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“ORAR PARA VIVIR” Invitación a la práctica de la oración (Trascripción de las cintas de la convivencia con Juan Martín Velasco en Galapagar. Adviento 2008) PRIMERA CHARLA Buenos días. Me parece que la mejor manera de comenzar a reflexionar sobre la oración es comenzar rezando. Y por eso vamos a empezar con una oración al Espíritu Santo. Creo que es de un obispo francés (como veis, los obispos también rezan…) Después de cada estrofa, os podéis unir a la oración repitiendo: “Ven, Espíritu Santo, a convertir nuestros corazones.” “Espíritu Santo, que eres desde siempre dueño de lo imposible, haz revivir lo que ha muerto, haz crecer lo que germina, haz madurar lo que ha caído en tierra. Sé en nosotros el Espíritu del Padre. Ven a convencernos a colaborar en la obra de la creación, a dar nuestra vida para transformar la tierra y a construir una sociedad más justa y más humana. “Ven, Espíritu santo, a convertir nuestros corazones.” Sé en nosotros el Espíritu del Hijo. Ven a enseñarnos a pasar por la cruz para abrir el camino del Reino y vivir con confianza nuestras penas y nuestras alegrías. “Ven, Espíritu Santo, a convertir nuestros corazones.” Sé en nosotros el Espíritu de santidad. Ven a iniciarnos en las costumbres de Dios: en la generosidad del Padre, en la fidelidad del Hijo y en el amor que está en Ti. “Ven, Espíritu Santo, a convertir nuestros corazones.” Sé en nosotros el Espíritu que hace todas las cosas nuevas, que recrea nuestras libertades cuando éstas se desmoronan, que mantiene nuestra esperanza en el corazón mismo de las violencias, que no desespera jamás de nosotros y nos conduce a la verdad plena. “Ven, Espíritu Santo, a convertir nuestros corazones.” 1

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“ORAR PARA VIVIR”Invitación a la práctica de la oración

(Trascripción de las cintas de la convivencia con Juan Martín Velasco en Galapagar. Adviento 2008)

PRIMERA CHARLA

Buenos días. Me parece que la mejor manera de comenzar a reflexionar sobre la oración es comenzar rezando. Y por eso vamos a empezar con una oración al Espíritu Santo. Creo que es de un obispo francés (como veis, los obispos también rezan…) Después de cada estrofa, os podéis unir a la oración repitiendo: “Ven, Espíritu Santo, a convertir nuestros corazones.”

“Espíritu Santo, que eres desde siempre dueño de lo imposible, haz revivir lo que ha muerto, haz crecer lo que germina, haz madurar lo que ha caído en tierra. Sé en nosotros el Espíritu del Padre. Ven a convencernos a colaborar en la obra de la creación, a dar nuestra vida para transformar la tierra y a construir una sociedad más justa y más humana. “Ven, Espíritu santo, a convertir nuestros corazones.”

Sé en nosotros el Espíritu del Hijo. Ven a enseñarnos a pasar por la cruz para abrir el camino del Reino y vivir con confianza nuestras penas y nuestras alegrías.“Ven, Espíritu Santo, a convertir nuestros corazones.”

Sé en nosotros el Espíritu de santidad. Ven a iniciarnos en las costumbres de Dios: en la generosidad del Padre, en la fidelidad del Hijo y en el amor que está en Ti. “Ven, Espíritu Santo, a convertir nuestros corazones.”

Sé en nosotros el Espíritu que hace todas las cosas nuevas, que recrea nuestras libertades cuando éstas se desmoronan, que mantiene nuestra esperanza en el corazón mismo de las violencias, que no desespera jamás de nosotros y nos conduce a la verdad plena.“Ven, Espíritu Santo, a convertir nuestros corazones.”

Espíritu Santo, danos el valor de los apóstoles e inspíranos la alabanza de María. Ayúdanos a encontrar nuestro lugar en el Cuerpo de Cristo. Haznos comprender la misión que nos confías: anunciar la Palabra de Dios a todos, especialmente a los jóvenes y a los pobres; actualizar esta Palabra por el testimonio y la celebración; vivir la Palabra en el seguimiento de Cristo, nuestro Señor. Amén.”

Y ahora os tengo que decir una cosa que me da un poco de vergüenza, pero que lo hago (supongo que me creéis si os digo que no es para hacer propaganda) para evitar que estéis excesivamente preocupados con copiar o grabar todo lo que voy diciendo, ya que la mayor parte de las cosas que os voy a transmitir en estas reflexiones están en este libro que he escrito y que ha salido ya esta semana en PPC: “Orar para vivir” (invitación a la práctica de la oración), y que fue el que me llevó a convocar esta reunión con el mismo título.

Bien, creedme que no sabía por dónde empezar. Yo creo que esto nos pasa a todos cuando nos ponemos a orar: ¿cómo hacer que brote la primera palabra, la primera expresión de la

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oración? Me ha consolado ver que a San Agustín le pasaba algo parecido: tengo anotado un texto de las Confesiones que es un modelo de incertidumbre. A lo mejor más adelante vuelvo sobre él.

Puede ser útil comenzar por nuestra situación en relación con la oración. Ya anoche, algunos y algunas expresabais algo en este sentido. Yo creo que es bueno para todos que nos situemos a este respecto. Los que tenemos ya más años hemos vivido con relación a la oración una historia larga: Yo recuerdo que aprendí a orar en mi casa. Naturalmente, mi madre me enseñó a orar. Y, después, también la Iglesia, naturalmente, nos enseñó a orar. Nos enseñaban, sobre todo, oraciones, rezos… Cuando yo entré en el Seminario, niño todavía, hacíamos media hora de meditación, recitábamos el Ángelus tres veces al día, hacíamos examen de conciencia (que era otra forma de hacer oración), rezábamos el rosario, rezábamos antes de comer y antes de cada clase… Y yo agradezco mucho a aquel Seminario de mi tiempo el que nos inculcase la vida de oración. Ahora reconozco que, probablemente, lo que me quede de gusto por la oración, comenzó entonces.

Pero, claro, llegó un momento en que todo aquello ya no nos servía. Se insistía de forma exagerada e infantil en la repetición de los rezos, hechos con más o menos atención. Recuerdo que entonces las personas hasta hacían otras cosas mientras se rezaba: en no pocas familias se rezaba “devotamente” el rosario mientras se tejía un jersey o se realizaba cualquier otra tarea. Pero otras muchas veces, este tipo de oración se convertía en una repetición mecánica de rezos o en una estupenda ocasión para quedarse dormido. A veces, estas oraciones hasta estaban un poco teñidas de magia: se rezaba insistentemente para poder conseguir lo que si sólo se rezaba una sola vez no conseguiríamos. En torno al Concilio, toda esta manera de orar se fue viniendo abajo y, claro está, supuso una honda crisis en la oración de muchas personas. Al no valernos las fórmulas en las que se nos había iniciado, abandonamos dichas fórmulas, corriendo un serio peligro de abandonar también la oración misma.

A todo ello, se añadió después una situación poco favorable para el ejercicio de la vida interior y de la oración, que se fue acentuando con eso que hemos llamado la “modernización” de nuestro país: elevación del nivel de vida; una vida más cómoda, confortable y consumista; la extensión de una ideología cada más superficial e intrascendente; una actitud del hombre que se siente dueño de todo, que todo lo domina, que todo lo manipula, que todo lo explota, que cree poder explicarlo todo; una enorme cantidad de medios de diversión; la agitación de una vida llena de prisas, de competitividad… con el estrés y la ansiedad que todo eso produce; y la ocupación permanente del sujeto, con un bombardeo de imágenes y de mensajes de todas clases, que terminan por crear en nosotros una especie de adicción, y da la impresión de que los hombres y las mujeres de nuestro tiempo vivimos literalmente “ocupados” en el peor sentido de la palabra (como cuando decimos que un país está “ocupado” o “invadido” por el enemigo).

A todos estos problemas de la modernidad y postmodernidad se han ido añadiendo otras dificultades “intraeclesiales”: una pastoral, por ejemplo, más preocupada de la multiplicación de rezos que de la iniciación en una buena iniciación en la oración; una pastoral que ha tenido todos los tipos de figuras religiosas (maestros, directores espirituales, promulgadores de normas y de leyes…), pero donde han faltado “testigos” de la vida interior y de la verdadera oración evangélica. No nos gustaba la palabra “director espiritual” y, al quitar la palabra, quitamos también la función de personas santas y buenas que nos ayudaran y acompañaran con su experiencia interior y nos iniciaran en una auténtica actitud orante. Hemos estado mucho tiempo en la pastoral de la Iglesia sin crear cauces y métodos para la oración.

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Pero, felizmente, yo creo que en los últimos 20 años hemos superado un peligro que estuvo muy presente en los años sesenta y setenta. Este peligro consistía en “racionalizar” esa eliminación de la oración de la vida de los cristianos. Yo recuerdo aquellos años en los que se decía: “creer es comprometerse”. Lo importante no era la transformación de nuestro interior, sino la transformación de la sociedad, la participación política, etc. Recuerdo también de aquellos años que nos justificábamos diciendo: “todo es oración”. Cosa que es verdad, pero que para que sea verdad es necesario que dediquemos muchos momentos expresamente a orar. Pero como no orábamos casi en absoluto, aquella nuestra frase “todo es oración” se convertía en un engaño y en una frase vacía. Felizmente, esas racionalizaciones se han venido abajo y lo que hoy me parece que reina en la mayor parte de las comunidades cristianas es la sensación de una verdadera necesidad de orar. Hay, yo podría decir, auténtica sed de oración. También notamos esta ansia de oración como un paradigma emergente fuera de nuestras comunidades. Hay muchas personas hoy que acuden a otras tradiciones religiosas porque la nuestra no les ha enseñado a orar y tienen que buscar en otro sitio lo que podrían haber encontrado en nuestra religión.

La crisis de los años sesenta y setenta llevó por fin, y afortunadamente, a la experiencia de la necesidad de oración. Pero yo me pregunto si estamos dando los pasos que requeriría la salida de esa situación de necesidad. Me parece que es más frecuente sentir una cierta nostalgia de la oración y decir: “¡qué bien si orásemos!”, “¡qué necesidad más grande tengo de orar!”, que buscar y encontrar de hecho el camino que dé respuesta a esa nuestra necesidad de orar. Y lo que nos proponemos al reunirnos aquí hoy es justamente eso: habiendo experimentado ya la necesidad de orar, vamos a intentar que nuestra respuesta de hoy se prolongue a lo largo de toda nuestra vida. Vamos a intentar dar por fin ese paso que todos estamos deseando dar.

Y para dar ese paso, ¿por dónde podríamos comenzar? Ya lo decíamos anoche: Lo primero de todo es volvernos todos juntos hacia el Maestro, el Maestro interior, el Maestro presente también en la Escritura y presente en los demás, y decirle: “Enséñanos a orar”. Probablemente nuestra situación actual sea muy parecida a aquella a la que se refería San Pablo: “Nosotros no sabemos orar como es debido, pero el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza, de nuestra ignorancia…, y es el mismo Espíritu quien intercede por nosotros con gemidos inefables”. Quiero decir con esto que nuestro primer paso hacia la oración no se refiere a nuestro propósito o a nuestra decisión firme de orar, no. Para que nuestro comienzo sea un comienzo verdadero, creo que debemos dar un paso anterior a nosotros mismos: necesitamos prestar verdadera atención a la Presencia del Espíritu en nosotros. Por eso, vamos a intentar entrar en nuestro propio interior y ahí tomar conciencia de esa Presencia del Señor (que se nos adelanta y nos precede) en lo más íntimo de nosotros mismos.

Ya hemos aceptado y reconocido que tenemos necesidad de orar. Pero, ¿qué puede significar esta “necesidad”? Hay quienes se refieren a esta “necesidad” en unos términos que nos pueden parecer exagerados: “Es tan necesario orar –dicen- como el aire para respirar o el agua para saciar nuestra sed”. Yo creo que eso es así, que eso es verdad y que los que así piensan no están desencaminados ni mucho menos. Creo que todos nosotros necesitamos la oración y creo que la necesitamos de una manera perentoria. Tenemos que tomar conciencia de que esta necesidad no es una palabra retórica, sino que se refiere a algo real que está ahí y que lo sentimos en nuestro interior.

Naturalmente que para percibir la verdadera necesidad de orar se necesitan algunas condiciones. Si nosotros nos instalamos en una determinada forma de vida, es muy probable

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que no sintamos la menor necesidad de orar. Si nuestra vida se reduce a una agenda de puros balances o intereses económicos, si se reduce a una especie de pantalla donde se proyectan todo tipo de imágenes y de mensajes, si nos tenemos en tan poca estima que pensamos que lo más importante para nosotros es “divertirnos” y “distraernos”, si nos convertimos en un carro de la compra y nos llenamos constantemente de cosas para consumir de forma compulsiva…, desde luego si nos situamos así, si nos proponemos todo lo anterior como proyecto de vida (que es tanto como decir que no tenemos ningún proyecto de vida), entonces nos debe quedar claro que no vamos a sentir la necesidad de la oración. Pero con esta terrible paradoja: que teniendo una necesidad extrema, ni siquiera sentimos dicha necesidad. Es el caso de una pobre chica anoréxica, que teniendo una necesidad extrema de comer, por culpa de su enfermedad no percibe esta necesidad que siente todo ser humano. Y la terrible situación que vive le va a ir llevando cada vez más lejos de poder percibir lo necesaria que le es la comida.

Para experimentar, pues, la necesidad de orar, necesitamos situarnos en la adecuada forma de vida y de existencia. Incluso antes de existir religiosamente ya hay una determinada forma de vida que da lugar a una cierta experiencia de la necesidad de oración. Todos sabemos que el “valor supremo”, por más que se diga y se repita, no es la vida. Sabemos que la vida puede ser un aburrimiento total o incluso un tormento si no es “vida verdadera”, “vida buena”, “vida hermosa”… Pero si uno ya empieza a descubrir que aspira a una “vida buena”, es decir, a una vida orientada hacia el bien, que busca la bondad, que consiente a esos valores que nos hacen buenos…, entonces empieza a descubrir que está aspirando a algo que él no puede darse a sí mismo. Surgirá entonces el deseo, el anhelo de esa bondad y de esa “vida buena” por la que todos suspiramos. Y eso, muy posiblemente, se va a convertir en alguna forma de oración.

Si caemos en la cuenta de que “los cielos pregonan la gloria de Dios”, mucho más pregona la gloria de Dios la maravilla que es el ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios. Y cuando caemos en la cuenta de esto, de que nuestra vida es una “vida valiosa”, que vale la pena, que tiene sentido…, que vale tanto la pena que el mismo Dios la ha hecho suya al encarnarse en Jesús para poder convertirla también en vida divina, entonces todo empieza a cambiar para nosotros y todo lo vemos con una nueva luz. Si tomamos conciencia de que nuestra vida es “algo precioso” (y lo es en realidad: no tenemos más que pensar que nuestra vida es preciosa para mucha gente que si faltásemos nos echarían mucho de menos), si tomamos conciencia de que, incluso aunque no tengamos a nadie para quien nuestra vida sea preciosa, podemos seguir oyendo como Jeremías la voz de Dios dirigiéndose a cada uno de nosotros con esta expresión: “Tú eres precioso para mí”. Si caemos en la cuenta de todo esto, seguro que esa conciencia del valor, de la belleza, de la bondad de nuestra vida, suscitará en nosotros actitudes y actos que o son ya oración o están muy cerca de la oración. Por eso, cuando los sociólogos hacen encuestas sobre la cuestión religiosa, aunque se encuentren que la práctica religiosa está cayendo a una velocidad vertiginosa, también se encuentran con muchos encuestados que responden que ellos rezan con una frecuencia notable aunque no vayan a la Iglesia. Y se encuentran también con este mismo fenómeno entre personas que se declaran no creyentes. Tengo para mí que esto sucede porque el sujeto cae en la cuenta de que es también “espíritu”, de que su ser humano no se agota en su ser corporal y psíquico, y de que él tiene un nivel todavía más hondo que lo psíquico por el que puede entrar en contacto con lo verdadero, lo bueno, lo bello, lo hermoso…, que son nombres para lo Absoluto y, por tanto, podríamos decir que son nombres laicos para Dios. Cuando el hombre, creyente o no, vive en esta tesitura, es normal que necesite orar y es normal que ore. Hay poetas que se declaran no creyentes y, sin embargo, tienen poemas que son auténticas oraciones.

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Pero creo que podemos decir que si en nosotros existe esta necesidad irreprimible de oración, no es porque nosotros seamos capacidad de bien, de bondad, de verdad…, no. Es porque, además, somos “capacidad de Dios”. En este sentido, he aquí un texto que está muy cerca de los textos de San Juna de la Cruz en quien se inspira: “Lo mejor del hombre en el hombre es esa capacidad infinita para Dios”. Y no que tenemos, sino que “somos”. Todas las demás capacidades son síntomas de esta “capacidad radical”, y, por eso, es también: “necesidad radical y universal” de todo ser humano. Nuestras necesidades inmediatas de nuestra vida diaria son síntomas de esa realidad mayor, que es la “necesidad de Dios” en nosotros. Somos “oyentes de la Palabra” (como dicen algunos filósofos de la religión y algunos teólogos actuales) porque estamos hechos para Dios, porque somos todo oídos para oírle a Él, porque nuestra mente está hecha para pensar a Dios, y, por eso, a todo lo que pensamos le ponemos el nombre de “ser”, que es una palabra filosófica para el Absoluto (otra manera de referirse a Dios en términos no religiosos), porque también nuestra voluntad está hecha para tender hacia Él, porque nuestro corazón está hecho de tal forma que sólo en Él puede descansar: “Nos hiciste, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti”. (S. Agustín)

Por eso, el entrar en relación con Dios a través de la oración, que es para lo que estamos hechos, es la necesidad más radical y profunda que tenemos. Y, por eso, el poner en práctica esa relación con Dios es para nosotros una necesidad verdaderamente vital. “Hemos sido diseñados para el diálogo con el Infinito, para el diálogo con Dios. El hombre es un ser con un misterio en su corazón que es superior a él mismo”, nos dice el teólogo Von Balthasar. Todos tenemos necesidad de orar para ser verdaderamente seres humanos a la medida que hemos sido hechos, como nos recuerda el texto anterior. Según esto, la oración no puede ser para nosotros objeto de un precepto, de una obligación, de una costumbre…, sino la más decisiva e importante de todas nuestras necesidades. Pero si esto es así, tenemos que concluir que la oración es posible para todos. Hubo algún tiempo en el que, para el conjunto de los fieles, sólo eran posibles los rezos (que era la forma, por así decir, más depreciada de oración). Los que querían orar mentalmente y llegar a la contemplación tenían que recluirse en los monasterios y hacerse contemplativos. Hoy sabemos que no, que la llamada a la santidad, es decir, a la unión con Dios y al amor de Dios en su grado más pleno, es universal. Habría que decir también que esta llamada no va dirigida sólo a los cristianos, sino a todo ser humano. Con esta llamada, pues, se nos da a todos la posibilidad de realizar el ejercicio de la oración.

No olvidemos que esa Presencia de Dios que crea en nosotros la nostalgia y el “vaciado de Dios” en el que consistimos (ese vacío de Infinito que es nuestra propia condición humana), no es una presencia como la de un objeto cualquiera que está ahí y que basta con descorrer un velo para descubrirla. Es una Presencia dinámica y actuante en nosotros. Hay una expresión en el Cántico Espiritual de S. Juan de la Cruz sobre la Presencia de Dios en nosotros verdaderamente hermosa. Después de las estrofas de la búsqueda de Dios, vienen unos versos en los que el alma se siente en la necesidad de decir lo que sigue: “Oh cristalina fuente/, si en esos tus semblantes plateados/ formases de repente/ los ojos deseados/ que tengo en mis entrañas dibujados…” La Presencia de Dios la representa aquí el poeta en “esos ojos deseados que tengo en mis entrañas dibujados”. Se trata, por tanto, de una Presencia que nos mira permanentemente desde nuestras entrañas (lo más íntimo de nosotros mismos). Es Dios volcado hacia nosotros, dirigido a nosotros desde nosotros mismos. Pero, si nos es permitido ver en la mirada de Jesús el eco de lo que es la mirada de Dios (puesto que Jesús es la revelación misma de Dios hacia nosotros), recordad, entonces, lo que era la mirada de Jesús cuando se dirige a Pedro, por ejemplo, después de la negación. Esa mirada de puro amor basta para desencadenar en Pedro las lágrimas y la conversión. O cuando se dirige a Magdalena y le hace caer en la cuenta de que el

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jardinero no es tal jardinero. O cuando, a través de las palabras, se dirige a los de Emaús y pone en ascuas su corazón… San Juan de la Cruz dice en algún lugar: “El mirar de Dios es amar y hacer mercedes.” Dios sólo sabe y puede amar porque Dios es amor. Y nos hace mercedes porque su amor es eficaz en nosotros. Por eso, el mismo San Juan de la Cruz anota que la mirada de Dios provoca en nuestra alma cuatro bienes principales: “limpiarla, agraciarla, enriquecerla y alumbrarla.” ¿Cómo no va a ser posible la oración si estamos agraciados con la Presencia activa y actuante de Dios en nuestro interior?

Para animarnos aún más a la oración podríamos añadir otro dato que me parece de interés: El Padre Rahner, que tiene varios libros sobre la oración, a uno de ellos le puso el título siguiente: “Sobre la necesidad y la bendición de la oración”. La oración, por tanto, además de ser una necesidad y una posibilidad para nosotros, es también una “bendición” cuando damos el paso de hacerla. Una bendición como lo es, por ejemplo, la lluvia cuando cae mansamente sobre los campos. Así pues, cuando, respondiendo a esa mirada de Dios en nuestro interior, consentimos a ella (y esto es, a mi juicio, la raíz de toda posible oración), estamos dando entonces el paso más importante de nuestra vida, el paso por excelencia, porque consentimos a aquello para lo que hemos sido creados. Nos ponemos definitivamente en la buena dirección. Y esto hace que nuestra vida sea una “bendición” y se encamine hacia la plenitud.

¿Qué le pasa a María cuando acoge el saludo del ángel y consiente a la invitación que Dios le está haciendo? Pues que, aunque ella se había identificado como la sierva del Señor: “He aquí la sierva del Señor”, el ángel la descubre “llena de gracia” (la “agraciada”). E inmediatamente María va a descubrir las maravillas que Dios ha realizado en su vida. Efectivamente, el hecho de consentir a la Presencia Dios en ella la convierte en una sierva sobre la que Dios hace cosas portentosas. Si se ha dicho sobre la palabra “Dios” que sólo cuando aprendemos lo que significa nos damos cuenta de lo que nos perdemos cuando olvidamos esa palabra y su contenido, lo mismo podríamos decir a propósito de la oración: sólo cuando nos iniciamos en los primeros pasos nos damos cuenta de lo que nos perdemos cuando no la practicamos. Realmente, no nos imaginamos, no sospechamos el gozo sencillamente sobrehumano que procura el hecho de orar, incluso cuando la oración se produce en la mayor sequedad, cuando no tenemos sentimiento alguno, cuando sencillamente consentimos a Dios en medio de una noche oscura (de los sentidos, de la inteligencia, de la voluntad, del corazón…) Pero bastará el hecho de que, en medio de la oración, mantengamos la mirada dirigida a “los ojos deseados que llevamos en nuestras entrañas dibujados”, bastará eso para que tengamos la sensación de que nos encontramos en la mejor de las situaciones.

Vamos a destinar también una palabra al título de este encuentro, de esta reflexión: “ORAR PARA VIVIR”. Pues bien, “orar para vivir” significa, en primer lugar, que la oración no es un añadido a nosotros ya plenamente constituidos, ni un adorno añadido a nuestra vida. Significa que la oración no puede ser nunca una “evasión” de la vida. Significa que la oración forma parte de la vida humana, de la mejor vida humana. Nace de la hondura, de las raíces de lo que somos y de lo que estamos llamados a ser, y refleja ese fondo último nuestro. En este sentido, lo que hace la oración es desgranar sencillamente en el vivir de cada momento toda la riqueza con la que estamos dotados. Por eso, la oración se tiñe del color de los distintos momentos de la vida. Lo mismo que hay una luz de la mañana inconfundible y otra de la tarde diferente, así hay también una oración de la mañana y otra de la tarde; y hay una oración del atardecer de la vida tan importante como la de nuestra juventud. “Nadie desprecia el sol de la tarde y nadie le niega el derecho a seguir dando “su” luz, tal vez más débil, pero luz verdadera y necesaria, a veces incluso la más hermosa…” (Son palabras de un poeta contemporáneo).

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El abandono de las oraciones oficiales por parte de muchos cristianos y, particularmente, por parte de los jóvenes, seguramente se debe, en gran medida, a que muchas de esas oraciones oficiales parecen que han sido hechas al margen de su vida, y, además, se las quiere imponer desde fuera. Y, por tanto, no reflejan su verdadera situación, no brotan de su interior, no tienen nada que ver con su sensibilidad…, y, claro, acaban por resultarles “inasimilables”, abandonándolas sin apenas haberlas experimentado. Pero hoy nos vamos dando cuenta de que, a medida que grupos juveniles van creando sus propias formas de oración (como sucede en Taizé), redescubren el gusto por la oración que parecían haber perdido. También nosotros nos tendríamos que preguntar qué tipo de oración refleja la vida que actualmente llevamos y este momento de la vida en que estamos.

Hace unos años –no tantos-, yo me preguntaba cómo tendría que ser la oración del hombre y de la mujer de este mundo de hoy tan ajetreado, tan lleno de prisas y de complicaciones de mil clases. Y mi preocupación era fundamentalmente esa, y buscaba cómo la oración podría hacerse a pesar de esa situación y en medio de un mundo tan complicado. No me daba cuenta de que una oración que se tuviera que hacer “a pesar de” esas situaciones, no sería una oración de ese momento, no sería una oración mía, ni hablaría yo mismo y mis circunstancias en esa oración. En esos años me decía yo también –y recuerdo haberlo escrito en algún lugar-: ¡qué edad tan hermosa la de la vejez para orar, ya sin trabajos, sin clases, sin preocupaciones, sin estrés…! Y ahí sigo buscando también ahora, e intento descubrir cada día cómo tiene que ser la oración del viejo que soy… Y esto no me pasa sólo a mí, sino que nos pasa a todos.

“Orar para vivir” significa, por tanto, que sólo podemos orar convirtiendo nuestra vida en oración y haciendo de la oración la clave de nuestra vida. Pero “orar para vivir” también significa otra cosa: “Orar para poder vivir”. La verdad es que necesitamos de la oración para poder vivir de la misma manera que necesitamos del aire o del agua o de personas que nos reconozcan y nos quieran. ¿Y esto por qué? Pues porque en la vida de cada persona llegan momentos en los que se nos imponen nuestros “límites” y la “condición finita” en la que consistimos. Se nos impone la conciencia de la “fugacidad de nuestra vida”, que parece que se nos escapa de las manos esa vida terrena que tanto queríamos apresar. Se nos impone también el sentimiento de soledad, una soledad que ni siquiera los más cercanos logran acompañar del todo. Y es que hay momentos en los que se oscurece casi por completo en nuestra vida el “sentido” del vivir… Y es justo en esos momentos cuando la oración es realmente indispensable para seguir viviendo. El profeta Elías había rogado en un primer momento a Dios que hiciese descender fuego sobre el holocausto que le había preparado, o que hiciese caer la lluvia, con gran asombro de los que estaban a su alrededor y con gran fracaso para los sacerdotes de Baal, que no habían conseguido los mismos prodigios que él. La cosa terminó mal, ya que la primera parte de la vida de Elías terminó mandando degollar a decenas de sacerdotes de Baal… Pero, cuando Elías pasa por el desierto, por la prueba definitiva, cuando después de mucho caminar por el desierto, se sienta el pobre debajo de una retama y dice: “Llévame ya, Señor, que no soy mejor que mis padres, que no puedo más…” Cuando llega ese “no puedo más”, necesita decírselo al Señor para que ese “no puedo más” pueda ser vivido “con sentido”.

Si nos encerramos en el hundimiento sin abrirnos al Señor en la oración, entonces sí que el hundimiento puede ser definitivo. Pero, si desde ese hundimiento, nos atrevemos a decir: “Llévame ya, no puedo más”, la cosa cambia y se nos abre un nuevo sentido para esa situación. Y “orar para vivir” en este caso significa “orar para seguir viviendo”.

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Pero, otras veces sucede lo contrario: resulta que la vida nos parece feliz, rica, valiosa, abierta más allá de nosotros mismos, con necesidad de darse, de comunicarse… ¿Qué nos pasa en esos momentos realmente valiosos y felices? Pues lo mismo que nos suele pasar en el terreno de lo humano: que queremos “compartir” esa felicidad. Uno, en esas circunstancias, es incapaz de sentarse en su casa solo, arrellanarse en el sofá y ponerse a brindar en soledad con una copa de champán… Eso no tendría sentido. En esos momentos felices necesitamos de forma indispensable a otras personas amigas a nuestro lado para compartir con ellas toda nuestra alegría y nuestra felicidad. A algunos ni siquiera nos gusta oír música buena solos. Nos parece que tiene que haber alguien a quien decirle: “¡qué maravilla lo que estamos escuchando!” Para estos momentos de plenitud hay una oración: la de alabanza (como el cántico de María, el Magníficat), que es precisamente eso. Es dejar explayarse esa plenitud hacia a Aquel que la produce, hacia a Aquel que la está causando.

Por último, “orar para vivir” es poner en relación estrecha la oración y la vida; introducir la vida en la oración y la oración en la vida; evitar esos paralelismos y esas dicotomías a las que somos tan dados: contemplación y acción, oración y vida, fe y trabajo, fe y compromiso, etc. Paralelismos que son falsos y que proceden de que lo que estamos haciendo no es orar, sino recitar rezos en medio de una vida que no está ella misma impregnada de oración. “Orar para vivir” significa hacer de la vida materia de oración. Como María, cuando recordaba los acontecimientos felices y decía: “Dios ha hecho en mí maravillas”. O como cuando nos reconocemos pecadores y, al pedir perdón por esos fallos nuestros, hacemos la experiencia de la reconciliación y de la vuelta a la paz de nuestra propia vida. También hacemos de la vida materia de oración cuando tenemos un futuro incierto -¿y quién no lo tiene?- y lo vivimos con serenidad y con confianza por más incierto que sea. Sencillamente, oramos expresando esa confianza y, a veces, también se expresa la confianza pidiendo ayuda… Cuando esto sucede, la vida se transforma en oración y la oración abarca todas las circunstancias de nuestra vida, las llena de sentido y las ilumina con la luz y la mirada amorosa de Dios. Cuando logramos esta forma de oración desde nuestro vivir cotidiano, a la luz y con la fuerza de la Presencia gratuita y amorosa de Dios, no es ninguna retórica decir que nuestra vida se convierte en un “salmo”. Un salmo en el que resuena y se refleja la bondad, la belleza y el amor gratuito de Dios al que hemos consentido, y que, por eso, impregna, ilumina, acompaña y orienta todo el conjunto de nuestra vida. Nos parece, entonces, que vale la pena orar y dedicar un rato como el que estamos teniendo este fin de semana para reflexionar en serio sobre la oración y sobre los pasos que hay que dar para orar mejor.

Pero, ¿en qué consiste entonces la oración y cómo hacer para realizarla de la mejor manera posible? Introduzco el tema, anotando en primer lugar hasta qué punto la oración aparece en todas las religiones y hasta qué punto aparece como algo verdaderamente sustancial y fundamental en todas ellas. Los que han estudiado el tema de la oración en la historia de las religiones no se cansan de decir que donde hay religión, hay oración, y que allí donde la oración desaparece, hay razones para pensar que la religión ha desaparecido. Hay preciosas Antologías de la oración en este ámbito de las religiones. El autor de una de las últimas nos dice con todo convencimiento que “los hombres de todos los tiempos se han dirigido siempre a aquellos poderes que tienen por dioses”. Y nos ofrece ejemplos de todas las culturas importantes. La oración está presente en todas las religiones; por eso, se ha llegado a decir que la oración es la puesta en ejercicio de la religión. Se ha dicho también que es su corazón, su centro, su aliento, su todo. En la oración se nos revela la “esencia” más profunda de la religión. Ser persona y orar es una y la misma cosa. Orar es en la religión es lo que el

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pensamiento en la filosofía. El sentimiento religioso ora como la mente piensa. Y allí donde la religión llega a sus cumbres más altas, también la oración llega a su cima. De ahí que, si uno se enfrenta con la vida de Jesús, en seguida se da cuenta de que Él mantuvo una relación estrechísima y permanente con Dios, como Padre suyo, y que puso en acto, efectivamente, esta relación retirándose a orar a lugares solitarios, orando y dando gracias a Dios cuando sus discípulos llegaban de sus expediciones apostólicas, orando cuando se le venía encima la pasión y desde lo alto de la cruz, fiel siempre a los planes de su padre Dios.

Las definiciones que se han dado sobre la oración van todas en la misma dirección. Sólo voy a tomar dos como punto de partida que no haré más que desarrollar brevemente en el segundo momento de nuestra reflexión. Son dos muy sencillas, aunque de estilo distinto. La primera es la celebérrima de Santa Teresa: “La oración no es sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas, con quien sabemos nos ama”. “Tratar” es cualquier tipo de relación. Fijaos que no dice ni siquiera hablar con Dios. Sólo nos habla de “tratar”. Eso sí: “con quien sabemos nos ama. Y eso sí: “estando muchas veces tratando a solas con Dios” en una relación verdadera y repetidamente ejercida. La segunda definición de la que vamos a partir es más sencilla todavía. Es de San Juan de la Cruz, que, cuando habla de la oración en sus obras más profundas, la reduce a esto: “Advertencia amorosa de Dios presente. Así de sencillo. Ya veis que las dos definiciones parten de algo anterior a cualquier actividad del sujeto: hay Alguien anterior a nosotros que nos ama y, cuando oramos, entramos en relación con Él y “tratamos de amistad con quien sabemos nos ama”. Hay un Dios presente, y cuando oramos de esta manera, tomamos conciencia de esa Presencia amorosa para responder, a nuestra pobre manera, a ese AMOR que se hace presente en nosotros. Para no extenderme más, ya seguiremos esta tarde intentando precisar un poco más en qué puede consistir la oración y las diferentes formas de orar.

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SEGUNDA CHARLA

Vamos a comenzar esta reflexión de la tarde con otra oración. Probablemente os extrañe, pero está elegida con toda intención porque nos vamos a referir mucho esta tarde a la “trascendencia” de Dios. Y esto nos resulta extraño a los cristianos, ya que estamos acostumbrados a encontrar a Dios en el rostro de Jesús. Y, claro, cuando se nos habla de un “Dios trascendente”, hasta nos resulta difícil la oración: ¿cómo entrar en comunicación con un Dios absolutamente “Otro”, que está por encima de todo o, como dice San Juan de la Cruz, que “es sobre todo”? Los Padres Antiguos de la Iglesia, en Oriente, sobre todo, tenían una conciencia agudísima de esta trascendencia de Dios y, al mismo tiempo, componían oraciones dirigidas a ese Dios precisamente en lo que tiene de trascendente. Por eso, comenzamos con esta oración que se le atribuye a San Gregorio Nacianceno (sin que estemos seguros de que sea de él, aunque sí lo estamos de que procede de la Iglesia Oriental del siglo tercero o cuarto):

“No sé llamarte por otro nombre. Eres el más allá de todo. Todo lo que existe te mira y está pendiente de Ti. Lo que permanece, permanece en Ti. Lo que se mueve, gira en torno a Ti. Eres el fondo, el sentido, el fin de todo lo que existe. Los que viven, viven por Ti. Si saben leer en el

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universo, levantan la vista a Ti y te cantan un himno silencioso. Eres el único. Eres cada uno y eres ninguno. No eres un ser solo y no eres un conjunto. Eres todo y eres otro. ¿Tu nombre? Los tienes todos. ¿Cómo podremos llamarte? No hay nombre para Ti. Ningún espíritu, por penetrante que sea, puede volar hasta Ti y comprenderte. Te llamamos el más allá de todo. No sabemos darte otro nombre. Óyenos.”

Pues bien, vamos a intentar seguir avanzando en la comprensión de la oración donde lo habíamos dejado esta mañana. Habíamos propuesto un par de definiciones. Recordemos la de Santa Teresa: “La oración no es otra cosa sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas, con quien sabemos nos ama”. Ella misma, Santa Teresa, cuando ofrece esta descripción, anota que es importante para que podamos entrar en lo que significa la oración, saber “quien trata con Quien”. Se fija en los “dos quienes” de esta relación o de este “tratar amoroso y amistoso”. Naturalmente, el primer quien, en sentido ontológico (en cuanto al ser) es el Quien de Dios. Pero nos es más cercano nuestro propio quien, nuestro propio yo. Y, además, en cuanto miramos con un poco de atención a nuestro propio yo, en seguida van a aparecer indicios de ese Otro con el que entramos en contacto y que nos resulta “sobre todo” y “más allá de todo”, como se le nombra en la oración de San Gregorio Nacianceno que acabamos de escuchar.

Empecemos, entonces, por nuestro quien: ¿Quiénes somos nosotros que oramos? Pues la verdad es que somos bien poca cosa. Somos frágiles como la flor del campo que, apenas le roza el viento, y ya no existe, y el terreno donde brotó ya no volverá a verla. Somos hechos de barro, pero con la huella en el barro de las manos divinas que nos han hecho. Él dejó su Espíritu de vida insuflado en nuestro barro y nos dio la vida, nos hizo ser un ser vivo. Nos hizo a su imagen y semejanza, pero sabéis que no podemos decir exactamente en qué consiste esa imagen divina en nosotros. Unos dicen que esa imagen es su Razón en nuestra razón; otros que es su Libertad en nuestra libertad; otros dicen que la imagen de Dios en nosotros está en el hecho de que la humanidad sea hombre y mujer, y por eso, para poder ser, tenemos que vivir “en relación” como nuestro Dios Trinitario. Pero a mí me parece que la imagen de Dios en nosotros está más allá que todas esas localizaciones: somos imagen de Dios porque, cuando Dios nos ha creado del barro de la tierra, nos ha creado poniéndonos a su nivel de “sujeto”. Dios no nos ha hecho, no nos ha fabricado. La creación no es una “causación” del hombre. Es decir, no salimos de las manos de Dios perfectamente fabricados, como los objetos que salen de nuestras manos. La creación por parte de Dios es la llamada de Alguien, que es Él, dirigida a otro alguien, que somos nosotros. Somos sus “destinatarios” y Él nos llama “personalmente” (de Sujeto a sujeto) a la existencia. Esto es lo que significa que somos “oyentes de la Palabra”. No que primero existamos y después nos ponga Dios oídos para oírle, sino que nos crea “todo oídos” para Él, haciéndonos “destinatarios” de su acción amorosa, ya que toda la acción de Dios consiste en amar. Por eso es tan frecuente que en el Antiguo Testamento se hable del hombre como de “aquel de quien Dios se acuerda”, “de quien Dios se compadece y tiene misericordia”, “a quien Dios ama”… A mí me resulta particularmente elocuente, ahora que uno empieza a notar ya más las goteras y el debilitamiento de la memoria, -y ve uno a personas que, al perder la memoria, parece que pierden su propia identidad-, me resulta elocuente y me gusta que el Salmo diga: “¿Quién es el hombre para que te acuerdes de él?” Porque entonces resulta que no dependemos sólo de nuestra memoria, ya que hay Alguien que se acuerda de nosotros y nos ama, incluso cuando perdemos o perdamos la memoria…

Toda la “condición humana” refleja esta condición de “destinatarios de Dios” que somos cada uno de nosotros. Percibimos mil veces y constantemente en nuestra vida que somos

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“finitos por los cuatro costados”: sabemos mucho, pero qué lejos estamos de saberlo todo; podemos mucho, pero estamos muy lejos de poderlo todo. Somos ese “milagro” de haber pasado de la nada al ser, pero somos éste y no otro, somos aquí y no en otro lugar, somos ahora y no en otro momento… (la única manera que tenemos de cumplir años es dejar de tenerlos. Ya no podemos recuperar ni un minuto, ni un segundo de los años que tenemos…) Es decir, que la “finitud” constituye un rasgo esencial de nuestro ser. Pero, sin embargo, esa finitud no agota nuestro ser: es sólo nuestra parte terrena y humana. Pero, ¿cuál es nuestra otra parte? Pues nuestra propia “consciencia” de finitud. Por el hecho de ser “conscientes” de que somos finitos, superamos nuestra propia finitud. Esto es lo que han dicho de mil maneras los filósofos. Descartes, por ejemplo, lo decía así: “Yo pienso, yo existo, soy finto, pero en mí se encuentra la idea de infinito. Y esta idea de infinito no me la he podido poner yo a mí mismo, puesto que yo soy finito. Tampoco la he podido sacar del mundo, ya que también es finito como yo. Si tengo la idea de infinito es porque el Infinito la ha depositado en mí.”

Hay mil indicios de que nosotros, seres finitos, superamos constantemente esta nuestra finitud. Uno que me gusta subrayar: somos mortales, pero todos experimentamos desde siempre en lo más profundo de nuestro ser que la muerte no es un destino natural para nosotros. Sentimos una resistencia radical, casi visceral, al hecho de la muerte. Y esto hace que nos parezca la muerte algo “antinatural” en relación con nosotros y con nuestra esencia. Por eso deducimos que ese nuestro “no” radical a la muerte viene de la presencia en nosotros de una “Vida” que, teniendo que pasar por la muerte, no se reduce ni se agota en la muerte.

Lo mismo sucede con nuestro pensamiento: conocemos las cosas del mundo, sus detalles, sus formas de ser, sus relaciones, toda la maravilla de la ciencia, en definitiva. Pero hay algo más. Lo conocemos todo en el marco ilimitado del ser, lo conocemos todo como algo que es. Y cuando decimos “es”, ya nos estamos refiriendo a algo “ilimitado”. “Es” es una especie de horizonte infinito en el que se inscriben todas las cosas que conocemos como cosas que “son”.

El indicio más claro, a mi modo de ver, de que no nos limitamos a ser finitos es, sin duda, nuestro “deseo”. Quizás sea el deseo el rasgo central de nuestra existencia, puesto que todo lo que hacemos lo hacemos partiendo del deseo de ser, de subsistir, de ser mejor, de ser más plenamente hombre. Cuando miramos las dimensiones de nuestro deseo, nos damos cuenta de que deseamos mil y mil cosas (todas aquellas que son capaces de responder a lo que necesitamos para vivir bien, para vivir mejor…). Pero, como decía San Juan de la Cruz, : “debajo de tus muchos deseos está el DESEO de tu corazón”. Y éste es el DESEO no que tenemos, sino que “somos”. Es el DESEO de lo mejor. Y decir de lo mejor es decir el “deseo sin límites”. Poned todas las cosas del mundo, poned el mundo entero, poned mil mundos, un millón de galaxias… Siempre podremos desear algo más, algo mejor. Y el deseo de lo mejor, lo ha dicho San Juan de la Cruz con toda precisión y hermosamente, es un “deseo abisal”. Es decir, “abismal”. Un deseo que no tiene fondo. José Antonio Marina, un filósofo de nuestros días, lo ha dicho también con profundidad y belleza: “El deseo de lo mejor es el vaciado de infinito en nosotros”.

Bueno, pues ya veis lo que somos, ya veis cuál es el “quien” que puede entrar en relación con Dios en la oración. Y esta desproporción constante entre la parte finita que somos y lo que aspiramos a ser (ese “deseo abisal” que también somos), todo eso forma parte de nosotros mismos, aunque no proceda de nosotros mismos, sino de Él. Es la muestra más clara de lo que esta mañana llamábamos: la Presencia de Dios en nosotros. Y de esa Presencia sacábamos la posibilidad y la necesidad de la oración. Por eso, aunque seamos finitos, y esto nos lleve a constatar lo que Pascal llamaba “nuestra miseria”, estamos viendo que nuestra intimidad más

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íntima nos dice que no nos agotamos en la miseria de nuestra finitud, sino que tenemos además la “dignidad” de quien lleva en sí la huella de Dios y el reflejo de Quien nos ha llamado a la existencia y nos mantiene en la vida. “El hombre -sentencia el mismo Pascal- supera infinitamente al hombre.” “El hombre es –en expresión de Kierkegaard- síntesis de finitud e infinitud.” Y estamos hablando de una “dignidad” finita-infinita que nadie la puede perder porque es el fundamento último de nuestro ser. Hasta el criminal más abyecto conservará siempre esa “dignidad”, es decir, esa imagen de Dios en él. Recordad el relato bíblico de Caín. Dios le puso una señal en la frente (la dignidad, la imagen de Dios) para que nadie le hiciera ningún daño…

Por eso, cuando entramos en nosotros mismos, si estamos atentos de verdad al fondo último de nuestro interior, descubrimos eso que llamaba San Agustín el “aula inmensa de nuestra memoria” (Dios mismo), que nosotros no somos capaces de abarcar. Nuestra conciencia es demasiado estrecha para abarcarse a sí misma porque está abierta al Infinito y está llena de Infinito. Y mirad la primera consecuencia de esto: entramos en el fondo de nosotros mismos y nos encontramos que “no podemos hacer pie” en él. Nos damos cuenta de que somos una “pregunta” sin respuesta en nosotros mismos y nos vemos remitidos, por tanto, más allá de nosotros mismos para hallar la respuesta a esa “pregunta” que constituye nuestra propia naturaleza.

Por esta razón, cuando nos ponemos a orar, somos llamados, como primer paso, a entrar en nosotros mismos: “no quieras ir fuera de ti, en tu interior habita la verdad”, decía San Agustín. Y en otro momento dirá también: “tarde te descubrí y tarde te amé, Belleza siempre antigua y siempre nueva, porque te buscaba fuera de mí…” Pero esto hace que, cuando vamos a dar el paso hacia la oración y volvemos nuestra mirada y nuestra atención al interior de nosotros mismos, descubramos en nuestro interior esa Presencia que nos precede y que se nos comunica constantemente. Y en nuestro interior nos pasará lo que esta tarde cantaremos en la celebración: “Oigo en mi corazón: ¡buscad mi rostro!” Esto es lo que nos pide el Señor, y esta es la llamada de esa Presencia que busca nuestra relación y a la que intentaremos responder de la mejor manera posible cuando oramos.

Pero, ¿cuál va a ser esa relación que vamos a entablar con Dios? Pues para saber algo de esa relación, es indispensable que nos preguntemos por ese “Quien” al que encontramos en el fondo de nosotros mismos llamándonos a la existencia y dándonos permanentemente “de existir”.

Es muy frecuente que, cuando queremos hablar de Dios, demos por supuesto quién es Dios. Es una pena que ya lo demos por sabido y que no tengamos el cuidado, cada vez que nos encontremos con la palabra “Dios”, de hacer aquello de Moisés ante la zarza ardiente: “descalzar nuestros pies porque el terreno que pisamos es santo”. Creo que sería muy bueno que, cada vez que quisiéramos hablar de Dios, nos impusiéramos un minuto de silencio meditativo. Es decir, un parar la atención y pensar qué vamos a decir cuando pronunciemos esta palabra. Es una palabra extraordinaria en nuestro lenguaje y no se parece a ninguna otra. No es un nombre común. Se parece a los nombres propios, pero no es como los nombres propios de los sujetos que tenemos a nuestro lado.

¿Qué queremos decir cuando decimos “Dios”? Lo malo es que esta palabra está terriblemente desgastada por el mal uso que hemos hecho de ella. Es verdad que la palabra “Dios” ha originado las acciones más espléndidas que los humanos hayan podido hacer. Debajo

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de las obras más grandes de arte, por ejemplo, está la palabra “Dios” de forma explícita o implícita. Sabéis que Bach escribía debajo de sus Cantatas: “Soli Deo gloria” (la gloria sólo a Dios). Qué duda cabe que las acciones más generosas en todas las áreas del mundo, y no sólo en el cristianismo, se han hecho en nombre de Dios. Es indudable que la palabra “Dios” ha inspirado las vidas más dignas que conocemos. Pero, por desgracia, también es verdad que hemos presentado mil caricaturas de Él con nuestra manera de comportarnos, diciendo que Dios quería ese comportamiento. Como cuando los cristianos emprendimos las cruzadas: “¡Dios lo quiere!”, decíamos. O como cuando algunos musulmanes, hoy día, se lanzan a esos terribles atentados diciendo: “¡Alá es el más grande!”. Y, naturalmente, este mal uso de la palabra “Dios” la ha dañado enormemente y hace que algunos de nuestros contemporáneos parezcan sentir una especie de odio a esa palabra y que no sólo quieran llamrse ateos, sino “anti-teos” (contra el mismo Dios), y hagan campañas para convencer a la gente de que Dios no existe. Probablemente, esto se deba, sobre todo, a esas desfiguraciones y perversiones de la palabra “Dios” a las que aludíamos. Pero ninguna de esas desfiguraciones es consustancial, ni mucho menos, a la palabra “Dios”, y podemos seguir sirviéndonos de ella siempre que utilicemos con el debido respeto el nombre santo de Dios.

¿Qué significa la palabra “Dios” para los que creemos en Él? Y habría que añadir enseguida: ¿qué significa esta palabra para todos los que creen en Él en todas las tradiciones religiosas? La verdad es que todas las religiones coinciden en lo esencial cuando se refieren a Dios. A mi modo de ver, lo esencial del significado de la palabra “Dios” para todos los sujetos religiosos, sería algo así (reduciéndolo mucho a una fórmula que da pena decirla porque supone un empobrecimiento enorme por todos los límites que nos impone el lenguaje): “Dios remite a la Presencia de la más absoluta trascendencia en el fondo de todo lo real y en lo más íntimo de las personas.”

Como veis, aparecen tres rasgos para Dios: Primero, Dios remite a una Realidad absolutamente trascendente. Pero “trascendente” no quiere decir que Dios esté más allá del último límite del universo. No, en absoluto. Si fuese así, Dios lindaría con el universo y no sería absoluto e infinito. No sería Dios. Recordáis la anécdota del astronauta ruso que, después de pasearse por el espacio, bajó a la tierra diciendo: “Pues no me he encontrado a Dios en el espacio”. (¡Lo curioso hubiera sido que se lo hubiera encontrado…!) “Dios trascendente”, por tanto, no quiere decir que esté en otra galaxia o que esté más allá de todas las galaxias. Trascendente quiere decir que Dios es “de otro orden” y que, por eso, es un SER al que el ser humano no puede llegar si no es trascendiéndose a sí mismo, yendo más allá de lo que él puede sentir, comprender, imaginar, desear… Es una Realidad, por tanto, que no puede ser objeto directo de ningún acto humano: no puede ser visto, no puede ser imaginado, no puede ser pensado. Por eso, cuando una persona dice: “he visto a Dios”, probablemente está expresando que ha vivido una experiencia muy rica e intensa de la Presencia de Dios en él, pero no lo ha visto. Y lo mismo sucede con la imaginación. Haced la prueba, imaginaos a Dios. ¿Cómo es? Veréis que en cuanto os lo imagináis, decís enseguida: “no, por Dios, no es esto”. San Agustín lo decía más radicalmente: “Comprehendisti? Non est Deus”: “¿Lo has entendido? Entonces no es Dios.” Por tanto, si pensamos que Dios es un ser como nosotros o un ente junto a otros, no estamos haciendo justicia a la absoluta trascendencia del Misterio de Dios. Me gusta mucho la palabra “Misterio” para referirme a esa Presencia de la absoluta trascendencia en lo íntimo de lo que existe. Desde el momento en que a esta Presencia la llamemos “ser” como nosotros, lo echamos todos a perder, porque, si es un ser como cualquier otro, formaría parte de la totalidad de lo real. Y Dios no es un ser encajado en la totalidad de lo real que nosotros seamos capaces de pensar y de abarcar. Os lo diré con palabras muy bien autorizadas. Son del Padre Rahner.

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Este teólogo ha subrayado como ningún otro lo que él llama la “incomprensibilidad” de Dios (el hecho de que Dios no es objeto de comprensión por parte del hombre): “El Misterio santo, al que llamamos Dios, no es una parte objetiva de realidad particular que podamos añadir a las realidades nombradas y sistematizadas de nuestra experiencia y que se sitúe con ellas. Él es la base y condición previa que abarca nuestra experiencia y sus objetos sin nunca ser abarcada por nosotros.” Lo podemos decir también con otras palabras. Seguramente son menos precisas, pero a lo mejor son un poco más claras: Cuando decimos “Dios”, nos referimos al “horizonte”, siempre presente y nunca abarcable por nosotros, de inteligibilidad, de luz…, en el que se inscribe nuestro conocimiento de todo lo que experimentamos y conocemos. Él es el “fundamento” de nuestro ser y de nuestro conocimiento. No podemos abarcarlo. Nos abarca y fundamenta Él a nosotros. Dios es, podríamos decir, el “horizonte” donde está inscrito nuestro “deseo”. Él mismo fundamenta y nos da ese deseo. No puede ser, por tanto, objeto de algo que Él nos da (que es Él mismo) Él no puede ser ningún “valor” de los nuestros. Es el “horizonte infinito de valor” en el que se inscriben todos los valores y nuestra capacidad estimativa de todo lo que valoramos.

Un autor religioso del siglo quinto o principios del sexto, que influyó mucho en todos los místicos cristianos, decía: “El Misterio de Dios, incluso dicho, permanece indecible; incluso pensado, permanece incognoscible”. Siendo Dios, pues, así de trascendente, es en el acto de trascendencia de nosotros mismos donde llegamos a conocerle. Mejor dicho: donde se nos insinúa su Presencia, donde llegamos a saber de Él sin hacernos una idea de Él, donde recibimos -gracias a Él- la posibilidad de invocarlo. Podríamos pasarnos la tarde citando testimonios de todas las tradiciones religiosas, pero lo voy a reducir a un par de ellas: Las Upanishads, que son textos antiguos del Hinduismo, hablan de Brahman (Dios para nosotros) como del absolutamente “Otro”. Bueno, San Agustín lo dijo siglos después, y sin conocer las Upanishads, literalmente: “Deus est totus alius”: “Dios es totalmente otro”. Pero, precisamente por ser totalmente otro, es también “no otro”. Y no es un juego de palabras: si fuera un ser como los demás, aunque mucho más grande, sería “relativamente otro”, ya que coincidiría con nosotros en ser “un ser”. Pero, porque es “totalmente otro” puede estar en el fondo de todo lo que existe fundamentándolo y dándole el ser, sin contraponerse a los otros seres como unos seres se contraponen a otros. Dicho de una forma más sencilla y quizás más feliz: “Dios es más íntimo a mí que mi propia intimidad y más elevado que lo más alto de mí mismo.” (San Agustín). Es decir, que trascendencia no significa lejanía, sino que precisamente por ser Dios trascendente, puede estar más cerca de nosotros mismos que nuestra propia intimidad. Y todavía tenemos una autoridad mayor que San Agustín: el Nuevo y Antiguo Testamento dicen de Dios que “habita una luz inaccesible”, “que a Dios no lo ha visto nadie jamás” (en el Prólogo de San Juan), “que no puede el hombre ver a Dios y seguir con vida” (Éxodo). Sin embargo, y después de insistir tanto en la trascendencia de Dios, en el Nuevo Testamento se dice también: “Dios no está lejos de cada uno de nosotros, ya que en Él vivimos, nos movemos y existimos”. No es que Él esté en nuestro interior, es que nosotros “vivimos, nos movemos y existimos en Él”. De este Dios así descrito (¡qué barbaridad, Dios mío, como si pudiéramos describirte a Ti, otra vez la limitación del lenguaje!) habría que decir además, porque es muy importante, que su forma de ser o “su condición divina” (como gusta decir San Juan de la Cruz) consiste en esto: en que “Dios es bajo la forma de Presencia”. Sí, la palabra clave es ésta: “Presencia”. Pero aquí ya no es un sustantivo que contenga una idea precisa, sino que se trata de un “sustantivo-símbolo”: la “Presencia” es el símbolo que hemos creado para una peculiarísima forma de ser. La verdad es que algo barruntamos de esta palabra “Presencia” cuando nos referimos a la presencia de unos para con los otros: sabemos que los objetos, por ejemplo, no nos están presentes. Tampoco los otros seres humanos nos están presentes por el mero hecho de estar a

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nuestro lado. Pero reconocemos que en ciertos momentos, en circunstancias privilegiadas de la vida, sí que se nos hacen presentes. Cuando dos personas se quieren, por ejemplo, qué duda cabe que hay “presencia”. Se da la presencia del uno al otro y viceversa.

¿Y en qué consiste “ser bajo la forma de presencia”? Pues consiste en “ser en un acto permanente de darse y comunicarse”. Y esa es la forma propia de ser de Dios. Dios no es un ser que existe en sí mismo y que en un momento determinado haya decidido crear y en otro momento revelarse, no. Dios es ese ser (mejor, esa Realidad de otro orden), inabarcable para nosotros, que consiste en “ser para”, en “ser de”, en “ser dando de ser a todo lo demás”. Es el manantial del que proceden los pequeños arroyos, que son nuestras vidas. Hablar de “Presencia” es hablar, por tanto de una forma de ser que es la que más se parece a la forma de ser de las personas. Por eso solemos decir que Dios es “personal”. No es porque tenga los rasgos de nuestras pobres personas humanas, sino porque existe “personalizándonos” a nosotros, haciéndonos ser “personas” cuando Él nos llama a que existamos.

Cuando hablamos de Dios en un contexto cristiano, su “Presencia” cobra también algunos rasgos característicos a los que no haré más que aludir: Por de pronto, en nuestro contexto cristiano, ese “Misterio en acto permanente de darse” es llamado por nosotros: Padre (aunque sabemos muy bien que no pretendemos definir el Misterio de esta “Presencia” con la palabra “Padre”) Pero seguimos con el lenguaje simbólico (el único posible cuando nos referimos a Dios), y decimos que Dios es Padre con entrañas de misericordia: “Por la entrañable misericordia del Señor, nos visitará el sol que nace de lo alto”. Misericordia entrañable, es decir, misericordia con entrañas de Padre-Madre. La Presencia de Dios cobra también, en este contexto cristiano, el rasgo amable de la “visita”: “nos visitará el sol que nace de lo alto”. Nos visita, por tanto, el sol de Dios que aparece en Jesucristo. Y Jesús aparece para nosotros como “el rostro del Misterio”, como la manifestación visible de ese “dársenos” del Misterio de Dios. Pero sin perder su trascendencia: los que sólo veían a Jesús con los ojos el cuerpo, naturalmente, no descubrían a Dios en Él. Para ello, hay que “creer” en Jesucristo, hay que aproximarse a Él con la misma actitud teologal con la que nos aproximamos a Dios.

Pues esta es “la Realidad de otro orden” y este es el “Quien” con el que nuestro pequeño “quien” va a entrar en relación a través de lo que llamamos “oración”. ¿Y cómo es esa relación entre ambos quienes? Pues si la Realidad con la que entramos en relación es una Realidad tan extraordinaria, tan original, tan totalmente otra y tan de “otro orden”, entones también tendrá que ser enteramente original la “relación” que mantengamos con ella. Y esta relación, enteramente original y nueva, está expresada en eso que conocemos como “actitud teologal” (actitud por la que entramos en relación con el Misterio de Dios).

Es curioso que cuando se observa cómo conciben la relación con Dios otras religiones, nos encontramos con actitudes idénticas a esta nuestra actitud teologal cristiana, aunque las suyas reciban otros nombres y de alguna manera también se expresen de forma distinta. Por ejemplo: ¿cómo llaman los musulmanes a la actitud teologal? La llaman: Islam, que quiere decir “sometimiento incondicional a Dios”, pero un sometimiento que no está carente de confianza en Él. Otras tradiciones religiosas hablan de “bhakti” (en el hinduismo); y de “wu-wei” (en el taoísmo); y, tal vez, “nirvana” (en el budismo).

Lo decisivo y verdaderamente importante no son los nombre, sino que esta actitud, expresada en todas las religiones con unos términos u otros, requiere del sujeto un vuelco radical. Esta es una actitud enteramente nueva. Si, frente a las realidades mundanas, el hombre

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se comporta como “sujeto” de acciones que se convierten en su objeto, y si en ellas el ser humano se constituye en su “centro”, “aquí en cambio, -lo dice un teólogo contemporáneo- yo no soy ya el sujeto. Otro es el sujeto. Otro actúa fundamentalmente. Aquí yo no soy ya conciencia intencional, sólo soy conciencia convocada.” En toda relación con Dios, ya la vivamos como conocimiento, como deseo, o como lo que queramos, el “sujeto primero” de esta relación siempre es Dios. ¿Es que yo me convierto, entonces, en objeto de Dios? No, de ninguna manera. Ya dijimos que Dios no nos crea objetos. Él nos crea “sujetos”, pero sujetos a la escucha de Él, sujetos que responden a su “Presencia”. Nos tiene que quedar bien claro esto: cuando hablamos del conocimiento de Dios, del amor de Dios, del deseo de Dios, etc., no estamos hablando de actos que procedan de nosotros y que tengan a Dios como objeto nuestro, sino que son actos que proceden de Dios y que nosotros hacemos nuestros “acogiéndolos”. ¿Cómo voy a ser yo capaz de tener el “deseo de Dios” si Dios es infinito y yo soy finito? Mi deseo de Dios es un deseo que tiene en Dios su “raíz y fundamento” (no su objeto). Nosotros escuchamos y acogemos los actos del Infinito reconociendo que nosotros no somos sujetos de esos actos. Por eso hablábamos del hombre, cuando queríamos calificarlo en lo mejor de él mismo, como “oyente y acogedor de la Palabra”, como “ser a la escucha de Dios”. Todo es regalo de Él y Dios mismo es regalo permanente para el hombre en su “Presencia”. Y el hombre es sólo –¡y nada menos!- que el “destinatario” del amor de Dios. Conocer a Dios es dejarse conocer por El, dejarse iluminar por Él para poder conocer todo lo que conocemos. Amar a Dios es escuchar la Palabra espléndida del Nuevo Testamento: “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo…”

No debemos perder de vista otro rasgo que nos va a poner en relación más inmediata con lo que significa la oración: dado que la “Presencia de Dios” es una “presencia amorosa”, nuestro encuentro con Él es eso: un encuentro personal y amoroso. Es un “acoger” el amor, que procediendo de Él, hace posible que también nosotros nos amemos. Y, si en la relación interpersonal humana, cuando ésta es una relación de amor, experimentamos lo más grande que se puede experimentar en este mundo, ¿qué no será nuestro encuentro con el AMOR ORIGINANTE de Dios? ¿Cómo será el AMOR que ha inventado y originado el amor humano? Los místicos nunca han encontrado palabras para expresarlo y han tenido que recurrir a las analogías y al lenguaje simbólico para intentar balbucir algo acerca de la experiencia de sus encuentros con este AMOR. Recordemos a San Pablo, por ejemplo,: “No pretendo decir que haya alcanzado la meta o conseguido la perfección, pero me esfuerzo a ver si lo conquisto, por cuanto yo mismo he sido conquistado por Dios.” ¡Qué preciosa manera de expresar lo que le ocurrió en el camino de Damasco! San Pablo nos lo cuenta varias veces, pero en ninguna como en ésta: “yo mismo he sido conquistado por Dios”. Y esa autora tan extraordinaria y tan cercana al cristianismo (aunque no entrara oficialmente en él), que fue Simone Weil, hablando de la experiencia de lo que fue su conversión, lo expresa en estos términos: “Jesús descendió y me tomó”. Si os dais cuenta, es la misma expresión de San Pablo: “¡me conquistó!”

Pues bien, yo creo que ahora sí estamos ya en disposición de decir en qué consiste la oración: La oración es, sencillamente, la ejercitación de esta “actitud teologal”. Orar es poner en acto, realizar, actualizar este reconocimiento, esta acogida, este “ser tomados por Dios”. Por eso se ha podido definir la oración cristiana con una expresión latina sumamente concentrada, pero muy feliz: “fidei actus” (puesta en ejercicio o puesta en acto de la fe; realización efectiva de la fe). ¿Qué es orar? Poner en práctica la fe (la fe, esperanza y caridad, naturalmente). Ejercitar realmente todo eso que hemos estado describiendo como la “actitud teologal”. En el Nuevo Testamento existen expresiones que nos acercan a esto: “Cerca de ti está la Palabra, en tu boca y en tu corazón (la Palabra, es decir, la fe que proclamamos). Porque si tus labios profesan que

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Jesús es el Señor y crees de corazón que Dios lo resucitó de la muerte, estás salvado.” (Rom. 10,10).

La oración es, en definitiva, eso: “expresar con los labios lo que creemos con el corazón”, poner palabras a esa actitud de reconocimiento de Dios. Por eso se ha podido afirmar: “desde el momento en que el ser humano cree, ora; y cuando se abandona la oración, se apaga la fe.” La fe, que es toda una nueva manera de ejercitar nuestro ser humano, se hace de verdad efectiva cuando el creyente rompe a orar. La oración, por tanto, es el lenguaje de esa nueva manera de existir. Así pues, la oración va a consistir, sencillamente, en la encarnación (dar carne) de la actitud creyente en todos los medios expresivos de que dispone la condición humana (que es corporal y espiritual, y que es una interioridad que se exterioriza…)

De ahí que la oración sea algo que procede del “hombre entero” y de ahí que oremos con todo lo que somos. Oramos, desde luego, con todo el corazón, pero oramos también con todo el cuerpo. Por eso nos postramos, levantamos los ojos, elevamos las manos… Fijaos que las mismas palabras con las que designamos el hecho de orar, contienen una alusión clara a la dimensión corporal en relación con el ejercicio de la oración: ¿Qué es, si no, “oratio”: “oración”? Pues esta palabra viene de “orare”, y orare viene de os-oris, que significa “boca”. “Oratio”: acción de hacer pasar por la boca nuestra actitud teologal de reconocimiento de Dios. Igual que “supplicare”, “suplicar”, “plegaria”, que contienen el verbo “plicare” (plegar), también remiten a una oración en la que el sujeto “se doblega”, “se postra”. Como también “implorar”, que lleva dentro de sí el verbo “flere” (llorar), significa orar con lágrimas en los ojos. En todos estos casos, la oración no es más que la realización afectiva, a través de todos los medios de expresión de los que disponemos, de ese reconocimiento de la Presencia de Dios, de esa Presencia de la que está continuamente surgiendo nuestra vida.

Y es por eso que hay tantísimas formas de oración: individual, personal, comunitaria, oficial y privada. Esta última, que en muchos casos aparece como “espontánea”, consiste en una especie de efusión del corazón ante Dios. Hay que reconocer que es el “contenido” expresado en las palabras de la oración lo que origina la “clasificación” más importante de la misma: oración de invocación o saludo; confesión: de fe, de alabanza, o del propio pecado y de petición de perdón por él; acción de gracias; súplica o petición; de pregunta o queja dirigidas a Dios… También, según sea el “órgano de expresión”, la oración puede ser: gestual; vocal; mental; de adoración o contemplación, cuyo medio expresivo por excelencia es el silencio. Por último, por el “método” que adopte, la oración puede ser: lectura meditada y contemplada de un texto de la Escritura; puede ser una oración que consiste en la “lectura creyente de la actualidad”, es decir, de los acontecimientos cotidianos con los que vivimos. Con todo, de la oración puede perfectamente decirse lo mismo que H.U. von Balthasar afirma de la verdad: que siempre es, de alguna manera, “sinfónica”, ya que cualquier forma de oración, que lo sea de verdad, tiene algo de todas las demás.

¿Cómo se pasa, pues, de la fe a la oración y a las múltiples formas de oración? Si hay tantas formas de oración es porque el hombre traduce en actos una actitud que es común a todas esas formas. Y por eso tiene tanta importancia describir la “actitud orante” que subyace debajo de las diversas formas de oración. ¿En qué consiste, entonces, esta actitud orante? Me parece que una de las mejores descripciones de la “actitud orante” es la descripción que ofrece de la oración San Juan de la Cruz: “advertencia amorosa de Dios presente”. Y lo podríamos traducir así: poner la propia persona, la propia vida, los propios acontecimientos y todo lo que el sujeto vive mientras vive, ponerlo todo en la Presencia de Dios. Y esto supone entrar en el fondo de

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uno mismo y descubrir “iluminado” por la Presencia divina ese hondón y ese hontanar de nuestra alma. Pero quiere esto decir que tendríamos que haber superado el “divertimiento”, el olvido sistemático de nosotros mismos, la vida centrada en la posesión, la dispersión en los quehaceres y, sobre todo, esa forma de existencia que consiste en estar replegados sobre nosotros mismos (incapaces de toda relación verdadera, generosa y gratuita). Ponerse en presencia de Dios supone que superemos esta manera de ser que es “ser en el mundo”, como si no existiera más que el mundo y nosotros en él. Además de “ser en el mundo” somos también en la “trascendencia de Dios” que habita el mundo y en el “misterio que lo envuelve”. Ponerse en la Presencia de Dios supone, en definitiva, ejercer de forma concreta esa condición nuestra que nos constituye de ser “oyentes de Dios y de su Palabra.”

Dicho de otro modo todavía más sencillo: Ponerse en la Presencia de Dios es algo así como poder decir de verdad: “heme aquí”. Y decírselo con toda humildad al Misterio que constantemente se nos está dando. Un “heme aquí” lleno de amor dirigido a la Presencia amorosa que nos precede, que nos ama y que reclama la respuesta de nuestra adhesión creyente. Pero no decir nunca “heme aquí” con la actitud soberbia del fariseo de la parábola, que no salió justificado del templo, y que suena más bien a decir: “aquí estoy yo”. Es un “heme aquí” exponiéndonos de forma indefensa y vulnerable a la entera disposición de esa Presencia divina que sólo sabe y puede amar, que sólo sabe y puede hacernos bien.

Para poder adoptar esta actitud orante y ponernos humilde y confiadamente en la Presencia de Dios, tenemos que entrar de “forma entera” (“todo nosotros”) en la oración. Y esto resulta muy difícil, porque la mayor parte de las veces que decimos “yo”, mentimos. Decimos “yo”, pero lo único que ponemos en juego son los labios o el pensamiento momentáneo. Para hacernos presentes ante Dios, tenemos que embarcarnos del todo. Es -decía Martín Buber, autor que tanto sabe de presencias y el que mejor ha escrito sobre la relación “yo-tú”-, la disposición que consiste en la simple espontaneidad sin reservas. Es volverse a la Presencia “todo uno”, “todo entero”, sin reservarse nada, ya que quien no está presente él mismo, no puede percibir presencia alguna.” Es sabernos convocados por la Presencia de Dios y exponernos a ella sin reservas de ninguna clase, aunque estemos como “tierra reseca, agostada y sin agua.” Quien ha experimentado lo que es vivir la relación interpersonal en el nivel humano sin reservas, puede entender lo que significa vivir este estado de gracia de poder relacionarse por puro amor y sin ninguna reserva con la Presencia amorosa de Dios.

¿Y cómo orar a partir de aquí, a partir de dar este primer paso de ponernos en la Presencia de Dios? Pues, sencillamente, dejando hablar a las situaciones de ánimo y de vida en las que nos encontramos. Un día estamos perfectamente gozosos, nos ha ido bien todo, rebosamos felicidad… y entonces rezamos con María: “Mi alma engrandece al Señor, Él ha hecho en mí maravillas…” Y otro día nos encontramos en una situación de oscuridad, no entendemos nada y decimos: “Hijo, ¿por qué has hecho esto con nosotros?” Y en otra ocasión nos va peor todavía y decimos: “Padre, pasa de mí este cáliz” o “Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” Siempre hay oración cuando el sujeto se dirige a Dios desde una fundamental actitud de fe y desde una auténtica actitud orante de humildad y confianza.

Nos quedan todavía dos pequeñas dificultades (y digo pequeñas para que no lo veáis todo tan difícil y no os desaniméis). Primera: ¿es compatible la “trascendencia” de Dios con esa relación de “respectividad” que requiere el ejercicio de relación con Él? Si Dios es absolutamente trascendente, ¿cómo podemos entrar nosotros -seres finitos- en relación con Él? Pues tenemos que decir que la “respectividad” es posible porque la “trascendencia” de Dios no

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significa que Dios esté a una distancia infinita de nosotros, sino que significa cercanía total y Presencia trascendente. Lo primero en Dios no es la trascendencia. Lo primero es la Presencia de una Realidad que de suyo nos supera, pero que nos supera habitándonos, dándosenos y comunicándosenos permanentemente. ¿Os habéis fijado que en la Biblia casi nunca se nos habla de Dios en sí mismo, como hablan los filósofos?

En la Biblia se nos habla del Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, del Dios de nuestros padres, del Dios de Jesús; o más sencillamente: ¿quién no dice “Dios mío”, poniendo a Dios en relación con él? Desde el momento en que vivimos en esa constante relación con Él, no nos debe preocupar en demasía la trascendencia. Sólo deberíamos tenerla en cuenta para no ilusionarnos y no poner nunca a Dios a nuestro servicio. Si lo manipulamos así, no estamos haciendo oración. Pero si evitamos esa actitud de querer dominar a Dios y de ponerlo a nuestra altura y nuestro alcance, entonces podemos tranquilamente vivir la “respectividad” con Él sin que se lesione un ápice su trascendencia.

También aquí yo creo que tenemos un ejemplo claro en la relación humana. Mirad, si en las relaciones interpersonales yo me constituyo en el único centro, entonces se acabó la relación interpersonal. Yo tengo que entrar en la relación sabiendo que el otro es tan centro como yo, y, por tanto, “descentrándome” yo en él (que a eso llamamos “trascenderse”) Y, justamente, en ese trascendernos, es donde hacemos posible la relación más íntima y estrecha que hay en el orden mundano: la relación yo-tú. En ese trascenderme, yo hago posible que el otro, con su reconocimiento de mí, se trascienda en mí y se dé así la auténtica relación humana interpersonal. No están, por tanto, en contradicción la “transcendencia” y la “respectividad” cuando se sabe vivir el reconocimiento de la verdadera trascendencia.

Sin embargo, no se puede ignorar, ni mucho menos, lo de la trascendencia divina, porque tenemos todos demasiada tendencia a pensar en Dios como en alguien que está ahí, que es otro sujeto como yo, (de mi misma especie), pero mucho más grande, infinitamente grande… Este pensamiento lesiona nuestra relación con Dios de forma verdaderamente grave. Os cito dos o tres testimonio en este sentido. Cuando acudo a muchas autoridades, es porque me parece que la cosa es importante. Así escribe el Padre Rahner: “las reflexiones sobre la trascendencia de Dios son hoy fundamentales para una concepción de Dios que pueda realizarse religiosamente, pues no existe realmente el Dios que opera y se hace presente como un ente particular junto a otros, y que así, en cierto modo, se presentaría Él mismo una vez más en la casa mayor de la realidad entera.” Dios no es, por tanto, un ser que entre en esta totalidad de lo real que nosotros podemos definir, en esta “casa” a la que nosotros llamamos mundo o universo y que creemos abarcar. Un Dios así no sería un Dios trascendente. “Esa forma de representar a Dios –dice Rahner- no hace justicia a su absoluta trascendencia y es un “teísmo vulgar”. Un “teísmo vulgar”, ya que se representa a Dios como uno más entre los otros seres (más grande, más perfecto, pero uno más entre ellos…)

Otro autor de gran agudeza religiosa, como S. Kierkegaard, lo explicaba así: “hay un cristianismo infantilizado que carece de la representación madura de Dios porque lo concibe como un fantasma extraordinario, algo infinito y altamente elevado, santo y puro, una representación de alguien que es mayor que todos los reyes, etc., sin que en todo ello se entrañe la cualidad: Dios.” Es decir, lo que con San Juan de la Cruz, venimos llamando nosotros la “condición divina”.

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Más sencillamente lo ha dicho también un autor, Timothy Radcliff, que ha sido General de los dominicos: “Puede que debamos perder una cierta percepción de Dios como persona invisible y muy afectuosa, para redescubrirle como el “misterio” que está en el corazón de nuestra misma existencia y que nos da esta existencia en cada instante.” Dios no es una especie de hombre más perfecto, una especie de padre anciano y venerable que está ahí para escuchar nuestras quejas y peticiones, no. Una representación así de Dios no hace honor a su absoluta trascendencia divina. Pero, ¿cabe entonces la “respectividad” o la relación con Dios a la que estamos acostumbrados? Sí, ya lo hemos dicho, cabe la “respectividad”, pero dándonos cuenta de que ese Dios es absolutamente trascendente y de que, precisamente por serlo, es el hontanar del que procede nuestra vida; o como dice Radcliff: “el misterio que está en el corazón de nuestra misma existencia y que nos da esta existencia en cada instante.” Si pensamos así a Dios, en esta dirección, entonces sí que podemos establecer una relación con Él, como la de la oración, sin peligro de pervertir su trascendencia.

Un par de textos más, también muy claros, y en el mismo sentido: “El hombre debe aprender otra vez a andar confiadamente de la mano de Dios (recordemos Miqueas,6) y en paz por los caminos del mundo. Pero esta es una paz que sólo está del otro lado de la tempestad, que, inicialmente, tiene que tener lo que representa el nombre de Dios, si a este nombre no lo tomamos en vano.” Es, por tanto, una paz que ha de pasar por la conciencia de que Dios nos trasciende. Si no, no estamos hablando de Dios ni estamos entrando en relación con Él. Lo hemos dicho por activa y por pasiva: no hay relación más entrañable que la relación con Dios, pero para que sea verdadera relación con Dios, tenemos que aceptar que ese Dios no es de nuestra especie, que Él nos antecede, nos origina, y no se presta a ser captado, utilizado o dominado por nosotros.

Otro autor, desde la Filosofía de la Religión, lo ha dicho así: “Cuando se ha comprendido que Dios no puede aparecer, no puede hablar, que no puede ofrecerse como un objeto más a nuestra sensibilidad, no se ve ya ningún peligro en hacerle aparecer, en hacerle hablar y en comprometerle con lo sensible.” Es ésta la única manera de traducir en el nivel del discurso lo que supera todo discurso. Ahora bien, nadie puede ahorrarse tal ejercicio. El hombre es incapaz de hacer la experiencia de nada sin expresarlo. Cada una de sus experiencias, incluida la de Dios, requiere el paso por la “expresión”. De ahí esta rigurosa paradoja: La experiencia religiosa es la experiencia de lo invisible. También es la experiencia de lo inexpresable, aunque se den expresiones de ello. Esto quiere decir que, cuando uno ha comprendido de verdad que Dios es trascendente, entonces ya puede utilizar para referirse a Dios todas las palabras de su vocabulario humano, como hace la Biblia: “Dios es mi roca, mi baluarte, mi pastor, mi rey…” La Biblia nos habla de Dios utilizando, como veis, los términos más sencillos de nuestra propia vida. Si entramos en relación con Dios reconociéndole como Dios y dejándole ser Dios, entonces ya podemos utilizar libremente en nuestra relación-oración todas las palabras que queramos refiriéndonos a Él.

Y el último problema era éste: ¿Llegan nuestras palabras hasta Dios? ¿Escucha Dios nuestra oración? Pero esta tarde lo dejamos aquí, porque ya me he alargado demasiado. Mañana, seguramente, tendremos ocasión de abordar este problema al hablar de la “oración de petición”.

TERCERA CHARLA

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Hoy vamos a comenzar también con una oración muy conocida del P. Teilhard de Chardin que une la confianza y la adoración en un solo texto; y tiene también la ventaja de ser una muy buena expresión de esperanza:

“No te inquietes por las dificultades de la vida, por sus altibajos, por sus decepciones, por su porvenir más o menos sombrío. Quiere lo que Dios quiere. Ofrécele en medio de vicisitudes y dificultades el sacrificio de tu alma sencilla que, pese a todo, acepta los designios de su Providencia. Poco importa que te consideres un frustrado, si Dios te considera plenamente realizado, a su gusto. Confía ciegamente en ese Dios que te quiere para sí, y que llegará hasta ti, aunque jamás le veas. Piensa que estás en sus manos, tanto más fuertemente cogido cuanto más decaído y triste te encuentres. Vive feliz, te lo suplico, vive en paz, que nada te altere, que nada sea capaz de quitarte tu paz: ni la fatiga psíquica, ni tus fallos morales. Haz que brote y conserva siempre en tu rostro una dulce sonrisa, reflejo de la que el Señor continuamente te dirige. Y en el fondo de tu alma coloca, antes que nada, como fuente de energía y criterio de verdad, todo aquello que te llene de la paz de Dios. Recuerda: todo cuanto te reprima e inquiete es falso. Te lo aseguro en nombre de las leyes de la vida y de las promesas de Dios. Por eso, cuando te sientas apesadumbrado y triste, adora y confía.”

Ya veis que es una oración dirigida al orante más que a Dios, pero que, a través de la exhortación al orante, nos pone también en comunicación con Dios. Y bien, entremos, entonces, en el análisis y en la reflexión de una de las incontables formas de oración. Ayer decíamos que el sujeto pone en ejercicio su fe en todas las circunstancias de su vida y que, por tanto, la oración cobra tantas maneras como formas y circunstancias cobra la vida de un sujeto. Cada sujeto ora con todo su ser y ora también en todo tiempo, reflejando las circunstancias de todo tiempo y lugar: alabando, pidiendo, pidiendo perdón, invocando…

Una de las formas más frecuentes en la historia de las oraciones de la humanidad es la “oración de petición”. Hasta tal punto que, para muchos, la oración es, sobre todo, “oración de petición”. Y, como veremos, hay definiciones de la oración que la describen, precisamente, en términos de “petición”. Pero también es verdad que la “oración de petición” ha sido sometida a una sospecha permanente y que, debido a esa sospecha, han surgido incontables críticas. El que más y el que menos -por los influjos de los esfuerzos que hemos venido haciendo durante años para purificar nuestra idea de Dios- tiene un poco “tocada” la oración de petición, y la tiene también un poco bajo sospecha. Yo, desde luego, confieso que la he tenido así durante algún tiempo, y me sacó por completo de esa situación el título de un buen libro en alemán sobre la oración, que desgraciadamente no está traducido al castellano: “La oración de petición, piedra de toque de la fe”. Y es que resulta que una de las dificultades que tenía la oración de petición era que nos figurábamos que eso de pedir a Dios era no tener una verdadera fe y no confiar suficientemente en Él: “Él ya sabe cómo estás y sabe lo que necesitas, ¿para qué tienes que ir con tus peticiones?” Y me iluminó sobre manera, primero el título (donde se dice que esta oración es “piedra de toque de la fe”), y después el desarrollo que hacen dos de los autores de ese magnífico libro colectivo.

Hay una primera reflexión que se contiene en ese libro y que, además, se refiere a una situación por la que pasamos casi todos: Hemos pasado por un mal momento, hemos estado fastidiados durante bastante tiempo y, sin embargo, a nuestro mejor amigo no le hemos dicho nada. Este amigo, si lo es de verdad, en cuanto se entere, nos dirá en seguida: “Pero, ¿a quién se le ocurre?, ¿por qué no me habéis dicho nada?” Y es que la prueba por excelencia de la

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confianza y de que existe amistad entre nosotros es que nos “pedimos” ayuda los unos a los otros cuando la necesitamos. El autor al que me refería antes, dice: “orar pidiendo, no es otra cosa, en definitiva, que la expresión de que el Dios en el que creemos es para nosotros un Dios amigo.” La “oración de petición” es la prueba de que pensamos en Dios y nos imaginamos a Dios como Alguien que conoce, cuida y acompaña a cada hombre en cada momento. Como dicen algunos salmos utilizando una expresión muy feliz: “Dios te cuida y te guarda. Él cuida y guarda todas tus entradas y salidas…”, (desde las entradas y salidas de casa cada mañana y cada tarde, a esas otras entradas y salidas para nosotros, que son el nacer y el morir). Es decir, Dios acompaña la vida de cada ser humano concreto y lo hace en cada momento. Y esta es la prueba fehaciente de nuestra confianza ilimitada en Él.

Que esta “oración de petición” ha sido objeto de críticas está claro y patente. La han criticado sobre todo los filósofos, pero en los últimos tiempos lo han hecho también bastantes teólogos. En España hay uno, que por otra parte es un excelente teólogo, que es Andrés Torres Queiruga, que la critica implacablemente y desde años ha. Yo, que soy amigo suyo y que en estas críticas nunca he coincidido con él, lo hemos hablado y discutido incontables veces, pero nunca hemos llegado a un acuerdo: a él le sigue pareciendo que “pedir” algo a Dios es indigno del creyente e indigno, sobre todo, de Dios. La verdad es que estas críticas son antiquísimas. Ya los autores latinos, influidos por el estoicismo, llegaron a decir que no debíamos ser: deorum suplex (suplicantes de los dioses), sino “deorum socius” (socio de los dioses). Fijaos si serán antiguas las críticas que ya Orígenes tiene un tratado sobre la oración en el que dedica un apartado a responder a un buen capítulo de objeciones en relación con la “oración de petición”. Y tan constantes han sido estas críticas que, en la mitad del siglo XX, hubo un libro de un autor suizo titulado: “Oración, providencia y milagro”, que fue puesto en el “Índice de los libros prohibidos” porque se le acusaba de poner en cuestión la “oración de petición” por las mismas razones que siempre se han aducido. Pero, ¿cuáles son, de hecho, las principales razones que se aducen para criticar la “oración de petición”? Pues la primera sería, según los críticos, que la oración de petición fomenta una imagen infantilizada de Dios, de un Dios pequeño y hecho a nuestra imagen y semejanza. Parecería, se dice, que Dios no conoce nuestras necesidades y que necesitamos ir dándoselas a conocer, o que no creemos suficientemente en la bondad de Dios y en su misericordia. Si Dios es infinitamente bueno y misericordioso, ¿qué necesidad tiene de que acudamos a Él con nuestros ruegos? ¡Pero si antes de que nosotros le roguemos, Él ya se duele de nuestros males y quiere ponerles remedio como Padre bueno que es! Por otra parte, se suele decir también, que acudir a Dios para que nos solucione cualquier problema, es querer seguir teniendo esa imagen tan criticada (sobre todo desde Bonhoeffer para acá) del “Dios tapaagujeros”: “Nos acordamos de Santa Bárbara cuando truena.” Es decir, nos acordamos de Dios sólo cuando nos va mal y hacemos de Dios la “panacea” que cura todos nuestros males. Pero, ¿por qué -dicen los críticos- obligamos a Dios a ir interviniendo puntualmente cada vez se producen tales o cuales males en la vida de los sujetos? Y no digamos ya cuando le pedimos el éxito en tal o cual empresa, o cuando le pedimos la victoria en una batalla, sabiendo que esto va a suponer la derrota de los otros, que también quieren ganar…

Por otra parte, también se suele decir que la “oración de petición” corre el peligro de pervertir la “actitud religiosa” despojándola de toda su pureza y acercándola al mundo de la magia. La magia consiste fundamentalmente en esto: en acudir a un poder superior a nosotros para que este poder reaccione inmediatamente y solucione nuestro mal en un periquete. Creemos inocentemente que, con nuestra petición, vamos a forzar a Dios y no va a tener más remedio que darnos lo que le pedimos. El evangelio, a veces, parece indicar algo así: recordad,

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si no, la parábola de aquella pobre viuda que llega a cansar al juez con su insistencia en sus continuas peticiones hasta conseguir por puro hartazgo que el juez le haga justicia. “La oración de petición” –siguen afirmando los objetores- está también muy cerca de las supersticiones: recordemos esa tendencia a hacer tres o siete o nueve veces la misma petición como si esa insistencia fuese a desencadenar casi automáticamente la respuesta favorable de Dios a nuestros ruegos. También se da otro tipo de superstición: si veo que Dios no me lo concede la primera vez, entonces me busco un intercesor. Y si no me lo concede a través de ese intercesor, pues me busco otro, y otro… ¡Cuántas veces hemos oído decir lo siguiente: acudid a María y ya veréis cómo ella, que es la Madre de la Misericordia, nos va a obtener lo que Dios no nos ha concedido…! (¡qué atrocidad y qué superstición llegar a pensar que la misericordia de María es más grande que la de Dios, o pensar que los intercesores nos van a conseguir de Dios lo que nosotros no podemos conseguir de Él…!) Se nos dice, asimismo, que la “oración de petición” muchas veces es una “excusa” para no poner en juego todas nuestras fuerzas y dejar que Dios realice nuestro propio cometido, (como hacen los malos estudiantes, que no estudian durante el curso y, cuando llegan los exámenes, acuden a Dios para que Él supla el esfuerzo que deberían haber hecho ellos mismos.)

Yo creo que nos viene muy bien que existan todas estas críticas. Son enormemente útiles para poner de manifiesto todos los peligros de perversión que acechan a la “oración de petición” mal entendida y mal realizada. En este sentido, pienso que tenemos que ser agradecidos a los que critican a la “oración de petición” para purificarla y para purificar también nuestra actitud orante todo lo que podamos. Pero creo, al mismo tiempo, que existen razones poderosísimas para mantener el ejercicio de la “oración de petición” debidamente realizada.

En este sentido, presentamos ahora algunas “razones externas” por las que nos parece muy difícil que la “oración de petición” no sea una buena forma concreta de oración: En primer lugar, la “oración de petición” aparece en todas las religiones. Aparece, incluso, en religiones en las cuales la misma oración se hace muy difícil, como es el caso del Budismo. Como sabéis, en el Budismo no hay una idea ni un nombre para Dios. Pues, curiosamente, los monjes budistas, en sus oraciones, no sólo meditan y hacen el vacío en su interior, sino que con frecuencia se dirigen y acuden a Dios con “peticiones”. Y, sin ir más lejos, en el caso del cristianismo, Jesús -al que todo el mundo reconoce como una de las figuras cumbres de la historia religiosa, incluso los que no creen en Él, y a quien nosotros consideramos como la manifestación más pura y más perfecta de Dios- recomendó insistentemente la “oración de petición”. Eso sí, con advertencias importantes de cómo había que hacerla. Además, Él mismo, en su vida, acudió en muchas ocasiones a dicha oración. Pero también es verdad que nos dejó advertencias como ésta: “Cuando oréis, no os perdáis en palabras, como hacen los paganos, creyendo que Dios les va a escuchar por hablar mucho. No seáis como los paganos, pues ya sabe vuestro Padre lo que necesitáis antes de que se lo pidáis.

Para superar los peligros que tiene este tipo de oración, Jesús insiste en una doble condición: que se pida con fe y que se pida en su nombre (en el nombre de Jesús): “Cuando Jesús vio la fe que tenían los que llevaban al paralítico, dijo al paralítico: “tu fe te ha salvado”, y otros textos que se refieren también a la “doble condición” que ponía Jesús: “Todo cuanto pidáis en la oración con fe, lo obtendréis”. “Cualquier cosa que pidáis en mi nombre, os la concederé”. “Os aseguro que mi Padre os concederá todo lo que pidáis en mi nombre”. Como veis, es muy difícil negar validez y legitimidad a la oración de petición cuando uno lee el Evangelio y ve la

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insistencia con la que Jesús nos invita a orar “pidiendo”: “El que busca, halla; al que pide, se le concederá; al que llama, se le abrirá”. Según esto, no es extraño, que en la tradición cristiana, abunden las definiciones de la oración, identificando la “oración” con la “petición”: “Oratio petitio qaedam est”: “La oración es una forma de petición”. (San Agustín) “La oración, dice otro Santo Padre posterior, San Juan damasceno, es pedir a Dios cosas convenientes”. Y el Catecismo que yo estudié hablaba así de la oración: “es levantar el corazón a Dios y pedirle mercedes”. Y yo que critico muchas veces el Catecismo que estudié de niño. En esto, desde luego, no lo critico en absoluto. Pienso que es una preciosa definición de oración, ya que antes de pedir bienes o mercedes, está el levantar o elevar el corazón a Dios. Y, naturalmente, si existen todas estas “razones externas” que justifican la “oración de petición”, esto está queriendo decir que conviene reflexionar y analizar seriamente las cosas antes de rechazar a la ligera esta forma de oración.

A mi modo de ver, y además de estas “razones externas”, hay una razón fundamental -a la que me refería ya al principio- que aboga también por la validez de la oración de petición. Ayer insistíamos mucho en que todas las formas de oración proceden y presuponen una “actitud orante”, y que esa actitud orante no era otra cosa que la puesta en ejercicio de la fe en la Presencia de Dios. Pues bien, ponernos en la Presencia de Dios supone presentarnos ante Él tal y como somos, todo lo que somos y en el momento en que nos encontramos. Y, como sabéis, cuando nuestra vida pasa por momentos malos, la forma que tenemos los seres humanos de ejercitar esa radical confianza en Dios, (que llamamos fe), es “pedir” auxilio a Dios. Como en la vida cotidiana hacemos con nuestros semejantes, también aquí, en nuestra relación con Dios, cuando pasamos por situaciones de peligro, de necesidad, de dificultad, y no digamos de angustia, la forma más natural de expresar nuestra confianza en Dios es pedirle ayuda, pedirle auxilio. Es decir, que la “oración de petición” no es más que poner en ejercicio esa radical confianza en Dios, ese ponernos en sus manos para que Él nos salve. Así de sencillo.

Recordemos el pasaje del ciego del Evangelio, del ciego Bartimeo: “Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí”. Jesús le manda llamar, el ciego da un salto, suelta el manto y se acerca a Jesús lleno de esperanza… (Es un texto precioso que vale la pena leer despacito, meditándolo) Jesús le dice: “¿Qué quieres de mí?” Parece una pregunta inútil: Pero, ¿qué va a pedir un ciego? “Señor, que vea”. Muchos se han preguntado: “Pero, bueno, ¿por qué Jesús le hace esta pregunta?” Pues, sencillamente, para darle la ocasión de que tome conciencia de su necesidad y la exprese con una confianza ilimitada en Jesús. Me parece que por ahí habría un buen camino para mostrar bastante gráficamente lo fundamental de la oración de petición.

Pero quizás podríamos avanzar un poco más si nos preguntamos: ¿Qué puede ser objeto de la oración de petición? Mirad, incluso los que critican la oración de petición, están de acuerdo en que pedir a Dios la “salvación” es correcto. Claro, si Dios es nuestro Salvador, ¿qué mejor medio de ponernos en contacto con Él que pidiéndole la “salvación”? Casi todos los críticos están de acuerdo en que esta petición es perfectamente legítima. Ser creyente es confiar en que, si esa petición se hace con una actitud de fe, naturalmente que Dios la escuchará. Pero el problema está en esto otro: ¿Puede el creyente pedir a Dios otros bienes: la salud, el logro de las tareas que llevamos entre manos, la paz, la alegría en momentos de tristeza, la serenidad en momentos de angustia y ansiedad…? Parece que sí, ya que la Escritura en esto no puede ser más tajante: “Todo lo que pidáis en la oración, creed sólo, y os será concedido”. (Mt. 21,22) “Cualquier cosa que pidáis en mi nombre, os lo concederé” (Jn. 14) Es decir, que todo puede ser objeto de oración, si se pide con fe y en nombre de Jesús.

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Y pedir con fe y confianza, ¿qué significa? Aquí sí tenemos que coincidir con los críticos de la “oración de petición” y no identificar la fe y la confianza con la seguridad subjetiva de que Dios nos va a conceder los bienes que le estamos pidiendo en la oración. Muchas veces observamos esto: Uno acude a Dios pidiéndole tal o cual cosa; no lo obtiene a la primera y, entonces, reflexiona sobre sí mismo: “No me ha concedido Dios lo que le pedía porque no se lo he pedido con la suficiente confianza.” Y casi nos imaginamos al sujeto apretando los puños, frunciendo el entrecejo y diciendo: “Ahora sí, ahora sí lo estoy pidiendo con verdadera confianza”. Pero tampoco recibe el bien solicitado. ¿Qué pasa? Pues que se pone la confianza en la obtención de los bienes y no en Dios a quien se piden esos bienes. Pedir, pues, con fe y con confianza es hacer de la petición la expresión de la confianza incondicional en Dios (que lleva consigo el hecho de creer y de dejarse guiar por Él ciegamente. Pedir con confianza en Dios es pedir con la seguridad de quien sabe que su vida, el valor y el sentido de su vida no están amenazados por ningún mal, porque ningún mal es irremediable y porque nuestra vida está en las manos divinas de donde salió. Pedir con confianza, en definitiva, es pedir sabiendo que, sea cual sea el resultado de la petición, está bien lo que suceda. Otra forma de decir lo mismo sería ésta: Pedir todo lo que queramos, pero con una perfecta identificación con la voluntad de Dios al que le pedimos en nuestras necesidades. Pedir así es pedir confiando en Él, y no deseando los bienes que pedimos por encima de Él y de lo que Él quiere. La oración de Jesús en Getsemaní fue de ese modo: identificando su voluntad con la voluntad de su Padre: “Padre, que pase de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya”.

¿Y qué significa pedir en nombre de Jesús? Pues significa pedir en unión con Él. Y esto yo creo que contiene varios elementos: el primero sería “adoptar la misma actitud que Él tenía cuando acudía a Dios”. Por tanto, tenemos que hacer nuestras las actitudes con las que Jesús oraba. Pero también quiere decir otra cosa: confiar con la confianza que los cristianos tenemos gracias a nuestra unión con Él. En Jesús tenemos la prueba evidentísima del amor que Dios nos tiene: “Mirad qué amor nos tiene Dios que nos considera sus hijos, y lo somos en realidad…” “Tanto ha amado Dios al mundo que le ha entregado a su Hijo Único…” En Jesús tenemos, por tanto, la manifestación palpable de todo el amor y de toda la misericordia de Dios para con nosotros. Pedir en su nombre es pedir desde la confianza en este amor y en esta misericordia que el mismo Jesús nos hace posible por designio eterno del mismo Dios. Pedir en su nombre también es querer reproducir en nosotros su modelo de hombre en plenitud: su fidelidad total, hasta la muerte, al “proyecto” que le pedía su Padre. Por otra parte, también en Jesús, ha sido vencido el enemigo por excelencia, que es la muerte. Pedir en su nombre, por tanto, es pedir con la seguridad que nos da el saber que la muerte ya no tiene poder sobre nosotros.

Con todas estas condiciones que acabamos de expresar, pienso que nos ha quedado claro que todo verdadero ruego humano está justificado en la “oración de petición”. Porque, aunque le pidamos a Dios todas esas necesidades inmediatas de nuestra vida y que nos libre de todos esos males (verdaderos males y no caprichos) que nos aquejan, en el fondo, todas estas cosas no son más que manifestaciones de ese “mal radical nuestro”, que es nuestra contingencia, nuestra finitud y nuestra condición mortal, en definitiva. Así pues, la enfermedad, el sufrimiento, la soledad, la angustia, la tristeza… y todos esos lados oscuros de nuestra vida o esas “pasividades” de nuestra vida (como día el P. Teilhard) no son otra cosa que formas concretas de manifestarse esa precariedad existencial nuestra y esa “necesidad radical de salvación” que tenemos todos.

Lo hemos dicho muchas veces: vivir humanamente es mucho más que vivir. La vida, para que valga la pena, tiene que ser una vida plena, saludable, alegre, valiosa… Y, cuando todo esto

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se ve amenazado, entonces se insinúa en nuestra vida el poder de la muerte y se proyecta sobre nosotros la alargada sombra de la muerte, es decir, nos damos cuenta de esa necesidad radical de salvación que tenemos todos por el mero hecho de ser mortales y finitos. De ahí que la “oración de petición” lo que en realidad está pidiendo a Dios es que nos libere de esa presencia de la muerte y de esa falta de salvación que experimentamos a cada paso. No lo dudemos, lo que en realidad estamos pidiendo a Dios en una “oración de petición” cualquiera, pero debidamente realizada, es ser liberados de tanta “falta de sentido” para nuestra vida como nos ocasionan diariamente todas esas circunstancias negativas. Estamos pidiendo integrar lo humanamente inintegrable, es decir, que Dios nos libere del absurdo y de pensar que nada vale la pena porque nada tiene sentido. Pedimos, pues, en definitiva, que Dios, nuestro Salvador, nos salve definitivamente.

Pero, fijaos lo que sucede si esto es así. Si cuando pedimos, lo que en realidad estamos pidiendo es nuestra “salvación”, y si tenemos en cuenta que “nuestra salvación es Dios mismo” (Nos lo dice el Salmo: “Salus tua ego sum”: “Tu salvación soy Yo mismo”), entonces lo que en realidad estamos pidiendo a Dios es “Dios mismo”, realizando así los consejos de los místicos y de los maestros espirituales más exigentes de la tradición cristiana: “No pidas a Dios otra cosa que no sea Dios mismo”. Pues eso es exactamente lo que pedimos en la “oración de petición”: estamos pidiendo Dios a Dios. Como diría San Juan de la Cruz con inmenso acierto: “no estamos pidiendo los bienes o los consuelos de Dios, estamos pidiendo que se nos conceda el mismo Dios de los bienes y de los consuelos”. Y el Maestro Eckhart parece resumir toda esta reflexión diciendo: “Sis mihi Deus”: “Sé Dios para mí”. Porque, si no captamos que el meollo de todo es Dios-Salvación, entonces nos estamos fabricando una imagen falsa de Dios, y el mismo Eckhart sentenciará lúcidamente: “Oh Dios, líbrame de dios”. De toda esta reflexión sacamos, por tanto, en claro lo siguiente: que cuando acudimos a Dios para que remedie Él nuestras situaciones de mal -que son la muestra de nuestra necesidad de salvación- , lo que en realidad estamos pidiendo a Dios es que se haga presente y que nos salve.

En el Antiguo Testamento aparece muchas veces la afirmación de un Salmo: “Si el afligido invoca a Dios, Dios le escucha”. Pero la respuesta de Dios en la Escritura no es: “Ya está, ya te he escuchado, ya se acabó tu aflicción”, no. La respuesta de Dios es esta otra: “No temas, Yo estoy contigo”. Y ya, pase lo que pase, no va a suceder lo mismo que sucedería si esa aflicción la tuviese que vivir el hombre solo. Cuando empezamos a experimentar a Dios como “Emmanuel” (Dios con nosotros), entonces la muerte queda vencida y, gracias a Él, resucitado, la muerte ya no nos daña porque ha perdido su aguijón: “Oh, muerte, ¿dónde está ya tu aguijón?” (San Pablo).

Vistas así las cosas, no hay dos clases de objetos de petición: los que se refieren a la salvación y los relativos a los bienes mundanos, sino que siempre que se trate de verdadera oración -y no de una forma de poner a Dios a nuestro servicio para que nos conceda lo que podemos obtener por nosotros mismos-, se trata también de “salvación” (salvación y experiencia de Emmanuel en las muchas ocasiones en que las circunstancias de la vida nos llevan a hacer con verdadera fe nuestra oración de petición).

Pero sucede también con mucha frecuencia que nuestras oraciones no parecen obtener respuesta y corremos el peligro de pensar que nuestra oración no ha sido escuchada. Para responder a esto que muchas veces nos angustia y nos agobia, el Evangelio nos ofrece una clave muy hermosa y esperanzadora, concretamente en el Evangelio de San Lucas. En los tres sinópticos -recordad la escena-, aparece Jesús diciendo: “Si un hijo le pide a un padre un

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alimento, no le va a dar una piedra ni tampoco un escorpión…” Y sigue diciendo Marcos: “Si vosotros que sois malos, dais cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre del cielo os dará lo que le pidáis…!” Pero aquí Lucas, curiosamente, hace intervenir una especie de corrección y dice lo siguiente: “¡cuánto más vuestro Padre del cielo dará su Espíritu a los que se lo pidan…!” Aquí Lucas nos está orientando en la dirección que decíamos antes y que nos advertía San Juan de la Cruz: en no poner todo el interés de nuestra petición en los bienes que pedimos, sino en Dios mismo: en el Espíritu Santo de Dios que se nos dará siempre que acudamos a Él en nuestra “oración de petición”. Apoyado en esto, Orígenes recomendaba muy sensatamente pedir a Dios “lo mejor”, en la seguridad que con ello tendríamos todo lo demás “por añadidura”. Según esto, una buena oración sería: “Mira, Señor, yo no vengo con minucias: concédeme aquello que es lo mejor para mí, y Tú lo sabes muy bien, pues para eso eres Dios…” Y Dios, que le gusta mucho el sentido del humor, nos hará caso y nos descubrirá en seguida que “lo mejor”, sin duda, es “Dios mismo”, y nos dirá al oído del alma: “pedid a Dios “Dios mismo”, y con Dios tendréis todo lo demás, aunque la situación no cambie y el resultado que queríais no se produzca.

Pero, ¿no será todo esto una pura elucubración? ¿En qué consiste, en realidad, la experiencia de esta “paradoja”: que nuestra oración haya sido escuchada incluso cuando vemos que no hemos recibido lo que era el objeto inmediato de nuestra petición? Hay muchas respuestas a esta pregunta y, aunque nos parezcan que son “escapatorias”, yo creo que si las pensamos un poco y las vivimos en una “verdadera oración de petición”, veremos que, a la postre, son respuestas muy cristianas y muy valiosas. Mirad, un autor, gran especialista en estos temas de la oración, escribió lo siguiente: “El hecho mismo de la oración de petición es la mejor muestra de que la oración es escuchada”. Y esto es más profundo de lo que parece: no olvidemos que nuestra oración a Dios no es una relación en la que nosotros tomamos la iniciativa y nos ponemos en comunicación con Él. Recordad lo que decíamos ayer: toda relación del hombre con Dios tiene su origen en Dios mismo y no en el propio sujeto. Hay sobre esto un hermoso cuento de un místico musulmán: un hombre está llamando a Dios y Dios parece que no le da ninguna respuesta. Entonces interviene Satán para hacerle renegar de la confianza en Dios: “¿No lo ves? Del trono no te viene ninguna respuesta. ¿No será que el trono está vacío?” Y, entonces, Dios le envía un ángel al orante atribulado y le dice: “¿No te das cuenta de que he sido Yo quien te ha movido a invocarme? Cada grito tuyo a Alá contiene muchos “heme aquí” de mi parte”. El hecho, por tanto, de que podamos acudir a Dios en necesidad es ya la primera respuesta favorable a esa situación de necesidad. Pasa como en nuestra vida cotidiana: el mero hecho de poder contar con un amigo cuando nos surge una necesidad, es ya un paso importante para que cambie esa situación nuestra. El orante experimenta que su oración ha sido escuchada cuando cambia la situación de la necesidad en la que se encuentra. Por ejemplo: cuando estamos en una situación de amenaza de falta de sentido, de oscuridad vital y existencial, y acudimos a Dios, podemos no recibir el bien que nosotros pensamos que nos sacaría de esa situación y, sin embargo, podemos experimentar con toda certeza el consuelo de haber sido escuchados por el solo hecho de sentir la Presencia de ese Dios cuya intervención solicitamos. Y el solo hecho de que el hombre expulse de su interior su situación de necesidad por medio del grito de auxilio que supone la “oración de petición”, hace cambiar por completo de signo esa situación negativa, aunque no se haya producido el resultado que nosotros pedíamos: “Aunque camine por cañadas oscuras, ningún mal temeré, porque Tú vas conmigo”. Las cañadas siguen siendo oscuras y siguen conteniendo todas las amenazas negativas que contenían (incluso la amenaza de la muerte, pues parece que es a la muerte a lo que el salmista se refería). Pero el salmista acude al Señor, y la confianza en el Señor hace que sus pasos por la cañada oscura los dé ya sin miedo y, por tanto, consigue también ahuyentar la amenaza negativa que antes se

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cernía sobre él. La misma necesidad de antes, puesta ahora ante Dios, se sitúa ya en un nuevo espacio, en un nuevo horizonte: el horizonte de confiar en la fuerza de Dios que nos abre la fe que hemos ejercido en el momento de pedir. La sola expresión de la petición, como veis, ya tiene una respuesta. El hecho de acudir a Dios, cuando pasamos por algún mal, sabiendo que Dios es el origen de todo bien y el origen de nuestra salvación, nos hace creer efectivamente que Dios es nuestra única salvación. Y, entonces, el mal que estamos padeciendo nos aparece como un mal que sabemos que no es definitivo. Incluso aunque se trate de nuestra propia muerte (que nos acaban de anunciar por una enfermedad grave), tampoco nos quita la paz porque sabemos que la muerte es sólo un paso, una puerta que hay que pasar “para encontrar lo que tanto se buscaba”: la Presencia amorosa de Dios, que nos acompaña y nos acoge en ese momento. Quien expresa, pues, “creyentemente” su necesidad ante el Dios de la “vida”, arroja con ello lejos de sí todas las situaciones negativas, todas las pérdidas de sentido y la agresividad de la experiencia de la muerte para consentir a Dios y a sus promesas de vida. Así el orante actualiza su fe y comprende que la muerte no tiene la última palabra. El creyente expresa, entonces, la esperanza de que todo tiene sentido (incluso la muerte), a la luz de esa maravillosa donación de sentido que introduce la bondad de Dios manifestada en Jesucristo Resucitado. En la oración de petición, por tanto, la experiencia concreta del mal se transforma en la experiencia de la Presencia de Dios que nos llena de esperanza. Vuelvo a lo del Antiguo Testamento: “Si el afligido invoca al Señor, Él lo escucha”. Desde luego no siempre nos escucha eliminando la causa de nuestra aflicción, pero sí asegurándonos esto: “No temas, Yo estoy contigo”, como una razón que supera con creces a todas la otras razones negativas que nos estaban causando la experiencia de aflicción.

Podemos acudir al Nuevo Testamento y a los testimonios de “oración de petición” (sobre todo a los de Jesús) para convencernos de que todo esto no es una mera elucubración, y para comprobar que tenemos en el Evangelio modelos creíbles, perfectamente creíbles, de esa buena actitud teologal ejercitada en la “oración de petición”. Jesús, en Getsemaní, expresa su petición al Padre en forma de queja o de pregunta: “Padre, si es posible, pasa de mí esta cáliz”. Eso sí: “pero no se haga mi voluntad, sino la tuya”. ¿Fue escuchada la petición de Jesús? Aparentemente, no. Desde luego no se le ahorró la pasión y muerte. Y es curioso que el Evangelio de Lucas, que es el “Evangelio de la oración” por excelencia, haga intervenir en la escena del huerto algo que no hacen intervenir los otros evangelistas: Lucas alude a la presencia de un ángel que le consolaba, que probablemente es un recurso para decirnos que bastó sólo el hecho de manifestar su necesidad en la oración, para que cambiara radicalmente la situación de Jesús. Aunque el problema objetivo de su pasión y muerte permanece y no ha cambiado en absoluto, sin embargo Jesús es escuchado “a la manera divina”, porque recibe el consuelo del ángel, y, por eso, su situación íntima y profunda sí que ha cambiado radicalmente: él sabe que cuenta con el consuelo y con el amor de su Padre, que le pide que sea fiel al “proyecto” del Reino de Dios. Su Padre no quiere su muerte, pero tiene que respetar la libertad de los que le llevan a la muerte.

En cuanto a esta idea de que Jesús “fue escuchado” en la oración del huerto, la Carta a los Hebreos es todavía más explícita: “El mismo Jesucristo, que en los días de su vida mortal presentó oraciones y súplicas con grandes gritos y lágrimas a Aquel que podía salvarlo de la muerte, fue escuchado en atención a su actitud reverente; y, aunque era Hijo, aprendió sufriendo lo que cuesta obedecer”. (Apo. 5,5-7). Y en San Pablo, en la Segunda Carta a los Corintios, tenemos alguna expresión que nos orienta en la misma dirección: “Este tesoro lo llevamos en vasijas de barro, para que todos vean que una fuerza tan extraordinaria procede de Dios y no de nosotros”. He aquí otro texto espléndido de la misma Carta: “Nos acosan, pero no

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nos alcanza la muerte; nos tienen por tristes, pero estamos siempre alegres; nos consideran pobres, pero enriquecemos a muchos; piensan que no tenemos nada, pero lo poseemos todo”.

El hecho de creer en Jesucristo, en su poder salvador y en su resurrección, hace que, aunque parezca que estamos tristes, nunca perdamos la “verdadera alegría” allá en lo más profundo de nuestro corazón. Pero no se trata del sentimiento normal y corriente de alegría. Es esa otra alegría que San Francisco de Asís llamaba la “verdadera y perfecta alegría”, y que aparece en el Libro de las Florecillas: “Yendo cierta vez San Francisco desde Perusa a Santa María de los Ángeles con Fray León, en tiempo de invierno, atormentándoles un frío crudísimo, habló Francisco a Fray León de esta manera:

- ¡Oh, Fray León, ovejuela de Dios! Aun cuando los frailes menores diesen gran ejemplo de

santidad y de gran edificación en toda la tierra, escribe y advierte que no está ahí la verdadera alegría. Y aunque los frailes menores diesen vista a los ciegos, curasen a los tullidos, diesen oído a los sordos, pies a los cojos, habla a los mudos, y lo que es mayor, resucitasen a los muertos de cuatro días, escribe y advierte que no se halla en esto la verdadera alegría… Entonces Fray León, muy maravillado, preguntó a San Francisco:

- Padre, ruégote de parte de Dios que me digas dónde está la verdadera alegría.Y San Francisco contestó:- Cuando lleguemos a Santa María de los Ángeles, calados por el agua y helados por el

frío y cubiertos por el barro y afligidos por el hambre y llamemos a la puerta del lugar, si el portero viene enfadado y nos dice: “¿Quiénes sois?”, nosotros diremos: “Somos dos de vuestros hermanos”. Él contestará: “Mentís; sois dos bribones que andáis por el mundo engañando y robando las limosnas de los pobres, fuera de aquí”. Y no nos abrirá y nos hará quedar fuera, en medio de la nieve, del agua y del frío… Entonces, si a pesar de tanta injuria, tanta crueldad y tantos vituperios, nos sostenemos pacientemente sin turbarnos y sin murmurar de él, entonces sí, Fray León, escribe y advierte que ahí se hallará la verdadera alegría”.

En los escritos de Teresa de Lisieux (Santa Teresita del Niño Jesús) hay otro texto que casi reproduce, con diferentes palabras, la misma actitud de “verdadera alegría” de san Francisco de Asís: “A veces la avecilla -escribe ella- está metida en medio de una gran tormenta, totalmente desorientada y abatida, pero si la avecilla conserva su mirada fija en Dios, entonces ya no teme, y en eso está la verdadera alegría”. Es admirable la coincidencia con San Francisco de Asís porque es casi seguro que Teresa de Lisieux no había leído Las Florecillas… También he encontrado la misma expresión en Simone Weil a propósito de la “verdadera alegría” en medio de la desdicha y de la desgracia (y no olvidemos que la “desdicha” para ella era el mal por antonomasia): “Cuando en medio de la experiencia de la desdicha, mantenemos la mirada fija en Dios, ahí está la verdadera alegría”.

Esta capacidad de vivir en la alegría, cuando no tenemos razones humanas para alegrarnos, es lo que nos hace experimentar esa alegría de otro orden diferente del de la alegría causada por la satisfacción de nuestras necesidades. (Recordemos la “alegría de otro orden”, que recibe el buen ladrón, causada por la promesa de Jesús en medio del sufrimiento de la crucifixión). Pero, vayamos a San Pablo otra vez: “Por tres veces he orado al Señor para que me quite este aguijón de la carne, pero el Señor me ha dicho: “¡te basta mi gracia, porque la fuerza llega a su plenitud en la debilidad!”. No le ha quitado el aguijón que le molesta, incluso para realizar su vida apostólica, pero le ha hecho experimentar la fuerza de Dios en la debilidad, la “verdadera alegría” de San Francisco de Asís.

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La oración de petición, sin duda, tiene su expresión más feliz en la “oración de intercesión”, cuando, siguiendo el ejemplo de Jesús, oramos los unos por los otros en un acto en el que se funden la confianza en el Dios al que oramos y el amor hacia aquellos por los que intercedemos. Sin embargo, aún entendemos menos que lo que pedimos para los demás con tanto amor no se nos conceda, dado que se trata de una oración altruista, sin mezcla de egoísmo. Pero, a lo mejor, este aparente no ser escuchados nos esté indicando que la oración de intercesión no puede consistir tan sólo en pedir nosotros por nuestra cuenta un bien para el otro y olvidamos que esta oración tiene que ir acompañada de toda una serie de cuidados para que también el otro experimente esa confianza y esa fe con las que nosotros pedimos para él. La piedad judía dice, de todas formas, que la “oración de intercesión” es la primera que el cielo escucha. Así lo asegura de tajantemente.

Las reflexiones de la tradición cristiana sobre la oración de petición han sufrido altibajos y han ido dando vueltas porque, en realidad, no es fácil vivir todo esto. Y, a lo largo de los siglos , se han ido repitiendo las razones que han ido dando los santos: Santo Tomás, por ejemplo, decía que “la oración no se presenta delante de Dios porque queramos exponerle algo que Él desconozca, sino para, de esa forma, elevar a Dios nuestro espíritu”. En realidad, lo que hace el que pide algo a Dios es sacar fuerzas de flaqueza, salir de su situación de agobio y de callejón sin salida, y empezar a confiar en Él para cambiar su situación de desesperación en situación de esperanza. Y en ese acto de confiar ciegamente en Dios y de esperar contra toda desesperanza es donde se produce la redención por excelencia. Es lo que decíamos a propósito del ciego Bartimeo.

Cabe todavía una pregunta: ¿cambia la situación de nuestra necesidad concreta sólo por el añadido de la “esperanza última” o se da también aquí y ahora la experiencia de la “esperanza penúltima” en el objeto concreto de la oración? Yo creo que existe una relación muy estrecha y muy íntima entre la gran esperanza escatológica relativa a nuestra salvación final y las pequeñas esperanzas relativas a nuestra vida en el mundo. La confianza firme en la promesa última de Dios tiene como presupuesto la confianza en que la última promesa arroja ya luz en la situación de necesidad puesta ante Dios en la oración aquí y ahora. Lo mismo que decíamos que cada mal de nuestra vida cotidiana era un reflejo de la sombra alargada de la muerte, así también nuestra esperanza en la resurrección tiene una luz alargada que puede cambiar las circunstancias de la vida de negativas en positivas, aunque no cambie el contenido objetivo del sufrimiento de nuestra vida. Esa promesa final de luz y de resurrección introduce ya en el sufrimiento cotidiano otro tipo de alegría muy parecida a la alegría de la resurrección, a la que hemos llamado con San Francisco: “la verdadera alegría”. Y esto hace que la petición de los bienes temporales no sea ya tan problemática y sospechosa, ya que el deseo purificador y no manipulador de estos bienes de nuestra vida humana, mantiene una gran conexión con la “salvación” que llamamos: Reino de Dios.

Dos reflexiones últimas: Hemos estado diciendo todo el tiempo que la oración no es otra cosa que la puesta en acto de la fe. Por eso se ha podido decir que “la oración es hija de la fe”. Kierkegaard, ese autor con una comprensión tan honda del cristianismo, hizo esta observación que me parece muy feliz: “La oración es hija de la fe porque supone la fe y la pone en práctica”, y añade el mismo Kierkegaard que “en nuestra experiencia cotidiana hay veces en que las hijas tienen que alimentar a las madres”. Y eso sucede aquí: oramos porque creemos, pero con mucha frecuencia tenemos que orar para creer y para alimentar y fortalecer a nuestra madre la

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fe. Y se da la gran paradoja que la hija, es decir, la oración, nos genera continuamente esa fe y esa confianza, aunque éstas la precedan.

Segunda observación: Decimos que la oración es la puesta en acto de la fe. Pero, ¿es la única manera de ejercitar la fe? No, desde luego. Y aquí os remito a un texto de la Carta a los Gálatas. Me parece que es en el capítulo quinto donde San Pablo habla de la fe que se hace realidad “per dilectione”: “por medio del amor”. Hay, por tanto, una forma de ejercitar la fe que se realiza en el ejercicio del amor. En la oración de ayer por la noche lo estuvimos expresando viviendo de forma clara. Si creemos en un Dios que es “amor”, una de las formas de realizar la fe en este Dios-Amor, sin duda alguna, es amando como Él. Y por eso, allí donde se ama, se está realizando y se está haciendo efectiva la fe.

Por otra parte, si decimos que la oración es la fe realizándose, nos podemos preguntar: ¿Qué sucede entonces con los que no creen? ¿No pueden rezar? ¿Es que no rezan nunca? Pues la verdad es que la experiencia nos dice que no es así y que hay sujetos, que ellos mismos se consideran no creyentes, y que, sin embargo, oran. En las encuestas sobre la vida religiosa de los jóvenes, aparecen muchos jóvenes encuestados que se consideran agnósticos y que, sin embargo, también oran. Yo creo que esto tiene una explicación. Primero, que no sabemos quién es un no creyente. Ni siquiera el que se considera no creyente lo sabe. San Agustín decía esto mismo con una expresión muy feliz: “Sólo Dios conoce a los suyos”. Sólo Dios sabe quién es un creyente y un no creyente. Decíamos ayer que hay un nivel de vida humana espiritual muy real, realísimo, que origina actitudes análogas a las de la oración, o actitudes sencillamente de oración. Tal vez por eso Santo Tomás llegó a escribir: “orar es propio de la naturaleza natural, es propio del hombre”. Y es propio del hombre, aunque ese hombre no se declare religioso o creyente. Cuando uno percibe que la vida tiene valor y tiene sentido, que es buena y bella, y actúa en consecuencia haciendo todo lo posible por realizar esa vida valiosa, buena y bella, sin duda alguna que esta persona está poniendo en ejercicio lo mejor del hombre, que es su dimensión espiritual. Y en esa puesta en ejercicio está realizando, sin duda, aunque de otra forma, lo que la oración expresa, lo que hace el que ora. L. Wittgeenstein, que fue un filósofo muy influyente del siglo pasado escribía: “creer en un Dios quiere decir comprender la pregunta sobre el sentido de la vida”. Y concluía: “Pensar en el sentido de la vida es orar”. A lo mejor habría que decir que se trata de una oración no religiosa, pero ya decíamos ayer que Dios es más grande que la religión y que todas las religiones.

El Cardenal Martini, que ha sido uno de los grandes testigos del cristianismo en los últimos decenios, convocó una de esas reuniones a las que él gustaba invitar a personas creyentes y no creyentes, y esta vez para dialogar sobre el tema de la oración. (Se publicaron, por cierto, las actas de aquella reunión bajo este título: “La oración de los que no creen. ¿Se puede rezar sin fe”) Pues bien, uno de los asistentes tuvo esta intervención: “Si la oración del creyente unifica, potencialmente al menos, a los hombres “a parte Dei”, desde el lado de Dios, la oración surgida del hombre, del no creyente, unifica a los hombres “a parte indigentiae”, en razón de su indigencia, de la universal condición de ignorancia y precariedad propia de los seres humanos”. Y un autor judío también escribió: “Rezar no nace sólo del regazo de la fe, sino que surge del Adán universal, de su propio existir y pensar. Rezar es la gran recompensa de ser hombre”. ¿Y no llamaríamos oración a estos versos?:

Señor, ya me arrancaste lo que yo más quería. Oye otra vez, Dios mío, mi corazón clamar. Tu voluntad se hizo, Señor, contra la mía.

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Señor, ya estamos solos, mi corazón y el mar.

Sabéis que esto lo escribió Antonio Machado tras la muerte de su joven esposa. Y Miguel de Unamuno, autor de espléndidos poemas religiosos, como el “Salmo primero” y los que componen el “Cristo de Velázquez”, escribió un soneto con el título: “La oración del ateo”, que comienza:

Oye mi ruego, Tú, Dios que no existes, y en tu nada recoge estas mis quejas…

Y no es pose, no es retórica. Yo creo que es una forma de orar de alguien que, en definitiva, lo que está haciendo es, si no expresar la fe, sí pedir la fe.

Bueno, pues con esto terminamos, que me he pasado un poco de la hora. Pero, como ya es la última charla, me perdonáis. Y ahora me vais a permitir un consejo. Ya sabéis que yo soy tan poco dado a los consejos como a las instrucciones. Pero es que este tema de la oración me parece tan importante que bien merece un consejo: Si queremos sacar alguna conclusión práctica de todo lo que hemos reflexionado en este fin de semana, yo creo que no tenemos más que un camino seguro: y es el de “ponernos a orar”. Yo estoy seguro de que en un minuto de oración personal, vais a aprender más sobre la oración que en las tres o cuatro horas que yo he dedicado a hablaros sobre ella. A orar se aprende orando. Y basta un momento de oración para que en nosotros se vaya generando el hábito de la oración. Por eso me parece que sería una conclusión buena de esta reunión el que nos comprometiéramos (naturalmente delante de nosotros mismos y delante de Dios), a dedicar algún momento “todos los días” a orar. Ese momento puede ser corto o largo, puede ser un momento del día u otro, puede ser con una forma de orar u otra, pero no dejemos que pase un solo día sin haber ejercitado expresamente la fe en cualquier forma de oración. Os lo podría decir de otra manera: reservad un “pequeño jardín” dentro de las 24 horas del día. No tengáis absolutamente ocupado todo el día con tareas y trabajos de todas clases. Reservemos un pequeño jardín, es decir, un espacio para “vacar”, para no estar ininterrumpidamente ocupados, para ponernos en la Presencia de Dios y para ejercitar lo que la Presencia de Dios nos sugiera. Yo estoy seguro de que si lo hacemos así, podemos estar ciertos de que en ese jardín, en ese huerto, van a brotar frutos que vamos a poder compartir con los de la casa y, seguramente, hasta con los vecinos y alejados. Y yo estoy convencido, porque la experiencia de los que oran es así, que van a brotar flores… Ya sabéis que vivimos en una situación de desierto y de tierra inhóspita y no viene mal que, de vez en cuando, aparezcan cosas buenas en nuestra vida como las que, seguramente, van a producirse en nosotros a través de esos momentos diarios de oración.

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