las

orejas. Luego contrataron un maestro de canto que cobraba muchísimo dinero por

enseñar, en secreto, a barritar (claro que, por tratarse de toda una generación de

cerdos muy finos pero de muy malas costumbres, el secreto se mantuvo sólo entre

la gentuza).

El final de la odisea es de sobra conocido: siguen siendo unos cochinos embuste-

ros. Pero cuando los vemos en las páginas de sociales, dándose un besito de narices

o ligando entre las mesas de lujosos cafetines (donde son atendidos por cerdos como

nosotros ataviados con elegante corbatín) exclamamos:

–Ah, mira: acá viene la foto de uno de esos pequeños y sonrosados elefantes.

En nuestro fuero interno, sabemos que es mentira. Pero resulta cansado y aburrido

sostener en la calle una verdad inútil.

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Gerardo Rodríguez Canales “Geroca”

© Foto de obra: Francisco Lubbert

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ON A DIET (BuLIMIA)

¿Quién no ha visto alguna vez las lágrimas y risas de una sebosa puerca solitaria

que, con su blusita a cuadros rojos, se sienta frente al aparador de una pastelería y

engulle un pastel de cumpleaños, un pastelito albísimo decorado con dulce mierda

hecha exclusivamente de carbohidratos, sí, a puñados y mordiscos, por supuesto,

desesperada puerca, enadipándose más de lo que de por sí, pobre y cerdosa y pútri-

da la panza, deprimida en su éxtasis, sola como solamente sola puede estar una

cerda incapaz de vomitar lo que se come, incapaz de aguantar seis sesiones de nu-

triólogo, incapaz de ponerse una gasa en la lengua o una faja de yeso en el vientre o

una liga quirúrgica en el esófago; quién no ha visto a una genuina y verdadera ma-

rrana lamentarse y lamerse a solas su pastel de cumpleaños, arrinconada pero ex-

hibida desde el otro lado –transparente– de un vulgar aparador?...

Curiosos cuinos sabios como somos, tenemos la certeza de que en esa postal ra-

dica lo sublime: una hembra abandonada cayéndole a mordiscos a un poquito de

masa. Una belleza que, de tan bárbara, nos inhibe. Todos sabemos que ella lo ha dado

todo (todo: el amor, la salud, la dignidad, el morcón) por diez tazas de azúcar. Y que

hay que ser muy hembra para ser así, tan macha –es decir: tan estúpida.

Pero, aún así, no le hacemos ningún caso: la escena ni nos conduele ni nos seduce

o mortifica. Es que estamos ocupados escribiéndole un recadito amoroso a la brava

perra flaca de enfrente. Ésa que lo vomita todo.

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uN PEQuEÑO CAMBIO

Vera Giaconi

Ema no quería ir, le había dicho “No quiero ir”, pero a la hora de empezar a prepararse,

Teo entró en el dormitorio y dijo:

–Mejor te vas vistiendo.

Ema, desde de la cama, de donde no se había movido en todo el día, lo miró como

se mira a una enorme mosca verde que se golpea contra una ventana cerrada. Teo

salió del cuarto sin esperar una respuesta ni atender a su gesto, y no pudo ver que a

ojos de Ema se había convertido en una enorme mosca verde, ciega y estúpida, que

se golpeaba contra una ventana cerrada. Teo era la mosca, Ema era la ventana, y

cada golpe les dolía a los dos.

* * *

–Esta noche vas a tener que comer, aunque sea un poco –le dijo Teo durante el desa-

yuno–. Ya sabés cómo se ponen Diana y Graciela si no comés nada. Encima Diana se

la agarra conmigo. Revolvé un poco el plato, masticá mucho cada bocado y cuando

te quieras acordar ya va a ser hora de irnos. Graciela encantada, Diana tranquila y

yo en paz.

Ema prometió algo que no era precisamente “Voy a comer”, sino “Voy a hacer que

nadie te moleste”. Sorbió un trago más de su té y se levantó de la mesa sin siquiera

hojear los chistes del diario. Se acostó con tres almohadones bajo la cabeza, para

estar más erguida y ayudar a que el líquido oscuro baje por su garganta y se aloje en

algún lugar de su cuerpo y se quede ahí, un rato al menos.

Minutos más tarde sintió la rebelión en sus tripas, el inconfundible amargor del

regurgite quemándole el esófago y a la carrera llegó hasta el baño, se agachó frente

al inodoro y después de dos, tres arcadas, vomitó. Vio el líquido oscuro, la bilis ama-

rillenta y babosa, y también trozos de algo que había sido comida. No podía recor-

dar cuándo había sido la última vez que había comido algo sólido. ¿Una semana? ¿Dos?

Había vomitado todos los días, desde hacía una semana, al menos dos veces por día.

Siempre bilis y agua. ¿Entonces qué era eso? ¿De dónde había salido? Lo miró con cui-

dado pero no pudo advertir un color, una forma que le diera alguna una pista. ¿Su

cuerpo era capaz de guardar durante tanto tiempo algo sólido y sacarlo un día cual-

quiera, porque sí? ¿Estaba devolviendo comida o aquello era otra cosa, quizá trozos

diminutos de sus propias entrañas? Sí, podía ser eso. Era posible que su cuerpo es-

tuviera haciendo una cuidadosa selección de órganos útiles, vitales, y de aquellos

que ocupaban espacio para nada. Quizá estuviera haciendo una purga y hubiera

CuENTO

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empezado a eliminar poco a poco sus ovarios. Hacía meses que no menstruaba,

¿para qué conservarlos?

No podía molestarse. Ella habría hecho lo mismo. Eso al menos era lo que hacía con

su ropa cada vez que cambiaba la estación. Bajaba la ropa de otoño, por ejemplo, y

antes de meter en bolsas la que había estado usando ese verano, separaba todas las

prendas que no había pensado en ponerse ni una sola vez y las metía en una caja

que después sacaba a la calle.

“La supervivencia del más apto”, bromeaba Teo cuando la veía inspeccionando el

interior del placard, rodeada de paquetes de naftalina, lustramuebles y desodoran-

te para la ropa. Ella, en cambio, lo pensaba como una selección estratégica: debía

deshacerse de aquello que ocupaba espacio y no tenía ningún futuro.

No eran muchas las veces que se encontraba de humor para salir a comprar ropa

nueva y, a pesar de los regalos de Teo, en los últimos tres años –luego de tres prima-

veras, tres veranos, tres otoños y tres inviernos– su lado del placard se había vaciado

notablemente. No le quedaba demasiado para elegir, y las pocas opciones que so-

brevivían cada purga se reducían aún más en la purga siguiente.

A Ema le resultaba divertido que su gusto y el placer que la ropa le proporcionaba es-

tuvieran a punto de desaparecer. ¿Qué iba a hacer cuando no quedara nada? Había

pensado en eso, y casi se había convertido en un objetivo. Cuando al fin llegara el día en

que los estantes estuvieran vacíos iba a meterse en la cama, desnuda, y a permanecer

allí, sin necesidad de elaborar una nueva excusa cada vez que Teo le dijera “¿Salimos?”.

Porque entonces, ella simplemente podría decir: “No tengo nada que ponerme”.

Ema se levantó, tiró de la cadena y se paró frente al espejo. Abrió la canilla, puso las

muñecas bajo el agua y esperó a que el frío le calara las venas y comenzara a circular

por su cuerpo mientras canturreaba una vieja canción de la que recordaba sólo la

primera estrofa. Teo estaba al otro lado de la puerta y apoyó una mano en la made-

ra al escucharla cantar como si así pudiera tocarla a ella. Ema se lavó la cara, se lavó

los dientes, hizo gárgaras con el enjuague de menta y volvió a la cama. Teo no estaba

en el pasillo y no lo vio escabullirse en el living para espiarla cuando ella salió del

baño, por eso caminó como caminaba cuando sentía que estaba sola: agitando los

brazos a los costados de su cuerpo para sentir el aire fresco en la piel.

* * *

Había empezado a oscurecer cuando Teo volvió al cuarto a preguntarle si necesita-

ba algo. Esperaba encontrarla vestida, o al menos limpia. Pero Ema seguía bajo las

uN PEQuEÑO CAMBIOVera Giaconi

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CuENTO

frazadas y parecía dormida.

–No vamos a llegar, es tardísimo –dijo Teo mientras encendía la luz del velador y

descorría las frazadas.

Estaba acostumbrado al nuevo cuerpo de Ema, pero a veces sentía una oleada de

calor cuando descubría otro cambio. Esta vez fueron las uñas de los pies, o lo que

quedaba de las uñas de los pies de Ema, ahora amarillentas y cuarteadas.

–Te vas a tener que poner las botas –le dijo mientras iba al baño para abrir la ducha.

–¿Las negras? –preguntó Ema sin abrir los ojos.

Teo volvió del baño y comenzó a hurgar en el placard, entre las cajas de zapatos.

–Ahí no están –dijo Ema–, las tiré.

–¿Cuándo las tiraste? Si te las regalé hace un par de semanas.

–Ah, ésas, están en la parte de arriba, en la caja azul.

Teo bajó la caja azul y dejó las botas junto a la cama, mientras Ema se levantaba y

caminaba hasta el baño para meterse bajo la ducha.

–¿Te parece la pollera marrón y el suéter verde? –preguntó Teo desde la puerta del

baño.

–Un colorinche –dijo Ema–. Mejor el pantalón negro y la remerita de hilo.

–¿La remerita negra?

–Sí.

–Horrible, vas a parecer una viuda.

–Soy una viuda –dijo Ema.

El agua tibia corría por su cuerpo y le hacía sentir cada músculo herido por la in-

movilidad; le molestaba especialmente en la espalda, como si allí no tuviera piel para

protegerla. ¿Era posible que se le hubieran formado escaras en la espalda, que estu-

viera en carne viva y no se hubiera dado cuenta? Sintió una puntada placentera en

la vejiga y se aflojó para dejar que el pis fluyera y se escurriera entre sus piernas, que

tiñera de amarillo el agua que se acumulaba antes de perderse por la rejilla. El olor

del pis desapareció bajo el perfume del shampoo.

Cuando salió de la ducha desempañó el espejo con la toalla y trató de mirarse la

espalda. Estaba colorada pero no había escaras, ni ampollas. Se secó, se envolvió en

la toalla y se sentó en el inodoro para esperar a Teo, que entró unos segundos des-

pués con el secador de pelo en una mano y un cepillo en la otra.

–¿La señora viuda desea algún peinado especial? –preguntó intentando una sonrisa.

Ema se levantó, lo miró a los ojos –los ojos verdosos y aguados de ella, los ojos ma-

rrones y enteros de él–, le dio un beso en la punta de la nariz y volvió a sentarse.

–Me alcanza con que no me arranques los mechones –dijo.

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Juan Antonio Sánchez Rull

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* * *

Teo eligió para él el traje gris de media estación, una camisa blanca, la corbata azul de

pintas marrones y los zapatos marrones recién lustrados. Se puso unas gotas de per-

fume detrás de las orejas y en la base del cuello. Se inspeccionó ante el espejo y acomo-

dó el nudo de la corbata, que había quedado ligeramente torcido hacia la izquierda.

Ema lo dejó hacer mientras lo veía desde el borde de la cama, todavía envuelta en

la toalla. Teo era un hombre alto y bien formado. Ya tenía más de cuarenta y el vello

del pecho estaba encaneciendo, pero los músculos, la piel, la postura no mostraban

el paso del tiempo. A Ema le gustaba verlo, porque era como ver una roca, o un pai-

saje, algo que se podía horadar pero nunca destruir. Confiaba en él por eso.

Con un gesto de la cabeza, Ema aprobó cada una de las decisiones que Teo consul-

taba con una mirada rápida, y esperó a que estuviera listo para decirle que odiaba

esos zapatos pero que eran perfectos para el conjunto. Teo agradeció con una reve-

rencia y dijo:

–Su turno.

Ema miró la ropa que Teo había dispuesto para ella sobre la cama recién tendida.

Faltaba la ropa interior.

–Falta la ropa interior –dijo.

De su portafolio, Teo sacó una cajita de cartón roja con una cinta rosada. No era

difícil adivinar que adentro había un conjunto nuevo de lencería, algo negro, con en-

caje. El corpiño era un talle más chico que los que Ema había estado usando desde

hacía al menos un año. Pensó que no debía resultar sencillo encontrar lencería fina

en talles para púberes. Sin agradecerlo, y luego de dejar la toalla en el piso, Ema se

puso el corpiño. No le molestaban las costuras; se prendía al frente, entonces tam-

poco le molestaba el broche. Había pensado en todo. La bombacha también era un

talle más chica. Teo le pidió que diera una vuelta para verla. Ella se negó y enseguida

se cubrió con la remera de hilo y se puso los pantalones.

–Dame las medias del cajón.

Se puso las medias y, al calzarse las botas, supo que algo no estaba bien. Había

algo decididamente malo en esas botas. Eran demasiado altas, demasiado inestables.

Se imaginó desparramada en el piso de Diana y Graciela por intentar seguirlas en

alguno de los muchos movimientos de la coreografía que preparaban para cualquie-

ra que fuera invitado a cenar a su casa. Una copa de champán en la terraza con unos

bocaditos calientes. Cena y postre en el comedor. Café y licores en el living. Kilos de

comida transformados en pañuelitos de hojaldre, guarniciones coloridas, rellenos

CuENTO

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saborizados con especias exóticas, carnes a medio cocinar, texturas en contraste,

salsas aromáticas. Fuentes y fuentes, cubiertos de plata. Porciones ínfimas pero de

una composición tan exquisita y proporcionada que resulta imposible disimularlas

mezclando los ingredientes o amontonándolos en el borde del plato. Copas de cris-

tal que alguien siempre está llenando con más vino, más agua, más licor de café.

Lo baños son un castigo. Cada uno engamado en colores pastel, con toallas de al-

godón egipcio y perfumados con fragancias que nunca están a la vista. Cada baño a

metros y metros de la terraza, del comedor, del living. La coreografía que avanza por

los mejores cuartos de la casa y cada traslado es escaleras y desniveles, pisos de már-

mol, de parquet recién encerado, de cerámicas lustrosas, pasillos y estrechos corre-

dores que desembocan en saloncitos de distribución abarrotados de cuadros y

floreros cargados de flores frescas y el perro, el perro, el asqueroso caniche negro

que anda como una sombra atrás de cualquiera, o se agazapa en una esquina y apa-

rece de pronto y encara al que sea con su mal carácter y peores modales.

–Con estas botas no voy a ningún lado –dijo Ema mientras se sacaba no sólo las

botas sino también el pantalón.

Teo la atrapó al vuelo, antes de que se metiera de nuevo en la cama, bolsa blanca

en la mano izquierda, y dijo:

–Te compré esto también –imposible saber en qué momento se las había ingenia-

do para hacer aparecer semejante bolsa de papel en sus manos.

Eran unos zapatos cerrados, negros, de punta angosta y taco bajo, que tenían

una delicada terminación de charol en los talones. Perfectos. Insufribles. Muy del

gusto de Teo. Ya podría deshacerse de las botas antes de haberlas estrenado, pero

esos zapatos sobrevivirían al menos hasta la primavera en su placard, eran dema-

siado cómodos.

–Te abrigás y salimos –dijo Teo y desapareció del cuarto.

Ema se lo imaginó en el recibidor, chequeando que tuviera dinero suficiente para

el taxi y para el ramo de flores que siempre compraba para Diana y Graciela camino

de su casa, guardando en el bolsillo interior del saco la billetera, el pañuelo, la foto

que había prometido llevarles en la última visita, sosteniendo en su mano derecha

las llaves mientras repasaba mentalmente si la casa estaba bien cerrada, si no era

una noche que anunciara tormenta como para cerrar también las persianas de la

planta alta y la ventanita del lavadero, repitiendo el mejor camino para darle todas

las precisiones al chofer y no perder un minuto más de los interminables minutos

que ya había tenido que perder con ella, usando el teléfono de la entrada para lla-

mar a la empresa de radio taxis.

uN PEQuEÑO CAMBIOVera Giaconi

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–Ya llamé al taxi, ¿estás?

–¿Lobo está? –susurró Ema y sacó dos pastillas del pastillero que había en el segun-

do cajón de la cómoda, una amarilla y otra verde, y se las tragó sin agua, haciendo

un buche con su propia saliva.

Del mismo cajón sacó un blíster con pastillas blancas, tan pequeñas y redondas

como perlas, y las guardó en el bolsillo con cierre de su carterita. Se prendió hasta

el último botón del abrigo, porque se sentía helada, se miró una vez más en el espe-

jito de mano y decidió que los aros no le quedaban, que hacían demasiado ruido, que

eran innecesariamente llamativos.

–¡Vamos! –gritó Teo.

En el dormitorio, Ema se había quitado los aros, el abrigo y los zapatos y estaba en

cuatro patas hurgando el interior del placard.

–¡¿Bajás o subo?! –gritó Teo para apurarla.

Ema salió del placard cargando una caja de zapatos dorada. La abrió y sacó unas

botitas de gamuza color hueso que sostuvo entre sus manos como si fueran zapati-

llas de cristal. Se ajustaban a sus pies como si hubiera nacido con ellas; lo recorda-

ba del día que las había comprado. Recordaba el placer en sus pies mientras caminaba

por el amplio local, la alfombra beige inmaculada, la imagen de las botitas apare-

ciendo y desapareciendo de los pequeños espejos que había a ras del suelo. Las ha-

bía comprado por su cuenta, puro capricho, la última vez que salió sola a la calle, y

todavía no las había estrenado. Sobrevivieron las tres purgas pasadas porque, si bien

era fácil deshacerse de la ropa que no usaba, o que había dejado de usar, o que le

había regalado Teo, le resultaba imposible desprenderse de un capricho antes de ha-

berle dado su oportunidad.

No se había dado cuenta, pero estaba sentada en cuclillas frente al espejo que pro-

curaba evitar: el espejo de cuerpo entero del interior del armario. Vestida de negro,

con la remerita de hilo de escote amplio sin mangas y con el pantalón ajustado con

pinzas a sus caderas, el esqueleto de Ema cobraba el protagonismo que merecía, por-

que ya no era algo cubierto de músculos y piel sino todo lo que quedaba de su cuerpo.

“Una bolsa de huesos”, pensó. Desde lo más profundo de las cuencas, sus ojos se

iluminaron.

–Diana y Graciela se van a llevar el susto de sus vidas –dijo a los gritos, para Teo,

que se encontraba a kilómetros de distancia, pensando en demoras, y tormentas y

cambio chico.

–¡¿Qué?!

–¡Que no parezco una viuda, parezco la parca!

CuENTO

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–¿Estás bien?

Ema no respondió, porque las carcajadas se le escaparon de la garganta como bac-

terias extrañas que debían ser expulsadas de su organismo. Se retorció de risa, con

hipos y arcadas y un tirón en la boca del estómago que se transformó en calambre.

–¿Subo? –quiso saber Teo.

Ema hizo un esfuerzo por controlarse.

–Ya bajo.

Se quitó los pantalones y la remera de hilo. Estaba agitada y debía administrar muy

bien el aire para lograr lo que se proponía. Aspiró hondo y soltó un suspiro que se

llevó el calambre y los restos de risa.

De un porta trajes sacó un pantalón amplio de tafeta italiana color chocolate, des-

colgó una blusa lila de seda con escote cerrado y mangas acampanadas y buscó la

chalina color marfil que había sido de su madre y que ninguna de las dos había usado

nunca. La encontró en el fondo del segundo cajón, envuelta en un paño blanco, im-

pecable. ¿Cómo no había pensado antes en la chalina si ahora le resultaba indispen-

sable para soportar la previa en la terraza y después la interminable cena a la luz de

velas en el comedor con los ventanales abiertos de par en par para “apreciar las deli-

cias del parque a esta hora”? Escuchó los pasos de Teo en la escalera y se apuró a

decir:

–Estoy bajando.

El sonido de los pasos desapareció en la retirada.

Lo último que se puso fue una gargantilla de gruesas perlas, que ocultaba las cla-

vículas salientes y la piel reseca de la base del cuello. En ese momento sonó el tim-

bre. No le tuvo miedo al espejo cuando volvió a mirarse: las telas finas, los colores

claros, el corte amplio de las prendas eran un escondite perfecto.

Bajó las escaleras. La puerta de calle estaba abierta y el taxi esperaba con las lu-

ces del interior de la cabina encendidas. El taxista era un hombre gordo ceñido por

una camisa blanca y una corbata negra que caía a un costado de su enorme vientre.

El hombre giró la cabeza y vio a Ema: ¿era asco esa mueca o una sonrisa? Teo la miró

de arriba abajo, pasando lista a cada cambio y atento a la forma en la que combina-

ba el conjunto; parecía sorprendido pero satisfecho. No dijo nada. Sólo cuando es-

tuvieron en el taxi, en camino, le susurró al oído:

–No te conocía esas botas.

uN PEQuEÑO CAMBIOVera Giaconi

Page 87: Patologías

87

A DOs TINTAs

EL ORIGEN DE LA CREACIóN

Diálogo entre Pedro Juan Gutiérrez y Guillermo Arriaga

PEDRO JuAN GuTIÉRREZ

Nació en Matanzas Cuba en 1950. Él y su familia vivían a dos pasos de La Marina

que casualmente era también el barrio de las putas. Durante su infancia,

uno de sus pasatiempos favoritos era sentarse por las tardes a observarlas

en su búsqueda de clientes. Durante sus estudios de periodismo en la uni-

versidad de La Habana, ejerció oficios muy diversos: heladero, diseñador in-

dustrial, soldado, dirigente sindical, locutor de radio entre otros. Autor

de libros tan indispensables como El rEy dE la Habana, la Trilogía sucia dE la Habana, El

nido dE la sErpiEnTE, animal Tropical que han sido galardonados con prestigiosos

premios. Su literatura aborda con una fuerza sorprendente, un humor bas-

tante negro y un estilo original temas como la violencia, el hambre y sus

estrategias, el sexo o la muerte. Desde hace varios años, Pedro Juan Gutié-

rrez colabora con varias revistas de América Latina y de Estados Unidos y

vive entre La Habana y las Islas Canarias, alternando su tiempo entre la pin-

tura y la escritura.

GuILLERMO ARRIAGA

Nació en 1958 en Ciudad de México. Desde muy chico se aficiona a las peleas ca-

llejeras y más tarde a la caza con arco o con puñal que practica apasionada-

mente. De pequeño no leía novelas sino enciclopedias y libros de historia. En

la secundaria, estudió teatro, y sólo más tarde se acercó a la literatura inten-

tando compensar su increíble timidez.

Es autor de varios libros de cuentos y novelas, entre ellos Escuadrón guilloTina

y un dulcE olor a muErTE. En 2000 se editó El búfalo dE la nocHE y rETorno 201. Precisa que

su desempeño en el mundo del cine ha sido siempre como “escritor”, y no como

“guionista”. Ha recibido reconocimientos de la crítica en más de diez países por

su colaboración con el director de cine Alejandro Gonzaléz Iñarritu, para el

cual escribió amorEs pErros (2000), ganador del Gran Premio de la Semana Inter-

nacional de la Crítica del Festival de Cannes 2000, y 21 gramos (2003), ganador del

British Awards al mejor guión. lEjos dE la TiErra quEmada (2008) es su primera pelí-

cula, como director.

Guillermo Arriaga también es director de documentales y cortometrajes,

y productor de programas radiofónicos y televisivos.

Page 88: Patologías

© 2929 productions, Richard Foreman

Page 89: Patologías

89

guí leyendo todo el resto de su obra hasta la

muy traumática Carta al padre. Adoro a Kafka y

a Cortázar (pero el cronopio argentino es otra

historia). Kafka es uno de los escritores más pa-

tológicos del mundo, título difícil de obtener

porque creo que en nuestro gremio todos esta-

mos medio quimbaos o quimbaos completos.

Basta recordar que es el oficio que más finales

atroces genera. Una buena parte de los escri-

tores terminan sus días con el suicidio, o con

cirrosis hepática o locos como una cabra. Es el

oficio más destructivo que se ha inventado. Y

es que todos utilizamos nuestras pesadillas,

fobias, miedos, aversiones y terrores para pro-

ducir nuestra obra. Lo cual es masoquista e hi-

permachacante. Al menos en mi obra están pre-

sentes de manera continua. A veces los disfrazo

y pongo a los personajes a templar entre ellos

para que se diviertan un poquito y no se me

agoten demasiado en medio de mi obsesión pa-

tológica fundamental que es el miedo a la po-

breza total.

Estoy marcado desde la infancia por el fraca-

so económico de mi familia (y mi país). Y ese

miedo a ser pobre, a no tener comida, a no te-

ner nada, a tener que aguantar humillaciones

de todo tipo, a vender el cuerpo de la mujer que

vive conmigo para poder sobrevivir y yo tener

que ser el chulo, simplemente. Esa huida cons-

tante de la pobreza me marca y se expresa en

tantos caminos dentro de mis libros que a ve-

ces hasta yo me pierdo en el laberinto. Me jo-

den mucho los lectores que sólo ven sexo en mis

libros porque no entienden ni cojones. Leen lo

que quieren leer y no lo que yo quiero que lean,

los muy cabrones. Les estoy hablando del ho-

A DOs TINTAs

Pedro Juan Gutiérrez: Supongo que hablar de

patologías puede generar un diálogo infinito

que podríamos continuar en nuestras próximas

vidas. Así que propongo concentrarnos en nues-

tras patologías personales, propias, aplicadas

a la creatividad, usadas en la creación.

Creo que “patología” es, para muchos, sinóni-

mo de infierno. Para mi no. Pienso que es como

el Ying y el Yang de mi vida. No puedo vivir ni

escribir sin mis patologías. I love you, pathologies!!!!

Yo sé que vas a hacer lo que te dé la gana, como

buen mexicano, al fin y al cabo, pero yo me ce-

ñiré rigurosamente, como un suizo­alemán, a

esa frontera que me impongo.

Recuerdo que el primer libro que me propor-

cionó un pánico patológico, miedo y angustia,

fue La metamorfosis de Kafka. Siempre he leído

ad libitum. Nunca tuve, en mi infancia y adoles-

cencia, quien me guiara, así que con trece años

leía a Kafka, Sartre, Engels, Wright Mills, Arnold

Hauser, Marcuse y un largo etcétera que inclu-

ye a Capote, Hemingway, Faulkner, y Caldwell.

Puede sonar pedante que a esa edad leyera todo

eso y más. No es así. Era sólo ignorancia, ino-

cencia, ingenuidad y una ansiedad permanente

por alejarme, por la vía intelectual, del pequeño

pueblo provinciano donde nací, Matanzas, que,

aunque era llamada la Atenas de Cuba, era un

lugar aldeano más. En esa locura de lecturas dis-

paratadas cae en mis manos el libro de Kafka.

Cuando leí las dos primeras líneas: “Gregorio

Samsa despertó en su cama convertido en un

cucarachón”, me aterré tanto que escondí el li-

bro para no verlo más. Sólo me recuperé veinte

años después y entonces me atreví a cogerlo

de nuevo y leí desesperado hasta el final. Y se-

Page 90: Patologías

90

rror de la pobreza, de lo humillante que es la mi-

seria total, y los muy cabrones se regodean solo

con los personajes quimbando y bebiendo ron

y no comprenden nada más.

Y lo peor son los otros, los que sólo ven políti-

ca y creen que yo estoy contra fulanito y menga-

nito. No estoy en contra de nadie ni a favor de

nadie. Estoy contra el proceso civilizatorio de-

predador de la humanidad, que es una mier-

da. Nos hemos convertido en nuestros propios

depredadores desde que salimos de la cadena

ecológica. Ya nadie nos come pero nosotros nos

comemos a todo el resto de los seres vivos.

Nada se salva cuando llegamos nosotros.

Así que por ahí van los tiros de mis patolo-

gías asociadas: a toda el hambre que he pasa-

do en mi vida, que ha sido mucha. Ya algún día

lo contaré en unas memorias si tengo tiempo

para escribirlas.

Guillermo Arriaga: Si algo me ha sorprendido

de tu literatura, Pedro Juan, es la inmensa hu-

manidad que desparrama por todos lados. A la

mayor parte de los escritores contemporáneos

no les creo. Falta algo en sus páginas que a ti te

sobra: dolor, solidaridad, amor, sexo, semen, va-

ginas, odios. Repito: humanidad.

Yo agradezco mis patologías. La primera, la

que de verdad me permitió escribir, es lo que

ahora llaman “trastorno del déficit de atención”.

Una incapacidad total de niño por entender

procesos lógicos, mi constante eran saltos men-

tales de un lugar a otro sin orden ni secuencia,

una impulsividad a veces fuera de control lo

que ocasionaba que no tuviera medida del pe-

ligro y hacía lo que no debía. Resultado de ese

GuILLERMO ARRIAGA y PEDRO JuAN GuTIÉEREZ

caos fue la pérdida casi total del olfato a los tre-

ce años. Demasiadas peleas contra más gran-

des o varios. También reprobé diversas mate-

rias en la primaria, sobre todo aquellas donde

había que aplicar reglas: matemáticas, gramá-

tica. Mis maestros me daban por caso perdido

y consideraban mi coeficiente intelectual como

definitivamente bajo. La consecuencia más te-

rrible del déficit de atención no es la incapaci-

dad de entender procesos lógicos, sino una au-

toestima mutilada y difícil de rehacer. Es tal la

frustración, son tales las humillaciones, sobre

todo en esa época donde un trastorno como el

que me afectaba no era entendido en lo más

mínimo, que la conciencia de ti mismo queda

estallada en pedazos que luego es imposible

volver a pegar. Pero tuve suerte. Varias perso-

nas me ayudaron a reconquistar la autoestima,

entre ellos reconozco a mi hermana Patricia y

a Fernando Alarid, mi profesor de deportes en

primero de secundaria. Ambos me ayudaron a

descubrir qué fortalezas había detrás de mis

debilidades.

Y lo bueno de este famoso trastorno es que,

si bien no entiendes la lógica de nada, puedes

resolverlo por intuición. La lógica se resuelve por

pasos. La intuición por saltos. Y así, a saltos men-

tales, es como he llegado a escribir y construir

todo lo que he hecho.

PJG: Por cierto, hablando de patologías compul-

sivas, y de depredadores, supongo, Guillermo,

que tienes mucho que contar porque tú eres

un cazador compulsivo. Supongo que tienes tus

patologías más o menos identificadas en rela-

ción con la pulsión de matar. Hace poco me de-

Page 91: Patologías

91

cías que la última onda es lanzarte contra un

jabalí sólo con un puñal en la mano y que los

chorros de adrenalina te inundan el cerebro y te

vuelven loco en ese momento en que te lo jue-

gas todo. Yo pensé: Guillermo es tremendo men-

tiroso o tremendo cojonú. Una de dos. Segura-

mente fuiste un tigre de Bengala en una vida

anterior, digo yo. Supongo que también ten-

drás vicios patológicos como el de tocar el ca-

dáver caliente o abrirlo con un puñal para sa-

carle las entrañas y lanzarlas a los zopilotes que

se acercan nerviosos y dando saltos sobre la yer-

ba mientras tú te alejas en la camioneta, con la

pieza dando tumbos atrás, satisfecho como un

depredador astuto y superior...

GA: Coincido contigo: somos los grandes de-

predadores. No hay acto humano que no escu-

rra sangre. Estamos sentados en un trono de

sangre. Pero lejos de horrorizarme, lo asumo. Y

la paradoja en ello es que me ha hecho respe-

tar más la vida. Cazar es una actividad terrible,

quitas la vida a animales hermosos que nada

te han hecho. Pero entiendes también que la

naturaleza es terrible. Y cazando se aprende una

lección honda: también los seres humanos so-

mos naturaleza. Cuando cazas entras al terri-

torio profundo de las contradicciones: muerte-

vida, belleza­crueldad, civilización­naturaleza.

Al cazar descubres tu identidad en el mundo,

reconoces que perteneces a un orden natural

de las cosas. Para mí cazar es mi antídoto con-

tra la alienación que te impide cerrar círculos.

El cazador va a la tierra, busca al animal, lo per-

sigue durante días, lo halla, trata de acercarse,

le apunta, le dispara, le hiere, el animal huye,

sigues el rastro de sangre, lo hallas, lo rematas,

lo abres en canal, lo limpias, lo pones al fuego y

te lo comes. He conocido decenas de personas

que comen res y nunca en su vida han tocado

una. No saben a lo que huele un animal de cerca,

no ven sus cicatrices, los parásitos que corren

por su piel. No saben lo que son los estertores,

el viscoso olor de la sangre, la carne caliente que

se enfría con la muerte. No saben del dolor

que los seres humanos causamos a otros seres.

Un cazador sí lo sabe. Uno de verdad, porque

también hay quienes asesinan animales, no los

cazan. Los masacran a mansalva sin darles opor-

tunidad de nada. Un cazador respeta la vida

porque sabe de dónde viene, sabe que duele

quitarla, sabe que ha creado una herida en el

mundo.

Yo no podría escribir si no cazara. Mis perso-

najes, todos, en novelas, cuentos o películas, ac-

túan como cazadores. Están llenos de parado-

jas, acechan, atacan. Y caminan sobre el borde

de la vida y la muerte.

Sólo cazo con arco y flecha. Me tardé en ha-

cerlo y hoy me parece inconcebible volver a ca-

zar con un rifle. Cazar con arco requiere pacien-

cia, conocer a fondo al animal que persigues.

Requiere que a veces te arriesgues de verdad.

Es tal la cercanía con la presa que en cualquier

momento puede volverse a ti y arremeter con

su justificable furia. He llegado a estar rodeado

de marranos alzados, esa fiera combinación de

jabalíes europeos y puercos que escaparon hace

siglos, a menos de cinco metros de distancia.

Un error y la piara descarga en unísono contra

ti. No puedes cometer estupideces.

A DOs TINTAs

Page 92: Patologías

92

© Lola del Castillo

Page 93: Patologías

93

PJG: Yo de niño me escapaba en casa de mis

abuelos en el campo, cuando mataban un cer-

do. Era terrible. Veía cómo le metían el puñal

hasta el corazón y cómo se desangraba entre

berridos espeluznantes, y después lo abrían y lo

limpiaban y sacaban sus mondongos. Uff. Des-

pués no podía ni comer un pedacito de aquella

carne porque me caía mal y agarraba una indi-

gestión. Es una de mis fobias patológicas: la

muerte violenta. No sé si te has fijado que en

mis libros casi no hay muertes violentas. Para

escribir el final de El rey de La Habana estuve cua-

tro días escribiendo y llorando como un bebé

por lo que estaba pasando y ya no podía reme-

diarlo. Fue tan terrible escribir eso que jamás

he podido leer el libro de nuevo.

GA: No hay historia tuya, Pedro Juan, que no me

haya conmovido. Has dicho que el hambre, la

pobreza, la desesperación, han marcado tu vida

y por tanto tu literatura. Sólo leer esas líneas

tuyas me ha conmovido. Y lo que más sorpren-

de es que lejos de ser un nihilista, dotas a la

vida de infinitas posibilidades. Tus personajes

no se derrotan. En cambio van al lado más pro-

fundo de la naturaleza: el sexo, el encuentro con

el otro, el amor, la amistad. Tus personajes no

se aíslan, no son autistas sociales. Al contrario,

buscan al otro. Encuentro que el sexo para ti es

el conductor más poderoso hacia la ternura y

la solidaridad. Sexo, amor, muerte y poder son

los únicos temas de la literatura según Faulk-

ner. De esos cuatro, el poder es el que menos

creo que a ti y a mí nos interesa.

Y dije que te creo. No es fácil creerle a un au-

tor. Puedes admirar lo que escribe, pero no creer-

le. Escribes no sólo desde la experiencia perso-

nal, sino desde el matiz único de tu mundo

interior. Tu obra tiene tus huellas digitales por

doquier. Se sabe que es tuya y únicamente tuya.

Cuántos autores leo ahora que carecen de iden-

tidad. Sus libros pueden haberlos escrito uno o

el otro. No los tuyos.

PJG: Sí, Guillermo, como dijo alguien: “La infan-

cia es la única patria que tenemos”. Para conti-

nuar con el strip tease: yo fui gordito y tímido

hasta los trece años. A esa edad lo único que ha-

cía en cuanto a sexo era masturbarme cuatro o

cinco veces al día mirando a la vecina: una mujer

alta y delgada, con dos niños pequeños, un mari-

do que nunca estaba en casa, y abundante vello

negro en las axilas y el pubis. Teníamos los patios

aledaños y una verja muy baja. Ella, todo el día

con una bata blanca casi transparente. Tenía que

lavar muchos pañales. Y yo, entre las plantas de

mi casa, mirándola con sus grandes pechos cho-

rreando leche y masturbándome como un loco,

deseando oler sus axilas sudadas y peludas.

A esa edad, a los trece, un amigo me invitó a

remar en un kayak doble, en el río San Juan, a

unos pasos de la escuela secundaria. Y esa fue

mi salvación porque pude haber acabado loco.

Todas las tardes, después de clases, nos íbamos

a la casa de botes, en el río, y remábamos, hacía-

mos ejercicios y nos cansábamos. De ese modo

dejé mi timidez. En seis meses me puse atléti-

co, fuerte y atractivo. Las muchachitas de la se-

cundaria empezaron a salir conmigo, y me libe-

ré de la timidez y del gordito poco atractivo. Me

puse tan macho y arrogante que siempre tenía

varias novias al mismo tiempo.

A DOs TINTAs

Page 94: Patologías

94

Claro que esos años marcan también mi lite-

ratura, creo yo: el deseo de seguir siendo atrac-

tivo, de tener una capacidad sexual desmesu-

rada, de sentir alegría por la vida, impregna a

buena parte de mis personajes.

En cambio, algo muy diferente es lo que me

intriga en tus libros y películas. Por un lado la

violencia extrema e implacable. Por ejemplo en

Amores perros y 21 gramos. Y, por otro, el laberin-

to perfecto en que a veces caemos los seres hu-

manos, con un destino de tragedia griega, es

decir, inapelable, como en El búfalo de la noche, y

sobre todo en tu última película: Lejos de la tierra

quemada. Es una historia tan implacable como la

vida. Con la ruptura del hilo narrativo lineal das

una visión de conjunto desde muchos ángulos

diferentes que permite expresar totalmente a

cada personaje dentro del todo.

GA: Pues mi querido Pedro Juan, yo también

tengo alguien enterrado. Yo no fui gordito, pero

sí de una timidez tremenda. Te digo que el ma-

yor riesgo de los que tenemos trastorno del dé-

ficit de atención es la manera desmesurada en

que se erosiona la confianza en uno mismo. Lle-

gas a creer que de verdad eres retrasado men-

tal. No entiendes nada, mientras tus compañe-

ros de clase todo lo resuelven con exactitud y

rapidez. Así que poco a poco me fui enconchan-

do. Además resulté muy malo para los golpes,

con una torpeza tal que terminé perdiendo el

olfato. Para colmo, a los trece años medía lo que

mido ahora, 1.86, así que llegaban los grandes a

ponerme tales golpizas. Y si a ti te salvó el cano-

taje, a mí me salvó el basquetbol. Fui expulsado

de la primaria después de haber reprobado casi

todas las materias, incluida deportes. El maestro

de educación física me hizo marchar toda la pri-

maria y me hizo creer que yo no serviría nunca

para el basquetbol, el futbol o nada. Todo cam-

bió en la escuela secundaria a la que llegué. Fer-

nando Alarid, tío lejano –porque todo Alarid del

mundo es pariente mío–, se pasó varias clases

enseñándome lo que el otro imbécil no me en-

señó y terminó por convertirme en un muy buen

basquetbolista. Y como había torneos y compe-

tencias, las niñas se sentaban alrededor de la

cancha y los que jugábamos disfrutamos de

nuestros quince minutos de fama. Y con el tiem-

po aprendí a pelear. Y a pelear bien también. Y a

no tener miedo. Como a los dieciocho descubrí

el valor que tiene la rapidez de puños. Con mi

tamaño, mi peso y mi rapidez me convertí en un

muy buen peleador. Y cometí la estupidez ma-

yor: empecé a disfrutarlo. No importaba cuán-

tos eran los rivales, yo me aventaba a pelear y

ganaba. Ya nunca más volví a perder. Adicción a

la adrenalina del pleito: patología imbécil, pero

que de alguna manera reivindicaba los abusos a

los que fui sometido. La entrada directa al mun-

do de los Alfas.

Y en esta época entran mis otras patologías.

Una: la rebeldía continua. Dos: un incansable y

absurdo deseo de competir. La rebeldía la traigo

desde chico. No me gusta que me digan qué ha-

cer. No lo soporto. Esa es la razón por la que no

bebo, no fumo y nunca jamás me he metido una

droga. No por moralista, sino por rebeldía a la

moral del cliché y el lugar común. Que si para

ser hombre había que tomar, pues en adelante

demostraría ser hombre sin una gota de alco-

hol. Y me negué a ir a antros. Le rehuyo a todo

GuILLERMO ARRIAGA y PEDRO JuAN GuTIÉEREZ

Page 95: Patologías

95

lo que apesta a lugar común, a diversión progra-

mada, a hombría acartonada. Que los demás

se metan heroína, alcohol, lo que sea, me tiene

sin cuidado. Es más, defiendo el libre derecho

de cada individuo por introducir a su cuerpo lo

que desee. Pero no me interesa a mí alterar mi

estado mental sólo para demostrar que estoy

en la corriente de los demás. No soporto que

me impongan nada.

Y lo de competitivo raya en lo ridículo, pero

no lo puedo evitar. No soporto perder. Cuando

subo a un avión tengo que ser el primero en ha-

cerlo. El primero en bajar. El primero en la fila.

Hasta con mi hijo Santiago, con todo el inmen-

so amor que le tengo, nunca le permití ganar.

Nunca. Lo peor del caso: lo hice tan competiti-

vo como yo. La última vez que jugamos luchitas

casi me mata. Me hizo una llave que por poco

me rompe la traquea y que me dejó sin poder

hablar y sin poder tragar varios días. Cuando se

le pasó el susto de verme sin respirar, se paró

desafiante y me dijo: “ahora si me la pelas ca-

brón”. A sus dieciséis años se vengó de todas

las veces en que le gané.

PJG: Los dos sabemos que es mejor no tratar

de entender lo que hacemos, lo que escribimos.

Pero cuando se llega a cierta edad (acabo de

cumplir sesenta el 27 de enero), es inevitable

comprender parte de lo que hacemos. Porque

escribir es un proceso continuo de pensamien-

to y reflexión sobre nosotros mismos y quienes

nos rodean. La literatura es conflicto y antago-

nismo. Yo al menos estoy en ese punto: quiero

entender mejor mis antagonismos y conflictos

porque estoy entrando en una etapa de mi vida

donde necesitaré más sosiego, serenidad, pa-

ciencia y ecuanimidad. De joven, lo que predo-

minó fue el impulso, la energía física ciega, la

locura hasta el abismo, el ansia de vivir en el

infierno como único modo de romper todos los

límites, todas las fronteras, todas las amarras.

Una locura patológica por alejarme de aquel

muchachito gordo, tímido, educado y amable

que aprendía arqueología de los indios caribes,

en La Habana, con un tío millonario y profun-

damente culto. Me he pasado la vida jugando

con muchos naipes, menos con ese. El naipe del

niñito tímido lo escondí en la manga y me alejé

de la mesa de póquer para que no me descu-

brieran el truco y me dediqué a jugar sólo a la

ruleta americana. Creo que todos ocultamos

nuestras patologías más oscuras. Del mismo

modo en que ocultamos nuestras fantasías eró-

ticas, que son síntomas de esas patologías. Nos

avergüenza reconocer los abismos negros en

que nos escondemos.

A veces los periodistas me preguntan si es-

cribir funciona como una catarsis curativa. Les

digo que no. Todo lo contrario. Creo que es ma-

soquista escribir sobre esas oscuridades que

debíamos olvidar y ocultar. Pero al final parece

que viene bien sacar la basura a la calle y no se-

guir escondiéndola en el patio trasero. Iluminar

de ese modo la oscuridad. Después de todo

aquel niño gordito y educado era un muchacho

inteligente y maravilloso, que se escondió asus-

tado ante aquel tipo fuerte y musculoso, de 1.80

m de estatura, que apareció y lo suplantó en

pocos meses. Y que además lo trató desprecia-

tivamente y en algún momento aprovechó que

yo no estaba presente y lo amenazó: “¡Piérdete

A DOs TINTAs

Page 96: Patologías

96

de aquí y que no te vea jamás, mira a ver dónde

te metes porque te voy a rebanar el pescuezo!”.

Así que nadie sabe. Quizás ahora, al cumplir

los sesenta años, emprendo una excursión len-

ta, sin prisas, para encontrar y rescatar al gor-

dito. Y sobre todo protegerlo del grandulón abu-

sador. Los tres tenemos derecho a irnos juntos

para la playa y nadar por las tardes cuando el

agua está tibia.

GA: Hay escritores que derivan su literatura de

otros libros, de la experiencia de la palabra es-

crita por otros. Nosotros no. Creo que no pode-

mos evitar colar entre nuestras líneas quiénes

somos y porqué, qué queremos y qué deseamos.

Escribir es un acto de arrogancia. Es creer que

lo que expresas vale tanto que merece la pena

ser leído por otros. Pero no nos fustiguemos

aún. Hay una gran arrogancia en la especie hu-

mana: el maestro que cree que sabe demasiado

y puede enseñar a otros; el policía que cree es-

tar del lado de la rectitud y el decoro; el actor

convencido de que su rostro y sus gesticulacio-

nes nos interesan; el político, que cree poseer

la autoridad para gobernar. Y así podemos se-

guir y seguir. Pero la arrogancia del escritor es

derrotada por dos hechos demoledores (y esto

lo dijo un brillante crítico francés cuyo nombre

en este momento se me escapa) en el arte no

hay voluntad y en el arte no hay progreso. Si

hubiera voluntad cualquiera se apartaría un

momento para escribir una obra maestra. Si

hubiera progreso, el último libro publicado se-

ría mejor que El Quijote o Hamlet. Así, nuestra

arrogancia queda a merced de fuerzas inexpli-

cables. No hay lógica en la creación, no es un

acto racional. Se nos escapa a ti y a mí y a cual-

quier filósofo que ha intentado explicarla. Y

como bien dijo Marguerite Duras: nada nos

prepara para la hoja en blanco, ni siquiera nues-

tras obras previas. Todo acto de creación em-

pieza bajo cero, no importa si antes has gana-

do un premio Nobel. Hemingway lo supo mejor

que nadie. Rulfo lo supo. William Faulkner lo pa-

deció de manera terrible: sus mejores obras las

realizó en el breve periodo comprendido entre

los treinta y los cuarenta años.

PJG: El escritor es un explorador que va delante

y debe abrir nuevos caminos. Sólo el cobarde o

el mediocre no se atreve y se queda en las ra-

mas. Dicho de otro modo: toda persona está

construida con luz y oscuridad. Tú has tenido

la suerte –por terquedad y rebeldía– de no be-

ber, no fumar, no consumir drogas. Tu camino

oscuro va por otro lado. Pero has sido afortu-

nado. Yo, en cambio, escribí la Trilogía sucia de La

Habana a lo largo de tres años, de 1994 a 1997,

borracho siempre, por las noches y madrugadas.

Igual El rey de La Habana y los otros libros que

siguieron, al extremo de que muchas veces me

parece que no fui yo quién escribió sino alguien

que me utilizaba. Sobre todo en esos dos y en

Animal tropical. Estoy convencido, pero no quie-

ro hablar de ese tema aquí ni en este momento.

Ahora he logrado controlar bastante el alcohol

y de paso la furia y agresividad asociadas. No

quiero dejar esta vida tan pronto. Así que lo es-

toy logrando. Me tomo una cerveza, un poco

de vino. Y nada más. Creo que me quedan mu-

chas historias que contar. He vivido tan inten-

samente que mis sesenta años a veces me pa-

GuILLERMO ARRIAGA y PEDRO JuAN GuTIÉEREZ

Page 97: Patologías

97

rece que son ciento veinte ó doscientos. La vida

es tan maravillosa que la agradezco infinita-

mente día a día.

Después de hablar un poco de nuestras pato-

logías particulares y cómo se erigen en la base

de la creación, hay una pregunta que me ha in-

quietado siempre: ¿Es necesario alimentar al

demonio para poder crear? Y, sobre todo: los lec-

tores o los espectadores ¿necesitan realmente

de esos libros o películas violentos, agresivos,

escritos desde la furia? Hace poco encontré la

respuesta, que es simple: sí, son necesarios. Hay

que bajar al infierno como parte del aprendiza-

je. Hay que transitar entre el fuego como parte

de este camino mágico y misterioso que es la

vida. Si uno es escritor está en la obligación de

descender al infierno, enfrentar a los monstruos

y después escribir y arrastrar a los lectores. Eso

fue en esencia lo que hizo Homero en La Ilíada.

A partir de ese libro toda la literatura es un re-

make continuo. Después, cada uno decidirá si

debe quedarse para siempre en el infierno o si,

en cambio, necesita una recuperación espiri-

tual a través de la religión o “con medios pro-

pios” sean los que sean y que habitualmente

consisten en crear una religión particular para

uso privado. Creo que todo ser humano es un

místico. Lo que sucede es que es más fácil y di-

vertido –y necesario cuando se es joven– dejar-

se caer hasta el infierno a gozar de todo lo pro-

hibido, que es muy sabroso.

Sólo después que pasan los años y comien-

zan los achaques físicos y mentales algunos se

deciden a hacer un esfuerzo espiritual y ascen-

der desde la bestialidad hasta la luz, la compa-

sión, el amor, el Buda, o como se llame esa fase

superior de nuestra Naturaleza. Hace años leí

en un libro de Deepak Chopra que el alcoholis-

mo es una búsqueda espiritual por un camino

equivocado. Ese concepto me ayudó mucho. Esa

búsqueda mística, poética, misteriosa, inexpli-

cable, es lo que ha guiado siempre a los seres

humanos. De un modo u otro. Por una u otra vía.

Muchos lo hacen inconscientemente, otros sin

comprender a fondo por qué intentan ser mejo-

res personas. Y hay otros muchos que jamás des-

cubren esa veta mística en su interior y conti-

núan por su estrecho camino infernal hasta

tener una muerte atroz. Ejemplos de esto últi-

mo hay miles en el mundo del arte y la literatu-

ra, pero siempre recuerdo con especial amor y

compasión a la extraordinaria fotógrafa neo-

yorquina Diane Arbus. Como todos los artistas

de verdad, se hizo a sí misma, pero se obsesionó

de un modo tan feroz con su arte que hacía lo

que fuera necesario para obtener una foto tre-

menda de la oscuridad de un ser humano. No

abundo en el tema porque hay buenas biogra-

fías sobre ella. Llegó un momento en que esta-

ba tan decepcionada y asqueada que no pudo

más y se cortó las venas dentro de una bañera.

Y es que el escritor verdadero, el artista verda-

dero, lo menos que pretende es entretener a su

público. No quiere entretener a nadie. Para en-

tretener están los artesanos, es decir, los fabri-

cantes de novelitas falsas de amor o de miste-

rio o de suspense. Yo al menos sólo quiero coger

al lector por el pescuezo y sumergirlo en la mier-

da social, en los basureros de la ciudad: “¡Ven,

ten valor, ven conmigo! Para que veas los límites

últimos a los que puede descender un ser hu-

mano. Y después sí hay camino de regreso. Tú

A DOs TINTAs

Page 98: Patologías

98

sólo te fortalecerás y llenarás tu corazón de amor

y compasión, fuerza y coraje y piedad. Porque

entonces sabrás que no merece la pena vivir

como una bestia si podemos hacer algo mejor.

Tú eliges, tú decides. Y lo tienes que hacer tú

solo porque lamento decirte que no hay nada

fuera de ti. Todo está en tu interior. La luz y la

oscuridad, el infierno y el Buda”.

GA: Tienes razón Pedro Juan, el escritor tiene que

ir a donde nadie va. Un amigo mío lo describía

como un explorador que se interna en lo más pro-

fundo del bosque, adonde nadie ha ido y regresa

con una cubeta llena de algo que nadie ha visto

antes. La creación es un misterio incluso para

quien crea. No sé si necesariamente escribir sea

lidiar con tus demonios. A veces es de las circuns-

tancias más felices de donde surgen las obras.

La oscuridad entonces no siempre viene de

los mismos infiernos, ni de los mismos abismos

o túneles. Cada quien entra a lo más oscuro de su

propio bosque y está en tu decisión saber cuán-

to arriesgas. Alguna vez llevé a mis hijos, cuando

eran pequeños, a peregrinar a la casa de William

Faulkner en Oxford. La legendaria Rowan Oak.

Como se hallaba en reparación, el acceso a la

casa se encontraba cerrado. No nos importó. Nos

brincamos la cerca y fuimos a tocar a su puer-

ta. Es una sensación extraña estar parado fren-

te al mismo pórtico donde mi tocayo contem-

plaba el mundo de linchamientos, asesinatos,

incestos, degradación humana. Miramos a nues-

tro alrededor: un bosque no muy amenazante

circundaba la casa. En el camino trasero del

jardín varios estudiantes pasaban caminando

o trotando.

Al terminar fuimos al centro de Oxford. En una

librería compré un raro volumen: las memorias

de John Faulkner, el hermano de William. Leí

con asombro. Para John el mundo desgarrado

de William era un producto más de su imagina-

ción que de la realidad. Los negros y los blancos

eran amigos, no había gran violencia. Quizá fue

una lectura apresurada, pero así lo recuerdo.

¿Qué había en los ojos de William Faulkner que

veía un territorio de sangre y muerte y hombres

desesperados, confundidos por la raza y la reli-

gión y el peso de la historia diferente a los ojos

de su hermano John que veía amistad, buenos

muchachos, gentileza sureña, negros alegres y

blancos compasivos? ¿La patología de William

Faulkner? Si es así, bendita patología.

Se dice que todo escritor cuenta sólo con un

galón de tinta. Y varios vivimos con la angustia

de que algún día se nos acabe. De que alguien des-

cubra que en realidad somos un fraude y termi-

ne por desenmascararnos. ¿Se puede rellenar

ese galón de tinta? Hemingway decía que sí, que

las experiencias vitales le inyectan del preciado

líquido con el que escribimos. Mentira. Senta-

do en la sala de su casa en Idaho apenas ama-

neció, el buen Ernest supo que nada le devolve-

ría la tinta desparramada en tantas y tantas

páginas. Esa mañana tomó su escopeta de dos

cañones para poner el punto final.

No sé tú, querido Pedro Juan. Pero a mí las his-

torias se me agolpan en la garganta y si no las

escribo se me oxidan en la garganta y entonces

me atenaza una mano envenenada que no me

deja vivir en paz. Las historias están ahí adentro,

furiosas, añejándose por años hasta que por fin

dejas que salgan. Todas mis historias son profun-

GuILLERMO ARRIAGA y PEDRO JuAN GuTIÉEREZ

Page 99: Patologías

99

damente personales. Las que escribo en forma de

novelas, las que escribo en forma de películas. Eso

es algo que nunca entendió González Iñárritu.

En algún momento alguien descalificó la no-

vela como un entretenimiento burgués. Si así

fuera hace rato que yo –y tú, seguramente– hu-

biera dejado de escribir. La vida me ha demos-

trado que los lectores aparecen en los lugares

más alejados del cliché del lector. He recibido

cartas de reos en remotas cárceles de la selva

brasileña. De niñas francesas que no deberían

leer mis libros y que descubren con terror el

mundo al que quizá vayan a pertenecer, viejos

que han visto en mis libros espejos donde la

muerte se distingue de manera más nítida y

cierran los ojos para imaginarse como náufragos

próximos en el inmenso mar de la nada. Nunca

jamás he recibido una carta que cumpla con el

dogma del lector burgués que imaginan los crí-

ticos de la novela. Nunca. Les haré a esos lecto-

res la pregunta que formulas: ¿necesitan real-

mente de esos libros, de esas películas?

Yo, como tu lector, te voy a contestar a ti, es-

critor: tus libros me son necesarios. Todos. Cada

uno de ellos. Y aún me sacude la hermosa ima-

gen del pasaje de una novela tuya que parafra-

seo desde la memoria: las hormigas entraban

al condón lleno de semen y devoraban con sus

tenazas a los pequeños seres humanos (sé que

no la escribiste así, sólo la recuerdo así). Ese

breve pasaje tuyo lo he repetido decenas de ve-

ces. Dentro de mí cabeza y en conversaciones y

en cenas y en momentos en que no sé como ex-

plicar qué es la naturaleza y cómo pertenecemos

a ella. Seguiremos escribiendo libros, mi herma-

no cubano. Creo que no nos queda de otra.

A DOs TINTAs

Page 100: Patologías

100

CRóNICA

MIs HOsPITALEs FAVORITOs

Antonio Cisneros

Fue la Seguridad Social inglesa la culpable de mi malsana vocación por los médicos

y los hospitales en general. Toda amenaza de infarto, malaria africana, trombosis o

derrame podía ser conjurada a cualquier hora del día o de la noche, sin gastar un co-

bre, con sólo trasponer las altas puertas de algún nosocomio londinense. Mágicos

recintos donde me libré de grandes y súbitos males, siempre minutos antes de la

aparición del primer síntoma. Eran impecables.

El Saint Mary, de Old Brompton Road, se hallaba a la vuelta de mi casa. Y, claro está,

fui su parroquiano más asiduo. Aunque, en verdad, la oferta era variada. Todos los

hospitales de Londres tenían sus entradas de emergencia a mi disposición. Algu-

nos eran modernos y otros más bien vetustos edificios victorianos. Pero me acos-

tumbré a no hacer distingos. Así, como quien compra cigarrillos, les caía de sorpresa

y de manera estrepitosa cada vez que, a mi ver y entender, la insolente Parca me

hacía una señal.

Al principio, los galenos se mostraban incrédulos. Tuve que ingeniármelas para

ofrecer, dado el caso, algunos malestares convincentes. Con el tiempo me volví un

experto. No era cuestión de quejarse, así nomás, sin ton ni son. Yo bien sabía que de-

trás del esternón irradiaba el dolor del infarto, que la úlcera al duodeno (aunque us-

ted no lo crea) se podía anunciar en el hombro derecho y que un simple hormigueo

podía dar inicio a un sólido derrame cerebral. En aquellos días, el olor del ácido mu-

riático y los fríos metales del estetoscopio hicieron parte de mi felicidad.

Digo parte porque, si bien los tópicos de emergencia tienen su encanto, no dejan

de ser modestas antesalas que, por lo demás, no duran mucho tiempo. La verdadera

aventura anida en los vericuetos hospitalarios. No hay punto de comparación entre

un paciente interno, con su bata, sus amistades, su cama propia, y un triste sujeto

ambulatorio, por más dramática que sea su dolencia.

Además, es bueno recordar que muchos hospitales no son, en exclusiva, lugares

de maltratos y penurias. En honor a la verdad, suelen ser con frecuencia una pascana

en medio del camino de la vida. Privilegio que logré, años más tarde, en la Costa Azul

francesa.

En Inglaterra nunca pasé de las salas de emergencia. Salvo una vez que, por error,

permanecí tres días en un policlínico de Southampton. Nada digno de mención.

Lo malo del asunto fue que, con tantas idas y venidas, los médicos del Saint Mary

de Old Brompton Road terminaron por perderme la fe. En un momento dado me

negaron la camilla. Luego, la silla de ruedas. Y, a las finales, con un gesto displicente

se limitaban a darme una aspirina, un vaso de agua y la espalda. Entonces comprendí

que nuestra bella amistad había llegado a su fin.

para Alberto Cubas

Page 101: Patologías

101

La cosa se complicó. Pues, si bien Londres abunda en hospitales, las distancias se

convertían en un nuevo y peligroso inconveniente. A la inminencia de los sucesivos

ataques se sumaba, canalla, la angustia de no llegar a tiempo. Así y todo tuve que,

haciendo de tripas corazón, organizar fríamente una cierta rutina.

Empecé, como es lógico, por los hospitales aledaños. Hammersmith, Kensington,

Chelsea. El de Chelsea era el mejor. Pero esta vez, dejando de lado banales prefe-

rencias, me cuidé de repartir con tino mis visitas. Además, cada cierto tiempo

efectuaba incursiones, audaces yo diría, en distantes hospitales suburbanos. Cla-

ro que no siempre la ronda se cumplía como estaba prevista. Algunas veces termi-

naba en hospitales insólitos, carentes de gracia o, simplemente, ignorados. En una

suerte de posta, cerca de Clapham Common, encontré un altar dedicado a San

Martín de Porres.

Por un buen tiempo, cual visitador médico puntual, cumplí el itinerario. Al final, en

parte por fatiga, mis síntomas fueron perdiendo creatividad. Me reduje al infarto y

a unos cuantos problemas respiratorios. Y todo terminó en el Prince Albert Memorial

cuando un médico hindú, dada la indiferencia de los ingleses, me prestó 15 chelines

y me extendió una orden para el hospital psiquiátrico de Londres.

No fue cuestión de hospitales, por cierto, pero después de cuatro años decidí de-

jar Londres. Había conseguido una plaza de asistente en la universidad de Niza.

Puse mis bártulos en el Vokswagen y crucé el Canal de la Mancha, proa a los encan-

tos de la Costa Azul.

La Seguridad Social francesa era más complicada que la inglesa y tuve, por fuerza,

que cambiar mis antiguas costumbres. Sin embargo, a los pocos meses fui invitado

para un fin de semana a una villa solariega de Frejus. Madame Clemmensy, bella

dama cuarentona y especialista en Goya, era profesora principal en la universidad y

estaba casada con un antiguo oficial de la guerra de Argelia. Excelentes anfitriones,

sabían ofrecer los vinos en las debidas cantidades, y a la hora precisa. Sin mencio-

nar los platos de mariscos, las ensaladas y los filetes a la Provenzal. Todo era felici-

dad en aquella casona del pueblo de Frejus.

Mas a tanto placer tanto castigo, suelen decir los dioses. Y así fue. De pronto, a las

horas crepusculares del domingo, sentí en la nuca algo tan feroz como el martillo

de picar hielo que, en su oportunidad, acabó con la vida de Trotsky, y antes de que

cante un gallo me encontré, sin saber cómo, en una rauda y chillona ambulancia,

rumbo al hospital de Brouissalles, el mayor de la ciudad de Cannes.

De la primera noche, en medio de altísimas fiebres, apenas si recuerdo a una her-

mosa enfermera (el retrato de Julieta Jones) que me enjuagaba la frente y musitaba

CRóNICA

Page 102: Patologías

102

palabras de consuelo. Y, a pesar de mi delirio, puedo jurar que me besó en la penum-

bra varias veces, no exenta de ardiente pasión.

A la mañana siguiente, algo recuperado, empecé a reconocer la habitación. Era de

color verde Nilo, dotada de amplios ventanales y una terraza. Afuera se veían unos

pinares, el jardín de claveles y hacia el fondo, brillante y manso, el mar Mediterráneo.

Mi bucólica contemplación fue interrumpida por el médico principal acompaña-

do, cual el pato Donald y sus sobrinos, por los jóvenes internos. Luego de una rápida

rueda de preguntas, que ninguno de los muchachos absolvió, el principal dio el diag-

nóstico definitivo. Miró burlón de reojo mi vieja cicatriz de apendicitis, dio instruc-

ciones a la enfermera y continuó su marcha veloz. El paisaje, menos mal, seguía en

la ventana.

En los días sucesivos me afané por hallar al ángel de los besos nocturnos. Pero aquel

ángel no volvió a aparecer. Y estuve, más bien, al cuidado de una anciana bondado-

sa con labio leporino. Había sido voluntaria en la Guerra Civil española, del lado re-

publicano, y soñaba con América Latina. Pobre mujer.

Apenas pude abandonar la cama, encaminé mis torpes pasos a la conquista de la

sala de baño. Después traspuse el corredor dispuesto a fisgonear en los cuartos ve-

cinos. Aunque muy pronto, armado de valor, emprendí notables caminatas más allá

de los vastos horizontes. El mundo se me abría. Pasadizos, ventanas, ascensores, sa-

las de espera, quirófanos, jardines, cuartos a media luz, capillas, dormitorios, salas de

emergencia, pabellones, cafeterías, baños, cocinas, laboratorios y una serie de pai-

sajes prohibidos ahí donde comienzan las zonas más oscuras.

Siempre en pos de la bella Julieta Jones, ángel del nosocomio. Cada paso presuro-

so de enfermera me la recordaba. No hubo rincón donde no creyera verla. La busqué

hasta en la sala de cuidados intensivos. Se la había tragado la tierra. A la semana,

resignado, cesé mis pesquisas. Pero no la olvidé.

Jamás pude aceptar que había sido apenas producto de mi mente febril. Existió, yo

lo sé. Sin duda, aquella noche de pasión fue sorprendida por alguna enfermera en-

vidiosa, o el médico de guardia, y arrojada a la calle sin piedad. En nombre de alguna

ley que, supongo, prohíbe besar a los enfermos moribundos en horas de servicio.

El hospital era moderno, luminoso y alegre. Demasiado, tal vez. La clientela, salvo

un par de señores, consistía en obreros, artesanos y campesinos de la Provenza y los

Alpes marítimos. Gente de buen trato y sonrisa fácil. Igual que en los cruceros tra-

satlánticos, la vida era apacible, sin mayores sorpresas y ordenada, tan sólo, por las

horas de comida. Con la excepción del desayuno, toda colación venía acompañada

por su garrafa de vino, un clarete Côte de Provence así no más.

MIs HOsPITALEs FAVORITOsAntonio Cisneros

Page 103: Patologías

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Juan Antonio Sánchez Rull

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MIs HOsPITALEs FAVORITOsAntonio Cisneros

La dulce monotonía fue interrumpida por el festival de cine. Cannes, capital de

luminarias. Poco a poco, los pabellones fueron invadidos por el séptimo arte. Las

enfermeras, emisarias del mundo exterior, adquirían un aire mundano cada vez

que informaban sobre la marcha del festival. Y hasta las modestas barchilonas, go-

bernantas de chatas y papagayos, adquirían un tono rutilante describiendo deta-

llosas su encuentro, a casi un metro con Elizabeth Taylor.

La Croissette, sus hoteles de lujo y sus palmeras, se instaló definitivamente en la

vida cotidiana del hospital que, salvo en la sección de cuidados intensivos y los qui-

rófanos, se hallaba adornado con afiches cinematográficos. Abra la boca, respire, abra

la boca, Alain Delon se ha peleado con Nathalie en la puerta del Carlton. Dése la

vuelta, no le va a doler, usted tiene un aire a Robert Redford. Ponga su brazo, apriete

el puño, la película de Truffaut puede ganar. Aunque también la de Nicholson, y nada

de botar las cápsulas al water.

El festival cerró con broche de oro. Estrellas y paparazzis levantaron anclas. La vida,

como era de esperarse, siguió apacible entre los rayos x, las biopsias, los enemas

vespertinos.

Hasta que la administración, dado mi honrado oficio de escritor, tuvo a bien pres-

tarme una máquina de escribir. Lo que me otorgó un aire institucional en medio de

los dolientes. Pronto dejaron de palmearme afectuosos en el hombro (Et alors mon

garcon!) y sus saludos se hicieron fríos y solemnes. Mi estatus de paciente peligraba.

Y la cosa fue peor cuando un campesino de Saint Raphaël, después de muchas vuel-

tas, decidió pedirme una postal para su señora. Inútil explicarle que no sabía escribir

en francés. Que esa máquina escribía también en español. Nada que hacer. Y terminé,

no sé cómo, por aceptar mi papel de Cyrano de Bergerac. Ahí aprendí que los toma-

tes en el sur de Francia son las manzanas del amor y la esposa se llama la patrona.

El éxito fue total. Y durante varios días recibí los encargos más diversos. Desde

cartas procaces, hasta largas excusas de alguna construcción. Y, por supuesto, las

postales de amor. Claro que, a esas alturas, ya no confiaban en mi inspiración y me

traían las misivas escritas a mano. La madre del cordero era la máquina de escribir.

Había recuperado mi sitio bajo el sol. Y así pasaron los días absurdos y fraternos en

torno a una mesa de ajedrez. Tan sólo interrumpidos, pocas veces, por alguna inyec-

ción o una visita a los laboratorios, instalado en mi silla de ruedas como un príncipe

antiguo. ¡Ah, Broussailles! Tiempos de ocio impune, amado y protegido igual que

una mascota. Hasta que llegó la tarde inevitable en que me dieron de alta. Y, a pesar

de mis llantos, fui arrojado a este mundo cruel. El mío y el suyo, querido lector.

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ELOGIO DE LA ACCIóN LENTA

EN LA MIRA

ENTREVIsTA CON MICHEL HOuELLEBECQ*

Marin de ViryTraducción de Eloísa Alcaraz

En esta entrevista que otorgó a la revista francesa Revue des Deux Mondes, Michel Houellebecq, uno de los escritores actuales más interesantes y controvertidos de Europa, establece un retrato de nuestra sociedad y los males que la aquejan.

marin dE Viry: A menudo usted hace un inspirado elo-

gio de lo conservador. Quisiéramos saber en qué sen-

tido el conservadurismo es para usted una virtud.

Michel Houellebecq: El conservadurismo sur-

ge en mi caso de mi formación científica. Los

científicos son conservadores por naturaleza:

mientras la teoría permita explicar los datos

empíricos, no hay razón para cambiarla. La teo-

ría no se modifica a menos de que sea realmen-

te indispensable. Y cuando esto ocurre, nunca

dan marcha atrás. En literatura, conviene no en-

comiar lo nuevo, intentar defender lo más po-

sible lo que siempre se ha hecho. Pero hay casos

en los que esto se vuelve totalmente imposible.

Por ejemplo en su libro, Le Matin des abrutis1, hay

una escena muy sorprendente de reunión de

empresarios: el vocabulario que utiliza, no co-

rresponde para nada a lo que se conocía en li-

teratura hasta ese momento. Entonces, sí, se

vuelve indispensable hacer otra cosa para po-

der hablar de esto. Cuando escribí Extensión del

campo de batalla, me parecía que la descripción

que suelen hacer las novelas de la economía de

las relaciones sexuales era realmente de una

estupidez exagerada, al punto que ya era inso-

portable. No se deberían cambiar las cosas mas

que cuando la situación se vuelve insostenible:

para mí la actitud conservadora consiste en eso.

1 Marin de Viry, Le Matin des abrutis, JC Lattès, 2008.

–Bernanos decía que todo intelectual debe ser consi-

derado como un imbécil antes de que haya demostrado

lo contrario. ¿Para usted, ocurre lo mismo en literatura?

–Sí.

–Usted es prudente pero en ocasiones también se

contradice...

–No creo tener la voluntad de contradecir a mis

contemporáneos. Sin embargo, a veces me su-

cede porque, cuando uno está creando, no pue-

de tomar en cuenta lo que van a pensar los con-

temporáneos. No se puede concebir la creación

si no se tiene la aptitud de no tomar en cuenta

lo que piensan los contemporáneos. Cuando lle-

ga el momento de la relectura, claro que me doy

cuenta de que me estoy buscando problemas

adicionales... Y el editor puede intervenir para

convencerlo a uno de que no publique un pá-

rrafo que le ocasionará conflictos innecesarios.

Pero cuando se trata realmente de elegir, lo que

predomina no es un criterio de verdad sino un

criterio estético. Cuando el párrafo salió muy

bien, uno no puede quitarlo, aunque sea injus-

to, estúpido o provocador. Pienso concretamen-

te en el párrafo del egipcio en Plataforma que ha-

cía reír a todo el mundo. Es un poco tonto, el

párrafo ese, pero es chistoso. Seguramente fue

por eso que nadie me pidió que lo quitara.

Page 106: Patologías

106

–Pero no siempre es lo chistoso lo que predomina en el

momento de la elección estética. Al ver la película ins-

pirada en La posibilidad de una isla me sorpendió que

usted haya conservado la esencia del cuestionamien-

to filosófico que hay en la novela, el proyecto de una

eternidad concreta...

–Me parece interesante que esta entrevista se

lleve a cabo justo ahora, porque lo que a Iggy Pop

(cuyo último disco, Préliminaires, se inspira de La

posibilidad de una isla) le fascinó fue la historia

atroz entre Esther y el narrador, más que el dis-

curso sobre la eternidad. A Esther le gustaría

amarlo pero, al mismo tiempo, ya no es capaz

de amar. ¿La generación a la que pertenece re-

nunció o no al amor? no lo sabemos... No quie-

re amar porque amar nos hace débiles y ella

quiere ser fuerte. Si adoptamos el punto de vis-

ta del narrador, hay un momento en el que él se

da cuenta de que no es el más fuerte: es un mo-

mento importante en una vida. Y se expresa ma-

ravillosamente en el disco de Iggy. Es un hom-

bre de sesenta y dos años, que seguramente ya

vivió ese tipo de cosas: creer que uno es el más

fuerte en una relación con una mujer más joven,

y constatar que no lo es... Volviendo a la pelícu-

la, siento que, a pesar de todo, hay un equili-

brio entre el humor y la reflexión sobre la eter-

nidad, como se puede ver en la elección decisiva

de Patrick Bauchau (el actor) quien tiene una

verdadera dimensión de profeta pero también

una gran capacidad para hacer el ridículo...

–¿Existe alguna relación –quizás hasta pueda genera-

lizarse– entre ese sentimiento de debilidad que tiene

el narrador durante su relación con Esther, y su deseo

de inmortalidad?

–Honestamente, no. Pienso que el deseo de in-

mortalidad es un deseo general de la historia

que vivimos en este momento, y que es inde-

pendiente de una situación psicológica parti-

cular. En Las Partículas elementales, preciso que

lo que más asusta no es tanto la muerte sino el

envejecimiento. Algo más general y más flácci-

do. En algún momento, la idea de que la vejez

otorgaba sabiduría, y respeto desapareció. En-

vejecer se convirtió en un horror absoluto. Mire,

es muy agradable que la gente diga cosas en

lugar de uno. A la pregunta que me hizo un pe-

riódico holandés: “¿Cómo vive usted el hecho

de envejecer?”, Pascal Bruckner respondió por

mí: “Extremadamente mal”. La adquisición de la

sabiduría ya no es un consuelo para la decaden-

cia física.

–Por momentos, usted hace referencia a lo que podría

llamarse una cultura antigua del amor, contraria a esta

evolución que nos hace despreciar a la vejez. Pienso por

ejemplo en el personaje luminoso de la abuela del na-

rrador de Las partículas elementales. Efectivamen-

te, en su obra se trata de un mundo ya extinto. ¿Cómo

analiza usted la destrucción de la cultura del amor?

–Quiero subrayar el hecho de que, aun si a veces

disfruto “haciéndome el ensayista”, en el fon-

do no soy un intelectual. Sobre ese tema, reac-

ciono como novelista. Tengo un amigo –a quien

dediqué La posibilidad de una isla–, un ser realmen-

te bueno. Un día, me dijo que iba a invitar a un

coloquio a una filósofa americana que trabaja-

ba sobre este tema: “¿Por qué existe la bondad?”

Se trata, en efecto, de una pregunta fundamen-

tal a la que no tengo una respuesta inmediata.

Se podría decir que la religión es un entrena-

miento para hacer el bien. Pero personas que

no tienen ninguna noción religiosa manifiestan

a veces una bondad espontánea. Resulta pro-

blemático, porque en cuanto uno trata de ser

intelectualmente honesto sobre este asunto, se

topa con un misterio. Una vez me sucedió algo

muy extraño y nunca he tenido la oportunidad

de incluirlo en una novela: ocurrió durante un

ENTREVIsTA CON MICHEL HOuELLEBECQMarin de Viry

Page 107: Patologías

107

EN LA MIRA

periodo de grandes huelgas, en Francia, en 1986,

durante el cual ya no se podía circular en tren.

Alguien me subió a su coche, me llevó a donde

quería, gratis, y alejándose cien kilómetros de

su destino, mientras que otras personas, en las

mismas circunstancias, empezaban a hacer su

agosto en las estaciones de tren. Era casi una si-

tuación de guerra. El carácter moral de la gen-

te se manifiesta en esos momentos de forma

muy violenta y contrastada, sin que uno pueda

referir esto a una creencia religiosa. Por eso las

personas que vivieron una guerra muchas ve-

ces escriben libros buenos: de repente todo se

vuelve tan claro... Cuando hay mucha violencia

unos son muy buenos y otros muy malos. Y la

reflexión casi no cuenta.

–Pareciera que usted tiene una teoría sobre la violen-

cia que usted no tiene sobre la bondad. En La posibi-

lidad de una isla, usted muestra una humanidad que

concluyó su ciclo de violencia, en términos que recuer-

dan a la teoría mimética de René Girard...

–Conozco a René Girard sobre todo por una te-

sis, que considero falsa, y que se enuncia así:

“deseamos lo que el otro desea”. Para mí, las co-

sas son más simples: deseamos lo deseable. El

cuerpo de una mujer joven es deseable en sí mis-

mo. De hecho, observo una invariabilidad rela-

tiva del cuerpo deseable, a pesar de lo que se sue-

le decir al respecto. El 90­60­90 sigue siendo

el motor universal del deseo masculino.

–Si dejamos la novela, territorio de drama, por la poesía,

nos da la impresión de que para usted el lenguaje poé-

tico se sitúa en la cumbre de una jerarquía artística...

–Hay una pregunta general que me interesa teó-

ricamente: ¿Puede existir el arte en un mundo

sin drama? Pintura sí, sin lugar a dudas. Poesía,

yo pienso que también. Sobre la música y la no-

vela, no estoy tan seguro. Pienso que la música

y la novela se alimentan del dolor humano, y

muy difícilmente puede ser celebración pura.

Para responderle de manera directa, yo creo

que sí podemos establecer una jerarquía. Sien-

to claramente que el amor que le tengo a la no-

vela es real, pero se debe a una capacidad que

considero un poco sospechosa tanto en mí como

en todos los novelistas dignos de ese nombre:

la de inventar criaturas, personajes a los que da-

mos vida. La operación tiene un lado sucio. Un

ser humano no es algo precisamente bonito y,

por eso, para inventar a alguien que dé la impre-

sión de existir, uno tampoco puede ser precisa-

mente bonito. No es una actividad muy moral

que digamos. Hay que entrar en detalles roño-

sos. La iglesia canonizó a Fra Angelico, pero nun-

ca canonizará a un novelista, y con toda razón.

Mientras que la poesía... Vi el Libro de Kells, una

magnífica ilustración de los Evangelios hecha

por monjes irlandeses de principios del siglo

viii. Me los imagino muy bien en su monaste-

rio húmedo, en un estado de éxtasis permanen-

te y produciendo belleza todos los días. La poe-

sía puede sobrevivir en ese tipo de ambiente...

–Preguntémonos ahora sobre la relación que hay entre

los diferentes sentidos que puede tener una vida y la

duración de ésta. Usted abordó el tema en un artículo

publicado en su blog: usted dice ahí que no es posible

decir que un escritor decide el momento de su muerte,

pero que tampoco se puede decir que esta idea no tiene

ningún sentido...

–Sí. Por ejemplo, Hervé Guibert, que a mi me

gusta bastante, entró en una actividad frenéti-

ca antes de su muerte efectiva. Lo mismo le pasó

a Lovecraft. Estas personas tenían consciencia

de lo que ocurría en su interior. Ningún autor es

infinito. Es así de simple. Los escritores tienen

un determinado número de cosas que decir. Tra-

tan de decirlas, y a veces el tiempo apremia, y

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© Alberto Ibañez “El Negro”

Page 109: Patologías

109

tienen una actividad frenética. Otras veces du-

ran demasiado, también puede suceder. Para ser

honesto, me gustaría jubilarme, aunque la idea

me parce un poco repulsiva. No estoy seguro de

que lo vaya a hacer, por el momento todavía no

me es posible.

–Entonces usted considera que hay un vínculo entre

la duración de su vida y su vocación. Porque si usted

piensa que no va a jubilarse, significa que, para usted,

decirlo todo es más importante que retirarse...

–Yo mismo soy un gran amante de la literatura

y sé lo que significa que a uno le guste un escri-

tor. Una vez que ya amamos al autor, cuando

esto ya ha ocurrido, nos interesa todo lo que

escribe. Lo consideramos un testimonio único

sobre el mundo, que proviene de un ser único.

No queremos que el autor deje de escribir jamás.

Por ejemplo, yo leo cualquier cosa de Dostoievs-

ki. Su diario es aburrido, es cierto, pero aun así,

es un placer estar con él. Dan ganas de leerlo

todo...

–Vayamos a la cuestión de la eternidad. En La posibi-

lidad de una isla, usted describe una eternidad con-

creta que resulta muy aburrida. ¿Usted puede imaginar

esa misma eternidad como algo alegre?

–La eternidad no debería ser aburrida. La posibi-

lidad de una isla es la descripción de un fracaso por

volver interesante a la eternidad. Pero todavía

no he dicho mi última palabra al respecto. Por

ejemplo, el perro, presentado como un ser ente-

ramente positivo, no sufre con la eterna repeti-

ción de lo mismo. Me acuerdo que durante la fil-

mación de un documental que se hizo sobre mí,

la directora jugaba con mi perro en la escalera,

lanzándole una pelota y a él no sólo le gustaba

que le lanzara la pelota siempre de la misma

manera, sino que además corría siempre igual

para alcanzarla. Ningún tipo de aburrimiento

se vislumbraba ahí... Era pura repetición. Y, sin

embargo, se trata de un animal inteligente...

Yo no abordé este asunto en mis novelas, pero

constato que algunas personas se sienten feli-

ces de hacer siempre lo mismo. La gran desdicha

de los hombres no consiste, como decía Pascal,

en no poderse quedar quietos en una habita-

ción, sino en no poder hacer siempre lo mismo,

con una felicidad renovada. Ese deseo de nove-

dad es una catástrofe.

–Entonces como novelista, usted todavía no ha explo-

rado la hipótesis de una eternidad concreta. ¿Puede

imaginarse una vida del alma sola?

–¿La eternidad del alma? No. No me la imagino.

Podría imaginarme un relato de la percepción

pura. Me gusta el final de Las Partículas elemen-

tales sobre todo cuando el personaje percibe el

mundo exterior. Podría hacer un relato separa-

do del individuo percibiendo. De hecho, quizá

sería bastante aburrido. Virginia Woolf lo inten-

tó un poco en Las olas. El alma no es una palabra

que se pueda evacuar, aunque todo me impulse

a evacuarla. Es parte de mi formación científica.

Varias cosas llamaron mi atención por ejemplo

me acuerdo de Alain Jouffroy, viejo poeta surrea-

lista que me decía: claro que tenemos un alma,

pero no es inmortal. Maurice Dantec cree ab-

solutamente en el alma. Yo no lo sé, a veces me

da la impresión de que no tengo alma, pero la

gente, por ejemplo en los países del Este, me

dice que estoy lleno de alma, entonces no sé qué

decir...

–Si su ánima es el principio que a usted lo anima, po-

dríamos atribuirle el hecho de que usted, como escri-

tor, contempla la posibilidad de no jubilarse mientras

que, como individuo, quisiera tener un retiro...

–Sí, sí, efectivamente.

EN LA MIRA

Page 110: Patologías

110

–Existe una representación simbólica de los hombres

que me parece muy semejante a sus propias creacio-

nes, la de los seres con dos sexos en la teoría del amor

que desarrolla Aristófanes en El Banquete.

–Sí, de hecho es la única teoría del amor que que-

da del Banquete. Es de una belleza inquietante.

Lo tentador sobre todo es el hermafrodismo que

hay en ella. Esos seres perfectos.

–A veces usted demuestra sentirse fascinado por la ve-

locidad a la que se desintegran las religiones...

–Está muy relacionado con los países en los que

he vivido. Radico ahora en Irlanda y compré un

departamento para las vacaciones en España:

eran los dos países más católicos de Europa. Es

alucinante para alguien que no es católico, pero

que de todas formas imagina muy bien qué se

siente ver que la religión desaparece tan rápi-

do; realmente resulta espectacular. En España

ya es sabido, existió “la movida”, a la gente le

interesaba mucho el sexo. Pero en Irlanda no

pasa lo mismo, lo único que les interesa es el

dinero... Y, sin embargo la caída es la misma, y

ocurre a la misma velocidad. Hablo y hablo de

esto, pero me asusta, porque yo mismo crecí

sin una “gran” estructura, sin “gran” explicación

del mundo. Hubo un poquito de comunismo

en mi formación, y aunque era un sistema de

asistencia social y de vida en comunidad muy

bueno, nunca lo abarcó tanto como hace el ca-

tolicismo, que lo engloba todo: el comporta-

miento privado, el calendario, etc. La gente vive

dentro de eso y, de repente, en pocos años, to-

do desaparece: me pregunto cómo no se vuel-

ven locos.

–¿Pero las personas pierden la fe o la cultura católica?

–Lo que despareció en España fue la creencia en

Dios y en la inmortalidad. Y la gente no se ha

vuelto loca. Tal vez la verdad de todo esto es que

yo sobre estimo a la gente. Quizá vivan simple-

mente como animales.

–En sus novelas a usted le interesa la figura del profe-

ta y también el tema de la revelación. Según usted, ¿el

interés por los profetas y por la palabra revelada co-

rresponde a un simple deseo de inmunidad que tienen

los hombres, o bien a un deseo más noble?

–Ambas son ciertas. Me fascina el asunto de las

creencias religiosas más que el tema de los pro-

fetas. En el caso de Raël, por ejemplo, propone

una alternativa que puede tener sentido. Qui-

zá porque la ciencia, ni nadie, entiende nada,

justo por eso la ciencia se puede adoptar como

una fe. La última vez que vi a Raël, llevaba una

camiseta que decía “Science is our God”. Por qué

no pensar que la ciencia nos va a hacer felices y

que además es buena? Pero, más allá de eso,

lo que me parece fundamental en el fenómeno

religioso es la idea de que, a pesar de las apa-

riencias, todo está bien y que Dios nos ama. Si

Pascal, uno de los hombres más inteligentes de

la historia fue tan importante en mi vida, es por-

que entendía bien el problema que Dostoievski

expresó a su manera nerviosa aunque menos

fulminante: si Cristo estuviera contra la verdad,

yo estaría con Cristo contra la verdad. En un sen-

tido, esas elecciones irracionales tan fundamen-

tales coinciden con la pregunta que ya nos he-

mos formulado: a nadie le conviene hacer el bien,

y sin embargo algunos lo hacen. A todo el mun-

do le convendría ser un personaje cínico a la

Maupassant. Sobre asuntos de religión tengo,

antes que nada, una actitud de escritor. Admiro

frases como la de San Pablo: “Si Cristo no resuci-

tó nuestra alegría es vana”. La pronunció en una

época en la que ya no había testimonios de la

resurrección. Y esto es justamente lo que vuel-

ve tan fuerte la expresión de su apuesta total.

Escribí Rester vivant, méthode, mi primer libro, in-

ENTREVIsTA CON MICHEL HOuELLEBECQMarin de Viry

Page 111: Patologías

111

fluenciado en gran parte por San Pablo. Tiene

una violencia, un nerviosismo: ¡Eso es un escri-

tor! Me doy cuenta que, desde un punto de vista

cristiano, decir “¡San Pablo, qué escritor!”, puede

parecer un poco blasfemo, pero no lo puedo evi-

tar... Uno de los libros que más me han marca-

do en la vida, es el proyecto de guión de Pasolini

sobre la vida de San Pablo. Es más, probablemen-

te Pasolini sabía que eso no iba a ser una pelícu-

la, quizá por eso cuidó tanto la forma escrita.

–¿Qué le inspira a usted un personaje como san Fran-

cisco de Asís, que piensa que Dios provee a todos, que

se niega a considerar que haya una carencia, al punto

en que se negó a pensar en el porvenir y que agradecía

al cielo incluso cuando lo extorsionaron?

–Al escucharlo hablar, me siento como una má-

quina, porque me estoy diciendo: “Ah sí, qué per-

sonaje más bello habría que desarrollarlo”. Sí,

creo que existen ese tipo de personajes... En un

libro de ya no sé cuál escritor católico, el perso-

naje acepta la muerte como algo bueno; pues-

to que Dios es quien la otorga sólo puede ser

buena... “Yo te saludo, oh muerte corporal”, etc.

Quizás en uno de mis mejores momentos po-

dría lograr un personaje así.

–En Cosmos Incorporated, de Dantec, el narrador

describe un mundo completamente averiado, contami-

nado, en el cual, sin embargo, la creación sigue siendo

bella... Piensa que la belleza de la creación nos acom-

pañará hasta el fin de los tiempos.

–Los budistas, por su lado, piensan que el mun-

do es perfectamente tal y como debe de ser.

–Y si hubiera que escoger entre ser Leibniz o Voltaire,

respecto al temblor de Lisboa, usted sería más bien

Voltaire, ¿no?

–Sí, más bien Voltaire, pero me equivoco. Pues la

idea que dice que el mundo está bien no incita

a la inacción, al revés de lo que podría pensarse

de forma superficial, sino que incita a una ac-

ción lenta. Una acción conservadora, dejando

las cosas tal y como están, mejorándolas lige-

ramente cuando es posible, sin intentar bascu-

lar todo cuando es inútil. Para hacer una analo-

gía, le diré que recientemente leí a Tocqueville.

¡Hay que ver, todo lo que le achaca a Lamartine!

Tocqueville da la impresión de ser un tipo hones-

to, que hace lo que le parece correcto en una

situación, mientras que Lamartine –por lo me-

nos en su descripción– parece capaz de hacer

cualquier cosa, con una irresponsabilidad que

raya en lo criminal, en pleno periodo de insurrec-

ción, para que la situación se vuelva más inte-

resante o más divertida.

–Para terminar, hablemos de Graziella, de Lamartine,

a la que usted se refiere como su primera lectura deci-

siva, a los diez años. Lo que llama mucho la atención en

ese texto, es la relación que existe entre la confesión de

indignidad de Lamartine y la belleza del texto. Usted,

que a veces se considera indigno, ¿piensa que existe una

relación entre esa confesión y la belleza de un texto?

–Reconocerse indigno y dar testimonio de ello

forma parte de la higiene general de un escri-

tor. No estoy formulando una ley general, pero

hay una gran cantidad de cosas consensuales

desde ese punto de vista, en la novela contempo-

ránea. Saber que uno es indigno está bien. Pero

no es más que algo previo. Luego hay que saber

rendir homenaje a lo que es digno. Es quizás lo

que encontramos en Graziella, porque el relato

termina con un magnífico poema, “El primer re-

mordimiento”. Intenté hacer el paso de la no-

vela al poema. Lamartine logra ese salto esté-

tico, impresionante y natural a la vez.

* Texto de Marin de Viry para la Revue des Deux Mondes (Derechos reservados. Este texto no está sujeto a la licencia Creative Commons).

EN LA MIRA

Page 112: Patologías

112

uNA TARDECOMPRO uN LIBRO

Llevo conmigo perfectamente anudados,

fusionados como siempre, el deseo y el

deber. Entro en una librería sin sentir zo-

zobra alguna. No hay por qué: más que

nada en la lectura, en la vida que dedico

a leer, consigo hacer que coincidan, sin

esfuerzo y hasta con soltura, lo que ten-

go que hacer y lo que quiero. Los libros

me reciben por eso con el aire reposado

del que tiene mucho tiempo. En las me-

sas o en los estantes, en la vidriera o en

los exhibidores, se ofrecen sin mayores

urgencias; si no es hoy, será mañana: al-

guna vez nos veremos. Entro y miro por

costumbre, pero traigo mis ganas de lec-

tor delineadas por completo, desde aquí

hasta donde alcanza la vista. Esto leo

para comentar en una reseña bibliográ-

fica, esto para enseñarlo en el sur, esto

para las clases de agosto, esto para el

artículo que no admite prórrogas, esto

porque tendría que haberlo leído hace

mucho, esto para dar la charla aquella.

Pobrecitos los que son prisioneros de esa

guerra que tantas veces sostienen la pa-

sión y las obligaciones. En mí firmaron

hace tiempo un armisticio inmejorable, y

se aliaron de inmediato como potencia

invencible. No obstante, yendo y viniendo

en la calma de la librería de siempre, al-

canzo a distinguir desde un costado esa

clase de señal que no puede confundirse.

A veces la da una persona que quiere que

la conozcamos, a veces la da un amigo

que nos distinguió y que se acerca. A ve-

ces la da un libro. Acaba de darla ése: la

BAZAR

dio como si pudiese mirar, y por ende le-

vantar la mirada. Yo, lector, le correspon-

do: me acerco y lo sostengo entre las ma-

nos. Por supuesto que miro la portada,

que leo la contratapa, que pispeo la sola-

pa; sé también de qué se trata más o me-

nos el libro y quién fue el que me habló

del autor. Pero todo eso viene después,

después de que el libro se dio a ver, des-

pués de que se hizo percibir porque fue

capaz de percibirme. Ya existe una rela-

ción entre este libro y yo, ya no va a po-

der decirse que no tenemos nada que ver.

Me interesó; si lo dejara ahora en su sitio,

si lo devolviera a la mesa y me olvidara de

él apenas al salir a la calle, sería ya de to-

das formas el libro al que renuncié, el libro

del que desistí, el libro que me perdí de

leer porque habría querido leerlo.

–Lo llevo –comento al librero con apa-

rente calma. Me consulta si es para re-

galo y respondo que no, que es justamen-

te lo contrario.

Voy a leer este libro muy pronto. Cuan-

do lo lea, mientras lo lea, voy a tratar de

definir si acaso puedo reseñarlo, o si pue-

do enseñarlo en el sur, incluirlo en las cla-

ses de agosto, mencionarlo en el artícu-

lo que debo, o agregarlo a la charla aquella

que tengo que dar en un tiempo. La unión

cabal del deseo y el deber es demasiado

vital para mí como para que deje de cui-

dar su alimento.

Martín Kohan

Page 113: Patologías

113

suDOREs DEHIPOCONDRIACO

Durante la enfermedad uno está como

nunca cerca de su cuerpo y a la vez aleja-

do de sí mismo.

* * *

La necesidad obsesionante de salud ter-

mina por vampirizar las capacidades del

enfermo impidiendo su mejoría.

* * *

Hay un tipo de enfermedad insidiosa que

podría compararse con un bastón: estor-

bosa y molesta, nos ayuda a mantener-

nos en pie.

* * *

Las enfermedades imaginarias pueden

llegar a ser la forma más constante del

amor propio.

* * *

La postración es propicia para la intros-

pección y el autoconocimiento, de allí que

casi nadie quiera ser vencido por un pa-

decimiento.

* * *

BAZAR

Tan dañinas para la salud como las corrien-

tes de aire frío son esas tardes en que nos

refugiamos frente a la chimenea, en un

mullido sillón, bajo el efecto de un sedan-

te. Dejan afónica la voz de la conciencia.

* * *

Un malestar crónico no tarda en adoptar

la forma de una mascota, a la que malde-

cimos pero también hemos aprendido a

querer. Todos los días la sacamos a pa-

sear con nosotros, y aunque nos lamen-

temos de su obstinación y servilismo, no

vemos el momento de acariciarla con cier-

to arrobo y presunción en los encuentros

sociales.

* * *

Embotamos nuestro espíritu con toda

suerte de tóxicos y ofuscaciones quizá

porque tememos que un exceso de clari-

dad termine por arrojarnos a la náusea o

la locura.

* * *

La sensación de bienestar y lucidez, des-

pertarse una mañana endemoniadamen-

te radiante, tan lleno de proyectos como

de efervescencia, son cosas que uno ter-

mina por entenderlas como síntomas,

como advertencias, como pájaros de mal

agüero de algo sin duda grave.

Luigi Amara

Page 114: Patologías

114

LA FuRIA DE LOs CANGREJOs

Me gusta tejer porque puedo quedarme

como ida en el movimiento de las agujas,

el uno dos de cada puntada y no pensar.

El hilo, esa prolongación constante, lineal

–tono de tiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii que pareciera

infinito–, de pronto entra en el juego de

los ceros y los unos, derecho revés, dere-

cho revés, derecho revés, para crear un

orden que puede ser de suéter o de pon-

cho con barbas. La señora de al lado bor-

da flores azules de punto de cruz en una

servilleta, que para el caso es lo mismo.

Yo tejo una bufanda que nadie se va a po-

ner en Navidad. El color es tan feo: guin-

da, casi marrón. A nadie que yo conozca

le gusta el guinda, pero ahí estaba la bola

de estambre en el cajón chiquito de la má-

quina de coser y quería entretenerme con

algo. Ya sé, van a decir y por qué no mejor

te pones a leer, de perdida una revista, o

a llenar un crucigrama. Pero aquí no se

puede, no hay manera de que la mente

se vaya a perseguir piratas y rosacruces.

Hay que estar al pendiente por si el doc-

tor pasa visita o si llega la enfermera y

pregunta a qué hora se le puso el medi-

camento. Entonces aviento el tejido para

donde sea; hay que ponerse a las vivas

para cachar instrucciones, ver si por ahí

uno puede agarrarse de algún gesto, de

alguna palabrita para hacer preguntas y

saber algo, de preferencia esperanzador.

Luego está que la que cuida al de la cama

de al lado siempre es una cotorra parlan-

china, y con que uno le dé los buenos días

ya es motivo para que se suelte con su

retahíla de comentarios y anécdotas

amarillas: que si le nació el niño muerto,

que si una enfermedad de esas feas, que

si vomitaba y vomitaba, que si se le vol-

tió la matriz como calcetín viejo. Los pa-

sillos de los hospitales son sin duda el

mejor lugar para andar confesando enfer-

medades ocultas; casos propios, de algún

familiar o de quien sea; diagnósticos ver-

daderos, inventados o exagerados. Gana

el que logre causar más pena. La pena es

la moneda que aquí se gasta, así es como

se obtienen sillas, sábanas extra, raciones

dobles de gelatina. Aunque, a decir ver-

dad, sí hay quien se pone a hablar nomás

por puro gusto. De todas maneras no hay

forma de hacer oídos sordos. Es imposi-

ble no escuchar, como es imposible no

ver, por más que se haga ojo de hormiga.

Va uno por el pasillo y se cuela por el rabi-

llo del ojo la vista entre las cortinas tiesas

que ponen entre una cama y otra, y que

nunca cierran bien; uno hace como que

no mira pero sí mira: piernas así, piernas

asá, chichis arrugadas y pitos de viejito

oreándose, abanicados apenas con un

cartón de caja de zapatos. Bonita me ve-

ría yo aquí con mi libro de poemas, que

vergüenza, iban a decir: y esa vieja paya-

sa qué, se cree intelectual o qué. Así que

mejor me entretengo con esto del tejido,

aunque estemos en pleno verano y las

manos me suden. Se teje para esperar,

pienso. Tejen chambritas las mujeres em-

barazadas y nidos de paja los pájaros para

sus huevos; las hijas que esperan la muer-

te de sus madres también tejen. Es como

ir trenzando el camino de regreso. Un

tiempo suspendido en la espera a que la

vida acabe de llegar o de irse. ¿Qué tiene

BAZAR

Page 115: Patologías

115

BAZAR

tu mami?, pregunta la cotorrita que cui-

da al de la cama de al lado. Un... as-tro-

cito­ma difuso, le digo leyendo el cartón

escrito con plumón verde sobre la cabe-

cera. Ah. Pero se ve que ya está mejor,

¿edá? Debe estar bien contenta de que

viniste a verla –suspira–. Hay que pedirle

mucho a Dios, mija, él todo nos concede.

En lugar de decir cualquier cosa, digo que

sí con la cabeza y pongo una sonrisa boba.

Con la uña le rasco a la bufanda una man-

cha de comida que se hizo costra.

De noche, ya tarde, me gusta pasear

por la sala de espera. Ahí hay una máqui-

na de dulces con un parche de cinta mé-

dica en la ranura para el dinero, sillas

puestas contra los muros. La gente se las

ingenia para dormir más o menos acos-

tados: se hacen taco en una cobija cua-

drada estirada hasta la coronilla como

si fueran indigentes, porque no importa

que tengan un poquito de dinero y una

casa, todos aquí parecemos indigentes;

le vamos perdiendo la pena y el asco al

piso, a los baños, a los vasitos desecha-

bles. Vuelvo a la habitación aunque no

tiene caso dormirse todavía. Tarda más

uno en acomodarse en la silla, cuando ya

le agarró otra vez la punzada a algún fu-

lano y se puso a dar de gritos, y eso des-

pués de que uno ya se acostumbró a las

toses, los ronquidos, la luz mediana que

a veces zumba y parpadea. Cabeceo a ra-

tos con el tejido sobre la panza y de pron-

to me llega un airecito fresco con olor a

lluvia que me despabila. Alguien abrió la

ventana del cuarto. La rendija que se pue-

de abrir porque tiene un tope que no deja

que la ventana se recorra más de treinta

centímetros. Descubro a mi mamá con

los ojos abiertos y me apuro a preguntar-

le ¿Necesitas algo? ¿Quieres agua? Como

no sé si me escucha atiendo a sus ges-

tos, a los pedacitos de palabra que diga,

aunque casi siempre diga una cosa por

otra. Si cabe la cabeza, cabe todo el cuerpo,

dice clarito mirando hacia la rendija de

la ventana. No digas eso, ma, le digo, y le

acaricio la frente. Ella afirma con los ojos

muy abiertos como si hubiera dicho la

cosa más ocurrente y repite ¡Sí! Si cabe

la cabeza... cabe todo el cuerpo. Me pongo a

tejer para hacerme tonta aunque tenga

calor y me suden las manos como dos

llaves de agua. ¿A quién se le habrá ocurri-

do pegar en uno de los barrotes de la cama

una estampita de Bart Simpson arrodi-

llado, rezando, con una sonrisa grande y

amarilla? La cotorrita se levanta y arras-

tra los pies de camino al baño: Se desper-

tó tu mami, ¿edá? Ei, si se ve que ya está

mejor, bendito sea Dios, hasta la oí que

hablaba, ¿Qué fue lo que te dijo? Le con-

testo cualquier cosa y veo hacia la ven-

tana. Del otro lado flotan las cruces de

neón de las iglesias. Cruces verdes, azu-

les, rojas y anaranjadas suspendidas en

el aire oscuro de la noche.

Ave Barrera

Page 116: Patologías

116

causa, asegura que se trata de todo me-

nos de una consigna, el día mundial de la

procastinación es la oportunidad de apre-

tar el botón de pausa. Un día para el distan-

ciamiento y la relfexión.

Eloísa Alcaraz

DÍA MuNDIAL DE LA PROCAsTINACIóN

GABRIELA NO Es GuAPA PERO CuANDO LA CONOCEs TE PARECE LINDA

Entregar el trabajo que prometimos para

hace una semana, terminar el reporte de

actividades del mes, la factura de la luz,

la declaración de impuestos... ¿y si final-

mente, y sin ninguna culpa usted decide

dejar todo para después, y participar en

el día mundial de la procrastinación, progra-

mado para el 25 de marzo?

Esta palabra de origen inglés con sono-

ridades tan impúdicas consiste simple-

mente en dejar para mañana lo que puede

hacerse hoy. Un comportamiento seduc-

tor en muchos sentidos pero que fácilmen-

te puede volverse patológico, a menudo

insoportable para quienes nos rodean y

algunas veces llega a ocasionar graves

consecuencias materiales.

¿Firmar la boleta de calificaciones de

nuestro hijo mayor? Mañana. ¿Hacer la

verificación del coche? La semana que vie-

ne. ¿Hacer cita con el dentista? El próximo

mes. ¿Revisar para el extraordinario? En

las vacaciones. ¿Visitar a los abuelos? Lue-

go. El escritor François Weyergans, víc-

tima de la procastinación, asegura en su

novela Trois jours chez ma mère: “La procras-

tinación, es una defensa inmunitaria para

hacer frente a una sociedad extremada-

mente ruda”.

Contra la velocidad y el frenesí que nos

aqueja, David d’Equainville, fundador de

la editorial Anabet, acaba de crear un si-

tio de Internet dedicado a esta práctica

y editó en Francia un libro sobre el tema:

Demain, c’est bien aussi (también mañana

está bien). Como buen militante de su

Wiener quiere decir “vienés”. Yo soy algo

así como Gabriela “de Viena”, como una

salchicha. Mi tatarabuelo se llamaba

Char les Wiener Mahler, y era de naciona-

lidad austriaca. Llegó a Perú en 1875, en-

viado por el gobierno francés como par-

te de la Gran Exposición Universal. Como

era de esos viajeros ilustrados de media-

dos del xix, se levantó en peso cuatro mil

piezas arqueológicas que ahora ocupan

una gran vitrina en el Museo Etnográfico

de París y gracias a ello le dieron una me-

dalla. Por desgracia, no tengo ni idea de

si soy descendiente del compositor del

tema de Muerte en Venecia. Lo más pro-

bable es que no. Pero del Wiener sí. Lo

único que sé es que mi tatarabuelo, des-

pués de pasar brevemente por esas tie-

rras, se regresó a Francia con un niño indí-

gena, espero que no para ponerlo también

en una vitrina, al estilo King Kong. Un ami-

go que sabe mucho sobre esas cosas me

dijo que los “indios” que eran llevados a

Europa no sobrevivían mucho tiempo.

Yo ya llevo seis años y me parece un mi-

BAZAR

Page 117: Patologías

117

BAZAR

lagro. Volviendo a la época de mi tatara-

buelo, el hombre se fue con un indiecito

pero dejó a un niño que a su vez tuvo otro

hijo que a su vez tuvo diez hijos, uno de

los cuales a su vez tuvo a mi abuelo que

a su vez tuvo a mi padre que me tuvo a

mí. En Perú a los que desentierran teso-

ros preincaicos se les llama huaqueros,

aunque sean muy intelectuales, o lleven

las piezas a museos de Europa o a los sa-

lones de sus casas. Los huacos son piezas

milenarias de cerámica, piedra o metal

de gran valor arqueológico y artístico. Al-

gunas veces me han dicho que tengo una

cara muy parecida a la de un huaco retra-

to. Desde que estoy en España, siempre

me encuentro con gente que le dice a al-

gún amigo “no pareces peruano” y de in-

mediato voltean a mirarme y me dicen

como haciéndome un gran descubrimien-

to: “en cambio tú sí tienes cara de perua-

na”. Será porque la familia de mi madre

es de la costa norte del Perú, territorio

donde siglos atrás y mucho antes del im-

perio de los incas, se desarrolló una cul-

tura llamada Mochica, cuya especialidad

eran los huacos costumbristas y eróticos,

una manera muy light de llamar a estas

pequeñas esculturillas pornográficas. Hay

algo en esta mezcla perversa de huaque-

ro y huaco que corre por mi sangre, algo

que me desdobla.

* * *

No hay que ir al cielo ni a la peluquería

para tener el privilegio de escuchar que

hablen de uno en términos crudamente

estéticos. A mí me pasó. Gabriela no es

guapa pero cuando la conoces te parece

linda, dijo la amiga 1 a la amiga 2. Yo es-

cuché ese diálogo, o me lo contaron, da

igual. A lo que voy es que cuando uno es-

cucha la frase “no es guapa” lo primero

que se te ocurre es que no están hablan-

do de ti. Por lo general, se da por descon-

tado que en el mundo hay feos pero ni se

te ocurre que puedas estar en ese grupo.

En el peor de los casos, es cuestión de gus-

tos o es una cuestión de puntos de vista,

o la belleza es subjetiva o eres el patito

feo o un feo con suerte, o no eres tan feo

o eres un cisne. Pero creo que esa fue la

primera vez que me vi desde fuera o que

me di cuenta de que alguien más, además

de mí, había pensando que yo no era bo-

nita. Cuando alguien me soltaba alguna

cosa horrible en el colegio, yo solía volver

a casa devastada. Mis padres entonces

me decían bonita, para consolarme, eres

bonita, Gabriela. Yo en el fondo les creía,

quería creerles. Mentían, claro, siempre

mintieron, lo supe desde esa vez. Nadie

quiere ser simpática, ninguna mujer quie-

re ser solo agradable. Hay pocas cosas

tan en desuso como la belleza interior.

Yo lo he hecho mil veces, quiero decir

que yo me he aplicado al ejercicio de juz-

gar estéticamente a otros, como una gran

entendida, y no suelo ser tan benigna co­

mo aquella amiga. El escarnio bien prac-

ticado es hasta artístico pero vilipendiar

el aspecto del prójimo no. Eso está mal

visto. Eso sí que es feo. Pero yo lo hago, no

importa con quién, con cuántos. Y sobre

todo conmigo misma. Todos sabemos que

para la gente realmente guapa éste no

es un tema de conversación. Los guapos

de verdad ni se dan cuenta de lo gua-

pos que son. Para la gente fea tampoco.

Page 118: Patologías

118

Para los feos no es un tema, es el único

tema. De hecho, alguien que no habla del

físico de los demás, aunque no sea una

persona guapa, solo por la abstención ya

puede considerarse un poco guapa. En

cambio, a alguien ni fu ni fa, e incluso a

alguien semiguapo, le afea bastante ha-

blar de la belleza o la fealdad de los otros.

Yo soy fea, no horriblemente fea, aunque

según qué espejos puedo verme franca-

mente horrible, pero no soy guapa. Como

dijo aquella amiga, soy linda si me cono-

ces. Nadie se siente atraído por mí a pri-

mera vista y esto puede ser muy moles-

to en un mundo donde casi la mitad de

la población tiene una anécdota acerca

de un amor fulminante. De hecho creo

que siempre he sido yo la que me he acer-

cado a los demás, pocas veces ha ocurrido

lo contrario. Y claro, cuando me conocen

sí, me conocen y ven que tengo algunas

cualidades, incluso mi físico puede dar

cierto morbo, con ese punto de exotismo,

sobre todo desnuda, parezco una nati-

va amazónica recién capturada, eso da

morbo, morbo colonial, sí, eso dicen mis

amantes, pero puede ser otra mentirilla

de esas. Me he filmado y no me veo nada

atractiva, últimamente menos, de hecho

mis amantes se ven peores que yo en los

vídeos, pero da igual, considero que si mis

amantes son feos también es un proble-

ma mío, mis amantes feos me afean más.

Me pasa lo mismo con lo que escribo. Lo

que escribo siempre me afea. No hablaré

aquí del odio que le tengo a las escrito-

ras que además de escribir bien son por-

tentos femeninos. Tengo a una enterrada

en mi jardín. La belleza mata. Como todas

las veces que lo hago, sobran las palabras.

Duermo con un sicario. Es fácil para mí.

He leído que los feos (una vez más, los

otros) son producto de la selección na-

tural y que su físico es débil y su genéti-

ca pésima. No obstante, Humberto Eco,

un feo clarísimo, en su Historia de la Feal-

dad citaba a Marco Aurelio –apodado “el

sabio” y no “el guapo”– reconociendo la

belleza de lo imperfecto, “como las grie-

tas en la corteza del pan”. Otra fea llama-

da Alejandra Pizarnik, la poeta argenti-

na suicida, escribió: “Te deseas otra. La

otra que eres se desea otra”. La frase me

define en el Facebook. Nunca unas pala-

bras (sacadas de su contexto), me habían

explicado mejor. En una época me dibu-

jaba, en realidad construía collages con

fotografías recortadas, unías partes de mi

imperfecto cuerpo con recortes de cuer-

pos de modelos increíbles. En uno de mis

autorretratos tengo un rubí en el pezón

y mi cuerpo es el de una heroína de cómic

erótico de los setenta. Soy una muñeca

recortable y tricéfala al que le he cortado

el cuerpo y le he dejado los vestidos. Si

esas dos perras hubieran dicho: “Gabrie-

la es guapa pero cuando la conoces te

parece feísima”, entonces sí, ahí sí que

me hubiera parecido bien. Atajo bien las

críticas a mi modelo de virtud, pero un

poco menos todas las demás. Lo que di-

jeron, por último, las convierte de inme-

diato en no guapas. Y a mí en una efímera

preciosidad.

Gabriela Wiener

BAZAR

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119

el misterio del prójimoMUERTE En LA RúA AUGUSTA, DE TEDI LóPEz MILLS

“Todos los géneros son géneros poéticos”, advierte en un ensayo el poeta Antonio Gamoneda. El

comentario bien podría aproximarnos a una definición de la obra que tenemos enfrente. Por más

que pretendamos delimitar en parcelas: decir esto es una novela, es una crónica, es un cuento;

estamos ante la poética de un arte inventado y verdadero al mismo tiempo. Pero encontrar una

obra cuya lectura pueda ser dilucidada desde diversos ángulos con la suficiencia de la mirada

pertinente es menos común.

Desde hace tiempo, Tedi López Mills (Ciudad de México, 1959) se da a la tarea, ardua y afortuna-

da, de responder en cada nuevo libro con una arriesgada forma del trasvase poético. La también

ensayista y traductora que nunca conoció personalmente a Xavier Villaurrutia, recibe este 2009

el premio que lleva su nombre con Muerte en la rúa Augusta, libro publicado por editorial Almadía.

Cuesta trabajo creer que este libro, en 148 páginas y 34 capítulos o secciones, nos abisme en las

posibilidades que acontecen en un poema narrativo que es una novela que transcurre en versos

y, simultáneamente, un melodrama contradictorio y desdoblado que es, también, una suerte del

espejo secreto que podemos llegar a ser.

Muerte en la rúa Augusta narra un fragmento de biografía con destellos de diario: los apuntes

alucinantes de Gordon Smith, un oficinista de Fullerton, California que cierta mañana de oficina,

súbitamente, pierde el hilo del mundo y se adentra en la locura que es el zaguán de su exterminio

en la soledad solo comprensible por la caminata del sabio o del loco, como decía Walser. He aquí

la vida de Gordon vista en sus últimos capítulos. La bitácora interior de un hombre a la vez ama-

do y traicionado por su mujer y su mejor amigo; obsedido en el deseo de un jardín “largo, negro,

hondo y enraizado”, que acaba delirando en un paisaje de albercas. Pero la trama de este libro es

algo más que una intriga y no menos que un juego narrativo donde se aceitan los mecanismos

con que nos provoca una autora.

López Mills juega en este libro, con vocación de equilibrista desdibujando las orillas del lengua-

je que enuncia rumbo a muchas puertas. Si la entrada de la obra es una muerte y una nota indes-

cifrable, nos incita a seguirla y a perdernos para encontrar nuestra propia brújula de los hechos.

Yo di con varias y los caminos me llevaron desde la orilla de una alberca a Lisboa (salto que arran-

ca en la primera página y aterriza en la última), pasando por la historia clínica conjetural y labe-

rintos de sueño.

Una breve historia de Gordon bien podría formar parte de El hombre que confundió a su mujer con

un sombrero, donde Oliver Sacks convierte en narraciones los padecimientos otrora inexplicables,

sin narración, a la sociedad y a buena parte de la comunidad médica. Sacks, avezado neurólogo,

pareciera referirse a Gordon cuando aduce que “las alucinaciones psicóticas, ya visuales o auditi-

vas, lo dirigen a uno, lo acusan, lo seducen y humillan, se ríen de uno y se llega a interactuar con

ellas”. Entonces no se trata de una consecuencia de la imaginación sino de un destino no dirigido.

Lo dijo Pessoa cuando escribió: “con una falta tal de gente con la que coexistir, como hay hoy,

LIBRERO

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¿qué puede un hombre de sensibilidad hacer, sino inventar sus amigos, o cuando menos, sus

compañeros de espíritu?” Así lo vive inevitablemente Gordon con la llegada de Anónimo, su yo

que es él que es mí que es su desdoblamiento asomado al incontrolable teatro de su cuerpo y de

su alma. Porque en el trayecto, incapaz de recobrar la confianza en nadie, el universo sólo le con-

cede dos amigos genuinos: Anónimo y don Jaime, un anciano jardinero a quien Gordon ve como

su “alma gemela, alma de los jardines”.

Gordon se atribula como lo hace el lector al indagar en las páginas del libro: uno no sabe a cien-

cia cierta si es testigo de una producción onírica o de una alteración metafísica. Gordon atesora

su biblioteca con tres volúmenes: “Cómo emplearse sin empleo”, “Manual de jardinería para prin-

cipiantes”, “El abc del origami” y su “Guía del viajero; España y Portugal”, libros que le había rega-

lado Ralph, amigo suyo y de su esposa (a quien le espeta una tarde en un arrebato de lucidez

iracunda: “Te gusta Ralph, Donna, es lo que pasa, estás enamorada de él...” Mientras ella, a la vez

amorosa y aterrada, sólo puede asumir el cuidado musitante de un “Qué tonto, Gordon, ¿cómo pue-

des pensar así?”, ante el asombro sostenido de quien “sabía muchas cosas, había oído una plática

en voz baja, en la sala entre Donna y Ralph; había visto el roce de sus rodillas en equilibrio con los

ojos declinantes de Ralph que se encaminaban hacia el escote de Donna, al unísino los ojos, sus

dos faros mezclados en un solo trayecto de luz blanda; había visto cómo Ralph le agarraba la

mano mientras ella le decía los secretos de su vida con Gordon: ay, Ralph, ya no sé qué hacer... se

corta en el jardín, me escupe, habla solo, me amenaza, me acosa por las noches en la cama”).

Sin otra salida, el destino de Gordon es garabatear el mundo en sus cuadernos con albercas y

jardines, mientras los secretos de su mente y de su corazón permanecerán para siempre, salvo en

el viaje que prodiga este libro a partir de una nota, como un misterio de indescifrable lectura

para el prójimo.

Luis Manuel Hernández Amador

LIBRERO

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En el mundo de hoy, el significado de las palabras bulle y sus vapores dan pie a una virtualidad

delirante. La crisis, los medios electrónicos, la globalización y la añeja muerte de Dios –su cuerpo

descompuesto ya es polvo–, hacen ver abismos o falsos retablos de maravillas ante cualquier

manifestación de principio o génesis. Ahora los significados se corrompen de manera arbitraria

o fantasiosa.

En el documental Una cierta verdad (2008, Dir. Abel García Roure), conocemos la metamorfosis

patológica del significado en la mente de seis esquizofrénicos; el protagonista es Javier.

Las primeras imágenes del circuito cerrado de televisión del hospital Parc Taulí, en Barcelona,

retratan a los enfermos en las pantallas al modo de un reality show en el que, de cuando en cuando,

se escucha al fondo el grito de un hombre, un grito de dolor sostenido, como si sus pensamientos

le hirieran el pecho.

Poco a poco, la sinrazón y las ideas inconexas en la mente de aquellos fascinantes enfermos,

muestran con tino de qué modo la locura es la construcción de un mundo habitable.

Javier se desprende de la realidad tras desconocer a sus hijos como descendientes, pues cree

haber sido engañado y agredido por su mujer. Entonces, convierte esa inquietud en fantasía y

busca ver más allá de lo evidente e investigar lo oculto ¿qué hay detrás de los hijos que no se ase-

mejan a sus padres? se pregunta Javier con desesperación. Entristece ver, más adelante, que los

ojos de Javier pierden su brillo por efecto de la medicación, entonces se convierte en un hombre

normal.

Él pinta figuras geométricas con flechas que señalan el movimiento de la materia (o lo que él

considera la materia) y tiene un cuaderno de ensayos que le muestra a un terapeuta durante la

visita a domicilio: allí anota equivalencias de significado. Para él la palabra “mesa”, significa “puzle”

y la palabra “lápices” también significa “puzle” –¿Las dos palabras tienen el mismo significado?

pregunta el terapeuta. Pero Javier parece no darse cuenta de ese detalle; es simple: él cree que

sus fantasías son reales. Los significados en la mente esquizofrénica se forman a partir del azar,

y gestan así un discurso ilógico, aleatorio y confuso, por lo tanto, poco efectivo.

En la mente esquizofrénica una palabra encierra a todas las demás. Para el enfermo, el lengua-

je se apresa a sí mismo y no hay distinción entre el desajuste de estos significados y la realidad

que, en consecuencia, se desordena.

Sin embargo, Javier desea asir lo oculto por medio de sus conjeturas patológicas.

Al final del documental, la siquiatra Carmen Gallano, dice que el miedo de Javier se origina en

el terror que le produce ser padre. Y, en otro momento, sabemos que Javier intentó matar a su

madre y por eso fue internado. Su confusión y su sufrimiento están sujetos a la inmaterialidad de

ideas obsesivas, de ideas irreales.

El malestar del protagonista se acrecienta porque está convencido de poseer un “alto grado de

conocimiento de las cosas”, y la idea le da dolor de cabeza.

EL BRILLO DE LA CREACIóNSOBRE EL DOCUMENTAL UnA CIERTA VERDAD, DE ABEL GARCÍA ROURE

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Alberto, otro esquizofrénico del hospital, es un joven que, ante el pánico que le produce el fra-

caso, su inseguridad y la fragilidad humana –exacerbada en él–, guarda su rostro bajo la capucha de

una sudadera roja, como si quisiera permanecer escondido dentro de sí mismo, a pesar de procu-

rar ser un monje devoto y pasar desapercibido. Pero la locura está dentro de él, y no afuera.

En el hospital, las individualidades triunfan sobre cualquier sentimiento de comunidad, por-

que cada enfermo cree contar su propia y cierta verdad que se encima a la vida de los otros. El

esquizofrénico no tiende a practicar el consenso.

Javier tiene ochocientos libros y cree que su locura se debe a haber leído mucho. Ante esta con-

fesión una doctora le pregunta: ¿exceso de fantasía?, y Javier asiente. Dice frases cortas sin sen-

tido, por ejemplo: “la idea de la granja me vino de un estafilococo de mi ex”, o afirma que existe “el

lenguaje del hierro”. Las acciones de Javier y sus pensamientos responden a los mensajes de lo que

él llama “radio mental”: las voces que lo rigen.

Los médicos que aparecen a cuadro aseguran que la construcción de la personalidad de un es-

quizofrénico sucede al sentirse habitado por otro. Aquí, pareciera que la esquizofrenia es semejan-

te a algunas situaciones amorosas, pero no es así, ya que las dos personalidades están separadas

dentro de la mente esquizoide, quizá para el enfermo la palabra “habitar” incluya “dividir” y nutris-

te de manera disparatada de la realidad.

Hacia el final del documental, los siquiatras están reunidos y describen el sacudimiento anímico

del prototipo del enfermo: su interior eclosiona, dicen, entonces se desestructura su pensamiento

y su lenguaje.

El esquizofrénico habita a la manera de un Avatar contemporáneo, una especie de realidad vir-

tual o reino de los avatares, con multitud de hologramas, voces y caracteres que parecen reales

que conviven como si fueran reales. Una mente a modo del símil de una mente. En su mundo, la

existencia humana es expuesta en textos breves e hipervínculos, donde todo está relacionado

con el resto y por medio de muchas imágenes, también entreveradas; sin embargo, los textos

aislados tienen un sentido propio que los distingue: allí está la realidad.

Sucede que la palabra “realidad” hoy no se interpreta de la misma manera que antes de la exis-

tencia de los medios electrónicos. La realidad se conserva como el hecho primigenio (en el Dic-

cionario de la Real Academia. Realidad: 1. f. Existencia real y efectiva de algo. 2. f. Verdad, lo que ocurre

verdaderamente.) pero deriva en dobleces vistos de manera arbitraria, en interpretaciones escindi-

das, esquizofrénicas. La realidad virtual engaña la vista porque, en el significado original de la pa-

labra “realidad” siempre estará contenido lo inasible: el misterio del soplo vital, de la vida única,

de la naturaleza inimitable, de lo que no se puede copiar. Tal como no podremos copiar la mente

atormentada y luminosa de Javier sino, apenas, referirla.

El mundo virtual, de las visiones fragmentarias en turno, que pretende definir a la condi-

ción humana por sus pedazos ¿volverá virtual a nuestra existencia o la enriquecerá de realidad?

y para el arte ¿pedirá un imposible virtuosismo electrónico en lugar de la incertidumbre verdade-

ra y maravillosa de los creadores?

Daniela Tarazona

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Martin Heidegger dedicó sus últimos años, retirado en su cabaña en la Selva Negra, a meditar so-

bre la técnica. Ni su conocido desdén por la ciencia –”ese calcular que no piensa”, escribiría–, ni el

arrobamiento filobucólico de su elegía sobre el ocaso de la metafísica, obstarían para que el maes-

tro de Alemania concluyera que en la “pregunta por la técnica” se jugaba el futuro de todo pensar.

Yendo más lejos que sus críticos ilustrados –afincados en un humanismo nostálgico– Heidegger

creía que la técnica, lejos de dejarse pensar en términos instrumentales, como una extensión de

la praxis humana, era un evento que había trastocado por completo el orden del mundo, afec-

tando sobre todo eso que la tradición había denominado “naturaleza humana”. Ésta no podía ya

suponerse ni como fundamento de toda reflexión, ni como el principio que rige y ordena la expe-

riencia. Perdida la antigua unidad, el viejo humanismo parece haberse refugiado en el discurso

sobre las emociones, en las que tanto la mentalidad popular como buena parte de la crítica sigue

reconociendo la marca inconfundible de lo humano.

Si para Descartes las emociones eran prácticamente el exceso excremencial de un mundo regido

por la física, en la imaginación de nuestra época las emociones retienen un aura privilegiada,

como los atributos esenciales de la individualidad, el reducto último de la libertad y la autentici-

dad humana. Incluso para una pensadora como Martha Nussbaum, situada en la estela de los

estoicos –para quienes las emociones eran poco más que juicios cognitivos– los afectos se rigen

por una ley autónoma, son intraducibles y sólo se dejan representar por el arte y la literatura.

€®O$, el nuevo libro de Eloy Fernández Porta, ganador del Premio Anagrama de Ensayo 2010,

es ante todo una violenta y festiva recusación de todo discurso humanista sobre las emociones.

Su programa –la exploración de las vicisitudes de los afectos en eso que Fernández Porta ha dado

en llamar la Era Afterpop– se coloca bajo la advocación de su título, de chocante tipografía: las

emociones han pasado de ser fuerzas primitivas irreductibles (el reino clásico de Eros) a ser fun-

ciones complejas en las que se articulan una diversidad de componentes que, por separado, son

todo menos “afectivos” (el reino de €®O$, con sus connotaciones económicas evidentes). Un úni-

co aliento, piensa Fernández Porta, hermana la actitud ingenua del ciudadano promedio, con-

vencido de la autenticidad de sus sentimientos, y las disciplinas académicas de inspiración

marxista o ilustrada, con su lenguaje de alienación, fetichismo y mercantilismo: la idea de que

el mundo de las emociones constituye una suerte de “reino de los fines” kantiano, la heredad no

enajenable del sujeto, acosada desde fuera por el poder corruptor del mercado, que en este rela-

to comportaría el reverso deshumanizado de lo afectivo.

Fernández Porta se demarca de esta lógica –y de sus correlatos críticos, que son la ironía letra-

da y el diagnóstico como ejercicio de la buena conciencia– para sostener una idea radical: que los

afectos no preexiste a su codificación; que estos no remiten a una interioridad pura, sino que se

articulan en un contexto enteramente exterior, donde juegan lo mismo las fuerzas del mer-

cado que los massmedia. El papel de estos, de acuerdo a Fernández Porta, es fundamental. Si

DE EROs A €®O$€®O$ DE ELOY FERNÁNDEZ PORTA

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los afectos no pueden ser considerados ya como el contenido espontáneo de un sujeto, sino

como efectos de superficie, no puede decirse, en rigor, que éstos sean “descubiertos” o “sentidos”,

sino que deben ser “reconocidos”: percibidos afuera, como en la famosa fase especular de Lacan.

En este sentido, las emociones aparecen como el objeto “Afterpop” por definición: objetos cultu-

rales que lejos de ser banales, constituyen dispositivos complejos, contradictorios, esenciales.

Las repercusiones de este giro vertebran el nuevo libro de Fernández Porta, confiriéndole toda su

originalidad y su proyección. La desaparición de toda noción de una verdad escondida, o un ori-

ginal aún recuperable, viene aparejada de un abandono de toda hermenéutica de la sospecha.

Fernández Porta se decanta por un inusitado ejercicio de superficies: es justo en la pantalla de

los massmedia, en la televisión basura, el mundo de la farándula y el deporte, en el Internet o la

música, donde se juega lo esencial. Si la verdad, como escribiría Zizek citando el eslogan de los

Expedientes secretos X, se encuentra allá afuera, el pensamiento no puede dedicarse a pasar juicio

desde una ceñuda toma de distancia, ni a entonar las exequias de aquella época dorada para la

cual la República de las Letras aún creía poseer la clave. Es por esto que el libro de Fernández

Porta es mucho más que un ejercicio de “crítica cultural”, y su escritura serpentea entre el discur-

so teórico, el comentario y el análisis, pero también por el pastiche, la narración en clave y la

abierta farsa.

El libro de Fernández Porta toma como punto de partida la siguiente paradoja: “es justo ahora,

cuando la subjetividad y sus expresiones están más codificadas y previstas, cuando emergen con

más fuerza los discursos que hablan de la liberación de las pasiones”. Con esto, Fernández Porta se

hace eco del último Foucault, pero sobre todo de Zizek, para quien el capitalismo se define menos

por la represión libidinal o afectiva que por un extraño mandato a disfrutar siempre de manera

más intensa, sobre todo en aquellos ámbitos tradicionalmente considerados más íntimos: el

amor familiar, el erotismo. Si en la imaginación popular el amor aparece como lo más privado y

auténtico, el dique de lo humano frente a los embates deshumanizantes de la sociedad de consu-

mo, lo cierto es que dicha sociedad de consumo sólo se sostiene como fantasía operante si postula

un exceso afectivo, un contenido emocional presuntamente inmaculado: lo que Lacan denominó

jouissance, la imagen de un placer o emoción mucho más plena que cualquier placer verdadero. Así,

lejos de oponer capital y disfrute, lo propio del capitalismo es fundar la productividad y el consu-

mo en una liberación absoluta –y por tanto siempre fantasmal– de la afectividad. El personaje

ideal de la psicofantasía liberal­capitalista es un ciudadano de bien, no demasiado involucrado

en la política, padre ejemplar, amante entregado de su familia, cuyas relaciones amorosas y de

amistad son intensas y auténticas, aún si para esto debe abandonar Buffalo para pasar un vera-

no en la Toscana.

Fernández Porta rastrea el peculiar destino de la vida emocional en el capitalismo trazando la

historia de lo que él denomina «el imperio financiero de los afectos», es decir, el predominio del

lenguaje económico en el discurso amoroso contemporáneo. El paso del ars amandi clásico a la

moderna ingeniería de los afectos plenos es el paso del discurso poético­romántico antiguo al

discurso de los massmedia contemporáneos. En este paso, la imaginería mercantilista juega un

papel principal. Fernández Porta rastrea el uso de este registro de imágenes (el avaro, el usurero,

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el dadivoso, los regalos más correspondidos, etc.) desde los poetas clásicos como Tibulo y Ovidio,

hasta su figura ya plenamente moderna en los sonetos de Shakespeare, en los que la imagine-

ría no nombra el fin del vínculo sino su verdad cotidiana, su esencia. El giro final del capitalismo

avanzado será despojar ese lenguaje de todo signo negativo, transformarlo en el ejercicio de una

nueva plenitud, articulada por el intercambio, es decir, realizar en sentido estricto una “economía

libidinal”, donde afectos, objetos de consumo, y su devenir imaginario en la pantalla de los medios

conformen una realidad indisociable.

El magnífico libro de Fernández Porta, dueño de un registro teórico insuperable, una imagina-

ción delirante, una mirada sagaz y una recreación sugerente y festiva del presente más apremian-

te, merece con creces, en nuestra opinión, la distinción que se la ha conferido.

David Horacio Colmenares

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retóriCA QUe mAtALA EnFERMEDAD y SUS METáFORAS, DE SUSAN SONTAG

Desde la lepra hasta la gripe porcina, pasando por la tuberculosis, el cáncer, las pestes, el ébola,

el vph, el sida, la esquizofrenia y el trastorno bipolar, las enfermedades nos produce horror. Con

mayor razón cuando desconocemos la causa y la cura. Como consecuencia tendemos a ocultar,

callar, crear metáforas, eufemismos, mitos que expliquen lo que el cuerpo padece y la razón no

alcanza a comprender.

En 1975, cuando a Susan Sontag le detectan un avanzado cáncer de seno, decidió dar una feroz

pelea contra la enfermedad que acabaría minando su vida veintinueve años después. La mejor

manera de contrarrestar al enemigo era desmitificarlo, despojarlo de toda embestidura y para ello

blandió el arma que mejor conocía: la literatura. Publica en 1978 un ensayo implacable: La enfer-

medad y sus metáforas, cuyo propósito era privar de significado al mal que la aquejaba. Explica ella

misma en una segunda edición del ensayo: “Mi finalidad era, sobre todo, práctica. Porque des-

graciadamente había comprobado una y otra vez, que las trampas metafóricas que deforman la

experiencia de padecer cáncer tienen consecuencias muy concretas: inhiben a las personas im-

pidiéndoles salir a buscar tratamiento a tiempo. Quería ofrecer a los demás enfermos y a quienes

cuidan de ellos un instrumento que disolviera estas metáforas [...] que debían considerar el cán-

cer como una mera enfermedad. No una maldición, ni un castigo, ni un motivo de vergüenza. Sin

significado”.

Han pasado treinta años desde entonces, y la ciencia ha cambiado de manera radical el pano-

rama de este padecimiento. La prevención y cura de la mayoría de los tipos de cáncer son cada

vez más asequibles. Cabría no obstante revisar hasta donde nuestra mente sigue formulando

paradigmas equivocados que tal vez sin darnos cuenta hemos llegado a asumir. Pasaron muchos

siglos antes de que nos convenciéramos de que las enfermedades no son castigo de los dioses

–y sin duda habrá quien todavía lo piense–; tal vez todavía hará falta un poco más de reflexión

consciente para asumir de manera plena que enfermedades como el cáncer son alteraciones fí-

sicas, manifestaciones de un desorden explicable, lógico y hasta cierto punto remediable, y no la

consecuencia de juicios, represión y traiciones que podamos ejercer sobre nosotros mismos.

Para desmenuzar con tremenda frialdad el mito, Sontag no recurre a la experiencia personal.

Al contrario. Desde un primer momento surge la literatura como espejo, y como herramienta de

análisis el paralelismo entre las dos enfermedades que “conllevan, por igual y con la misma apa-

ratosidad, el peso agobiador de la metáfora: la tuberculosis y el cáncer”. Es así como simultánea-

mente se construye una segunda lectura del ensayo en la que se analiza y contrasta el papel de

estas dos enfermedades (y otras que tuvieron también peso simbólico en su momento) en la lite-

ratura de los siglos xix y xx, así como el peso argumental que representaron en innumerables

obras literarias, su función en la caracterización de los personajes, paradigmas y arquetipos que

de manera tan dócil se prestaban para hacer literatura. Aquí una pequeña muestra:

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“Uno tiene adentro un cuerpo opaco que hay que enviar a un especialista para ver si hay cáncer.

[...] Los tuberculosos pueden observar sus radiografías y hasta quedarse con ellas: los internos

del sanatorio de La montaña mágica llevan sus radiografías en el bolsillo” o: “Novalis [...] define el

cáncer, junto con la gangrena como ‘parásitos acabados, crecen, son engendrados, engendran,

tienen su estructura, secretan, comen’ es una gravidez demoníaca”.

Al final Sontag vaticina, no sabemos todavía si con acierto, que “el cáncer como metáfora caerá

en desuso mucho antes de que se resuelvan los problemas que tan persuasivamente supo refle-

jar”. No nos queda sino esperar que la literatura y la ciencia sigan sus respectivas rutas. De cual-

quier manera bien merece dar una mirada en retrospectiva a este ensayo, que aunque no ha sido

reeditado recientemente en español, se puede leer completo en la página de Scribd:

http://www.scribd.com/doc/10264498/Susan­Sontag­La­Enfermedad

Petra Sophia

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Vivian AbenshushanNació en 1972 en la Ciudad de México. Ha colaborado en las revistas Letras libres, Paréntesis y Tierra Adentro. Es autora del El clan de los insomnes, libro con el que obtuvo el Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen 2002. Ha impartido los talleres “Del ensayo y sus alrededores” y “Taller de literatura portátil”. Es detractora del “fast thinking” objetora de conciencia del derecho de autor tradicional y siente debilidad por el fuego cruzado entre las artes. Junto con Luigi Amara fun-dó Ediciones La Tumbona.

Eloísa AlcarazNació en Tepotzotlán, Morelos, en 1976.Estudió traducción e interpretación.

Guillermo ArriagaNació y creció en México df en 1958. Es el coautor de los guiones de Amores perros y 21 gramos, además de ser productor asociado en ambas películas. Ha escrito el guión de la película que ha supuesto el debut como director de Tommy Lee Jones. Con Los tres entierros de Melquíades Estrada, arriaga ganó el Premio al Mejor Guión en Cannes 2005. Entre otros también es autor de las novelas Escuadrón guillotina; Un dulce olor a muerte (llevada al cine por Gabriel Retes) y el Búfalo de la noche (Llevada al cine por Jorge Hernández Aldana). Arriaga dirigió su primera película en 2008. Con Lejos de la tierra quemada, probó al público que es tan capaz de escribir guiones como de dirigirlos. Ahora sólo queda a Alejandro González Iñárritu probarnos que el director puede funcionar sin las historias del guionista que ayudó a encumbrarle.

Gabriela AlemánEscritora ecuatoriana, nació en Río de Janeiro. Formó parte del grupo Bogotá39. Recibió la beca Guggenheim en el 2006. Ha escrito seis libros, entre ellos: álbum de cromos (La Propia Cartonera, Montevideo, 2010), Poso Wells (Ed.Eskéletra, 2007) y Body Time (Planeta, 2003). Sus cuentos han aparecido en: Les bonnes nouvelles de la Amérique Latine, Ed. Gallimard, 2010 y El nuevo Cuento Latinoamericano, Editorial Norma, 2009.

Ave BarreraNació en Guadalajara, Jalisco, 1980. Es editora y escritora. Actualmente es becaria del programa Jóvenes Creadores, del fonca, en la rama de novela. Es miembro del consejo de redacción de Número 0.

David Horacio ColmenaresNace en la Ciudad de México, en 1979. Estudió literatura y filosofía en Puebla, Katmandú, Lovaina Barcelona y Brown donde vive actualmente. Ha sido colaborador de editoriales como Anagrama Mondado-ri, Acantiado y Destino. Ha traducido a Anthony Burgess (Vacilación, 2009), a James Merrill (Un nido de bobos, 2008), a William Saroyan (El tigre de Tracy, en preparación), entre otros.

Victoria CompañNació en Alicante en 1979. Estudió en la Universi-dad de Valencia y en la Universidad de Barcelona. Trabaja como psicóloga y psicoterapeuta, y colabora en diferentes proyectos de investigación sobre el papel del significado en el sufrimiento humano en la Universidad de Barcelona. Es co-autora del libro La experiencia del dolor.

Andrés CisnerosNació en Lima en 1942. Poeta, periodista, cronista, guionista, catedrático y traductor. Es autor de va-rios libros de poesía entre ellos: Destierro (1961), David (1962), Comentarios reales (1964), Canto ceremonial contra un oso hormiguero (1968), Agua que no has de beber (1971), Como higuera en un campo de golf (1972), El libro de Dios y de los húngaros (1978), Drácula de Bram Stoker (1991), Las inmensas pregun-tas celestes (1992). Un crucero a las islas Galápagos (2005). Ha publicado también varios libros en prosa como El arte de envolver pescado (1990), El libro del buen salvaje (1997), Cuentos idiotas (2002), Los viajes del buen salvaje (2008). Su obra poética está traducida a catorce idiomas. Ha ense-ñado en diversas univer-sidades del Perú, Estados Unidos y Europa. Ejerce el periodismo en prensa, radio y televisión. Actualmente es director del Centro Cultural Inca Garcilaso del Ministerio de Relaciones Exteriores del Perú.

Gloria Dada Nació en San Salvador en 1978, y creció en la Cuidad de México, volviendo a su país de origen en la adoles-cencia. Estudió psicología en la Universidad Pontificia Salesiana de Roma y se formó en psicoterapia constructivista y en el tra-tamiento de los trastornos de la conducta alimentaria en Barcelona. Ha sido becaria del Ministerio de Asuntos Exteriores de España y de la Generalitat de Cataluña. Actualmente realiza estudios de docto-rado en la Universidad de Barcelona.

Bernardo EsquincaNació en Guadalajara, Jalis-co, en 1972. Es autor de Los escritores invisibles, Belleza

roja y Los niños de paja. Está incluido en la antología Grandes hits vol. 1 nueva gene-ración de narradores mexica-nos (Almadía 2008). Escribe crítica de cine en Letras Libres, y sobre pornografía y nota roja en sensacio-nald.blogspot.com.

Vera GiaconiNació en Montevideo en 1974, pero vivió toda su vida en Buenos Aires. Cursó la carrera de Letras en la Uni-versidad de Buenos Aires y trabaja como editora y correctora para diferentes editoriales de la Argentina.

Pedro Juan GutiérrezNació en Matanzas, Cuba, en 1950. Es reconocido internacionalmente por su Trilogía sucia de La Habana que contiene Anclado en tierra de nadie, Nada que hacer y Sabor a mí. También es autor de El Rey de la Habana; Animal Tropical; El insaciable hombre araña y Carne de perro. Además es poeta y pintor. Vive en el centro de la Habana desde donde construye el universo que a la crítica le ha dado por llamar realismo sucio.

Julián HerbertNació en Acapulco en 1971 pero vive en Coahuila desde 1980. Es autor de los libros de poemas El nombre de esta casa (Tierra Adentro, 1999), La resistencia (filodecaballos, 2003), Autorretrato a los 27 (Eloísa Cartonera, Buenos Aires, 2003) y Kubla Khan (Era, 2005). Ha publicado también la novela Un mundo infiel (Joaquín Mortiz, 2004) y el libro de cuentos Cocaína (manual de usuario) (Almuzara, España, 2006). Compiló junto a Rocío Cerón y León Plascencia Ñol el volumen El decir y el vértigo. Panorama de la poesía hispanoamericana reciente (1965-1979) (filodecaballos, 2003). Obtuvo el Premio Nacional de Literatura

COLABORAN EN EsTE NúMERO

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“Gilberto Owen” 2003 en la rama de poesía y el V Premio Nacional de Cuento Juan José Arreola (2006). Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte. Es vocalista del grupo de rock Madrastras.

Luis Manuel Hernández AmadorNació en Oaxaca, en 1975. Estudió la carrera de Arquitectura. Durante más de seis años dirigió la Biblioteca del Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca, iago. Autor del poemario Contiene material inefable, así como de diversos artículos y reseñas publicados en medios locales y naciona-les. Es becario del Fondo Estatal de Creadores de Arte de Oaxaca. Escribe el libro Fragmentos de un cuaderno atribuible.

Michel HouellebecqNació en Saint Pierre, Isla de Reunión en 1958. Misántropo, conservador y artífice de su propio fenó-meno. Es el autor francés más amado y repudiado. Sus novelas Las partículas elementales y Plataforma se convirtieron en el centro de un debate a fuego cruzado entre la crítica especiali-zada, la prensa diaria y los lectores. El escándalo más reciente se desprende del diálogo público que sostu-vo con el filósofo Bernard­Henri Levy. El escritor vive en Cabo de Gata, Almería.

Martín KohanNació en Buenos Aires en 1967. Es autor de ocho no-velas. Con Ciencias Morales (2007) se hizo acreedor al premio Herralde. Además tiene publicados varios libros de cuentos y ensayo. Es profesor de teoría lite-raria en la Universidad de Buenos Aires y en la Univer-sidad de la Patagonia.

Geneviève LetarteNació en Montreal. Ha hecho una carrera artística singular donde la relación entre la música y la literatura es indisoluble. Autora de las novelas Souvent la nuit tu te réveilles (l´Hexagone, 2002) y Les Vertiges Molino (Leméac, 1996) y de un libro de poesía titulado Tout bas très fort (Écrits de Forges, 2004). Es integrante del colecti-vo de poesía y música Le Band de poètes y miembro del comité editorial de la revista de ensayo y creación l’Inconvénient.

Amilcar Rivera MuniveNació en la Ciudad de México en 1975. Después de pasar por varias disciplinas llega a Jalapa, Veracruz a estudiar Artes Plásticas; ya graduado se dedica de tiempo completo a la pintura y el dibujo. Ha vivido en Eslovaquia, Polonia y actualmente en Barcelona. Su trabajo ha sido expuesto en diferentes países. amilcarriveram.com

Gerardo Rodríguez Canales “Geroca”Nació en Saltillo, Coahuila en 1955. Vivió un tiempo en Monterrey pero regresó a su tierra natal cuando ya no pudo cruzar a pie las vías rápidas y de multicarriles de la ciudad. Arquitecto de profesión, monero de ofi-cio, sus cartones aparecen en los periódicos de Grupo Reforma. Diariamente frecuenta las cantinas de los barrios viejos de Saltillo y los domingos visita algunos de Monterrey. En esos lugares, le suelta la rienda a sus hobbies favoritos: Tomar cerveza y dibujar, dibujar, dibujar. Es un hombre pequeñito, 48 kilos de humanidad metidos en una guayabera.

En más de una ocasión lo han querido encarcelar por pintar feo. Nadie sabe su vida amorosa. Medio sordo, medio mudo, medio miope, podría pasar por autista si no fuera porque ya entrado en las mieles de lúpulo y cebada se descose y despotrica en voz bajita contra una u otra cosa.

Petra Sophia Nació en Granada en 1979. Estudió religiones comparadas en Santiago de Compostela. Ha pasado gran parte de su vida en monasterios budistas.

José Eugenio SánchezVaquero regiotapatío del 65, inventor del fenómeno poético underclown. Entre sus libros se encuentran La felicidad es una pistola calien-te, Physical graffity, El azar es un padrote y Tentativa de un sax a medianoche. Obtuvo el Premio Internacional de la Fundación Loewe a la Joven Creación. Fue invitado por el U.S. State Department al International Writing Program donde recibió el título de Honorary Fellow Writer de la University of Iowa. Fue becario de Jóvenes Creadores del fonca y es Miembro del Sistema Nacional deCreadores de Arte.

Juan Antonio Sánchez RullNace en 1968 en México df, Estudió la licenciatura en comunicación en la Universidad Iberoameri-cana, posteriormente se especializó en fotografía en el Centro Cultural Arte Contemporáneo, la Escuela Activa de Fotografía y diversos talleres en el Centro de la Imagen, ha sido seleccionado en la sexta Bienal de Fotografía y en Arte Joven en los años noventa. Como ilustrador está por publicar el libro

Monstruario de Ana Romero, para editorial Alfaguara juvenil. En 2009 gana el premio de la Feria Internacional de Libros de Artista en el marco de Fotoseptiembre.

Daniela TarazonaNació en la Ciudad de México en 1975. Realizó estudios de doctorado en literatura en la Universidad de Salamanca, España (1999-2001). Desde 2002 es colaboradora de suplemen-tos y revistas de México y España, y ha trabajado como editora, redactora y promotora cultural. En 2006 obtuvo la beca Jóvenes Creadores del fonca. En 2008 publicó la novela El animal sobre la piedra (Almadía), que fue bien recibida por la crítica. En 2009, la editorial Nostra publicó su ensayo titulado Para entender a Clarice Lispector.

Marin de ViryCrítico literario, periodista y cronista de la Reveue des deux mondes. Es autor de los libros Le matin des abrutis (JC Lattes) y Pour en finir avec les hebdomadaries (Gallimard). Ganó el premio Ciorán en 2007.

Yael WeissNació en el DF en 1977. Estudió Química en la unam y Letras en la Sorbona. Escritora y traductora. Publicó Cahier de violence (París, 2009). Becaria de novela en el pro-grama Jóvenes Creadores del fonca, 2009-2010.

Gabriela WienerEs periodista, poeta y co-rresponsal en Barcelona de la revista Etiqueta Negra. Es-cribe crónicas y reportajes para revistas y diarios de España y América Latina. Ha publicado los libros Sexografías y nueve lunas.

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