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TIEMPO 21 LABERINTO Sostiene Adorno que las obras de arte no sólo son alego- rías, son la realización catastrófi- ca de las alegorías. En un pasaje de su Teoría estética, el filósofo de la escuela de Frankfurt afirma que “las obras de arte no sólo produ- cen imágenes como algo que perdura. Ellas se convierten en obras de arte sólo en la medida en que destruyen su propia imaginería; por esta razón el arte guarda una profunda afini- dad con la explosión.” 1 Un poema como Muerte sin fin, que culmina con una desaparición del universo que en algo re- cuerda la teoría del Big-Bang, y en el que piedras, plantas, animales, estrellas, nubes, mar, todos los seres que lo compo- nen, se convierten en un fecundo río de enamorado semen que regresa a la matriz originaria, no podía quedar él mismo en- teramente a salvo de la destrucción. Esto se torna evidente en el segundo gran movimiento del poema, el cual está anima- do por un furor destructivo al que sería difícil encontrarle antecedentes en la historia de nuestras letras. De este furor no se salvan ni sus principales figuras y ni siquiera el lenguaje que las ha hecho posibles. Todo indica que la potencia destructiva de Muerte sin fin se despliega en tres etapas suce- L OS INAUDIBLES GEMIDOS DE DIOS. La idea de fin del mundo en Muerte sin fin de José Gorostiza Evodio Escalante Evodio Escalante (Durango, 1946) es licencia- do en derecho y maestro en letras hispánicas por la UNAM. Es profesor-investigador de la Universidad Autónoma Metropolitana- Iztapalapa. Recibió el Premio Nacional de En- sayo José Revueltas en 1981. Fue director de la Dirección de Difusión Cultural de la UAM y di- rector de Casa del Tiempo, de 1983 a 1986.

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TIEMPO 21 LABERINTO

Sostiene Adorno que las

obras de arte no sólo son alego-

rías, son la realización catastrófi-

ca de las alegorías. En un pasaje

de su Teoría estética, el filósofo de

la escuela de Frankfurt afirma que

“las obras de arte no sólo produ-

cen imágenes como algo que perdura. Ellas se convierten en

obras de arte sólo en la medida en que destruyen su propia

imaginería; por esta razón el arte guarda una profunda afini-

dad con la explosión.”1 Un poema como Muerte sin fin, que

culmina con una desaparición del universo que en algo re-

cuerda la teoría del Big-Bang, y en el que piedras, plantas,

animales, estrellas, nubes, mar, todos los seres que lo compo-

nen, se convierten en un fecundo río de enamorado semen que

regresa a la matriz originaria, no podía quedar él mismo en-

teramente a salvo de la destrucción. Esto se torna evidente en

el segundo gran movimiento del poema, el cual está anima-

do por un furor destructivo al que sería difícil encontrarle

antecedentes en la historia de nuestras letras. De este furor

no se salvan ni sus principales figuras y ni siquiera el lenguaje

que las ha hecho posibles. Todo indica que la potencia

destructiva de Muerte sin fin se despliega en tres etapas suce-

L OS INAUDIBLESGEMIDOS DE DIOS.La idea de fin del mundoen Muerte sin finde José Gorostiza

Evodio Escalante

Evodio Escalante (Durango, 1946) es licencia-

do en derecho y maestro en letras hispánicas

por la UNAM. Es profesor-investigador de la

Universidad Autónoma Metropolitana-

Iztapalapa. Recibió el Premio Nacional de En-

sayo José Revueltas en 1981. Fue director de la

Dirección de Difusión Cultural de la UAM y di-

rector de Casa del Tiempo, de 1983 a 1986.

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sivas, y que abarca, para empezar con lo más inmediato, las

figuras cardinales elaboradas por el poema; el lenguaje con el

que se habían construido estas figuras y, por último, el uni-

verso mismo, sustento de toda acción y de toda mediación

aquí en la tierra.

Sirva de ejemplo la figura del vaso, tan cuidadosamente cons-

truida durante la primera sección del poema. La segunda sec-

ción se encarga de demolerla. Para empezar, el agua que éste

contiene experimenta una transfiguración decisiva: el crista-

lino elemento que permitió el arrobo del personaje, quien se

había reconocido en la imagen atónita de un agua a la que se

definía como un desplome de ángeles caídos, se convierte en la

segunda sección del poema en una sangre cáustica, que ara

cauces en el sueño moroso de la tierra y perfora sus miembros

florecidos. Aunque se habla del vaso en términos de una flor

mineral que se abre para adentro, o al modo de un espejo ególatra

/ que se absorbe a sí mismo contemplándose, resulta obvio que

el esplendor verbal está puesto aquí al servicio de una inten-

ción peyorativa. El poeta insinúa un reproche básico de

narcisismo. Este narcisismo, como era de esperarse, se revela

como insostenible, pues el vaso en sí mismo no se cumple, se-

gún declaración tajante del poema. Tan no se cumple, que lo

único que le conviene es la imagen de una deserción nefasta.

¿Qué podría esconder el vaso, se pregunta Gorostiza, en su

rigor inhabitado, sino una triste claridad a ciegas, sino una

tentaleante lucidez?2 La claridad del vaso es una claridad “cie-

ga”, que no sirve de nada; su lucidez resulta tan precaria, que

no alcanza sino a “tantear”, a “tocar”, como hacen los

invidentes, los objetos que lo rodean.

El vaso se encuentra encima de la mesa. Es un rigor inhabita-

do. Una cosa inútil. Un epigrama de espuma ofrecido a la

vista de un auditorio anestesiado. ¿Hay que deshacerse de él?

No. Ahora viene la nota positiva. A pesar de todo, hay en él,

en alguna zona secreta de su estructura, algo así como un

alma, la promesa de un devenir o, en términos crudos, una

llaga ocasionada acaso por el fuego, una herida en la que

experimenta las mordeduras de un vacío que exige ser col-

mado. Por eso se impone que el vaso le abra las puertas a lo

otro. Al hacerlo, se destruye a sí mismo:

Hay algo en él, no obstante, acaso un alma,

el instinto augural de las arenas,

una llaga tal vez que debe al fuego,

en donde le atosiga su vacío.

Desde este erial aspira a ser colmado.

En el agua, en el vino, en el aceite,

articula el guión de su deseo;

se ablanda, se adelgaza;

ya su sobrio dibujo se le nubla,

ya, embozado en el giro de un reflejo,

en un llanto de luces se liquida.

El vaso se encuentra en un erial, en un

páramo atosigado por las altas temperatu-

ras. En este punto, podría decirse,

Gorostiza no ha hecho sino construir su

versión de La tierra baldía de T. S. Eliot.

Los versos finales de esta estrofa anudan

con enorme fortuna visión fenomeno-ló-

gica y oído magistral para las expresiones

habladas de la lengua. El vaso se disimula,

se emboza; desaparece como vaso; lo inte-

resante es que esta desaparición no es el

resultado de una “borra-dura” o un “ras-

pado” sobre el papel, sino —por increíble

que parezca— de una abundancia de la

luz. Primer paso: em-bozado en el giro de

un reflejo. Segundo paso: en un llanto de

luces se liquida. En esta licuefacción de la

luz resuena, además del sentido inmedia-

to, “acuoso”, un sentido agregado: la ac-

ción drástica del verbo “liquidar”, que en

el español de México significa matar, qui-

tar la vida.3 Cuando Gorostiza remata que

el vaso en un llanto de luces se liquida no

podía haber encontrado una imagen más

sugerente para mentar la autodestrucción

del vaso por medio del calor abrasante del

fuego.4

Después de presenciar la destrucción del

vaso, nos toca atestiguar la aniquilación

de la forma. Ahora el poema nos avisa que

la forma en sí misma no se cumple. Que ella es una entelequia

ensoberbecida, dijérase, una persona que abriga grandes pre-

tensiones, que se cree “la divina garza”, pero que no resiste

las mordeduras de la muerte. La forma, de entrada, está ro-

deada de todos los prestigios. De ella es el trono faraónico.

Todavía más: Magnánima, deífica, esto es, como si fuera una

diosa, rige con hosca mano de diamante. Todo en ella es

magnificencia y esplendor. Tiene un tan alto concepto de sí,

que le han hecho creer (pobre ingenua) que la poesía se pos-

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tra a su pies, como si ella fuera otro de sus esclavos, y debiera

solicitar su venia para poder cantar. Aquí Gorostiza, si no me

equivoco, enfila los dardos de su ironía contra los adoradores

de la forma que tanto abundan entre los cultivadores de la

poesía. El fe-tichismo de la forma, esa ofuscación poética que

supone que el contenido es un componente secundario, y

que lo principal es someterse a los dictados de la preceptiva

literaria, que ordena con hosca mano de diamante y que lo

que manda es apegarse a los moldes y a sus prestigios preesta-

blecidos, recibe aquí una hiriente estocada. Pagada de sí con

exceso, la forma

Está orgullosa de su orondo imperio.

¿En las augustas pituitarias de ónice

no juega, acaso, el encendido aroma

con que arde a sus pies la poesía?

¡Ilusión, nada más, gentil narcótico

que puebla de fantasmas los sentidos!

Más claro no podía estar. La forma cree que la poesía le rinde

pleitesía, pero se trata de una mera ilusión, de uno de esos

fantasmas (o simulacros, diría Epicuro) que saturan a los sen-

tidos, y propician el error. La ilusión, tal como la define

Gorostiza, no es sino un gentil narcótico, que engaña a la ima-

ginación con placenteras alucinaciones, y que puebla de fan-

tasmas a los sentidos. ¿Se dará cuenta la forma de que los

fantasmas la asedian y que su imperio no es sino una fantasía?

Más le valdría, en verdad. Cuando, gracias al concurso de la

forma, presume la materia que ha logrado por fin un dibujo

estricto, que se ha consolidado, en ese mismo instante ya está

convertida en un puñado de cenizas, en un jardín de huellas

fósiles. De la forma, lo que queda, es el esqueleto: al que

Gorostiza nombra con una metáfora implacable: rojo timbre

de alarma en los cruceros / que gobierna la ruta hacia otras

formas. La forma, fosilizada, sólo alcanza a indicar que todo

se encuentra en movimiento, y que tras sus escombros lo que

quedará son otras formas, que de igual modo y en su mo-

mento perecerán.

¡Ah qué forma tan ilusa!, parece exclamar Gorostiza. La rosa

edad que esmalta su epidermis / —senil recién nacida— / enve-

jece por dentro a grandes siglos. Su piel, desde que nace, es ya

una piel envejecida, senecta. Sometida, por lo demás, al es-

trago vertiginoso del tiempo. Se le aplica a la forma lo que

dictamina acerca del hombre el saber popular, a saber, que

cuando nace es ya lo bastante viejo para morir.5

In ictu oculis, susurra desde la penumbra la calavera medie-

val. En un parpadeo, en un abrir y cerrar de ojos, el hombre

fortachón e impertinente ha sido reducido a una calavera.

Los garfios de la muerte trepan como musgo por las paredes

de la forma y la hostigan con tenues mordeduras. Estas

mordeduras son otra imagen de la fatalidad, pues por el hue-

co que ellas abren se cuela el minuto terrible del colapso.

Porque el reloj de la muerte es minucioso y puntual, nada

detiene su camino. De tal suerte, al soplo infantil de un par-

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padeo, es decir, en un abrir y cerrar de ojos, al que Gorostiza

visualiza como un candoroso juego de niños, la egregia masa

ensalzada por la gravedad de la forma podrá caer de golpe he-

cha cenizas. El torreón presuntuoso estará besando el polvo.

Otro triunfo contundente del fuego.

Ninguna destrucción está completa si no desaparece la pala-

bra con que se nombran los objetos que la destrucción pre-

tende haber eliminado. Mientras subsista la palabra, existe la

posibilidad de evocar el objeto con el que ella se encuentra

vinculada, y acaso hasta la posibilidad de reconstruirlo. El

nombre no sólo es designación y vínculo, es también

remembranza, recuerdo, arqueología secreta, huella del ente

y de su despliegue, garantía de retorno. La reliquia del nom-

bre contiene y a la vez alienta la promesa de un traer a pre-

sencia. El secreto de su poderío se llama restitución. Nom-

brar el objeto es restituir aquello que se había alejado, o que,

de plano, había desaparecido en el horizonte. Lenguajes pue-

de haber muchos, como señala Walter Benjamin, pero es se-

guro que no conocemos otros lenguajes nombradores como el

de los hombres.6 Con esto señala Benjamin el peculiar vín-

culo entre el hombre y la naturaleza, un vínculo que no pue-

de pensarse fuera del lenguaje, y que consta de dos aspectos

que se complementan. Por un lado, la naturaleza, aunque

muda, se comunica en el lenguaje. Habla en el lenguaje. Por

otro lado, el hombre, inserto en la comunicación previa de la

naturaleza, asigna nombres a las cosas y puede dominarla,

como amo y señor de ella. De donde resulta que el hombre,

y sólo él, puede otorgar los nombres. En este sentido el nom-

bre, como sugiere Benjamin, es un lenguaje dentro del len-

guaje, porque presupone una comunicación anterior a la que

acaso sólo le faltaba la palabra.

Para que la destrucción del universo sea irreversible y com-

pleta, la palabra nombradora tiene también que desaparecer.

Esto quiere decir que la acción del perpetuo instante del que-

branto no podría cumplirse mientras el hombre mismo no

ahogue la palabra con la que nombra todos los objetos. ¿Con

la que nombra? ¿No sería mejor decir, con la que los canta?

El canto sexto del poema no alude de modo directo a la pala-

bra ni al lenguaje denotativo como tal, sino a los himnos y

los trenos con los que el hombre ensalza la belleza. Este ro-

deo no debe confundirnos. En ningún lado la pureza

nombradora del nombre resplandece tanto como en el cánti-

co, que nada predica y que nada instruye, y qué mejor que

limitarse a designar lo que es, equipara el tono musical con la

palabra en su función nombradora. De tal modo, la música

se vuelve nombre y el nombre, a su vez, se vuelve música,

con lo que las relaciones predicativas pasan a un segundo

plano. Ni afirmación ni negación en el plano lógico de lo

que se expresa, sino soberanía del nombre que queda aislado

y que casi se torna autosuficiente, vibrando con la solitaria

belleza de la melodía. ¿Quién puede refutar un tono?, pre-

guntaba Nietzsche. ¿Quién puede refutar la palabra que vi-

bra con la música?

El poema no se propone refutarla. Quiere algo más esencial:

ahogarla. Enmudecerla. Que deje de cantar. Es interesante

observar que los únicos pasajes dentro de todo el poema en el

que aparece la palabra hombre están vinculados con la des-

trucción del lenguaje, como indicando de este modo que el

ser racional y el lenguaje se pertenecen mutuamente, y que

no pueden concebirse en definitiva el uno sin el otro. Lo

peculiar del canto sexto estriba quizás en que éste ofrece el

único momento en el que el hombre interviene como res-

ponsable de una acción en el transcurso del poema. A él le

toca ahogar, con sus manos mismas, y creo que la expresión

enfática sirve para señalar su responsabilidad en este asunto,

los himnos claros y los roncos trenos / con que cantaba la belleza.

Pero su acción no es arbitraria ni depende de una decisión

personal, ajena al contorno de lo que sucede. Parece, más

bien, una acción concertada, que se corresponde con el des-

tino total del universo y, por ende, de la naturaleza, con la

que el hombre, supongo, se mantiene en comunicación. La

contribución del hombre a la catástrofe consiste en este acto

derogatorio. Si la naturaleza ya había enmudecido, ahora le

toca a él apagar el brillo de sus cantos.

Hay una correspondencia entre una acción y la otra. Mien-

tras el fuego abrasa con sus llamas el universo, levantando

una pira sin precedentes, a la que el poema califica de “arro-

gante”, el hombre cancela la posibilidad del cántico. Cito a

continuación el pasaje que exhibe esta penosa correspon-

dencia:

Porque en el lento instante del quebranto,

cuando los seres todos se repliegan

hacia el sopor primero

y en la pira arrogante de la forma

se abrasan, consumidos por su muerte

—¡ay, ojos, dedos, labios,

etéreas llamas del atroz incendio!—

el hombre ahoga con sus manos mismas,

en un negro sabor de tierra amarga,

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los himnos claros y los roncos trenos

con que cantaba la belleza...

En cuatro versos resume Gorostiza la anulación del lenguaje,

y en ellos queda patente que esta es otra de las consecuencias

del fuego. También el lenguaje es abrasado por las llamas que

envuelven al universo, y también de él puede decirse que

muere calcinado. El hombre descubre en sus silencios —anota

José Gorostiza— que su hermoso lenguaje se le agosta, / se le

quema —confuso— en la garganta, / exhausto de sentido. Si el

verbo agostar, de resonancias campesinas, alude a la seque-

dad de una tierra incapaz de albergar la vida, el verbo que-

mar es todavía más drástico. El lenguaje se quema en la gar-

ganta del hombre balbuciente, quien descubre en ese

momento que su presunto lenguaje se ha quedado sin signi-

ficación. Y que ya nada puede decirse con él. Por eso agrega

Gorostiza: Y de su gracia original no queda / sino el horror de

un pozo desecado / que sostiene su mueca de agonía.7

Con la desaparición de la palabra nombradora parece haber

sido eliminado el obstáculo que impedía que el universo como

un todo se despeñe en la destrucción. Al franquear esta fron-

tera, este límite interpuesto por la palabra, que parecía fungir

como reducto de la preservación, ya nada impide que el de-

rrumbe arrase con toda forma de vida sobre la tierra. Se ini-

cia, así, dentro de un crecendo vertiginoso, una suerte de

“involución” de todas las especies, las cuales, animadas por

un movimiento de retorno, se disuelven unas en otras en un

recorrido que pasa como en una escalera de las formas supe-

riores de vida a las inferiores, hasta llegar a los elementos

inanimados. Así, los animales se convierten en plantas, y las

plantas a su vez se convierten en piedras. Es como si todos

los entes que componen el mundo, poseídos por un hambre

cósmica, se devoraran los unos a los otros. De suerte que,

como explica el poema, el animal es devorado por la planta;

la planta por la piedra; la piedra por el fuego, el fuego por el

mar, el mar por la nube, la nube por el sol, y así hasta que

todo el universo se convierte en un fecundo río de enamorado

semen que regresa de nuevo a las entrañas del Creador. Debe

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hacerse notar que, ¿por pudor?, ¿por evitar un aspecto esca-

broso que rozaría los límites de lo creíble?, el poema de

Gorostiza no menciona nunca, dentro de este proceso de res-

titución cósmica, a la criatura racional. El destino del hom-

bre —y el de sus creaciones— se da por incluido dentro de

este derrumbe de la materia, sin que haya alguna referencia

explícita al respecto. Quizás se da por un hecho, según la ló-

gica del contagio, que el colapso del lenguaje implica el co-

lapso de la criatura que se comunica en él y por medio de él.

Esto no le resta un ápice al poema su carácter ciertamente

inquietante. ¿En base a qué supone el poema este regreso del

universo a su matriz originaria? ¿Qué autoriza al poeta a ima-

ginar que lo que hizo el Creador en siete días, y que además

vio que era bueno, como se relata en el Génesis, tendría que

deshacerse durante la lectura del poema? La sola idea de que

el universo tendría que regresar sobre sus propios pasos hasta

poner sus plantas en las arenas movedizas de la nada, así sea

la nada entendida como requisito previo de una nueva Crea-

ción, parece por sí misma no sólo tan inusitada, sino tan

poco “respetuosa” de la obra de Dios, que puede resultar in-

aceptable para los creyentes. Hay indicios de que Muerte sin

fin, en efecto, es un poema incómodo para los intelectuales

religiosos. Acaso por ello, y como previendo desde entonces

las innumerables suspicacias que el poema podría suscitar,

Jorge Cuesta terminaba una de las reseñas que escribió acerca

del poema de su amigo Gorostiza con estas provocadoras

palabras: “...al señalar el libro a los Santos Varones, a los pa-

dres de la Iglesia apostólica, les recomendaría que no dejaran

de comunicar su lectura al interior de su alma. Les recomen-

daría que se asomaran a ella y que le dieran la noticia de esta

creación a voz en cuello, a la altura que lo oyeran los sitios

más profundos, más ancestrales de su cavernosa conciencia:

y que de este modo llamaran a sus dormidos habitantes: “¡Mo-

mias del amor de Dios, fósiles de la fe, parásitos del intestino

espiritual, salid a respirar un poco de aire religioso fresco!”8

La idea central del poema, sin embargo, que no es otra que el

regreso de las criaturas a la boca de la que surgieron, se apoya

en varios pasajes del Nuevo Testamento, y es, por cierto, una

premisa indispensable en la noción cristiana de la resurrec-

ción de los muertos y la transfiguración de los vivos, quienes,

según afirmaciones de Pablo, en el fin de los tiempos serán

arrastrados todos a la presencia del Señor. En la historia de la

teología cristiana, esta idea de la apocatástasis, palabra griega

que significa restitución, está asociada no sin justificación a

uno de los teólogos más brillantes de los primeros tiempos,

el neoplatónico Orígenes, quien explica esta idea en su obra

fundamental, Acerca de los principios. En la base de las con-

cepciones de Orígenes, se encuentra una creencia en los po-

deres inconmensurables del logos, entendido como la palabra

divina de la que todo ha surgido, y a la que, por lo tanto,

todo ha de regresar. En su tratado Contra Celso, postula el

filósofo alejandrino: “afirmamos que el Logos dominará un

día sobre toda naturaleza racional y transformará a toda alma

en su propia perfección; cuando cada uno, haciendo simple-

mente uso de su potestad, escoja lo que quiera y permanezca

en lo que escogiere.”9 Exhibiéndose como un campeón del

libre arbitrio, Orígenes piensa sinceramente que la criatura

en libertad tarde que temprano, habiendo pasado por las pe-

nitencias por las que tenía que pasar según la magnitud de

sus pecados, se reconducirá por el camino del bien, que no es

otro que el de la racionalidad representada por Dios y su hijo

único, Jesucristo. Ese será el tiempo, según Pablo, en que

Dios será todo en todos.10

La dimensión cosmológica de la apocatástasis, parece advertirse

mejor en el siguiente pasaje de Acerca de los principios: “Por-

que el fin es siempre como el principio; y por lo tanto, así

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como hay un fin de todas las

cosas, así debemos entender que

hubo un comienzo; y así como

hay un fin para muchas cosas,

así surgen desde un principio

muchas diferencias y varieda-

des, que otra vez, a través de la

bondad de Dios, y por la suje-

ción a Cristo, y a través de la

unidad del Espíritu Santo, se

reúnen en un final, que es se-

mejante al principio.”11

No hace falta decir que el per-

petuo instante del quebranto,

momento estratégico a partir

del cual se inicia el despeñarse

de todas las cosas hacia su fuente

originaria, domina de manera

absoluta en los últimos cuatro

cantos del poema de Gorostiza.

A partir de aquí, el poema deja

de ser disquisición y se convier-

te en un relato maravilloso que

refiere las increíbles transforma-

ciones de la materia en su obligado retorno a los principios.

Conforme se aproxima al desenlace, el ritmo de la destruc-

ción se vuelve vertiginoso. Los sentidos con los que un testi-

go asombrado podría haber dado testimonio de la destruc-

ción, resultan devorados por el fuego de una sola bocanada.

Mejor dicho, lo que queda de los sentidos que sin labios, sin

dedos, sin retinas, / sí, paso a paso, muerte a muerte, locos, / se

acogen a sus túmidas matrices. ¿Cómo pueden los sentidos, sin

los órganos respectivos, ser testigos de nada? ¿Cómo puede el

ojo ver sin la retina? Poseídos por una sed abrasadora, por un

hambre cósmica que se antoja insaciable, los elementos y los

seres del universo se devoran unos a otros, ahora en implaca-

bles versos de arte menor: al animal, la planta / a la planta, la

piedra / a la piedra, el fuego / al fuego, el mar / al mar, la nube

/ a la nube, el sol... Por primera vez Gorostiza prescinde de los

adjetivos, se limita a describir un proceso del modo más es-

cueto posible. Este es el único pasaje en el poema, por cierto,

en el que puede colegirse la presencia de Heráclito.12

El devorarse unos a otros de los seres y los elementos, no deja

que éstos subsistan como tales, sino que arroja un producto

que quizás no se esperaba: de este portentoso molino de fue-

go lo que surge, según Gorostiza, es un fecundo río / de ena-

morado semen que conjuga, / inaccesible al tedio, / el suntuoso

caudal de su apetito... La masa ingente del universo se ha con-

vertido en un río enamorado que lo único que quiere es res-

tituirse a la fuente de donde surgió.

En efecto, se restituye a ella. El apetito voraz no cesa sino

cuando el río de enamorado semen desemboca en las entrañas

del Creador. Se diría que Dios se convierte en mujer para

recibir en su seno las semillas de este universo retrógrado que

sólo quiere aniquilarse, dejar de ser. Entendiéndolo bien, creo

que sólo una esencia femenina podría recibir este semen y

volver a dar a luz, en su momento, a partir de la semilla fe-

cundada, el universo entero. Estos son, sin ninguna duda,

los versos más importantes del poema. Sí, porque en ellos se

realiza la apocatástasis, la restitución universal pero, sobre todo,

porque gracias a ella el poema alcanza por fin la meta a la que

dedicó sus esfuerzos: la de describir un estado en el que la

muerte, por un instante fugaz del tamaño de un parpadeo, o

por siglos inagotables, no hay modo de averiguarlo, deja de

ser posible. ¿No es esta la verdadera maravilla? El atormenta-

do remolino de la materia ha triturado a todos sus objetos, y

éstos se han convertido en un río portentoso que se dirige,

enfebrecido, hasta con furia, podría decirse, aunque también

enamorado, hacia su punto de partida. El apetito insaciable

de la materia no cesa, en efecto, hasta que

no desemboca en sus entrañas mismas,

en el acre silencio de sus fuentes,

entre un fulgor de soles emboscados,

en donde nada es ni nada está,

donde el sueño no duele,

donde nada ni nadie, nunca, está muriendo

y sólo ya, sobre las grandes aguas,

flota el Espíritu de Dios que gime

con un llanto más llanto aún que el llanto,

como si herido —¡ay, Él también!— por un cabello,

por el ojo en almendra de esa muerte

que emana de su boca,

hubiese al fin ahogado su palabra sangrienta.

¡Aleluya! ¡Aleluya!

Con estos versos culmina la gigantomaquia imaginada por

José Gorostiza. Hablar de un lugar en donde nada ni nadie,

nunca, está muriendo, implica suponer un espacio prodigioso

en el que la muerte no ejerce ya alguna jurisdicción. En la

escueta desnudez de este verso formado por dos heptasílabos,

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puedo apoyarme para afirmar que el fin del mundo esbozado

por Gorostiza no tiene nada que ver con las atrocidades y los

horrores de la imaginación apocalíptica, mencionados por

Kant en su opúsculo titulado “El fin de todas las cosas”.13•

Notas1Theodor W. Adorno, Aesthetic Theory, trad. de Robert Hullot-Kentor,.

Minneapolis, University of Minnesota Press, 1997, p. 84.2En su lectura del poema en el disco de Voz Viva de México, Gorostiza

pronuncia tantaleante lucidez, lo cual, bien visto, no deja de hacer

sentido. Al evocar a Tántalo, el personaje mitológico condenado por

los dioses a permanecer en medio de un lago y a padecer una sed

insaciable, ya que cuando quería beber del agua que lo rodeaba, ésta

escapaba como por arte de magia de su boca, Gorostiza le otorga a la

frase una intensidad que se antoja insuperable. ¿No es esta la condena

del hombre, como la del vaso, la de padecer una tantaleante lucidez,

esto es, una lucidez que nunca satisface su objeto?3Francisco J. Santamaría lo considera un “mexicanismo”. “Liquidar:

Destruir, inutilizar, acabar o concluir con una cosa; agotarla,

malográndola o tirándola. Matar.” Hasta donde sé, la actual edición

del diccionario de la Real Academia Española incorpora esta última

acepción.4El verbo liquidar cuenta con una breve pero significativa historia en

la genealogía de Gorostiza. Lo utiliza el autor para definir los alcances

de su primer libro de poemas, las Canciones para can-

tar en las barcas, en la concisa au-topresentación que

antecede a la selección de sus poemas en una antolo-

gía española de nueva poesía mexicana. Ahí define

Gorostiza: “Mi libro es un libro de liquidación espi-

ritual”. Véase Maroto, Galería de los poetas nuevos de

México, Madrid, La Gaceta Literaria, 1928, p. 18.5Los grandes maestros del barroco, por supuesto, es-

taban al tanto de lo anterior. Por eso afirma Quevedo

en uno de los salmos de su Heráclito cristiano: “Antes

que sepa andar el pie, se mueve / camino de la muer-

te....” Véase Francisco de Quevedo, Poemas escogidos,

edición de José Manuel Blecua, Madrid, Clásicos

Castalia, 1989, p. 72.6Véase Walter Benjamin, “Sobre el lenguaje en gene-

ral y sobre el lenguaje de los humanos”, en Para una

crítica de la violencia y otros ensayos, pp. 59-74.7La “gracia original” del poema puede aludir quizá

su significado. Se cumpliría de este modo lo que su-

giere Heidegger en un pasaje de El ser y el tiempo: “A

las significaciones les brotan palabras, lejos de que a

esas cosas que se llaman palabras se las provea de sig-

nificaciones”. Véase Martin Heidegger, El ser y el tiempo, trad. de José

Gaos, México, Fondo de Cultura Económica, 1974, p. 180.8Jorge Cuesta, “Una poesía mística”, en Poesía y crítica, p. 343. El

subrayado es de Cuesta.9Orígenes, Contra Celso, p. 582.10I Corintios, 15, 28, Aunque puede presumirse que Gorostiza leyó a

Plotino, otro neoplatónico, no existe algún indicio directo de que haya

leído a Orígenes. La palabra que aquí ha servido de clave, apocatástasis,

la menciona Salvador Elizondo en un ensayo ya clásico sobre el poe-

ma de Gorostiza. Véase Salvador Elizondo, Teoría del infierno y otros

ensayos, México, El Colegio Nacional/Ediciones El Equilibrista, 1992,

p. 123.11Orígenes, De principiis. Tomado del servidor de la Christian Classics

Ethereal Library, del Wheaton College. Http: ccel.wheaton.edu/

fathers2/ Traducción del inglés de Evodio Escalante.12Véase al respecto el fragmento 76 de Heráclito, que a la letra dice:

“Vive el Fuego de la muerte de la Tierra y vive el Aire de la del Fuego;

vive el Agua de la muerte del Aire, y de la muerte del Agua vive la

Tierra”. Sigo la versión de Juan David García Bacca, Los presocráticos,

México, Fondo de Cultura Económica, 1979.13Emmanuel Kant, Filosofía de la historia, trad. y prólogo de Eugenio

Ímaz, México, Fondo de Cultura Económica, 1997.