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6 Febrero•20 Marzo Otras obras de Ramón Gaya El harén Gouache/papel 49 x 62 cm. 1989 Los cuadros de las Estaciones Murcia. Temporada 08•09 I N V I E R N O gracias a

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6 F e b r e r o • 2 0 M a r z o

O t r a s o b r a s d e R a m ó n G a y aEl harén

Gouache/pape l 49 x 62 cm . 1989

Los cuadros del a s E s t a c i o n e s

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Como la l lama como la llama se detiene en ascua roja

J. R. J.

Se hace difícil escribir sobre Ramón Gaya, el artistaíntegro, el poeta trasluciente.El creador que ha dispuesto, con humildad y obedien-cia rilkianas, su obra fuera del tiempo. El que ha vaciado el lienzo, y el papel, por mejor cla-rearlos, no con retórico silencio, sino con distancia ydespojamiento. Con el aire encendido de la luz en losojos. Con los vértices no visibles del pensar.El que ha aspirado a la plenitud creativa que es lacarnalidad pictórica, la encarnación palpitante, la vi-

bración reposada, misterio insinuado de la vida. Y lapresencia del don de ser, que él resuelve finalmente enespíritu trascendido.Cuando uno ha doblado ya algunas veces por las espi-nas de la lejanía y el vaciamiento, se vuelve difícil pro-bar otra vez que su escritura se explaye, se derramecomo la lengua de la ola costanera, sobre esos dos ele-mentos decisivos en la pintura de Ramón Gaya –ladistancia, el vaciado–, que la aparatosa máquina delarte moderno ha convertido en plano yerto. Cuando uno se ha encontrado la obra, y el pensa-miento, y la palabra de Ramón Gaya en los últimosaños, y no cuando iniciaba mi navegación a la vistatodavía de las orillas conocidas, y ya desaparecido elartista, se le hace difícil escribir palabras que seannuevas y, sobre todo, leales a lo que refieren. Porqueel reto de nuestro artista es grande y seguido, certeroy radical de raíz verdaderamente y no de palabra ensuperficie.Y no puede uno colocarse cerca suyo con medias tin-tas, sino con palabras que estén dictadas por ese pro-ceder del auténtico pensamiento que Ramón Gayacomprende como una oscilación. Como el fiel de la ba-lanza entre la claridad y la oscuridad. Como un trán-sito que cruza entre la demencia y la sabiduría.¿Desaparecido Ramón Gaya? Así también se equivo-can las palabras con una expresión de incierto sentidocomo ésta. Porque es precisamente, y en el casi humil-de apartamiento del recorrido de uno, cuando RamónGaya aparece. Y es.Es, aquí, cuando uno se asoma a una aguada de 1987,El harén. Es, aquí, en mi texto, pero más que nada ensu cuadro, cuando Ramón Gaya se asoma a la repre-sentación de un motivo frecuentado por la pintura his-toricista y lo hace despojando el cuadro, restándole suanécdota. Un harén y tres mujeres, apenas unas siluetas. La ma-ceración erótica del cuadro orientalista, aquí la tras-mina el artista y la enfrenta, a este otro lado del cua-dro, a la pureza de dos copas de cristal, con el colorrosa de la carne que en aquellas figuras ha sido ab-sorbido, restado. Frente al erotismo harenístico, fren-te a su sensualidad asfixiante, la limpieza de las rosasy los vasos transparentes. El gran arte está siempre fuera del tiempo, ha dejadodicho Ramón Gaya, por la misma razón que el arte(su alma) escapa de la obra. Y, aquí, la aguada pare-ce imitar esa salida del tiempo en tanto que salida delmotivo. Merma, depuración, para que el cuadro final,el verdadero, el de Ramón Gaya, vibre tan sólo, y tanmucho, como la llama se detiene en ascua roja, con lacarnalidad del pensamiento hecho pintura. José Carlos Cataño

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2 1 M a r z o • 6 M a y o

O t r a s o b r a s d e R a m ó n G a y aLa acequia

Gouache/pape l 31 x 24 cm . 1977

Los cuadros del a s E s t a c i o n e s

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Cavilación delagua(Lucubración ante/sobre una pintura de Ramón Gaya)

El agua no siempre es la misma cosa. Es la misma pa-labra, pero difiere según se está pensando en química,poesía, psicología, metafísica o pintura. La lucidez dePaul Valéry, padre de esta idea, matiza que el agua,en distintos ámbitos, es en parte la misma representa-ción, pero no es la misma función. Viene al pelo estaclarividencia conceptual cuando de las aguas de Ra-món Gaya se trata. Hay tres aguas en su plástica, ensu imaginario pictórico y poético. El agua en un vaso,en una copa, en esa jaula de cristal que es ya icono, ci-fra y esquema de su pintura, como un logo tópico, esasencillez última del universo que glosara el poeta. Es-tá asimismo el aguamarina de Venecia, ciudad líqui-da, también de cristal, en la que todo parece a puntode volverse otra cosa. Y, por fin, el agua de este cua-dro, el agua de una acequia, agua de cepa y de raízmurcianas, brazal, azarbe, acequia, regadera, / origendel verdor, venas del río.El agua es una constante en la obra de Ramón Gaya,la anega como ingrediente, como materia pictórica,como excipiente y vehículo del gouache y la acuarela,elemento fluido que es metáfora de río, de fuente, decorriente y de lluvia, figura retórica del vidrio y de lalinfa, del cristal y el espejo. El agua de esta acequia esagua de esas civilizaciones del agua tranquila que pon-deraba el maestro d´Ors como una invitación a la in-mortalidad. Es un agua mansa, un agua serena, que

apenas se desliza en un murmullo, en un susurro demúsica callada. La querencia de la serenidad tiene suascética en el renunciamiento, una virtud que prodigael pintor en su pintura. Aquí, en este cuadro, el temaparece apenas existir: el color es como una afinación,una tonalidad musical del aire, simplemente unatranscripción cuasimusical de lo invisible, como De-bussy reclamaba de su música. Esta acequia es el pa-radigma del canon estético del artista, pintor y poeta;la transcripción pictórica de su credo poético:

La pintura no es nada; es una citasin nosotros, sin lienzo, sin pintura,entre algo escondido y lo aparente.

El otoño se deposita, ha escrito Ramón Gaya paraquizás situar en el calendario el tiempo estacional deesta acequia y sus vagos colores, verduscos y grisáce os ,nunca verdes ni grises, visitada por la luz malva de unatardecer otoñal y murciano. Se respira aquí algoevanescente y sutilísimo, desprendido de la ganga y lamateria. Se asiste, en suma, a esa cita sin lienzo, sinpintura, sin nosotros mismos, ahora mudos contem-pladores del prodigio. Sin el velo de las apariencias,se desvela lo recóndito. Esta tenue ambigüedad, vela-da sugerencia, atisbo presentido, es la intuición delinstante que acierta a atrapar la mirada del pintor,como se atrapa a la mariposa en su vuelo alocado yfugacísimo. La acequia, hecha de tiempo y agua, co-rriente efímera y silenciosa que se desliza con el dedoen los labios, murmullo o susurro, nos ilustra de la fu-gacidad del vivir. Es un agua que mana y corre, peroque se aparenta quieta, diríase inerme, en ese frag-mento de tiempo que captura el lienzo y lo remansa. Elsuave susurro de la acequia rescata el eco de nuestropadre Heráclito y nos recuerda que no podemos ba-ñarnos dos veces en sus aguas. La lección magistral dela acequia, del agua de esa acequia, es que sólo hayinstantes, que es lo fugitivo lo que permanece y que elhombre no tiene otro destino que el del agua que fluye.Esta impresión de fugacidad se condensa en el instan-te como categoría de lo imaginario; es como una me-tafísica instantánea, dice Gaston Bachelard. Tambiénse ha escrito que el agua es un elemento transitorio, lametamorfosis esencial entre el fuego y la tierra. Conlos pies en la tierra y al borde de la acequia, yo pien-so ahora en el carácter lustral del agua, en su purezacomo signo de purificación. También, que la pedago-gía de la pintura de Ramón Gaya es recordar la lec-ción moral del agua, la brevedad de lo pasajero e ins-tantáneo alegorizado en el discurso silencioso y serenodel fluir del agua en una acequia. Así vista es un aguaque es menos espejo que estremecimiento. Mejor lo di-ce en francés la voz clara de Paul Claudel: miroirmoins que frisson…Se ha dicho que los chinos inventaron el dibujo y lapintura para atrapar los sueños. Ramón Gaya usa desu arte y de su oficio para eternizar las huellas de unapresencia furtiva, la del agua; una oscilación temblo-rosa y fugaz, instantánea y mágica, visitada por laluz malva de una tarde murciana de otoño. Tambiénun sueño.José Mariano González VidalDe la Real Academia Alfonso X el Sabio

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7 M a y o • 2 0 J u n i o

O t r a s o b r a s d e R a m ó n G a y aBoceto para la pintura

Óleo/ l i e n zo 60 x 73 cm . 1986

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Agua para RamónGayaNo siempre solemos recordar que la palabra museo es-tá íntimamente relacionada con la palabra musa. Loque para los antiguos griegos era un lugar consagra-do a éstas, para los artistas del renacimiento fue un si-tio de encuentro, pero también, como escribe GiorgoVasari, un espacio para la belleza, para el estudio ypara el placer. No en vano, tanto un cuadro como unpoema nacen de la necesidad de conservar una sensa-ción, una idea o, si cabe, un recuerdo. De ahí que fue-se Mnemósine (diosa de la memoria) la madre de lasnueve musas. Precisamente, una musa ¿o quizá unavenus?, es la protagonista de Boceto para la pintura.Y es que, en cierta medida, toda obra de arte dependesiempre de la interpretación que se le dé. Pensemos enel lienzo de Botticelli titulado erróneamente El naci-miento de Venus, cuando, en realidad, su autor pre-tendía representar la llegada de la diosa a la isla deCiterea. Es curioso cómo ambas figuras femeninasmuestran una pose o actitud recatada: La de RamonGaya de espaldas al espectador, mientras que la deBotticelli se cubre con cabellera y manos a la manerade las Venus Púdicas. Dos escenas en la que predomi-nan los colores amables y que carecen del dramatismode otra obra de Ramon Gaya en la que el agua juegaun papel fundamental: El bautismo de Cristo. De he-cho, el agua está muy presente en la obra Gaya, talvez porque el pintor murciano era consciente de que larealidad que nosotros vemos esconde un más allá. Al-go así como cuando miramos las cosas por detrás deuno de esos vasos de agua tan característicos en él.Sirva de ejemplo Agua para Velázquez ¿quien, porcierto, no podía perderse celebración tan singular co-mo este bautismo de la pintura?. Y precisamente ahí,en traernos de vuelta ese algo que está más alláJosep Mª Rodríguez

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2 1 J u n i o • 2 9 J u l i o

O t r a s o b r a s d e R a m ó n G a y aTramonto a Venezia

Gouache/pape l 29 x 25 cm .1962

Los cuadros del a s E s t a c i o n e s

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Lo más admirable y atractivo de esta acuarela de Ra-món Gaya es su falta de pretensiones realistas y su es-cueta economía de trazos y colores; de hecho, lo que serepresenta no es ningún lugar determinado de Vene-cia, sino un esqueleto icónico tan mínimo y sobrio queacaba siendo lo más difícil de obtener en arte: un con-cepto aureolado de emoción tenue. Hay muchas ciudades con canales, pero ningún con-junto de canales con una ciudad concebida como es-pectáculo de poder y de gloria convertidos en belleza.Desde que en los tiempos más oscuros de la Alta EdadMedia no era más que un puñado de cabañas sobre pi-lotes, el destino de Venecia ha estado ligado al mar.Casi desprovista de territorio, la tenacidad y la faltade escrúpulos de sus gobernantes hicieron de ella unapotencia comercial y marítima de primera magnitud,que en una operación de admirable maquiavelismoconsiguió hasta apoderarse de Constantinopla en el si-glo XIII. Encargados de la intendencia y la marina dela cuarta cruzada, los venecianos desviaron la expe-dición contra el Imperio Bizantino. Arrostraron la ex-comunión papal y sobornaron al legado pontificio pa-ra que absolviera a los cruzados por no haberalcanzado Tierra Santa. Se apoderaron de las rutascomerciales bizantinas y la capital del Imperio deOriente fue sometida al peor saqueo nunca conocido;

desde entonces, los caballos de bronce adornan la fa-chada de San Marcos. Aplacaron a la cristiandadpresentándose como defensores de la ortodoxia frentea la cismática iglesia oriental, y mientras pomposa-mente enviaban reliquias al papa, negociaban en se-creto con los turcos.Una vez al año, el día de la Ascensión, el dux de Vene-cia protagonizaba la ceremonia de la unión de la Re-pública con el mar. Desde una falúa barroca y dora-da, el Bucentauro, arrojaba al mar un anillo quesimbolizaba el dominio matrimonial sobre las aguas.Esas aguas eran para los venecianos oro líquido, puesles traían la prosperidad del comercio a larga distan-cia con artículos de lujo. Eran también una saludablecoartada cuando se dejaban sorprender por una ma-rea extraordinariamente alta –el “agua grande”– ypodían dormir impunemente varios días fuera de ca-sa. Pero el mar, como una esposa sometida, resentiday taimada, con la aparente y tenaz mansedumbre delos débiles vengativos, iba siglo tras siglo royendo lamansión de su dominador. De esa tranquila, pero per-sistente venganza proceden la peculiaridad y el en-canto de Venecia. Cuando Napoleón depuso al últi-mo dux en 1797, Venecia ya no era más que unfantasma de sí misma. Su encanto, en la época con-temporánea, está inevitablemente asociado a la me-lancolía que produce la degradación, al misterio de undecorado cuya magnificencia hace más evidente la re-levancia del drama para el que fue construido, pormás que hace siglos haya dejado de representarse. Eseencanto ha llevado a Venecia a toda clase de espíritusinquietos y atormentados, que se han sentido identifi-cados con el mejor símbolo de la grandeza y la miseriade la aventura humana, y que se han interrogado so-bre su propio ser ante palacios resquebrajados dondereinan la humedad, y el frío de las tumbas, como antelos atributos del poder, el conocimiento y la sensuali-dad en las alegorías de la vanidad que se pintaban enel siglo XVII.Venecia ha llegado así a ser sinónimo de irredentismo,de complacencia ante la muerte, la ruina y el acaba-miento. Es, de hecho, un ámbito social y económica-mente muerto, salvo el suburbio llamado “Tierra Fir-me”, sin más actividad que los servicios turísticos. Laidea de su revitalización en el mundo de hoy recuerdainevitablemente la actitud de Marinetti, a principiosdel siglo XX. Desde el desprecio futurista al pasado, lapsicología vitalista y la asunción de la modernidadtecnológica, Marinetti imaginó Venecia como la me-trópolis de Fritz Lang, cruzada por trenes a toda ve-locidad, sobrevolada por aeroplanos, iluminada porreflectores, remodelada por la megalomanía urbanís-tica de Antonio de Sant’Elia, lejos de la fascinaciónmalsana por lo caduco y lo podrido, por el admirableestado de semirruina que tantos años ha costado for-jar a la naturaleza.Entre tantas visiones contradictorias de lo que Vene-cia puede ser, entre la exaltación y el abatimiento, en-tre la adoración y el desprecio, la representación noexplícita que logra Ramón Gaya deja el campo ilimi-tadamente abierto a la imaginación, la memoria y lasensibilidad del contemplador. Si hay un arte evoca-dor y generador de una lectura creativa es el de estepincel sobrio y sereno.Guillermo Carnero

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3 0 J u l i o • 2 0 S e p t i e m b r e

O t r a s o b r a s d e R a m ó n G a y aAlegoría del río Segura

Óleo/ l i e n zo 180 x 115 cm . 1991

Los cuadros del a s E s t a c i o n e s

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Alegoría del r íoSegura“Para mí, las cosas murcianas, este paisaje por ejem-plo, tienen mucha importancia.” Debo empezar el co-mentario a la Alegoría del río Segura con esta frase deRamón Gaya porque también para mí cuentan muchí-simo las cosas murcianas. Y por la misma razón denacimiento que para el pintor: “No tengo raza allí, pe-ro se ve que ese primer llanto cuando uno aparece tie-ne mucha importancia, no sé, son cosas secretas”.He tenido, pues, una gran suerte de encontrarme an-te este cuadro de Gaya. Toca un fondo muy íntimo y lohace, además, de la mejor forma posible: bajo el velodel mito. Mi nacimiento y primera infancia fueronmurcianos. Estuve allí en ese tiempo en que la biogra-fía todavía no lo es, donde los recuerdos quedan como

imágenes (con una transparencia de acuarela) ycuando aún no hemos acabado de salir de las nieblasde una existencia mítica. Lo de las nieblas no es muymurciano, lo reconozco. Lo supo bien Gaya, que rodeósu cuadro de una niebla, sí, pero de oro, quiero decir,de polvo muy fino y de sol, que dora el torso desnudo. Con todo, no cae en el localismo, ni mucho menos en elregionalismo, que es peor, por más artificioso. El cua-dro es una alegoría y el mito, como el río Segura, mi-ra al Mediterráneo. Hay un hilo (un hilo de agua, na-turalmente) que une Murcia con el viejo mar de lacultura. Ese hilo palpita en el lienzo, que es alargado,horizontal, fluyente como un río. De igual maneragravita la presencia de Roma, palpable en la figura,que recuerda El crepúsculo de Miguel Ángel, y en lasresonancias del murmullo de las viejas fuentes barro-cas, las de las grandiosas alegorías de los ríos de pro-sapia. Ramón Gaya vio a Italia como un gran atrevi-miento, pero él también se ha atrevido en cierto modo(a través de la pintura) a incluir su río murciano en-tre los famosos, que no desembocan, que manan desdeRoma.Una de las ambiciones de nuestro pintor fue volver alcuadro de tema. Pensaba que no había cumplido esailusión, para la que se sentía demasiado solo. Y, sinembargo, este cuadro... Claro que aquí no está solo.Le acompaña Velázquez. El pintor sevillano afrontósus cuadros mitológicos con los pies (los suyos y los desus personajes) bien hincados en la realidad. La ale-goría de Gaya se tumba de cuerpo entero en ella. Esun hombre recio, joven, fino, real, el que la simboliza.No podía ser de otro modo en quien, frente a Leonar-do, replicaba: La pittura e cosa carnale. Son carnales el barro de los cántaros y el vidrio delvaso y el agua y el color de las frutas. Fiel a sí mismo,en este cuadro está todo Gaya: un desnudo, el agua,Roma, Cézanne, Velázquez… Y hasta hay el homena-je explícito, aunque subconsciente, a otro pintor. Elvaso de agua y las frutas sobre el mantel remiten a lapropia pintura de Ramón Gaya. Son, además, unaexplicación. Sus luminosos bodegones no son natura-lezas muertas, sino lo contrario, los frutos, las floresde la tierra. Esa hermosa berenjena, los suaves melocotones, elclaro limón, el vaso de agua expresan en este cuadroun no sé qué que nos habla de la secreta vinculacióndel pintor al lugar de su primer llanto. El viejo río–calmado, casi siempre exiguo– y el primer llanto,unidos por el tiempo y unidos en un trazo transparen-te, fluido, sereno, desembocan no en la mar, sino en loshuertos. El mantel con los frutos y el vaso es la autén-tica culminación de la alegoría, aunque desplazadopudorosamente, como quitándose importancia,echándose a una orilla. O sin quitársela ni dándosela.Estando.Acabo y me pregunto si hice bien en dejar que fuese mivida la que mirase esta Alegoría del río Segura. Perono tengo respuesta, porque yo no decidí nada, fue elcuadro el que se me impuso, el que me llevó de mi cu-na a Roma, el que me habló de los maestros y el queme invitó, muy silenciosamente, a quedar en el fruto.“Un cuadro es una respuesta que se recibe de sí mis-mo.” El pintor, como sabía Ramón Gaya, nos repre-senta a todos.Enrique García Máiquez

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2 1 S e p t i e m b r e • 5 N o v i e m b r e

O t r a s o b r a s d e R a m ó n G a y aLa escultura

Óleo/ l i e n zo 61 x 50 cm . 1981

Los cuadros del a s E s t a c i o n e s

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Ramón Gaya,a contracorriente«Ramón Gaya es un pintor menor» dije, intentandohacerme el interesante, al bueno de Andrés Trapielloen la primera visita que me hizo al Museo del Prado.No noté, como me esperaba, el furor en sus ojos, sinomás bien al contrario; se encogió de hombros y me es-petó con total tranquilidad: «Esas cosas te pasan por-que aún eres joven». Y tenía razón. A Gaya no se le lle-ga de ida, sino de vuelta, y para estar de vuelta enarte hay que tener un cierto grado de sensibilidad yhumildad que –seamos orgullosos– no está al alcancede todos. En Ramón Gaya hay un actualísimo, fresco, joven, in-menso e intenso, tenaz y “vanguardista” Nom serviama los mandamientos del arte moderno. Aplicándole lahistoria, no sólo dijo a los monárquicos del arte con-temporáneo que el rey estaba desnudo, sino que les hi-zo notar que el rey, además, la tenía pequeña. Se lo di-jo con mucha gracia, con sabia inocencia, conchulesca indiferencia cuando todos aplaudían comolocos y lo ha ido repitiendo a lo largo y ancho y alto desu vida y de su arte. Si alguien tiene la curiosidad deir uno por uno examinando los impíos mandamientosestéticos del siglo XX, comprobará que nuestro pintormereció realmente la hoguera o el destierro al que du-rante un tiempo le relegaron los medios de incomuni-cación. Frente a los populosos genios tenemos a un pintor enla sombra, a un solitario; frente a las resonantes fra-ses vacías, unas cuantas verdades dichas en voz bajay a unos pocos amigos; frente a las telas kilométricasde los pintores decorativos, un puñado de cuadritosque se pueden llevar debajo del brazo; frente a la pin-tura compacta, contundente, matérica, gruesa y su-cia, una especie de cuaderno con bocetos a la acuare-la, aunque sea óleo, lápiz, pastel, goauche; frente a lasordidez que nos transmiten todos, una serena ale-gría; frente a las grandes obras maestras con nombresliterarios (Las señoritas de Aviñón, Composición nº-5,La danza, Cuadro blanco sobre fondo blanco, Sueñocausado por el vuelo de una abeja alrededor de unagranada un segundo antes de despertar), unas obrasque son fotogramas de una misma película, con nom-bres aburridos como La bata amarilla, Mujer en la al-

berca, Escena japonesa, Escultura, Desnudo, Casa deMurcia, Homenajes a Fulano, a Mengano…En una época que idolatró a los titanes, Ramón Gayatuvo la conmovedora humildad de tratar de ser tansólo un hombre, más allá incluso, diría, de su propiaobra: el «superhombre común» que él anhelaba es pa-ra nosotros él mismo. De ahí que sus textos sean enverdad puras conversaciones (con esa manía tan…coloquial de los puntitos suspensivos), siendo el libromás suyo paradójicamente un homenaje a otro, ¡Ve-lázquez, claro!; y que no tenga una gran pintura quelo represente o que la técnica que mejor lo encarne seala acuarela, que tiene como implícita en su materia eldon de la espontaneidad, la gracia del hermano máspequeño del óleo. Lo rápido y lo desecho de sus cua-dros realmente nos emocionan ahora por lo que son ytambién por lo que nunca quisieron llegar a ser, trans-mitiendo una alegría cartujana llena de despojamien-tos, de renuncias que brillan elegantemente por su au-sencia.Por eso mismo, quizá, si no supiera nada de RamónGaya seguro que llegaría a adivinar que la persona quepintó esos cuadros había sufrido mucho. Hay tanto si-lencio, tanto respeto por las cosas pequeñas, y esa ex-traña sensación de calma que sólo es comprensible des-pués de una gran tormenta. Sus protagonistas,pensativos y serios, muchas veces parecen que acabande recibir una mala noticia, y el pintor está ahí, acom-pañando, callado o diciendo alguna trivialidad, paraquitarle hierro al asunto. Otro día aparece el artistapara señalarnos un detalle de una pintura famosa onos envía una postal a casa desde cualquier sitio de Ita-lia que nos alegra los ojos y nos emociona el corazón.

ESCULTURA

Siempre hay alguien mirando en un cuadro de Gaya.Alguien detrás que, alegre y asombrado, se calla.

Y nosotros miramos al que mira. Es complejoy simple, como el agua que puede ser espejo.

Fíjate, por ejemplo, qué hermosa esta pintura.Igual que tú, ese hombre contempla la escultura.

Frente a esos arbustos dispersos, la palmeradesprendiendo su chorro de loca primavera

y el paisano sudando…, un mármol orgulloso es incoloro, inmóvil y nadapoderoso.

Y, sin embargo, es bello mirar cómo se peinauna piedra con gesto de aldeana y de reina.

Entre los dos hacéis que el frío mármol durosienta un leve pudor, se encarne por conjuro.

Después que tú, ese hombre se marchará a su mundo como Lot, más feliz, más libre, más profundo…

Jaime García-Máiquez

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6 N o v i e m b r e • 2 0 D i c i e m b r e

O t r a s o b r a s d e R a m ó n G a y aEl embarcadero de Chapultepec

Gouache/pape l 25 x 43 ,5 cm . 1947

Los cuadros del a s E s t a c i o n e s

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de que no era eso lo que quería, pero lo considerabauna disciplina necesaria. (…) Siempre he sabido quedel realismo había que librarse atravesándolo, yendomás allá de él. Sólo así encontraremos el misterio. (…)Ese misterio, ese secreto que yo quisiera recoger en mipintura, (…) no se puede desvelar más que con la me-táfora». ¿Tiene que ver con esa misma búsqueda elhueco del lago de Chapultepec, la grieta blanquecinaque se abre a la izquierda del agua? No lo sé. Nade-mos. «Antes yo pintaba con un gran acabado», explica Ga-ya en otra entrevista con Ángel Montiel para El Rota-tivo Cultural. «Se me interpretó muy mal (…) cuandodije que considero mi obra como bocetos provisionales.Como eso coincide ahora con que mis cuadros estánpoco pintados e incluso dejo trozos de tela en blanco,algunos han creído que me refería a eso. (…) Cuandolo dije por primera vez no se podía ni sospechar laapariencia que tendrían mis cuadros de hoy». Si relacionamos la idea de la pintura como boceto ine-vitable, el realismo como disciplina que trascender ylos trozos de tela en blanco, podríamos llegar a la con-clusión de que los paisajes mexicanos de Gaya apun-taban ya hacia esos huecos que se harían más eviden-tes y característicos en su obra de madurez. Igual queen poesía el silencio se construye con maniobras arte-sanales, para Gaya el vacío en la pintura surgía delpropio realismo, abriéndose paso como una onda en elagua o una grieta en un lago. El poeta Soren Peñalver le dedicó a Gaya una serie depoemas no casualmente titulada El fluir de las formas.El primero de ellos dice: «Se acerca una barca sola/ ala orilla, con su remero/ solitario. Entre las mesas/ ysillas vacías, que no añoran/ el bullicio, tan sólo el tol-do/ se impacienta. En el lacustre/ espejo, desnudo desu llama/ áurea, un sol opaco se baña». Una barca so-la con su remero solitario. Mesas y sillas vacías. Au-sencia de bullicio. Un espejo desnudo. De pronto todopareciera encajar. La impresión de ese lago del poemaes de un despojamiento muy deliberado, como una for-ma que fluye para evaporarse, como un agua quequiere restar y no sumar. El epígrafe del poema alude,quizá tampoco casualmente, a un merendero por lamañana en Chapultepec del año 1949, fecha muy pró-xima a la de nuestro cuadro. No sé si pensando en estos mismos asuntos, Tomás Se-govia afirmó que el período mexicano de Gaya podríadescribirse sin aludir «a ningún aspecto definido o in-cluso definible de ese país. (…) Pero la vida real en unpaís real, cualquier vida real en cualquier país real,(…) es inasimilable». Lo real sería entonces rigurosa-mente inasimilable. Siempre nos quedaría un hueco,una pregunta. «Los extraordinarios paisajes de Cha-pultepec», añade Segovia, «son para mí una impor-tante confrontación con su pintura ya definitiva». «¡La soledad! ¡Ahí es nada: todo ese gran socavón va-cío y… sagrado!», reflexionaba el pintor en su vejez.El joven Gaya quedó viudo por un bombardeo en Fi-gueras, se exilió al finalizar la guerra civil, como tan-tos otros, y pasó en México trece años de trabajo y so-ledad. Cuando más realidad veían sus ojos, másvacíos detectaban en ella. Esos años son los años de Elembarcadero de Chapultepec. Andrés Neuman

El hueco delmisterioSi miro este paisaje con asombro (que es como un cua-dro pide ser mirado o, mejor dicho, inaugurado), loque más me llama la atención no es su delicada me-lancolía de aire japonés, ni el modo en que las formassugeridas parecen diluirse, ni el predominio secreto delos grises, ni su cualidad general de mancha aguada(¿no es eso un lago en resumen, una mancha agua-da?). Lo que me deja realmente pensativo es el discre-to vacío que se abre hacia la orilla izquierda. Ese hue-co sin pintar o pintado para parecer ausente. Elhueco del misterio. «En México», cuenta Gaya en una entrevista concedi-da a Blanca Berasátegui para el diario Abc, «estuvepintando cuadros de un realismo muy textual, a pesar

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2 1 D i c i e m b r e • 5 F e b r e r o

O t r a s o b r a s d e R a m ó n G a y aBatalla de samuráis

Óleo/ l i e n zo 60 x 72 cm . 1986

Los cuadros del a s E s t a c i o n e s

M u r c i a . T e m p o r a d a 0 8 • 0 9 I N V I E R N O

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Batalla de lossamuráisEn este lienzo asistimos al choque entre una batalla yuna calma. Los guerreros que pelean y danzan a lavez proceden de otro tiempo. El cuadro en el que fes-tejan su vigor está apoyado en una pared, y ante él,un delicado bodegón muy de Gaya: dos manzanas yvasos y vasijas en las que algunas florecillas esplendeny al tiempo comienzan su caída, deshechas, sobre el

mueble que sostiene todo el artificio. Los guerreros pa-recen salidos de una imagen de Utagawa, el gran pin-tor del XIX que tanto inspiró a los impresionistas, pe-ro a la vez esa imagen, que es espejo de otra,representa a un grupo de legendarios guerreros sa-muráis que pelean bajo la advocación de un alto gue-rrero que les mira y al que tal vez todos desearían pa-recerse. Los hombres que vienen de un tiempo tanlejano hasta el nuestro, a través de diversas mudas re-ferenciales, luchan tal vez por ser como el antiguo, elpatriarca, o tal vez sólo pretenden escapar de la pri-sión de su mito: el cuadro en el que están, el cuadro alque sueñan haber pertenecido. Parece que quisieranapropiarse de esas flores, beber del agua que las vivi-fica, llegar hasta nosotros, contempladores tranquilosde una feroz lucha.Las vasijas funcionan como hipnóticas llamadas ha-cia el mundo dormido del cuadro junto al que están.Bajo su aparente inmovilidad late una violenta pro-vocación. Su seducción líquida amenaza con romperla simetría de la estampa japonesa. Los samuráis, enun determinado momento, han perdido la razón, elmotivo de su lucha, y sólo se aferran a la imperiosanecesidad de brotar del cuadro y llegar al aquí, don-de las formas compuestas y mantenidas tienen unaoportunidad nueva de mostrarse. Gaya ha logradoempastar varios mundos en un solo plano y de sus di-vergencias aparentes surge una única llamada. De looriental, con su aura tópica de calma, ha mostrado loviolento, la semilla guerrera. Al bodegón, por contra,lo ha contaminado con una pura inquietud, transfor-madora respecto de la imagen de los guerreros.Pero sólo hay una flor roja y ella nos da la clave. Con-duce con su llamativo color nuestra mirada hacia laesquina izquierda del cuadro. ¿Quién es la dama o elgran noble que viaja en el palanquín y a quien los sa-muráis defienden de unos repentinos bandidos? Laimagen del patriarca parece en realidad observar nodesde un cuadro, sino desde una ventana. Los ve de-fendiendo un territorio, pero también una época, unmundo irremisiblemente perdido. Son los bandidos,desde esa interpretación, los que han de ser expulsa-dos de un reino que nunca debieron osar perturbar. Yestán a punto de ser vencidos. Caerán de nuestro ladoy volcarán con su violenta llegada las vasijas, derra-marán el agua, pisotearán las flores, pero como com-pensación devolverán la paz a la estampa japonesa dela que vienen. En definitiva, una lucha de contrarios, una indaga-ción en la capacidad de la mirada tranquila para ge-nerar violencia y de los trazos ligeros y difuminadospara hacernos revivir un instante decisivo: aquel en elque la turbamulta duda entre expulsar a los intrusosde su mundo o invadir el nuestro. Un rostro que miradesde una ventana o un cuadro, suspendido en eltiempo, y una noble que se oculta en el palanquín, a laque nunca veremos su rostro, se muestran como clavesde este cuadro lleno de secretos, vigoroso, pero tam-bien muy suave, como una historia oriental narradacon las palabras más adecuadas y en voz baja.Miguel Ángel Muñoz