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PARTE II Destaqué allí que el concepto psicoanalítico de la relación entre el yo consciente y el todopoderoso inconsciente constituye una grave afrenta contra el amor propio humano, afrenta que califiqué de psicológica, equiparándola a la biológica, representada por la teoría evolucionista, y a la anterior, cosmológica, infligida por el descubrimiento de Copérnico”. SIGMUND FREUD. Las resistencias contra el psicoanálisis 1924 (1925) CAPÍTULO 4. EL PUENTE HACIA EL INFINITO EL ARTE DE ADAPTAR SIN DISTORCIONAR Si ahondamos un poco en el estudio de las religiones comparadas podremos ver enseguida que la gran mayoría de las concepciones místico-religiosas antiguas son fundamentalmente dualistas. Y es precisamente en esta dialéctica donde afianzan su creencia en la existencia de dos mundos diferentes entre sí: el Material y el Espiritual. Estos dos planos del universo se interrelacionan en la espacialidad del sujeto de alguna manera en una invisible e inexplicable red, desafiando los límites de la comprensión humana y manteniendo al mismo tiempo una polaridad bien definida. Vemos entonces a estos dos mundos, a estos principios universales generadores de todo lo existente y fuente de toda vida complementarse recíprocamente como partes de una misma matriz, sin poder existir nunca uno sin el otro. Antiguamente, el orbe espiritual era concebido como real, siendo el que vivimos nosotros el mundo de la ilusión; conocido también en la tradición del hinduismo con el nombre de Maya. Este término viene del sánscrito que significa “Ilusión”, “Engaño”, y es el poder cósmico que hace posible la existencia fenomenal y las percepciones de la misma. Según la filosofía vedanta, todo el universo visible no es más que una grande ilusión (maha-maya), puesto que tiene principio y fin y está sujeto a incesantes cambios; así como la única realidad es el Espíritu por ser eterno e inmutable 1 . Su origen se remonta al siglo VIII a.C., aproximadamente con los textos védicos, ya que aparece muy frecuentemente en uno de ellos los (Upanishads) como la fuerza insondable e indescriptible que reside en La Realidad Última. Esta Realidad no ordinaria de la que hablamos aquí es para la filosofía hindú El Espíritu universal, la Mónada divina y El Alma suprema, un principio trascendente, verdadero y absoluto llamado en sánscrito Atman 2 . Esto es algo que la mística y el esoterismo lo saben muy bien. En la constitución 1 Glosario Teosófico de H. P. Blavatsky. Pág, 422. 2 Op. Cit. Pág. 67.

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PARTE II

“Destaqué allí que el concepto psicoanalítico de la relación entre el yo consciente y el todopoderoso

inconsciente constituye una grave afrenta contra el amor propio humano, afrenta que califiqué de

psicológica, equiparándola a la biológica, representada por la teoría evolucionista, y a la anterior,

cosmológica, infligida por el descubrimiento de Copérnico”.

SIGMUND FREUD. Las resistencias contra el psicoanálisis

1924 (1925)

CAPÍTULO 4. EL

PUENTE HACIA EL INFINITO

EL ARTE DE ADAPTAR SIN DISTORCIONAR

Si ahondamos un poco en el estudio de las religiones comparadas podremos ver enseguida que la

gran mayoría de las concepciones místico-religiosas antiguas son fundamentalmente dualistas. Y es

precisamente en esta dialéctica donde afianzan su creencia en la existencia de dos mundos

diferentes entre sí: el Material y el Espiritual. Estos dos planos del universo se interrelacionan en la

espacialidad del sujeto de alguna manera en una invisible e inexplicable red, desafiando los límites

de la comprensión humana y manteniendo al mismo tiempo una polaridad bien definida. Vemos

entonces a estos dos mundos, a estos principios universales generadores de todo lo existente y

fuente de toda vida complementarse recíprocamente como partes de una misma matriz, sin poder

existir nunca uno sin el otro.

Antiguamente, el orbe espiritual era concebido como real, siendo el que vivimos nosotros el mundo

de la ilusión; conocido también en la tradición del hinduismo con el nombre de Maya.

Este término viene del sánscrito que significa “Ilusión”, “Engaño”, y es el poder cósmico que hace

posible la existencia fenomenal y las percepciones de la misma. Según la filosofía vedanta, todo el

universo visible no es más que una grande ilusión (maha-maya), puesto que tiene principio y fin y

está sujeto a incesantes cambios; así como la única realidad es el Espíritu por ser eterno e

inmutable1. Su origen se remonta al siglo VIII a.C., aproximadamente con los textos védicos, ya que

aparece muy frecuentemente en uno de ellos los (Upanishads) como la fuerza insondable e

indescriptible que reside en La Realidad Última.

Esta Realidad no ordinaria de la que hablamos aquí es para la filosofía hindú El Espíritu universal,

la Mónada divina y El Alma suprema, un principio trascendente, verdadero y absoluto llamado en

sánscrito Atman2. Esto es algo que la mística y el esoterismo lo saben muy bien. En la constitución

1 Glosario Teosófico de H. P. Blavatsky. Pág, 422.

2 Op. Cit. Pág. 67.

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septenaria del hombre se lo denomina: el Séptimo Principio. Razón por la cual se lo considera

como la raíz de “todo saber”. Los misticos orientales creían que tomar conciencia de este

conocimiento llevaba al alma a la libertad absoluta, por lo que resulta para ellos -y para algunos

occidentales convertidos también- el más elevado ideal de vida espiritual.

En las antiguas enseñanzas misteriosóficas podía verse esto muy bien, donde el conocimiento era

reservado sólo para unos pocos elegidos y, por tanto, no cualquier hombre podía acceder a

semejante logro de vida interna. Era únicamente el Iniciado en los Sagrados Misterios el que podía

conocer la naturaleza de este inasequible saber oculto después de transitar una vida entera en la

enseñanza del camino, un saber que se podía acceder sólo a través de una instrucción muy especial

que incluía la ejercitación de ciertos métodos de difícil realización, tales como: el ayuno, la

contemplación, el éxtasis, las prácticas ascéticas, los ejercicios de meditación, el yoga y, por

supuesto, las drogas psicodélicas, entre muchos otros.

Desde aquel famoso Lejano Oriente del que tanto nos habló en sus libros Hermann Hesse llegó a

Occidente, y por diversas vías, todo ese bagaje de exóticas e impenetrables prácticas espirituales,

junto con su singular sistema filosófico y el impecable linaje de su milenaria tradición, descubiertas

recién en la década del sesenta por un sinnúmero de personas ávidas de nuevos conocimientos. Y no

fue sino por la rebeldía de estos jóvenes místicos buscadores autodenominados “buscadores de la

verdad” quienes pretendían descubrir aquellos “fragmentos de una enseñanza desconocida”3

provenientes del otro lado del mundo y asimilado después a lo que se conoció como las

enseñanzas del “Otro Mundo”.

Seducidos por la bella promesa de “un cambio interior” y el progreso hacia “un mundo mejor”, “un

mundo feliz”4, era muchísima la gente que corría tras la quimérica visión de este apetecible y

redentor mundo espiritual, el que también se presentaba para la mayoría de estos curiosos

aprendices como un mundo ideal. Y para alcanzar este invaluable y desconocido mundo, más allá

del mundo, no podían sino recurrir a un único camino posible: el uso (siempre indiscriminado) de

estas sustancias maravillosas, también desconocidas, con la férrea convicción de que su sola

ingestión les permitiría ver lo mismo que describían en sus fantásticas visiones aquellos místicos y

maestros orientales.

Estos legendarios sabios, maestros en el ancestral Arte de la Espiritualidad, creían firmemente que

después de toda una vida de rígida disciplina monástica podían alcanzar un estado del ser enaltecido

muy particular. Para ello se basaban en todas sus increíbles prácticas meditativas y ascéticas, así

como en la ingestión de ciertos estimulantes de los cuales poseían vastos conocimientos. Incluso

sabían en detalle cuál de estos estimulantes les facilitaría el acceso a la visión de aquel mundo

quimérico, de apariencia real, aunque no siempre eran utilizados por su inmediata eficacia para ver

como un mero espectador aquella otra realidad, sino como un medio para alcanzar un objetivo más

elevado y comprometido aún, el más noble y sublime de todos los objetivos que pueda alcanzar en

su vida el hombre acético: La Iluminación Espiritual.

Por otro lado, estas drogas psicodélicas de uso común también eran empleadas por sabios y

maestros en sus múltiples variedades, como por ejemplo: ácido lisérgico (conocido como LSD),

hachís, mariguana, peyote, hongos, datura, entre muchas otras. Incluso, la cocaína y el opio, que

eventualmente también eran utilizados en aquella época como analgésicos.

En este sentido, no es casual que Marx comparara la religión con el opio, en tanto que ambos

funcionan como analgésicos: uno en el plano espiritual y el otro en el material o corporal. Según

este gran pensador, parece que ambos tocarían ciertos puntos neurálgicos en el congestionado

psiquismo de la sociedad. Solo hace falta citar como ejemplo de ello su famosa y contundente frase:

“La religión es el opio del pueblo.”

3 El título de una obra de P. D. Ouspensky. Cuya primer edición fue impresa en 1949 y publicada en 1950. Y.

En ingles, bajo el subtítulo: En Busca de lo Milagroso. Un libro muy importante en la literatura esotérica. 4 Es el título de otra obra de Aldous Huxley. En el original es Brave New World. Otra influencia muy fuerte

en los ideales de la época.

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Con el correr del tiempo, el saber popular había descubierto que la única manera en que la gente

podía mitigar la insoportable angustia que le causaba la confusión y el caos de la realidad cotidiana

era escapando de ella mediante las “propiedades analgésicas” que había en lo religioso. Con esta

forma religiosa de anestesiar el alma, los adeptos de esta cultura místico–espiritualista podían

ilusoriamente evadir el compromiso con la realidad, ahuyentar los temores de la mente y anular las

incertidumbres arraigadas en lo más profundo de su ser.

Si algo podemos ver con el psicoanálisis en el estudio de las neurosis es cómo el individuo común

no encuentra otro lugar más seguro donde refugiarse de los problemas de la vida cotidiana que en

“La cura religiosa”5. Este poderoso tipo de fármaco espiritual le procura a los sujetos más creyentes

un verdadero calmante para los dolores del alma, apaciguando también muchas veces las

enfermedades y los trastornos del cuerpo, ocasionados claramente por los síntomas de la misma

neurosis. Un potente somnífero generado por los mismos efectos que produce la sugestión, por vía

de la palabra, que permite al sufriente evadirse de su propia realidad con la invención de “otra

realidad”, una por supuesto mucho más benigna y placentera que la que vivimos todos los días. Es

por esto que los narcóticos y la religión comparten algo en común, ambos presuponen un “doblez”

en el núcleo de su estructura, formando parte de una metafísica cuyo estudio versa sobre un mundo

trascendente. Para decirlo sencillo: la religión cree en la existencia de Dios; y los narcóticos crean

la existencia de un cielo imaginario. Los dos buscan la utopía de trascender esta realidad ordinaria,

construyendo un nuevo paradigma en el “más allá” de este mundo material. Marx acepta estas dos

visiones (metafísica y religiosa) diciendo que no son más que “la realización fantástica de la

esencia humana, porque la esencia humana carece de verdadera realidad...”.

Vale recordar aquí el libro Las Enseñanzas de don Juan, de Carlos Castaneda, aparecido según creo

en 1968. Allí puede leerse clara y literalmente cómo los grandes maestros incluían en sus

enseñanzas el trabajo con los estimulantes, como uno de sus tantos métodos no convencionales que

formaban parte de su sistema filosófico tradicional. De él transcribiremos una pequeña parte de la

cuarta unidad del orden operativo que, Carlitos, como lo llamaba don Juan -su maestro yaqui- hace

en su análisis conceptual sobre su aprendizaje con él.

Castaneda lo cuenta así:

“Los otros estados de realidad no ordinaria que don Juan me hizo experimentar fueron provocados

por la ingestión del cacto lophophora williamsii, comúnmente conocido como peyote”. (La cursiva

es nuestra).

Y de esta manera describe el procedimiento que usaban para prepararlo:

“Por lo general, se cortaba la parte superior del cacto para almacenarla hasta que estuviera seca, y

después se mascaba e ingería, pero en circunstancias especiales la parte superior se ingería cuando

aún estaba fresca” La ingestión, sin embargo, no era la única manera de experimentar un estado de

realidad no ordinaria con la lophophora williamsii.”

Los indios chamanes de Centro América asociaban esta sustancia con una entidad que llamaban

mescalito y que según ellos:

“(...) se entendía como un poder único, similar a un aliado en el sentido de que le permitía a uno

trascender las fronteras de la realidad ordinaria”. (La cursiva es nuestra).

En este momento, no podemos olvidarnos que Capra -sin contar con un maestro como Don Juan

que lo iniciara en el mundo del peyote como a Carlitos- tampoco permaneció ajeno a la influencia

de estas “sustancias prohibidas” en los sesenta. Una época llena de magia y misterio, donde la

libertad y el libertinaje jugaban un papel principal se manifestaban abierta y efusivamente mientras

infinidad de indómitos liberales solo buscaban deliberadamente “sexo, drogas y rock and roll”.

Veamos pues cuál fue su relación con el transgresor mundo de la psicodelia. Pues ésta comenzaría

viajando y haciendo sociales por el mundo, y principalmente, como dijo él:

“compartiendo muchos días en la carretera”.

5 Por el momento no podemos afirmar si este método catártico ¿lo cura o locura?

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Dice que en aquellos tiempos era fácil hacer autostop y viajar de esa manera solamente había que

extender el pulgar para que un auto se detuviera sin problemas. Lo que sucedía luego nos lo explica

así:

“una vez a bordo, le solían preguntar a uno por su signo astrológico, le invitaban a compartir un

„porro‟ y se escuchaba la música de Grateful Dead, o se entablaba una conversación sobre Herman

Hesse, el I Ching, o algún otro tema esotérico”.

Dentro del controvertido mundo de la contracultura, Ámsterdam estaba considerada la capital hippy

de Europa. Allí los hippies eran algo así como un nuevo tipo de turista. Él nos cuenta que la vez que

pasó una semana en Ámsterdam fue el colmo de su vida esquizofrénica como hippy/físico:

“Durante el día me ponía el traje y discutía problemas de física subatómica con mis colegas en la

conferencia... por la tarde, con mi atuendo hippy, circulaba por los cafés, plazas y barcazas de

Ámsterdam, y por la noche me acostaba con mi saco de dormir en alguno de los parques, junto a

centenares de jóvenes de toda Europa.” En esos tiempos acudían a Ámsterdam infinidad de gentes

que venían de todas partes del mundo y no necesariamente para visitar el Palacio Real o los cuadros

de Rembrandt, sino para “estar juntos”. Entonces, nos cuenta:

“Un gran atractivo era el hecho de que fumar mariguana y „chocolate‟ estuviera tolerado hasta el

punto de ser virtualmente legal en Ámsterdam...” (La cursiva es nuestra, las comillas no). Luego

nos dice:

“había leído varios libros sobre LSD y otras sustancias psicodélicas, me habían afectado

profundamente las puertas de la percepción de Aldous Huxley”. Y nos confiesa abiertamente que él

mismo:

“había experimentado personalmente con productos expancionadores de la mente”. (La cursiva

decididamente es nuestra).

El Dr. Capra estaba tan fascinado con las drogas psicodélicas y tan interesado por descubrir su

efecto que, ocho años después de aquella experiencia en la playa, continuaría buscando respuestas.

Tal como ocurrió en febrero de 1977 en una reunión celebrada en San Francisco en la que conoció a

Stanislav Grof, un ambicioso psiquiatra de origen europeo dedicado a la exploración

psicopatológica del LSD. Este había dirigido personalmente durante diecisiete años más de tres mil

sesiones con ella. Cuando Grof les mostró a los presentes un breve resumen de su investigación con

éstas, a Capra le pareció:

“auténticamente asombroso y fascinante”.

Nuestro destacado y aventurero físico, no tardó en ser flechado por el hipnótico poder de Grof,

quien al darse cuenta de la profundidad de su investigación no le resultó difícil tomarlo como una

autoridad en la materia, pues lo primero que hizo cuando pudo fue hacerle, según él:

“la pregunta que había fascinado a toda una generación durante los años sesenta: ¿Qué es el LSD y

cuál es su efecto esencial en la mente y el cuerpo humanos?”

Llegado este punto, haremos la siguiente aclaración. Sinceramente no estamos ni a favor ni en

contra de este tipo de sustancias y procedimientos. Concebimos absolutamente válidas las

investigaciones que se desarrollen en esta área, siempre que sean encaradas con seriedad y

sometidas a un riguroso y concienzudo análisis. Por nuestra parte, creemos particularmente no estar

capacitados lo suficiente para ahondar en el tema cuanto quisiéramos. Además, sería un desatino

intentar profundizar en él sabiendo que no es el tema que estamos tratando específicamente aquí.

Solamente agregaremos algo más para poder proseguir con el análisis que nos compete en esta

labor, y el que es, en realidad, el que contiene nuestro verdadero interés. En 1965 el gobierno de los

Estados Unidos prohibió la comercialización del ácido lisérgico por considerarla una droga

peligrosa. Sin embargo, un tal Timothy Leary, (profesor de Harvard, catedrático de psicología)

crearía su propia campaña a favor de la experimentación con este tipo de drogas para expandir la

consciencia.

En 1968, Leary publicó (High Priest) “El supremo sacerdote”, un libro con datos sobre los viajes

que él realizaba con LSD y toda una teoría sobre la “filosofía psicodélica”. Más tarde el llamado

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“doctor psicodelia” fue expulsado de Harvard, pero aun así, continuó investigando y se dedicó a

experimentar con una gran cantidad de jóvenes los que, convencidos de sus inigualables poderes

paranormales, dieron rienda suelta a su efervescente y desbocada imaginación.

Así como este contemplativo “gurú” de la psicodelia hubo muchísimos más que florecieron por esta

época y crearon una corriente mística basada en el hippismo. Lo que ellos hicieron con gran

esfuerzo -por no decir forzadamente- fue construir “un puente” al cruzar las ideas y los conceptos

principales de las filosofías orientales con las experiencias alucinógenas producidas por las drogas

psicodélicas.

Demás está decir que estas construcciones idealistas de género fantástico se transformaron

rápidamente, aquí en Occidente, en “la adaptación” de aquellas antiguas filosofías. Pronto, Oriente

sería conocido en la otra mitad del mundo mediante esta adaptación libre que los occidentales

habían realizado intuitivamente de su versión original. Ésta, la verdadera, no alcanzaría atravesar

completamente los límites de su ámbito, siendo nada más que unos fragmentos -interpretados

equívocamente-, junto a toda clase de versiones libres creadas por autodidactos piadosos y

bohemios, lo único que llegaríamos a saber de toda su vasta existencia.

Para graficar esto vamos a introducirnos en la relación que Capra tenía respecto de Alan Watts (un

autor y conferenciante independiente erudito en la tradición hindú-budista), del que nos ocuparemos

más adelante.

De él hace este comentario halagador:

“Sus libros me estimulaban a seguir avanzando a través de la experiencia directa y no verbal”.

Luego nos sugiere lo siguiente:

“A pesar de que Alan Watts no era tan erudito como D. T. Suzuki u otros famosos autores

orientales, tenía la extraordinaria habilidad de describir las enseñanzas orientales en términos

occidentales, y en cierto modo esto convertía su obra en ligera, ocurrente, elegante y la salpicada de

humor. Así, al „retocar‟ formalmente dichas enseñanzas, las había „adaptado‟ a nuestro contexto

cultural sin distorsionar su significado”. (La cursiva y las comillas son nuestras).

Pues bien, de ningún modo creemos que esto que remarcamos en cursiva sea realmente así como él

lo dice. Es más, consideramos en este sentido que toda “adaptación” lleva implícita cierta

transformación que de algún modo la deforma y la destruye. Cuando se adapta algo a otra cosa, la

primera cosa que se adapta, pierde esencialmente su forma original al asimilar la forma que tiene el

otro al que se intenta adaptar. Es imposible adaptar una cosa a otra sin distorsionar parte la forma

que tenía originalmente. Pero Capra creía lo contrario. Él estaba convencido de que era posible

“adaptar sin deformar”, de allí las falacias de sus postulaciones. Por otro lado, esta operación de

transposición y adaptamiento produce como efecto “la duplicación”, es decir, “lo otro”, lo que

trasladado al plano de las personas sería la formación del “otro yo” y la consecuente cristalización

de “la doble identidad”. ¿Cómo Capra no va a ver todo “doble” (efecto típico del estado de

embriaguez) si fascinado con la otredad se la pasa todo el tiempo construyendo dualidades? No

obstante, él cree en la fidelidad del concepto de adaptación. Como decíamos, cree que es posible

adaptar una cosa sin llegar a deformar su esencia. Capra cree muchas cosas que son increíbles de

creer o que son posibles solo si se cree fervientemente en ellas. ¿Será el único artilugio del que

dispone nuestro místico de laboratorio para aproximarse a la comprensión racional de sus adoradas

doctrinas orientales? Según parece, se ha aferrado a la simplicidad y la bella ilusión de estas ideas.

Por esta cuestión podemos entender ahora porque insiste en decir que:

“Alan Watts era capaz de hacerlo con gran acierto y me sentí fuertemente identificado con él...”.

Digámoslo de este modo: si queremos obstinadamente “adaptar” o “acomodar” la peculiar forma de

ser y de pensar que tienen los orientales a la que tenemos nosotros, jamás lograremos comprenderla

en su totalidad y sólo podremos contentarnos con acceder a un conocimiento parcial y superficial de

su milenaria sabiduría. Es más, si seguimos empecinados en sostener esta absurda e insostenible

postura, ni siquiera llegaremos a ver su forma tal cual es. Como dijera alguna vez Foucault:

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“La Filosofía Occidental... caracterizó al conocimiento por el logocentrísmo, la semejanza, la

adecuación, la unidad, grandes temas que se ponen ahora en cuestión...” 6.

A partir de esto nos preguntamos con cierta intriga, ¿cómo es posible que estudiosos y eruditos

especializados en la materia, mentes brillantes y sobresalientes en su mayoría, no hayan sido

capaces de observar o al menos detectar que esta inverosímil propuesta de adaptación no es sino un

defecto en la manera de abordar la investigación? Luego de haber analizado este punto en detalle,

averiguamos que esta dificultad -aparentemente intelectual- posee un poderoso trasfondo de origen

psicológico.

Pensamos que se trata de una cuestión muy delicada en cuanto a que logra tocar la médula psíquica

del sujeto de la ciencia. Nos referimos especialmente a que se relaciona con aquello que lo compete

como sujeto de la investigación y a la posición que sostiene respecto del objeto investigado. Desde

hace mucho tiempo sospechamos que este inapropiado enfoque científico, utilizado para encarar el

tema de la filosofía oriental con la física de partículas, no está desprovisto del deseo del

investigador por imponer su propio punto de vista. Creemos que este obstáculo de carácter

estrictamente emocional y de naturaleza puramente narcisista ha sido buscado indirectamente por

el propio Capra, quien con su pasión cegadora, sólo han querido fundar en estas filosofías su propia

filosofía como un reflejo de sus propios ideales, que es “su propia verdad”, pero desconociendo y

excluyendo por tanto los fundamentos esenciales de la sabiduría oriental.

La ineficacia de este procedimiento –ya diremos, típicamente capriano- pone en relieve la capacidad

de evasión que tiene el sujeto investigador con respecto a la realidad investigada. Su ambición más

íntima y fanática pareciera ser desconocer al semejante e ignorar que existe lo diferente. Su

objetivo: evitar encontrarse con lo que no puede soportar: El Otro. El otro en tanto “pura

diferencia”. De ahí que normalmente se diga: “Uno ve sólo lo que quiere ver”.

Si seguimos empecinados en adecuar el extraño y paradójico modo de pensar que tenían los

antiguos filósofos orientales a nuestro habitual modo de pensar y entender las cosas, su forma de

ver el mundo se volverá inmediatamente una réplica de nuestra propia forma de verlo,

sustrayéndole todas sus diferencias fundamentales por las que, justamente, nos habíamos interesado

desde un comienzo. A la luz de lo expuesto y examinado hasta aquí, podemos aproximarnos a

entender mejor porqué Capra -como tantos otros científicos que estudian el pensamiento oriental-

no van a ver sino, con justificada razón, que la visión que poseen los orientales del mundo y de la

vida misma es muy “similar” a la que tenemos nosotros en Occidente, cuyo más fiel representante

en la ciencia moderna es La Filosofía de la Física Cuántica. Si investigadores como Capra ajustan

la visión que tienen los orientales a la visión que tenemos nuestros, ¿cómo no van a hallar

“igualdades” entre ambas si la postura que toman ante esta tradición filosófica es como la de quien

está parado frente a un espejo observándose envanecidamente todo el tiempo? Un espejo que ellos

mismos han pulido diligentemente con su falaz y sostenido proceso de adecuación. De esta manera,

¿cómo podemos esperar que Capra no “encuentre” y no “vea” infinidad de “puntos en común” y

una extensa serie de “paralelismos” entre la filosofía oriental (que él como tantos otros han

transformado en mística) y la filosofía cuántica occidental a la que eleva en un pedestal y toma

como única vía regia a la verdad más absoluta?

De aquí que nosotros pensemos seriamente que este problema debería resolverse encarándolo de un

modo inverso. Pues somos nosotros quienes deberíamos intentar “asimilar7” algo de la forma que

tienen los orientales de pensar y de ver el mundo, en lugar de modificarla para poder entenderla a

nuestra manera. Tenemos que destruir nuestra propia forma de ver el mundo para poder incorporar

6 Michael Foucault. La verdad y las formas jurídicas, Primera Conferencia. p. 28.

7 No olvidemos que la raíz de la palabra similar, tiene parentesco con el de asimilar que es “incorporar”. Se

habla de asimilar una comida y que al hacerlo se destruye el alimento para ser (parte de uno). Teniendo en

cuenta estos dos sentidos de asimilar, cuando deseo hacer algo semejante a mí lo destruyo para incorporarlo

y hacerlo de mi “propiedad”. Capra no encuentra mejor manera de apropiarse del otro que haciéndolo

semejante a sí mismo.

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y entender algo de su forma de verlo, y no al revés. Si seguimos de-formando su pensamiento con el

nuestro (es decir, dándole forma con el nuestro) modelándolo caprichosamente a nuestra imagen y

semejanza, nunca llegaremos a verlo tal y como es.

Lo que cuestionamos aquí es que podamos acceder a la comprensión del conocimiento de la

filosofía de Oriente como resultado de una fusión con el conocimiento de la física de Occidente,

como así pretende hacerlo Capra. En realidad deberíamos preguntarnos ¿qué significa para él,

conocer? Efectivamente, nunca lograremos producir un verdadero cambio en nosotros si estamos

siempre tratando de cambiar cosas en los otros. Por supuesto no compartimos para nada la visión

que tiene el Dr. Capra. La respetamos, es cierto. Pero no podemos aceptar y menos alinearnos a la

producción de estas edificaciones ficticias para poder “entender” las tradiciones del lejano Oriente,

si acaso, para lograr dicho cometido, debemos pagar –como paga él- un precio muy alto como es el

de desconocernos a nosotros mismos.

Tomando como herramientas el propio pensamiento Occidental y las mismas postulaciones y

procedimientos de su ciencia madre, Capra ha fabricado con las enseñanzas y doctrinas del Lejano

Oriente esta especie de “puente flotante”, con la expresa intensión de poder cruzar el océano del

tiempo y conectarse fantasmáticamente y al mejor estilo neurótico con él mismo. Con su “otro

lado”. Estas concepciones filosóficas que antiguamente conducían al discípulo hasta la realización

de sí mismo, el logro más alto, más noble y más puro dentro de la senda espiritual, están siendo

convertidas en Occidente por estos “científicos-interpretantes” en una suerte de vulgar y hueco

misticismo. Las visiones y danzas cósmicas presentadas por Capra en el prólogo de su libro no son

propias de la mirada de un auténtico científico, pero a través de ellas, sin embargo, ha logrado

reafirmar su relación con el hipismo y con sus ideales de juventud. Inapropiadamente, nuestro

espiritual científico se ha vuelto un ferviente cultor de las formas y un abnegado adicto a la

idealización de la imagen, y en lugar de alcanzar espontáneamente la pretendida Iluminación

desemboca todo el tiempo en una suerte de Alucinación auto–provocada. Y como dijimos antes, la

diferencia fundamental entre la iluminación y la alucinación radica en que esta última niega lo que

la otra postula. De allí que Capra tuviera su “hermosa experiencia” –como la tienen tantos otros

amantes de las experiencias místicas y extrasensoriales- nada menos que al cruzar aquel

romántico… “Puente hacia el Infinito”8.

CAPÍTULO 5. EL

EMBRUJO DE LAS FORMAS

DESCUBRIENDO PERSONAJES FASCINANTES

Al Dr. Fritjof Capra la publicación de El Tao de la Física le abrió el camino que le condujo hasta

ese lugar que siempre anheló conocer: el enigmático lejano Oriente. No solamente quería hablar

sobre él sino también estar allí. Entonces a principios de 1982, mientras se publicaba en Nueva

York su segundo libro, el Punto Crucial, pasó seis semanas en la India tras haber aceptado varias

invitaciones para dar conferencias en diferentes Centros Universitarios.

“Mi estancia en Bombay comenzó con un augurio -nos cuenta- la universidad me había reservado

una habitación en el Nataraj, hotel hindú tradicional que ostenta el nombre de Shiva Nataraja, Señor

de la danza. Cada vez que entraba en el hotel me encontraba con una estatua gigantesca de la Danza

de Shiva, imagen hindú con la que me había familiarizado a lo largo de los últimos quince años y

que había ejercido una influencia tan decisiva en mi trabajo”.

8 Existe una obra de Richard Bach con este nombre. Un autor que se dedica a escribir exclusivamente sobre

mística. En el mismo trata el tema del “alma gemela”, el amor y la inmortalidad.

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Desde aquella visión fenoménica o fenomenal que tuvo en la playa, Capra ha tenido como punto de

referencia las sagradas representaciones hindúes las cuales lo han ligado fuertemente a la religión.

Por ese motivo puso de manifiesto su relación con la creencia al declararse abiertamente devoto y

fiel seguidor del dios Shiva. Tal fue la peregrinación que realizó durante aquellos últimos quince

años que lo “siguió” -literalmente- hasta su tierra natal: La India. Allí encontró, para su asombro,

que la esencia y el espíritu de su poderosa visión había tomado cuerpo “materializándose” en esa

inmensa estatua del Señor de los bailarines que ostentaba aquel renombrado hotel a la cual

religiosamente veía todos los santos días al entrar y salir de allí. Una de sus primeras excursiones en

Bombay fue la que hizo -como era de esperar- a las famosas cuevas de Elephanta: un templo

dedicado al dios Shiva.

“Allí quedé atónito ante aquellas poderosas esculturas...” -nos dice- (La cursiva es nuestra).

El Dr. Capra ha quedado capturado en los íconos que él mismo sostiene desde el amor y la

creencia. Enraizado en la subjetividad de un mundo imaginario por el que no puede menos que

quedar maravillado ante la rareza del objeto que contempla9. Pero estas experiencias no serían en

verdad sino el preludio de otras mucho más profundas, como la de los templos sagrados de Ellora.

De los cuales dice:

“...entre los más de treinta templos hindúes, budistas y jainistas existentes, visité solo tres de los

más hermosos, todos ellos hindúes...” (La cursiva es nuestra). Claro está. Sólo la cultura india podía

hechizarlo de tal modo y absorber todo su profano interés gracias a que ésta es dueña indiscutible de

una naturaleza extremadamente bella y sensual. Por eso reconoce que:

“...la belleza y la fuerza de estas cuevas sagradas son indescriptible”.

Capra no puede evitar quedar subyugado, una y otra vez, ante el poder magnético de la iconografía

que venera. Es innegable que la belleza -y particularmente la belleza femenina hindú- cautivaban

plenamente sus sentidos a través de esa mirada voluptuosa con la que escudriñaba el mágico mundo

de las formas, a tal punto, que abiertamente lo manifiesta así:

“Siempre me habían impresionado muchísimo las poderosas imágenes de las diosas hindúes”.

Pero empecemos aquí por el principio. Uno de sus primeros contactos directos con la espiritualidad

oriental tuvo lugar cuando conoció a Krisnamurti, a finales de 1968. Un filosofó y conferenciante

hindú de setenta y tres años.

Este famoso y carismático predicador había ido a Santa Cruz, California, para dar una serie de

conferencias en la universidad. En ese preciso momento nuestro sentimental doctor quedó

sumamente impresionado por el poder hipnótico de sus palabras. Él rememora aquel suceso de la

siguiente manera:

“recuerdo que sus conferencias, además de fascinado, me dejaron profundamente trastornado.

Después de cada una de ellas, Jacqueline y yo pasábamos varias horas junto a la chimenea hablando

de lo que Krishnamurti había dicho”. (La cursiva es nuestra).

Ahora veamos en una descripción que hace de Krishnamurti cómo estaba totalmente obnubilado por

la fuerza de su aspecto físico que, según él, era realmente asombroso:

“Sus acusadas facciones hindúes, el contraste entre su piel morena y su cabello blanco

perfectamente peinado, su elegante atuendo europeo, la dignidad de su porte, su impecable y

comedido inglés, y -sobre todo- la intensidad de su concentración y el conjunto de su presencia, me

dejaron absolutamente embelesado. (La cursiva es nuestra).

9 Según nos cuenta J. L. Borges en “Qué es el Budismo”, es significativo el hecho de que en ciertos

monasterios las imágenes del maestro se usarán para alimentar el fuego, incluso, el de las Escrituras

Sagradas, que eran destinadas a fines “innobles” (papel higiénico). Capra no debió haber perdido el sentido

de esta anécdota, pero lo hizo. Sucumbió ante el culto de la imagen del dios hindú como si fuera la del

mismísimo Becerro de oro. Hasta los mismos discípulos de antaño se percataron de lo inútil y peligroso que

era quedarse atrapado en una imagen, aun siendo esta la del mismo maestro venerado. Así pues, resultaban

mucho más útiles quemarlas en ciertas noches frías de invierno que postrarse ante ellas sin sentido.

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Prisionero de las formas que contempla en la oscuridad que encierra su misterio10

, el Dr. Capra es

seducido nuevamente por el reflejo de su propia imagen idealizada. Ensimismado en esas extrañas

fuerzas magnéticas, abandona su propia volición y se entrega servilmente al fenómeno de la

fascinación11

. Algunas modalidades de este singular poder hipnótico se las puede hallar en un

parangón con una de las tipologías más clásicas y representativas que tienen los hindúes: los

encantadores de serpientes. Estos mendicantes de vida ascética tratan de obtener sus limosnas

diarias por medio de un pintoresco espectáculo que roza lo teatral en el que los artistas callejeros

fascinan a las más feroces y temibles serpientes con la música de su flauta. Al igual que estos

reptiles hipnotizables, Capra también ha caído bajo los mágicos influjos del encantamiento visual y

musical. No olvidemos que había quedado obnubilado desde aquella primera visión mística que

alucinó en la playa. Cuando de repente “oyó” la provocativa música de las esferas celestiales o

“Pitagóricas”12

y supuso que era Shiva que, siguiendo el compás de su fanático ritmo, desplegaba

frente a sus ojos embelesados su deslumbrante danza cósmica.

Aquí haremos una pequeña digresión para decir que Pitágoras (un filósofo griego del siglo VI a. C.)

creía que la esfera era “perfecta” (al igual que los círculos) porque todos los puntos de su superficie

están a la misma distancia del centro. Es más, según la tradición, se cree que fue el primero en la

historia del mundo que dedujo que la tierra es una esfera. Los pitagóricos

sostenían que los planetas se movían en forma circular y a velocidades constantes. Más tarde, en la

Edad Media, los cielos estarían cubiertos por ángeles y demonios y los planetas serían “esferas

etéreas de cristal” movidas por la mano de Dios. Pero sería Johannes Kepler quien desencadenaría

la revolución científica moderna al descubrir que los planetas no seguían órbitas circulares sino

elípticas. Para comprender el movimiento planetario fundó tres leyes. De la tercera ley de Kepler

llamada “ley armónica” surgió este concepto de Armonía, que describió en un libro llamado

justamente, Las Armonías del Mundo -en realidad, una idea que proviene de Pitágoras- “armonía

de las esferas”, incluso en sentido musical, la “música de las esferas”.

Carl Sagan, en su famosísima obra Cosmos, escribió:

“Kepler creía que dentro de esta „sinfonía de voces‟, la velocidad de cada planeta corresponde a

ciertas notas de la escala musical latina popular en su época: do, re, mi, fa, sol, la, si, do”13

.

De todo esto hemos advertido que la esencia de esta singular visión que Capra alucinó y que

pretende relacionar con el enfoque de la “ciencia moderna” en realidad se sustenta,

paradójicamente, en el clásico y arcaico “modelo geocéntrico” de Claudio Tolomeo. El que sostiene

que la tierra era el centro del universo, y que el sol, la luna y las estrellas junto a los planetas,

giraban alrededor de la tierra. La Iglesia no estuvo ajena y tomó cartas en el asunto apoyando este

sistema durante toda la Edad Media con lo cual contribuyó a frenar el ascenso de la astronomía y la

ciencia en general durante más de un milenio.

Pero volviendo a Capra, diremos que el ensalmo al que ha estado expuesto desde aquella

abrumadora visión se ha producido en virtud de las imágenes y las palabras. Ora por la visión, ora

por el sonido. La primera es a través de las diversas formas en que manifestaba su ideal de belleza

como ser: las diosas hindúes, los templos dedicados a Shiva, etc. La segunda, por la contundencia

de los discursos que ha escuchado: el de Krishnamurti, Alan Watts, Heisenberg y Grof, entre otros,

junto a ciertas melodías musicales, principalmente la música con la que baila Shiva y el silbido de la

flauta de los encantadores de serpientes.

10

Podemos ver a Capra en la misma posición en que se encuentra el prisionero del mito de La Caverna, en

La República, de Platón. (Libro 7. p 514 A. p 517 A). 11

Fascinación deriva del latín fascino, que significa: “encontrar”, “hechizar” y “embrujar”. Probablemente

está relacionado con la palabra latina fascia, que es: “venda” o “”vendaje”, con lo cual podemos decir que

(estar fascinado es una forma de no ver). Capra tiene una venda en los ojos que se llama encantamiento.

13

Cosmos, Carl Sagan, 1980, Editorial Planeta, pág. 63.

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Más tarde nos dice que su primer contacto con el misticismo oriental ocurrió cuando estaba en

París. Allí conoció a muchas personas interesadas por las culturas india y japonesa pero, en verdad,

sucede que el interés por la filosofía y la mística le viene de familia. Fue su hermano Bernt quien

realmente lo introdujo en el pensamiento oriental. Ellos han estado muy unidos desde la infancia y

comparten su interés por la filosofía y la espiritualidad. Bernt le regalo una antología de poetas y

escritores del movimiento que le sirvió de introducción a las obras de Jack Kerouac, Lawrence

Ferlinghetti, Allen Ginsberg, Gary Snyder y Alan Watts. Con Alan Watts descubrió el budismo

Zen, luego Bernt le recomendó que leyera uno de los más hermosos y profundos textos hindúes, el

Bhagavad Gita.

Conoció a Alan Watts (un gran exponente del Budismo Zen en occidente) antes de que se le

ocurriera relacionar la ciencia con el misticismo en una conferencia que éste dio en la facultad de

Santa Cruz en 1969.

Cuando se dirigió a Londres en 1970, se mantuvo en contacto con Watts y fue uno de los primeros a

quienes les mandó una copia de su artículo La danza de Shiva donde exponía su tesis acerca de los

paralelismos entre la física moderna y el misticismo oriental. Le respondió con una carta muy

halagadora donde lo alentaba a proseguir hasta le recomendó cierta literatura budista y le pidió lo

mantuviera al tanto de sus progresos.

Más tarde nos comenta algo muy interesante:

“Después de trasladarme a California, descubrí que Alan Watts era uno de los héroes de la

Contracultura; sus libros se encontraban en la mayoría de las comunas hippies junto con los de

Carlos Castaneda, Krishnamurti y Herman Hesse”. A lo que nos comenta:

“...y me sentí fuertemente identificado con él después de leer El Libro del Tabú y El Camino del

Zen”.

No nos asombra saber que Capra veía a Alan Watts de tal manera. No olvidemos que en la

mitología de los antiguos paganos el héroe era nacido de un dios o una diosa y un mortal. Como es

el caso de Hércules, por ejemplo. Él tiene por padres a un dios y a un humano. Siendo él mismo de

naturaleza semidivina es mitad humano y mitad divino y, esto es algo precisamente en lo cual Capra

se vio plenamente reflejado. Él es hijo de la física y de la mística. Nació de ellos; son sus padres. Y

se vanagloria de ser mitad físico (humano) y mitad místico (divino).

Esta cuestión permitió que Capra se sintiera identificado con Alan Watts. Es más, lo que sostiene

esta singular identificación no es el héroe que “descubrió” sino el héroe que fundó en él.

Decididamente, Capra constituye su identidad espiritual gracias a haber encontrado en aquél un

punto idéntico a sí mismo. Los dos tienen algo en común: Capra al igual que el héroe es lo que

podríamos decir un “ser doble”, y por su mirada dualista del mundo, bicéfalo, como diría

Parménides14

.

Este filósofo griego del siglo VI a. C., sostiene con firmeza que solamente pueden pensar las cosas

de una manera dual, en términos de ser o no ser, aquellos hombres que tienen una bifurcación en la

masa encefálica. Él creía que solo el Uno era real, lo demás era una ilusión de los sentidos,

afirmando que no se podía pensar en aquello que no es. Solía explicar que únicamente es posible

pensar en aquello que es, lo que no es, no se puede pensar, a tal punto que dice: “pensar y ser es lo

mismo”, “la pensabilidad de una cosa prueba su existencia”. Porque sencillamente argumenta que

no se puede pensar en aquello que no existe, que no es. Para poder hacerlo es necesario contar

indefectiblemente con (dos) cerebros los cuales me permitan ver las cosas de una manera dual.

Las postulaciones de Parménides son inspiradoras para pensar la relación que ha labrado Capra con

la figura de Shiva (el dios que adora), cuyo nombre es interesante conocer. Shiva es un vocablo que

viene del sánscrito y significa literalmente: “el bienaventurado”15

. Es el tercer miembro de la

trinidad del hinduismo (Brahma, Vishnu y Shiva) y junto con Vishnu domina la vida religiosa india,

donde millones de devotos lo identifican con el ser supremo. 14

“Los mortales que nada saben van errando bicéfalos”. Parménides, p 6, Los Filósofos Presocráticos. 15

Diccionario Esotérico ZANIAH. Pág. 418.

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Sería el dios más antiguo de la India, llegando a convertirse casualmente -como Capra, nuestro

contradictorio y científico amigo- en un ser esencialmente compuesto y de naturaleza ambivalente.

Shiva según sus diversos aspectos es, por un lado, creador y destructor, y por otro, benéfico y

maléfico a la vez. Y está siempre acompañado de su consorte Shakt, que es la personificación del

principio femenino. Shakti también es su otra mitad, y por lo general representa una intensificación

de sus atributos como la destructora Kali, entre otras. A veces, para mostrar la unidad indisoluble de

estos principios, Shiva es representado como “hermafrodita”. O sea que él tiene los (dos sexos) en

un mismo cuerpo y no puede ser identificado ni como hombre ni como mujer. Es evidente que lo

que devora el interés de Capra es este cuerpo sin falta y sexualmente indiferenciado16

.

Y ya para ir cerrando esta parte sobre el tema de las formas, diremos que al final del capítulo 9

Capra se sirve nuevamente de la fuerza que posee este recurso de la imagen comparativa (muy

explotado en el campo del marketing y de la gráfica) para crear en el lector un efecto visual que le

haga ver el parecido que existe entre la escritura matemática y la escritura del sánscrito.

Esto es lo que nos muestra.

III. LOS PARALELISMOS.

No caben dudas de que su intención ha sido la de dar un toque de color a lo que él denomina

“paralelismos”. Queremos pensar que sólo ha querido demostrar que las comparaciones que él

estudia poseen tanta veracidad que llegan, incluso, a verse plasmadas en la similitud que existen

entre las letras el sanscrito, que son caracteres gráficos de una lengua desconocida para la mayoría

de los occidentales, y la escritura utilizada por la ciencia -otra desconocida-, compuesta por letras

de nuestro alfabeto, letras griegas y signos matemáticos. ¿Será que con la infantilidad de este

pequeño recurso o ardid efectista quiere Capra mostrarnos su aclamada “seriedad” y “rigurosidad”

16

Ver en Platón. El Banquete, (189 e, 191 d).

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científica? Pues para nosotros no es más que un desafortunado e ingenuo desatino. Que en realidad,

lejos de demostrar el sentido de alguna verdad científica inexplorada, no hace más que ensuciar las

páginas de su esforzado trabajo de investigación.

CAPÍTULO 6. EL

NARCISISMO DE LA CIENCIA

EN PALABRAS DE HEISENBERG

Cuando Capra tenía diecinueve años y era un joven estudiante de física jamás se le ocurrió que la

lectura de un libro podría marcarlo tan profunda y decisivamente. Ese libro fue Física y Filosofía de

Werner Heisenberg.

Este notable hombre de ciencia fue uno de los impulsores de la física moderna, uno de los

fundadores de la teoría cuántica junto a Albert Einstein y Niels Bohr. Al leer por primera vez su

libro, un texto clásico de historia y filosofía de la física cuántica, se sintió muy estimulado por el

revolucionario cambio de visión que se había producido en el mundo de la física y por los

increíbles efectos que tuvo éste sobre la sociedad. Entonces dijo:

“Dicha obra ejerció en mí, y sigue haciéndolo, una enorme influencia... me fascinó su relato de las

paradojas y aparentes contradicciones que infestaban la investigación de los fenómenos atómicos

al principio de los años veinte.”

Obviamente que a la edad de diecinueve años no alcanzó a comprender en su totalidad aquella

impresionante obra:

“A decir verdad, en su mayor parte siguió siendo un misterio para mí después de la primera lectura,

pero despertó en mí una fascinación que jamás me ha abandonado...” (La cursiva es nuestra).

Lo que el sorprendido estudiante de física nunca sospechó fue que, años más tarde, se haría realidad

aquella ilusión adolescente de develar ese enigmático misterio y llegar a conocer personalmente a

aquel hombre quién ya hacía tiempo se había transformado en su gran ídolo de juventud. El Dr.

Capra recibió una sólida formación en ciencias físicas la cual comenzó con la física clásica y siguió

con la mecánica cuántica, la teoría de la relatividad y la teoría cuántica de campo. Y nos hace saber:

“Physics and Philosophy fue mi compañero inseparable a lo largo de dichos estudios y,

retrospectivamente, me doy cuenta de que fue Heisenberg quién sembró la semilla que maduraría

después de más de una década en una investigación sistemática de las limitaciones de la visión

cartesiana del mundo”.

Capra sabía que Heisenberg vivía en Munich, cerca de la casa de sus padres, y un buen día se

decidió a escribirle para pedirle una entrevista. Así el 11 de abril de 1972 se reunió por primera vez

con el hombre que, según nos dice:

“había influido decisivamente en mi carrera científica y en mis intereses filosóficos, considerado

como uno de los gigantes intelectuales de nuestro siglo”.

Nuevamente podemos observar la fascinación y la influencia que aquel poderoso hombre de ciencia

ejercía sobre su deslumbrado admirador. La cual se acentúa haciéndose más notoria en la siguiente

descripción que Capra hace de su fisonomía:

“lo que más me impresionó inmediatamente de Heisenberg fue la mirada de sus ojos azul grisáceo,

que reflejaba la claridad de su mente, su total presencia, su compasión y su sereno desprendimiento.

Por primera vez tuve la sensación de encontrarme junto a uno de los grandes sabios de mi propia

cultura”.

Cuando Heisenberg lo recibió en su despacho del Instituto Max Planck, gustosamente emprendieron

una amistosa conversación. Luego de hablar sobre algunos temas triviales Capra le preguntó

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directamente acerca de “su relación” con las tradiciones místicas orientales a lo que él,

amablemente respondió:

“había pensado repetidamente que las grandes contribuciones de los físicos japoneses en las últimas

décadas se debían posiblemente a la similitud entre las tradiciones filosóficas orientales y la

filosofía de la física cuántica”. (La cursiva es nuestra).

Este mismísimo pensamiento de Heisenberg Capra lo extrajo años más tarde de su libro Física y

Filosofía para citarlo especialmente en el primer capítulo del suyo propio, El Tao de la Física, el

que analizaremos a continuación.

Capra se inclina a pensar que los cambios que se produjeron en la física moderna tomaron un

mismo rumbo, se dirigieron hacia una visión del mundo que es muy similar a la visión mantenida

por el misticismo oriental. Y dice:

“...aunque estos paralelismos no se han discutido extensamente, han sido advertidos por algunos de

los grandes físicos de nuestro siglo, cuando entraron en contacto con la cultura del lejano oriente

durante sus giras de conferencias a India, China y Japón”. (La cursiva es nuestra y será explicada en

breve).

Una de las tres citas que da como ejemplo es la de Heisenberg:

“La gran contribución científica a la física teórica que ha llegado de Japón desde la última

guerra puede ser indicativo de una cierta relación entre las ideas filosóficas en la tradición del

lejano Oriente y la substancia filosófica de la teoría cuántica”.

Este parágrafo nos parece que es realmente sustancioso y no lo decimos necesariamente en el

sentido que Capra le ha pretendido dar. Resultaría interesante analizarlo en detalle con la finalidad

de descubrir la verdadera posición que su autor deja dicha allí, y no la que Capra nos quiere hacer

pasar.

Pues bien, como primer punto, diremos lo siguiente: Recurrir a una autoridad en una materia

específica para que opine sobre una cuestión que está fuera del campo de su especialidad y de la que

nada o muy poco sabe, ya es, en principio, cometer una falacia. La cual en la lógica se la conoce

como “apelación a la autoridad”.

Segundo punto: al hacer referencia a esta autoridad que se especializa notablemente en el campo de

la física cuántica, pero que en verdad no posee tan vastos conocimientos en las tradiciones

filosóficas del lejano Oriente como en el suyo propio, lo único que ha logrado de esta forma es

minimizar las palabras de este eminente científico a una simple “opinión”, una opinión tan válida

como la de cualquier otra persona que no se destaque en ningún área de la ciencia. Por lo tanto, esta

cita no puede usarse para confirmar o apoyar ninguna proposición que Capra pretenda demostrar.

Ya que al ser ésta una apelación falaz carece de todo el valor lógico que antes se le pretendía dar.

Por otra parte, Heisenberg no es un entendido en esas disciplinas orientales y tampoco un estudioso

de ellas, y sin embargo, recordemos que Capra no tuvo inconvenientes en decir que aquellos

paralelismos habían sido “advertidos” por estos grandes científicos. En realidad, si algo conoce

Heisenberg acerca del tema es sólo por haberse “interiorizado”, digamos así, en estas vastas,

difíciles y complejas doctrinas, al entrar en contacto con esa cultura durante el brevísimo tiempo

que duró sus giras de conferencias. Actitud ésta que consideramos no ser lo suficientemente apta

como para poder hablar con propiedad del tema.

Tercer punto: aun así, después de todo, podemos ver que Heisenberg no avala, ciento por ciento, esa

relación. Dice nada más que:

“...„puede ser‟… „indicativo‟… de una „cierta‟… ´relación entre´…”.

Ni siquiera afirma que existe esa relación; señala únicamente que es posible. Nótese la cautela con

la que se maneja Heisenberg a la hora de tener que definirse y dar una opinión. Es poco preciso. No

llega a decirlo. No se atreve aún. Podríamos decir que no lo vemos plenamente convencido de lo

que está diciendo, más bien hace gala de una gran inseguridad. Su posición es la de aquel que,

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reservándose el derecho a la duda, mantiene la distancia sobre lo que dice usando adrede todos

términos relativos.

Sabemos que hay un prestigioso filósofo argentino, contemporáneo, llamado Víctor Massuh, en el

que en su renombrado libro, La Flecha del Tiempo, se explaya con gran precisión exactamente

sobre este mismo tema. Hemos descubierto que la síntesis a la que arriba coincide asombrosamente

con el resultado de nuestro análisis. Transcribiremos, pues, una pequeña parte de su exposición.

Lean por favor con atención:

“Tanto Bohr como Heisenberg, a pesar de „frecuentar símbolos totalizadores de la mística oriental

(...) emplearon un lenguaje de cautelas... (La cursiva es nuestra). Heisenberg (...) insistía en que sus

juicios no se referían a la naturaleza „en sí‟: tenía clara idea de los límites de todo

conocimiento...”17

.

Cuarto punto: ahora bien, imaginemos que en lugar de eso Heisenberg hubiese dicho

categóricamente: “...estoy completamente seguro que esto demuestra la existencia de una clara

relación entre... la física y la mística”.

En verdad esto tampoco hubiese demostrado nada importante. Sería insuficiente. Ya que igualmente

esta hipotética afirmación no especifica qué clase de relación hay entre ambas disciplinas. Sólo nos

asegura que existe un vínculo, una “cierta relación”, pero lo que no sabemos es cuál es, y él –

Heisenberg-, tampoco nos lo explica. Por eso Capra se aventura a tomar la posta, y en el comienzo

de su primer capítulo nos dice:

“El propósito de este libro es explorar (esta relación) entre los conceptos de la física moderna y las

ideas básicas en las tradiciones filosóficas y religiosas del lejano Oriente”.

Todo su libro sería entonces consecuencia de ello un denodado intento por tratar de tapar ese hueco,

ese insoportable bache que Heisenberg le había dejado suspendido en su respuesta. Al fragmentar

este razonamiento, descubrimos que está intrínsecamente compuesto por tres premisas, una dicha:

que la física oriental (los físicos japoneses) contribuye a la física occidental (la cuántica). Y dos

presupuestas: que cada una de ellas (estas ciencias) poseen un determinado substrato filosófico. Y

una conclusión: que entre estas filosofías habría una “... cierta relación”, probablemente.

Nuevamente comprobamos que se sigue girando alrededor del discurso científico como si éste

fuera una gigantesca luminaria espiritual que alumbra con sus poderosos e infalibles rayos de saber

a todas las demás disciplinas satélites. ¿Por qué la ciencia se empecina en creer y en hacernos creer

que ella es el centro del universo intelectual? Parece que es una posición respecto del saber que se

ha repetido incansablemente a lo largo de la historia. Siempre fue igual. Con todos los científicos

ocurre lo mismo. Un buen ejemplo de esto es el Dr. Capra. Escuchemos el proyecto egocéntrico,

aunque no menos titánico que venía pergeñando desde hace mucho tiempo:

“En realidad, estaba convencido de que la nueva física -el marco conceptual de la teoría cuántica, la

teoría de la relatividad y, especialmente, la física `bootstrap´- constituía el modelo ideal para los

nuevos conceptos y enfoques de las demás disciplinas”. (La cursiva es nuestra).

Por fortuna se dio cuenta al final que ubicar a su ciencia como único foco de las demás no era el

camino más indicado para vializar su proyecto, por lo que no tuvo más remedio que reconocer el

ligero defecto de su plan. Y se rectifica así:

“Esta idea cobijaba un grave error, del que sólo me di cuenta gradualmente y que tardé mucho es

superar”.

Y de esta manera nos lo intenta explicar:

“Al presentar la nueva física como modelo para la nueva medicina, la nueva psicología o las nuevas

ciencias sociales, había caído en la misma trampa cartesiana de la que pretendía librar a los

científicos”. (La cursiva es nuestra).

Esta encumbrada aspiración a ser el paladín de sus colegas científicos lo ha llevado a luchar a capa

y espada por lo que él cree una noble y justa causa: La supremacía de su ciencia por sobre las

17

Del capítulo “Fronteras comunes de la ciencia y la mística”. Pág, 178.

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demás. Para alcanzar dicho objetivo, no tuvo más remedio que llevar a cabo un trabajo hercúleo.

Desde entonces y por todos los medios posibles ha intentado liberar a la ciencia moderna de la

esclavitud de la visión mecanicista. Él sabía muy bien que la realización de semejante hazaña

intelectual lo convertiría, de hecho, en un héroe de excepción.

¿A qué se debe este egocentrismo de nuestros científicos? De Descartes en adelante todo

funcionaría así.

Escuchemos ahora explayarse a uno de ellos acerca de lo que él mismo ha descubierto sobre esta

postura narcisista de la ciencia. Nos referimos pues, al Dr. Capra, por supuesto:

“Más adelante supe que Descartes utilizaba la metáfora de un árbol para representar el

conocimiento humano, cuyas raíces eran la metafísica, el tronco la física y sus ramas todas las

demás ciencias”. (La cursiva es nuestra).

Por más que lo hubo intentado repetidas veces fue en vano, él mismo se ha dado cuenta que no ha

podido “trascender” este discurso cartesiano en el que estaba absolutamente inmerso. Por suerte, él

mismo deduce la falta en la que ha incurrido, al decir:

“Sin saberlo, había adoptado la metáfora cartesiana como principio orientador de mi investigación.

El tronco de mi árbol ya no era la física newtoniana, pero seguía considerando la física como

modelo de las demás ciencias y, por consiguiente, interpretando de algún modo los fenómenos

físicos como realidad primaria y base de todo los demás”. (La cursiva es nuestra).

Hemos de admitir con toda honestidad que no deja de asombrarnos la valentía con la que Capra

reconoce aquí su craso error.

Frente a estas postulaciones nos seguimos preguntando: ¿a qué se debe el retorno de este equivoco?

¿Qué es lo que provoca esta desesperada búsqueda por hacer de la física la “Reina Madre” de todas

las ciencias? Pero no nos apresuremos. Detengámonos un momento y tratemos de pensarlo juntos.

¿Por qué hace falta que hable la ciencia para escuchar, por ejemplo, el discurso de esta tradición

oriental o la de cualquier otro discurso? Recién escuchamos el discurso de alguien (en este caso el

de la filosofía Zen) sólo cuando está avalado por otro discurso al que suponemos que tiene “la

verdad” (la ciencia), de lo contrario, no lo escuchamos. En la Edad Media, por ejemplo, pasaba lo

mismo. Sólo cuando un discurso parecía aristotélico (considerado verdadero) era tomado en serio y

escuchado.

Recordemos que en la Edad Media la definición de verdad en latín era la de “adaequatio intelectu et

rei” “La adecuación del intelecto a la cosa”. Capra va a entender el concepto de verdad si logra

adecuar la res “cosa” al Intelectu Occidental. Él cree que (adecuando) los conocimientos de la

Filosofía Oriental a nuestra forma de pensar va a alcanzar la famosa y tan bien ponderada Verdad a

la que aspiran los científicos.

Capra comienza su primer capítulo diciéndonos: Lo dijo un científico. Lo dijo Heisenberg. ¿Y si lo

decimos al revés? Si decimos: Lo dijo un maestro Zen. Sin duda esto no es casual. Todavía

continuamos dándole a la ciencia peso de verdad. De ahí que Heisenberg haya escuchado este

ancestral discurso recién en los años cuarenta, a principios de la última guerra (gracias a que los

físicos Japoneses hicieron esa “gran contribución” a nuestra ciencia occidental por excelencia: la

física teórica. De lo contrario, habría sido inaudible, completamente inefable.

Creemos que es de suma importancia que científicos occidentales “abran los ojos a Oriente”, pero

abrir los ojos no significa todavía Ver. No olvidemos a nuestro gran filósofo Macedonio Fernández

que escribió como título de una de sus obras “No todo es Vigilia la de los ojos abiertos” Tener los

ojos abiertos no es todavía vigilar.

Hubiese sido interesante plantearlo a la inversa. Comenzar diciendo que la filosofía Zen

garantizaba la física cuántica. No como lo dice Capra, que quiere demostrar la verdad de una

filosofía (tan antigua como el hombre) desde su propia filosofía cuántica, fundada recién a

principios de este siglo. Esto equivale a decir: yo garantizo que usted tiene la verdad porque lo que

usted dice es “similar” a lo que digo yo. Y también: yo reconozco que usted tiene un saber

verdadero porque lo que usted sabe (apenas desde hace miles de años) ahora descubro que es muy

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parecido a lo que yo sé (desde los comienzos de este siglo). Seguimos haciendo siempre lo mismo:

al saber que ya existía en los tradicionales templos orientales le damos el valor de verdad

únicamente porque nos damos cuenta que es “igual” o “muy parecido” al saber que hemos

elaborado en nuestros modernos laboratorios de física. Tenemos tendencia a ver el saber antiguo

nada más que como un “reflejo” del contemporáneo, creyendo absurdamente que aquel es

decadente, y el actual, revolucionario.

Sostenemos con gran altivez que el conocimiento “arcaico” es similar al “nuevo” cuando sabemos

en realidad que aquél es anterior, por lo que es imposible que sea semejante al nuestro, sino más

bien al revés, es el nuestro semejante al ya existente. Lo que se descubre ahora -en todo caso-

podría llegar a ser parecido a lo que ya se había descubierto antes, pero nunca al revés. Esto sólo

puede suceder porque utilizamos a la comparación como único método de investigación. De lo

contrario, podríamos percatarnos de que el saber moderno que elabora la ciencia está re-

inventándose permanentemente, no teniendo parangón con ningún otro anterior. Es solo el sujeto el

que, a posteriori, suponiendo siempre un más allá metafísico, establece racionalmente la mística

conexión. Muchos de estos afamados investigadores que se ufanan de tener una posición científica

sobre el modo de abordar el estudio de las tradiciones filosóficas de Oriente son más

seudocientíficos que científicos, como evidentemente es el caso del Dr. Capra, que ha hecho de la

“Física Teórica” una especie de “Física Eso-teórica” o “Esotérica”.

En tanto los científicos sigan creyendo que sólo nuestra ciencia moderna (con la física cuántica en

el centro) es la única dueña de la razón y de la verdad, Occidente seguirá manteniendo

soberbiamente esta posición narcisista sin poder adentrarse nunca en el corazón de estas fascinantes

y milenarias culturas que estudiamos.