pájaros de fuego
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de Luis Alberto ZovichTRANSCRIPT
de FUEGOPÁJAROS
trilogía íntegra
LUIS ALBERTO ZOVICH
Las líneas paralelas se juntan en el infinito, igual que los universos, en algún lugar del espacio tiempo, en este multi-verso paralelo que nos contiene. El tiempo es una construc-ción impuesta, nada más, no es lineal por más que creamos que sí lo es. Si viajáramos en línea recta por nuestro univer-so en algún momento volveríamos al punto de partida, a pe-sar de que las líneas rectas y los universos se tocan y se cru-zan en algún lugar.De eso se trata este libro, esta trilogía, universos multidi-mensionales que se cruzan, el nuestro oficialmente tiene once (según prestigiosos estudios científicos), pero ¿cuántas tiene en realidad?, ¿cuántas líneas temporales cruzamos? So-mos un instante en la eternidad, pero ¿cuántas son las eter-nidades?
trilogíaPÁJAROS DE FUEGO
sagaARROYO DE LOS AMANTES
Del mismo autor
en la misma sagaNECROERRANTES
en poesíaTEORÍA DEL AMOR
EL LIBRO DE LOS MUERTOS DE AMOR
otrosMITOLOGÍA GUARANÍ
.PÁJAROS DE FUEGO
LUIS ALBERTO ZOVICH
Clan Destino
Luis Alberto ZovichPájaros de fuego. Trilogía íntegra
Literatura argentinaCiento setenta y cuatro páginasDiecinueve por catorce centímetros
Contacto con el autor | [email protected]
Contacto editorial | [email protected] www.editorialclandestino.blogspot.com
Primera edición | 2014Mil ejemplares
Edición independienteImpreso en Argentina
Código de registro en Safe Creative | 1503243612096
Esta obra es publicada bajo licencia Creative CommonsAtribución–NoComercial–CompartirIgual 4.0 Internacional
Zovich, Luis AlbertoPájaros de Fuego. – 1a ed. – Posadas: el autor, 2014.174 p. ; 19x14 cm.
ISBN 978–987–33–5594–3
1. Narrativa Argentina. 2. Novela. I. TítuloCDD A863
PÁJAROS DE
FUEGO
SECTA DEL OLVIDO
La venganzaLos peregrinos El muroLa escena del crimenSecta del olvido
TIGRES BAJO LA LLUVIA
Tigres bajo la lluviaDe hombres y de bestiasUn día en la vida de...Tigres bajo la lluviaAura negraTeoría de la incertidumbre
PÁJAROS DE FUEGO
Arroyo de los Amantes Binarias Diez muertosEl vórticeAmasijándonosDes–historiaLa huida de ZenónMi pueblo blanco
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ÍNDICE
1521293741
61697799103107
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SECTA DEL OLVIDO
Dedicado a
mis hijas Natalia y Abigail, y mis nietas Mora y Azul.
LA VENGANZA
Eran más de las dos de la tarde y ella zigzagueaba en sole-
dad por los senderos, esquivando la maraña de troncos,
helechos y ramas, recorría la selva con la parsimonia de
un anciano, con el andar cansino, pero exacerbada por el
malhumor.
Desembocó en un claro del monte; el olor a madera
recién cortada, flotaba pesadamente en el aire, que que-
maba las flores de enero.
Retrocedió instintivamente, como jalada por mil coli-
bríes que la arrastraban al corazón de la selva, no se atre-
vió a cruzar. El sol era una inmensa hoguera que cubría la
picada con lenguas ardientes.
Prefirió seguir por el caminito paralelo que enfilaba
loma arriba y estaba cubierto de árboles y lianas que se ce-
rraban, como las fauces de un jaguar.
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A su derecha la picada recién abierta era un desierto
infinito, calcinante, surcado por dunas de hojas marchi-
tas. Allí las brújulas enloquecían derretidas al sol, y perde-
ría el rumbo y la vida quien se atreviera a cruzar.
Como si fuese una tormenta de arena, espinas y abro-
jos que se metían en la piel y la carne. Una bandada des-
bandada de jotes asechaba con sangrientos picos desde
los brazos infinitamente altos de un palo rosado, como
gárgolas en la catedral, a la espera del próximo mártir que
se atreva a cruzar la boca del infierno recién abierto.
A su izquierda la selva se alzaba profunda, húmeda,
espesa y oscura. Sobre la loma el aire más fresco era un bál-
samo, un alivio. Ella sabía que cerca de allí, en el barran-
co, estaba el manantial; que luego convertido en arroyo se
bifurcaba como la lengua de un ofidio y corría en dos di-
recciones, uno al oeste confluía con el Paraná, el otro al
suroeste se precipitaba como una pequeña cascada en el
Arroyo de los Amantes.
El caminito doblaba abruptamente, obligado por
una vieja raíz. Tal vez por eso, por su cuasi ceguera, o su
mal humor, se distrajo y chocó con los pies desnudos de
Arturo, el caballero de la motosierra, que dormía su etíli-
ca siesta junto a su amada espada a motor.
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Arturo era un gringo de unos cincuenta años, que ha-
bía llegado de los Balcanes muchos años atrás. Sus ojos
verdosos estaban entreabiertos, a pesar de que, en reali-
dad, dormía profundamente.
A un lado las alpargatas bigotudas y sucias acompaña-
ban y hacían juego con el viejo morral de lona. Más allá,
una petaca vacía, delataba que su contenido se encontra-
ba en la sangre del moderno hachero.
El gringo soñaba sueños densos y pesados como el
calor de la siesta. Pesadillas extrañas en las que caminaba
por un sendero blanco, casi plateado, a ambos lados la os-
curidad tallaba abismos infinitos.
Detrás suyo una extraña luz envolvente lo empujaba
por el camino hacia delante.
Mientras se preguntaba entre asombrado y asustado
«¿Quién está detrás mío? Creo que es Jesús, no, no. ¡Es
Dios!, no, tampoco...»
Un ruido de cadenas lo sacó de sus pensamientos, de
pronto se encontró arrastrando con ellas un esqueleto
color madera, miró más allá y vio en la misma y larga cade-
na otro más, y otro, y otro, y otro. Todos los esqueletos
eran de madera.
De pronto el camino se llenó de ataúdes hechos de
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carne humana. Arturo entró en pánico, jamás había teni-
do una pesadilla tan fea. Arrojó las cadenas con fuerza a
un costado, pero inmediatamente se encontró con más
cadenas en sus manos y su cuello.
Ahora arrastraba varios féretros hechos de carne hu-
mana, en la parte delantera se podía distinguir cuero ca-
belludo y piel, las asas estaban hechas con las falanges de
los dedos.
Ya no caminaba, estaba paralizado por el miedo mi-
rando los ataúdes abiertos; esqueletos de madera ensan-
grentados descansaban en su interior con las manos en-
trelazadas sobre el pecho.
Arturo, alias el Loco de la Motosierra, seguía boquia-
bierto, con el rostro desencajado, temblando de miedo y
en profundo estado de shock.
La luz detrás de él dijo:
—No deberías sentir miedo, este es el resultado del
mundo que tu mismo creaste con tu machete y tu moto-
sierra, no tiembles como un cobarde. Este es tu propio
fin, el que te forjaste, tu elegiste los medios. Esta es la ven-
ganza del monte.
—No sé de qué me habla —contestó con las manos cris-
padas.
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La sangre le bullía en el cuerpo, quemando sus venas,
las arterias latían con fuerza inusitada, más rápido aun
que su acelerado corazón.
Entre chuchos de frío cerró los ojos y vio una cascada
de colores vivos y gotas de sangre que caían como lluvia so-
bre sus pupilas.
Un torbellino de hojas, tierra colorada y fuego lo sa-
cudió, sus pelos se erizaron, creyó ver borrosamente seis
hombres grises. «Es la Secta del Olvido», alcanzó a pensar.
Su cabeza era un hormiguero lleno de hormigas corta-
doras, que con filosas tenazas cortaban las conexiones de
sus neuronas, y dejaban ambos hemisferios inconexos, a la
deriva en un río furioso y precipitado en un oscuro abis-
mo.
Su pecho convertido en caja de resonancia, donde vi-
braban sus vísceras como las cuerdas desafinadas de un
viejo laúd.
—Tengo un zumbido fuertísimo en los oídos —dijo—.
Siento que no puedo mover las manos ni los brazos. ¡No
puedo respirar! ¡No puedo respirar!, me hice encima. Ten-
go las piernas dormidas, hinchadas. Siento un fuego inso-
portable en el tobillo derecho. ¿Qué me pasa? —preguntó.
La luz a sus espaldas reflexionó:
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—Es tan largo el camino, cruzas tantas víboras que
inevitablemente alguna siempre te muerde, alguna siem-
pre te muerde... alguna te muerde... te muerde... te muer-
de... te muerde...
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LOS PEREGRINOS
A media tarde arrancó el cortejo desde el bar «La Papa
Grossa» rumbo al cementerio del oeste, donde yacen
aquellos que no murieron de amor y tampoco merecen el
castigo de ser sepultados en el cementerio sur, o de los
malditos. Un carruaje tirado por negros y lustrosos per-
cherones, y cubierto de palmas y coronas. Custodiado por
un séquito de paisanos montados en caballos finamente
emprendados, marchaban lentamente bajo la lluvia.
A pesar del mal tiempo casi todo el pueblo se había
dado cita para despedir al difunto. Su viuda, una italiana
alta y corpulenta lloraba desconsolada desde lo alto del lo-
mo de su yegua malacara. Y sus lágrimas se confundían
con la lluvia y corrían calle abajo, hasta el arroyo dulce y
caudaloso.
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Gente de a pie, autos, tractores y carros formaban una
fila de más de cien metros. Pedro Piedrabuena y Joseph, el
iraní, caminaban desconsolados a un costado de la carro-
za.
—El cielo también está triste —se quejó Joseph, mien-
tras el cortejo llegaba al cementerio.
La última voluntad del muerto fue que lo sepultaran
al lado de su amigo, el rengo Ernesto. Los sepultureros y
varios vecinos y amigos buscaron minuciosamente, por
todo el cementerio, la tumba del rengo sin resultados. La
viuda se negaba a creerle al administrador que aseguraba
que no tenía registrado a Ernesto ni como N.N., pues el
rengo no tenía apellido.
—Todos los difuntos están debidamente censados y
aquí no figura ese tal Ernesto —dijo señalando el Libro de
los Muertos.
Al atardecer el carruaje con el féretro y los amigos de-
bieron volver al bar. Ya no quedaba tiempo para llegar al
cementerio de los Muertos de Amor, al norte del pueblo.
Por lo tanto lo siguieron velando hasta después de las
quince horas del día siguiente. Pues la lluvia había inun-
dado el bajo, entre loma y loma, camino del cementerio y
debieron esperar a que el agua se escurriera.
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En el cementerio de los Muertos de Amor no había ni
rastros de Ernesto. Allí constaban en el Libro de los Muer-
tos de Amor, todos y cada uno de los residentes. Cada cual
tenía un capítulo aparte con su historia de amor y muerte
donde se contaba hasta la razón de su deceso.
La jefa de la administración era Arandú Ferreira, nie-
ta de Francis Bompland y Faustino Ferreira,
—Cómo es su nombre —preguntó Arandú a la viuda.
—Genoveva Manchufeta —contestó la italiana.
—Alias «La Papa Grossa» —agregó Joseph, desde un
rincón.
—Aquí no está registrado Ernesto, además es mi pa-
riente y no se me escaparía semejante detalle. De todos
modos su marido no murió de amor o por amor, ¿verdad?
Por lo tanto no podría ser sepultado aquí, Ñanderú no lo
permitiría.
La viuda, los vecinos y los amigos, cansados y decep-
cionados, volvieron al pueblo. El cortejo desandaba el ca-
mino rumbo al bar, pues atardecía y se postergaba el entie-
rro para la mañana siguiente.
Genoveva se resistía a llevar al muerto a ese campo
maldito, pero si iba a cumplir con la última voluntad
del finado debía tomar coraje y hacerlo. Algunos pocos y
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buenos amigos estaban dispuestos a asistir a las exequias
en el cementerio del sur.
A las siete de la mañana partieron desde el bar con la
carroza y el féretro, las flores marchitas, los percherones
desalineados y hambrientos, y un puñado de amigos doli-
dos, angustiados y trasnochados.
Al frente marchaba montada en su yegua malacara, la
viuda italiana, ojerosa, pero bien vestida y maquillada, es-
forzándose para no dejarse ver vencida y muerta de miedo.
La procesión dobló en la esquina de la iglesia, toman-
do la calle del este rumbo al Cementerio de los Malditos.
Al traspasar la niebla eterna de los primeros treinta me-
tros, el día soleado y tibio dio paso a oscuros nubarrones,
relámpagos, viento y truenos. En menos de tres minutos
el cortejo se vio inmerso en medio de una furiosa tormen-
ta de lluvia y granizo.
Los caballos asustados se negaban a seguir, tuvieron
que tomarlos de las riendas y prácticamente arrastrarlos
con mucho esfuerzo entre el viejo flaco y los hermanos
Rojas.
De entre las tumbas surgieron Cirilo y Anastasio, los
sepultureros, con sus capotas negras y sus palas largas y
oxidadas.
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—Hola papá ¿qué hacés aquí?, vos sabes que tenés
prohibido el ingreso a este cementerio —le dijo Anastasio
al viejo flaco.
—Ya está cavada la fosa, sígame doña —dijo Cirilo con
su voz etílica.
—¿El rengo Ernesto está enterrado aquí? —preguntó la
viuda.
—No que yo sepa —contestó el sepulturero.
—Pero es que mi marido pidió ser enterrado al lado
de él.
—Aquí nadie puede elegir donde se lo va a sepultar, la
fosa ya está abierta —dijo Anastasio—, bajen el féretro del
carro y pónganlo sobre las cuerdas que nosotros lo hare-
mos descender hasta el fondo.
Genoveva leyó a duras penas los nombres grabados
en las lápidas contiguas, «Juan Turco» a la izquierda, «Es-
pía Yankee» a la derecha. La viuda montada en su yegua
malacara tomó las riendas de los percherones y dio media
vuelta.
—Aquí no va a quedar sepultado mi marido —exclamó
bajo una lluvia torrencial.
—Los muertos que entran a este lugar ¡no salen!
—sentenció Cirilo.
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Mientras Genoveva pechaba y derribaba con su yegua
los portones de rejas que impedían el paso de la carroza.
Cirilo y Anastasio corrieron detrás esgrimiendo sus largas
palas.
Joseph, Pedro Piedrabuena, el Viejo Flaco, los herma-
nos Raúl y Rogelio Rojas y Zenón, se treparon desespera-
dos y a los manotazos a la carroza fúnebre. Los caballos es-
pantados corrían a todo galope por la calle del este rumbo
al pueblo, bajo la tormenta, perseguidos por los sepultu-
reros encapuchados.
—No tengan miedo —dijo uno de los hermanos Ro-
jas— cuando lleguen a la niebla se van a volver al cemen-
terio.
Genoveva en su yegua y el carruaje con el difunto y
sus amigos, emergieron de la niebla en la esquina de la
iglesia a todo galope. El sol brillaba a pleno al norte del
pueblo, mientras la tempestad seguía en el lado sur.
Cirilo y Anastasio surgieron de entre la niebla con sus
negras capas que ocultaban sus rostros y con sus palas con-
vertidas en guadañas. Ambos flotaban como suspendidos
en el aire; una densa nube de niebla los acompañaba.
—Nos persigue la muerte —balbuceó el Viejo Flaco.
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—Ellos son los que crean la niebla sobre la iglesia —aña-
dió Zenón.
Los encapotados volaban a toda velocidad pisándole
los talones al carruaje. Los caballos más espantados aún
tomaron por el pedregullo y enfilaron por las vías rumbo
al recodo, mientras sin éxito Genoveva trataba de mane-
jarlos.
Frente a la estación se cayeron de la carroza varias co-
ronas de flores mustias, en una de ellas se podía leer aún:
«Querido gordo Pepe, te vamos a extrañar, Miriham y Er-
nesto»; otra estaba dedicada por Joseph, Zenón y el Viejo
Flaco.
Llegaron al recodo perseguidos por los sepultureros y
las bestias del Chamán, mientras el vórtice rugía forman-
do remolinos que se tragaban todo y a todos.
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EL MURO
El jote posó sus garras sobre el cuerpo inerte con un leve
aleteo, tan leve como la misma muerte, y fundió su pico
con los ojos de su víctima. Los arrancó sin piedad, sin du-
dar, mientras el sol quemaba el monte y aletargados nuba-
rrones se recortaban a lo lejos. El sol era duro, tenaz, lasti-
maba como el jote que desgarraba los labios del medio
muerto en medio de la picada trunca. La picada que par-
tía desde el costado de las vías y conducía a ningún lado;
era el callejón sin salida que talara tiempo atrás el gringo
Arturo.
Williams yacía inmóvil entre yuyos y hojas, entre
muerte y limbo. Joâo pensaba como deshacerse del cadá-
ver y cortaba ladrillos en el bajo, rumiando bronca. Re-
gurgitando el sabor agridulce de la venganza, el dolor de la
justicia por mano propia. Mientras, el jote se abatía sobre
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Williams y varios más se unían a la fiesta en medio de un
enjambre de moscas y avispas carnívoras.
Para la media tarde sólo quedaban jirones de la ropa
del muerto desangrado a picotazos, y seguía boca arriba
tal cual había caído, producto del certero disparo en la es-
palda que le partió las vértebras de la columna.
Feroces carroñeros alados se disputaban la desgarra-
da lengua, mientras cantaban las chicharras y una ligera
brisa mecía suavemente hojas y helechos, ejecutando una
dulce canción de cuna que adormecía el monte.
La mente de Joâo era un remolino confuso, temero-
so, adrenalínico y agitado; jamás se había imaginado enre-
dado en semejante situación. Por sus mejillas corrían lá-
grimas de bronca y alivio, porque al fin había encontrado
la respuesta a varios interrogantes sobre la actitud anor-
mal que observaba en el comportamiento de sus hijas,
una de once, la otra de siete, casi ocho.
Con el correr de la tarde la bandada se hacía cada vez
más numerosa. Sus picos afilados y sangrientos recorrían
el cuerpo, desgarrando y rompiendo cada rincón, cada
músculo, cada tendón. Al costado de la picada los pastos y
helechos habían vuelto a su posición normal, borrando
las huellas de Williams en su desesperada huida.
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El ejecutor repasaba una y otra vez las secuencias de la
discusión, persecución y muerte. Buscaba en su memoria
cada detalle, procurando recordar la escena espacio tem-
poral, recordar cada paso, llegar al absoluto convenci-
miento de que no hubo testigos.
El potrero se llenaba poco a poco de ladrillos recién
cortados, oreándose como los restos del abusador.
Joâo revivía cada detalle, uno tras otro. Con cada la-
drillo iba construyendo un muro volteado sobre el suelo.
Cada ladrillo era una fracción de tiempo en el que fueron
ocurriendo los hechos, desde que Williams llegó de visita
como de costumbre, cada ladrillo era un recuerdo, un su-
ceso, una oleada de dolor.
Al atardecer quedaba poco del cadáver, gran parte ha-
bía sido devorada por jotes e insectos, y todos seguían allí,
persistentes, firmes, sangrientos, voraces, poco les impor-
taba la procedencia, las circunstancias.
Un primer jote abrió camino y eso bastaba, nadie per-
dona nada, cada uno puja por sacar el mejor bocado, la
mejor porción. Vengando inconscientemente una y mil
veces con cada picotazo, los abusos y las violaciones come-
tidas por Williams.
El hombre agregó dos ladrillos al muro, uno por cada
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hija, agregó otro por su esposa muerta. Ya tenía más de
cien, más de mil, uno por cada minuto de dolor, uno por
cada paso que dio detrás del monstruo, monte adentro,
uno por cada vez que murió de dolor e impotencia, uno
por esa bala de Winchester 44.40 que partió la columna
de Williams.
Atardecía en el monte y un jote, negro como la no-
che, vigilaba desde lo alto de un cedro medio pelado.
Abajo seguían los picos cavando en mitad de la carne
con la precisión de cien bisturíes, extrayendo todo el mal
enquistado en cada víscera, en cada centímetro de piel.
Los insectos nocturnos despertaban y acudían presu-
rosos a reclamar su parte, sin piedad, hambrientos, excita-
dos, listos para alimentarse y alimentar la cadena de la
vida en la que algunos tienen que morir para que otros
vivan.
Joâo recogía leña mientras ultimaba ciertos detalles
en su cabeza, primero leñita finita como fosforitos, como
le había enseñado su madre en Río Grande do Sul, luego
mediana y por último los troncos, todo apilado en el hor-
no de ladrillos. La pira debe tener la forma perfecta de
una pirámide, según recordaba el brasilero.
El fuego purifica, el fuego es energía, oxidación, el
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fuego es el universo mismo, cada fuego es una estrella en
miniatura, cada estrella es el fuego, cada átomo de nues-
tro cuerpo proviene del universo, somos hijos de las estre-
llas, somos el fuego mismo, pensaba mientras frotaba el
«jesqueiro», somos el universo, pensaba mientras alimen-
taba la pira encendida, encendida como sus ojos. Encen-
dida como el vientre de Teodolina, recordaba, mientras
las lágrimas brotaban con rabia, con furia de dolor conte-
nido, mientras apretaba sus puños y miraba a sus hijas
jugando.
Parecían ajenas a todo lo que pasaba, ajenas a la trage-
dia acontecida. Apretó los dientes y se dijo «bueno, es ho-
ra de cerrar por fin estas heridas».
La carretilla rechinaba en medio del monte. El hom-
bre conocía de memoria el sendero, alumbrándose con
una pequeña linterna llegó hasta la picada trunca. Dejó la
carretilla apoyada en el suelo y, mientras cargaba lo que
quedaba del muerto, escuchó el aleteo sutil de los jotes le-
vantando el vuelo para posarse en las ramas del viejo
cedro.
La noche estaba nublada y el aire cargado por la tor-
menta que se aproximaba. Joâo acomodó los restos en la
carretilla y un rayo iluminó los árboles. Allí estaban los
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jotes posados como criaturas del averno, observando des-
de lo alto, listos para volver si se presentaba la oportuni-
dad. Listos y expectantes como un lúgubre séquito acom-
pañando la patética procesión, acompañando ese medio
cadáver, ese medio esqueleto, totalmente muerto, total-
mente destrozado, irreconocible.
Con cada resplandor Joâo veía esos huesos semides-
carnados sobre la carretilla, en cada silencio que se pro-
ducía entre trueno y trueno se escuchaba el rechinar de la
oxidada rueda. Chillaba como una gárgola maldita cami-
no del infierno.
El hombre detuvo su andar y se echó un largo trago de
caña para darse valor. Con los brazos, las piernas y el alma
temblando cruzó el último tramo de terreno, llegó al hor-
no encendido y arrojó a su amigo al fuego.
Paralizado de miedo vio al muerto incorporarse entre
las llamas, lo vio caer crepitando y consumirse poco a
poco.
Durante toda la noche agregó un leño tras otro, un
mal recuerdo tras otro, como una negra caravana de mal-
diciones que se iban quemando, y que se alzaba en oscura
humareda como buscando redención en un cielo cubier-
to de nubarrones.
34
Al amanecer cargó las cenizas en la carretilla y enfiló
por el camino embarrado rumbo al cementerio de los
malditos, el sol asomaba entre nubes y niebla, presagian-
do otro día de extremo calor.
Maldiciendo, insultando como en medio de un ritual
pagano, esparció las cenizas a un costado de las vías, don-
de el tren interrumpe el descanso de los que allí moran.
Al amanecer cargó las cenizas en la carretilla y enfiló
por el camino embarrado rumbo al cementerio de los
malditos, el sol asomaba entre nubes y niebla, presagian-
do otro día de extremo calor.
Maldiciendo, insultando como en medio de un ritual
pagano, esparció las cenizas a un costado de las vías, don-
de el tren interrumpe el descanso de los que allí moran.
Las cenizas desaparecieron de inmediato, absorbidas
por el suelo húmedo y yermo del cementerio de tumbas
oscuras y peladas, lúgubres, sin una sola flor, sin un solo
yuyo. Visitado sólo por lagartijas que montan guardia
cual feroces dragones, custodiando que no despierten y
huyan los muertos malditos.
Joâo conocía y temía ese lugar, sus entrañas se revol-
vían de nervios y temor, se estremecían como la tierra ba-
jo sus pies cuando desparramó las cenizas. La humedad
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de la mañana cargaba aun más sus espaldas, su angustia,
su disgusto.
Recorrió el camino de regreso sin mirar atrás, sin atre-
verse a mirar la tierra impregnada por las cenizas que aca-
baba de esparcir.
A lo lejos se escuchaba el ruido del tren que presuroso
corría a su cita eterna, a cumplir con su misión de remover
huesos y tierra cada día. «Se retrazó un poco», pensó mien-
tras miraba la bandada de jotes revoloteando en busca de
algún ojo que extraer, unos huesos que limpiar.
Planeaban en círculo, a lo lejos en el cielo, ilumina-
dos por un sol apenas asomado, apenas despegado del ho-
rizonte. Aun cantaba un pájaro de fuego en la profun-
didad de la selva, tal vez guardando algún amor recién na-
cido, tal vez protegiendo en la oscuridad a un par de a-
mantes acechados por la secta del olvido.
«Cuando llegue mi hora, en cuál cementerio me en-
terrarán», pensó.
Entró en la casa mientras en la picada trunca los jotes
merodeaban vigilantes un sombrero de ala ancha. Sus ni-
ñas dormían ignorando que Williams ya no las acosaría
más, ignorando que el infierno comenzaba a tragarse al
monstruo.
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LA ESCENA DEL CRIMEN
La muchacha, aun adolescente, miraba el monte de euca-
liptus, con la vista perdida. El viento mecía la arboleda
con una canción huidiza, mientras devolvía las lágrimas a
sus apesadumbradas mejillas.
—Lágrimas, las, seque, dios, que... —decía el pastor, le-
vantando su dedo índice al cielo.
Las palas de los enterradores, negras y filosas, como
lenguas de hierro, arrojaban tierra hacia afuera de la tum-
ba.
Luego, los mismos enterradores levantaron el féretro
y se lo entregaron a los deudos, que lo cargaron y lo depo-
sitaron en la carroza.
Uno a uno, parientes y amigos, subieron a los autos y
volvieron a la casa de sepelios, allí, la velaron todo un día,
y se fueron marchando de a poco.
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Los empleados de la funeraria, con cara de póker y
precisión de mecánicos especializados, desnudaron a la
muerta. Quitándole sus blancas vestiduras, la metieron
en una bolsa negra y momentos después, la llevaron a la
morgue judicial. Donde un empleado la revisó y le puso
las ropas ensangrentadas; luego la subió a la ambulancia y
la condujo hasta la escena del crimen.
El forense, con mucho cuidado, le introdujo el cu-
chillo en el agujero que tenía en el pecho, amoratado y en-
sangrentado. Restallaron los flashes. Los peritos se incor-
poraron, habían estado un rato en cuclillas, examinando
el cadáver.
Abandonaron el lugar, el forense, los peritos, el fotó-
grafo y la policía, subieron a los patrulleros ante la mirada
curiosa de los vecinos que también se fueron marchando
en medio de la lluviosa noche.
La víctima se puso de pie, poco a poco; un grito cortó
el aire, el asesino volvió sobre sus pasos, giró, y de un ma-
notazo le sacó el cuchillo del pecho.
Su ropa de encaje lucía perfecta, lo miraba incrédula,
sorprendida, mientras él salía por la ventana. Los postigos
se cerraron, y su cara de espanto se tornó en dulce y des-
preocupada; era una cuarentona sensual, encendió un
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cigarrillo y comenzó a despeinarse su oscura cabellera,
frente al espejo.
Ernesto saltó la verja del jardín, sin dificultad. El em-
pedrado de la calle reflejaba las luces mortecinas, guardó
el puñal entre sus ropas empapadas; la lluvia arreciaba la
calle en soledad.
Sus pensamientos eran un torbellino de furia y al-
cohólico rencor. En la vereda del bar, los surtidores de
combustible parecían tótems ridículos.
Los caballos de los parroquianos, ensillados y con sus
ancas apuntando al temporal, se resignaban a pasar una
noche de perros.
El rengo Ernesto empujó la puerta con su «patadura».
El viejo flaco y sin afeitar, apoyado en el mostrador, lo
miró sin mirar, con total indiferencia, subsumido en sus
pensamientos, mientras la mano temblorosa sostenía un
vaso medio vacío.
Momentos después los hermanos Rojas entraban
atropellando al rengo que los miró con rabia, detrás entró
Zenón y comenzaron a discutir a los gritos, inmediata-
mente salieron los tres casi a la carrera y empujándose.
Ernesto, se sentó por fin en la silla de debajo de la es-
calera de madera. Escuchó el murmullo de la partida de
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naipes que los paisanos jugaban en el primer piso, miró al
viejo flaco y notó que tenía el pucho pegado al labio infe-
rior, como siempre.
Se llevó varias veces la copa a la boca. Pepe, el gordo,
se acercó a la mesa con la botella en la derecha, y en la otra
un viejo y sucio trapo rejilla. Sirvió hasta el borde de la
copa.
El rengo miraba para afuera con la cabeza apoyada en
la pared, los ojos húmedos, el rostro hundido en un gesto
atormentado.
—Esa desgraciada, estúpida...
El gordo pasó el trapo sucio por la mesa, mientras mi-
raba a Ernesto a los ojos y le decía con su voz ronca:
—Veces, dos, pensalo...
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SECTA DEL OLVIDO
El Rengo Ernesto estaba sentado en la mesa bajo la esca-
lera del bar, con la cabeza apoyada en la pared, repasando
momentos de su vida junto a Amada Ferreira. Se habían
conocido a los seis años y desde entonces no habían deja-
do de verse un sólo día durante cuarenta años, y jamás tu-
vieron otros amores.
Atormentado pensaba en Amada y repensaba las dis-
tintas maneras de matarla: un tiro, estrangularla, empu-
jarla al río o debajo del tren, envenenarla. Por cierto, po-
seía varias dosis de distintos venenos, recordó una a una
cada poción, se las había comprado a un bengalí en Puer-
to Iguazú.
Una provenía de un pez de los mares de Oriente, otra
de mamba negra, tenía una poción de veneno de escor-
pión, otra de curare, una poción de monstruo de Gila,
41
una de Rana Flecha y una poción de sangre de gallo negro
degollado en un cruce de caminos, en medio del monte,
una noche de luna llena a manos de un necroerrante. To-
das celosamente guardadas en su oficina de la estación.
No estaba convencido de usar veneno, él quería algo
más cercano, más personal, algo que doliera, que le dolie-
se tanto como le dolía a él que su enamorada estuviera de-
cidida a pasar quince días sola en Brasil. Según recordaba
no se habían separado jamás en la vida. Ellos eran uno só-
lo, y la sola idea de que Amada pensara en dejarlo aunque
sea por unos días, hacía que muriera de celos y ansiedad.
A pesar de ser analfabeto, Ernesto llegó a convertirse
en Jefe de la Estación del Ferrocarril que pasaba por Arro-
yo de los Amantes. Su vida se limitaba a su oficina de la
estación, al bar del Gordo Pepe su único amigo, su mujer
Amada Ferreira y su hija Miriham.
No hablaba más que lo estrictamente necesario, en
realidad casi no hablaba, tal vez por herencia genética.
Aunque esto último era un misterio difícil de aclarar, ya
que nadie conoció a sus padres. El único pariente cono-
cido fue su abuela Kracoviana que tampoco hablaba. Era
una mujer flaca, rubia y de ojos claros que bajó una ma-
ñana del tren con Ernesto. Él era un niño de tres años, de
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tez blanca y pelo oscuro y aun no rengueaba de su pierna
derecha.
La única identificación que tenían era una tarjeta de
cartón blanco que decía «Kracoviana» y jamás pudieron
saber si esa era su nacionalidad o su nombre. Con los años
Ernesto se fue haciendo cada vez más renegado, el niño
dio paso a un adolescente gris y casi autista. A veces ha-
blaba solamente con Amada y a veces haciendo un gesto
de apertura excepcional solía hablar con el Gordo Pepe,
dueño del bar «La Papa Grosa».
Una a una imaginó las mil maneras de matar a su mu-
jer. En su enloquecida mente, recorrió el camino a su casa,
entró por la puerta delantera, por las ventanas, por la
puerta lateral que da al jardín, jaló mil veces el gatillo de su
38 mm., hechó veneno en mil bebidas, la empujó mil ve-
ces al Paraná, la tiró debajo del tren mil veces. Pero jamás
terminaba de convencerse, jamás sintió que se vengaba
completamente, que se cobraba esa tremenda ofensa. No
aceptaba tal abandono, un minuto, un segundo, sin su
enamorada, abandonado por ella... Revivió en su mente
enferma cada detalle de algún desplante, de alguna discu-
sión, de alguna sensación de desamor, de algún acto de in-
diferencia.
43
Buscó en lo más recóndito de su memoria tratando
de recordar cada segundo de tristeza, de dolor, de rencor,
cada una de sus inseguridades. Porque no era más que
eso, una tremenda dependencia afectiva, una extrema in-
capacidad, una extrema incapacidad, una extrema inse-
guridad.
Llovía en las calles y en el alma del Rengo. Caminaba
bajo la tormenta atormentado por los celos, por su erró-
nea convicción de que Amada era suya, un objeto de su
propiedad.
El empedrado de la calle brillaba bajo la luz morte-
cina, empapada por el diluvio. Ernesto recorrió las tres
cuadras entre el bar y su casa enceguecido por la ira, de-
cidido a ponerle fin a esa tortuosa relación.
Saltó sin inconvenientes la pequeña verja, empujó los
postigos del viejo ventanal y entró en la habitación. Ama-
da estaba sentada frente al espejo con sus enaguas blancas
y cortas, cepillando su negra y larga cabellera. Había un
cigarrillo encendido sobre el cenicero.
Miró casi sorprendida al ver a Ernesto entrar cho-
rreando agua, algo tambaleante. Se había dado coraje con
tres copas de caña. Lo escuchó balbucear algo, pero la tor-
menta no le permitió escuchar con claridad.
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Él sacó de entre sus ropas el cuchillo y avanzó decidi-
do. Amada dio dos pasos atrás horrorizada mientras el
Rengo le clavaba el puñal con fuerza en el corazón. Lanzó
un grito final, sorprendida, contrariada, desesperada.
La sangre comenzó a salir a borbotones, Ernesto in-
tentó quitar el puñal del pecho de Amada, pero era como
si estuviese pegado, fundido a su cuerpo.
La mano se le llenó de sangre mientras ella se desplo-
maba. En medio de la tormenta el Rengo cerró el venta-
nal desde afuera y saltó la cerca. La sangre de su mujer aun
se mantenía caliente en su mano, a pesar de la lluvia no se
había licuado y seguía impregnada en su piel, quemándo-
lo como una hoguera bajo la tormenta.
Las calles estaban casi en penumbras, Ernesto corría
cojeando por el empedrado. Su visión de túnel no le per-
mitía ver el entorno, apenas veía hacia donde iba, perse-
guido, atormentado por los demonios que había desa-
tado.
Mil veces pensó en matarla, mil veces imaginó qué ha-
ría después, qué sentiría después; pero no pudo imaginar
este momento que estaba viviendo, el después real, inima-
ginable, desgarrador. No imaginó jamás esa oscuridad, esa
soledad, ese inmenso dolor, ese arrepentimiento.
45
Él quería que la muerte fuese algo muy cercano, sen-
sual, personal, íntimo, y había elegido el modo justo, ade-
cuado, ideal. Mil veces volvía a ver los ojos aterrorizados
de Amada, los pasos atrás, la negra y larga cabellera, la
blanca enagua ensangrentada. Mil veces volvía a escuchar
su grito. Mil veces la vio caer con el cuchillo clavado en el
pecho. Mil veces sintió la sangre caliente de Amada que-
mándole la piel, el alma, la conciencia.
Mil demonios había despertado y lo perseguían y aco-
saban a cada instante, bajo la lluvia, bajo la piel.
Corría y aullaba un «perdón mi amor».
Mil veces rogó porque no sea real. «¡Qué sólo sea un
mal sueño!» gritaba bajo la lluvia en mitad de la calle deso-
lada, mirando al cielo pidiendo ayuda. Mil veces arrepen-
tido, mil veces desesperado, mil veces loco, mil veces ator-
mentado, desangrado, dolido, mil veces lloró su crimen,
mil veces pidió perdón, mil veces.
La noche era un oscuro e infinito abismo ahogado
por esa lluvia diluviana, pesada, violenta. Ernesto llegó
hasta la puerta del bar, empapado, jadeante, desesperado.
Se apoyó en uno de los surtidores de combustible que
estaban en la vereda. Los caballos atados al palenque
apuntaban con sus ancas al noreste y se resignaban a pasar
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una noche de perros. El Rengo decidió no entrar, estaba
muy conmocionado, extremadamente alterado.
Cruzó la plaza en diagonal al sur, se paró frente a la
iglesia. Su visión de túnel le permitía ver solamente la
puerta. Pero no habría visto mucho más, la niebla densa y
permanente de la calle del este cubría como siempre la
iglesia. Ernesto no se atrevió a entrar a pesar de su pesar, a
pesar de su remordimiento, nunca había pisado ni un
sólo escalón de ese lugar.
Cruzó la calle del este casi a la carrera, sin renguear,
solía caminar sin renguear en momentos de nerviosismo
o cuando se alteraba demasiado.
Era casi medianoche y el Rengo estaba sentado en el
banco de pino, debajo de los ligustros casi marchitos y ex-
trañamente retorcidos. La lluvia era una ola violenta, casi
mortal sobre sus espaldas.
Por momentos los rayos iluminaban la estación de-
sierta. Por momentos creía ver a Amada caminando por el
anden, descalza, el pelo renegrido cayendo sobre sus hom-
bros como el manto de una reina, la enagua blanca y cor-
ta, ensangrentada, el puñal brillando en su corazón, la voz
suave y dulce preguntando sorprendida «¿Por qué lo hicis-
te?, yo te amo».
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Ernesto se retorcía de dolor bajo la lluvia. Compren-
dió de repente que con ese cuchillo no solo había apuña-
lado a Amada. Había apuñalado el sol, se había apuñala-
do a sí mismo. Mataba al universo, mataba al amor, su vi-
da se iba con la sangre de Amada.
Una garra inmensa cortaba en tiras su alma, hacía
que el dolor sea insoportable. Con cada rayo, con cada
fogonazo su corazón se detenía, para luego latir con más
fuerza, causando más dolor. Gritaba «perdón amor, per-
dón» hundido bajo los ligustros y la lluvia, en medio de la
nada. Esa nada infinita que corría por todo su ser y que
envolvía el universo oscuro y frío dentro de su alma.
Ya nada podía volver atrás, el tiempo se había dete-
nido en el instante en que clavó el puñal. El tiempo había
dejado de transcurrir en el pecho mustio y ensangrentado
de Amada. El tiempo era esa garra implacable partiéndo-
lo en mil partes, despedazando y desangrando ese amor
eterno que se habían jurado. El tiempo era su mano, el
tiempo era ese puñal brillando en el corazón de Amada.
Corrió por las vías hacia el recodo, los rieles brillaban
con cada rayo como brillaba el cuchillo. Aturdido, deses-
perado, caminó por la selva hasta el amanecer.
La lluvia dejaba ver a lo lejos un cielo algo despejado.
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Ernesto yacía entre los pastos en medio de la picada cerca-
na al Arroyo de los Amantes. El canto de los pájaros de
fuego sonaba triste en el corazón de la selva mojada y ti-
bia, se podía percibir la tristeza en cada trino. Esa noche
no habían cantado bajo la tormenta, su canto no había es-
tado custodiando el corazón de los enamorados.
Había sido la noche perfecta para que la Secta del Ol-
vido clave sus afilados dientes en el corazón y la memoria.
Y vaya si lo habían hecho, esos seis cazadores de almas,
vestidos de gris, habían excavado un profundo abismo en
el alma del Rengo.
Los buitres empezaron a sobrevolar la picada vigilan-
do el cuerpo inerte del Rengo. Con su fino olfato perci-
bían el olor humano, burda mezcla de alcohol y culpa.
Uno de ellos bajó al suelo y dando unos cortos saltitos se
acercó a él.
Estaba volteado de costado y parecía muerto. Cinco
buitres más tomaron posición en lo alto de un árbol seco a
la espera del primer síntoma que confirme la muerte del
humano tendido en el pastizal. Eran seis los buitres que se
aprestaban a desgarrar y limpiar el cadáver, seis cazadores,
a modo de emplumada Secta del Olvido. Luego vendrían
las siete bestias demoledores de huesos a terminar el
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trabajo que iniciaran los grises cazadores de almas. Las sie-
te bestias demoledoras de huesos eran mitad lobo, mitad
basilisco. Mitad humano, mitad buitre. Mitad serpiente,
mitad león. Mitad araña, mitad escuerzo. Mitad jabalí,
mitad dragón. Mitad demonio, mitad reptil. Mitad mara-
bunta, mitad pez globo. Y eran el demonio final que se en-
cargaba de borrar toda huella, todo rastro de vida, todo
rastro de amor.
El explorador arrancó de un sólo picotazo el ojo iz-
quierdo de Ernesto, con limpieza y precisión. Un hilo de
sangre brotó uno de los pequeños tubos de vidrio e ingi-
rió hasta la última gota. Luego se sentó detrás del escrito-
rio mientras escuchaba como alguien golpeaba insistente-
mente la puerta, cerrada con llave.
Los gritos de su cuñado, el oficial Faustino Ferreira
retumbaron en la estación desierta. Luego lo escucho ale-
jarse. «Seguro supuso que no estoy» alcanzó a razonar,
mientras una nube rojiza y ácida cubría el ojo del Rengo.
Inmediatamente sintió que su cuerpo ardía por dentro,
las mandíbulas y la boca paralizadas, babeaba como un ca-
racol, la lengua contraída, los músculos rígidos, su estó-
mago retorciéndose espasmódico.
Vio un pájaro de fuego chocando contra las paredes
50
blancas y onduladas del cementerio de los muertos de
amor. Lo vio caer en un río color sangre.
La selva deslizándose, precipitándose a las rojas aguas.
Un caballo negro corriendo a todo galope, pisotean-
do mil veces su cuerpo tirado en el piso, desangrado, que-
mado disuelto, triturado. Devorado por las bestias demo-
ledoras, jalado por la secta del olvido, arrastrado por mil
demonios al fondo del abismo.
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EPÍLOGO
Es copia fiel de las páginas 35 a 44 de «El Libro de los Muertos de Amor» que consta en el cementerio de los Muertos de Amor. Doy fe,
A. FerreiraArandú Ferreira.Administradora.
Municipalidad de Arroyo de los Amantes.
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TIGRES BAJO LA LLUVIA
Dedicado
a mi esposa Ana María Baccidone.
Agradecimientos
a mi hija Abigail y Aníbal de Grecia.
TIGRES BAJO LA LLUVIA
Juan Turco, alias el Tigre, se levantó esa madrugada un
rato antes del amanecer.
A oscuras se vistió con su ropa camuflada y se calzó
unos pesados borceguíes. A oscuras recorrió la casa, esta-
ba obsesionado con hacerlo todo a ciegas y de memoria.
Sabía que era su mejor arma de defensa cuando lo vi-
nieran a buscar. Había convertido la casa en una peligrosa
madriguera, llena de trampas y salidas ocultas. Tanta pa-
ranoia no era en vano, sabía que Francisco Ferreira, ofi-
cial a cargo de las fuerzas policiales y nieto del mítico Faus-
tino Ferreira, le venía pisando los talones.
Aun no habían descubierto dónde se ocultaba, pero
presentía, con razón, que la hora estaba pronta.
A ciegas ajustó los cordones de los borceguíes, tanteó
en el tobillo derecho el revolver oculto en la media caña.
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Se incorporó, ajustó el cinturón, revisó la cantimplora.
Metió las manos en los bolsillos delanteros, luego en
los traseros, a tacto comprobó que todo estaba en su lugar:
la petaca de Velho Barreiro, las drogas, el papel higiénico
y el pañuelo.
Se terció las cananas repletas de balas, cargó la mo-
chila con comida y una bolsa de dormir, tanteó la soba-
quera y comprobó que el 44 Mágnum estaba en su lugar,
limpio y lubricado, y la medalla de San Jorge pendía de su
cuello a manera de protección divina.
Al amanecer ya había pasado caminando por el reco-
do de las vías. Donde había apurado el paso por esa mo-
lesta sensación de inseguridad, ese sentimiento de temor,
ese frío repentino corriendo por su espalda. Todo le pare-
ció amenazante: las oscuras nubes que cubrían el cielo, el
canto de los pájaros de fuego que retumbaba en la selva
como si fuese un túnel verde y vacío.
Todo le pareció tortuoso y extraño, ese amanecer con
el follaje agitado por ráfagas de viento caliente.
En el recodo, se aferró al fusil 308 y caminó con prisa
por el sendero del monte, rumbo a las sierras distantes a
unos diez kilómetros de la estación.
«San Miguel Arcángel acompáñame en la batalla. San
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Miguel Arcángel defiéndeme en la batalla. San Miguel Ar-
cángel lucha conmigo en la batalla, protégeme del mal»,
repetía Rumildo mientras caminaba por el monte santi-
guándose a cada paso, atemorizado.
Nunca logró acostumbrarse a andar solo por la selva,
a pesar de haber nacido en ella. Sus rasgos y sus pies des-
nudos delataban su origen, Rumildo era de la selva, ese
era su medio, su lugar en esta vida, aunque en quince años
no pudo superar su miedo al monte.
Su desnutrición crónica se le notaba claramente en el
cuerpo. Parecía un niño de diez, los ojos hundidos en un
oscuro abismo de hambre y huesos, sus rasgos duros, som-
bríos, casi brunos, el dolor latente en cada gesto.
Él era un joven mestizo, descendiente de aborígenes e
inmigrantes españoles. Además de su nombre legal, tenía
uno ancestral, verdadero, Garra de Jaguar, nieto de Jaguar
y bisnieto de Gran Jaguar, jefe de la aldea. De su madre
heredó la selva que corría por sus venas, el sotobosque en
la mirada, las alas de los pájaros en los pies; de su padre
heredó el temor por la misma selva.
En su sangre se cruzaban y chocaban los ríos misione-
ros y las rías gallegas, produciendo un estruendo enmude-
cido por siglos de dolor.
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Atravesó un claro, apurando nervioso el paso; un cie-
lo cubierto de nubes plomizas oscurecían aun más el im-
penetrable monte y preanunciaban la lluvia de cada tar-
de. Truenos, rayos y relámpagos cortaban el aire denso,
rompiendo el silencio de la selva adormecida, huidiza, ex-
pectante. La lluvia se desató torrencial, diluviana, y Ru-
mildo perdió la huella de la corzuela que venía siguiendo.
Se encogió de hombros entre resignado y aterido de
miedo y de frío, invocando a la Virgen de los Caminos.
Era profundamente cristiano, aunque a veces mezclaba
los dioses de su madre con los santos de su padre.
Rumildo caminaba apurado, huyendo de la tormen-
ta, por un sendero que sólo los aborígenes conocían.
Los rayos cortaban el oscuro cielo de las sierras cen-
trales con filos brillantes y espasmódicos, mientras Juan
Turco se abría camino a machetazos hasta llegar al sende-
ro que buscaba.
Por datos de sus compinches también «cazadores»
sabía que un gran jaguar rondaba por la hondonada cer-
cana al cerro azul.
Con un profundo suspiro celebró haber hallado el
sendero que buscaba, ya no tendría que usar el machete
agotador. Comenzó a caminar fusil en mano, bajo una
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cortina de agua que formaba torrentes y arroyos que co-
rrían con ferocidad barranca abajo.
Los sentidos bien alerta, el dedo en el gatillo. Los ojos
bien abiertos bajo el ala del pequeño sombrero verde,
atento a cada resplandor, a cada fogonazo.
Rumildo lo observaba desde lo alto de una higuera
estranguladora, empapado hasta los huesos, el corazón
galopando en un estruendo de adrenalina que dejaba sus
sienes al borde del estallido.
Aun así no le tembló el pulso en el momento de jalar
el gatillo de la vieja escopeta de un caño que sostenía en
sus manos. Le molestaban un poco los alambres con que
estaba atada la culata, para que no se partiera definitiva-
mente.
El disparo sonó a cañonazo, en medio de la tormen-
ta. Hubo un revuelo de murciélagos que pendían de las
ramas altas de un cedro, los pájaros huyeron a toda veloci-
dad, los monos aullaron espantados.
Todos conocían ese estampido, lo diferenciaban cla-
ramente. El monte se agitó como un mar embravecido,
moviendo sus ramas, lianas y cañas.
Helechos y hojas se tiñeron de rojo, Juan Turco cayó,
y pensó fugazmente «debo sobreponerme y zafar de la
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emboscada». Los ojos saltándose de las órbitas, la boca
exageradamente abierta, sentía segundo a segundo como
le fluía la sangre. Mientras Rumildo le quitaba todo el ar-
mamento, el equipo, los borceguíes y la ropa camuflada.
Juan Turco se quedó tendido a un costado del cami-
no, desnudo. La medalla de San Jorge con su caballo, su
dragón y su espada, brilló con un relámpago; se le había
caído del cuello y estaba en medio del barro. Rumildo vol-
vió y la tomó, invadido por un torbellino de sentimientos,
de dolor, odio y profunda nostalgia, mientras regresaba
por el sendero.
La sangre continuaba brotando del cuello de Juan
Turco y diluyéndose con la lluvia, intentó concentrarse y
cortar la hemorragia, pero sus venas seguían fluyendo ha-
cia el barranco. Mientras sentía un intenso frío corriendo
por todo su cuerpo, creyó soñar que viajaba velozmente
por el espacio en medio de unas extrañas luces blancas.
Rumildo se alejó arrastrando el equipo de Juan Turco
por el barro, pensando que ahora podría olvidar y podría
descansar su pena.
Ñanderú —Dios Padre— el Creador del Mundo, el
Creador del Primer Árbol —la palmera Pindó—, el que cui-
da desde el cielo a sus hijos, miraba desde lo alto a una de
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sus criaturas predilectas, el Jaguar, que se acercaba olfa-
teando bajo la lluvia la sangre y el olor a pólvora.
Las orejas atentas, los músculos tensos, los ojos fijos,
aun contra las gotas que caían como flechas sobre los pár-
pados. Con movimientos suaves, seguros, se aproximó al
cuerpo desnudo que aun tenía espasmos: los últimos es-
tertores, las últimas boqueadas, y comenzó a lamer la ma-
no crispada del muerto.
Visto a cierta distancia parecía tierno, surrealista, ver
al Jaguar lamiéndolo, como intentando revivirlo, pero en
realidad es parte del ritual.
Tres Tigres se cruzaron esa tarde bajo la lluvia, el más
pequeño siguió triste por el sendero temblando de miedo.
Otro partió a un abismo más profundo aún. El más gran-
de siguió recorriendo satisfecho el reino que Ñanderú le
dio.
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DE HOMBRES Y BESTIAS
El hombre descendió de su B.M.W. maletín en mano, se
acomodó el saco y caminó rumbo al micro centro. Detrás
de él bajó, también del mismo auto, el otro, dejando la
puerta mal cerrada.
Vestía camisa rayada, roja y blanca, de líneas finas, su-
cia y con los puños desabrochados; los pelos parados y re-
vueltos, jeans y zapatillas también sucias y desatadas.
Salió caminando vacilante detrás de Pedro, los ojos
un poco desorbitados, sus manos gesticulantes como de
retrasado, dibujaban extrañas figuras en el aire.
Sus pies hacían equilibrio en el filo de un profundo y
oscuro abismo, invisible, imaginario. Lanzaba frases in-
descifrables y sonidos guturales que alertaban y escandali-
zaban a los transeúntes.
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Pedro apuró el paso intentando perderse entre la gen-
te, aunque no lograba distanciarse mucho, el otro no le
perdía pisada.
Entró al banco, detrás de él entró el otro, pero tardó
como diez minutos en zafar de la puerta giratoria. Cuan-
do lo logró, Pedro regresaba de hacer sus trámites, mien-
tras él estaba apoyado contra los vidrios, a punto de vomi-
tar, atrozmente mareado.
Pedro aprovechó la ocasión para escabullirse al minis-
terio de economía, allí estuvo más de dos horas ocupado
en sus negocios y contactos. Sus operaciones se mezcla-
ban en una intrincada madeja política, filo mafiosa, que
tenía que mantener día a día, debía alimentar sus redes de
información, pues quien maneja la información maneja
el poder y hace buenos negocios.
Cuando salió se encontró con el otro, sentado en las
escaleras blancas y semicirculares; gesticulando y balbu-
ceando babosas incoherencias. Apuró el paso y cruzó la
calle escuchando las frenadas y los insultos que el otro
provocaba.
Atravesó la plaza mientras el otro corría detrás de las
palomas, chocaba con los transeúntes y se peleaba emi-
tiendo sus habituales sonidos guturales. Dos policías lo
70
miraban pisar el pasto y saltar encima de los bancos, a la
vez que él les sacaba la lengua. Luego chapoteó en la fuen-
te y corrió a revolcarse en el arenero.
Pedro entró en un bar y se sentó a la mesa con una pe-
riodista que lo reporteaba para un medio importante.
Promediando la entrevista, una visión lo llenó de fu-
ria; del otro lado del vidrio el otro le hacía gestos obsce-
nos. El pelo y la cara eran una masa informe de arena y
barro, y la ropa chorreando agua; mientras todos se reían
y comentaban socarronamente.
Pedro interrumpió el reportaje y salió enfurecido
rumbo al automóvil. Lo puso en marcha, maniobró para
salir y, cuando se disponía a acelerar, debió frenar brusca-
mente. El otro apareció en el techo, con su cabeza colgan-
do hacia abajo en el parabrisas, los ojos desorbitados y
una sonrisa dulce en su sucia cara.
Esa misma mañana partió en tren rumbo al norte. Su
camarote parecía una armería, revólveres, un fusil, balas,
cuchillos de caza, mira telescópica, mochila, equipos va-
rios. En su cara un gesto distendido y alegre, ese fin de
semana se dedicaría a seguirle las pisadas a un poderoso
jaguareté en las sierras centrales misioneras.
71
Pero sobre todo, su mayor felicidad era estar solo, ale-
jarse del otro, se sentía libre, respiraba aliviado, sin tener
que soportar esa carga implacable y ridiculizante.
La felicidad duró poco, había transcurrido sólo una
hora cuando escuchó el revuelo de gente que gritaba y se
reía. Se asomó al pasillo y vio sus ojos. El otro estaba colga-
do del pasamanos haciendo piruetas y malabares, con la
misma camisa y el mismo pantalón, pero mucho más su-
cios y rotos.
Cuando vio a Pedro corrió hacia él gritando cosas
ininteligibles. Él se encerró en su camarote decidido a no
asomar la nariz hasta llegar a destino; pero Pedro igual
que Pedro tuvo que negarlo tres veces ante un guarda esa
madrugada.
El amanecer estaba despejado y apacible, salió al pa-
sillo y esperó a que el tren se detuviera. El otro se tiró del
tren aún en marcha y rodó por el pedregullo dando vuel-
tas y vueltas; desde el andén lo miraron entre divertidos y
asombrados.
Un borracho corrió a ayudarlo y se alejaron, balbu-
ceando caminos zigzagueantes rumbo al recodo de las
vías.
72
En tanto Pedro subía a la camioneta acompañado por
Raúl Rojas, su amigo y guía en las sierras, y partían por un
camino de tierra.
Mientras bajaban el equipo de la camioneta, el otro
saltó de la caja y le quitó la gorra al peón que los ayudaba.
Otro de los peones se reía del hecho y recibió como res-
puesta una patada en el trasero.
Aquella siesta resultó un infierno para Pedro, que in-
tentaba dormir un rato, necesitaba descansar, pues las ca-
cerías suelen ser agotadoras. Daba vueltas y se revolvía en
la cama, pero el otro hacía mucho ruido, gruñía y se reía,
saltaba, aplaudía y se colgaba de las vigas del techo.
Pedro maldecía su destino, tener que soportar a toda
hora y en todo lugar a esa bestia idiota, que lo ponía en ri-
dículo ante el mundo, y era objeto de censura por parte de
la mayoría de sus amigos, que le recriminaban el hecho de
tener que cargar con semejante pariente.
A media tarde partieron hacia la zona del Cerro Azul;
bajaron por un cañadón entre las sierras, caminando sigi-
losos para no alertar al monte adormecido entre helechos
y musgos.
Tras una hora de caminata, se encontraban a media
falda observando con los prismáticos unas manchas en la
73
maleza que parecían ser las del jaguareté. Decidieron en-
tonces separarse para tenderle una celada. El guía bajó, fu-
sil en mano, hacia un grupo de coníferas y se escabulló en
el sotobosque.
Pedro cruzó unos trescientos metros de pinares y se
sentó sobre una saliente de piedra, vigilando la zona y bus-
cando una señal de la bestia.
Le pareció ver una sombra sigilosa, creyó oír un rugi-
do lejano, entre atemorizado y excitado supuso que el ani-
mal se alejaba, corrió para salirle al cruce antes que gane
altura. Miró buscando al guía, pero no lo encontró.
De pronto se vio solo y desorientado, no sabía bien
qué hacer, siguió corriendo desesperado, ansioso y sin
pensar; sus pies volaban sobre el sendero acolchado de
hojas.
No vio más que la pared de ramas, cañas y helechos.
No vio el precipicio que cortaba con filosos cuchillos el
sendero y sus viboreantes recodos.
Sólo veía los azules profundos del cielo y el cerro, y los
verdes de allá abajo. No escuchó el grito del otro, sólo es-
cuchó el estampido de su fusil cuando se le escapó el tiro.
Despertó viendo la cara asombrada y contrariada,
muy contrariada del otro sobre él. Los oídos le zumbaban,
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el viento le pareció más frío. Comenzaron a caminar por
un sendero que desconocían, monte abajo.
Todo daba vueltas a su alrededor; oyó el canto atur-
dido de los chingolos al atardecer y vio un horizonte de
jotes carroñeros volando rumbo a la oscuridad.
Ya no le importaban los gruñidos del otro, sus manos
y sus piernas adormecidas pesaban toneladas.
El sendero era algo lejano y confuso, el sendero casi
no existía, el sendero claro, casi plateado y los costados ne-
gros y fríos. A los costados la nada y de ella surgieron los
seis cazadores de la Secta del Olvido, quienes cual impia-
dosos lebreles arrancaban a dentelladas la tierna memoria
del otro.
La luz al final del camino se hizo más intensa y obligó
a los perseguidores a esconderse entre los oscuros
pliegues que conectan a los universos como los fuelles a
los vagones del tren.
Por el sendero caminaban los dos, arrastrando cade-
nas, pateando muertos y serpientes, ojos y cuencas vacías.
Más adelante la luz; la luz esperando en la cima; el viento
los empujaba con fuerza hacia ella.
Temblando de frío se detuvieron frente a la luz. Una
voz de trueno dijo:
75
—Ha llegado la hora de devolver al polvo lo que es del
polvo y a Dios lo que es de Dios. ¿Tú qué eres? —preguntó
la voz.
—Un animal superior —contestó Pedro.
—¿Y tú? —volvió a preguntar la voz
—Yo soy yo —contestó el alma.
76
UN DÍA EN LA VIDA DE...
Fausto Núñez Cabeza de Vaca algunos años atrás vio por
primera vez a la bestia, pesaba más de setecientos kilos y
según pudo apreciar era negra con manchas grises, gran-
des garras y colmillos gigantes. Su vida cambió para siem-
pre a partir de aquel día.
Fue una madrugada de niebla cuando corrió para
auxiliar a Otto Galik y su esposa Mara, que gritaban deses-
perados. Llegó tarde, ambos ya estaban muertos, pudo re-
conocer a Otto por un pedazo de dentadura en el que es-
taban intactos sus dos dientes de oro. «Pobre Otto —pen-
só— tanto cuidaba sus dientes y allí estaban, desechados
por la bestia».
Mara estaba fuera de la muralla que rodeaba la casa,
se la podía reconocer a simple vista, sólo tenía un profun-
do y gran zarpazo en el cuello.
77
La casa del «gallego» Fausto estaba construida a media falda sobre las Sierras Centrales a orillas del Río Uru-guay. Cercada por una muralla perimetral de piedra ne-gra, de unos tres metros y medio de alto. A la vez otro mu-ro interno, igual de alto y a unos catorce metros del prime-ro, completa un segundo perímetro.
El terreno entre ambos muros estaba desmontado,
apenas crecían algunos yuyos. Parecía más bien una pe-
queña estepa cubierta por exfoliante, minada de trampas,
clavos de punta, explosivos caseros, y pozos camuflados
con palos de punta en el fondo.
Un pasadizo empalizado unía la casa de Fausto con la
de Otto, estaba sólidamente construido y rodeado de
alambres de púas. Aunque todas las prevenciones parecen
pocas a la hora de caminar por él y recorrer los trescientos
metros que separan a ambas casas; el monte es cerrado, es-
peso, profundo y oscuro.
En los últimos años el dosel de la selva se redujo. Los
vientos del noroeste aumentaron tanto en los últimos
veintiocho años que fueron transformando la selva en un
monte más bien achaparrado y de no más de siete metros
de altura.
La casa de Fausto tenía un mirador en la planta alta
desde donde se puede ver el río y los edificios semi-
78
destruidos de Panambí, la otra orilla y la muralla que im-
pide ingresar a territorio brasilero. La muralla mide unos
siete metros de alto y se pierde en el horizonte a sur y nor-
te.
La excusa fue que servía de barrera protectora contra
los vientos de más de ciento cuarenta kilómetros por hora
que soplan del noroeste producto de la deforestación en
la región.
También se ven las sierras brasileras cubiertas por el
mismo monte achaparrado, y en la media falda hacia el
norte se puede ver el enorme edificio abandonado donde
funcionaban los bioreactores. Emergiendo sobre el mon-
te que lentamente se lo va devorando con sus verdes e im-
placables fauces, cubriendo cada panel de células foto-
voltaicas.
El gallego Fausto llegó a Panambí con la primera ola
de inmigrantes luego de desatarse la peste. Vivía a orillas
del Ebro, río que separa España de Portugal, y nunca pu-
do estrenar oficialmente el título de ornitólogo, ya que
abandonó Europa ni bien se gra-uó.
Su amigo y vecino Otto Galik llegó cinco años más
tarde, en dos mil veintiocho, huyendo de la Tercera Gue-
rra cuando Rusia invadió Austria y otras naciones. Su
79
esposa Mara era obereña, hija de franceses, y arquitecta.
Otto manejaba un autobús en Viena.
Habían construido las dos casas a pocos kilómetros
de Panambí, previendo un futuro complejo, caótico y sin
leyes. No era difícil imaginar lo que ocurriría ya que los
acontecimientos a todo nivel lo dejaban entrever. Por eso
tomaron tantas precauciones, por eso tanta paranoia,
tanto esmero por defenderse de las bandas que azotaban
la región.
Fausto era primo de Rumildo Núñez Cabeza de Vaca,
con quien había mantenido correspondencia antes de ve-
nir a la Argentina, pero nunca lo pudo hallar a pesar que
hizo lo imposible por encontrar el pueblo donde vivía.
En la boletería del tren en Posadas, tubo que comprar
un pasaje hasta San Nicéforo, una estación que quedaba
unos treinta kilómetros más allá, pues en los boletos no fi-
guraba Arroyo de los Amantes. Le dijeron que diez kiló-
metros después de pasar la localidad de Las Guayubiras
había una curva pronunciada, un recodo en las vías, y a
un kilómetro de allí estaba Arroyo de los Amantes.
Pero luego del recodo el tren siguió a la misma velo-
cidad, Fausto se aprestó a bajar pero el tren no se detuvo.
80
Por la ventanilla vio un lugar descampado, con algu-
nos árboles desperdigados. Vio una antigua iglesia en rui-
nas, semicubierta por la niebla; más allá un tabacal que se
extendía unos mil metros hacia el oeste.
Al llegar a San Nicéforo debió esperar más de dos días
a que pase el próximo tren, pues nadie supo decirle como
llegar por otro medio. Al volver sacó pasaje hasta Las Gua-
yubiras. A pesar de sus esfuerzos sólo vio del otro lado de
las vías un montón de tumbas oscuras y abandonadas,
pobladas de lagartos y lagartijas.
A unos mil quinientos metros hacia el este el humo
de un horno de ladrillos se recortaba en el horizonte.
—Usted sacó pasaje hasta Las Guayubiras —respondió
con parquedad el guarda rollizo y de ojos claros, cuando
Fausto le dijo que bajaba en Arroyo de los Amantes.
Miró desesperado por la ventanilla y sólo vio un poco
de pedregullo y una hermosa canilla de bronce, con extra-
ordinarios arabescos labrados, tirada sobre las piedras, un
hilo de oxido se perdía contra el riel.
Ese día se despertó antes del amanecer, en realidad
los rayos, los truenos, los relámpagos y la ferocidad de la
lluvia, lo mantuvieron despierto casi toda la noche a pesar
que era cosa de todos los días en los últimos años.
81
Esa madrugada la tormenta era particularmente vio-
lenta y con vientos de más de setenta kilómetros por hora.
Fausto se calzó las viejas botas de goma compuesta, los
pantalones también de caucho compuesto tipo Whedel,
la capa larga y ballesta en mano se dirigió al río por el pa-
sadizo fortificado, a revisar las trampas y líneas de pesca.
La ballesta era pequeña y tenía una recámara con sie-
te flechas, su recarga era automática. La había copiado de
un libro sobre armas chinas que le regalara su hija menor
antes de cruzar el río junto a su madre hace ya unos vein-
ticinco años. Luego se construyó la muralla, sus otras dos
hijas viven o vivían en las montañas neuquinas.
Llovía con intensidad, pero Fausto era constante y
terco, y estaba acostumbrado a que llueva sin parar duran-
te meses. «Las cosas se deben hacer igual aunque llueva o
truene», se decía a sí mismo mientras caminaba por el pa-
sadizo hacia el río.
Eran más de las siete de la mañana, pero aun no se
veía bien, los densos nubarrones y la lluvia formaban una
cortina oscura. Sabía que esa era la hora indicada, el mo-
mento más seguro del día para arriesgarse a salir, las fieras
nocturnas ya no merodeaban y las diurnas aun no se atre-
vían.
82
Bajó hasta la orilla con cuidado, aunque el pasadizo
tenía el suelo adoquinado con piedras rugosas para evitar
los resbalones. La empalizada se abría a centímetros de la
orilla y se extendía unos siete metros para cada lado crean-
do una pequeña playa cerrada, que tenía un muelle de pie-
dras de no más de siete u ocho metros de largo.
Las aguas estaban agitadas y se fundían con la cortina
de lluvia, que arrasaba el río y el horizonte en medio de un
amanecer oscuro y tormentoso.
A pocos metros de la orilla pudo adivinar el movi-
miento zigzagueante y cadencioso de un grupo de anacon-
das.
La pequeña campana de alarma casi no se oía debido
al sonido del agua y los truenos. Un gran relámpago ilumi-
nó el cielo, la muralla brasilera y la superficie del río, el
viejo reconoció inmediatamente la silueta que se recorta-
ba en las aguas del Uruguay a unos setenta metros de la
costa.
Una barcaza enganchada en el cable de fibra de carbo-
no iridiscente que cruzaba el río a unos setenta centíme-
tros sobre la superficie. El cable estaba allí, justamente pa-
ra atrapar eventualmente alguna embarcación a la deriva,
tenía un dispositivo que permitía aflojarla y dejar pasar a
83
una embarcación tripulada. Ya que se la podía accionar
mediante otro cable más fino, y sólo debía ser jalado hacia
la orilla brasilera.
El sistema estaba instalado desde veintiún años atrás,
cuando la región cambió de manos. Los coreanos trajeron
con ellos muchos sistemas simples, casi rudimentarios,
pero efectivos, de control y captura de toda clase de naves,
vehículos, animales y personas.
La pierna derecha le sangraba, algo adormecida pero
no recordaba cómo y en qué momento se lastimó. Fausto
se quedó sentado en el piso más de media hora, bajo la llu-
via, hasta recuperar fuerzas.
Decidió que intentaría capturar la barcaza que seguía
trabada en el cable, dedujo que estaba a la deriva y no te-
nía tripulantes. «Pero tal vez sí tenga víveres o algo que me
sea útil», pensó. Además parecía medir más de catorce me-
tros y con seguridad más de setenta centímetros de alto, lo
que delataba una buena embarcación.
La lluvia seguía implacable y el viejo pensaba la estra-
tegia a seguir. Por lo tanto revisó la ballesta, y se reincorpo-
ró aun temblando, accionó la palanca y la puerta de palos
se levantó lentamente. Cojeando lentamente llegó hasta
el muelle, a rastras subió a la torreta de piedras al pie del
84
muelle. Quitó la lona que cubría el arpón y realizó una
mínima inspección del mecanismo. Encendió el sistema
láser de mira telescópica y apuntó a la barcaza, mientras
agradecía contar con un sistema de alta tecnología que se
mantenía operable después de tantos años y en las peores
condiciones. Pulsó el disparador y el garfio de tres garras
del arpón cayó dentro de la barcaza.
El gallego se mantuvo expectante mientras el sistema
de poleas remolcaba la nave, usando una fina y resistente
cuerda. En pocos minutos la barcaza estuvo en el pequeño
muelle. A pesar de la lluvia, Fausto pudo ver que se tra-
taba de una nave de asalto con motor a combustible sóli-
do, cubierta en su interior con planchas de polímero an-
tibalas. El escudo distintivo aun estaba reconocible, un
águila con las alas extendidas sobre el hemisferio sur con
sus garras sobre Sudamérica y se podía leer 5ta Flota
U.R.C.C. «Unión de Repúblicas Capitalistas Coreanas».
Fausto vio con asombro los esqueletos en el piso de la bar-
caza, aun conservaban parte de sus uniformes camufla-
dos, desgarrados por jotes. Los esqueletos lucían blancos,
limpiados a fondo por avispas y hormigas carnívoras. Es-
parcidos también estaban los fusiles, buenas armas y bue-
nos GPS.
85
—Seguro que aun funcionan sus baterías —se dijo con
cierta excitación—. Vamos a por el arnés para remolcar las
armas hasta la casa —volvió a gritar bajo la tormenta.
Un rugido ensordecedor cortó el aire empapado por
la lluvia y todo se detuvo. Un silencio profundo de pronto
cubrió el monte, no llovía, el viento estaba calmo y ni un
sólo relámpago se veía a lo lejos, sólo el sonido del agua
que se escurría por las hojas de los árboles y helechos. El
segundo rugido de la bestia quebró la mañana, cientos de
pájaros empapados huyeron agitando el monte, cubrien-
do el horizonte, salpicando agua contra el río. Las piernas
de Fausto se aflojaron temblorosas, paralizado por un ins-
tante pensó «¡A por un fusil!, seguro que están cargados».
La bestia rugió por tercera vez, erizando la selva, helando
la savia de los cedros, con un rugido de mil truenos. Las
nubes dejaron caer el agua y huyeron apresuradas. Rayos,
relámpagos y truenos atravesaron como flechas el corazón
del río. Una tormenta aun más oscura, más negra, desató
toda su furia sobre el río Uruguay provocando pequeños
tsunamis que zarandeaban la barcaza donde estaba para-
petado el anciano. Quitó el seguro del Halcón 7.7 y ape-
nas jaló el gatillo soltó una ráfaga de balas casi sin produ-
cir ruido.
86
—Joder, esto sí que es un arma —dijo mientras desen-
fundaba unos prismáticos con censor de calor y comenza-
ba a barrer el monte con ellos buscando a la bestia.
La tormenta oscura y cerrada no le impedía ver los es-
pectros de calor de los animales en la espesura del monte.
—¡Ahí estas joputa!, —exclamó Fausto al encontrar la
silueta de la bestia, barranca arriba, agazapada sobre la
muralla externa de la casa.
Casi sin pensar tomó el fusil y apuntó desde abajo ha-
cia arriba como había aprendido. Jalando el gatillo con
suavidad, pero con firmeza. La andanada de balas cortó
todo a su paso. El viejo no pudo ver si había acertado, de
todos modos estaba seguro que sí, la mira láser no falla.
«¡Hostias! Creo que no debería llevar el equipo a la ca-
sa, por lo menos no todo, antes voy a revisar cuántos pane-
les de combustible tiene esa barca», pensó. Y la idea de
marcharse hasta Vilcabamba produjo en él una adrenali-
na, una sensación de alegría y alivio inexplicables.
Hacía muchos años que soñaba con llegar hasta el
valle de Vilcabamba, las últimas comunicaciones a través
de internet mostraban que allí aun podían vivir en paz y
tranquilidad. El valle estaba aislado y era de difícil acceso,
más aun después que sus habitantes cortaran las vías que
87
comunican el valle con el resto del país. Allí vivían, por lo
menos hasta que se terminó internet, su esposa y su hija
menor casada con un diseñador ecuatoriano. Desde el fin
de las comunicaciones satelitales, Fausto no volvió a saber
nada de su familia y llevaba años dando vueltas en su cabe-
za la idea de llegar hasta Vilcabamba. Pero descartó ha-
cerlo por tierra, pues estaba seguro que perecería rápida-
mente en las garras de alguna bestia. Además ya estaba
muy viejo para emular a su ancestro Alvar Núñez Cabeza
de Vaca, que cruzó EE.UU., desde el Atlántico al Pacífico,
ida y vuelta. Y desde Santa Catalina hasta Cataratas del
Iguazú. Fausto al igual que Alvar en el horóscopo olmeca
era Caminante de los Montes, pero sabía que jamás po-
dría llegar por tierra a Vilcabamba.
Bajo la lluvia subió a la barcaza, a simple vista com-
probó que la cantidad de celdas de combustible sólido al-
canzaban para recorrer unas doce mil millas de navega-
ción a todo motor. Calculó que significaban unos veinte
mil kilómetros, por lo tanto no lo dudó. La oportunidad
que estuvo esperando durante años por fin llegaba.
—¡Josdeputa, vosotros la habéis cagado para todos y
ahora sólo sois un montón de huesos descarnados! Depre-
dadores vencidos. ¡Para esto jodíais con que cuidáramos el
88
agua! ¿Los recursos naturales? —gritaba Fausto en medio
de la tormenta, mientras arrojaba los esqueletos de los sol-
dados al río.
Apretó el botón de encendido y escuchó el zumbido
de las turbinas retroalimentadas, le sonaron como un ca-
dencioso ronroneo en sus oídos. Sus manos temblaban,
pero no de viejas, la emoción y el nerviosismo se apodera-
ban velozmente de él. Fausto respiró profundo para rela-
jarse y poder pensar tranquilo. Decidió amarrar la barca
al sistema de amarre ideado por Otto que preveía las creci-
das y las bajadas del río.
Con uno de los fusiles 7.7 terciado en la espalda, as-
cendió la barranca hasta llegar a la muralla externa utili-
zando el cable carril. Pasó por ambas puertas de la recáma-
ra, las cerró y caminó hasta la casa por el pasadizo.
«La naturaleza está recuperando terreno perdido gra-
cias a Rigel», pensó. Giró para ver al pasadizo y sintió que
lo estaban observando.
Fausto comprendía por experiencia que significaba
ese sentimiento, ese presagio de saberse vigilado, en otras
oportunidades había sufrido ataques de animales y huma-
nos, esa sensación la reconocía con toda seguridad. Presu-
roso recurrió a un parche de piel sintética que guardaba
89
para situaciones extremas y que no sólo detiene la hemo-
rragia, sino que también sella y cauteriza las heridas pro-
duciendo un rápido cicatrizado.
Fausto resolvió marcharse antes del atardecer, ya no
quería arriesgarse más. Cada día aparecía un peligro nue-
vo, a pesar que en los últimos siete años no volvió a ver se-
res humanos, ni soldados coreanos, ni vecinos, ni brasile-
ros patrullando la frontera. Los animales se apoderaron
de la región y algunos mutaron volviéndose mucho más
grandes y peligrosos. Hizo dos listas, una con todo lo que
pudiera caber en la mochila que le permitiera caminar
desde el Pacífico hasta el valle de Vilcabamba, incluyendo
un fusil ultra liviano. Cargó calzado, remedios, abrigo, un
colchón inflable, una pequeña carpa, alimentos enlata-
dos. Debía recorrer mil cuatrocientos kilómetros aproxi-
madamente por el río, tres mil quinientos por el Atlántico
y siete mil por el Pacífico hasta Ecuador. Incluyendo el
estrecho de Magallanes, que no es tan estrecho porque la
mayoría de las islas habían desaparecido por el incremen-
to del nivel de los mares. Además también estaban sumer-
gidas bajo las aguas kilómetros y kilómetros de costa, en
muchas partes el mar avanzó más de setenta kilómetros
tierra adentro, cubriendo llanuras, depresiones y ciuda-
des.
90
Fausto desarmó los dos puercoespines, así bautizó
Otto Galik a los dos carros que construyeron para recorrer
los pasadizos. Constaban de una placa de madera de dos
metros y diez centímetros de alto, por un metro y cuarenta
centímetros de ancho, con pequeños hierros de punta de
catorce centímetros de largo, diseminados a manera de
púas, por toda la placa montada al frente de los carros de
dos ruedas, que usaban a modo de arietes de defensa para
desplazarse por los pasadizos y no dejaban ningún resqui-
cio por el que pudiera atacar algún animal o humano.
Dejó colgando de su hombro el fusil, tenía la certeza
de estar siendo observado. Estaba seguro, su percepción
no le había fallado nunca, por eso también colgó del cin-
turón el cuchillo que recogió de la barcaza. Además, cargó
mantas, una linterna con baterías retroalimentadas, to-
das las provisiones que tenía en casa, toda la carne ahuma-
da, y con un gran esfuerzo, ayudándose del cable carril,
cargó siete bidones de agua de setenta litros cada uno.
Fausto se calzó la mochila, tomó el fusil con la mano
izquierda, realizó un último recorrido por la casa, con lá-
grimas en los ojos pero feliz y excitado, por fin intentaría
navegar hasta Ecuador rodeando Sudamérica.
91
Cerró la puerta tras de sí bajo la lluvia y se encaminó
por el pasadizo rumbo al muelle, atento al entorno, toda-
vía sentía esa inquietud de sentirse observado. Pensaba
navegar toda la noche, a pesar de que estaba muy cansado.
La barca estaba pintada con un material de última genera-
ción que la hacía prácticamente invisible, ya que reflejaba
el agua y presentaba para quien estuviera mirando, una
imagen similar al agua, era como si fuera parte del río. Sus
motores silenciosos eran imperceptibles a más de siete
metros de distancia.
Pero Fausto no quería arriesgarse durante la travesía
por el río, no tenía certeza de que podría encontrar: otras
trampas, bandas armadas, animales acuáticos y terrestres
peligrosos. La lista era inquietante y bastante extensa; por
lo tanto navegaría sin parar, para llegar al Atlántico lo an-
tes posible. Luego, en el mar, su plan era navegar cerca de
la costa, pero no demasiado cerca, para evitar sorpresas y
naufragios.
Abrió la puerta de la recámara del pasadizo en el mu-
ro externo y bajo una intensa lluvia percibió el olor de la
bestia mojada. Inmediatamente recordó a Otto despeda-
zado y Mara ensangrentada con un profundo zarpazo en
el cuello. Se le vino a la memoria aquel olor a perro
92
mojado que dejó el aguará guazú mutante y se detuvo en
seco, paralizado entre el miedo y la certeza de comprender
que clase de olor estaba sintiendo. Con un movimiento
lento activó la mira del fusil y comenzó a buscar bajo la
lluvia torrencial, truenos y relámpagos agitaban la selva
adormecida y empapada. El viento nordestino arrojaba
las gotas con ferocidad en su cara. Fausto no entendía del
todo lo que estaba viendo, el visor del fusil le mostraba
una mancha roja de calor que lo abarcaba todo. La bestia
cubría todo su campo de visión, estaba cerca, tan cerca
que podía sentir su jadeo a pesar de la tormenta, el color
del pelaje se confundía entre la empalizada y la lluvia bajo
la penumbra del anochecer.
Jaló con premura el gatillo del 7.7 pero las balas no
salieron, bajó el fusil comprobando que a pesar de su ex-
celente diseño se había trabado. Arrojó el arma a un costa-
do, dio media vuelta y corrió rumbo a la casa mientras es-
cuchaba a la bestia rugir y arremeter contra la segunda
puerta de la recámara.
Trabó aterrorizado la primera puerta sin mirar atrás,
el aguará mutante estaba dentro del pasadizo al otro lado
de la recámara del muro interponiéndose entre él y la bar-
caza, bufando, gruñendo, rugiendo, aullando. Sus rugidos
93
tapaban los truenos oscureciendo abruptamente la selva
temblorosa.
Fausto corrió por la oscuridad de la casa, de memoria
recorrió el pasillo y manoteó la ballesta que había dejado
sobre la mesa de la cocina. Buscó siete flechas más que
estaban sobre un mueble, sabía de memoria donde esta-
ban, las tomó con cuidado por que estaban impregnadas
de curare.
Volvió apresurado hacia afuera mientras tanteaba el
mecanismo de la ballesta para comprobar que esta sí fun-
cionaba.
No tuvo tiempo de pensar una estrategia, ni siquiera
de apuntar, levantó la ballesta en un acto reflejo y en el
umbral de la puerta de su casa apretó el gatillo.
Las siete flechas de la recámara salieron una tras otra
en fracciones de segundos y se fueron clavando una al la-
do de la otra en el pecho de la bestia que estaba ya a tres
metros y medio de la puerta de la casa.
Retrocedió hasta dentro del dintel, mientras los col-
millos de la bestia alcanzaban a desgarrarle la mano dere-
cha cercenando dos dedos. Fausto cayó de espaldas, segu-
ro que esos eran los instantes finales de su dura y solitaria
vida.
94
Pero la bestia se derrumbaba ahogada por el curare
que paralizaba su sistema respiratorio, el gallego se arras-
tró hacia el interior de la casa, se hizo un torniquete con
una cuerda, se aplicó cicatrizante y se vendó la mano lo
mejor que pudo.
La lluvia seguía arreciando y entraba en la casa que
continuaba con la puerta abierta. El olor de la bestia lo
impregnaba todo. Afuera el corazón de la bestia dejaba de
latir, mientras sus fauces inertes y abiertas dejaban ver
todos sus dientes. Los colmillos aterradores brillaban con
el resplandor de cada relámpago.
La noche cubría con sus negras alas de jote cada rin-
cón del monte. Fausto pateó las costillas de la bestia muer-
ta mientras pasaba apoyándose en el fusil a modo de mu-
leta. El esfuerzo hecho en las últimas horas se cobraba su
precio con mucho dolor en la pierna mordida por la ana-
conda, aun al límite de sus fuerzas estaba decidido a llegar
a la barcaza y poner proa al sur.
—¡Maldito! Aquí te pudres —dijo temblando, mien-
tras sorteaba las puertas de la recámara que estaban tira-
das y rotas—, uno de nosotros tenía que salir de aquí y ese
no eres tú. Otto y Mara están ahora en paz.
95
Se deslizó hasta la orilla, abordó la barcaza que rolaba
en el muelle, dejó la ballesta junto a la palanca del timón,
acomodó la mochila y encendió por unos minutos las lu-
ces de la nave. Sólo para asegurar las dos placas de madera
con púas de acero como techo sobre la parte descubierta
de la nave a modo de escudo.
Bajo la tormenta nordestina soltó las amarras de la
barcaza que se bamboleaba con el oleaje mientras la com-
pañera del aguará guazú corría barranca abajo intentando
vengar su muerte y capturar una presa humana. Fausto no
se percató, pero de todos modos ya estaba en medio del
río.
Esa noche Fausto Núñez Cabeza de Vaca debió tomar
una dosis extra de pastillas y café de su propio invernade-
ro para mantenerse atento al río. El motor de la barcaza
no hacía ruido, apenas un zumbido imperceptible. Aun-
que, a pesar de navegar río abajo, no podía evitar los chas-
quidos contra el agua. A ciento cuarenta kilómetros por
hora la nave se comportaba como un deslizador.
Con la mano derecha vendada y pendiendo de un
pañuelo a la altura del pecho, no podía distraerse ya que
no era muy hábil con la izquierda y debía, además, prestar
mucha atención a la pantalla del radar, censores externos
96
y controles de distancia, velocidad y propulsores. Planea-
ba cruzar Corrientes y Entre Ríos para finalmente desem-
bocar en el estuario del Río de la Plata y virar al sur cos-
teando el Atlántico. Atrás quedaban muchos años de so-
ledad y lucha por la supervivencia, años de aprendizaje y
dolor; sus ojos estaban mojados por la felicidad que le
producía recorrer otra vez el camino.
Atento, concentrado en pilotear la nave con preci-
sión; no podía pensar en el futuro. Ignoraba que le lleva-
ría más de tres años llegar al valle de Vilcabamba, y que no
llegaría cruzando el estrecho de Magallanes al sur sino el
estrecho de Panamá. Tampoco sabía que sus genes modifi-
cados le permitirían vivir cincuenta y dos años más, hasta
los ciento cuarenta junto a su familia.
97
TIGRES BAJO LA LLUVIA
El jaguareté acecha en las sombras del monte dormido,
busca con la mirada a la criatura que se abre camino en la
maleza. Por el sonido sabe que es humano y usa machete,
puede ver su aura, es oscura, muy oscura, pocas veces per-
cibió aura tan negra.
La tormenta que se viene trae el aroma de la selva hu-
medecida, inundada, con el viento también llega hasta
sus narices ese olor inconfundible que tienen los huma-
nos. A pesar de que con los truenos y la lluvia se confunde
un poco el sonido metálico del machete, el jaguar sabe
que la bestia con su largo brazo de trueno anda tras él.
Conoce muy bien esa piel verde camuflada, de su per-
seguidor. Se agazapa en el follaje a media sierra, en una
saliente, desde allí puede perder de vista al humano, pero
no dejará de percibir su olor.
99
Aunque borrosa, su aura es inconfundible, él la perci-
be más allá de sus sentidos, sabe hacia donde se dirige, co-
noce el trillo que el «aura negra» está buscando. Por ese
mismo trillo suele pasar otro humano bastante más pe-
queño, pero que también tiene un largo brazo de trueno.
Su aura también es oscura, aunque refleja otra cosa
que no es precisamente oscuridad. Tiene un halo de do-
lor, de soledad, de desorientación.
Más de una vez se topó con el pequeño, su mirada no
parece humana, sino más bien felina. Tiene en sus ojos y
en su olor mucho de la raza jaguar, seguramente corre por
sus venas la misma sangre de las criaturas de la selva.
A veces no percibe a tiempo la presencia de ese peque-
ño y selvático humano, ni por sus pisadas, ni por su olor,
ni por su aura, entonces se topan en el senderito.
A veces el pequeño suele estirar su largo brazo de true-
no, pero sólo es un acto reflejo. Se pone en alerta pero no
le arroja fuego, tampoco corre espantado, sólo se queda
allí, con la mirada fija. Esos segundos eternos en que se
cruzan, el jaguareté está seguro que a ese pequeño sólo le
falta una larga y peluda cola para avanzar y olfatearse con
él.
100
En medio de la lluvia torrencial, sintió rugir un brazo
humano. Instantáneamente creyó que el aura negra había
arrojado fuego; pero sus ojos vieron caer al verde camu-
flado en medio del trillo, a orillas del abismo, la sangre
brotaba del cuello, las garras delanteras crispadas, los ojos
grandes de la sorpresa, inmóvil, boqueando como un pez
fuera del río.
Momentos más tarde se acercó al verde camuflado, el
pequeño humano. Con cierto recelo, aunque decidido,
agazapado, parecía que clavaría sus garras en el pecho del
aura negra. Pero sólo le quitó su largo brazo de trueno, su
piel verde y las garras de sus patas traseras. Y lo dejó allí,
bajo la lluvia con su otra piel, más clara, sangrando.
La sangre del aura negra se mezclaba con el agua de
lluvia y formaba arroyitos que caían por el precipicio.
El pequeño se fue temblando por el sendero, arras-
trando la piel y el largo brazo de trueno del muerto, ya no
era oscura su aura, sólo reflejaba dolor y alivio a la vez.
Él se quedó lamiendo la mano del humano. Prepa-
rándolo, mientras con la sangre, se escurrían también el
aura y la energía oscura, abismo abajo.
101
AURA NEGRA
Desde la lomada observaba a los jotes planear en círculos,
a cada nuevo giro, más y más se unían al vuelo, cada vez
más se lanzaban en picada hacia el suelo. Él no podía ver a
través de la espesura del monte, pero percibía que la carro-
ña estaba en ese largo claro, allí cerca de las vías.
Se acercó sigiloso al claro y encaró decidido la banda-
da que se agitaba sobre el cadáver, allí vio que se trataba de
un humano.
Él lo conocía, lo había visto muchas veces después del
medio día merodeando ciertas madrigueras humanas.
Con ese extraño sombrero de ala ancha que estaba tirado
en el pastizal. Con su exudación de energía oscura, con su
negra aura, oculto en la maleza, acechando a los más débi-
les, a los indefensos.
103
Los otros humanos le temían a ese aura negra, con un
miedo reverencial, como si se tratase de un enviado del
destino.
Los jotes no querían apartarse del cadáver, tubo que
rugir, mostrar los dientes, tirar algún zarpazo para que se
apartaran dando saltitos, negándose a volar.
La cara estaba toda picoteada, sin ojos, sin lengua, sin
labios, solamente quedaban restos de la nariz. El cuerpo
semidesnudo, rasgado, despellejado e infecto de moscas,
hormigas y avispas carnívoras.
Olfateó la carne y dio dos pasos hacia atrás, el olor era
repulsivo, intolerable. Ya no tenía aura, era sólo un poco
de huesos y carne en medio del pasto, en medio del claro.
Pero no se atrevía a sentir ese mal sabor de los aura negra,
además ya no tenía hambre; y la última vez estuvo días y
días enfermo.
Los jotes gritaban y encaraban reclamando su presa,
intentando ejercer el derecho que les otorgaba el hecho
de ser cientos contra uno.
Él decidió retirarse sin entender ni media palabra de
lo que decían los carroñeros. El chillido agudo del centi-
nela en lo alto de los cedros anunciaba que el de las gran-
des garras se retiraba. En el monte el silbido de alerta de
104
horneros y chingolos iba marcando el camino que seguía.
Rodeó la madriguera grande y plagada de humanos y
se detuvo en el borde del tabacal, a pocos metros estaban
las vías y le seguía ese lugar sin vegetación, esa tierra yerma
llena de extrañas piedras enmohecidas, custodiadas por
pequeños lagartos que vomitaban fuego.
No comprendía para qué tantos guardianes, esos hue-
sos no se moverían jamás de debajo de la tierra, porque
eran sólo eso, un montón de huesos malditos, confinados
en una prisión de tierra muerta.
105
TEORÍA DE LA INCERTIDUMBRE
Aquel día, como siempre, despertó antes del atardecer y
percibió que algo alteraba la eterna rutina de luces y som-
bras, y se sintió inquieta y algo asustada. Tal vez por eso de-
cidió trasponer la puerta y salir al exterior, lejos de la segu-
ridad del hogar, cosa que rara vez hacía, pero algo la im-
pulsaba a salir.
Notó que el piso estaba cubierto de polvo, una capa
espesa y rojiza tapaba las baldosas. Buscó la luz que solía
filtrarse a esa hora por debajo de la puerta, pero no la vio,
el polvo cubría todo, cada resquicio, cada pequeña ranu-
ra. Un sentimiento de temor cruzó ligeramente su cuerpo
de lado a lado. Dudó y se quedó parada en medio de la ha-
bitación sin saber que hacer.
Por un instante casi eterno se vio sola en la casa en
107
penumbras a pesar que afuera todavía era de día. Percibía
cosas que obnubilaban sus sentidos y sus sentimientos
mezclados que la empujaban a salir.
No se sentía tan segura como para atravesar la puerta,
así que prefirió la ventana de espeso y oscuro cortinado.
Afuera recibió como primera sensación un baño de
luz entre anaranjada y violeta. No entendía ese cambio de
color, acostumbrada a un sol brillante y abrasador.
Corrió por la vereda hacia el camino entre los euca-
liptos, cruzó la calle y llegó al anden de la vieja estación.
Todo le resultaba extraño, mucho polvo flotando en
el aire, el silencio, la ausencia de viento, la solitaria esta-
ción.
Siguió el hilo de agua hasta la canilla en la pared. La
canilla era de bronce labrado en extraordinarios arabes-
cos y estaba extrañamente girada hacia arriba, pero ella no
lo notó. De pronto una ráfaga de viento levantó remoli-
nos de polvo enrareciendo aun más el atardecer.
Miró las vías distraídamente sin prestar atención, a
unos mil metros doblaban abruptamente hacia el noreste
bordeadas por una frondosa arboleda. Era como si el
monte se tragara la línea férrea cortándola abruptamente
y creando un paisaje surrealista del que solía emerger el
108
tren del atardecer inundando de humo y aceite el anden.
El polvo quedó suspendido en el aire, la ráfaga de
viento se había marchado tan furtivamente como había
llegado.
Se detuvo al borde del anden solitario y silencioso, no
se escuchaba el canto de los pájaros. Buscó con la mirada
en el pastizal, en los galpones, en el recodo allá lejos.
Ese día no había ni rastros de la mujer que caminaba
siempre sola por la estación con la mirada perdida, espe-
rando que llegue el tren, esperando verlo surgir del reco-
do como si estuviese saliendo de otro mundo, de otro uni-
verso.
Aquella mujer de la que todos en el pueblo decían
que estaba loca y que en realidad buscaba algo que había
perdido tiempo atrás: sus sueños, su destino, su amor.
Caminó desorientada hasta el final del andén, se de-
tuvo justo en el borde, miró el abismo que se abría entre
ella y los durmientes. Siguió con la mirada el paso a nivel
que se recortaba en el horizonte hacia el sur, entre pasti-
zales y pedregullo; a lo lejos el tabacal se mecía apenas con
la brisa.
Una absoluta calma reinaba en el pueblo, demasiada
calma, demasiada soledad para un sólo día.
109
Más allá del paso a nivel se podían ver las tumbas del
Cementerio de los Malditos, allí, al sudeste del pueblo ha-
bían sido enterrados todos aquellos que de algún modo
fueron instrumento de la Secta del Olvido. Como el tigre
Juan Turco, asesino evadido de la cárcel, que mató a Jorge
Núñez Cabeza de Vaca para quitarle a su esposa, la abori-
gen Iryapú.
Jorge era un español oriundo de Galicia, casado con
Iryapú, una guaraní de Arroyo de los Amantes, y padre de
un niño, Rumildo «Garra de Jaguar».
Iryapú murió de tristeza dos años después de la muer-
te de Jorge y ambos fueron enterrados en el cementerio de
los Muertos de Amor.
Juan Turco fue hallado muerto en el monte a unos
diez kilómetros de Arroyo de los Amantes devorado casi
por completo por un jaguar, luego que muriera desangra-
do de un tiro en el cuello.
Todas las tumbas habían sido cavadas de manera tal
que quedaban parcialmente bajo las vías, para que el tren
les quite la paz cada día, removiendo y quebrando cada
uno de sus huesos bajo la tierra.
En el Cementerio de los Malditos está enterrado en-
tre otros, el Moncho Atila, que cazaba pájaros de fuego y
110
fue enterrado con dos piedras en los ojos para que en el
más allá no pudiera verlos, sus manos fueron atadas con
la misma gomera que usaba para cazarlos.
También fue a parar allí el gringo Arturo, que murió
picado por una víbora cuando intentó abrir una picada
que atravesaría la zona del Arroyo Sagrado.
Está allí, además, Tiburcio Cevallos, el come hormi-
gas, que fue enterrado con la boca cosida. Y Bill Remem-
ber... fue uno de los espías que tramó el complot para ase-
sinar a Anthony Firebird por una disputa amorosa.
Se rumoreaba en el pueblo que incluso está enterra-
do allí el rengo Ernesto, cuyo fantasma recorre la estación
las noches de lluvia reclamando el perdón de su enamora-
da de toda la vida, Amada Ferreira, la hija de Francis Bon-
pland.
Pero esa tarde nadie caminaba por el andén, ni siquie-
ra Miriham, la loca de las vías, que solía hacer resonar sus
tacones rumbo al recodo. No flotaba su vestido con la bri-
sa, ni su pelo negro, ni su perfume.
El banco de pino paraná seguía allí, solitario, espe-
rando, a la sombra de los ligustros casi... marchitos extra-
ñamente retorcidos sobre él, esperando el regreso de Al-
berto, el gran amor de Miriham, que un día tomó el tren
111
para no volver.
Entonces emprendió el regreso a la casa, pero confun-
dió el camino, tomó por otro sendero, los mismos pastos,
el mismo cerco de alambre ladeado, los mismos árboles.
Pero por alguna razón desembocó en la otra esquina de la
plaza.
La desesperación se adueñó de sus sentidos, apuró
los pasos buscando la casa, aquella vieja oficina de correos
con sus paredes desnudas, de ladrillos roídos, sus yuyos
floreciendo en los dinteles de puertas y ventanas, sus na-
ranjos cargados, la pila de leños interrumpiendo la vere-
da.
Con sus sentidos ateridos de frío y temor, y sus ojos
casi ciegos no encontraba el rumbo.
Un profundo cielo estrellado, recargado de estrellas
no tan lejanas. El pueblo desierto y silencioso; no se ha-
bían encendido las luces de la calle ni de las casas, no la-
draban los perros, ni cantaban los pájaros de fuego, ni los
grillos, ni las chicharras. Las calles vacías, ningún paisano
a caballo haciendo rechinar las espuelas; ningún chico ju-
gando, ni borrachos en el bar «La Papa Grossa». Ni el viejo
flaco atendiendo los surtidores de combustible en la vere-
da. Tampoco había caballos atados al palenque.
112
Percibió un fuerte y fétido olor a carne en descompo-
sición que ni siquiera podía taparse con el olor del kerose-
ne derramado en la cuneta. No quiso saber de donde pro-
venía el olor, no le interesaba saber de algo tan ajeno a su
vida, tan distante a su apuro por volver a casa, a la seguri-
dad del hogar.
Tropezó entre los juegos del arenero en medio de la
plaza, cruzó en diagonal rápidamente la calle y se zambu-
lló por el ventanal del que había salido un par de horas
antes. Sin noción del tiempo transcurrido, sin preguntas,
sin querer saber nada.
Sólo respondía a sus sentidos, tenía hambre y sólo
buscaba comida en medio de la oscuridad de la casa. Hur-
gó en la bolsa del pan y halló unas tostadas viejas, se trope-
zó con una manzana que ya no estaba muy comestible, del
horno salía un persistente olor a grasa de pollo frío. Tan
frío como el aire que penetraba por la ventana cortando el
aliento; no comprendía porque tanto frío y en esa época
del año.
Esa noche se la pasó dando vueltas por la casa. De la
cocina al comedor, de allí a la oficina, a revisar las cartas
apiladas y cubiertas de polvo, hurgando entre los cajones,
caminando por el patio, mirando hacia la plaza a oscuras,
113
dando vueltas y más vueltas en absoluta soledad.
Nada encajaba en su rutina, sentía que todo estaba
extrañamente alterado. Pero ella no se cuestionaba nada,
no sentía curiosidad por saber, aunque sentía que ya nada
sería igual.
No sabía absolutamente nada del cruce de estrellas,
¿Qué puede saber una cucaracha de una fisura espacio–
temporal tan grande que hace que el tiempo no sea lineal?
¿Qué puede saber una cucaracha sobre la Secta del Olvi-
do?
Ese amanecer escuchó el canto de los pájaros de fuego
sin sospechar que ellos habían estado toda la noche libran-
do una terrible y casi decisiva batalla.
114
PÁJAROS DE FUEGO
Dedicado
a mi hermanaMaría del Carmen.
ARROYO DE LOS AMANTES
La antropóloga comenzó a excavar con minuciosidad,
junto a sus dos ayudantes. Una intensa melancolía inva-
día el alma de Francis, buscaba sacar fuerzas del fondo de
su espíritu, no se sentía en condiciones psíquicas, ni físi-
cas de encarar tremenda tarea. Había arribado al amane-
cer, entumecida por el viaje de cuatro días en un tren de
carga. Hasta allí, un pueblito sin nombre, en medio de la
selva. Presionada por el gobierno, querían un dictamen
en no más de tres días. Pero su mente estaba demasiado le-
jos, del otro lado del mar. A pesar del tiempo y la distan-
cia, no había podido superar aquella separación, aquel
fracaso amoroso. Aun, por todo su ser corría su ser corría
esa nostalgia, esa mezcla dolor e impotencia, esa inmensa
marejada de desamor.
121
Luego de dos días de excavaciones bajo la lluvia, no
habían obtenido nada, sólo raíces, piedras y barro.
Los enviados del gobierno, un ingeniero y el jefe de la
policía provincial presionaban desde la superficie. Fran-
cis agotaba sus fuerzas y las de sus ayudantes en el fondo
de aquella pequeña grieta, abierta desde sus propias al-
mas. Al atardecer un haz de luz iluminaba el agua que co-
menzaba a acumularse en lo profundo de la excavación,
pensó que la luz que se colaba entre los árboles del monte
encontraba en el agua un conducto ideal para crear esa
luminosidad. Sintió una especie de energía surgir del
fondo del pozo. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo, se
estremeció por un abrumador sentimiento de paz, de sus
ojos brotaron lágrimas y se sintió confundida, experimen-
taba algo que desconocía.
—Les pasa a todos los que llegan hasta aquí —dijo Isi-
dora, la curandera de la aldea— no temas, Ñanderú te
acompaña en esta tarea.
Francis alzó la cabeza y vio a Isidora sentada en el bor-
de.
—No dejes de buscar, los amantes están enterrados en
este lugar —dijo mientras la antropóloga trepaba la impro-
visada escalera. La curandera era una aborigen de rasgos
122
dulces y unos cuarenta años— Estás autorizada por nues-
tros ancestros a buscar la verdad, a encontrar los restos de
los amantes enterrados aquí, donde nace la vertiente, en
este lugar Ñanderú también creó los pájaros de fuego que
custodian el corazón de los enamorados y los protegen de
las Bestias Demoledoras de Huesos y de la Secta del Olvi-
do.
Francis surgió a la superficie embarrada y sofocada
por el intenso calor, agotó sus últimas fuerzas en trepar la
escalera, su mente convertida en un remolino de pensa-
mientos y cosas inconexas, los días anteriores a su viaje al
país, el recuerdo de ese amor turbulento, el dolor de la se-
paración, la ilusión de volver algún día y reencontrarse
con él. El clima lluvioso y pesado de la selva en pleno vera-
no, las duras condiciones en que estaba trabajando, la ur-
gencia oficial por resolver el conflicto con los aborígenes
que impedían el avance del tendido de las vías hacia el
norte.
Seguía sin entender porque tanta resistencia de los
aborígenes a que las vías pasen por la zona de la vertiente,
descreía completamente la historia de los amantes perse-
guidos por una secta de seres grises, provenientes de otra
dimensión. Se sentía contrariada, estaba arrepentida de
123
haber aceptado la responsabilidad de dictaminar sobre la
veracidad de los hechos de esa pareja de jóvenes que deso-
bedecieron el mandato del consejo de ancianos y huyeron
a lo profundo de la selva para salvar su amor, hacía ya
unos setecientos años.
Un inmenso pico de tucán asomaba entre el follaje,
Francis se inquietó, jamás había visto un tucán, pero algo
le decía que eso que estaba viendo era exagerado.
—Ellos fueron perseguidos por aquellos que no en-
tendían que el amor es más importante que todas las pala-
bras y las cosas que Ñanderú creó —dijo Isidora, mientras
una niebla melancólica envolvía el alma de la antropólo-
ga.
«El amor es el todo, es el universo mismo, el amor ya
no volverá a mi vida», pensó Francis.
—Ñanderú mismo sepultó con sus manos a los aman-
tes perseguidos y muertos por los integrantes del consejo
—añadió Isidora— sus restos están allí en el fondo del po-
zo, debes seguir buscando, ayúdanos a salvar este lugar,
queremos que se mantenga a salvo de los curepy y su bes-
tia de hierro. Que nada perturbe la pureza de la zona sa-
grada, aquí está nuestra esencia, aquí se manifiesta nues-
tro padre.
124
Ese atardecer escuchó por primera vez el canto de los
pájaros de fuego, sus trinos estremecieron su espíritu, y
los rincones más profundos de su alma.
Por el sendero apareció Faustino Ferreira, el jefe de la
Policía de la Provincia, con cierta dosis de altivez, secun-
dado por varios uniformados, fusil en mano.
—Doctora, aquí no hay nada —dijo el jefe de policía—
mañana vamos a proceder a desalojar a los revoltosos y
pondremos rigurosa custodia para que los trabajos conti-
núen, aun faltan cerca de sesenta kilómetros para que las
vías se extiendan hasta la Capital y no vamos a tolerar más
retrasos. Tiene hasta las siete horas de mañana, luego de-
berá retirarse.
Eran las seis de la tarde y Francis estaba agotada e in-
dignada, el jefe policial no le había permitido decir una
sola palabra.
—Vamos a tomarnos una hora para descansar un po-
co y luego seguiremos excavando hasta donde podamos
—dijo abatida.
Decidieron trabajar con rapidez, dejando de lado la
metodología sistemática de la antropología.
Desde el atardecer la selva fue invadida por el sonido
de miles de criaturas nocturnas. Pero por sobre todas ellas
125
se distinguía nítido el canto de los pájaros de fuego con
sus más de trescientas cincuenta melodías de amor. El
canto era sostenido, penetrante, provocaba convulsiones
en el alma de quienes lo escuchaban, encendía las pasio-
nes y los sentimientos, reviviendo el amor. Los pájaros de
fuego estaban allí para impedir que regrese de las tinieblas
la Secta del Olvido.
Francis estaba obsesionada, el canto de los pájaros de
fuego había atravesado su piel de científica escéptica y lle-
gado a su corazón de mujer. Esa noche se había convenci-
do de la veracidad de la historia de los amantes y estaba
dispuesta a defender la postura de los aborígenes aún a
costa de su propia libertad.
Al amanecer se escuchaba el paso del batallón, más
de cien policías marchaban desde el anden de la estación
recién construida, rumbo al sitio de excavación. Sus pasos
resonaban en el pedregullo mojado por la llovizna, retum-
baban en los galpones del ferrocarril y en el alma de todos.
Las manos de Francis estaban llenas de barro y las uñas ro-
tas, su cuerpo mostraba un notable cansancio, un deterio-
ro que iba más allá de lo físico, pero siguió escarbando
mientras avanzaba la fuerza policial.
126
Entonces a un lado, en lo profundo de la excavación
se topó con la calavera de Anahí. Continuó desenterran-
do con las manos sangrantes los dos esqueletos, fusiona-
dos en un abrazo, sus huesos unidos eternamente.
Estaba arrodillada en el fondo del pozo, la precaria es-
calera casi no llegaba a la superficie, una persistente lloviz-
na formaba pequeños charcos. Ella tomó la calavera de
Anahí con sus manos embarradas, pero la calavera perma-
necía blanca y brillante, un rayo de luz descendió sobre
Francis.
La antropóloga emergió de la excavación, empapada
y al límite de sus fuerzas, y con las yemas de los dedos san-
grando.
—¡Señor! Antes de disparar una sola bala, le ruego
que venga y vea esto —gritó al jefe del batallón.
Ferreira avanzó con cierta indiferencia mezclada con
un poco de soberbia. Isidora vio aparecer sobrevolando so-
bre el policía, el fantasma del Chamán que persiguió a los
amantes, con su horda de bestias, listos para destruir y de-
moler los huesos de los enamorados, ni bien Ferreira diera
la orden de reprimir. Francis sólo tuvo la sensación de que
algo fuera de toda lógica estaba pasando, sintió temor al
ver la cara desencajada de Isidora. Los manifestantes que
127
rodeaban el lugar se apartaron permitiendo el paso de Fe-
rreira, que sin dudar, sin inmutarse bajó al fondo del poso
haciendo temblar la débil escalera.
Nadie supo que pasó en el fondo de la excavación pe-
ro el jefe de policía salió minutos después temblando y
con el asombro reflejado en sus ojos. Del fondo del pozo
surgía una luminosidad tenue, un rayo partió con su filo
la mañana en dos, el estruendo sacudió la selva como po-
cas veces y del pozo surgieron dos pájaros de fuego.
—¡Repliéguense inmediatamente! — ordenó Ferreira.
La tropa dio medio giro sobre sus tacos y marchó
rumbo a la estación mientras el fantasma del Chamán y
sus bestias desaparecían en la llovizna.
—Aquí nadie va a cortar un solo árbol, ni una rama
—dijo con firmeza mientras se alejaba.
Los manifestantes se quedaron allí, empa-pados sin
atinar a decir una sola palabra. Francis lo alcanzó antes de
que recorra la mi-tad del senderito entre la zona sagrada y
la es-tación.
—¿Eso quiere decir que se va a respetar la voluntad de
los aborígenes? —preguntó.
—Doctora, ¿cuántos años calcula usted que llevan allí
esos esqueletos?
128
—Es difícil establecerlo con exactitud pe-ro yo diría
que más de seiscientos.
—Así fueran veinte años nada más, hay motivos
suficientes como para dejarlos don-de están. Mientras me
quede un soplo de vi-da la zona sagrada y los amantes
serán custo-diados y respetados a como de lugar —res--
pondió profundamente conmovido y sin sa-ber aun que
sus palabras sellarían su destino y el de Francis.
En menos de una semana se enamorarían de por
vida. A él lo sancionarían por desviar el trazado de las vías
y crear el recodo a unos mil metros de la estación. Y sería
trasladado de Posadas a «Arroyo de los Amantes», así se-ría
bautizado el lugar, en calidad de comisa-rio del Pueblo.
Francis por fin había conoci-do el amor y encontrado su
alma gemela, a pesar de que jamás se había imaginado que
sería de ese modo y en medio de la selva.
Cuentan los paisanos que murieron feli-ces y de
viejos, y sus huesos están enterrados abrazados a orillas
del arroyo y Ferreira se-guirá siendo el guardián del lugar
por toda la eternidad.
129
BINARIAS
Desde la puerta del bar, Joseph, el iraní, miraba extasiado
los movimientos de la bandada y recordaba aquella otra
bandada que volaba en línea recta huyendo de un tiroteo
entre facciones rivales, hacía más de cuarenta años a ori-
llas del Tigris, recordaba que se juró a sí mismo huir como
esos pájaros en busca de paz.
El viejo flaco que atiende los surtidores de combusti-
ble, le dijo que eran pájaros de fuego y se aprestaban a
volar miles de kilómetros hasta la cordillera. El iraní re-
cordaba en la vereda del bar, aquella otra vereda con for-
ma de rambla, aquel otro río que apenas recordaba. Las
balas, sus rodillas sangrando, las balas, los gritos de su ma-
dre llevándolo en brazos, las balas, su sangre y la sangre de
su madre, las balas, el horizonte nublado de pájaros hu-
yendo.
131
Miriham estaba sentada sobre el tronco de un árbol
caído a un costado del recodo de las vías, observando los
movimientos ondulantes de la bandada de pájaros, tra-
tando de comprender como es que pueden volar tan jun-
tos. Como hacen para maniobrar al unísono y sin chocar
entre sí. Tal vez los pájaros saben que son parte de un mis-
mo espíritu, guiados por una fuerza invisible y poderosa
que va más allá de las leyes de la física y que sincroniza el
vuelo a la perfección. Atardecía y la bandada de pájaros de
fuego era una inmensa nube que se desplazaba veloz y en
círculos, haciendo los últimos ajustes para poner rumbo
noroeste.
En el recodo estaba el vórtice, justo entre dos dur-
mientes cuyos nudos semejaban ojos de tigre. Ella lo sa-
bía, incontables veces puso sus pies allí para ser absorbida
y conducida a otro universo, donde la estrella binaria de
Rigel se podía ver en el firmamento, antes de su implo-
sión.
Miriham Ferreira era hija de Amada Ferreira, y el ren-
go Ernesto. Su bisabuelo era el mítico comisario Faustino
Ferreira y su bisabuela Francis Bompland. Se había gana-
do el apodo de «la loca de las vías» a fuerza de caminar por
132
los rieles cada atardecer, haciendo equilibrio con los bra-
zos en cruz. Aquella tarde entró en el vórtice y desembocó
en el mismo recodo, entre los mismos durmientes y a la
misma hora. Caminó de vuelta decepcionada y un poco
confundida. Se sentó en el banco de la estación con la mi-
rada triste y pena en el alma, a la sombra de los ligustros
medio marchitos y extrañamente retorcidos.
Entre el humo y la tenue claridad del atardecer, se de-
tuvo el tren.
—Va en la dirección contraria —pensó— a esta hora de-
bería pasar rumbo al sur.
Se vio a sí misma parada en el andén, pegada al vidrio
de una ventanilla, del otro lado Alberto, su gran amor; se
vio llorando. Un guarda rollizo y de ojos claros, hizo sonar
su silbato anunciando que el tren partía.
—A veces recuerdo cuanto te amaba —dijo Alberto— a
veces, cuando escucho cantar los pájaros de fuego.
Un primer tirón movió los vagones y ella se quedó so-
lita en el banco de la estación, envuelta en la nostalgia del
amor perdido. Vio al pasar, a su amigo Zenón, en una de
las ventanillas.
Algo está mal, pensó, Zenón murió hace tiempo, en
aquel accidente en el Paraná, algo está mal, ambos mori-
mos hace tiempo en aquel accidente en el río.
133
DIEZ MUERTOS
Frank Firebird cruza la calle Bompland por la línea peato-
nal, con la lentitud de un caracol, aparenta más de ochen-
ta años y usa un bastón con filigranas de plata y oro, su
vestimenta es la de un lord inglés. Hace unos quince años
vino a América del Sur desde Londres y nunca más se fue,
aquí se enamoró de las cataratas y la tierra misionera. Po-
cos meses después trajo a su familia, incluidos sus hijos y
nietas.
Llovizna, Puerto Iguazú está casi desierto, de vez en
cuando algún transeúnte hace retumbar sus pasos por la
vereda. Son más de las seis de la mañana del domingo y
Frank sube lastimosamente la loma hasta la esquina de Pe-
rito Moreno y Alvar Núñez Cabeza de Vaca, arrastra sus
cien kilos y su corpulenta estatura doblado como un jun-
co.
135
Se sienta en los escalones de la vereda de Perito More-
no y mira hacia el pool Bahía que todavía está abierto, sa-
be que a esa hora sale de allí, Kurt Albrigth. El anciano ex-
trae de entre su perramus un pequeño álbum de fotos, se
esfuerza en reconocer las caras mientras el yankee Al-
brigth sale tambaleante del pool. Frank lo mira, mira la
foto en el álbum y vuelve la vista a Kurt, sus ojos se hume-
decen, se le acelera el corazón.
«Es él», se dice.
Mientras el yankee le pregunta:
—¿Se siente bien Sir?
—Sólo es el esfuerzo de la subida —responde temblo-
roso a la vez que se pasa la mano por la blanca cabellera— a
mi edad los problemas físicos se magnifican.
—¿Quiere que lo acompañe?, a esta hora y con esta llo-
vizna no debería andar solo.
Los últimos parroquianos salen del pool, mientras se
bajan las persianas, suben al auto y enfilan rumbo al cen-
tro. Firebird no presta atención, no escucha a Kurt, en su
mente esta pasando una película a toda velocidad. Re-
cuerda a su madre sentada en la reposera, recuerda aquel
suburbio de Londres, su juventud, su casamiento con
Emma, el nacimiento de Anthony, su primogénito, sus
136
vacaciones en San Sebastián, aquellos días de verano, los
bombardeos alemanes, el nacimiento de sus nietas, su re-
tiro del ministerio, el viaje a la Argentina, la muerte de
Anthony, su dolor...
—Ya pasó, estoy bien —dice mientras se reincorpora
con lentitud.
La vereda está mojada y en semipenumbras, el yankee
lo toma de un brazo para ayudarlo a levantarse. A lo lejos
suena la sirena de un barco en el río Iguazú, que está cu-
bierto por una densa niebla.
Frank Firebird se yergue como un ciprés, alto y corpu-
lento sobre el primer escalón de la vereda de Perito More-
no y Alvar Núñez Cabeza de Vaca. Con firmeza desenvai-
na de su bastón un fino y largo estilete, una especie de es-
padín de acero que clava en la espalda de Albrigth con
precisión quirúrgica. La sirena del barco ahoga el grito,
un aullido corto, mientras el yankee se desploma bajo la
llovizna con la mirada llena de asombro y la cara desenca-
jada. La caída es casi instantánea, escaleras abajo.
Kurt no alcanza a entrar en el túnel de luz. Fuerzas
oscuras lo jalan hacia el fondo del abismo; entre aullidos
y gritos de dolor de otros que, como él, se queman en
la oscuridad. Rápidamente pudo reconocer a sus seis
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compañeros muertos, todos ellos espías, agentes secretos. Dos de ellos, Abdel y David, asesinados en un pasillo en-tre callejones, en el centro de Ciudad del Este. Otro, Eduard, en Garganta del Diablo, en un apacible atarde-cer. Bill Remember murió en Arroyo de los Amantes. Bob y Jacobo murieron, uno en Foz do Iguaçú cerca del bata-llón y el otro en medio del Puente de la Amistad. Todos, como él, aun portaban clavados en sus espaldas, finos esti-letes al rojo vivo, brillando en la oscuridad.
Frank sacó el estilete de la espalda del muerto, limpió la sangre en la ropa ensangrentada de Kurt, mientras a lo lejos, sonaba por tercera vez la sirena del barco ya en aguas del Paraná. Abandonó la escena del crimen con premura casi irreconocible, calle abajo. La espalda recta, los movi-mientos ágiles, cruzó Bompland. Por momentos parecía otro, más joven y vigoroso, nadie lo asociaría con el ancia-no lento y encorvado que minutos antes reptaba loma arriba.
Llegó a Perito Moreno y Avenida Brasil, aun llovizna-
ba; desde el bar de las Siete Bocas, Pedro Piedrabuena y Jo-
seph, el escultor iraní, sentados en una mesa en la vereda,
lo saludaron alegremente.
—Hola amigo, pareces un pollo mojado —dijo Piedra-
buena.
—Tienes el piloto embarrado en el culo —agregó Jo-
seph, se levantó de la silla y señaló con el índice derecho el
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cielo— más de media bandada tomó rumbo a Cataratas.
Frank alzó la vista y miró por un instante el vuelo de
los pájaros de fuego.
—¿Joseph, ya no vives en Arroyo de los Amantes?
—preguntó con una sonrisa amplia mientras cruzaba Ave-
nida Brasil y caminaba unos diez metros para subir a su ca-
sa.
Emma aun dormía, se quitó el perramus, encendió la
cocina y puso una cafetera casi llena en el fuego. Mientras
preparaba las tostadas sintió una sensación de alivio co-
mo no había sentido en su vida. Todo se mezclaba, dolor,
tristeza, desesperanza, alegría, euforia, impotencia, desa-
liento, todo convergía en su interior. Mientras surgía el
llanto y las piernas le temblaban. Se sentó y tendió sus bra-
zos, su torso y su cabeza, sobre la mesa impecable. Esa mez-
cla de sentimientos se tornó de pronto en una maravillosa
sensación de bienestar y pensó «ya me puedo morir tran-
quilo».
Frank ve de pronto la esquina de las Siete Bocas desde
una considerable altura mientras viaja a toda velocidad
por el espacio, a su lado pasan luces, él es luz, se siente feliz
como un niño, está acompañado por sus padres y otros
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parientes, su cuerpo es luz, no tiene formas, todo es luz y
felicidad, junto a él está Anthony.
—Todo está al fin terminado. Cumplí mi promesa, tu
muerte ha sido vengada. Tu madre, tus hermanos, tus hi-
jas y yo te recordamos cada día, a cada momento, aunque
ellos no saben de mi venganza, no saben que maté a tus
malditos compañeros...
—Frank, Frank, por favor responde —las palabras de
Emma resonaban dentro de la ambulancia camino a El-
dorado, mientras Frank recuperaba los latidos y comenza-
ba a respirar. Mientras avanzaba la ambulancia por la ruta
en medio de la selva, el anciano se preguntaba para qué
había vuelto, si su misión estaba cumplida; ¿porqué no se
quedaba junto a sus padres y Anthony, en ese lugar tan
cálido y feliz?
Emma agradecía a Dios por la vuelta a la vida de su es-
poso, en la mañana montaraz la sirena de la ambulancia y
la del barco, se fundieron por última vez aguas abajo, sub-
sumidas en la lluvia.
Frank Firebird inspiró profundo antes de sumergirse
en el abismo sin fin, mientras los siete espías veían con
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horror la llegada de un nuevo demonio con su largo perra-
mus, blandiendo en sus manos estiletes al rojo vivo, cien-
tos, miles de estiletes ardientes.
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EL VÓRTICE
En 1914 Antonio tenía ocho años, era más bien petiso y
esmirriado, casi desnutrido, ni por asomo pensarían que
tenía algo que ver con el hombre alto y fortachón en que
se convertiría años más tarde. Temblando de miedo y en
posición fetal dentro del viejo baúl, permaneció en silen-
cio los eternos quince minutos que duró la requisa de los
soldados enemigos en la casa. Una típica casa de los Balca-
nes, de piedra y techo de tejas coloniales, la planta baja
destinada al establo de los animales, la parte alta vivienda
familiar. Eran tiempos difíciles, años de dolor, oscuridad,
persecución y hambre. Antonio y sus hermanos poseían
un olfato altamente desarrollado, especializado en perci-
bir el aroma del pan recién horneado a kilómetros de dis-
tancia; también sabían que cuando tenían la oportuni-
dad de comer debían hacerlo pausadamente por más
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hambre que tuviesen, la experiencia de la muerte del tío
Dimitri por comer con desesperación, los marcó para
siempre.
Lloró y lloró a mares, el día que abordo en Trieste un
barco rumbo a la Argentina, atrás quedaban treinta años
de persecución y peregrinaje, atrás también quedaron sus
dos hermanas menores y sus padres Milka y Jovane. Hacía
años que habían borrado todo rastro que delatara su raza,
su origen hindú, tal vez por eso Antonio, mi padre, jamás
nos dijo que era gitano. Tal vez por eso mi madre, una ar-
gentina hija de gitanos andaluces, siempre simuló ser ga-
llé. Tal vez por eso mis hermanos y yo crecimos como ga-
llés. A veces pienso que mi temor y rechazo cuando niño a
aceptar la amistad de otros inmigrantes europeos se debió
exclusivamente al condicionamiento en la crianza que
nos impusieron mi padre y mi madre. A veces me pone
mal pensar en el desarraigo geográfico y cultural que su-
frieron ellos, en el temor a las limpiezas étnicas y la perse-
cución.
En las escalinatas del telecentro Jailander, Highlan-
der, grita cosas casi ininteligibles, revelando cierto grado
de locura y cierto grado de alcoholismo. Hace seis años
llegó a Puerto Iguazú, tal vez huyendo de su mujer, de una
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amante o de la justicia, nadie lo sabe pero como muchos
otros cayó aquí como salido del vórtice espacio temporal
que escupe mujeres y hombres, inmigrantes y fugitivos so-
ciales.
Miro sus rostros, escucho sus lenguas, todos me resul-
tan familiares, seguro nos conocemos de otras vidas, otras
tierras, otros vórtices que nos juntaron en otro tiempo.
Con mi pobre portuñol trato de convencer a Wilson
el brasilero que los egiptanos no somos egipcios, que mi
pueblo solo pasó por Egipto rumbo a Europa, pero venía
de India. A veces por la noche nos juntamos en el bar de
las siete bocas, muchas bocas, más de siete. Hablamos to-
dos a la vez, portuñol, francoñol, guarañol y muchas o-
tras. Por señas y sonidos cuasiguturales, intercambiamos
cultura y otras cosas que bien vistas también son inter-
cambio cultural.
Jailander, Highlander, un porteño hijo de escoceses,
me grita, a pesar de que estamos a cincuenta centímetros:
—¡Che loco!, vos que sos el gabo del grupo ¿Porqué no
mandas una esquela a los diarios provinciales quejándote
por la masacre geográfico lingüística que ejecutan todos
los días? Fijate esta nota: «El chofer venía manejando
desde Ushuaia, provincia de Río Negro» ¡Se derritió la
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patagonia!, sigo «y llegó a las una de la tarde a Iguazú». Y
aquí en este otro dice: «Los camione pasaron el semáforos
a altas velocidad».
Miro a mi amigo y solo atino a responderle con la fra-
se que leí en un paredón.
—Goludo el chuqui.
Mi interlocutor me mira, primero con cara de enojo,
luego largamos la carcajada. Se nos unen Pierre, el fran-
cés, y Carallá, también conocido por el apodo de Grego-
rio Barrios, un guaraní de Fortín M’bororé, que respon-
de:
—Los informadores, nos informan para formarnos,
nada es casual.
Acto seguido Pierre lanza su frase celebre:
—Alé, alé, bogachós de miegdá vallanse a dogmig.
—Misiones es un lugar único, una excepción —dice
Abigail en su básico britishñol– aquí coexisten más de
cien etnias, inmigrantes de todas partes que conservan su
cultura, sus costumbres. Misiones tiene una cultura mul-
tifasética, única, en pocos lugares del planeta confluyen
tantos inmigrantes como aquí, todos ellos conforman la
cultura misionera.
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—Yo creo que aquí no existe una cultura, si no cientos
de fragmentos étnico culturales —responde con su incon-
fundible acento cordobés Patricia, alias Peperina—. Yo no
creo, no pienso, ni veo la vida como un brasilero, un para-
guayo, un boliviano, un gringo, sólo nos rozamos en cier-
tos aspectos, en ciertos lugares comunes, pero no tene-
mos una misma cultura, somos incapaces de, por ejem-
plo, reunirnos en aquelarre.
—Nossa Senhora Aparecida —exclama el chaqueño Je-
remías— ¿¡Un aquelarre en las siete bocas!?
—¿Quién quiere hacer aquelarre en siete bocas? —pre-
gunta Joseph el escultor iraní, con cara de asombro.
Mientras una pareja de jóvenes de la mesa de al lado
se ríe socarronamente de la forma de hablar de Joseph.
Enfurecida Nidia Robinik se da vuelta y les dice:
—Él habla tres idiomas y ustedes ni siquiera su lengua
materna. ¿De qué se ríen? ¡Idiotas!
—Analfabetos funcionales —les espeta con su aire cul-
turoso Walter Black— no los educan, los deforman para
darles cierta forma.
Al amanecer Carallá nos lleva a su lugar de ceremo-
nias en la confluencia de un riacho con el Paraná, en me-
dio de la selva húmeda de niebla, entibiada tímidamente
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por el sol de la mañana. Caminamos por una calle de tie-
rra. Desde la loma vemos un inmenso charco en el bajo,
muy cerca las motosierras, asierran y degüellan la profun-
didad de la selva, desangran los caminitos del monte, bo-
rran los trillos del agutí, arrojan al abismo los huecos de
los troncos donde anidan loros, araras y tucá tucá. Sentía-
mos una mezcla de impotencia, ira y rebeldía.
—Filosos planes y filosas motosierras divisionistas,
cortan no solo árboles de nuestros montes, también cor-
tan los puentes, la hermandad y el futuro —dice con cierta
tristeza irónica Wilson.
—Quieren asfaltar selva ¿Por qué quieren destruir pa-
raíso? —se pregunta Joseph— aquí no hay guera, no hay te-
remoto, no hay huracanes ¿Por qué llaman a la desgracia?
El niño se arrastra contra la pared semidestruida de la
rambla a la orilla del río, a pocos metros de allí, el tiroteo
es infernal, no cesa, sus rodillas sangran dejando una hue-
lla zigzagueante, las balas zumban como abejas africanas,
asesinas, impiadosas. El niño no se da por muerto, sus do-
ce años lo impulsan. A varios metros su madre corre entre
las mesas del viejo bar. Más allá, un horizonte rojo y polvo-
riento se llena de pájaros que huyen; el niño sueña des-
pierto, cuando salga de esta, volaré como esos pájaros,
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lejos de aquí, donde ningún enemigo pueda alcanzarme.
Sus pensamientos son interrumpidos por los gritos de su
madre.
—¡Joseph!, ¡Joseph!
Se lo lleva al hombro, como si fuera una bolsa de pa-
pas, la sangre de Joseph cubre el pecho de la mujer, la fal-
da, las sandalias. Joseph sueña que vuela por el cielo azul
profundo, a lo lejos el horizonte ya no es polvoriento, ni
rojo, ni hay pájaros huyendo, el horizonte ya no existe, so-
lo hay una muralla de árboles, ramas, cañas y hojas. El es-
truendo de los fusiles se ha transformado en ruido de mo-
tosierras cuarenta años más tarde.
Todos nos sentamos en silencio a la orilla del agua
mientras Carallá inmerso hasta la cintura en el río, realiza
sus ritos, en una ceremonia secreta que hoy comparte con
nosotros, invoca a sus ancestros. Busca la voz de Ñanderú
en el murmullo del agua y las piedras. Esa magia, ese mo-
mento, ese instante de profundo recogimiento, nos arran-
ca del mundo, nos arrastra al mismo paraíso. A pesar de
nuestras diferencias culturales, étnicas, religiosas, todos
nos sentimos abrazados y contenidos amorosamente por
Ñanderú.
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Carallá, alias Gregorio Barrios, es artesano y se gana
la vida vendiendo sus trabajos en cataratas, mezclado con
otros guaraníes de una misma nación, a pesar de que en
sus documentos rece que son argentinos, paraguayos o
brasileros. Todos en hilera exponen sus artesanías y sus
vidas, ante millones de extranjeros, que a lo largo de los
años pasan por Cataratas. Todos buscan el vórtice de to-
dos los vórtices, más grande que el de la avenida Brasil es-
quina Eppens, mucho mayor que el de las siete bocas. To-
dos impregnan la vida de Carallá y sus hermanos con sus
moléculas, sus olores, sus gestos, sus lenguas; a la vez to-
dos son impregnados, intercambiados, por Carallá y sus
hermanos. Extranjeros de todo el mundo, confluyen aquí
en torno a la Garganta del Diablo, el Aleph de todos los
Aleph, cumpliendo el sueño y los principios filosóficos de
San Ignacio de Loyola. En el vórtice de la Garganta del
Diablo se reúne la humanidad, somos uno. Siete millones
de años de evolución confluyen en el lugar de mayor con-
taminación cultural de América, allí todos nos probamos
el alma de todos, la piel de todos. Desde el homo erectus
hasta el homo sapiens, cada átomo de la evolución hu-
mana, cada rasgo, cada gesto, todo se tiñe de rojo Aguas
Grandes.
150
Carallá como sus ancestros lucha por conservar su
identidad, sus costumbres, su cultura, la pureza de su vida
en comunión con la selva y sus criaturas «como un rena-
cido San Francisco de Asís», en comunión con el río, en
comunión con los peces. Intenta caminar el camino Mi-
sionero, pero el camino está dividido y multiplicado en
muchos caminos. Intenta aprehender al escurridizo suru-
bí, pero el pez se fragmenta como un cristal blindado, en
cientos de escamas multicolores. Intenta contener el agua
en sus manos pero se desliza por sus dedos, al fondo del
barranco de la Garganta y vuelve en forma de bruma para
mezclarse con el aliento de la humanidad, para volver en
forma de lluvia sobre nuestras almas, creando pequeños
ríos que desembocan en el «Alto Paraná Universal».
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AMASIJÁNDONOS
Primer Premio, I Concurso de Narrativa Breve 2007,
Subsecretaría de Cultura de la provincia de Misiones.
Por las calles de la ciudad caminaba Juan bajo la llovizna,
el andar cansado y esa persistente llovizna como agujas de
plomo sobre su espalda, perforando su alma, quebrando
sus ganas de vivir. Los ojos oscuros y la mirada perdida, los
zapatos agujereados, el pantalón viejo y la campera rota y
sucia, encorvado, empapado y hambriento deambulaba
como un animalito perdido. Una semana atrás partía de
su pueblito rumbo a la ciudad en busca de un pariente al
que casi no conocía, en busca de una oportunidad, una
posibilidad de ser alguien, de trabajar y no pasar hambre.
Una posibilidad de ganar dinero y enviárselo a sus padres
para que abandonen el ranchito de cartón y chapas en
que viven; una semana atrás caminaba atravesando el
monte por un caminito encharcado rumbo a la estación.
.
153
Arrastrando los pies y el alma, recordaba el caminito
encharcado y a sus padres, recordaba la miseria y se recor-
daba a sí mismo detenido en el tiempo, estancado en el
monte, atado al hambre ancestral que lo perseguía. Ese
maldito hambre que clavaba sus dagas y las revolvía en su
estómago.
Ya no buscaba a su pariente, ya no le interesaban las
chapas de su rancho, no le importaban ni el frío ni la llo-
vizna sobre sus ropas harapientas, no existían los autos, las
calles, la gente. Se comportaba como un perro obsesiona-
do por conseguir comida, sólo buscaba saciar su hambre.
Dobló en una esquina revolviendo basura, pateando hojas
y papeles, murmurando incoherencias.
Entonces se topó con un camión de reparto con las
puertas traseras abiertas que le ofrecía, como servida en
bandeja, la solución a su único y gran problema. Sin pen-
sarlo miró para los costados y no vio a nadie. Con movi-
mientos torpes, pero en fracciones de segundo, trepó al
camión y manoteó un queso. Saltó y se alejó corriendo ca-
lle abajo mientras sonaban disparos y las balas zumbaban
en sus oídos. Un policía que pasaba por el lugar presenció
el hecho y sin titubear, sin dar la voz de alto disparó su
nueve milímetros gatillo fácil.
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Mientras sonaban las sirenas, la gente se agolpaba en
torno a Juan, que estaba tirado en medio de un charco de
barro y sangre, boqueando los instantes finales de su ab-
surda existencia. Los ojos abiertos y fijos, tal vez por la sor-
presa, tal vez buscando ese camino en el monte que lo lle-
ve de regreso a casa, tal vez intentando ver la cara de su ma-
tador y así conocer a quién lo liberara de su eterna pesadi-
lla de hambre.
El cielo continuaba lanzando agujas de plomo sobre
el charco de sangre, peritos, oficiales, fotógrafos, gente y
los ojos de Juan, todos confundidos en un remolino de
barro y basura, todos en un mismo amasijo con hedor a
muerte.
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DES–HISTORIA
Por la calle caminaba el viejo flaco y algo sucio, con la bar-
ba incipiente, el cigarrillo pe-gado al labio inferior, las ma-
nos en los bolsillos de su raído saco, haciendo juego con la
bombacha de campo, la camisa desgastada y sus alparga-
tas bigotudas. Perdido en sus pensamientos llegó a la es-
quina de la iglesia frente a la estación.
Repentinamente de entre las sombras, otra sombra
con forma humana surgió arrojándole cuchillos. Enton-
ces echó a correr horrorizado, buscando alejarse de aquel
lugar mientras los puñales pasaban rozando su cabeza.
Volvió sobre sus pasos rumbo a «La Papa Grossa». Pero
desde detrás de los árboles de la plaza, otro hombre inten-
tó interceptarlo con un garrote al que logró esquivar im-
primiendo velocidad a sus piernas y poniendo distancia
157
entre él y sus agresores. Razón por la que volvió a la calle
del este, que corría paralela a las vías, al costado de la igle-
sia, llamada también la «Calle de las Tormentas». Porque
era el camino que invariablemente tomaba cada tormenta
para descargar finalmente toda su furia en el cementerio
de los malditos. También la niebla que cubría la iglesia no-
che y día se formaba en la calle de las tormentas.
De la oscuridad surgió un automóvil con las luces
apagadas circulando lentamente. El viejo flaco presintió
el peligro, pero ya era tarde. El vehículo desarrolló en po-
cos metros una increíble velocidad, arrollándolo. Fue a
parar entre los pastos cerca de las vías, desmayado por más
de media hora. Lo despertaron los ladridos de un perro,
se incorporó y comprobó sorprendido que no tenía nin-
guna herida. Corrió desesperado mientras el perro, un
enorme animal, mordía sus piernas tirándolo de nuevo al
suelo.
Reaccionó minutos más tarde y volvió a comprobar
que sólo le faltaba el bolsillo tra-sero y tenía un rasguño en
el muslo. Continuó caminando desorientado por la vere-
da de la plaza, los árboles pasaban velozmente y se veía
obligado a esquivarlos para que no lo atropellen.
158
Entonces volvió a la calle, pero apareció nuevamente
el automóvil y pasó sobre su cuerpo, pero no lo golpeó, ni
lo lastimó. El viejo se fue temblando tambaleante, sin sa-
ber que hacer, sin comprender que pasaba.
Esa noche mientras dormía en la estación, una suave
brisa acariciaba su frente, pero la brisa se tornó en fuerte
viento y luego en jadeante respiración. Se incorporó so-
bresaltado, intentó gritar pero sólo le salió un sonido ron-
co y entrecortado. Una garra lo tomó del cuello hasta cor-
tarle la respiración, en la oscuridad comenzó a tirar mano-
tazos y patadas logrando palpar a la bestia. Era un animal
extraño, lleno de pelos como espinas. Cuando logró zafar
del agresor corrió hacia la calle del este en medio de la
niebla. Entonces, a centímetros de él, apareció aquella
sombra humana lanzándole puñales que atravesaron su
pecho, rodó por el empedrado esperando morir, pero na-
da de eso ocurrió. Al igual que el automóvil, los puñales
atravesaron su cuerpo sin dañarlo.
Al límite de sus fuerzas y totalmente mojado por la
niebla comenzó a caminar rumbo al recodo, mientras el
sol iluminaba tenuemente la estación vacía y abandona-
da.
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Dicen los paisanos que el hombre murió un día en el
hospital del pueblo sin haber sido amado y sin haber ama-
do, convencido de no haber existido.
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LA HUIDA DE ZENÓN
Los hermanos Rojas miraban el tren desde el pedregullo
de la estación. Mientras el hombre caminaba por el vagón
tambaleando por el traqueteo. Aunque era de noche, por
la ventanilla, reconoció el recodo en las vías, y a pesar de la
velocidad reconoció también el rostro de su amiga Mi-
riham. Se pegó al vidrio, desesperado tratando de consta-
tar lo que acababa de ver. Dudó, pensó que tal vez era una
visión, una mala jugada de la mente, un espejismo maldi-
to.
El tren se detuvo. Zenón bajó, mirando a todos lados,
bebió de la canilla de bronce labrado y extrañamente gira-
da hacia arriba, por un momento se cortó el hilo de agua
que se perdía en el pedregullo. Miró más allá de los galpo-
nes, a lo lejos se recortaba la casa de Miriham y había una
161
luz en la ventana. Pensó que algo estaba mal ya que su ami-
ga había muerto años atrás, pero cosas más urgentes lo
distraían en ese momento.
Salió de la estación y cruzó la calle, tomó por la plaza
vacía y oscura. Los faroles estaban encendidos, pero las
hojas de los árboles tupidos y frondosos hacían prevalecer
las sombras. Con pasos apurados, Zenón cruzó en diago-
nal rumbo al bar. En la vereda los surtidores de combusti-
ble, gordos y petizos, esperaban impacientes. Antes que él
entraron los hermanos Rojas, cuando entró Zenón, hubo
un intercambio de palabras, un griterío, y salieron los tres
corriendo.
—Parece que se metió en un problema groso —dijo el
gordo Pepe con su voz ronca, mientras pisaba una cucara-
cha.
—Seguro que se mandó una de las suyas —le contestó
el viejo flaco con el pucho pegado al labio inferior—, ahí lo
andan corriendo con el cuchillo.
Mientras Pepe impasible lo miraba de detrás del mos-
trador, el viejo cerró la puerta.
—Servime una ginebrita.
—¿No sabes saludar vos, che? —contestó Pepe al viejo
flaco.
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Con los ojos desencajados por el pánico, Zenón, co-
rría hacia la casa de su vecino que lindaba con el fondo de
su propia casa. Los hermanos Rojas le llevaban la delante-
ra, uno de ellos tenía el pantalón ensangrentado, pero eso
no le impedía correr. Saltaron la tranquerita y corrieron
por el pasillo hasta el fondo. Allí treparon el paredón y en-
traron a la casa de Zenón por un agujero en el techo. Ze-
nón tropezó al saltar la tranquerita, corrió hasta el fondo,
subió al paredón, trepó al techo y cayó en la cocina, mien-
tras los Rojas pateaban con furia la puerta.
Los vio irse apurados, doblaron por la veredita que sa-
lía, esquivando la casa de adelante. Escondió el dinero en
la cocina a leña que no funcionaba desde que se cayó una
parte del techo. Salió apresurado a la calle, bajó la loma a
las patinadas por el barro, mientras los ladridos cortaban
la noche silenciosa, desangrándola con dientes desafila-
dos. Siguió, casi al trote, las tres cuadras calle abajo hasta
la casa de los Rojas.
Abrió la puerta, Rogelio guardó el cuchillo, mientras
Raúl, su hermano, se sentaba en el sillón y empinaba el va-
so. La discusión fue perdiendo intensidad.
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—Hijo de puta, te la quedaste —protestó Rogelio— la
plata de la sociedad, y era para las máquinas, garca.
Hubo un instante de tenso silencio.
—Nada, paso, no— dijo Zenón, mientras abría la puer-
ta y saludaba— buenas..., noches..., buenas...
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MI PUEBLO BLANCO
Aquel lluvioso atardecer, después de muchos días de bús-
queda, por fin bajé del tren en la vieja estación. El cartel
era claro, alentador. «Arroyo de los Amantes» decía. Entré
en el bar del gordo Pepe, afuera los caballos atados al pa-
lenque se resignaban a pasar una noche de perros. El gor-
do con su voz aguardentosa me indicó como llegar al ce-
menterio de los Muertos de Amor. El camino era largo y
barroso, tres kilómetros casi intransitables por las sierras
cruzando el monte. Aunque no sabía montar me largué
igual, el caballo era muy viejo y manso.
Llegué bien entrada la noche con un nudo de incerti-
dumbre en mi garganta. Arandú Ferreira, la administrado-
ra del cementerio, aun estaba en su oficina y me miró con
una mezcla de pena, asombro y cierta desconfianza.
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Aceptando de mala gana que un forastero se quede toda
una noche de tormenta solo en el cementerio hurgando
en el libro de los Muertos de Amor. Cuando lo abrí en la
primera pagina, el libro soltó un perfume de rosas exquisi-
to, nostálgico, envolvente. Inmediatamente caí en una es-
pecie de trance mágico que ayudó a que leyera con esme-
ro, con una susceptibilidad inusitada, cada historia, cada
renglón que cuenta cómo y porqué murió cada uno de los
que allí moran.
Amada Ferreira, la hermana de Arandú, muerta de
una certera puñalada en el corazón, a manos de su amor
de toda la vida, el rengo Ernesto, se ignora su apellido y su
fantasma aun vaga por la estación las noches de lluvia ro-
gando el perdón de su enamorada. Jorge Núñez Cabeza
de Vaca, muerto por el mafioso Juan Turco para quitarle a
su mujer Iryapú, una aborigen que también murió de
amor dos años después. Faustino Ferreira y Francis Bom-
pland, murieron de felicidad a los noventa años. Joâo
Pessoa da Silva murió en circunstancias poco claras, pero
de amor.
El libro cuenta la historia de cada uno, al detalle, co-
mo la de mi padre, Antonio, muerto de amor en la esta-
ción el catorce de abril de 1973 y se extiende por varias
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páginas hasta empalmar con la de mi madre, Ana. Que
murió de tristeza un año después que mi padre, su historia
abarca también unas diez páginas del Libro de los Muer-
tos.
La tormenta arreciaba, rayos, truenos y relámpagos
cortaban el cielo y la selva con espadas furiosas. Los árbo-
les del cementerio se agitaban deshojados como en un hu-
racán. Crucé entre tumbas y panteones bajo la lluvia, esa
blanca ciudad de los muertos de amor, buscando el lugar
donde están sepultados mis padres. Uno al lado del otro
como en la vida, decía la placa. Empapado hasta los hue-
sos, me quedé allí por varias horas, sin sentir frío ni sue-
ño, repasando en el libro de mi memoria cada instante,
cada recuerdo, cada día que amé y me amaron en esta
vida. También preguntándome porqué había hecho tan
extenuante viaje por el corazón de la selva, esa otra selva
interior llena de bestias agazapadas, al acecho entre el fo-
llaje de mi alma. Porqué esa obsesión por releer lo que es-
cribí alguna vez, porqué volver allí esa noche en medio de
la tormenta. Naturalmente no encontré respuestas, aun-
que si encontré un puñado más de interrogantes.
Amanecía y la lluvia no mostraba signos de amainar;
Arandú llegó tempranísimo como era su costumbre. A lo
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lejos se escuchaba el galope del caballo viejo que volvía so-
lo para el pueblo, sobre la loma pude ver su negro pelaje
brillando con cada refusilo.
Bueno, tendré que volverme caminando, ya es de día
y la lluvia no para.
—Gracias por todo —le dije a la administradora.
—¿A dónde cree que va? Ya le dije que los muertos no
pueden salir del cementerio —me contestó.
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Este libro se terminó de imprimir en el tallerde Clan Destino en Septiembre de 2014
Posadas | Misiones | Argentina
Clan Destino