panfleto para seguir viviendo, fragmento (2)

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67 de tener setenta y muchos años si no se había muerto. Pensé en la cantidad. Parisi, él solo, podía ser un hombre con per- sonalidad psicopática, pero doscientos como él se convertían en un problema de Estado, sin matar a nadie, sin golpear a nadie, sólo quemando buzones. Jack London podría haber escrito su historia. Se había puesto verde el semáforo para los coches y yo seguía mirando las astillas blancas, pequeñas llamaradas de papel despegado en el poste del buzón. Jack London esta- ba muerto. Los cuentos tampoco sirven para mucho. Sirven para unas cosas pero no sirven para otras. No era dentro de un cuento donde yo quería mover las cosas sino fuera, en esa calle cercana a un instituto de mierda, en un barrio situado a diez estaciones del centro de Madrid. Apunté en mi cabe- za el nombre de los que habían hecho ese cartel. Crucé por fin, al llegar a casa estuve buscando en la red quiénes eran y qué decían. VII Tenían un local cerca de Tirso de Molina. Un sábado a las cuatro y media de la tarde me presenté allí. Encontré por ca- sualidad a cinco personas, estaban redactando un comunica- do sobre los seiscientos despidos de la OPEL en Figueruelas, Zaragoza. Vaya plan para un sábado por la tarde, me diréis. Bueno, a mí esos tíos, y tías, eran tres y dos, se me quedaron grabados. ¿Que no tenían otra cosa mejor que hacer? No lo sé, a mí me cayeron bien, no se les veía particularmente col- gados ni chungos ni nada. Y les dije que quería trabajar con ellos pero que no sabía cuál era el procedimiento. Estaban organizados por zonas. Me preguntaron por mi barrio y me dijeron que muy cerca había un local, se reunía los lunes a las siete, me dieron la dirección para que el lunes fuera allí. Ahora, antes de seguir, tengo que deciros una cosa. Bueno, varias. Si estáis leyendo esto es que he entrado en la boca del

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Fragmento de la novela de Fernando Díaz (La Oveja Roja, 2015, http://laovejaroja.es/panfleto.htm)

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de tener setenta y muchos años si no se había muerto. Pensé en la cantidad. Parisi, él solo, podía ser un hombre con per-sonalidad psicopática, pero doscientos como él se convertían en un problema de Estado, sin matar a nadie, sin golpear a nadie, sólo quemando buzones. Jack London podría haber escrito su historia.

Se había puesto verde el semáforo para los coches y yo seguía mirando las astillas blancas, pequeñas llamaradas de papel despegado en el poste del buzón. Jack London esta-ba muerto. Los cuentos tampoco sirven para mucho. Sirven para unas cosas pero no sirven para otras. No era dentro de un cuento donde yo quería mover las cosas sino fuera, en esa calle cercana a un instituto de mierda, en un barrio situado a diez estaciones del centro de Madrid. Apunté en mi cabe-za el nombre de los que habían hecho ese cartel. Crucé por fin, al llegar a casa estuve buscando en la red quiénes eran y qué decían.

VII

Tenían un local cerca de Tirso de Molina. Un sábado a las cuatro y media de la tarde me presenté allí. Encontré por ca-sualidad a cinco personas, estaban redactando un comunica-do sobre los seiscientos despidos de la OPEL en Figueruelas, Zaragoza. Vaya plan para un sábado por la tarde, me diréis. Bueno, a mí esos tíos, y tías, eran tres y dos, se me quedaron grabados. ¿Que no tenían otra cosa mejor que hacer? No lo sé, a mí me cayeron bien, no se les veía particularmente col-gados ni chungos ni nada. Y les dije que quería trabajar con ellos pero que no sabía cuál era el procedimiento. Estaban organizados por zonas. Me preguntaron por mi barrio y me dijeron que muy cerca había un local, se reunía los lunes a las siete, me dieron la dirección para que el lunes fuera allí.

Ahora, antes de seguir, tengo que deciros una cosa. Bueno, varias. Si estáis leyendo esto es que he entrado en la boca del

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lobo y sigo vivo. Estáis en vuestro derecho si me preguntáis por qué sigo vivo. ¿Qué quiere el lobo de mí? Iré despacio. Por un lado está la literatura: yo digo que esto no es una novela pero ¿y si es literatura? Entrar en la boca del lobo significa que alguien ha aceptado publicar estas páginas y difundirlas, y puede que lo haya hecho porque piense que son literatura, porque la literatura siempre está del lado de las mansiones, o casi siempre. Los escritores se pasan el día en cócteles y en cenas y escribiendo artículos sobre la lluvia o sobre lo malos que son los seres humanos, haciendo lo que sea que les sirva para seguir publicando libros y yendo a cócteles y a cenas y escribiendo artículos sobre la lluvia o cualquier otra cosa que no sea concreta, que no se parezca a reunirse un sábado por la tarde para ocuparse de los seiscientos despidos de OPEL en la factoría de Figueruelas. Cuando los escritores gritan o se cabrean, cuando alguna vez hacen pintadas o algo equi-valente a las pintadas, tienen el buen gusto de hacerlas es-téticas y refinadas para que no se note que son rabia escrita mal y pronto sino que parezcan sobre todo arte o literatura, igual que sus gritos musicales o sus cabreos hechos de si-lencios, sobreentendidos y ambigüedades. Se supone que si estoy aquí es por haber demostrado que me importa ser un escritor, por haber demostrado que puede haber escupitajos bellos. Pero a mí la literatura me la suda, os lo juro, a mí me importa producir un efecto.

Escribir no es tan distinto de chatear con una guarrilla. Sin moverme, sin tocarla, unas pocas palabras logran que se excite. Adelantan el camino y luego, cuando ella se masturba o cuando folla con alguien se corre mucho antes que si no hu-biera chateado conmigo. Unas pocas palabras. Ni siquiera ne-cesito música. A mí me importa que la chica se corra. A la ma-yoría de los escritores y a quienes difunden a los escritores les importa que nada salga fuera. Quieren que se agiten las on-das dentro de la piscina pero sin que se desborde. Buscan una especie de estremecimiento lírico, interior. A mí me importa que la chica grite, que se le moje el chocho, que respire mecida

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en el placer. También me importan las consecuencias, creo que cuando sabemos que el placer es nuestro nos cansamos antes de aguantar que nos pisen el cuello por la mañana.

En cambio a ellos les gustan los libros interiores, te exci-tan un poco, te ponen un poco melancólico pero no se co-rre nadie. Libros calientapollas, literatura calientapollas. Yo tendría que demostrar que estoy dispuesto a calentarles un poquito la polla o el corazón y que luego no pase nada. Sólo que quiero que pase algo. Y al mismo tiempo quiero que leáis esta historia. Que alguien la publique y la pongan en las bi-bliotecas municipales. ¿Qué hago? ¿Me arruino imprimiendo copias y trato de repartirlas por ahí? No tengo medios para eso, además, tiraríais las fotocopias a la basura. Por otro lado, si intento aparentar que soy un escritor entonces puede que me convierta en uno de ellos, y ya la hemos jodido.

Así que debo mantenerme en el borde, en el límite, hacer como que esto es una historia porque es una historia, y no poner detrás, en la última página, hojas para que os apuntéis en la organización donde yo he acabado metiéndome, o en otras. ¿Y qué pasa con el cartel que vi? ¿Voy a ocultar el nom-bre? Puedo llegar a un trato contigo, editor o editora —bue-no, ahora ya sé que eres una editora—: callar el nombre de la organización para que no te acusen de publicar propaganda. Además, qué coño, hay bastantes organizaciones, no se trata de una en concreto, se trata de lo que vamos a hacer.

Puedo llegar a un trato, editora. Mira, los tuyos despre-cian el efecto cuando sale fuera, pero aprecian el que se que-da dentro, por ejemplo el sutil movimiento de compasión que sentirían al leer la historia de un chico de barrio como yo, alguien que debió arreglárselas solo, alguien que tenía todos los números para estar en una cárcel y luego de teleoperador o almacenista, y luego alcohol o más delincuencia, o haber-me casado con Raquel y que Raquel me hubiera mandado a tomar por culo. Alguien que nace con las cartas marcadas y resulta que empieza a leer como Jack London y, aunque no es tan bueno como él, acaba escribiendo una historia e intenta

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demostrar que sabe hacerlo, intenta demostrar que cree en otro mundo más limpio, como grandes estepas blancas, y el chico se esfuerza, y hasta aprende algo.

La vida de London fue más dura que la mía, repartió pe-riódicos con trece años, se juntó con los delincuentes de los muelles de Oakland para robar ostras y después colaboró con las patrullas que vigilaban los viveros que él había saqueado. A los diecisiete años se enroló de marinero en un barco de-dicado a la caza de focas. Eran los tiempos de la gran depre-sión, no había empleo y a la vuelta tuvo que trabajar en una fábrica de yute y paleando carbón en una central eléctrica trece horas diarias. Se unió a la marcha de un ejército gigan-te de desempleados que iba desde California a Washington a pedir trabajo. Y le metieron un mes en la cárcel por eso. Entró en un partido socialista que estaba naciendo, empe-zó la universidad y la dejó, se fue a Alaska a buscar oro pero no tuvo suerte. Volvió en una balsa con escorbuto, sin haber conseguido tocar el oro. Pero escribió. Y todavía no sabemos si fue sobre todo un escritor experto en descripciones de si-tuaciones límite, en adjetivos y en metáforas, o si, sobre todo, fue un revolucionario.

Yo creo que le desorientaron. Le desencaminaron con el dinero, con el éxito, con el desprecio que sentían por él y el deseo de utilizarle. Se jugó la vida muchas veces, aprendió a sobrevivir a la intemperie pero fue un tipo frágil, como mi hermano, como Isa, y no me extraña que muriera por una sobredosis, él también parecía un cristal de hielo y antes de que le quebraran en pedazos para siempre escogió el calor, la llama en la cucharilla de metal o, en su caso, la morfina y el sulfato de atropina. «Preferiría», dijo, «ser un soberbio meteoro antes que un planeta dormido y permanente». Ya lo veis, es lo que han conseguido: que aceptemos la espada o la pared, el meteoro o el planeta, que nos resignemos a que nunca nos dejen en paz.

¿Harás el trato, editora? ¿Pensarás que siempre ha habido novelas en el borde? ¿Dejarás que me quede por si acaso llego

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al público joven? En cuanto a mí, si es preciso seré astuto. No habrá hoja de inscripciones al final para que no te acusen de hacer proselitismo. Ni siquiera basta con que tú me hayas aceptado. Tienen que dejarme hacer, los críticos, los perio-distas, los amos de los críticos y los amos de los periodistas. Quién sabe, puede que yo no les moleste demasiado. Ellos y ellas, los que pedían esfuerzo y dedicación, empresarios ricos, empresarias ricas, acuden a las fiestas de los museos y tam-bién se ocupan de sentar a su mesa la literatura. Procuran controlarlo todo. No es que el poder de las historias les quite el sueño, pero están al tanto.

Cada dos o tres años echan un vistazo e incorporan a la mesa a los nuevos, y siguen vigilando, siempre puede llegar la gran esperanza blanca y habrá que hacerle un sitio también. Para ellos la gran esperanza blanca es un escritor irreverente que arroje la copa de vino contra una vitrina. Les ha pasa-do ya y han tolerado el gesto, han llamado a la criada para que recoja, luego el banquete ha continuado. Las esperanzas blancas, lo saben, terminan aprendiendo buenos modales como todos los demás. Terminan calentando pollas porque para eso les pagan. Los amos de los periodistas me oyen ha-blar así y asienten satisfechos. Piensan que es eso lo que se lleva ahora, la palabra polla o decir que escribir es hacer que el espíritu se ponga duro. Suponen que ésa es mi irreverencia y que luego, como a todos, se me pasará.

Mira, editora, ya han dejado de atender, los escritores no les ocupamos más de un minuto. Y ésa es mi posibilidad. Pa-sar inadvertido. No tienen ni idea de lo que es la irreverencia. Tampoco saben que a la gran esperanza blanca la noqueó un negro. O sí lo saben pero no les importa. Yo soy el negro, les digo. Yo soy el negro. Sonríen, se intercambian miradas. Desprecian a mi organización, ni siquiera saben que existe, y ésa es mi posibilidad.