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53 Octubre-Noviembre de 2016 I Publicación bimestral de la Editorial Grupo Destiempos I ISSN: 2007-7483 I Título de Registro de Marca: 1445031 I CDMX, México

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Octubre-Noviembre de 2016 I Publicación bimestral de la Editorial Grupo Destiempos IISSN: 2007-7483 I Título de Registro de Marca: 1445031 I CDMX, México

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El poder es tolerable sólo con la condición de enmascarar una parte importante de sí mismo. Su éxito está en proporción directa con lo que logra esconder de sus mecanismos.

Michel Foucault

¿Saben cuál es la verdadera base del poder político? No las armas ni las tropas, sino la habilidad de hacer que los demás hagan lo que uno desea que hagan.

Philip K. Dick

solemos entender por arte público el que se desarrolla o expone en lugares de acceso público, habitualmente calles o plazas, esta defi-nición exigiría delimitar cuidadosamente el espacio público y el privado, cuyos dominios

varían en el tiempo y según culturas. Actualmente se diluyen las fronteras entre ambos, sobre todo desde la revolución tecnológica que ha abierto nuevos canales como Internet o la televisión, permitiendo la entrada del arte ‒y de otros mensajes‒ en nuestras propias casas.

En cualquier caso, el objetivo original del arte público es configurar un espacio político, un espacio compartido bajo una determinada estructura de poder. El arte público surge inevitablemente unido a un mensaje ideológico, a la difusión de un mensaje ideológico. Y por tanto sólo puede ser enten-dido del todo en el marco de un determinado contexto sociopolítico, que a su vez deja huella en la proyección de la ciudad, que sucesivamente determinará la vida en común de sus habitantes y contribuirá a moldear su forma mental. Así el arte adquiere una dimensión que poco tiene que ver con su estricto valor plástico. El arte se convierte en un arma al servicio del poder, en un elemento propagandístico. Y esta circunstancia se acentúa cuanto más centralizado y totalitario se revela dicho poder. En realidad ello ha sido así desde la más temprana antigüedad, donde no existía un arte del pueblo, pero sí para el pueblo: no un arte que plasmase la idiosincrasia de los estratos no privilegiados de la sociedad, pero sí un arte que pretendiese adoctrinarlo.

El poder siempre ha utilizado el arte como un medio de expresión. Los monarcas y aristócratas, después también los burgueses, buscan en los retratos y las esculturas un vehículo

Salomé Guadalupe Ingelmo Universidad Autónoma de Madrid Recepción: 01 de octubre de 2016

Aprobación: 07 de octubre de 2016

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para exaltar su supremacía y difundir sus propios valores. En este sentido, la arquitectura y escultura monumentales se convirtieron en piedras angulares para justificar la autoridad de quienes dominaban, poniéndose al servicio, de una u otra forma, de la ideología imperante. La iconografía oficial ha servido para difundir una cierta imagen del poder desde la Edad Antigua. Desde entonces el arte oficial ha justificado al soberano. Y para lograr su objetivo, para que el mensaje calase entre la población, había de ser arte mostrado, arte público.

La iconografía, trazando un claro perfil ideológico, pro-puso diversos cánones en Mesopotamia, según regiones y periodos cronológicos, que respondían a un modelo de sobe-rano en evolución y a las exigencias concretas de cada grupo étnico y cada coyuntura específica1. Un ejemplo muy conocido es el del soberano paleobabilonio Hammurapi, que en la famosa estela de su código legal, erigiéndose en paradigma de

soberano justo, se hace representar ante Shamash, recibiendo del dios solar el bastón y el anillo, símbolos del buen gobierno. Otro ejemplo lo ofrecen las representacio-nes del rey en los bajorre-lieves neoasirios, en los que el soberano adopta el mo-delo del guerrero y cazador que lucha contra las bestias salvajes ‒especialmente el león‒, representantes del caos primordial del que surge el mundo en la cosmogonía ‒no por casua-lidad cosmos significa “orden” en griego‒, para restablecer el orden iden-tificado con la civilización, que se plasma también en

un concepto urbanístico: la

1 Sobre el uso ideológico del arte por parte del poder en el Próximo Oriente Antiguo y más concretamente sobre la iconografía asociada al concepto de soberanía en la antigua Mesopotamia se puede consultar Matthiae, Il sovrano, especialmente el capítulo Le imprese del re e il trionfo sul caos.

Estela del Código de Hammurapi (aprox. 1760

a. C. Louvre)

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ciudad, paisaje antrópico, se opone a la despoblada e indómita estepa. El modelo de rey guerrero, el buen soldado en sentido estricto, había sido explotado ya con anterioridad en la estela del rey acadio Naram-Sin encontrada en Susa. Porque en la Antigüedad, y muy especialmente en la antigua Meso-potamia, el arte era totalmente dependiente del poder. Los artistas no dejaban de ser un instrumento al servicio del palacio o del templo, los dos polos que dominaban la sociedad. Su obra siempre propondría un mensaje útil a uno o a otro ‒a menudo a los dos a la vez, ya que el soberano tenía también una función sacerdotal y se consideraba escogido por los dioses, de los cuales era representante sobre la tierra‒. El arte servía para difundir un mensaje concreto vinculado a una ideología concreta: para ensalzar a los dioses o al monarca, para justificar la existencia de la realeza y la pertinencia del modelo de soberanía en vigor. El arte independiente no existía en la Antigüedad, donde nace ya la figura del mecenas de artistas entre la realeza y la nobleza, más tarde también entre la burguesía.

Estela de Naram-Sin (aprox. 2250 a. C. Louvre)

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Por tanto, si bien a lo largo de la historia siempre ha habido profesionales de talento que se caracterizaron por una personalidad fuerte y especialmente independiente e insu-misa ‒Miguel Ángel o Caravaggio, por ejemplo‒, individuos que pretendieron dar su parecer a pesar de las consecuencias, un artista no podía permitirse morder a menudo la mano que le daba de comer. Y lo mismo sucedía con quienes, siendo artistas, pertenecían además a la Iglesia. Pienso sobre todo en los ilustradores y en determinadas miniaturas, en códices con imágenes francamente atrevidas e incluso irreverentes, argu-mentos populares y profanos ‒a veces incluso escabrosos o casi blasfemos‒ mezclados con los religiosos. El arte díscolo y contestatario es, de hecho, un invento reciente que sólo arraiga realmente el siglo pasado. Aunque desde entonces el inconformismo y rebeldía se convierten en una suerte de tópico ‒a menudo totalmente artificioso y manido‒, una exi-gencia a cumplir si de verdad se quiere ser un artista.

Volviendo a nuestro argumento central, entre los romanos se crean cánones y modelos de retrato imperial, algunos de los cuales, como el ecuestre, sobrevivirán en el tiempo. César, que durante su dictadura emprendió nume-rosos proyectos de reforma de los edificios públicos de Roma y creó otros muchos nuevos, sirve de modelo para su estatua ecuestre ubicada en el centro de la plaza del Foro que lleva su nombre. Fue el lento proceso de divinización del Emperador romano, abierto con Cayo Julio César, el que condujo a la formulación de una ideología monárquica articulada en torno al basileus soter: príncipe legislador, guerrero vencedor, filósofo y pacificador. A lo largo del principado de Octavio Augusto se comenzó a usar de manera masiva y sistemática el poder de las imágenes al servicio de la majestad imperial, personificación de las virtudes políticas romanas2. Más tarde la estatua ecuestre de Marco Aurelio (Museos Capitolinos) guardará gran similitud con las estatuas de Augusto.

La iconografía del rey victorioso vinculada a un con-cepto militarista y expansionista de la soberanía que se alimenta de un triunfalismo a menudo fingido, concretada en el retrato ecuestre durante mucho tiempo, se convertirá en

2 El emperador puede ser representado como Pontifex Maximus o jefe religioso, como Togatus o máxima autoridad del Senado, mediante una imagen thoracata que lo plasma en calidad de jefe militar triunfador, como protagonista de los ya mencionados retratos ecuestres y, finalmente, durante su apoteosis, ya fallecido y convertido en semidiós. Sobre la iconografía del poder en Roma se puede consultar Rojo Blanco, “Iconografía y poder”.

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una de las de mayor éxito para el arte urbano ‒aunque tampoco escasean los retratos reales e imperiales, como los de Napoleón, que siguen este modelo‒, dando lugar a estatuas que ocupan espacios públicos en los que desempeñan con éxito la función propagandística para la que fueron creadas. En occidente, en la representación pública del poder, encontramos un hilo conductor firme y duradero que se tiende desde la Antigüedad hasta hace apenas unas décadas. El retrato ecuestre será heredado del Imperio romano y llegará prácticamente hasta nuestros días con las diversas estatuas ecuestres diseminadas durante la dictadura fran-quista. Recordemos además que los movimientos totalitarios europeos, especialmente el fascismo de Mussolini, en su afán por identificarse con un pasado glorioso real o ficticio ‒que confirme su superioridad y justifique sus afanes expan-sionistas‒, recuperarán, como signo de identidad, varios símbolos relacionados con el antiguo Imperio romano3, de quienes se pretenden herederos.

Estatua ecuestre de Marco

Aurelio (176 d. C.)

Estatua ecuestre de Felipe

III, Madrid (1616)

Estatua ecuestre de Franco,

Santander (1964)

Diría que, en España, el último paradigma de obra

monumental trágicamente concebida como reflejó icono-gráfico del poder se encuentra en el Valle de los Caídos. Actualmente, sin embargo, parece que la sociedad va recla-

3 Desde el saludo romano hasta elementos iconográficos. El propio término fascismo, acuñado por Mussolini, tiene su origen etimológico en el fasces romano, un haz de varas ligadas entre sí que servían como mango a una hoja y formaban un hacha, emblema del poder de los soberanos etruscos heredado después por los romanos, que siguieron utilizándolo durante la República y parte del Imperio como símbolo de la unión y la justicia.

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mando el derecho a decidir sobre el uso artístico del espacio público. Este proceso forma parte de la conquista o apro-piación simbólica del espacio común por parte de los ciudadanos. A veces su sensibilidad colectiva se ve herida y procuran manifestarlo. Al respecto podemos citar la retirada, en cumplimiento de la Ley de Memoria Histórica, de nume-rosas estatuas ecuestres del dictador Franco, no siempre sin polémica, de las plazas de diversas ciudades de España, entre ellas la que fue retirada de madrugada de Madrid ‒Plaza San Juan de la Cruz‒ en 2005. En consonancia con los tiempos y la mayor participación en la toma de decisiones sobre lo público que estos parecen demandar, algunos Ayuntamientos promueven actualmente consultas para conocer la opinión de los ciudadanos sobre las plazas públicas. Así por, ejemplo, el de Madrid indaga si los vecinos desean que la Plaza de España permanezca igual o si prefieren cambiar de ubicación el famo-so monumento a Miguel de Cervantes.

Esto parecería armonizar con la definición de espacio público propugnada por Jürgen Habermas, es decir con un lugar de debate donde todos los ciudadanos pueden de-sarrollar y ejercer su voluntad política4.

Lo cierto es que en España el arte público ha sufrido un vacío tras el final de la dictadura. Una vez rechazado y retirado de los espacios colectivos, muy tardíamente ‒la última estatua ecuestre del dictador, en 2008. Y todavía exige largos procesos judiciales el poder recuperar restos de represaliados sepultados en el Valle de los Caídos, un monumento cuyo futuro hasta el momento nadie se ha atrevido a abordar seriamente‒, el arte propagandístico franquista, este no se supo reemplazar por un arte público que plasmase los valores de la nueva democracia y legitimase el poder ciudadano. La democracia española no ha sabido dotarse de un patrimonio iconográfico que legar y alrededor del cual aglutinar a la

4 Lo que Jürgen Habermas denomina “esfera pública burguesa” representaría idealmente un lugar inclusivo de debate y formación de opiniones que trasciende todo tipo de intereses privados, económicos, políticos e incluso de control del estado. Habermas identifica la aparición de esa esfera pública coincidiendo con el desarrollo del capitalismo en la Europa Occidental y describe su apogeo en el espacio político burgués fechado en el siglo XVIII (Habermas, The Structural Transformation). En oposición a este modelo, hoy nos veríamos dominados por los medios de comunicación de masas, bajo un estado benefactor ‒ante el que deberíamos mantenernos vigilantes‒ que promueve el espectáculo y la formación de un público pasivo y consumista. Para un análisis de la obra de Habermas en relación a nuestra sociedad de masas consultar Dahlgren, “El espacio público”, 245-268.

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comunidad, que se convirtiese en referente identitario5. Y en esto diría que, en general, todas las democracias han fallado o se han demostrado inmensamente más pobres que los regímenes autoritarios, que entendieron la importancia del símbolo ‒del que esencialmente se nutre el arte público‒ para lograr la cohesión social y la adhesión popular, hasta el punto de vivir obsesionados por la propaganda y crear ministerios ad hoc, como el ocupado por Goebbels bajo el gobierno de Hitler.

En las últimas décadas, el monumento en su sentido tradicional se encuentra en claro retroceso e incluso extinción. Ya desde finales del XIX la escultura monumental va perdiendo su originaria función conmemorativa hacia un personaje importante para quienes lo encargaban. Los cambios socio-políticos experimentados por Europa a lo largo del siglo XX dejarán su huella en el arte público. El avance de las democracias propiciará la desaparición del monumento entendido como una afirmación del poder y representación del mismo. El arte público se convierte en un modo de hacer ciudad, según Maderuelo, “apoyándose en valores estéticos, capaces de mejorar las condiciones físicas y funcionales de la ciudad proporcionando al ciudadano un ambiente limpio, culto, agradable y respetuoso con la fisonomía y la historia del lugar” (Maderuelo, “El Arte”, 51).

No debemos confundir, sin embargo, mobiliario urba-no con arte ‒ni publicidad con arte: pienso en las grandes lonas decoradas que a veces sirven para cubrir las fachadas de los edificios en obras‒, como parece suceder en ocasiones a causa de la mercantilización del arte, la pérdida del juicio artístico y la proliferación del arte público por encargo, que a menudo dificulta el compromiso del artista con la obra.

Ahora lo público, más que como lo colectivo, debido a un exacerbado individualismo, no pocas veces se entiendo como “lo mío” en lugar de como “lo nuestro”. En este sentido a menudo el arte urbano se vuelve también más narcisista y aborda argumentos o intereses meramente personales del artista. Pensemos en la cabeza infantil de Antonio López ‒que representa a su nieta‒ en Atocha, o en la mano de Botero del Paseo de la Castellana, ambos autores más conocidos por su

5 Aunque puedan existir intentos aislados como el Monumento a los Abogados de Atocha erigido en 2003 y basado en la obra pictórica de Juan Genovés El Abrazo (1976), que había sido utilizada como cartel de la Junta Democrática en favor de la amnistía y que le acarreó la detención a su autor.

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actividad como pintores. Igualmente podríamos citar la rana obra de Eladio de Mora que actualmente se ubica frente al monumento de Colón, junto al Casino de Madrid.

Pero al tiempo, y paradójicamente, frente a la idea tradicional de una obra de autoría bien delimitada y de amplia durabilidad, este nuevo concepto sobre el espacio público y la forma de vivirlo ha llevado a la proliferación de obras voluntariamente efímeras, que se reemplazan entre sí, y con creciente frecuencia de autoría colectiva o más bien partici-pativas, como los monumentos, a menudo conmemorativos, en los que se promueve la aportación activa del observador.

Por otro lado, a medida que va desapareciendo la originaria función propagandística del monumento, parale-lamente se abandona la verticalidad. No se persigue ya necesariamente lo imponente. En las primeras décadas del siglo XX, la pintura destrona a la escultura y la relega a un segundo plano. Incluso serán algunos pintores los que renueven el lenguaje escultórico. Actualmente la idea de escultura monumental con carácter conmemorativo ha sido suplantada por la noción de arte público como elemento de intervención urbana que enriquece un entorno y, al menos presuntamente, es bien aceptado por una sociedad que lo considera reflejo de sí misma y no de una élite dominante como sucedía en el pasado.

O al menos así es en teoría, porque ciertamente a veces los ciudadanos no se identifican con el arte urbano con el que conviven. Cuando el arte público queda únicamente en manos de una administración, a menudo las elecciones realizadas suscitan indiferencia o abierto rechazo. En ocasiones el ciudadano no comprende los criterios que han llevado a una dada administración a optar por unas obras y artistas en lugar de otros, incluso se siente agredida su sensibilidad estética. En España no faltan los escándalos provocados por obras costosísimas y muy controvertidas, o que ni siquiera se han llegado a instalar porque de hecho su exhibición era income-patible con el buen funcionamiento de la ciudad, y por tanto no resultaban aptas para el lugar a las que se habían destinado.

Actualmente parece que la tendencia es la de querer concebir la ciudad como un museo abierto, al aire libre ‒pensemos en el Museo de Escultura al Aire Libre de la Castellana‒, en un presunto intento de democratizar el arte, de llevar el arte hasta el pueblo que no se decide a ir a buscarlo

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a los lugares que tradicionalmente lo han custodiado. Pero esto no deja de revelarse peligroso, pues la responsabilidad de decidir qué arte se llevará hasta el pueblo está en manos de unos pocos, unos pocos cuya objetividad, imparcialidad y formación artística nadie nos asegura. En ocasiones a las administraciones locales les interesa exaltar determinados valores, otras veces son la incompetencia y el nepotismo o el clientelismo los culpables de que determinadas obras de dudosa calidad artística e incluso gusto ocupen lugares privilegiados. Eso sin contar con que los tiempos que triste-mente nos ha tocado vivir nos han demostrado que a menudo determinadas administraciones corruptas, como ayunta-mientos o gobiernos locales, han sacado partido de la contratación pública o compra de determinadas obras en perjuicio del resto de artistas.

Por eso resultan esenciales los procesos de selección transparentes entre los artistas que participan en los concursos públicos, porque esas obras de arte se realizarán con dinero también público, es decir de todos. Tampoco parece razonable que si ese arte pierde el favor de la administración que en su momento lo encargó, las obras sean retiradas a un almacén por intereses únicamente políticos, y que por tanto el arte público y los gastos que ocasiona queden a merced de las coyunturas políticas. Porque el arte público, en una sociedad democrática, a diferencia de lo que sucedía en la antigua Mesopotamia o en el Egipto faraónico, no debería ser ya expresión del poder, una mera manifestación plástica de nuestras autoridades, sino de las gentes que otorgan ese poder a sus representantes y de las cuales dicho poder emana.

Se diría que ahora la ciudadanía reclama un espacio colectivo como canal de expresión de sus propias inquietudes y deseos: que la decisión sobre el arte público sea tomada en común y según los intereses del conjunto de los ciudadanos, y no únicamente por sus representantes políticos.

Pero lo cierto es que el arte público exige por parte de las administraciones un buen programa de mantenimientos, y por tanto un presupuesto estable y el uso de materiales adecuados para que no se produzcan situaciones tan bochor-nosas como la del Monumento a las Víctimas del 11-M en la estación de Atocha, abandonado al deterioro. El arte público exige una cuidadosa planificación del espacio y una apropiada integración de la obra en la arquitectura y el urbanismo.

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En definitiva, un arte público nunca se debería desligar de la idiosincrasia y sensibilidad de aquellos a quienes se dirige, es decir de los ciudadanos que habitan el espacio dado en el que se ubicará, pues el arte público es patrimonio y al tiempo un servicio para la comunidad, que entre otras cosas estimula la memoria colectiva. Ello a veces puede exigir un trabajo interdisciplinar cercano a la sociología o la etnografía por parte del artista, un trabajo que en general se desarrolla en colaboración estrecha con arquitectos y urbanistas. Y eso es algo que cualquier administración habría de tener en cuenta.

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MATTHIAE, PAOLO, Il sovrano e l’opera: Arte e potere nella Mesopotamia Antica, Bari: Laterza, 1994.

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ROJO BLANCO, DAVID, “Iconografía y poder en la Roma alto imperial ‒Augusto y el nuevo retrato‒”, Ab Initio: Revista digital para estudiantes de Historia, 2/2, 2011, 3-15. <https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=3636918>