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1 Obedece a tu corazón Barbara Cartland Argumento Dela, una muchacha de la alta burguesía inglesa, parecía irremediablemente abocada a casarse con el conde de Rannock, un calavera que le parecía inaceptable como marido. Decidió, pues, escapar de su casa, y lo hizo uniéndose a una caravana de gitanos. Las circunstancias la obligaron a hacerse pasar por la adivinadora de la tribu, y bajo esta falsa identidad conoció al marqués de Charlton. El amor surgió entre ellos, y el aristócrata decidió hacerla su esposa aun creyendo que era una gitana. Sin embargo, Dela tuvo que volver a huir para no manchar el honor de la familia. Pero el destino de ambos ya estaba marcado por la premonición de la verdadera adivina.

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Obedece a tu corazón Barbara Cartland

Argumento Dela, una muchacha de la alta burguesía inglesa, parecía irremediablemente abocada a

casarse con el conde de Rannock, un calavera que le parecía inaceptable como marido. Decidió, pues, escapar de su casa, y lo hizo uniéndose a una caravana de gitanos. Las

circunstancias la obligaron a hacerse pasar por la adivinadora de la tribu, y bajo esta falsa identidad conoció al marqués de Charlton.

El amor surgió entre ellos, y el aristócrata decidió hacerla su esposa aun creyendo que era una gitana. Sin embargo, Dela tuvo que volver a huir para no manchar el honor de la familia. Pero el destino de ambos ya estaba marcado por la premonición de la verdadera adivina.

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Capítulo 1

1878 Mientras cabalgaba de regreso a través del bosque, Dela pensó en lo afortunada que era.

Adoraba el campo y los bosques en la primavera, que tenían una fascinación irresistible para ella.

Había una magia especial, que le parecía más intensa que cualquier cosa de las que sucedían en el mundo exterior.

No se lo podía explicar. Como era hija única, nunca había tenido a nadie con quien compartir sus pensamientos. Sus padres, ambos ya muertos, habían sido muy felices en su matrimonio. Y aunque adoraban a su hija, ésta nunca pudo entrar en su mundo de amor. Después de la muerte de su padre peleando en el Sudán, Dela y su madre se hicieron cargo

de la casa de un tío de la muchacha. La misma se encontraba en Londres, ya que lord Lainden era el secretario de Estado para

Asuntos Extranjeros. Así las cosas, pasaba mucho tiempo en el exterior, por lo que estaba encantado de que su

cuñada y su sobrina mantuvieran la casa caliente, como él solía decir. Pero el año anterior la madre de Dela murió de neumonía. Y Dela se sintió muy sola. Sin embargo, ya habían tenido lugar ciertos cambios durante el año. El hermano de su padre decidió que ya era tiempo de retirarse. Encontraba que el viajar constantemente le empezaba a resultar cansado. Y se sintió muy feliz al poder irse a vivir al campo. Era donde siempre se había sentido a

gusto. Para Dela, también constituyó un gozo indescriptible, pues allí podía montar. Como tenía la misma pasión por los caballos que tuviera su padre, inmediatamente fue

admitida en Rotten Row durante su estancia en Londres. Pero aquello no era lo mismo que cabalgar por el campo, donde podía hacerlo ahora. Ciertamente, lord Lainden había sido muy afortunado, en tanto en cuanto compartió una

gran amistad con el duque de Marchwood mientras fue secretario de Estado. Habían asistido a la escuela juntos. El duque, al heredar su título, se encontró con que éste incluía algunos terrenos en Francia. Y cuando lord Lainden deseó retirarse, el duque de Marchwood le ofreció una casa en su

finca en Hampshire. La misma incluía cien acres de tierra. El duque fijó un precio tan bajo, que, en realidad, suponía un regalo, por lo que lord

Lainden le estaba muy agradecido. Para Dela, la vida en el campo era maravillosa. El duque, desde un principio, estuvo de acuerdo en que podía ayudar a ejercitar a sus

caballos. Dela podría cabalgar por toda su finca, que parecía extenderse hasta el infinito. Cumplidos los dieciocho años, debería de haberse inclinado ya ante la reina. También podría estar asistiendo a los bailes y demás fiestas que se organizaban para las

debutantes. Sin embargo, y aunque su tío se lo sugirió, ella se negó a regresar a Londres. –Yo podría encontrarte una dama de compañía con mucha facilidad –le había dicho. –Yo quiero quedarme en el campo, tío Edward –respondió Dela–. Jamás he sido tan feliz

como lo soy ahora, que puedo montar los maravillosos caballos que su señoría tiene en sus

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caballerizas. Y rió antes de añadir: –Te puedo asegurar que son mucho más entretenidos que cualquiera de los jóvenes que se

ofrecieran para sacarme a bailar. Lord Laiden tampoco pudo evitar la risa. Por su parte, también quería permanecer en el campo. Entre otras cosas, estaba decidido a hacer que su jardín fuera el más envidiado del

condado. A través de su propiedad corría un riachuelo en el cual podía pescar truchas, y aquello, sin

lugar a dudas, suponía un descanso después de la vida agitada que llevara como secretario de Estado.

Le parecía maravilloso el poderse tomar las cosas con calma y no tener una docena de citas esperándolo cada día.

También disfrutaba de la compañía de su sobrina. Se daba cuenta de que Dela era extremadamente inteligente. Y no era de extrañar, pues la chica había sido educada en uno de los internados para

señoritas de sociedad más reputados. Hablaba a la perfección varios idiomas. Y como su tío se dedicaba a la política, también se había interesado en lo que ocurría tanto

en casa como en el extranjero. Era muy intuitiva acerca de cuanto escuchaba. Cuando lord Lainden discutía algún tema con ella, a menudo pensaba que podía haber

mantenido la misma conversación con algún miembro del Gabinete. Pero aquella mañana, después del desayuno, los mozos de cuadra de Wood Hall, la casa

del duque, le habían llevado tres caballos. Dela debía escoger uno de ellos para su paseo matinal. Los tres eran nuevos en las caballerizas. El jefe de la misma estaba deseando probarlos con una silla de mujer. Dela sostuvo una larga conversación con éste y, por fin, eligió un bayo que parecía tener

más brío que los otros dos. –Yo sé que usted puede manejarlo perfectamente bien, señorita Dela –dijo el encargado de

las caballerizas–, pero creo que sería un error que tratara de hacerlo saltar hasta que lo conozca bien.

Dela se rió. –Estoy segura de que pronto será así. Y, por supuesto, como pienso que usted tiene razón,

Grayer, no lo haré saltar hasta que me diga que puedo hacerlo. Grayer, que llevaba muchos años con el duque, le sonrió. Sabía que ella era una jinete

excepcional. Con todo y con eso, siempre le consultaba y escuchaba sus opiniones. Como él le había dicho a su esposa: –Es mucho más de lo que puedo decir de esas damas de alto copete que vienen a quedarse

en el castillo y piensan que saben más que los que vivimos en el campo. Su esposa se había limitado a reír. Pero ella también era consciente de que la señorita Dela sabía tratar a la gente, y aquello

agradaba a todos los subordinados con quienes entraba en contacto. Dela hizo galopar al caballo, que se llamaba Sansón, hasta que éste se acomodó al trote. Entonces, lo llevó al bosque. Ahora el caballo la obedecía mejor y avanzó despacio. De este modo, Dela disfrutaba observando a los pequeños conejos que corrían delante de

ella y a las ardillas rojas que se subían a los árboles.

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Los pájaros cantaban en lo alto. Le pareció que las hojas de los árboles se mecían al ritmo del canto de estos. «¿Cómo puede algo ser más bello?» se preguntó la muchacha. Y, repentinamente, cuando atravesaba un claro, se encontró con algo inesperado. Se trataba de una pintoresca caravana. Aquello quería decir que los gitanos Romany, que acudían allí cada año, habían llegado ya. Dela todavía tuvo que avanzar algún trecho antes de encontrar un camino que la llevara a

donde éstos estaban acampados. Conocía a aquellos gitanos desde hacía cinco años. Antes de que su tío adquiriera la casa en la finca del duque, ella, a menudo, la había

visitado con él y con sus padres. Los gitanos la fascinaban. Eran completamente diferentes a toda la otra gente que ella conocía. Había conversado mucho con ellos y aprendido a hablar su lengua. Pero ahora había olvidado de que ya era tiempo de que visitaran Hampshire una vez más. Los Lees, como se llamaban aquellos gitanos en particular, procedían de la rama Romany. Habían vivido en Inglaterra durante la mayor parte de su vida. Sin embargo, entre ellos hablaban el romaní, y no habían perdido su acento. Tenían ojos negros y brillantes y cabellos muy oscuros. Eran mucho más cultos que la mayoría de los gitanos que solían verse por los caminos. Y que los que vendían ropas a los campesinos. Cuando llegó al campamento, tal y como se lo había imaginado, se encontró con sus cinco

carromatos. Estaban acomodados formando casi un círculo. En el centro ardía un fuego, sobre el cual cocinarían el estofado de conejo o cualquier otro

guisado. Cuando Dela se acercó, Piramus Lee, el jefe, ya la estaba esperando. Se trataba de un hombre alto, con cabellos de color negro azabache. Tenía una excelente figura, a pesar de que estar ya cerca de los sesenta años. Piramus Lee gobernaba a su familia con mano de hierro. Los demás gitanos que vagaban por la comarca lo trataban con gran respeto. Cuando Dela llegó junto a él, Piramus se inclinó y dijo: –Bienvenida, milady. Esperábamos verla tras nuestra llegada anoche. –Estoy encantada de que estén de regreso –repuso Dela–. ¿Cómo están todos? Quiero

enterarme de las aventuras que han corrido desde el año pasado. Los otros gitanos, que ya se habían percatado de su presencia, salieron corriendo de sus

carromatos. Entre ellos, había una nieta de Piramus llamada Silvaina. Era, más o menos, de la misma edad que Dela. La gitana corrió hacia el caballo y dijo: –Cuánto me alegro de volver a verla, milady. Cuando veníamos hacia acá, estábamos

hablando de usted y esperando que nos viniera a visitar. –Por supuesto que yo los visitaría tan pronto hubiese sabido que habían llegado –replicó

Dela–, Estaba paseando por el campo y vi la caravana. ¿Cómo están todos? Para entonces, ya se había reunido un buen grupo. Allí estaba Luke, el hijo de Piramus, y un sobrino llamado Abram. Éste era dos años mayores que Silvaina. Mientras conversaban, sus padres también se les habían acercado. Y cuando pensó que ya todos estaban allí, Dela miró a su alrededor y dijo: –¿Dónde está Lendi?

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Lendi se trataba del miembro más viejo de la familia, madre de Piramus y famosa como adivinadora del futuro.

Piramus sacudió la cabeza. –La madre no está bien –informó–. No puede salir del carro, pero estoy seguro de que se

sentiría muy honrada si milady la visita. –Por supuesto que la visitaré –replicó Dela. Le pidió a Abram que sostuviera el caballo y descabalgó. –Siento mucho que su madre se encuentre enferma –le dijo a Piramus–. Los aldeanos se

van a sentir muy desilusionados si no puede predecirles el futuro. –Podrá ver a uno o dos –señaló Piramus–. En cualquier caso, Mireli está tomando clases

con ella, y con el tiempo también será una buena adivinadora. –Esa es una buena noticia –comentó Dela–. Todos quieren conocer el futuro, y quién

podría adivinarlo mejor que un romaní. –¿Sí, quién? –admitió Piramus con una nota de satisfacción. Llegaron junto a su carro bellamente decorado, que Dela recordó se trataba del de Lendi. Y subió los escalones. Como las cortinas se hallaban descorridas, bajó la cabeza y entró sin más. Lendi se encontraba en la cama, recostada sobre unos almohadones. Sus cabellos canosos hacían que sus ojos oscuros parecieran aún más misteriosos que en el

pasado. Cuando vio a Dela, extendió su mano. –¡Milady ha venido a verme! –exclamó–. Es usted muy amable. –Me apena saber que tiene que permanecer en cama –dijo Dela–. ¿Qué vamos a hacer, si

no puede hablarnos a propósito de nuestro futuro? Lendi se rió. –Yo le diré su futuro, milady. No necesito las cartas. –¿Cuál es? –preguntó Dela. –Usted encontrará la felicidad –contestó Lendi. La anciana cerró los ojos por un momento. Entonces, habló con el tono de voz que solía utilizar cuando estaba prediciendo. –Milady encontrará lo que busca, pero tendrá que ir en su busca. Cuando lo encuentre,

resultará una sorpresa. Habló muy despacio y, extendiendo su mano, cubrió la de Dela. –La luna la protege –prosiguió–. Tendrá miedo, pero sin razón. Dispone de una magia que

no se la pueden arrebatar. Dela sintió que su mano estaba muy fría. Pero, cuando la anciana abrió los ojos, Dela advirtió en ellos un brillo que le indicó que

todavía había mucha vida en su cuerpo. –Gracias –dijo la muchacha–. Debería ponerle una moneda de plata en su mano, pero no

traigo dinero conmigo. La vieja gitana se rió. –Entre amigos no hace falta dinero. Usted es nuestra amiga, milady, y nosotros haremos

cualquier cosa por ayudarla. –Lo sé –sonrió Dela–, y les estoy muy agradecida. No obstante, tiene que cuidarse mucho,

Lendi, porque la familia Lee no sería la misma sin usted. –Ellos sabrán salir adelante cuando llegue mi tiempo –replicó Lendi–. Los poderes que yo

poseo pasarán a otro miembro de la familia. –Tengo entendido que será a Mireli –dijo Dela. Lendi asintió. –Así es. El poder está dentro de ella, y algún día ella tomará mi lugar.

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–Esas son buenas noticias –manifestó Dela–; pero, al mismo tiempo, usted sabe que todos la queremos, Lendi. Será muy difícil que alguien pueda ocupar su lugar dentro de nuestros corazones.

La sonrisa de la anciana le indicó que estaba satisfecha con lo que acababa de escuchar. Dela se había arrodillado junto a ella mientras hablaban. Ahora, se inclinó y la besó en la mejilla. –Mañana vendré a traerle algunas flores del jardín –dijo–, y también algunas fresas. –Milady es muy generosa –repuso Lendi–, y la generosidad siempre tiene su recompensa. –Si hay algo más que desee, dígamelo, por favor –propuso Dela como despedida–.

Supongo que en la aldea ya se habrán enterado de que están aquí, y muchos vendrán para pedirle su ayuda y su guía, cosa que usted siempre les ha dado.

–Mireli hará eso ahora –dijo la gitana vieja. Dela bajó del carro. Los caballos habían sido retirados y pastaban fuera del círculo de la caravana. La mayoría de los demás miembros de la familia la estaban esperando. –Mi madre se habrá sentido muy contenta al haber visto a milady –dijo Piramus. –Lendi me estuvo diciendo que Mireli ocupará su lugar –indicó Dela–, pero nadie puede

hacer eso. Ella es toda una institución, y tengo la impresión de que los aldeanos no creerán en nadie como creen en ella.

–Mireli tiene el don –respondió Piramus–. Las estrellas se lo han enseñado. La familia nunca se extinguirá.

Dela sabía que estaba diciéndole que habría una continuidad. Ahora recordó haber oído decir que, en su momento, Lendi había tomado el lugar de su

madre, quien, a su vez, se trató de una famosa adivina. Y como si le leyera los pensamientos, Piramus dijo: –La línea nunca se rompe. Para los Lee, cuando termina su vida, otro ocupa su lugar. –Es usted muy sabio –dijo Dela–, y espero que Lendi no nos deje hasta dentro de mucho

tiempo. Piramus hizo un gesto vago, el cual le indicó a Dela que él pensaba que aquello estaba en

mano de los dioses. Acto seguido, la muchacha se dirigió hacia su caballo, acompañada por Piramus. –Debe decirme si hay algo que deseen –le dijo a éste–. Mi tío no dudará en proveerlos con

huevos de nuestras gallinas y hortalizas de la huerta. –Milady es muy generosa –dijo Piramus–. Nos arrodillamos a sus pies. Ayudó a Dela a montar sobre su caballo. Dela le dio las gracias a Abram por haber cuidado del mismo. –Mañana vendré a verlos –prometió mientras se alejaba. Los gitanos agitaron sus manos hasta que ella se introdujo en el bosque. Entonces, se dirigió hacia la casa, pensando que su tío se alegraría al saber que los Lee

estaban allí otra vez. Sin lugar a dudas, iría a conversar con ellos. Y ahora, cuando llegó a la entrada de la casa, observó que la reja estaba abierta. Se preguntó si habría alguien visitando a su tío. Esperó que no se tratara de algún problema

que lo hiciera regresar a Londres. En dos ocasiones, y durante el mes anterior, el primer ministro lo había mandado llamar. Y él se había sentido comprometido a visitar el número diez de la calle Downing,

residencia oficial del estadista. «Me voy a sentir muy enojada si el señor Disraeli lo está molestando otra vez», se dijo

Dela. «Después de todo, mi tío ya está retirado, y el conde de Denby, que ha tomado su lugar, deberá arreglárselas solo».

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Sin embargo, el que se siguiese contando con él suponía un gran cumplido. No era sólo el primer ministro quien le pedía consejos a su tío. Cuando había problemas, otros funcionarios también solicitaban su ayuda. Después de dar una vuelta en el camino, Dela observó la presencia de un carruaje

impresionante frente a la puerta principal. Inmediatamente supo a quien pertenecía. Y aquello le quitó la ansiedad que le había embargado. El visitante no procedía de Londres, sino que se trataba del duque de Wood Hall. Había estado fuera la semana anterior y Dela recordó que lo esperaban para uno de

aquellos días. No era extraño que el duque buscara la compañía de su mejor amigo. Su esposa estaba medio inválida y jamás salía de la casa. Su hijo vivía en Francia y sus dos hijas estaban casadas. Aunque de vez en cuando se daba alguna fiesta en Wood Hall, Dela sabía que el duque, a

menudo, se sentía solo. Se trataba también de un hombre inteligente. Le gustaba hablar en serio, al igual que bromear. Y le encantaba hacerlo con su amigo más antiguo. Claro, que también tenía muchos parientes. Y siempre había uno o dos hospedados en el Hall. Dela había encontrado que la mayoría de ellos eran más bien aburridos. Y sospechaba que al duque le parecían lo mismo. Mientras se acercaba por el camino, pensó: «Como está aquí, es muy probable que se

quede a comer, así que debo alertar a la cocinera». La señora Beston estaba al servicio de su tío desde hacía muchos años. Y siempre estaba lista para preparar un apetitoso plato en poco tiempo. Su tío tenía una serie de ellos favoritos, que, afortunadamente, eran fácil de preparar. Pero como la señora Beston ya empezaba a envejecer, no le gustaba que la apuraran. «Debo averiguar si el duque se va a quedar a comer», pensó Dela. Apresuró el paso de Sansón hacia las caballerizas. –¿Cómo le ha ido, señorita Dela? –preguntó Grayer cuando tomó las riendas del caballo. –Corre como el viento y se porta como un santo –respondió Dela–. No vamos a tener

ningún problema con él. –No, mientras usted lo monte, señorita –opinó Grayer–, si bien los muchachos de las

caballerizas lo encontraron un poco difícil de manejar. Dela sonrió. –Poco a poco, se acostumbrarán a él. Se apresuró a entrar en la casa por la puerta de la cocina. La señora Betson se encontraba en ella. –Buenos días, señora Beston –la saludó Dela–. Supongo que ya sabe que su señoría se

encuentra aquí y, como es la una menos cuarto, probablemente se quedará a comer. –Eso mismo pensé yo –señaló la señora Beston–. Y le dije al señor Storton lo que ya le he

dicho cien veces: ¿Que por qué no me pueden avisar con tiempo cuando va a venir su señoría, para poder tenerle preparados los platos que a él le gustan?

Dela había escuchado aquello muchas veces antes, así que se limitó a sonreír. –Por muy difícil que sea, yo se que usted no le va a fallar, señora Beston –comentó. La señora Beston no respondió. Simplemente, resopló y se dio la vuelta para mover una salsa que tenía sobre el fuego. Dela salió de la cocina, tomando el pasillo que llevaba hasta el vestíbulo. Allí se encontraba Storton, el mayordomo, junto con un joven sirviente.

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El muchacho acababa de ser contratado y le estaban enseñando su trabajo. –Supongo que su señoría se quedará a comer –dijo Dela mientras se dirigía hacia las

escaleras. –Todavía no nos han dicho nada, señorita Dela –indicó Storton. Dela se apresuró a llegar a su habitación. Sabía que a su tío no le gustaba que se sentara a comer vestida con la ropa de montar, aun

cuando pensara volver a hacerlo por la tarde. Se puso un bonito vestido de algodón y se arregló el cabello. Lo hizo muy rápidamente. Una doncella, que la había visto entrar en su habitación, le abotonó la espalda. –Apúrate, Emily, o llegaré tarde –dijo Dela. –Tenemos dos minutos, señorita, y a milord le llevará ese tiempo llegar al comedor desde

el estudio. Dela se rió. –Pase lo que pase –comentó–, tío Edward entrará en el comedor con la campanada de la

una. Siempre ha dicho que su éxito se lo debe a haber sido constantemente puntual. La doncella guardó silencio. Dela pensó que no la había entendido del todo. Pero como ella sabía que lord Lainden era invariablemente puntual, en su carrera, a

menudo, había podido ganar alguna ventaja sobre sus oponentes. Y el gran reloj del vestíbulo dio la una mientras Dela bajaba corriendo las escaleras. En ese momento, su tío salía por el pasillo en que se encontraba su estudio. Venía acompañado por el duque. Al llegar a la base de las escaleras, Dela se dirigió hacia ellos. –Ya he regresado, tío Edward, y llego justo a tiempo. Acto seguido, le hizo una reverencia al duque. Éste se inclinó y le besó la mejilla. –¿Cómo estás, querida? ¿O es acaso esa una pregunta muy tonta? Te veo muy bonita y el

rubor de tus mejillas me indica que has estado montando. –Así es –dijo Dela–, y lo hice en uno de sus caballos, el cual recomiendo como

sobresaliente, aun entre los demás de su cuadra. –Eso me parece muy interesante –manifestó el duque–. Sin lugar a dudas, deberé probarlo

personalmente. ¿Cómo se llama? –Sansón, nombre que me parece muy apropiado –respondió Dela–, ya que yo siempre me

he imaginado al gran hombre no sólo muy fuerte, sino también muy inteligente y con un encanto irresistible, cosa que también se aplica a su caballo.

El duque se rió. –Ésa es una recomendación excelente y espero que pronto puedas aplicársela a un hombre

no mítico, sino de carne y hueso. Cuando terminó de hablar, se dirigió hacia la puerta principal. Dela se sorprendió el ver que se marchaba. –¿No se queda a comer? –preguntó ella. El duque hizo un gesto negativo con la cabeza. –Tengo a varias personas esperándome en mi casa –respondió–. Y, afortunadamente, como

mi hermana viene hacia aquí desde Londres, la comida será a la una y media, por lo que no llegaré tarde.

Miró a lord Lainden a continuación. Sus ojos brillaron como si lo estuviera acusando de algo y, cuando tomó su sombrero de

manos del lacayo, dijo: –Hasta luego, Edward. Estaré esperando con ansiedad la respuesta a mi pregunta.

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Lord Lainden permaneció callado. Caminó hasta la puerta para ver como el duque se apresuraba a subir a su carruaje. El palafrenero, que llevaba un uniforme impresionante, cerró la puerta y, después, subió al

vehículo junto al cochero. Cuando los caballos se pusieron en marcha, el duque se inclinó hacia adelante para

levantar la mano. Lord Lainden le devolvió el saludo. El carruaje avanzó rápidamente por el camino. –Yo imaginaba que se quedaría a comer –comentó Dela. –Tiene a algunos amigos importantes hospedados en su casa –informó su tío–. Por nuestra

parte no debemos hacer esperar la comida. Se dirigió apresuradamente hacia el comedor. Dela lo siguió. Se preguntaba sin mucho interés cuál sería la respuesta que esperaba el duque. Pero su tío comenzó a hablar de otras cosas tan pronto como se sentaron. Probablemente debía tratarse de algo confidencial, que no era conveniente comentar

delante de la servidumbre. La comida resultó excelente. Dela pensó que la señora Beston se iba a sentir muy

desilusionada en tanto en cuanto el duque no se había quedado a comer. Sin embargo, tenía mucho que contarle a su tío acerca de su paseo. Incluyendo que los gitanos se encontraban en el campo junto a Long Wood, donde

acampaban cada año. –¡Entonces, han regresado! –exclamó lord Lainden–. Eso es bueno y, por supuesto, iré a

verlos. –Se sentirían muy desilusionados si no lo haces –manifestó Dela. Le contó que Lendi tenía que permanecer en cama. Añadió que estaba previsto que Mireli ocupara su lugar. Dela sabía que su tío la estaba escuchando. Pero al mismo tiempo tenía la sensación de que había algo bulléndole en la mente. Algo que lo preocupaba. Como su madre fue escocesa, a menudo Dela pensaba que se trataba de una escogida. Incluso de niña había sido consciente de cosas secretas que ocurrían a su alrededor. Y ya más crecida, advertía sucesos que los adultos mantenían ocultos, o de los que no se

habían dado cuenta. Algunas veces, predijo cosas antes de que ocurrieran. La primera vez que se quedó en Wood Hall, sintió la presencia del fantasma. Y fue antes de que nadie le hubiera dicho nada al respecto. «Me pregunto que estará preocupando a mi tío», se dijo antes de que terminara la comida. Conocía muy bien a su tío. Éste jamás tenía que decirle cuando se enfrentaba a algún problema político difícil. Dela se daba cuenta de ello por su forma de hablar, o quizá porque percibía sus

vibraciones. Se alegraba de que hubiera sido el duque el visitante. De otra forma, hubiera tenido la sospecha de que le habían pedido a su tío que viajara al

extranjero una vez más. Quizá a París, Berlín o Amsterdam, para resolver algún problema internacional para el cual

nadie encontraba una solución. Sin embargo, había sido el duque quien había traído una nota de discordia a la casa. Por lo tanto, Dela supuso que se trataba de algo relacionado con su familia. En una ocasión, hubo una crisis tremenda. El sobrino del duque se había enamorado locamente de una mujer muy poco

recomendable.

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Si hubiera sido sólo una aventura, nadie se habría preocupado mucho. No obstante, el duque pronto tuvo noticia de que su sobrino estaba contemplando la

posibilidad de casarse con aquella mujer. Y ella estaba determinada a convertirse en duquesa. El duque se había dirigido a lord Lainden en su desesperación. A Dela no le sorprendió que su tío, con su acostumbrada brillantez mental, se deshiciera de

aquella mujer. Por lo menos, ya no se habló más de aquel asunto. Ahora se preguntó si sería otro familiar del duque quien se encontraba en problemas. Quizá se trataba, simplemente, de algo que no andaba bien en la finca. Pero, fuera lo que fuese, el caso estaba preocupando a su tío. Dela opinaba que era un tanto molesto el que el duque no tratara de resolver sus propios

problemas. Para lord Lainden el descanso era muy importante. En aquellos momentos se encontraba escribiendo sus memorias, que a Dela le parecían

muy interesantes. Y todo como consecuencia de que había viajado mucho. También tenía un sentido del humor muy original. Dela imaginaba que aquello aseguraría que su libro, cuando se publicara, constituyera todo

un éxito. El problema con su tío era que siempre quería que todo se hiciera al instante, a tiempo y

sin perderlo en la preparación. Aquello era imposible tratándose de un libro. Había mucho que investigar y que recordar. Dela deseaba ayudarlo. Pero lo más que podía hacer era darle ánimos y alabarlo. Y también le señalaba cualquier cosa que le resultaba difícil comprender. Ahora, terminaron de comer. Por lo general, lord Lainden tenía mucha prisa al mediodía, pero se relajaba por las tardes. Cuando les sirvieron el café, Dela preguntó: –¿Qué vas a hacer esta tarde, tío Edward? –Creo que, después de lo que me acabas de decir, iré a visitar a los Lee –respondió lord

Lainden–. No obstante, antes quiero hablar contigo, así que vamos al estudio. Dela pensó que ahora se iba a enterar de qué era lo que lo había estado preocupando. Había un tono grave en su voz. Aquello le hizo pensar que se trataba de un problema serio. Deseó que el duque no le hubiera causado demasiadas molestias a su tío, que había estado

de tan buen humor durante los últimos dos o tres días. Ya había completado un capítulo de su libro. Dela había supuesto que seguiría escribiendo aquella tarde. Entonces, habrían podido discutir el trabajo durante la cena. Pero, ahora, de pronto, él quería ir a visitar a los Lee, casi antes de que estos hubieran

tenido tiempo de acomodarse. Aquello era algo que su tío nunca había hecho antes. Dela no pudo evitar pensar que lo que el duque le había dicho, verdaderamente, era grave. Mientras caminaban a lo largo del pasillo, lord Lainden puso una mano sobre su hombro. –Tú sabes cuanto me agrada tenerte aquí, conmigo, querida –le dijo–. Es más, tú has traído

la luz del sol a esta casa, y eso ha significado tanto para mí como para los demás que habitan bajo estos techos.

Dela lo miró, sorprendida.

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–Me agrada mucho escuchar eso, tío Edward –replicó–, pero no puedo evitar preguntarme por qué me lo dices.

Llegaron ante la puerta del estudio y su tío quitó la mano de su hombro. –Eso es lo que te voy a decir, querida. Y entraron en la habitación. Tal y como Dela lo esperaba, su tío se detuvo delante de la chimenea. Era lo que solía hacer cuando discutía algo de importancia. Dela se sentó en uno de los sillones, frente a él. Mientras lo hacía, pensó que, a pesar de su edad, su tío era un hombre muy bien parecido y

atractivo. También tenía un aire impresionante de autoridad. Sus cabellos estaban encaneciendo, pero todavía cubrían su cabeza por completo, y no se

veían señales de calvicie. De pie frente a un magnífico cuadro de tema ecuestre pintado por Stubbs, a Dela le pareció

que era la imagen del más perfecto caballero inglés. Sería difícil encontrar a alguien que rivalizara con él. –¿Qué te está preocupando, tío Edward? –le preguntó–. No comprendo por qué su señoría

siempre te trae todos sus problemas. Lord Lainden sonrió. –Él espera que yo se los resuelva, querida, y eso bien lo sabes. Sin embargo, el de ahora

tiene que ver contigo. Dela pareció desconcertada. –¿Qué tiene que ver conmigo? ¿Por qué conmigo? ¿De qué se trata? Hubo una pausa antes de que lord Lainden respondiera: –Jason ha regresado a casa.

Capítulo 2 Dela miró a su tío muy sorprendida. –¡Jason ha regresado a su casa! –exclamó–. No puedo creerlo. –Pero es cierto –insistió lord Lainden–. Y estaba seguro de que te sorprendería. –Estoy desconcertada –dijo Dela–, pero, ¿por qué, después de todos estos años? Se referían al único hijo del duque, el conde de March, quien durante los últimos cinco

años había vivido en Francia. Siempre se le consideró un joven calavera. Y aunque su padre hizo lo imposible por que sentara la cabeza, él se negó. Las historias que se contaban acerca de las fiestas que daba y de las mujeres para quienes

las daba eran la comidilla de su familia y de sus amistades. También resultaban un magnífico tema de conversación para los chismosos de Mayfair. Quizá lord Lainden era el único que sabía lo triste que el duque se sentía por el

comportamiento de su heredero. El padre trataba por todos los medios de hacer que su hijo se comportara de una forma más

sensata. Por supuesto que le había sugerido que se casara y fundara una familia. Si Jason no lo hacía, y él moría, el título pasaría a un primo lejano. Éste era soltero y casi de la misma edad del duque. Parecía como si el ducado pudiera perderse y dejaran de existir los condes de March. El condado era muy antiguo y le fue otorgado a la familia después de la batalla de

Agincourt.

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Decir que el duque se sentía orgulloso de sus antepasados era poco. Para él, eran algo casi sagrado. Él mismo se había pasado media vida mejorando Wood Hall y la finca circundante. Había adquirido todos los retratos de sus antepasados que pudo encontrar, los cuales fueron

añadidos a su maravillosa colección de arte, una de las mejores del país. El duque tenía muchos parientes, pero ninguno estaba emparentado con él en línea directa,

excepto Jason. En realidad, Jason había tenido problemas desde que nació. De pequeño fue un niño enfermizo que, al crecer, se volvió casi incontrolable. En Eton, el director lo amenazó más de una vez con expulsarlo. Por otra parte, era muy comprensible que, cuando Jason hizo su aparición en el mundo

social, las mujeres lo persiguieran por su título y su dinero. Sin embargo, él escogía a las más notorias y extravagantes como amigas y compañeras. En vano, el duque le pedía a sus amigos más respetables qué lo invitaran a sus fiestas. Jason se negaba a ir. O si aceptaba asistir, se comportaba de un modo que nunca más lo volvían a invitar. En cierto modo, fue un alivio que se marchara de Inglaterra. Dijo que Londres le parecía muy aburrido y alquiló una casa en París. Era imposible evitar que los comentarios a propósito de su forma de vivir no llegaran a

Inglaterra y que su padre no los escuchara. Dela recordaba cómo una y otra vez el duque había acudido a ver a su tío para contarle la

última barbaridad cometida por Jason. Algunas veces casi había llorado. Las enormes cantidades de dinero que gastaba Jason eran lo menos importante. Lo que el duque deseaba era que su hijo contrajera matrimonio con alguna jovencita

adecuada. Entonces, podría hacerse cargo de la administración de la finca. La respuesta de Jason era tajante. No estaba interesado en la vida del campo. Prefería París y sus cortesanas. Dela se trataba de una colegiala cuando el duque residía en Londres. Sus familiares evitaban murmurar acerca de Jason cuando ella se encontraba presente. Pero, invariablemente, tarde o temprano, ella se enteraba de sus últimas aventuras. Ahora recordaba que tres años antes, cuando ella apenas tenía quince, la bomba explotó. Jason se había casado sin avisarle a su padre hasta después de la ceremonia. El duque casi murió de la impresión al enterarse. Jason había contraído matrimonio con una de las cortesanas más notorias de París, la cual

ya había sido amante de dos príncipes y de un rey de Holanda. Cuando lord Lainden se enteró, de inmediato sospechó algo. Después pudo comprobar que la mujer había engañado a Jason. Ella quería un título y, en aquellos momentos, él era vizconde. Y no cabía duda de que

estaba fascinado con ella. ¿Pero cómo había podido casarse con una mujer imposible de figurar en el árbol

genealógico de la familia? El duque quería encontrar algún pretexto que justificara a su hijo. Pero le era imposible escapar a la ira y la crítica de su familia. Además de la humillante piedad de sus amigos. –No hay nada que yo pueda hacer –le había dicho el duque a lord Lainden con el corazón

destrozado. –Nada, excepto asegurarse de que Jason se mantendrá alejado de Londres, y quizá con el

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tiempo todo se olvidará –fue la respuesta. –Pensar que una mujer así pueda convertirse en la anfitriona de Wood Hall me hace sentir

con ganas de morir –dijo el duque. Lord Lainden no pudo encontrar palabras con que consolarlo. Wood Hall pertenecía a la familia desde hacía cinco siglos. Cada generación lo había mejorado con el tiempo. Ahora se trataba de una de las casas ancestrales más famosas de Inglaterra. Su colección de pinturas, muebles y plata era mencionada con asombro. Y la mujer con la cual Jason se había casado reinaría allí. Incluso sus hijos, si es que los tenía, constituirían una ofensa para el apellido Marchwood. Todo aquello le pasó por la mente a Dela antes de preguntar: –¿Por qué ha regresado Jason? –Su esposa ha muerto, cosa que resulta muy conveniente –respondió lord Lainden–, y él se

ha disculpado ante su padre por su comportamiento. –¡Disculpado! –exclamó Dela. –Creo que lo cierto es que Jason vivió en una especie de infierno desde que se casó con

ella, y ahora siente un gran alivio al verse liberado. –Bueno, supongo que eso es un paso en la dirección adecuada –opinó Dela–, si bien dudo

mucho que su arrepentimiento sea sincero. Se expresó un tanto sarcásticamente porque Jason nunca le había caído bien. Claro, que él era mucho mayor que ella. Pero, desde niña, siempre le pareció un hombre desagradable. No era bien parecido como su padre. Y la vida licenciosa que llevara había dejado huella en su rostro. Ahora Dela pensaba que, con el paso de los años, a buen seguro se vería aún peor. Sentía

mucha pena por el duque. No obstante dijo: –No hay nada que tú puedas hacer, tío Edward, así que no te preocupes por Jason. Es un

hombre que no vale la pena. Se hizo el silencio por un momento, hasta que lord Lainden replicó: –El duque ha venido a verme con lo que el piensa sería la solución a sus problemas. –No puedo imaginarme cuál pueda ser –dijo Dela–. Aunque la esposa de Jason está

muerta, estoy segura de que él encontrará otra que de ninguna forma será mejor que la anterior.

–El duque piensa ahora que Jason no miente cuando dice que lo engañaron para casarse –le informó su tío–. Ahora, ha expresado su deseo de llevar a cabo un matrimonio sensato y venirse a vivir al Hall.

–Si el duque cree eso, entonces debe tratarse de un gran optimista –respondió Dela. –Él quiere creerlo y desea nuestra ayuda para asegurarse de que Jason mantenga su palabra

–indicó lord Lainden–. Si verdaderamente se traza una nueva vida, todo podría cambiar en el Hall.

–Yo no apostaría a su favor –dijo Dela burlonamente–. Y, francamente, tío, me molesta que te estés preocupando tanto por Jason.

Su voz sonó como una regañina cuando continuó: –Él se ha comportado de una manera abominable, como tú bien sabes; hizo que sus padres

se sintieran tremendamente desgraciados y llevó a las lágrimas a muchos de sus parientes. Tuvo la sensación de que su tío no la estaba escuchando, mas prosiguió insistentemente: –Cuando vivíamos en Londres uno de ellos me dijo lo avergonzado que estaba de que

Jason fuera su primo. Es más, pensaba que la gente le miraba con desprecio, pensando que quizá pudiera parecerse a él.

–Eso lo entiendo –dijo lord Lainden–, pero el duque está completamente convencido de

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que Jason ya ha reparado en su error. Y es lógico que él quiera creer en su hijo. –Pero tendrá suerte si encuentra a alguien más que lo haga –señaló Dela. Su tío la miró directamente, como si le disgustara la forma en que le estaba hablando. Entonces, dijo lentamente: –Es una equivocación no ayudar a quienes lo necesitan. Y el duque ha sugerido algo que

creo que los dos debemos estudiar con toda seriedad. –¿Qué es? –preguntó Dela. –Él ha dicho –respondió lord Lainden– que se sentiría muy orgulloso y feliz si tú te casaras

con Jason. Cuando lord Lainden terminó de hablar, hubo un silencio total y completo. Dela lo miraba con incredulidad. –¡Casarme con... Jason! –logró exclamar–. No puedes estar... hablando en serio. Por otra

parte, incluso tiene edad como para ser... mi padre. –Jason cumplirá treinta y ocho dentro de un mes –informó lord Lainden–. Y, si como su

padre lo cree, está realmente arrepentido, entonces lo que más puede ayudarlo es una esposa sensata y, a la vez, inteligente.

Dela permaneció en silencio. Y, después de un momento, lord Lainden continuó: –El duque siempre te ha querido mucho. Me acaba de decir que nada le proporcionaría

mayor felicidad que el que te convirtieras en su nuera. –No creo que tú puedas pensar que yo... voy a aceptar... semejante sugerencia –protestó

Dela. Su voz sonó muy extraña. –Yo no he visto a Jason desde hace muchos años –continuó diciendo–, pero siempre me

resultó desagradable. Y, por lo que he escuchado acerca de él, es un hombre... totalmente... despreciable y el... último con quien yo... pensaría en casarme.

Su voz pareció salir de su boca a tirones. Como estaba muy agitada, se puso de pie y caminó hasta la ventana. Permaneció largo rato mirando hacia el jardín. No obstante, ni por un momento reparó en la belleza de las flores. Estaba viendo el rostro degenerado de Jason. Recordaba que, en cierta ocasión, se había escapado de él para esconderse en su cuarto. Y no era porque él le hubiera insinuado algo, o siquiera la hubiera mirado, ya que por

entonces era sólo una niña. Simplemente, porque se había dado cuenta de que no era bueno. No deseaba entrar en contacto con él. Ahora, de espaldas a la habitación, dijo en un tono de voz muy diferente: –Lo siento mucho, tío Edward, pero debes decirle con toda claridad al duque que... no me

casaré... con Jason. Se hizo el silencio hasta que lord Lainden dijo: –No es tan fácil como eso. Dela se volvió para mirarlo. –¿Qué quieres decir? –preguntó. –Quiero decir, querida, que el duque ha puesto todo su corazón y sus esperanzas en esa

solución a su problema. Hubo una pausa antes de que continuara: –Me dijo muy claramente que confiaba en nuestra amistad para que lo ayudáramos a salvar

a su familia. –Todo eso me parece muy bien –replicó Dela–. Quizá el duque sea tu amigo, pero no

nuestro pariente. Por supuesto que tú puedes ayudarlo, si te es posible encontrar a una mujer

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que esté dispuesta a tolerar a Jason. ¡Pero ésa no seré yo! Una vez más se hizo el silencio y Dela observó la preocupación reflejada en el rostro de

lord Lainden. –No debes tomarlo tan a pecho, tío Edward –dijo en consecuencia–. Sientes pena por el

duque, y yo, también; pero Jason es su hijo, no el tuyo. –Comprendo exactamente lo que me estás diciendo –manifestó lord Lainden–, mas el

duque sabe muy bien lo que quiere, y por extraño que parezca, espera cooperación tanto de tu parte como de la mía. Tal y como me lo ha expuesto, nosotros hemos aceptado mucho de él durante los años.

Dela se quedó anonadada. –¿Qué quieres decir con eso, tío Edward? –Esta casa la obtuve tan barata, que, en realidad, fue casi como el regalo de un amigo. Tú

has montado sus caballos y ambos hemos sido aceptados en su finca como si fuéramos parte de su familia.

Calló por un momento antes de proseguir: –A ti te permiten entrar y salir del Hall cuando se te antoja, y los sirvientes de su señoría

aceptan tus órdenes como si fueras su hija, tal como él me lo señaló. –¡No puedo creer que él haya dicho todo eso! –exclamó Dela. –Dijo todo eso y mucho más –abundó su tío–. Fue muy claro cuando dijo que, si nosotros

no lo ayudábamos en éste, que era el momento más importante de su vida, entonces ya no tendría el menor deseo de volver a vernos.

Dela se dejó caer en la silla más cercana. Estaba pensando que, si cualquier otra persona que no fuera su tío le hubiera dicho aquello,

ella no lo habría creído. Pero lord Lainden era un hombre que siempre decía la verdad. Dela, por otra parte, sabía muy bien lo que significaba el que les despojaran de todos los

beneficios que recibían de la finca Marchwood. No sólo se trataba del hecho de que ella tenía la libertad de utilizar los caballos, los campos

y los bosques. También las granjas del duque los proveían de mantequilla, leche, pollos, huevos y patos. Siempre había cordero para la comida y el tocino tampoco faltaba en la despensa. Ahora que lo pensaba, había multitud de otras cosas que también procedían de Wood Hall. Al igual que su tío, ella siempre las había aceptado con gratitud. Incluso las había llegado a considerar como un derecho. De otro lado, Dela era consciente de que el duque podía ser muy duro cuando alguien se

oponía a él. Pero como siempre había parecido tener en gran aprecio a su tío y a ella misma, nunca

sufrió aquella vertiente de su personalidad. No obstante, ahora estaba decidido a lograr sus propósitos. Ella podía entender por qué el duque quería que ella se casara con su hijo pródigo. Ciertamente la conocía bien y, tal y como lord Lainden dijera, también la quería mucho. Mas no dejaba de ser consciente de que cualquier mujer que se casara con Jason habría de

tener mucha fuerza de voluntad para hacerlo cumplir con su promesa de arrepentimiento. «No lo haré», se dijo Dela a sí misma. Pero, al mismo tiempo, se daba cuenta de que su tío temía enormemente al futuro. No se trataba de un hombre rico y, además, estaba retirado. Podía decirse que, sin embargo, su posición era cómoda. No tenía que gastar mucho dinero para vivir. Tampoco deseaba la vida cara que hubiera tenido que llevar de residir en Londres. Es más, se sentía muy feliz en el campo.

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Pero mucha de su felicidad dependía del duque. «¿Qué puedo hacer? ¿Qué puedo... hacer?», se preguntó Dela. Su tío la estaba observando y, después de un momento, dijo: –Yo le he dicho a Ralph que me era imposible tomar una decisión por ti y que Jason

tendría que hacer su propio cortejo. –¿Quieres decir que se encuentra aquí? –preguntó Dela. –Por el momento, se encuentra en Londres –respondió lord Lainden–, pues fue a

comprarse algo de ropa nueva y a tratar de reconciliarse con algunos miembros de la familia con quienes no se ha relacionado durante muchos años.

–¿Y va a venir a Wood Hall? –insistió Dela. –Dentro de tres días –informó lord Lainden–. Entonces, su padre lo mandará aquí para que

te conozca, o, si lo prefieres, nosotros los visitaremos a ellos. Dela quiso decir que no haría ninguna de las dos cosas. Pero sabía que sería como golpearse la cabeza contra un muro de piedra. Tenía la suficiente percepción como para darse cuenta de que su tío estaba convencido de

que aquel matrimonio sería ventajoso tanto para ellos como para el duque. También sabía que, en el fondo de su mente, le gustaría lo indescriptible que ella se

convirtiera en duquesa. Dela podía leer sus pensamientos. Estaba pensando en las enormes caballerizas y los magníficos caballos que a ella le gustaba

montar. Las joyas de Marchwood también eran legendarias. Incluso, podían rivalizar con las de la reina. Y a buen seguro que su tío estaba pensando que aquello sería como una compensación por

perder sus sueños infantiles de casarse con un hombre a quien amara. «Pues si es un sueño infantil, todavía está en mi corazón», pensó Dela. Siempre había creído que algún día cabalgaría por el bosque en compañía del hombre

amado. Ahora comprendía lo que sus padres habían significado el uno para el otro. Aquel era el amor que pensó encontrar algún día. Un amor que haría soportable todo. Siempre la felicidad ocuparía un lugar en sus corazones. Ya fuera que vivieran en un palacio o en una cueva. ¿Cómo podía Wood Hall con todos sus tesoros compensarla por tener que dejarse acariciar

por un hombre al que despreciaba? Un hombre que se había hecho famoso entre las mujeres más menospreciadas que se

podían encontrar en Londres y en París. «No puedo... hacerlo. No... puedo», se dijo Dela. Sabía que su tío estaba esperando su respuesta, no con desesperación, pero sí un tanto

desesperanzado. Una vez más, se levantó de la silla en que se hallaba sentada y se dirigió a la ventana. –Me temo que esto te ha cogido por sorpresa, querida –dijo lord Lainden–, pero claro está

que no decidiremos nada apresuradamente. El problema reside en que el duque tiene miedo de que, si Jason se aburre, cambie de opinión y regrese a Francia.

–¿De verdad que cree que Jason está lo suficientemente arrepentido como para pasar el resto de su vida en el campo? –preguntó Dela–. Éste nunca le ha gustado. ¿Y se sentirá satisfecho con una sola mujer, en lugar de la docena con la que solía reunirse?

–El duque quiere creer que Jason es honesto cuando dice que ya ha terminado con todo eso –respondió lord Lainden–. Su desafortunado matrimonio lo ha hecho darse cuenta de que ha sido un estúpido y, como ya te dije, quiere asentarse y tener una familia.

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Dela se estremeció. Sintió como si una mano de hielo le hubiera apretado el corazón. –Personalmente –dijo–, pienso que Jason se va a aburrir muy pronto con la vida que a

nosotros tanto nos gusta. Entonces, ¿qué le ocurrirá a su esposa, quienquiera que ésta sea? –Quizá ella tenga hijos que la compensen por su esposo –respondió lord Lainden–; pero

me temo que estás mirando demasiado adelante, querida. Lo que nos concierne en estos momentos es que Jason se sienta ciertamente arrepentido por los problemas que ha causado y la infelicidad que le ha traído a su padre.

Dela tuvo que hacer un esfuerzo para no hablar y su tío prosiguió: –Él está de acuerdo en que se ha relacionado con las mujeres equivocadas y, después de

sus tres años de matrimonio, ya no desea ver a ninguna de ellas otra vez. –¿De verdad crees que puede el leopardo cambiar sus manchas? –preguntó Dela. Y mientras hablaba, se dio cuenta de que aquello era algo que no debió decirle a su tío. Pero había pronunciado las palabras apenas sin pensarlo. –Lo único que podemos hacer –respondió lord Lainden– es rezar por que tú seas lo

suficientemente inteligente como para hacerlo respetar su palabra y comportarse como debe hacerlo un hombre de su posición.

–Cosa que no ha realizado en el pasado –insistió Dela. –Es verdad –concedió lord Lainden–; pero el duque está completamente convencido de

que, en estos momentos, está muy arrepentido y desea reparar todo el daño que ha hecho. Respiró hondo antes de añadir: –Sería poco cristiano, poco amigable y de malos vecinos negarle nuestra ayuda a un

hombre que siempre ha sido tan generoso con nosotros. Dela giró sobre sí misma y caminó hacia su tío. –¿Dices que Jason regresará a su casa dentro de tres días? No te prometo nada, tío Edward,

pero organizaremos una cena aquí, a la cual invitaremos a él y a su padre. La expresión de su tío le indicó lo aliviado que se sentía. –Le comunicaré al duque lo que has sugerido, y sé lo agradecido que se mostrará. –Que quede muy claro –intervino Dela de inmediato– que no me estoy comprometiendo a

nada, y que simplemente estoy dispuesta a conocer a Jason, a quien no he visto en muchos años.

–Si, sí, por supuesto –aceptó lord Lainden–. Eso está entendido. Y siempre queda la posibilidad de que Jason no quiera casarse contigo.

–Por supuesto –estuvo de acuerdo Dela. Habló casi con confianza al objeto de transmitírsela a su tío. Sin embargo, era muy consciente de que el duque estaba empujando a su hijo en dirección

a ella con todas sus fuerzas. Sin lugar a dudas, desde el punto de vista económico, el matrimonio debía de parecer muy

atractivo para Jason. Sin que nadie se lo dijera, ella estaba segura de que había regresado a casa con una gran

cantidad de deudas. Era lo que siempre había hecho en el pasado. Pero el duque era un hombre muy rico. No obstante, Dela le había oído comentar con su tío que, si Jason continuaba

comportándose como lo estaba haciendo, sin lugar a dudas lo mandaría a la bancarrota. Aquella era una posibilidad. Sin embargo, y como era el caso con todas las familias ancestrales, el cabeza de la misma

administraba todo el dinero. Durante mucho tiempo, el duque había pagado las deudas de su hijo para evitar mayores

escándalos.

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También cada año le había aumentado la pensión que le tenía asignada. Mas ahora, Dela pensó que una de las razones por las cuales Jason había regresado a casa

era porque se había quedado sin dinero. Su tío la estaba observando muy suspicazmente. Dela sabía que se sentía un tanto avergonzado por el sacrificio que le estaba pidiendo que

llevara a cabo. Caminó hacia él y le besó la mejilla. –No te preocupes, tío Edward –señaló–. Quizá las cosas no sean tan malas como parecen.

O quizá las nubes se vayan con el viento y se lleven a Jason con ellas. Su tío se rió sin poderlo evitar. –Te estás comportando de una manera muy valiente –manifestó–, y te admiro y te respeto

por ello. Sé que todo esto es mucho pedirle a una muchacha de tu edad. Suspiró y continuó: –Pero tu cerebro siempre ha sido bastante más duro que tu cuerpo. Y sé que comprendes el

problema en que nos encontramos los dos. –Lo comprendo –dijo Dela–. Y, sin lugar a dudas, voy a pensar acerca de que se puede

hacer; pero..., por el momento..., resulta muy difícil poder... ver las estrellas. No esperó comentario alguno de su tío y salió del estudio. Cuando ella se hubo ido, lord Lainden se llevó la mano a la frente. Pensó que había librado una batalla que, en realidad, no resultó tan violenta como

esperaba. Por otra parte, era consciente de que casi estaba cometiendo un crimen. Le estaba pidiendo a una niña pura, bonita e inocente que se uniera en matrimonio a un

hombre con la reputación de Jason. Cuando el duque se lo mencionó, su primer impulso fue decirle que aquello era imposible. Pero se dio cuenta de que su viejo amigo estaba decidido a conseguir lo que quería. El duque pensó que lord Lainden estaba a punto de rechazar su sugerencia y, sin pensarlo,

utilizó amenazas de todo tipo. Es más, casi convirtió la conversación en un duelo. Para el duque, constituía un milagro que su hijo se hubiera disculpado por su

comportamiento anterior. De modo que tenía que utilizar todas las armas posibles para asegurarse de que aquello no

volvería a ocurrir. Entonces, la vida sería mejor para todos. Pocos sabían cuánto habían sufrido su esposa y él. Y cómo se entristecían cuando escuchaban los chismes acerca de las aventuras de Jason en

París. Todo aquello suponía una humillación, que al duque le resultaba casi imposible de

soportar. Sobre todo, cuando miraba hacia el futuro. ¿Cómo era posible que algún hombre no deseara conservar Wood Hall en las magníficas

condiciones en que se encontraba? Era un tesoro perteneciente no sólo a la familia, sino igualmente a la nación. Sin embargo, lo que más hacía sufrir al duque era la compasión que recibía de sus amigos. Todos sabían que continuamente estaba pensando en su hijo, pero nunca lo mencionaban.

Se limitaban a compadecerlo, sin pronunciar el nombre de Jason. Ni tampoco se referían directamente a cualquier cosa que éste hubiera hecho. «¿Qué puedo hacer?», se había preguntado el duque mil veces, sin poder encontrar una

respuesta. Pero, ahora, cuando menos se lo esperaba, Jason había regresado a casa.

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Se había disculpado de una forma que le había hecho pensar que era sincero. También prometió corregirse. Y había sido él quien sugirió llevar a cabo un matrimonio con el cual estuviera de acuerdo

toda la familia. Tendría el tan necesario heredero. –Encuéntrame una esposa, papá –había dicho Jason–, y así podremos olvidarnos del

pasado y mirar hacia un futuro feliz. El duque pensó que no podía estar oyéndolo bien y fue entonces cuando Dela le vino a la

mente. La había observado cabalgando por el parque el día anterior, justo antes de marcharse a

Londres. Los rizos de sus cabellos dorados bailaban sobre su piel blanca. Sus ojos brillaban por la emoción de estar montando uno de los mejores y más briosos de

sus caballos. Él la había contemplado así en muchas ocasiones. Y había pensado que parecía más una diosa que un ser humano. Su jefe de cuadras solía decirle que Dela montaba mejor que cualquier otra mujer. Y, de pronto, el duque despertó a la realidad. Comprendió que, con su inteligencia y su

nobleza, Dela era la única persona que podía salvar a Jason. Tendría la suficiente fuerza de voluntad como para obligarlo a cumplir su promesa. Y era lo suficientemente bonita como para atraerlo en una forma a como quizá no lo había

atraído otra mujer antes. Sin lugar a dudas, tendrían una descendencia de la que toda la familia se sentiría orgullosa. «¡Dela! ¡Ella es la respuesta!», se había dicho el duque. Y, acto seguido, hizo sonar la campana para comunicarle al mayordomo que deseaba el

carruaje para ir a la casa de lord Lainden. Cuando se alejó del estudio, Dela salió al jardín. Sentía que todo se le venía encima. En el poco tiempo que había estado con su tío, éste había destrozado no sólo su felicidad,

sino también su sensación de seguridad. Una seguridad y felicidad que ella siempre había sentido con él desde la muerte de sus

padres. Había sido muy dichosa con él. Es más, a menudo pensaba que era innecesario tener muchos amigos. Jamás había conocido a un joven que fuera tan inteligente como su tío. Además, Dela también había amado cada momento desde que se mudaron a vivir al

campo. Era imposible expresar con palabras la alegría de montar los caballos del duque. Le pasó por la mente la idea de que en el futuro estos le pertenecerían exclusivamente a

ella. Pero de inmediato le vino el recuerdo de Jason tal y como lo viera por última vez. Ello la hizo temblar. «¿Cómo podría casarme con un hombre al que desprecio y detesto?», se preguntó. «Un

hombre a quien no le creo ni por un momento lo que le está diciendo a su padre. Un hombre que ha demostrado mil veces ser un mentiroso y un casanova».

Dela sintió que perdía el control. Entonces, sin apenas darse cuenta de lo que estaba haciendo, atravesó el parque. Recorrió más de una milla. Pero a ella le pareció que acababa de salir por la puerta cuando vio las caballerizas frente a

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ella. No había nadie y penetró en el primer edificio. Todos los caballos se encontraban en sus establos. El duque había gastado mucho dinero en los mismos. Cada mañana cambiaban la paja y renovaban el agua de las cubetas. Dela pasó de establo en establo. Los caballos que la conocían se le acercaron. Muchos años antes, su padre le había enseñado que, antes de montar a un caballo, ella

debía hablarle, para que el animal se acostumbrara a su voz. De alguna forma, aquello hacía que sus personalidades se unificasen. Era como si el caballo se convirtiera en un ser humano. Aquello no era difícil de hacer. Y como Dela imaginaba que ella era una escogida, casi sabía lo que pensaba un caballo. De la misma manera a como podía leer los pensamientos de un hombre o de una mujer. Y ya había recorrido media docena de establos, cuando apareció Grayer. –No sabía que estaba usted aquí, señorita Dela –le dijo–. ¿Deseaba usted montar? –Eso es exactamente lo que me apetece en estos momentos –respondió Dela–. Y voy a

montar tal y como estoy. Se había puesto un vestido ligero, adecuado para el clima cálido. No llevaba sombrero, pues había pensado quedarse en el jardín. El jefe de cuadras no hizo ningún comentario. Estaba acostumbrado a que Dela montara cuando se le antojaba. Le llevó sólo unos pocos minutos ensillar a Sansón. Luego lo sacó al patio. Dela se subió a la plataforma de montar. Así le era más fácil subirse al caballo con la falda, la cual debía arreglar sobre la silla. Le dio las gracias a Grayer y se dirigió instintivamente hacia el bosque más cercano. Pensó que sólo allí, entre las hadas, las ninfas, las ardillas y los pájaros podría pensar con

claridad. Pero repentinamente comprendió por qué había tomado aquel camino. Necesitaba hablar con Lendi. Tenía que pedirle su consejo. Quizá Lendi tuviera una respuesta para su problema. Dela cabalgó a lo largo de la ruta que hiciera por la mañana. Y se dirigió hacia el llano donde se encontraban los gitanos. Parecía no haber nadie. Sospechó que quizá las mujeres habrían bajado a la aldea. Allí venderían sus canastos de mimbre, que los Lee hacían mejor que ningún otro grupo de

gitanos de los que Dela conocía. Al fin, llegó junto a la caravana. Abram, quien se hiciera cargo de su caballo por la mañana, salió de un carro, frotándose

los ojos. Cuando la vio, le sonrió y Dela lo llamó. Abram corrió hacia ella, quien le pidió que le sostuviera el caballo. –No tardaré –añadió–, así que déjalo pastar. Abram era muy tímido y no respondió nada. Dela se apresuró, entonces, hacia los carros. Las cortinas del de Lendi estaban descorridas, por lo que ella subió corriendo los

escalones. La anciana se encontraba en la cama, pero tenía los ojos muy abiertos.

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–La estaba esperando, milady –dijo por todo saludo. Dela no se sorprendió. A menudo, Lendi sabía lo que otra gente había estado haciendo mucho antes de que ésta se

presentara ante ella. –Tengo problemas –murmuró Dela. La gitana asintió. –Lo sé, pero las estrellas te protegen. Dela sabía que los gitanos creen que cada hombre tiene una estrella. El ser protegida por ella siendo mujer constituía un honor y un privilegio. De modo que preguntó: –¿Y cómo pueden protegerme contra esto? Tengo mucho miedo del futuro, Lendi. Lendi puso su mano sobre la de Dela. –No tiene por qué –manifestó. –Pero si hay muchas razones –protestó Dela–, y necesito que me ayude y me diga qué debo

hacer. Mientras hablaba, Dela pensó que, en realidad, lo que le estaba pidiendo a Lendi era que la

liberara de Jason sin hacerle daño a su tío. La mano de Lendi seguía estando fría, pero llena de vida. Era difícil de explicar, mas parecía como si aquella mano le estuviera transmitiendo fuerza. Lendi cerró los ojos. Dela sabía que no estaba dormida, sino pensando. De repente, la anciana dijo: –Siga a su... corazón. Sea... valiente y no tenga... miedo. Las estrellas la protegen. Las palabras brotaron lentamente de los labios de la gitana. Dela sabía que le habían sido inspiradas. La anciana se estaba comunicando con aquellos espíritus que, según ella, habitaban en las

estrellas. –¿Tendré que... casarme con él? –preguntó Dela en voz muy baja. Hubo un silencio, hasta que Lendi dijo: –Cásese... con su... corazón... Será feliz..., muy feliz. Cuando terminó de hablar, apartó la mano. Dela sabía que no debía preguntarle más. Se inclinó y la besó en la mejilla. –Gracias –dijo–. Haré lo que me dice y seguiré a mi corazón. Cuando se alejó del carro, pensó que aquello no iba a ser fácil. Es más, sería casi imposible. Pero era lo que Lendi le había dicho que hiciera. Y aunque el problema para el futuro todavía parecía estar allí, de alguna forma se sentía

menos inquieta. Le entregó a Abram un chelín por haber cuidado de Sansón. Con algo de dificultad, logró montar y se alejó de la caravana. Llegó al bosque y tomó el camino de las caballerizas. Todavía sentía el contacto de la mano de Lendi. «Debo seguir a mi corazón», se dijo a sí misma, «pero, ¿cómo y cuándo?». Y si lo hacía, ¿qué significaría aquello para su tío? Las preguntas se repetían insistentemente en su mente. Pero, al mismo tiempo, Lendi le había infundido una esperanza que no se podía explicar. Una esperanza que parecía imposible pero en la que creía, a pesar de sí misma. En la que creía total y absolutamente. Tenía que obedecer a su corazón.

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Capítulo 3 Durante los siguientes dos días, Dela estuvo muy ocupada organizando la cena. Estaba

decidida a que no fuera una cena íntima, durante la cual Jason pudiera hablarle acerca de sus propósitos.

Lo que ella quería era poder observarlo. Ver si había mejorado, cosa que era muy poco probable. El corazón se le caía cada vez que pensaba en él. Pero al mismo tiempo sabía que tenía que ayudar a su tío. Éste era lo suficientemente prudente como para no hablar de Jason cuando se encontraban

solos. Pero Dela sabía que su tío seguía preocupado. Y a ella le molestaba que el duque, que era su mejor amigo, le hubiera impuesto aquello. «Ésa no me parece una actitud muy amigable», se decía Dela. Tras pensarlo mucho, decidió que no era conveniente invitar a otras de las jovencitas del

condado a la cena. Ciertamente, todas eran muy agradables. Pero no sobresalían por su belleza ni por su facilidad de palabra. E iba a ser imposible que Jason no las comparara con las mujeres que conociera en París. Por fin, invitó a un matrimonio que ella sabía eran muy felices. Tanto, que la gente los apodaba «los pájaros enamorados». Ambos tenían unos treinta años y llevaban seis de casados. Verlos juntos era entender que habían sido creados el uno para el otro. También invitó a otra pareja mayor, muy conocida de su tío. Él había comandado un regimiento antes de retirarse a la casa familiar. Su esposa todavía resultaba atractiva y era una mujer muy alegre. Siempre se estaba riendo y era obvio que adoraba a su esposo. «Esas dos parejas le darán a Jason una idea de lo que se espera de él cuando se case»,

pensó Dela. Mas todavía le faltaba una invitada. Se acordó de lady Southgate, que vivía en una aldea cercana. Era viuda y había estado casada con un hombre mayor que ella, el cual murió de una

enfermedad tropical cuando se encontraba en Oriente. Por un corto tiempo, había sido el gobernador de Hong Kong. Lord Lainden se había hospedado con ellos cuando visitó aquella parte del mundo. A lady Southgate no le quedó mucho dinero. De modo que se retiró al campo, dedicándose a criar perros. Dela pensaba que debería tener unos treinta y cinco años y todavía era muy bonita. Si no divertía a Jason, por lo menos lord Lainden estaría encantado de verla. Como había sido la esposa de un gobernador, lady Southgate resultaba una adición

deliciosa en cualquier reunión. Dela pasó mucho tiempo eligiendo el menú con la señora Beston. También consultó a Storton respecto a los vinos. Aquello era muy importante para el éxito de una fiesta. No obstante, cada vez que pensaba en Jason se estremecía. Esperaba no demostrarle sus sentimientos cuando lo viera. Mas la sola idea de que había de producirse aquel encuentro parecía oscurecer el cielo. El momento se acercaba como una tormenta de arena en el desierto.

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Dela tuvo que ocuparse en algo durante la tarde, ya que su tío se encontraba trabajando en su libro.

Decidió ir a visitar a los gitanos nuevamente. Quería hablar con Lendi una vez más, para asegurarse de por qué el futuro no iba a ser tan

malo como temía. No se le había olvidado mandar al campamento los pollos y los huevos que había

prometido. Y aquella mañana mandó a un sirviente con hortalizas y otros alimentos. Ahora cortó algunas flores del jardín. Podía llevarlas sobre la silla de montar. Y se dirigió a las caballerizas. Su caballo propio se llamaba Apolo, el cual se le acercó cuando ella entró en el establo. A veces se sentía culpable por haberle descuidado. Pero en las caballerizas del duque tenía caballos mucho mejores a su disposición. Mientras acariciaba a Apolo se le ocurrió algo. Si las cosas salían mal y ella no podía soportar el casarse con Jason, entonces Apolo sería

el único caballo disponible para ella. «Lo voy a montar ahora», decidió. Le pidió al viejo palafrenero que lo ensillara, y lo montó vestida tal y como estaba. El camino hasta Long Meadow era muy corto. Nadie la iba a ver, así que para qué se iba a molestar en ponerse su traje de montar. Hacía una tarde preciosa y el sol lo sentía cálido sobre su cabeza descubierta. Trató de sentir la emoción que siempre experimentaba cuando montaba. Pero en lo único que podía pensar era en que aquella noche se iba a enfrentar a Jason. Después del encuentro, a buen seguro que su tío y el duque imaginarían que él la pediría en

matrimonio. Le llevó sólo quince minutos llegar al campamento de los gitanos. Todo se veía en él muy tranquilo. Sospechó que las mujeres se encontraban en la aldea. Cuando se acercó a los carros, Piramus salió de uno de ellos. La esperó sonriente. –Me alegra verla –dijo cuando ella llegó junto a él–. Imagino que viene a despedirse. –¿Ya se van? –preguntó Dela, sorprendida. –Mañana por la mañana, muy temprano –respondió Piramus–. Nos sentimos muy felices

aquí y muy agradecidos por lo que usted y milord nos han enviado, pero tenemos que seguir adelante.

Dela sabía que los viajeros como los gitanos no podían permanecer mucho tiempo en algún lugar. Había muchas leyendas acerca de su trashumancia.

Dela conocía una de ellas muy bien. Se decía que los gitanos habían martilleado los clavos en la cruz de la cual colgaba Jesús.

Y su castigo fue el que tendrían que vagar por el mundo hasta que Él regresara. Dela sabía que era lo que creían los Lee. Se trataban de gitanos típicos. Tenían sus propios

tabús, ceremonias matrimoniales y costumbres funerarias. Las mujeres eran adivinadoras, pero Dela sospechaba que muy pocas tan buenas como

Lendi. La mayoría de los hombres tocaban el violín. Dela pensó que jamás le había preguntado a Piramus si su familia bailaba.

Sería muy interesante verlos danzar alrededor del fuego. Pero, por el momento, se sentía disgustada como consecuencia de su marcha. Quería ver a

Lendi ahora. Si bien pensaba que hubiera sido mucho más importante poder hablar con ella después de su encuentro con Jason.

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Cuando se bajó del caballo, le dijo a Piramus: –Traje algunas flores para Lendi. –A ella le gustarán –repuso Piramus–, pero en estos momentos está dormida y sería una

pena despertarla. –Por supuesto que no lo haré –señaló Dela–. Sólo pondré las flores sobre su cama. Dejó a Piramus cuidando de su caballo y subió los escalones del carro de Lendi. La anciana estaba dormida, tal y como su hijo la informara. Dela deseaba poder hablar con ella, pero no era conveniente despertarla. Si Lendi estaba enferma, el sueño y las hierbas medicinales eran los mejores remedios. Eso era lo que creían los gitanos. Dela permaneció unos momentos junto a la cama. Sintió como si tratara de llegar hasta Lendi con sus problemas. De alguna forma, la mujer que dormía los escuchó y la tranquilizó. Dela casi podía oír su voz una vez más, diciéndole: «obedece a tu corazón». «Eso será imposible, si tengo que casarme con Jason», se dijo Dela. Deseaba que Lendi le explicara qué había querido decir. Mas la gitana dormida no se movió. Por fin, Dela abandonó el carro. Piramus seguía donde ella lo dejara y acariciaba a Apolo. –Es un buen caballo –dijo cuando Dela se le acercó. –Usted ya lo había visto antes –repuso Dela–, y es un buen amigo. Piramus sonrió y Dela supo que la había comprendido. Para los gitanos, sus caballos eran sagrados. Y también se trataba de sus mejores amigos. –Ojalá no se marcharan –le dijo a Piramus–. Despídame de toda su familia y dígales que

mi tío y yo los estaremos esperando el próximo año. Casi añadió que para entonces quizá viviera en una casa diferente a la que habitaba ahora. Mas era algo que podía haberle dicho a Lendi, pero no a Piramus. Le extendió la mano. –Hasta la vuelta, Piramus, cuídese. Sabe lo mucho que mi tío y yo los apreciamos a todos. Piramus se inclinó. –Milady es muy generosa. Y en cualquier momento en que nos necesite, nosotros

vendremos hasta usted. –¿Y cómo podría yo avisarles si estoy en problemas? –preguntó Dela. –Usted llámenos y nosotros la escucharemos –respondió Piramus. Habló con tanta seguridad, que Dela no dudó de sus palabras. Aquello era reconfortante. Si todos los demás le fallaban, los gitanos todavía serían sus amigos. De modo que se limitó a decir: –Gracias. Piramus se inclinó una vez más. Dela regresó a su hogar, llevó a Apolo a su establo y entró en la casa. Storton ya había preparado la mesa para la cena. Las flores que ella había cortado con anterioridad lucían magníficamente en el centro de la

misma. Los candelabros de plata brillaban. Las copas centelleaban. –Todo está muy bien, Storton –dijo Dela, pues sabía que al mayordomo le gustaba que lo

alabaran–, y estoy segura de que al duque le gustarán los platos que la señora Beston y yo hemos escogido.

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Storton le aseguró que a todos les iba a parecer un menú poco común. Para el postre, tendrían fresas y uvas traídas de Wood Hall. –¿Llegó alguna otra cosa de allí? –preguntó Dela. –Cuatro botellas de champán, señorita Dela, dos de brandy y una de cointreau. Dela sintió que se ponía tensa. El duque se estaba asegurando de que todos lo pasaran bien

aquella noche. Sin duda alguna, no les habría enviado champán si Jason no fuera uno de los invitados. Su tío siempre había proveído todo lo que se bebía en la casa. De todos modos, sería un error hacer algún comentario al respecto delante de Storton. Se limitó a felicitarlo una vez más por la disposición de la mesa y salió de la estancia. Su tío se reunió con ella para tomar el té. Y le habló acerca de su libro y de lo que acababa de escribir. Dela se dio cuenta de que estaba casi tan nervioso como ella por lo que pudiera ocurrir más

tarde. Subió a su habitación para vestirse. Deseaba ponerse el vestido más sencillo que tuviera, o uno negro. «Eso es lo que tengo deseos de hacer», pensó. Pero entonces comprendió que se estaba comportando de manera infantil y absurda. «Lo que tengo que hacer es ganar tiempo», se dijo. «El duque tiene prisa, porque teme que

Jason vuelva a ser lo que era antes y que sus intenciones actuales se pierdan en el olvido». En ese caso lo más probable era que regresara a París. Y eso era lo que Dela deseaba que hiciera. «¡Tiempo! ¡Tiempo! ¡Tiempo!», se repetía Dela una y otra vez en su mente. «Eso es lo que

necesito, pero no debo demostrar que lo estoy buscando». Entonces, se obligó a sí misma a ponerse uno de sus vestidos más bonitos. Es más, era el más bonito que adquiriera para lucir en Londres. Eso fue antes de que se trasladaran al campo. Pero no había asistido a ninguna cena o baile lo suficientemente importante como para

lucirlo. Por lo tanto, el vestido había permanecido colgado en el guardarropa y nadie lo había visto. Ahora, mientras se lo ponía, deseó que fuera para asistir a un baile. Quizá allí encontrara al príncipe azul de sus sueños. Un hombre que amara las mismas cosas que ella amaba y que sintiera lo que ella sentía. «En el momento en que nos conociéramos, los dos sabríamos de inmediato que estábamos

hechos el uno para el otro», pensó Dela. Se miró al espejo y continuó pensando: «No habría necesidad de palabras y mi corazón se extendería hacia el suyo». Pero eso era un sueño. Lo mantuvo en su mente, hasta que quedó completamente vestida y Emily le arregló los

cabellos. Su vestido era blanco, con sólo un ligero brillo de diamantina imitando al rocío sobre una

flor. Emily le puso tres rosas en la parte posterior de la cabeza. Dela pensó que ninguna tiara podría ser más atractiva. Alrededor del cuello, se colocó una vuelta de perlas que habían pertenecido a su madre. Sobre la muñeca izquierda llevaba una pulsera que le hacía juego. «Las jovencitas no deben llevar joyas», le había dicho muchas veces su madre. Y aquella noche Dela sabía que necesitaba toda la ayuda que sólo su madre le hubiera

podido prestar. «¿Qué me hubieras aconsejado tú, mamá?», le preguntó Dela en silencio.«¿Me habrías

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dicho que tengo que casarme con Jason, o se te habría ocurrido alguna idea brillante para librarme de él?»

Pensó que tenía que hacerle la pregunta a las estrellas. Se apartó del tocador y se dirigió a la ventana para abrir las cortinas. Todavía no había oscurecido por completo. Las primeras estrellas de la noche ya brillaban sobre los árboles. Sabía que más tarde una luna joven comenzaría a subir por el cielo. Y tras rezar durante unos minutos, Dela sintió que su madre la había escuchado y

comprendido. Aquello era reconfortante. Se alejó de la ventana y se dirigió al salón. Tal como ella imaginara, su tío ya se había puesto sus ropas de etiqueta. Storton por su parte, había encendido los candelabros. Dela caminó hacia su tío, que la observaba complacido. Y cuando llegó junto a él, lord Lainden dijo: –Estás preciosa, querida. Ojalá te fuera a llevar a un baile en Londres, o a una cena en la

casa Marlborough. –A mí también me gustaría –replicó Dela–, pero lo que debemos es tratar de divertirnos

esta noche. Espero que encuentres agradable a lady Southgate, que estará sentada junto a ti. –Estoy seguro de que así será –asintió lord Lainden– ¿A quién pusiste junto a Jason? Aquella era una pregunta que Dela no deseaba responder. Y mientras dudaba, Storton abrió la puerta, anunciando la llegada de dos de los invitados. Dela había pensado que no era lo consecuente sentar a Jason a su izquierda. Como ella era la anfitriona, tendría al duque a su derecha. Y a su izquierda había colocado al invitado de más edad, y a quien ella siempre había

encontrado divertido. Colocó a Jason a la derecha de lady Southgate, y a su otro lado, a la mujer bonita que

estaba tan felizmente casada. Dela estaba segura de que no cesaría de hablarle a Jason acerca de su esposo. Aquello podría proporcionarle un ejemplo de cómo dos personas tenían que relacionarse si

querían ser felices. Los invitados llegaron uno detrás del otro. Tal y como Dela lo imaginara, su tío se sintió encantado de ver a lady Southgate. Se veía muy atractiva y hablaba con gran entusiasmo a propósito de una nueva camada de

perritos que había tenido una de sus perras. Según su opinión, se iban a convertir en campeones. Lo decía con tal vehemencia, que cuantos la escuchaban pensaron lo mismo. Todos conversaban y reían, cuando Storton anunció: –Sus señorías, el duque de Marchwood y el conde de March. Los dos hombres penetraron en el salón. Por un momento, a Dela le fue imposible mirar a Jason. No obstante, cuando el duque la besó en la mejilla, se encontró frente a frente con él. A primera vista, encontró a Jason mejor de lo que ella había imaginado. Estaba más delgado. Dela pensó que quizá la infelicidad en el matrimonio era la causa de aquel cambio. Pero, entonces, cuando él le tomó la mano, sintió similar sensación a la que experimentara

en el pasado. Era como si hubiera tocado algo viscoso. Y cuando retiró su mano de la de Jason, se sintió contaminada. Afortunadamente, su tío lo estaba saludando ahora.

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Le habló de los viejos tiempos, cuando Jason era un niño y solían salir a cazar juntos. Dela pudo apartarse sin dificultad. Deseaba hablar con alguien que estuviera al otro lado de la sala. Ciertamente, estaba tratando de escapar de Jason y de lo que la hacía sentir. La cena fue anunciada pocos minutos después. Los invitados se apresuraron a apurar el champán que tenían en las manos. Y pasaron al comedor. Dela había escrito el nombre de cada uno en unas tarjetas que colocó en su lugar en la

mesa. Le pareció que el duque se había sorprendido al observar que Jason no se hallaba sentado

junto a ella. Sin embargo, no dijo nada. Tan pronto como todos se sentaron, Dela comenzó a hablar con

el duque a propósito de sus caballos. Aquél era un tema que a él siempre le agradaba. Cuando terminaron el primer plato, la plática y la risa que se escuchaba por toda la mesa le

indicó a Dela que la cena estaba constituyendo un éxito. Una cosa era obvia, y era que Jason, quizá por instrucciones de su padre, trataba de

mostrarse muy agradable con todos. Las dos mujeres que tenía a sus lados parecían encontrarlo muy divertido. Dela se dio cuenta de que el duque miraba constantemente en dirección a su hijo. Y era obvio que estaba complacido con lo que veía. Cuando la cena llegaba a su fin, le dijo a Dela: –¿Qué tienes planeado para que hagamos después de la cena? –Como estoy segura de que nadie querría jugar bridge, cosa que suele resultar un tanto

aburrida –contestó la muchacha–, pensé que sería más agradable conversar y, después, terminar temprano.

Aquello era lo que ella deseaba. Pero, como para tener un pretexto, añadió: –Mi tío ha estado trabajando muy duro en su libro, por lo que me parece que no estaría

bien que se desvelara. Como usted sabe, eso es algo que siempre le ha disgustado. El duque sonrió. –Edward se desveló demasiado cuando estaba en el ministerio. Recuerdo que me decía que

a los alemanes era muy difícil convencerlos de que se retiraran a una hora razonable, y que los franceses, por lo general, regresaban a sus casas al amanecer.

Dela se rió. –Yo también le he oído decir eso, y por ello aquí nos acostamos y nos levantamos

temprano. –Por lo menos, tú si lo haces –dijo el duque–. Ayer por la mañana, cuando me acababan de

despertar, miré por la ventana y te vi cabalgando por el parque hacia el bosque. –Amo sus bosques –manifestó Dela–. Ciertamente, me siento feliz en ellos. –En ese caso, espero que siempre estén a tu disposición –insinuó el duque. Dela sintió una vez más que una mano fría la apretaba. El duque le estaba advirtiendo, la estaba amenazando de que, si no hacía lo que él deseaba,

entonces sus bosques y sus caballerizas estarían vetados para ella. Haciendo un esfuerzo, Dela se obligó a responder: –Confío en que su señoría se retire temprano esta noche, pues así todos los demás harán lo

mismo. Hubo una pausa antes de que el duque replicara en voz baja: –Siento que Jason no haya tenido la oportunidad de hablar contigo, de modo que le pediré

que venga a verte mañana por la tarde. ¿Te parece a eso de las tres? Dela no respondió.

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Sabía que era innecesario. El duque sabía que ella no se atrevería a negarse a ver a su hijo. Por fortuna, había llegado el momento en el cual debía alejarse con las demás señoras,

dejando a los caballeros solos para que tomaran el oporto. Y Dela se puso de píe. Todos los demás hicieron lo mismo y ella se dirigió hacia la puerta. –Ha sido una cena deliciosa, Dela –decía lady Southgate mientras caminaban por el

pasillo–. Por favor, dile a tu cocinera lo mucho que me ha gustado. –No olvidaré hacerlo –prometió Dela–. Como a todo el mundo, a ella le encanta que

aprecien su trabajo. –Por supuesto –estuvo de acuerdo lady Southgate–. Y quiero que tú vengas a admirar mis

cachorros. Realmente, son adorables. –Tengo muchos deseos de verlos –dijo Dela–. Estoy segura de que tío Edward va a querer

uno. –Ya le prometí darle el mejor de la camada –asintió lady Southgate–. Y el conde quiere

otro también. Dela pensó que parecía como si Jason, verdaderamente, pensara asentarse. Pero ella no pudo evitar estremecerse. Las señoras subieron para arreglarse el cabello y empolvarse. Todas alabaron el dormitorio de Dela. Cuando regresaron al salón, las dos parejas de casados la invitaron a ella y a lord Lainden a

cenar la semana siguiente. Se sentaron y una de las damas dijo: –Me sorprendió mucho ver al conde de March aquí, esta noche. Yo no sabía que había

regresado del extranjero. Lady Southgate se rió. –En la aldea no se ha hablado de otra cosa desde su llegada. Sólo ahora nos hemos

enterado de que su esposa murió. –Y de forma muy conveniente –apuntaló la dama que había comenzado la conversación–.

Por lo que supe acerca de ella, era imposible que alguien la hubiera aceptado, así que él hizo muy bien en no traerla a Inglaterra.

–Estoy segura de que ahora él se tranquilizará y empezará a disfrutar de la vida en Wood Hall –opinó lady Southgate–. ¿Cómo podría ser de otro modo en una casa tan hermosa?

–Y con esos caballos tan maravillosos –añadió la otra señora. Miró a Dela y añadió: –No sabes cuánto te envidio el poder montarlos. Kimmy me ha prometido comprarme un

caballo nuevo para mi cumpleaños, pero me temo que jamás podremos competir con los de las caballerizas de su señoría.

–Creo que nadie podría hacerlo –respondió Dela. Entonces, los caballeros entraron en el salón. Después de un rato de conversación, el duque dijo: –Como tanto mi anfitrión como yo disfrutamos de retirarnos temprano, por mi parte he

decidido abandonar tan agradable reunión. –No hay prisa –intervino lord Lainden de inmediato. El duque sonrió. –Por el contrario. Dela me dijo que has estado trabajando muy duro en tu libro, y estoy

seguro de que necesitas del sueño reparador. –En eso estoy de acuerdo contigo –afirmó lord Lainden–, pero tómate una última copa

antes de irte. El duque sacudió la cabeza.

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–No, gracias. Y me llevo a Jason. Bajó la voz para que sólo lord Lainden lo pudiera escuchar cuando añadió: –Le dije a Dela que él vendría a visitarla mañana por la tarde. Lord Lainden se limitó a asentir con la cabeza. Y el duque comenzó a despedirse del grupo. Cuando Jason y él se dirigieron hacia la

puerta, las dos parejas de casados dijeron que ellos también se marchaban. Lord Lainden no hizo nada por detenerlos. Y los acompañó hasta el vestíbulo. El duque y Jason, que ya se habían puesto sus abrigos, estaban esperando la llegada de su

carruaje. Los lacayos corrieron hacia las caballerizas para decir que los otros dos carruajes también

eran requeridos. Lady Southgate se quedó por un momento a solas con Dela. –Ha sido una noche deliciosa –le dijo a ésta–, y tú te ves tan bonita, que siento que fue un

desperdicio entre tanta gente mayor. –Me alegro mucho de que lo haya pasado bien –señaló Dela–, y se que a mi tío le encantó

oírla hablar de sus perritos. –Él ha prometido venir a verme –dijo Lady Southgate–, y también lo hizo el conde. Calló por un momento antes de añadir: –Siento pena por él. Me parece que fue herido como sólo un hombre puede ser herido

cuando una mujer le falla. Dela no había pensado en Jason desde aquel punto de vista. Ahora supuso que para él debió constituir todo un trauma el sentirse infeliz. Sobre todo, con una mujer por la cual había sacrificado tanto. Quizá fuera verdad que lo habían engañado y obligado a casarse. Sin lugar a dudas, aquello debió de dolerle y humillarle. Dela le sonrió a lady Southgate. –Usted siempre dice cosas agradables y encuentra algo bueno en las personas –le dijo. –Trato de hacerlo –replicó lady Southgate–, aunque no siempre ha sido fácil. Caminó hacia la puerta. Dela pensó que era una mujer magnífica. Cuando llegaron al vestíbulo, el grupo todavía se encontraba allí. Los carruajes de las dos parejas habían llegado por delante. Éstas se despidieron y subieron a los vehículos de inmediato. –No me imagino que le pueda haber sucedido a tu carruaje, Ralph –le dijo lord Lainden al

duque. –Quizá hayan tenido algún problema para meter a uno de los animales dentro del arnés –

opinó el duque–. Esta noche estamos probando a un caballo nuevo, y me pareció un poco rebelde.

–Lo que ese caballo necesita –intervino Jason–es que lo manejen con energía. Siempre he pensado que Grayer es demasiado suave con tus caballos, y ahí tienes un ejemplo.

La forma dura en que se expresó hizo que Dela lo mirara sorprendida. Inesperadamente recordó que siempre había sido un jinete un tanto cruel. Utilizaba el látigo innecesariamente y solía castigar a los caballos que no llenaban sus

expectativas. «A buen seguro que a su esposa la tratará de la misma forma», pensó Dela. El carruaje del duque apareció al fin. Dela no tenía deseos de darle la mano a Jason nuevamente. Comenzó a subir la escalera. Mas cuando el duque salió por la puerta, Jason se dio la vuelta.

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Se apresuró hacia Dela y le tomó una mano entre las suyas. –Te veré mañana a las tres. No lo olvides. Habló de manera insistente, como si verdaderamente fuera muy importante para él. El contacto con sus manos llevó a Dela una sensación de repulsión y casi de horror. Tuvo que hacer un esfuerzo para no arrebatarle su mano de entre las de él mientras decía: –No se me olvidará. Jason la miró como si la viera por primera vez. –Sería una equivocación si lo hicieras. Giró sobre sí mismo y siguió a su padre. Dela subió corriendo las escaleras y entró en su habitación. Una vez hubo cerrado la puerta, advirtió que estaba temblando. Si el duque la había amenazado, también lo hizo Jason. Aquello era algo que ella no esperó nunca. –¡Cómo se atreve! –exclamó en voz alta. De pronto se dio cuenta de que tenía mucho miedo. Miedo de Jason. Miedo de la presión que estaban ejerciendo sobre ella. Miedo de encontrarse casada con un hombre a quien detestaba. Fue entonces cuando entendió que tenía que escapar de la trampa. Una trampa que estaba lista, y todo lo que ella tenía que hacer era meter su pie en la

misma. «No puedo, no puedo... hacerlo», se dijo a sí misma. «Es demasiado... pedir». Miró con desesperación a su alrededor. Era casi como si esperara que las paredes se abrieran y ella encontrara un lugar donde

esconderse. Entonces, y como si un poder muy fuerte la estuviera guiando, supo qué era lo que tenía

que hacer. Era muy sencillo. Tenía que ser lo suficientemente decidida como para hacer lo que su cerebro le indicaba

como única solución. Se hallaba de pie en el centro de la habitación. Oyó a su tío, que subía las escaleras. Éste llamó a la puerta y ella la abrió. –Buenas noches, Dela –le dijo su tío–. Resultó una cena excelente y todos la disfrutaron

mucho. –Sí. Creo que... sí –logró musitar Dela. –Y tengo entendido que Jason vendrá mañana por la tarde –siguió lord Lainden. –Eso... me... dijo –murmuró Dela. –Ésa también es una muy buena noticia –replicó su tío–. Buenas noches, querida. Y cerró la puerta. Dela escuchó a su tío dirigirse hacia su habitación. Entonces, ella comenzó a desvestirse casi con desesperación. Primero se quitó las joyas y, después, el vestido. Lo arrojó sobre una silla, como si lo despreciara. Acto seguido, se puso el vestido sencillo que pensaba utilizar a la mañana siguiente. Luego se sentó ante el escritorio francés ubicado en un rincón de la habitación. Sacó una cuartilla de papel de una caja de piel. Abrió el secante y tomó una pluma. Escribió rápido y sin dudar ante las palabras. Era casi como si lo que estaba escribiendo se lo estuvieran dictando.

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Querido tío Edward: Tengo que alejarme por algún tiempo para poder pensar acerca de lo que me pides y

recuperarme de la sorpresa. Sé que todos lo comprenderán. Dile al conde cuando venga que me había olvidado de que le prometí a unos amigos pasar

unos días con ellos y que, como vamos a estar viajando a lo largo de la costa en su yate, te es imposible ponerte en contacto conmigo.

Si le prometes ponerte en comunicación con él tan pronto como yo regrese, no tiene por qué haber problemas entre el duque y tú.

Perdóname, pero esto es algo que tengo que hacer y además, es demasiado pronto como para que yo pueda hablar de forma coherente con Jason.

Te quiero mucho. Tu sobrina, Dela. . Introdujo la nota en un sobre y se la dirigió a su tío Acto seguido, buscó una bolsa en el ropero. Había en él una bastante grande que Emily utilizaba para llevarse la ropa que había que

lavar. Entonces, metió en ella sus vestidos más sencillos. Añadió ropa interior, zapatos ligeros y su cepillo para el cabello. Y apagó las velas después de tomar el sobre dirigido a su tío. Abrió la puerta de la habitación. Como imaginara, la mayoría de las luces del pasillo habían sido apagadas. Mas quedaban las suficientes como para encontrar el camino. Deslizándose de puntillas, dejó la nota para su tío frente a la puerta de la habitación de

éste. Decidió bajar por la escalera interior que la llevó hasta una puerta que daba al jardín. Quitó los cerrojos, y, tras salir, la volvió a cerrar. Corrió por entre los arbustos hasta llegar al patio de las caballerizas. El viejo palafrenero que cuidaba de los caballos de su tío ya estaría durmiendo en su propia

cabaña, El muchacho que lo ayudaba vivía en la aldea. A Dela no le llevó mucho tiempo ensillar a Apolo. Colocó la bolsa en la parte posterior de la silla. Después llevó a Apolo hasta la plataforma de montar y se izó sobre él. Salió de las caballerizas por la puerta de atrás. Si alguien estaba despierto en la casa no podrían escuchar los cascos de Apolo. Luego cabalgó hacia Long Meadow, sin apresurarse. Para entonces la luna ya había aparecido y las estrellas comenzaban, a brillar. Le fue fácil encontrar el camino. Dela sintió como si la fuerza que la había ayudado con anterioridad la guiara ahora. A lo lejos vio los carros de los gitanos. Había vestigios de un fuego en el círculo de arena. Recordó con toda claridad que Lendi le había dicho que tenía que seguir a su corazón. Y eso era lo que estaba haciendo. Su corazón le decía que no debía casarse con Jason. Cuando éste le tomó la mano, ella supo que todo en él era malo y desagradable. Y no había nada que ella pudiera hacer para evitarlo.

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«Voy a escapar», se dijo Dela. «Es lo único que puedo hacer en estos momentos. No tengo más alternativa que obedecer a mi corazón».

Capítulo 4 Dela se acercó a los carros de los gitanos. Al hacerlo, vio a un hombre de pie junto al

fuego. Imaginó que se trataba de Piramus. Cuando se acercó un poco más, le fue fácil reconocerlo. Piramus la estaba mirando, sorprendido. Debió de haberse preguntado quién llegaba hasta ellos a aquellas horas de la noche. Cuando se le acercó, Dela bajó de su caballo. –Buenas noches, milady –dijo Piramus–. Ya es tarde para que nos visite. –He venido a ustedes en busca de ayuda –murmuró Dela. Vio cómo Piramus observaba la bolsa que había puesto sobre la silla de Apolo. –Por favor, Piramus –insistió Dela, suplicante–. ¿Puedo ir con ustedes a donde quiera que

vayan? Yo le explicaré a Lendi por qué tuve que escapar. No había otra cosa que pudiera hacer.

De pronto, pensó que quizá Piramus se negaría a llevarla. Podía temer la ira de su tío si lo hacía. O quizá, con sus poderes de clarividente, quizá intuyera que también podía enemistarse

con el duque. Piramus le sonrió. –Cualquier cosa que yo haga por usted será un regalo de las estrellas. Dela se sintió tan aliviada que, por un momento, no supo qué decir. Simplemente, se quedó mirándolo. Lo hacía para estar segura de que no se había equivocado en lo que acababa de escuchar. Piramus fue más práctico. Retiró la bolsa de la silla de Apolo y la puso en el suelo, cerca del fuego. Acto seguido, llevó a Apolo a la zona del campamento en que se encontraban los demás

caballos. Dela no se movió. Esperó junto al fuego, contemplando las estrellas. Imaginó que éstas le decían que había hecho lo adecuado. Pero todavía tenía miedo de que Jason se enojara. Y también lo haría el duque cuando su hijo no la encontrara en casa al día siguiente. Sin embargo, recordó la gran experiencia diplomática de su tío, quien, sin duda, se había

enfrentado a situaciones peores. Eso le permitiría excusar su ausencia ante la promesa de que muy pronto estaría de regreso. Por el momento, Dela no podía pensar en lo que sería de ella en el futuro. Mas lo único que le preocupaba era escapar. Piramus regresó con la silla y los arreos de Apolo. Metió todo ello en uno de los carros, que Dela supuso era el suyo. Luego, Piramus se acercó a ella. –Milady compartirá el carro de Mireli –le dijo. –Me encantaría –respondió Dela–, y espero que a ella no le importe tener compañía. –Milady es un huésped que nos honra –señaló Piramus. Dela sabía que nadie del clan se atrevería a protestar por su llegada, si él, como jefe, la

aceptaba. Piramus levantó la bolsa de Dela y se dirigió hacia el carro vecino al de Lendi.

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Se trataba del carro de Mireli. Piramus subió los escalones. El interior no estaba oscuro. La luz de las estrellas y de la luna entraba por los ventanucos. Las cortinas de la entrada estaban descorridas. Ello permitió que Dela viera a Mireli dormida en un lateral del carro. Al otro lado había otra cama desocupada. Piramus se aseguró de que tenía mantas y una almohada. –Mañana le proporcionaré sábanas –prometió. –Gracias, muchas gracias –dijo Dela en voz muy baja–. Le estoy muy agradecida y me voy

a sentir perfectamente tan pronto como pueda acostarme. –Acuéstese y duerma, milady –indicó Piramus–. Nos iremos muy temprano, pero usted no

tiene que apresurarse. Hablaba con una voz que era casi un susurro. Y no esperó respuesta por parte de Dela. Salió del carro y echó las cortinas. Mas la luz continuaba entrando por los ventanucos. Ello le permitió a Dela quitarse el vestido y las medias. No obstante, pensó que le iba a ser muy difícil encontrar su camisón de dormir en la bolsa

que llevara consigo. Además, podría despertar a Mireli. La muchacha no se había movido desde que Piramus y ella entraran en el carro. Por otra parte, Dela no quería tener que dar explicaciones acerca de por qué estaba allí, al

menos por el momento. De modo que, vestida con su ropa interior y las enaguas, se metió en la cama. Y apoyó la cabeza sobre la almohada. ¡Lo había logrado! Se había escapado. Ahora se sentía exhausta. La tensión de organizar la cena y tomar parte en ella había sido tremenda. Pero peor todavía fue el enfrentarse a Jason y comprobar que no sólo era como ella se lo

había imaginado, sino peor. «No puedo... casarme con... él», se dijo a sí misma, «sé que no... puedo hacerlo». Pero aquél no era el momento de tomar decisiones. Pensó que había hecho lo más sensato al darse tiempo. Tiempo para pensar, tiempo para decidir y tiempo para planear. Imaginó que, tal y como Lendi se lo había dicho, las estrellas la estaban protegiendo. Fueron ellas las que le hicieron comprender que su única oportunidad de salvarse era

escapar. De haber esperado al día siguiente hubiera sido demasiado tarde, pues los gitanos se

habrían marchado. «Aquí estoy a salvo», pensó, «y muy agradecida por ello». Y debió quedarse dormida, porque la siguiente cosa que sintió fueron las ruedas

moviéndose debajo de ella. Los gitanos ya se habían puesto en camino. Pensó que debía ser muy temprano, puesto que todo estaba aún muy oscuro. A través de la ventana podía ver que las estrellas habían desaparecido, pero el sol todavía

no clareaba la mañana. Podía escuchar el ruido de los carros deslizándose por el terreno. Pero no se oían las voces de los hombres.

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Por primera vez advirtió que los gitanos, cuando se alejaban de un lugar, se aseguraban de que nadie reparara en ello.

Llegaban en silencio y se marchaban de igual forma. No querían que les hicieran preguntas ni que la gente los siguiera. Eran viajeros muy independientes que trataban de pasar inadvertidos. Y Dela volvió a dormirse. Cuando despertó, vio a Mireli, que la miraba muy sorprendida desde la otra cama. –No la sentí llegar, milady –le dijo. Dela sonrió. –Estabas profundamente dormida y Piramus me dijo que podía compartir tu carro. –¿Viene con nosotros? –preguntó Mireli con incredulidad. –Si tú tienes la amabilidad de aceptarme –respondió Dela. –Por supuesto que sí, milady. Es muy emocionante el que usted quiera viajar en nuestra

caravana. –Estoy huyendo –dijo Dela–, y Piramus, Lendi y tú tenéis que esconderme. Mireli pensó que aquello era la cosa más interesante que jamás había escuchado. Más adelante, el grupo se detuvo a un lado del camino para desayunar. Todos los gitanos rodearon a Dela, como si no pudieran creer que su presencia allí fuera

real. –¿De verdad, milady, que viene con nosotros? –preguntó uno de ellos–. La gente piensa

que eso es muy extraño. –Tienen que hacer que yo me parezca a ustedes –dijo Dela–. Quizá, si me pongo un

pañuelo sobre el cabello, nadie se fijará en mí. Una de las mujeres más viejas se echó a reír. –Haremos algo mejor que eso, milady. Después de comer un buen desayuno, en el que no faltaron los huevos que Dela les había

enviado, el grupo se puso en marcha. Fue entonces cuando la mujer que la hablara se subió al carro de Mireli. –Si usted está huyendo, milady –le dijo–, entonces tendrá que parecerse a una gitana. Le

voy a cambiar el cabello. –¿Cómo puede hacer eso? –preguntó Dela un tanto nerviosa. –Lo voy a teñir de negro –respondió la mujer. –No quiero teñirlo para siempre –dijo Dela–. Mejor será sí me lo cubro con un pañuelo. –Nosotras, las gitanas, utilizamos un tinte que se lava muy fácilmente –le indicó la mujer. Salió del carro y Dela se quedó esperando. Cuando fue a pedirle ayuda a los gitanos, jamás pensó que ninguna de las mujeres tenía el

cabello del color del oro. Sus ojos tampoco podrían ser nunca oscuros, como los de los romaní. Los suyos eran de un color azul muy oscuro, que en algunas ocasiones parecía morado. Dela los había heredado de su madre. La gente, a menudo, decía que jamás había visto ojos de aquel color. –Creo que la verdad es que provienen de mis antepasados –le había dicho su madre–. Y

nuestros cabellos rubios, seguramente, proceden de algún país que invadió Escocia en el pasado.

Cuando la mujer gitana regresó, llevaba consigo un perro. Era un spaniel de color café y blanco. Lo hizo echarse en el suelo. Acto seguido le pintó una de las manchas blancas con un líquido oscuro que portaba en una

taza. Dela la observaba con interés.

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Imaginó que aquél era el tinte que la mujer quería ponerle en los cabellos. Ciertamente, era muy amable al tomarse tantas molestias. Pero ella no quería tener los cabellos oscuros, como los romaní. Podrían pasar meses antes de que éstos regresaran a su color dorado natural. La gitana pintó de negro la mancha blanca del perro. Esperó a que se secara y dijo: –Esto está hecho de unas hierbas especiales que sólo conocemos los romaní. Lo utilizamos

cuando el cabello comienza a encanecer o pierde su brillo. Dela pensó que no había nada que pudiera decir. La gitana también permaneció callada. Luego puso su mano sobre la mancha oscura que pintara en el lomo del perro, pidiéndole a

Mireli algo de agua. Había una jarra cerca de su cama. Mireli vertió un poco de agua en un recipiente. La gitana humedeció una franela con el líquido. Y frotó la mancha del lomo del perro. Ante la sorpresa de Dela, el color oscuro desapareció de inmediato. La gitana se rió al ver la expresión en el rostro de Dela. –Milady cree que se trata de una magia gitana, pero se trata de una receta muy antigua de

los romaní. –¡Es maravillosa! –exclamó Dela–. Estoy segura de que ayudaría mucho si mi cabello se

vuelve negro. Entonces, nadie dudará que yo soy una gitana. Dela había estado pensando en su tío. Cuando se enterara de que los gitanos se habían marchado, a buen seguro que pensaría que

se encontraba con ellos. Aquello no se le ocurriría al duque. Pero lord Lainden era un hombre muy inteligente, a quien no era fácil de engañar. Y era posible que pensara en hacerla volver a casa. Enviaría a sus criados a buscarla. Pero estos no buscarían a una mujer de cabellos negros. Por lo tanto, estaría a salvo hasta que decidiera regresar. «Se que no tardaré mucho», pensó, «pero, al mismo tiempo, dispondré de tiempo para

meditar». Aquella idea la hizo estremecer, pues a su regreso Jason la estaría esperando. Pero no quería pensar en ello ahora. Dejó que la gitana le frotara el líquido oscuro en el cabello. Luego se miró en el pequeño espejo de Mireli. Pensó que ni su mejor amiga podría reconocerla. Sin lugar a dudas, era otra mujer. Dela no se daba cuenta de cómo los cabellos oscuros resaltaban la transparencia de su piel. A su madre siempre le habían dicho que tenía la piel como una perla. Dela se alegraba de haberla heredado. –Ahora se parece a una de nosotras –dijo Mireli. Las dos muchachas se sentaron a conversar. No habría oportunidad de pasar a otro carro hasta que entrara la tarde. Mireli le dijo que, cuando viajaban, por lo general sólo se detenían para desayunar. Después tomaban una comida abundante a las seis de la tarde. –La cocinamos sobre el fuego del campamento –le dijo–, y es mejor que pequeños bocados

sin sustancia. Dela se rió.

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Le gustaba la forma ligeramente pedante de hablar de Mireli. Sin duda, era porque trataba de imitar a Lendi, ahora que estaba recibiendo lecciones de

cómo leer el futuro. –Son muy interesantes –dijo Mireli cuando Dela le preguntó acerca de las lecciones de

Lendi–. Mañana, acompáñeme. Ella es muy inteligente y aprendió de la luna. Dela sabía que no había un cumplido más grande. Aunque los ojos le brillaron, no comentó nada. Como los gitanos disponían de buenos caballos, durante el día viajaron mucho más lejos de

lo que Dela hubiera imaginado. Es más, no se sorprendió cuando advirtió que habían salido de Hampshire y que se

encontraban en Wiltshire. Lo descubrió por los postes de señales. Sabía, por otra parte, que a los gitanos no les gustaba que les hicieran preguntas acerca de

ellos, ni a propósito de su idioma, sus creencias o a dónde iban ni de dónde venían. Dela pensó que aquello era producto de muchos años de persecución. Años de no saber qué ocurriría al día siguiente los hizo tremendamente reservados. Por lo tanto, no le preguntó a Mireli a dónde iban. La mujer que le había teñido los cabellos la visitó varias veces para saber si todo marchaba

bien. Piramus también la visitó antes de arribar al lugar donde pensaban pasar la noche. –¿Milady está contenta? –preguntó, como si le preocupara que no fuera así. –Estoy muy contenta, Piramus –respondió Dela–. Mireli ha sido muy amable conmigo, al

igual que Ellen. Aquél era el nombre de la mujer que le había teñido los cabellos. A Dela le sorprendió que tuviera un nombre inglés tan corriente. Mas recordó algo que su tío le había dicho cuando hablaban de los gitanos, y era que, al

llegar a Gran Bretaña, cambiaron sus nombres por otros ingleses, eligiendo los más comunes posible.

Así las cosas, había gitanos con apellidos tales como Smith, Brown, Lee y Davis. Algunas de las mujeres, igualmente, habían adoptado nombres de pila cristianos. Dela pensó que era una lástima que no fueran tan románticos como los suyos propios. Pero comprendía que eso les facilitaba el viajar por los campos. Por fin, se detuvieron para pasar la noche. Dela descubrió que lo habían hecho en una finca

parecida a la del duque. Cerca había bosques frondosos, por los que deseó poder pasear. Y, también, campos magníficamente cultivados, al igual que otros dedicados al pasto. Fue en uno de estos donde acamparon los gitanos. Y lo hicieron con una confianza que hizo que Dela supusiera que ya habían sido bien

recibidos allí con anterioridad. Había pensado buscar la señal que los gitanos siempre dejan en cualquier lugar donde

acampan. La misma indicaba a los demás gitanos si eran bienvenidos o no. Comentó aquello con Mireli y ésta se rió. Dijo que las señales que los gitanos se dejaban

los unos a los otros eran, efectivamente, muy importantes. –Una cruz pequeña –le informó a Dela– quiere decir que allí no dan nada, y dos líneas que

atraviesan a una vertical significa que los mendigos son mal recibidos. –¿Y qué quiere decir un círculo? –preguntó Dela. –Si está vacío, quiere decir que se trata de gente generosa y amable con los gitanos. Y con

un punto en el centro, muy generosa y más amable. Las dos se rieron.

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–Me parece una idea muy buena –comentó Dela. –Sobre todo, para aquellos que no hablan el idioma muy bien –añadió Mireli. Tan pronto como los carros se detuvieron, los hombres comenzaron a desenganchar los

caballos. Dela fue a ver a Lendi. Cuando entró en su carro, la vieja gitana, le extendió las dos manos. –Me dijeron que estaba con nosotros –le dijo–. Bienvenida, y que sea feliz y esté a salvo. –Estoy segura de que así será –repuso Dela, arrodillándose junto a la cama. Besó a Lendi y añadió: –Tenía miedo, de modo que me escapé, aunque también temía que usted se enojara

conmigo. Lendi negó con la cabeza. –No estoy enojada, milady. Yo sé que alguien le dijo que viniera a nosotros. –Es verdad –asintió Dela–. Pensé que había sido mi madre o las estrellas las que me

indicaron que con ustedes estaría a salvo. Lendi sonrió, como si estuviera muy satisfecha por lo que Dela le acababa de decir. Mireli entró en el carro. –Me pregunto si usted quisiera darme una clase mientras preparan la cena, abuela. –Sí –dijo Lendi–. Tenemos que prepararnos para cuando tengas que ocupar mi lugar. Dela sabía que se refería a que podría morir. Y quiso protestar. Pero decidió que era mejor dejar solas a las dos gitanas. Antes de que pudiera moverse, Lendi adivinó lo que iba a hacer y dijo: –No, quédese y escuche. Es bueno para usted que escuche. –Me encantaría hacerlo, si a Mireli no le importa –manifestó Dela. –Me gustará que esté con nosotras –señaló Mireli. Entonces, se sentó en la cama, ella lo

hizo en el piso. Lendi extrajo las cartas del tarot de debajo de su almohada. Se las entregó a Mireli y le pidió que le explicara qué quería decir cada una. Mireli hizo lo que le pedían, cometiendo muy pocos errores. Hablaban en inglés. Sólo de vez en cuando, cuando a Mireli le resultaba difícil encontrar la palabra adecuada,

ésta se expresaba en romaní. Dela estaba encantada cuando descubrió que podía entender mucho de lo que la muchacha

decía. Pensó decirle a los gitanos que le hablaran en romaní mientras estuviera con ellos. Aquello mejoraría su conocimiento del idioma. Mireli ya había recorrido todas las cartas. Entonces, Lendi puso ante ella una bola de cristal. –¿De verdad que puede ver imágenes en ella? –preguntó Dela. –Algunas veces –respondió Lendi–, y es importante que la persona cuyo futuro se está

adivinando lo crea así. Eso facilita el poder leer sus pensamientos, en lugar de contemplarlos en la bola.

Dela pensó que era una forma muy hábil de hacer que el cliente se concentrara. Y a Lendi le sería muy fácil leerle el pensamiento. Lendi todavía les estaba diciendo cosas muy interesantes a las dos chicas, cuando

anunciaron que la cena estaba lista. Las muchachas se apresuraron a bajar los escalones. Las llamas se alzaban muy alto en la hoguera. Dela vio cómo humeaba el gran caldero que colgaba por encima del fuego.

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Algunos de los miembros de la familia gitana ya estaban sentados en el suelo. Le sonrieron a Dela cuando se reunió con ellos. A la mayoría les llamó mucho la atención sus cabellos. En cualquier caso, todos la miraban con admiración. Y como tenían mucho apetito apenas hablaron mientras comían. El guisado, que a Dela le pareció de conejo y pollo, estaba delicioso. También se sirvieron patatas cocidas en su cáscara para acompañarlo. Y una excelente variedad de frutas puso fin a la cena. Inesperadamente, uno de los hombres comenzó a tocar el violín. Lo hizo en tono muy bajo, como para no molestar a nadie que estuviera cerca. A Dela le pareció que por allí no había ninguna casa, si bien estaba segura de que se

encontraban en una propiedad privada. No quiso preguntar directamente en que lugar se hallaban. O quién les había dado permiso para acampar en lo que se trataba de un campo particular,

rodeado por bellos bosques. Cuando se fue a la cama, todavía no sabía nada respecto a aquel lugar. Por lo tanto, era muy poco probable que su tío pudiera intuir hacia donde se habían

dirigido los gitanos. «Para mí, nada es mejor que el secreto en estos momentos», se dijo Dela. «Y si mañana hablo con Lendi, quizá ella pueda ayudarme a resolver los problemas que

aún puedan acosarme, por muy bien disfrazada que me encuentre...» Era una idea deprimente. Sin embargo, cuando Mireli apagó las velas, se quedó dormida de inmediato. El día siguiente se presentó muy caluroso. El sol hizo que los bosques se vieran aún más bellos que a la luz de las estrellas. Lo que Dela deseaba hacer más que ninguna otra cosa era cabalgar por ellos. Sin embargo, no estaba segura de si a los gitanos les estaba permitido hacerlo. Pensó que para Piramus podía resultar penoso tener que decirle que no montara si le

preguntaba algo al respecto. Entonces, cuando terminó de ayudar a Mireli a recoger el carro, fue a ver a Lendi. Ya se había enterado de que las otras mujeres se turnaban para cuidarla. La bañaban, le arreglaban los cabellos, le hacían la cama y le aseaban el carro. Los niños recogían flores silvestres para ella. A Dela le pareció que Lendi se veía mejor. Por otra parte, Dela sabía muy bien lo emocionante que resultaba la llegada de los gitanos

a una aldea. Lendi, vestida con sus mejores galas, recibía a los aldeanos y les decía su futuro. Ahora se encontraba envuelta en un precioso chal bordado. Sus cabellos oscuros estaban muy bien arreglados. Llevaba puestas algunas exquisitas joyas, que Dela pensó provenían de la India. –¡Está usted maravillosa! –exclamó la muchacha cuando entró en el carro. Lendi sonrió. –Espero a un visitante –comentó–. Y presiento que ya viene hacia mí. Dela sintió curiosidad. Pero una vez más pensó que no era prudente hacer preguntas. Y Mireli dijo de pronto: –Supongo que piensa en el marqués. Fue muy bueno con nosotros el año pasado. Los ojos de Dela se abrieron hasta lo indecible. Se preguntó quién podría ser aquel marqués y si ella lo conocería.

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Entonces, la voz de Piramus les llegó desde fuera. Dela advirtió que se encontraba en la base de los escalones. –Su señoría está en camino, Lendi –dijo Piramus–. Vi su caballo atravesando el bosque. A Dela le resultó imposible no preguntar con curiosidad: –¿Quién es el marqués al que están esperando? Supongo que nos encontramos en su

propiedad. –El marqués de Chorlton –respondió Lendi–. Un hombre muy amable con los gitanos.

Nosotros venimos todos los años. Dela trató de rememorar dónde había oído pronunciar aquel nombre. De alguna forma, le resultaba familiar, pero no podía recordar que su tío le hubiera hablado

de él. En algunas ocasiones, habían conversado acerca de los terratenientes de Dorset, Berkshire,

Surrey y Sussex, los condados lindantes con el de Hampshire. Dela sabía que su tío tenía bastantes amigos en Dorset. Y lo mismo en Berkshire. Pero no podía recordar a ninguno en Wiltshire. Todavía estaba pensando en el nombre, cuando Piramus informó desde los escalones: –Milord ha llegado. –¿Quiere usted que me vaya? –le preguntó Dela a Lendi. –No, quédese donde está –respondió Lendi de inmediato–, pero Mireli sí debe marcharse.

No quiero que él la conozca. A Dela aquello le pareció extraño. Sin embargo, Lendi era la persona más influyente del campamento, y hubiera sido inútil

discutir con ella. De modo que Dela permaneció sentada, tal y como estaba, sobre el piso y junto a la cama. Se escucharon voces abajo y, un momento después, un hombre penetró en el carro. Era muy alto y tuvo que bajar la cabeza para poder entrar. También era ancho de hombros y no se le podía negar una figura atlética. Entonces, cuando pudo verlo con claridad, Dela advirtió que era mucho más joven de lo

que ella imaginó. Había pensado que, al tratarse de un marqués y ser el propietario de aquellas tierras, sería

un hombre mucho mayor. Quizá de la misma edad de su tío. Pero el hombre que había entrado en el carro no llegaba a los treinta. Y era extremadamente bien parecido. El marqués se acercó a la cama y tomó la mano de Lendi. –Me ha entristecido mucho saber que está enferma –dijo con voz grave–. La he estado

esperando, pues necesito su ayuda. –Estoy siempre dispuesta a ayudar a su señoría –dijo Lendi–, y todos nos encontramos

muy contentos de hallarnos de regreso con usted. –Y yo me alegro más de lo que puedo decir al recibirlos –replicó el marqués–. Estuve

contando los días y tenía miedo de lo que se hubiera olvidado de mí. –Eso nunca lo haremos –manifestó Lendi–. Y, ahora, dígame cuál es el problema, milord. El marqués se sentó en el borde de la cama. Y miró por primera vez a Dela. Ésta se quiso levantar, pero Lendi extendió su mano. Era un ademán indicativo de que debía quedarse donde estaba. El marqués hizo un gesto vago. Y como si pensara que Dela no tenía importancia, comunicó: –Tengo un problema que sólo usted puede resolver, Lendi.

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–Dígamelo –le animó Lendi con voz suave. –Tengo una sobrina –dijo el marqués–, la hija de mi hermano mayor, el cual, como usted

sabe, murió hace cuatro años. –Recuerdo que fue el primer año que nosotros visitamos a su señoría –afirmó Lendi. –Así es –estuvo de acuerdo el marqués–. Alice era entonces una niña, pero quizá usted

recuerde que vino a verla, creo que en dos ocasiones. –Sí, la recuerdo. Era una niña muy bonita y yo le dije su futuro. –Esperaba que lo recordara –comentó el marqués–, pues es algo que quiero que haga otra

vez. –¿Por alguna razón importante? –preguntó Lendi. –Estaba seguro de que usted lo sabría antes de que yo se lo dijera; pero, sí, es por una

razón importante. Se trata de un problema muy complicado, el cual creo que usted es la única persona que lo puede solucionar.

–Dígamelo –pidió Lendi. –Al poco tiempo de nacer, el padrino de Alice le dejó a ésta una gran fortuna. Éste no tenía

hijos y quería mucho a mi hermano. Por lo tanto, nombró como su heredera a Alice, y poco después murió.

Dela escuchaba, intrigada por la narración. –Mi hermano pensó que sería muy peligroso que alguien supiera lo rica que era su hija, de

modo que lo mantuvo en secreto –continuó diciendo el marqués–. Sin embargo, después de la muerte de éste y de la de su esposa un año después, resultó ya imposible evitar que la gente supiera la verdad acerca de la fortuna de Alice.

Los ojos de Lendi estaban fijos en el marqués. Dela, que lo escuchaba, se dio perfecta cuenta de que éste estaba muy preocupado. Deseó que Lendi pudiera ayudarlo. –Alice tiene ya casi dieciocho años –prosiguió el marqués–, y el mes pasado fue

presentada ante la reina en el castillo de Windsor. Sin lugar a dudas, es la debutante más bonita de la temporada, pero, desafortunadamente, también la más rica.

–Sería un error hacerla infeliz –opinó Lendi. –Por el momento, eso a ella no la hace infeliz, sino a mí. Dela se preguntó por qué. Y como si hubiera hecho la pregunta al marqués, éste dijo: –Era inevitable que Alice se viera asediada por los cazafortunas. Y a pesar de que se lo

advertí, fue imposible mantenerlos alejados. –Los cazafortunas son listos y sin escrúpulos –dijo Lendi. –Y están decididos a adueñarse de su dinero –abundó el marqués. Su voz sonaba muy dura. –¿Hay uno en particular que le preocupa? –preguntó Lendi. –Sabía que usted me comprendería –contestó el marqués–. Sí, hay uno y,

desafortunadamente, a Alice le parece muy atractivo. No es extraño, ya que se trata de un joven muy bien parecido, locuaz y que le dice halagos que a otros hombres les resultaría imposible.

–¿Su señoría piensa que su sobrina quiera casarse con él? –preguntó Lendi. –Por supuesto que eso es lo que ella quiere –respondió el marqués–. Por eso, pienso que

usted es quizá la única persona que puede evitarlo. –¿Cómo piensa su señoría que puedo hacerlo? –inquirió Lendi. –Alice espera con mucho entusiasmo a que usted le diga el futuro –dijo el marqués–. Yo he

estado aguardando para dar una fiesta en la que usted leerá el porvenir de todos los presentes. Hizo un gesto con sus manos antes de añadir: –Usted habrá de tener mucho cuidado de que no sea muy obvio, ya que el hombre que

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corteja a Alice no es ningún tonto. –¿Cree usted que él pueda pensar que usted tiene alguna razón especial para invitarme a su

preciosa casa, milord? –preguntó Lendi. –Lo pensaría si fuera usted exclusivamente a ver a Alice –dijo el marqués–. Por eso,

daremos una fiesta para unos diez o quince jóvenes. Hizo una pausa y continuó: –Todos los que quieran que les lean el futuro, podrán pasar después de la cena a un salón

especial, donde usted les comunicará todas las cosas maravillosas que les van a suceder. –Si es que son maravillosas –comentó Lendi en voz baja. –¡Exactamente! –dijo el marqués–. Y yo sé que usted sabe muy bien que si Alice se casa

con alguien que lo hace sólo por su dinero, muy pronto se sentirá desilusionada, como la chica sensible que es.

–Comprendo, comprendo –murmuró Lendi–. Sin embargo, soy una mujer enferma, milord. No puedo separarme de la cama. Y, como usted dice, sería demasiado obvio si lady Alice viene aquí y yo le digo que está en peligro.

El marqués se llevó la mano a la frente. –Confiaba en usted –dijo–, ¿qué puedo hacer? –Tengo una idea –repuso Lendi, levantando un dedo–. Alguien puede tomar mi lugar y

hacerlo muy bien. Precisamente está aquí, escuchando lo que usted me ha dicho. Ella entiende que hay que salvar a lady Alice.

Señaló a Dela mientras hablaba. El marqués la miró y Dela no supo qué hacer. Y cuando su mirada se encontró con la del marqués, las palabras que estuvo a punto de

decir murieron en sus labios. Por alguna razón que no entendía supo que tenía que ayudarlo. Quizá fuera muy difícil, quizá casi imposible, mas tenía que hacerlo.

Capítulo 5 Cuando el marqués se marchó, después de darle las gracias a Lendi por ayudarlo, se llevó

la mano de Dela a los labios. Dela pensó que aquél era un gesto muy amable de su parte. Y se dio cuenta de lo mucho que Lendi lo valoraba. Cuando, por fin, quedaron a solas, Dela preguntó: –¿Cómo puede usted decir que yo iré en su lugar? Estoy segura de que Mireli lo haría

mucho mejor. Lendi negó con la cabeza. –No, milady. Usted vivía en una casa grande y conoce gente importante. Mireli todavía no

sabe nada al respecto. Es muy diferente que decirles el futuro a los aldeanos. Dela vio cierta lógica detrás de aquellas palabras. Sin embargo, al mismo tiempo, sintió miedo. –¿Pero cómo es posible que yo pueda predecir el futuro como lo hace usted? –preguntó. –Léale los pensamientos –dijo Lendi. Dela permaneció en silencio. Sabía que en algunas ocasiones era capaz de leer los pensamientos de otras personas. Mas sería muy diferente con desconocidos. Como si supiera lo que Dela estaba pensando, Lendi dijo: –Todos los jóvenes buscan el amor. Ellos mirarán a la bola de cristal. Y a usted le será fácil

saber qué es lo que quieren.

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–Haré, en ese caso, lo que pueda –dijo Dela. Quería negarse. Pero imaginó que sería una descortesía hacia Lendi. Además, sería como mostrarse desagradecida. Los gitanos le habían permitido escapar con ellos sin pronunciar una palabra de protesta. ¿Cómo se iba a negar a hacer lo único que ellos le pedían? Juntando las manos, Dela dijo: –Déme una clase. Enséñeme cómo. Por favor, por favor. –Lo haré –le prometió Lendi–, pero no hay prisa. La luna te ayudará mejor que yo. Dela quiso rebatir aquello, mas pensó que no era procedente. Lo único que podía intentar hacer era aprender en dos días lo que a Lendi le había costado

toda una vida. No obstante, adivinar el futuro también era innato en ella. Y un poco más tarde se quedó encantada cuando, al salir del carro, Piramus le dijo: –Cuando se marchó su señoría, dijo que, si lo deseaba, podía montar por el bosque. –¿Eso dijo? –exclamó Dela, muy sorprendida–. Pero, ¿por qué? –Él vio a Apolo –explicó Piramus–. Su caballo se ve diferente a los nuestros. Su señoría

preguntó dónde lo había obtenido y yo le respondí que Apolo era suyo. Ahora, vaya a cabalgar por el bosque y los campos.

–No lo puedo creer –se excitó Dela–, pero voy a montar de inmediato, antes de que su señoría cambie de parecer.

–Su señoría no lo hará –dijo Piramus con una sonrisa. Como estaba tan emocionada ante la idea, Dela no se cambió de ropa. Ensilló a Apolo y se dirigió al bosque. Pensó que era tan maravilloso, a su manera, como el bosque del duque, al que ella siempre

consideró como suyo. Los conejos y las ardillas lo poblaban. Cuando hubo cabalgado durante un buen rato, por fin encontró un estanque. Era como el que ella solía visitar cuando se encontraba en su casa. En realidad, era algo más grande y estaba rodeado de árboles, lo cual le imprimía un cierto

misterio. Pero también lo circundaban muchas flores. Dela se imaginó a las ninfas saliendo del agua para buscar la luz del sol. Estaba fascinada con el estanque. De regreso, vio la casa del marqués por primera vez. No se hallaba muy lejos, sobre un terreno alto. Era muy grande, pero no tanto como la del duque. De todos modos le pareció más atractiva. Supuso que había sido construida alrededor de 1750 y, probablemente, diseñada por. los

hermanos Adam. El estandarte de marqués ondeaba sobre el edificio principal. De pronto descubrió entre la casa y el bosque una gran extensión de agua. Pensó que era un lago artificial, pero no estaba segura. Vio que en el centro del mismo había una fuente que arrojaba agua hacia el sol. «Me encantaría verla de cerca», pensó Dela. «Quizá tenga la oportunidad de hacerlo

cuando vaya a la casa a decir la fortuna». Supuso que también le encantaría ver la casa en sí. Estaba segura de que estaría repleta de tesoros, al igual que Wood Hall. Desensilló a Apolo con la ayuda de uno de los gitanos. Y entró en el carro de Lendi.

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–¿Milady dio un buen paseo? –preguntó ésta. –Fue increíblemente bello –respondió Dela. –Llegó un mensaje mientras usted estaba afuera –dijo Lendi–. La fiesta será el jueves. O

sea, pasado mañana. –Es obvio que su señoría tiene mucha prisa –señaló Dela. –En efecto –dijo Lendi. Dela volvió a pensar que había escuchado el nombre del marqués con anterioridad, pero no

podía recordar dónde. Aquella noche, después de terminada la cena, todos se sentaron alrededor del fuego. Y volvió a sonar el violín. Las estrellas llenaban el firmamento. La luz de la luna iba en progresión y los árboles del

bosque se intuían oscuros y misteriosos. «Nada podría ser más romántico», pensó Dela. Todo era tan bello, que incluso tenía miedo de que fuera sólo parte de sus sueños, los

cuales podrían desaparecer sin ninguna explicación. Pero todo seguía allí a la mañana siguiente. Cuando Dela miró por el ventanal, supo que lo que más deseaba hacer era montar a Apolo. Como pensaba cabalgar lejos, se puso el traje de montar. Dado el calor que hacía dejó en el carro la chaquetilla. Se alejó del campamento, vistiendo la bonita blusa de encaje, y sin sombrero. Antes, vio que había huevos frescos para el desayuno. Le informaron que habían sido enviados por el marqués. También observó gran cantidad de frutas y hortalizas. –Su señoría es muy generoso con ustedes –le dijo Dela a Piramus. –Al igual que su tío –repuso Piramus–, y nosotros le estamos muy agradecidos. Cuando

nos marchamos de un lugar Lendi bendice a quienes se portan bien con nosotros. Y estamos seguros de que encontrarán la felicidad antes de que regresemos.

Dela deseó que tuviera razón. Pero no podía ver la felicidad para sí misma si tenía que casarse con Jason. No le había comentado a Lendi lo asustada que estaba. Tampoco deseaba hablar acerca de ello. E, igualmente tenía miedo de mirar hacia el futuro. Quizá Lendi viera que era su destino el casarse con Jason, aunque ella lo odiara. «No me voy a apresurar», se dijo Dela por enésima vez. «Debo tener tiempo para pensar». Estaba buscando la forma de escapar definitivamente. Pero, su pavor era tanto, que, por el momento, ni siquiera quería pensar en sus problemas. Se alejó cabalgando. Ninguno de los gitanos se ofreció para acompañarla. Sin duda, eran conscientes de que Dela deseaba estar sola. «Los gitanos me comprenden», se dijo la muchacha. Y sabía que era porque podían leer sus pensamientos sin que los expresara en voz alta. Quizá no sólo Lendi, sino también cualquiera de ellos podría decirle exactamente lo que

iba a suceder. Pero tenía tanto miedo, que no lo quería saber. Por el momento lo único que deseaba era ser feliz con las ninfas y con todas las demás

criaturas misteriosas que ella imaginaba que habitaban en el bosque. Dela sabía que los gitanos creían firmemente en las hadas. Hasta aseguraban que algunas de ellas adoptaban la forma humana, si bien se mantenían

inmortales. El bosque le pareció más encantador que el día anterior.

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Condujo a Apolo a lo largo de los senderos hasta llegar al estanque. Cuando se acercó a éste, el sol penetró por entre la frondosidad de los árboles. Ello hizo que el agua brillara como si hubiera algún tesoro iluminándola. Sujetó las riendas de Apolo de forma que éste no pudiera enredarse con las mismas. Y lo dejó vagar de igual modo a como pensaba hacerlo ella. Antes, se detuvo entre los iris y se quedó observando el agua. Entonces, y de manera inesperada, escuchó el sonido de un caballo. Procedía del camino que llegaba desde el otro lado del estanque. Unos segundos más tarde, el marqués apareció por entre los árboles. Se quedó mirando a Dela. Y al igual que lo había hecho ella, desmontó. Igualmente, sujetó las riendas y dejó libre a su caballo, para que se reuniera con Apolo. –Pensé que me la encontraría aquí –dijo el marqués mientras se acercaba a ella. –¿Por qué pensó eso? –preguntó Dela. –Porque estaba seguro de que es aquí donde debía estar –respondió el marqués–, deseando

ver las ninfas en el fondo del estanque. Dela lo miró, sorprendida, antes de decir: –Creo que usted... me está leyendo... los pensamientos. El marqués sonrió. –Me doy cuenta de que ésa es su prerrogativa; pero cuando la vi ahí, por un momento

pensé que era una ninfa. Dela se rió. –Ahora me está adulando. Eso es lo que me gustaría ser para nadar hasta el fondo de este

maravilloso estanque, y ahí me quedaría. –Y si hiciera eso, ¿qué le ocurriría a todos sus admiradores? –preguntó el marqués–. Los

dejaría usted con el corazón roto. Dela volvió a reír. –Como no existen, no tengo por qué preocuparme. –¿De verdad espera que yo crea eso? –insistió el marqués. Dela se encogió de hombros. –Pues es la verdad. Y si necesito a un compañero, me siento muy a gusto con Apolo. –Supongo que aquél es Apolo –dijo el marqués–. Y en estos momentos se encuentra

conversando con Juno. –¿Es eso cierto? –preguntó Dela. –Así es. Y al igual que usted, yo prefiero la compañía de Juno a la de cualquier mujer de

las que he conocido. –No esperará que yo crea eso –comentó Dela. –¿Por qué no? Dela se apartó de los iris y se dirigió hacia un árbol caído junto al estanque. Podía servir como un muy cómodo asiento. Sin realmente pensar en lo que estaba haciendo, Dela se sentó y el marqués se le unió. Al hacerlo, dijo: –Le aseguro que yo tengo mucho cuidado de no pedirle a Lendi que me diga el futuro.

Estoy seguro de que me encontraría una esposa adecuada, y me temo que sus predicciones resultarían todavía más positivas que las de mis parientes.

Dela, nuevamente, no pudo contener la risa. –Comprendo que ellos quieran que usted se case y se asiente, cuando es el propietario de

un bosque tan bello como éste y de su caballo, al que veo a lo lejos. Mientras hablaba, Dela estaba pensando que aquello era lo que el duque quería también

para Jason.

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Aunque éste se había casado, su matrimonio resultó un desastre. El solo hecho de pensar en él la disgustaba tanto, que se estremeció, y el marqués lo

advirtió. –¿Qué la asusta? –¿Cómo sabe que... estoy... asustada? –preguntó Dela. –Eso no se lo puedo responder –comentó el marqués–, pero sé que tengo razón. Y aunque

usted parece tratarse de una de las ninfas y debiera ser muy feliz, en realidad tiene miedo. –Tiene usted... razón –dijo Dela–, pero no deseo... hablar de... eso. Repentinamente, pensó que era extraordinario que un desconocido pudiera saber tanto

acerca de ella. Ahora, cuando miró al marqués, se dio cuenta de que era en extremo bien parecido. Sospechó que su familia estaría decidida a que se casara lo antes posible. –Tiene usted razón –dijo el marqués, leyéndole los pensamientos una vez más–, pero yo

estoy decidido a disfrutar de la vida a mi manera. Usted, como gitana que es y que siempre ha ignorado los convencionalismos, comprenderá mis sentimientos mejor que nadie.

–Por supuesto que... lo entiendo –estuvo de acuerdo Dela–. Usted no deberá casarse, a menos que, como dice Lendi, obedezca a su corazón y sea inevitable.

El marqués sonrió. –Eso es exactamente lo que pienso hacer. Por lo tanto, fui muy claro al decir que

cualquiera que insista en hablar acerca de mi futuro no volverá a ser invitado a Chore Court una segunda vez.

–Y ellos se limitarán a hablar de ello a sus espaldas –dijo Dela, riendo. –No cabe duda de que así será –replicó el marqués–. Y por supuesto que seguirán haciendo

desfilar a las jovencitas delante de mí, como si fueran caballos en una feria. Se expresó casi con enojo, pero Dela se rió. –Lo veo con toda claridad –comentó–. Y naturalmente que usted resulta un trofeo

irresistible para cualquier debutante ambiciosa. Después de haberlo dicho pensó que aquello era algo que una gitana nunca hubiera

comentado. Por ello, y antes de que el marqués pudiera replicar algo, añadió: –Pero no debo retener a su señoría, pues quizá tenga alguna cita. –Mi única cita es con mis bosques –señaló el marqués–, y estoy encantado de que usted los

disfrute. A Dela le llamó la atención el hecho de que, después de que ella manifestara sus

intenciones, él la hubiera ido a buscar. Sin embargo, aquello era algo que no le podía decir al marqués, por lo que le comentó: –No puedo decirle lo agradecida que le estoy, milord. Como usted se habrá dado cuenta, el

bosque significa mucho para mí, y siempre me gusta pasear por él, ya sea que me sienta feliz o preocupada.

–En estos momentos, está preocupada –adivinó el marqués. Dela sintió que no venía al caso fingir. –Sí, lo estoy –afirmó–, pero no quiero admitirlo. –Me parece que lo que usted desea es estar a solas con las hadas y los duendes. Sin

embargo, quizá también quiera conocer a mis caballos. Los ojos de Dela se iluminaron. –¿Lo dice en serio? ¿Es una invitación? –¿Si le interesa? –Por supuesto que sí. –Entonces, vaya a mis caballerizas. Cuando vi su caballo pensé que usted no estaría

montando un animal tan fino si no fuera porque, como para la mayoría de los gitanos, su

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caballo es más importante para usted que cualquier cosa. –Lo único que puedo decirle, milord, es que me sentiré muy honrada de poder admirar los

animales que su señoría tiene en las caballerizas. Dela trató de hablar como ella pensó que lo hubiera hecho una gitana. El marqués se levantó y los dos caminaron hacia donde los caballos pastaban a la sombra

de los árboles. Dela silbó y Apolo acudió hacia ella. El marqués no dijo nada. Se limitó a levantarla y a colocarla en la silla. Dela, inesperadamente, sintió un ligero estremecimiento. Pero no de temor, sino que se trató de algo que ella no comprendió, porque nunca antes lo

había experimentado. El marqués seguía callado. Entonces, se dirigió hacia Juno y lo montó. Había un camino que salía del bosque y que comenzaba cerca del estanque. Cuando estuvieron en un campo abierto, los dos rompieron a galopar en silencio. Por alguna razón que no podía explicarse, Dela quería ganar al marqués. Había pensado que, como Juno era una yegua, no podría con Apolo. Sin embargo, el marqués montaba muy bien. Es más, mejor que cualquier hombre que ella hubiera visto hacerlo. Cuando llegaron al final del campo, él marchaba apenas medio cuerpo por delante de ella. Habían corrido muy aprisa y a ella le brillaban los ojos. Cuando los caballos se detuvieron, Dela dijo: –Ha sido muy emocionante y me parece que Juno es un animal muy hermoso. –Al igual que Apolo –replicó el marqués–, y ninguna diosa lo hubiera podido montar

mejor ni con más gracia. –Gracias –sonrió Dela–. Eso es exactamente lo que a Apolo le gusta escuchar. –¿Y a su dueña? –preguntó el marqués. –Ella también le está muy agradecida a su señoría. Dela habló con humildad, como pensó que lo hubiera hecho una gitana. Y el marqués volvió a guardar silencio. Sin embargo, por el brillo de sus ojos, Dela supo que sonreía para sus adentros. «Debo tener mucho cuidado», se dijo. «Él debe creer que soy una de las gitanas del grupo

de Piramus, y nada más». De pronto, sintió miedo de que pudiera pensar otra cosa y lo comentara. De alguna forma, el duque podría adivinar a dónde se había dirigido. Y la exigiría que regresara a casa para que pudiera entrevistarse con Jason. Todo aquello parecía un tanto exagerado, pero no por ello dejaba de ponerle nerviosa. Cuando corrieron, se habían apartado ligeramente del camino. Ahora lo tomaron para dirigirse hacia la casa. Ya cerca de ella, Dela pudo ver un hermoso jardín lleno de flores. Y también admiró un lago natural, que se hermanaba con el artificial más allá de la

mansión. Era el que tenía la fuente en el centro. Dela miró en torno a sí. Estaba intrigada e interesada en la casa y sus alrededores. –Chore Court ha pertenecido a mi familia desde el reinado de Enrique VI –explicó el

marqués, como si ella le hubiera hecho la pregunta–. El edificio original se quemó durante el reinado de Jorge III y fue reconstruido por los hermanos Adam.

–Eso fue lo que pensé –dijo Dela–. Eran unos arquitectos tan brillantes, que su trabajo

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puede reconocerse desde lejos. Una vez más pensó que había sido inoportuna. Aquello era algo que una gitana nunca hubiera dicho. Sin embargo, el marqués no hizo ningún comentario. Se limitó a mostrar el camino hacia la parte posterior de la casa, donde se encontraban las

caballerizas. Una sola mirada le indicó a Dela que eran tan modernas como las del duque. Y entraron a ellas. Los caballos del marqués podían rivalizar perfectamente con los que ella había estado

montando hasta entonces. Pasaron de establo en establo. El marqués explicó por qué había adquirido cada caballo en particular. A su manera, cada uno era único. Por su forma de hablar y por el tono de su voz, Dela se dio cuenta de lo mucho que los

caballos significaban para el marqués. Entonces pensó que así era como un hombre debía sentir. No como lo había hecho Jason, desperdiciando el tiempo y el dinero con mujeres de mala

fama en París. Cuando llegaron al último establo, el marqués dijo: –Ahora comprenderá usted por qué mis parientes piensan que yo estoy casado con Juno, a

quien acaba de conocer. Se echó a reír y continuó: –También prefiero mis caballos a eso caballeros que esperan que yo juegue a las cartas y

apueste grandes cantidades en White's. –Tiene usted razón, y estoy de acuerdo –dijo Dela–. Sólo espero que sea usted lo

suficientemente sensato como para poder resistir las tentaciones y las trampas que le van a tender de cuando en cuando.

–Casi a diario –afirmó el marqués–; pero, hasta ahora, he logrado escapar. –Y es lo que debe seguir haciendo –indicó Dela. –¿Ésa es su opinión, o una predicción? –preguntó el marqués. –Ambas cosas –respondió Dela–. Sin embargo, supongo que el verdadero problema se va a

presentar cuando su heredero tenga cuatro patas. –Eso sí que va a ser un problema –estuvo de acuerdo el marqués–, si es que me caso con

Juno. También Calígula hizo senador a su caballo. Entonces, los dos rieron. Al mismo tiempo, Dela esperó que a él no le pareciera extraño que una gitana supiera

quien había sido Calígula. Y cuando abandonaron las caballerizas la muchacha dijo: –Mil gracias por haberme mostrado sus caballos y por permitirme pasear por su bosque.

Creo que ahora debo regresar al campamento. –La veré mañana por la tarde –dijo el marqués–. He preparado un lugar especial en una

habitación junto al salón, donde se verá usted muy misteriosa. El marqués sonrió antes de añadir: –Será imposible que los jóvenes no escuchen con atención lo que usted les tiene que decir. –Sé que su sobrina se llama Alice –señaló Dela–. ¿Pero cómo se llama el hombre a quién

usted califica como un cazafortunas? –Su nombre es Cyril Andover –respondió el marqués. –¿Habrá alguien en el grupo con quien a usted le gustaría que se casara su sobrina?

preguntó Dela. El marqués pensó por un momento.

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–Hay un joven muy agradable –respondió al fin–. Es el vizconde Huntingdon. Creo que, si lo motivamos, él le pediría a mi sobrina que se casara con él. Y el muchacho no sólo es el heredero de un condado, sino que también es muy rico, así que no la estaría pretendiendo por su dinero.

–Eso ayuda mucho –dijo Dela–, y le prometo que haré cuanto pueda para evitar que su sobrina lleve a cabo un matrimonio desastroso.

Se expresó con gran intensidad y entonces se dio cuenta de que el marqués la miraba con curiosidad.

De modo que dijo: –Debo regresar al campamento. Se alejó del marqués en dirección a Apolo, al que sostenía uno de los mozos de cuadra. El marqués la levantó hasta la silla. Y Dela tomó las riendas. –Gracias una vez más, milord, por una mañana tan interesante. He disfrutado cada

momento. –También yo –replicó el marqués–. Hasta pronto, Dela. Ahora estoy seguro de que no me

fallará mañana por la noche. Dela le dirigió una sonrisa más bien tímida y se alejó. Sin volverse, estaba convencida de que el marqués la miraba fijamente. Y tuvo la extraña sensación de que una vez más escapaba. Pero no tenía la menor idea de por qué huía del marqués. Algo en su interior le decía que estaba pisando un terreno peligroso. Tenía la sensación de que los ojos del marqués le taladraban la espalda. Y sólo cuando salió del jardín sintió que realmente lo había dejado atrás. «Es muy inteligente y comprendo por qué no se quiere casar», se dijo. Una vez más estaba pensando en Jason. Cualquier mujer que se casara con él no podría por menos que ser muy infeliz. «¡No puedo... casarme con él! ¡No... puedo!», se dijo para sí. Estaba asustada, con un miedo que resultaba tan doloroso como si le hubieran atravesado

el corazón con una daga. Al fin llegó al campamento. Piramus la estaba esperando. –Tuve una mañana maravillosa –le comentó–. Y vi los caballos de su señoría, que son

maravillosos. –Eso tengo entendido –replicó Piramus–. Yo los he visto en los pastizales y cuando los

monta su señoría, pero nunca me han invitado a las caballerizas. Dela pensó que aquello resultaba ciertamente penoso y dijo: –¿Lendi está despierta? –La está esperando –respondió Piramus. Y tomó las riendas de Apolo. Dela le dio las gracias y se apresuró a subir los escalones del carro de Lendi. –Me enteré de que salió usted temprano –le dijo la anciana cuando ella se le acercó. –Salí a montar, porque es maravilloso pasear por el bosque –respondió Dela–. Me encontré

con el marqués y me llevó a sus caballerizas para que viera sus caballos. Lendi asintió. –Eso mismo pensé que estaría haciendo –aseguró. Dela se sentó sobre el suelo. –Fue muy extraño –comentó–, mas me pareció que podía leer sus pensamientos. Ya antes

había podido leer los de otras personas, pero nunca con tanta claridad y exactitud. –Su señoría es un hombre muy inteligente –señaló Lendi.

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–Lo sé. Me estuvo diciendo que está decidido a no casarse. Parece difícil de creer, pero yo también pienso que está mucho mejor solo.

–Él espera encontrar su estrella, al igual que usted –dijo Lendi. –Eso es lo que deseo que ocurra –repuso Dela–, aunque quizá sea algo que nunca

encontraré. –La encontrará –dijo Lendi con calma. Dela pareció no comprender. Jason la estaba esperando. Pasados dos o tres días, tendría que regresar a su casa. Los gitanos no la iban a tener con ellos para siempre. Por mucho que se opusiera mentalmente a hacerlo, físicamente tendría que ayudar a su tío. Si no, muy pronto los dos habrían de enfrentarse a la venganza del duque. Dela no dijo nada, pero Lendi murmuró: –Confíe en su estrella. Siga a su corazón. –¿Cómo puedo seguir a mi corazón? –preguntó Dela casi molesta–. Éste no sabe en qué

dirección ir. Aparentemente sólo hay una salida de este problema. Lendi sonrió. –Confíe en la luna. Si no lo hace, las cosas saldrán mal. Dela sabía que Lendi creía en cada palabra que pronunciaba. Pero ella, por mucho que prolongara su ausencia, finalmente tendría que regresar. Quizá para fines de la semana. Y aún eso pensaba que le iba a parecer demasiado tiempo al duque. Una vez más, Dela se preguntó con desesperación qué podía hacer. Permaneció en silencio hasta que se dio cuenta de que Lendi se había quedado dormida. De modo que salió de puntillas del carro y se dirigió al de Mireli. Esta no se encontraba en él. Pensó que se encontraría con las demás mujeres. Las gitanas estaban preparando una comida ligera para el mediodía. «Esta noche le voy a pedir al hombre que toca el violín que interprete algo para bailar»,

pensó Dela. «Entonces, quizá Mireli lo haga alrededor del fuego, ya que mañana por la noche yo no estaré aquí».

Aquello era algo que ella no esperaba con placer. Iba a ser difícil no cometer algún error. Y todavía más difícil satisfacer al marqués en sus pretensiones. Comprendía que él deseara liberar a su sobrina de un cazafortunas. Pero no veía necesario que ella tomara parte en la trama. Ya tenía su propio problema, y muy serio. «Estoy siendo muy egoísta», pensó. «Sin embargo, todo me parece demasiado cuando yo

me encuentro en mi situación. Es más, me resulta casi imposible pensar en otra cosa». Tomó los alimentos que las gitanas habían preparado para la comida. Todo era muy informal. Los hombres no se molestaban en sentarse. Comían de pie o mientras cepillaban a los caballos. Más tarde, las mujeres se fueron a la aldea. Llevaban consigo las canastas de mimbre, los ganchos para la ropa y otras cosas para

vender. Dela se encontró sola. Sin pensárselo más, montó en Apolo y se dirigió hacia el estanque del bosque. Acababa de llegar, cuando vio que el marqués se acercaba por la otra vertiente. Detuvo a Apolo y esperó a que él se le reuniera.

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–Estaba seguro de que la encontraría aquí –dijo el marqués–, y tengo algo que proponerle. –¿De qué se trata? –preguntó Dela. –Mi sobrina y los demás invitados han salido y estarán fuera toda la tarde. Pensé que quizá

le gustaría ver la casa. –¡Me encantaría! –exclamó Dela. –Estaba seguro de que le iba a interesar –manifestó el marqués–, sobre todo las pinturas de

caballos. Tengo una colección que fue iniciada por mi padre, y a la cual yo he añadido bastantes cuadros.

–Pinturas de Stubbd, Herring, Ferneley y Pollard –dijo Dela. El marqués se rió. –Estaba convencido de que usted los iba a conocer, aunque no sé cómo sabe tanto

tratándose de una gitana. –Quizá sea por lo mucho que viajamos –indicó Dela de inmediato–. Es por ello por lo que

acumulamos en nuestras mentes mucho más que la mayoría de la gente. –Y, sobre todo, mucho más que cualquier persona de su edad a quien yo haya conocido

antes –apuntaló el marqués. Dela no hizo comentario alguno. Avanzaron un poco más en silencio hasta que el marqués dijo: –Quizá usted parezca una gitana, pero no habla como ellas. Dela ya había pensado en una respuesta para aquello. –Yo tuve la suerte –dijo– de haber sido cuidada y educada por alguien que quería

adoptarme. Mientras hablaba pensó que sería difícil rebatir sus palabras. –Ésa es una buena explicación –replicó el marqués–. Y por supuesto que eso la hace

sobresalir entre los gitanos, incluyendo los muy inteligentes, como Lendi. –Lendi y todos los demás gitanos prefieren expresarse en su propio idioma. Por lo tanto, no

se toman la molestia de hablar el mismo inglés que hablamos usted y yo. –Usted es la excepción a la regla –dijo el marqués–, pero todavía se me hace extraño que

sepa tanto y que hable tan bien. –Entonces, debe ser consciente de que, como los gitanos proceden del este, especialmente

de la India y Egipto, naturalmente creen en la rueda del renacimiento o, si lo prefiere, en la reencarnación.

–¿Tiene usted alguna idea de lo que fue en su última vida? –preguntó el marqués. –Lo que haya sido no lo sé. Lo que sé es que he regresado en la forma de una gitana

común. Dela habló a la ligera. Aquella era una conversación bastante difícil, ya que no quería que el marqués sospechara

en lo más mínimo que no decía la verdad. –Yo no diría una gitana común, sino, más bien, en una muy extraordinaria, a quien

encuentro muy interesante. –Si me está poniendo bajo un microscopio –dijo Dela–, me voy a alejar y no ayudaré

mañana por la noche. En realidad, no quiero que sienta curiosidad por mí, ni que me lea los pensamientos.

–Tiene que darse cuenta de que está pidiendo lo imposible –protestó el marqués–. Usted me ha intrigado desde que la vi por primera vez, sentada en el piso del carro de Lendi.

Hizo una pausa y continuó: –Me parece intrigante y divertido descubrir que es usted tan diferente a lo que yo había

esperado. –Quizá lo que usted había esperado es lo que yo consideraría como un tanto burdo y poco

halagüeño –dijo Dela–. Le sugiero que cambiemos el tema, milord.

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–Por supuesto –estuvo de acuerdo el marqués–. No tengo la menor intención de preocuparla; pero antes de permitirme decirle que la encuentro tan difícil de explicar como las ninfas del estanque o el fantasma que han visto mis antepasados durante los últimos trescientos años.

–Entonces, eso lo explica todo –comentó Dela con satisfacción–. Yo soy un fantasma que ha venido del pasado, no para asustarlo, sino para ayudarlo. En realidad, debía usted estar muy agradecido.

Capítulo 6 A la mañana siguiente, Dela no se sentía disgustada, sino más bien un tanto desilusionada.

Había llegado un mensaje de Chore Court, comunicando que nadie debía cabalgar por el bosque aquel día.

No lo había pensado antes, pero comprendió que el marqués obraba muy sensatamente. Sería un error que ella o cualquiera de los gitanos fueran vistos antes de la fiesta. Tal y como el marqués lo dijera, si su sobrina no sospechaba, quizá el cazafortunas sí. Era un día muy bonito. Dela deseó poder galopar sobre Apolo, pero estaba prohibido. Sin embargo, tenía mucho que hacer en su última lección con Lendi. Sostuvo la bola de cristal en sus manos. Repasaron todas las cosas que ella podría presentir que el hombre o la mujer ante ella

pudieran estar pensando. –No hay prisa –dijo Lendi–. Espere. Las estrellas le darán la respuesta. –Espero que tenga razón –suspiró Dela–, y que escuchen mi oración, no me olviden. –Eso no ocurrirá –afirmó Lendi con seguridad. El lacayo que había llevado el mensaje respecto al bosque también le informó a Piramus

que un carruaje iría a buscar a la adivina a las ocho de la tarde. Al principio, a Dela aquello le pareció un tanto extraño. Imaginaba que la cena comenzaría a aquella hora. Mas cuando lo pensó más detenidamente, comprendió que el marqués le estaba dando

tiempo. Primero, para que se acomodara en la estancia que había preparado para ella mientras los

invitados se encontraban en el comedor. Eso también quería decir que nadie la vería con anterioridad. Sería una equivocación que alguien lo hiciera hasta que ella estuviera lista para recibir a

aquellos que deseaban conocer qué les aguardaba en el futuro. No se sorprendió cuando Lendi le pidió que se vistiera temprano. Se aseó en el carro de Mireli. Luego, llevando sólo su bata de noche, se pasó al de Lendi. Antes que nada, por instrucciones de Lendi, Mireli y Ellen le maquillaron la cara. Le acentuaron la sombra de los ojos, haciéndolos parecer más grandes de lo que ya eran. Le oscurecieron las pestañas. También le pusieron polvo, rubor y color en los labios. Aquello era algo que Dela nunca antes había llevado en el rostro. Cuando se miró al espejo, pensó que hasta a su tío se le hubiera hecho difícil reconocerla. No se veía en lo más mínimo como una chica de sólo dieciocho años. Fue entonces cuando vio la ropa que debía llevar. Le dijeron que eran las mejores de Lendi.

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El vestido era de una seda dorada muy fina, que brillaba con cada movimiento que hacía. Encima del mismo iba un velo de gasa, que caía desde la cabeza a los pies, quedando

sujeto por una banda de oro que tenía en el centro un emblema extraño. Le dijeron que había pertenecido a una famosa adivinadora hindú. Dela ya había visto algunas de las joyas hindúes de Lendi. Ahora, todo cuanto la anciana poseía estaba a su disposición. Había un collar formado por piedras pequeñas que enmarcaban un diseño exquisito, así

como una pulsera, aretes y anillos que le hacían juego. Cada pieza le parecía a Dela más bella que la anterior. Y cuando las tuvo todas puestas, se sintió como una princesa. Una vez completamente vestida, Dela estaba tan emocionada como una debutante que iba a

su primer baile. Aquello era toda una aventura. Se miró en el espejo. Dela pensó que sería imposible que alguien la reconociera. Y el carruaje llegó. Se trataba de un carruaje cerrado, tirado por dos caballos, y todos los gitanos salieron a

despedirla. –Buena suerte. Las estrellas estarán a su lado –dijo Piramus cuando la ayudó a subir al

carruaje. Hubo una exclamación cuando los caballos se pusieron en marcha. Dela sabía que los gitanos agitarían sus manos hasta que el coche desapareciera de su vista.

Estaba deseando llegar a la casa. Pero, al mismo tiempo, no pudo evitar sentirse nerviosa. Sería espantoso si cometiera un error y decepcionara al marqués. Y mientras recorrían la avenida de entrada, elevó una pequeña oración. No a la luna ni a las estrellas, sino a su propio Dios y a los santos a quienes sus padres

siempre rezaron. El frente de la casa estaba iluminado por enormes antorchas colocadas a ambos lados de la

puerta. Una alfombra roja discurría sobre los escalones de la entrada. Cuando Dela los subió, vio a dos lacayos esperándola en el vestíbulo. Sin duda alguna, los demás criados y el mayordomo estarían en el comedor, sirviendo la

cena. Pensó que si el marqués deseaba que nadie la viera llegar, debería haber entrado por una

puerta lateral. Pero nadie la vio cuando atravesó el vestíbulo y avanzó a lo largo de un pasillo muy

amplio. Caminó despacio, pues quería admirar las pinturas que colgaban de las paredes, ya que el

día anterior, al final, no visitó la casa, pues tenía que volver al campamento para recibir una nueva lección de Lendi.

El lacayo que la precedía abrió una puerta y ella entró en un salón, que sospechó era el principal.

Allí había tres enormes candelabros de cristal encendidos. Los muebles tallados y dorados, sin lugar a dudas, habían sido diseñados por los hermanos

Adam. Por todas partes había flores. Ciertamente, era uno de los salones más bellos que jamás había visto. Nunca antes había pensado Dela que el salón de Wood Hall pudiera ser eclipsado, y ahora

lo había sido. El lacayo lo atravesó y abrió una puerta al otro lado.

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Antes de entrar, Dela supo que aquél se trataba del saloncito que el marqués le había mencionado.

Lo encontró muy diferente a lo que había esperado. En él se había erigido lo que parecía ser una tienda de campaña. Estaba confeccionada con gasa azul, salpicada por todas partes con estrellas doradas. Advirtió en ella una especie de trono. Dela dedujo que era allí donde ella habría de sentarse. Delante de la tienda había una mesita cubierta con lo que obviamente se trataba de un

tapete hindú. Estaba bordado no sólo con seda, sino también con joyas que brillaban a la luz de las velas. Había flores a ambos lados de la silla. Y, también, sobre las mesas y en la chimenea. –¿Hay alguna cosa que usted desee, señorita? –preguntó el lacayo. –Estoy segura de que tengo todo cuanto necesito, gracias –respondió Dela. El lacayo salió de la habitación y la dejó sola. Al mirar a su alrededor, Dela pensó que el marqués había sido muy inteligente. Iba a ser imposible que las jovencitas invitadas, y también los hombres, no sintieran cierta

intriga. Tendrían la oportunidad de consultar a una adivina que era tratada como si fuera una

princesa oriental. Dela se sentó en la silla. Colocó la bola de cristal de Lendi sobre la mesita, e inmediatamente pareció atraer la luz

de las velas. Cuando la miró, Dela creyó ver figuras que se movían en su interior. Pero se dijo a sí misma que aquello era su imaginación. Alzó la bola de cristal en sus manos y, de alguna manera, sintió que vibraba hacia ella. Trató de recordar todo lo que Lendi le había enseñado. Y no llevaba mucho tiempo allí, cuando escuchó voces que provenían del salón. Las damas debieron de haber salido ya del comedor. Dela pensó que la cena debió de comenzar antes de lo que ella había supuesto. Ahora había llegado el momento que sería como una prueba para su cerebro y su habilidad. Un tanto nerviosa, se preguntó si, de alguna forma, el marqués podría indicarle quiénes

eran Alice, el vizconde y el cazafortunas. No tuvo que preocuparse más. El marqués llevó a los invitados hasta ella. Los presentó, mencionando sus nombres, para que no pudiera haber confusión. Primero, le presentó a dos jovencitas, que era obvio habían llegado de Londres, pues eran

mucho más sofisticadas que las muchachas del campo. Dela descubrió, para su satisfacción, que le resultó bastante fácil decirles lo que querían

oír. Cuando se alejaron, cada una de ellas le dio las gracias por ser «tan maravillosa». –¡Es sensacional! –exclamó una de las muchachas cuando regresó al salón. Entonces, el marqués le llevó a otra chica que no podía negar su procedencia rural. Después vino un joven. Dela pudo darse cuenta de que lo que más le interesaba era poder ganar una cierta carrera. Uno de los caballos iba a participar. Y ella le aseguró que no habría ninguna dificultad para que su caballo fuera el primero en

pasar la meta. El joven se retiró sonriente. Dela ya le había dicho la fortuna a ocho personas, cuando el marqués introdujo a Alice.

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Fue lo suficientemente inteligente como para no presentarla como su sobrina. Cuando entró en la estancia, simplemente dijo: –Todavía hay mucha gente esperando para consultar a madame Lendi, así que no debes

entretenerla demasiado, Alice. –Quiero escuchar todo cuanto tenga que decirme, tío Kevin –manifestó Alice–, así que los

demás tendrán que esperar. El marqués le sonrió, pero no respondió. Y tan pronto como salió de la habitación, Dela dijo: –Tome la bola de cristal en sus manos y piense en lo que quiere saber. Las estrellas, que la

están observando, le traerán la respuesta correcta. Alice hizo lo que le indicaban. A Dela le pareció que era una muchacha muy atractiva. Es más, lo suficientemente bonita como para no necesitar de su fortuna para triunfar. Entonces, Dela recordó al marqués y le comunicó a Alice que estaba en peligro. –Hay un hombre que tiene miel en la boca, pero cuya personalidad real es muy diferente –

dijo Dela–. Él la está acechando, como el cazador acecha a su presa, mas su corazón no está en el lugar adecuado. Si usted le hace caso, él no la recompensará con felicidad, sino con lágrimas.

Dela se dio cuenta de que Alice la escuchaba muy atentamente y continuó: –Hay otro hombre muy favorecido por la luna por ser honrado, fuerte y valiente; pero, al

mismo tiempo, es callado, modesto y un tanto tímido. No hace sonar trompetas. Usted debe alentarlo, ya que él le ofrecerá lo que al primero le es imposible ofrecer.

–¿Y qué es eso? –preguntó Alice. –Un corazón sincero y la adoración que toda mujer espera recibir de un hombre a quien

pueda considerar como su esposo. –Pero él no me lo ha pedido –dijo Alice. –Él es tímido y tiene miedo de que lo hieran. Hasta el hombre más fuerte y poderoso se

puede sentir humillado si la mujer a la que aman es desconsiderada o poco amable con él. Calló por un momento antes de continuar: –Extiéndale la mano, o, mejor aún, dele su corazón. Él es el hombre que la hará feliz,

mientras que el otro que habla tan halagadoramente sólo le podría proporcionar desilusión y lágrimas.

Dela elaboró la historia un poco más. Luego, se echó hacia atrás en su silla, como si estuviera exhausta. –Veo con mucha claridad que se encuentra usted en una encrucijada –concluyó–. Tenga

mucho cuidado de no escoger el camino equivocado. Cuando Alice se alejó, Dela estuvo segura de que le había dado algo en qué pensar. Después de otras dos chicas, el marqués hizo pasar al vizconde. Aquello fue fácil. Dela le dijo que un corazón débil jamás ganó a una dama, y que si no luchaba por la mujer

a la que quería, la perdería irremisiblemente. –Tengo miedo de asustarla –dijo el vizconde. –Las mujeres no se asustan ante el verdadero amor –replicó Dela–. Muéstrale su corazón.

Dígale lo que ella significa para usted, y no creo que resulte desilusionado. El vizconde se mostró encantado. –Me ha dado usted esperanzas y, también, valor. Gracias, madame. Le estoy muy

agradecido. Hizo una reverencia y se retiró. Dela no se sorprendió cuando, después de a otras dos mujeres, el marqués le llevó al

cazafortunas. No había necesidad de mirar la bola de cristal.

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Dela pudo sentir sus vibraciones tan pronto como entró en la habitación. De algún modo, se parecían mucho a las de Jasón. Ella le dijo que cometería un gran error si se casaba siendo todavía tan joven. –Hay muchas cosas esperándolo en el futuro –añadió–, si bien todavía no están a la vista.

Esté atento y tenga cuidado de no dejarlas pasar, porque traen consigo riquezas y una posición en la vida como nunca antes la ha tenido.

–No puedo imaginarme qué pueda ser –dijo el cazafortunas. –No debe mostrarse impaciente –insistió Dela–A las estrellas no se las puede apresurar, ni

tampoco a la luna; pero si toma usted una decisión equivocada, lo va a sentir durante el resto de su vida.

Dela sabía que, por lo menos, había sembrado una duda. Entonces, el marqués le informó que ya no había nadie más esperando para consultarla. Y le dio las gracias de una manera formal por haber hecho que su fiesta constituyera un

éxito. El mayordomo la escoltó hasta el vestíbulo. El carruaje que la había llevado hasta allí la estaba esperando. «Ha sido toda una experiencia», pensó Dela. Por otra parte, deseaba poder ver más detenidamente la casa, sobre todo las pinturas. «Quizá algún día pueda hacerlo, cuando no haya invitados–, se dijo mientras regresaba al

campamento. Pero también pensó que no era muy probable. El marqués le había pedido ayuda a Lendi, y ésta se la había dado. Probablemente ahora ya no sintiera ningún interés por los gitanos, ni por ella. No sabía por qué pero cuando llegó a los carros se sintió deprimida. Uno de los gitanos le abrió la puerta del carruaje. En ese momento, el cochero se inclinó hacia ella y le dijo: –Su señoría me pidió que le dijera a usted que vendré a buscarla mañana a las ocho menos

cuarto de la noche. Dela lo miró, sorprendida. –¡Mañana por la noche! –Sí –dijo el cochero–. Me parece que su señoría va a tener otra fiesta. Dela quería pedirle más información, pero lo más probable era que no la tuviera. Además, no sería correcto hacerle preguntas a un sirviente del marqués. De modo que se

limitó a darle las gracias. Dela se apresuró a entrar en el carro que compartía con Mireli. Había olvidado que la joven gitana no iba a estar allí. Como era probable que Dela regresara tarde, la muchacha le había dicho que dormiría con

Lendi. Dela se alegró de estar sola. Tras quitarse las joyas y el elaborado vestido, se metió en la cama.

Ciertamente, estaba muy cansada. El esfuerzo de tener que concentrarse en tantos jóvenes, sobre todo en Alice y el vizconde, había resultado agotador.

Se quedó dormida casi tan pronto como su cabeza tocó la almohada. Y el sol estaba muy arriba cuando despertó al día siguiente. Nadie la había despertado, por lo que se perdió el desayuno. Pero se encontró con un plato con frutas junto a la cama. Supuso que Mireli debió ponerlo allí. Se vistió y se dirigió hacia el carro de Lendi. La

gitana vieja se mostró encantada de verla. –¿Qué sucedió? –preguntó–. ¿Le fue bien? ¿No se puso nerviosa? –Espero haberlo hecho bien –sonrió Dela–, pero sigo pensando que usted lo habría hecho

mucho mejor. –Estoy segura de que hizo exactamente lo que su señoría necesitaba.

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–Lo más triste –dijo Dela– es que jamás conoceremos el final de la historia. No es muy probable que Alice se comprometa antes de que nos vayamos y, por lo tanto, me quedaré con la curiosidad, por el resto de mi vida, de saber si pude o no ayudar a resolver el problema de su señoría.

Lendi se rió. –Usted volverá a ver a su señoría..., incluso antes de esta noche. –¿Es una predicción? –preguntó Dela. Lendi asintió. Y tenía razón. El marqués se apareció inesperadamente aquella tarde. Las mujeres gitanas habían ido al pueblo y la mayoría de los hombres las habían

acompañado. Lendi estaba dormida. Dela se hallaba sentada en los escalones de su carro, bajo el sol. Escuchó el sonido de un caballo acercándose. Y, para su sorpresa, vio al marqués que salía cabalgando del bosque. Detuvo su montura cuando llegó junto a Dela. –He venido a decirle que se ponga un vestido normal cuando venga a cenar conmigo esta

noche –se limitó a decir–. Nadie le va a pedir que le adivine el futuro. –Y, en ese caso, ¿por qué quiere usted que lo acompañe a cenar? –preguntó Dela. –Eso se lo diré más tarde –respondió el marqués–. No puedo hablar ahora, no sea que los

jóvenes que andan paseando por el campo me descubran. Alice piensa que hubo alguna razón para que usted le dijera lo que le dijo anoche.

–Sólo espero que haga lo que yo le indiqué –manifestó Dela de inmediato. –Lo está pensando, de eso estoy seguro –informó el marqués–. Y el vizconde se está

mostrando muy atento con ella. Es más, ahora están paseando juntos en un bote en el lago, para disgusto del cazafortunas.

–¡Me alegro! ¡Me alegro mucho! –exclamó Dela. El marqués sonrió, dio la vuelta a su caballo y se quitó el sombrero. –Hasta esta noche –dijo, y se alejó. Dela se quedó mirándolo, casi perpleja. Si no quería que ella leyera a nadie el futuro, ¿entonces por qué la había invitado a casa? Estaba muy dispuesta a ir, pero, al mismo tiempo, le parecía extraño. Por fortuna, cuando recogió su ropa antes de salir de la casa de su tío, había guardado en la

bolsa un vestido muy sencillo que había comprado en Londres. Era algo totalmente opuesto a lo que llevara la noche anterior. Cuando fue a darle las buenas noches a Lendi, la vieja gitana le dijo: –Se ve muy bonita. Mucho más bonita que cuando me personificó a mí, –Yo me sentí como una princesa hindú –dijo Dela. Lendi se rió. –Usted es mucho mejor como usted misma. Dela se miró al espejo. –Ojalá eso fuera cierto –murmuró. Se estaba preguntando quién más asistiría a la cena. Estaba segura de que no serían las jovencitas que había visto la noche anterior. En cualquier caso, ¿por qué la había invitado el marqués? Se hizo aquella pregunta una y otra vez cuando iba en camino de Chore Court. El mayordomo la recibió en la puerta principal. Dela lo siguió por el pasillo hasta el salón, tal y como lo hiciera el día anterior. Después de haberle preguntado su nombre, el mayordomo abrió la puerta y la anunció tal y

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como Dela se lo indicara. –La señorita Dela, milord. El marqués se hallaba delante de la chimenea. La noche anterior, a pesar del nerviosismo, ella ya había podido apreciar lo elegante que se

veía con la ropa de etiqueta. Había lucido una corbata blanca y una chaqueta cortada al estilo francés. Aquella noche llevaba un smoking de terciopelo, como el que su tío solía ponerse cuando

se encontraban solos. Estaba adornado con galones y era del color verde intenso del estanque del bosque. A Dela le pareció una extraña coincidencia el que su vestido también fuera verde. No obstante, el suyo era del color verde suave de las hojas en la primavera. –Al fin llegó –dijo el marqués cuando ella se situó frente a él–. Tenía miedo de que

Piramus se hubiera ido sin previo aviso, o que usted hubiese desaparecido en el cielo de donde bajó para ayudarme.

Dela sonrió. –¿Logré ayudarlo? –Eso creo –dijo el marqués–. Esta tarde, cuando todos los invitados se fueron, mi sobrina,

Alice, en lugar de regresar a Londres con los demás, aceptó una invitación del vizconde para pasar unos días en su casa, que está a diez millas de aquí.

–Ésas son buenas noticias –manifestó Dela–. Y estoy segura de que el cazafortunas no fue invitado también.

–No –dijo el marqués–. Él volvió a Londres, pero no parecía tan disgustado como yo hubiera pensado.

Dela sonrió e imaginó que aquello era debido a lo que ella le había dicho. Entonces, como si de pronto se diera cuenta de ello, Dela preguntó: –¿Me está diciendo que todos los invitados se han marchado? Yo pensé que me había

invitado a cenar porque alguien no pudo hablar conmigo anoche. –Todos pensaron que es usted maravillosa –dijo el marqués. –Pero tenía miedo de decir algo equivocado –comentó Dela–. Y cuando regresé al

campamento, me quedé dormida en el momento en que me metí en la cama. –Esta noche no tiene por qué preocuparse –le indicó el marqués–. Pensé que, después de la

cena, quizá le gustará ver algunas de las estancias de la casa, sobre todo la biblioteca. –Eso me gustaría más que cualquier otra cosa –aseguró Dela. –Nadie podría ser tan inteligente como lo es usted sin tratarse de un lector –comentó el

marqués–. A mí se me hace muy difícil hablar con una mujer que nunca lee algo más serio que el Laides Journal.

Dela se rió. –Ésa es una frase muy dura. Estoy segura de que todas las chicas con las que yo hablé

anoche han leído novelas románticas y se imaginaron a sí mismas en el papel de la heroína. –¿Y qué me dice de usted? –preguntó el marqués–. ¿Es así cómo se ve? –No voy a responderle esa pregunta –contestó Dela–, pero sí deseo visitar su biblioteca.

Estoy segura de que será tan buena, si no es que mejor, que las que he visitado hasta ahora. En ese momento anunciaron la cena. Les sirvieron deliciosos manjares. Dela pensó que eran tan buenos o mejores que cualquier otra cosa que ella hubiera probado

hasta entonces. Sin embargo, era difícil pensar en la comida. Mientras hablaban, el marqués y ella parecían estar recorriendo otros mundos, acerca de

los cuales ella sabía bastante, afortunadamente. El marqués inició la conversación preguntándole acerca del origen de los gitanos.

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¿Pensaba ella que su grupo en particular provenía de la India o de Egipto? –Yo siempre he pensado que todos los gitanos tuvieron su origen en la India –respondió

Dela–; pero, como usted sabe, se han desplegado en muchas direcciones. Observó que el marqués la escuchaba con gran interés y continuó: –Algunos vinieron a Europa a través de los Balcanes; otros, por Egipto y África, y yo

sospecho que estos fueron los que eventualmente llegaron a Britania. El marqués la seguía muy atento. Pero, al mismo tiempo, la estaba mirando, como tratando de escarbar en su personalidad. Aquello hizo que Dela se sintiera confusa. Y cuando los sirvientes les dejaron solos, le dijo al marqués: –¿Qué es lo que usted está buscando? ¿Qué espera de mí? –¿Así que ahora me está leyendo usted los pensamientos? –respondió el marqués. –Quiero que responda a mi pregunta. –Yo mismo no estoy muy seguro de la respuesta –replicó el marqués–. Usted es un

enigma. Muy diferente a cualquier otra mujer que yo haya conocido, y a la cual me resulta muy difícil de entender.

–Me alegro de poder mantenerlo en la duda –dijo Dela. Pasaron otro rato sentados en el comedor, jugando a un duelo de palabras que a Dela le

pareció fascinante. Ahora era consciente de que el marqués se trataba de uno de los hombres más inteligentes

qué había conocido. Incluyendo a su tío. Por fin, el marqués dijo: –Permítame mostrarle mi biblioteca. Y supongo que después usted querrá irse a la

caravana. –Llegué tarde anoche, así que será mejor que no me retrase demasiado hoy. Caminaron por un largo pasillo lateral al salón. Al final del mismo, el marqués abrió una puerta. La biblioteca era enorme. Tal vez se trataba de la estancia más amplia de toda la casa. Y rebosaba de libros. Igualmente, estaba tan bien organizada, que a Dela le pareció que era la mejor biblioteca

que ella viera jamás. Ni siquiera podía pensar en las palabras adecuadas para alabarla. –Pensé que le iba a gustar –dijo el marqués en voz baja. –¿Cómo puede usted ser tan afortunado de tener esto, además de sus caballos y, por

supuesto, sus bosques? –preguntó Dela. Ambos sonrieron. Entonces, el marqués dijo con lo que a ella le pareció una voz inesperadamente grave: –Creo que el carruaje debe de estarla esperando afuera. Caminaron de regreso al vestíbulo. Dela tomó el chal ligero que le había pedido prestado a Lendi para cubrirse los hombros. Mientras se envolvía en el mismo, el marqués salió por la puerta principal. Habló con el cochero que conducía el carruaje que la había llevado a la casa. Y cuando Dela llegó a su lado, la dijo: –Voy a enviar a los caballos alrededor del lago y usted tomará el coche al otro lado. Quiero

que vea la fuente por la noche. –Eso me encantaría –dijo Dela. Caminaron a través del jardín. Se dirigieron hacia lo que ella había imaginado se trataba de un lago artificial.

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Cuando lo rodearon, la fuente quedó frente a ellos. Lanzaba el agua al cielo. Fue entonces cuando Dela se dio cuenta de por qué el marqués la había llevado hasta allí. Y era porque la fuente estaba iluminada de una forma muy original, que ella no había visto

antes. Inexplicablemente, debajo del agua había luces iluminando la exquisita talla de piedra. Otras luces delineaban el contorno del lago. Eso hacía que el lugar se viera muy romántico y como formando parte de un mundo de

fantasía. –¡Es precioso! –exclamó Dela juntando sus manos–. Encantador. –Como también lo es usted –murmuró el marqués. Mientras hablaba, el marqués la envolvió con sus brazos y sus labios cayeron sobre los de

ella. Por un momento, Dela se puso tensa por la sorpresa. Pero, inmediatamente, su cuerpo pareció derretirse sobre el de él. Nunca antes la habían besado. Ahora, las estrellas del cielo y las luces del agua se congregaron dentro de su corazón. Se sintió como si hubiera entrado en un mundo mágico que desconocía. El marqués la besó y siguió besándola. Una sensación extraña, pero maravillosa, apareció en el pecho de Dela. La muchacha sabía que lo que estaba sintiendo lo compartía con el marqués, y aquello era

algo maravilloso. A Dela le pareció que el reflejo de la luna se movía en el interior de ambos. Los estaba bendiciendo con una luz casi divina. El marqués le besó la frente, los ojos, las mejillas y, una vez más, los labios. Dela se rindió por completo a la fuerza de sus brazos. La luz de la luna los unió con lazos invisibles, de los cuales jamás iban a poder liberarse. «Esto es el amor», pensó Dela. El amor que ella sabía que existía en alguna parte de mundo. El amor que era sagrado y que todos buscan, pero que muy pocos tienen la suerte de

encontrar. «Te... amo, te... amo», quiso gritarle al marqués. Pero los labios de éste cubrieron los suyos una vez más y le fue imposible hablar. Sólo podía sentir una gloria imposible de explicar. Entonces, él le quitó los brazos de encima de pronto. Sucedió de forma tan inesperada, que Dela casi se cayó. Extendió una mano para sostenerse. Y mientras se agarraba a la barandilla del puente, vio que el marqués se alejaba. Dela no podía respirar, no podía ver. Pero el marqués la había dejado sola. Sola, mirando a la fuente, a las luces que brillaban como diamantes en la oscuridad y en el

agua del lago. Le parecía increíble que el marqués la hubiera dejado. Después de un momento, Dela regresó a la realidad. Miró a su alrededor. Al marqués no se le veía por ninguna parte. Muy despacio, pues pensaba que sus pies no la iban a sostener, Dela se dirigió hacia donde

sabía que la esperaba el carruaje. Avanzó casi como si caminara en un sueño. Un sueño que se había roto.

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Al fin, subió al vehículo. El cochero, que se había bajado del pescante, cuando la vio llegar, cerró la portezuela. Y cuando se pusieron en marcha, Dela se llevó las manos a la cara. ¿Habría sido verdad todo aquello? ¿El marqués la había besado y llevado a un paraíso de éxtasis y de amor sólo para

abandonarla? Los caballos siguieron avanzando. Cuando llegaron al campamento, Dela descendió del vehículo y le dio las gracias al

cochero. –Ha sido un placer, señorita –dijo éste. Ella trató de sonreírle. Entonces, se dirigió hacia los carros, donde todo estaba tranquilo y en silencio. Imaginó que Mireli estaría durmiendo en el carro de Lendi también aquella noche. Se sintió agradecida de que el suyo estuviera vacío. Cuando subió los escalones y se sentó en la cama, Dela se preguntó a sí misma qué era lo

que había ocurrido. –Lo amo..., lo amo... –murmuró. Aquella era la verdad. Lo había amado desde que lo vio. Como nunca antes había estado enamorada, Dela no sabía qué era lo que iba a ocurrir

cuando lo viera otra vez. El corazón pareció darle mil saltos. Pero ahora sabía que le sería imposible volverlo a ver. Ahora sabía por qué él la había dejado. Como habían estado tan cerca en cuerpo y alma, ahora Dela sabía lo que él estaba

pensando. Tal y como él mismo se lo dijera, había resistido las presiones y peticiones de su familia

para que se casara. Al igual que ella, él había esperado a enamorarse. Y había ocurrido. Se habían encontrado el uno al otro, quizá después de un millón de años de búsqueda. Pero ella era una gitana, o, al menos, eso pensaba el marqués, y él se trataba de un noble. Además, tampoco tenía intenciones de casarse, pues se lo había dicho con toda claridad. De pronto, a Dela se le ocurrió que él podría ofrecerle otra cosa. Algo que no sólo sería humillante, sino que también echaría a perder lo que, por el

momento, se trataba de lo más perfecto que ella había conocido jamás. No importaba lo que pasara en el futuro, ya nadie podría quitarle aquello. La maravillosa sensación que había experimentado cuando el marqués la besó sería de ella

para siempre. El marqués la había llevado hasta el cielo. Se había integrado no sólo con las estrellas, sino igualmente con los ángeles, en los que

creía. Y también con los dioses a quienes siempre había adorado. Nadie, nadie podría quitarle aquello. Es más, nadie debía mancharlo y convertirlo en otra cosa que no fuera la perfección del

amor. Todas aquellas ideas le pasaron a Dela por la mente. Y como si una voz desconocida le hablara, inmediatamente supo qué era lo que tenía que

hacer. –Debo regresar a casa –se dijo en voz baja.

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Había agua en la jarra de porcelana situada entre las dos camas. Dela se quitó el vestido y se arrodilló frente a ella. Se enjuagó el tinte que la gitana le había puesto en el pelo, el cual se diluyó con mucha

facilidad. Cuando se miró en el espejo vio que sus cabellos brillaban a la luz de la vela. Se los frotó, entonces, hasta que quedaron casi secos. Luego se recostó sobre la cama. No se molestó en desvestirse más. Estaba decidida a dejar el campamento antes de que los demás despertaran. No había ninguna razón por la cual el marqués fuera hasta allí, pero tampoco quería

arriesgarse. Regresaría junto a su tío. Y de algún modo trataría de evitar tener que casarse con Jason. Ese matrimonio ahora sería mucho más aterrador y horrible de lo que lo hubiera sido antes. Porque ahora sabía lo que significaba el amor y lo maravilloso que era ser besada por el

hombre amado. Quizá no significara tanto para él, pero para ella era la puerta de entrada a un nuevo mundo

que desconocía. Un mundo donde el amor era sublime. Diferente a todo lo demás, y la única cosa importante en la vida. El marqués le había dado la perfección en el amor. No podría soportar que lo echaran a perder o lo ensuciaran. Pero tendría que regresar a su casa, pues no tenía ninguna otra parte a donde ir. De pronto se dio cuenta de que las estrellas comenzaban a desaparecer. La luna ya no estaba y enel horizonte había un leve resplandor. La aurora se aproximaba. Era la hora de marchar. Metió todas sus pertenencias en la bolsa y se puso la falda de montar. Imaginaba que iba a hacer demasiado calor como para llevar la chaqueta puesta durante el

largo viaje que la esperaba. Y se anudó un pañuelo de color rosa sobre la cabeza. Así, si se encontraba con alguien, nadie distinguiría sus cabellos rubios. Acto seguido, bajó los escalones muy sigilosamente, para no hacer ruido. Pasó junto a los demás carros hasta llegar donde se encontraban los caballos, incluyendo a

Apolo. Le llevó algún tiempo poder desatar las cuerdas con las que estaban sujetas sus patas. Por fin, Apolo quedó libre. Para entonces, la luz en el horizonte ya se había tornado del color del oro. Dela le habló a Apolo en voz baja y sujetó la bolsa a la silla. –Nos vamos a casa, Apolo. Tengo miedo de lo que nos espera allí, pero no podemos

quedarnos aquí. Lo amo..., Apolo, lo... amo. Y como sé que no lo veré nunca más, desearía morir.

En ese momento, Dela escuchó unos pasos detrás de ella. Pensó que sería Piramus. Trató de pensar qué le iba a decir. Qué razón le iba a dar para justificar su partida. Se dio la vuelta para mirarlo. ¡Y allí estaba el marqués!

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Capítulo 7 Por un momento se quedaron mirándose el uno al otro. Dela advirtió que el marqués

todavía llevaba puesto el smoking que utilizara durante la cena. En consecuencia, no se había acostado. Casi sin querer, preguntó: –¿Por... qué estás... aquí? ¿Por qué... has venido? Hubo una pausa antes de que el marqués respondiera. –He venido a hacerte una pregunta. Dela gritó y se llevó las manos a los oídos. –¡No! ¡No! –exclamó–, Fue maravilloso... fue, perfecto. No puedes echarlo a... perder. Giró sobre sí misma mientras hablaba. No podía soportar mirarlo. –Tan maravilloso, tan perfecto –repitió el marqués–. Eso fue lo que yo sentí, mi amor, y

por eso he venido a preguntarte que cuándo te casarás conmigo. Dela se quedó inmóvil. No podía creer lo que acababa de oír. Debía ser parte de su imaginación. Sin embargo, y como si no fuera necesario esperar una respuesta, el marqués la tomó en

sus brazos, alzándola sobre el lomo de Apolo. Mientras lo hacía, Dela se dio cuenta de que Juno estaba justo detrás de él. No podía hablar. No podía pensar. Sin duda alguna, estaba soñando. El marqués no podía haber dicho lo que ella pensó que había dicho. Ahora lo vio montado en Juno e inclinándose para tomar las riendas de Apolo. Condujo a los caballos lejos de la caravana. Dela no tuvo que hacer nada. Como si Apolo supiera mejor que ella lo que estaba ocurriendo, siguió el paso de Juno. Se dirigieron al campo que conducía a Chore Court. Los caballos avanzaban muy rápido, por lo que Dela no pudo hablarle al marqués. Pero tampoco hubiera sabido qué decir. ¿Ciertamente le habría preguntado aquello en serio? ¿Cómo era posible que quisiera casarse con una mujer a la que suponía una gitana? Llegaron al parque y los caballos aminoraron la marcha. Luego cruzaron el lago. Dela pensó que se dirigían a la puerta principal. Pero el marqués pasó bajo el arco que conducía a las caballerizas. Detuvo a Juno y Apolo se paró junto a la yegua. No se veía a nadie y todo parecía muy tranquilo. El marqués desmontó y se acercó a Dela, que lo miró y quiso hacerle mil preguntas. Sin embargo, las palabras no le llegaron a los labios. El marqués la ayudó a desmontar. Acto seguido, desató la bolsa que estaba sobre la silla de Apolo. En ese momento, un mozo de cuadra, soñoliento, salió de uno de los establos. Miró, sorprendido, los caballos. Corrió hacia ellos y el marqués tomó la mano de Dela. Ésta sintió que un estremecimiento la recorría. El marqués, en silencio, la llevó hacia un sendero estrecho con arbustos a ambos lados.

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Dela sabía que conducía al jardín. El marqués marchaba de prisa. A Dela le costaba trabajo mantenerse a su lado, aun cuando él la llevaba de la mano. Se detuvieron ante una puerta. Ésta no estaba cerrada y atravesaron el umbral. Se encontraron en un pasillo poco iluminado con una escalera al fondo. Todavía sin hablar, el marqués se dirigió hacia ella. Dela lo siguió. Sólo cuando llegaron al primer descansillo se dio cuenta de que casi todas las luces de la

casa estaban apagadas. Al igual que en Wood Hall, apenas unas pocas velas se hallaban encendidas. No les resultó difícil seguir el camino. El marqués, que todavía caminaba deprisa, avanzó hacia lo que Dela supuso que era el

pasillo principal. Se detuvo ante una puerta. –Los dos necesitamos dormir –dijo–. Más tarde, hoy mismo nos casaremos. Dela emitió un grito. –¿Cómo puedes tú...? –comenzó a decir. El marqués levantó las manos. –Conozco todo lo que mi familia va a decir y todas las críticas que vendrán de parte de tu

gente por casarte con un gorgio. Por eso, no pienso escuchar lo que tú ni nadie me quiera decir.

Hizo una pausa antes de continuar: –Tú eres mía. Tú me perteneces y yo te pertenezco a ti. Nuestras estrellas están unidas y no

hay escapatoria para ninguno de los dos. Cuando acabó de hablar, abrió la puerta. Dela vio que se trataba de un dormitorio bastante amplio, en el cual las velas ardían sobre

el tocador y junto a la cama. El marqués dejó su bolsa sobre el suelo. –Duérmete, mi preciosa –le dijo–. Yo haré lo mismo. Y fe miró. A Dela le pareció que había un destello de fuego en sus ojos. –Si te toco, ya no podré apartarme de ti –dijo el marqués–. Voy a cerrar la puerta con llave,

no sólo para evitar que escapes, cosa que se que tú no deseas hacer, sino también para evitar que alguien te moleste.

–Pero, escúchame –suplicó Dela–. Tengo que... decirte... El marqués volvió a levantar las manos. –No hay nada qué decir. Tú me amas y yo te amo, y eso es lo único que nos interesa saber. La miró una vez más. Dela comprendió lo mucho que él deseaba abrazarla y besarla. Pero como si obedeciera una orden, el marqués salió de la habitación. Cerró la puerta y Dela escuchó cómo la llave giraba en la cerradura. No podía creer que todo aquello hubiera ocurrido. Entonces, se sentó sobre la cama. ¿Verdaderamente estaba pensando el marqués casarse con ella? Sin que nadie se lo dijera, ella sabía que cada palabra que él había pronunciado le había

salido del corazón. Era lo que el marqués deseaba hacer y nadie lo detendría. Dela cerró los ojos ante la maravilla de todo aquello. El marqués la amaba como ella siempre había deseado ser amada.

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Tanto la amaba, que estaba incluso dispuesto a casarse con una gitana, cosa que horrorizaría a su familia.

Es más, hasta creía que a Lendi y a los demás gitanos también les iba a parecer mal. ¡Era maravilloso y completamente increíble! Y como ella lo había dicho, perfecto. Sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. ¿Cómo podría un hombre probar su amor de una forma más determinante? –Gracias, Dios, gracias –murmuró. Mientras rezaba, sintió que sus padres le estaban sonriendo. Le llevó algún tiempo desvestirse, tal y como el marqués le había dicho que lo hiciera. Tenía que encontrar un camisón dentro de la bolsa. Se sentía cansada, aunque también muy feliz. Al fin, se metió en la cama. Cuando su cabeza tocó la almohada, pensó en Jason. Ahora ya no tenía por qué sentir miedo. El marqués la protegería. Si se casaba con él, nadie, ni siquiera el duque, podría hacerle daño. «Lo amo, lo amo», se dijo a sí misma. Cuando se quedó dormida, soñó que el marqués era como un arcángel bajado del cielo para

guardarla de sus enemigos. Dela se despertó cuando oyó que alguien se movía dentro de la habitación. Por un momento, no pudo imaginar quién era ni dónde se encontraba. Repentinamente recordó que el marqués la había llevado hasta allí. Le había dicho que debía dormir. Por un momento, sintió miedo de abrir los ojos. Quizá lo que estaba pensando no era cierto. Pero aquel lecho no era como la pequeña cama que había ocupado en el carro de los

gitanos. Al fin, abrió los ojos. El sol entraba por las ventanas. Dela sintió que un estremecimiento le recorría el cuerpo. Si ciertamente se encontraba allí, entonces también era verdad que el marqués se iba a

casar con ella. Entonces, alguien llegó junto a la cama. Dela levantó la mirada y vio a una mujer mayor. –¿Está usted despierta, señorita? –preguntó–. Yo fui la niñera de su señoría y él me ha

dicho que cuide de usted y que la prepare para la boda. Dela contuvo la respiración. –¡Boda! –exclamó. –Es el día más feliz de mi vida –dijo la nana–Yo había estado rezando por que su señoría

encontrata una esposa. Cuando me dio la buena noticia, jamás lo había visto tan feliz. Antes de que Dela pudiera responder, la nana dijo en un tono de voz diferente: –Le traje algo de comer, porque ya se perdió el desayuno, la comida y el té. Dela se rió. –¿Qué hora es? –preguntó. –Ya son cerca de las seis –dijo la nana– Y pienso que, después de que se coma lo que he

traído, va a querer un baño. –Sin lugar a dudas –asintió Dela. No había podido bañarse mientras estuvo con los gitanos.

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Y había resultado difícil lavarse en el pequeño barreño del carro. Dela se sentó en la cama. La nana le acercó una bandeja con un gran tazón de sopa. A pesar de la emoción que sentía, Dela tenía apetito. Cuando terminó la sopa, la nana le alcanzó un plato con truchas. Y le sirvió una copa de champán para acompañarlas. Después del pescado había un suflé ligero y frutas variadas. Dela pensó que la nana se sentiría desilusionada si ella no se comía todo lo que le había

ofrecido. Después de la comida disfrutó de una taza de café. La nana no le había hablado mientras comía. Al fin retiró la bandeja y dos doncellas trajeron una bañera redonda. La colocaron sobre la alfombra, frente a la chimenea. Después llegaron dos grandes recipientes de cobre, con agua caliente y fría. Las doncellas se retiraron y ella se metió en la bañera. Cuando terminó de bañarse, la nana la ayudó a secarse. Fue entonces cuando Dela se preguntó qué ropa se pondría si verdaderamente se iba a

casar, tal y como el marqués se lo había dicho. Supuso que la ceremonia tendría lugar en su capilla privada. Era obvio que una casa tan grande como aquella tendría una capilla. Entonces pensó que no se iba a ver tan bonita como hubiera deseado. Pero la nana se acercó al ropero. –Aquí hay dos vestidos de novia, entre los cuales puede escoger –dijo–. Y creo que le van

a quedar como hechos a la medida. –¡Vestidos de novia! –exclamó Dela– ¿Cómo es que están ahí? La nana se rió. –Es muy sencillo. Casi todas las novias de los últimos doscientos años han dejado sus

vestidos en lo que nosotros llamamos el museo. –Eso no lo he visto –dijo Dela. –Su señoría ya se lo enseñará, pero está localizado en el ala este de la casa. La mayoría de

los invitados prefieren ver los cuadros. –¿Tienen ustedes una colección de vestidos de novia? –preguntó Dela. Casi no podía creerlo. La nana abrió el ropero y sacó de él dos vestidos preciosos. –Uno de estos lo usó la madre de su señoría –explicó la nana–, y el otro, su abuela. Los dos eran de estilo muy clásico. Dela no dudó que habían sido confeccionados por la

mano de un maestro diseñador. Uno era de satén un tanto pesado. El otro era de chifón, y le recordó los vestidos de las diosas griegas. Dela pensó que así era cómo al marqués le gustaría verla. La nana la ayudó a vestirse y Dela comprobó que el vestido le quedaba perfecto. –Imaginaba que elegiría ése –dijo la nana con satisfacción–. Y aquí tengo el velo que han

llevado las novias de esta casa, y que me han dicho que tiene más de trescientos años. El velo estaba confeccionado con un encaje exquisito. Le caía a ambos lados de la cara, pero no la cubría. Entonces, la nana abrió un estuche de cuero que estaba sobre el tocador. En su interior se encontraba la tiara más bella que Dela jamás había visto. Se la puso y cuando se miró al espejo, Dela pensó una vez más que debía de estar soñando. Era así exactamente cómo ella siempre había querido verse para el hombre amado, pero al

que pensaba que nunca iba a encontrar. Dela había tardado un poco en bañarse y vestirse.

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Ahora se dio cuenta de que ya eran casi las siete. Miró a la nana y ésta le dijo: –La boda se celebrará a las siete y su señoría no querrá que usted llegue tarde. –Supongo que nos casaremos en la capilla –dijo Dela–. ¿Pero cómo puede ser legal un

matrimonio si no se han leído las amonestaciones? No creo que su señoría cuente con un permiso especial.

La nana se rió. –Eso mismo me hubiera preguntado yo si no viviera aquí. Sin embargo, todavía existen

capillas privadas donde está permitido llevar a cabo matrimonios sin las formalidades requeridas en otras.

–¡Por supuesto! –exclamó Dela–. Y la capilla de su señoría es una de ellas. –Es porque Chore Court es muy antiguo –dijo la nana con orgullo–. Originalmente, fue

construida cuando la reina Isabel estaba en el trono. Se expresaba con una noble vanidad que a Dela le pareció conmovedora. Sabía que en el futuro eso mismo sentiría ella. –Ahora la voy a llevar a la capilla –decía la nana– Su señoría dejó un ramo de flores para

usted. Abrió la puerta mientras hablaba y regresó con un ramo de flores. Estaba confeccionado con orquídeas blancas que tenían un ligero tono rosa en el centro. Era encantador. Parecía hacer juego con la tiara que llevaba en la cabeza. Cuando Dela tomó las flores en sus manos, la nana dijo: –Sea buena con mi bebé. Yo lo he querido como si fuera mi hijo desde que nació. Daría mi

vida por hacerlo feliz. –Le prometo que yo haré lo mismo –repuso Dela–. Y muchas gracias por ayudarme. Dela se inclinó para darle un beso en la mejilla y vio las lágrimas en los ojos de la anciana. Luego, se alejaron de la impresionante escalera que subía desde el vestíbulo. Dela supuso que habría una escalera que llevaría desde las habitaciones principales hasta la

capilla. Sabía que los hermanos Adam las habían incorporado en varias casas. Y supo que no se había equivocado cuando llegó a la parte alta de una escalera interior. La nana le dijo que bajara ella primero. Mientras lo hacía, Dela pudo escuchar la música de un órgano. Luego, cuando llegó a la planta baja, vio delante de ella una impresionante puerta gótica. Estaba abierta. Tras ella, el marqués la estaba esperando. Dos pasos más y estuvo a su lado. La miró con una expresión de amor en los ojos. Dela sintió como si las estrellas brillaran encima de ambos y la luz de la luna los

envolviera. No había necesidad de palabras. El marqués le dio el brazo y ella apoyó en él su mano. Al hacerlo, Dela observó que llevaba puestas sus condecoraciones. Los diamantes brillaban bajo la luz de las velas del altar. La capilla era pequeña, pero muy bella. La luz del sol entraba a través de una ventana emplomada. El marqués la condujo hacia el altar. Un sacerdote los esperaba. Y cuando el órgano dejó de tocar, comenzó la ceremonia. Dela sintió que todos sus instintos y todo su corazón volaban hacia el marqués.

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Éste le puso el anillo en el dedo. Sus almas y sus corazones ya estaban unidos y jamás podrían ser separados. Se arrodillaron delante del sacerdote, que los bendijo. Dela estaba segura de que sus padres los estaban bendiciendo también. Dios había escuchado sus oraciones. Y los había envuelto a los dos en una gloria que nunca perderían. Cuando ellos se pusieron de pie, el sacerdote se arrodilló ante el altar. El marqués tomó a Dela de la mano y la condujo fuera de la capilla. La única persona que había estado presente en la boda fue la nana. La anciana se secaba las lágrimas mientras el sacerdote rezaba. La pareja subió por la escalera interior. El marqués, al fin, abrió una puerta. Dela pensó que debía conducir a alguna zona de sus habitaciones privadas. Y no se equivocó. Se trataba de la habitación que siempre habían ocupado las señoras de Chore Court. Por el momento, lo único que Dela pudo ver fueron las flores. La habitación estaba llena de ellas. Y todos eran blancas. Dela jamás había visto tal profusión de lirios, orquídeas y otras flores perfumando el

ambiente. Hacían que la estancia le pareciera como una parte del mundo encantado al cual el marqués

la había llevado. Éste se hallaba observando la sorpresa y la emoción que se reflejaba en sus ojos. –Eres tan bella –comentó–, que todavía tengo miedo de que no seas real y que en cualquier

momento puedas desaparecer. –Desde que tú llegaste al campamento nada me ha parecido real –dijo Dela–; pero todo es

tan maravilloso y tan perfecto, que creo que los dos hemos muerto y nos encontramos en el cielo.

–No estás muerta, mi amor –sonrió el marqués–. Ahora ya puedo decirte cuánto te amo y lo mucho que significas para mí.

Su voz se tornó más profunda cuando añadió: –Pero antes me voy a quitar esta ropa, y tú, mi amor, debes de hacer lo mismo con la tuya. Mientras hablaba, le quitó el velo y le desabotonó el vestido. Por un momento, se detuvo. Ella pensó que la iba a tomar en sus brazos para besarla. Mas como si obedeciera alguna orden, salió de la habitación. «¿Cómo es posible que él sea tan maravilloso y a la vez tan organizado?», se preguntó

Dela. Pero ella sabía que él tenía razón. Si deseaba besarla, iba a ser muy molesto hacerlo con el velo, la tiara y el vestido

estorbando. Dela dejó la tiara sobre el tocador. El velo cayó sobre una silla. Fue fácil quitarse el vestido de estilo griego. No se sorprendió cuando vio uno de sus camisones sobre la cama. Se quitó las orquillas del cabello y éste le cayó sobre los hombros. Entonces, se recostó contra las almohadas, rematadas éstas con encajes, y esperó. El sol de la tarde entraba por las ventanas. Parecía brillar sobre todas las cosas. Y, al mismo tiempo, hacía que las flores se vieran todavía más exquisitas.

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«Sólo una princesa de un cuento de hadas podría tener un escenario semejante», se dijo Dela, «y me temo que pueda desaparecer antes de que mi esposo lo vea».

Se ruborizó cuando pensó en el marqués como su esposo. Parecía tan extraordinario. Cuando lo conoció, cómo iba a imaginarse que se trataba del hombre de sus sueños. El hombre que ella pensaba que nunca iba a encontrar, porque no existía. Pero aquel hombre abrió la puerta. Por un momento, permaneció observando la habitación. Luego miró a Dela, que lo esperaba en la gran cama, y observó fijamente sus cabellos. –Así es como yo siempre quise que fueras. ¿Pero cómo es posible? Dela sonrió. –Es muy sencillo –dijo–. Yo no soy una gitana, como tú creíste. El marqués se sentó en el borde de la cama, frente a ella. –¿No eres una gitana? –exclamó–. Entonces, ¿por qué estabas con ellos? ¿Cómo es posible

que puedas adivinar el futuro? Y si no me he casado con una gitana, entonces, ¿quién eres tú? –Es una larga historia, pero... No le fue posible decir más. El marqués la envolvió con sus brazos y la besó. Al principio, fue con delicadeza, como si tuviera miedo de hacerle daño. Pero después se volvió más posesivo, como si quisiera asegurarse de que era suya y que no

podía escapar. De alguna forma, Dela no se dio cuenta cuándo ocurrió, pero estaban todavía más juntos. Los besos de él eran tan maravillosos, que era imposible pensar, sino sólo sentir. No sólo su cuerpo fue de él, sino también su corazón y su alma. Se pertenecían el uno al otro por completo. Cuando el marqués la llevó hasta el cielo sobre

las alas del éxtasis ya no fueron dos seres, sino uno solo. Mucho más tarde, el marqués dijo: –Mi preciosa, mi amor. ¿Cómo iba yo a adivinar que una mujer pudiera ser tan perfecta

como tú? ¿O que te iba a encontrar en un campamento de gitanos? Dela se rió. –¿Y cómo es posible que yo haya encontrado al hombre de mis sueños en ese mismo

lugar? ¿Y también que me ame como yo lo amo a él? –¿Tú me amas? –preguntó el marqués con voz grave. –Te amo y te adoro –dijo Dela–. Prométeme que nunca más amarás a otra, porque, si lo

haces..., yo querría morir. –Jamás he amado a nadie como te amo a ti –comentó el marqués–, y sé que me hubiera

sido imposible casarme con otra persona. Como tú lo has dicho, nos hemos estado buscando uno al otro quizá desde hace un millón de años. Ahora estamos juntos, y así es como vamos a permanecer por toda la eternidad.

Sin duda, hablaba en serio. Y Dela emitió un grito de felicidad. –Eso mismo creo yo –dijo– y te amo. Te amo tanto, que me es imposible decir otra

palabra. El marqués no se la pidió. La besó de nuevo, hasta que ambos quedaron sin aliento. Luego, ella recostó la cabeza sobre sus hombros y él le besó los cabellos dorados. –Mañana por la mañana iniciaremos nuestra luna de miel –dijo–. Mi yate se encuentra en

Southampton, así que no tendremos que ir muy lejos. Dela, de pronto, recordó algo.

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Para llegar a Southampton tendrían que pasar cerca de su hogar. Y habría de informar a su tío de lo ocurrido. Sin embargo, por el momento, no deseaba pensar en ello. –Ahora estás preocupada –dijo el marqués–, y eso es algo que no puedo permitir. –Dejemos todas las explicaciones acerca de nosotros para mañana –replicó rápidamente

Dela–. Esta noche sólo quiero pensar en ti. –A mí me es imposible pensar en otra persona que no seas tú –manifestó el marqués–.

Tienes razón, mi amor. Dejaremos todas las explicaciones para mañana. –Sabía que me comprenderías –dijo Dela–, como me has comprendido desde el primer

momento en que te vi. –Todavía no puedo creer que seas real –murmuró el marqués–. Prométeme que no te vas a

escapar con los dioses al Olimpo, o a un estanque en el bosque, donde todo lo que podré ver será un reflejo en el agua.

–No haré... nada de eso –prometió Dela–. Me siento tan feliz de poder estar junto a ti, que el mundo exterior... no tiene ninguna importancia.

–Ni la tendrá nunca –afirmó el marqués con seguridad. Era casi como si pronunciara un juramento. Dela sabía que estaba pensando en lo molestos que se habrían sentido los miembros de su

familia si se hubiera casado con una gitana. Pero la verdad era muy diferente. Sin embargo, no deseaba hablar de eso aquella noche. Mencionar a Jason y al duque podría echar a perder la magia de su matrimonio. No quería que él pensara en otra cosa que no fuera en ella. Quería olvidar el miedo que la había impulsado a escapar de su casa. Las manos del marqués acariciaban su cuerpo y sus corazones latían con pasión. Aquella era la música de los dioses. El agua caía de la fuente. El brillo de las estrellas comenzaba a aparecer en el cielo. Era la perfección del amor. Del amor que nunca moriría, porque era de ellos para siempre. A la mañana siguiente, a pesar de que casi no habían dormido, el marqués insistió en

desayunar temprano. Cuando salieron, Dela vio el carruaje en el que viajarían a Southampton. Estaba tirado por un par de caballos idénticos, color castaño, y era muy ligero. El equipaje ya había partido cuando ellos bajaron a desayunar. –La nana me dijo que empacó todo cuanto pensó que ibas a necesitar –dijo el marqués–,

pero pienso que puedes además recoger algunas cosas cuando nos detengamos en tu casa, como me lo has pedido.

–Sí, por supuesto –estuvo de acuerdo Dela. Ella le había dicho que iban a pasar muy cerca de la casa de su tío. Quería presentarlo al familiar con quien convivió en los últimos tiempos. –Mis padres están muertos –explicó– y debo informarle a mi tío de lo ocurrido. –Sí, por supuesto –aceptó el marqués. Sin embargo, había hablado con indiferencia. Dela sospechaba que le disgustaba la intromisión de la realidad en sus vidas. Cuando salieron de Chore Court, el marqués condujo el carruaje con una gran habilidad,

cosa que Dela había supuesto de antemano. Se veía tan feliz, que casi parecía irradiar una luz hacia ella. Arrivaron a la aldea alrededor de las doce.

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Dela pensó que, cuando llegaran a su casa, quizá podrían quedarse a comer. Pero no estaba muy segura de que su esposo así lo deseara. En realidad, estaba muy nerviosa. ¿Qué iba a decir su tío al saber que se había casado sin su permiso? El marqués condujo los caballos hacia la casa. Dela observó la sorpresa reflejada en sus ojos cuando la vio. Los ladrillos rosados de la época isabelina brillaban al sol. Sin duda alguna, él no había esperado hallar algo tan bello ni tan antiguo. Detuvo el carruaje frente a la puerta principal. Storton llegó hasta él casi corriendo. –¡Cuánto me alegra verla, señorita Dela! –exclamó–. Milord ha estado muy preocupado

por usted. –Me encuentro perfectamente, Storton –repuso Dela–. ¿Se encuentra su señoría en el

estudio? –Sí, y escribiendo, como era de esperarse, señorita –afirmó Storton. Dela atravesó la puerta. Cuando el marqués la alcanzó, ella le dijo: –Ven a conocer a mi tío. Tengo un poco de miedo de que pueda estar enojado conmigo por

haberme casado sin su permiso. –Deja todo en mis manos –la tranquilizó el marqués–. Tú sabes que no permitiré que te

preocupes, mi amor. Dela no respondió. Se dirigió hacia la puerta del estudio y la abrió. Al verla, su tío emitió una gozosa exclamación. –¡Dela! ¡Por fin has regresado! Dela corrió hacia él. –Perdóname, tío, por haberme escapado, y también por haberme casado sin tu permiso. Lord Lainden la miró, sorprendido. –He traído a mi esposo para que os conozcáis. Los dos hombres se miraron fijamente. Y, tras unos segundos, lord Lainden dijo: –Quizá me equivoque, pero estoy casi seguro de que usted es Kelvin Chorlton. –Y usted es lord Lainden –replicó el marqués–. El mes pasado disfruté mucho con el

discurso que pronunció en la Cámara de los Lores, pues estaba completamente de acuerdo con usted.

Lord Lainden extendió su mano. –Yo siempre admiré mucho a su padre –dijo–, pero no acabo de comprender lo que Dela

me acaba de decir, ni por qué se encuentra usted aquí. El marqués sonrió. –Nosotros nos casamos ayer –informó–. Fue un amor a primera vista y yo tenía mucho

miedo de perderla. –¡Casados! –exclamó lord Lainden–. ¡Me resulta muy difícil creerlo! Dela apretó el brazo de su tío. –Somos muy felices, tío Edward. Y si el duque se muestra desagradable, entonces yo estoy

segura de que Kelvin podrá encontrarte una casa en su gran finca. –¿De qué duque estás hablando? –preguntó el marqués–. ¿Y por qué iba a mostrarse

desagradable? –Esa es... la razón por la cual... yo escapé con... los gitanos –comenzó a decir Dela. –¡Entonces, estabas con los gitanos! –exclamó lord Lainden–. Me estuve preguntando a

dónde habrías ido, pero jamás se me ocurrió que estuvieras con Piramus y con Lendi. Sin

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embargo, estoy seguro de que cuidaron muy bien de ti. –Ellos tiñeron mis cabellos, y Kelvin tuvo el valor de casarse conmigo, aun pensando que

yo era una gitana –dijo Dela, y puso su mano en la del marqués mientras hablaba. Tenía miedo de que estuviera molesto por el engaño. Pero dijo: –¿Cómo es posible que me hayas engañado tan maravillosamente, y cómo es posible que

hayas podido leer el futuro igual, si no es que mejor que Lendi? –Es por mi sangre escocesa, que me facilita el poder leer, el pensamiento de los demás –

respondió Dela–. Además, yo tenía que huir del conde de Rannock. El marqués la miró con incredulidad. –¡Rannock! –exclamó con enojo–. ¿Qué tienes tú que ver con ese cerdo? Dela miró a su tío antes de añadir: –Su padre, el duque, nos estaba chantajeando para que yo me casara con él. Por eso escapé. El marqués la abrazó. –Gracias a Dios que lo hiciste –dijo–. Ni a mi peor enemigo le deseo el tener algo que ver

con Rannock. –El duque estaba decidido a que yo lo salvara de... sí mismo. Y como yo temía que le

hiciera la vida muy incómoda a tío Edward, me escapé para tratar de encontrar una solución. Dela sonrió antes de añadir con ternura: –Y te encontré a ti. –Por lo que le doy las gracias a Dios, a las estrellas, a la luna y a todos quienes tuvieron

algo que ver con ello –dijo el marqués. Miró a lord Lainden antes de preguntar: –¿Cree usted que verdaderamente pueda tener problemas con Marchwood por esto? –Por un momento, yo pensé que nos iba a causar muchos disgustos –explicó lord Lainden–

, pero ha ocurrido algo increíble e inesperado. –¿Y qué es ello? –preguntó Dela. –El conde libertino se ha enamorado –respondió lord Lainden. Dela lo miró, sorprendida, y dijo: –Espero que no sea de mí. –No, querida, estás a salvo –sonrió su tío–. Según lo que sé, tan pronto como tú te

marchaste, él se fue a buscar la compañía de lady Southgate. Ella se está ocupando de él tanto como se ocupa de sus perros, y, aunque parezca increíble, parece que el conde está en camino de reformarse.

–¿Quieres decir que se casará con él? –preguntó Dela. –En realidad, en la aldea saben mucho más acerca de todo esto que yo –respondió lord

Lainden–, y se dice que ella se lo está pensando muy en serio. Dela juntó las manos. –¡Eso es maravilloso, tío Edward! Además, quiere decir que el duque no te va a molestar y

podrás seguir montando sus caballos. –Creo que sería mucho más lógico si tu tío le echa un vistazo a la casa Dower, que en estos

momentos está desocupada –intervino el marqués–. No es muy diferente a esta casa, y a mí me daría un gran placer el que alguien tan distinguido viviera allí. Estoy seguro de que lord Lainden disfrutaría mucho con mi biblioteca.

–¡Es una idea maravillosa! –saltó Dela– Por favor, tómalo en cuenta, tío Edward. Me encantaría que estuvieras cerca de nosotros. Y cuando Kelvin no me necesite, yo podría seguir ayudándote con tus libros.

–Sin lugar a dudas, lo voy a pensar –prometió lord Lainden–. Y gracias, Kelvin, por ser tan generoso.

–Creo que, en realidad, me estoy comportando egoístamente –respondió el marqués–. No

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quiero que Dela se aleje de mí ni por un momento, y será mucho más conveniente que ella corra hasta la casa Dower cuando desee verlo a usted, a que tenga que venir hasta aquí.

Los dos hombres rieron y Dela dijo: –Por favor, tío Edward, prepárate para cambiarte de casa tan pronto como nosotros

regresemos de nuestra luna de miel. Durante la comida, siguieron comentando todo aquello. Cuando se despidieron, el marqués dijo: –¿Cómo es posible que todo resulte tan perfecto, mi amor? –Jamás voy a olvidar que quisiste casarte conmigo cuando pensabas que yo era,

simplemente, una gitana –recordó Dela. Se acercó un poco más a él y le puso la mano sobre la rodilla. Por un momento, el marqués apartó los ojos del camino para poder mirarla. –Te ves preciosa –dijo–. Y si me hablas con ese tono de voz tan especial, que a mí me

parece irresistible, entonces me voy a olvidar que estoy conduciendo un vehículo y vamos a tener un accidente.

Dela se rió. –Eres demasiado buen conductor como para eso. Al mismo tiempo, quiero que me digas

que te gusta el color de mis cabellos, y que te alegras de no haber tenido que luchar en contra de tu familia por mi causa, ya que ellos iban a pensar que me habías sacado del arroyo.

–Nadie que te vea podría pensar eso –manifestó el marqués–, pero sí, admito que todo va a ser mucho más fácil de lo que yo había esperado. Sin embargo, nada en el mundo hubiera evitado que y me casara contigo. Tú me robaste el corazón, siempre me hubiera sentido incompleto si no me uno a ti en matrimonio.

–Mi querido Kelvin, yo te amo –dijo Dela–, no es sólo por las cosas tan maravillosas que me dices y porque tus besos me elevan hasta el cielo. Es también porque eres bondadoso, inteligente comprensivo.

–Y yo te adoro y te venero –replicó el marqués–. Y cuanto más pronto nos hagamos a la mar mejor. Quiero decirte todo lo que tú significas para mí, y es mucho más fácil decirlo sin palabras.

Dela rió de felicidad. Entonces, a lo lejos pudo ver los edificios de Southampton. Allí los esperaba el yate. Iban a partir en un viaje de descubrimiento que, sin duda, resultaría perfecto ya que ambos

deseaban las mismas cosas. Era un tesoro más allá de cualquier precio. Era el éxtasis y la felicidad del amor.

Fin