opciones de fondo de una pastoral … · ella existe para evangelizar, es decir, para predicar y...

55
1 OPCIONES DE FONDO DE UNA PASTORAL AGUSTINIANA LOS RELIGIOSOS EN LA IGLESIA I. –¿QUÉ SE ENTIENDE POR EVANGELIZAR? II. –LA IGLESIA EVANGELIZADA Y EVANGELIZADORA. EL IMPERATIVO DE LA AUTOEVANGELIZACIÓN. III.–EVANGELIZAR DESDE LA CONFESIÓN DE SENTIRSE NECESITADOS DE EVANGELIZACIÓN IV–.LA NECESIDAD DE UN NUEVO GIRO EN LA TRANSMISIÓN DE LA FE V–.EVANGELIZAR DESDE NUESTRA IDENTIDAD VI–.TRAZOS DE UNA PASTORAL AGUSTINIANA 1-El primado de Jesucristo en la pastoral agustiniana. 2-El alma de la pastoral agustiniana es la caridad. 3-La pastoral agustiniana privilegia la oración y lleva al descubrimiento de la interioridad como lugar de encuentro con Dios, con uno mismo y con los otros. 4-La pastoral agustiniana se nutre en la Biblia. 5-La pastoral agustiniana convoca a la conversión. 6-La pastoral agustiniana es samaritana y cuida a los más frágiles de la tierra. 7-La pastoral agustiniana está al servicio de la evangelización. 8-La pastoral agustiniana es eclesial y misionera. 9-La pastoral agustiniana fomenta la comunión y la comunidad. 10-La pastoral agustiniana se siente comprometida con la justicia y la paz. DOCUMENTOS CITADOS: AA, Apostolicam actuositatem, Vaticano II, Decreto sobre el apostolado de los seglares. AG, Ad gentes, Vaticano II, Decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia. DA, Documento de Aparecida, Benedicto XVI, V Conferencia General del Consejo Episcopal Latinoamericano y del Caribe (CELAM). Aparecida (Brasil), 2007. DV, Dei verbum, Vaticano II, Constitución dogmática sobre la divina revelación. EG, Evangelii gaudium, Papa Francisco (2013). EN, Evangelii nuntiandi, Pablo VI (1975). ET, Evangelica testificatio, Pablo VI (1971). GS, Gaudium et spes, C. Vaticano II, Constitución sobre la Iglesia en el mundo actual. LG, Lumen gentium, C. Vaticano II, Constitución dogmática sobre la Iglesia. LS, Laudato si, Papa Francisco (2015). PC, Perfectae caritatis, C. Vaticano II, Decreto sobre la adecuada renovación de la Vida Religiosa. VC, Vita consecrata, Juan Pablo II (1996). VFC, La vida fraterna en comunidad (1994), CIVCSVA.

Upload: halien

Post on 23-Sep-2018

219 views

Category:

Documents


0 download

TRANSCRIPT

1

OPCIONES DE FONDO DE UNA PASTORAL AGUSTINIANA

LOS RELIGIOSOS EN LA IGLESIA

I. –¿QUÉ SE ENTIENDE POR EVANGELIZAR?

II. –LA IGLESIA EVANGELIZADA Y EVANGELIZADORA. EL IMPERATIVO DE LA

AUTOEVANGELIZACIÓN.

III.–EVANGELIZAR DESDE LA CONFESIÓN DE SENTIRSE NECESITADOS DE

EVANGELIZACIÓN

IV–.LA NECESIDAD DE UN NUEVO GIRO EN LA TRANSMISIÓN DE LA FE

V–.EVANGELIZAR DESDE NUESTRA IDENTIDAD

VI–.TRAZOS DE UNA PASTORAL AGUSTINIANA

1-El primado de Jesucristo en la pastoral agustiniana.

2-El alma de la pastoral agustiniana es la caridad.

3-La pastoral agustiniana privilegia la oración y lleva al descubrimiento de la

interioridad como lugar de encuentro con Dios, con uno mismo y con los otros.

4-La pastoral agustiniana se nutre en la Biblia.

5-La pastoral agustiniana convoca a la conversión.

6-La pastoral agustiniana es samaritana y cuida a los más frágiles de la tierra.

7-La pastoral agustiniana está al servicio de la evangelización.

8-La pastoral agustiniana es eclesial y misionera.

9-La pastoral agustiniana fomenta la comunión y la comunidad.

10-La pastoral agustiniana se siente comprometida con la justicia y la paz.

DOCUMENTOS CITADOS:

AA, Apostolicam actuositatem, Vaticano II, Decreto sobre el apostolado de los

seglares.

AG, Ad gentes, Vaticano II, Decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia.

DA, Documento de Aparecida, Benedicto XVI, V Conferencia General del Consejo

Episcopal Latinoamericano y del Caribe (CELAM). Aparecida (Brasil), 2007.

DV, Dei verbum, Vaticano II, Constitución dogmática sobre la divina revelación.

EG, Evangelii gaudium, Papa Francisco (2013).

EN, Evangelii nuntiandi, Pablo VI (1975).

ET, Evangelica testificatio, Pablo VI (1971).

GS, Gaudium et spes, C. Vaticano II, Constitución sobre la Iglesia en el mundo actual.

LG, Lumen gentium, C. Vaticano II, Constitución dogmática sobre la Iglesia.

LS, Laudato si, Papa Francisco (2015).

PC, Perfectae caritatis, C. Vaticano II, Decreto sobre la adecuada renovación de la

Vida Religiosa.

VC, Vita consecrata, Juan Pablo II (1996).

VFC, La vida fraterna en comunidad (1994), CIVCSVA.

2

LOS RELIGIOSOS EN LA IGLESIA

Al hablar de las opciones de fondo de la pastoral agustiniana, es oportuna una breve reflexión introductoria que tiene algo de recordatorio fundamental y de invitación a la prospectiva. Recordatorio, porque el fundamento de la misión de los religiosos en la Iglesia es tema suficientemente estudiado, y ejercicio de creatividad para acercar nuestra misión –que es la misma desde los orígenes de la vida religiosa– al momento histórico de nuestro tiempo. En el documento A vino nuevo, odres nuevos, leemos: “Una renovación incapaz de tocar y cambiar las estructuras, además del corazón, no lleva a un cambio real y duradero”1.

Cualquier traducción exige fidelidad al texto original y un lenguaje adecuado para que sea posible transmitir el mensaje de forma nítida. En este capítulo se abre un amplio arco de acentos, gestos, actitudes y presencias para –utilizando palabras de la exhortación Vita consecrata de san Juan Pablo II– vivir en la Iglesia y para la Iglesia (VC, 29) al servicio del reino de Dios (VC, 105), consagrados para la misión (VC, 72), testigos de Cristo en el mundo (VC, 25), testimoniando el espíritu de las bienaventuranzas (VC, 33). Sin olvidar que el escenario de nuestra vida y nuestra misión es ese mundo amado inmensamente por Dios (Jn 3, 16). Por eso, alejarnos de los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo (GS, Proemio, 1), puede significar, al mismo tiempo, distanciarnos de nuestra propia misión.

En la Iglesia no existe más que una misión que es prolongación de la de Jesucristo y todos los bautizados participamos de esa idéntica misión. “Proclamar de ciudad en ciudad, sobre todo a los más pobres, con frecuencia los más dispuestos, el gozoso anuncio del cumplimiento de las promesas y de la alianza propuesta por Dios, tal es la misión para la que Jesús se declara enviado por el Padre” (EN, 6).

Fruto de los trabajos del III Sínodo de Obispos, que trató el tema de la evangelización –celebrado entre el 27 de setiembre y el 26 de octubre de 1974–, fue la Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi firmada por el papa Pablo VI el 8 de diciembre de 1975. Es, sin duda, la carta magna sobre la evangelización. Se subraya en ella que la evangelización es la vocación propia de la Iglesia: “La Iglesia lo sabe. Ella tiene viva conciencia de que las palabras del Salvador: «Es preciso que anuncie también el reino de Dios en otras ciudades» (Lc 4, 43), se aplican con toda verdad a ella misma. […] Evangelizar constituye, en efecto, la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar, es decir, para predicar y enseñar, ser canal del don de la gracia, reconciliar a los pecadores con Dios, perpetuar el sacrificio de Cristo en la santa Misa, memorial de su muerte y resurrección gloriosa” (EN, 14).

En este amplio escenario de la evangelización nos hacemos presentes los religiosos con la aportación de nuestra diversidad de carismas, nuestra

1 CIVCSVA, A vino nuevo, odres nuevos. La vida religiosa desde el Concilio Vaticano II: retos aún abiertos, Publicaciones Claretianas (2017), nº 3, p. 17,

3

multiplicidad de presencias y estilos diferentes de vida. La Evangelii nuntiandi subraya que nuestra vida debe ser un testimonio de santidad, de encarnación del espíritu de las bienaventuranzas y de servicio a la humanidad. Algo que puede sonar a sintonía repetida, pero que es tanto como situarnos en el corazón y en la razón de ser de nuestra vida. “Los religiosos, también ellos, tienen en su vida religiosa un medio privilegiado de evangelización eficaz. A través de su ser más íntimo, se sitúan dentro del dinamismo de la Iglesia, sedienta de lo Absoluto de Dios, llamada a la santidad. Es de esta santidad de la que ellos dan testimonio. Ellos encarnan la Iglesia deseosa de entregarse al radicalismo de las bienaventuranzas. Ellos son por su vida signo de total disponibilidad para con Dios, la Iglesia, los hermanos” (EN, 69). En el mismo número de la Evangelii nuntiandi se insinúa el carácter evangelizador de los consejos evangélicos y se dice que el “testimonio silencioso de pobreza y de desprendimiento, de libertad y de transparencia, de abandono en la obediencia puede ser a la vez que una interpelación al mundo y a la Iglesia misma, una predicación elocuente, capaz de tocar incluso a los no cristianos de buena voluntad, sensibles a ciertos valores” (EN, 69).

Un tríptico esencial es la identidad, la comunidad y la misión. El equilibrio entre estos tres elementos exige un cuidado permanente. Identidad como raíz carismática y elemento diferencial, comunidad como lugar teológico donde Jesucristo se hace presente y espacio para el ejercicio de la fraternidad, y misión como exigencia bautismal y respuesta al compromiso evangelizador de nuestra propia vocación.

A través de la comunidad manifestamos claramente el evangelio como programa de vida. Lo recuerda el papa Juan Pablo II en Vita consecrata: “La vida fraterna tiene un papel fundamental en el camino espiritual de las personas consagradas, sea para su renovación constante, sea para el cumplimiento de su misión en el mundo […] Exhorto sobre todo a los religiosos, a las religiosas y a los miembros de las Sociedades de vida apostólica, a vivir sin reservas el amor mutuo y a manifestarlo de la manera más adecuada a la naturaleza del propio Instituto, para que cada comunidad se muestre como signo luminoso de la nueva Jerusalén, «morada de Dios con los hombres» (Ap 21, 3)”. (VC, 45).

La identidad y la misión de los religiosos, obliga a un difícil equilibrio entre la acción y la contemplación. Equilibrio que ya señala san Agustín: “Es importante no perder de vista qué nos exige el amor a la verdad mantener, y qué sacrificar la urgencia de la caridad. No debe uno, por ejemplo, estar tan libre de ocupaciones que no piense en medio de su mismo ocio en la utilidad del prójimo, ni tan ocupado que ya no busque la contemplación de Dios. En la vida contemplativa no es la vacía inacción lo que uno debe amar, sino más bien la investigación o el hallazgo de la verdad, de modo que todos –activos y contemplativos– progresen en ella, asimilando el que la ha descubierto y no poniendo reparos en comunicarla con los demás”. (La ciudad. de Dios 19,19).

La misma idea aparece recogida en las Constituciones OSA (2008). “A lo largo de la historia de la Orden, también es manifiesta para todos la vocación contemplativa, fundada en la doctrina de san Agustín (Confesiones 1, 1,1) y en plena consonancia con las raíces eremíticas, que con razón debe ser aceptada

4

y venerada como patrimonio de la tradición agustiniana. Nuestro santo Padre enseña que el religioso, buscando continuamente el ocio santo (Carta 220, 3), no deseando otra cosa que amar con un corazón indiviso a Dios (Carta 5), que habita en el hombre interior (Confesiones 3, 6, 11), reconociéndose imagen de Dios, se ha de trascender a sí mismo para unirse a Él (La Trinidad 14, 12, 15–16; Comentario al Salmo 41, 18). Sin embargo, este ocio santo no llegue a ser tal, que se abandone el amor al prójimo, porque, según el pensamiento de san Agustín, el amor al prójimo y el amor a Dios forman una unidad indivisible (La ciudad de Dios 19, 19)” (Constituciones OSA, 5).

La palabra de Agustín resulta luminosa como pocas en este punto y necesaria hoy más que nunca. El equilibrio entre acción y contemplación, entre el “orar” y el “hacer”, no se puede presentar como con un dilema excluyente, sino como tareas complementarias.

CARÁCTER CARISMÁTICO Y PROFÉTICO DE LA VIDA RELIGIOSA

La misión común de todos los bautizados se enriquece con la suma de matices singulares. Al hablar hoy de la vida religiosa se insiste en dos tesis fundamentales. En primer lugar, en su ser carismático, no en su actividad apostólica. Los religiosos no somos cuerpos especializados o agentes pastorales en tareas de suplencia. En segundo lugar, la misión de la vida religiosa es esencialmente una misión profética. Quiere decir que la vida religiosa se caracteriza por su razón simbólica, no por su razón instrumental. Nos define lo que somos, no lo que hacemos.

Cuando hablamos de la naturaleza carismática de la vida religiosa, afirmamos que es obra del Espíritu y mediadora de la acción libre del Espíritu. Nuestra tarea es testimoniar la dimensión mística de la realidad y de la historia, transcendiendo la tendencia de toda institución a moverse exclusivamente por un realismo excesivamente práctico y a ras de suelo. En este sentido se ha llamado a la vida religiosa: “parábola existencial del seguimiento de Jesús” (V. Codina), “parábola narrada por el Espíritu” (C.R. García Paredes), “signo del Reino de Dios” (H. Fries), “esbozo del Reino” (T. Matura), “exégesis viva de la Palabra de Dios” (Benedicto XVI), “signo existencial de la esperanza mesiánica de la fe” (Tillard), “cifra de toda comunión eclesial” (B. Forte), testigos y cómplices del Espíritu, relatos de Dios en el mundo, rostros misericordioso de Dios, memoria viva de la manera de ser y de actuar de Jesús...El estilo de vida “constituido por la profesión de los consejos evangélicos, aunque no pertenece a la estructura jerárquica de la Iglesia, pertenece, sin embargo de manera indiscutible, a su vida y santidad” (LG, 44).

Para encontrar de forma explícita la afirmación sobre el carisma de la vida religiosa hay que esperar a la exhortación Evangelica testificatio del papa Pablo VI (1971), acerca de la renovación de la vida religiosa según las enseñanzas del Concilio Vaticano II: “El carisma de la vida religiosa, en realidad, lejos de ser un impulso nacido «de la carne y de la sangre», u originado por una mentalidad que «se conforma al mundo presente», es el fruto del Espíritu Santo que actúa siempre en la Iglesia” (ET, 11).

5

El elemento carismático y el elemento institucional son necesarios en y para la Iglesia, aunque tengan distinta significación. Necesarios y complementarios: el elemento institucional impide que el elemento carismático se desborde por falta de soporte estable y se autodestruya. El elemento profético impide que lo institucional se vacíe de contenido teologal. Todo ministerio en la Iglesia, incluido el ministerio jerárquico, debe tener un componente carismático si ha de ser ministerio eclesial; se legitima en la medida que actúa movido por el Espíritu. Y todo carisma en la Iglesia debe ser también ministerial, aunque no sea jerárquico; se legitima en la medida que contribuye a la construcción de la comunidad.

Hablar de la vida religiosa como profecía implica, hoy de forma particular, el compromiso con la justicia y los derechos humanos. Experiencia de Dios y práctica de la justicia son inseparables en la tradición profética. El compromiso con la justicia es componente esencial de la evangelización. La prueba más elocuente de la autenticidad del mensaje profético es la coherencia entre la profecía anunciada y la vida del profeta. "El profeta siente arder en su corazón la pasión por la santidad de Dios y, tras haber acogido la palabra en el diálogo de la oración, la proclama con la vida, con los labios y con los hechos..." (VC, 84b).

Los caminos que llevan al fortalecimiento de nuestro talante profético pasan por recuperar nuestra matriz carismática con sus signos de provocación. Sin olvidar la multiplicación de gestos que transparenten el rostro misericordioso del Jesucristo del amor y de la esperanza y un compromiso inequívoco con la solidaridad, la justicia y la paz. Es aquí donde la vida religiosa alcanza su valor significativo y recibe la llamada al ejercicio de la profecía. El signo profético más elocuente de nuestra vida no pueden ser otro que el doble precepto que ocupa el centro del Evangelio: Amar a Dios y al prójimo. Cuando san Agustín comenta el Salmo 33, escribe: “Tus pies son la caridad: Ten dos pies, no seas cojo. ¿Cuáles son los dos pies? Los dos preceptos del amor: El de Dios y el del prójimo” (Comentario al Salmo 33,2). Este único amor, en su doble dirección, tiene su primera e inmediata aplicación en la comunidad. Hoy es común la convicción de que la realización de la comunidad es el primer apostolado (VFC, 54–56). “Hay que recordar a todos que la comunión fraterna en cuanto tal es ya apostolado; es decir, contribuye directamente a la evangelización” (VFC, 54). Toda la fecundidad de la vida religiosa, afirma Juan Pablo II, “depende de la calidad de la vida fraterna en común”2. Si nuestra vida no gira en torno a la comunidad, puede ser vida religiosa, pero no agustiniana. Adelantándose un cuarto de siglo al papa Juan Pablo II y al documento La vida fraterna en comunidad de 1994, el entonces General de la Orden de San Agustín, P. Teodoro V. Tack hablaba de que nuestro apostolado se apoya y recibe fuerza de la comunidad y la comunidad es, en sí misma, un apostolado de primer orden3.

2 Alocución a la Plenaria de la CIVCSVA, 21 de Noviembre de 1992 (OR. 21-XI-1992, n. 3). 3 Cf. Acta OSA, XIX, (1974), 31.

6

LA VIDA RELIGIOSA EN EL MARCO DEL PUEBLO DE DIOS

Para definir lo que puede ser específico de la vida religiosa hay que evitar dos extremos: Que la vida religiosa intente monopolizar el lenguaje de consagración o que digamos que no hay que esforzarse en señalar lo diferencial de la vida religiosa porque es innecesaria la atención a la especificidad. Tampoco podemos olvidar la llamada identidad itinerante de que habla el papa Francisco y que también recuerda el documento A vino nuevo, odres nuevos: “En todo su alcance, la identidad no es un dato inmóvil y teórico, sino un proceso de crecimiento, compartido”4.

En diferentes documentos de la Iglesia encontramos algunas expresiones clarificadoras: La Lumen gentium habla de que el estado religioso “imita más de cerca y representa perennemente en la Iglesia el género de vida que el Hijo de Dios tomó cuando vino a este mundo para cumplir la voluntad del Padre, y que propuso a los discípulos que le seguían” (LG, 44).Un dato iluminador es el lugar donde sitúa la Lumen gentium a los religiosos. Es el capítulo VI, colocado entre el capítulo V –sobre la vocación universal a la santidad– y el VII que expone la índole escatológica de la Iglesia peregrinante y su unión con la Iglesia celestial. “Y es que la vida religiosa solo tiene verdadero sentido en la vocación y desde la vocación de toda la Iglesia a la santidad, y como inauguración y presencia anticipada de la condición escatológica de la misma Iglesia ya en esta etapa terrena”5

El decreto Perfectae caritatis se refiere a una especial consagración y afirma que “los miembros de cada Instituto que por la profesión de los consejos evangélicos han respondido al llamamiento divino para que no solo estén muertos al pecado, sino que, renunciando al mundo, vivan únicamente para Dios. En efecto, han dedicado su vida entera al divino servicio, lo que constituye una realidad, una especial consagración, que radica íntimamente en el bautismo y la realiza más plenamente” (PC, 5).

En la exhortación Vita consecrata leemos que “la persona consagrada no solo hace de Cristo el centro de la propia vida, sino que se preocupa de reproducir en sí mismo, en cuanto es posible, «aquella forma de vida que escogió el Hijo de Dios al venir al mundo»”(VC, 16). En este contexto sitúa la tríada de los consejos evangélicos de pobreza (al igual que Jesús todo lo recibimos del Padre y todo lo devolvemos en el amor (cf. Jn 17, 7.10), virginidad (amando con la gratuidad que Jesús amó) y obediencia (atentos a la voluntad del Padre y del que dependemos en todo).

Juan Pablo II presentó la vida religiosa como la “prolongación en la historia de una especial presencia del Señor resucitado” (VC, 19). En el origen de la consagración religiosa está el poderoso atractivo de Jesucristo, de tal modo que el religioso, como dice Vita consecrata, “es alguien seducido en su corazón por la belleza y la bondad del Señor” (VC, 105). La experiencia mística

4 A vino nuevo, odres nuevos… Nº 33. 5 C. MARTÍNEZ OLIVERAS (ed.) Memoria para el futuro. La vida religiosa en la teología del siglo XX, Publicaciones Claretianas (2017), 149.

7

precede al ejercicio ascético. Así entendida, la vida religiosa es una de las huellas que la Trinidad deja en la historia para que los seres humanos puedan descubrir el atractivo y la nostalgia de la belleza divina (VC, 20). María, templo del Espíritu, es el mejor reflejo de la Belleza divina (VC, 28).

La profesión religiosa es considerada en la tradición de la Iglesia como una singular y fecunda profundización de la consagración bautismal y un desarrollo de la gracia del sacramento de la Confirmación, que se expresan y realizan más plenamente mediante la profesión de los consejos evangélicos (VC, 30). En este mismo documento del papa Juan Pablo II se dice: “Como expresión de la santidad de la Iglesia, se debe reconocer una excelencia objetiva a la vida religiosa, que refleja el mismo modo de vivir de Cristo. Precisamente por esto, ella es una manifestación particularmente rica de los bienes evangélicos y una realización más completa del fin de la Iglesia que es la santificación de la humanidad” (VC, 32). Y, un poco más adelante, en el número 35: “Todos los hijos de la Iglesia, llamados por el Padre a «escuchar» a Cristo, deben sentir una profunda exigencia de conversión y de santidad. Pero, como se ha puesto de relieve en el Sínodo, esta exigencia se refiere en primer lugar a la vida religiosa”.

Aunque no añada nada sustantivo a la consagración bautismal, la vida religiosa especifica una forma de existencia que pretende estar calcada sobre la vida de Jesús. En la Carta Apostólica con motivo del Año de la Vida religiosa, el papa Francisco recordaba: “La radicalidad evangélica no es solo de los religiosos: se exige a todos. Pero los religiosos siguen al Señor de manera especial, de modo profético” (II, 2). Ya Pablo VI en la Evangelii nuntiandi había dicho que los religiosos “encarnan la Iglesia deseosa de entregarse al radicalismo de las bienaventuranzas” (Nº 69).

La misma Vita consecrata subraya que “La aportación específica que los consagrados y consagradas ofrecen a la evangelización está, ante todo, en el testimonio de una vida totalmente entregada a Dios y a los hermanos, a imitación del Salvador que, por amor del hombre, se hizo siervo. […] Las personas consagradas hacen visible, en su consagración y total entrega, la presencia amorosa y salvadora de Cristo, el consagrado del Padre, enviado en misión. Ellas, dejándose conquistar por Él (cf. Flp 3, 12), se disponen para convertirse, en cierto modo, en una prolongación de su humanidad. La vida religiosa es una prueba elocuente de que, cuanto más se vive de Cristo, tanto mejor se le puede servir en los demás, llegando hasta las avanzadillas de la misión y aceptando los mayores riesgo” (VC, 76).

Como forma especial de seguimiento de Jesucristo, la consagración religiosa tiene por raíz última y por apoyo permanente la relación más personal e íntima con aquel que nos ha llamado. Esta forma especial de seguimiento o esta nueva consagración –Vita consecrata habla de “deseo explícito de conformación con Jesucristo” (Nº 18)– se hace visible en los consejos evangélicos, en la vida comunitaria y en la actividad apostólica. Es decir, en un proyecto de vida que tiene como guía y única hoja de ruta el programa del Evangelio.

8

NUESTRA PARTICIPACIÓN EN LA IGLESIA PARTICULAR

Hablar de la Iglesia particular es hablar de la comunidad diocesana cuyo signo visible de unidad es el obispo. Unidad y colaboración con la jerarquía, apertura y diálogo con otras comunidades dentro de una amplia pastoral de conjunto. Nunca entender la pastoral agustiniana como una alternativa a la Iglesia local, sino como una célula viva de servicio, un fermento renovador, una presencia pública de la misma Iglesia. La fijación excesiva en el nombre propio o la indiferencia ante la realidad diocesana, llevan, fácilmente, a comportamientos sectarios. Moverse explícitamente en esta dirección de eclesialidad y de apertura al mundo, es todo un mandamiento agustiniano: “Anunciad, pues a Cristo donde podáis, a quienes podáis y cuando podáis. Se os pide la fe, no la elocuencia; habla en vosotros la fe, y será Cristo quien hable. Pues, si tenéis fe, Cristo habita en vosotros. Habéis escuchado el salmo: Creí, y por eso hablé. No pudo creer y quedarse callado. Es ingrato para con quien le llena a él, el que no da; todos deben dar de aquello de lo que han sido llenados” (Sermón 260 E, 2). Uno de los temas desarrollados a partir del Vaticano II es nuestra participación en la Iglesia particular (VC, 48). La vida religiosa es riqueza para una Iglesia con la que vive en comunión y en la que manifiesta la singularidad de su carisma, a la vez que la Iglesia particular es el espacio donde se desarrolla la vida y la misión de los religiosos. "Del mismo modo que la comunidad religiosa no puede actuar independientemente o de forma alternativa, ni menos aún contra las directrices y la pastoral de la Iglesia particular, tampoco la Iglesia particular puede disponer caprichosamente, o según sus necesidades, de la comunidad religiosa o de algunos de sus miembros" (VFC,60). La justa autonomía, reconocida expresamente en Vita consecrata (cf. 48), hay que entenderla a partir de la doctrina del Vaticano II: “Todos los institutos han de participar en la vida de la Iglesia y, de acuerdo con su propio carácter, hacer suyos y favorecer según sus fuerzas las empresas y propósitos de la misma; por ejemplo, en materia bíblica, litúrgica, dogmática, pastoral, ecuménica, misional y social” (PC, 2).

La interpretación no siempre acertada de la inserción de los religiosos en la Iglesia local ha llevado a sacrificar el carisma por el apostolado y nuestra presencia carismática se ha diluido en el contexto diocesano. Olvidamos que, allí donde posibles circunstancias o situaciones pastorales exigieran que se desnaturalizase nuestro carisma, resultaría cuestionable nuestra presencia.

En el número 23 del documento ya citado A vino nuevo, odres nuevos. La vida religiosa desde el Concilio Vaticano II: retos aún abiertos, CIVCSVA (2017), después de hablar de la tendencia a la clericalización de la vida consagrada, se dice: “Otro fenómeno son los religiosos presbíteros casi exclusivamente dedicados a la vida diocesana y menos a la vida comunitaria, que queda debilitada. Sigue abierta la reflexión teológica y eclesiológica acerca de la figura y de la función del religioso–presbítero sobre todo cuando acepta un servicio pastoral”.

El sustantivo siempre llevará el remite de nuestro nombre fundacional y ser párroco, educador o agente de pastoral sanitaria o penitenciaria será un apellido transitorio. Los escenarios de la evangelización son cada día más

9

diferentes y cambiantes. El eje de nuestra pastoral es proponer hoy el misterio, la trascendencia, el asombro y la interioridad en un universo pragmático, y proclamar cómo Dios continúa a favor de este mundo que tanto ha amado desde siempre (cf. Jn 3, 16).

En esta línea de fidelidad carismática también podemos releer el documento La vida fraterna en comunidad que, aunque publicado en 1994, mantiene plena validez: “Las necesidades pastorales urgentes –afirma el texto– no deben hacer olvidar que el mejor servicio de la comunidad religiosa a la Iglesia es el de la fidelidad al propio carisma. Esto se refleja también en la aceptación y en el modo de llevar las parroquias. Se deberían preferir aquellas que permiten vivir en comunidad y en las que se puede expresar el propio carisma”6.

La relación vida religiosa–evangelización nos sitúa ante dos temas de singular importancia: El carácter particular de la vida religiosa y su inserción en la Iglesia. A fuerza de repetir que todos los bautizados participamos de una misma misión y que todos formamos parte del Pueblo de Dios, la identidad de la vida religiosa se puede desdibujar. Mucho más cuando en los tiempos posconciliares hemos asistido al nacimiento de un gran número de movimientos que presentan una fachada más atractiva y una frescura que parece tiene mayor fuerza de atracción. Sin olvidar que se ha producido, incluso por parte de algunos miembros de la jerarquía, un cierto embelesamiento ante la estadística y la juventud de las nuevas realidades eclesiales.

También hay que contar con otro dato que puede convertirse en punto de fricción. La eclesiología conciliar otorgó singular importancia a la Iglesia particular. Es el lugar concreto donde la vida religiosa existe y ejercita su misión. Los obispos tienen la autoridad suprema en las Iglesias particulares, en comunión con el colegio episcopal y con el papa. La vida religiosa “aunque no pertenece a la estructura jerárquica de la Iglesia, pertenece, sin embargo de manera indiscutible, a su vida y santidad” (LG, 44). Supone una presencia viva del Espíritu a través de diferentes carismas, un modelo de vida cristiana apostólica y de Iglesia universal. “Este estado, si se atiende a la constitución divina y jerárquica de la Iglesia, no es intermedio entre el de los clérigos y el de los laicos, sino que de uno y otro algunos cristianos son llamados por Dios para poseer un don particular en la vida de la Iglesia y para que contribuyan a la misión salvífica de ésta, cada uno según su modo (CIC, 487 y 488)” (LG, 43).

Este servicio –tanto a la Iglesia universal como a la Iglesia particular– será más persuasivo si va unido a las tres dimensiones clásicas de la vida religiosa que es procedente subrayar: antropológica, cristológica y eclesiológica.

La dimensión antropológica va unida a una forma de vida en comunión fraterna largamente experimentada, para vivir con libertad madura desde una

6 CIVCSVA (CONGREGACIÓN PARA LOS INSTITUTOS DE VIDA CONSAGRADA Y LAS SOCIEDADES DE VIDA APOSTÓLICA), La vida fraterna en comunidad. «Congregavit nos in unum Christi amor». Roma 1994, n. 61.

10

fe que va de la mano de un cuadro de valores humanos importantes. Los consejos evangélicos contribuyen a un grado de madurez y de libertad que ayuda a crecer y amar gratuitamente.

Hablar de la dimensión cristológica es asentar la vida religiosa sobre las marcas de la pobreza, la castidad y la obediencia vividas por Jesús, como inspiración de una forma concreta de vida que se construye desde los planos del evangelio. Por medio de los religiosos, la Iglesia muestra hoy a creyentes y no creyentes el rostro multiforme de Cristo. Por eso, la vida religiosa prolonga en la historia el misterio de la encarnación y hace presente y visible a Jesucristo.

Finalmente, la dimensión eclesiológica. La vida religiosa pertenece a la vida y santidad de la Iglesia, es un don para la Iglesia que manifiesta cómo los bienes futuros se hallan ya presentes en este mundo y testimonia la vida nueva y eterna conquistada por Cristo. Los diversos carismas enriquecen a la Iglesia y son un servicio a la humanidad. Tomando el título del Capítulo General Intermedio de 1998, somos Agustinos en la Iglesia para el mundo de hoy (Villanova, 21–31 de julio de 1998).

I. –¿QUÉ SE ENTIENDE POR EVANGELIZAR?

La vocación propia de la Iglesia es la evangelización. “Evangelizar

constituye, en efecto, la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda” señala el Papa Pablo VI en la Evangelii nuntiandi (EN), publicada el 14 de 8 de diciembre de 1975: “Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 19–20). Como señala el decreto Ad gentes del Vaticano II, “La Iglesia peregrinante es, por su propia naturaleza, misionera, puesto que tiene su origen en la misión del Hijo y la misión del Espíritu Santo según el plan de Dios Padre” (AG, 2).

Jesús confía a la Iglesia su misma misión: “Haced discípulos de todas

las naciones” (Mt 28, 19). “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Noticia a toda la creación” (Mc 16, 15). Toda la Iglesia es evangelizadora y misionera. “Nosotros queremos confirmar una vez más que la tarea de la evangelización de todos los hombres constituye la misión esencial de la Iglesia. Una tarea y misión que los cambios tan profundos de la sociedad actual hace cada vez más urgente” (EN, 14). Para que la luz de la fe brille sobre el candelero y alumbre en un mundo como el nuestro, la fe ha de ser confesada (Rm 10, 9); es decir, expresada y anunciada, No hemos recibido el don del Evangelio como un regalo privado para conservarlo celosamente en el corazón, sino como una Buena Noticia que nada tiene que ver con una forma puramente privada de vivir.

En la constitución convocatoria del Vaticano II titulada Humanae salutis7, se dice: “Hoy se exige a la Iglesia que inyecte la virtud perenne, vital, divina del Evangelio en las venas de esta comunidad humana actual que se

7 JUAN XXIII, 25 de diciembre de 1961.

11

gloría de los descubrimientos recientemente realizados en los campos técnico y científico, pero que sufre también los daños de un ordenamiento social que algunos han intentado restablecer prescindiendo de Dios“. Estas lúcidas palabras escritas hace más de medio siglo tienen su actualización y refrendo en la Evangelii gaudium (EG) de 24 de noviembre de 2013. El papa Francisco, con un lenguaje más directo, habla de una iglesia “en salida” (EG, 20) “Cada cristiano y cada comunidad discernirá cuál es el camino que el Señor le pide, pero todos somos invitados a aceptar esta llamada: salir de la propia comodidad y atreverse a llegar a todas las periferias que necesitan la luz del Evangelio” (EG, 20).

La exhortación apostólica Evangelii nuntiandi de Pablo VI, conserva intacta su actualidad. Para dar una respuesta válida a las exigencias del Concilio “necesitamos absolutamente ponernos en contacto con el patrimonio de fe que la Iglesia tiene el deber de preservar en toda su pureza, y a la vez el deber de presentarlo a los hombres de nuestro tiempo, con los medios a nuestro alcance, de una manera comprensible y persuasiva” (EN, 3). A todos los bautizados nos compete evangelizar (cf. 1 Pe 2, 9). La grandeza de la misión de la Iglesia no la dispensa de ser un signo opaco y luminoso al mismo tiempo, de una nueva presencia de Jesucristo, de su partida y de su permanencia (EN, 15). Porque puede convertirse en signo que encubra con su debilidad el rostro de Jesucristo, “la Iglesia siempre tiene necesidad de ser evangelizada, si quiere conservar su frescor, su impulso y su fuerza para anunciar el Evangelio” (EN, 7).

Este recordatorio de la Evangelii nuntiandi nos pone en pista para señalar el itinerario de la evangelización en el mundo contemporáneo. El primer paso no es salir a evangelizar, sino que la Iglesia se deje evangelizar por un Evangelio del que no es propietaria y solo servidora y fiel transmisora (EN, 15). Por eso “el primer medio de evangelización consiste en un testimonio de vida auténticamente cristiana, entregada a Dios en una comunión que nada debe interrumpir y a la vez consagrada igualmente al prójimo con un celo sin límites” (EN, 41).

Anunciar la salvación desde la afirmación de Dios, no puede significar el olvido o la negación del hombre, pero la salvación humana tampoco puede entenderse solo como liberación de la pobreza o de cualquier forma de esclavitud. Evangelización y promoción humana son realidades que no se pueden identificar, pero pueden existir entre ambas nexos muy estrechos “porque el hombre que hay que evangelizar no es un ser abstracto, sino un ser sujeto a los problemas sociales y económicos. Lazos de orden teológico, ya que no se puede disociar el plan de la creación del plan de la redención que llega hasta situaciones muy concretas de injusticia, a la que hay que combatir y de justicia que hay que restaurar. Vínculos de orden eminentemente evangélico como es el de la caridad: en efecto, ¿cómo proclamar el mandamiento nuevo sin promover, mediante la justicia y la paz, el verdadero, el auténtico crecimiento del hombre?"(EN, 31).

En el discurso acerca de la evangelización se deben tener presente algunas afirmaciones primordiales:

12

•El primado de Dios en la evangelización: “En cualquier forma de

evangelización el primado es siempre de Dios, que quiso llamarnos a colaborar con Él e impulsarnos con la fuerza de su Espíritu. La verdadera novedad es la que Dios mismo misteriosamente quiere producir, la que Él inspira, la que Él provoca, la que Él orienta y acompaña de mil maneras. En toda la vida de la Iglesia debe manifestarse siempre que la iniciativa es de Dios, que «Él nos amó primero» (1 Jn 4,19) y que «es Dios quien hace crecer» (1 Co 3,7). Esta convicción nos permite conservar la alegría en medio de una tarea tan exigente y desafiante que toma nuestra vida por entero. Nos pide todo, pero al mismo tiempo nos ofrece todo” (EG, 12).

•La “necesidad de evangelizadores creíbles, en cuya vida resplandezca la belleza del Evangelio”8. “Una madre no puede dar a luz un niño sin sufrir. Todo parto implica sufrimiento, es sufrimiento, y llegar a ser cristiano es un parto. Digámoslo una vez más con palabras del Señor: «El reino de Dios exige violencia» (M 11, l2; Lc 10, 16), pero la violencia de Dios es el sufrimiento, la cruz. No podemos dar vida a otros sin dar nuestra vida. El proceso de renuncia al propio yo, al que me he referido antes, es la forma concreta (expresada de muchas formas diversas) de dar la propia vida. Ya lo dijo el Salvador: «Quien pierda su vida por mi y por el Evangelio, la salvará»" (Mc 8, 35)9.

•“Tácitamente o a grandes gritos, pero siempre con fuerza, se nos pregunta: ¿Creéis verdaderamente en lo que anunciáis? ¿Vivís lo que creéis? ¿Predicáis verdaderamente lo que vivís? Hoy más que nunca el testimonio de vida se ha convertido en una condición esencial con vistas a una eficacia real de la predicación. Sin andar con rodeos, podemos decir que en cierta medida nos hacemos responsables del Evangelio que proclamamos” (EN, 76).

•La propuesta de un Dios personal que se revela de forma plena en Jesucristo, como réplica a esa religión indefinida que valora más la peregrinación que la meta y está cerca de una mística envolvente sin el peso crítico de la teología. El núcleo del mensaje no puede ser otro que “una clara proclamación de que en Jesucristo, Hijo de Dios hecho hombre, muerto y resucitado, se ofrece la salvación a todos los hombres, como don de la gracia y de la misericordia de Dios” (EN, 27). Modificar los contenidos esenciales de la evangelización equivaldría a desnaturalizarla (EN, 25). Existen, sin embargo, elementos secundarios cambiantes que exigen una adecuada interpretación.

•La posibilidad de relación y comunión con ese Dios que es amor (1 Jn 4, 8) y –además de hacerse visible históricamente porque envió al mundo a su Hijo para darnos vida (1 Jn 4, 9)– percibimos hoy su presencia en su Palabra, en los sacramentos, en la oración, en la comunidad viva de los creyentes (Deus caritas est, 17).

8 Iglesia en Europa, 49 (IE). 9J. RATZINGER, “La nueva evangelización”. Conferencia pronunciada en el Congreso de catequistas y profesores de religión. Roma 10.XII.2000, L’Osservatore Romano, 19 de enero de 2001.

13

•La presentación de una Iglesia que debería significarse en toda su acción pastoral “por la ternura con la que se dirige a los creyentes; nada en su anuncio y en su testimonio hacia el mundo puede carecer de misericordia. La credibilidad de la Iglesia pasa a través del camino del amor misericordioso y compasivo” (Misericordiae vultus, 10)

•La apertura de la misión evangelizadora a todas las necesidades humanas, tanto materiales como espirituales. Es decir, el imperativo de la caridad como exigencia de la evangelización. “Lo que más oculta hoy el rostro de Dios es la profunda injusticia que reina en el mundo. Si no luchamos contra ella y no nos ponemos del lado de las víctimas, colaboramos al actual ocultamiento de Dios”10. San Gregorio Magno interpreta así el envío que Jesús hace de los discípulos: “Manda a sus discípulos a predicar de dos en dos, ya que es doble el precepto de la caridad, a saber, el amor de Dios y el del prójimo”11. Los grandes amigos de Dios han sido capaces de dar la vida por los hermanos. Nunca olvidaron que “Todo lo que hacéis a uno de estos hermanos míos más pequeños, me lo hacéis a mí” (Mt 25, 40).

•La atención personalizada a los destinatarios (EN, 46) y la utilización de los medios de evangelización más adecuados. El desafío que se plantea a la evangelización de todos los tiempos y lugares es presentar Pascua y Pentecostés –la resurrección de Jesús y su presencia actual a través del Espíritu– como acontecimientos de ayer, de hoy y de siempre. Para ello, las Iglesias particulares “tienen la función de asimilar lo esencial del mensaje evangélico, de trasvasarlo, sin la menor traición a su verdad esencial, al lenguaje que esos hombres comprenden, y, después, de anunciarlo en ese mismo lenguaje” (EN, 63). Juan Pablo II habló de los nuevos areópagos como los púlpitos modernos desde donde es urgente anunciar el Evangelio con un lenguaje comprensible y convincente.

Todos estamos convocados a la misión y no una misión ensombrecida por la angustia del futuro de la fe, sino acompañada de la alegría. San Agustín invita al diácono Deogracias a superar cualquier sentimiento de frustración y que fije su mirada en las reacciones positivas que puedan surgir en los oyentes. Señala que es necesario explicar cómo tratar los temas de la fe, qué tipo de exposición elegir…pero lo más importante es considerar “qué medios se han de emplear para que el catequista lo haga siempre con alegría, pues cuanto más alegre esté más agradable resultará” (La catequesis a principiantes II, 4). El amigo y biógrafo de san Agustín Posidio, asegura que “hasta su postrera enfermedad predicó sin interrupción la palabra de Dios en la iglesia con alegría y fortaleza, con mente lúcida y sano consejo” (Vida de San Agustín, 31). El papa Francisco ha introducido la alegría como sintonía de sus discursos y algunos de sus documentos: Evangelii gaudium, Veritatis gaudium…

La alegría es un resorte catequético de gran valor. “…sea cual fuere entre éstas la causa real de la turbación de nuestra tranquilidad, según el

10 Creer en tiempos de increencia, Carta pastoral del los obispos de Pamplona y Tudela, Bilbao, San Sebastián y Vitoria, Cuaresma-Pascua 1988, nº 74. 11 Homilía 17, 1-3.

14

consejo de Dios, hemos de buscar el remedio para disminuir nuestra tensión interior y alegrarnos con fervor de espíritu y gozarnos en la tranquilidad de una buena obra, pues Dios ama al que da con alegría” (La catequesis a principiantes X, 14). Es la alegría misionera –la dulce y confortadora alegría de

evangelizar (EG, II, 9)– que llena la vida de la comunidad de los discípulos. “La experimentan los setenta y dos discípulos, que regresan de la misión llenos de gozo (cf. Lc 10,17). La vive Jesús, que se estremece de gozo en el Espíritu Santo y alaba al Padre porque su revelación alcanza a los pobres y pequeñitos (cf. Lc 10,21). La sienten llenos de admiración los primeros que se convierten al escuchar predicar a los Apóstoles «cada uno en su propia lengua» (Hch 2,6) en Pentecostés. Esa alegría es un signo de que el Evangelio ha sido anunciado y está dando fruto. Pero siempre tiene la dinámica del éxodo y del don, del salir de sí, del caminar y sembrar siempre de nuevo, siempre más allá. El Señor dice: «Vayamos a otra parte, a predicar también en las poblaciones vecinas, porque para eso he salido» (Mc 1,38). Cuando está sembrada la semilla en un lugar, ya no se detiene para explicar mejor o para hacer más signos allí, sino que el Espíritu lo mueve a salir hacia otros pueblos” (EG, 21).

II. – LA IGLESIA EVANGELIZADA Y EVANGELIZADORA. EL IMPERATIVO DE

LA AUTOEVANGELIZACIÓN

Amamos a la Iglesia, a la vez santa y pecadora, la servimos con generosidad, pero sabemos que la Iglesia en sí misma no es ni el centro ni la meta última de nuestra vida, precisamente porque ella misma está también al servicio del Reino de Dios. Esa es la misión de la Iglesia porque fue la misión de Jesús: anunciar el Reino, explicar su sentido y exigencias, testimoniar con obras y no solo con palabras su presencia en el mundo, animar la esperanza en su venida última, entregar su vida por la causa del Reino. Pablo VI nos recuerda que la evangelización es medular para la identidad y la misión de la Iglesia en el mundo. “La Iglesia lo sabe. Ella tiene viva conciencia de que las palabras del Salvador: «Es preciso que anuncie también el reino de Dios en otras ciudades» (Lc 4, 43), se aplican con toda verdad a ella misma. Y por su parte ella añade de buen grado, siguiendo a san Pablo: «Porque, si evangelizo, no es para mí motivo de gloria, sino que se me

impone como necesidad. ¡Ay de mí, si no evangelizara!» (1 Cor 9, 16). […]Ella –la Iglesia– existe para evangelizar, es decir, para predicar y enseñar, ser canal del don de la gracia, reconciliar a los pecadores con Dios, perpetuar el sacrificio de Cristo en la santa Misa, memorial de su muerte y resurrección gloriosa” (EN, 14).

Años más tarde, Juan Pablo II hablaba de la nueva evangelización. En el discurso inaugural para la IV Conferencia del Episcopado Latinoamericano, celebrada en Santo Domingo, en 1992, fijó una idea motriz que impulsaba la necesidad de acometer con valentía y creatividad una evangelización nueva. “Necesitamos –señalaba– una nueva evangelización, nueva en sus métodos, nueva en su ardor y nueva en su expresión”12.

12 Discurso de Juan Pablo II a la Asamblea del CELAM, Miércoles 9 de marzo de 1983, Port-au-Prince (Haití).

15

El papa Francisco –sin marginar la nueva evangelización– ha puesto

más el acento en la autoevangelización. “Invito a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se encuentre, a renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso. No hay razón para que alguien piense que esta invitación no es para él, porque «nadie queda excluido de la alegría reportada por el Señor»” (EG, 3). Concibe la evangelización como el desbordamiento de la verdad y de la belleza gustadas, el anuncio del gozo íntimo de “la alegría que se vive en medio de las pequeñas cosas de la vida cotidiana, como respuesta a la afectuosa invitación de nuestro Padre Dios: «Hijo, en la medida de tus posibilidades trátate bien […] No te prives de pasar un buen día» (Si 14,11.14). ¡Cuánta ternura paterna se intuye detrás de estas palabras!” (EG, 4).

Colocar la tilde en la autoevangelización es paso previo y, al mismo

tiempo instrumento evangelizador, porque cuando el creyente coloca a Cristo en el centro de su corazón se siente empujado a salir de sí mismo y a ser testigo del sentido de la vida y de la historia13. “Toda experiencia auténtica de verdad y de belleza –señala el papa Francisco– busca por sí misma su expansión, y cualquier persona que viva una profunda liberación adquiere mayor sensibilidad ante las necesidades de los demás. Comunicándolo, el bien se arraiga y se desarrolla. Por eso, quien quiera vivir con dignidad y plenitud no tiene otro camino más que reconocer al otro y buscar su bien” (EG, 9).

La autoevangelización siempre será una tarea inacabada porque “la Iglesia comienza por evangelizarse a sí misma. Comunidad de creyentes, comunidad de esperanza vivida y comunicada, comunidad de amor fraterno, tiene necesidad de escuchar sin cesar lo que debe creer, las razones para esperar, el mandamiento nuevo del amor” (EN, 15).

III. –EVANGELIZAR DESDE LA CONFESIÓN DE SENTIRSE NECESITADOS DE

EVANGELIZACIÓN

Se insiste hoy en la necesidad de la vuelta a lo esencial cristiano. El debilitamiento de la fe lleva a la flaqueza de toda la vida cristiana con un claro reflejo en el abandono de la oración, la celebración sacramental y el testimonio evangélico. Quizá esta fragilidad de la experiencia teologal que sustenta la fe en Jesús y su seguimiento, devalúe algunos de nuestros programas pastorales. Por eso es necesario un ejercicio de autocrítica y de conversión tanto personal como pastoral. La conversión pastoral nos emplaza a revisar la calidad evangélica de nuestra misión que se distancia de esa vida cristiana sin pulso que se aproximaría a la llamada “gracia barata” de D. Bonhöffer: “La gracia barata es la gracia sin seguimiento de Cristo, la gracia sin cruz, la gracia sin Jesucristo vivo y encarnado”14.

13 BRUNO FORTE, La esencia del cristianismo, Sígueme, Salamanca (2002), 104. 14 D. BONHÖFFER, El precio de la gracia, Sígueme, Salamanca (1968), 16.

16

También se puede hablar de la “pastoral sin Jesucristo” y así lo advierte el papa Francisco cuando, al tiempo que nos recuerda que la misión nos

reclama una entrega generosa, señala que “sería un error entenderla como

una heroica tarea personal, ya que la obra es ante todo de Él, más allá de lo que podamos descubrir y entender. Jesús es «el primero y el más grande evangelizador» (EN, 7). “En cualquier forma de evangelización el primado es siempre de Dios, que quiso llamarnos a colaborar con Él e impulsarnos con la fuerza de su Espíritu. La verdadera novedad es la que Dios mismo misteriosamente quiere producir, la que Él inspira, la que Él provoca, la que Él orienta y acompaña de mil maneras. En toda la vida de la Iglesia debe manifestarse siempre que la iniciativa es de Dios, que «Él nos amó primero» (1 Jn 4,19) y que «es Dios quien hace crecer» (1 Co 3,7)” (EG, 12). Y si una pastoral “sin Jesucristo” está llamada la esterilidad, lo mismo una pastoral que no sea donación y confesión de uno mismo. Francisco retoma en la Evangelii gaudium un texto del Documento de Aparecida: «La vida se acrecienta dándola y se debilita en el aislamiento y la comodidad. De hecho, los que más disfrutan de la vida son los que dejan la seguridad de la orilla y se apasionan en la misión de comunicar vida a los demás». (V Conferencia general del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Documento de Aparecida, 360). (EG, 10). Llegamos así a la necesidad de la conversión personal, pastoral y misionera de los evangelizadores como preámbulo de la acción pastoral. La situación actual de indiferencia religiosa hace que resulten insuficientes las respuestas centradas en la mejora –sin duda necesaria– de los métodos e instrumentos de las acciones destinadas a la pastoral juvenil y al acompañamiento en la educación de la fe. El imperativo de la conversión y lo que llamamos “transmisión” de la fe con una expresión que, por su ambigüedad, algunos prefieren sustituir por “comunicación”, se inscriben en el horizonte sobrenatural de la gracia. Un proceso que va unido al sentimiento de encuentro con el Misterio y de acogida personal.

En un contexto agustiniano, el agente de pastoral sería un indicador que no apunta a lo lejos, sino hacia el interior de uno mismo provocando el encuentro con el Maestro que habita dentro de cada uno. “El sonido de nuestras palabras golpea vuestros oídos, pero el maestro está dentro. No penséis que alguien aprende algo de otro hombre. Podemos poner alerta mediante el sonido de nuestra voz, pero si no se halla dentro alguien que enseñe, el sonido que emitimos sobra […] El magisterio exterior no es más que una cierta ayuda, un alertar. Quien tiene su cátedra en el cielo es quien instruye los corazones. Por eso dice también él mismo en el evangelio: No permitáis que os llamen maestros en la tierra; único es vuestro maestro, Cristo (Mt 23, 1–12)” (Tratados sobre la primera Carta de san Juan, 3, 13).

Siguiendo a san Pablo, Agustín subraya que en todo hombre está presente Cristo–Verdad. “En el hombre interior habita Cristo” (Eph 3, 16-17). Para acoger a la Verdad–Cristo es preciso que el hombre retorne a sí mismo. Es en lo más íntimo de nuestro ser donde Cristo nos habla y nos enseña. Por eso la recomendación de Agustín: “Vuelve primero a tu corazón; como un desterrado andas errante fuera de ti. ¿Te ignoras a ti mismo y vas en busca de

17

quien te creó? Vuelve, vuelve al corazón…; mira allí qué es lo que tal vez sientes de Dios; allí está la imagen de Dios. En el hombre interior habita Cristo, y en el hombre interior serás renovado según la imagen de Dios; conoce en su imagen a su Creador” (Tratados sobre el Evangelio de San Juan, 18, 10). El evangelizador solo podrá transmitir una experiencia de Dios, si él mismo vive en su más íntima entraña esa misma experiencia. “Nosotros todos tenemos un solo maestro y, bajo su autoridad, somos condiscípulos. No somos vuestros maestros porque os hablemos desde lo alto de un estrado, sino que el maestro de todos es quien habita en todos nosotros” (Sermón 134,1). Estamos, entonces, ante una comunicación triangular en la que el evangelizador y el oyente establecen una relación simultánea con esa “presencia” que subraya H. U. Von Balthasar con una frase de claro sello agustiniano: “El hombre es un ser con un Misterio en su corazón que es mayor que él mismo”15

IV–.LA NECESIDAD DE UN NUEVO GIRO EN LA TRANSMISIÓN DE LA FE

“Id y enseñad” tiene un marcado carácter histórico, dinámico y social. Enseñad a todos los pueblos, hablad todas las lenguas, acoged críticamente todas las culturas, acompañad a los hombres y mujeres de todos los tiempos. Estamos ante la necesidad de la conexión entre la fe y la vida. Lo que creemos es también lo que amamos y lo que amamos está presente de modo permanente en nuestro acontecer diario. El credo es una forma de vivir, no de pensar, y fuente de donde mana el comportamiento cristiano.

Las generaciones que nos sigan puede heredar una religiosidad renovada o, por el contrario, un desierto religioso. Uno de los grandes teólogos y místicos contemporáneos escribe: “Es evidente que hablar de Dios hoy con el lenguaje de los primeros siglos, o hablar de Él a los hombres de hoy con el lenguaje de hace solo algunos decenios, es condenarse de inmediato a no ser comprendido, supone hacer correr a Dios el peligro de aparecer como un mito

que ha de ser relegado al museo de las antigüedades.[…] En cuanto se habla de Dios sin vivirlo, le traicionamos, lo convertimos en un ídolo, en un mito absurdo y abyecto, hacemos de Él un límite y una amenaza, y el que lo hace acaba siendo ateo. Y el peor de los ateísmos es, precisamente, hablar de Dios sin vivir de Dios. Es como si pudiéramos hablar del amor sin amar”16.

El problema de la evangelización y comunicación de la fe hoy es un suceso de extraordinaria importancia y hay que descartar falsas salidas. Se impone un esfuerzo de lucidez para conocer la tierra que pisamos y explorar los caminos por donde podría discurrir la tarea evangelizadora durante los próximos años. Quizá tampoco sea posible hacer proyectos a largo plazo. Muchas veces, el primer choque que se produce en el anuncio del Evangelio es la incompatibilidad entre el mensaje propuesto y la placenta cultural en que se mueven los destinatarios. La solución no pasa por la acomodación del evangelio sino por invalidar el dilema irreconciliable entre la necesidad de ser moderno o ser creyente. Demasiados prejuicios han pasado a la categoría de

15 H.U. V. BALTHASAR, La oración contemplativa, Encuentro, Madrid (1985), 16. 16 M. ZUNDEL, Otro modo de ver al hombre, Desclée de Brouwer, Bilbao (2002), 43.

18

tesis por una y otra parte. Desde la suspicacia, se afirma que la modernidad excluye toda alusión a la trascendencia o que la fe es una cuña molesta e impertinente en la dualidad hombre–mundo. Tampoco falta, a veces desde la orilla de la Iglesia, una interpretación exageradamente restrictiva de cuestiones abiertas por alinearse fielmente en una tradición que es revisable. En definitiva, la incoherencia y contaminación de una fe sociológica que hoy no termina de encontrar su propio espacio y se doblega ante las verdades menores de la estadística, de la opinión publicada o de los mensajes que emiten los medios de comunicación. Una fe fluctuante, sin raíces y sin un necesario potencial crítico para leer la historia actual con ojos cristianos. En algunos casos, solo queda una tenue memoria litúrgica que lleva a la participación intermitente en los sacramentos.

Lo que llamamos transmisión de la fe no consiste en la entrega de un depósito de valores o de ideas, sino en hacer posible una experiencia. Un proceso que conduce a la acogida personal del Misterio que se aloja dentro de uno mismo, que nos habita y sostiene. Transmitir la fe es, fundamentalmente, provocar en la persona ese viaje agustiniano a la interioridad para el encuentro con el Dios que es más íntimo que la propia intimidad (Confesiones 3, 6,11). Una pregunta de difícil respuesta es si una experiencia se puede transmitir. Las experiencias son personales, pero su confesión puede suscitar otras experiencias. Estamos ante la importancia del acompañamiento persona a persona, tal como señala el papa Francisco (EG, 127). “En esta predicación, siempre respetuosa y amable, el primer momento es un diálogo personal, donde la otra persona se expresa y comparte sus alegrías, sus esperanzas, las inquietudes por sus seres queridos y tantas cosas que llenan el corazón” (EG, 128).

En la teología del P. Rahner desempeña un papel central la experiencia de Dios e insiste en el carácter mistagógico de la acción pastoral. Utiliza un ejemplo muy gráfico. En la transmisión de la fe, la Iglesia y los agentes de pastoral no tienen que llevar a la tierra del corazón el agua de la palabra o de los sacramentos para que esa tierra dé frutos. Más que llevar agua desde el exterior, hay que ahondar el pozo del corazón para que surja el manantial de la presencia de Dios17. En esta reflexión del P. Rahner se percibe un indudable rumor agustiniano: “Tenemos un solo maestro y, bajo su autoridad, todos somos condiscípulos… el maestro de todos es quien habita en nosotros” (Sermón 134,1). Sin la atención al Maestro interior no se puede hablar de transmisión de la fe porque el encuentro con Dios tiene lugar –en expresión de san Juan de la Cruz– “del alma en el más profundo centro”.

Hay que insistir en que la clave de lo religioso es el Misterio. Evoca una realidad más allá de lo conocido que no se deja abarcar por las redes de la razón humana y sobrecoge al hombre. Es preciso que las creencias de nuestra fe no sean simplemente un tejido de nociones. “Si Dios es la suprema realidad, hace falta que sea un acontecimiento en nuestra vida, y precisamente en la medida en que nos transformamos, Su presencia se vuelve irrecusable. No es posible rechazar a Dios y negarle, si es un acontecimiento en la vida y si estalla

17 Cf. K. RAHNER, Palabras de Ignacio de Loyola a un jesuita de hoy, Sal Terrae, Santander (1990), 11-12.

19

en el corazón mismo de la experiencia humana. Es aterradora la carencia que tenemos de esta dimensión mística”18.

V–.EVANGELIZAR DESDE NUESTRA IDENTIDAD

A lo largo de la historia de la Iglesia, hombres y mujeres de talla extraordinaria han apadrinado diferentes espiritualidades que ponen su acento en notas características. En este contexto comparece la pastoral agustiniana con una propuesta que se asienta sobre una teología y una espiritualidad determinadas. Es falsa y artificial la separación entre teología y pastoral. Una actuación pastoral que no tenga su anclaje en la teología puede perderse por caminos ajenos al Evangelio y a la misión de Jesús. Y, a la vez, una teología excesivamente teórica y abstracta puede quedarse en fría especulación que se pierda en responder a preguntas que nadie se ha hecho.

El itinerario es la Iglesia. Caminar en y con la Iglesia que ofrece el

acompañamiento a través de la Palabra de Dios, los sacramentos y la comunidad. Ofrece, también, un catálogo de espiritualidades. A través del tiempo, distintos hombres y mujeres han hecho su lectura particular del Evangelio de Jesús destacando diferentes aspectos, poniendo el acento en una u otra página. Nunca de forma excluyente. Colocar en el centro un valor evangélico no significa olvidar otros. Las diversas espiritualidades cristianas son –en expresión gráfica del P. Van Bavel– ventanales abiertos que permiten asomarnos al paisaje del Evangelio. En este contexto, san Agustín es maestro y pedagogo de una espiritualidad que tiene su sello original y, al mismo tiempo, notas compartidas con otras espiritualidades. Estudiar el mensaje doctrinal y vital de san Agustín y las notas de su espiritualidad, está supeditado a esa mirada centrada en el Evangelio que permite conocer y seguir a Jesucristo.

La meta de llegada de este camino o proceso es el discipulado, el seguimiento de Jesucristo, la identificación con las grandes causas que estuvieron presentes en su vida: la fidelidad al Padre, el amor y la misericordia por los hermanos, la construcción del Reino. No es un camino diverso al común de todo cristiano. Todos, por tanto, discípulos del único Maestro aunque asomados a distintos ventanales y acompañados por pedagogos diferentes.

San Agustín es padre de una espiritualidad o de una cosmovisión

cristiana que, aunque no aparezca sistematizada en ninguna de sus obras, su armazón se puede ensamblar a partir de los conceptos fundamentales de su pensamiento. Es posible seguir el itinerario cristiano de la espiritualidad agustiniana porque san Agustín nos dejó el relato de su camino humano–religioso y de su encuentro consigo mismo, con los demás, con la naturaleza y con Dios. Su vida pasa por dos grandes experiencias: la experiencia humana y la experiencia de Dios. Dios y el hombre son dos temas que se turnan y entremezclan en su pensamiento. Esta visión unitaria es un proyecto incitante frente a los humanismos que presentan la disyuntiva Dios–hombre.

18 M. ZUMEL, o. c., 45-46.

20

Es oportuno, por lo tanto, fijar las opciones de fondo de la pastoral agustiniana y preguntarnos por nuestra aportación específica a la misión evangelizadora de la Iglesia. Revisar la acción evangelizadora desde la sabiduría del Evangelio y el magisterio de san Agustín es una ocasión de respuesta innovadora desde la fe y desde el estudio de nuestro carisma. “Cada vez que intentamos volver a la fuente y recuperar la frescura original del Evangelio, brotan nuevos caminos, métodos creativos, otras formas de expresión, signos más elocuentes, palabras cargadas de renovado significado para el mundo actual. En realidad, toda auténtica acción evangelizadora es siempre «nueva»” (EG, 11).

VI–.TRAZOS DE UNA PASTORAL AGUSTINIANA

El fundamento y los trazos específicos de la espiritualidad agustiniana hay que buscarlos, naturalmente, en el mismo san Agustín, en las líneas que definen su experiencia humana y creyente. Agustín, hombre y cristiano, es compañero de camino, condiscípulo (Sermón 134,1), obrero de la viña como nosotros, que trabaja según las fuerzas que Dios le da (Sermón 49,2).

Acuñó una espiritualidad que se apoya –a juicio de los especialistas19–

en cuatro pilares: la interioridad, la comunidad, la pobreza y la eclesialidad. A partir de estos cuatro estribos de la espiritualidad inspirada en san Agustín, las opciones de fondo de una pastoral con marca agustiniana se pueden ampliar, pero estamos ante la necesidad de una síntesis que puede sintetizarse en el decálogo que, a continuación, se presenta sintéticamente:

1.-EL PRIMADO DE JESUCRISTO EN LA PASTORAL AGUSTINIANA

La espiritualidad cristiana consiste en vivir según el Espíritu de Jesucristo. El seguimiento de Jesús, común a todo bautizado, es la base de la espiritualidad. Este es el programa único de todos los cristianos. La personalidad singular de algunos hombres y mujeres y las encarnaciones diversas que ellos mismos han hecho del evangelio, dan nombre a un amplio catálogo de espiritualidades. Modelos diferentes, fruto de la fecundidad del Espíritu, que tienen su convergencia en el seguimiento de Jesucristo. “Nosotros que somos y nos llamamos cristianos, no creemos en Pedro, sino en el mismo que creyó Pedro... El mismo Cristo, maestro de Pedro, es también nuestro maestro en la doctrina que lleva a la vida eterna” (La ciudad de Dios XVIII, 54,1).

Ninguna espiritualidad es monopolio de un grupo, sino que las distintas

espiritualidades forman parte del patrimonio de toda la Iglesia. Laicos y religiosos podemos compartir una misma espiritualidad y establecer una interrelación que nos enriquezca mutuamente. En Vida consagrada se repite en diferentes pasajes la expresión “intercambio de dones” (47, 54, 62, 82, 85,101).

19L.MARÍN DE SAN MARTÍN, Los agustinos. Orígenes y espiritualidad, Institutum Historicum Augustinianum, Roma (2009), 203.

21

El cristiano, y por tanto toda comunidad cristiana, se identifica como seguidor de Jesucristo. Él es “la salvación enviada por Dios” (Comentario al Salmo 49,31) que nos revela al Padre y nos convoca a la fraternidad. “Él es la fuente de la vida: acércate, bebe y vive; es la luz: acércate, posesiónate de ella y ve. Si Él no te inunda, te secarás” (Sermón 284,1). Recuperar el lugar central de Cristo en la evangelización y en la catequesis, no es otra cosa que un retorno a la auténtica dimensión del anuncio cristiano. El mismo itinerario debe seguir la espiritualidad20.San Agustín es rotundo al hablar de la necesidad de Jesucristo: “El que cree que puede dar fruto por sí mismo, no está unido a la vid; quien no está unido a la vid no está unido a Cristo, y, quien no está unido a Cristo no es cristiano” (Tratados sobre el Evangelio de San Juan 81,2). “Adheríos a él con amor incansable como a piedra angular” (Sermón 200, 3,4). A su vez, Jesucristo es el hombre tal como Dios lo pensó, el hombre perfecto que proclama el amor universal y anuncia al Padre y su Reino como lo único importante. “Todo lo hizo bien” (Mc 7,37), por eso su vida es una página impecable de humanidad. ”Ecce homo” (Jn 19,5) –aquí está el hombre– dirá Pilatos en frase que va más allá del alcance de sus palabras. Jesucristo, por tanto, además de ser evangelio y revelación de Dios, es revelación del hombre. Dios regala al ser humano un destino: Jesucristo, centro de la historia y modelo ejemplar de todo lo humano. “Todo hombre es Adán... todo hombre es Cristo”, en expresión agustiniana (Comentario al Salmo 70, 2,1).

El bautismo es fundamento de nuestra incorporación a Jesucristo. “El

que quiera seguirme, niéguese a sí mismo” (Mt 16,24). “Esto no es cosa que deban oír solo las vírgenes y no las casadas; solo las viudas y no las esposas; solo los monjes y no los casados; solo los clérigos y no los laicos; toda la Iglesia, todo el cuerpo, todos los miembros con sus funciones propias y distintas, es la que ha de seguir a Cristo” (Sermón 96,7, 9).

Acercándonos ya a la espiritualidad agustiniana, se trata de una concepción del ser humano como espejo y reflejo de Dios. Todo lo que conocemos acerca de Dios es lo que Jesús nos ha revelado. El centro de la Escritura, es Jesucristo. Toda la Biblia, en expresión de san Agustín, “habla de Cristo y nos exhorta al amor” (La Catequesis a principiantes 4,8).

El ser humano, misterio (Confesiones 4, 14,22) y abismo (Comentario al Salmo 41,13), hinchado e inestable como el mar (Confesiones 13, 20,28), se siente vulnerable y necesitado, al descubrir que lleva a flor de piel la marca de su pecado (Confesiones 1, 1). La confesión de esta indigencia radical se traduce en búsqueda “Nos hiciste Señor para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti” (Confesiones 1, 1,1). Este camino de búsqueda de Dios lo concibe san Agustín en comunidad. A la hora de elegir un modelo comunitario, considera que la comunidad de Jerusalén es el ideal de vida cristiana (Sermón 77,4): “Tenían un alma sola y un solo corazón“(Hch 4,32-35).

20 Cf. Redemptoris missio, de Juan Pablo II (1990); Documento final de la IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, Santo Domingo (1992); Carta apostólica Tertio millennio adveniente, (1994)...

22

Hay un camino de acceso a Jesucristo: el camino del seguimiento. En palabras gráficas de san Agustín, “andar por las huellas de Cristo” (Sermón 304,3). Levantar el edificio de la vida cristiana con otros planos a la vista, sería equivocado. El misterio de la Encarnación es un misterio de obediencia y de abajamiento. San Pablo dirá que Cristo no se aferró a su categoría de Dios; al contrario, tomó la condición de esclavo y se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz (cf. Flp 2,6-9). San Agustín escribe: “Cristo nuestro señor es puerta baja; quien quiera entrar por esta puerta, ha de agacharse para entrar con la cabeza sana. Quien, en vez de humillarse, se enorgullece, quiere entrar por el muro, y quien sube por el muro, sube para caer” (Tratados sobre el Evangelio de San Juan 45,5).

El papa Benedicto XVI habló en una de sus audiencias generales del

deseo de san Agustín por conocer y acercarse a Jesús. En Cartago leyó san Agustín el Hortensio, obra de Cicerón que no se conserva y que se sitúa en el inicio de su camino hacia la conversión. Este libro despertó en Agustín el amor a la sabiduría, pero no encontró en sus páginas ningún rastro de Jesucristo. Comentaba Benedicto XVI: “Pero, dado que estaba convencido de que sin Jesús no puede decirse que se ha encontrado efectivamente la verdad, y dado que en ese libro apasionante faltaba ese nombre, al acabar de leerlo comenzó a leer la Escritura, la Biblia. Pero quedó decepcionado, no solo porque el estilo latino de la traducción de la sagrada Escritura era deficiente, sino también porque el mismo contenido no le pareció satisfactorio. En las narraciones de la Escritura sobre guerras y otras vicisitudes humanas no encontraba la altura de la filosofía, el esplendor de la búsqueda de la verdad, propio de la filosofía. Sin embargo, no quería vivir sin Dios; buscaba una religión que respondiera a su deseo de verdad y también a su deseo de acercarse a Jesús”21.

San Agustín presenta con frecuencia a Cristo en su relación con la

Iglesia y a la Iglesia inseparablemente unida a Cristo. Es el Cristo total, el Cristo completo22. “La cabeza y el cuerpo forman un único Cristo” (Sermón 341, 11). Muchos cristianos y un solo Cristo. “Estos cristianos, con su cabeza, que subió al cielo, son un solo Cristo; no es él uno y nosotros muchos, sino que, siendo nosotros muchos, en aquel uno, somos uno. Luego Cristo es uno, cabeza y cuerpo. ¿Cuál es su Cuerpo? Su Iglesia, conforme dice el apóstol: Somos miembros de su Cuerpo y vosotros sois cuerpo de Cristo y miembros (1 Cor 2, 27)” (Comentario al Salmo 127, 3).

La dimensión del Cristo total es una de las intuiciones geniales de san

Agustín que refleja la estrecha unión entre su pensamiento cristológico y eclesiológico. En la controversia donatista Agustín defiende el aspecto visible, jerárquico y geográfico de la Iglesia. Como pastor, sin embargo, reflexiona sobre la Iglesia como cuerpo místico de Cristo y es en la eclesiología donde Agustín coloca a Cristo como centro. Lleno de entusiasmo, exhortaba a sus fieles para que se sintieran llenos de gozo y gratitud porque no solo hemos sido invitados a ser cristianos, sino Cristo mismo: “Felicitémonos, pues, a nosotros mismos y seamos agradecidos; se nos ha hecho llegar a ser no sólo

21 Audiencia general, Miércoles 9 de enero de 2008. 22 Cf. F. MORIONES, Teología de San Agustín, BAC (2004), 200 y ss.

23

cristianos, sino Cristo mismo […] Maravillaos, alegraos, se nos ha hecho llegar a ser Cristo mismo. Porque si él es la cabeza, nosotros somos los miembros, todo el hombre es él y nosotros… Por tanto, la plenitud de Cristo es la cabeza y los miembros. ¿Cuál es la cabeza y cuáles son los miembros? Cristo y la Iglesia” (Tratados sobre el Evangelio de San Juan 21,8). Y comentando el salmo 90, escribe: “El cuerpo de esta cabeza es la Iglesia; no solo la que está aquí, sino también la que se halla extendida por toda la tierra; y no sólo la de ahora, sino la que existió desde Abel hasta los que han de nacer y crecer en Cristo hasta el fin del mundo; es decir, la Iglesia es todo el pueblo de los santos que permanecen a una ciudad. Esta ciudad es el cuerpo de Cristo, la cual tienen por cabeza a Cristo” (Comentario al Salmo 90 s.2.1; también Comentario al Salmo 36, s.3A).

La expresión agustiniana del Cristo total nos lleva a la conclusión de que todos estamos intercomunicados y tanto el bien como el mal tienen un inseparable aspecto social. Es toda una comunicación profunda que hace a la Iglesia –histórica y pecadora– también divina y partícipe, ya en la historia, de la condición gloriosa de su cabeza. Reconocer esta santidad unida a nuestra propia fragilidad es un motivo para la gratitud y para la humildad. “Si dice que fuimos santificados, diga también cada uno de los fieles: Soy santo. Esta no es soberbia de engreídos, sino confesión de agradecidos. Si dijeres que eras santo por ti, serás soberbio. Asimismo, si siendo fiel de Cristo y miembro de Cristo dijeres que no eres santo, serás ingrato” (Comentario al Salmo 85,4). Todos los miembros, por su bautismo, conforme a un idéntico título, son como Cristo: “Los cristianos son el mismo Cristo” […]“... nosotros somos cuerpo de Cristo, porque todos somos ungidos, y todos estamos en Él, siendo Cristo y de Cristo, porque en alguna manera el Cristo total es cabeza y cuerpo” (Comentario al Salmo 26, 2,2).

Finalmente, la humanidad de Jesús que traspasa la barrera de su muerte y se prolonga y hace presente allí donde hay aliento humano. “No te quejes, y menos no murmures porque naciste en estos tiempos, en los que no puedes ver al Señor en el cuerpo. Lo puedes; pues él dijo: lo que hagáis a uno de estos mis pequeños, a mí me lo hacéis” (Sermón 103, 1, 2).

2.-EL ALMA DE LA PASTORAL AGUSTINIANA ES LA CARIDAD

Todo el Nuevo Testamento se resume en el mandamiento del amor: “Yo os he amado, amaos también entre vosotros” (Jn 13, 34-35). “Esto es todo lo que os mando: que os améis unos a otros” (Jn 15, 17). Si Dios es amor –el Amor–, nosotros “amamos, porque él nos amó primero” (1 Jn 4, 10). El nuestro es un amor participado. “Este amor nos lo otorga el mismo que dijo: Como yo os he amado, amaos también entre vosotros. Pues para esto nos amó precisamente, para que nos amemos los unos a los otros” (Tratados sobre el Evangelio de San Juan, 65,3). Podemos amar como Dios ama o ensayar otras formas de amar que se alejan del Amor. Lo advierte san Agustín: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros. No como se aman los hombres simplemente porque son hombres; sino como se quieren todos los

24

que se tienen por dioses e hijos del Altísimo, y llegan a ser hermanos de su único Hijo…” (Tratados sobre el Evangelio de San Juan, 65, 3).

La historia de la salvación que transcurre a través de la Biblia es una historia de amor. El hombre, sin embargo, –jugando con su libertad– rompió la alianza con Dios. El resultado fue –en expresión gráfica de san Agustín– una sociedad “dominada por la ambición de dominio en sus príncipes o en las naciones que somete” (La ciudad de Dios, 14, 28). Pero Dios, que es Padre por bondad (Sermón 213, 2) y Madre por ternura (Comentario al Salmo 26, 2, 18), llama al hombre y dialoga con él para volver a la amistad. Así nació el proyecto de la nueva creación y del hombre nuevo. Aquella aventura humana de libertad provocó en Dios un gesto todavía mayor de amor (Sermón 169, 13).

Uno de los títulos que concedido a san Agustín es el santo del amor. Llegó a conocerlo y vivirlo por tres caminos distintos: la experiencia personal, la búsqueda y la revelación divina. En el tema del amor, la experiencia es fundamental. Las Confesiones no recogen solamente reflexiones, sino experiencias vitales de san Agustín. En la familia supo lo que es el amor de los padres, particularmente la ternura y el acompañamiento de su madre Mónica. Habla con emoción de su amigo del alma (Confesiones 4, 4,7–7,12) y confiesa que sin los amigos no podía sentirse feliz (Confesiones 6, 16, 26). Hasta tal punto la amistad es una necesidad vital para él, que no se siente con fuerzas ni siquiera para servir a Dios en solitario (Las costumbres de la Iglesia católica 31,67). Convivió fielmente (Confesiones 4, 2,2) con una mujer que le dio un hijo (Confesiones 6, 15,25) y lloró la muerte de su madre Mónica con ejemplar amor filial (Confesiones 9, 29 y ss.).

Otro camino es la búsqueda. No solo buscaba amar, sino que buscaba el Amor: “Pregunté a la tierra y me dijo: ‘Yo no soy’… Pregunté al mar y a los abismos y me respondieron ‘Nosotros no somos tu Dios, búscalo por encima de nosotros’…Pregunté al cielo, al sol, a la luna y a las estrellas, y me respondieron: ‘Tampoco nosotros somos el Dios que buscas’…Entonces, me dirigí a mí mismo…” (Confesiones 10, 6, 9). Al no encontrarlo fuera, viajó hacia su interior con la misma pregunta sobre la palma de las manos: “Y guiado por ti, entré en mi interior… y vi una luz inmutable… una luz muy distinta de todas las luces de este mundo…una luz que solo el amor conoce” (Confesiones 7, 10, 16). Dentro de su corazón, Agustín encontró una luz que le guiaba hacia el Amor. Después de vagar lejos de sí mismo, encontró la meta de salida y la meta de llegada debajo de su piel.

Finalmente acudió a la revelación y se encontró con la noticia de que “Dios es amor” (1 Jn 4, 8). Agustín utiliza muchos nombres, como si todas las palabras le quedasen cortas para hablar de Dios: Belleza, luz, verdad, felicidad, misericordia, etc. Pero se queda, sobre todo, con la breve definición de san Juan: “Dios es amor” (1 Jn 4, 8). Agustín remata la frase diciendo que “el amor es Dios” (Tratados sobre la primera Carta de San Juan, 8, 14). “Aunque no se dijese nada más en alabanza del amor, nada más deberíamos buscar” (Id. 7, 4). Amamos porque “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones” (Rom 5, 5) y “por el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Sermón 34, 2).

25

San Agustín –como lo hace san Pablo en 1 Cor 13– también entona su propio cántico al amor: “El amor por el que amamos a Dios y al prójimo, encierra toda la grandeza y profundidad de las palabras divinas, como enseña el único Maestro (Mt 22, 37-40). Por eso, si no dispones de tiempo para examinar todas las páginas santas, para quitar todos los velos a sus palabras y penetrar en todos los secretos de las Escrituras, mantén el amor, del que pende todo; así tendrás lo que allí aprendiste e incluso lo que todavía no has aprendido […]. El amor da fuerza en la adversidad y moderación en la prosperidad. Es fuerte en las pruebas duras, y alegre en las acciones buenas; es seguro en la tentación y generoso en la hospitalidad; muy alegre para los

verdaderos hermanos y muy paciente entre los falsos. […]. El amor es el alma de las Escrituras, la fuerza de la profecía, la salud de los sacramentos, el fundamento de la ciencia, el fruto de la fe, la riqueza de los pobres, la vida de los que mueren… El amor es lo único que no se opone a la felicidad ajena, porque no es envidioso. Es lo único que no se enorgullece con la felicidad propia, porque no es orgulloso. Es lo único que no atormenta la mala conciencia, porque no obra el mal. En medio de los insultos permanece seguro, y entre los odios hace el bien; en medio de la ira es paciente; entre las insidias, inocente; en medio de la maldad, llora; en la verdad, crece. ¿Hay algo más fuerte y más fiel que el amor? Por consiguiente, buscad y perseverad en el amor. Y pensando en él, producid frutos” (Sermón 350, 2–3).

El amor es don, regalo gratuito. “El amor es un don de Dios, hasta el punto de ser llamado Dios” (Carta 186, 7). La gratuidad es exigencia básica del amor y uno de los pilares de la espiritualidad cristiana; el amor mismo es la recompensa de quien ama.

Para hablar de las realidades más grandes, se acude, muchas veces, a

la metáfora. Así lo hace san Agustín y se refiere al amor con distintos nombres: camino, búsqueda, fuerza, raíz, peso, luz... La lista es amplia.

El amor es camino. “Dios estableció el camino inmaculado del amor por

el que se va a Él, así como inmaculado es el camino de la fe por el que Él viene a nosotros” (Id. 17, 33). San Agustín alaba y anima a los que caminan y lo hacen con alegría: “Canta como suelen hacer los caminantes. Canta, pero camina. Alegra con el canto tu trabajo, no ames la pereza; canta, pero camina. ¿Qué significa ‘caminar’? Avanza, camina hacia el bien, hacia las buenas obras” (Id. 256, 3). A Dios no se llega a través del razonamiento discursivo, sino por medio del amor. Dios es un tú infinito, inexplicable, pero un tú personal. “Ningún camino es más excelente y maravilloso que el camino del amor. Pero es un camino elevado. Por eso, sólo los humildes caminan por él” (Ib. 141, 7). La humildad exige despojamiento y confianza que son, al mismo tiempo, ingredientes del amor: “El amor ama como un pobre y necesitado, hasta el punto de ponerse a disposición de lo que ama” (Comentario literal al Génesis, 1, 7,13).

El amor es búsqueda. El hombre vive en una búsqueda continua (Tratados sobre la primera Carta de San Juan, 10, 5). La inteligencia humana es un taladro que intenta abrir y desvelar los misterios que encuentra; la curiosidad se hace pregunta, duda, intuición. El amor arrastra a la búsqueda

26

de la verdad (La Trinidad, I, 5, 8). Dios ha de ser buscado siempre, porque siempre debe ser amado (Comentario al Salmo 104, 3). Por lo tanto, esta búsqueda no se da sin el amor y sin Dios. “Dios te dice: ‘Ámame’. Amas el oro; tienes que buscarlo y quizá no lo encuentres. Sin embargo, yo estoy con todo el que me busca”. Es el Dios siempre a nuestro lado (Confesiones 2, 2,4).

Otra de las comparaciones utilizada por san Agustín es el amor como

raíz: “Nuestra raíz es nuestro amor; nuestros frutos, las buenas obras” (Comentario al Salmo, 51, 12). Quiere decir que el amor está en el fondo de todas nuestras decisiones. “Cada uno es lo que ama. Y es tal la fuerza del amor que hace al que ama imagen del amado” (Ochenta y tres cuestione diversas, 35, 1) y ”cada uno vive según aquello que ama” (La Trinidad XIII, 20,26). También los pueblos se definen por sus amores. Para ver cómo es cada pueblo hay que examinar lo que ama (La Ciudad de Dios XIX, 24). Si se atrofia el amor, se paraliza la vida (Comentario al Salmo 85,24).

Jesucristo el Señor mira más a la raíz que a la flor (cf. Sermón 158, 6).

La raíz alimenta el árbol, lo sostiene y le da solidez. Lo mismo el amor a la persona. En este contexto se encuentra una de las frases más citadas de san Agustín: “Ama y haz lo que quieres” (Tratados sobre la primera Carta de San Juan 7, 8). Agustín establece este sabio principio para asegurar el cumplimiento de lo que el cristiano no debe olvidar nunca: el servicio, el respeto, la corrección fraterna, el perdón. En el fondo, “ama y haz lo que quieres” es el resumen del Evangelio de Jesús.

El amor es peso. “Mi peso es mi amor, él me lleva adondequiera soy llevado” (Confesiones 13, 9, 10). El peso del amor no responde a la ley de la gravedad. Como la llama o el aceite, tiende hacia arriba. Qué pesado y molesto puede resultar un viaje obligado y qué satisfacción cubrir los kilómetros que nos llevan al encuentro con alguien que amamos. Por eso el amor verdadero libera, eleva, nos ayuda a ascender.

El amor es luz (Comentario al Salmo 54, 8). Pero no lo es completamente, porque tampoco lo es el hombre. Éste es “Adán y Cristo” (Id. 70, 2, 1). De ahí la dialéctica luz–oscuridad, don–conquista, encuentro– búsqueda...Nunca podemos hablar de plenitud cuando hablamos de realidades humanas. Más que luz, el amor es contraluz; nos permite ver, intuir, pero no del todo.

Se podría pensar que san Agustín, con el fervor de la conversión, vivió el amor en una dirección vertical exclusivamente. San Agustín aparece siempre rodeado de amigos. “Amar y ser amado” (Confesiones 3, 1,1), fue la tarea de todos sus días. “Una vida solo la hace buena un buen amor”, escribe en el Sermón 311,11, y también afirma que “de ninguna otra cosa debe preocuparse uno en la vida, sino de elegir lo que se ha de amar” (Sermón 96, 1,1). “¿Qué consuelo nos queda en una sociedad humana como ésta, plagada de errores y de penalidades, sino la lealtad no fingida y el mutuo afecto de los buenos y auténticos amigos?” (La Ciudad de Dios XIX, 8).

27

Es importante amar y también saber elegir a la hora del amor. “Amad, pero ved qué es lo que amáis” (Comentario al Salmo 31, 2,5).El amor, en el contexto de la antropología agustiniana, tiene carácter religioso: “La vida buena y honesta tiene su origen en el amor de las cosas que deben ser amadas y como deben ser amadas. Es decir, en el amor de Dios y del prójimo” (Carta 137, 5,17). “Tus pies son tu amor. Debes tener dos pies para no ser cojo. ¿Cuáles son estos dos pies? Los dos mandamientos del amor: el amor de Dios y el amor del prójimo. Corre con estos dos pies hacia Dios” (Comentario al Salmo 33, 2,10).

3.-LA PASTORAL AGUSTINIANA PRIVILEGIA LA ORACIÓN Y LLEVA AL

DESCUBRIMIENTO DE LA INTERIORIDAD COMO LUGAR DE ENCUENTRO CON DIOS,

CON UNO MISMO Y CON LOS OTROS. San Agustín es un gran orante. Las Confesiones son la oración de un

hombre que reconoce con ojos de gratitud la acción salvadora de Dios en su vida. “¡Qué tarde comencé a amarte, belleza siempre antigua y siempre nueva, qué tarde! Tú te hallabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba...Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo... Pero Tú, me llamaste y me gritaste y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste y borraste mi ceguera; derramaste tu perfume y yo lo aspiré y ahora suspiro por ti: me diste a gustar de ti, y ahora siento hambre y sed de ti; me tocaste y ahora me abraso en la paz que procede de ti” (Confesiones 10, 27,38).

Su territorio es la interioridad y tiene condición dialogal. “Tu oración es tu conversación con Dios. Cuando lees, Dios te habla a ti; cuando tú oras, hablas con Dios” (Comentario al Salmo 85,7). Lo primero es oír a Dios, recogerse, encontrarse. Es la vuelta a la interioridad donde espera y tiene su cátedra el Maestro interior. Allí está Dios, allí habita, desde allí nos conduce (cf. Comentario al Salmo 41,1-9; Tratados sobre el Evangelio de San Juan 20,11-21). Es conocida la doctrina agustiniana sobre el Maestro interior que es Cristo. “Por eso, volved a vuestro interior y, si sois fieles, hallaréis allí a Cristo; Él nos habla allí. Yo le llamo, pero Él enseña más bien en el silencio. Yo hablo con los sonidos del lenguaje. Él habla interiormente por el temor del pensamiento” (Sermón 102,2) Una de esas oraciones sencillas y esenciales que debe caracterizar nuestro diálogo constante con Dios la expresa así san Agustín: “Da lo que mandas y manda lo que quieras” (Confesiones 10, 37,60). Es la convicción del “mendigo de Dios”, que reconoce sus límites y, al mismo tiempo, sabe lo que puede hacer con la presencia y la ayuda del amor del Señor.

Si Dios es el polo de imantación del corazón humano (Confesiones 1, 1,1), la única petición que debe incluir la oración es Dios mismo. Y desde el diálogo con Dios, buscar su rastro en la historia, leer el acontecer diario con los ojos de quien cree, espera y ama. El criterio verificador de la vida cristiana es el amor. Amar a Dios y amar al hombre como Dios lo ama. “¿En qué debemos ejercitarnos mientras estemos en este mundo? En el amor fraterno. Tú puedes decirme que no ves a Dios; pero ¿puedes decirme que no ves a los hombres?” (Tratados sobre la primera Carta de San Juan 5,7)

28

No es posible oración sin interioridad y no es posible interioridad sin recogimiento, sin el silencio que nos libera del cerco ruidoso que nos envuelve y de nuestro propio mundo, a veces turbulento. Para que no alabe solo la voz, sino también las obras (Comentario al Salmo 149,8), ya que Dios aplica el oído al corazón de quien le alaba (Comentario al Salmo 146, 1-3; Id. 118 s.5, 1; Id. 102,2), el ser humano ha de vivir una actitud permanente de escucha. Dios es interlocutor del hombre. De modo que la oración se puede definir como diálogo que mueve a cambiar el corazón, las raíces de la propia vida. “En la oración tiene lugar una conversión del corazón a Dios, el cual siempre está dispuesto a ayudarnos, con tal de que nosotros estemos dispuestos a recibir su ayuda” (El Sermón de la Montaña II, 3,14).

Este carácter renovador de la oración cristiana es una de las ideas

preferidas por san Agustín. “El hablar mucho en la oración es más propio de los gentiles que de los cristianos, pues se preocupan más de ejercitar la lengua que de limpiar el corazón” (El Sermón de la Montaña II, 3,12). Se entiende así que la oración no pueda reducirse a una experiencia externa, a una ráfaga emocional, sino que es un grito del corazón. “Nadie dudará que es vano el clamor que se eleva a Dios por los que oran si se ejecuta por el sonido de la voz corporal sin estar elevado el corazón a Dios” (Comentario al Salmo 118, 29,1).

Cuando la vida no pasa por la oración, se enquistan las actitudes de

las personas y se cierra el paso a las interpelaciones del Espíritu. La oración, entonces, no es una experiencia vivificante de conversión, sino un alboroto de palabras. “Para alabar a Cristo no seas alborotador con las voces y mudo con las obras” (Sermón 88, 13,12).

Para san Agustín, el bien supremo es la vida con Dios y de Dios:

“…todas las cosas que pueden desearse útil y convenientemente han de ser referidas a aquella vida en la que se vive con Dios y de Dios. Nos amamos a nosotros mismos justamente cuando amamos a Dios. Y, en conformidad con otro precepto, amamos con verdad a nuestro prójimo como a nosotros mismos cabalmente cuando, según nuestras posibilidades, le conducimos a un semejante amor de Dios” (Carta 130, 7,14).Este vivir con Dios exige unos espacios y tiempos dedicados a la oración. No se entiende una relación amorosa sin tiempos exclusivos para la relación con la persona amada. “Es necesario orar siempre” (Lc 18,1). San Agustín ofrece una interpretación humana y razonable a las palabras de Cristo. La oración es un diálogo del corazón que se identifica con el deseo o con el amor. Orar siempre es desear, amar continuamente. “¿Acaso sin interrupción estamos de rodillas o postrados, o tenemos las manos levantadas para que nos mande orar sin interrupción? Si tal cosa se nos pide al decir que oremos así, creo que nosotros no podemos orar sin interrupción. Hay, pues, otra clase de oración interior que es el deseo...Si no quieres cortar tu oración, no interrumpas el deseo. Tu continuo deseo es la voz continua de tu alma. Callarás si dejares de amar. El frío de la caridad es el silencio del corazón y el fuego del amor, el clamor del corazón” (Comentario al Salmo 37,14).

29

Cuando los especialistas en san Agustín y en la historia de la Orden han querido dibujar el perfil de la vida religiosa agustiniana, siempre han señalado como una nota definitoria la interioridad. Volver al interior es el estribillo que repite san Agustín. El encuentro con la verdad, el encuentro con el Maestro interior pasa por el viaje hacia uno mismo. (Comentario al Salmo 149,4). Vuelve a tu corazón y mírate en la Sagrada Escritura como un espejo que no engaña; tampoco te engañes a ti mismo (Sermón 49,5). Pregunta a tu corazón si posee la caridad (Comentario al Salmo 98,3). En la conciencia es donde ve Cristo, ama Cristo, habla Cristo, castiga Cristo y premia Cristo (Comentario al Salmo 44,29).

Para purificar el término interioridad, hay que decir que la interioridad agustiniana es autoconciencia, libertad, novedad permanente, porque la vida, con su río de sentimientos, de pensamientos y emociones, pasa por la interioridad. Y también pasa Dios, siempre desconcertante e inconmensurable. No es una estación término, sino un camino hacia el encuentro verdadero con uno mismo, con los demás y con Dios. Así entendida, la interioridad tiene un contenido teológico porque todo ser humano es templo de Dios, y derivaciones importantes en la vida espiritual. El gran tema de la oración, por ejemplo, o de la lectura contemplativa de la realidad tiene su asiento en la interioridad. El amor es el que ora (Las costumbres de la Iglesia católica I, 17,31).

Al mismo tiempo, la interioridad admite una traducción más amplia:

Conocimiento personal, autenticidad, aceptación, realismo, superación, experiencia de humanidad. “¿Cómo conocer a otras almas si se ignora a sí mismo, siendo que nada hay tan presente a sí mismo como el alma propia?” (La verdadera religión X, 3,5). Es la advertencia de Jesús sobre la inclinación con que juzgamos a los demás, sin habernos detenido en la autocrítica (cf. Mt 7, 3-5). Nuestro verdadero y singular perfil está formado por la urdimbre de nuestras convicciones, nuestros sentimientos, nuestras motivaciones…Todo lo que configura el hombre interior. “El hombre solo es bueno en su interior; si solo lo es exteriormente, no es bueno en absoluto” (Sermón 15,6).

Las ventanas de los sentidos permiten, únicamente, asomarnos a la exterioridad. Se pueden admirar paisajes y, sin embargo, ignorarse a sí mismo (Confesiones 10, 8). Por eso el hombre sin interioridad es un ser anónimo, sin misterio, sin curiosidad. La interioridad es el lugar de las preguntas y de las certezas. El sentimiento de identidad –quién soy yo– y la religiosidad –quién es Dios– emergen de la interioridad. Esta dimensión humana de la interioridad es un lugar privilegiado para la plena humanización y para divisar a Dios. “Vuelve a tu corazón, y desde él asciende a tu Dios. Si vuelves a tu corazón, vuelves a Dios desde un lugar cercano. Si te molestan todas estas cosas, es que has salido de ti; eres un exiliado de tu corazón. Te sientes movido por las cosas que están fuera y te pierdes” (Sermón 311, 14,13).

San Agustín cultivó la vida interior y experimentó su gozo: “Porque tú

eres la luz permanente a quien yo acudía para consultar sobre la existencia, naturaleza y valor de todas las cosas. Y yo escuchaba tus enseñanzas y tus órdenes. Sigo haciendo esto con frecuencia. Me llena de gozo. Por eso, siempre que puedo liberarme de los quehaceres forzosos, me refugio en este

30

placer” (Confesiones 10, 40,65). La interioridad no como huida, sino raíz de la propia vida, casa de la verdad (El maestro 11,38), espacio para la escucha del Maestro interior y el reconocimiento de la verdad que lleva el ser humano impresa dentro de sí (Carta 19,1). La experiencia religiosa de san Agustín es la de un Dios que está dentro de él, más íntimo que la propia intimidad (Confesiones 3, 6,11). Este Dios, despertador de preguntas, nos ha hecho para él y ha sembrado en nuestro corazón la inquietud hasta que no descansemos en su encuentro (Confesiones 1, 1,1). Apartarse, contemplar, volver al corazón, atender a la propia subjetividad, son el contrapunto agustiniano a la cultura de la exterioridad.

4.- LA PASTORAL AGUSTINIANA SE NUTRE EN LA BIBLIA

Algunos autores han legado a la historia textos que no ha borrado el tiempo. Son escritos intemporales que forman parte del patrimonio literario de la humanidad. Sin embargo, el libro que ha tenido y tiene un alcance más universal es la Biblia. Dios es su autor –a través de una serie de autores humanos que han prestado sus palabras, su cultura y su personalidad– para relatar una cadena de acontecimientos que tejen una historia de salvación.

La relación de san Agustín con la Biblia va unida a distintas etapas de su

vida. En un primer momento, se acercó a la Sagrada Escritura con curiosidad y espíritu crítico. El Agustín universitario, bien equipado de cultura clásica e hinchado de orgullo, no entendió aquel mensaje de escaso sabor literario que “de entrada es humilde, pero en el fondo es sublime y plagado de misterios” (Confesiones 3, 5, 9). El estilo bíblico se distanciaba del ciceroniano que tanto le cautivaba. Más tarde, cuando Agustín iba sintiéndose más cercado por Dios, después de haberse embebido en la lectura de los filósofos platónicos, retoma la Escritura y lee con avidez al apóstol Pablo (Confesiones 7, 21, 27). El nuevo Agustín descubre también una nueva Sagrada Escritura y se sitúa ante ella como ante una persona con quien dialoga y a quien puede presentar sus muchas preguntas. La palabra contenida en la Escritura es la Palabra, el Verbo que llega hasta nosotros por medio de un lenguaje humano para hacerse comprensible a nuestra debilidad. “El discurso de Dios es uno solo, extendido en todas las Escrituras; y que, por la boca de muchos santos, resuena la única Palabra, que, al ser desde el principio Dios con Dios, carece de sílabas, ya que está fuera del tiempo; y no nos debe extrañar que, a causa de nuestra debilidad, descendió hasta la articulación de nuestras voces, cuando vino a asumir la debilidad de nuestro cuerpo…” (Comentario al Salmo 103, s.4, 1).

Primero sacerdote y después obispo, Agustín incluye la predicación como tarea pastoral inexcusable. “Si me callo, me encuentro más que en un gran peligro, en una irreparable perdición. Pero una vez que os lo he dicho y he cumplido con mi deber, considerad ya el peligro en que os halláis vosotros. Mas, ¿qué quiero, qué anhelo qué deseo, por qué hablo, por qué me siento aquí, por qué vivo? Lo único que me mueve es que vivamos juntos en Cristo. Esto es todo mi anhelo, mi honor, mi gloria, mi gozo, mi logro. Aunque no me escuchéis, si yo no callo, salvaré mi alma. Pero no quiero salvarme sin vosotros” (Sermón 17, 2).

31

Para prepararse al ministerio de la palabra, Agustín solicita al obispo Valerio en la Carta 21 un tiempo para conocer y familiarizarse con la Escritura. Le preocupa, particularmente, estudiar la Escritura desde una lectura pastoral y “por tanto, interpretada eclesialmente, y no simplemente el texto considerado como tema propio de estudio”23. Después, a lo largo de su vida, Agustín va a prodigarse en numerosos comentarios a los libros bíblicos.

Ante la palabra de Dios cabe la indiferencia del oyente y hasta del mismo predicador. Es una puntualización agustiniana muy precisa: “El bienaventurado apóstol Santiago amonesta a los oyentes asiduos de la palabra de Dios diciéndoles: Sed cumplidores de la palabra y no sólo oyentes, engañándoos a vosotros mismos. A vosotros mismos os engañáis, no al autor de la palabra ni al ministro de la misma. Partiendo de esa frase que mana de la fuente de la verdad a través de la veracísima boca del apóstol, también yo me atrevo a exhortaros, y mientras os exhorto a vosotros, pongo la mirada en mí mismo. Pierde el tiempo predicando exteriormente la palabra de Dios quien no es oyente de ella en su interior” (Sermón 179, 1). Esta cita agustiniana está recogida en la Dei verbum del Vaticano II, cuando habla de la lectura frecuente de la Escritura: “Por eso, todos los clérigos, especialmente los sacerdotes, diáconos y catequistas por oficio al ministerio de la palabra, han de leer y estudiar asiduamente la Escritura para no volverse «predicadores vacíos de la palabra, que no la escuchan por dentro» (Sermón 179, 1); y han de comunicar a sus fieles, sobre todo en los actos litúrgicos, las riquezas de la palabra de Dios” (DV, 25).

Esta escucha previa de la palabra antes de ser anunciada es una invitación a la oración. La consigna de Agustín es orar antes de predicar: “Ciertamente este nuestro orador, cuando habla cosas justas, santas y buenas, y no debe hablar otras, ejecuta al decirlas cuanto puede para que se le oiga con inteligencia, con gusto y con docilidad. Pero no dude que si lo puede, y en la medida que lo puede, más lo podrá por el fervor de sus oraciones que por habilidad de la oratoria. Por tanto, orando por sí y por aquellos a quienes ha de hablar, sea antes varón de oración que de peroración. Cuando ya se acerque la hora de hablar, antes de soltar la lengua una palabra, eleve a Dios su alma sedienta para derramar lo que bebió y exhalar de lo que se llenó” (La doctrina cristiana 4, 32). “Que tus Escrituras constituyan para mí un encanto lleno de pureza. Que no me engañe en ellas ni con ellas sirva a otros de engaño” (Confesiones 11, 2, 3).

Refiriéndose a la Escritura san Agustín utiliza tres términos tan cotidianos como expresivos: luz, pan y medicina. Es luz “Así, pues, también la fe tiene una suerte de luz propia en las Escrituras, en la profecía, en el evangelio, en las lecturas de los apóstoles. Todos estos textos que en diversos momentos se nos proclaman son lámparas en lugar oscuro, alimento para los ojos hasta que llegue el día” (Sermón 126, 1).

23 J. J. O`DONNELL, voz Biblia, en A. D. FITZGERAL, Diccionario de San Agustín. San Agustín a través del tiempo, Monte Carmelo, Burgos (2001), 177.

32

La Escritura también es pan: “Quedan las peticiones beneficiosas para nuestra condición de peregrinos. Por eso, sigue así: Danos hoy nuestro pan de cada día […] En verdad, esta petición sobre el pan de cada día ha de entenderse de dos maneras: o pensando en la necesidad de alimento para el cuerpo, o pensando en la necesidad de sustento para el espíritu. De alimento físico para el sustento de cada día, sin el cual no podemos vivir Los bautizados conocen también un alimento espiritual, que también vosotros vais a conocer, que vais a recibir del altar de Dios. También él será pan de cada día, necesario para esta vida […]. También lo que yo os expongo es pan de cada día; pan de cada día es el escuchar diariamente las lecturas en la Iglesia; pan de cada día es también el oír y cantar himnos. En efecto, estas son cosas necesarias para nuestro caminar como peregrinos. ¿Acaso, cuando lleguemos allá, hemos de escuchar la lectura de un códice? Igual que los ángeles ahora, veremos la Palabra en persona, a ella oiremos, ella será nuestra comida y nuestra bebida. ¿Acaso necesitan los ángeles códices o quien se los exponga o lea? En ningún modo. Su leer es ver, pues ven la Verdad misma y se sacian de la fuente de la que a nosotros nos llega el rocío. He hablado ya del pan de cada día, porque en esta vida nos es necesario hacer esta petición” (Sermón 57, 7). “Explicaros las Escrituras es como repartiros el pan“(Sermón 95, 1)

Dispensador de la palabra y del sacramento es la definición de

sacerdote que repite en sus escritos, desde las primeras cartas hasta los sermones donde, a menudo, figura como partiendo y repartiendo el pan: “Ama la paz en el mismo lugar en que te encuentras, y tendrás lo que amas. Es algo propio del corazón, y no la comunicas con tus amigos como les das el pan. En efecto, si quieres repartirles el pan, cuanto más son aquéllos a quienes se les da, tanto más disminuye lo que se reparte. Pero la paz es semejante a aquel pan que se multiplicaba en las manos de los discípulos del Señor cuando ellos lo partían y repartían” (Sermón 357, 2).

La escritura, finalmente, es medicina. “Para curar y sanar toda clase de

enfermedad del alma, nuestro Dios y Señor, preparó múltiples medicamentos a partir de las Santas Escrituras. Leer las lecturas divinas es como sacar del anaquel aquellos que, por mi ministerio, se aplicarán a nuestras heridas” (Sermón 32, 1). “Para toda enfermedad del alma encontrarás en las Escrituras una medicina apropiada” (Comentario al Salmo 36, 1, 3).

Estamos ante el espejo que permite tomar conciencia de la propia

realidad. Es “como una voz que habla todos los días” (Sermón 45,3). “Los estudiosos de la Sagrada Escritura recen para entenderla. Esta es la cosa más importante y más necesaria” (La doctrina cristiana III, 37,56). “¡Asombrosa profundidad la de tus Escrituras! Dios mío, es admirable su hondura. Da vértigo asomarse a esa profundidad. Es un vértigo de respeto y un temblor de amor” (Confesiones 12, 14,17).

Algunos han intentado alejar la fe del pensamiento como si fueran irreconciliables. Quien no se atreve a pensar su credo, corre el riesgo de vivir en un infantilismo religioso irresponsable. San Agustín reflexionó sin descanso sobre los contenidos de su fe. La Sagrada Escritura fue su libro de estudio permanente, convencido de que “todo lo que contiene nuestra fe, y que de

33

algún modo la razón ha tratado de investigar, debe tener como fundamento los testimonios de las divinas Escrituras” (Naturaleza del bien 24). De tal modo que “el hombre habla más o menos sabiamente según sea su progreso en las divinas Escrituras” (La doctrina cristiana IV, 5,7).

Una comunidad eclesial debe estar siempre atenta a conocer el mensaje verdadero de la Palabra de Dios. “Ama intensamente el entender. Ni siquiera las Sagradas Escrituras (que imponen la fe en grandes misterios antes de que podamos entenderlos) podrán serte útiles si no las entiendes rectamente” (Carta 120,13). Marginar el estudio de la Biblia, sería olvidar que es el alimento fundamental de la espiritualidad cristiana. “Hay tan profunda sabiduría no solo en las palabras con que se presentan los problemas, sino también en los problemas reales que se pretenden desvelar, que a los más animosos, agudos, ardientes en el afán de conocer, les sucede lo que la misma Escritura dice: Cuando el hombre termina, entonces empieza” (Carta 137, 1, 3). La advertencia puede ser válida para justificar y alentar la formación continua. Una de las tareas pastorales más necesaria en la Iglesia –que urge a todos sus miembros– es el estudio serio de los contenidos de la fe cristiana. El diálogo de la fe con la cultura y la encarnación de la fe en los distintos modelos culturales, son tareas inaplazables. Benedicto XVI se esforzó en tender puentes entre la fe y la razón, como san Agustín se mostró defensor del pensamiento inteligente: “Dios está muy lejos de odiar en nosotros esa facultad por la que nos creó superiores al resto de los animales. Él nos libre de pensar que nuestra fe nos incita a no aceptar ni buscar la razón, pues no podríamos ni aun creer si no tuviésemos almas racionales” (Carta 120, 3).

En el proceso de la conversión de san Agustín se produce un encuentro con la Palabra de Dios que le va a descubrir una nueva forma de vivir. Después, particularmente como obispo, la Escritura será palabra meditada y palabra proclamada. No oculta Agustín que entender el mensaje de la Biblia pueda resultar, a veces, difícil: “Nadie se sienta defraudado al ver que la página divina habla de forma oscura. Donde se te presenta manifiesta la voluntad de Dios, es decir, donde está clara, ámala. Ámala cuando te amonesta claramente. Pero es igual cuando se te manifiesta claramente que cuando se presenta de forma oscura. La misma es cuando está al sol que cuando está a la sombra” (Sermón 45,3).

5.- LA PASTORAL AGUSTINIANA CONVOCA A LA CONVERSIÓN

La palabra conversión –que en evangelio va unida al anuncio del Reino (Mt 1, 15)– aparece unida a la vida de san Agustín de manera destacada hasta el punto de ocupar un lugar importante en las filas de los grandes conversos. En la historia de toda conversión hay siempre una cita personal: Dios que llama, a través de diferentes mediaciones, y el ser humano que responde desde la libertad. Este encuentro se produce en la articulación fe–vida. Por eso, la conversión tiene carácter unificador y es “un querer recio y entero” (Confesiones 8, 8,19).

Tanto la fe como la conversión se inscriben en un contexto de búsqueda. Todo ser humano que quiere llegar al fondo de sí mismo, se encuentra con las

34

preguntas últimas. Dios–vida–mundo, es el triángulo que concentra la reflexión. Con distintas derivaciones hacia el mal, el dolor, la muerte, el amor. Para desentrañar este argumento, hay que remontar el curso de nuestras actividades y transformarse uno mismo en interrogación, como confiesa san Agustín de modo muy expresivo: “Me convertí en enigma para mí mismo y preguntaba a mi alma” (Confesiones 4, 4,9). Agustín no ignora la huella del pecado. Participamos de la miseria del mendigo (El orden I, 2,3), pero la fe, la esperanza y la caridad reconstruyen en el ser humano la imagen trinitaria de Dios. Una imagen imperfecta, pero imagen al fin (La Trinidad X, 12,19), que hace de la búsqueda de Dios una constante en la vida (cf. Soliloquios I, 1–6; Confesiones 1, 1,1; Confesiones 6, 16, 26...). Esta condición frágil del ser humano se manifiesta en una lucha interior sin tregua y hace de la existencia humana un combate permanente y una conversión ininterrumpidos. En el cambio del propio corazón arranca la transformación del mundo. No puede haber humanidad nueva si no hay, en primer lugar, hombres nuevos con la novedad del bautismo y de la vida según el Evangelio (EN, 18).

La evangelización tiene hoy como horizonte, en muchos ambientes, el mundo de la indiferencia ante lo religioso. Se rechaza el discurso religioso repetitivo y, en feliz expresión de san Agustín que podría aplicarse a la sociedad contemporánea, “todos quieren entender, pero no todos quieren creer” (Sermón 43,4). Evangelizar no es dominar técnicas especiales de predicación ni ser un experto comunicador, sino anunciar “lo que hemos oído, visto, contemplado, palpado...” (1 Juan 1,1-2). Según sea la vida del evangelizador, será la luz de su mensaje (cf. Tratados sobre el Evangelio de San Juan 19,12).

En mayo del 2007, Benedicto XVI presidió en Aparecida (Brasil) la última de las Conferencias Generales del Episcopado de América Latina celebradas hasta hoy. Su documento conclusivo lleva el título: “Discípulos y misioneros de Jesucristo para que nuestros pueblos en Él tengan vida. Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”. No es difícil encontrar en la Evangelii nuntiandi de Pablo VI (1975), el Documento de Aparecida (2007) de Benedicto XVI y la Evangelii gaudium (2013) del Papa Francisco, la llamada a la conversión como premisa de evangelización.

Pablo VI advierte: “La Buena Nueva debe ser proclamada en primer lugar,

mediante el testimonio” (EN, 21). Es el primer paso, la expresión externa de haber entrado en el camino de la conversión y un gesto inicial de evangelización. “Sin embargo –señala Pablo VI– esto sigue siendo insuficiente, pues el más hermoso testimonio se revelará a la larga impotente si no es esclarecido, justificado –lo que Pedro llamaba dar "razón de vuestra esperanza" (1 Pe 3, 15) –, explicitado por un anuncio claro e inequívoco del Señor Jesús…La Buena Nueva proclamada por el testimonio de vida deberá ser pues, tarde o temprano, proclamada por la palabra de vida. No hay evangelización verdadera, mientras no se anuncie el nombre, la doctrina, la vida, las promesas, el reino, el misterio de Jesús de Nazaret Hijo de Dios” (EN, 22).

35

Ante una realidad que nos interpela, porque contradice al Reino de la vida, Aparecida proclama el Evangelio de la vida plena para todas las personas y para nuestros pueblos. Una meta que exige una Iglesia en estado de misión: comunidad de discípulos y misioneros en actitud de conversión pastoral y renovación permanente, llamada a la experiencia personal de fe (encuentro con Jesucristo), la vivencia comunitaria (comunión eclesial),una sólida formación bíblico-teológica (iniciación cristiana y catequesis permanente) y el compromiso misionero de la comunidad (paso de una pastoral de conservación a una pastoral misionera, capacidad de dar nuevas respuestas a los interrogantes actuales). Benedicto XVI subraya en el texto de Aparecida: “No resistiría a los embates del tiempo una fe católica reducida a bagaje, a elenco de algunas normas y prohibiciones, a prácticas de devoción fragmentadas, a adhesiones selectivas y parciales de las verdades de la fe, a una participación ocasional en algunos sacramentos, a la repetición de principios doctrinales, a moralismos blandos o crispados que no convierten la vida de los bautizados. Nuestra mayor amenaza

es el gris pragmatismo de la vida cotidiana de la Iglesia en el cual aparentemente todo procede con normalidad, pero en realidad la fe se va desgastando y degenerando en mezquindad24.

A todos nos toca recomenzar desde Cristo25, reconociendo que no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva”26. (DA, 12)

Recomenzar desde Cristo y ser conscientes de que nos espera una apasionante tarea de renacimiento pastoral son consignas que Benedicto XVI toma de la Novo millennio ineunte, publicada por Juan Pablo II al concluir el Jubileo del año 2000 (6 de enero de 2001). No es posible hablar de nueva evangelización y continuar encadenados a lo que siempre hemos hecho. Conversión significa cambio. Quienes en nombre del Señor continuamos hoy llamando al pueblo a la conversión para entrar en el Reino, no podemos hacernos sordos a esta misma llamada. También para nosotros es urgente e indispensable la conversión. La rutina y el conservadurismo cerrado son un pecado personal y pastoral, porque, así como hay un “pecado social”, hay también un “pecado pastoral”.

El papa Francisco en la Evangelii gaudium (2013) retoma el Documento de Aparecida y habla, con sentido programático, de la conversión en una doble dirección: “Espero que todas las comunidades procuren poner los medios necesarios para avanzar en el camino de una conversión pastoral y misionera que no puede dejar las cosas como están…Constituyámonos en todas las regiones de la tierra en un «estado permanente de misión»” (EG, 25). Este estado permanente de misión presupone un estado ininterrumpido de

24 J. RATZINGER, Situación actual de la fe y la teología. Conferencia pronunciada en el Encuentro de Presidentes de Comisiones Episcopales de América Latina para la doctrina de la fe, celebrado en Guadalajara, México, 1996. Publicado en L’Osservatore Romano, el 1 de noviembre de 1996. 25 Novo Millennio Ineunte, 28–29. 26 Deus caritas est, 1

36

conversión. Así entendió san Agustín su recorrido vital y así lo recordaba Benedicto XVI a los fieles reunidos en la Audiencia general del miércoles 27 de febrero de 2008. Hablaba Benedicto XVI de las conversiones de san Agustín

“como un auténtico camino, que sigue siendo un modelo para cada uno de nosotros […] El camino de conversión de san Agustín continuó humildemente hasta el final de su vida, y se puede decir con verdad que sus diferentes etapas –se pueden distinguir fácilmente tres– son una única y gran conversión”. La primera y decisiva de sus conversiones fue el momento en que “sintió cómo se disipaban las tinieblas de la duda y quedaba libre para entregarse totalmente a Cristo: «Habías convertido a ti mi ser», comenta (Confesiones 8, 12, 30)”.

La segunda de las conversiones va unida a su inesperada llegada al ministerio sacerdotal, a propuesta del obispo Valerio. Quedaban atrás otros proyectos de una vida centrada en la meditación y tuvo que poner su inteligencia y la vida entera al servicio de los demás. “Su segunda conversión consistió en comprender que se llega a los demás con sencillez y humildad”.

Una última etapa en las tres conversiones de san Agustín explicadas por Benedicto XVI fue el reconocimiento de que “Nosotros siempre tenemos necesidad de ser lavados por Cristo, que nos lava los pies, y de ser renovados por él. Tenemos necesidad de una conversión permanente. Hasta el final necesitamos esta humildad que reconoce que somos pecadores en camino, hasta que el Señor nos da la mano definitivamente y nos introduce en la vida eterna. San Agustín murió con esta última actitud de humildad, vivida día tras día”.

La humildad garantiza si la conversión a Jesucristo es verdadera y san Agustín, una de las figuras más grandes en la historia del pensamiento, al final de su vida “quiso someter a un lúcido examen crítico sus numerosísimas obras”, en su libro Retractationes (“Revisiones”).

Tanto la conversión personal como la pastoral reclaman actitudes de acogida y de escucha humilde. La arrogancia o el elitismo, tanto espiritual como intelectual, son incompatibles con el anuncio de un Dios que se hace uno de nosotros asumiendo la debilidad de la carne humana: “Cristo nació para hacernos renacer. Si el Verbo no hubiese pasado por una generación humana, jamás habríamos llegados a ser regenerados divinamente” (Sermón 189, 3).

6.- LA PASTORAL AGUSTINIANA ES SAMARITANA Y CUIDA A LOS MÁS FRÁGILES DE

LA TIERRA

El papa Francisco –en un encuentro con los periodistas el 16 de marzo de 2013, pocos días después de su elección– confesaba con palabras salidas del corazón: “¡Cómo desearía una Iglesia pobre y para los pobres…!”. Y en la exhortación apostólica Evangelii gaudium, los temas de la pobreza, la exclusión, la idolatría del dinero y la dimensión social de la evangelización ocupan un lugar preferente.

No estamos ante una situación nueva y tampoco es inédita la postura

clara y valiente de la Iglesia ante un sistema económico que crea pobreza y

37

una cultura del bienestar que anestesia las conciencias. En la entraña misma del Evangelio encontramos el recordatorio de Jesús sobre su presencia en los pobres: “Lo que hacéis a uno de estos más pequeños de mis hermanos, es a mí a quien lo hacéis". (Mt 25, 31-46). Jesús juez se identifica con todos los necesitados: “Cada vez que ayudasteis a uno de estos mis pequeños hermanos, conmigo lo hicisteis” (Mt 25, 40). Un día se nos abrirán los ojos y descubriremos con sorpresa que Jesús está en la piel de los desfavorecidos y allí donde hay hombres y mujeres capaces de amar y preocuparse por los demás. Ricos y pobres somos iguales como pertenecientes a la condición humana. Nada hemos traído al mundo y nada nos llevaremos de él; cuando abrimos un sepulcro antiguo, no hay manera de distinguir los huesos de ricos y pobres (Sermón 61, 8-9).

En la comunicación de bienes, gana el que recibe y gana el que da. “El rico y el pobre se oponen entre sí, pero también se necesitan mutuamente...El rico está hecho para el pobre y el pobre para el rico...El pobre es el camino hacia el cielo por el que se llega al Padre. Comienza, pues, a dar, si no quieres extraviarte. Rompe en esta vida las cadenas de tu patrimonio que te tienen bien atado, a fin de que puedas acercarte libremente al cielo; desembarázate del peso de las riquezas, arroja las cadenas libremente contraídas; deshazte de las preocupaciones y hastíos que te inquietan durante años...Da a Cristo en la tierra para que te lo devuelva en el cielo...La vida presente es quebradiza y está inclinada a la muerte. Nadie puede quedarse en ella; a todos se nos obliga a partir...Vamos, aunque no queramos...Si hubiéramos enviado algo delante de nosotros, no llegaríamos a un albergue vacío. En efecto, lo que damos a los pobres lo enviamos delante de nosotros; en cambio, lo que arrebatamos lo dejamos aquí” (Sermón 367,3).

No sirve la excusa de vivir en una zona acomodada, lejos de los cinturones de pobreza que rodean nuestras ciudades con mayor población. “Si queréis encontrarla, encontraréis indigencia en muchos siervos de Dios. Pero si no los encontráis, es porque os gusta excusaros con estas palabras: Lo ignorábamos” (Comentario al Salmo 103, 3,10).

El marcado sentido comunitario de san Agustín y el ideal de la primitiva comunidad cristiana de Jerusalén, le llevan a criticar la propiedad privada. “Muchos para no hacer un lugar para el Señor buscan lo suyo, aman lo suyo, se gozan de su propio poder, anhelan su interés privado. Quien quiere hacer un lugar al Señor no debe gozarse de lo privado sino de lo común... Abstengámonos también nosotros, hermanos, de la propiedad privada, al menos con el afecto, si no podemos desprendernos de la posesión y así preparamos un lugar para el Señor” (Comentario al Salmo 131,5-6).

Las causas del desequilibrio riqueza–pobreza pueden ser muy diversas: No faltan pobres, afirma Agustín, que lo son por pereza, negligencia o mala administración (Sermón 164, 5); muchos son ricos “porque nacieron de padres ricos”, y otros pobres porque heredaron la pobreza (Sermón 61, 10). Hay quienes quedaron reducidos a la pobreza, porque un rival les arrebató sus bienes (Sermón 14,8), o bien porque se quedaron huérfanos (Ibíd., 14,10). Pero la causa fundamental de que existan pobres es la avaricia de los ricos

38

(Sermón 164,5), tanto en los medios utilizados para acumular riquezas, como en el afán de administrarlas solo en provecho propio.

El papa Francisco habla de la “globalización de la indiferencia” (EG, 53).

Como la existencia de ricos y pobres, libres y esclavos ha existido siempre, terminamos por asumirlo como un hecho natural. Agustín se opone decididamente a esta fotografía fija y parece que irremediable de la sociedad: Toda injusticia y toda opresión es resultado de un pecado, no de la naturaleza. (La ciudad de Dios XIX, 15). En cuanto a los bienes, “Dios da el mundo al rico lo mismo que al pobre” (Sermón 39,4); y “nos da de todo con abundancia para que lo disfrutemos: bienes temporales y eternos” (Sermón 39,11).

Compartir los bienes –lo que hoy llamaríamos dimensión social de los propios bienes– es para san Agustín un deber de justicia, no de simple caridad. Las expresiones de Agustín en este tema no necesitan comentario: “No dar al necesitado lo que sobra, es una especie de robo" (Sermón 206,2)."Si das limosna para poder seguir pecando impunemente, no solo no alimentas a Cristo, sino que intentas sobornarle en cuanto juez" (Sermón 39,6)…

El mal y el pecado no están en las riquezas mismas, sino en su uso y

en el modo de poseerlas. “Cuando veis a los ricos malos, ¿pensáis que las riquezas son malas? Las riquezas en sí no son malas; son ellos. Las riquezas son dones de Dios" (Sermón 15 A, 5). Y existen ricos buenos y pobres malos, como existen ricos malos y pobres buenos. Job bendijo al Señor en sus riquezas, dio pan al hambriento, vistió al desnudo, acogió al peregrino (Sermón 15ª, 5). Abrahán era rico en bienes materiales, pero no soberbio ni avaricioso: era humilde, desprendido, dispuesto a renunciar hasta a su propio hijo (Sermón 14, 4; y 113 A, 6). En el santoral de la Iglesia, hay muchos santos que fueron pobres, pero no han faltado los santos que fueron ricos y, gracias a serlo, llegaron a ser modelo de caridad con los necesitados.

Se falsea la justa apreciación de las cosas si olvidamos que “somos caminantes, peregrinos en ruta” (Sermón 169, 15,8), con una meta final por delante que es la vida plena en Dios. La equivocación está en olvidarnos de esa meta última y convertir en fines los valores que se nos han dado para el camino. El exceso equipaje –las riquezas desmedidas– pueden convertirse en un estorbo, una pesada carga que nos impide avanzar.

Son pocos los ricos que han hecho el gran descubrimiento de que las riquezas del mundo son insuficientes para hacer a un hombre verdaderamente feliz. Porque "esta vida es un sueño y las riquezas son escurridizas como los sueños"; y estrechan además el corazón (Sermón 107, 5). Son falsas, pues “las verdaderas riquezas son aquellas que, una vez poseídas, no podemos perder” (Sermón 113,5). El rico se hace la vana ilusión de que teniendo más y más llenará por fin esos vacíos, lo que da lugar a la avaricia. “Solo la avaricia de los ricos es insaciable: siempre están acaparando y nunca se sacian” (Sermón 367,1). Es indudable que hay ricos pobres y humildes de corazón: “Alaba al rico humilde; alaba al rico pobre” (Sermón 14,2). Por el contrario, no faltan los

39

pobres con espíritu de ricos. Son pobres por herencia, por falta de habilidad o por no haber encontrado la oportunidad de ser ricos; pero ambicionan serlo y viven resentidos por no serlo.”Oh pobre, sé tú también pobre, esto es humilde... Escúchame: sé verdadero pobre, sé piadoso, sé humilde. Si te glorías de tu harapienta y ulcerosa pobreza, porque tal fue el pobre (Lázaro) que yacía ante la casa del rico, atiendes únicamente a que fue pobre y no atiendes a ninguna otra cosa...” (Sermón 14,4).

El desequilibrio escandaloso entre ricos y pobres es un problema humano, no simplemente cristiano. “Existe un orden justo, que procede de la propia naturaleza humana”, declara Agustín (La ciudad de Dios 29,4). Cristo, sin embargo, ha iluminado los fundamentos y motivaciones más profundos para la construcción de una sociedad humana equitativa y justa. Su proyecto de que todos seamos Uno, como el Dios Trinitario es Uno (cf. Jn 17,21), formando una sola y única familia en torno al mismo Padre (cf. Mt 23,9) y un solo rebaño bajo el mismo pastor (cf. Jn 10,16), continúa pendiente de realización. Y lo seguirá estando mientras sigamos empeñados en mantener la discriminación entre amigos y enemigos, ricos y pobres, los importantes y los que nada cuentan.

San Agustín, predicador incansable en defensa de los pobres, fue siempre por delante con el testimonio de su vida. Se define a sí mismo como “un hombre pobre, nacido de pobres” (Sermón 36, 13). Su biógrafo Posidio subraya su austeridad de vida rehusando, por convicción, todo lujo en el comer y en el vestir. "No es propio del Obispo guardar el oro y alejar de sí la mano del mendigo" (Sermón 355), predicaba Agustín. Y era coherente con este principio: "Cuando estaban vacías las arcas de la Iglesia, faltándole con qué socorrer a los pobres, luego lo ponía en conocimiento del pueblo fiel. Mandó fundir los vasos sagrados para socorrer a los cautivos y otros indigentes, cosa que no recordaría aquí si no supiera que va contra el sentido carnal de muchos", recuerda su primer biógrafo (Vida de San Agustín escrita por San Posidio 24). En el aniversario de su ordenación episcopal, sus invitados especiales eran los pobres (Sermón 339, 4). A ellos se refería como "hermanos y compañeros de pobreza", "los que son pobres como yo"(Sermón 14, 2; Sermón 339, 4).

Con su testimonio a la vista, no podían por menos de ser convincentes

sus constantes llamadas: "no despreciéis a los pobres" (Sermón 41, 6), "pensad en los pobres" (Sermón 25, 8; Sermón 122, 6), "entregad a los pobres lo que habéis reunido" (Vida de San Agustín escrita por San Posidio 24). "Desde el momento en que salgo para venir a la iglesia y al regresar, los pobres vienen a mi encuentro y me recomiendan que os lo diga para que reciban algo de vosotros. Ellos me amonestaron a que os hablara. Y cuando ven que nada reciben, piensan que es inútil mi trabajo con vosotros. También de mí esperan algo. Les doy cuanto tengo; les doy en la medida de mis posibilidades" (Sermón 61, 13).

No se puede ser insolidario y amar a Jesucristo. Esta es la motivación radical que da solidez al concepto agustiniano de la comunicación de bienes. San Agustín confiesa que le impresiona profundamente el texto de Mt 25,31-46. “Os ruego que reflexionéis sobre lo que dirá Jesucristo Nuestro Señor cuando

40

venga al fin del mundo a juzgar, reúna en su presencia a todos los pueblos y divida a los hombres en dos grupos, poniendo uno a su derecha y otro a su izquierda [...] Mi exhortación, hermanos míos, sería ésta: dad del pan terreno y llamad a las puertas del Pan celeste. El Señor es ese pan. Yo soy –dijo– el pan de la vida (Jn 5,35). ¿Cómo te lo dará a ti que no lo ofreces al necesitado?... Aunque él es el Señor, el verdadero Señor y no necesita de nuestros bienes, para que pudiéramos hacer algo en su favor, se dignó sufrir hambre en los pobres: Tuve hambre –dijo– y me disteis de comer. Señor, ¿cuándo te vimos hambriento? Cuando lo hicisteis con uno de estos mis pequeños, conmigo lo hicisteis. Y a los otros: Cuando no lo hicisteis con uno de estos mis pequeños, tampoco conmigo lo hicisteis” (Sermón 389, 5-6).

En este tema del cuidado de los más frágiles de la tierra, es obligado releer el Sermón 85 de san Agustín donde comenta el diálogo de Jesús con el joven rico (Mt 19, 17–25). San Agustín despliega el texto de Mateo mucho más allá de su literalidad y aconseja a los ricos de este mundo que no pongan su corazón en las riquezas inseguras, sino en Dios que nos concede todo con abundancia y hasta se da a sí mismo (Sermón 85, 3).

La riqueza solo de bienes materiales tiene sus peligros, la riqueza en

buenas obras, sin embargo, significa repartir aquí el pan material para recibir, más tarde, el pan vivo que ha bajado del cielo. “Reparte aquí y participarás del reparto allí… Da de lo que tienes para recibir lo que no tienes. Sean ricos en buenas obras, den con facilidad, repartan” (Sermón 85, 4).

7.- LA PASTORAL AGUSTINIANA ESTÁ AL SERVICIO DE LA EVANGELIZACIÓN

La novedad de la Evangelii gaudium está en acercarse a la frescura del Evangelio que es perdón, alegría, misericordia. Un itinerario semejante es el que el Vaticano II señaló a la vida religiosa bajo el lema “retorno a las fuentes”, invitando a reavivar “la primigenia inspiración de los institutos” (PC, 2). Siempre es necesario recordar de dónde venimos para saber quiénes somos y a dónde vamos. Pero el Vaticano II también habla de “una adaptación a las cambiadas condiciones de los tiempos” (PC, 2). Hoy la fidelidad se llama adaptación y pide creatividad. La tradición es dinámica, la fidelidad es creativa y la rutina y la repetición son las mayores infidelidades. Quizá convenga este recordatorio elemental para no extrañarnos al hablar de nueva evangelización y, paralelamente, de una nueva encarnación histórica de la pastoral agustiniana.

No es casual que el sucesor de Benedicto XVI eligiera el nombre de Francisco porque el santo de Asís significó para la Iglesia la expresión de la vuelta al Evangelio, sine glossa (EG, 271) y desde ella, el impulso para una renovación de la vida eclesial. Siglos antes se había preguntado san Agustín cómo se debe predicar el Evangelio y su respuesta es categórica: “Ciertamente buscando la recompensa en el mismo Evangelio y en el reino de Dios” (El Sermón de la Montaña II, 54)

El papa Francisco nos invita a una pastoral en clave misionera que “no

se obsesiona por la transmisión desarticulada de una multitud de doctrinas que se intenta imponer a fuerza de insistencia. Cuando se asume un objetivo

41

pastoral y un estilo misionero, que realmente llegue a todos sin excepciones ni exclusiones, el anuncio se concentra en lo esencial, que es lo más bello, lo más grande, lo más atractivo y al mismo tiempo lo más necesario. La propuesta se simplifica, sin perder por ello profundidad y verdad, y así se vuelve más contundente y radiante” (EG, 35).

Esta opción significa recuperar la alegría que llena el corazón, salir

fuera de la vida auto–referencial, poner a la Iglesia en estado de misión, conectar el discurso cristiano con el corazón del Evangelio, concentrarse en lo esencial y positivo de la propuesta cristiana, la audacia y creatividad para encontrar nueva formas de evangelización y transmisión de la fe, la inclusión social de los pobres, su lugar preferencial en la Iglesia…

Joseph Ratzinger –entonces Prefecto para la Congregación de la Doctrina y la Fe– pronunció en Roma, el año 2000, una interesante conferencia en la que comentó sabiamente: “Un antiguo proverbio reza: «Éxito no es un nombre de Dios». La nueva evangelización debe actuar como el grano de mostaza y no ha de pretender que surja inmediatamente el gran árbol. Nosotros vivimos con una excesiva seguridad por el gran árbol que ya existe o sentimos el afán de tener un árbol aún más grande, más vital. En cambio, debemos aceptar el misterio de que la Iglesia es al mismo tiempo un gran árbol y un granito. En la historia de la salvación siempre es simultáneamente Viernes santo y Domingo de Pascua”27. Viernes santo y Domingo de Pascua tienen un mismo y único protagonista: Jesús de Nazaret, el Cristo. Un título verdaderamente original que san Agustín da al evangelizador es el de madre de Cristo. “No es para vosotros cosa extraña, no es cosa desproporcionada, ni cosa que repugne: fuisteis hijos, sed también madres. Cuando fuisteis bautizados, entonces nacisteis los hijos de la madre, miembros de Cristo. Traed ahora al lavatorio del bautismo a los que podáis; de este modo, como fuisteis hijo cuando nacisteis, así ahora, conduciendo a los que van a nacer, podéis ser madres de Cristo” (Sermón 72 A, 8). Como María, llevamos a Cristo en el corazón (La santa virginidad 3,3) y así experimentamos la salvación de Dios, porque “no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos” (Hch 4,12).

La caridad, centro vital teórico y práctico de la espiritualidad cristiana y, consecuentemente, de la espiritualidad agustiniana, tiene su traducción en la justicia y la solidaridad. De modo que la caridad va unida a una forma nueva de mirar la realidad y al compromiso de su transformación desde el plan de Dios. (La naturaleza y la gracia 69,83; Sermón 142, 8,9).

Evangelizar –misión esencial de la Iglesia y deber fundamental del

Pueblo de Dios– (cf. AG, 35), es un claro imperativo agustiniano. “Si no reparto la Palabra de Dios, si me guardo el tesoro, me aterroriza el Evangelio” (Sermón

27 Conferencia pronunciada en el Congreso de catequistas y profesores de religión (Roma, 10 de diciembre de 2000).

42

339,4). La interioridad y la reflexión disponen a recibir el alimento de la Palabra para después poder ofrecerlo. “Por la Iglesia que se me ha confiado, debo tener la más grande solicitud. Estoy al servicio de aquello que le pueda resultar útil; deseo no ser tanto su presidente como serle de provecho” (Carta 134,1). Todavía es más claro cuando dice: “No seáis sabios para vosotros solos, recibe el Espíritu. En ti debe haber una fuente, nunca un depósito; de donde se pueda dar algo, no donde se acumule (Sermón 101,6).

Resulta imposible comprender la evangelización si no se intentan ”abarcar de golpe todos sus elementos esenciales” (EN, 17). Algunos textos del Vaticano II son básicos para este tema, particularmente las Constituciones Lumen gentium y Gaudium et spes, y el decreto Ad gentes. Hoy tendríamos que añadir a esta bibliográfica básica los Lineamenta de la XIII Asamblea General Ordinaria sobre La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana, la Carta apostólica Ubicumque et Semper (21 de octubre de 2010) de Benedicto XVI que tiene valor programático y, de modo muy especial, la exhortación apostólica Evangelii gaudium del papa Francisco (24 de noviembre de 2013). “Cada cristiano y cada comunidad discernirá cuál es el camino que el Señor le pide, pero todos somos invitados a aceptar esta llamada: salir de la propia comodidad y atreverse a llegar a todas las periferias que necesitan la luz del Evangelio” (EG, 20).

El mandato de evangelizar que hizo Jesús a la Iglesia es universal y

permanente, y afecta a todos los cristianos. La evangelización no termina con la aceptación de la fe ni con la recepción del bautismo, sino que es un proceso continuo en la vida de la Iglesia que se desdobla en el conocimiento y profundización en la fe y el anuncio explícito de la salvación que Jesús ha iniciado en cada bautizado. Lo recuerda la Evangelii nuntiandi: “Evangelizar es, ante todo, dar testimonio, de una manera sencilla y directa, de Dios revelado por Jesucristo mediante el Espíritu Santo. Testimoniar que ha amado al mundo en su Verbo Encarnado, ha dado a todas las cosas el ser y ha llamado a los hombres a la vida eterna” (EN, 26).

Pablo VI expresa el contenido esencial de la evangelización diciendo que debe afectar a la existencia entera y ser un mensaje de liberación para millones de personas y pueblos que subsisten en situaciones infrahumanas. En consecuencia, la conexión entre evangelización y promoción humana tiene lazos antropológicos, teológicos y de caridad. “Vínculos de orden antropológico, porque el hombre que hay que evangelizar no es un ser abstracto, sino un ser sujeto a los problemas sociales y económicos. Lazos de orden teológico, ya que no se puede disociar el plan de la creación del plan de la redención que llega hasta situaciones muy concretas de injusticia, a la que hay que combatir y de justicia que hay que restaurar. Vínculos de orden eminentemente evangélico como es el de la caridad: en efecto, ¿cómo proclamar el mandamiento nuevo sin promover, mediante la justicia y la paz, el verdadero, el auténtico crecimiento del hombre?” (EN, 31).

También el papa Francisco habla de la evangelización en este sentido amplio: “La Palabra de Dios enseña que en el hermano está la permanente prolongación de la Encarnación para cada uno de nosotros: «Lo que hicisteis a

43

uno de estos hermanos míos más pequeños, lo hicisteis a mí» (Mt 25,40). Lo que hagamos con los demás tiene una dimensión trascendente: «Con la medida con que midáis, se os medirá» (Mt 7,2); y responde a la misericordia divina con nosotros: «Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo. No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados; perdonad y seréis perdonados; dad y se os dará […]. Lo que expresan estos textos es la absoluta prioridad de la «salida de sí hacia el hermano» como uno de los dos mandamientos principales que fundan toda norma moral y como el signo más claro para discernir acerca del camino de crecimiento espiritual en respuesta a la donación absolutamente gratuita de Dios. Por eso mismo «el servicio de la caridad es también una dimensión constitutiva de la misión de la Iglesia y expresión irrenunciable de su propia esencia» (Benedicto XVI, Motu proprio Intima Ecclesiae natura, 11 noviembre 2012, 996). Así como la Iglesia es misionera por naturaleza, también brota ineludiblemente de esa naturaleza la caridad efectiva con el prójimo, la compasión que comprende, asiste y promueve” (EG, 179).

La Evangelii nuntiandi, después de recordar que la Iglesia es misionera (EN, 59) cita como agentes de evangelización al papa, los obispos, sacerdotes, religiosos, los seglares, la familia, los jóvenes…El capítulo concluye con una valoración de los ministerios laicales que no están ligados al sacramento del orden (cf. EN, 73).

8.- LA PASTORAL AGUSTINIANA FOMENTA LA COMUNIÓN Y LA COMUNIDAD

Aunque la mirada a la Trinidad pueda parecernos una referencia difícil de comprender, sienta las bases para poder hablar de una Iglesia comunión de vida, de caridad y de verdad. “La eclesiología de comunión –escribía el teólogo Ratzinger en 1979– se ha convertido en el verdadero y propio corazón de la doctrina sobre la Iglesia del Vaticano II, el elemento nuevo y al mismo tiempo totalmente vinculado a los orígenes que este concilio ha querido darnos”28. Una de las ideas habituales en las catequesis de san Agustín es el lazo de unión entre Dios y el hombre y de los hombres entre sí: “Cristo es uno cabeza y cuerpo” (Comentarios a los Salmos 127, 3). “La plenitud de Cristo es la cabeza y los miembros. ¿Cuál es la cabeza y cuáles son los miembros? Cristo y la Iglesia” (Tratados sobre el Evangelio de San Juan 21, 8). Y, a partir de los distintos miembros del cuerpo humano, escribe san Agustín refiriéndose a la Iglesia: “Son diversas las funciones, pero una misma la vida […] Cada uno realiza su función propia, pero todos viven la misma vida” (Sermón 267, 4).

Decir que la Iglesia es comunión de los fieles, significa que todos los cristianos poseen una auténtica igualdad (LG, 32). Ninguna de las formas de realización de la existencia cristiana –el laicado, los ministerios y la vida religiosa– es derivación de las otras, sino comunión en igualdad diferenciada. Todos los bautizados en Cristo, formamos una sola cosa en Cristo Jesús” (cf. Gál 3,27). Sobre este misterio de unidad, san Agustín se expresa así: “Son muchos hombres y un hombre solo: muchos hombres y un solo Cristo. Los

28 J. RATZINGER, L’eclesiologia del Vaticano II en “La Chiesa del concilio”, Milano (1979), 13.

44

cristianos, juntamente con su cabeza, ascendida a los cielos, forman el único Cristo. No es que Él sea uno y nosotros muchos: en Él, que es uno, nosotros, que somos muchos, somos en realidad una sola cosa. Éste es, pues, el único hombre que en verdad existe: Cristo, cabeza y cuerpo” (Comentario al Salmo 127,3).

San Agustín concibe la Iglesia como comunión y, de este modo, la teología agustiniana nos ayuda a evitar los peligros de una eclesiología en la que prevalezca la visión parcial de un elemento sobre los demás o de un grupo contrapuesto a otro. La unidad del Cuerpo de Cristo constituye para san Agustín la tesis fundamental de la teología de la Iglesia. “Este testimonio atestigua de Cristo y de la vida, es decir de la Cabeza y del Cuerpo, del Rey y del pueblo, del Pastor y del rebaño, y de todo el misterio de las Sagradas Escrituras: de Cristo y la Iglesia” (Comentario al Salmo 79,1).

La Iglesia–comunión es el marco donde sitúa el Vaticano II el tema de

los laicos y el punto de arranque de la reflexión que se ha venido haciendo, posteriormente, acerca de la teología del laicado. Los principios teológicos emanados del Vaticano II se desarrollaron, posteriormente, en la Exhortación Apostólica Christifideles laici (1988), documento del Sínodo sobre “La vocación y la misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo” (1–30 de octubre de 1987). Solo se podrá comprender adecuadamente la misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo –señala Juan Pablo II– si nos situamos en el contexto vivo de la Iglesia–comunión (Christifideles laici, 18).

Bajo la imagen de Pueblo de Dios subyace la concepción de una Iglesia

toda ella corresponsable. La fraternidad bautismal y el sacerdocio común hacen de la comunidad cristiana una escuela de condiscípulos. San Agustín decía a sus fieles: “Oigamos en común, aprendamos en común como condiscípulos en la misma escuela del único maestro Jesucristo” (Sermón Guelf. 32, 4). Al lado de este texto, podría citarse otro del P. Congar, de clara inspiración agustiniana: “Dejemos de lado las caricaturas. Pero las evitaremos de verdad si hablamos de una única Iglesia que en su totalidad escucha, celebra, ama, confiesa; una Iglesia en la que cada cual se siente animado a ejercer su función. Toda la Iglesia aprende, toda la Iglesia enseña, pero de maneras diferenciadas”29. En la Iglesia no existe más que una misión y lo que es plural y admite diversidad de modelos son los servicios o ministerios. La teología acerca de la Iglesia que subraya el Vaticano II permite hablar de una vocación cristiana que hace de todos los bautizados testigos del Evangelio en el corazón del mundo.

En la catequesis habitual de san Agustín se nota una marcada insistencia sobre la llamada a la Iglesia como único cuerpo para que todos sus oyentes, sin ninguna distinción, maduren en esta visión y mentalidad: Todos pertenecemos al mismo cuerpo; todos debemos manifestarnos como un único cuerpo; todos debemos formar un único cuerpo: “El Cristo total es cabeza y es cuerpo, lo que no dudo que vosotros ya sabéis...” (Comentario al Salmo 56,1).

29 Un intento de síntesis, en revista Concilium 168 (sept.-oct. 1981).

45

El paso de una Iglesia desigual a una Iglesia de iguales, exige avanzar en el campo de la participación y la corresponsabilidad. Tan importante como hablar de la igualdad entre laicos, ministerios sagrados y religiosos (LG, 32), es subrayar que se trata de una igualdad diferenciada. Diversidad y complementariedad en la unidad de un mismo Espíritu.

En este marco de la Iglesia–comunión es necesario hablar del laicado en

la Iglesia que no es un tema menor en el estudio de la teología y mucho menos en la pastoral. Un grupo que pretenda vivir de espaldas a los laicos es un grupo que se distancia de la teología de la Iglesia nacida en el Vaticano II. Mucho más si se trata de un grupo que se inspira y alimenta en la teología y espiritualidad de san Agustín. En la Iglesia hay una igualdad radical que surge del sacramento del bautismo y todos estamos llamados a participar en la única misión de la Iglesia que es la evangelización. El Vaticano II ofreció una nueva visión de la figura del laico en la Iglesia y equilibró realidades eclesiales que estaban descompensadas desde siglos. Los textos fundamentales son las dos constituciones basilares del Concilio, Lumen gentium y Gaudium et spes. La innovación de mayor trascendencia para la eclesiología y la vida de la Iglesia fue “el haber centrado la teología del misterio de la Iglesia sobre la noción de comunión”30. Esta comunión va a determinar una nueva concepción del laicado en la Iglesia31.

A pesar del camino recorrido, se continúa hablando demasiadas veces de colaboración, muy raramente se habla de participación y casi nunca de corresponsabilidad. Los elementos comunes a todos los cristianos son mucho más determinantes que los que nos diferencian. “Así como llamamos a todos cristianos en virtud del místico crisma, así también llamamos a todos sacerdotes porque son miembros del único sacerdote” (La ciudad de Dios XX, 10).

La comunión y la misión se funden en la llamada misión compartida como término que formula el deseo de que los institutos religiosos y los laicos participen de una vocación cristiana común y de una misma espiritualidad que es fuente de diferentes carismas en la Iglesia. Las lecturas o interpretaciones originales del Evangelio que han hecho algunos hombres y mujeres y que dieron paso a las grandes espiritualidades, se encerraron durante algún tiempo en una mediación institucionalizada como es la vida consagrada. Cada día es más hondo el convencimiento de que la riqueza espiritual de los diferentes carismas no se la puede apropiar ningún grupo, sino que es pertenencia de la Iglesia y para la Iglesia.

En Vita Consecrata, aparece por primera vez la expresión misión

compartida. Se abre así un nuevo capítulo en la relación entre la vida religiosa y los laicos. No se trata simplemente de aunar esfuerzos o de instrumentar formas de colaboración, sino de intercambiar dones para participar con mayor plenitud en la misión eclesial: “Debido a las nuevas situaciones, no pocos institutos han llegado a la convicción de que su carisma puede ser compartido

30 Primado y colegialidad, Madrid (1970), 34. 31Cf. JUAN PABLO II, Mensaje al Congreso Internacional del laicado católico, 21 de noviembre de 2000.

46

con los laicos. Estos son invitados, por tanto, a participar de manera más intensa en la espiritualidad y la misión del instituto mismo. En continuidad con las experiencias históricas de las diversas Órdenes seculares o Terceras Órdenes, se puede decir que se ha comenzado un nuevo capítulo, rico en esperanzas, en la historia de las relaciones entre las personas consagradas y el laicado” (VC, 54).

Actualmente, la expresión ha sido reformulada y profundizada y se habla de “compartir carisma y misión”. Esta realidad de la misión compartida tiene hoy incidencia en la vida religiosa. “En la Iglesia hay variedad de ministerios, pero unidad de misión” (AA, 2) y en la base de estos ministerios se encuentran carismas concretos que han sido recibidos por la Iglesia y puestos al servicio de toda la comunidad. Hasta el Vaticano II es común la visión de que los Institutos religiosos son los portadores y custodios del carisma recibido por los fundadores. Hoy, sin embargo, hemos sentido la llamada a desprivatizar el propio carisma y abrirlo a los laicos como forma de vida cristiana.

La definición más desafortunada de qué es la misión compartida sería

decir que en la Iglesia todas las funciones deben ser ejercidas por todos los bautizados. Ese todos todo, tampoco sería aplicable como criterio de jerarquía, de responsabilidad o de funcionamiento en ninguna institución. Compartir misión es igual a compartir pasión en el sentido más extenso del término: Pasión, ilusión, entusiasmo, ampliación de horizontes, ensanchamiento de los límites de la propia comunidad…y pasión igual a sufrimiento, incomprensión, saber que el viaje de la comunión exige abonar un inevitable peaje.

Desde estas premisas, se puede hablar con propiedad de que "los laicos participan del carisma agustiniano", siempre que no se identifique con el carisma propio de la vida religiosa agustiniana, que es especifico. Compartir la misión supone, entonces, confesar el convencimiento –por parte de los religiosos–, de que nuestra espiritualidad y nuestras obras no nos pertenecen en exclusividad, sino que forman parte de un patrimonio común del que también participan personas alineadas en otras formas de vida.

No es necesario forzar los argumentos para afirmar que .la teología sobre la Iglesia que sustenta la nueva visión del laicado hunde sus raíces en el pensamiento de san Agustín. Además, una mirada hacia nuestro pasado descubre una historia en la que los laicos siempre han estado cerca de nosotros, compartiendo –a través de formas diferentes– la espiritualidad agustiniana. A partir del siglo XIII, las Órdenes Mendicantes o de Fraternidad apostólica establecen una forma de participación de los laicos en su propia espiritualidad. Son las Terceras Órdenes. Los orígenes de la Tercera Orden Agustiniana se remontan al siglo XIV32.

Estamos llamados a hacer juntos el camino, a vivir unidos lo que nos une y separados lo que nos separa. Dispuestos, por tanto a compartir desde la diferencia y a enriquecernos mutuamente desde la propia identidad vocacional.En la Iglesia no existe más que una misión y lo que es plural y

32 Cf. D. GUTIÉRREZ, Los Agustinos en la Edad Media, Institutum Historicum Ordinis Fratrum S. Augustini, Roma (1968), vol. I

47

admire diversidad de modelos son los servicios o ministerios. También conviene recordar que no podemos ser en la misión lo que no somos en la vida. Una comunión sin misión convertiría a la Iglesia en un inmenso gueto, confortable y cálido para sus miembros, pero inútil para las esperanzas de la humanidad. Y una misión que no brotara de la comunión haría de la Iglesia una gran empresa multinacional donde se proclama un mensaje ficticio y se entrecruzan intereses y proyectos particulares.

9.- LA PASTORAL AGUSTINIANA ES ECLESIAL Y MISIONERA

La Iglesia es la Iglesia de Cristo cuando es “Iglesia para los demás” (D. Bohnhoeffer), cuando entiende y vive su existencia como una entrega a la obra de la evangelización. Evangelizar no es un acto individual o de grupos aislados, sino un “acto eclesial” (EN, 60), en el que todos estamos llamados a ser agentes de evangelización, cada uno según el don recibido (EN, 67-70). “La fuerza de la evangelización quedará muy debilitada si los que anuncian el Evangelio están divididos entre sí por tantas clases de rupturas... El testamento espiritual del Señor nos dice que la unidad entre sus seguidores no es solamente la prueba de que somos suyos, sino también la prueba de que El es el enviado del Padre, prueba de credibilidad de los cristianos y del mismo Cristo” (EN, 77). En esta Iglesia-comunión, que es esencialmente para la misión, “todos son obreros de la viña: los sacerdotes, los religiosos y religiosas, los fieles laicos, todos son a la vez objeto y sujeto de la comunión de la Iglesia y de la participación en su misión salvadora...” (CL, 55).

Esta Iglesia –que es comunidad de amor y vida– no es para sí misma sino para el mundo; la Iglesia es cuerpo y reflejo de Cristo “luz de los pueblos” (LG, 1). Es esencialmente misionera y todos en la Iglesia participamos según nuestra vocación propia en esta misión única y universal. “La comunión y la misión están profundamente unidas entre sí, se compenetran y se implican mutuamente, hasta el punto de que la comunión representa a la vez la fuente y el fruto de la misión: la comunión es misionera y la misión es para la comunión” (CL, 32).

El papa Francisco no concibe una Iglesia que no sea “en salida” (EG, 20), en línea con el mandato misionero de Jesús: “Id y haced que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo lo que os he mandado” (Mt 28, 19–20). Hubo un tiempo en que el término evangelización se equiparaba al primer anuncio de anuncio de Cristo a aquellos que lo ignoran, de predicación, de catequesis sobre los fundamentos de la fe cristiana, de iniciación a la vida sacramental, administración de los sacramentos…Ninguna definición parcial y fragmentaria refleja la realidad rica, compleja y dinámica que comporta la evangelización (cf. EN, 17). Existe, además, el riesgo de empobrecerla e incluso mutilarla porque evangelizar es acercamiento a la Palabra de Dios, catequesis y vida sacramental, práctica de la justicia, compromiso social, promoción humana integral… El término evangelización ha evolucionado y hemos pasado de hablar de evangelización como primer anuncio del evangelio a los que no lo conocían y como proceso global de la vida dentro de la Iglesia.

48

La Congregación para la Doctrina de la Fe publicó una Nota doctrinal acerca de algunos aspectos de la evangelización (14 de diciembre de 2007) en la que se pretende explicar por qué toda actividad de la Iglesia debe tener una dimensión esencial evangelizadora y nunca se debe separar del compromiso de ayudar a todos a encontrar a Cristo en la fe, que es el objetivo primario de la evangelización. En ese documento, leemos: “Hoy en día, sin embargo, hay una confusión creciente que induce a muchos a desatender y dejar inoperante el mandato misionero del Señor (cf. Mt 28, 19). A menudo se piensa que todo intento de convencer a otros en cuestiones religiosas es limitar la libertad. Sería lícito solamente exponer las propias ideas e invitar a las personas a actuar según la conciencia, sin favorecer su conversión a Cristo y a la fe católica: se dice que basta ayudar a los hombres a ser más hombres o más fieles a su propia religión, que basta con construir comunidades capaces de trabajar por la justicia, la libertad, la paz, la solidaridad. Además, algunos sostienen que no debería anunciar a Cristo a quienes no lo conocen, ni favorecer la adhesión a la Iglesia, pues sería posible salvarse también sin un conocimiento explícito de Cristo y sin una incorporación formal a la Iglesia” (Nº 3).

Si la Iglesia es “comunión misionera” en la que todos somos miembros activos, que participamos en la construcción del cuerpo de Cristo en igualdad de dignidad aunque en diversidad de funciones, significa que la integración de los laicos en la comunión y misión, no puede ser algo puramente coyuntural, que obedezca a necesidades del momento, sino algo que corresponde a la esencia de la misma Iglesia. Hay que volver la mirada al cenáculo de Pentecostés donde el Espíritu une a toda la Iglesia en la comunión y la misión.

El amplio concepto de evangelización abarca contenidos diferentes. Merece una especial atención el primer anuncio dirigido hacia quienes todavía no conocen el Evangelio de Jesucristo. A ellos se dirige la missio ad gentes que ha sido y es una de las páginas más brillantes y hasta heroicas de la historia de la Iglesia. Sin excluir este modo de entender la acción misionera de la Iglesia, hoy la nueva evangelización se centra, particularmente, en aquellos ambientes y personas que formaron parte, en otro tiempo, del mapa de la antigua cristiandad y se han alejado de la Iglesia. Un fenómeno generalizado que admite muchos matices y que se ha producido allí donde el progreso económico coincide con una alta cuota de secularización.

Con este panorama a la vista, la Iglesia entera se ve embarcada en un proyecto tan apasionante como indefinido que se titula nueva evangelización. Es, sin duda, el tema preferente en la agenda de la Iglesia. El papa Pablo VI, insistiendo en la prioridad de la evangelización, recordaba: “No sería inútil que cada cristiano y cada evangelizador examinasen en profundidad, a través de la oración, este pensamiento: los hombres podrán salvarse por otros caminos, gracias a la misericordia de Dios, si nosotros no les anunciamos el Evangelio; pero ¿podremos nosotros salvarnos si por negligencia, por miedo, por vergüenza –lo que San Pablo llamaba avergonzarse del Evangelio–, o por ideas falsas omitimos anunciarlo?”(EN, 80).

La pregunta nos sitúa ante la centralidad de la tarea evangelizadora para la Iglesia de siempre, pero, de modo particular, de la Iglesia contemporánea. A

49

la hora de intentar responder a la gran pregunta sobre cómo evangelizar hoy, no se trata de buscar estrategias comunicativas eficaces y ni siquiera se debe centrar la atención de forma exclusiva en los destinatarios. El foco de atención hay que dirigirlo hacia la misma Iglesia. La Iglesia sabe que es fruto de la obra ininterrumpida de evangelización que el Espíritu y, antes de sentirse evangelizadora, tiene que dejarse evangelizar a sí misma. Es discípula antes que maestra. Los nuevos evangelizadores que exige la nueva evangelización tienen que moverse entre la experiencia, el testimonio y el anuncio de la fe que no puede ir separado de deletrear el texto de Jn 3, 16 “Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único para que tenga vida eterna y no perezca ninguno de los que creen en él”. Es, probablemente, el verso más importante de todo el cuarto evangelio.

El misterio de la encarnación nos invita a una relación de mayor sintonía y simpatía con los logros de nuestro tiempo, sus esfuerzos por humanizar la vida a través de la ciencia y de la técnica, de las organizaciones sociales y políticas. Necesitamos una mirada más penetrante y positiva para reconocer los esfuerzos a favor de la justicia, de la salud, del cuidado de la creación que se están realizando de forma ininterrumpida. Tenemos que acostumbrarnos a hablar del mundo como el gran amor de Dios

Sin anuncio explícito, la fe pierde dinamismo misionero y acaba desapareciendo. Explica la sociología que lo que no se expresa en la vida cotidiana no solo va dejando de existir para los demás, sino incluso para nosotros mismos. “¡Ay de mí si no predico el Evangelio!“(1 Co 9, 16). Este mismo pensamiento paulino lo expresa san Agustín con otras palabras: “Si no reparto la Palabra de Dios, si me guardo el tesoro, me aterroriza el Evangelio” (Sermón 339, 4). La comparación que utiliza para anunciar y compartir la fe es muy gráfica y muy bella: “En ti debe haber una fuente, nunca un depósito; de donde se puede dar algo, no donde se acumule” (Sermón 101, 6).

Habla el papa Francisco de la Iglesia como hospital de campaña. Una

imagen parecida, sumamente expresiva, utiliza san Agustín cuando se refiere a la Iglesia como “posada del caminante donde se cura al que está herido” (cf. Tratados sobre el Evangelio de San Juan 41, 13).

El paso de los siglos y las huellas de tantas manos humanas han

oscurecido la imagen más limpia y más verdadera de la Iglesia. Por eso, la Iglesia real que vemos y de la que formamos parte en su etapa peregrina, es una era donde abunda el trigo y la paja. “Muchas veces hemos dicho y lo repetiremos otras tantas, que la Iglesia tiene paja y trigo. Nadie pretenda retirar toda la paja hasta que llegue el tiempo de la bielda. Nadie abandone la era antes de la bielda por no querer tolerar a los pecadores... y cualquiera que de lejos observa la era, juzga que es sólo paja. Si no mira con más atención, si no alarga la mano, si no sopla, es decir, si no separa la paja del grano soplando, difícilmente llegará a percibir los granos” (Comentario al Salmo 25, 2,5).

La Iglesia del cielo y la Iglesia de la tierra son una misma y única Iglesia. Mientras se construye en este mundo, es madre que acoge y no olvida sus entrañas de misericordia ante ninguna clase de pecado (Sermón 352,9),

50

posada del caminante donde se cura al que está herido (Tratados sobre el Evangelio de San Juan 41,13). La Iglesia de la historia se hace visible, principalmente, en la comunidad. La comunidad que comparte un solo corazón y una sola alma, muestra el mejor rostro de la Iglesia unida.

Una línea de continuidad en las obras de san Agustín es la solicitud misionera. De modo particular, en sus sermones. “Llama, fuerza a amar a Dios a cuantos puedas persuadir, a cuantos puedas invitar; él es todo para todos y todo para cada uno” (Sermón 179 A, 4). Por eso –comentando al profeta Ezequiel que se siente urgido por Dios a hablar también a quienes no quieren escuchar su voz (Ez 3, 5-7 y 33, 8-9)– proclama ante los fieles de Hipona que no quiere salvarse sin ellos. “Si me callo, me encontraré no sólo en un gran

peligro, sino hasta en la perdición irreparable. […] hago todo esto con la única intención de que vivamos juntos en Cristo. Esta es toda mi ambición, mi gozo, mi honor, toda mi herencia y toda mi gloria. Si yo sigo hablando y no me oís, yo salvaré mi alma. Pero no quiero salvarme sin vosotros” (Sermón 17,2).

En tiempos de san Agustín se vivía la confrontación de la Iglesia católica

con otros grupos manifiestamente beligerantes. La propuesta del mensaje evangélico tropieza siempre con nuevas y distintas barreras. La consigna es clara: “No perder la esperanza: orad, predicad, amad” (Tratados sobre el Evangelio de San Juan 6, 24).

En la Iglesia no existe más que una misión y lo que es plural y admire diversidad de modelos son los servicios o ministerios. También conviene recordar que no podemos ser en la misión lo que no somos en la vida. Aquí no cabe separar el ser y la representación. La misión pertenece a la esencia de la Iglesia y, por tanto, de todos los bautizados. Una comunión sin misión convertiría a la Iglesia en un inmenso gueto, confortable y cálido para sus miembros, pero inútil para las esperanzas de la humanidad. Y una misión que no brotara de la comunión haría de la Iglesia una gran empresa multinacional donde se proclama un mensaje ficticio y se entrecruzan intereses y proyectos particulares.

10.- LA PASTORAL AGUSTINIANA SE SIENTE COMPROMETIDA CON LA JUSTICIA Y LA

PAZ

Dos problemas que pueden calificarse como un azote para la sociedad actual, son la injusticia y la violencia. La falta de justicia produce el hambre, la precariedad laboral y las desigualdades sociales, la falta de paz anula el precio y la dignidad de la vida humana. Son dos temas ante los que no cabe la indiferencia y que ya le preocuparon a san Agustín en su tiempo. Una pastoral que se desentendiera del mundo quedaría flotando sobre las realidades terrenas y sería una pastoral desencarnada, ajena a la escena del acontecer diario,

Todo intento por crear un orden más justo y una nueva sociedad,

tropieza con la fuerza del amor desordenado de quienes se sienten propietarios del mundo. De este círculo de indigencia no podemos salir por nuestras propias fuerzas. Tampoco es la solución una espiritualidad huidiza frente a los

51

problemas de nuestra sociedad. El proyecto de La ciudad de Dios es, al mismo tiempo, historia y escatología, acción social y política –entendida en su sentido más noble–, empeño por lograr una sociedad saneada moralmente.

El cristiano debe conocer su ciudadanía. ”Debemos conocer Babilonia, en la que nos hallamos cautivos, y Jerusalén, por cuya vuelta hacia ella suspiramos” (Comentario al Salmo 64,1). Esta es una idea muy arraigada en san Agustín, aunque haya que pasar por alto los nombres de lugares geográficos (Sermón 214,11; La catequesis a los principiantes 19,31; Comentario literal al Génesis 11,15, Comentario al Salmo 9, 1,8). Los artífices de las dos ciudades son el egoísmo y el amor de Dios (Comentario al Salmo 64,2). Los seres humanos y las ciudades, se definen por sus amores. “El amor de Dios construye la ciudad de Jerusalén y el amor del mundo la de Babilonia. Examínese cada uno a sí mismo para ver qué es lo que ama y sabrá de cuál de ellas es ciudadano” (Comentario al Salmo 64,2). Hay una oposición entre los dos amores que definen a las dos ciudades. “Estos dos amores, de los cuales uno es bueno y el otro malo, uno social y el otro privado, uno que mira por la

utilidad común [...] y el otro que subordina lo común a lo propio por un deseo exaltado de dominio, uno fiel a Dios y el otro enemigo de Dios, uno tranquilo y el otro agitado, uno pacífico y el otro beligerante... sirven de distintivo para las dos ciudades en que está dividido el género humano” (Comentario literal al Génesis 11,15,20).

El concepto de ciudad de Dios va, naturalmente, más allá de la

organización de una ciudad humana. La ciudad de Dios viene de Dios, camina en Dios y va hacia Dios. “Distribuimos en dos géneros a los hombres: uno, el de los que viven según el hombre; otro, el de los que viven según la voluntad de Dios. Místicamente las llamamos dos ciudades, es decir, dos sociedades o agrupaciones de hombres” (La ciudad de Dios XV, 1,1).

La Iglesia y la ciudad de Dios no se identifican, pero san Agustín localiza esta ciudad en la Iglesia. “Sabemos que Sión es la ciudad de Dios. Sión se llama la ciudad de Jerusalén... Es, pues, manifiesto que Sión es la ciudad de Dios; ¿y qué es la ciudad de Dios sino la santa Iglesia?” (Comentario al Salmo 98,4). Por eso hablar de la Iglesia supone un aquí y un más allá, un hoy y un mañana último. Esta ciudad es construcción de Dios y construcción humana que se levanta en medio de un mundo de contrastes porque los infinitos rodeos de dos amores enfrentados revisten de dramatismo la historia humana.

Después de decenios de historia compleja y, sin duda, cómplice de

muchas situaciones jurídicas y éticas consideradas hoy como rechazables, la Iglesia tiene que apostar claramente por actitudes y comportamientos apoyados en los criterios del Evangelio. Apuesta de una gran honestidad y sencillez porque ha de abandonar toda tentación de poder y colocarse en la actitud de servicio. La gran aspiración de la ciudad de Dios es la unificación de los valores humanos y cristianos, la recuperación por parte de la humanidad y de la naturaleza de su inagotable misterio, la afirmación de una presencia

52

amorosa que nos envuelve y sostiene. En otras palabras, la formación del Cristo total, cabeza y miembros unidos en la fe y el amor, reconciliación del ser humano con Dios, consigo mismo y con el mundo, que es empeño presente y, a la vez, esperanza futura.

Desde esta perspectiva, la historia –por borrascosa que parezca–

admite una lectura providente y la vida cristiana se convierte en una peregrinación popular con Cristo a la cabeza, en un compromiso con el mundo, en un camino de esperanza. El papa Francisco concluye su encíclica Laudato si (2015) con una llamada a la convivencia, a la bondad y a un modo alternativo de entender la vida. “Hace falta volver a sentir que nos necesitamos unos a otros, que tenemos una responsabilidad por los demás y por el mundo, que vale la pena ser buenos y honestos. Ya hemos tenido mucho tiempo de degradación moral, burlándonos de la ética, de la bondad, de la fe, de la ho-nestidad, y llegó la hora de advertir que esa alegre superficialidad nos ha servido de poco. Esa destrucción de todo fundamento de la vida social termina enfrentándonos unos con otros para preservar los propios intereses, provoca el surgimiento de nuevas formas de violencia y crueldad e impide el desarrollo de una verdadera cultura del cuidado del ambiente” (LS, 229).

La misión del cristiano en el mundo es sembrar la esperanza que no

falla, construir la ciudad de Dios con la fuerza de su amor que habita en nosotros y que es la gracia del Espíritu. Sin ayuda, no podemos curar la enfermedad que nos impide ser nosotros mismos, cumplir con decisión opciones de justicia, y nos vuelve esclavos de nuestro egoísmo y de los mecanismos de un mundo inspirado por la mentira. Jesucristo, el médico divino, nos ha curado y continúa sanando nuestra enfermedad con su amor. No nos ha dejado huérfanos, nos ha dado “otro Consolador” que renueva con nosotros la faz de la tierra (Salmo 103) y es el verdadero fundamento de la nueva justicia y de la paz. Sin él no podremos hacer nada, pero con él podemos creer en el desarrollo de la ciudad de Dios y fortalecidos por su gracia, no somos solo constructores de sueños y de utopías, sino de un Reino que no fracasa.

No hay que buscar campos de batalla lejanos porque la lucha entre los

dos amores que intentan levantar dos ciudades diferentes –el gran drama de la historia– se libra en el propio corazón humano. Es el complejo tema de la libertad ante la continua beligerancia entre deseos contrarios. En el escenario del mundo, obra de Dios y hogar del ser humano, hay tres imperativos cristianos –de marcado sello agustiniano– que pueden ser, a la vez, convocatoria común para todos los hombres de buena voluntad: la justicia, la solidaridad y la paz. Cuanto más se camina en la vida del Espíritu, más fuerte es la urgencia por transformar las realidades materiales desde el horizonte del Reino de Dios.

Se habla de una cultura de la solidaridad, del diálogo y de la paz, como exigencias de la conciencia cristiana, pero son tímidas las intervenciones decididas en el campo de la política social. En tiempos de san Agustín, el obispo estaba en contacto directo con el hervidero de la calle porque a las funciones ministeriales se sumaba la de juez. ¿Dónde puede estar el modo

53

singular de entender san Agustín la justicia? En su misma idea de la justicia que incluye la misericordia. ”No podemos ser perfectamente justos si somos negligentes en practicar la misericordia” (Sermón 144,4). “Que la verdad no aleje de ti la misericordia y que la misericordia no sea un obstáculo a la verdad” (Comentario al Salmo 88,1, 25). O, de modo más claro, “cuando la justicia se aplica sin misericordia, siempre encuentra algo que condenar” (Comentario al Salmo 147,12). El realismo de san Agustín le lleva a decir: “El que se hace ‘demasiado justo’, debido a ese mismo ‘demasiado’, se hace injusto” (Tratados sobre el Evangelio de San Juan 95,2).

La justicia y la paz son amigas inseparables. “Obra justicia y tendrás la paz, para que así se besen la justicia y la paz. Si no amas la justicia, te faltará la paz. Estas dos virtudes: la paz y la justicia se aman y besan mutuamente, de tal modo, que quien obrase justicia, encontrará la paz que abraza a la justicia. Son don amigas. Tú tal vez quizá quieres tener una, y, sin embargo, no ejecutas la otra. Nadie hay que no anhele la paz, pero no todos obran la justicia” (Comentario al Salmo 84,12). Se quiebra la paz cuando se rompe la unidad. ”No aman la paz quienes dividen la unidad” (Comentario al Salmo 124,10). Para san Agustín, la paz es sinónimo de concordia y de orden. “La paz de todas las cosas es la tranquilidad del orden. Y el orden es la distribución de los seres iguales y diversos, asignándoles a cada uno su lugar” (La ciudad de Dios XIX, 13,1).

Cuando cada cosa ocupa su lugar, se realiza el orden; y del orden resulta la paz, porque paz es “orden sosegada o sosiego ordenado”. “La paz de todas las cosas es la tranquilidad del orden. Y el orden es la distribución de los seres iguales y diversos, asignándole a cada uno su lugar” (La ciudad de Dios XIX, 13, 1).

Puede decirse que la paz es para San Agustín el nombre concreto con que designamos el bien y la felicidad (La ciudad de Dios II, 29, 2). El término de las aspiraciones humanas, tanto en el plano personal como en el histórico, es la paz. “La paz que es el término de todos los buenos deseos” (Sermón 168, 2) e inseparable del amor.”Sin la caridad no hay paz; todo aquel que quebrante la paz, no tiene caridad” (Comentario al Salmo 127, 13). “La gracia y la paz no pueden entenderse sin la misericordia y la caridad” (Exposición incoada de la Carta a los Romanos 12). Para san Agustín, la paz va unida al amor y la justicia a la misericordia.

La paz entre los hombres nace de la "unidad de corazón" (concordia),

que tiene su raíz en el amor de amistad. La paz de un hombre es perfecta únicamente cuando el amor de la persona está bien ordenado y posee todo cuanto desea (Comentario al Salmo 84.10; Sermón 357, 2). Todas las aspiraciones humanas confluyen en la paz. “Tan estimable es la paz, que incluso en las realidades terrenas y transitorias normalmente nada suena con un nombre más deleitoso, nada atrae con fuerza más irresistible; nada, en fin, mejor se puede descubrir” (La ciudad de Dios XIX, 11).

No hay nada tan bueno como la paz (La ciudad de Dios XIX, 11).

Resalta Agustín que el esfuerzo por lograr la paz ha de comenzar dentro de

54

uno mismo. No podemos esperar atraer a otros a la paz, si no la poseamos nosotros internamente. “Si queréis atraer a los demás hacia ella, sed los primeros en poseerla y retenerla. Arda en vosotros lo que poseéis para

encender a los demás […] Quienes aman la paz quieren que otros la posean con ellos (Sermón 357, 3).

Cuando se contempla la escena del mundo con sus “grandes charcos de sangre”, “la tierra que gira y gira con sus grandes arroyos de sangre” –como escribía el poeta francés Jacques Prévert– puede uno pensar que la paz o la justicia son un sueño imposible. “Al concluir el libro XX de La ciudad de Dios, san Agustín advierte que dedicará los dos últimos libros al fin de la ciudad terrena y al fin de la ciudad de Dios respectivamente. Concluye, pues, su larga meditación sobre la historia considerando el triunfo definitivo del Bien. De ahí que algún autor califique el último libro de La ciudad de Dios como un libro sedante”33.

PUNTO Y SEGUIDO

Punto para no alargar estas reflexiones que pueden servir de fundamento o inspiración de múltiples acciones pastorales desde el pensamiento agustiniano. Se trata de un texto abierto, revisable y llamado a ser enriquecido con posteriores aportaciones. El camino va de la reflexión a la vida –para no entretenernos en el habriaqueísmo estéril que denuncia el Papa Francisco (EG, 96)– y de la vida a la reflexión para pasar por el corazón y la mente todo lo que conforma el argumento de nuestra acción evangelizadora.

Punto y seguido porque la vida y la historia son dinámicas y nos ofrecen una novedad permanente que hay que contemplar e interpretar desde las claves del evangelio de Jesús. La novedad de cada situación pastoral justifica que el texto se mueva en una línea de opciones de fondo sin acercarse al mundo concreto de las aplicaciones prácticas que tiene que ser, necesariamente, artesanal. Cada día se nos muestra una realidad más plural y con un número mayor de matices.

Allá por el siglo VI, el pensador romano Boecio escribió en su obra La consolación de la filosofía: “No es tiempo de lamentos, sino de poner remedios”. La frase se podría desplazar a nuestro tiempo y a nuestra Iglesia, sobrada de miedos y escasa de esperanza, porque, quizá, ponemos más énfasis en los problemas que en las soluciones. Una actitud necesaria en la tarea pastoral es inclinar la balanza del lado de una esperanza realista. Esperanza teologal y simultáneamente a pie de calle, frente a la perplejidad y la incertidumbre paralizantes. A medio camino entre una teoría teológica perfectamente construida o un ensañamiento ante una sociedad y una cultura contemporáneas.

Hay dos lugares donde es muy desaconsejable fijar los vientos del hospital de campaña de la acción pastoral: la mirada complaciente y la mirada

33 J. OROZ RETA–J.A.GALINDO RODRIGO, El pensamiento de San Agustín para el hombre de hoy. II Teología dogmática, Valencia (2005), 999.

55

apocalíptica. Ambas aconsejan el inmovilismo. Miguel de Unamuno decía que si el hombre se cruza de brazos, Dios se echa a dormir. Entre una y otra se sitúa la pastoral decididamente misionera que anuncia, sin complejos, la figura y el mensaje de Jesucristo y huye de cualquier forma de autismo espiritual o de introversión eclesial. Aunque la cita pueda ser un poco extensa, es un dibujo de una gran plasticidad sobre los evangelizadores que la Iglesia y el mundo de hoy necesitan. “Evangelizadores con Espíritu quiere decir evangelizadores que oran y trabajan. Desde el punto de vista de la evangelización, no sirven ni las propuestas místicas sin un fuerte compromiso social y misionero, ni los discursos y praxis sociales o pastorales sin una espiritualidad que transforme el corazón. Esas propuestas parciales y desintegradoras sólo llegan a grupos reducidos y no tienen fuerza de amplia penetración, porque mutilan el Evangelio. Siempre hace falta cultivar un espacio interior que otorgue sentido cristiano al compromiso y a la actividad. Sin momentos detenidos de adoración, de encuentro orante con la Palabra, de diálogo sincero con el Señor, las tareas fácilmente se vacían de sentido, nos debilitamos por el cansancio y las dificultades, y el fervor se apaga. La Iglesia necesita imperiosamente el pulmón de la oración, y me alegra enormemente que se multipliquen en todas las instituciones eclesiales los grupos de oración, de intercesión, de lectura orante de la Palabra, las adoraciones perpetuas de la Eucaristía. Al mismo tiempo, «se debe rechazar la tentación de una espiritualidad oculta e individualista, que poco tiene que ver con las exigencias de la caridad y con la lógica de la Encarnación». Existe el riesgo de que algunos momentos de oración se conviertan en excusa para no entregar la vida en la misión, porque la privatización del estilo de vida puede llevar a los cristianos a refugiarse en alguna falsa espiritualidad” (Evangelii gaudium, 262).