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Biblioteca Documentos de Estudio San Benito de Nursia, Biografía de una vida iniciática Narciso, obispo Fraternité Sacerdotale de San Benoit

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Documentos de Estudio

San Benito de Nursia, Biografía de una vida iniciática

NNaarrcciissoo,, oobbiissppoo

FFrraatteerrnniittéé SSaacceerrddoottaallee ddee SSaann BBeennooiitt

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San Benito de Nursia, biografía de una vida iniciática

© - Orden Sacerdotal Gnóstica Valentiniana’2005

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San Benito de Nursia, biografía de una vida iniciática

© - Orden Sacerdotal Gnóstica Valentiniana’2005

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SSaann BBeenniittoo ddee NNuurrssiiaa,,

AAbbaadd yy ppaattrriiaarrccaa Dedico este trabajo, a mi hermano y amigo Frater Sothys de San Juan, para que

observando el camino de la Santa Regla, encuentre el punto de conexión que un día

encontró este santo varón y que también este servidor del Dios Uno y Trino, desea

encontrar.

Que la bendición de Dios Padre, Dios Hijo y Dios Nuestra Señora del

espíritu Santo este en nosotros y en todos aquellos que buscan el camino del Yo Interior,

que nos lleva al Cristo Interno.

Narciso, Obispo

Sâr Mar Tau Camael, R+C, S.·.I.·.I.·.L.·.

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Prologo

Desde hace ya muchos años, posiblemente desde di los principios de

mi juventud, siempre me he sentido atraído por este venerable varón.

La vida de Benito de Nursia, es una la las vidas mas completas y que

más luz han aportado en mi vida.

Aquí en esta breve recopilación de datos sobre su vida, que obraban

en mis archivos es para dárosla a conocer y, así poder comprender la verdad

iniciática y gnóstica que rodeo a este fundador de la Orden Benedictina.

Entre las páginas de esta pobre publicación esta la vida de este santo

en forma de narración para los niños, conocida también como el cuento de

San Benito. También esta el libro que el Papa San Gregorio Magno, escribió

sobre este santo.

En la esperanza que este trabajo os sea de utilidad, recibid un saludo

en Xº.

Narciso

Obispo de la Fraternidad Sacerdotal de San Benito,

Iglesia Constitucional Francesa

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1. Introducción

Abad, Patrón de Europa y Patriarca del monasticismo occidental;

Lema: "Ora y Labora", representado emblemáticamente por el arado y la

cruz. Fiesta: 11 de julio; Etimología: Benito:

"bendecido". San Benito nació de familia

rica en Nursia, Italia, en el año 480. Su

hermana gemela, Escolástica, también

alcanzó la santidad. Fue enviado a Roma

para estudiar la retórica y la filosofía.

Desilusionado de la vida en la gran ciudad,

se retiró a Enfide (la actual Affile), para

dedicarse al estudio y practicar una vida de

rigurosa disciplina ascética. No satisfecho

de esa relativa soledad, a los 20 años se fue

al monte Subiaco bajo la guía de un

ermitaño y viviendo en una cueva. Tres años

después se fue con los monjes de Vicovaro. No duró allí mucho ya que lo

eligieron prior pero después trataron de envenenarlo por la disciplina que

les exigía. Con un grupo de jóvenes, entre ellos Plácido y Mauro, fundo su

primer monasterio en la montaña de Cassino en 529.

Fundó numerosos monasterios, centros de formación y cultura

capaces de propagar la fe en tiempos de crisis. Se levantaba a las dos de la

madrugada a rezar los salmos.

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Pasaba horas rezando y meditando. Hacia también horas de trabajo

manual, imitando a Jesucristo. Veía el trabajo como algo honroso. Su dieta

era vegetariana y ayunaba diariamente, sin comer nada hasta la tarde.

Recibía a muchos para dirección espiritual. Algunas veces acudía a los

pueblos con sus monjes a predicar. Era famoso por su trato amable con

todos. Su gran amor y su fuerza fueron la Santa Cruz con la que hizo

muchos milagros. Fue un poderoso exorcista. Este don para someter a los

espíritus malignos lo ejerció utilizando como sacramental la famosa Cruz de

San Benito. San Benito predijo el día de su propia muerte, que ocurrió el 21

de marzo del 547, pocos días después de la muerte de su hermana, santa

Escolástica. Desde finales del siglo VIII muchos lugares comenzaron a

celebrar su fiesta el 11 de julio. (Adaptada de "Vidas de los Santos" de

Butler). Si atendemos a la enorme influencia ejercida en Europa por los

seguidores de San Benito, es desalentador comprobar que no tenemos

biografías contemporáneas del padre del "monasticismo occidental". Lo poco

que conocemos acerca de sus primeros años, proviene de los "Diálogos" de

San Gregorio, quien no proporciona una historia completa, sino solamente

una serie de escenas para ilustrar los milagrosos incidentes de su carrera.

Benito nació y creció en la noble familia Anicia, en el antiguo pueblo de

Sabino en Nursia, en la Umbría en el año 480. Esta región de Italia es quizás

la que mas santos ha dado a la Iglesia. Cuatro años antes de su nacimiento,

el bárbaro rey de los Hérculos mató al último emperador romano poniendo

fin a siglos de dominio de Roma sobre todo el mundo civilizado. Ante aquella

crisis, Dios tenía planes para que la fe cristiana y la cultura no se apagasen

ante aquella crisis. San Benito sería el que comienza el monasticismo en

occidente. Los monasterios se convertirán en centros de fe y cultura.

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De su hermana gemela, Escolástica, leemos que desde su infancia se

había consagrado a Dios, pero no volvemos a saber nada de ella hasta el final

de la vida de su hermano. El fue enviado a Roma para su "educación liberal",

acompañado de una "nodriza", que había de ser, probablemente, su ama de

casa. Tenía entonces entre 13 y 15 años, o quizá un poco más. Invadido por

los paganos de las tribus arias, el mundo civilizado parecía declinar

rápidamente hacia la barbarie, durante los últimos años del siglo V: la

Iglesia estaba agrietada por los cismas, ciudades y países desolados por la

guerra y el pillaje, vergonzosos pecados campeaban tanto entre cristianos

como entre gentiles y se ha hecho notar que no existía un solo soberano o

legislador que no fuera ateo, pagano o hereje. En las escuelas y en los

colegios, los jóvenes imitaban los vicios de sus mayores y Benito, asqueado

por la vida licenciosa de sus compañeros y temiendo llegar a contaminarse

con su ejemplo, decidió abandonar Roma.

Se fugó, sin que nadie lo supiera, excepto su nodriza, que lo

acompañó. Existe una considerable diferencia de opinión en lo que respecta

a la edad en que abandonó la ciudad, pero puede haber sido

aproximadamente a los veinte años.

Se dirigieron al poblado de Enfide, en las montañas, a treinta millas

de Roma.

No sabemos cuanto duró su estancia, pero fue suficiente para

capacitarlo a determinar su siguiente paso. Pronto se dio cuenta de que no

era suficiente haberse retirado de las tentaciones de Roma; Dios lo llamaba

para ser un ermitaño y para abandonar el mundo y, en el pueblo lo mismo que

en la ciudad, el joven no podía llevar una vida escondida, especialmente

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después de haber restaurado milagrosamente un objeto de barro que su

nodriza había pedido prestado y accidentalmente roto. En busca de

completa soledad, Benito partió una vez más, solo, para remontar las colinas

hasta que llegó a un lugar conocido como Subiaco (llamado así por el lago

artificial formado en tiempos de Claudio, gracias a la represión de las aguas

del Anio). En esta región rocosa y agreste se encontró con un monje llamado

Romano, al que abrió su corazón, explicándole su intención de llevar la vida

de un ermitaño. Romano mismo vivía en un monasterio a corta distancia de

ahí; con gran celo sirvió al joven, vistiéndolo con un hábito de piel y

conduciéndolo a una cueva en una montaña rematada por una roca alta de la

que no podía descenderse y cuyo ascenso era peligroso, tanto por los

precipicios como por los tupidos bosques y malezas que la circundaban. En la

desolada caverna, Benito pasó los siguientes tres años de su vida, ignorado

por todos, menos por Romano, quien guardó su secreto y diariamente llevaba

pan al joven recluso, quien lo subía en un canastillo que izaba mediante una

cuerda. San Gregorio dice que el primer forastero que encontró el camino

hacia la cueva fue un sacerdote quien, mientras preparaba su comida un

domingo de Resurrección, oyó una voz que le decía: "Estás preparándote un

delicioso platillo, mientras mi siervo Benito padece hambre". El sacerdote,

inmediatamente, se puso a buscar al ermitaño, al que encontró al fin con

gran dificultad. Después de haber conversado durante un tiempo sobre Dios

y las cosas celestiales, el sacerdote lo invitó a comer, diciéndole que era el

día de Pascua, en el que no hay razón para ayunar. Benito, quien sin duda

había perdido el sentido del tiempo y ciertamente no tenía medios de

calcular los ciclos lunares, repuso que no sabía que era el día de tan grande

solemnidad.

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Comieron juntos y el sacerdote volvió a casa. Poco tiempo después, el

santo fue descubierto por algunos pastores, quienes al principio lo tomaron

por un animal salvaje, porque estaba cubierto con una piel de bestia y

porque no se imaginaban que un ser humano viviera entre las rocas. Cuando

descubrieron que se trataba de un siervo de Dios, quedaron gratamente

impresionados y sacaron algún fruto de sus enseñanzas. A partir de ese

momento, empezó a ser conocido y mucha gente lo visitaba, proveyéndolo de

alimentos y recibiendo de él instrucciones y consejos. Aunque vivía apartado

del mundo, San Benito, como los padres del desierto, tuvo que padecer las

tentaciones de la carne y del demonio, algunas de las cuales han sido

descritas por San Gregorio:" Cierto día, cuando estaba solo, se presentó el

tentador. Un pequeño pájaro negro, vulgarmente llamado mirlo, empezó a

volar alrededor de su cabeza y se le acercó tanto que, si hubiese querido,

habría podido cogerlo con la mano, pero al hacer la señal de la cruz el pájaro

se alejó. Una violenta tentación carnal, como nunca antes había

experimentado, siguió después. El espíritu maligno le puso ante su

imaginación el recuerdo de cierta mujer que él había visto hacía tiempo, e

inflamó su corazón con un deseo tan vehemente, que tuvo una gran

dificultad para reprimirlo. Casi vencido, pensó en abandonar la soledad; de

repente, sin embargo, ayudado por la gracia divina, encontró la fuerza que

necesitaba y, viendo cerca de ahí un tupido matorral de espinas y zarzas, se

quitó sus vestiduras y se arrojó entre ellos. Ahí se revolcó hasta que todo

su cuerpo quedó lastimado. Así, mediante aquellas heridas corporales, curó

las heridas de su alma", y nunca volvió a verse turbado en aquella forma. En

Vicovaro, en Tívoli y en Subiaco, sobre la cumbre de un farallón que domina

Anio, residía por aquel tiempo una comunidad de monjes, cuyo abad había

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muerto y por lo tanto decidieron pedir a San Benito que tomara su lugar. Al

principio rehusó, asegurando a la delegación que había venido a visitarle que

sus modos de vida no coincidían --quizá él había oído hablar de ellos--.Sin

embargo, los monjes le importunaron tanto, que acabó por ceder y regresó

con ellos para hacerse cargo del gobierno. Pronto se puso en evidencia que

sus estrictas nociones de disciplina monástica no se ajustaban a ellos,

porque quería que todos vivieran en celdas horadadas en las rocas y, a fin de

deshacerse de él, llegaron hasta poner veneno en su vino. Cuando hizo el

signo de la cruz sobre el vaso, como era su costumbre, éste se rompió en

pedazos como si una piedra hubiera caído sobre él. "Dios os perdone,

hermanos", dijo el abad con tristeza. "¿Por qué habéis maquinado esta

perversa acción contra mí? No os dije que mis costumbres no estaban de

acuerdo con las vuestras? Id y encontrad un abad a vuestro gusto, porque

después de esto yo no puedo quedarme por más tiempo entre vosotros". El

mismo día retornó a Subiaco, no para llevar por más tiempo una vida de

retiro, sino con el propósito de empezar la gran obra para la que Dios lo

había preparado durante estos años de vida oculta. Empezaron a reunirse a

su alrededor los discípulos atraídos por su santidad y por sus poderes

milagrosos, tanto seglares que huían del mundo, como solitarios que vivían en

las montañas. San Benito se encontró en posición de empezar aquel gran

plan, quizás revelado a él en la retirada cueva, de "reunir en aquel lugar,

como en un aprisco del Señor, a muchas y diferentes familias de santos

monjes dispersos en varios monasterios y regiones, a fin de hacer de ellos

un sólo rebaño según su propio corazón, para unirlos más y ligarlos con los

fraternales lazos, en una casa de Dios bajo una observancia regular y en

permanente alabanza al nombre de Dios". Por lo tanto, colocó a todos los que

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querían obedecerle en los doce monasterios hechos de madera, cada uno con

su prior. El tenía la suprema dirección sobre todos, desde donde vivía con

algunos monjes escogidos, a los que deseaba formar con especial cuidado.

Hasta ahí, no tenía escrita una regla propia, pero según un antiguo

documento, los monjes de los doce monasterios aprendieron la vida religiosa,

"siguiendo no una regla escrita, sino solamente el ejemplo de los actos de

San Benito". Romanos y bárbaros, ricos y pobres, se ponían a disposición del

santo, quien no hacía distinción de categoría social o nacionalidad.

Después de un tiempo, los padres venían para confiarles a sus hijos a

fin de que fueran educados y preparados para la vida monástica. San

Gregorio nos habla de dos nobles romanos, Tértulo, el patricio y Equitius,

quienes trajeron a sus hijos, Plácido, de siete años y Mauro de doce, y

dedica varias páginas a estos jóvenes novicios. (Vease San Mauro, 15 de

enero y San Plácido, 5 de octubre).En contraste con estos aristocráticos

jóvenes romanos, San Gregorio habla de un rudo e inculto godo que acudió a

San Benito, fue recibido con alegría y vistió el hábito monástico. Enviado

con una hoz para que quitara las tupidas malezas del terreno desde donde se

dominaba el lago, trabajó tan vigorosamente, que la cuchilla de la hoz se

salió del mango y desapareció en el lago. El pobre hombre estaba abrumado

de tristeza, pero tan pronto como San Benito tuvo conocimiento del

accidente, condujo al culpable a la orilla de las aguas, le arrebató el mango y

lo arrojó al lago. Inmediatamente, desde el fondo, surgió la cuchilla de

hierro y se ajustó automáticamente al mango. El abad devolvió la

herramienta, diciendo: "¡Toma! Prosigue tu trabajo y no te preocupes". No

fue el menor de los milagros que San Benito hizo para acabar con el

arraigado prejuicio contra el trabajo manual, considerado como degradante

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y servil. Creía que el trabajo no solamente dignificaba, sino que conducía a la

santidad y, por lo tanto, lo hizo obligatorio para todos los que ingresaban a

su comunidad, nobles y plebeyos por igual. No sabemos cuanto tiempo

permaneció el santo en Subiaco, pero fue lo suficiente para establecer su

monasterio sobre una base firme y fuerte. Su partida fue repentina y

parece haber sido impremeditada. Vivía en las cercanías un indigno

sacerdote llamado Florencio quien, viendo el éxito que alcanzaba San Benito

y la gran cantidad de gente que se reunía en torno suyo, sintió envidia y

trató de arruinarlo.

Pero como fracasó en todas sus tentativas para desprestigiarlo

mediante la calumnia y para matarlo con un pastel envenenado que le envió

(que según San Gregorio fue arrebatado milagrosamente por un cuervo),

trató de seducir a sus monjes, introduciendo una mujer de mala vida en el

convento. El abad, dándose perfecta cuenta de que los malvados planes de

Florencio estaban dirigidos contra él personalmente, resolvió abandonar

Subiaco por miedo de que las almas de sus hijos espirituales continuaran

siendo asaltadas y puestas en peligro. Dejando todas sus cosas en orden, se

encaminó desde Subiaco al territorio de Monte Cassino. Es esta una colina

solitaria en los límites de Campania, que domina por tres lados estrechos

valles que corren hacia las montañas y, por el cuarto, hasta el Mediterráneo,

una planicie ondulante que fue alguna vez rica y fértil, pero que, carente de

cultivos por las repetidas irrupciones de los bárbaros, se había convertido

en pantanosa y malsana. La población de Monte Cassino, en otro tiempo lugar

importante, había sido aniquilada por los godos y los pocos habitantes que

quedaban, habían vuelto al paganismo o mejor dicho, nunca lo habían dejado.

Estaban acostumbrados a ofrecer sacrificios en un templo dedicado a

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Apolo, sobre la cuesta del monte. Después de cuarenta días de ayuno, el

santo se dedicó, en primer lugar, a predicar a la gente y a llevarla a Cristo.

Sus curaciones y milagros obtuvieron muchos conversos, con cuya ayuda

procedió a destruir el templo, su ídolo y su bosque sagrado. Sobre las ruinas

del templo, construyó dos capillas y alrededor de estos santuarios se

levantó, poco a poco, el gran edificio que estaba destinado a convertirse en

la más famosa abadía que el mundo haya conocido. Los cimientos de este

edificio parecen haber sido echados por San Benito, alrededor del año

530.De ahí partió la influencia que iba a jugar un papel tan importante en la

cristianización y civilización de la Europa post-romana. No fue solamente un

museo eclesiástico lo que se destruyó durante la segunda Guerra Mundial,

cuando se bombardeó Monte Cassino. Es probable que Benito, de edad

madura, en aquel entonces, pasara nuevamente algún tiempo como ermitaño;

pero sus discípulos pronto acudieron también a Monte Cassino. Aleccionado

sin duda por su experiencia en Sabiaco, no los mandó a casas separadas, sino

que los colocó juntos en un edificio gobernado por un prior y decanos, bajo

su supervisión general. Casi inmediatamente después, se hizo necesario

añadir cuartos para huéspedes, porque Monte Cassino, a diferencia de

Subiaco, era fácilmente accesible desde Roma y Cápua. No solamente los

laicos, sino también los dignatarios de la Iglesia iban para cambiar

impresiones con el fundador, cuya reputación de santidad, sabiduría y

milagros habíase extendido por todas partes. Tal vez fue durante ese

período cuando comenzó su "Regla", de la que San Gregorio dice que da a

entender "todo su método de vida y disciplina, porque no es posible que el

santo hombre pudiera enseñar algo distinto de lo que practicaba".Aunque

primordialmente la regla está dirigida a los monjes de Monte Cassino, como

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señala el abad Chapman, parece que hay alguna razón para creer que fue

escrita para todos los monjes del occidente, según deseos del Papa San

Hormisdas. Está dirigida a todos aquellos que, renunciando a su propia

voluntad, tomen sobre sí "la fuerte y brillante armadura de la obediencia

para luchar bajo las banderas de Cristo, nuestro verdadero Rey", y

prescribe una vida de oración litúrgica, estudio, ("lectura sacra") y trabajo

llevado socialmente, en una comunidad y bajo un padre común. Entonces y

durante mucho tiempo después, sólo en raras ocasiones un monje recibía las

órdenes sagradas y no existe evidencia de que el mismo San Benito haya

sido alguna vez sacerdote.

Pensó en proporcionar "una escuela para el servicio del Señor",

proyectada para principiantes, por lo que el ascetismo de la regla es

notablemente moderado. No se alentaban austeridades anormales ni

escogidas por uno mismo y, cuando un ermitaño que ocupaba una cueva cerca

de Monte Cassino encadenó sus pies a la roca, San Benito le envió un

mensaje que decía: "Si eres verdaderamente un siervo de Dios, no te

encadenes con hierro, sino con la cadena de Cristo".

La gran visión en la que Benito contempló, como en un rayo de sol, a

todo el mundo alumbrado por la luz de Dios, resume la inspiración de su vida

y de su regla. El santo abad, lejos de limitar sus servicios a los que querían

seguir su regla, extendió sus cuidados a la población de las regiones vecinas:

curaba a los enfermos, consolaba a los tristes, distribuía limosnas y

alimentó a los pobres y se dice que en más de una ocasión resucitó a los

muertos. Cuando la Campaña sufría un hambre terrible, donó todas las

provisiones de la abadía, con excepción de cinco panes. "No tenéis bastante

ahora", dijo a sus monjes, notando su consternación, "pero mañana tendréis

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de sobra". A la mañana siguiente, doscientos sacos de harina fueron

depositados por manos desconocidas en la puerta del monasterio. Estos

ejemplos se han proporcionado para ilustrar el poder profético de San

Benito, al que se añadía el don de leer los pensamientos de los hombres. Un

noble al que convirtió, lo encontró cierta vez llorando e inquirió la causa de

su pena. El abad repuso: "este monasterio que yo he construido y todo lo que

he preparado para mis hermanos, ha sido entregado a los gentiles por un

designio del Todopoderoso. Con dificultad he logrado obtener misericordia

para sus vidas".

La profecía se cumplió cuarenta años después, cuando la abadía de

Monte Cassino fue destruida por los lombardos. Cuando el godo Totila

avanzaba triunfante a través del centro de Italia, concibió el deseo de

visitar a San Benito, porque había oído hablar mucho de él. Por lo tanto,

envió aviso de su llegada al abad, quien accedió a verlo. Para descubrir si en

realidad el santo poseía los poderes que se le atribuían, Totila ordenó que se

le dieran a Riggo, capitán de su guardia, sus propias ropas de púrpura y lo

envió a Monte Cassino con tres condes que acostumbraban asistirlo. La

suplantación no engañó a San Benito, quien saludó a Riggo con estas

palabras: "hijo mío, quítate las ropas que vistes; no son tuyas". Su visitante

se apresuró a partir para informar a su amo que había sido descubierto.

Entonces, Totila, fue en persona hacia el hombre de Dios y, se dice que se

atemorizó tanto, que cayó postrado. Pero Benito lo levantó del suelo, le

recriminó por sus malas acciones y le predijo, en pocas palabras, todas las

cosas que le sucederían.

Al punto, el rey imploró sus oraciones y partió, pero desde aquella

ocasión fue menos cruel.

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Esta entrevista tuvo lugar en 542 y San Benito difícilmente pudo vivir

lo suficiente para ver el cumplimiento total de su propia profecía.

2. Anuncia su muerte...

El santo que había vaticinado tantas cosas a otros, fue advertido con

anterioridad acerca de su próxima muerte. Lo notificó a sus discípulos y,

seis días antes del fin, les pidió que cavaran su tumba. Tan pronto como

estuvo hecha fue atacado por la fiebre. El 21 de marzo del año 543, durante

las ceremonias del Jueves Santo, recibió la Eucaristía. Después, junto a sus

monjes, murmuró unas pocas palabras de oración y murió de pie en la capilla,

con las manos levantadas al cielo. Sus últimas palabras fueron: "Hay que

tener un deseo inmenso de ir al cielo". Fue enterrado junto a Santa

Escolástica, su hermana, en el sitio donde antes se levantaba el altar de

Apolo, que él había destruido. Dos de sus monjes estaban lejos de allí

rezando, y de pronto vieron una luz esplendorosa que subía hacia los cielos y

exclamaron: "Seguramente es nuestro Padre Benito, que ha volado a la

eternidad". Era el momento preciso en el que moría el santo .Que Dios nos

envíe muchos maestros como San Benito, y que nosotros también amemos

con todo el corazón a Jesús. En 1964 Pablo VI declara a san Benito patrono

principal de Europa.

Que de tal manera, brille ante los demás la luz de vuestro buen

Ejemplo, que ellos al ver vuestras buenas obras, glorifiquen al padre

celestial. (S. Mateo 5)

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3. La Santa Regla

Inspirado por Dios, San Benito escribió un Reglamento para sus

monjes que llamó "Santa Regla" y que ha sido inspiración para los

reglamentos de muchas comunidades religiosas monásticas. Muchos laicos

también se comprometen a vivir los aspectos esenciales de esta regla,

adaptada a las condiciones de la vocación laica.

La síntesis de la Regla es la frase "Ora et

labora" (reza y trabaja), es decir, la vida del

monje ha de ser de contemplación y de acción,

como nos enseña el Evangelio. Algunas

recomendaciones de San Benito: La primera

virtud que necesita un religioso (después de la

caridad) es la humildad. La casa de Dios es para

rezar y no para charlar. Todo superior debe esforzarse por ser amable

como un padre bondadoso. El ecónomo o el que administra el dinero no debe

humillar a nadie. Cada uno debe esforzarse por ser exquisito y agradable en

su trato. Cada comunidad debe ser como una buena familia donde todos se

aman. Evite cada individuo todo lo que sea vulgar. Recuerde lo que decía San

Ambrosio: "Portarse con nobleza es una gran virtud".El verdadero monje

debía ser "no soberbio, no violento, no comilón, no dormilón, no perezoso, no

murmurador, no denigrador… sino casto, manso, celoso, humilde, obediente".

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4. Milagros de San Benito.

He aquí algunos de los muchos milagros relatados por San Gregorio,

en su biografía de San Benito. El muchacho que no sabía nadar. El joven

Plácido cayó en un profundo lago y se estaba ahogando. San Benito mandó a

su discípulo preferido Mauro: "Láncese al agua y sálvelo". Mauro se lanzó

enseguida y logró sacarlo sano y salvo hasta la orilla. Y al salir del profundo

lago se acordó de que había logrado atravesar esas aguas sin saber nadar.

La obediencia al santo le había permitido hacer aquel salvamento milagroso.

El edificio que se cae. Estando construyendo el monasterio, se vino abajo

una enorme pared y sepultó a uno de los discípulos de San Benito. Este se

puso a rezar y mandó a los otros monjes que removieran los escombros, y

debajo de todo apareció el monje sepultado, sano y sin heridas, como si

hubiera simplemente despertado de un sueño.

La piedra que no se movía. Estaban sus religiosos constructores

tratando de quitar una inmensa piedra, pero esta no se dejaba ni siquiera

mover un centímetro. Entonces el santo le envió una bendición, y enseguida

la pudieron remover de allí como si no pesara nada. Por eso desde hace

siglos cuando la gente tiene algún grave problema en su casa que no logra

alejar, consigue una medalla de San Benito y le reza con fe, y obtiene

prodigios. Es que este varón de Dios tiene mucho influjo ante Nuestro

Señor. Panes que se multiplican. Muertes anunciadas. Un día exclamó: "Se

murió mi amigo el obispo de Cápua, porque vi que subía al cielo un bello globo

luminoso".

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Al día siguiente vinieron a traer la noticia de la muerte del obispo.

Otro día vio que salía volando hacia el cielo una blanquísima paloma y

exclamó: "Seguramente se murió mi hermana Escolástica", los Monjes

fueron a averiguar, y sí, en efecto acababa de morir tan santa mujer. El, que

había anunciado la muerte de otros, supo también que se aproximaba su

propia muerte y mandó a unos religiosos a excavar……. (BIBLIOGRAFÍA

Butler; Vida de los Santos; Sálesman, P. Eliécer, "Vidas de los Santos"

Sgarbossa, Mario; Giovannini, Luigi, "Un santo para cada día" ).

4. La Medalla de San Benito

La medalla de San Benito es un sacramental reconocido por la Iglesia

con gran poder de exorcismo. Como todo sacramental, su

poder está no en si misma sino en Cristo quien lo otorga

a la Iglesia y por la fervorosa disposición de quién usa la

medalla. Descripción de la medalla: En el

frente de la medalla aparece San Benito

con la Cruz en una mano y el libro de las Reglas en la otra

mano, con la oración: "A la hora de nuestra muerte seamos

protegidos por su presencia" (Oración de la Buena Muerte).

El reverso muestra la cruz de San Benito con las

letras:C.S.P.B. "Santa Cruz del Padre Benito " C.S.S.M.L.

"La santa Cruz sea mi luz" (crucero vertical de la cruz) N.D.S.M.D; "y que el

Dragón no sea mi guía." (Crucero horizontal). En círculo, comenzando por

arriba hacia la derecha:V.R.S. "Abajo contigo Satanás" N.S.M.V.; "para de

atraerme con tus mentiras"S.M.Q.L.;"Venenosa es tu carnada" I.V.B.;

"Trágatela tu mismo".

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5. Bendición de la medalla de San

Benito

La Bendición debe ser hecha por un sacerdote. Exorcismo de la

medalla-Nuestra ayuda nos viene del Señor-Que hizo el cielo y la tierra. Te

ordeno, espíritu del mal, que abandones esta medalla, en el nombre de Dios

Padre Omnipotente, que hizo el cielo y la tierra, el mar y todo lo que en ellos

se contiene. Que desaparezcan

y se alejen de esta medalla

toda la fuerza del adversario,

todo el poder del diablo, todos

los ataques e ilusiones de

Satanás, a fin de que todos los que la usaren gocen de la salud de alma y

cuerpo. En el nombre del Padre Omnipotente y de su Hijo, nuestro Señor, y

del Espíritu Santo, y por la caridad de Jesucristo, que ha de venir a juzgar a

los vivos y a los muertos y al mundo por el fuego. Bendición-Señor, escucha

mi oración- Y llegue a tí mi clamor.

Oremos: Dios omnipotente, dador de todos los bienes, te suplicamos

humildemente que por la intercesión de nuestro Padre San Benito, infundas

tu bendición sobre esta sagrada medalla, a fin de que quien la lleve,

dedicándose a las buenas obras, merezca conseguir la salud del alma y del

cuerpo, la gracia de la santificación, y todas la indulgencias que se nos

otorgan, y que por la ayuda de tu misericordia se esfuerce en evitar las

acechanzas y engaños del diablo, y merezca aparecer santo y limpio en tu

presencia.

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Te lo pedimos por Cristo, nuestro Señor. Amén

El 12 de marzo de 1742 el Papa Benedicto XIV otorgó indulgencia

plenaria a la medalla de San Benito si la persona se confiesa, recibe la

Eucaristía, ora por el Santo Padre en las grandes fiestas y durante esa

semana reza el santo rosario, visita a los enfermos, ayuda a los pobres,

enseña la Fe o participa en la Santa Misa; Las grandes fiestas son Navidad,

Epifanía, Pascua de Resurrección, Ascensión, Pentecostés, la Santísima

Trinidad, Corpus Christi, La Asunción, La Inmaculada Concepción, el

nacimiento de María, todos los Santos y fiesta de San Benito.Número de

indulgencias parciales, por ejemplo:

200 días de indulgencia, si uno visita una semana a los enfermos o

visita la Iglesia o enseña a los niños la Fe.

7 años de indulgencia, si uno celebra la Santa Misa o esta presente, y

ora por el bienestar de los cristianos, o reza por sus gobernantes.

7 años si uno acompaña a los enfermos en el día de todos los Santos.

100 días si uno hace una oración antes de la Santa Misa o antes de

recibir la sagrada

Comunión.

Cualquiera que por cuenta propia por su consejo o ejemplo convierta a

un pecador, obtiene la remisión de la tercera parte de sus pecados.

Cualquiera que el Jueves Santo o el día de Resurrección, después de

una buena confesión y de recibir la Eucaristía, rece por la exaltación de la

Iglesia, por las necesidades del Santo Padre, ganará las indulgencias que

necesita.

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Cualquiera que rece por la exaltación de la Orden Benedictina,

recibirá una porción de todas las buenas obras que realiza esta Orden.

Quienes lleven la medalla de San Benito a la hora de la muerte serán

protegidos siempre que se encomienden al Padre, se confiesen y reciban la

comunión o al menos invoquen el nombre de Jesús con

profundo arrepentimiento.

El Crucifijo con medalla de San Benito llamado

"El Crucifijo de la Buena Muerte" y la Medalla de San

Benito han sido reconocidos por la Iglesia como una

ayuda para el cristiano en la hora de tentación,

peligro, mal, principalmente en la hora de la muerte.

Le ha dado al Crucifijo con la medalla Indulgencia Plenaria. La indulgencia

plenaria de la Cruz de la Buena Muerte, quien realmente crea en la santa

Cruz, no será apartado de El, ganará indulgencia plenaria en la hora de la

muerte. Si este se confiesa, recibe la Comunión o por lo menos con el

arrepentimiento previo de sus pecados, llamando el Santo nombre de Jesús

con devoción y aceptando resignadamente la muerte como venida de las

manos de Dios.

Para la indulgencia no basta la Cruz, debe representarse a Cristo

crucificado. Esta cruz también ayuda a los enfermos para unir nuestros

sufrimientos a los de Nuestro Salvador.

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Un poco de la historia

A finales del siglo V dC, un joven que estudiaba en la ciudad de Roma

oyó la llamada del Señor, y dejándolo todo decidió seguirlo. Imitando a los

antiguos monjes, fue a vivir con Dios en la soledad de una cueva en la región

de Subiaco. Este joven, llamado Benito, nacido hacia el año 480 en Nursia

(Umbria, Italia), tenía una hermana, de nombre Escolástica, que había sido

consagrada a Dios desde su infancia.

Después de tres años de vida solitaria, el monje Benito decide

compartir el don recibido, y funda varios monasterios en la región de

Subiaco.

Basándose en el Evangelio, en la sabiduría de los antiguos monjes, y

en su propia experiencia espiritual, organiza y dirige la vida de esos

monasterios.

Cerca del año 529 se traslada a la región de Montecasino, donde

funda un nuevo monasterio. Allí vivirá hasta su muerte, que ha sido

tradicionalmente fijada el día 21 de marzo del año 547.

Es allí donde escribe la Regla para monjes, que consta de 73

artículos y que con el correr del tiempo llegaría a ser conocida como la

Santa Regla, maestra del monacato occidental.

San Benito y su Regla están de tal modo unidos que "si alguien quiere

conocer más profundamente su vida y sus costumbres, podrá encontrar en la

enseñanza de su Regla todas las acciones de su magisterio, porque el santo

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varón en modo alguno pudo enseñar otra cosa que lo que él mismo vivió". (San

Gregorio Magno, Diálogos II, 36).

Difusión de la Regla (S. VII-X)

San Gregorio Magno presenta a San Benito como fundador y abad del

monasterio de Montecasino. Según la tradición, el mismo papa Gregorio es

quien encomienda, hacia el año 597, a un grupo de monjes de la zona cercana

a Roma la evangelización de los anglosajones en Inglaterra. Allí el líder de

este grupo, luego San Agustín de Canterbury, habría propagado la Regla

benedictina y fundado varios monasterios que la seguían.

En el S. VIII, desde Inglaterra parte la misión de otro monje-obispo:

San Bonifacio, quien predica el evangelio sobre todo en Germania y funda

varios monasterios, coronando su obra con el martirio, acaecido en la Galia

en el año 754.

La expansión de la Regla benedictina por toda Europa fue

realizándose gradualmente, al ir siendo adoptada en los monasterios ya

existentes, y en los nuevos que se iban fundando. Otro monje de nombre

Benito, más tarde San Benito de Aniano (750-821), es el primer gran

reformador monástico.

Estudia y recopila las diversas Reglas monásticas existentes en su

época, y en su afán de unificación promueve la implantación de la Regla de

San Benito en los monasterios de todo el Imperio carolingio.

En el año 910 se funda en Galia la famosa abadía de Cluny, cuyos

primeros abades, los santos Odón, Odilón, Mayolo, Hugo y Pedro el

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Venerable, buscaron manifestar por medio de la liturgia, el trabajo manual y

la limosna, su búsqueda de la Belleza de Dios.

La alabanza se convirtió en el centro de su vida monástica. Cluny

formó una gran Congregación de monasterios centralizada en torno a su

abad. En estos siglos Cluny fué, junto con Roma, foco de la cristiandad;

varios de sus monjes, entre ellos Hildebrando, luego San Gregorio VII,

ocuparon la cátedra de Pedro.

En toda Europa continuaban surgiendo monasterios, y nacían nuevas

familias religiosas inspiradas también en la Regla benedictina: Camaldoli,

Valleumbrosa, los Silvestrinos, Monte Oliveto. Pero de todas ellas, la

llamada a desempeñar un papel preponderante es el Cister.

Fundado por San Roberto en 1098, se afianza y expande con San

Bernardo de Claraval (1090-1153), quien le da su contenido doctrinal y su

definitiva cohesión como Orden, extendida muy rápidamente por toda

Europa.

En 1215 el IV Concilio Lateranense prescribe reuniones trienales de

los abades de monasterios de una misma región, y visitas periódicas para

velar por la observancia. El papa Benedicto XII reagrupa a los monasterios

en provincias. Las primeras Congregaciones Benedictinas que se formaron

fueron las de Melk (Austria), Sta. Justina de Padua (Italia), Bursfeld

(Alemania), Valladolid (España), Pannonhalma (Hungria).

El Concilio de Trento (1563) dió a estas Congregaciones un carácter

canónico-jurídico, y además estableció normas acerca del noviciado y las

visitas canónicas. Entretanto llega el monacato benedictino a tierras

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americanas por medio de la Congregación Benedictina de Portugal, que fué la

primera en fundar monasterios en el Nuevo Mundo.

En 1581 surge la primera abadía benedictina en toda América: San

Sebastián de Bahia (nordeste del Brasil), y le siguen rápidamente las

fundaciones en Rio de Janeiro (1586), Olinda (1590), Paraiba do Norte

(1596) y San Paulo (1598). En 1596 se constituye la Provincia brasilera de la

Congregación Benedictina de Portugal.

En Francia, en 1618, se erige la Congregación de San Mauro. El

trabajo intelectual de sus monjes, entre quienes se destaca Mabillon, dió a

la "lectio divina" y al estudio un lugar importantísimo en la vida de los

monasterios. En esta misma época surge una nueva reforma dentro del

Cister: el abad Rancé, del monasterio de La Trappe, propugna un retorno a

la letra de la Regla de San Benito, en espíritu de penitencia, oración y

trabajo manual. Nace así la Orden Cisterciense Reformada ó de la Estricta

Observancia (Trapenses).

Restauración Benedictina (S. XVIII-XIX)

Hacia finales del s. XVIII y durante el s. XIX, se lleva a cabo en la

mayoría de los países europeos la supresión de todas las órdenes religiosas.

Pese a ello, en la primera mitad del s. XIX comienza la restauración de la

vida benedictina en Europa. En 1833 D. Prosper Gueranger restaura la

abadía de San Pedro de Solesmes (Francia); en 1850 D. Jean Baptiste

Muard funda La-Pierre-qui-Vire (Francia); en 1863 los hermanos Plácido y

Mauro Wolter reinician la vida benedictina en Beuron (Alemania). Junto con

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las restauraciones de los monasterios se van creando nuevas

Congregaciones.

En Italia, D. Pedro Casaretto realiza la reforma de los monasterios

que le encomendara el papa Pio IX, y está en el origen de la Congregación

de Subiaco.

En el Brasil, en 1827 los monasterios benedictinos constituyen la

Congregación Brasilera. Más tarde dicha congregación necesitaría un nuevo

impulso, que se concretó con la llegada en 1895 de monjes de la

Congregación de Beuron (Alemania).

Entre 1841 y 1881 se realizan las fundaciones en los Estados Unidos,

tanto de benedictinos como de cistercienses. En 1884 se erige la

Congregación de Santa Otilia (Alemania). Ya en el s. XX, en 1911 surge el

primer monasterio benedictino femenino de América Latina en San Paulo

(Brasil), fundación realizada por las monjas de Stanbrook (Inglaterra).

El papa León XIII, por su parte, contribuye a dar fuerza al

movimiento expansivo de las diversas Congregaciones Benedictinas con la

creación de la Confederación Benedictina en el año 1893, a cuyo frente

coloca al Abad Primado, elegido como signo visible de unidad entre todos los

abades de la Orden.

El mismo Papa restaura el Colegio de San Anselmo en Roma, que había

sido fundado por Inocencio XI en 1687. Este monasterio comienza a ser

desde entonces sede del Abad Primado y casa de estudios para la

Confederación Benedictina.

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El Articulado de la Regla

(73 Artículos)

Prologo

1 Escucha hijo, los preceptos del Maestro, e inclina el oído de tu

corazón; recibe con gusto el consejo de un padre piadoso, y cúmplelo

verdaderamente.

2 Así volverás por el trabajo de la obediencia, a Aquel de quien te

habías alejado por la desidia de la desobediencia.

3 Mi palabra se dirige ahora a ti, quienquiera que seas, que renuncias

a tus propias voluntades y tomas las preclaras y fortísimas armas de la

obediencia, para militar por Cristo Señor, verdadero Rey.

4 Ante todo pídele con una oración muy constante que lleve a su

término toda obra buena que comiences,

5 para que Aquel que se dignó contarnos en el número de sus hijos, no

tenga nunca que entristecerse por nuestras malas acciones.

6 En todo tiempo, pues, debemos obedecerle con los bienes suyos que

Él depositó en nosotros, de tal modo que nunca, como padre airado,

desherede a sus hijos,

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7 ni como señor temible, irritado por nuestras maldades, entregue a la

pena eterna, como a pésimos siervos, a los que no quisieron seguirle a la

gloria.

8 Levantémonos, pues, de una vez, ya que la Escritura nos exhorta y

nos dice: "Ya es hora de levantarnos del sueño".

9 Abramos los ojos a la luz divina, y oigamos con oído atento lo que

diariamente nos amonesta la voz de Dios que clama diciendo:

10 "Si oyeren hoy su voz, no endurezcan sus corazones".

11 Y otra vez: "El que tenga oídos para oír, escuche lo que el Espíritu

dice a las iglesias".

12 ¿Y qué dice? "Vengan, hijos, escúchenme, yo les enseñaré el temor

del Señor".

13 "Corran mientras tienen la luz de la vida, para que no los sorprendan

las tinieblas de la muerte".

14 Y el Señor, que busca su obrero entre la muchedumbre del pueblo al

que dirige este llamado, dice de nuevo:

15 "¿Quién es el hombre que quiere la vida y desea ver días felices?".

16 Si tú, al oírlo, respondes "Yo", Dios te dice:

17 "Si quieres poseer la vida verdadera y eterna, guarda tu lengua del

mal, y que tus labios no hablen con falsedad. Apártate del mal y haz el bien;

busca la paz y síguela".

18 Y si hacen esto, pondré mis ojos sobre ustedes, y mis oídos oirán

sus preces, y antes de que me invoquen les diré: "Aquí estoy".

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19 ¿Qué cosa más dulce para nosotros, carísimos hermanos, que esta

voz del Señor que nos invita?

20 Vean cómo el Señor nos muestra piadosamente el camino de la vida.

21 Ciñamos, pues, nuestra cintura con la fe y la práctica de las buenas

obras, y sigamos sus caminos guiados por el Evangelio, para merecer ver en

su reino a Aquel que nos llamó.

22 Si queremos habitar en la morada de su reino, puesto que no se

llega allí sino corriendo con obras buenas,

23 preguntemos al Señor con el Profeta diciéndole: "Señor, ¿quién

habitará en tu morada, o quién descansará en tu monte santo?".

24 Hecha esta pregunta, hermanos, oigamos al Señor que nos

responde y nos muestra el camino de esta morada

25 diciendo: "El que anda sin pecado y practica la justicia;

26 el que dice la verdad en su corazón y no tiene dolo en su lengua;

27 el que no hizo mal a su prójimo ni admitió que se lo afrentara".

28 El que apartó de la mirada de su corazón al maligno diablo tentador

y a la misma tentación, y lo aniquiló, y tomó sus nacientes pensamientos y los

estrelló contra Cristo.

29 Estos son los que temen al Señor y no se engríen de su buena

observancia, antes bien, juzgan que aun lo bueno que ellos tienen, no es obra

suya sino del Señor,

30 y engrandecen al Señor que obra en ellos, diciendo con el Profeta:

"No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre da la gloria".

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31 Del mismo modo que el Apóstol Pablo, que tampoco se atribuía nada

de su predicación, y decía: "Por la gracia de Dios soy lo que soy".

32 Y otra vez el mismo: "El que se gloría, gloríese en el Señor".

33 Por eso dice también el Señor en el Evangelio: "Al que oye estas mis

palabras y las practica, lo compararé con un hombre prudente que edificó su

casa sobre piedra;

34 vinieron los ríos, soplaron los vientos y embistieron contra aquella

casa, pero no se cayó, porque estaba fundada sobre piedra".

35 Después de decir esto, el Señor espera que respondamos

diariamente con obras a sus santos consejos.

36 Por eso, para corregirnos de nuestros males, se nos dan de plazo los

días de esta vida.

37 El Apóstol, en efecto, dice: "¿No sabes que la paciencia de Dios te

invita al arrepentimiento?".

38 Pues el piadoso Señor dice: "No quiero la muerte del pecador, sino

que se convierta y viva".

39 Cuando le preguntamos al Señor, hermanos, sobre quién moraría en

su casa, oímos lo que hay que hacer para habitar en ella, a condición de

cumplir el deber del morador.

40 Por tanto, preparemos nuestros corazones y nuestros cuerpos para

militar bajo la santa obediencia de los preceptos,

41 y roguemos al Señor que nos conceda la ayuda de su gracia, para

cumplir lo que nuestra naturaleza no puede.

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42 Y si queremos evitar las penas del infierno y llegar a la vida eterna,

43 mientras haya tiempo, y estemos en este cuerpo, y podamos cumplir

todas estas cosas a la luz de esta vida,

44 corramos y practiquemos ahora lo que nos aprovechará

eternamente.

45 Vamos, pues, a instituir una escuela del servicio divino,

46 y al hacerlo, esperamos no establecer nada que sea áspero o

penoso.

47 Pero si, por una razón de equidad, para corregir los vicios o para

conservar la caridad, se dispone algo más estricto,

48 no huyas enseguida aterrado del camino de la salvación, porque éste

no se puede emprender sino por un comienzo estrecho.

49 Más cuando progresamos en la vida monástica y en la fe, se dilata

nuestro corazón, y corremos con inefable dulzura de caridad por el camino

de los mandamientos de Dios.

50 De este modo, no apartándonos nunca de su magisterio, y

perseverando en su doctrina en el monasterio hasta la muerte, participemos

de los sufrimientos de Cristo por la paciencia, a fin de merecer también

acompañarlo en su reino. Amén.

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Capitulo I

Las clases de monjes 1 Es sabido que hay cuatro clases de monjes.

2 La primera es la de los cenobitas, esto es, la de aquellos que viven en

un monasterio y que militan bajo una regla y un abad.

3 La segunda clase es la de los anacoretas o ermitaños, quienes, no en

el fervor novicio de la vida religisa, sino después de una larga probación en

el monasterio.

4 aprendieron a pelear contra el diablo, enseñados por la ayuda de

muchos.

5 Bien adiestrados en las filas de sus hermanos para la lucha solitaria

del desierto, se sienten ya seguros sin el consuelo de otros, y son capaces

de luchar con sólo su mano y su brazo, y con el auxilio de Dios, contra los

vicios de la carne y de los pensamientos.

6 La tercera, es una pésima clase de monjes: la de los sarabaítas.

Éstos no han sido probados como oro en el crisol por regla alguna en el

magisterio de la experiencia, sino que, blandos como plomo,

7 guardan en sus obras fidelidad al mundo, y mienten a Dios con su

tonsura.

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8 Viven de dos en dos o de tres en tres, o también solos, sin pastor,

reunidos, no en los apriscos del Señor sino en los suyos propios. Su ley es la

satisfacción de sus gustos:

9 llaman santo a lo que se les ocurre o eligen, y consideran ilícito lo

que no les gusta.

10 La cuarta clase de monjes es la de los giróvagos, que se pasan la

vida viviendo en diferentes provincias, hospedándose tres o cuatro días en

distintos monasterios.

11 Siempre vagabundos, nunca permanecen estables. Son esclavos de

sus deseos y de los placeres de la gula, y peores en todo que los sarabaítas.

12 De la misérrima vida de todos éstos, es mejor callar que hablar.

13. Dejándolos, pues, de lado, vamos a organizar, con la ayuda del

Señor, el fortísimo linaje de los cenobitas.

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Capitulo II

Como debe ser el abad 1 Un abad digno de presidir un monasterio debe acordarse siempre de

cómo se lo llama y, llenar con obras el nombre de superior.

2 Se cree, en efecto, que hace las veces de Cristo en el monasterio,

puesto que se lo llama con ese nombre,

3 según lo que dice el Apóstol: "Recibieron el espíritu de adopción de

hijos, por el cual clamamos: Abab, Padre".

4 Por lo tanto, el abad no debe enseñar, establecer o mandar nada que

se aparte del precepto del Señor,

5 sino que su mandato y su doctrina deben difundir el fermento de la

justicia divina en las almas de los discípulos.

6 Recuerde siempre el abad que se le pedirá cuenta en el tremendo

juicio de Dios de estas dos cosas: de su doctrina, y de la obediencia de sus

discípulos.

7 Y sepa el abad que el pastor será el culpable del detrimento que el

Padre de familias encuentre en sus ovejas.

8 Pero si usa toda su diligencia de pastor con el rebaño inquieto y

desobediente, y emplea todos sus cuidados para corregir su mal

comportamiento,

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9 este pastor será absuelto en el juicio del Señor, y podrá decir con el

Profeta: "No escondí tu justicia en mi corazón; manifesté tu verdad y tu

salvación, pero ellos, desdeñándome, me despreciaron".

10 Y entonces, por fin, la muerte misma sea el castigo de las ovejas

desobedientes encomendadas a su cuidado.

11 Por tanto, cuando alguien recibe el nombre de abad, debe gobernar

a sus discípulos con doble doctrina,

12 esto es, debe enseñar todo lo bueno y lo santo más con obras que

con palabras. A los discípulos capaces proponga con palabras los mandatos

del Señor, pero a los duros de corazón y a los más simples muestre con sus

obras los preceptos divinos.

13 Y cuanto enseñe a sus discípulos que es malo, declare con su modo

de obrar que no se debe hacer, no sea que predicando a los demás sea él

hallado réprobo,

14 y que si peca, Dios le diga: "¿Por qué predicas tú mis preceptos y

tomas en tu boca mi alianza? pues tú odias la disciplina y echaste mis

palabras a tus espaldas" y

15 "Tú, que veías una paja en el ojo de tu hermano ¿no viste una viga en

el tuyo?".

16 No haga distinción de personas en el monasterio.

17 No ame a uno más que a otro, sino al que hallare mejor por sus

buenas obras o por la obediencia.

18 No anteponga el hombre libre al que viene a la religión de la

condición servil, a no ser que exista otra causa razonable.

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19 Si el abad cree justamente que ésta existe, hágalo así, cualquiera

fuere su rango. De lo contrario, que cada uno ocupe su lugar,

20 porque tanto el siervo como el libre, todos somos uno en Cristo, y

servimos bajo un único Señor en una misma milicia, porque no hay acepción

de personas ante Dios.

21 Él nos prefiere solamente si nos ve mejores que otros en las buenas

obras y en la humildad.

22 Sea, pues, igual su caridad para con todos, y tenga con todos una

única actitud según los méritos de cada uno.

23 El abad debe, pues, guardar siempre en su enseñanza, aquella norma

del Apóstol que dice: "Reprende, exhorta, amonesta",

24 es decir, que debe actuar según las circunstancias, ya sea con

severidad o con dulzura, mostrando rigor de maestro o afecto de padre

piadoso.

25 Debe, pues, reprender más duramente a los indisciplinados e

inquietos, pero a los obedientes, mansos y pacientes, debe exhortarlos para

que progresen; y le advertimos que amoneste y castigue a los negligentes y a

los arrogantes.

26 No disimule los pecados de los transgresores, sino que, cuando

empiecen a brotar, córtelos de raíz en cuanto pueda, acordándose de la

desgracia de Helí, sacerdote de Silo.

27 A los mejores y más capaces corríjalos de palabra una o dos veces;

pero a los malos, a los duros,

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28 a los soberbios y a los desobedientes reprímalos en el comienzo del

pecado con azotes y otro castigo corporal, sabiendo que está escrito: "Al

necio no se lo corrige con palabras",

29 y también: "Pega a tu hijo con la vara, y librarás su alma de la

muerte".

30 El abad debe acordarse siempre de lo que es, debe recordar el

nombre que lleva, y saber que a quien más se le confía, más se le exige.

31 Y sepa qué difícil y ardua es la tarea que toma: regir almas y servir

los temperamentos de muchos, pues con

unos debe emplear halagos, reprensiones

con otros, y con otros consejos.

32 Deberá conformarse y adaptarse

a todos según su condición e inteligencia,

de modo que no sólo no padezca

detrimento la grey que le ha sido

confiada, sino que él pueda alegrarse con

el crecimiento del buen rebaño.

33 Ante todo no se preocupe de las

cosas pasajeras, terrenas y caducas, de tal modo que descuide o no dé

importancia a la salud de las almas encomendadas a él.

34 Piense siempre que recibió el gobierno de almas de las que ha de

dar cuenta.

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35 Y para que no se excuse en la escasez de recursos, acuérdese de

que está escrito: "Busquen el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas

se les darán por añadidura",

36 y también: "Nada falta a los que le temen".

37 Sepa que quien recibe almas para gobernar, debe prepararse para

dar cuenta de ellas.

38 Tenga por seguro que, en el día del juicio, ha de dar cuenta al Señor

de tantas almas como hermanos haya tenido confiados a su cuidado, además,

por cierto, de su propia alma.

39 Y así, temiendo siempre la cuenta que va a rendir como pastor de

las ovejas a él confiadas, al cuidar de las cuentas ajenas, se vuelve

cuidadoso de la suya propia,

40 y al corregir a los otros con sus exhortaciones, él mismo se corrige

de sus vicios.

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Capitulo III

Convocación de los hermanos a consejo

1 Siempre que en el monasterio haya que tratar asuntos de

importancia, convoque el abad a toda la comunidad, y exponga él mismo de

qué se ha de tratar.

2 Oiga el consejo de los hermanos, reflexione consigo mismo, y haga lo

que juzgue más útil.

3 Hemos dicho que todos sean llamados a consejo porque muchas

veces el Señor revela al más joven lo que es mejor.

4 Los hermanos den su consejo con toda sumisión y humildad, y no se

atrevan a defender con insolencia su opinión.

5 La decisión dependa del parecer del abad, y todos obedecerán lo que

él juzgue ser más oportuno.

6 Pero así como conviene que los discípulos obedezcan al maestro, así

corresponde que éste disponga todo con probidad y justicia.

7 Todos sigan, pues, la Regla como maestra en todas las cosas, y nadie

se aparte temerariamente de ella.

8 Nadie siga en el monasterio la voluntad de su propio corazón.

9 Ninguno se atreva a discutir con su abad atrevidamente, o fuera del

monasterio.

10 Pero si alguno se atreve, quede sujeto a la disciplina regular.

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11 Mas el mismo abad haga todo con temor de Dios y observando la

Regla, sabiendo que ha de dar cuenta, sin duda alguna, de todos sus juicios a

Dios, justísimo juez.

12 Pero si las cosas que han de tratarse para utilidad del monasterio

son de menor importancia, tome consejo solamente de los ancianos,

13 según está escrito: "Hazlo todo con consejo, y después de hecho no

te arrepentirás".

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Capitulo IV

Los instrumentos de las

buenas obras 1 Primero, amar al Señor Dios con todo el corazón, con toda el alma y

con todas las fuerzas;

2 después, al prójimo como a sí mismo.

3 Luego, no matar;

4 no cometer adulterio,

5 no hurtar,

6 no codiciar,

7 no levantar falso testimonio,

8 honrar a todos los hombres,

9 no hacer a otro lo que uno no quiere para sí.

10 Negarse a sí mismo para seguir a Cristo.

11 Castigar el cuerpo,

12 no entregarse a los deleites,

13 amar el ayuno.

14 Alegrar a los pobres,

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15 vestir al desnudo,

16 visitar al enfermo,

17 sepultar al muerto.

18 Socorrer al atribulado,

19 consolar al afligido.

20 Hacerse extraño al proceder del mundo,

21 no anteponer nada al amor de Cristo.

22 No ceder a la ira,

23 no guardar rencor.

24 No tener dolo en el corazón,

25 no dar paz falsa.

26 No abandonar la caridad.

27 No jurar, no sea que acaso perjure,

28 decir la verdad con el corazón y con la boca.

29 No devolver mal por mal.

30 No hacer injurias, sino soportar pacientemente las que le hicieren.

31 Amar a los enemigos.

32 No maldecir a los que lo maldicen, sino más bien bendecirlos.

33 Sufrir persecución por la justicia.

34 No ser soberbio,

35 ni aficionado al vino,

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36 ni glotón

37 ni dormilón,

38 ni perezoso,

39 ni murmurador,

40 ni detractor.

41 Poner su esperanza en Dios.

42 Cuando viere en sí algo bueno, atribúyalo a Dios, no a sí mismo;

43 en cambio, sepa que el mal siempre lo ha hecho él, e impúteselo a sí

mismo.

44 Temer el día del juicio,

45 sentir terror del infierno,

46 desear la vida eterna con la mayor avidez espiritual,

47 tener la muerte presente ante los ojos cada día.

48 Velar a toda hora sobre las acciones de su vida,

49 saber de cierto que, en todo lugar, Dios lo está mirando.

50 Estrellar inmediatamente contra Cristo los malos pensamientos que

vienen a su corazón, y manifestarlos al anciano espiritual,

51 guardar su boca de conversación mala o perversa,

52 no amar hablar mucho,

53 no hablar palabras vanas o que mueven a risa,

54 no amar la risa excesiva o destemplada.

55 Oír con gusto las lecturas santas,

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56 darse frecuentemente a la oración,

57 confesar diariamente a Dios en la oración, con lágrimas y gemidos,

las culpas pasadas,

58 enmendarse en adelante de esas mismas faltas.

59 No ceder a los deseos de la carne,

60 odiar la propia voluntad,

61 obedecer en todo los preceptos del abad, aun cuando él - lo que no

suceda - obre de otro modo, acordándose de aquel precepto del Señor:

"Hagan lo que ellos dicen, pero no lo que ellos hacen".

62 No querer ser llamado santo antes de serlo, sino serlo primero para

que lo digan con verdad.

63 Poner por obra diariamente los preceptos de Dios,

64 amar la castidad,

65 no odiar a nadie,

66 no tener celos,

67 no tener envidia,

68 no amar la contienda,

69 huir la vanagloria.

70 Venerar a los ancianos,

71 amar a los más jóvenes.

72 Orar por los enemigos en el amor de Cristo;

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73 reconciliarse antes de la puesta del sol con quien se haya tenido

alguna discordia.

74 Y no desesperar nunca de la misericordia de Dios.

75 Estos son los instrumentos del arte espiritual.

76 Si los usamos día y noche, sin cesar, y los devolvemos el día del

juicio, el Señor nos recompensará con aquel premio que Él mismo prometió:

77 "Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni llegó al corazón del hombre lo que

Dios ha preparado a los que lo aman".

78 El taller, empero, donde debemos practicar con diligencia todas

estas cosas, es el recinto del monasterio y la estabilidad en la comunidad.

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Capitulo V

La obediencia 1 El primer grado de humildad es una obediencia sin demora.

2 Esta es la que conviene a aquellos que nada estiman tanto como a

Cristo.

3 Ya sea en razón del santo servicio que han profesado, o por el temor

del infierno, o por la gloria de la vida eterna,

4 en cuanto el superior les manda algo, sin admitir dilación alguna, lo

realizan como si Dios se lo mandara.

5 El Señor dice de éstos: "En cuanto me oyó, me obedeció".

6 Y dice también a los que enseñan: "El que a ustedes oye, a mí me

oye".

7 Estos tales, dejan al momento sus cosas, abandonan la propia

voluntad,

8 desocupan sus manos y dejan sin terminar lo que estaban haciendo, y

obedeciendo a pie juntillas, ponen por obra la voz del que manda.

9 Y así, en un instante, con la celeridad que da el temor de Dios, se

realizan como juntamente y con prontitud ambas cosas: el mandato del

maestro y la ejecución del discípulo.

10 Es que el amor los incita a avanzar hacia la vida eterna.

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11 Por eso toman el camino estrecho del que habla el Señor cuando

dice: "Angosto es el camino que conduce a la vida".

12 Y así, no viven a su capricho ni obedecen a sus propios deseos y

gustos, sino que andan bajo el juicio e imperio de otro, viven en los

monasterios, y desean que los gobierne un abad.

13 Sin duda estos tales practican aquella sentencia del Señor que dice:

"No vine a hacer mi voluntad, sino la de Aquel que me envió".

14 Pero esta misma obediencia será entonces agradable a Dios y dulce

a los hombres, si la orden se ejecuta sin vacilación, sin tardanza, sin tibieza,

sin murmuración o sin negarse a obedecer,

15 porque la obediencia que se rinde a los mayores, a Dios se rinde.

Él efectivamente dijo: "El que a ustedes oye, a mí me oye".

16 Y los discípulos deben prestarla de buen grado porque "Dios ama al

que da con alegría".

17 Pero si el discípulo obedece con disgusto y murmura, no solamente

con la boca sino también con el corazón,

18 aunque cumpla lo mandado, su obediencia no será ya agradable a

Dios que ve el corazón del que murmura.

19 Obrando así no consigue gracia alguna, sino que incurre en la pena

de los murmuradores, si no satisface y se enmienda.

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Capitulo VI

El silencio 1 Hagamos lo que dice el Profeta: "Yo dije: guardaré mis caminos para

no pecar con mi lengua; puse un freno a mi boca, enmudecí, me humillé y me

abstuve de hablar aun cosas buenas".

2 El Profeta nos muestra aquí que si a veces se deben omitir hasta

conversaciones buenas por amor al silencio, con cuanta mayor razón se

deben evitar las palabras malas por la pena del

pecado.

3 Por tanto, dada la importancia del

silencio, rara vez se dé permiso a los discípulos

perfectos para hablar aun de cosas buenas,

santas y edificantes,

4 porque está escrito: "Si hablas mucho no

evitarás el pecado",

5 y en otra parte: "La muerte y la vida

están en poder de la lengua".

6 Pues hablar y enseñar le corresponde al maestro, pero callar y

escuchar le toca al discípulo.

7 Por eso, cuando haya que pedir algo al superior, pídase con toda

humildad y respetuosa sumisión.

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8 En cuanto a las bromas, las palabras ociosas y todo lo que haga reír,

lo condenamos a una eterna clausura en todo lugar, y no permitimos que el

discípulo abra su boca para tales expresiones.

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Capitulo VII

La humildad 1 Clama, hermanos, la divina Escritura diciéndonos: "Todo el que se

ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado".

2 Al decir esto nos muestra que toda exaltación es una forma de

soberbia.

3 El Profeta indica que se

guarda de ella diciendo: "Señor, ni

mi corazón fue ambicioso ni mis ojos

altaneros; no anduve buscando

grandezas ni maravillas superiores a

mí."

4 Pero ¿qué sucederá? "Si no

he tenido sentimientos humildes, y

si mi alma se ha envanecido, Tú

tratarás mi alma como a un niño que

es apartado del pecho de su madre".

5 Por eso, hermanos, si

queremos alcanzar la cumbre de la más alta humildad, si queremos llegar

rápidamente a aquella exaltación celestial a la que se sube por la humildad

de la vida presente,

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6 tenemos que levantar con nuestros actos ascendentes la escala que

se le apareció en sueños a Jacob, en la cual veía ángeles que subían y

bajaban.

7 Sin duda alguna, aquel bajar y subir no significa otra cosa sino que

por la exaltación se baja y por la humildad se sube.

8 Ahora bien, la escala misma así levantada es nuestra vida en el

mundo, a la que el Señor levanta hasta el cielo cuando el corazón se humilla.

9 Decimos, en efecto, que los dos lados de esta escala son nuestro

cuerpo y nuestra alma, y en esos dos lados la vocación divina ha puesto los

diversos escalones de humildad y de disciplina por los que debemos subir.

10 Así, pues, el primer grado de humildad consiste en que uno tenga

siempre delante de los ojos el temor de Dios, y nunca lo olvide.

11 Recuerde, pues, continuamente todo lo que Dios ha mandado, y

medite sin cesar en su alma cómo el infierno abrasa, a causa de sus pecados,

a aquellos que desprecian a Dios, y cómo la vida eterna está preparada para

los que temen a Dios.

12 Guárdese a toda hora de pecados y vicios, esto es, los de los

pensamientos, de la lengua, de las manos, de los pies y de la voluntad propia,

y apresúrese a cortar los deseos de la carne.

13 Piense el hombre que Dios lo mira siempre desde el cielo, y que en

todo lugar, la mirada de la divinidad ve sus obras, y que a toda hora los

ángeles se las anuncian.

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14 Esto es lo que nos muestra el Profeta cuando declara que Dios está

siempre presente a nuestros pensamientos diciendo: "Dios escudriña los

corazones y los riñones".

15 Y también: "El Señor conoce los pensamientos de los hombres",16 y

dice de nuevo: "Conociste de lejos mis pensamientos".

17 Y: "El pensamiento del hombre te será manifiesto".

18 Y para que el hermano virtuoso esté en guardia contra sus

pensamientos perversos, diga siempre en su corazón: "Solamente seré puro

en tu presencia si me mantuviere alerta contra mi iniquidad".

19 En cuanto a la voluntad propia, la Escritura nos prohíbe hacerla

cuando dice: "Apártate de tus voluntades".

20 Además pedimos a Dios en la Oración que se haga en nosotros su

voluntad.

21 Justamente, pues, se nos enseña a no hacer nuestra voluntad

cuidándonos de lo que la Escritura nos advierte: "Hay caminos que parecen

rectos a los hombres, pero su término se hunde en lo profundo del infierno",

22 y temiendo también, lo que se dice de los negligentes: "Se han

corrompido y se han hecho abominables en sus deseos".

23 En cuanto a los deseos de la carne, creamos que Dios está siempre

presente, pues el Profeta dice al Señor: "Ante ti están todos mis deseos".

24 Debemos, pues, cuidarnos del mal deseo, porque la muerte está

apostada a la entrada del deleite.

25 Por eso la Escritura nos da este precepto: "No vayas en pos de tus

concupiscencias".

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26 Luego, si "los ojos del Señor vigilan a buenos y malos",

27 y "el Señor mira siempre desde el cielo a los hijos de los hombres,

para ver si hay alguno inteligente y que busque a Dios",

28 y si los ángeles que nos están asignados, anuncian día y noche

nuestras obras al Señor,

29 hay que estar atentos, hermanos, en todo tiempo, como dice el

Profeta en el salmo, no sea que Dios nos mire en algún momento y vea que

nos hemos inclinado al mal y nos hemos hecho inútiles,

30 y perdonándonos en esta vida, porque es piadoso y espera que nos

convirtamos, nos diga en la vida futura: "Esto hiciste y callé".

31 El segundo grado de humildad consiste en que uno no ame su propia

voluntad, ni se complazca en hacer sus gustos,

32 sino que imite con hechos al Señor que dice: "No vine a hacer mi

voluntad sino la de Aquel que me envió".

33 Dice también la Escritura: "La voluntad tiene su pena, y la

necesidad engendra la corona."

34 El tercer grado de humildad consiste en que uno, por amor de Dios,

se someta al superior en cualquier obediencia, imitando al Señor de quien

dice el Apóstol: "Se hizo obediente hasta la muerte".

35 El cuarto grado de humildad consiste en que, en la misma

obediencia, así se impongan cosas duras y molestas o se reciba cualquier

injuria, uno se abrace con la paciencia y calle en su interior,

36 y soportándolo todo, no se canse ni desista, pues dice la Escritura:

"El que perseverare hasta el fin se salvará",

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37 y también: "Confórtese tu corazón y soporta al Señor".

38 Y para mostrar que el fiel debe sufrir por el Señor todas las cosas,

aun las más adversas, dice en la persona de los que sufren: "Por ti

soportamos la muerte cada día; nos consideran como ovejas de matadero".

39 Pero seguros de la recompensa divina que esperan, prosiguen

gozosos diciendo: "Pero en todo esto triunfamos por Aquel que nos amó".

40 La Escritura dice también en otro lugar: "Nos probaste, ¡oh Dios!

nos purificaste con el fuego como se purifica la plata; nos hiciste caer en el

lazo; acumulaste tribulaciones sobre nuestra espalda".

41 Y para mostrar que debemos estar bajo un superior prosigue

diciendo: "Pusiste hombres sobre nuestras cabezas".

42 En las adversidades e injurias cumplen con paciencia el precepto del

Señor, y a quien les golpea una mejilla, le ofrecen la otra; a quien les quita la

túnica le dejan el manto, y si los obligan a andar una milla, van dos;

43 con el apóstol Pablo soportan a los falsos hermanos, y bendicen a

los que los maldicen.

44 El quinto grado de humildad consiste en que uno no le oculte a su

abad todos los malos pensamientos que llegan a su corazón y las malas

acciones cometidas en secreto, sino que los confiese humildemente.

45 La Escritura nos exhorta a hacer esto diciendo: "Revela al Señor tu

camino y espera en Él".

46 Y también dice: "Confiesen al Señor porque es bueno, porque es

eterna su misericordia".

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47 Y otra vez el Profeta: "Te manifesté mi delito y no oculté mi

injusticia.

48 Dije: confesaré mis culpas al Señor contra mí mismo, y Tú

perdonaste la impiedad de mi corazón".

49 El sexto grado de humildad consiste en que el monje esté contento

con todo lo que es vil y despreciable, y que juzgándose obrero malo e indigno

para todo lo que se le mande,

50 se diga a sí mismo con el Profeta: "Fui reducido a la nada y nada

supe; yo era como un jumento en tu presencia, pero siempre estaré contigo".

51 El séptimo grado de humildad consiste en que uno no sólo diga con la

lengua que es el inferior y el más vil de todos, sino que también lo crea con

el más profundo sentimiento del corazón,

52 humillándose y diciendo con el Profeta: "Soy un gusano y no un

hombre, oprobio de los hombres y desecho de la plebe.

53 He sido ensalzado y luego humillado y confundido".

54 Y también: "Es bueno para mí que me hayas humillado, para que

aprenda tus mandamientos".

55 El octavo grado de humildad consiste en que el monje no haga nada

sino lo que la Regla del monasterio o el ejemplo de los mayores le indica que

debe hacer.

56 El noveno grado de humildad consiste en que el monje no permita a

su lengua que hable. Guarde, pues, silencio y no hable hasta ser preguntado,

57 porque la Escritura enseña que "en el mucho hablar no se evita el

pecado".

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58 y que "el hombre que mucho habla no anda rectamente en la tierra".

59 El décimo grado de humildad consiste en que uno no se ría fácil y

prontamente, porque está escrito: "El necio en la risa levanta su voz".

60 El undécimo grado de humildad consiste en que el monje, cuando

hable, lo haga con dulzura y sin reír, con humildad y con gravedad, diciendo

pocas y juiciosas palabras, y sin levantar la voz,

61 pues está escrito: "Se reconoce al sabio por sus pocas palabras".

62 El duodécimo grado de humildad consiste en que el monje no sólo

tenga humildad en su corazón, sino que la demuestre siempre a cuantos lo

vean aun con su propio cuerpo,

63 es decir, que en la Obra de Dios, en el oratorio, en el monasterio,

en el huerto, en el camino, en el campo, o en cualquier lugar, ya esté sentado

o andando o parado, esté siempre con la cabeza inclinada y la mirada fija en

tierra,

64 y creyéndose en todo momento reo por sus pecados, se vea ya en el

tremendo juicio.

65 Y diga siempre en su corazón lo que decía aquel publicano del

Evangelio con los ojos fijos en la tierra: "Señor, no soy digno yo, pecador, de

levantar mis ojos al cielo".

66 Y también con el Profeta: "He sido profundamente encorvado y

humillado".

67 Cuando el monje haya subido estos grados de humildad, llegará

pronto a aquel amor de Dios que "siendo perfecto excluye todo temor",

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68 en virtud del cual lo que antes observaba no sin temor, empezará a

cumplirlo como naturalmente, como por costumbre,

69 y no ya por temor del infierno sino por amor a Cristo, por el mismo

hábito bueno y por el atractivo de las virtudes.

70 Todo lo cual el Señor se dignará manifestar por el Espíritu Santo

en su obrero, cuando ya esté limpio de vicios y pecados.

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Capitulo VIII

Los oficios

divinos por la

noche

1 En invierno, es decir, desde el primero de noviembre hasta Pascua,

siguiendo un criterio razonable, levántense a la octava hora de la noche,

2 a fin de que descansen hasta un poco más de media noche, y se

levanten ya reparados.

3 Lo que queda después de las Vigilias, empléenlo los hermanos que lo

necesiten en el estudio del salterio y de las lecturas.

4 Pero desde Pascua hasta el mencionado primero de noviembre, el

horario se regulará de este modo: Después del oficio de Vigilias, tras un

brevísimo intervalo para que los hermanos salgan a las necesidades

naturales, sigan los Laudes, que se dirán con las primeras luces del día.

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Capitulo IX

Cuantos Salmos se han de

decir en las horas nocturnas

1 En el mencionado tiempo de invierno, debe decirse en primer lugar y

por tres veces el verso: "Señor, ábreme los labios, y mi boca anunciará tus

alabanzas",

2 al que se añadirá el salmo 3 y el "Gloria";

3. tras éste, el salmo 94 con antífona, o por lo menos, cantado.

4 Siga luego el himno, después seis salmos con antífonas.

5 Dichos éstos y el verso, dé el abad la bendición. Siéntense todos en

bancos, y los hermanos lean por turno en el libro del atril, tres lecturas,

entre las cuales cántense tres responsorios.

6 Dos responsorios díganse sin "Gloria", pero después de la tercera

lectura, el que canta diga "Gloria".

7 Cuando el cantor comienza a entonarlo, levántense todos

inmediatamente de sus asientos en honor y reverencia de la Santa Trinidad.

8 Léanse en las Vigilias los libros de autoridad divina, tanto del

Antiguo como del Nuevo Testamento, así como los comentarios que hayan

hecho sobre ellos los Padres católicos conocidos y ortodoxos.

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9 Después de estas tres lecturas con sus responsorios, sigan otros

seis salmos que se han de cantar con "Alleluia".

10 Tras éstos, una lectura del Apóstol que se ha de recitar de

memoria, el verso y la súplica de la letanía, esto es el "Kyrie eleison".

11 Así se concluirán las "Vigilias" nocturnas.

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Capitulo

Como se han de celebrar en

verano la alabanza nocturna

1 Desde Pascua hasta el primero de noviembre manténgase, en cuanto

al número de salmos, todo lo que se dijo arriba,

2 pero, a causa de la brevedad de las noches, no se leerán las lecturas

en el libro, sino que, en lugar de esas tres lecturas, se dirá una de memoria,

tomada del Antiguo Testamento y seguida de un responsorio breve.

3 Todo lo demás cúmplase como se dijo, es decir, que nunca se digan

en las Vigilias menos de doce salmos, sin contar en este número el salmo 3 y

el 94.

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Capitulo XI

Como han de celebrarse las

vigilias de los domingos

1 El domingo levántense para las Vigilias más temprano.

2 Guárdese en tales Vigilias esta disposición: Reciten, como arriba

dispusimos, seis salmos y el verso. Siéntense todos por orden en los bancos,

y léase en el libro, como arriba dijimos, cuatro lecciones con sus

responsorios.

3 Sólo en el cuarto responsorio diga "Gloria" el cantor, y al entonarlo,

levántense todos en seguida con reverencia.

4 Después de estas lecturas, síganse por orden otros seis salmos con

antífonas, como los anteriores, y el verso.

5 Luego léanse de nuevo otras cuatro lecturas con sus responsorios en

el orden indicado.

6 Después de éstas, díganse tres cánticos de los Profetas, los que

determine el abad, los cuales se salmodiarán con " Aleluya”.

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7 Dígase el verso, dé el abad la bendición, y léanse otras cuatro

lecturas del Nuevo Testamento en el orden indicado.

8 Después del cuarto responsorio empiece el abad el himno "Te Deum

laudamus".

9 Una vez dicho, lea el abad una lectura de los Evangelios, estando

todos de pie con respeto y temor.

10 Al terminar, todos respondan "Amén", y prosiga en seguida el abad

con el himno "Te decet laus", y dada la bendición, empiecen los Laudes.

11 Manténgase este orden de las Vigilias del domingo en todo tiempo,

tanto en verano como en invierno,

12 a no ser que se levanten más tarde - lo que no suceda - y haya que

abreviar un poco las lecturas o los responsorios.

13 Cuídese mucho de que esto no ocurra, pero si aconteciere, el

responsable de esta negligencia dé conveniente satisfacción a Dios en el

oratorio.

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Capitulo XII

Como se ha de celebrar el

oficio de laudes

1 En los Laudes del domingo, dígase

en primer lugar el salmo 66 sin antífona,

todo seguido.

2 Luego dígase el 50 con "Aleluya";

3 tras él, el 117 y el 62;

4 después el "Benedicite" y los

"Laudate", una lectura del Apocalipsis

dicha de memoria, el responsorio, el himno,

el verso, el cántico del Evangelio, la letanía,

y así se concluye.

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Capitulo XIII

Como han de celebrarse los

laudes en los dias ordinarios

1 En los días ordinarios, en cambio, celébrese la solemnidad de Laudes

de este modo:

2 Dígase el salmo 66 sin antífona, demorándolo un poco, como el

domingo, para que todos lleguen al 50 que se dirá con antífona.

3 Luego díganse otros dos salmos, como es de costumbre, esto es:

4 el lunes, el 5 y el 35;

5 el martes, el 42 y el 56;

6 el miércoles, el 63 y el 64;

7 el jueves, el 87 y el 89;

8 el viernes, el 75 y el 91;

9 y el sábado, el 142 y el cántico del Deuteronomio que se dividirá en

dos "Glorias".

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10 Pero en los demás días se dirá un cántico de los Profetas, cada uno

en su día, como salmodia la Iglesia Romana.

11 Sigan después los "Laudate", luego una lectura del Apóstol que se ha

de recitar de memoria, el responsorio, el himno, el verso, el cántico del

Evangelio, la letanía, y así se concluye.

12 Los oficios de Laudes y Vísperas no deben terminar nunca sin que el

superior diga íntegramente la oración del Señor, de modo que todos la oigan.

Esto se hará, porque como suelen aparecer las espinas de los escándalos,

13 amonestados por la promesa de la misma oración que dice:

"Perdónanos así como nosotros perdonamos", se purifiquen de este vicio.

14 En las otras Horas, en cambio, se dirá la última parte de esta

oración, para que todos respondan: "Mas líbranos del mal. "

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Capitulo XIV

Como han de celebrarse las

vigilias en las fiestas de los

santos

1 En las festividades de los santos y en todas las solemnidades

celébrese el oficio como dispusimos para el domingo,

2 excepto que se dirán los salmos, las antífonas y las lecturas que

correspondan al mismo día. Pero guárdese la disposición prescrita.

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Capitulo XV

En que tiempos se dirá Aleluya

1 Desde la santa Pascua hasta Pentecostés, se dirá "Aleluya" sin

interrupción, tanto en los salmos como en los responsorios.

2 Pero desde Pentecostés hasta el principio de Cuaresma se dirá

únicamente todas las noches a los Nocturnos, con los seis últimos salmos.

3 Pero todos los domingos, salvo en Cuaresma, se dirán con "Aleluya"

los cánticos, Laudes, Prima, Tercia, Sexta y Nona; mas las Vísperas con

antífona.

4 En cambio, los responsorios no se digan nunca con "Aleluya", sino

desde Pascua hasta Pentecostés.

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Capitulo XVI

Como se han de celebrar los

oficios divinos durante el día

1 Dice el Profeta: "Siete veces al día te alabé".

2 Nosotros observaremos este sagrado número septenario, si

cumplimos los oficios de nuestro servicio en Laudes, Prima, Tercia, Sexta,

Nona, Vísperas y Completas,

3 porque de estas horas del día se dijo: "Siete veces al día te alabé".

4 Pues de las Vigilias nocturnas dijo el mismo Profeta: "A media noche

me levantaba para darte gracias".

5 Ofrezcamos, entonces, alabanzas a nuestro Creador "por los juicios

de su justicia", en estos tiempos, esto es, en Laudes, Prima, Tercia, Sexta,

Nona, Vísperas y Completas, y levantémonos por la noche para darle gracias.

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Capitulo XVII

Cuantos salmos se han de

cantar en esas mismas horas

1 Ya hemos dispuesto el orden de la salmodia en los Nocturnos y en

Laudes; veamos ahora en las Horas siguientes.

2 En la Hora de Prima díganse tres salmos separadamente, y no bajo

un solo "Gloria";

3 el himno de esta Hora se dirá después del verso: "Oh Dios, ven en mi

ayuda", antes de empezar los salmos.

4 Cuando se terminen los tres salmos recítese una lectura, el verso, el

"Kyrie eleison" y la conclusión.

5 A Tercia, Sexta y Nona celébrese la oración con el mismo orden,

esto es: el himno de esas Horas, tres salmos, la lectura y el verso, el "Kyrie

eleison" y la conclusión.

6 Si la comunidad fuere numerosa, los salmos se cantarán con

antífonas, pero si es reducida, seguidos.

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7 El oficio de Vísperas constará, en cambio, de cuatro salmos con

antífona;

8 después de éstos ha de recitarse la lectura, luego el responsorio, el

himno, el verso, el cántico del Evangelio, la letanía, y termínese con la

Oración del Señor.

9 Completas comprenderá la recitación de tres salmos que se han de

decir seguidos, sin antífona;

10 después de ellos, el himno de esta Hora, una lectura, el verso, el

"Kyrie eleison", y termínese con una bendición.

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Capitulo XVIII

En que orden se han de decir

los salmos

1 Primero dígase el verso: "Oh Dios, ven en mi ayuda; apresúrate,

Señor, a socorrerme", y "Gloria"; y después el himno de cada Hora.

2 En Prima del domingo se han de decir cuatro secciones del salmo

118,

3 pero en las demás Horas, esto es, en Tercia, Sexta y Nona, díganse

tres secciones de dicho salmo 118.

4 En Prima del lunes díganse tres salmos, el 1, el 2 y el 6.

5 Y así cada día en Prima, hasta el domingo, díganse por orden tres

salmos hasta el 19, dividiendo el salmo 9 y el 17 en dos partes. 6 Se hace así,

para que las Vigilias del domingo empiecen siempre con el salmo 20.

7 En Tercia, Sexta y Nona del lunes díganse las nueve secciones que

quedan del salmo 118, tres en cada Hora.

8 Como el salmo 118 se termina en dos días, esto es entre el domingo y

el lunes,

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9 el martes en Tercia, Sexta y Nona salmódiense tres salmos desde el

119 hasta el 127, esto es, nueve salmos.

10 Estos salmos se repetirán siempre los mismos en las mismas Horas

hasta el domingo, conservando todos los días la misma disposición de himnos,

lecturas y versos.

11 Así se comenzará siempre el domingo con el salmo 118.

12 Cántese diariamente Vísperas modulando cuatro salmos,

13 desde el 109 hasta el 147,

14 exceptuando los que se han reservado para otras Horas, esto es,

desde el 117 hasta el 127, y el 133 y el 142.

15 Los demás deben decirse en Vísperas.

16 Pero como resultan tres salmos menos, por eso han de dividirse los

más largos de dicho número, es a saber, el 138, el 143 y el 144.

17 En cambio el 116, porque es breve, júntese con el 115.

18 Dispuesto, pues, el orden de los salmos vespertinos, lo demás, esto

es, lectura, responsorio, himno, verso y cántico, cúmplase como arriba

dispusimos.

19 En Completas, en cambio, repítanse diariamente los mismos salmos,

es a saber, el 4, el 90 y el 133.

20 Dispuesto el orden de la salmodia diurna, todos los demás salmos

que quedan, repártanse por igual en las Vigilias de las siete noches,

21 dividiendo aquellos salmos que son más largos, y asignando doce

para cada noche.

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22 Advertimos especialmente que si a alguno no le gusta esta

distribución de salmos, puede ordenarlos como le parezca mejor,

23 con tal que mantenga siempre la recitación íntegra del salterio de

ciento cincuenta salmos en una semana, y que en las Vigilias del domingo se

vuelva a comenzar desde el principio,

24 porque muestran un muy flojo servicio de devoción los monjes que,

en el espacio de una semana, salmodian menos que un salterio, con los

cánticos acostumbrados,

25 cuando leemos que nuestros santos Padres cumplían valerosamente

en un día, lo que nosotros, tibios, ojalá realicemos en toda una semana.

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Capitulo XIX

El modo de salmodiar

1 Creemos que Dios está presente en todas partes, y que "los ojos del

Señor vigilan en todo lugar a buenos y malos",

2 pero debemos creer esto sobre todo y sin la menor vacilación,

cuando asistimos a la Obra de Dios.

3 Por tanto, acordémonos siempre de lo que dice el Profeta: "Sirvan al

Señor con temor".

4 Y otra vez: "Canten sabiamente".

5 Y, "En presencia de los ángeles cantaré para ti".

6 Consideremos, pues, cómo conviene estar en la presencia de la

Divinidad y de sus ángeles,

7 y asistamos a la salmodia de tal modo que nuestra mente concuerde

con nuestra voz.

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Capitulo XX

La reverencia en la oración

1 Si cuando queremos sugerir algo a hombres poderosos, no osamos

hacerlo sino con humildad y reverencia,

2 con cuánta mayor razón se ha de suplicar al Señor Dios de todas las

cosas con toda humildad y pura devoción.

3 Y sepamos que seremos escuchados, no por hablar mucho, sino por la

pureza de corazón y compunción de lágrimas.

4 Por eso la oración debe ser breve y pura, a no ser que se prolongue

por un afecto inspirado por la gracia divina.

5 pero en comunidad abréviese la oración en lo posible, y cuando el

superior dé la señal, levántense todos juntos.

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Capitulo XXI

Los decanos del monasterio

1 Si la comunidad es numerosa, elíjanse hermanos que tengan buena

fama y una vida santa, y sean nombrados decanos,

2 para que velen en todo con solicitud sobre sus decanías, según los

mandamientos de Dios y los preceptos de su abad.

3 Elíjanse decanos a aquellos con quienes el abad pueda compartir

confiadamente su cargo.

4 Y no se elijan por orden, sino según el mérito de su vida y la

sabiduría de su doctrina.

5 Si alguno de los decanos, hinchado por el espíritu de soberbia, se

hace reprensible, corríjaselo una primera, una segunda y una tercera vez, y

si no quiere enmendarse, destitúyaselo

6 y póngase en su lugar a otro que sea digno. 7 Lo mismo establecemos

respecto del prior.

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Capitulo XXII

Como han de dormir los

monjes

1 Duerma cada cual en su cama.

2 Reciban de su abad la ropa de cama adecuada a su género de vida.

3 Si es posible, duerman todos en un mismo local, pero si el número no

lo permite, duerman de a diez o de a veinte, con ancianos que velen sobre

ellos.

4 En este dormitorio arda constantemente una lámpara hasta el

amanecer.

5 Duerman vestidos, y ceñidos con cintos o cuerdas. Cuando duerman,

no tengan a su lado los cuchillos, no sea que se hieran durante el sueño.

6 Estén así los monjes siempre preparados, y cuando se dé la señal,

levántense sin tardanza y apresúrense a anticiparse unos a otros para la

Obra de Dios, aunque con toda gravedad y modestia.

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7 Los hermanos más jóvenes no tengan las camas contiguas, sino

intercaladas con las de los ancianos.

8 Cuando se levanten para la Obra de Dios, anímense discretamente

unos a otros, para que los soñolientos no puedan excusarse.

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Capitulo XXIII

La excomunión por las faltas

1 Si algún hermano es terco, desobediente, soberbio o murmurador, o

contradice despreciativamente la Santa Regla en algún punto, o los

preceptos de sus mayores,

2 sea amonestado secretamente por sus ancianos una y otra vez,

según el precepto de nuestro Señor.

3 Si no se enmienda, repréndaselo públicamente delante de todos.

4 Si ni así se corrige, sea excomulgado, con tal que sea capaz de

comprender la importancia de esta pena.

5 Si no es capaz, reciba un castigo corporal.

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Capitulo XXIV

Cual debe ser el alcance de la

excomunión

1 La gravedad de la excomunión o del castigo debe calcularse por la

gravedad de la falta,

2 cuya estimación queda a juicio del abad.

3 Si un hermano cae en faltas leves, no se le permita compartir la

mesa.

4 Con el excluído de la mesa común se seguirá este criterio: En el

oratorio no entone salmo o antífona, ni lea la lectura, hasta que satisfaga.

5 Tome su alimento solo, después que los hermanos hayan comido;

6 así, por ejemplo, si los hermanos comen a la hora de sexta, coma él a

la de nona, si los hermanos a la de nona, él a la de vísperas,

7 hasta que sea perdonado gracias a una expiación conveniente.

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Capitulo XXV

Las faltas más graves

1 Al hermano culpable de una falta más grave exclúyanlo a la vez de la

mesa y del oratorio.

2 Ninguno de los hermanos se acerque a él para hacerle compañía o

para conversar.

3 Esté solo en el trabajo que le manden hacer, y persevere en llanto

de penitencia meditando aquella terrible sentencia del Apóstol que dice:

4 "Este hombre ha sido entregado a la muerte de la carne, para que su

espíritu se salve en el día del Señor".

5 Tome a solas su alimento, en la medida y hora que el abad juzgue

convenirle.

6 Nadie lo bendiga al pasar, ni se bendiga el alimento que se le da.

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Capitulo XXVI

Los que se juntan sin permiso

con los excomulgados

1 Si algún hermano se atreve, sin orden del abad, a tomar contacto de

cualquier modo con un hermano excomulgado, a hablar con él o a enviarle un

mensaje,

2 incurra en la misma pena de la excomunión.

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Capitulo XXVII

Con que solicitud debe el abad

cuidar de los excomulgados

1 Cuide el abad con la mayor solicitud de los hermanos culpables,

porque "no necesitan médico los sanos, sino los enfermos".

2 Por eso debe usar todos los recursos, como un sabio médico.

Envíe, pues, "sempectas", esto es, hermanos ancianos prudentes

3 que, como en secreto, consuelen al hermano vacilante, lo animen para

que haga una humilde satisfacción, y lo consuelen "para que no sea abatido

por una excesiva tristeza",

4 sino que, como dice el Apóstol, "experimente una mayor caridad"; y

todos oren por él.

5 Debe, pues, el abad extremar la solicitud y procurar con toda

sagacidad e industria no perder ninguna de las ovejas confiadas a él.

6 Sepa, en efecto, que ha recibido el cuidado de almas enfermas, no

el dominio tiránico sobre las sanas, 7 y tema lo que Dios dice en la amenaza

del Profeta: "Tomaban lo que veían gordo y desechaban lo flaco".

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8 Imite el ejemplo de piedad del buen Pastor, que dejó noventa y

nueve ovejas en los montes, y se fue a buscar una que se había perdido.

9 Y tanto se compadeció de su flaqueza, que se dignó cargarla sobre

sus sagrados hombros y volverla así al rebaño.

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Capitulo XXIX

Si los monjes que se van del

monasterio deben ser recibidos de

nuevo

1 El hermano que se fuese del monasterio por su propia culpa, y quiere

luego volver, comience por prometer una total enmienda de lo que fue causa

de su salida.

2 Se le recibirá entonces en el último grado, para que así se

compruebe su humildad.

3 Más si vuelve a salir, recíbaselo de igual modo hasta una tercera

vez, sabiendo que, en adelante, toda posibilidad de retorno le será

denegada.

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Capitulo XXX

Como han de ser corregidos

los niños en su menor edad

1 Cada uno debe ser tratado según su edad y capacidad.

2 Por eso, los niños y los adolescentes, o aquellos que son incapaces de

comprender la gravedad de la pena de la excomunión,

3 siempre que cometan una falta, deberán ser sancionados con

rigurosos ayunos o corregidos con ásperos azotes, para que sanen.

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Capitulo XXXI

Como debe ser el mayordomo

del monasterio

1 Elíjase como mayordomo del monasterio a uno de la comunidad que

sea sabio, maduro de costumbres, sobrio y frugal, que no sea ni altivo, ni

agitado, ni propenso a injuriar, ni tardo, ni pródigo,

2 sino temeroso de Dios, y que sea como un padre para toda la

comunidad.

3 Tenga el cuidado de todo.

4 No haga nada sin orden del abad,

5 sino que cumpla todo lo que se le mande.

6 No contriste a los hermanos.

7 Si quizás algún hermano pide algo sin razón, no lo entristezca con su

desprecio, sino niéguele razonablemente y con humildad lo que aquél pide

indebidamente.

8 Mire por su alma, acordándose siempre de aquello del Apóstol:

"Quien bien administra, se procura un buen puesto".

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9 Cuide con toda solicitud de los enfermos, niños, huéspedes y pobres,

sabiendo que, sin duda, de todos éstos ha de dar cuenta en el día del juicio.

10 Mire todos los utensilios y bienes del monasterio como si fuesen

vasos sagrados del altar.

11 No trate nada con negligencia.

12 No sea avaro ni pródigo, ni dilapide los bienes del monasterio. Obre

en todo con mesura y según el mandato del abad.

13 Ante todo tenga humildad, y al que no tiene qué darle, déle una

respuesta amable,

14 porque está escrito: "Más vale una palabra amable que la mejor

dádiva"

15 Tenga bajo su cuidado todo lo que el abad le encargue, y no se

entrometa en lo que aquél le prohíba.

16 Proporcione a los hermanos el sustento establecido sin ninguna

arrogancia ni dilación, para que no se escandalicen, acordándose de lo que

merece, según la palabra divina, aquel que "escandaliza a alguno de los

pequeños".

17 Si la comunidad es numerosa, dénsele ayudantes, con cuya

asistencia cumpla él mismo con buen ánimo el oficio que se le ha confiado.

18 Dense las cosas que se han de dar, y pídanse las que se han de

pedir, en las horas que corresponde, 19 para que nadie se perturbe ni aflija

en la casa de Dios.

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Capitulo XXXII

Las herramientas y

objetos del monasterio

1 El abad confíe los bienes del monasterio, esto es, herramientas,

vestidos y cualesquiera otras cosas, a hermanos de cuya vida y costumbres

esté seguro,

2 y asígneselas para su custodia y conservación, como él lo juzgue

conveniente.

3 de estos bienes tenga el abad un inventario, para saber lo que da y

lo que recibe, cuando los hermanos se suceden en sus cargos.

4 Si alguien trata las cosas del monasterio con sordidez o descuido,

sea corregido, y si no se enmienda, sométaselo a la disciplina de la Regla.

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Capitulo XXXIII

Si los monjes deben tener algo

propio

1 En el monasterio se ha de cortar radicalmente este vicio.

2 Que nadie se permita dar o recibir cosa alguna sin mandato del

abad,

3 ni tener en propiedad nada absolutamente, ni libro, ni tablillas, ni

pluma, nada en absoluto,

4 como a quienes no les es lícito disponer de su cuerpo ni seguir sus

propios deseos.

5 Todo lo necesario deben esperarlo del padre del monasterio, y no

les está permitido tener nada que el abad no les haya dado o concedido.

6 Y que "todas las cosas sean comunes a todos", como está escrito, de

modo que nadie piense o diga que algo es suyo.

7 Si se sorprende a alguno que se complace en este pésimo vicio,

amonésteselo una y otra vez,

8 y si no se enmienda, sométaselo a la corrección.

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Capitulo XXXIV

Si todos deben recibir

igualmente lo necesario

1 Está escrito: "Repartíase a cada uno de acuerdo a lo que

necesitaba".

2 No decimos con esto que haya acepción de personas, no lo permita

Dios, sino consideración de las flaquezas.

3 Por eso, el que necesita menos, dé gracias a Dios y no se contriste;

4 en cambio, el que necesita más, humíllese por su flaqueza y no se

engría por la misericordia.

5 Así todos los miembros estarán en paz.

6 Ante todo, que el mal de la murmuración no se manifieste por ningún

motivo en ninguna palabra o gesto.

7 Si alguno es sorprendido en esto, sométaselo a una sanción muy

severa.

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Capitulo XXXV

Los semaneros de cocina 1 Sírvanse los hermanos unos a otros, de tal modo que nadie se

dispense del trabajo de la cocina, a no ser por enfermedad o por estar

ocupado en un asunto de mucha utilidad,

2 porque de ahí se adquiere el premio de una caridad muy grande.

3 Dése ayuda a los débiles, para que no hagan este trabajo con

tristeza;

4 y aun tengan todos ayudantes según el estado de la comunidad y la

situación del lugar.

5 Si la comunidad es numerosa, el mayordomo sea dispensado de la

cocina, como también los que, como ya dijimos, están ocupados en cosas de

mayor utilidad.

6 Los demás sírvanse unos a otros con caridad.

7 El que termina el servicio semanal, haga limpieza el sábado.

8 Laven las toallas con las que los hermanos se secan las manos y los

pies.

9 Tanto el que sale como el que entra, laven los pies a todos.

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10 Devuelva al mayordomo los utensilios de su ministerio limpios y

sanos,

11 y el mayordomo, a su vez, entréguelos al que entra, para saber lo

que da y lo que recibe.

12 Los semaneros recibirán una hora antes de la comida, un poco de

vino y de pan sobre la porción que les corresponde,

13 para que a la hora de la refección sirvan a sus hermanos sin

murmuración y sin grave molestia,

14 pero en las solemnidades esperen hasta el final de la comida.

15 Al terminar los Laudes del domingo, los semaneros que entran y los

que salen, se pondrán de rodillas en el oratorio a los pies de todos, pidiendo

que oren por ellos.

16 El que termina su semana, diga este verso: "Bendito seas, Señor

Dios, porque me has ayudado y consolado".

17 Dicho esto tres veces, el que sale recibirá la bendición. Luego

seguirá el que entra diciendo: "Oh Dios, ven en mi ayuda, apresúrate, Señor,

a socorrerme".

18 Todos repitan también esto tres veces, y luego de recibir la

bendición, entre a servir.

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Capitulo XXXVI

Los hermanos enfermos

1 Ante todo y sobre todo se ha de atender a los hermanos enfermos,

sirviéndolos como a Cristo en persona,

2 pues Él mismo dijo: "Enfermo estuve y me visitaron"

3 y "Lo que hicieron a uno de estos pequeños, a mí me lo hicieron".

4 Pero consideren los mismos enfermos que a ellos se los sirve para

honrar a Dios, y no molesten con sus pretensiones excesivas a sus hermanos

que los sirven.

5 Sin embargo, se los debe soportar pacientemente, porque tales

enfermos hacen ganar una recompensa mayor.

6 Por tanto el abad tenga sumo cuidado de que no padezcan ninguna

negligencia.

7 Para los hermanos enfermos haya un local aparte atendido por un

servidor temeroso de Dios, diligente y solícito.

8 Ofrézcase a los enfermos, siempre que sea conveniente, el uso de

baños; pero a los sanos, especialmente a los jóvenes, permítaselos más

difícilmente.

9 A los enfermos muy débiles les es permitido comer carne para

reponerse, pero cuando mejoren, dejen de hacerlo, como se acostumbra.

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10 Preocúpese mucho el abad de que los mayordomos y los servidores

no descuiden a los enfermos, porque él es el responsable de toda falta

cometida por los discípulos.

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Capitulo XXXVII

Los ancianos y los niños

1 Aunque la misma naturaleza humana mueva a ser misericordioso con

estas dos edades, o sea la de los ancianos y la de los niños, la autoridad de la

Regla debe, sin embargo, mirar también por ellos.

2 Téngase siempre presente su debilidad, y en modo alguno se aplique

a ellos el rigor de la Regla en lo que a alimentos se refiere,

3 sino que se les tendrá una amable consideración, y anticiparán las

horas de comida regulares.

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Capitulo XXXVIII

El lector de la semana

1 En la mesa de los hermanos no debe faltar la lectura. Pero no debe

leer allí el que de buenas a primeras toma el libro, sino que el lector de toda

la semana ha de comenzar su oficio el domingo.

2 Después de la misa y comunión, el que entra en función pida a todos

que oren por él, para que Dios aparte de él el espíritu de vanidad.

3 Y digan todos tres veces en el oratorio este verso que comenzará el

lector: "Señor, ábreme los labios, y mi boca anunciará tus alabanzas".

4 Reciba luego la bendición y comience su oficio de lector.

5 Guárdese sumo silencio, de modo que no se oiga en la mesa ni el

susurro ni la voz de nadie, sino sólo la del lector.

6 Sírvanse los hermanos unos a otros, de modo que los que comen y

beben, tengan lo necesario y no les haga falta pedir nada;

7 pero si necesitan algo, pídanlo llamando con un sonido más bien que

con la voz.

8 Y nadie se atreva allí a preguntar algo sobre la lectura o sobre

cualquier otra cosa, para que no haya ocasión de hablar,

9 a no ser que el superior quiera decir algo brevemente para

edificación.

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10 El hermano lector de la semana tomará un poco de vino con agua

antes de comenzar a leer, a causa de la santa Comunión, y para que no le

resulte penoso soportar el ayuno.

11 Luego tomará su alimento con los semaneros de cocina y los

servidores.

12 No lean ni canten todos los hermanos por orden, sino los que

edifiquen a los oyentes.

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Capitulo XXXIX

La medida de la comida

1 Nos parece suficiente que en la comida diaria, ya se sirva ésta a la

hora sexta o a la hora nona, se sirvan en todas las mesas dos platos cocidos

a causa de las flaquezas de algunos,

2 para que el que no pueda comer de uno coma del otro.

3 Sean, pues, suficientes dos platos cocidos para todos los hermanos,

y si se pueden conseguir frutas o legumbres, añádase un tercero.

4 Baste una libra bien pesada de pan al día, ya sea que haya una sola

comida, o bien almuerzo y cena.

5 Si han de cenar, reserve el mayordomo una tercera parte de esa

misma libra para darla en la cena.

6 Pero si el trabajo ha sido mayor del habitual, el abad tiene plena

autoridad para agregar algo, si cree que conviene,

7 evitando empero, ante todo, los excesos, para que nunca el monje

sufra una indigestión,

8 ya que nada es tan contrario a todo cristiano como la glotonería,

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9 como dice el Señor: "Miren que no se graven sus corazones con la

voracidad".

10 A los niños de tierna edad no se les dé la misma cantidad que a los

mayores, sino menos, guardando en todo la templanza.

11 Y todos absténganse absolutamente de comer carne de

cuadrúpedos, excepto los enfermos muy débiles.

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Capitulo XL

La medida de la bebida

1 "Cada cual ha recibido de Dios su propio don, uno de una manera,

otro de otra",

2 por eso establecemos con algún escrúpulo la medida del sustento de

los demás.

3 Teniendo, pues, en cuenta la flaqueza de los débiles, creemos que es

suficiente para cada uno una hémina de vino al día.

4 Pero aquellos a quienes Dios les da la virtud de abstenerse, sepan

que han de tener un premio particular.

5 Juzgue el superior si la necesidad del lugar, el trabajo o el calor del

verano exigen más, cuidando en todo caso de que no se llegue a la saciedad o

a la embriaguez.

6 Aunque leemos que el vino en modo alguno es propio de los monjes,

como en nuestros tiempos no se los puede persuadir de ello, convengamos al

menos en no beber hasta la saciedad sino moderadamente,

7 porque "el vino hace apostatar hasta a los sabios".

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8 Pero donde las condiciones del lugar no permiten conseguir la

cantidad que dijimos, sino mucho menos, o nada absolutamente, bendigan a

Dios los que allí viven, y no murmuren.

9 Ante todo les advertimos esto, que no murmuren.

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Capitulo XLI

A que horas se debe comer

1 Desde la santa Pascua hasta Pentecostés, coman los monjes a la hora

sexta, y cenen al anochecer.

2 Desde Pentecostés, durante el verano, si los monjes no trabajan en

el campo o no les molesta un calor excesivo, ayunen los miércoles y viernes

hasta nona,

3 y los demás días coman a sexta.

4 Pero si trabajan en el campo, o el calor del verano es excesivo, la

comida manténgase a la hora sexta. Quede esto a juicio del abad.

5 Éste debe temperar y disponer todo de modo que las almas se

salven, y que los hermanos hagan lo que hacen sin justa murmuración.

6 Desde el catorce de setiembre hasta el principio de Cuaresma,

coman siempre los hermanos a la hora nona.

7 En Cuaresma, hasta Pascua, coman a la hora de vísperas.

8 Las mismas Vísperas celébrense de tal modo que los que comen, no

necesiten luz de lámparas, sino que todo se concluya con la luz del día.

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9 Y siempre calcúlese también la hora de la cena o la de la única

comida de tal modo que todo se haga con luz natural.

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Capitulo XLII

Que nadie hable después de

completas

1 Los monjes deben esforzarse en guardar silencio en todo momento,

pero sobre todo en las horas de la noche.

2 Por eso, en todo tiempo, ya sea de ayuno o de refección, se

procederá así:

3 Si se trata de tiempo en que no se ayuna, después de levantarse de

la cena, siéntense todos juntos, y uno lea las "Colaciones" o las "Vidas de los

Padres", o algo que edifique a los oyentes,

4 pero no el Heptateuco o los Reyes, porque no les será útil a los

espíritus débiles oír esta parte de la Escritura en aquella hora. Léase, sin

embargo, en otras horas.

5 Si es día de ayuno, díganse Vísperas, y tras un corto intervalo

acudan enseguida a la lectura de las "Colaciones", como dijimos.

6 Lean cuatro o cinco páginas o lo que permita la hora,

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7 para que durante ese tiempo de lectura puedan reunirse todos,

porque quizás alguno estuvo ocupado en cumplir algún encargo,

8 y todos juntos recen Completas.

Al salir de Completas, ninguno tiene ya permiso para decir nada a

nadie.

9 Si se encuentra a alguno que quebranta esta regla de silencio,

sométaselo a un severo castigo,

10 salvo si lo hace porque es necesario atender a los huéspedes, o si

quizás el abad manda algo a alguien.

11 Pero aun esto mismo hágase con suma gravedad y discretísima

moderación.

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Capitulo XLIII

Los que llegan tarde a la

obra de dios o a la mesa

1 Cuando sea la hora del Oficio divino, ni bien oigan la señal, dejen

todo lo que tengan entre manos y acudan con gran rapidez,

2 pero con gravedad, para no provocar disipación.

3 Nada, pues, se anteponga a la Obra de Dios.

4 Si alguno llega a las Vigilias después del Gloria del salmo 94 (que por

esto queremos que se diga muy pausadamente y con lentitud),

5 no ocupe su puesto en el coro, sino el último de todos o el lugar

separado que el abad determine para tales negligentes, para que sea visto

por él y por todos.

6 Luego, al terminar la Obra de Dios, haga penitencia con pública

satisfacción.

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7 Juzgamos que éstos deben colocarse en el último lugar o aparte,

para que, al ser vistos por todos, se corrijan al menos por su misma

vergüenza.

8 Pero si se quedan fuera del oratorio, habrá alguno quizás que se

vuelva a acostar y a dormir, o bien se siente afuera y se entretenga

charlando y dé ocasión al maligno.

9 Que entren, pues, para que no lo pierdan todo y en adelante se

enmienden.

10 En las Horas diurnas, quien no llega a la Obra de Dios hasta después

del verso y del Gloria del primer salmo que se dice después del verso,

quédese en el último lugar, según la disposición que arriba dijimos,

11 y no se atreva a unirse al coro de los que salmodian, hasta terminar

esta satisfacción, a no ser que el abad lo perdone y se lo permita;

12 pero con tal que el culpable satisfaga por su falta.

13 Quien por su negligencia o culpa no llega a la mesa antes del verso,

de modo que todos juntos digan el verso y oren y se sienten a la mesa a un

tiempo, 14 sea corregido por esto hasta dos veces. 15 Si después no se

enmienda, no se le permita participar de la mesa común, 16 sino que, privado

de la compañía de todos, coma solo, sin tomar su porción de vino, hasta que

dé satisfacción y se enmiende.

17 Reciba el mismo castigo el que no esté presente cuando se dice el

verso después de la comida.

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18 Nadie se atreva a tomar algo de comida o bebida ni antes ni

después de la hora establecida. 19 Pero si el superior le ofrece algo a

alguien, y éste lo rehúsa, cuando lo desee, no reciba lo que antes rehusó, ni

nada, absolutamente nada, antes de la enmienda correspondiente.

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Capitulo XLIV

Como han de satisfacer los

excomulgados

1 Cuando se termina en el oratorio la Obra de Dios, aquel que por

culpas graves ha sido excomulgado del oratorio y de la mesa, se postrará

junto a la puerta del oratorio sin decir nada,

2 sino que solamente permanecerá rostro en tierra, echado a los pies

de todos los que salen del oratorio.

3 Y hará esto hasta que el abad juzgue que ha satisfecho.

4 Cuando el abad lo llame, arrójese a los pies del abad, y luego a los de

todos, para que oren por él.

5 Y entonces, si el abad se lo manda, sea admitido en el coro, en el

puesto que el abad determine.

6 Pero no se atreva a entonar salmos, ni a leer o recitar cosa alguna

en el oratorio, si el abad no se lo manda de nuevo.

7 En todas las Horas, al terminar la Obra de Dios, póstrese en tierra

en el lugar en que está,

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8 y dé así satisfacción, hasta que el abad nuevamente le mande que

ponga fin a esta satisfacción.

9 Pero los que por culpas leves son excomulgados sólo de la mesa,

satisfagan en el oratorio hasta que disponga el abad.

10 Háganlo hasta que éste los bendiga y les diga que es suficiente.

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Capitulo XLV

Los que se equivocan en el

oratorio

1 Si alguno se equivoca al recitar un salmo, un responsorio, una

antífona o una lectura, y no se humilla allí mismo delante de todos dando

satisfacción, sométaselo a un mayor castigo,

2 por no haber querido corregir con la humildad la falta que cometió

por negligencia.

3 A los niños, empero, pégueseles por tales faltas.

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Capitulo XLVI

Los que faltan en

cualesquiera otras cosas

1 Si alguno, mientras hace algún trabajo en la cocina, en la despensa,

en un servicio, en la panadería, en la huerta o en otro oficio, o en cualquier

otro lugar, falta en algo,

2 rompe o pierde alguna cosa, o en cualquier lugar comete una falta,

3 y no se presenta enseguida ante el abad y la comunidad para

satisfacer y manifestar espontáneamente su falta,

4 sino que ésta es conocida por conducto de otro, sométaselo a un

castigo más riguroso.

5 Si se trata, en cambio, de un pecado oculto del alma, manifiéstelo

solamente al abad o a ancianos espirituales

6 que sepan curar sus propias heridas y las ajenas, sin descubrirlas ni

publicarlas.

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Capitulo XLVII

El anuncio de la hora

de la obra de Dios

1 El llamado a la Hora de la Obra de Dios, tanto de día como de noche,

es competencia del abad. Este puede hacerlo por sí mismo, o puede encargar

esta tarea a un hermano solícito, para que todo se haga a su debido tiempo.

2 Entonen por orden los salmos y antífonas, después del abad, aquellos

que recibieron esta orden.

3 Pero no se atreva a cantar o a leer sino aquel que pueda desempeñar

este oficio con edificación de los oyentes.

4 Y aquel a quien el abad se lo mande, hágalo con humildad, gravedad y

temor.

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Capitulo XLVIII

El trabajo manual de cada día

1 La ociosidad es enemiga del alma. Por eso los hermanos deben

ocuparse en ciertos tiempos en el trabajo manual, y a ciertas horas en la

lectura espiritual.

2 Creemos, por lo tanto, que ambas ocupaciones pueden ordenarse de

la manera siguiente:

3 Desde Pascua hasta el catorce de septiembre, desde la mañana, al

salir de Prima, hasta aproximadamente la hora cuarta, trabajen en lo que

sea necesario.

4 Desde la hora cuarta hasta aproximadamente la hora de sexta,

dedíquense a la lectura.

5 Después de Sexta, cuando se hayan levantado de la mesa, descansen

en sus camas con sumo silencio, y si tal vez alguno quiera leer, lea para sí, de

modo que no moleste a nadie.

6 Nona dígase más temprano, mediada la octava hora, y luego vuelvan

a trabajar en lo que haga falta hasta Vísperas.

7 Si las condiciones del lugar o la pobreza les obligan a recoger la

cosecha por sí mismos, no se entristezcan,

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8 porque entonces son verdaderamente monjes si viven del trabajo de

sus manos, como nuestros Padres y los Apóstoles.

9 Sin embargo, dispóngase todo con mesura, por deferencia para con

los débiles.

10 Desde el catorce de septiembre hasta el comienzo de Cuaresma,

dedíquense a la lectura hasta el fin de la hora segunda.

11 Tercia dígase a la hora segunda, y luego trabajen en lo que se les

mande hasta nona.

12 A la primera señal para la Hora de Nona, deje cada uno su trabajo,

y estén listos para cuando toquen la segunda señal.

13 Después de comer, ocúpense todos en la lectura o en los salmos.

14 En los días de Cuaresma, desde la mañana hasta el fin de la hora

tercera, ocúpense en sus lecturas, y luego trabajen en lo que se les mande,

hasta la hora décima.

15 En estos días de Cuaresma, reciban todos un libro de la biblioteca

que deberán leer ordenada e íntegramente.

16 Estos libros se han de distribuir al principio de Cuaresma.

17 Ante todo desígnense uno o dos ancianos, para que recorran el

monasterio durante las horas en que los hermanos se dedican a la lectura.

18 Vean si acaso no hay algún hermano perezoso que se entrega al ocio

y a la charla, que no atiende a la lectura, y que no sólo no saca ningún

provecho para sí, sino que aun distrae a los demás.

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19 Si se halla a alguien así, lo que ojalá no suceda, repréndaselo una y

otra vez,

20 y si no se enmienda, aplíquesele el castigo de la Regla, de modo que

los demás teman.

21 Y no se comunique un hermano con otro en las horas indebidas.

22 El domingo dedíquense también todos a la lectura, salvo los que

están ocupados en los distintos oficios.

23 A aquel que sea tan negligente o perezoso que no quiera o no pueda

meditar o leer, encárguesele un trabajo, para que no esté ocioso.

24 A los hermanos enfermos o débiles encárgueseles un trabajo o una

labor tal que, ni estén ociosos, ni se sientan agobiados por el peso del

trabajo o se vean obligados a abandonarlo.

25 El abad debe considerar la debilidad de éstos.

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Capitulo XLIX

La observancia de la Cuaresma

1 Aunque la vida del monje debería tener en todo tiempo una

observancia cuaresmal,

2 sin embargo, como son pocos los que tienen semejante fortaleza, los

exhortamos a que en estos días de Cuaresma guarden su vida con suma

pureza,

3 y a que borren también en estos días santos todas las negligencias

de otros tiempos.

4 Lo cual haremos convenientemente, si nos apartamos de todo vicio y

nos entregamos a la oración con lágrimas, a la lectura, a la compunción del

corazón y a la abstinencia.

5 Por eso, añadamos en estos días algo a la tarea habitual de nuestro

servicio, como oraciones particulares o abstinencia de comida y bebida,

6 de modo que cada uno, con gozo del Espíritu Santo, ofrezca

voluntariamente a Dios algo sobre la medida establecida,

7 esto es, que prive a su cuerpo de algo de alimento, de bebida, de

sueño, de conversación y de bromas, y espere la Pascua con la alegría del

deseo espiritual.

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8 Lo que cada uno ofrece propóngaselo a su abad, y hágalo con su

oración y consentimiento,

9 porque lo que se hace sin permiso del padre espiritual, hay que

considerarlo más como presunción y vanagloria que como algo meritorio.

10 Así, pues, todas las cosas hay que hacerlas con la aprobación del

abad.

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Capitulo L

Los hermanos que trabajan

lejos del oratorio o están de viaje

1 Los hermanos que trabajan muy lejos y no pueden acudir al oratorio

a la hora debida,

2 y el abad reconoce que es así,

3 hagan la Obra de Dios allí mismo donde trabajan, doblando las

rodillas con temor de Dios.

4 Del mismo modo, los que han salido de viaje, no dejen pasar las

horas establecidas, sino récenlas por su cuenta como puedan, y no descuiden

pagar la prestación de su servicio.

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Capitulo LI

Los hermanos que no viajan

muy lejos

1 El hermano que es enviado a alguna diligencia, y espera volver al

monasterio el mismo día, no se atreva a comer fuera, aun cuando se lo

rueguen con insistencia,

2 a no ser que su abad se lo hubiera mandado.

3 Si obra de otro modo, sea excomulgado.

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Capitulo LII

El oratorio del monasterio

1 Sea el oratorio lo que dice su nombre, y no se lo use para otra cosa,

ni se guarde nada allí.

2 Cuando terminen la Obra de Dios, salgan todos en perfecto silencio,

guardando reverencia a Dios,

3 de modo que si quizás un hermano quiere orar privadamente, no se lo

impida la importunidad de otro.

4 Y si alguno, en otra ocasión, quiere orar por su cuenta con más

recogimiento, que entre sencillamente y ore, pero no en alta voz, sino con

lágrimas y con el corazón atento.

5 Por lo tanto, al que no ora así, no se le permita quedarse en el

oratorio al concluir la Obra de Dios, no sea que, como se dijo, moleste a

otro.

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Capitulo LIII

La recepción de los huéspedes

1 Recíbanse a todos los huéspedes que llegan como a Cristo, pues Él

mismo ha de decir: "Huésped fui y me recibieron".

2 A todos dése el honor que corresponde, pero sobre todo a los

hermanos en la fe y a los peregrinos.

3 Cuando se anuncie un huésped, el superior o los hermanos salgan a su

encuentro con la más solícita caridad.

4 Oren primero juntos y dense luego la paz.

5 No den este beso de paz antes de la oración, sino después de ella, a

causa de las ilusiones diabólicas.

6 Muestren la mayor humildad al saludar a todos los huéspedes que

llegan o se van,

7 inclinando la cabeza o postrando todo el cuerpo en tierra, adorando

en ellos a Cristo, que es a quien se recibe.

8 Lleven a orar a los huéspedes que reciben, y luego el superior, o

quien éste mandare, siéntese con ellos.

9 Léanle al huésped la Ley divina para que se edifique, y trátenlo luego

con toda cortesía.

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10 En atención al huésped, el superior no ayunará (a no ser que sea un

día de ayuno importante que no pueda quebrantarse),

11 pero los hermanos continúen ayunando como de costumbre.

12 El abad vierta el agua para lavar las manos de los huéspedes,

13 y tanto el abad como toda la comunidad laven los pies a los

huéspedes.

14 Después de lavarlos, digan este verso: "Hemos recibido, Señor, tu

misericordia en medio de tu templo".

15 Al recibir a pobres y peregrinos se tendrá el máximo de cuidado y

solicitud, porque en ellos se recibe especialmente a Cristo, pues cuando se

recibe a ricos, el mismo temor que inspiran, induce a respetarlos.

16 Debe haber una cocina aparte para el abad y los huéspedes, para

que éstos, que nunca faltan en el monasterio, no incomoden a los hermanos,

si llegan a horas imprevistas.

17 Dos hermanos que cumplan bien su oficio, encárguense de esta

cocina durante un año.

18 Si es necesario, se les proporcionará ayudantes para que sirvan sin

murmuración; por el contrario, cuando estén menos ocupados, vayan a

trabajar a donde se los mande.

19 Y no sólo con éstos, sino con todos los que trabajan en oficios del

monasterio, téngase esta consideración

20 de concederles ayuda cuando lo necesiten, pero luego, cuando estén

desocupados, obedezcan lo que les manden.

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21 Un hermano, cuya alma esté poseída del temor de Dios, se

encargará de la hospedería,

22 en la cual habrá un número suficiente de camas preparadas. Y la

casa de Dios sea sabiamente administrada por varones sabios.

23 No trate con los huéspedes ni converse con ellos quien no estuviere

encargado de hacerlo.

24 Pero si alguno los encuentra o los ve, salúdelos humildemente, como

dijimos, pida la bendición y pase de largo, diciendo que no le es lícito hablar

con un huésped.

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Capitulo LIV

Si el monje debe recibir cartas

u otras cosas

1 En modo alguno le es lícito al monje recibir cartas, eulogias o

cualquier pequeño regalo de sus padres, de otra persona o de otros monjes,

ni tampoco darlos a ellos, sin la autorización del abad.

2 Aunque fueran sus padres los que le envían algo, no se atreva a

aceptarlo sin antes haber informado al abad.

3 Y si éste manda recibirlo, queda en la potestad del mismo abad el

disponer a quién se lo ha de dar.

4 Y no se ponga triste el hermano a quien se lo enviaron, no sea que dé

ocasión al diablo.

5 Al que se atreva a obrar de otro modo, sométaselo a la disciplina

regular.

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Capitulo LV

El vestido y calzado de los monjes 1 Dése a los hermanos la ropa que necesiten según el tipo de las

regiones en que viven o el clima de ellas,

2 pues en las regiones frías se necesita más, y en las cálidas menos.

3 Esta apreciación le corresponde al abad.

4 Por nuestra parte, sin embargo, creemos que en lugares templados a

cada monje le basta tener cogulla y túnica

5 (la cogulla velluda en invierno, y ligera y usada en verano),

6 un escapulario para el trabajo, y medias y zapatos para los pies.

7 No se quejen los monjes del color o de la tosquedad de estas

prendas, sino acéptenlas tales cuales se puedan conseguir en la provincia

donde vivan, o que puedan comprarse más baratas.

8 Preocúpese el abad de la medida de estos mismos vestidos, para que

no les queden cortos a los que los usan, sino a su medida.

9 Cuando reciban vestidos nuevos, devuelvan siempre al mismo tiempo

los viejos, que han de guardarse en la ropería para los pobres.

10 Pues al monje le bastan dos túnicas y dos cogullas, para poder

cambiarse de noche y para lavarlas;

11 tener más que esto es superfluo y debe suprimirse. 12 Devuelvan

también las medias y todo lo viejo, cuando reciban lo nuevo.

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13 Los que salen de viaje, reciban ropa interior de la ropería, y al

volver devuélvanla lavada.

14 Haya también cogullas y túnicas un poco mejores que las de diario;

recíbanlas de la ropería los que salen de viaje, y devuélvanlas al regresar.

15 Como ropa de cama es suficiente una estera, una manta, un

cobertor y una almohada.

16 El abad ha de revisar frecuentemente las camas, para evitar que se

guarde allí algo en propiedad.

17 Y si se descubre que alguien tiene alguna cosa que el abad no le

haya concedido, sométaselo a gravísimo castigo.

18 Para cortar de raíz este vicio de la propiedad, provea el abad todas

las cosas que son necesarias,

19 esto es: cogulla, túnica, medias, zapatos, cinturón, cuchillo, pluma,

aguja, pañuelo y tablillas para escribir, para eliminar así todo pretexto de

necesidad.

20 Sin embargo, tenga siempre presente el abad aquella sentencia de

los Hechos de los Apóstoles: "Se daba a cada uno lo que necesitaba".

21 Así, pues, atienda el abad a las flaquezas de los necesitados y no a

la mala voluntad de los envidiosos.

22 Y en todas sus decisiones piense en la retribución de Dios.

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Capitulo LVI

La mesa del abad

1 Reciba siempre el abad en su mesa a huéspedes y peregrinos.

2 Cuando los huéspedes sean pocos, puede llamar a los hermanos que

él quiera;

3 pero procure dejar uno o dos ancianos con los hermanos, para que

mantengan la disciplina.

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Capitulo LVII

Los artesanos del monasterio

1 Los artesanos que pueda haber en el monasterio, ejerzan con

humildad sus artes, si el abad se lo permite.

2 Pero si alguno de ellos se engríe por el conocimiento de su oficio,

porque le parece que hace algo por el monasterio,

3 sea removido de su oficio, y no vuelva a ejercerlo, a no ser que se

humille, y el abad lo autorice de nuevo.

4 Si hay que vender algo de lo que hacen los artesanos, los encargados

de hacerlo no se atrevan a cometer fraude alguno.

5 Acuérdense de Ananías y Safira, no sea que la muerte que ellos

padecieron en el cuerpo,

6 la padezcan en el alma éstos, y todos los que cometieren algún

fraude con los bienes del monasterio.

7 En los mismos precios no se insinúe el mal de la avaricia.

8 Véndase más bien, siempre algo más barato de lo que pueden hacerlo

los seglares, "para que en todo sea Dios glorificado".

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Capitulo LVIII

El modo de recibir a los hermanos 1 No se reciba fácilmente al que recién llega para ingresar a la vida

monástica,

2 sino que, como dice el Apóstol, "prueben los espíritus para ver si son

de Dios".

3 Por lo tanto, si el que viene persevera llamando, y parece soportar

con paciencia, durante cuatro o cinco días, las injurias que se le hacen y la

dilación de su ingreso, y persiste en su petición,

4 permítasele entrar, y esté en la hospedería unos pocos días.

5 Después de esto, viva en la residencia de los novicios, donde éstos

meditan, comen y duermen.

6 Asígneseles a éstos un anciano que sea apto para ganar almas, para

que vele sobre ellos con todo cuidado.

7 Debe estar atento para ver si el novicio busca verdaderamente a

Dios, si es pronto para la Obra de Dios, para la obediencia y las

humillaciones.

8 Prevénganlo de todas las cosas duras y ásperas por las cuales se va

a Dios.

9 Si promete perseverar en la estabilidad, al cabo de dos meses

léasele por orden esta Regla,

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10 y dígasele: He aquí la ley bajo la cual quieres militar. Si puedes

observarla, entra; pero si no puedes, vete libremente.

11 Si todavía se mantiene firme, lléveselo a la sobredicha residencia

de los novicios, y pruébeselo de nuevo en toda paciencia.

12 Al cabo de seis meses, léasele la Regla para que sepa a qué entra.

13 Y si sigue firme, después de cuatro meses reléasele de nuevo la

misma Regla.

14 Y si después de haberlo deliberado consigo, promete guardar todos

sus puntos, y cumplir cuanto se le mande, sea recibido en la comunidad,

15 sabiendo que, según lo establecido por la ley de la Regla, desde

aquel día no le será lícito irse del monasterio,

16 ni sacudir el cuello del yugo de la Regla, que después de tan morosa

deliberación pudo rehusar o aceptar.

17 El que va a ser recibido, prometa en el oratorio, en presencia de

todos, su estabilidad, vida monástica y obediencia,

18 delante de Dios y de sus santos, para que sepa que si alguna vez

obra de otro modo, va a ser condenado por Aquel de quien se burla.

19 De esta promesa suya hará una petición a nombre de los santos

cuyas reliquias están allí, y del abad presente.

20 Escriba esta petición con su mano, pero si no sabe hacerlo,

escríbala otro a ruego suyo, y el novicio trace en ella una señal y deposítela

sobre el altar con sus propias manos.

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21 Una vez que la haya depositado, empiece enseguida el mismo

novicio este verso: "Recíbeme, Señor, según tu palabra, y viviré; y no me

confundas en mi esperanza".

22 Toda la comunidad responda tres veces a este verso, agregando

"Gloria al Padre"

23 Entonces el hermano novicio se postrará a los pies de cada uno para

que oren por él, y desde aquel día sea considerado como uno de la

comunidad.

24 Si tiene bienes, distribúyalos antes a los pobres, o bien cédalos al

monasterio por una donación solemne. Y no guarde nada de todos esos

bienes para sí,

25 ya que sabe que desde aquel día no ha de tener dominio ni siquiera

sobre su propio cuerpo.

26 Después, en el oratorio, sáquenle las ropas suyas que tiene puestas,

y vístanlo con las del monasterio.

27 La ropa que le sacaron, guárdese en la ropería, donde se debe

conservar,

28 pues si alguna vez, aceptando la sugerencia del diablo, se va del

monasterio, lo que Dios no permita, sea entonces despojado de la ropa del

monasterio y despídaselo.

29 Pero aquella petición suya que el abad tomó de sobre el altar, no se

le devuelva, sino guárdese en el monasterio.

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Capitulo LIX

Los hijos de nobles

o de pobres que son ofrecidos 1 Si quizás algún noble ofrece su hijo a Dios en el monasterio, y el niño

es de poca edad, hagan los padres la petición que arriba dijimos,

2 y ofrézcanlo junto con la oblación, envolviendo la misma petición y la

mano del niño con el mantel del altar.

3 En cuanto a sus bienes, prometan bajo juramento en la mencionada

petición que nunca le han de dar cosa alguna, ni le han de procurar ocasión

de poseer, ni por sí mismos, ni por tercera persona, ni de cualquier otro

modo

4 Pero si no quieren hacer esto, y quieren dar una limosna al

monasterio en agradecimiento,

5 hagan donación de las cosas que quieren dar al monasterio, y si

quieren, resérvense el usufructo.

6 Ciérrense así todos los caminos, de modo que el niño no abrigue

ninguna esperanza que lo ilusione y lo pueda hacer perecer, lo que Dios no

permita, como lo hemos aprendido por experiencia

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7 Lo mismo harán los más pobres.

8 Pero los que no tienen absolutamente nada, hagan sencillamente la

petición y ofrezcan a su hijo delante de testigos, junto con la oblación.

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Capitulo LX

Los sacerdotes que quieren

vivir en el monasterio 1 Si algún sacerdote pide ser admitido en el monasterio, no se lo

acepte demasiado pronto.

2 Pero si insiste firmemente en este pedido, sepa que tendrá que

observar toda la disciplina de esta Regla,

3 y que no se le mitigará nada, para que se cumpla lo que está escrito:

"Amigo, ¿a qué has venido?".

4 Permítasele, sin embargo, colocarse después del abad, y si éste se lo

concede, puede bendecir y recitar las oraciones conclusivas.

5 En caso contrario, de ningún modo se atreva a hacerlo, sabiendo que

está sometido a la disciplina regular; antes bien, dé a todos ejemplos de

humildad.

6 Si se trata de ocupar un cargo en el monasterio, o de cualquier otra

cosa,

7 ocupe el lugar que le corresponde por su entrada al monasterio, y no

el que se le concedió en atención al sacerdocio.

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8 Si algún clérigo, animado del mismo deseo, quiere incorporarse al

monasterio, colóqueselo en un lugar intermedio,

9 con tal que prometa también observar la Regla y la propia

estabilidad.

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Capitulo LXI

Como han de ser recibidos los

monjes peregrinos

1 Si un monje peregrino, venido de provincias lejanas, quiere habitar

en el monasterio como huésped,

2 y acepta con gusto el modo de vida que halla en el lugar, y no

perturba al monasterio con sus exigencias,

3 sino que sencillamente se contenta con lo que encuentra, recíbaselo

todo el tiempo que quiera.

4 Y si razonablemente, con humildad y caridad critica o advierte algo,

considérelo prudentemente el abad, no sea que el Señor lo haya enviado

precisamente para eso

5 Si luego quiere fijar su estabilidad, no se opongan a tal deseo, sobre

todo porque durante su estadía como huésped pudo conocerse su vida.

6 Pero si durante este tiempo de hospedaje, se descubre que es

exigente y vicioso, no sólo no se le debe incorporar al monasterio,

7 sino que hay que decirle cortésmente que se vaya, no sea que su

mezquindad contagie a otros.

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8 Pero si no fuere tal que merezca ser despedido, no sólo se lo ha de

recibir como miembro de la comunidad, si él lo pide,

9 sino aun persuádanlo que se quede, para que con su ejemplo instruya

a los demás,

10 puesto que en todo lugar se sirve al único Señor y se milita bajo el

mismo Rey.

11 Si el abad viere que lo merece, podrá también colocarlo en un

puesto algo más elevado.

12 Y no sólo a un monje, sino también a los sacerdotes y clérigos que

antes mencionamos, puede el abad colocarlos en un sitio superior al de su

entrada, si ve que su vida lo merece.

13 Pero tenga cuidado el abad de no recibir nunca para quedarse, a un

monje de otro monasterio conocido, sin el consentimiento de su abad o

cartas de recomendación,

14 porque escrito está: " No hagas a otro lo que no quieres que hagan

contigo".

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Capitulo LXII

Los sacerdotes del monasterio 1 Si el abad quiere que le ordenen un presbítero o diácono, elija de

entre los suyos uno que sea digno de ejercer el sacerdocio.

2 El ordenado, empero, guárdese de la altivez y de la soberbia,

3 y no presuma hacer nada que no le haya mandado el abad, sabiendo

que debe someterse mucho más a la disciplina regular.

4 No olvide, con ocasión del sacerdocio, la obediencia a la Regla, antes

bien, progrese más y más en el Señor.

5 Guarde siempre el lugar que le corresponde por su ingreso al

monasterio,

6 salvo en el ministerio del altar, o también, si el voto de la comunidad

y la voluntad del abad lo hubieren querido promover por el mérito de su vida.

7 Pero sepa que debe observar la regla establecida para los decanos y

prepósitos.

8 Si se atreve a obrar de otro modo, júzgueselo no como a sacerdote

sino como a rebelde.

9 Y si amonestado muchas veces no se corrige, tómese por testigo al

mismo obispo.

10 Pero si ni así se enmienda, y las culpas son evidentes, sea expulsado

del monasterio,

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11 siempre que su contumacia sea tal que no quiera someterse y

obedecer a la Regla.

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Capitulo LXIII

El orden de la Comunidad 1 Guarde cada uno su puesto en el monasterio según su antigüedad en

la vida monástica, o de acuerdo al mérito de su vida, o según lo disponga el

abad.

2 Éste no debe perturbar la grey que le ha sido confiada, disponiendo

algo injustamente, como si tuviera un poder arbitrario,

3 sino que debe pensar siempre que ha de rendir cuenta a Dios de

todos sus juicios y acciones.

4 Por lo tanto, mantengan el orden que él haya dispuesto, o el que

tengan los mismos hermanos, para acercarse a la paz y a la comunión, para

entonar salmos, y para colocarse en el coro.

5 En ningún lugar, absolutamente, sea la edad la que determine el

orden o dé preeminencia,

6 porque Samuel y Daniel siendo niños, juzgaron a los ancianos.

7 Así, excepto los que, como dijimos, el abad haya promovido por

motivos superiores, o degradado por alguna causa, todos los demás guarden

el orden de su ingreso a la vida monástica.

8 Por ejemplo, el que llegó al monasterio a la segunda hora del día,

sepa que es menor que el que llegó a la primera, cualquiera sea su edad o

dignidad.

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9 Pero con los niños, mantengan todos la disciplina en todas las cosas.

10 Los jóvenes honren a sus mayores, y los mayores amen a los más

jóvenes.

11 Al dirigirse a alguien, nadie llame a otro por su solo nombre,

12 sino que los mayores digan "hermanos" a los más jóvenes, y los

jóvenes díganles "nonos" a sus mayores, que es expresión que denota

reverencia paternal

13 Al abad, puesto que se considera que hace las veces de Cristo,

llámeselo "señor" y "abad", no para que se engría, sino por el honor y el amor

de Cristo.

14 Por eso piense en esto, y muéstrese digno de tal honor.

15 Dondequiera que se encuentren los hermanos, el menor pida la

bendición al mayor.

16 Al pasar un mayor, levántese el más joven y cédale el asiento, sin

atreverse a sentarse junto a él, si su anciano no se lo manda,

17 cumpliendo así lo que está escrito: "Adelántense para honrarse unos

a otros".

18 Los niños y los adolescentes guarden sus puestos ordenadamente en

el oratorio y en la mesa.

19 Fuera de allí y dondequiera que sea, estén sujetos a vigilancia y a

disciplina, hasta que lleguen a la edad de la reflexión.

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Capitulo LXIV

La ordenación del abad 1 Cuando hay que ordenar un abad, téngase siempre como norma que

se ha de establecer a aquel a quien toda la comunidad, guiada por el temor

de Dios, esté de acuerdo en elegir, o al que elija sólo una parte de la

comunidad, aunque pequeña, pero con más sano criterio.

2 El que ha de ser ordenado, debe ser elegido por el mérito de su vida

y la doctrina de su sabiduría, aun cuando fuera el último de la comunidad.

3 Pero si toda la comunidad, lo que Dios no permita, elige de común

acuerdo a uno que sea tolerante con sus vicios,

4 y estos vicios de algún modo llegan al conocimiento del obispo a cuya

diócesis pertenece el lugar en cuestión, o son conocidos por los abades o

cristianos vecinos,

5 impidan éstos la conspiración de los malos, y establezcan en la casa

de Dios un administrador digno,

6 sabiendo que han de ser bien recompensados, si obran con rectitud

y por celo de Dios, y que, contrariamente, pecan si no lo hacen.

7 El que ha sido ordenado abad, considere siempre la carga que tomó

sobre sí, y a quién ha de rendir cuenta de su administración.

8 Y sepa que debe más servir que mandar.

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9 Debe ser docto en la ley divina, para que sepa y tenga de dónde

sacar cosas nuevas y viejas; sea casto, sobrio, misericordioso,

10 y siempre prefiera la misericordia a la justicia, para que él alcance

lo mismo.

11 Odie los vicios, pero ame a los hermanos.

12 Aun al corregir, obre con prudencia y no se exceda, no sea que por

raspar demasiado la herrumbre se quiebre el recipiente; 13 tenga siempre

presente su debilidad, y recuerde que no hay que quebrar la caña hendida.

14 No decimos con esto que deje crecer los vicios, sino que debe

cortarlos con prudencia y caridad, según vea que conviene a cada uno, como

ya dijimos.

15 Y trate de ser más amado que temido.

16 No sea turbulento ni ansioso, no sea exagerado ni obstinado, no sea

celoso ni demasiado suspicaz, porque nunca tendrá descanso.

17 Sea próvido y considerado en todas sus disposiciones, y ya se trate

de cosas de Dios o de cosas del siglo, discierna y modere el trabajo que

encomienda,

18 recordando la discreción del santo Jacob que decía: "Si fatigo mis

rebaños haciéndolos andar demasiado, morirán todos en un día".

19 Tomando, pues, este y otros testimonios de discreción, que es

madre de virtudes, modere todo de modo que los fuertes deseen más y los

débiles no rehúyan.

20 Sobre todo, guarde íntegramente la presente Regla,

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21 para que, habiendo administrado bien, oiga del Señor lo que oyó

aquel siervo bueno que distribuyó a su tiempo el trigo entre sus consiervos:

22 "En verdad les digo" - dice - "que lo establecerá sobre todos sus

bienes".

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Capitulo LXV

El prior del monasterio 1 Sucede a menudo que con ocasión de la ordenación del prior, se

originan graves escándalos en los monasterios.

2 En efecto, algunos, hinchados por el maligno espíritu de soberbia, se

imaginan que son segundos abades, y atribuyéndose un poder absoluto,

fomentan escándalos y causan disensiones en las comunidades.

3 Esto sucede sobre todo en aquellos lugares, donde el mismo obispo

o los mismos abades que ordenaron al abad, instituyen también al prior.

4 Se advierte fácilmente cuán absurdo sea este modo de obrar, pues

ya desde el comienzo le da pretexto para que se engría,

5 sugiriéndole el pensamiento de que está exento de la jurisdicción del

abad:

6 "porque tú también has sido ordenado por los mismos que ordenaron

al abad"

7 De aquí nacen envidias, riñas, detracciones, rivalidades, disensiones

y desórdenes.

8 Mientras el abad y el prior tengan contrarios pareceres,

necesariamente han de peligrar sus propias almas,

9 y sus subordinados, adulando cada uno a su propia parte, van a la

perdición.

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10 La responsabilidad del mal que se sigue de este peligro, pesa sobre

aquellos que fueron autores de este desorden.

11 Por lo tanto, para que se guarde la paz y la caridad, hemos visto que

conviene confiar al juicio del abad la organización del monasterio.

12 Si es posible, provéase a todas las necesidades del monasterio,

como antes establecimos, por medio de decanos, según disponga el abad,

13 de modo que siendo muchos los encargados, no se ensoberbezca uno

solo.

14 Pero si el lugar lo requiere, o la comunidad lo pide razonablemente y

con humildad, y el abad lo juzga conveniente,

15 designe él mismo su prior, eligiéndolo con el consejo de hermanos

temerosos de Dios.

16 Este prior cumpla con reverencia lo que le mande su abad, sin hacer

nada contra la voluntad o disposición del abad,

17 porque cuanto más elevado está sobre los demás, tanto más

solícitamente debe observar los preceptos de la Regla.

18 Si se ve que este prior es vicioso, o que se ensoberbece engañado

por su encumbramiento, o se comprueba que desprecia la santa Regla,

amonésteselo verbalmente hasta cuatro veces,

19 pero si no se enmienda, aplíquesele el correctivo de la disciplina

regular.

20 Y si ni así se corrige, depóngaselo del cargo de prior, y póngase en

su lugar otro que sea digno.

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21 Y si después de esto, no vive en la comunidad quieto y obediente,

expúlsenlo también del monasterio.

22 Pero piense el abad que ha de dar cuenta a Dios de todas sus

decisiones, no sea que alguna llama de envidia o de celos abrase su alma.

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Articulo LXVI

Los porteros del monasterio 1 A la puerta del monasterio póngase a un anciano discreto, que sepa

recibir recados y transmitirlos, y cuya madurez no le permita estar ocioso.

Este portero debe tener su celda junto a la puerta, para que los que

lleguen encuentren siempre presente quién les responda.

3 En cuanto alguien golpee o llame un pobre, responda enseguida

"Gracias a Dios" o "Bendíceme",

4 y con toda la mansedumbre que inspira el temor de Dios, conteste

prontamente con fervor de caridad

5 Si este portero necesita un ayudante, désele un hermano más joven.

6 Si es posible, debe construirse el monasterio de modo que tenga

todo lo necesario, esto es, agua, molino, huerta, y que las diversas artes se

ejerzan dentro del monasterio,

7 para que los monjes no tengan necesidad de andar fuera, porque

esto no conviene en modo alguno a sus almas.

8 Queremos que esta Regla se lea muchas veces en comunidad, para

que ninguno de los hermanos alegue ignorancia

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Capitulo LXVII

Los hermanos que salen de viaje 1 Los hermanos que van a salir de viaje, encomiéndense a la oración de

todos los hermanos y del abad.

2 Y en la última oración de la Obra de Dios, hágase siempre

conmemoración de todos los ausentes.

3 Los que vuelven de un viaje, el mismo día que vuelvan, al terminar la

Obra de Dios, a todas las Horas canónicas, póstrense en el suelo del

oratorio

4 y pidan a todos su oración, para reparar las faltas que tal vez

cometieron en el camino, viendo u oyendo algo malo, o teniendo

conversaciones ociosas.

5 Nadie se atreva a contar a otro lo que pueda haber visto u oído

fuera del monasterio, porque es muy perjudicial.

6 Y si alguien se atreve, quede sometido a la disciplina regular.

7 Tómese la misma medida con aquel que se atreva a salir fuera de la

clausura del monasterio e ir a cualquier parte, o hacer algo, por pequeño que

sea, sin permiso del abad.

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Capitulo LXVIII

Si a un hermano le mandan

cosas imposibles 1 Si sucede que a un hermano se le mandan cosas difíciles o

imposibles, reciba éste el precepto del que manda con toda mansedumbre y

obediencia.

2 Pero si ve que el peso de la carga excede absolutamente la medida

de sus fuerzas, exponga a su superior las causas de su imposibilidad con

paciencia y oportunamente,

3 y no con soberbia, resistencia o contradicción.

4 Pero si después de esta sugerencia, el superior mantiene su

decisión, sepa el más joven que así conviene,

5 y confiando por la caridad en el auxilio de Dios, obedezca.

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Capitulo LXIX

Que nadie se atreva a defender a

otro en el monasterio 1 Hay que cuidar que, en ninguna ocasión, un monje se atreva a

defender a otro o como a protegerlo,

2 aunque los una algún parentesco de consanguinidad.

3 De ningún modo se atrevan los monjes a hacer semejante cosa,

porque de ahí puede surgir una gravísima ocasión de escándalos.

4 Si alguno falta en esto, sea castigado severamente.

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Capitulo LXX

Que nadie se atreva a golpear

a otro arbitrariamente 1 En el monasterio debe evitarse toda ocasión de presunción.

2 Por eso establecemos que a nadie le sea permitido excomulgar o

golpear a alguno de sus hermanos, si el abad no lo ha autorizado.

3 "Los transgresores sean corregidos públicamente para que teman

los demás".

4 Procuren todos mantener una diligente disciplina entre los niños

hasta la edad de quince años,

5 pero con mesura y discreción.

6 El que se atreva a actuar contra uno de más edad, sin autorización

del abad, o se enardece sin discreción contra los mismos niños, sométaselo a

la disciplina regular,

7 porque escrito está: "No hagas a otro lo que no quieres que hagan

contigo".

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Capitulo LXXI

Que se obedezcan unos a otros 1 El bien de la obediencia debe ser practicado por todos, no sólo

respecto del abad, sino que los hermanos también deben obedecerse unos a

otros,

2 sabiendo que por este camino de la obediencia irán a Dios.

3 Den prioridad a lo que mande el abad o las autoridades instituidas

por él, a lo que no permitimos que se antepongan órdenes privadas, pero en

todo lo demás,

4 los más jóvenes obedezcan a los mayores con toda caridad y

solicitud.

5 Y si se halla algún rebelde, sea corregido.

6 Si algún hermano es corregido en algo por su abad o por algún

superior, aunque fuere por un motivo mínimo,

7 o nota que el ánimo de alguno de ellos está un tanto irritado o

resentido contra él,

8 al punto y sin demora arrójese a sus pies y permanezca postrado en

tierra dando satisfacción, hasta que aquella inquietud se sosiegue con la

bendición.

9 Pero si alguno menosprecia hacerlo, sométaselo a pena corporal, y si

fuere contumaz, expúlsenlo del monasterio.

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Capitulo LXXII

El buen celo que han de tener

los monjes 1 Así como hay un mal celo de amargura que separa de Dios y lleva al

infierno,

2 hay también un celo bueno que separa de los vicios y conduce a Dios

y a la vida eterna.

3 Practiquen, pues, los monjes este celo con la más ardiente caridad,

4 esto es, "adelántense para honrarse unos a otros";

5 tolérense con suma paciencia sus debilidades, tanto corporales como

morales;

6 obedézcanse unos a otros a porfía;

7 nadie busque lo que le parece útil para sí, sino más bien para otro;

8 practiquen la caridad fraterna castamente;

9 teman a Dios con amor; 10 amen a su abad con una caridad sincera y

humilde;

11 y nada absolutamente antepongan a Cristo,

12 el cual nos lleve a todos juntamente a la vida eterna.

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Capitulo LXXIII

En esta regla no esta contenida

toda la practica de la justicia 1 Hemos escrito esta Regla para que, observándola en los monasterios,

manifestemos tener alguna honestidad de costumbres, o un principio de vida

monástica.

2 Pero para el que corre hacia la perfección de la vida monástica,

están las enseñanzas de los santos Padres, cuya observancia lleva al hombre

a la cumbre de la perfección.

3 Porque ¿qué página o qué sentencia de autoridad divina del Antiguo

o del Nuevo Testamento, no es rectísima norma de vida humana?

4 O ¿qué libro de los santos Padres católicos no nos apremia a que, por

un camino recto, alcancemos a nuestro Creador?

5 Y también las Colaciones de los Padres, las Instituciones y sus Vidas,

como también la Regla de nuestro Padre san Basilio,

6 ¿qué otra cosa son sino instrumento de virtudes para monjes de vida

santa y obedientes?

7 Pero para nosotros, perezosos, licenciosos y negligentes, son motivo

de vergüenza y confusión.

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8 Quienquiera, pues, que te apresuras hacia la patria celestial,

practica, con la ayuda de Cristo, esta mínima Regla de iniciación que hemos

delineado,

9 y entonces, por fin, llegarás, con la protección de Dios, a las

cumbres de doctrina y virtudes que arriba dijimos. Amén.

Fin de la Regla

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San Benito de Nursia Su vida en forma de cuento

San Benito de Nursia, Patriarca de los Monjes de Occidente, Patrono

de Europa y Fundador de la Orden

Benedictina, es uno de los más

grandes santos de la Iglesia.

Benito, cuyo nombre significa

"bendito" o "bendecido", nació hacia

los años 480 en la ciudad de Nursia,

situada en el centro de Italia, y murió

un 21 de marzo en Montecasino en el

año 546 ó 547. Su fiesta se celebra

en la actualidad el 11 de julio.

El Papa San Gregorio Magno escribió el titulado "Libro de los

Diálogos" y en él presenta a San Benito como el ideal del monje perfecto, y

nos dice que descendía de una noble y cristiana familia, y tanto él como su

hermana Escolástica sobresalieron por su gran virtud y fueron, poco

después de su muerte, proclamado Santos por el pueblo y por la Iglesia.

A los 17 años fue a terminar sus estudios en Roma; mas allí al ver el

libertinaje y la inmoralidad de sus compañeros y que muchos sucumbían en el

torbellino de las pasiones, tuvo miedo de rendirse en medio de tantas

ocasiones de pecar resolvió evitar su compañía.

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El mundo le sonreía como rosa recién abierta, dice un autor; pero él,

advertido por la gracia, dulce y tenazmente, renuncia a los estudios

literarios, abandona el mundo y dando un adiós a las comodidades de la vida,

huye a un lugar seguro.

Su espíritu reflexivo le llevó a considerar la vanidad de la vida

mundana, y deseando solo agradar a Dios, renunció a su halagüeño porvenir

del mundo y se encaminó a la soledad para abrazar en ella la austera vida

eremítica.

En esta breve Vida del Santo, prescindimos hablar de su obra, LA

REGLA o código de leyes admirables que comprendían toda la doctrina del

Evangelio. El que la practique va por camino seguro de santidad y perfección.

En las siguientes páginas recordaremos algunos de sus milagros.

La criba rota y reparada

Benito, una vez dejados los estudios literarios y habiendo concebido

el propósito de retirarse al desierto, se marchó acompañado únicamente por

su nodriza que le amaba entrañablemente. Llegaron a un lugar llamado

Effide (hoy Affile, a 8 kms. Al sur de Subiaco), donde retenidos por la

caridad de algunas personas honradas, se establecieron junto a la Iglesia de

San Pedro.

La mencionada nodriza solicitó de las vecinas que le prestasen una

criba para el trabajo, y habiéndola dejado incautamente sobre la mesa, se le

rompió quedando hecha dos pedazos. La nodriza al verla rota empezó a

llorar desconsolada; pero Benito, compadecido de su dolor, recogió los

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trozos de la criba rota, y postrado en la tierra hizo fervorísima oración

derramando lágrimas de dolor. Al terminar la oración, volviendo los ojos

sobre la criba, la encontró restaurada y perfecta, sin señal alguna de la

fractura.

Lleno de contento y alegría, corrió a llevársela a la nodriza, la cual,

estupefacta, no acababa de dar crédito a lo que veía.

El hecho fue conocido entre los habitantes del lugar que, mirándola

como una reliquia, la colgaron a la entrada de la iglesia, para que presentes y

venideros conocieran la santidad del joven Benito.

Pero él, no pudiendo soportar las alabanzas de los hombres, huyó sin

que su nodriza ni nadie lo supiera, buscando un lugar desierto y solitario. En

el camino se encontró con un monje llamado Román, que le preguntó dónde

iba y al saber su propósito, le animó, le regaló el hábito de la vida monástica

y le encaminó hacia el desierto llamado Subiaco, distante a unas cuarenta

millas de Roma.

Benito se refugia en una estrecha cueva

El hombre de Dios, al llegar al lugar solitario de Subiaco, se refugió

en una cueva estrechísima, donde permaneció por espacio de tres años

ignorado de todos, fuera del monje Román que vivía no lejos de allí en un

monasterio bajo la regla del abad Adeodato.

Guardó este monje en secreto el escondite de Benito, y recogiendo en

su monasterio algún alimento, privándose él mismo de algunas cosas para

poderlo compartir con Benito, se lo llevaba en determinados días.

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Estaba la cueva de Benito bajo un gran peñasco, donde no se podía

entrar sino con mucha dificultad, por lo cual, para llevarle la comida, el

monje Román se la descolgaba en una cesta atada a una soga desde lo alto

de la peña. Y para no tener que darle

voces y poder enterar a los que por

casualidad pudieran pasar cerca de

allí, ataba a la cesta una campanilla,

para hacerla sonar al bajar la comida.

Mas al cabo de los tres años,

queriendo ya Dios omnipotente que

Román descansara de su tarea, y al

mismo tiempo se diera a conocer la

vida de Benito como ejemplo para

todos, dignóse el Señor aparecerse en

una ocasión a un sacerdote que vivía lejos de allí y cuando había preparado

su comida pascual, le dijo: "Tú te preparas cosas deliciosas, y mi siervo en

tal lugar, está pasando hambre".

Se levantó el sacerdote e inmediatamente se fue con sus alimentos al

lugar indicado y después de hallarlo escondido en la cueva, oraron juntos, y

después dijo a Benito: "¡Vamos a comer! que hoy es Pascua". Así se valió el

Señor para alimentar a Benito.

Después, acabada la comida, bendijeron a Dios y el sacerdote regresó

a su iglesia emocionado y edificado del ejemplo de Benito.

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Cómo venció una tentación de la carne

El demonio, envidioso de la gloria de Benito, un día trató en primer

lugar de hacerle quebrantar su ayuno y abstinencia ofreciéndole carne

sabrosa al alcance de la mano. Sucedió que un mirlo empezó a revolotear

enderredor de él de tal manera que, para apresarlo, le hubiera bastado

alargar la mano. Comprendiendo Benito que era cosa del diablo, hizo sobre el

ave la señal de la cruz y al punto

desapareció.

No pudiendo hacerle caer en la

gula, le tentó en la lujuria, haciéndole

ver ante él a una hermosa mujer

desnuda que él había visto en otros

tiempos. Fue tan grande el ardor de

esta tentación y su hermosura le

inflamó de tal manera su ánimo, que

el joven Benito ya no podía más. Pero

tocado súbitamente por la gracia divina, volvió en sí, y viendo que allí al lado

había un punzante zarzal, se lanzó desnudo sobre las punzantes espinas y,

revolcándose en ellas salió con todo el cuerpo herido.

De esta manera, por las heridas del cuerpo, curó la herida del alma,

porque trocó el deleite en dolor, y el ardor que tan vivamente le incitaba al

placer quedó totalmente extinguido dentro de sí.

Desde entonces, según él mismo solía contar a sus discípulos, la

tentación voluptuosa quedó en él tan amortiguada que nunca volvió a sentir

en sí mismo nada semejante.

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Sabe más el diablo por viejo que por sabio, la experiencia le hace

aprender y sabía que si tentaba a Benito en la lujuria, solamente conseguiría

aumentar su gloria, saliendo Benito vencedor y con grandes méritos por los

extraordinarios remedios que usaba para vencer la tentación.

La fama de su virtud se extendía por el contorno, y muchos,

queriendo seguir sus consejos vinieron a buscarle y ponerse bajo su

dirección, teniéndolo todos por maestro de virtudes.

Unos malos monjes quieren matarlo

No lejos de allí, había un

monasterio cuyo abad había

fallecido, y todos los monjes de su

comunidad fueron en busca de

Benito a suplicarle que aceptara el

cargo de Abad.

Él se negó rotundamente

diciéndoles que no podía ajustarse a

su estilo de vida, y que si hubiera de

aceptar, tendrían que ser ellos los

que tendrían que ajustarse a la vida de él.

Los monjes dijeron que sí y Benito aceptó el cargo imponiendo en el

monasterio la observancia de la vida regular más observante, y no permitía

en nadie nada de actos ilícitos ni salirse del camino de la perfección.

Pronto se cansaron de él algunos monjes, y como su vida no era como

Benito quería, continuamente los reprendía, hasta que ellos hartos de él,

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deliberaron darle muerte.

Un día envenenaron una jarra de vino y, según era costumbre en el

monasterio, se lo presentaron al abad que estaba a la mesa para que lo

bendijera y bebiera primero. Benito levantó la mano haciendo sobre la jarra

la señal de la cruz, ésta se hizo pedazos en las manos de quienes se la

presentaban sin que nadie la tocara.

Entonces el abad Benito, levantándose en pie delante de todos, con

rostro sereno y ánimo tranquilo, los dijo: "¡Que Dios todopoderoso tenga

piedad de vosotros!, hermanos, ¿Por qué quisisteis hacer esto conmigo?

¿Acaso no os había dicho desde el principio que mi estilo de vida era

incompatible con el vuestro? ¿Pues por qué me hicisteis vuestro abad? Id y

buscaos otro de acuerdo con vuestra forma caprichosa de vivir, porque en

adelante no podréis contar conmigo":

Hace brotar agua de una roca

Entre los monasterios que había construidos en Subiaco, tres de ellos

estaban situados entre las rocas de las montañas, teniendo los monjes que

bajar por un camino muy resbaladizo hasta un lago que había al fondo del

barranco, por toda el agua que necesitaban.

Cansados los monjes del trabajo que les suponía tener que subir el

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trabajo que les suponía tener que subir el agua desde aquel lugar, fueron al

abad y le dijeron: "Padre, ¿no sería mejor trasladar los monasterios a otro

lugar donde esté más cerca del agua?". Benito los consoló paternalmente y

les dijo que pensaría en ello.

Aquella misma noche subió a la montaña y oró allí un buen rato. Luego

puso tres piedras, una encima de otra en aquel lugar y bajó a su monasterio.

El día siguiente volvieron a él los monjes por causa del agua. Benito les

dijo: "Volved a vuestro monasterio y, allí cerca de tal lugar, señalado con

tres piedras superpuestas, cavad un poco en la roca, porque poderoso es

Dios para hacer brotar agua aún en la cima de la montaña".

Fueron, pues, al lugar y cuando llegaron encontraron ya a la roca

goteando, y, cavando en ella un poco, empezó a manar agua en tanta

abundancia que, aún hoy sigue manando caudalosamente y baja desde la cima

hasta el pie de la montaña.

Vuelve al mango el acero del hacha

Un día Benito entregó un hacha a un monje y le encargó que limpiara

de matorrales la orilla de un lago. El monje trabajaba con tal fuerza que, el

acero del hacha se le salió del mango y se fue al fondo del lago.

Estando muy triste el monje por haber perdido la herramienta, va

Benito y, pidiéndole el mango, le mete la punta en el agua y, el acero que

estaba en el fondo subió a la superficie, y el solo se incrustó en el mango.

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Un discípulo del Santo anduvo sobre las aguas

Tenía San Benito en su monasterio un niño llamado Plácido, monje del

santo varón, al que un día envió al lago con una vasija por agua. Al ir a

sacarla, resbaló y cayó al lago y en un momento las corrientes lo arrastraron

a la distancia de un tiro de flecha.

El hombre de Dios que, estando en su celda, por revelación divina tuvo

conocimiento del hecho, llamó rápidamente al monje Mauro y le dijo:

"¡Hermano Mauro: corre, porque el

niño ha caído al lago y lo está

arrastrando la corriente!"

¡Cosa admirable y nunca vista

desde el Apóstol Pedro! Corriendo el

monje a toda prisa para cumplir la

orden de su abad, sin darse cuenta,

creyendo que estaba corriendo

sobre la tierra firme, entró

corriendo en el lago por encima del

agua sin hundirse hasta donde estaba el niño y, agarrándole por los cabellos,

lo sacó a la orilla sin mojarse.

Apenas tocó la tierra firma, vuelto en sí miró atrás y se dio cuenta

que había andado sobre las aguas, lo que jamás pensó poder hacer, lo

admiraba ahora estupefacto, creyendo era un milagro de Benito.

Vuelto al convento se lo dijo al abad, pero el venerable varón dijo que

aquello no era obra de sus méritos sino de la obediencia de Mauro. Pero éste

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sostenía que el prodigio había sido únicamente efecto de su mandato y que

él nada tenía que ver con aquel milagro, porque entró en el agua sin darse

cuenta.

Estando en esta amistosa porfía de mutua humildad, intervino el niño

que había sido salvado, diciendo: "Yo, al ser sacado del agua sólo veía sobre

mi cabeza la melota del abad, y consideraba que era él quien me sacaba de

las aguas".

La resurrección de un muerto

Cierto día, mientras el hombre de Dios había salido con sus monjes a

las labores del campo, llegó al

monasterio un campesino llevando en

brazos el cuerpo de su hijo muerto, y

cuando fuera de sí por el dolor de

tamaña pérdida, preguntó por el abad

Benito, y le contestaron que estaba

en el campo con los monjes, dejó a las

puertas del monasterio el cuerpo de

su hijo difundo, y trastornado por el

dolor, comenzó a corres en busca del

venerable abad.

Sucedió que en aquel momento ya regresaba por el camino el abad con

sus monjes, y viéndole venir de lejos, comenzó el campesino a gritar con

grandes voces, diciendo: "¡Devuélveme a mi hijo! ¡Devuélveme a mi hijo!".

Al oír estas palabras, el hombre de dios se detuvo y le dijo: "¿Es que

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te he quitado yo a tu hijo?

El campesino respondió: "Mi hijo ha muerto; ven y resucítale".

Al oír esto el siervo de Dios se entristeció sobremanera y le dijo:

"Retiraos, hermanos, retiraos, que estas cosas no son para vosotros: son

propias de los Santos Apóstoles. ¿Por qué queréis imponernos cargos que no

podemos llevar?".

Pero el campesino, abrumado por el dolor, persistía en su demanda,

jurando que no se había de ir de allí mientras no resucitase a su hijo.

Entonces el siervo de Dios preguntó: "¿Dónde está?". El campesino

respondió: "Su cuerpo yace junto a la puerta del monasterio":

El santo abad, postrado en oración, dijo: "Señor, no mires mis pecados

sino la fe de este hombre que pide se le resucite a su hijo, y devuelve a este

cuerpecito el alma que le has quitado":

Acabada la oración, tomó al niño de la mano y, vivo y sano lo entregó a

su padre.

Descubrimiento del engaño del rey Totila

En tiempo de los godos, su rey Totila oyó decir que el santo varón

Benito, tenía, espíritu de profecía. Deseoso de conocerlo, se dirigió al

monasterio, y deteniéndose a poca distancia, le anunció su visita. Contestó al

abad a los embajadores que gustoso le recibiría.

Se lo comunica al rey, pero éste, pérfido como era, intentó tenderle

una trampa para ver si verdaderamente tenía espíritu de profecía. Para ello

ordenó a uno de sus escuderos llamado Rigo, que vistiendo sus propias ropas,

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incluido el calzado y la capa real con todas sus insignias, se presentara al

hombre de Dios como si fuera el mismo en persona.

Mandó que le acompañasen varios de sus escoltas y comitiva, para que

no solamente por las ropas, sino

también por el acompañamiento y los

honores que éstos debían hacerle,

hiciesen creer al siervo de Dios que

ciertamente era el mismo Totila.

Cuando Rigo se acercó al

monasterio ostentando las vestiduras

reales y rodeado de numeroso

séquito, el hombre Dios estaba

sentado en la puerta.

Viéndole venir, y cuando ya

estaba a la distancia para poderle oír, le gritó el santo abad, diciendo:

"¡Quítate eso, hijo, quítate eso que llevas, que no es tuyo!"

Al instante Rigo cayó en tierra lleno de espanto por haber intentado

burlarse de tan santo varón; y todos los que con él habían ido a ver al

hombre de Dios, cayeron consternados en la tierra. Al levantarse, no se

atrevieron a acercársele, sino que regresaron donde estaba el rey y

temblando le contaron con rapidez con que habían sido descubiertos.

Entonces el rey se fue donde el Santo, y postrándose en tierra le

rogaba le perdonase. Benito le dijo: "Levántate", y como no se levantara, se

levantó el Santo, y cogiéndole de la mano le levantó mientras le increpaba

por sus desmanes.

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El Señor regala a los monjes doscientos costales e harina

En una ocasión en que sobrevino en la región una gran hambre y

carestía de alimentos, y todos estaban afligidos porque apenas tenían que

comer, llegó a faltar el trigo en el monasterio de Benito y se habían

consumido todos los panes, de suerte que a la hora de comer sólo quedaban

cinco.

Viendo el santo abad que los monjes estaban tristes, trató primero de

corregir con suave represión su

pusilanimidad y luego los animó con

esta promesa, diciendo: "¿Por qué os

entristecéis por que no tenéis pan?

Ciertamente hoy hay poco, pero

mañana lo tendréis en abundancia".

Al día siguiente encontraron

delante de las puertas del

monasterio doscientos sacos de

harina sin que hasta el día de hoy se

haya podido saber de quién se valió Dios para llevarlos allí.

Viendo esto los monjes alabaron a Dios y aprendieron a no dudar que,

quien da de comer a los pajaritos, tampoco abandonará a sus siervos aún en

tiempo de escasez.

Descubre un pequeño robo

En otra ocasión, un devoto del siervo de Dios le envió por un

muchacho dos pequeños barriles de vino. Tentado por el demonio, escondió

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uno en un lugar del camino y solamente entregó el otro al Santo Abad.

Pero el hombre de Dios, a quien no se ocultaban las cosas que se

hacían a distancia, al recibir la vasija le dio las gracias y, cuando el

muchacho se marchaba, le avisó diciendo: "Mira, hijo, no vayas a beber del

vio que escondiste en el camino: inclínalo primero y mira lo que hay en él".

El criado salió muy confuso de la presencia del siervo de Dios, pero al

llegar donde estaba la vasija quiso comprobar lo que le había dicho, viendo

que dentro había una serpiente, con lo que concibió gran horror al pecado.

Un milagro de su hermana Escolástica

¿Quién habrá en este mundo más grande que San Pablo? Y sin

embargo, rogó tres veces al Señor que le librara del aguijón de la carne (2

Cor. 12, 8), y no lo consiguió. Por eso

es preciso que te cuente como el

venerable abad Benito deseó algo y

no lo pudo obtener.

En efecto, tenía el Santo una

hermana llamada Escolástica,

consagrada a Dios todopoderoso

desde su infancia la que

acostumbraba a visitarle una vez al

año. Para verla, el hombre de Dios

descendía a una posesión del monasterio situada no muy lejos del mismo.

Un día vino como de costumbre y su venerable hermano bajó donde

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ella acompañado de algunos de sus discípulos. Pasaron todo el día ocupados

en la alabanza divina y en santos coloquios, y siendo ya la hora muy avanzada,

cuando él trataba de despedirse de ella, su hermana le rogó, diciendo: "Te

suplico que no me dejes esta noche para que podamos hablar hasta mañana

de los goces de la vida celestial". A lo que él respondió: "¡Qué dices,

hermana! En modo alguno puedo permanecer fuera del monasterio".

Estaba entonces el cielo tan despejado que no se veía en él ni una sola

nube, Pero la religiosa mujer, al oír la negativa de su hermano, juntó las

manos y apoyándose sobre la mesa, oró a Dios todopoderoso. Al momento,

levantando la cabeza, vio que era tanta la violencia de los relámpagos y

truenos y la inundación de la lluvia que, ni el venerable Benito ni ninguno de

los monjes que estaban con él se atrevieron a traspasar el umbral de la

puerta donde estaban sentados.

En efecto: Fueron tan simultáneas la oración y la lluvia que, al

terminar la oración y levantar la cabeza, se oyó el estallido del trueno, y en

el mismo instante empezó a caer una lluvia torrencial.

Benito reprende a su hermana

Entonces, viendo el hombre de Dios que en medio de tantos

relámpagos y truenos y aquella lluvia torrencial no le era posible regresar al

monasterio, entristecido, empezó a quejarse, diciendo: "¡Que Dios

todopoderoso te perdone, hermana! ¿Qué es lo que has hecho?". A lo que

ella respondió: "Te lo supliqué y no quisiste escucharme; rogué a mi Señor y

Él me ha oído. Ahora, sal si puedes. Déjame y regresa a tu monasterio":

Viendo Benito y sus compañeros que era imposible salir de la estancia,

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hubo de quedarse por fuerza, ya que no había querido permanecer con ella

de buena gana. Y así fue como pasaron toda la noche en vela, saciándose

mutuamente con coloquios sobre la vida espiritual.

San Gregorio refiere cómo al día siguiente, regresaron cada cual a su

monasterio.

Tres días después, estando San Benito en su monasterio con los ojos

levantados al cielo, vio el alma de su hermana que, saliendo del cuerpo

penetraba en lo más alto del cielo. Gozándose con ella de que tuviese tan

gran gloria, dio gracias a Dios todopoderoso con himnos de alabanza y

anunció su muerte a los monjes, a quienes envió a recoger su cuerpo para

que se lo trajeran al monasterio y lo depositaran en el sepulcro que tenía

preparado para él mismo. De esta manera, ni la tumba pudo separar los

cuerpos de aquellos cuyas almas habían estado siempre unidas en el Señor.

Sabiendo el Santo que había llegado su hora de partir al cielo, manda

que lo lleven a la iglesia, y allí orando, entregó su espíritu en las manos de

Dios, pasando a reunirse para siempre en el Cielo con su hermana, el 21 de

marzo de 547.

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Novena a San Benito de Nursia

Oración preparatoria para todos los días

Te saludamos con filial afecto, oh glorioso Padre San Benito, obrador

de maravillas, cooperador de Cristo en la obra de salvación de las almas. ¡Oh

Patriarca de los monjes! Mira desde el cielo la viña que plantó tu mano.

Multiplica el número de tus hijos, y santifícalos. Protege de un modo

especial a cuantos nos ponemos con filial cariño bajo tu amparo y filial

protección. Ruega por los enfermos, por los tentados, por los afligidos, por

los pobres, y por nosotros que te somos devotos. Alcánzanos a todos una

muerte tranquila y santa como la tuya. Aparta de nosotros en aquella hora

suprema las asechanzas del enemigo, y aliéntanos con tu dulce presencia.

Ahora consíguenos la gracia especial que te pedimos en esta novena...

Rezar a continuación la oración del día que corresponda:

Día Primero

¡Oh glorioso San Benito, que desde tu infancia reconociste la vanidad

del mundo y únicamente deseaste los bienes eternos! Alcánzanos un vivo

deseo del cielo y que recordemos frecuentemente a Dios, nuestro último

fin, y hacia Él ordenemos toda nuestra vida para que en todo Él sea

glorificado.

San Benito, ruega por nosotros. Tres Avemarías. Concluir con la oración

final.

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Día Segundo

¡Oh glorioso San Benito, humilde de corazón, que supiste desdeñar las

alabanzas de los hombres! Alcánzanos la humildad, tú que amaste a Dios

sobre todas las cosas y le entregaste sin reservas tu corazón, consíguenos

también el amor de Dios. San Benito, ruega por nosotros. Tres Avemarías.

Concluir con la oración final.

Día Tercero

¡Oh glorioso San Benito, que consagraste tus labios a la oración y

cantaste noche y día las alabanzas divinas! Alcánzanos el espíritu de oración.

Tú, que cual lirio entre espinas, guardaste una castidad angelical por medio

de la humildad, de la vigilancia continua, de la oración y de la mortificación

de los sentidos, consíguenos el don de la pureza. San Benito, ruega por

nosotros. Tres Avemarías. Concluir con la oración final.

Día Cuarto

¡Oh glorioso San Benito que venciste al demonio y triunfaste de sus

engaños! Alcánzanos la gracia de resistir sus sugestiones y de huir de toda

ocasión de pecado. Tú que enseñando una vida austera, de renuncia y

trabajo, aborreciste la ociosidad, inspíranos amor al trabajo y a la

abnegación de nosotros mismo para seguir a Cristo. San Benito, ruega por

nosotros. Tres Avemarías. Concluir con la oración final.

Día Quinto

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¡Oh glorioso San Benito, que amaste el silencio, y no abriste la boca

jamás a palabras ligeras e impuras, a quejas, murmuraciones, y a juicios

contra el amor al prójimo! Alcánzanos la gracia de no decir jamás palabras

impuras y contra la caridad, a perdonar y guardar nuestra lengua de todo

pecado. San Benito, ruega por nosotros. Tres Avemarías. Concluir con la

oración final.

Día Sexto

¡Oh glorioso San Benito, que fuiste blanco de persecuciones y

guardaste la paz de tu alma por medio de la dulzura de la paciencia!

Alcánzanos el don de la paciencia y la gracia de perdonar las ofensas, tú que

perdonaste a los que atentaron contra tu vida y te expulsaron de tu país, y

que misericordiosamente pediste al Señor les perdonara, llorando su

ceguera y terrible fin. San Benito, ruega por nosotros. Tres Avemarías.

Concluir con la oración final.

Día Séptimo

¡Oh glorioso San Benito, que animado por un ardiente celo para asistir

al prójimo en sus necesidades, instruiste a los ignorantes, socorriste a los

pobres, curaste a los enfermos, resucitaste a los muertos, libraste a los

cautivos del demonio y de sus pasiones, consolaste a los afligidos y

convertiste a los pecadores! Consíguenos la gracia de amar al prójimo y de

hacer con él las obras de misericordia. San Benito, ruega por nosotros.

Tres Avemarías. Concluir con la oración final.

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Día Octavo

¡Oh glorioso San Benito, que inundaste de consuelo el corazón de tu

hermana Santa Escolástica, llenándolo del amor de Dios y de las

bienaventuranzas del cielo! Concédenos la gracia de santificar nuestros

afectos más queridos. San Benito, ruega por nosotros. Tres Avemarías.

Concluir con la oración final.

Día Noveno

¡Oh glorioso San Benito, cuya alma en tu dichosa muerte, fue elevada

al cielo en medio de ángeles y santos, siendo consolados tus discípulos por la

revelación de tu gloria! Concédenos del Señor, la gracia de la perseverancia

final, de una buena muerte y de tu asistencia e intercesión en nuestro

último día. San Benito, ruega por nosotros. Tres Avemarías. Concluir con

la oración final.

Oración final para todos los días

¡Oh glorioso San Benito, que desde el cielo eres padre piadoso para

nosotros tus devotos! Tu gran poder ante Dios se reconoce hoy, más que

nunca, gracias a la medalla que viene honrada con tu nombre, por la multitud

de prodigios y favores que por su medio Dios nos ofrece. Ruega por todos

los que acudimos a ti. Alcánzanos del Señor, todas la gracias que nos son

necesarias durante esta vida y especialmente la gracia por la cual hacemos

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esta novena. San Benito, ruega por nosotros. Concluir con un

Padrenuestro, Avemaría y Gloria.

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Algunas oraciones a San Benito, Abad

Oración para pedir su protección

Santísimo confesor del Señor; Padre y jefe de los monjes, interceded

por nuestra santidad, por nuestra salud del alma, cuerpo y mente.

Destierra de nuestra vida, de nuestra casa, las asechanzas del

maligno espíritu. Líbranos de funestas herejías, de malas lenguas y

hechicerías.

Pídele al Señor, remedie nuestras necesidades espirituales, y

corporales. Pídele también por el progreso de la santa Iglesia Católica; y

porque mi alma no muera en pecado mortal, para que así confiado en Tu

poderosa intercesión, pueda algún día en el cielo, cantar las eternas

alabanzas. Amén.

Jesús, María y José os amo, salvad vidas, naciones y almas.

Rezar tres Padrenuestros, Avemarías y Glorias.

Oración para el 11 de Julio

San Benito, Padre y Protector nuestro, tu no te antepusiste a nada

ante Cristo desde que lo hallaste en la oración. Intercede para que también

nosotros podamos encontrarlo y así vivamos en el amor del Eterno Padre y

en la victoria de la Cruz de su Hijo. Que unamos nuestros sufrimientos a los

de la para la redención de nuestros pecados. Amen.

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Novena breve para pedir una gracia

Rezar durante nueve días consecutivos la siguiente oración:

OH San Benito, mi protector bondadoso y de cuantos van a ti en sus

apuros. Intercede por mí a Dios para que alivie mis sufrimientos y

dificultades que ahora me agobian

(Pídase aquí la gracia que se desea obtener)

Te lo pido con toda confianza.

Padrenuestro, Avemaría y Gloria

Oración para pedir una gracia

Señor Dios Nuestro, que hiciste al abad Benito, esclarecido maestro

del Divino Servicio, concédeme por su intercesión la gracia que te pido.

También te pido, que prefiriéndote a a ti sobre todos los lujos, avancemos

por la senda de tus mandamientos con el corazón contrito, y rezando y

trabajando con amor como él hizo. Por Cristo Nuestro Señor. Amen.

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Vida de San Benito Abad por San Gregorio Magno

San Benito de Nursia Abad de Montecasino

Patriarca de los monjes de occidente Patrono principal de Europa

Entre las numerosas obras del papa San Gregorio Magno (540-604 dC)

— uno de los más grandes escritores de la Iglesia occidental — se halla la obra

titulada: El Libro de los Diálogos, escrito en forma de un diálogo entre el

mismo Gregorio Magno y un personaje ficticio denominado

Pedro. En dicha obra, San Gregorio narra la vida de varios

santos venerados en su época. El segundo capítulo (o más bien

Libro) de los Diálogos está enteramente dedicado a San

Benito Abad, un santo nacido en Nursia (Umbria) hacia el año

480 dC. Gregorio conoció la vida del monje y abad Benito a

través de algunos discípulos directos del santo. Siendo Benito

un joven estudiante en Roma, decide cambiar radicalmente su vida haciéndose

monje (solitario). Una hermana suya, de nombre Escolástica, ya había sido

consagrada a Dios desde su infancia. Al comienzo de su nueva vida Benito

habita en la región montañosa de Subiaco, no lejos de Roma, donde más tarde

establece varios monasterios con numerosos discípulos. Finalmente se traslada

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a Montecassino, donde funda un nuevo — y célebre — monasterio, en el cual

reside hasta su muerte. En Montecasino crece su irradiación espiritual, y allí

escribe la conocida Regla para monjes, que a lo largo de los siglos tendría

amplísima difusión. Muere santamente alrededor del año 529 dC.

El texto que presentamos corresponde

al Libro II de los Diálogos. Al acercarnos a un

texto tan antiguo, escrito originalmente en

latín, es importante tener en cuenta no solo el

género literario usado por su autor — la

narración de una serie de hechos milagrosos

que jalonan la vida del santo —, sino también la intención que tuvo: escribir no

una biografía en el sentido moderno de la palabra, sino más bien mostrar a sus

fieles (los lectores) la imagen de un verdadero santo: un hombre de Dios, un

amigo de Dios, que por serlo participa de los dones divinos de poder y de

ciencia (milagros, profecías, etc.). El mismo Gregorio nos dice que no se

informó acerca de todos los detalles de la vida de San Benito, y que tampoco

refiere en su libro todo lo que ya sabía acerca del santo. Para Gregorio, San

Benito es ante todo el ideal del monje perfecto, y la narración de su vida es

como un programa de vida que presenta a sus lectores.

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Prólogo

Hubo un hombre de vida venerable, por gracia y por nombre Benito,

que desde su infancia tuvo cordura de anciano. En efecto, adelantándose por

sus costumbres a la edad, no entregó su espíritu a

placer sensual alguno, sino que estando aún en esta

tierra y pudiendo gozar libremente de las cosas

temporales, despreció el mundo con sus flores, cual si

estuviera marchito. Nació en el seno de una familia

libre, en la región de Nursia, y fue enviado a Roma a

cursar los estudios de las ciencias liberales. Pero al ver

que muchos iban por los caminos escabrosos del vicio, retiró su pie, que

apenas había pisado el umbral del mundo, temeroso de que por alcanzar algo

del saber mundano, cayera también él en tan horrible precipicio. Despreció,

pues, el estudio de las letras y abandonó la casa y los bienes de su padre. Y

deseando agradar únicamente a Dios, buscó el hábito de la vida monástica.

Retiróse, pues, sabiamente ignorante y prudentemente indocto. No conozco

todos los hechos de su vida, pero los que voy a narrar aquí los sé por

referencias de cuatro de sus discípulos, a saber: Constantino, varón

venerabilísimo, que le sucedió en el gobierno del monasterio; Valentiniano,

que gobernó durante muchos años el monasterio de Letrán; Simplicio, que

fue el tercer superior de su comunidad, después de él; y Honorato, que

todavía hoy gobierna el cenobio donde vivió primero.

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Capítulo I

La criba rota y reparada

Abandonado ya el estudio de las letras, hizo propósito de retirarse al

desierto, acompañado únicamente de su nodriza, que le amaba tiernamente.

Llegaron a un lugar llamado Effide, donde retenidos por la caridad de

muchos hombres honrados, se quedaron a vivir junto a la iglesia de San

Pedro.

La ya citada nodriza, pidió a las vecinas que le prestaran una criba

para limpiar el trigo. Dejóla incautamente sobre la mesa y fortuitamente se

quebró y quedó partida en dos trozos. Al regresar la nodriza, empezó a

llorar desconsolada, viendo rota la criba que había recibido prestada. Pero

Benito, joven piadoso y compasivo, al ver llorar a su nodriza, compadecido de

su dolor, tomó consigo los trozos de la criba rota e hizo oración con

lágrimas. A1 acabar su oración encontró junto a sí la criba tan entera, que

no podía hallarse en ella señal alguna de fractura. Al punto, consolando

cariñosamente a su nodriza, le devolvió entera la criba que había tomado

rota.

El hecho fue conocido de todos los del lugar. Y causó tanta

admiración, que sus habitantes colgaron la criba a la entrada de la iglesia,

para que presentes y venideros conocieran con cuánta perfección el joven

Benito había dado comienzo a su vida monástica. Y durante años, todo el

mundo pudo ver la criba allí, puesto que permaneció suspendida sobre la

puerta de la iglesia hasta estos tiempos de la invasión lombarda.

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Pero Benito, deseando más sufrir los desprecios del mundo que

recibir sus alabanzas, y fatigarse con trabajos por Dios más que verse

ensalzado con los favores de esta vida, huyó ocultamente de su nodriza y

buscó el retiro de un lugar solitario, llamado Subiaco, distante de la ciudad

de Roma unas cuarenta millas. En este lugar manan aguas frescas y límpidas,

cuya abundancia se recoge primero en un gran lago y luego sale formando un

río.

Mientras iba huyendo hacia este lugar, un monje llamado Román le

encontró en el camino y le preguntó adónde iba. Y cuando tuvo conocimiento

de su propósito guardóle el secreto y le animó a llevarlo a cabo, dándole el

hábito de la vida monástica y ayudándole en lo que pudo.

El hombre de Dios, al llegar a aquel lugar, se refugió en una cueva

estrechísima, donde permaneció por espacio de tres años ignorado de todos,

fuera del monje Román, que vivía no lejos de allí, en un monasterio puesto

bajo la regla del abad Adeodato a, y en determinados días, hurtando

piadosamente algunas horas a la vigilancia de su abad, llevaba a Benito el pan

que había podido sustraer, a hurtadillas, de su propia comida.

Desde el monasterio de Román no había camino para ir hasta la cueva,

porque ésta caía debajo de una gran peña. Pero Román, desde la misma roca

hacía descender el pan, sujeto a una cuerda muy larga, a la que ató una

campanilla, para que el hombre de Dios, al oír su tintineo, supiera que le

enviaba el pan y saliese a recogerlo.

Pero el antiguo enemigo que veía con malos ojos la caridad de uno y la

refección del otro, un día, al ver bajar el pan, lanzó una piedra y rompió la

campanilla. Pero no por eso dejó Román de ayudarle con otros medios

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oportunos. Mas queriendo Dios todopoderoso que Román descansara de su

trabajo y dar a conocer la vida de Benito para que sirviera de ejemplo a los

hombres, puso la luz sobre el candelero para que brillara e iluminara a todos

los que estuvieran en la casa de Dios.

Bastante lejos de allí vivía un sacerdote que había preparado su

comida para la fiesta de Pascua. El Señor se le apareció y le dijo: "Tú te

preparas cosas deliciosas y mi siervo en tal lugar está pasando hambre".

Inmediatamente el sacerdote se levantó y en el mismo día de la solemnidad

de la Pascua, con los alimentos que había preparado para sí, se dirigió al

lugar indicado. Buscó al hombre de Dios a través de abruptos montes y

profundos valles y por las hondonadas de aquella tierra, hasta que lo

encontró escondido en su cueva. Oraron, alabaron a Dios todopoderoso y se

sentaron. Después de haber tenido agradables coloquios espirituales, el

sacerdote le dijo: "¡Vamos a comer! que hoy es Pascua". A lo que respondió el

hombre de Dios: "Sí, para mí hoy es Pascua, porque he merecido verte". Es

que estando como estaba alejado de los hombres, ignoraba efectivamente

que aquel día fuese la solemnidad de la Pascua 9. Pero el buen sacerdote

insistió diciendo: "Créeme: hoy es el día de Pascua de Resurrección del

Señor. No debes ayunar, puesto que he sido enviado para que juntos

tomemos los dones del Señor". Bendijeron a Dios y comieron, y acabada la

comida y conversación el sacerdote regresó a su iglesia.

También por aquel entonces le encontraron unos pastores oculto en su

cueva. Viéndole, por entre la maleza, vestido de pieles, creyeron que era

alguna fiera. Pero reconociendo luego que era un siervo de Dios, muchos de

ellos trocaron sus instintos feroces por la dulzura de la piedad. Su nombre

se dio a conocer por los lugares comarcanos y desde entonces fue visitado

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por muchos, que al llevarle el alimento para su cuerpo recibían a cambio, de

su boca, el alimento espiritual para sus almas.

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Capítulo II

Cómo venció una tentación de la carne

Un día, estando a solas, se presentó el tentador. Un ave pequeña y

negra, llamada vulgarmente mirlo, empezó a revolotear alrededor de su

rostro, de tal manera que hubiera podido atraparla con la mano si el santo

varón hubiera querido apresarla. Pero hizo la señal de la cruz y el ave se

alejó. No bien se hubo marchado el ave, le sobrevino una tentación carnal

tan violenta, cual nunca la había experimentado el santo varón. El maligno

espíritu representó ante los ojos de su alma cierta mujer que había visto

antaño y el recuerdo de su hermosura inflamó de tal manera el ánimo del

siervo de Dios, que apenas cabía en su pecho la llama del amor. Vencido por

la pasión, estaba ya casi decidido a dejar la soledad. Pero tocado

súbitamente por la gracia divina volvió en sí, y viendo un espeso matorral de

zarzas y ortigas que allí cerca crecía, se despojó del vestido y desnudo se

echó en aquellos aguijones de espinas y punzantes ortigas, y habiéndose

revolcado en ellas durante largo rato, salió con todo el cuerpo herido. Pero

de esta manera por las heridas de la piel del cuerpo curó la herida del alma,

porque trocó el deleite en dolor, y el ardor que tan vivamente sentía por

fuera extinguió el fuego que ilícitamente le abrasaba por dentro. Así, venció

el pecado, mudando el incendio.

Desde entonces, según él mismo solía contar a sus discípulos, la

tentación voluptuosa quedó en él tan amortiguada, que nunca más volvió a

sentir en sí mismo nada semejante.

Después de esto, muchos empezaron a dejar el mundo para ponerse

bajo su dirección, puesto que, libre del engaño de la tentación, fue tenido ya

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con razón por maestro de virtudes. Por eso manda Moisés que los levitas

sirvan en el templo a partir de los veinticinco años cumplidos, pero sólo a

partir de los cincuenta les permite custodiar los vasos sagrados.

PEDRO.- Algo comprendo del sentido del pasaje que has aducido, sin

embargo te ruego que me lo expongas con más claridad.

GREGORIO.- Es evidente, Pedro, que en la juventud arde con más

fuerza la tentación de la carne, pero a partir de los cincuenta años el calor

del cuerpo se enfría. Los vasos sagrados son las almas de los fieles. Por eso

conviene que los elegidos, mientras son aún tentados, estén sometidos a un

servicio y se fatiguen con trabajos, pero cuando ya el alma ha llegado a la

edad tranquila y ha cesado el calor de la tentación, sean custodios de los

vasos sagrados, porque entonces son constituidos maestros de las almas.

PEDRO.- Bien, estoy de acuerdo. Pero ya que me has manifestado el

sentido oculto de este pasaje, te pido que sigas contándomela vida de este

justo, que has comenzado a narrar.

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Capítulo III

El jarro roto por la señal de la Cruz

GREGORIO.- Alejada ya la tentación, el hombre de Dios, cual tierra

libre de espinas y abrojos, empezó a dar copiosos frutos en la mies de las

virtudes, y la fama de su eminente santidad hizo célebre su nombre.

No lejos de allí, había un monasterio cuyo abad había fallecido, y

todos los monjes de su comunidad fueron adonde estaba el venerable Benito

y con grandes instancias le suplicaron que fuera su prelado. Durante mucho

tiempo no quiso aceptar la propuesta, pronosticándoles que no podía

ajustarse su estilo de vida al de ellos, pero al fin, vencido por sus reiteradas

súplicas, dio su consentimiento. Instauró en aquel monasterio la observancia

regular, y no permitió a nadie desviarse como antes, por actos ilícitos, ni a

derecha ni a izquierda del camino de la perfección. Entonces, los monjes que

había recibido bajo su dirección, empezaron a acusarse a sí mismos de

haberle pedido que les gobernase, pues su vida tortuosa contrastaba con la

rectitud de vida del santo.

Viendo que bajo su gobierno no les sería permitido nada ilícito, se

lamentaban de tener que, por una parte renunciar a su forma de vida, y por

otra, haber de aceptar normas nuevas con su espíritu envejecido. Y como la

vida de los buenos es siempre inaguantable para los malos, empezaron a

tratar de cómo le darían muerte. Después de tomar esta decisión, echaron

veneno en su vino. Según la costumbre del monasterio, fue presentado al

abad, que estaba en la mesa, el jarro de cristal que contenía aquella bebida

envenenada, para que lo bendijera; Benito levantó la mano y trazó la señal de

la cruz. Y en el mismo instante, el jarro que estaba algo distante de él, se

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quebró y quedó roto en tantos pedazos, que más parecía que aquel jarro que

contenía la muerte, en vez de recibir la señal de la cruz hubiera recibido una

pedrada. En seguida comprendió el hombre de Dios que aquel vaso contenía

una bebida de muerte, puesto que no había podido soportar la señal de la

vida. A1 momento se levantó de la mesa, reunió a los monjes y con rostro

sereno y ánimo tranquilo les dijo: "Que Dios todopoderoso se apiade de

vosotros, hermanos. ¿Por qué quisisteis hacer esto conmigo? ¿Acaso no os lo

dije desde el principio que mi estilo de vida era incompatible con el vuestro?

Id a buscar un abad de acuerdo con vuestra forma de vivir, porque en

adelante no podréis contar conmigo".

Entonces regresó a su amada soledad y allí vivió consigo mismo, bajo

la mirada del celestial Espectador.

PEDRO.- No acabo de entender qué quiere decir eso de que "vivió

consigo mismo".

GREGORIO.- Si el santo varón hubiese querido tener por más tiempo

sujetos contra su voluntad a aquellos que unánimemente atentaban contra

él, y que tan lejos estaban de vivir según su estilo, quizás el trabajo hubiera

excedido a sus fuerzas y perdido la paz, y hasta es posible que hubiera

desviado los ojos de su alma de los rayos luminosos de la contemplación.

Pues fatigado por el cuidado diario de la corrección de ellos, hubiera

negligido su interior. Y acaso olvidándose de sí mismo, tampoco hubiera sido

de provecho a los demás. Pues, sabido es, que cada vez que por el peso de

una desmesurada preocupación salimos de nosotros mismos, aunque no

dejemos de ser lo que somos, no estamos en nosotros mismos, ya que

divagando en otras cosas no nos percatamos de lo nuestro. ¿Acaso diremos

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que vivía consigo mismo aquel que marchando a una región lejana, derrochó

la hacienda que había recibido y tuvo que ajustarse con un hombre de aquel

país, que le envió a apacentar puercos, a los cuales veía hartarse de bellotas

mientras él pasaba hambre? Y sin embargo, cuando empezó a reflexionar

sobre los bienes que había perdido, la Escritura dice de él: Volviendo en sí,

dijo: ¡Cuántos jornaleros en casa de mi padre andan sobrados de pan! (Lc

15,17). Si, pues, estuvo consigo, ¿cómo volvió en sí? Por eso dije, que este

venerable varón habitó consigo mismo, porque teniendo continuamente los

ojos puestos en la guarda de sí mismo, viéndose siempre ante la mirada del

Creador, y examinándose continuamente, no salió fuera de sí mismo,

echando miradas al exterior.

PEDRO.- Entonces, ¿cómo se explica lo que está escrito del apóstol

Pedro, cuando fue sacado de la cárcel por el ángel: Volviendo en sí, dijo:

Ahora conozco verdaderamente que el Señor ha enviado su ángel y me ha

librado de las manos de Herodes y de la expectación de todo el pueblo

judío? (Hch 12,11).

GREGORIO.- De dos maneras, Pedro, se dice que salimos de nosotros

mismos. Cuando caemos por debajo de nosotros mismos, por un pecado de

pensamiento, o cuando somos elevados por encima de nosotros mismos, por

la gracia de la contemplación. Aquel que apacentó a los puercos cayó por

debajo de sí, a causa de la divagación de su mente y de la inmundicia de su

alma. Por el contrario, este otro a quien el ángel liberó y arrebató su

espíritu en éxtasis salió ciertamente fuera de sí, pero por encima de sí

mismo. Ambos volvieron en sí, el uno cuando abandonó su vida errada y se

recogió en su corazón; el otro cuando al bajar de la contemplación retornó a

su estado de conciencia habitual. Así, pues, el venerable Benito habitó

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consigo mismo en aquella soledad, en el sentido de que se mantuvo dentro de

los límites de su pensamiento. Pero cada vez que le arrebató a lo alto el

fuego de la contemplación, entonces fue elevado por encima de sí mismo.

PEDRO.- Esto queda claro. Pero dime, te ruego: ¿Podía abandonar a

aquellos monjes después de haber aceptado encargarse de ellos?

GREGORIO.- Entiendo, Pedro, que se ha de tolerar con entereza a un

grupo de malos, si en él hay algunos buenos a quienes se pueda ayudar. Pero

donde falta en absoluto el fruto, porque no hay buenos, es inútil afanarse

por los malos, sobre todo si se presenta la ocasión de hacer otras obras que

puedan reportar mayor gloria a Dios. Según esto, ¿para qué iba a

permanecer allí por más tiempo el santo varón, si veía que todos a una le

perseguían? Además, sucede con frecuencia en las almas perfectas -cosa

que no debemos olvidar- que cuando se dan cuenta de que su trabajo

produce poco fruto, se marchan a otra parte donde puedan hacer más fruto.

Por eso, aquel esclarecido predicador, que deseaba ser liberado de su

cuerpo mortal y estar con Cristo, para el cual su vivir era Cristo y una

ganancia el morir (FI 1,21), y que no sólo anhelaba las persecuciones, sino

que animaba a otros a soportarlas, al sufrir violenta persecución en

Damasco, procuróse una cuerda y una espuerta para huir e hizo que le

bajasen ocultamente por la muralla. ¿Diremos acaso por eso, que Pablo tuvo

miedo a la muerte, cuando él mismo asegura que la deseaba por amor a

Jesús? No por cierto. Sino que viendo que en aquel lugar había de trabajar

mucho y sacar poco fruto, reservóse para otras partes donde pudiese

trabajar con más fruto. El aguerrido luchador de Dios no quiso permanecer

seguro dentro de los muros, sino que fue en busca del campo de batalla. Por

la misma razón, si me escuchas atentamente, en seguida verás cómo el

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venerable Benito al escapar de allí con vida, no abandonó a tantos hombres

rebeldes, como almas resucitó de la muerte espiritual en otras partes.

PEDRO.- Que es como dices lo declara esa razón manifiesta y el

ejemplo que has aducido. Pero te ruego vuelvas a tomar el hilo de la

narración de la vida de este gran abad.

GREGORIO.- Como el santo varón crecía en virtudes y milagros en

aquella soledad, fueron muchos los que se reunieron en aquel lugar para

servir a Dios todopoderoso, de suerte que con la ayuda de Nuestro Señor

Jesucristo, que todo lo puede, erigió allí doce monasterios, a cada uno de los

cuales asignó doce monjes con su abad. Pero retuvo en su compañía a

algunos, que creyó serían mejor formados si permanecían a su lado.

También por entonces comenzaron a visitarle algunas personas nobles

y piadosas de la ciudad de Roma, que le confiaron a sus hijos para que los

educara en el temor de Dios todopoderoso. Por este tiempo Euticio y el

patricio Tértulo le encomendaron a sus hijos Mauro y Plácido, los dos, niños

de buenas esperanzas. El joven Mauro, dotado de buenas costumbres,

empezó a ayudar al maestro. Plácido en cambio, era todavía un niño.

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Capítulo IV

Del monje distraído vuelto al buen camino

En uno de aquellos monasterios fundados por él, había un monje que

no podía permanecer en oración, sino que no bien los monjes se disponían a

orar, él salía fuera del oratorio y se entretenía en cosas terrenas y fútiles.

Después de haber sido amonestado repetidamente por su abad, finalmente

fue enviado al hombre de Dios, quien a su vez le reprendió ásperamente por

su necedad. Vuelto al monasterio, apenas hizo caso un par de días de la

corrección del hombre de Dios, pero al tercer día volvió a su antigua

conducta y comenzó de nuevo a divagar durante el tiempo de la oración.

Habiéndolo comunicado al hombre de Dios, el abad que él mismo había

puesto en el monasterio, dijo: "Iré y le corregiré personalmente". Fue el

hombre de Dios al monasterio, y cuando a la hora señalada, concluida ya la

salmodia, los monjes se ocuparon en la oración, vio cómo un chiquillo negro

arrastraba hacia fuera por el borde del vestido a aquel monje que no podía

estar en oración. Entonces dijo secretamente a Pompeyano, el abad del

monasterio, y al monje Mauro: "¿No veis quién es el que arrastra fuera a

este monje?". "No", le respondieron. "Oremos, pues, para que también

vosotros podáis ver a quién sigue este monje".

Después de haber orado dos días, Mauro lo vio, pero Pompeyano, el

abad del monasterio, no pudo verlo. Al tercer día, concluida la oración, al

salir del oratorio el hombre de Dios encontró a aquel monje fuera. Y para

curar la ceguera de su corazón le golpeó con su bastón, y desde aquel día no

volvió a sufrir más engaño alguno de aquel chiquillo negro y perseveró

constante en la oración. Así, el antiguo enemigo, como si él mismo hubiera

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recibido el golpe, no se atrevió en adelante a esclavizar la imaginación de

aquel monje.

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Capítulo V

Del agua que hizo brotar de una roca en la cima de

un monte

Tres de los monasterios, que en aquel mismo sitio había construido,

estaban situados sobre las rocas de la montaña, y era muy pesado para los

monjes tener que bajar cada día al lago a por agua, sobre todo porque como

el camino era peligroso y muy pendiente, cada vez que se bajaba por él se

corría verdadero peligro.

Reuniéronse los monjes de estos tres monasterios y fueron a ver al

siervo de Dios Benito y le dijeron: "Mucho trabajo nos cuesta bajar

diariamente al lago a por agua. Mejor será trasladar los monasterios a otro

lugar". Benito les consoló con buenas palabras y los despidió. Aquella misma

noche, en compañía del niño Plácido -de quien anteriormente hice mención-

subió a la montaña y oró allí un buen rato. Acabada su oración, puso tres

piedras en aquel lugar como señal, y sin decir nada a nadie regresó al

monasterio. Al día siguiente, acudieron de nuevo aquellos monjes por causa

del agua. Benito les dijo: "Id y cavad un poco en la roca donde encontréis

tres piedras superpuestas. Porque poderoso es Dios para hacer brotar agua

aun de la cima de la montaña, y así ahorraros la fatiga de tan largo camino".

Fueron, pues, allí y encontraron ya goteando la roca que les había indicado

Benito. Hicieron un hoyo en ella y al punto se llenó de agua, y tan

copiosamente brotó, que aún hoy día sigue manando caudalosamente y baja

desde la cima hasta el pie de aquella montaña.

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Capítulo VI

Del hierro vuelto a su mango desde el fondo del agua

En otra ocasión, un godo pobre de espíritu llegó al monasterio para

hacerse monje y el hombre de Dios Benito le recibió con sumo gusto. Cierto

día mandó darle una herramienta -que por su parecido con la falce llaman

falcastro-, para que cortara la maleza de un sitio donde había de plantarse

un huerto. El lugar que el godo había recibido para limpiarlo estaba en la

misma orilla del lago. Mientras el godo cortaba aquel matorral de zarzas con

todas sus fuerzas, se desprendió el hierro del mango y cayó al lago,

precisamente en un lugar donde era tanta la profundidad del agua, que no

había esperanza alguna de recuperarlo. Perdida ya la herramienta, corrió el

godo tembloroso al monje Mauro, le contó lo que le había sucedido e hizo

penitencia por su falta. Enseguida, Mauro puso el hecho en conocimiento del

siervo de Dios Benito, el cual, enterado del caso, fue al lugar del suceso,

tomó el mango de la mano del godo y lo metió en el agua. A1 momento, el

hierro subió de lo hondo del lago y se ajustó al mango. Luego entregó la

herramienta al godo diciéndole: "Toma, trabaja y no te aflijas más".

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Capítulo VII

De un discípulo suyo que anduvo sobre las aguas

Un día, mientras el venerable Benito estaba en su celda, el

mencionado niño Plácido, monje del santo varón, salió a sacar agua del lago y

al sumergir incautamente en el agua la vasija que traía, cayó también él en el

agua tras ella. A1 punto le arrebató la corriente arrastrándole casi un tiro

de flecha. El hombre de Dios, que estaba en su celda, al instante tuvo

conocimiento del hecho. Llamó rápidamente a Mauro y le dijo: "Hermano

Mauro, corre, porque aquel niño ha caído en el lago y la corriente lo va

arrastrando ya lejos". Cosa admirable y nunca vista desde el apóstol Pedro;

después de pedir y recibir la bendición, marchó Mauro a toda prisa a cumplir

la orden de su abad. Y creyendo que caminaba sobre tierra firme, corrió

sobre el agua hasta el lugar donde la corriente había arrastrado al niño; le

asió por los cabellos y rápidamente regresó a la orilla". Apenas tocó tierra

firme, volviendo en sí, miró atrás y vio que había andado sobre las aguas, de

modo que lo que nunca creyó poder hacer, lo estaba viendo estupefacto

como un hecho.

Vuelto al abad, le contó lo sucedido. Pero el venerable varón Benito

empezó a atribuir el hecho, no a sus propios merecimientos, sino a la

obediencia de Mauro. Éste, por el contrario, decía que el prodigio había sido

únicamente efecto de su mandato y que él nada tenía que ver con aquel

milagro, porque lo había obrado sin darse cuenta. En esta amistosa porfía de

mutua humildad, intervino el niño que había sido salvado, diciendo: "Yo,

cuando era sacado del agua, veía sobre mi cabeza la melota del abad y

estaba creído que era él quien me sacaba del agua".

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PEDRO.- Portentosas son las cosas que cuentas y sin duda alguna

serán de edificación para muchos. Yo, por mi parte, te digo que cuantos más

milagros conozco de este santo varón, más sed tengo de ellos.

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Capítulo VIII

Del pan envenenado tirado lejos por un cuervo

GREGORIO.- Habiéndose ya inflamado aquellos lugares circunvecinos

en el amor de nuestro Dios y Señor Jesucristo, muchos empezaron a dejar

la vida del siglo y a someter la cerviz de su corazón al suave yugo del

Redentor. Pero como es propio de los malos envidiar en los otros el bien de

la virtud que ellos no aprecian, el sacerdote de una iglesia vecina llamado

Florencio, abuelo de nuestro subdiácono Florencio ", instigado por el antiguo

enemigo, empezó a tener envidia del celo de tan santo varón, a denigrar su

género de vida y a apartar de su trato a cuantos podía. Mas, viendo por una

parte que era imposible impedir sus progresos, y por otra, que cada día

crecía más la fama de su vida monástica, de manera que eran muchos los que

se sentían llamados incesantemente a una vida más perfecta por la fama de

su santidad, abrasado más y más en la llama de la envidia se hacía cada vez

peor, porque deseaba recibir la alabanza de su vida monástica, pero no

quería llevar una vida santa.

Cegado, pues, por las tinieblas de su envidia, llegó a enviar al siervo de

Dios todopoderoso un pan envenenado, como obsequio. Aceptólo el hombre

de Dios dándole las gracias, pero no se le ocultó la ponzoña escondida en el

pan. A la hora de la comida, solía venir del bosque cercano un cuervo, al que

el santo le daba de comer por su propia mano. Habiendo venido como de

costumbre, el siervo de Dios echó al cuervo el pan que el sacerdote le había

enviado y le ordenó: "En nombre de nuestro Señor Jesucristo toma este pan

y arrójalo a un lugar donde no pueda ser hallado por nadie". Entonces el

cuervo, abriendo el pico y extendiendo las alas, empezó a revolotear y a

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graznar alrededor del pan, como diciendo que estaba dispuesto a obedecer,

pero no podía cumplir lo mandado. El siervo de Dios le reiteró la orden,

diciendo: "Llévatelo, llévatelo sin miedo y échalo donde nadie pueda

encontrarlo". Tardó todavía largo rato el cuervo en ejecutar la orden, pero

al fin tomó el pan con su pico, levantó el vuelo y se fue. A1 cabo de tres

horas, habiendo arrojado ya el pan, regresó y recibió el alimento

acostumbrado de mano del hombre de Dios. Pero el venerable abad, viendo

que el ánimo del sacerdote se enardecía contra su vida dolióse más por él

que por sí mismo.

Mas, el sobredicho Florencio, ya que no pudo matar el cuerpo del

maestro, intentó matar las almas de sus discípulos. Para ello, introdujo en el

huerto del monasterio donde vivía, a siete muchachas desnudas, para que

allí, ante sus ojos, juntando las manos unas con otras y bailando largo rato

delante de ellos, inflamaran sus almas en el fuego de la lascivia 22. Vio el

santo varón desde su celda lo que pasaba y temió mucho la caída de sus

discípulos más débiles. Mas, considerando que todo aquello se hacía

únicamente con ánimo de perseguirle a él, trató de evitar la ocasión de

aquella envidia. Y así, constituyó prepósitos en todos aquellos monasterios

que había fundado y tomando consigo unos pocos monjes mudó su lugar de

residencia.

Pero, apenas el hombre de Dios había rechazado, humildemente, el

odio de su adversario, cuando Dios todopoderoso castigó terriblemente a su

rival. Pues estando dicho sacerdote en la azotea de su casa, alegrándose con

la nueva de la partida de Benito, de pronto; permaneciendo inmóvil toda la

casa, se derrumbó la terraza donde estaba, y aplastando al enemigo de

Benito, lo mató.

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El discípulo del hombre de Dios, Mauro, creyó oportuno hacérselo

saber al venerable abad Benito, que aún no se había alejado ni diez millas del

lugar, diciéndole: "Regresa, porque el sacerdote que te perseguía ha

muerto". Al oír esto el hombre de Dios, prorrumpió en grandes sollozos, no

sólo porque su adversario había muerto, sino porque el discípulo se había

alegrado de su desastroso fin. Y por eso impuso una penitencia al discípulo,

porque al anunciarle lo sucedido se había atrevido a alegrarse de la muerte

de su rival.

PEDRO.- Admirables y sobremanera asombrosas son las cosas que

acabas de contar, pues en el agua que manó de la piedra veo a Moisés (Núm

20,11); en el hierro que remontó desde lo profundo del agua, a Elíseo (2Re

6,7); en el andar sobre las aguas, a Pedro (Mt 14,29); en la obediencia del

cuervo, a Elías (1 Re 17,6) y en el llanto por la muerte de su enemigo, a David

(2Sam 1,2; 18,33). Por todo lo cual, veo que este hombre estaba lleno del

espíritu de todos los justos.

GREGORIO.- Pedro, el hombre de Dios Benito tuvo únicamente el

espíritu de Aquel que por la gracia de la redención que nos otorgó, llenó el

corazón de todos los elegidos; del cual dice san Juan: era la luz verdadera

que ilumina a todo hombre que viene a este mundo (Jn 1,9), y más abajo: de

su plenitud todos hemos recibido (Jn 1,16). Los santos alcanzaron de Dios el

poder de hacer milagros, pero no el de comunicar este poder a los demás,

pues solamente lo concede a sus discípulos, el que prometió dar a sus

enemigos la señal de Jonás (Mt 12,39). En efecto, quiso morir en presencia

de los soberbios, pero resucitar ante los humildes, para que aquéllos se

dieran cuenta de quién habían condenado, y éstos, a quién debían amar con

veneración. En virtud de este misterio, mientras los soberbios contemplaron

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al que habían despreciado con una muerte infame, los humildes recibieron la

gloria de su poder sobre la muerte.

PEDRO.- Dime ahora, por favor, a qué lugares emigró el santo varón y

si obró milagros en ellos.

GREGORIO.- El santo varón, al emigrar a otra parte, cambió de lugar,

pero no de enemigo. Ya que después hubo de librar combates tanto más

difíciles, cuanto que tuvo que luchar abiertamente contra el maestro de la

maldad en persona. El fuerte llamado Casino está situado en la ladera de una

alta montaña, que le acoge en su falda como un gran seno, y luego continúa

elevándose hasta tres millas de altura, levantando su cumbre hacia el cielo.

Hubo allí un templo antiquísimo, en el que según las costumbres de los

antiguos paganos, el pueblo necio e ignorante daba culto a Apolo. A su

alrededor había también bosques consagrados al culto de los demonios,

donde todavía en aquel tiempo una multitud enloquecida de paganos ofrecía

sacrificios sacrílegos. Cuando llegó allí el hombre de Dios, destrozó el ídolo,

echó por tierra el ara y taló los bosques. Y en el mismo templo de Apolo

construyó un oratorio en honor de san Martín, y donde había estado el altar

de Apolo edificó un oratorio a san Juan. Además, con su predicación atraía a

la fe a las gentes que habitaban en las cercanías. Pero he aquí que el antiguo

enemigo, no pudiendo sufrir estas cosas en silencio, se aparecía a los ojos

del abad, no veladamente o en sueños, sino visiblemente, y con grandes

clamores se quejaba de la violencia que tenía que padecer por su causa. Los

hermanos, aunque oían su voz, no veían su figura. Pero el venerable abad

contaba a sus discípulos cómo el antiguo enemigo se aparecía a sus ojos

corporales horrible y envuelto en fuego y le amenazaba echando fuego por

la boca y por los ojos. En efecto, todos oían lo que decía, porque primero le

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llamaba por su nombre, y como el hombre de Dios no le respondía nada,

enseguida prorrumpía en ultrajes. Pues cuando gritaba: "¡Benito, Benito!", y

veía que éste nada respondía, a continuación añadía: "¡Maldito y no bendito!

¿Qué tienes contra mí? ¿Por qué me persigues?".

Pero veamos ahora los nuevos embates del antiguo enemigo contra el

siervo de Dios, a quien incitó presentándole batalla, pero, muy a pesar suyo,

con ello no hizo más que proporcionarle ocasiones de nuevas victorias.

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Capitulo IX

De una enorme piedra levantada por su oración

Un día, mientras estaban trabajando en la construcción de su propio

monasterio, los monjes decidieron poner en el edificio una piedra que había

en el centro del terreno. A1 no poderla remover dos o tres monjes a la vez,

se les juntaron otros para ayudarlos, pero la piedra permaneció inamovible

como si tuviera raíces en la tierra. Comprendieron entonces claramente que

el antiguo enemigo en persona estaba sentado sobre ella, puesto que los

brazos de tantos hombres no eran suficientes para removerla.

Ante la dificultad, enviaron a llamar al hombre de Dios para que

viniera y con su oración ahuyentara al enemigo, y así poder luego levantar la

piedra. Vino enseguida, oró e impartió la bendición, y al punto pudieron

levantar la piedra con tanta rapidez, como si nunca hubiera tenido peso

alguno.

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Capítulo X

El incendio imaginario de la cocina

Entonces los monjes empezaron a cavar allí la tierra delante del

siervo de Dios, y ahondando más el hoyo encontraron un ídolo de bronce, que

por el momento guardaron en la cocina. Pero de pronto, vieron salir fuego de

la misma y creyendo que iba a quemarse todo el edificio, corrieron a apagar

el fuego. Mas hicieron tanto ruido al arrojar el agua, que acudió también allí

el hombre de Dios. Y al comprobar que aquel fuego existía sólo ante los ojos

de sus monjes, pero no ante los suyos, inclinó la cabeza en actitud de

oración. Y al punto, a los monjes, que vio que eran víctimas de la ilusión de un

fuego ficticio, hizo volver a la visión real de las cosas, diciéndoles que

hicieran caso omiso de aquellas llamas que había simulado el antiguo enemigo

y que comprobaran cómo el edificio de la cocina estaba intacto.

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Capítulo XI

Del monje joven aplastado por una pared y sanado

En otra ocasión, mientras los monjes estaban levantando una pared,

porque así convenía, el hombre de Dios se hallaba en el recinto de su celda

entregado a la oración. Apareciósele el antiguo enemigo insultándole y

diciéndole que se iba al lugar donde los monjes estaban trabajando.

Comunicólo rápidamente el hombre de Dios a los monjes, por medio de un

enviado, diciéndoles: "Hermanos, id con cuidado, porque ahora mismo va a

vosotros el espíritu del mal". Apenas había acabado de hablar el enviado,

cuando el maligno espíritu derrumbó la pared que levantaban, y atrapando

entre las ruinas a un monje joven, hijo de un curial, lo aplastó. Consternados

todos y profundamente afligidos, no por el daño ocasionado a la pared, sino

por el quebrantamiento del hermano, se apresuraron a anunciárselo al

venerable Benito con gran llanto. El abad mandó que le trajeran al muchacho

destrozado, cosa que no pudieron hacer sino envolviéndole en una manta, ya

que las piedras de la pared le habían triturado no sólo las carnes sino hasta

los huesos. El hombre de Dios ordenó enseguida que lo dejasen en su celda

sobre el psiathium -es decir, sobre la estera-, donde él solía orar; y

despidiendo a los monjes, cerró la puerta de la celda y se puso a orar con

más intensidad que nunca. ¡Cosa admirable! Al punto se levantó curado aquel

monje y tan sano como antes. Y el santo envió de nuevo a acabar la pared a

aquel monje con cuya muerte el antiguo enemigo había creído insultar a

Benito.

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Capitulo XII

De unos monjes que tomaron alimento contra lo

establecido por la regla

En esto empezó el hombre de Dios a tener también espíritu de

profecía, prediciendo sucesos futuros y revelando a los presentes cosas que

sucedían lejos.

Era costumbre en el cenobio, que cuando los monjes salieran a hacer

alguna diligencia, no comieran ni bebieran fuera del monasterio. Este punto

de la observancia se guardaba escrupulosamente, según lo establecido por la

Regla. Un día salieron unos monjes a cumplir cierto encargo, en el que

estuvieron ocupados hasta muy tarde. Y como conocían a cierta piadosa

mujer, entraron en su casa y tomaron alimento. Llegaron muy tarde al

monasterio y, según la costumbre, pidieron la bendición al abad. Éste les

interpeló al punto diciendo: "¿Dónde habéis comido?". “En ninguna parte",

respondieron ellos. Pero él les reprochó: "¿Por qué mentís de ese modo?

¿Acaso no entrasteis en casa de tal mujer y comisteis allí tal y tal cosa y

bebisteis tantas veces?". Cuando vieron que el venerable abad les iba

refiriendo la hospitalidad de la mujer, la clase de manjares que habían

comido y el número de veces que habían bebido, reconocieron todo lo que

habían hecho, y temblando cayeron a sus pies y confesaron su culpa. Pero él

al instante los perdonó, creyendo que en adelante no volverían a hacer

semejante cosa, pues sabían que, aun ausente, les estaba presente en

espíritu.

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Capítulo XIII

Del hermano del monje valentiniano

El hermano del monje Valentiniano, de quien más arriba hice mención,

era un hombre seglar, pero muy piadoso. Para encomendarse a las oraciones

del siervo de Dios y ver a su hermano, acostumbraba a ir todos los años en

ayunas al monasterio desde el lugar donde vivía. Cierto día, yendo de camino

hacia el monasterio, se le juntó otro caminante que llevaba consigo comida

para el viaje. Siendo ya la hora avanzada, le dijo: "Ven, hermano, tomemos

alimento para no desfallecer en el camino". A lo que respondió aquél: "De

ninguna manera, hermano; no lo tomaré, porque he tenido siempre la

costumbre de ir en ayunas a visitar al venerable Benito". Recibida esta

respuesta, el compañero de viaje no insistió más por el momento. Pero

habiendo andado otro pequeño trecho, invitóle de nuevo a comer. Tampoco

esta vez quiso aceptar, porque había hecho propósito de llegar en ayunas.

Calló nuevamente el que le había invitado a comer y consintió en caminar con

él todavía un poco más sin probar alimento. Pero después de haber recorrido

un largo trecho, cuando la hora era ya avanzada y los viajeros estaban

fatigados, encontraron a la vera del camino un prado con una fuente y con

todo lo que podía parecerles a propósito para reparar sus fuerzas. Entonces

díjole el compañero de viaje: "Aquí hay agua, un prado y un lugar ameno

donde podemos comer y descansar un poco, para que luego podamos acabar

nuestro viaje sin novedad". Como estas palabras halagaron sus oídos y el

lugar sus ojos, persuadido por esta tercera invitación, aceptó y comió. Al

anochecer llegó al monasterio; presentóse al venerable abad Benito y le

pidió la bendición. Pero al instante el santo varón le reprochó lo que había

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hecho en el camino, diciéndole: "¿Cómo ha sido, hermano, que el maligno

enemigo, que te habló por boca de tu compañero de viaje, no pudo

persuadirte la primera vez ni tampoco la segunda, pero logró persuadirte a

la tercera y te venció en lo que quería?". Entonces él, reconoció su culpa,

fruto de su débil voluntad; se echó a sus pies y comenzó a llorar

avergonzado de su falta, tanto más cuanto que se dio cuenta que, aunque

ausente, había prevaricado a la vista del abad Benito.

PEDRO.- Veo que en el corazón de este santo varón había el espíritu

de Elíseo, que aunque estaba lejos, estuvo presente a lo que su discípulo

Guejazi hacía (2Re 5,26).

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Capítulo XIV

Descubrimiento del engaño del Rey Totila

GREGORIO.- Ahora, Pedro, es necesario que calles un poco, para que

puedas conocer aún mayores cosas.

En tiempo de los godos, su rey Totila oyó decir que el santo varón

tenía espíritu de profecía. Dirigióse a su monasterio y deteniéndose a poca

distancia del mismo, le anunció su visita. Enseguida se le pasó aviso del

monasterio, diciéndole que podía venir, pero él, pérfido como era, intentó

cerciorarse de si el hombre de Dios tenía espíritu de profecía. Para ello,

prestó su calzado a cierto escudero suyo llamado Rigo, le hizo vestir con la

indumentaria real y le mandó que se presentara al hombre de Dios como si

fuera él mismo en persona. Envió para su séquito a tres compañeros de los

que solían ir en su comitiva, a saber: Vulderico, Rodrigo y Blidino, para que

formando cortejo con él hicieran creer al siervo de Dios que se trataba del

mismo rey Totila. Dióle además otros honores y acompañamiento, para que

tanto por el séquito como por los vestidos de púrpura le tuviese por el

propio rey.

Cuando Rigo llegó al monasterio ostentando las vestiduras reales y

rodeado de numeroso séquito, el hombre de Dios estaba sentado a la puerta.

Vio cómo iba acercándose y cuando podía ya hacerse oír de él, grito

diciendo: "¡Quítate eso, hijo, quítate eso que llevas, que no es tuyo!". Al

instante Rigo cayó en tierra lleno de espanto por haber intentado burlarse

de tan santo varón; y todos los que con él habían ido a ver al el hombre de

Dios, cayeron consternados en tierra. Al levantarse, no se atrevieron a

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acercársele, sino que regresaron adonde estaba su rey y temblando le

contaron la rapidez con que habían sido descubiertos.

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Capítulo XV

Profecía que hizo al Rey Totila

Entonces el rey Totila en persona llegóse al hombre de Dios, y

viéndole a lo lejos sentado no se atrevió a acercársele, sino que cayó de

hinojos en tierra. El hombre de Dios le dijo dos o tres veces: "¡Levántate!".

Pero como él no se atrevía a levantarse en su presencia, Benito, siervo de

nuestro Señor Jesucristo, se dignó acercarse al rey -que permanecía

postrado-, le levantó, le increpó por sus desmanes y en pocas palabras le

vaticinó todo cuanto había de sucederle. Le dijo: "Has hecho y haces mucho

daño; es ya hora de poner término a tu maldad. Ciertamente, entrarás en

Roma, atravesarás el mar y reinarás nueve años, pero al décimo morirás".

Oídas estas palabras, el rey quedó fuertemente impresionado, le pidió la

bendición y se marchó. Y desde entonces fue menos cruel. Poco tiempo

después entró en Roma, pasó luego a Sicilia y al décimo año de su reinado,

por disposición de Dios todopoderoso, perdió el reino con la vida.

También el obispo de la iglesia de Canosa", a quien el hombre de Dios

amaba entrañablemente por los méritos de su vida ejemplar, acostumbraba

a visitar al siervo de Dios. Un día, conversando con él acerca de la entrada

del rey Totila en Roma y de la devastación de la ciudad, díjole el obispo:

"Este rey destruirá de tal manera la ciudad, que ya no podrá ser jamás

habitada" '2. A lo que respondió el hombre de Dios: "Roma no será destruida

por los hombres, sino que se consumirá en sí misma, abatida por

tempestades, huracanes, tormentas y terremotos".

Los misterios de esta profecía nos son ya más patentes que la luz,

puesto que vemos demolidas las murallas de la ciudad, arruinadas sus casas,

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destruidas sus iglesias por los huracanes y que se van desmoronando sus

edificios, como cansados por una larga vejez.

Su discípulo Honorato, de quien es la relación de todo lo que voy

diciendo, confiesa que esto no lo oyó de su boca, pero afirma que los monjes

le aseguraron que así lo había dicho el santo

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Capitulo XVI

De un clérigo librado del demonio

En este tiempo, cierto clérigo de la iglesia de Aquino, era

atormentado por el demonio. Había sido enviado por el venerable varón

Constancio, obispo de la misma iglesia, a visitar muchos sepulcros de

mártires, a fin de obtener de ellos la curación. Pero los santos mártires no

quisieron concederle la salud, para que con este motivo se manifestara la

santidad de Benito.

Así pues, fue conducido a la presencia del siervo de Dios Benito, que

oró a nuestro Señor Jesucristo y al momento expulsó al antiguo enemigo del

hombre poseso. Después de haberle curado le ordenó: "Ve, y en lo sucesivo

no comas carne ni te atrevas jamás a recibir orden sagrada alguna, porque el

día que intentares temerariamente acceder a orden sacro alguno, al

instante volverás a ser esclavo de Satanás".

Marchó, pues, el clérigo curado, y como la pena reciente suele

atemorizar al espíritu, cumplió por el momento lo que el hombre de Dios le

había ordenado.

Pero transcurridos muchos años, cuando vio que los que le habían

precedido habían muerto y que otros más jóvenes que él recibían las

órdenes sagradas, no acordándose de las palabras del hombre de Dios por el

largo tiempo transcurrido, hizo caso omiso de ellas, acercándose a recibir

otra orden sagrada. Inmediatamente tomó posesión de él aquel demonio que

le había dejado y no cesó de atormentarle hasta que le quitó la vida.

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PEDRO.- Por lo que veo, este hombre de Dios penetró hasta los

secretos de la divinidad, puesto que sabía que este clérigo había sido

entregado a Satanás, precisamente para que no osara recibir orden sagrada

alguna.

GREGORIO.- ¿Cómo no iba a conocer los secretos de la divinidad, el

que guardaba tan fielmente los preceptos del mismo Dios, estando como

está escrito que: El que se adhiere al Señor, se hace un espíritu con él? (1

Co 6,17).

PEDRO.- Si el que se adhiere al Señor se hace un mismo espíritu con

él, ¿por qué el mismo egregio predicador dice también: Quién conoció el

pensamiento del Señor, o quién fue su consejero? (Rom 11,34). Pues parece

ilógico que uno ignore el pensamiento de aquel con el cual ha sido hecho un

solo espíritu.

GREGORIO.- Los hombres santos, en cuanto son una misma cosa con

el Señor, no ignoran su pensamiento, pues también el mismo Apóstol dice:

¿Qué hombre conoce lo que en el hombre hay, sino el espíritu del hombre

que está en él? Así también, nadie conoce las cosas de Dios sino el Espíritu

de Dios (1Co 2,lls). Y para mostrarnos que conocía las cosas de Dios, añadió:

Nosotros no hemos recibido el espíritu de este mundo, sino el espíritu de

Dios (1Co 2,12). Por eso dice también: Lo que ni el ojo vio ni el oído oyó, ni

imaginó el corazón del hombre, eso es lo que Dios tiene preparado para los

que le aman; pero a nosotros nos lo ha revelado por su Espíritu (1 Co 2,9).

PEDRO.- Si, pues, las cosas que son de Dios fueron reveladas al

mismo Apóstol por el Espíritu de Dios, ¿cómo responde a lo que propuse

antes, diciendo: ¡Oh profundidad de la riqueza, de la sabiduría y de la

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ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus juicios e inescrutables sus

caminos! (Rm 11,33). Además de esto, me viene ahora a la mente otra duda.

Pues el profeta David, hablando con el Señor, dice: Con mis labios he

pronunciado todos los juicios de tu boca (Sal 119,13). Y como conocer es

menor que pronunciar, ¿por qué afirma san Pablo que los juicios de Dios son

inescrutables, cuando David asegura, no sólo que los conoce, sino también

que los ha pronunciado con sus labios?

GREGORIO.- A ambas cosas te respondí brevemente más arriba,

cuando te dije que los hombres santos, en cuanto son una misma cosa con el

Señor, no ignoran su pensamiento. En efecto, todos los que siguen

devotamente al Señor están unidos a Dios por su devoción, pero mientras

están abrumados por el peso de la carne corruptible, no están aún junto a

Dios. Y así, en cuanto le están unidos, conocen los ocultos designios de Dios,

y en cuanto están separados de él, los ignoran. Por eso, en tanto no penetran

aún perfectamente sus secretos aseguran que sus juicios son

incomprensibles, pero en cuanto se adhieren a él por el espíritu, y por esta

unión, instruidos por las palabras de la Sagrada Escritura o por secretas

revelaciones, reciben algún conocimiento, entonces saben estas cosas y las

anuncian. Así, pues, ignoran lo que Dios calla y conocen lo que les habla. Por

eso cuando el profeta David dijo: Con mis labios pronuncié todos tus

decretos, añadió a continuación: salidos de tu boca (Sal 119,13); como si

dijera abiertamente: "Pude conocer y proclamar estos decretos, porque tú

los proferiste. Puesto que aquellas cosas que tú no dices, por lo mismo las

ocultas a nuestra inteligencia". Concuerda, pues, la sentencia del Profeta y

la del Apóstol, porque si es cierto que los juicios de Dios son inescrutables,

también lo es que una vez han sido proferidos por su boca, pueden ser

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pronunciados por labios humanos, porque lo que Dios revela puede ser

conocido, pero no lo que oculta.

PEDRO.- Has resuelto esta pequeña objeción mía con razones bien

claras. Pero, te ruego, que prosigas, si tienes algo que decir aún sobre los

milagros de este varón.

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Capitulo XVIII

Profecía sobre la destrucción de su monasterio

GREGORIO.- Cierto hombre noble, llamado Teoprobo, había sido

convertido por las exhortaciones del abad Benito, quien por su vida ejemplar

le tenía gran confianza y familiaridad. Un día entró Teoprobo en su celda y

le encontró llorando amargamente, Esperó largo rato, pero al ver que no

cesaban sus lágrimas y que el hombre de Dios no lloraba como en la oración,

sino por alguna congoja, preguntóle la causa de tanto llanto. A lo que

respondió enseguida el hombre de Dios: "Todo este monasterio que he

construido y todas estas cosas que he preparado para los monjes, por

disposición de Dios todopoderoso, serán entregadas a los bárbaros. Sólo a

duras penas he podido alcanzar que se me concedieran las vidas de los

monjes".

Este oráculo, que entonces oyó Teoprobo, nosotros lo vemos cumplido,

pues sabemos que su monasterio ha sido destruido por las hordas de los

lombardos.

En efecto, no ha muchos años, una noche, mientras los monjes

dormían, entraron allí los lombardos y lo saquearon todo, pero no pudieron

apresar ni un solo monje. Así Dios todopoderoso cumplió lo que había

prometido a su fiel siervo Benito: que aunque entregaría los bienes a los

bárbaros, salvaría empero la vida de los monjes. Y en esto veo que a Benito

le sucedió lo mismo que a san Pablo, el cual vio cómo su navío perdía todo lo

que llevaba, pero salvó, para consuelo suyo, la vida de todos los que iban con

él (Hch 27).

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Capítulo XVIII

De un frasco escondido y descubierto en espíritu

En otra ocasión, nuestro Exhilarato, a quien conociste después de su

conversión, fue enviado por su amo al hombre de Dios para que llevara al

monasterio dos vasijas de madera -llamadas vulgarmente frascos-, llenas de

vino. Fue y presentó sólo una; la otra la escondió en el camino. Pero el

hombre de Dios, a quien no podía ocultársele lo que se hacía en su ausencia,

recibióla dándole las gracias, pero al ir a marcharse el criado le avisó

diciendo: "Mira, hijo, no bebas ya de aquel frasco que escondiste. Inclínalo

con cuidado y verás lo que hay en él". El criado salió muy confuso de la

presencia del hombre de Dios, pero a su regreso quiso comprobar lo que le

había dicho. Inclinó el frasco y al punto salió de él una serpiente. Entonces

el joven Exhilarato, viendo lo que había encontrado en el vino, se avergonzó

de la falta cometida.

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Capítulo XIX

De los pañuelos aceptados por un monje

No lejos del monasterio había una aldea, de la

cual una gran mayoría de sus habitantes había sido

convertida del culto de los ídolos a la fe en Dios, por la

predicación de Benito. Había también allí unas mujeres

consagradas a Dios, a las cuales el siervo de Dios

procuraba enviarles con frecuencia algunos de sus

monjes para atenderlas espiritualmente. Un día, según

su costumbre, envió a uno de ellos. Acabada la plática, el monje que había

sido enviado aceptó, instado por aquellas santas mujeres, unos pañuelos y los

escondió en su pecho. Luego que hubo regresado al monasterio empezó el

hombre de Dios a reprenderle con grandísima acrimonia diciéndole: "¿Cómo

ha penetrado la iniquidad en tu pecho?". Quedó aquél estupefacto, pues no

acordándose de lo que había hecho, tampoco atinaba a comprender por qué

le reprendía. Entonces Benito le dijo: "¿Acaso no estaba yo presente cuando

recibiste de las siervas de Dios los pañuelos y los guardaste en tu pecho?".

Al oír esto, se echó a sus pies, dio satisfacción por haber obrado tan

neciamente y arrojó los pañuelos que había escondido en su pecho.

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Capítulo XX

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Del pensamiento de soberbia de un monje,

conocido en espíritu

Fin otra ocasión, mientras el venerable abad tomaba su alimento hacia

el atardecer, cierto monje, hijo de un abogado, le sostenía la lámpara

delante de la mesa. Y mientras el hombre de Dios comía y él le alumbraba,

comenzó a pensar y decir secretamente en su interior: "¿Quién es éste para

que yo tenga que servirle y sostenerle la lámpara mientras come? ¿Y siendo

yo quien soy, he de servirle?". Al punto, dirigiéndose a él el hombre de Dios,

comenzó a increparle ásperamente, diciéndole: "¡Santigua tu corazón,

hermano! ¿Qué es lo que estás pensando? ¡Santigua tu corazón!".

Inmediatamente llamó a los monjes, mandó que le quitasen la lámpara de sus

manos, y a él le ordenó que cesara en su servicio y se sentara. Preguntado

luego por los monjes qué es lo que había pensado, les contó prolijamente

cómo se había envanecido por espíritu de soberbia y lo que había dicho

interiormente en su pensamiento contra el hombre de Dios. Con esto, todos

vieron claramente que nada podía ocultarse al venerable Benito, pues había

percibido hasta un simple discurso mental.

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Capítulo XXI

De doscientos modios de harina hallados delante del

monasterio en tiempo de carestía

En otra ocasión, sobrevino en la región de la Campania una gran

hambre que afligía a todo el mundo por la falta de alimentos. Empezaba

también ya a escasear el trigo en el monasterio de Benito y se habían

consumido casi todos los panes, de tal manera que a la hora de la refección

de los monjes sólo pudieron hallarse cinco. Viéndolos el venerable abad

contristados, trató primero de corregir con suave reprensión su

pusilanimidad y luego de animarlos con esta promesa, diciendo: "¿Por qué

está triste vuestro corazón por la falta de pan? Hoy ciertamente hay poco,

pero mañana lo tendréis en abundancia". Al día siguiente encontraron

delante de la puerta del monasterio doscientos modios de harina metido en

sacos, sin que hasta el día de hoy se haya podido saber, de quién se valió

Dios todopoderoso para llevarlos allí. Viendo esto, los monjes alabaron a

Dios y aprendieron a no dudar más de la abundancia, aun en tiempo de

escasez.

PEDRO.- Dime, por favor, si este siervo de Dios tenía siempre

espíritu de profecía o si este espíritu invadía su alma sólo de vez en cuando.

GREGORIO.- El espíritu de profecía, Pedro, no está continuamente

inspirando la mente de los profetas, porque si el Espíritu Santo, según está

escrito, inspira donde quiere (Jn 3,8), también has de saber que inspira

cuando quiere. Por eso, preguntado el profeta Natán por el rey David, si

podía construir el templo, primeramente le dijo que sí y luego que no (2Sam

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7,17). Y por lo mismo, cuando el profeta Eliseo vio llorar a la mujer sunamita,

sin conocer la causa de su llanto, dijo al criado que la impedía acercarse:

Déjala, porque su alma está llena de amargura y el Señor me lo ha ocultado y

no me lo ha revelado (2Re 4,27). Dios todopoderoso actúa así por disposición

de su soberana bondad, porque unas veces da el espíritu de profecía y otras

lo retira, eleva las almas de los profetas a las alturas y al mismo tiempo las

mantiene en la humildad, para que vean lo que son por la gracia de Dios,

cuando reciben este espíritu, y lo que son por sí mismos, cuando les falta.

PEDRO.- Que es así como dices, lo manifiesta tu mismo razonamiento.

Pero cuéntame por favor, todo lo que sepas del venerable abad Benito.

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Capítulo XXII

Cómo en una visión trazó el plano del monasterio

de Terracina

GREGORIO.- En otra ocasión, cierto varón piadoso le rogó que

enviase algunos de sus discípulos para fundar un monasterio en una posesión

suya, junto a la ciudad de Terracina. Accedió Benito a su demanda; designó a

los monjes que habían de ir y nombróles abad y prior. A1 despedirlos les

prometió: "Id y tal día iré yo y os mostraré dónde debéis edificar el

oratorio, el refectorio de los monjes, la hospedería y todo lo demás".

Recibida la bendición, partieron en seguida. Esperaron con ansia el día

señalado y prepararon todo lo necesario para los que habían de venir en

compañía del santo abad. Pero la noche anterior al día convenido, antes de

que amaneciera, el hombre de Dios se apareció en sueños al que había

constituido abad y a su prior y les fue señalando minuciosamente cada uno

de los lugares donde había de edificarse algo. Al levantarse de la cama,

refiriéronse mutuamente lo que habían visto en sueños, pero no dieron

crédito a la visión y así esperaron a que viniera el siervo de Dios, tal como se

lo había prometido. Mas viendo que no había comparecido el día señalado,

fueron a él y le dijeron llenos de tristeza: "Padre, esparábamos que vinieras,

tal como nos lo habías prometido, y nos indicaras lo que habíamos de

edificar, pero no compareciste". Él les respondió: "Hermanos, ¿cómo decís

esto? ¿Acaso no vine según había prometido?". Contestáronle: "¿Cuándo

viniste?". Él respondió: "Cuando me aparecí a los dos mientras dormíais y os

señalé cada uno de los lugares. Id, pues, y según lo oísteis en la visión,

construid todos los edificios del monasterio". Al oír esto, quedaron

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estupefactos; regresaron al predio susodicho y construyeron todas las

dependencias según las instrucciones recibidas en la visión.

PEDRO.- Desearía que me explicaras, cómo pudo ir tan lejos, dar la

respuesta a unos que dormían y éstos reconocerle y oírle en la visión.

GREGORIO.- ¿Por qué, Pedro, porfías en querer averiguar el hecho

con tanta prolijidad? Es evidente que el espíritu es de naturaleza más sutil

que el cuerpo. Por otra parte, sabemos con absoluta certeza, por el

testimonio de la Escritura, que el profeta Habacuc fue arrebatado y

transportado en un instante de Judea a Caldea con la comida. Y después de

dar de comer al profeta Daniel se halló de nuevo súbitamente en Judea (Dn

17,32-39). Si, pues, Habacuc pudo en un instante ir corporalmente tan lejos

a llevar la comida, no es de maravillar que al abad Benito le fuera concedido

ir espiritualmente y decir lo necesario a los espíritus de aquellos monjes que

estaban durmiendo. Pues así como aquél fue corporalmente para llevar el

alimento corporal, éste fue espiritualmente para llevarles una instrucción de

tipo espiritual.

PEDRO.- Confieso que la claridad de tus palabras ha hecho

desaparecer en mí toda duda, pero quisiera saber cómo era el modo habitual

de hablar de este santo varón.

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Capítulo XXIII

De unas religiosas que después de su muerte fueron

readmitidas a la Comunión Eclesial, merced a una

oblación suya

GREGORIO.- Su lenguaje habitual, Pedro, no estaba desprovisto

tampoco de poder sobrenatural, porque no podían caer en el vacío las

palabras de la boca de aquel, cuyo corazón estaba suspendido en las cosas

celestiales. Y si alguna vez decía algo, no ya ordenando sino amenazando, su

palabra tenía tanta fuerza, que parecía que la hubiese proferido no con duda

o vacilación, sino como una sentencia. En efecto, no lejos del monasterio

vivían consagradas a Dios en su propia casa dos mujeres de noble linaje, a

quienes cierto piadoso varón cuidaba de proveerles de todo lo necesario

para su sustento. Pero en algunos, la nobleza de linaje suele engendrar

vulgaridad de espíritu, puesto que los que recuerdan haber sido algo más que

los demás, se desprecian menos en este mundo. Así, las citadas religiosas no

habían domeñado perfectamente su lengua, ni siquiera bajo el freno de su

hábito religioso, y frecuentemente con palabras injuriosas provocaban a ira

a aquel piadoso varón, que les suministraba lo necesario para vivir. Éste,

después de aguantar por largo tiempo sus ofensas, se dirigió al hombre de

Dios y le contó las grandes afrentas que de palabra tenía que sufrir. El

hombre de Dios, después de oír de ellas semejantes cosas, les mandó a

decir: "Refrenad vuestra lengua, porque si no lo hacéis os excomulgaré". -

Sentencia de excomunión que de hecho no lanzó, pues sólo amenazó con ella-

. A pesar del aviso, ellas no corrigieron en nada su conducta. A los pocos días

murieron y fueron sepultadas en la iglesia. Pero cuando se celebraba en ella

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el sacrificio de la misa y el diácono decía, según se acostumbra, en voz alta:

"Si alguno está excomulgado salga fuera de la iglesia", su nodriza, que solía

ofrecer por ellas la oblación al Señor, las veía salir de sus sepulcros y

abandonar la iglesia. Después de comprobar repetidas veces que a la voz del

diácono salían fuera de la iglesia y no podían permanecer en ella, recordó lo

que el hombre de Dios les había mandado estando aún vivas, a saber: que las

privaría de la comunión eclesial si no enmendaban su conducta y sus

palabras. Entonces, sumamente apenada, comunicó el caso al siervo de Dios,

el cual entregó por su propia mano una oblación, diciendo: "Id y haced

ofrecer por ellas esta oblación al Señor y en adelante ya no estarán

excomulgadas". Mientras se inmolaba la oblación presentada por ellas, el

diácono, como de costumbre, dijo que salieran de la iglesia los

excomulgados, pero en adelante no se las vio salir más del templo. Con lo que

quedó de manifiesto que al no retirarse con los excomulgados, era porque

habían sido recibidas a la comunión del Señor, gracias a su siervo Benito.

PEDRO.- Realmente, me admira que un hombre por más venerable y

santo que fuera, viviendo aún en carne mortal, pudiera absolver a unas almas

que estaban ya ante el invisible tribunal de Dios.

GREGORIO.- Pero, ¿es que no vivía en carne mortal el apóstol san

Pedro, cuando oyó de la boca del Señor: Todo lo que atares en la tierra será

atado en los cielos y todo lo que desatares en la tierra será desatado en el

cielo? (Mt 16,1). Este poder de atar y desatar lo tienen ahora aquellos que

gobiernan santamente, por su fe y sus buenas costumbres. Pero, para que el

hombre terreno pudiera hacer tales cosas, el Creador de cielos y tierra

bajó del cielo, y para que la carne pudiera juzgar incluso a los espíritus, Dios

hecho carne por los hombres se dignó concederle esto: que su debilidad se

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elevara sobre sí misma, porque la fortaleza de Dios se había debilitado por

debajo de sí misma.

PEDRO.- El razonamiento de tus palabras concuerda perfectamente

con el poder de sus milagros.

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Capítulo XXIV

De un monje joven a quien arrojó la tierra del

sepulcro

GREGORIO.- Un día, cierto monje joven, que amaba a sus padres más

de lo conveniente, se marchó a su casa, saliendo del monasterio sin pedir la

bendición. El mismo día, en llegando a su casa murió y le sepultaron. Pero al

día siguiente hallaron su cuerpo fuera de la fosa. De nuevo volvieron a

enterrarle, pero al día siguiente lo hallaron otra vez fuera de la tumba.

Entonces corrieron a los pies del abad Benito, pidiéndole entre sollozos que

se dignara concederles su favor. Al punto, dióles el hombre de Dios por su

propia mano la comunión del Cuerpo del Señor, diciéndoles: "Id y poned

sobre su pecho esta partícula del Cuerpo del Señor y sepultadlo con ella".

Hiciéronlo así y la tierra retuvo el cuerpo, sin volver a arrojarlo más.

¿Ves, Pedro, qué méritos no tendría este hombre delante de nuestro

Señor Jesucristo, que hasta la tierra arrojaba de sí el cuerpo de aquel que

no tenía el favor de Benito?

PEDRO.- Lo veo perfectamente y ello me llena de asombro.

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Capítulo XXV

Del monje que al marcharse del monasterio contra la

voluntad de Benito le salió al encuentro un dragón que

quería devorarle

GREGORIO.- Un monje suyo, proclive a la inconstancia, no quería

perseverar en el monasterio. Y aunque el hombre de Dios le corregía

asiduamente y le amonestaba con frecuencia, de ningún modo quería

permanecer más en la comunidad y se empeñaba con importunos ruegos a

que le dejara marchar. Un día, cansado ya el venerable abad de tanta

impertinencia, le mandó airado que se fuese. No bien hubo abandonado el

monasterio, cuando le salió al encuentro un dragón, que abriendo sus fauces

contra él amenazaba con devorarle. Entonces, tembloroso y jadeante

empezó a gritar con fuerte voz: "¡Corred, corred, que este dragón quiere

devorarme!". Acudieron rápidamente los monjes; no vieron al dragón, pero

condujeron al monasterio al monje, despavorido y tembloroso, quien en

seguida hizo promesa de no abandonar jamás el monasterio. Y desde aquel

momento permaneció constante en su promesa, gracias a que por las

oraciones del santo varón había podido ver a aquel dragón que quería

devorarle y al que antes seguía sin ver.

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Capítulo XXVI

Un caso de elefantiasis curado

Tampoco debo callar lo que me contó el ilustre Antonio: que un

esclavo de su padre fue atacado de una elefantiasis tan grave, que se le

entumecía la piel y se le caía el cabello, sin poder ocultar la podredumbre

que avanzaba por momentos. Enviado por su padre al hombre de Dios,

instantáneamente recuperó la salud perdida.

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Capítulo XXVII

De unos sueldos devueltos milagrosamente al deudor

Asimismo, no puedo callar tampoco lo que su discípulo Peregrino solía

contar: que en cierta ocasión un fiel cristiano, apremiado por la obligación

de saldar una deuda, creyó que sólo hallaría remedio si acudía al hombre de

Dios y le exponía la necesidad que tenía de pagarla.

Fue, pues, al monasterio halló al siervo de Dios omnipotente y le

explicó cómo su acreedor le afligía gravísimamente por doce sueldos que le

debía. El venerable abad le respondió que no tenía doce sueldos, pero

después de consolarle de su pobreza con suaves palabras, le dijo: "Ve y

vuelve dentro de dos días, porque no tengo hoy lo que quisiera darte".

Durante estos dos días, Benito, según su costumbre, estuvo ocupado

en la oración. Cuando al tercer día volvió aquel hombre afligido por la deuda,

se encontraron inesperadamente trece sueldos sobre un arca del

monasterio que estaba llena de trigo. Mandó traerlos el hombre de Dios y

entregarlos al afligido demandante, diciéndole que pagara los doce sueldos y

se reservara el sobrante para sus propias necesidades.

Pero volvamos ahora a lo que supe por referencias de los discípulos,

de quienes hice mención en el exordio de este libro.

Un hombre tenía una grandísima envidia de su enemigo y a tal punto

llegó su odio, que ocultamente vertió veneno en su bebida. El veneno no llegó

a quitarle la vida, pero de tal manera hizo mudar el color de su piel, que

aparecieron esparcidas por todo el cuerpo unas manchas semejantes a las

de la lepra. Fue enviado al hombre de Dios y recobró inmediatamente la

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salud perdida. Pues con sólo tocarle el santo desaparecieron al punto las

manchas de su piel.

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Capitulo XXVIII

De una ampolla de cristal arrojada a unas rocas, que

no se rompió

En aquel tiempo en que el hambre afligía gravemente la región de la

Campania, el hombre de Dios distribuyó entre los

pobres cuanto había en el monasterio, hasta el punto

de no quedar apenas nada en la despensa, fuera de un

poco de aceite en una vasija de cristal. Llegó al

monasterio un subdiácono, por nombre Agapito,

pidiendo con insistencia que le diesen un poco de

aceite. El hombre de Dios, que se había propuesto

darlo todo en la tierra para encontrarlo todo en el cielo, ordenó dar al

demandante aquel poco de aceite que quedaba. Pero el monje encargado de

la despensa, aunque oyó perfectamente la orden, hizo oídos sordos a la

misma. Poco después, preguntó el abad si había dado lo que le había

mandado. Respondió que no había dado el aceite, porque de haberlo hecho no

habría quedado nada para los monjes. Airado entonces el santo, mandó a

otros monjes que arrojasen por la ventana aquella vasija de cristal que

contenía un poco de aceite, para que en el monasterio no se guardara nada

contra la obediencia. Así se hizo. Debajo de la ventana había un gran

precipicio erizado de enormes rocas. Arrojada, pues, la vasija de cristal,

cayó sobre las rocas, pero permaneció tan sana como si no la hubieran

lanzado; de tal manera que ni se rompió ni se derramó el aceite. Entonces el

hombre de Dios mandó subirla y entera como estaba entregarla al

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subdiácono. Luego reunió a la comunidad y en su presencia reprendió al

monje desobediente por su soberbia y poca fe.

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Capítulo XXIX

La tinaja vacía que reboso de aceite

Acabada la reprensión, púsose en oración juntamente con los demás

monjes. En el mismo lugar donde oraban había una tinaja vacía y cubierta.

Como el santo varón prolongara su oración, la tapadera de la tinaja empezó a

levantarse, empujada por el aceite que iba subiendo. Al fin cayó la tapadera,

y el aceite, desbordándose, comenzó a invadir el pavimento del lugar donde

estaban postrados en oración. Al darse cuenta de ello el siervo de Dios

Benito, puso en seguida fin a su oración y al punto el aceite dejó de

derramarse por el suelo. Entonces amonestó con más insistencia al monje

desconfiado y desobediente, para que aprendiese en adelante a tener más

fe y humildad. El monje, saludablemente corregido, quedó ruborizado de ver

que el venerable abad había mostrado con milagros el poder de Dios

todopoderoso, del que antes le había hablado en la primera amonestación. Y

así, no había ya quien dudara de las promesas de aquel que en un instante

trocó un vaso de cristal casi vacío en una tinaja rebosante de aceite.

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Capítulo XXX

Del monje librado del demonio

Un día, yendo el hombre de Dios a orar a la ermita de San Juan,

situada en la misma cumbre del monte, cruzóse con él el antiguo enemigo en

figura de veterinario, llevando consigo el cuerno y la tripédica. Preguntóle

Benito: "¿Adónde vas?". Él le respondió: "A darles una poción a tus monjes".

Prosiguió el venerable Benito su camino y concluida su oración regresó al

monasterio. Entre tanto, el maligno espíritu encontró a un monje anciano que

estaba sacando agua, y al punto entró en él y le arrojó por tierra,

atormentándole furiosamente. El hombre de Dios, que regresaba ya de su

oración, al ver a aquel monje tan cruelmente atormentado, diole solamente

una bofetada y el maligno espíritu salió tan rápidamente de él, que no se

atrevió jamás a volver a aquel monje.

PEDRO.- Quisiera saber si estos milagros tan grandes los obtenía

siempre por el poder de la oración, o si a veces los obraba con sólo el querer

de su voluntad.

GREGORIO.- Los que se unen devotamente a Dios suelen obrar

milagros de ambas maneras, según lo exigen las circunstancias, de suerte

que unas veces hacen prodigios por medio de la oración y otras por sólo su

propio poder. Porque si san Juan dice: A todos los que le recibieron les dio

poder de llegar a ser hijos de Dios (Jn 1,12), ¿por qué maravillarse de que

puedan obrar prodigios por su propio poder, quienes son hijos de Dios por

ese mismo poder? Que obran milagros de las dos maneras nos lo atestigua

san Pedro, que resucitó a la difunta Tabita con la oración (Hch 9,40) y

entregó a la muerte a Ananías y Safira por sola su reprensión (Hch 5,1-10),

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puesto que no se dice que orara para que murieran, sino únicamente que les

echó en cara el pecado que habían cometido. Luego es cierto, que unas veces

obran milagros por su propia virtud, y otras por virtud de la oración, ya que

a éstos les quitó la vida recriminándoles su pecado, y a aquélla se la

restituyó orando.

Y para que veas que esto es verdad, voy a traer ahora a colación dos

prodigios del fiel siervo de Dios Benito, en los cuales aparece claramente

que uno lo obró por el poder recibido de Dios y el otro por la oración.

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CAPÍTULO XXXI

De un labriego maniatado, que desató con sólo su

mirada

Un godo por nombre Zalla, afiliado a la herejía arriana, en tiempos del

rey Totila, se encendió en odio y bárbara crueldad contra los varones

piadosos de la Iglesia Católica, hasta el punto de que si algún clérigo o

monje topaba con él no escapaba con vida de sus manos. Un día, abrasado

por el ardor de su avaricia y ávido de rapiña, le dio por afligir con crueles

tormentos a cierto labriego, y a torturarle con varios suplicios. El rústico,

vencido por tales tormentos, declaró que había confiado todos sus bienes al

siervo de Dios Benito, para que creyéndole su verdugo, diera entre tanto

tregua a su crueldad y pudiera ganar unas horas de vida.

Cesó entonces Zalla de atormentar al labriego, pero le ató los brazos

con gruesas cuerdas y comenzó a empujarle delante de su caballo para que

le mostrara quién era el tal Benito, que había recibido en depósito todos sus

bienes. El labriego, que iba delante con los brazos atados, le condujo al

monasterio del santo varón, a quien encontró sentado junto a la puerta, solo

y leyendo. El labriego dijo al cruel Zalla, que iba detrás de él: "He aquí al

abad Benito, de quien antes te hablé". Zalla fijó en él su mirada llena de ira

y ferocidad, y creyendo que podía usar con él los procedimientos terroristas

que acostumbraba, empezó a gritar fuertemente, diciéndole: "¡Levántate,

levántate! ¡Devuelve todo lo que recibiste de este labriego!". Al oír estas

palabras, el hombre de Dios, levantó sus ojos de la lectura, le miró y fijó

también la vista en el labriego que mantenía maniatado. A1 poner los ojos

sobre los brazos del labriego, comenzaron a desatarse de un modo

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maravilloso y con tanta rapidez las cuerdas que ataban sus brazos, que no

hubiera podido desligarlos tan presto celeridad humana alguna. Al ver Zalla

cuán fácilmente quedaba desatado aquel que había traído maniatado consigo,

aterrado ante la fuerza de tal poder, cayó del caballo y doblando a las

plantas de Benito aquella su cerviz de inflexible crueldad, se encomendó a

sus oraciones.

El hombre de Dios no dejó por eso su lectura, pero llamó a los monjes

y les mandó que introdujeran a Zalla en el monasterio y que le obsequiaran

con algún alimento bendecido. Cuando volvió a su presencia, le amonestó a

que dejara tanta insana crueldad. Y así, al retirarse aplacado, no se atrevió

a pedir nada a aquel labriego, a quien el hombre de Dios había desatado sin

tocarlo, con sóla su mirada.

Esto es, Pedro, lo que antes te decía: que aquellos que sirven con más

familiaridad a Dios todopoderoso algunas veces suelen obrar cosas

admirables con sólo su poder. Pues el que estando sentado reprimiera la

ferocidad de aquel terrible godo, y con sólo su mirada deshiciera las

cuerdas y nudos que ataban los brazos de un inocente, nos indican por 1a

misma rapidez con que se hizo el milagro, que había recibido el poder de

hacerlo.

Ahora añadiré también un magnífico milagro, que obtuvo por medio de

la oración.

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Capítulo XXXII

De un muerto, resucitado por la oración del hombre

de Dios

Cierto día, mientras el hombre de Dios había salido con sus monjes a

las labores del campo, llegó al monasterio un campesino llevando en brazos el

cuerpo de su hijo muerto, y estando fuera de sí por el dolor de tamaña

pérdida, preguntó por el abad Benito. Cuando se le contestó que el abad

estaba en el campo con los monjes, dejó a la puerta del monasterio el cuerpo

de su hijo difunto y trastornado por el dolor comenzó a correr en busca del

venerable abad. Pero entonces regresaba ya el hombre de Dios del trabajo

del campo con sus monjes. Apenas le divisó el campesino, comenzó a gritar:

"¡Devuélveme a mi hijo! ¡Devuélveme a mi hijo!". A1 oír estas palabras

detúvose el hombre de Dios y le dijo: "¿Es que te he quitado yo a tu hijo?".

A lo que respondió aquél: "Ha muerto; ven y resucítale". Al oír esto el siervo

de Dios, se entristeció sobremanera y dijo: "Retiraos, hermanos, retiraos,

que estas cosas no son para nosotros; son propias de los santos Apóstoles.

¿Por qué queréis imponernos cargas que no podemos llevar?". Pero el

campesino, abrumado por el dolor, persistía en su demanda, jurando que no

se había de ir si no resucitaba a su hijo. Entonces el siervo de Dios

preguntó:

"¿Dónde está?". Él le respondió: "Su cuerpo yace junto a la puerta del

monasterio". Llegado que hubo allí el hombre de Dios con sus monjes, dobló

las rodillas y se echó sobre el cuerpecito del niño, luego se levantó y alzando

las manos al cielo dijo: "Señor, no mires mis pecados, sino la fe de este

hombre que pide que se le resucite a su hijo, y devuelve a este cuerpecito el

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alma que le has quitado". Apenas había acabado de decir las palabras de

esta oración, cuando volvió el alma al cuerpo del niño, estremeciéndose éste

de tal modo, que quedó bien patente a los ojos de todos que aquel cuerpo se

había agitado conmovido por una sacudida maravillosa. Tomó entonces al niño

de la mano y vivo y sano lo entregó a su padre.

Aquí queda de manifiesto, Pedro, que no estuvo en su poder el hacer

este milagro, ya que postrado en tierra pidió poder para realizarlo.

PEDRO.- Está claro que todo es como dices, porque has probado tus

palabras con hechos. Pero dime, por favor, si los santos pueden hacer todo

lo que quieren y si alcanzan todo lo que desean obtener.

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Capitulo XXXIII

El milagro de su hermana Escolástica

GREGORIO.- ¿Quién habrá, Pedro, en esta vida más grande que san

Pablo? Y sin embargo tres veces rogó al Señor que le librara del aguijón de

la carne (2Co 12,8) y no pudo alcanzar lo que deseaba. Por eso, es preciso

que te cuente del venerable abad Benito cómo deseó algo y no pudo

obtenerlo. En efecto, una hermana suya, llamada Escolástica, consagrada a

Dios todopoderoso desde su infancia, acostumbraba a visitarle una vez al

año. Para verla, el hombre de Dios descendía a una posesión del monasterio,

situada no lejos de la puerta del mismo. Un día vino como de costumbre y su

venerable hermano bajó donde ella, acompañado de algunos de sus discípulos

S'. Pasaron todo el día ocupados en la alabanza divina y en santos coloquios,

y al acercarse las tinieblas de la noche tomaron juntos la refección. Estando

aún sentados a la mesa entretenidos en santos coloquios, y siendo ya la hora

muy avanzada, dicha religiosa hermana suya le rogó: "Te suplico que no me

dejes esta noche, para que podamos hablar hasta mañana de los goces de la

vida celestial". A lo que él respondió: "¡Qué es lo que dices, hermana! En

modo alguno puedo permanecer fuera del monasterio".

Estaba entonces el cielo tan despejado que no se veía en él ni una sola

nube. Pero la religiosa mujer, al oír la negativa de su hermano, juntó las

manos sobre la mesa con los dedos entrelazados y apoyó en ellas la cabeza

para orar a Dios todopoderoso. Cuando levantó la cabeza de la mesa, era

tanta la violencia de los relámpagos y truenos y la inundación de la lluvia, que

ni el venerable Benito ni los monjes que con él estaban pudieron trasponer el

umbral del lugar donde estaban sentados. En efecto, la religiosa mujer,

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mientras tenía la cabeza apoyada en las manos había derramado sobre la

mesa tal río de lágrimas, que trocaron en lluvia la serenidad del cielo. Y no

tardó en seguir a la oración la inundación del agua, sino que de tal manera

fueron simultáneas la oración y la copiosa lluvia, que cuando fue a levantar la

cabeza de la mesa se oyó el estallido del trueno y lo mismo fue levantarla

que caer al momento la lluvia. Entonces, viendo el hombre de Dios, que en

medio de tantos relámpagos y truenos y de aquella lluvia torrencial no le era

posible regresar al monasterio, entristecido, empezó a quejarse diciendo:

"¡Que Dios todopoderoso te perdone, hermana! ¿Qué es lo que has hecho?".

A lo que ella respondió: " Te lo supliqué y no quisiste escucharme; rogué a mi

Señor y él me ha oído. Ahora, sal si puedes. Déjame y regresa al

monasterio". Pero no pudiendo salir fuera de la estancia, hubo de quedarse a

la fuerza, ya que no había querido permanecer con ella de buena gana. Y así

fue cómo pasaron toda la noche en vela, saciándose mutuamente con

coloquios sobre la vida espiritual.

Por eso te dije, que quiso algo que no pudo alcanzar. Porque si bien nos

fijamos en el pensamiento del venerable varón, no hay duda que deseaba se

mantuviera el cielo despejado como cuando había bajado del monasterio,

pero contra lo que deseaba se hizo el milagro, por el poder de Dios

todopoderoso y gracias al corazón de aquella santa mujer. Y no es de

maravillar que, en esta ocasión, aquella mujer que deseaba ver a su hermano

pudiese más que él, porque según la sentencia de san Juan: Dios es amor

(1Jn 4,16), y con razón pudo más la que amó más (Lc 7,47) 53.

PEDRO.- Ciertamente, me gusta mucho lo que dices.

Capítulo XXXIV

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Cómo vio salir el alma del cuerpo de su hermana

GREGORIO.- Al día siguiente, la venerable mujer volvió a su morada y

el hombre de Dios regresó también al monasterio. Tres días después,

estando en su celda con los ojos levantados al cielo, vio el alma de su

hermana, que saliendo de su cuerpo en forma de paloma penetraba en lo más

alto del cielo. Gozándose con ella de tan gran gloria, dio gracias a Dios

todopoderoso con himnos de alabanza y anunció su muerte a los monjes, a

quienes envió en seguida para que trajeran su cuerpo al monasterio y lo

depositaran en el sepulcro que había preparado para sí. De esta manera, ni

la tumba pudo separar los cuerpos de aquellos cuyas almas habían estado

siempre unidas en el Señor.

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Capítulo XXXV

Del mundo entero reunido ante sus ojos y del alma de

Germán, obispo de Capua

En otra ocasión, Servando, diácono y abad del monasterio que Liberio,

antiguo patricio, había fundado en la región de Campania, fue a visitar a

Benito, según su costumbre. Efectivamente, frecuentaba su monasterio; y

como él estaba también lleno de buena doctrina y de gracia celestial, se

intercambiaban dulces palabras de vida, y suspirando pregustaban ya el

suave alimento de la patria celestial.

Habiendo llegado la hora de entregarse al descanso, el venerable

Benito subió a su celda situada en la parte superior de una torre y el

diácono Servando se quedó en la parte inferior. Una escalera comunicaba un

piso con otro. Frente a la misma torre había una habitación amplia donde

descansaban los discípulos de ambos.

El hombre de Dios, Benito, mientras los monjes dormían aún, se

anticipó a la hora de las vigilias nocturnas y se quedó de pie junto a la

ventana orando a Dios todopoderoso. De pronto en aquella intempestiva hora

nocturna vio difundirse una luz desde lo alto, que ahuyentó las tinieblas de

la noche. Aquella luz, en medio de la oscuridad brillaba con tanto resplandor,

que su claridad superaba con creces a la luz del día.

En esta visión se siguió algo en extremo maravilloso, ya que según él

mismo contó luego, apareció ante sus ojos el mundo entero, como recogido

en un rayo de sol. Y mientras el venerable abad fijaba sus pupilas en el

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resplandor de aquella luz tan brillante, vio cómo el alma de Germán, obispo

de Capua, era llevada al cielo por los ángeles en una bola de fuego.

Entonces, queriendo tener un testigo de tamaña maravilla, llamó al

diácono Servando repitiendo dos o tres veces su nombre a grandes voces.

Asustado por aquel grito, insólito en el hombre de Dios, subió y miró,

pero no vio más que una pequeña centella de aquella luz. Y como Servando

quedara atónito ante este prodigio tan grande, el hombre de Dios le contó

detalladamente todo lo que había sucedido. En seguida dio aviso al piadoso

varón Teoprobo, de la villa de Casino, para que aquella misma noche enviara

un mensajero a la ciudad de Capua, con el fin de informarse de cómo estaba

el obispo Germán y se lo notificara. El mensajero encontró ya difunto al

venerabilísimo obispo Germán, e informándose minuciosamente supo que su

óbito había acaecido en el mismo instante en que el hombre de Dios había

visto subir su alma al cielo.

PEDRO.- ¡Cosa sobremanera admirable y de todo punto inaudita! Pero

eso que has dicho: de que ante sus ojos apareció el mundo entero como

recogido en un rayo de sol, no puedo imaginármelo, porque jamás he tenido

semejante experiencia. Pues, ¿cómo es posible que el mundo entero pueda

ser visto por un hombre?

GREGORIO.- Fíjate bien, Pedro, en lo que voy a decirte. Para el alma

que ve al Creador, pequeña es toda criatura. Puesto que por poca que sea la

luz que reciba del Creador, le parece exiguo todo lo creado. Porque la

claridad de la contemplación interior amplifica la visión íntima del alma y

tanto se dilata en Dios, que se hace superior al mundo; incluso el alma del

vidente se levanta sobre sí, pues en la luz de Dios se eleva y se agranda

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interiormente. Y cuando así elevada mira lo que queda debajo de ella,

entiende cuán pequeño es lo que antes estando en sí, no podía comprender.

El hombre de Dios, pues, contemplando el globo de fuego vio también a los

ángeles que subían al cielo, cosa que ciertamente no pudo ver sino en la luz

de Dios. ¿Qué hay de extraño, pues, que viera el mundo reunido en su

presencia, el que elevado por la luz del espíritu salió fuera del mundo? Y al

decir que el mundo quedó recogido ante sus ojos, no quiero decir que el cielo

y la tierra redujeran su tamaño, sino que, dilatado y arrebatado en Dios el

espíritu del vidente, pudo ver sin dificultad todo lo que estaba por debajo

de Dios. Pues a esta luz que brillaba ante sus ojos, correspondía una luz

interior en su alma, que arrebatando el espíritu del vidente en las cosas

celestiales, le mostró cuán pequeñas son todas las cosas terrenas.

PEDRO.- Veo que me ha sido de gran utilidad el no haber entendido lo

que dijiste antes, pues gracias a mi lentitud en comprender, tu explicación

ha sido mucho más completa. Pero ahora que ya me has explicado estas

cosas con tanta claridad, te ruego que vuelvas a tomar el hilo de la

narración.

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Capítulo XXXVI

Que escribió una regla monástica

GREGORIO.- Con gusto, Pedro, seguiría contándote cosas de este

venerable abad, pero algunas las omitiré adrede, porque tengo prisa en

contar los hechos de otros personajes. Con todo, no quiero que ignores que

el hombre de Dios, no sólo resplandeció en el mundo por sus muchos

milagros, sino que también brilló, y de una manera bastante luminosa, por su

doctrina, pues escribió una Regla para monjes, notable por su discreción y

clara en su lenguaje. El que quiera conocer con más detalle su vida y

costumbres, podrá encontrar en las ordenaciones de esta Regla todo lo que

enseñó con el ejemplo, pues el santo varón de ningún modo pudo enseñar

otra cosa sino lo que había vivido.

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Capítulo XXXVII

La profecía que de su muerte hizo a los monjes

En el mismo año que había de salir de esta vida, anunció el día de su

santísima muerte a algunos de los monjes que vivían con él y a otros que

estaban lejos; a los que estaban presentes les recomendó que guardaran

silencio de lo que habían oído y a los ausentes les indicó la señal que les

daría cuando su alma saliera del cuerpo.

Seis días antes de su muerte mandó abrir su sepultura. Pronto fue

atacado por la fiebre y comenzó a fatigarse a causa de su violento ardor.

Como la enfermedad se agravaba cada día más, al sexto día se hizo llevar

por sus discípulos al oratorio, donde confortado para la salida de este

mundo con la recepción del cuerpo y la sangre del Señor y apoyando sus

débiles miembros en las manos de sus discípulos, permaneció de pie con las

manos levantadas al cielo y exhaló el último suspiro, entre palabras de

oración.

En el mismo día, dos de sus monjes, uno que vivía en el mismo

monasterio y otro que estaba lejos de él tuvieron una misma e idéntica

visión. Vieron en efecto un camino adornado de tapices y resplandeciente de

innumerables lámparas, que en dirección a Oriente iba desde su monasterio

al cielo. En la parte superior del camino, un hombre de aspecto venerable y

lleno de luz les preguntó si sabían qué camino era el que estaban viendo. Al

contestarle ellos que lo ignoraban, les dijo: "Éste es el camino por al cual el

amado del Señor, Benito, ha subido al cielo". Así, pues, los presentes vieron

la muerte del santo varón y los ausentes la conocieron por la señal que les

había dado.

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Fue sepultado en el oratorio de San Juan Bautista, que él mismo había

edificado sobre el destruido altar de Apolo. Y tanto aquí como en la cueva

de Subiaco, donde antes había habitado, brilla hasta el día de hoy por sus

milagros, cuando lo merece la fe de quienes los piden.

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Capítulo XXXVIII

De una mujer loca, curada en su cueva

No ha mucho ocurrió el hecho que voy a narrar. Una mujer loca,

mientras tuvo enajenado el juicio, vagaba día y noche por montes y valles,

bosques y campos, sin descansar en parte alguna, sino donde le obligaba la

fatiga.

Un día, después de haber andado errante durante mucho tiempo, llegó

a la cueva del bienaventurado Benito y quedóse allí dormida, ignorando

empero dónde había entrado. Al día siguiente, salió tan sana de juicio como

si nunca hubiera sufrido desvarío alguno, y durante el resto de su vida

conservó la salud que había recobrado.

PEDRO.- ¿Por qué vemos con frecuencia que sucede lo mismo con los

santos mártires, que no hacen tantos milagros donde están sus cuerpos

sepultados o hay reliquias suyas, y en cambio obran prodigios mayores donde

no están sepultados?

GREGORIO.- No dudo, Pedro, que los santos mártires pueden obrar

muchos prodigios allí donde yacen sus cuerpos, como de hecho así sucede, y

allí hacen innumerables milagros a los que los solicitan con recta intención.

Pero, porque las almas enfermizas pueden dudar de que los mártires estén

presentes para escucharles donde saben que no están sus cuerpos, por eso

es necesario que obren mayores milagros donde un alma débil puede dudar

de su presencia. Pero la fe de aquellos que tienen el alma unida a Dios tiene

tanto más mérito, cuanto que saben que aunque no estén allí sus cuerpos, no

por eso dejarán de ser escuchados.

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Por eso, la misma Verdad, para acrecentar la fe de sus discípulos, les

dijo: Si yo no me voy, no vendrá a vosotros el Espíritu Paráclito (Jn 16,7).

Pero siendo así que el Espíritu Paráclito procede continuamente del Padre y

del Hijo, ¿por qué dice el Hijo que debe retirarse para que venga el que no

se aleja jamás de él? Pues porque los discípulos, viendo al Señor en la carne,

tenían deseos de verle siempre con los ojos corporales. Por eso les dijo con

razón: Si yo no me voy, no vendrá a vosotros el Espíritu Paráclito. Como si

dijera abiertamente: "Si no sustraigo mi cuerpo a vuestras miradas, no

puedo mostraros lo que es el amor del Espíritu; y si no dejáis de verme

corporalmente, jamás aprenderéis a amarme espiritualmente".

PEDRO.- Me gusta tu explicación.

GREGORIO.- Debemos hacer ahora una pequeña pausa en nuestra

conversación, pues si hemos de seguir narrando los milagros de otros

santos, preciso será que, entre tanto, con el silencio reparemos nuestras

fuerzas.

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Un día escribí:

“Para encontrar el verdadero Sendero debemos adapta la regla de

Venerable San Benito, Abad, pero debemos cambiar el lema, en vez de ser

Ora et Labora, debe ser Meditæ, Ora et Labora”.

Tu, mi amado hermano respondiste:

“Si, pero debe ser, Ora, Meditæ el Labora”

Hermano, por la gracia del Dios Uno y Trino, que así sea por los

aeones de los aeones.

Narciso

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