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ALGUNAS OBSERVACIONES ACERCA DE PROBLEMAS FUNDAMENTALES DE LA ESTÉTICA, DE E. CASSIRER, Y DE ADDISON A KANT, DE M. H. ABRAMS Aleixandre Lago Barcala NOTA Estas líneas no son más que apuntes de trabajo para el Seminario; téngase esto en cuenta a la hora de condenar errores, imprecisiones y lagunas. Si he decidido añadir mi nombre debajo del título, no ha sido por deseo de arrogarme invención alguna, sino tan solo para evitar que se atribuyan al colectivo culpas de las que son únicamente mías. Por lo demás, y descontando posibles desviaciones, lo fundamental de estas ideas es sin duda fruto del magisterio de don Francisco Caja. 1 Hemos trazado el círculo de nuestro estudio alrededor de algunas de las escrituras fundamentales de la Estética, entendida ésta, en su sentido riguroso e histórico, como la disciplina filosófica que estudia la relación entre la sensibilidad y la verdad. No es caso de ponerse a desglosar aquí las quizá confusas razones que mueven nuestro interés en esta empresa, pero sí de observar que la tal disciplina, en el sentido mencionado, es una disciplina solemnemente muerta, cuyo último gran coletazo ocurrió en 1969, con la Teoría Estética de Adorno, más aullido de ultratumba que fruto tardío. De manera que, a la hora de orientarnos, no podemos tomar una referencia de nuestro tiempo, sino en la misma historia, o en disciplinas diferentes. Dado

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Texto del Seminari d'Estudians d'Estética de Barcelona

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Page 1: Observaciones Acerca de P.F.E, De Cassirer, y de Adison a Kant, De Abrams. Aleixandre Barcala Lago

ALGUNAS OBSERVACIONES ACERCA DE PROBLEMAS FUNDAMENTALES DE LA ESTÉTICA, DE E. CASSIRER, Y DE ADDISON

A KANT, DE M. H. ABRAMS

Aleixandre Lago Barcala

NOTA

Estas líneas no son más que apuntes de trabajo para el Seminario; téngase esto en cuenta a la hora de condenar errores, imprecisiones y lagunas. Si he decidido

añadir mi nombre debajo del título, no ha sido por deseo de arrogarme invención alguna, sino tan solo para evitar que se atribuyan al colectivo culpas de las que

son únicamente mías. Por lo demás, y descontando posibles desviaciones, lo fundamental de estas ideas es sin duda fruto del magisterio de don Francisco

Caja.

1

Hemos trazado el círculo de nuestro estudio alrededor de algunas de las escrituras fundamentales de la Estética, entendida ésta, en su sentido riguroso e histórico, como la disciplina filosófica que estudia la relación entre la sensibilidad y la verdad. No es caso de ponerse a desglosar aquí las quizá confusas razones que mueven nuestro interés en esta empresa, pero sí de observar que la tal disciplina, en el sentido mencionado, es una disciplina solemnemente muerta, cuyo último gran coletazo ocurrió en 1969, con la Teoría Estética de Adorno, más aullido de ultratumba que fruto tardío. De manera que, a la hora de orientarnos, no podemos tomar una referencia de nuestro tiempo, sino en la misma historia, o en disciplinas diferentes. Dado este carácter problemático del punto de partida, considero relevante la pregunta, en general, de por qué hemos escogido para comenzar los presentes textos, que no forman parte propiamente de los monumentos estéticos, y no otros: ya de por sí, la elección comporta una determinada línea interpretativa.

Todo el libro Filosofía de la Ilustración, y en particular el capítulo que nos ocupa, tienen el interés de ofrecer una instantánea conceptual sobre un ámbito de capital importancia, realizando ese tipo de lectura de discursos en el tiempo, que parece ser casi la única manera de hacer filosofía hoy; todo ello, además, desde el punto de vista de un ilustrado tardío, que reconoce una distancia con su propio movimiento, y que posee, por otra parte, una erudición y competencia filosófica que nadie pone en duda. El capítulo sobre los problemas de la estética da razón de la gestación y el nacimiento de nuestra disciplina, arraigándola en la tierra de la

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filosofía moderna, consignando los elementos que a través de la crítica de arte abonaron ese suelo, y terminando en su fundación por A. Baumgarten. Estos elementos, los cuales, si aquí aparecen especialmente bien dispuestos, los encontraríamos más o menos en cualquier manual de historia, están expuestos en íntima relación con ese movimiento más amplio que es el tema del libro en su conjunto, a la manera en que se expone un teorema como parte de una ciencia. Por lo tanto, el introducirnos a los monumentos estéticos a través de este texto nos lleva a comprenderlos en una relación análoga con la Ilustración en su conjunto. Para Cassirer, la Estética elabora unos problemas que forman parte del desarrollo esencial del discurso de la Ilustración, y de cuya resolución depende la consistencia de la misma. Se trata de problemas en torno a la relación entre lo universal y lo particular, el entendimiento y la intuición, la ciencia y los fenómenos; los cuales tienen, claro está, inmediatas conexiones morales y políticas. No sólo eso; una lectura atenta del artículo, especialmente del apartado final sobre Baumgarten, lleva a entender que tales problemas suponen una auténtica brecha dentro del proyecto ilustrado, y que la estética, con la misión de salvarla, tuvo que introducir elementos ajenos en un principio a tal proyecto; esto solamente se puede decir con muchas reservas respecto del autor citado, pero adquiere total significación en el caso de Kant. Por fin, de todo esto obtenemos la siguiente conclusión: con esta lectura, estamos interpretando que la Estética es una consecuencia de la Ilustración; y que la Ilustración implica necesariamente la Estética.

Respecto a De Addison a Kant, observamos ante todo que se trata no de un artículo filosófico, sino de crítica literaria. No es que no hallemos de interés el material de la crítica para nuestra disciplina, ni siquiera que las fronteras sean siempre tan estrictas (apenas cabe mencionar la obra de Peter Szondi), y, por otra parte, M. H. Abrams, hoy, a sus 102 años, es uno de los autores más eminentes que podemos encontrar en el campo de las letras; pero de todos modos no deja de ser una particularidad. La elección de este escrito tiene algo de sintomático, haciendo resonar los ecos de la muerte de la estética juntamente con los de su necesidad para el discurso. Se trata de una obra de nuestro tiempo, y de una disciplina otrora cercana a la estética, que remite a ella e indaga en sus orígenes, de un modo complementario a la de Cassirer. La teoría contemporánea del arte tuvo su origen en una lectura, parcial si se quiere, de la estética, y esto es lo que se acusa en el artículo de Abrams, al preguntarse por el nacimiento del concepto nuclear de esta teoría, común a los autores principales de todas las inclinaciones: el de autonomía del arte, que obtuvo carta de naturaleza en la Crítica de la facultad de juzgar de Kant. Este enfoque es de especial interés por enlazar la estética con los discursos actuales, pero también por su significativa deficiencia; pues la autonomía del arte no es el único elemento de la tercera Crítica, ni siquiera el más importante, sino una pieza más dentro del sistema estético y teleológico completo. En cambio, la recepción de esta obra, partiendo sobretodo de Schiller, desgajó ese elemento de los otros, abandonando la comprensión total de la propuesta de Kant. Todo esto, pues, ha de ser estudiado como una cuestión de primer orden. Pero en el artículo Abrams hay todavía un asunto más; y es que él indaga por las raíces de ese concepto de autonomía, y lo liga así a un subsuelo inesperado: la teología platónica y cristiana. La teoría del arte-como-tal, formulada por Kant, puede dividirse en dos modelos, a los que denomina modelo de la contemplación y modelo heterocósmico, el primero de los cuales habría sido propuesto por K. Ph. Moritz, y el segundo, por Baumgarten; ahora bien, ambos los dos son fruto de la atribución

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al ámbito del arte de propiedades que antes eran propias del discurso sobre la divinidad, obtenidas directamente, en Moritz, del lenguaje pietista, y en Baumgarten, de la Theodicea de Leibniz, de manera que la estética se convierte en un discurso subrepticiamente teológico. Y esta es la tesis fundamental que obtenemos del artículo de Abrams, y mediante la cual estamos ya interpretando en general: la Estética nace esencialmente ligada a los problemas de la teología. Aunque de nuevo aquí hemos de añadir la carencia de los estudios llevados a cabo hasta el momento, que solamente se refieren a una de las partes de la Estética.

Combinando ahora las dos tesis obtenidas, resulta ahora que la Ilustración, cuya problemática da lugar a la Estética, queda ligada directamente, pero no de un modo abierto, sino disimulado, con la Teología. Dicho de otro modo, que la Ilustración, al margen de su discurso “oficial” acerca de los asuntos teológicos (el cual ya de por sí es complejo y habría que clasificar cuidadosamente) presenta otro camuflado, como de contrabando, donde pretendiera conservar de otra manera lo que en el plano oficial se ha vuelto, en todo caso, problemático. Esta es, pues, la línea de investigación que están proponiendo las lecturas escogidas para introducir la Estética, sin determinar, eso sí, el final del recorrido. Consideramos que los asuntos hasta ahora resaltados no son meramente circunstanciales, que no pueden atribuirse al azar, ni a causas de tipo particular, como por ejemplo el disfrute del arte por Kant o la constitución psicológica de Moritz o de Baumgarten; sino que, dado el éxito y aceptación que tuvieron sus innovaciones, y la importancia capital que llegaron a cobrar, hallamos que tiene que haber una razón en el ámbito estructural y colectivo, ya sea de tipo institucional, de tipo espiritual, o de ambos, que llevase a que las cosas se sucediesen de la manera en que lo hicieron. Para situar esta cuestión y poder indagar en ella de manera sistemática, hemos recogido la expresión Inversión Teológica, acuñado por don Gustavo Bueno en su Ensayo sobre las categorías de la economía política.1 Con ella pretende referirse, segundo una definición sintética posterior,

al proceso (que habría tenido lugar en el siglo XVII) mediante el cual la idea del Dios terciario, como limite de la relación entre determinados contenidos dados en el Mundo, revierte sobre las relaciones entre los contenidos de ese mismo Mundo de suerte tal que las conexiones de los conceptos teológicos dejan de ser «aquello por medio de lo cual se habla de Dios)) (como entidad transmundana) para convertirse en aquello por medio de lo cual hablamos sobre el mundo.2

Más detalladamente, en su Ensayo, don Gustavo identifica con ese nobre un procedimiento característico de la filosofía moderna desde el mismo Descartes, en el cual se pretende comprender el ámbito de lo natural y el de lo humano utilizando los conceptos que los teólogos habían desarrollado aplicándolos a la Divinidad, a la que, a través de la analogía, nombradamente la via eminentiae, habían convertido en un reflejo quintaesenciado de la realidad mundana, en el cual los fenómenos aparecen regidos por leyes de la más estricta necesidad, y sometidos a los atributos divinos, como la Bondad y la Perfección. La filosofía moderna pretende descubrir esas mismas leyes de estricta necesidad, y concatenar los fenómenos hasta descubrir su finalidad y su sentido últimos; de esta manera, Dios deja de ser el objeto, aquello de lo que se habla, para pasar de ser el punto de vista, aquello desde lo cual se habla, procediéndose, por tanto, a explicar lo imperfecto, finito y malo

1 Ed. La Gaya Ciencia, Barcelona, 1972, pp. 133-140.2 G. Bueno, El mito de la cultura, ed. Prensa Ibérica, Barcelona, 2004, p. 258.

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desde lo perfecto, lo infinito y lo bueno: la filosofía se convierte en teodicea. Podemos recordar al respecto los versos de Hölderlin:

Die Sagen, die der Erde sich entferen,vom Geiste, der gewesen ist und wiederkehret,

sie kehren zu der Menschheit sich, und vieles lernenwir aus der Zeit, die eilends sich verzehret.3

Las leyendas, que parten de la tierra,acerca del Espíritu que hubo y volverá,

vuelven hacia los hombres, y hay mucho que aprenderdel tiempo que se mueve aprisa, devorándose.

Don Gustavo estudia este proceso haciendo referencia a la Física y a la Economía; nosotros lo aplicamos también, con las debidas precisiones, a la Estética. Concretamente, consideramos que, en el proceso de la inversión teológica, el elemento de la teodicea no encontró acomodo ni en la Física, ni en la Economía, ni en ninguna otra rama del saber, y que tuvo que introducirse, en fin, en la Estética, cuyas categorías pretenderán probar que el mundo interpretado tiene una finalidad que lo justifica.

Este es pues el marco que está más o menos implícito en la elección de ambos textos introductorios, y que la justifica. Pues, según creemos, trae a la luz, si no todos, al menos muchos de los elementos principales que otorgan importancia a la Estética, junto con sus relaciones con el resto de la filosofía, con las artes y con las demás instituciones sociales. De modo que, sin pretender agotar el tema, mediante este enfoque pretendemos llevar a cabo una lectura intensa, que tampoco perjudique otros elementos no directamente relacionados con él.

2

Tanto uno como otro artículo presentan una sumaria genealogía de la Estética a partir de la crítica moderna de arte. Ambos remarcan en sendas introducciones la excepcional importancia que tuvo la crítica de arte durante el siglo dieciocho; es importante indagar las causas de este hecho, y resumir lo más granado de sus conceptos. Como prevención para esta tarea, vale la pena destacar la apreciación de Abrams, según la cual el propio concepto de “arte” entendido como aquello que son todas las bellas artes y bellas letras a la vez, y cada una por separado. Hasta entonces, las bellas artes se contaban entre las obras de artesanía, y las bellas letras entre el resto de escrituras, y sólo ocasionalmente se juntaban unas con otras. La antigua crítica considera a su objeto en tanto “cosa hecha”, sin ninguna clase de primacía ontológica sobre otros objetos, a partir de unas determinadas reglas o paradigmas de construcción, centradas en el concepto de mimesis, y su consecuencia de verosimilitud, con la finalidad de causar ciertos efectos sobre el espectador, habitualmente deleitar, enseñar, o ambas cosas a un tiempo.. Estos conceptos copan todas las preceptivas desde el Renacimiento, cuando se establece la imitación de la Antigüedad (asunto también capital, parte integrante de la constitución de lo moderno, y de trasfondo plenamente político, como lo ha estudiado, entre otros, Ph. Lacoue-Labarthe). El concepto de mimesis fue y sigue siendo la llave de la relación entre el arte y la verdad, aunque cobrando sentidos

3 Der Herbst, vv. 1-4.

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muy diferentes y aún opuestos; por ejemplo, algunas de las disputas entre preceptistas iban dirigidas a dilucidar si la mimesis tenía por objeto lo particular o lo universal; otras, a dilucidar si se podía imitar cualquier cosa, o sólo algunas; otras, a dilucidar si la imitación en sí misma ya produce arte, o si ha de ser una determinada manera de mimesis. Por lo demás, se trata de un concepto que depende de la representación que se tenga de la naturaleza. La poesía antigua tenía lugar a través de unas funciones que la relacionaban miméticamente con una determinada forma de naturaleza. Ahora bien, el advenimiento de la nueva física y de la Ilustración termina de borrar los rastros de la tal forma de naturaleza, y de este modo se genera un conflicto frontal, reconocido por algunos personajes honestos, como, por ejemplo, nada menos que D’Alembert, según recoge don Marcelino:

En sus Reflexiones sobre la poesía y en sus Reflexiones sobre el gusto, coincide [D’Alembert] con Diderot en creer que la poesía ha muerto desde que se limita a reproducir las invenciones de los antiguos, y niega absolutamente el título de poesía a la de su tiempo, «que usa un fastidioso lenguaje, inventado hace tres mil años». Pero no manifiesta gran calor por su renovación, ni descubre en el horizonte punto alguno de donde pueda venir la luz.4

La crítica francesa no tuvo aptitudes para resolver este conflicto; respecto de los ingleses, puede decirse que analizaron con más finura el asunto; pero, finalmente, la que generó un nuevo concepto de poesía fue la Estética, hasta que los propios creadores lograron conscientemente realizarlo. Cassirer, en su capítulo, presenta una visión general del desarrollo de la crítica, a la cual procura tomar en serio y relacionarla directamente con la problemática filosófica. Se trata de un texto muy claro, que conviene leer atentamente, pero no es preciso repetir aquí; por lo demás, se trata de una historia bastante conocida. No obstante, nos atrevemos a añadir aquí unas observaciones polémicas acerca de su tratamiento de la crítica francesa, y unas breves notas posteriores.

El gran precursor de la preceptiva del siglo XVIII es Nicolás Boileau; no se trata, desde luego, de un ilustrado, sino de un cortesano de Luis XIV, y su Poética (compuesta, todo sea dicho, con gran finura y delicadeza) es un auténtico código de etiqueta áulica, un intento de acompasar los ritmos de la poesía al movimiento mecánico de la entorno del Rey Sol. Por lo demás, se trata, sino de un preceptor cartesiano, sí de un cartesiano preceptor, esto es, de un lector de Descartes, que adopta lo fundamental de su pensamiento, y que pretende, además, escribir las reglas del poema; sería un salto especulativo afirmar, a partir de aquí, que su preceptiva es una continuación del sistema cartesiano, pero sí podemos apurar al máximo la semejanza, pues, como explica Cassirer, aunque Descartes no elabora una teoría estética, en su proyecto de mathesis universalis no sólo queda exigida de por sí, sino que directamente esbozada, en tanto que la imitación de la naturaleza debería reducirse a las mismas leyes que la naturaleza. Por lo demás, Cassirer es sumamente indulgente y casi beato para con Boileau. Valora su intención de establecer criterios racionales y matemáticos para entender la poesía y distinguir la auténtica de la falsa; entiende que el lugar que reserva para el genio como elemento necesario para la aparición de un poema es bastante como para que la teoría no se convierta en un mero mecanismo; y considera las normas concretas 4 M. Pelayo, Ideas Estéticas, p. 62.

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que establece como unos errores circunstanciales, disculpables como contagio de ciertas ideas vulgares en boga. Con todo esto se niega a comprender el hecho fundamental que Boileau manifiesta, y que queda confirmado en su larga descendencia literaria: la poesía, como se había entendido hasta entonces, era incompatible con el mundo entendido según la nueva física. O, dicho de otro modo, era rigurosamente imposible que surgiese una poesía que se adecuase a las normas de Boileau, y el “genio” al que recurre como elemento incalculable que salvaría el cálculo, no es sino un absurdo. En cuanto a las normas concretas que presenta, distan mucho de ser meramente circunstanciales: son, por sistema, un reflejo degradado, como la parte de atrás de un tapiz, del arte antiguo. Así la severa prohibición de lo fantástico, las ridículas leyes del teatro, la pueril teoría de los géneros, y, lo más grave de todo, la minuciosa y terrorífica regulación prosódica. Este último rasgo, que es el que marca el más hondo desarraigo de la poesía, solamente se verifica en la lengua francesa; la lengua, por otra parte, de la Enciclopedia. Estas leyes llevan, no ya a hacer prácticamente imposible cualquier composición; sino que una obra que cumpliese con ellas, por ese mismo motivo, estaría ya condenada a no ser poesía. Sería más bien una suerte de prosa formal quintaesenciada, en la que se repitiesen indefinidamente unos cerradísimos patrones. Y esto de algún modo lo percibieron ya algunos ingenios de entonces, que solían afirmar, cuando una poesía les gustaba, que parecía prosa; hasta el punto de que La Motte recomendaba escribir odas en prosa5. Se trata del dictum que vuelve a aparecer, idéntico en palabras, inverso en sentido, en la pluma de Benjamin, cuando sintetiza el pensamiento crítico de los románticos: “la forma de la poesía es la prosa”. Obsérvese que, en Francia, no volvió a haber quien mereciese el nombre de poeta hasta la década de 1820, con la sola excepción de André Chénier, ingenio independiente, intempestivo, demasiado antiguo o demasiado moderno, y cuyas obras, de todos modos, salieron a la luz en 1819; y que el verso francés no recuperó su plena riqueza hasta que se lo concedió Víctor Hugo. Hasta entones, los grandes escritores franceses, incluso los de talante plenamente lírico, como Rousseau o Chateaubriand, sólo compusieron prosas, incluyendo ese raro experimento que es Los Mártires6.

Tampoco en la propia crítica de arte adelantaron mucho más los franceses, aunque hubo abundantes preceptores que acabaron introduciendo una gran variedad de matices no desdeñables. Consignaremos aquí tan sólo a los que menciona el propio Cassirer: el abate Batteux, que lleva a su término la crítica cartesiana con Las artes reducidas a un solo principio; el padre Bouhours, aunque partiendo de principios semejantes, afirma que el arte no es cuestión de justeza, como dice Boileau, sino de délicatesse, que su dominio no es idéntico al de la ciencia, sino que se encuentra, en fin, en las ideas claras y confusas, como dirá después Baumgarten, añadiendo, para mantener la ligazón del arte con la verdad, que en el arte no se trata del resultado, sino del camino, de ejercitar la mente en asociaciones ingeniosas de ideas; y las líneas que marcara Bouhours, las seguirá el abate Dubos. Se podrían añadir muchos más padres y abates a la lista; en la obra de Menéndez y Pelayo están registrados bastantes de ellos. No obstante, de nuevo el hecho más relevante no se encuentra por este camino. Lo que hay que destacar es el modo en el que las 5 M. M. Pelayo, Historia de las ideas estéticas en España, p. 30.6 No podemos evitar la tentación de señalar que, a fin de cuentas, este asunto vuelve a aflorar en la poesía francesa actual, posteriormente a las antinomias de Mallarmé. La mayor parte del verso libre francés, así como esa extraña prosa más o menos rítmica, en la que tratan de revolverse muchos autores líricos de hoy, no nos parece otra cosa que la cruel venganza de Boileau.

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ideas preceptivas más o menos generales y comunes a todos los autores, provenientes de Boileau y de su trabajo cartesiano y áulico, se transportan sin gran esfuerzo a la mayor parte de los philosophes, los escritores mediáticos de la Ilustración francesa; de una forma muy destacada, los encontramos en el Discurso Preliminar de D’Alembert a la Enciclopedia, y en las obras críticas de Voltaire. Esto termina de demostrar, traspasando los umbrales de la corte, que esa preceptiva es propia de la forma franco-ilustrada de ver el mundo, y, por tanto, el hecho de que esa filosofía expulsa a la poesía del mundo. Solamente hay que tomar como ejemplo las casi ilegibles páginas de Voltaire sobre Shakespeare, el poeta del mundo moderno.

Dentro de este panorama francés, encontramos al menos dos excepciones, dos autores que se hallan en conflicto con esta preceptiva: Diderot y Rousseau. El segundo no es propiamente un ilustrado, y, en todo caso, no hablaremos de él, porque sería entrar en excesivas complicaciones, aunque se trata de un personaje imprescindible. En cuanto al primero, también es difícil hablar de él, pues carece por completo de sistema, se asemeja más bien a un dilettante en materia de conocimiento, pero, al mismo tiempo, poseía tan gran genio, que de cada uno de sus fragmentarios planteamientos parece que surge la semilla de algo nuevo y elevado. A veces se asemeja a sus compatriotas, pero otras se acerca más a los empiristas ingleses, y otras a la especulación germana; Cassirer despacha su teoría del gusto tratándolo como a un empirista, que sabe identificar la sensación de lo bello, pero no fundamentarla, no explicar su constitución y su raíz común. Por otra parte, Diderot, en sus novelas, especialmente en Jacques le Fataliste, rompió concienzudamente con todas las normas, asemejándose aún a las novelas experimentales de hoy; y en varios escritos atacó frontalmente la preceptiva teatral, y pasa por ser uno de los fundadores del drama moderno. No obstante, es uno de los principales colaboradores de la Enciclopedia. De manera que nos limitaremos a mencionarlo como una personalidad sui generis, que se resiste a la clasificación, y considerando los méritos ya dichos, además del de haber sido también un innovador crítico de pintura. Algunos lo consideran paradigma de la Ilustración, a él y no a los otros; nosotros hallamos más justo poner en los otros el paradigma, y en él la excepción.

No tenemos mucho que comentar acerca del apartado inglés, quedando satisfechos con el recuento de Cassirer; aunque sería de interés indagar, más adelante, y procurar una definición sintética de la Ilustración inglesa y su diferencia respecto de la francesa, así como la relación profunda entre estos dos modos y su crítica correspondiente. Por otra parte, cabe destacar la figura de Shaftesbury, en cuyos escritos se contienen en esencia la mayor parte de los elementos que luego aparecerán en la Estética; no hay que hablar de influencia en este caso, puesto que, aunque la hubo, ocurrió de manera muy indirecta, y como una figura menor entre otras más vastas que administraban la misma materia. No obstante, sí llama la atención este paralelismo, en tanto que Shaftesbury es un autor anticuado, arcaizante, en relación a su contexto, recogiendo sus ideas principales de la tradición mística platónica del Renacimiento y la Antigüedad, tratando de restaurar la esotérica “Doctrina de la Verdad” y un conocimiento por medio de la intuición espiritual; todo ello, en fin, netamente opuesto a la Ilustración: de hecho, el tipo de material que la Ilustración había venido a destruir. En cambio, esas ideas antiguas lo hicieron, en algún sentido, ser una referencia para los autores posteriores,

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estéticos y románticos, lo cual ofrecería una nueva confirmación de nuestra lectura. Para terminar, destacar también a Burke, a quien trabajaremos más adelante, y el hecho de no ser él propiamente ni estético ni crítico, sino otro investigador sui generis, que, a través de medios algo extravagantes, llegó a descubrir las nociones más elevadas de la disciplina que nos ocupa. Aprovechamos para recordar en este punto la doctrina de lo sublime, que queda recogida y perfeccionada en la Crítica de la capacidad de juicio, pero que, en tanto en cuanto Kant la excluyó de la teoría del arte, y también por otros motivos más oscuros, resultó arrinconada desde entonces hasta hoy. Es parte del objetivo de este Seminario volver a leer, en la medida de lo posible, ese apartado, y relacionarlo con las fuentes teológicas que pueden rastreársele, en la misma medida que a lo bello. Rematamos pues copiando los párrafos de Cassirer dedicados a la aparición de lo sublime, que aventuran la medida de su importancia:

El hecho de que no sucumbamos a lo enorme, sino que nos afirmemos frente a ello, y que nos conduzca a una elevación de todas nuestras fuerzas, he aquí lo que se manifiesta en el fenómeno de lo sublime y lo que constituye su profundo atractivo estético. Lo sublime rompe las fronteras de lo finito, 'Pero esta ruptura no la siente el yo como aniquilamiento sino como una especie de exaltación y liberación; porque en este sentimiento de lo infinito, que se le descubre, se le comunica una nueva experiencia de su propia infinitud. Esta concepción y explicación de lo sublime, no sólo supera los límites de la estética clásica, sino que excede también a Shaftesbury, porque para éste, aunque en el himno a la naturaleza de sus Moralistas manifiesta su profunda receptividad para la atracción de lo sublime, la idea de la forma constituye el principio estético fundamental. Al mismo tiempo, ocurre que se fija un nuevo sentido y se proclama una nueva pretensión de la subjetividad en el ámbito de lo estético. La significación histórico-espiritual de la doctrina de lo sublime consiste en que, desde el terreno del arte, se señalan los límites del eudernonismo y se rebasan sus estrechas fronteras. Un resultado por el que luchó la ética del siglo XVIII inútilmente, lo recoge Burke como fruto maduro con la ayuda de la estética. Para construir su doctrina de lo sublime tiene que marcar una diferencia rigurosa en el concepto de placer estético. Conoce y describe un tipo que en modo alguno coincide con el mero placer sensible, ni siquiera con la alegría que experimentamos en la contemplación de lo bello, pues es de naturaleza específicamente distinta. El sentimiento de lo sublime no representa una intensificación de aquel placer y de aquella alegría, sino más bien es la contrapartida de ambos. No se puede describir como mero pleasure, sino que es expresión de una afección muy distinta, de una delight peculiar que no excluye lo espantoso y terrible, pues más bien lo reclama y acoge. Existe, por lo tanto, una fuente de placer estético puro que se distingue rigurosamente de la mera apetencia de felicidad, de la búsqueda de gozo y satisfacción en objetivos finitos: “a sort of delight full of horror, a sort of tranquillity tingled with terror." Y todavía tiene lugar en virtud de la problemática de lo sublime una nueva exaltación y liberación. En este sentimiento se expresa la íntima libertad del hombre frente a los objetos de la naturaleza y al poder del destino y el individuo se libera de los vínculos a que se halla sujeto en su calidad de miembro de la comunidad, del orden civil social. En la vivencia de lo sublime desaparecen también estas limitaciones y el yo se encuentra devuelto a sí mismo y tiene que afirmarse en su independencia y radicalismo frente al universo, tanto físico como social. Burke subraya que existen en el hombre dos tendencias fundamentales, una que le lleva a conservar su propio ser y otra que le conduce a la vida de la comunidad. En la primera descansa el sentimiento de lo sublime y en la

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segunda el sentimiento de lo bello. Lo bello reúne; sublime aísla; lo uno civiliza, puesto que desarrolla las formas agradables del trato y sirve al refinamiento de las costumbres; lo otro penetra hasta el fondo del yo y nos entrega por completo a nosotros mismos. No existe en el hombre ninguna otra vivencia estética que le produzca a tal grado valor para consigo, valor para su originalidad e insobornabilidad, como la impresión de lo sublime. De este modo se supera una limitación que se había dejado sentir siempre en el desarrollo de la estética clásica. Creyó que sus reglas no expresaban sino la sencilla verdad de la obra de arte y que no le imponían más vínculos que los procedentes de la cosa misma, de la naturaleza de cada uno de los géneros artísticos; pero la práctica de la estética clásica nunca fue por completo fiel a este ideal teórico, pues en lugar de la buscada verdad natural, se desliza una verdad relativa y socialmente placentera; en lugar de las leyes universales de la razón, determinadas convenciones sociales. La teoría de lo sublime conoce este peligro. Separa con más rigor que nunca la esencia de la apariencia, la naturaleza de la costumbre, la sustancia del yo y su verdadera hondura de los puros accidentes y relaciones. El problema del genio y el problema de lo sublime cooperan en la misma dirección y constituirán los dos motivos espirituales que servirán para desarrollar una concepción más profunda de la individualidad y en virtud de lo cual esta concepción se irá modelando progresivamente. 7

En último lugar, dentro de este apartado, referirnos brevemente al desarrollo de la crítica en Alemania, y añadir, al cuadro de Cassirer, un nuevo asunto. Se trata de apreciar que el tal desarrollo tiene un carácter de oposición, a veces sorda, a veces sonora, respecto de las ideas de la crítica francesa, de la misma manera que la Ilustración alemana, sin dejar de ser Ilustración, pretende corregir ciertos aspectos del enciclopedismo, hasta llegar a Kant, quien, en el prólogo a la segunda edición de la Crítica de la razón pura, sienta en claro su hostilidad hacia ese movimiento; el cual, para él, pretendería, sobrepasando los límites de la razón, atacar a las verdades sobrenaturales, negando al hombre su lícita esperanza, y, además, destruyendo el fundamento del lazo social. Así podríamos rastrearlo en los críticos suizos discípulos de Baumgarten, en Winkelmann, en Mendelssohn, y en Lessing, entre los más destacados. Pero, puesto que todos ellos son personajes posteriores a la fundación de la Estética por Baumgarten, y, además, generalmente influidos por él, no los consideraremos hasta más adelante.

3

Como decíamos al principio, el aporte principal del artículo del prof. Abrams consiste en mostrar la ligazón de los conceptos estéticos con los teológicos, señalando el momento de su generación. Conviene incidir un poco más en esto, exponer con cuidado los términos y ampliar la información acerca de su origen. Como en la sesión dedicada a Moritz nos dedicaremos tan solo a su texto sobre La imitación formativa de lo bello, añadiré aquí un resumen del texto anterior, citado por Abrams, Sobre la unificación de todas las bellas artes bajo el concepto de totalidad en sí misma8, juntamente con alguna información de las corrientes místicas que lo alimentan. Señalamos otra fuente importante a este respecto, citada también por Abrams: el artículo de la Dra. Martha Woodmansee, que tenemos disponible bajo el título de The interests in disinterestedness; en él hallamos una

7 Cassirer, pp. 360-362.8 Disponible, en traducción portuguesa, dentro de una tesis magistral:

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exposición más detallada y admirablemente expuesta y documentada de Moritz, y una genealogía acerca de su pietismo. Mucho menos interés tiene la segunda parte del artículo, donde, bajo la promesa de crítica social materialista, ofrece poco más que decepción; tratando de encontrar “el interés del desinterés”, ofrece una gran cantidad de datos (relevantes, eso sí) acerca de la situación editorial en Alemania y de la proliferación de literatura de consumo para alimentar a las masas, cuya competencia dificultó el trabajo de Moritz, y relaciona, así, su defensa del “desinterés” con esa incapacidad pecuniaria. En otras palabras, aplica el más vulgar de los materialismos, como si la introducción de las nuevas ideas fuese simplemente el fruto del resentimiento y la necesidad de alimentarse del autor, y no hubiese ningún tipo de relación estructural con las más profundas corrientes de su tiempo.

Ya quedó consignado que Abrams propone, como novedad de la estética, la introducción del modelo de la autonomía, que fue prefigurado por el de la contemplación y el heterocósmico. Naturalmente, estos dos modelos anteriores no son opuestos, sino más bien dos caras de la misma moneda, o dos formas de decir lo mismo. Su diferencia radica en que el de la contemplación se refiere a la relación entre usuario y obra, que se determina en función de una teoría de los fines, y el heterocósmico en función de la relación entre el poeta y la obra, y se determina en función de una teoría de la creación. Ambos pretenden abolir o corregir el concepto de mimesis al respecto de sus relaciones correspondientes: se trata de un síntoma de lo problemático que se había vuelto el concepto, según ya habíamos apuntado; así, en el primer modelo, ya no importa, para el juicio estético del usuario, si la obra imita o no a la naturaleza, sino si es bella o no; y en el segundo, ya no importa para el poeta imitar o no la naturaleza, sino crear un mundo con una legalidad propia. Ahora bien, podemos observar que ambos modelos atribuyen a la obra en cuanto tal la misma propiedad. Pues belleza y “legalidad propia”, en los sentidos que se están utilizando, pueden identificarse, en cuanto juego combinatorio basado en una libertad ordenada según principios no discernibles racionalmente, como más adelante teorizará Kant. De manera que, estudiando cualquiera de ambos modelos, estamos ya estudiando el modelo de la autonomía. Dejaremos a un lado, por el momento, la relación creadora, y daremos detalles acerca del modelo de la contemplación.

Como señala Abrams, este modelo está perfectamente formulado ya por Lord Shaftesbury, con conceptos tomados del platonismo místico. Pero fue Moritz el que lo transmitió directamente a los autores estéticos, y su primera aparición completa puede rastrearse en su artículo citado de 1785, anterior en tres años al que nos ocupará en la siguiente sesión. Su título habla por sí mismo, refiriéndose no sólo a la introducción del nuevo modelo, sino a su servicio a la teoría, en tanto capaz de unificar todas las artes en un solo concepto; lo cual indica que la tal unificación, o, lo que es lo mismo, la emergencia del concepto moderno de arte, era todavía problemática; la importancia de este asunto radica en la superación de las nociones de arte que, como vimos, habían quedado obsoletas; y, podemos añadir, para permitir que permaneciera ligado el arte a la verdad. Cabe preguntarse qué causa motiva la necesidad de unificar en una todas las artes a la hora de establecer el concepto moderno de arte. Proponemos responder que la anterior diversidad de las artes dependía de su vinculación a los respectivos oficios, dentro de los cuales tenían su función, en cuanto técnicas imitativas: por ejemplo, la

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poesía, técnica imitativa dentro de las letras, dedicada a la exaltación de la patria y al ocio de los grandes; el teatro, técnica imitativa dentro de la institución religiosa y el ocio público, dedicados, en ambos casos, a la instrucción de los iletrados; la pintura, técnica imitativa dentro de la arquitectura y el interiorismo, dedicada a decorar edificios y salones, etc. Ahora bien, abandonadas las antiguas funciones de las artes dentro de los oficios, quedan solamente como técnicas imitativas, pero que funcionan mediante reglas obsoletas, y, dicho claramente, no tienen ya nada que imitar; no obstante, esas reglas obsoletas pueden modificarse, convirtiéndose la mimesis antigua en la autonomía moderna. Y de ese modo, lo que antes era su nota común, pero no definitoria, pasa a ser también esto último.

El artículo que nos ocupa está dedicado a Moses Mendelssohn, maestro de Moritz, lo cual ha de tener, también, algún significado. La dra. Woodmansee se ha encargado de desvelarlo. Mendelssohn, en su escrito “Betrachtungen über die Quellen und die Verbindungen der schönen Künste und Wissenschaften”, de 1757, había tratado de resolver el mismo problema de la unificación de las artes, tomando conceptos de la propia Aesthetica pars prima de Baumgarten, contra el abate Batteux. Recordemos que este abate era uno de los preceptistas cartesianos, y es, además, el primero en pretender fijar sistemáticamente el concepto moderno de arte en su obra Las artes reducidas a un solo principio. Encontramos, efectivamente, que el principio que escoge es el de mimesis, si bien especificando que sólo aquella mimesis agradable al gusto; con lo cual, ha de ser la mimesis de una naturaleza idealizada. Por lo demás, sus principios son los de la crítica francesa. Mendelssohn no queda satisfecho con esta explicación, que encuentra incongruente. En cierto modo, esa proposición donde Batteux pretende fundamentar su sistema no es una proposición, sino dos: mimesis + agrado, puesto que, según su planteamiento, ni los dos términos se coimplican, ni ninguno implica necesariamente al otro, esto es lo que se desprende del comentario de Mendelssohn, según el cual, si alguien preguntara a Batteux por qué la imitación agrada, quedaría como el sabio indio cuando le preguntan sobre qué está sostenida la tortuga.9 Para corregirlo, de manera que el primer principio lo sea verdaderamente, recurre a la psicología de Wolff y a la estética de Baumgarten: según la primera, lo que nos causa placer es lo perfecto, y, para el segundo, el arte es el conocimiento sensible. A partir de aquí, afirma: “podemos considerar cierto el siguiente principio: la esencia de las bellas artes y letras consiste en la expresión sensible de lo perfecto”. De esta manera, la mimesis ya no depende ni presupone un correlato exterior, sino que puede determinarse en cualesquiera combinación de elementos que cumplan el requisito de la perfección, la cual va siempre ligada al agrado. El autor, pues, puede actuar como una divinidad, y aún embellecer la naturaleza.

El artículo de Moritz es una respuesta crítica a esta teoría, como lo señalan explícitamente, no sólo la dedicatoria, sino también el primer párrafo:

El principio de imitación de la naturaleza, como fin principal de las bellas artes y bellas letras, fue rechazado y subordinado al placer, que pasó a ser la primera ley fundamental de las bellas artes. Se dice que estas artes, de hecho, tienen como fin solamente el placer, así como las artes mecánicas, lo útil. –

9 Woodamansee, p. 28

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Ahora bien, si nos contentamos tanto con lo bello como con lo útil, entonces, ¿cómo diferenciamos lo uno de lo otro?10

La sustitución de la imitación por el placer como principios de todas las artes solamente puede referirse a la operación llevada a cabo por Mendelssohn; no obstante, vemos que Moritz interpreta a su maestro y lo simplifica sutilmente: “primer principio = placer” no es lo mismo que “primer principio = representación sensible de la perfección”. Moritz, además, recoge al menos la forma de esa versión suya del dictum de su maestro y argumenta a partir de ella: trata de determinar lo que sea el arte (en sentido moderno) determinado solamente cuál es su fin. Asume implícitamente que esta definición se obtiene a partir de una teoría de los fines, exponiendo su causa final. En otras palabras, el objeto parece constituirse tan solo del para qué. El aspecto de la “perfección” queda de algún modo recogido, de manera tácita y no rigurosa, en una identificación del arte con la belleza o con un cierto tipo de belleza. Por lo demás, aunque la dra. Woodmansee afirma que Moritz argumenta escasamente, en el artículo encontramos una línea dialéctica concreta, si bien desordenada. Afirma que el placer no distingue el arte de lo útil (que es, naturalmente, el mundo de los oficios, del que se quiere ahora desligar al arte), puesto que ambos lo proporcionan igualmente; no obstante, hay una diferencia fundamental. Lo útil lo proporciona en tanto que funciona, en tanto que sirve a un fin extrínseco a sí mismo, y en última instancia al sujeto. En cambio, la belleza provoca placer siendo inútil; de manera que su fin debe de estar en sí misma, y el sujeto sometido a ella. En la relación del “usuario” con la obra de arte, el objeto bello, este último no puede perder ni entregar nada, ni ponerse al servicio de nadie; es el otro el que se pone al servicio de ella, mediante la contemplación desinteresada y el olvido de sí mismo:

Nos dejamos ser determinados por el objeto bello, al que por algún tiempo le concedemos una especie de poder supremo sobre nuestra sensibilidad. Cuando lo bello atrae totalmente nuestra contemplación, nos hace desviarnos un instante de nosotros mismos y que parezca que nos perdemos en el objeto bello; y ese perderse, ese olvido de nosotros mismos, es el grado más alto de placer puro y desinteresado que lo bello nos proporciona. En ese momento, sacrificamos nuestra existencia individual y limitada por una especie de existencia más elevada. Por eso, para ser genuino, el placer de lo bello tiene que aproximarse cada vez más al amor desinteresado.

Esta transfusión es la condición necesaria de que se produzca el placer. Si se lo busca directamente, no se lo halla; solamente se lo puede alcanzar por esa vía de abandono a la perfección autosuficiente. De esta manera, el placer no puede de ningún modo ser un fin, sino más bien un epifenómeno de la finalidad autónoma del arte. Además, se trata de un placer distinto al de lo útil, “más fino y raro”, y con la cualidad de elevar al hombre por encima del mundo de las bestias. La contemplación pone en contacto con nosotros la perfección del objeto, y conlleva el deseo de compartirla con los otros, y de que los otros adoren de la misma manera, como la desconocida raíz común del gusto.

De modo que en este artículo ya tenemos a la mano y de manera manifiesta los principales elementos teológicos de la estética. La única relación posible para con el arte, para que se produzca el efecto característico del arte, es el amor

10 P. 108

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desinteresado, un concepto proveniente del Nuevo Testamento: se trata del ágape, el amor con el que Dios ama a las criaturas, un amor que no espera nada a cambio, y con el cual, según las doctrinas del Quietismo y el Pietismo, hemos de amarlo a él, si queremos ser salvados. Si le ofrecemos ese amor puro, él nos responde con la Gracia, el don de la salvación que nos eleva sobre la naturaleza. De la misma manera, si nos dirigimos desinteresadamente al arte, él nos concede ese placer sutil que nos hace distintos de las bestias. O, como afirmaba Adorno, el desinterés va acompañado de la sombra del interés más profundo. Se trata, al fin, de una aporía: con la condición de perderlo todo, se ganará todo. Este es el mecanismo fundamental que se repetirá de manera idéntica en la Crítica de la facultad de juzgar, y el que permitirá, al fin, comprender que todavía podemos encontrar la gracia en el desencantado mundo moderno.

Para terminar de perfilar esta ligazón, daremos algunos datos acerca de las doctrinas místicas donde se predica esta aporía teológica, y de las cuales, como veremos, no cabe ninguna duda que Moritz derivó su lenguaje. Hay que señalar que la ortodoxia católica no la acepta como válida; ese fue el resultado de la última gran polémica teológica que hubo en el seno de la Iglesia, que versó precisamente sobre ese asunto, y que tuvo lugar a finales del siglo XVII; en cambio, el protestantismo no la condena tan radicalmente, y en algunas de sus sectas se predicó de manera destacada. Podemos englobar todos estos asuntos bajo el nombre de “el affaire del Amor Puro”.

Tampoco es cuestión aquí de resumir la historia de esta querella; podemos encontrar esa información en El amor puro de Platón a Lacan, de Jacques Le Brun, así que solo recogeremos los principales hitos. La controversia tiene la base de dos versículos bíblicos, Ex XXXII, 32 y Rom IX, en los cuales puede cabalmente interpretarse que Moisés y San Pablo, respectivamente, están ofreciéndose a ser eternamente condenados por amor de sus semejante; ambos fueron materia de amplia controversia desde los mismos Padres de la Iglesia: por ejemplo, San Jerónimo los interpreta considerándolos como una paradoja, que llevaría a San Pablo a estar privado de Jesucristo debido a su mismo amor por Jesucristo11; San Agustín y otros no lo consideran paradoja, afirmando que no se puede perder la vida muriendo por la vida12; para Lutero, en cambio, el amor debe ofrecerse “incluso para el infierno y la muerte eterna, si Dios así lo quisiera”13, y también así Calvino, para quien la muerte eterna significaba “estar excluido de toda esperanza de salvación”14; y podrían aducirse casi infinitas variaciones. Santo Tomás, que iba a convertirse en la norma oficial del catolicismo, aunque no comenta esos versículos, niega que un hombre debiera de amar a Dios si Dios no fuera el bien y sólo el bien para ese hombre15. A toda esta controversia viene a sumarse en el siglo XVII un movimiento espiritual de origen español y suma importancia e influencia en su época, convertido luego en herejía: el Quietismo. Su fundador fue el aragonés Miguel de Molinos, con los precedentes de la mística carmelita, el interiorismo de Benito Arias Montano y unos delirantes grupos populares conocidos como los “alumbrados”.

11 Le Brun, p. 5812 Ib. p. 60-6113 Ib. p. 6514 Ib. p. 6615 Ib. pp. 252-253.

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Molinos, nacido en 1627, vivió una vida de clérigo común hasta que pasó a Roma en 1665. Allí se convirtió en un maestro espiritual muy reputado, a cuyos cenáculos acudían gentes de gran importancia en la capital, hasta el punto que acabó capitaneando una poderosa secta. En 1675 publicó su Guía Espiritual, con el beneplácito, en principio, de la institución eclesiástica. El tal libro se presenta como un manual eminentemente práctico y no doctrinario, dirigido a personas con intereses místicos, pero que tengan dificultad de avanzar por los medios habituales. Su asunto central es lo que él llama, en sentido muy amplio, “la oración”, que se refiere a lo que nosotros llamaríamos, más bien, técnicas de meditación. Divide la “oración” en “meditación” (él refiriéndose principalmente a la meditación jesuítica y similares, que utilizan el discurso y la imaginación para figurarse presentes en una escena bíblica y sentirse parte de la historia divina) y “contemplación”. Propone que la “meditación” es un medio bueno en sí mismo, pero imperfecto para alcanzar la perfección mística, y que, por tanto, los más avanzados no llegarán muy lejos con esa práctica, y deben pasar a la contemplación, cuyas normas él pretende exponer. Consiste fundamentalmente en proceso de vaciamiento interior de toda representación y volición, que tiene por objeto permitir que Dios se asiente en el alma, y que obre en ella su voluntad, y nada más que su voluntad: eso haría al alma perfecta. Una vez dentro de ese estado, para Molinos, es imposible pecar.

Molinos, efectivamente, no se dedica a componer una doctrina, por mucho que cite constantemente a todo tipo de autoridades piadosas. No obstante, introduce constantemente el lenguaje del desinterés, del desapego, de la auto-aniquilación, del perderlo todo para salvarlo todo. Su método consiste en una total destrucción del yo, de un pasar del ser a la nada, para a partir de ahí renacer con Dios y en Él. Son incontables las citas que podríamos ofrecer, pero nos contentaremos con una sola (Parte tres, párrafo 195):

Últimamente no mires nada, no desees nada, no quieras nada, ni solicites saber nada, y en todo vivirá tu alma con quietud y gozo descansada. Este es el camino para alcanzar la pureza del alma, la perfecta contemplación y la interior paz. Camina, camina por esta segura senda, y procura en esa nada sumergirte, perderte y abismarte si quieres aniquilarte, unirte y transformarte.

En los diez años que sucedieron a la publicación de la Guía Espiritual, ésta obtuvo una increíble difusión por toda Europa. Se le adhirieron toda clase de potentados eclesiales, y contó con la simpatía del mismo Papa; también los protestantes lo acogieron con gusto. Se fundaron círculos quietistas por todas partes, y proliferaron las traducciones y los tratados de inspiración semejante; casi puede hablarse de una “moda” quietista. No obstante, algunos hombres de peso, especialmente jesuitas, se erigieron en oposición, y, además de atacar con virulencia las proposiciones del tratado, extendieron acusaciones hacia los adeptos, en los que aparecían reos de toda clase de ligerezas y obscenidades. Finalmente, el Papa mandó examinar el libro, y el 1687 se condenó a Molinos por hereje, y se lo encarceló. A partir de entonces en la franja católica se persiguió con severidad a todos los círculos quietistas y se hizo desaparecer los escritos de esa orientación, aunque siguieron parpadeando durante al menos otros veinte años. No sucedió lo mismo en los países ajenos al yugo de Roma: en 1687 Augusto Hermann Francke, uno de los principales inspiradores del pietismo alemán, traduce la Guía al latín; en 1688 hay una traducción inglesa, que conoció diez ediciones seguidas y fue inspiradora del movimiento cuáquero; en 1699 se traduce directamente al alemán.

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El episodio final de esta historia dentro de los países católicos coincide con el episodio final de la querella del amor puro, y representa, como dijimos, la última gran controversia dentro de la Iglesia. Se trata de la polémica que tuvo lugar en Francia en la década de 1690 entre François de Salignac de la Mothe Fénelon y su antiguo maestro Jacques Bénigne Bossuet. Ambos eran eclesiásticos cortesanos y grandes escritores de la corte de Luis XIV. Ocurrió, no obstante, que Fénelon trabó conocimiento con una dama, Mme. Guyon, que predicaba por los ambientes nobiliarios, llena de afectación, si bien a partir, según ella, de experiencia propia, la doctrina quietista. Clérigo y alumbrada desarrollaron una relación de profunda intimidad, y él, además de erigirse en el defensor de ella, procuró convertir sus predicaciones en un sistema teológico, centrado en el concepto de amor puro. “El único amor verdadero –explica Le Brun, recogiendo unos términos que ya nos son conocidos- estaba apartado de cualquier perspectiva de recompensa y de cualquier interés propio, y el criterio de validez e incluso de legitimidad del amor pera lala perfección de un desapego llevado hasta la pérdida del sujeto”16. De ahí surgió, tras años de polémicas y de opúsculos varios, la Explicación sobre las máximas de los santos, donde trata de recopilar todas las autoridades eclesiales para defender la legitimidad de la “suposición imposible de los místicos”: si Dios fuera malo, igualmente nosotros deberíamos amarlo, para que nuestro amor fuera puro. Mediante esta filosofía podría irse más allá de la fe y de la esperanza. Finalmente, todos estos esfuerzos fueron vanos frente a Bossuet y al Papa, que condenaron, no por heréticas, pero sí por erróneas, las proposiciones de ese libro, de modo que la sistematización sirvió para que, finalmente, el caso quedara definitivamente cerrado.

Pero el asunto, más que quedarse ahí, se trasladó a otros ámbitos, especialmente entre los protestantes. Como vimos, uno de los miembros influyentes del pietismo fue el traductor de Molinos. Por regla general, esta orientación redujo el misticismo a un nivel doméstico, que marcaba la vida de los que lo practicaban, pero sin ocuparla por completo. No obstante, algunas partes del movimiento volvieron a radicalizar la búsqueda de la experiencia de la quietud. Una de ellas fue la que capitaneó el aristócrata Fleichsbein, seguidor de Mme. de Guyon, que propugnaba de nuevo una estricta forma de quietismo. Precisamente, el padre de Moritz fue discípulo de este Fleichsbein y en estos principios educó a su hijo. 17

Por lo demás, lo profundo de esa influencia, y su contenido exacto, pueden rastrearse en la novela Anton Reiser de este último.

16 IB. p. 817 Woodmansee, p. 32, nota al pie.