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Los Cuadernos de Cine PANFLETO CONT EL GIMP A propósito de ciertas tendencias del cine actual Carlos Losilla EL CINE DE LAS AUTONOMIAS AUDIOVISUALES P ara ser objeto de un reconocimiento rmal, a una autonomía política le bas- ta con unas cuantas reuniones de seño- res bien trajeados y la proclamación de un estatuto más o menos amplio. Una autono- mía audiovisual, en cambio, necesita más in- aestructura: medios tecnológicos, prosiona- les competentes, una televisión propia y -por encima de todo- una o varias películas que la legitiman como tal, que proclamen por las salas de cine la existencia de un Gurídicamente) nue- vo grupo humano con leyes e imágenes propias. Una autonomía, una nacionalidad, no son nada hasta que se ven reflejadas a sí mismas en la sá- bana blanca de la pantalla cinematográfica o en las cada vez más prosas líneas del televisor. En este país, sin ir más lejos, la gente no se en- teró de la existencia de un estado de las autono- mías hasta que vio en las carteleras los nombres de Francesc Bellmunt o Imanol Uribe, y el tal estado no se consolidará, no tomará rma en la mente de la masa audiovisual, hasta que todos esos pequeños grupúsculos autóctonos cuenten con una imaginería -incluso se podría decir una mitología- propia. Seguramente la Unión So- viética no sería lo que es si gente como Eisens- tein o Pudovkin no hubieran plasmado en celu- loide toda aquella colección de acorazados y ma- dres revolucionarias que invadieron los cinema- tógras de los años 20. Y, sin ninguna duda, los Estados Unidos de América no disutarían de sus actuales privilegios de no haber contado con la mayor manucturadora de imágenes jamás creada. En abierta contradicción con lo que ocurre en el plano sociológico y político, buena parte del cine que se brica a finales de esta década pare- ce obsesionado con la reivindicación de una ciu- dadanía direncial, con la ostentación de lo exótico, entendiendo por ello como lo que sea distinto (o incluso opuesto) a los arquetipos eternos del cine de Hollywood. Mientras se ha- bla de una posible unión europea, Televisión Española se siente de súbito portavoz de la Ma- dre Patria y bombardea a su audiencia casi se- manalmente con películas conccionadas al sur de Río Grande. Mientras se crea el espismo de un mundo cada vez con menos onteras, comu- nidades lingüísticas que nunca o muy pocas ve- ces se habían asomado a la pantalla grande, lan- zan al mercado una película-estandarte , algo que los identifique como Sujetos Independien- tes en el proceloso mundo de la exhibición cine- matográfica. Nace en Galilée (1987), película de origen palestino con actores árabes y técnicos anceses, gana la Concha de Oro en el Festival de San Sebastián. Un producto genuinamente irlandés, Reer and the model (1987), se lleva el primer premio en el Festival de Barcelona, e in-

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Los Cuadernos de Cine

PANFLETO CONTRA

EL GIMP

A propósito de ciertas tendencias

del cine actual

Carlos Losilla

EL CINE DE LAS AUTONOMIAS

AUDIOVISUALES

Para ser objeto de un reconocimiento formal, a una autonomía política le bas­ta con unas cuantas reuniones de seño­res bien trajeados y la proclamación de

un estatuto más o menos amplio. Una autono­mía audiovisual, en cambio, necesita más in­fraestructura: medios tecnológicos, profesiona­les competentes, una televisión propia y -por encima de todo- una o varias películas que la legitiman como tal, que proclamen por las salas de cine la existencia de un Gurídicamente) nue­vo grupo humano con leyes e imágenes propias. Una autonomía, una nacionalidad, no son nada hasta que se ven reflejadas a sí mismas en la sá­bana blanca de la pantalla cinematográfica o en las cada vez más profusas líneas del televisor. En este país, sin ir más lejos, la gente no se en­teró de la existencia de un estado de las autono­mías hasta que vio en las carteleras los nombres de Francesc Bellmunt o Imanol Uribe, y el tal estado no se consolidará, no tomará forma en la

mente de la masa audiovisual, hasta que todos esos pequeños grupúsculos autóctonos cuenten con una imaginería -incluso se podría decir una mitología- propia. Seguramente la Unión So­viética no sería lo que es si gente como Eisens­tein o Pudovkin no hubieran plasmado en celu­loide toda aquella colección de acorazados y ma­dres revolucionarias que invadieron los cinema­tógrafos de los años 20. Y, sin ninguna duda, los Estados Unidos de América no disfrutarían de sus actuales privilegios de no haber contado con la mayor manufacturadora de imágenes jamás creada.

En abierta contradicción con lo que ocurre en el plano sociológico y político, buena parte del cine que se fabrica a finales de esta década pare­ce obsesionado con la reivindicación de una ciu­dadanía diferencial, con la ostentación de lo exótico, entendiendo por ello como lo que sea distinto ( o incluso opuesto) a los arquetipos eternos del cine de Hollywood. Mientras se ha­bla de una posible unión europea, Televisión Española se siente de súbito portavoz de la Ma­dre Patria y bombardea a su audiencia casi se­manalmente con películas confeccionadas al sur de Río Grande. Mientras se crea el espejismo de un mundo cada vez con menos fronteras, comu­nidades lingüísticas que nunca o muy pocas ve­ces se habían asomado a la pantalla grande, lan­zan al mercado una película-estandarte,-, algo que los identifique como Sujetos Independien­tes en el proceloso mundo de la exhibición cine­matográfica. Nace en Galilée (1987), película de origen palestino con actores árabes y técnicos franceses, gana la Concha de Oro en el Festival de San Sebastián. Un producto genuinamente irlandés, Reefer and the model (1987), se lleva el primer premio en el Festival de Barcelona, e in-

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cluso un certamen tan especializado como el de Cine Fantástico de Sitges reserva sus más selec­tos aplausos para la primera película de la histo­ria hablada en lapón, El guia del desfiladero (Op­helas, 1987, también conocida como Pathfinder), una estólida epopeya de iniciación y nieve, mu­cha nieve. Ni siquiera los tradicionalísimos se­ñores de la Academia de Hollywood se salvan de la epidemia: el último osear a la mejor pelícu­la extranjera ha ido a parar a manos de una pro­ducción que esta vez no es ni italiana, ni france­sa, ni alemana, ni siquiera española, sino nada más y nada menos que danesa ( cuando ya todo el mundo creía que después de Dreyer, el dilu­vio) y además rodeada en Jutlandia, Elfestin de Babette (Babette fast, 1987).

Y eso no es todo. Incluso las carteleras espa­ñolas se van viendo progresivamente invadidas por títulos procedentes de las más extrañas lati­tudes y/o lenguas. Uno de los éxitos más reful­gentes y menos esperados del pasado año fue Sorgo rojo (Hong gaoliang, 1987), una película china de Zhang Yimou, pero también se estre­naron Crazy !ove (Crazy love, 1987), con diálo­gos en flamenco; La luz (Yeelen, 1987), una pro­ducción de la República Malí dirigida por Sou­leymane Cisse; y, para redondear la serie con un título patrio, El vent de l'illa (1987), una solemne celebración balear hablada en menorquín. El he­cho es que el cine comercial, el que suelen fre­cuentar los ciudadanos cada fin de semana, está tomando nuevos y sorprendentes derroteros. Películas españolas como Diario de invierno (1988) no aguantan más de dos semanas en car­tel y, en cambio, E/festín de Babette o Sorgo rojo sortean los meses con una facilidad pasmosa. lQué ha pasado para que el típico cinéfilo-de-ar­te-y-ensayo prefiera las nieves danesas (e inclu-

so laponas) y las llanuras chinas a las ascéticas estepas castellanas, que tanto furor causaban en las películas de Saura o Martín Patino durante el franquismo?

Sencillamente, se ha producido un cambio en el concepto de lo exótico o, mejor dicho, de lo maravilloso en cine. A nadie le impresionan ya las inabarcables praderas norteamericanas, entre otras cosas porque puede verlas por la televisión casi cada sábado alrededor de las cuatro de la tarde. En cambio, todo el mundo parece experi­mentar una fascinación casi enfermiza (y repen­tina) por los cuentos chinos como Sorgo rojo o las mezclas de qualité y recetas gastronómicas a lo Babette. El esteticismo, que siempre ha goza­do de tanta audiencia en el ámbito cinematográ­fico, se ha trasladado desde lo interior hasta lo exterior: antes eran los grandes caserones mese­tarios y las atestadas mansiones italianas, Erice y Bolognini; ahora son las puestas de sol de la Re­pública Popular y las abrumadoras nevadas nór­dicas. Pero en el fondo se trata de la misma téc­nica: dejar entrever más de lo que en realidad se ofrece. El esteticismo decorativista utilizaba al­fombras y candelabros para dar la impresión de que los melodramas encerrados entre sus cuatro paredes eran más densos, turbulentos y pasiona­les de lo normal. El esteticismo turístico recurre a lo exótico para disfrazar historias y discursos tan antiguos como el cine mismo, para vender lo de siempre con la máscara de algo nuevo, enco­mendándose de paso a la reivindicación de lo nacional, de lo característico. Películas que se pretenden representativas de un modo de vida auténtico y distinto acaban siendo así tan irrea­listas como la más desatada de las fantasías ho­llywoodienses.

Sorgo rojo parece contar algo totalmente «ori-

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ginal», la peripecia de una muchacha que, par­tiendo de una situación de completa opresión (su padre la vende a un hombre enfermo pero rico para que se case con ella) acaba participan­do en una gesta de liberación (la lucha contra la invasión japonesa), una historia indiscutible­mente indígena adornada con sudorosos cánti­cos y encendidas estampas de la vida rural chi­na. Sin embargo, el director Zhang Yimou no encuentra su estilo ni en el vigor de la narración ( en apariencia épica, en realidad desmayada) ni en el rigor de la descripción, sino en la composi­ción de imágenes «bonitas», que parezcan a la vez expresivas de su intransferible idiosincrasia y mayoritariamente identificables (en el sentido cultural del término) para un público universal: el principio del coito entre el sorgo mecido por el viento, los trabajadores agradeciendo median­te canciones la calidad de su cosecha, la batalla final apocalípticamente filmada durante un eclipse, etc. Es lo mismo que sucede con El festín de Babette o El guía del desfiladero. A pri­mera vista se ofrecen como películas que sólo podrían fabricarse en y a propósito de la nacio­nalidad que las ha producido, pero cuando se encienden las luces de la sala se tiene la impre­sión de haber asistido a un espectáculo déja vu,sólo que con distintos escenarios como fondo. El festín de Babette adopta la apariencia de un cuento típicamente nórdico para adultos, una parábola moral acerca de la mezquindad y la ge­nerosidad, una metáfora sobre el enfrentamien­to entre ascetismo y hedonismo. Con estos mis­mos materiales ideológicos, Dreyer filmó hace más de 45 años una película que sólo una men­talidad nórdica podía concebir, Dies !rae (Vre­dens Dag, 1943). E/festín de Babette, por el con­trario, podría estar dirigida por un uruguayo y

los resultados serían los mismos. Lo que impor­ta a Gabriel Axel no es la disección de esa duali­dad fatal, sino los exquisitos manjares franceses que prepara la cocinera Stéphane Audran, filma­dos con tanto primor que una parte de la sala deja escapar un resignado suspiro de admiración cada vez que uno de ellos aparece en pantalla. Y El guía del desfiladero no es muy distinta, sólo que aquí los gadgets no son codornices y bote­llas de vino, sino flechas, persecuciones y amu­letos; otro cuento tradicional (en este caso la­pón) que quiere ser un canto a la libertad auto­nómica y acaba siendo una especie de peplum esquimal provisto de un dinamismo más bien tosco y filmado con evidente torpeza.

Todo eso no quiere decir que cualquier pelí­cula procedente de una nacionalidad considera­da «distinta» deba presentar una visión rigurosa y auténtica de la vida y las costumbres de su país de origen. Se trata de una simple constata­ción: en la época de la homogeneidad audiovi­sual se necesita mucha astucia y mucho tacto para pintar una cierta idiosincrasia cultural sin caer en la asimilación, en la absorción de una cultura por otra, lo cual es una trampa que debe­ría empezar a considerar intolerable. Lo que re­sulta entonces patético en películas como Sorgo rojo o El guía del desfiladero no es que no acier­ten en su presentación de un material intransfe­riblemente propio, sino que lo intenten, y sobre todo que lo intenten con tanta ligereza. La luz es el ejemplo opuesto: aquí no se quiere poner en primer término la singularidad de los malien­ses (sino narrar una historia maliense, que es muy distinto), y sin embargo cada gesto, cada plano, revelan la existencia de un código común a los personajes de la película y por completo extraño a los espectadores de la platea. El

El Festín de B b El Festín de Babette. a ette.

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intento es radical, y los resultados un poco aris­cos, pero no hay ni rastro del doble juego que sustenta los otros films, ni de la identificación gratificante que se esconde tras la fingida origi­nalidad.

NOTICIAS DEL GRAN IMPERIO

Mientras tanto, al otro lado del Atlántico, las cosas no son tan distintas. Dejando de lado las típicas películas destinadas anualmente a la co­secha de los osear, en lo que se refiere a los gé­neros tradicionales la cinematografía americana parece alinearse de manera estratégica junto con los productos de su periferia. «El Gimp es la téc­nica -decía Manny Farber en un memorable texto de 1952 (reproducido en Arte Termita con­tra Arte Elefante Blanco, Barcelona, Anagrama, 1974)- de realzar lo ordinario con una dimen­sión diferente, sensacional y sin embargo apa­rentemente creíble.» Toda Sorgo rojo, toda El festín de Babette y demás compañeras de fatigas son un puro gimp, una pirueta en el aire destina­da a otorgar credibilidad a lo artificioso, a ador­nar lo vulgar con oropeles. Parte del cine ameri­cano realizado durante los últimos dos años (aunque la cosa se remonta mucho más allá) también juega esta baza. Los argumentos son los de toda la vida, las puestas en escena se refu­gian en el más tradicional de los academicismos para disfrazar una alarmante falta de ideas, pero el look exterior parece siempre distinto, con lo cual se intenta también conceder un aura dife­rente a lo que contiene.

La casa de Carroll Street (The house on Ca­rroll Street, 1988), de Peter Yates, es uno de los últimos y más contundentes ejemplos de este nuevo cine de qualité. La película podría ser per-

fectamente uno de esos subproductos que se dedican a imitar a Hitchcock y acaban por lo ge­neral en la estantería de un videoclub sin haber pasado jamás por una sala de cine. Pero varios detalles la delatan y la condenan a ser uno-de­los-éxitos-de-la-temporada: a) transcurre en la época del maccarthysmo, lo que convierte las más bien anodinas aventurillas de sus protago­nistas en un Gran Tema; b) en lugar de ceñirse a la acción, recurre al decorado, al vestuario y a la fotografía para crear un ambiente de época y añadir un plus de «elegancia» al producto; y c) utiliza dos actores con carisma (Kelly McGillis y Jeff Daniels) de manera «distinta» a como han venido siendo utilizados en sus anteriores traba­jos con el fin de delinear el espejismo de la in­terpretación-de-calidad. Lo que diferencia esta socorrida técnica del gimp del que hablaba Far­ber es que ahora no se intenta salpicar el film con toques de autor, sino envolverlo en papel de plata y presentarlo así ante los deslumbrados ojos del espectador. Es una evolución lógica. En los años 50 aún estaba de moda el psicoanálisis y la sociología barata post-segunda guerra mun­dial, mientras que ésta es la era del diseño, de las formas, de lo que entra por los ojos y no por la mente. Lo que antes se disfrazaba con frases rimbombantes y subrayados visuales a base de imposibles movimientos de cámara, ahora se vende gracias al maquillaje y los fuegos de artifi­cio más o menos disimulados.

La evolución de un director como Ridley Scott es, desde este punto de vista, representati­va de los derroteros que ha ido tomando el cine americano «de autor» a lo largo de la década que está terminando. Dio por concluidos los setenta con Afien, el octavo pasajero (Alien, 1979), una intrigante muestra de terror espacial con toques

KELLY McGILLIS. JEFF DANIELS

EmilyGranesalió de su casa una mañana

Y entró en una pesadilla ..•

• • • una pesadilla que acabará en

LA CASA DE ÍARROLL STREÉf

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de Conrad, el cine gótico y la fantasía científica.Empezó los ochenta con Blade Runner (BladeRunner, 1982), que se ha convertido ya en unapelícula de culto gracias a su sabia combinaciónde futurismo tenebrista y reflexión casi filosófi­ca. Continuó con Legend (Legend, 1985), su filmmás radical e incomprendido, es decir, su mo­mento álgido como autor, como creador de unmundo propio (válido o no, ésa es otra cues­tión). Y finaliza por ahora con La sombra del tes­tigo (Someone to watch over me, 1988), una caí­da en picado que no tiene nada que envidiar aLa casa de Carroll Street. En otros términos: delcine de género al cine de género-qualité pasan­do por la reivindicación de sí mismo. Lo que se­para Afien de La sombra del testigo es lo que se­para el cine americano de finales de los setentadel cine americano de finales de los ochenta. Protagonizada también por dos actores con gla­mour (Tom Berenger y Mimi Rogers), la películase niega sistemáticamente a explorar los temasque ella misma plantea desde un principio, deci­diéndose por recrearse en los contraluces de uninmenso apartamento o en las miradas sin vidade dos personajes que simulan una pasión ine­xistente. La trama, una vez más, desdeña todanovedad para disfrazar el vacío de clasicismo, to­do lo contrario de lo que ocurre con el estilo,que enmascara la desorientación mediante laapariencia de md>dernidad. En este sentido, elsímbolo que m

�·or resume el estatuto de La

sombra del testig es su propio inicio: bellísimaversión a cargo d Sting del clásico de Gershwinque le da título, tkiientras la cámara se pasea porencima de los rascacielos a través de la nocheneoyorquina. El rodeo, el movimiento en apa­riencia elegante (no hay quien discuta la impe­cable ejecución de esos travellings aéreos) pero

Blue Iguana.

en el fondo inane, sin rumbo, es la base sobre laque se apoya todo lo que viene después de estadeslumbrante imagen inicial.

No hace falta comparar todo esto con la peri­cia de que hacía gala Blade Runner para com­prender el alcance de la transfusión sufrida porel cine americano más ambicioso durante los úl­timos años. Resulta más ilustrativo recurrir aotros ejemplos para dejar bien claro que se tratade un síntoma general, de una dolencia al pare­cer epidémica. Obsérvese, si no, La última tenta­ción de Cristo (The last temptation of Christ,1987), del casi siempre inspirado Scorsese, queahora pretende desnudar su eterno discurso so­bre la redención con una película donde lo quemás importa -aunque sea a pesar de Scorsese­es su fallida reconstrucción arqueológica y su confuso discurso moral, una penosa vulgariza­ción de Malas calles (Mean streets, 1972) o Toro salvaje (Raging bull, 1980). O véase El hombre y

su sueño (Tucker, 1988), de Francis Ford Cop­pola, una mera caricatura visual de Corazonada(One from the heart, 1982) que pretende reme­dar a Capra y a N orman Rockwell y se queda enuna exaltada autocelebración del propio Coppo­la, el Gran Cineasta enfrentado a los PoderesMalignos que dominan la industria cinemato­gráfica, al igual que Prestan Tucker se enfrenta­ba a las grandes majors del automovilismo. O in­cluso El siciliano (The sicilian, 1987), de Mi­chael Cimino, donde la imagen surrealista deuna cabina al borde del mar pretende llenar elvacío dejado por una puesta en escena ampulo­sa y hueca, a modo de importante repetición delos hallazgos estéticos de El cazador (The deerhunter, 1979) o La puerta del cielo (Heaven'sGate, 1982). Así pues, el gimp ya no es tan sólopatrimonio de los géneros tradicionales ni de los

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áprendices de bru�o el estilo de Peter Yates, si­no que ha alcanzado también a las grandes lumi­narias del nuevo (?) Hollywood, a los «cacho­rros» que un día fueran la esperanza del cine americano. Su arma es ahora la reducción ad ab­surdum de su propio estilo hasta convertirlo en algo reconocible que no es más que un puro es­queleto, la herencia de sí mismos.

El relevo de estos hijos de los setenta no pare­ce tampoco demasiado estimulante. Una de las películas más celebradas del último Festival de Cine de Barcelona parece ser la abanderada de los nuevos movimientos, The Blue Iguana(1987), de John Lafia. Este trabajo, que se pre­tende rabiosamente moderno y desmitificador, congrega en torno a sí los tópicos más desmele­nados de lo que, según algunos, debe ser el cine de los 90: desorbitada melé de géneros (del wes­tern al cine negro, todo ello abrillantado con un barniz de screwball comedy), distanciamiento irónico del director con respecto a su material, predominio de la acción sobre la reflexión, crea­ción de un estilo visual propio que se base en la tradición pero que a su vez la supera, espíritu descreído y marginal, etc. Como dice el propio Lafia: «Todas las formas de cultura popular, sin olvidar las más rastreras, forman un todo, una tradición de mito popular, un «flujo de concien­cia» como decía Joyce. Y lo que hay que hacer es no censurarse a uno mismo en absoluto a la hora de saquear.» (Dirigido por ... n.º 161). Pero a veces, como en el caso de Lafia, la falta de cen­sura puede desembocar en una falta de estilo, en un atropellado entrechocar de imágenes cuyo ensamblaje chirría por todas partes. The BlueIguana intenta ser tan posmoderna que esa mis­ma condición se vuelve en su contra y se con­vierte en coartada, en gimp. Cuando no sabe có-

mo resolver una secuencia (toda la parte final, por ejemplo) recurre a la exageración, a la mue­ca, a la aplicación de esa «ironía devastadora» que muchos confunden con la grosería visual y narrativa. Cuando los personajes, desorientados, no saben cómo alcanzar una mínima densidad, les hace apoyarse en el distanciamiento para su­brayar aún más esa falta de adecuación, para dis­frazarla bajo la rúbrica de un «rasgo de estilo». Rizando el rizo de la qualité, The Blue Iguana in­tenta otorgar entidad a lo que quiere mostrarse como carente de ella.

LA ULTIMA AVANZADILLA

Pero volvamos por un momento a Manny Farber, nuestro Virgilio particular, y compare­mos estas palabras con las intenciones de John Lafia: «Las obras de calidad suelen surgir cuan­do los creadores no parecen mostrar ambición por la cultura de oropel, sino que se comprome­ten en una especie de empresa temerario-con­servadora que no tiende a nada ni a ninguna parte. Un rasgo peculiar del arte termita-solita­ria-hongo-musgo es el de avanzar siempre devo­rando sus propios confines y, tal vez sí, tal vez no, sólo deja a su paso las huellas de una activi­dad afanosa, diligente, desaliñada.» (1962) Esta especie de creatividad nihilista y despreocupada es también el fundamento de The Blue Iguana,pero algo debe de fallar cuando los resultados son tan distintos de los que anuncia Farber, cuando el cine «posmoderno» termita no sólo devora sus propios confines, sino también a sí mismo.

Se ha hablado aquí de mezcla de géneros y de distanciamiento. Aparantemente, ambas ten­dencias parecen opuestas, y así ocurre en The

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Blue Iguana, donde su choque provoca una ex­plosión irrevocable. En efecto, mientras la mez­cla de géneros supone tanto un homenaje a la tradición como una vuelta a la identificación del espectador con lo que ocurre en la pantalla (los géneros son formas narrativas eminentemente populares), el distanciamiento implica una acti­tud casi cínica, individualizada, aislada del exte­rior por una cortina de autoconfianza: nada pue­de dañarme ... ni emocionarme. El acercamiento entre ambas técnicas se produce cuando la mez­cla

fe géneros pierd

� su carácter de hqmenaje y

cua do el distancia iento se des-radicaliza, ol­vid su procedencia ntelectual para c�nvertirse en na postura a la vez objetiva y participativa: no es más que cine, pero qué emocionante. To­do ello implica, por supuesto, el abandono de cualquier pretensión cultural (sea moderna, pos­moderna o de qualité) y la adopción de la «mo­destia estética» como emblema estratégico. Se trata de mezclar géneros con fluidez y no con premeditación, de adoptar un cierto distancia­miento a través de la propia película y no a supesar, de basar la acción en la arquitectura de las imágenes y no en su acumulación, y de llevar el descreimiento hasta sus últimas consecuencias, es decir, hasta el momento en que la película, presentándose como un trabajo serio, no se to­ma en serio ni a sí misma.

La aparente contradicción reside en una para­doja: una película seria nunca debe recurrir a la Seriedad de la cultura oficial y establecida, sino ir siempre contracorriente, explotar la ambigüe­dad, no erigirse en representante de nada excep­to de sí misma. Es lo que hacían las películas de serie B y algunas de serie A en los años dorados de Hollywood ( de Edgar G. Ulmer a Howard Hawks, de Joseph H. Lewis a Alfred Hitchcock)

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y lo que hacen ahora algunos films que suelen pasar desapercibidos para los conaisserus, como una mancha despreciable en una cartelera reple­ta de Coppolas, Rudolphs, Carroll Streets, me­riendas de negros confeccionadas por Babette y amaneceres inequívocamente chinos. El gimp(la trampa de la nacionalidad, de la qualité, de la modernidad ... ) desaparece para dejar paso al apetito voraz de las termitas. Varios de los estre­nos más interesantes que se han producido últi­mamente pertenecen a este tipo de cine demo­le

¡or y ateo. Junglm de cristal (Die l)ard, 1988),

d John McTiernarl. y protagonizad� por el im­pa able Bruce Willis, propone un perverso cruce entre las fantasías selváticas de Rambo y los in­fiernos decadentistas de El coloso en llamas(The towering inferno, 1974), pero su resolución es mucho más original que todo eso. Convierte un rascacielos en una jungla indonesia y deja caer allí en medio, como quien no quiere la cosa y sin ningún tipo de rubor, a un individuo en ca­miseta que aniquila uno por uno a todos los miembros de una banda de terroristas que se­cuestran el edificio. La película se presenta co­mo un simple track de acción, pero a medida que transcurre el humor y la ironía Uamás explí­citos, como ocurría en The Blue Iguana) van so­cavando el componente épico del guión hasta dejarlo reducido a cenizas, pero -atención, atención- sin desvirtuarlo, manteniéndolo incó­lume para quien quiera disfrutar de él. Esta am­bigüedad, esta riqueza y densidad de proposicio­nes, se produce además con una frenética facili­dad narrativa, sin recurrir a postizos ni a dobles juegos. Huida a medianoche (Midnight run, 1987), de Martin Briest, aunque menos arriesga­da y más convencional, cuenta con dos devasta­doras interpretaciones (a cargo de Robert de Ni-

Good Morning, Vietnam.

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ro y Charles Grodin) y un continuo cambio de registros ( de la comedia al thriller, de la road mo­vie al pseudowestern) que le otorgan un tono pe­culiarísimo, como si Sam Fuller estuviera diri­giendo un guión de Wim Wenders. No en vano estas dos películas han sido incluidas entre las mejores del año por algunos de los críticos de Cahiers du Cinéma, lo cual no es una garantía pero sí un consuelo.

El más conspicuo batallador en este terreno del cine modesto y combativo responde al nom­bre de Barry Levinson y podría confundirse, a primera vista, con uno de esos insolentes practi­cantes de la qualité. Sus películas carecen de la dinámica fluidez de Oculto (The hidden, 1987) o de la densidad casi ulmeriana de Best seller,(1987), por citar dos piezas maestras de esta ten­dencia, pero poseen otras cualidades quizá más sutiles. Levinson, por ahora, no está preocupado por ser un autor, y eso le permite adentrarse en cualquier tipo de argumento o género y «sa­quearlo» a placer. Pero sus botines no son como los del cuervo Lafia, ni como los del pavo real Scott, ni siquiera apelan a ningún sentimiento nacionalista, aun siendo americanos de los pies a la cabeza. Sus dos últimas películas estrenadas entre nosotros, Dos estafadores y una mujer(1987) y Good Morning Vietnam (1988) son refle­xiones sobre su país, pero realizadas desde una perspectiva ajena, casi de entomólogo aficiona­do. Lo que importa en ellas es el propio film, no la reflexión, que va surgiendo a medida que transcurre la narración. Dos estafadores y unamujer es una comedia apacible y esquinada que tiene todos los números para convertirse en la reina de la coartada cultural: un tema «respeta­ble» (un retrato de la sociedad americana en una época de gran expansión económica pero tam-

bién de patética sordidez), una ambientación propensa al envoltorio vistoso, una historia en tono de farsa ideal para el distanciamiento y la ironía más facilones, etc. Pero Levinson, afortu­nadamente, no es Y ates ni Lafia, y deja de lado cualquier tentación para construir sin más una agridulce mirada retrospectiva donde lo que do­mina el panorama es la propia viñeta que lo constituye, no su referente ni la idea estética que lo sustenta. Es algo que se ve más claro en Good Morning Vietnam: cuando Levinson habla de un locutor de radio destinado en Vietnam habla de un locutor de radio destinado en Viet­nam, y no simula estar hablando del papel de la intervención norteamericana en aquel país asiá­tico, ni pretende montar toda una farsa «posmo­derna» alrededor/por encima/a través de la puesta en escena, el montaje y la dirección de actores. En todo caso, lo primero es una refle­xión que, a posteriori, puede hacer con libertad cualquier espectador, sin sentirse coaccionado por la unidireccionalidad de las imágenes. Y lo segundo queda convertido en una irreverente incursión de la comedia en el terreno del cine bélico-político, enfrentamiento entre códigos que es el que le concede esa distancia irónica que, a su vez, se ve contrarrestada por la inme­diatez de los planteamientos. Sólo así se logra una cierta complejidad de miradas, de puntos de vista sobre la materia del film, sin duda la esen­cia y el punto común en el que conver- �gen todos estos guerrilleros-francotira- � �dores-kamikazes del cine de ahora. �

Vietnam.