novio de la muerte (pruebas)

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EL NOVIO DE LA MUERTE (HIMNO DE LA LEGIÓN) EL TEXTO Y SU CONTEXTO

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El novio dE la muErtE

(Himno dE la lEgión)El tExto y su contExto

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ÁngEl gómEz morEno

El novio dE la muErtE

(Himno dE la lEgión)

El tExto y su contExto

Sial / Fugger Libros

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A la Hermandad de Antiguos Caballeros Legionarios de Madrid

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milicia y Filología: dos cHarlas y un libro

Ofrecer una versión depurada, pretendidamente definitiva, de El Novio de la Muerte supone una operación de criba y selección

de las variae lectiones que, con el paso del tiempo, han ido modifi-cando la letra original de Fidel Prado. Desde el primer momento, desestimé la idea de editar ese preciso testimonio y de abogar por su reintroducción en un himno tan popular como el que nos ocu-pa, que no sólo entonan los legionarios en activo, encuadrados en cualquiera de sus cuatro Tercios o en la Brigada Alfonso XIII, sino muchas más personas, civiles o militares. En el pasado, otros se propusieron recuperar la letra del que, antes que himno, fue cuplé. Huelga decir que no lo lograron. Sembraron, eso sí, el desconcierto entre cuantos oían un primer verso como éste: Nadie en el campo sabía. Hubo incluso quien pasó de la sorpresa inicial a la ira, por creer que todo aquello era una burla a la Legión, cuando no había tal.

Como si de un ser vivo se tratase, los noventa años transcurridos desde que el himno se cantó por primera vez ayudan a entender su evolución, aunque no logran explicar –al menos no del todo– el porqué de su innegable inestabilidad. Puede hablarse –yo lo haré desde ahora– de una vulgata legionaria, un texto que la práctica totalidad de los legionarios identificarían automáticamente como el de su querido himno; sin embargo, en esa especie de letra ideal, tan alejada a menudo del original, no faltan, sino al contrario, las

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adherencias indeseadas: errores lingüísticos y lecciones que sólo cabe calificar de aberrantes. En ellas me esperaba mi principal adversario, aunque por desgracia no ha sido el único.

En todo momento he procurado fijar esa vulgata legionaria, un texto satisfactorio en tanto en cuanto concilia las distintas versiones que hoy se cantan. He conjugado la tradición legionaria, que obliga a valorar la coincidencia en una lectura por parte de los distintos testigos textuales, con la corrección lingüística y la calidad literaria. A pesar de mi veteranía, la tarea no ha resultado nada fácil: los escollos eran muchos y para superarlos no bastaba con apelar a la competencia filológica que uno cree haber demostrado en lides semejantes. En los casos más complejos, cuando la sensación era de puro vértigo, he sorteado el peligro agarrándome a la mano firme de los profesores Antonio Alvar, Carlos Alvar, Luis Alberto de Cuen-ca, Amelina Correa, Emilio Domínguez, José Guadalajara, Teresa Jiménez Calvente, Luciano López, José Antonio Pascual y Beatriz Villacañas, como también a las del teniente coronel Juan Salom, el teniente coronel Julio Salom y el coronel Ramón Moya. Con todos ellos, queridos y admirados amigos, quedo en deuda permanente.

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Edición uniFicada dE El Novio dE la MuErtE,

Himno dE la lEgión a sus muErtos

Discurso ante la Hermandad de Antiguos Caballeros legionarios de Madrid (22 de noviembre de 2012)

Hay himnos que lo son desde antes de nacer, pues ese es el fin concreto para el que han sido compuestos y por el que se les ha dotado de música y letra. Es el caso del Himno

de Infantería o del Cara al sol; otros, en cambio, devienen himnos gracias al gusto de un rey y al respaldo del pueblo, como la Marcha Real de Granaderos, nuestro himno nacional, que Carlos III elevó a la categoría de «Marcha de Honor» en 1770. Con esa distinción, el monarca reconocía que dicha pieza, interpretada por pífanos y tam-bores, había adquirido un status singular: ya no era sólo la melodía que sonaba cuando pasaba revista a las tropas en paradas militares y actos solemnes. Desde ese momento, incluso en su ausencia, su música representaba al Rey, a la Corona y, por ende, a España. De ese modo, la Marcha Real de Granaderos o Marcha granadera se ha-bía convertido en un símbolo, etiqueta ésta que cualquier himno nacional merece, como nos recuerda el título del libro coordinado por Miguel Ángel Alegre Martínez, El himno como símbolo político, León: Universidad de León, 2008 (en su interior, Antonio M. García Cuadrado se ocupa de «El himno nacional de España», pp. 91-112).

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Lo que le ocurrió a la Marcha granadera en el siglo XVIII podía haberle sucedido en fecha reciente a la bellísima marcha de paseo titulada El abanico, compuesta por Alberto Javaloyes en 1910. Si así me expreso es porque su elegancia y solemnidad la han convertido en el acompañamiento musical con que revistan las tropas el Rey D. Juan Carlos y los miembros de la Casa Real; con todo, al no haberse restringido su uso con carácter oficial (a golpe de BOE), no faltan ocasiones en que sus compases suenan en cualquier revista de tropas, con independencia del rango de la autoridad de turno, ya sea civil o militar. Con toda justicia, El abanico podía haberse convertido en una especie de segundo himno español, aunque, de preguntar en la calle, eso mismo podía haberles ocurrido, desde hace unas cuantas décadas, a una tonadilla, Suspiros de España (particularmente, en la soberbia versión de doña Concha Piquer), y, con más razón, a un pasodoble y marcha militar de la calidad y fama de Las corsarias:

Como el vino de Jerezy el vinillo de Riojason los colores que tienela banderita española,la banderita española.

A nadie extrañe lo que digo, ya que el fenómeno a que me refiero, el de los dobles himnos, es mucho más común de lo que se pien-sa. Me viene bien el ejemplo de los Estados Unidos, donde con el himno oficial, The Star-Spangled Banner («La bandera tachonada de estrellas», considerado oficial desde 1931), continúa compitiendo una canción patriótica transformada en himno: America the beautiful (1910). Del mismo modo, en la Alemania nazi, el Horst Wessel Lied, himno del partido, igualó en status al himno nacional, el Deuts-chlandlied (1841), para luego acabar superándolo; de hecho, en las ceremonias se cantaba sólo la primera estrofa del himno nacional y luego el Horst Wessel Lied completo.

Por poner un último ejemplo, antes de pasar directamente a las marchas de la Legión Española, me permito recordar que, desde

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Burdeos hasta la línea del Ebro, hay una especie de himno oficioso que todos, aquitanos y vascongados, nacionalistas o no, comparten: el Agur Jaunak, una melodía popularizada de orígenes más bien difusos. Nada tiene esta composición del tono guerrero del Eusko gudariak y mucho, sí, de solemne melancolía, por lo que se canta en clausuras, despedidas, entierros y funerales. En España, sonó por vez primera en 1918 y, desde entonces, ganó los corazones de los vascongados y navarros, aunque el Agur Jaunak emociona a cualquier persona sensible, ya sea española o foránea (así se explica la versión del grupo musical conocido como The Kelly Family).

Como sabemos, en el caso de la Legión, hay un himno oficial, la Canción del legionario, y otro oficioso, el Novio de la muerte; en concreto, este último es el himno con que los legionarios rinden honores a los compañeros caídos en el campo de batalla y, por ex-tensión, a todos sus muertos. Incluso después de contar con himnos propios, los legionarios entonaban con particular entusiasmo toda una variedad de melodías militares, como el Himno de la Academia de Infantería. Tan lograda pieza era fruto de la inspiración del músico y cadete Fernando Díaz Giles, que encomendó la redacción de la letra a sus amigos Jorge y José de la Cueva. Este himno, uno de los más bellos de nuestro repertorio musical militar, fue interpretado por vez primera en 1911.

A poco de nacer, la Legión Española se apropió de La Madelón, que ya hacía las veces de tarjeta de presentación de la Legión Extranjera; sin embargo, esta pícara canción, naturalizada en España aunque francesa de cuna, no podía ir más allá del puro divertimento. Se necesitaba algo radicalmente distinto: una composición que desta-case el sino trágico y glorioso del legionario, que halla su máxima expresión en un ideal: morir por la patria (sobre la sublimación del sacrificio por la comunidad de la que el héroe forma parte, que recorre toda la historia universal, versó mi conferencia «Pro patria mori: el guerrero y sus votos», que impartí el 21 de junio de 2012 ante la Hermandad de Antiguos Caballeros Legionarios de Madrid).

Por fortuna, la primera pieza musical que hizo las veces de him-no fue la titulada Tercios heroicos, una bella marcha con música de

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Francisco Calés Pina y letra de Antonio Soler, que les había sido encargada por el propio Millán-Astray. Con su grito «¡Legionarios a luchar, // legionarios a morir!» y sus dos vivas, a España y la Legión, Tercios heroicos cumplía con todos los requisitos para ser el himno definitivo de la Legión Española; sin embargo, el mismo año de 1920, en que se creó el Tercio y se compuso Tercios heroicos, nacía el que acabó convirtiéndose en su himno oficial: la susomentada Canción del legionario, con música de Modesto Romero y letra de Emilio Guillén Pedemonti.

Sólo un año más tarde, en 1921, sonaba por vez primera El Novio de la Muerte, un cuplé con aire de marcha con música de Juan Costa Casals (1882-1942) y letra de Fidel Prado Duque (1891-1970). De éste hay que decir que, bajo el pseudónimo F. P. Duke, acabaría ga-nándose la vida con la publicación de relatos populares de aventuras. La primera en cantar el cuplé fue Mercedes Fernández González, más conocida por el nombre artístico de Lola Montes, en una me-morable actuación en el Teatro Vital Aza de Málaga. En julio de ese mismo año, la compañía teatral de Valeriano León, de la que Lola Montes formaba parte, pasó el Estrecho para actuar en Melilla. Se había hecho caso a la Duquesa de la Victoria, responsable de los hospitales de la Cruz Roja en Marruecos, que buscaba maneras de levantar el ánimo de los melillenses y de las tropas que protegían la ciudad de los ataques de Abd-el-Krim. Lola Montés actuó los días 30 y 31, sólo cinco después de la llegada de los legionarios. Millán-Astray quedó entusiasmado con la composición, por lo que decidió que, tras los imprescindibles arreglos, formase parte del repertorio musical de la Legión. No obstante, aquello nada tenía de casual, pues el caso de amor trágico en que Prado había buscado inspiración formaba parte de la historia del Tercio.

Todos conocemos la leyenda del cabo Baltasar Queija de la Vega, el primer caído de la Legión, que acudió a su cita con la muerte durante los combates de Beni Hassán. Según la tradición oral, Bal-tasar Queija (a quien todos conocían como «el Legionario Poeta»), tras enterarse por carta de la muerte de su novia, había dicho que esperaba ser el primero de todos los legionarios en caer en combate

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para reunirse con ella. Su deseo se vio cumplido, con lo que la Legión potenció su marcada faceta romántica. A este respecto, conviene recordar que la muerte de uno de los amantes desemboca en la del otro en una larga serie de obras literarias: en algunas de las historias ovidianas, en la vieja novela sentimental española (como en Grisel y Mirabella, un conocido título de Juan de Flores impreso en 1495), en Romeo y Julieta o en los romances vulgares de asunto truculento que tanto éxito continuaban teniendo al inicio del siglo XX.

En atención a la forma de El novio de la muerte, sus versos octo-sílabos sólo ceden, y por un momento, ante el dodecasílabo. De ambos metros, el de ocho y el de doce sílabas, podemos decir que son característicamente españoles. Si el octosílabo, de acuerdo con Tomás Navarro Tomás («Tiene sus raíces en la medida básica de los grupos fónicos de la lengua», Métrica española. Reseña histórica y des-criptiva [Madrid: Guadarrama, 1974, 5ª ed.], p. 71), se aviene mejor que ningún otro verso con la prosodia o ritmo de nuestra lengua (lo que explica la natural tendencia que cualquier hispanohablante muestra a componer versos de esa medida), el segundo, potentísi-mo en el Medievo gracias a la copla de arte mayor, resucitó con el Romanticismo y, como enseguida veremos, se mantuvo vigente en los años que aquí interesan.

Sobre el tipo concreto de dodecasílabo a que apela Fidel Prado, dice el estupendo Manual de Métrica Española de Elena Varela, Pa-blo Moíño y Pablo Jauralde (Madrid: Castalia, 2005, pp. 206-207): «Los que mantienen el aire de seguidilla (7 + 5 […]) como es lógico se remontan a la popularización de este ritmo, desde finales del siglo XVI […] y luego rebrotan con extraordinaria fuerza durante el romanticismo: Zorrilla, Avellaneda, Espronceda, Rosalía, etc.» Efectivamente, el que aquí tenemos es el conocido como dodecasílabo de seguidilla, con dos hemistiquios (o medios versos) irregulares, de 7 + 5, en lugar de la cesura simétrica de 6 + 6. De que me asiste la razón puedo dar una muestra irrefutable: pongámosles a algunos de tales versos la melodía de los dodecasílabos de El Novio de la Muerte (los de «Y si alguno quién era le preguntaba, // con dolor y rudeza le contestaba») y veremos cómo funcionan a la perfección.

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Así ocurre, pongo por caso, en los versos iniciales de «La siesta» de José Zorrilla (incorporada a sus Poesías, 1837):

Son las tres de la tarde, julio, Castilla.El sol no alumbra, que arde: ciega, no brilla;la luz es una llama que abrasa el cielo;ni una brisa una rama mueve en el suelo.

Desde el hombre a la mosca todo se enerva;la culebra se enrosca bajo la hierba;la perdiz por la siembra suelta no corre,y el cigüeño a la hembra deja en la torre.

Para remachar el clavo, pondré un último ejemplo: un par de versos de «Bailadora» (Camafeos, 1897) de Salvador Rueda: «[…] // de su rostro y sus gracias las maravillas, // y ella mueve, inflamadas, ambas mejillas.»

Que El Novio de la Muerte fuese originalmente un cuplé, un tipo de composición ligera y pensada para el gran público, explica que sus versos tengan un patrón esticomítico. Con el término esticomitia, se alude en poesía a la adecuación o correspondencia del verso y la sintaxis o, lo que es lo mismo, el acompasamiento de la estructura oracional y la pausa versal. Para aclararlo aún más, cabe apostillar que la esticomitia es la fórmula opuesta al encabalgamiento entre versos. Que oración y métrica vayan acordes permite marcar enfá-ticamente la rima y hacer pausas largas, muy largas, al final de cada verso; de ese modo, El Novio de la Muerte pudo convertirse luego en lo que de hecho es: una marcha lenta y ceremoniosa.

El Novio de la Muerte cae en el extremo opuesto de un soneto, con sus característicos encabalgamientos continuos (no en balde, en su caso, se ha llegado a hablar de la estética del encabalgamiento), que aceleran su lectura o declamación y pueden llegar a desdibujar la rima. Cuando esta forma estrófica comenzó su expansión por España en la primera mitad del siglo XVI, fue repudiada por no pocos aficionados a la poesía, pues aquello no les sonaba a verso, como indica el valioso testimonio de Juan Boscán. En su carta a la Duquesa de Soma, que introduce el libro II de sus Poesías, titula-

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do «Sonetos y canciones a manera de los italianos», dice el poeta barcelonés: «Los unos se quexavan que en las trobas desta arte los consonantes no andavan tan descubiertos ni sonavan tanto como en las castellanas; otros dezían que este verso no sabían si era verso o si era prosa» (Carlos Clavería, ed., Juan Boscán, Obra completa [Madrid: Cátedra, 1999], p. 116).

Para que distingamos un modo de poetizar del otro, basta leer un soneto tan perfecto como emotivo de Jorge Luis Borges. Se trata de Tarde de lluvia, cuya fuerza lírica deriva de la capacidad eventiva o, lo que es lo mismo, del poder de evocación de la lluvia (para esta técnica, en la línea que, desde Jorge Manrique y, a través de Gustavo Adolfo Bécquer y Antonio Machado, llega al argentino, véase Ángel Gómez Moreno, ed., Jorge Manrique, Poesía completa [Madrid: Alianza, 2000], pp. 57-58). Cuando, tras los cristales, vemos y oímos caer la lluvia, nuestros recuerdos se activan. Ahora, sólo me interesa que perciban cómo, de la esticomitia relativa de los dos cuartetos, Borges pasa al encabalgamiento abrupto de los dos tercetos, que no sólo rompe la pausa versal sino que salta por encima de la división estrófica:

Bruscamente la tarde se ha aclaradoporque ya cae la lluvia minuciosa.Cae o cayó. La lluvia es una cosaque sin duda sucede en el pasado.

Quien la oye caer ha recobradoel tiempo en que la suerte venturosale reveló una flor llamada rosay el curioso color del colorado.

Esta lluvia que ciega los cristalesalegrará en perdidos arrabaleslas negras uvas de una parra en cierto

patio que ya no existe. La mojadatarde me trae la voz, la voz deseada,de mi padre que vuelve y que no ha muerto.

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Atendamos ahora al ritmo, sobre el que la música actúa todopo-derosa en distintos sentidos, ya que, según el caso, modifica ligera o drásticamente la prosodia y marca ictus inesperados. De todos mo-dos, con carácter general puede decirse que, mientras en la primera estrofa los dos versos iniciales se apoyan en un patrón dactílico, el tercero es trocaico y anticipa el cierre de la segunda estrofa; en el cuarto, se retorna al ritmo dactílico:

Nadie en el Tercio sabía ´ - - ´ - - ´ -quién era aquel legionario ´ - - ´ - - ´ -tan audaz y temerario ´ - ´ - ´ -que a la Legión se alistó. ´ - - ´ - - ´

En la segunda estrofa, ya se ha dicho, tenemos dáctilos en los tres primeros versos y un enfático y ralentizador troqueo en el verso de cierre:

Nadie sabía su historia, ´ - - ´ - - ´ - mas la Legión suponía ´ - - ´ - - ´ -que un gran dolor le mordía, ´ - - ´ - - ´ -como un lobo, el corazón. - - ´ - ´ - ´

Los dodecasílabos híbridos (ya que, en ellos, el dáctilo deja paso al troqueo) introducen el estribillo:

Y si alguno quién era / le preguntaba, - - ´ - - ´ - - ´ - ´ -con dolor y rudeza / le contestaba: - - ´ - - ´ - - ´ - ´ -

En el estribillo, impera el troqueo solemne, acompasado con una marcha lenta en la que habría que señalar alguna curiosidad, como el acento musical secundario en la preposición con del segundo verso:

«Soy un hombre a quien la suerte ´ - ´ - ´ - ´ - hirió con zarpa de fiera; - ´ - ´- - ´-soy un novio de la muerte ´ - ´ - ´ - ´ -que va a unirse en lazo fuerte ´ - ´ - ´ - ´ -con tan leal compañera.» ´ - ´ - ´ - ´ -

De aquí en adelante, la estructura se repite, por lo que huelga cualquier comentario. Sólo importa añadir que la cadencia de nuestro himno es envolvente: que atrapa y emociona. A ese fin

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coadyuva una letra a la que, dada nuestra intención de ofrecer un himno unificado y limpio de adherencias indebidas, prestaremos especial atención.

Cuando más recio era el fuego ´ - - ´ - - ´ -y la pelea más fiera, ´ - - ´ - - ´ -defendiendo su bandera, - - ´ - ´ - ´-el legionario avanzó. ´ - - ´ - - ´

Y sin temer al empuje ´ - - ´ - - ´ -del enemigo exaltado, ´ - - ´ - - ´ -supo morir como un bravo ´ - - ´ - - ´ -y la enseña rescató. - - ´ - ´ - ´

Y al regar con su sangre / la tierra ardiente, - - ´ - - ´ - - ´ - ´ -murmuró el legionario / con voz doliente: - - ´ - - ´ - - ‘ - ´ -

«Soy un hombre a quien la suerte ´ - ´ - ´ - ´ - hirió con zarpa de fiera; - ´ - ´- - ´-soy un novio de la muerte ‘ - ´ - ´ - ´ -que va a unirse en lazo fuerte ´ - ´ - ´ - ´ -con tan leal compañera.» ´ - ´ - ´ - ´ -

Cuando al fin le recogieron, ´ - - ´ - - ´ -entre su pecho encontraron ´ - - ´ - - ´ -una carta y el retrato - - ´ - ´ - ´ -de una divina mujer. ´ - - ´ - - ´

Aquella carta decía: ´ - - ´ - - ´ -«Si algún día Dios te llama, ´ - - ´ - - ´ -para mí un puesto reclama, ´ - - ´ - - ´ -que a buscarte pronto iré.» - - ´ - ´ - ´

Y en el último beso / que le enviaba - - ´ - - ´ - - ´ - ´ -su postrer despedida / le consagraba: - - ´ - - ´ - - ´ - ´ -

«Por ir a tu lado a verte, ´ - ´ - ´ - ´ - mi más leal compañera, - ´ - ´ - - ´ -me hice novio de la muerte: ´ - ´ - ´ - ´ -

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la estreché con lazo fuerte ´ - ´ - ´ - ´ -y su amor fue mi bandera.» ´ - ´ - ´ - ´ -

Del texto no puede decirse que esté libre de escollos de natura-leza ecdótica (esto es, editorial) y hermenéutica (esto es, exegética o interpretativa), sino todo lo contrario. Por lo que respecta a la primera tarea, que consiste en editar un himno depurado, hay que decir que, a pesar de su brevedad y una sencillez que tiene mucho de engañosa, el filólogo avezado ha de enfrentarse a un total de veintitrés lecciones que reclaman su mano experta. Si a ellas uni-mos los casos de puntuación incorrecta, que afean la mayoría de las versiones en circulación (tachas de las que, por cierto, no quedan a salvo ni la página oficial de la Legión Española ni las principales obras de referencia que recogen el himno), hay que hablar de algo más de treinta castigationes (como decían antaño los humanistas) o correcciones al texto de El Novio de la Muerte.

Por el contrario, si a los veintitrés pasajes a que acabo de aludir les descontamos lo que no son sino simples faltas de ortografía, hemos de resolver diecinueve dudas textuales de dificultad variable. Ade-lanto que ninguna de ellas se antoja irresoluble o abracadabrante, por lo que se hacen innecesarias las cruces desperationis (con las que el filólogo indica su incapacidad para resolver un problema textual). El principal escollo radica en que no basta con editar la partitura original –labor ciertamente fácil, ya que, como enseguida veremos, consiste en una transcripción cuidadosa, y poco más– sino que se trata de reconstruir una «vulgata legionaria» (a la que, de aquí en adelante, me referiré sin comillas) que los legionarios reconozcan como tal y satisfaga por su calidad lingüística y literaria.

La letra que en su día cantó Lola Montes difiere bastante del himno que hoy enseñan al aspirante a legionario en cualquiera de las sedes de la Legión, bien sea en Melilla (Primer Tercio), en Ceuta (Segundo Tercio) o en los acuartelamientos de la Brigada en Ronda (Tercer Tercio) y Viator (Cuarto Tercio). Tan sólo una unidad ajena a la Legión, la compañía de esquiadores-escaladores de Viella, co-nocida como la «Legión Blanca» (todo se explica porque en origen

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fue compañía de esquiadores paracaidistas, y ya sabemos que todo paracaidista es un CLP, un caballero legionario paracaidista), siente nuestro himno como suyo y, dato curioso, presume de la peculiari-dad de su letra, que unas veces respeta el original de Fidel Prado y otras se aparta por completo no sólo de él sino de la propia vulgata, como veremos en su lugar.

El análisis de las distintas versiones conservadas confirma que, no pocas veces, músicos y editores han vuelto la vista a la partitura original, lo que explica los frecuentes entrecruces entre lo que en puridad son dos textos distintos. Este factor propicia la sorpren-dente inestabilidad e innegable diversidad de nuestro himno, dos características que, para sorpresa de quien esto escribe, escapan a muchos de cuantos lo entonan o lo oyen. Es más, incluso un espe-cialista en historia militar (se dice el pecado pero no el pecador), ignorante del origen y evolución de El Novio de la Muerte, puede afirmar: «No ha habido letras alternativas a ésta, ni en la guerra civil, ni en la División Azul, ni después. La razón hay que buscarla en sus propios versos, contundentes, insuperables. Esta es su letra». Lo que a continuación ofrece es el texto de la vulgata con algunas de sus máculas características.

En caso de que exista, no tengo noticia de una versión oficial de El Novio de la Muerte, un texto sancionado o validado por el mismísimo Millán-Astray o la autoridad militar correspondiente. La tarea, así las cosas, no pinta fácil, pues el texto de la vulgata legionaria no está establecido de antemano sino que hay que fijarlo. Lo malo es que, ni siquiera tras llevar a cabo esa operación, acaban nuestros desvelos, ya que, en algunas de sus lecciones, la vulgata resulta menos correcta (desde un enfoque lingüístico) o menos eficaz (en términos literarios) que el original de Prado. A pesar de todo, confieso que me he esforzado en conservarla a todo trance. Lo diré a la inversa: sólo he rechazado la vulgata legionaria cuando no ha quedado más remedio, esto es, en casos de error manifiesto o deturpación inad-misible. En realidad, tanto celo he puesto en salvaguardar la vulgata que sólo en cuatro casos, y tras reconsiderarlos no sé cuántas veces, he decidido recuperar el original.

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Para mi trabajo, me he servido de un largo número de testigos del himno, que han llegado a nosotros de distinta manera. (1) Unos aparecen en partituras y folletos, en libros y revistas que versan sobre la Legión, la música militar y los asuntos más variados que quepa imaginar; en este primer grupo, hay que prestar especial atención a ciertas partituras. (2) Otros corresponden a grabaciones sonoras y pertenecen, en su mayor parte, a bandas u orquestas militares; en ellas, lo que más me ha interesado es, y no necesito explicar por qué, la calidad de la letra, ya se trate del texto original o la vulgata legionaria. (3) En ningún caso he despreciado los testimonios orales, algunos tan valiosos como el de mi amigo Javier Monzón, pues desde su sección de esquiadores-escaladores de Isaba mantuvo contacto con la Legión Blanca de Viella. (4) En último término, Internet aparece plagada de versiones de calidad muy diversa, aunque abundan las defectuosas y aberrantes.

Sin necesidad de entrar en detalles, pues en realidad no importan demasiado, debo precisar que he revisado decenas de testimonios de los cuatro grupos señalados, y siempre con un doble propósito. En primer lugar, he hecho todo lo necesario para recuperar el texto original de Fidel Prado, al que ya me he referido en varias ocasiones; en segundo término, me he esforzado por reconstruir la vulgata legionaria, en la que he señalado sus errores manifiestos. Sabía que, sólo tras ambas operaciones, estaría en condiciones de acometer la empresa para la que inicialmente me había emplazado: ofrecer una versión depurada y unificada de El Novio de la Muerte.

Poco importan las dificultades para datar los testimonios conser-vados: recuperar el original de Fidel Prado es, como ya he dicho, tarea simple. Lo más cercano que conozco es un impreso de fecha incierta que Carlos Gosálvez Lara, La edición musical española hasta 1936 (Madrid: Asociación Española de Documentación Musical, D.L. 1995), data ca. 1925. Por desgracia, el único ejemplar de que tengo noticia cierta es el de la Biblioteca Nacional (MP 4557-12), que carece de cubierta; por ello, no sé si le corresponde o no la que a continuación reproduzco, que aparece en varios sitios de Internet. Hay quien, sin más ni más, afirma que se trata de la misma partitura

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de que se sirvió Lola Montes; en cambio, yo no me atrevo a tanto, pues ninguno de los ejemplares conocidos lleva año de impresión, algo que invita a la prudencia y nos previene antes de hacer afirma-ciones tan categóricas como ésa. Aunque la portada corresponda a la misma edición que manejo, la existencia de un impreso anterior queda probada por razones filológicas. Lo veremos de inmediato.

Por lo demás, el sello de la primera página deja claro que se trata de uno de los impresos musicales editados por Ildefonso Alier en Madrid.

El segundo testigo que conserva la versión original de Prado tampoco lleva fecha, aunque es razonable atribuirle la misma que consta en la ilustración de la portada o, a lo sumo, un año más. Ahí,

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sobre un motivo en que el laurel del poeta y el roble del héroe se abrazan a la bandera de España, se lee la firma «Companys 39». En la parte inferior, figuran los demás datos bibliográficos: es una nueva entrega de la Editorial Alier, que ahora aparece con doble sede, en Madrid y Barcelona; por añadidura, en la cubierta trasera se informa de que la partitura se ha compuesto en los Talleres de Grabado y Estampación de Música A. Boilbau & Bernasconi, Pro-venza, 285, Barcelona. La ficha bibliográfica se completa, como ya sabemos, con «s. d. [ca. 1939]».

Vengamos al argumento filológico a que me refería. Entre ambos testigos no hay más que una diferencia, aunque, eso sí, de enorme importancia. Se trata nada menos que del celebérrimo primer ver-so. En su arranque, el impreso más antiguo ofrece la que considero –y creo no equivocarme– lección derivada: Nadie en el Tercio sabía;

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frente a él, la segunda partitura, que acabo de datar ca. 1939, lee: Nadie en el campo sabía. ¿Cómo se explica este hecho? Pues de un solo modo: el impreso más moderno parte de un modelo que tenía la lección original, campo. Ese modelo puede haber sido una edición príncipe, datable ca. 1921, sobre la que carezco de seguridad (algu-nos afirman que a ella pertenece la cubierta reproducida atrás, que también puede corresponder a la edición ca. 1925); sin embargo, tampoco cabe descartar que el impreso ca. 1939 parta en realidad de un autógrafo o apógrafo (copia ajena validada por el autor) en que ya aparecía la lección campo. Aparte de esa salvedad, no hay ninguna discrepancia más entre ambas ediciones.

Nadie en el campo sabíaquién era aquel legionariotan audaz y temerarioque se alistó en la Legión.

Nadie sabía su historia,mas la Legión presumíaque un gran dolor le mordía,como un lobo, el corazón.

Y si alguno quién era le preguntaba,con dolor y rudeza le contestaba:

«Soy un hombre a quien la suertehirió con zarpa de fiera;soy un novio de la muerteque va a unirse en lazo fuertecon tan leal compañera.»

Cuando más recio era el fuegoy la pelea más fiera,defendiendo su banderael legionario avanzó.

Y sin ceder al empujedel enemigo exaltado,

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supo morir como un bravoy la enseña rescató.

Y al regar con su sangre la tierra ardiente,murmuró el legionario con voz doliente:

«Soy un hombre a quien la suertehirió con zarpa de fiera;soy un novio de la muerte,que va a unirse en lazo fuertecon tan leal compañera».

Cuando al fin le recogieron,entre su pecho encontraronuna carta y el retratode una divina mujer.

Aquella carta decía:«Si Dios un día te llama,para mí un puesto reclama,que a buscarte pronto iré.»

Y en el último beso que la enviabasu postrer despedida le consagraba.

«Por ir a tu lado a verte,mi más leal compañera,me hice novio de la muerte:la estreché con lazo fuertey tu amor fue mi bandera.»

Desde aquí, llevaré a cabo una operación que podría calificarse de sorprendente o inusitada, pues consiste en irle quitando la ra-zón al poeta para dársela a la Legión que, en un ejercicio colectivo y anónimo, retocó y reelaboró el himno hasta transformarlo en lo que he bautizado como vulgata legionaria. Curioso resulta que don Ramón Menéndez Pidal, el eminente historiador y filólogo, al refe-rirse a la poesía popular o tradicional y al pueblo como transmisor

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y artista (en su papel como creador o, más bien, recreador), apelase a una categoría acuñada por él mismo, una etiqueta que de seguro llamará la atención a todos los interesados por la materia de que aquí me ocupo. En tales casos, el maestro hablaba de un autor-legión, concepto que cualquier interesado por el asunto puede revisar con la calma que conviene en Ramón Menéndez Pidal, Diego Catalán y Álvaro Galmés, Cómo vive un romance. Dos ensayos sobre tradicionalidad, Madrid: CSIC, 1954.

Sólo en el caso de la poesía popular, tradicional o folclórica, la figura del autor se diluye por completo. Algo así pasó con nuestro himno; de hecho, la voluntad de Prado, manifiesta en los ejempla-res del impreso ca. 1939, validados uno a uno con su firma, apenas si contó entonces, como tampoco cuenta hoy día. Por ello, nada importa que sepamos –como, de hecho, sabemos– cuál es la última versión sancionada o validada por el autor, en la idea de que habría que anteponerla a todas las demás. En ocasiones como la presente, conviene relativizar o, sin ambages, rechazar la que parece una re-gla de oro editorial de estricta observancia. Me explicaré con más detalle, para lo que recurriré un par de ejemplos.

Desde el punto de vista legal, la última voluntad es la que importa e impera, siempre y cuando el interesado posea la lucidez necesa-ria; sin embargo, con las obras de arte no ocurre necesariamente lo mismo. Por ejemplo, a mí me inspira más confianza el joven Rafael Alberti de Marinero en Tierra que el anciano que, ya que eran suyos y nadie se lo podía impedir, no tuvo reparo en retocar algunos poemas de juventud. Del mismo modo, por mucho que el manuscrito de El Buscón de Quevedo que perteneció a don Manuel Bueno (hoy custodiado en la Biblioteca de la Fundación Lázaro-Galdiano de Madrid) represente la última voluntad de su genial autor, me quedo con la primera versión de la obra, por ser la única que circuló entre los lectores, tanto en forma manuscrita como, lo que más importa, impresa. Ésta es la vulgata del Buscón, el texto que todos hemos leído, desde el siglo XVII para acá. Sólo en el último cuarto de siglo los expertos en Quevedo y en la novela picaresca han coincidido en apostar por el único testigo de su última voluntad artística. Aunque

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se me ocurren más ejemplos, creo que bastan los dos aducidos.Fidel Prado lo tuvo aún más difícil. Al pasar a la Legión, la letra

de El Novio de la Muerte dejó de ser propiamente suya; de hecho, su nombre se eclipsó por completo. Tras su vuelta a la palestra en el impreso ca. 1939, entreveo tres intenciones. La primera de ellas es de orden económico, y poco o nada cuesta entenderla en un momento en que la vida en España era verdaderamente difícil para todo el mundo. De paso, Prado aprovechaba para recordar –y éste sería el segundo motivo para volver sobre el himno– que él era el autor de la subyugante letra que todos conocían y cantaban. Si, de paso, conseguía recuperar su original y erradicar tantas y tantas versiones adulteradas, mejor que mejor. Éste hubo de ser, según sospecho, su tercer y último propósito.

Imagino que Prado se escandalizaría al comprobar el maltrato que algunos habían dado a sus versos; para caer en la cuenta, bastaba

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leer El novio de la muerte en cualquiera de las exitosas recopilaciones de himnos nacionales. Este título, u otros parecidos, es el que se dio a una serie de folletos en octavo menor (resultantes de doblar tres veces un pliego de papel, lo que supone un total de 16 páginas exactas) que recogían no sólo los himnos de España, Alemania e Italia, sino los de las unidades vencedoras en la Guerra Civil, así como los de los partidos que llevaron al poder a Franco, Hitler y Mussolini. El ambiente de exaltación patriótica resultaba idóneo para unas publicaciones que literalmente inundaron el mercado editorial entre el final de los años treinta y los primeros cincuenta.

Fechar estas modestas piezas, en las que casi por principio falta el año, sólo puede hacerse por aproximación. Su baja calidad bi-bliográfica tiene correlato en su pésima calidad textual. Nos basta un único pero significativo ejemplo: la Recopilación de himnos na-cionales, Sevilla: Nueva Edición Económica, s. d. [ca. 1939-1942]. En torno al final de la Guerra Civil, hubo quien cantó o aprendió de memoria una versión de nuestro himno tan estragada como la que cierra el folleto (aunque en la cubierta, como se ve, ese honor parece corresponderle al Himno de la Guardia Civil). La transcribo sin modificar absolutamente nada; por ello, he dejado tal cual su puntuación y su acentuación, sus mayúsculas y sus minúsculas, tan deficientes como el propio texto:

Nadie en el Tercio sabía // quien era aquel legionario, // tan audaz y temerario, // que en la Legión se alistó. // Nadie su historia sabía // más la legión, presumía // que un gran dolor le mordía // como un lobo el corazón. // Y si alguno ¿Quién eres? Le preguntaba // Con dolor y rudeza le contestaba: // Soy un hombre a quien la suerte // hirió con zarpa de fiera. // Soy un novio de la muerte // que va a unirse, en lazo fuerte // con tan leal compañera. // Cuando más fuerte era el fuego, // y la pelea más fiera, // defendiendo su bandera // el legionario avanzó; // y sin temor al empuje // ni a las balas que le asedian, // defendiendo su bandera // el legionario cayó. // Cuando al fin lo recogieron // sobre su pecho encontraron // una carta y un retrato // de una divina mujer, // aquella carta decía: // Si algún día Dios te llama // para mí un puesto reclama // que a buscarte pronto iré // por ir a tu lado a verte // mi más leal compañera // me hice novio de la muerte // la estreché con lazo fuerte // y su amor fué mi bandera.

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En el folleto escogido, y apostillo que los demás no son mejores, hay alteraciones y mutilaciones de toda índole; además, mientras en unos pasajes su anónimo editor tiene en cuenta el original de Prado, en otros refleja la vulgata legionaria. En resumidas cuentas, el resultado es absolutamente decepcionante. Por ello, incluso he llegado a preguntarme si esta edición del himno no es el fruto de la memoria, inobjetablemente mala, de un informante desconocido o del propio editor, que tampoco revela su nombre. ¿Quién sabe? Lo único cierto es que ni éste ni sus congéneres sirven para nuestro propósito.

Curiosidades aparte, pues no son más que eso, tiempo es ya de darse, y sin más demora, a la única tarea que de veras importa. Des-de aquí hasta el final, y estrofa a estrofa, revisaremos los problemas de la vulgata legionaria para, al mismo tiempo, establecer el texto crítico tras el que andamos.

I

Nadie en el Tercio sabía quién era aquel legionario tan audaz y temerario que a la Legión se alistó.

Como se ha dicho, en la edición más temprana de la Editorial Alier, el primer verso coincide con la vulgata; sin embargo, en la edición ca. 1939, que en mi ejemplar viene validada por la firma de Fidel Prado (impresa con tampón de caucho), se lee: «Nadie en el campo sabía», sustantivo éste desaparecido de casi todas las versiones de que tengo noticia. En You Tube, campo se conserva en un testigo de extraordinaria calidad, http://www.onemillionvideos.de/watch/?v=GVoUQu3H2XA, una grabación de la hace bastante tiempo desaparecida Academia Auxiliar Militar, dirigida por el insigne maestro Ricardo Dorado Janeiro. El primer testimonio de esta grabación es un disco editado por la compañía Columbia en 1959, cuya carátula informa del grupo vocal que interpreta el himno legionario: el coro de hombres de Cantores de Madrid.

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El impreso ca. 1925 nos cerciora de lo temprano del cambio y confirma que fue obra del propio Fidel Prado. Poco importa que, en la edición ca. 1939, el autor volviese a la lección primera, y la validase con un sello con su firma. Por lo tanto, queda claro que el paso de campo a Tercio fue el primero de los experimentados por El Novio de la Muerte en su metamorfosis –a decir verdad, más de mú-sica que de letra–, de lo que ya no era cuplé sino marcha militar, en himno de la Legión Española. Si, en lo que a su ritmo se refiere, la primera partitura indica «Tiempo de marcha», el impreso ca. 1939 lee en la cubierta: «Marcha del Tercio».

Para evitar un fallo ortográfico que afea la mayoría de las ediciones al uso, hay que recordar que quién es el pronombre que introduce la subordinada interrogativa indirecta y que debe ir acentuado de manera obligatoria. Aunque su número es relativamente reducido, no faltan versiones con tan valiente, en lugar de tan audaz, lección ésta en la que coinciden la partitura original y la vulgata, por lo que aquélla debe desecharse.

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Para el final, dejaremos el caso más complejo de todos: el que nos llevará a optar entre alistarse en y alistarse a, aunque en realidad no hay dos sino cuatro opciones, dos de ellas con bajísima frecuencia: que se alistó en la Legión y que se alistó a la Legión. Este dato no tendría mayor importancia de no ser por el hecho de que la versión origi-nal leía que se alistó en la Legión. En realidad, poco importa, ya que la vulgata legionaria obliga a escoger entre dos giros, igualmente frecuentes y equipolentes entre sí, ya que tienen idéntico peso o importancia: que en la Legión se alistó y que a la Legión se alistó. Sólo al final revelaré mi decisión al respecto, sin duda alguna la más com-pleja de todas cuantas he tenido que tomar en el presente trabajo.

II

Nadie sabía su historia, mas la Legión suponía que un gran dolor le mordía, como un lobo, el corazón.

En la segunda estrofa, sólo hemos de poner cuidado en eliminar el más, adverbio de cantidad, que, incorrectamente, se ha colado en un sinfín de versiones impresas. En su lugar, hemos de poner la conjunción adversativa mas, que se diferencia de aquella otra palabra por carecer de acento ortográfico. En la partitura original y en la segunda edición (i. e., ca. 1939) publicada por la Editorial Alier, en lugar del suponía de la vulgata legionaria, aparece el sinónimo presu-mía, que se conserva en unos cuantos testimonios de nuestro himno.

III

Y si alguno quién era le preguntaba, con dolor y rudeza le contestaba:

De nuevo, la vulgata legionaria presenta la conjunción adversativa mas (no se trata, por tanto, del adverbio de cantidad más), que en la partitura original, en la versión de la Banda de la Academia Auxiliar Militar, arriba comentada, y en la cantada por la Legión Blanca es

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un simple y muy satisfactorio y; de ese modo, a pesar de que, por el corto número de sus testigos, podría apostarse por la vulgata legio-naria, la repetición en tan corto espacio del excesivamente formal y literario mas (frente al común pero) no parece la mejor solución. De nuevo, también, nos hallamos ante una interrogación indirecta, en que la subordinada es introducida por medio del pronombre interrogativo quién, con su correspondiente acento. El hipérbaton no debe despistar a nadie (el orden natural de la frase sería: «Y si alguno le preguntaba quién era»).

IV

«Soy un hombre a quien la suerte hirió con zarpa de fiera; soy un novio de la muerte que va a unirse en lazo fuerte con tan leal compañera.»

En la estrofa siguiente, tenemos una quintilla correspondiente al estribillo; en ella, hay que dejar claramente sentado que la lección tal leal, de extraordinaria frecuencia (de hecho, es la que impera sobre todas las otras y se cuela en la página oficial de la Legión Es-pañola), es agramatical y, por lo tanto, incorrecta. Todo cambiaría de no mediar el adjetivo; con él, por el contrario, la combinación es imposible en nuestra lengua, por lo que sólo resulta válida la lección tan leal, la misma que escribió Fidel Prado.

VCuando más recio era el fuego y la pelea más fiera, defendiendo (a) su bandera el legionario avanzó.

Aunque su frecuencia es extraordinaria en el largo número de versiones que he estudiado, el introito con cuanto más es manifiesta-mente incorrecto, pues exige un segundo término de comparación que no aparece por ninguna parte (cuanto más… más…, como en

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la construcción: cuanto más como más engordo). De ese modo, cuanto más es, lisa y llanamente, un anacoluto, esto es, un fallo sintáctico grave. En ese lugar, dejaremos el correcto cuando más.

Por lo que a rudo se refiere, la quinta acepción del DRAE («rigu-roso, violento, impetuoso») legitima su uso tan sólo en apariencia, ya que, con ese significado, sólo puede decirse de alguien y no de algo. A pesar de ello, es la lección más frecuente, y además con gran diferencia. Juega a su favor el hecho de que, frente a duro, segunda lección en orden de frecuencia, es lectio difficilior (un principio ecdó-tico que tiene en cuenta que, en la transmisión textual de cualquier obra, copistas y recitadores tienden a trivializar o hacer más fácil lo que ellos mismos no entienden o lo que otros pueden no entender). En realidad, esta vez ni rudo ni duro tienen el mismo valor que la lección de la partitura original: recio.

Fidel Prado, sí, escribió recio, lección ésta de la que sólo dan cuenta unos pocos testigos, aunque de notable calidad. En favor de esta lección –la que propongo– está el principio de la variatio, ya que la coincidencia de rudo y rudeza en tan breve trecho no es lo mejor para la composición (de todos modos, de que el argumento no es definitivo hay una buena muestra, la doble rima pelea más fiera y zarpa de fiera, que tiende a evitarse en cualquier escuela o corriente poética); mayor peso tiene para mí el hecho de que ese adjetivo acompañe –y muy adecuadamente, según entiendo– al sustantivo fuego. De hecho, a fuego recio se cocinan algunos platos, con fuego recio se trabaja en las fundiciones, al recio fuego infernal se refiere ya Gonzalo de Berceo (De los signos que aparecerán antes del Juicio, estrofa 22) y bajo fuego recio luchan también los valientes legionarios.

A recio fuego o a fuego recio –tanto monta, monta tanto–, tengo re-unidos muchos cientos de fichas, frente a la combinación rudo-fuego, que cuenta tan sólo con una décima parte de testigos. Finalmente, la pareja duro-fuego es la menos satisfactoria por su baja frecuencia y menor calidad lingüístico-literaria. ¿Hay algún argumento favorable a rudo que no haya mencionado hasta aquí? Pues sí, y tiene que ver con los tres ictus y con las vocales correspondientes a esa posición, que con rudo serían, por este orden, uá, ú y ué. Por el contrario, con

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recio, la serie quedaría como uá, é y ué. A pesar de ello, pesan más los argumentos que me llevan a apostar por recio.

En último término, defendiendo su bandera es la forma correcta, pues se defiende algo o se defiende a alguien. Con preposición delante del sustantivo, defendiendo a su bandera, el giro sólo sería admisible si bandera significase ‘batallón legionario’, pero no es el caso; de hecho, la referencia posterior a que este legionario anónimo recuperó la enseña confirma el significado que le hemos asignado, esto es, el de bandera = enseña nacional. De ese modo, sin un gran derroche de imaginación, reconstruimos mentalmente la totalidad del episodio narrado. En la edición, los paréntesis indican supresión y no adición.

VI

Y sin temer al empuje del enemigo exaltado, supo morir como un bravo y la enseña rescató.

En este caso, la lección de la partitura original es sin ceder, frente a la tradición legionaria, que oscila entre sin temer y sin temor. En buena medida, el complemento directo con a deriva de la presen-cia de ceder, luego sustituido por temer. Aunque sólo en Internet se cuentan más de mil doscientos testigos del sustantivo temor, no cabe ninguna duda de que es una simple derivación del infinitivo temer, cuyo complemento obliga a tomar una decisión que puede sorprender a más de un lingüista exigente, aunque en mi opinión queda plenamente justificada.

En la tradición textual, temer al empuje gana al aparentemente más correcto temer el empuje por 13/1. En principio, ciertamente, «se teme algo» o «se teme a alguien»; no obstante, desde el espa-ñol medieval hasta hoy mismo, abundan los ejemplos de temer con preposición a delante de complemento directo de cosa, como en la Suma de la política (1454-1457) de Rodrigo Sánchez de Arévalo (ed. Mario Penna, Madrid: Atlas, 1959, p. 293): «y luego, con gran ánimo, no temiendo a las amenazas, dio sentencia por la qual condenó a

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muerte al caballero»; o en este pasaje del anónimo Baldo (1542): «[…] no temiendo a la hambre, porque ivan muy bien aparejados» (ed. de Folke Gernert, Alcalá: Centro de Estudios Cervantinos, 2002, p. 322). Sobre este uso en el español actual, resulta definitiva la apreciación del Diccionario de uso del español de María Moliner, que indica al inicio de la entrada: «Puede llevar a con complemento directo de cosa». Por otra parte, aquí el complemento directo lleva a su vez un complemento del nombre que lo personaliza: el empuje (CD) del enemigo (CN), lo que hace que en buena medida se sienta como un complemento directo de persona.

Dicho esto, y validada la expresión temer al, propia de la vulgata legionaria, sólo queda decidir entre ésta y la lección del original de Fidel Prado, que lee ceder al. Antes de optar por una u otra, hay que considerar la idoneidad manifiesta, desde un enfoque lingüístico y literario, de sin ceder; con todo, tampoco cabe soslayar el valor enfá-tico de sin temer en alusión a un legionario, audaz, temerario y bravo. Si nos decantamos por sin temer al es sólo por nuestro compromiso declarado de preservar la vulgata legionaria siempre que se pueda. Y en esta ocasión, se puede.

VII

Y al regar con su sangre la tierra ardiente, murmuró el legionario con voz doliente:

Nada hay en la siguiente estrofa digno de tener en cuenta desde un enfoque estrictamente ecdótico. En cambio, me importa que se preste atención a un dato: aunque herido de muerte, al legionario aún le quedan fuerzas para musitar unas palabras. El estribillo re-tocado del final –lo adelanto– es también parlamento suyo (no se trata, como comúnmente se cree, de la transcripción de la carta de la joven), como veremos en su momento.

VIII

«Soy un hombre a quien la suerte hirió con zarpa de fiera;

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soy un novio de la muerte, que va a unirse en lazo fuerte con tan leal compañera.»

Preguntémonos, pues no lo hemos hecho antes, quién es la compañera leal: ¿la novia o la Muerte? Al cierre, la leal compañera resulta serlo inobjetablemente la joven, pero aquí todo apunta en la dirección contraria.

IX

Cuando al fin le recogieron, entre su pecho encontraron una carta y el retrato de una divina mujer.

La forma con leísmo de persona, permitido desde hace años por la Real Academia Española, se impone por 10/1 sobre lo. Curiosa-mente, la Legión Blanca canta nuestro himno con una variante que, de entrada, se antoja mucho más satisfactoria desde de un triple enfoque, lógico, lingüístico y estilístico: entre sus ropas hallaron; sin embargo, esa nunca fue la lección original, por lo que, con pesar, hay que descartarla. También mejora aparentemente el texto el recurso a la preposición sobre, lo que deja un correctísimo e infrecuente sobre su pecho. ¿Qué hacemos entonces? Pues nada que no sea leer el epígrafe 29.6p (p. 2258) de la exhaustiva Nueva Gramática de la Lengua Española (Madrid: Real Academia Española, 2009, p. 2258), que sentencia: «Excepcionalmente, entre puede emplearse con el sentido de ‘dentro de’. Se trata de un arcaísmo que se conserva en algunas regiones de España, así como en el habla popular de la Ar-gentina, Colombia, Venezuela y algunos países centroamericanos». El texto de Fidel Prado, mantenido por la vulgata legionaria, es, por lo tanto, correcto. ¡Lástima que, en la Nueva Gramática de la RAE, no se ponga como ejemplo este verso de El Novio de la Muerte!

Resta añadir que, en la partitura original, no se lee un retrato sino el retrato, variante que, en mi opinión, posee más calidad literaria

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que la de la vulgata, con su serie de tres artículos indeterminados. Aunque las versiones que conservan la lectura original se cuentan con los dedos de la mano, creo que una vez más hemos de dejar de lado la lección de la vulgata legionaria.

X

Aquella carta decía: «Si algún día Dios te llama, para mí un puesto reclama, que a buscarte pronto iré.»

En la partitura original, no había conjunción copulativa al inicio de la estrofa. Ésta es sólo una característica de la vulgata (Y aquella carta decía) que, al recurrir a este procedimiento en esta estrofa, en otras dos estrofas previas (VI y VII) y en la que sigue (XI), empeo-ra inobjetablemente el texto de Fidel Prado. Téngase en cuenta que, en tres de los cuatro casos (sólo en la estrofa VI tiene un valor propiamente ilativo), se trata tan sólo de una copulativa con valor enfático-narrativo, por lo que se podría prescindir de ella sin que el sentido del texto se viese afectado. En la partitura original y en la versión sonora de la Banda de la Legión grabada en 1951, el texto dice: Si Dios un día te llama. Esta lección se transforma por completo en la vulgata legionaria, que es la que mantenemos.

XI

Y en el último beso que le enviaba su postrer despedida le consagraba.

En principio, no hay más problemas textuales que el laísmo (la enviaba) del original de Fidel Prado (aunque vulgar, su uso es co-mún en el interior de España y cuenta con antecedentes literarios múltiples). Queda claro que quien manda el beso y se despide es la joven, y lo hace desde el epílogo de su carta, que no se cita de forma directa; por ello, las palabras del legionario no pueden introducirse con dos puntos al final de esta estrofa, como se hace comúnmente.

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XII

«Por ir a tu lado a verte,mi más leal compañera, me hice novio de la muerte: la estreché con lazo fuerte y su amor fue mi bandera.»

La última estrofa corresponde a la respuesta del legionario, que carece de verbum dicendi introductorio, peculiaridad ésta que oscure-ce, al menos inicialmente, su sentido. El posesivo que aparece en las dos partituras de la Editorial Alier es el de segunda persona, tu, lo que cambia radicalmente el tono, más que propiamente el sentido, del poema; de hecho, son poquísimas las versiones que mantienen esa forma. La magia del himno depende, entre otros factores, de una letra con muchos recovecos, por lo que, en varios de sus pasajes, es menos unívoca que anfibológica, y hasta polifónica.

* * *Hemos dejado sin resolver el último verso de la primera estrofa;

en él, la vulgata lee unas veces que en la Legión se alistó y otras que a la Legión se alistó. Ya en la recta final de este trabajo, no me queda sino optar por una u otra, aunque ya sabemos que en el original de Prado constaba que se alistó en la Legión. Antes de escoger entre las dos variantes de la vulgata, haré una doble pesquisa: la primera, diacrónica, partirá del español tardomedieval para alcanzar al siglo XX; la segunda, sincrónica, se centrará en el español actual. Hay sorpresas.

En el CORDE (Corpus Diacrónico del Español, de la Real Academia Española), alistar aparece en el siglo XV y se difunde en el siglo XVI como verbo transitivo, con el significado de ‘preparar’ (v. g. «alistar las armas», ‘preparar las armas’), aunque también es sinónimo de alistarse. Ya del siglo XVI es el primer uso conocido de alistarse, con régimen preposicional en. En el español actual, María Moliner, siem-pre certera y fiable, pone como ejemplo de uso varias preposiciones; sin embargo, no señala ningún caso de alistarse a.

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A la cosecha que se obtiene tras consultar el CREA (Corpus del Español Actual de la Real Academia Española) sólo le conviene un calificativo: paupérrima. De hecho, el único testimonio de interés pertenece al pedagogo menorquín Juan Benejam Vives, en La es-cuela práctica: obra destinada a promover la enseñanza primaria moderna mediante ejercicios (1904-1905), párrafo número 3: «Pocos españoles se alistaron a las cruzadas, porque tenían que luchar contra los mo-ros que invadían a España». En Internet, hay decenas de miles de testimonios de su uso en España e Hispanoamérica. En particular, es común su empleo como sinónimo de ‘darse de alta’ o ‘enrolarse’.

El CREA da un ejemplo de alistarse a en la prensa venezolana (El Universal, 15-4-1997), pero se trata supuestamente de una cita literal del antaño ministro de Interior español Jaime Mayor Oreja:

Según el ministro, el hecho de que estas personas sean alemanas pone de re-lieve ‘la característica que en estos momentos impera en ETA, una organización cuyo único objetivo es matar, asesinar y atraer a los asesinos de otros lugares, sin que nada tengan que ver sus motivaciones políticas a la hora de alistarse a esta organización macabra’.

En Internet, hay decenas de miles de ejemplos: unos proceden indudablemente de personas de bajo nivel cultural, pero también hay testimonios cultos, pues se trata de artículos periodísticos y ensayos eruditos de toda índole.

En alusión a la Legión Española, alistarse a es la norma. Como curiosidad, les contaré que a dos escritores tan significados como Almudena Grandes y Benjamín Prado se les ha pegado el lenguaje legionario. De la primera es la siguiente cita, que tomo de su novela Los aires difíciles (Barcelona: Tusquets, 2002, pp. 37-38):

Arcadio Gómez Gómez era un hombre oscuro. En aquella época, casi todos los hombres lo eran, pero Sarita había aprendido a distinguir con precisión en una escueta gama de grises. En un extremo de la escala estaban todos esos señores que venían de visita a la casa de la calle Velázquez: don Julio, el médico del marido de su madrina, y don Fernando, el abogado, y don César y don Rafael, que eran amigos de don Antonio desde mucho antes de que cayese enfermo, desde antes

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de ganar la guerra con el ejército al que se alistaron los tres la misma mañana, desde que estudiaron juntos de pequeños en el mismo colegio de los padres jesuitas.

Por su parte, en una dura invectiva contra el ex presidente Az-nar publicada en el diario El País del 17-I-2008 («¿Para quién es la tumba?»), Benjamín Prado escribe lo siguiente:

Pero enero sí, porque en enero se ha muerto Ángel González, se ha ido en este Madrid sin consuelo del año 2008, lo mismo que se fueron Benito Pérez Galdós en el de 1920 o Juan Benet en el de 1993; o lo mismo que en Barcelona se nos murió Jaime Gil de Biedma y en otras ciudades y otras épocas se alistaron a la lista de los difuntos todos los ramones geniales, desde Sender y Gómez de la Serna hasta Valle-Inclán, lo cual es incomprensible, porque lo lógico es que él se hubiera muerto fuera de los calendarios, en un mes de su invención, el mes número trece, o algo por el estilo.

En el capítulo de las curiosidades hay que insertar también un magnífico retrato legionario de Eleazar (1954): uno de los temas de su serie La familia española, en que este original e inspirado artista bebe, al mismo tiempo, del mundo del graffiti y del cómic, de Goya y sus continuadores, como Leonardo Alenza, Eugenio Lucas Velázquez o Eugenio Lucas Villaamil y, llegados al siglo XX, de Solana o Picasso. Si reproduzco este cuadro, titulado El sobrino que se alistó a la Legión (2009), es porque, además de su indiscutible mérito, tiene un valor añadido que me importa en especial: es un estupendo testimonio de la enorme difusión del giro alistarse a la legión.

Antes de nada, hay que precisar que los testigos considerados optan en porcentajes prácticamente idénticos entre alistarse en y alistarse a, por lo que de ambos giros puede y debe decirse que son inequívocamente legionarios. A favor de alistarse a juega un poderoso factor: su uso privativo, limitado casi exclusivamente al acto en que el voluntario se da de alta o, si se prefiere, se enrola en la Legión y, por extensión, en cualquier otra unidad militar. Por el contrario, hay dos poderosas razones para optar por alistarse en: se trata de la lectura de la partitura original y, sobre todo, es la única que no admite duda desde la gramaticalidad más estricta. Ahora bien,

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alistarse a goza de la simpatía de todos los legionarios que se han expresado al respecto, cuenta con la comprensión e incluso con el visto bueno de los lingüistas y filólogos a los que he consultado y, lo que más importa, viene avalada por un aluvión de ejemplos de uso, ya se trate de escritos de profesionales de las letras como Almudena Grandes y Benjamín Prado (con quienes, sin haberlo buscado ellos, quedamos en deuda) o alusiones en la Web de antiguos caballeros legionarios.

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Hasta tal punto es difícil la decisión que, con independencia de mi apuesta final por alistarse a (y confieso que se trata de un cambio de última hora), recomiendo que se consideren igualmente oficiales las versiones que apuestan por alistarse en. Del mismo modo, hay que ser comprensivos con quienes continúen sirviéndose de las otras dos posibilidades que ofrece la vulgata legionaria respecto de temer al empuje, que son temer el empuje y temor al empuje. ¿Y cómo despre-ciar ceder al empuje, cuando eso fue precisamente lo que, con gusto indiscutible, escribió Fidel Prado? Otro tanto cabe decir de rudo era el fuego, por ser ése el adjetivo de la vulgata legionaria, aun cuando he dado razones de sobra para apostar finalmente por recio era el fuego. Me consta, en fin, que frente al verso del original, «una carta y el retrato», hay quien prefiere mantener la lección de la vulgata, «una carta y un retrato».

Por lo tanto, recomiendo respetar aquellas otras versiones que se apartan de nuestro himno unificado en los cuatro pasajes concretos que acabo de señalar. En todos los demás casos, sugiero que sean sustituidos cuanto antes por la versión que acabo de presentarles, que unas veces recupera el texto de Fidel Prado y las más confirma la validez de la vulgata legionaria, que identifica y extirpa las tachas lingüísticas por principio, al tiempo que realza las lecciones de mayor mérito literario. De ese modo, creo haber cumplido con creces con la tarea a la que me emplacé. Por supuesto, habrá que respetar la peculiar versión cantada por la Legión Blanca, aunque en su caso también convendría llevar a cabo una labor de depuración del texto semejante a la que aquí concluyo.

* * *

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Hemos llegado al final de nuestro recorrido. Cántese desde ahora El Novio de la Muerte con arreglo a la versión revisada y unificada que acabo de presentarles. Por supuesto, mientras éste u otro texto carezca de la sanción de la autoridad correspondiente, cada uno podrá cantar el himno del modo en que lo aprendió o se lo ense-ñaron; no obstante, convendría ir abandonando las que no son sino máculas que lo afean.

Nadie en el Tercio sabíaquién era aquel legionariotan audaz y temerarioque a la Legión se alistó.

Nadie sabía su historia,mas la Legión suponíaque un gran dolor le mordía,como un lobo, el corazón.

Y si alguno quién era le preguntaba,con dolor y rudeza le contestaba:

«Soy un hombre a quien la suertehirió con zarpa de fiera;soy un novio de la muerteque va a unirse en lazo fuertecon tan leal compañera.»

Cuando más recio era el fuegoy la pelea más fiera,defendiendo su banderael legionario avanzó.

Y sin temer al empujedel enemigo exaltado,supo morir como un bravoy la enseña rescató.

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Y al regar con su sangre la tierra ardiente,murmuró el legionario con voz doliente:

«Soy un hombre a quien la suertehirió con zarpa de fiera;soy un novio de la muerte,que va a unirse en lazo fuertecon tan leal compañera.»

Cuando al fin le recogieron,entre su pecho encontraronuna carta y el retratode una divina mujer.

Aquella carta decía:«Si algún día Dios te llama,para mí un puesto reclama,que a buscarte pronto iré.»

Y en el último beso que le enviabasu postrer despedida le consagraba.

«Por ir a tu lado a verte,mi más leal compañera,me hice novio de la muerte:la estreché con lazo fuertey su amor fue mi bandera.»

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aPÉndicE

Pro Patria Mori: El guErrEro y sus votos

Discurso ante la Hermandad de Antiguos Caballeros legionarios de Madrid (21 de junio de 2012)

Aunque la figura del héroe responde a un patrón axiológico perfectamente definido desde el Mundo Antiguo, sus señas de identidad se confunden frecuentemente con las del sabio

y las del santo. El guerrero ideal ha de sumar la prudencia del sabio a la fuerza bruta (de ese modo, el paradigma heroico es el de un varón prudens atque strenuus, esto es, prudente y valiente, como lo era el Cid, que conjugaba sapientia et fortitudo); al igual que el santo (que, gustosamente, acepta el martirio o una vida de privaciones y trabajos), el guerrero debe gobernarse por el principio de la gene-rosidad, que le llevará a anteponer el amor por la patria al natural deseo de preservar la vida.

En esa disposición a sacrificarse por la comunidad no cabe ver nada extraño o excepcional: estamos ante el patrón heroico de todos los tiempos, desde Homero a nuestros días. En esta conferencia, se demostrará cómo el credo legionario responde a ese principio básico y cómo se equivocan cuantos, ignorantes o malintenciona-dos, hablan de pura necrofilia, morbosa y absurda, al referirse a la Legión Española y su culto a la muerte. En realidad, y aunque la estética legionaria confunda a muchos, el legionario no anhela la muerte: eso sí, está dispuesto a sacrificar la vida si la ocasión lo

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exige, y siempre en beneficio de su patria. Ese es el preciso sentido del heroísmo, a lo largo de la historia.

En el pasado, la milicia aportó a la literatura el primero de todos sus temas o asuntos. Sólo en el ámbito de la poesía lírica y en el de la novela, ese universo de referencia fue superado por otro no dis-tante sino afín: el amoroso. El amor, sí, precede a la materia bélica como referente básico en la poesía de los trovadores y en la ficción narrativa (tanto en la novela antigua, de aventuras o bizantina, como en el roman courtois o novela de caballerías medieval). Un teórico francés del siglo XVII, el obispo Huet, lo dijo categóricamente: «L’amour doit être le principal sujet du roman» («El amor debe ser el tema principal de una novela»). A la caballería o milicia le corres-pondía el segundo lugar, pues quien corteja a la dama y le expresa su pasión es un miles vir, un bellator o, dicho en nuestra lengua, un caballero; por eso, las aventuras amatorias y guerreras van de la mano en los torneos deportivos, en los combates por honor o en el campo de batalla; por eso también, la primera de todas las alegorías poético-novelescas es el combate amoroso, que a menudo se plasma a manera de asalto al castillo de amor. (Vean las cubiertas de dos de mis ediciones del Marqués de Santillana y Jorge Manrique.)

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Unas veces, en ese bastión se halla la amada; otras, la fortaleza es la amada misma, como en un poema de Juan Barba que lleva la siguiente rúbrica: «Coplas a su amiga, combatiéndola como a fortaleza. Dízese Combate de amor». En ambos casos, el caballero y amante debe proceder al asalto. Si su esfuerzo se corona con el éxi-to que anhela, habrá conseguido, al mismo tiempo, el corazón y el cuerpo (cor e cors) de la bella. Conozco varios poemas trovadorescos, en español y otras lenguas, montados sobre la alegoría del castillo de amor; no obstante, para los amantes sufridores y fracasados se reservaban otras imágenes literarias más idóneas: cárceles de amor o infiernos de amor.

El castillo de amor más famoso está en el poema de Jorge Man-rique que lleva precisamente ese título; la cárcel de amor por exce-lencia es la que dio título a la novela sentimental de Diego de San Pedro (tan exitosa, por cierto, que, a poco de publicarse en 1492, ya se había traducido a varias lenguas); por su parte, el primer Marqués de Santillana, don Íñigo López de Mendoza, extendió su fama con un poema narrativo que lleva el título de Infierno de los enamorados. Estos tres referentes (dos de ellos, por cierto, el Marqués de Santillana y Jorge Manrique, editados por mí) confluyen en una xilografía de la novela sentimental de Diego de San Pedro. Ahí está la cárcel a modo de torre; ahí está el paisaje desértico, sin vegetación ni vida, de los infiernos de amor:

No faltan casos en que, apa-rentemente, es la amada (bella o virgo bellatrix, «mujer guerrera») quien lleva la iniciativa, aunque el combate se limite a un cruce de miradas. En esos casos, el amante

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lleva las de perder: su derrota es segura. De ese modo, en una bella invención o letra de justador, Juan Álvarez Gato, poeta de los años de los Reyes Católicos, escribe: «Por aquí // combatieron y me di». El texto carece de sentido si no se tiene noticia del objeto al que acompaña. El Cancionero de Álvarez Gato lo dice claro: «Una letra a una vista de un almete bordada» [El poemilla aparece bordado en la visera de un yelmo]. Ese combate entre miradas ya lo había descrito el Arcipreste de Hita un siglo antes al relatar su primer encuentro con la bella monja Garoza:

Oteome de unos ojos que paresçían candela.Yo sospiré por ellos; dis’ mi corazón: «¡Hela!».Fuime para la dueña: fablome e fáblela;enamorome la monja, e yo enamorela.

Ningún legionario piense que desbarro o me muevo en un terreno ajeno por completo al imaginario del Tercio, Tercio de Extranjeros o Tercio de Marruecos, como se conocía la unidad en los primeros años; de hecho, el propio Millán-Astray, en el libro que tituló es-cuetamente La legión (1923), supo estrechar los lazos entre la aven-tura militar, la aventura amorosa y la aventura a secas. Y la muerte ronda cerca. Por ejemplo, milicia y amor se juntan una vez más en el capítulo «Las visitas»; en él, como en las fiestas medievales, las damas son el centro de atención de todas las miradas; ante ellas se exhiben los legionarios con gallardía: «la Legión, siempre galante, las esperó con toda ceremonia, ofreciéndoles la revista de las tropas y el desfile en honor de sus bellezas».

Al fundador tampoco le pasó por alto el potencial artístico de la unidad que acababa de crear, como comprobamos en el capítulo de ese mismo libro que lleva como título «La propaganda» (la redonda es nuestra):

Pero la propaganda oficial por sí sola no basta: es fría. Su voz no resuena ni tiene eco: necesita calor y resonancia, y estos elementos tan sólo los da la literatura […]. Ella será la que haga la leyenda merced a una lírica altamente patriótica: con cantos épicos de gloriosas hazañas, buscando el lado romántico de las aven-

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turas guerreras y pintando con vivos y alegres colores la vida de campaña. Son las plumas patricias las encargadas de escribirla.

Que la Legión se recubriese de un halo legendario, aventurero y romántico, era imprescindible (de hecho, leyenda, aventura y ro-manticismo son tres ingredientes sobre los que Millán-Astray pone el debido énfasis). ¿Y por qué me expreso así? Pues por el hecho de que la Legión Francesa y la Legión Española, más en el pasado que en el presente, fueron incorporando a sus filas a numerosos volun-tarios extranjeros, unos soldados que difícilmente podían sentirse atraídos –al menos de entrada– por un amor a una patria que no era la suya. Para el recién llegado, alistarse en la Legión suponía, básicamente, estar dispuesto a morir por un enganche que, en sus comienzos, era de tres años y trescientas pesetas o de cinco años y quinientas pesetas. Nada dice Millán-Astray al respecto, pero no cabe duda de que tenía todo muy bien pensado.

Desde luego, pocos hubieron de ser los legionarios alistados única o primordialmente pro pane lucrando. Creo que me asiste la razón al afirmar que ningún mercenario ha dado en héroe solamente por la paga. El acicate que guiaba al foráneo o al apátrida hasta el banderín de enganche era, a menudo, el deseo de aventura, tan fuerte o más que la voluntad de olvidar un pasado non grato. Cuál pudiera ser la razón última para dar ese paso a nadie le importaba, ni contaba en sentido alguno. El Himno de la legión lo decía bien claro: «nada importa mi vida anterior». No, lógicamente, a poco de alistarse, los extranjeros de la Legión no podían sentir verdadero amor patrio, pues aquélla no era su tierra. Sin embargo, Millán-Astray lo vio todo muy claro: se podía llegar a ese punto estimulando el compañerismo, comprometiendo emocionalmente a los legionarios extranjeros con las unidades en que se encuadraban, con los guiones y banderines que las representaban y, en último término, con la bandera de su Tercio. De ese modo, se llegaba a venerar la enseña nacional; de ese modo, germinaba el amor por España.

Como digo, la clave radicaba en el cultivo de unos lazos fraterna-les, que actuaban –y siguen actuando a día de hoy– como un pode-

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roso resorte en cada legionario. No se trata de simple palabrería: basta el ejemplo de la Hermandad Nacional de Antiguos Caballeros Legionarios y de las distintas hermandades provinciales. La Legión marca para siempre a sus caballeros, que lo son también sine die; por eso –y no sé si me excedo al sugerirlo–, convendría plantearse la posibilidad de suprimir el adjetivo antiguos. Mucho más ajustado a la verdad es decir «en la Reserva». Fraternidad, hermandad: por el compañero, hay que darlo todo, con independencia de que la figura de la muerte se perciba justo enfrente y con toda nitidez. Si de un ataque se trata, el legionario se encaminará hacia ese punto; en caso de defensa, no cederá ni un palmo de terreno. En esas circunstancias, el miedo no dominará al legionario: tiran mucho más el deseo de emulación de otros héroes, los lazos que lo unen al compañero y la observancia de un estricto código de honor.

Estamos viendo en qué consistía ese código; sin embargo, si se desea saber de dónde procede el ascetismo (a decir verdad, casi mis-ticismo) legionario, hay que pasar revista a las fuentes de inspiración de Millán-Astray. En ese sentido, hay que decir que, junto al modelo principal, la Legion étrangère francesa, con la que convivió una larga tem-porada en Argelia, Millán-Astray tuvo presentes las gestas de los Tercios Viejos, en los que los soldados es-pañoles convivían con otros de naciones aliadas; de ellos, de los Tercios, tomó el nombre, los emblemas y, en buena medida, el espíritu. Como referente primordial, se sirvió de las

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Ordenanzas militares de Carlos III. A ello hay que añadir su pasión por el Bushido, el código de honor de los caballeros japoneses, los samuráis. (En la foto, tienen la cubierta del que hasta hoy era mi ejemplar del libro del que ahora les hablaré, que tengo el gusto de regalar a la Hermandad.)

Millán-Astray quedó marcado desde el día en que el embajador de Japón en España le regaló la versión francesa de un libro sobre el Bushido. Tan es así que él mismo acabó traduciéndolo al español. La ficha bibliográfica completa es ésta: Inazo Nitobé, El Bushido (El alma del Japón), traducción española del General Millán-Astray, colaborado por Luis Álvarez Espejo, Madrid: Artes Gráficas Ibarra, 1941. En un breve prólogo, el militar español defiende unos ideales contrarios a cualquier manera de hedonismo, un modo de vivir que, en su opinión, hermana a España con Japón. Merece la pena leer un pasaje (pp. 9-10):

En el Bushido inspiré gran parte de mis enseñanzas morales a los cadetes de Infantería en el Alcázar de Toledo, cuando tuve el honor de ser maestro de ellos en los años de 1911-1912. Y también en el Bushido apoyé el credo de la Legión, con su espíritu legionario de combate y de muerte, de disciplina y compañerismo, de amistad, de sufrimiento y dureza, de acudir al fuego. El legionario español es también samurái y practica las esencias del Bushido: Honor, Valor, Lealtad, Generosidad y Espíritu de sacrificio. El legionario español ama el peligro y desprecia las riquezas.

Seguramente, en la España de los viajes a Cancún y del botellón, carecemos de la perspectiva necesaria para captar el preciso sen-tido de las palabras de Millán-Astray, pero en el pasado todo fue distinto. Por ejemplo, en el siglo XVII, alguien (en concreto, un misionero jesuita) dijo que, por su austeridad, sentido del honor y amor a la patria, los japoneses eran los españoles de Oriente (véase Jaime Fernández, «Notas literarias sobre la semejanza de japoneses y españoles», Revista de Literatura, 97 [1987], pp. 145-154). Poco, en apariencia, tenían que ver los españoles de hace unas décadas con los del presente, engolfados en un consumismo conspicuo y estúpido, en una falsa riqueza (una trampa, de hecho) que nos ha metido en

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la boca del lobo. Nuestros padres y abuelos (y, por fortuna, algo o mucho queda de ellos en nosotros) estaban hechos de otra pasta.

De ese modo, cuando, en los años cuarenta, don Ramón Menén-dez Pidal recibió el encargo de escribir un libro sobre el modo de ser de los españoles a lo largo de la historia, destacó su sobriedad y austeridad, su espíritu poco dado a las fantasías y su apego a las tradiciones (esto leemos en Los españoles en la literatura, Buenos Aires: Espasa-Calpe, 1951 [que apareció primeramente, como capítulo de libro, en 1949]). ¡Si don Ramón levantara la cabeza!

¡Cuántos legionarios llegarían al banderín de enganche por culpa de un fracaso amoroso! Ya he dicho, no obstante, que tanto o más pesaba el deseo de aventura, con independencia de la que fuera la razón verdadera para alistarse. Ejemplos de amantes que parten a lo que salga por un amor satisfecho o no los hay a cientos; menos

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abundan, aunque también los hay, los casos de amantes que, con sus proezas, sirven a una dama a la que ni siquiera conocen, de la que sólo están enamorados de lonh o de oídas. Me basta un nombre: don Quijote. Para la aventura en estado puro, sin ribetes eróticos, había referentes españoles, como Colón en la lejanía o Domingo Badía, más conocido como Ali Bey, un siglo atrás.

África era la gran desconocida; de hecho, los hallazgos geográficos del doctor Livingstone tenían poco más de medio siglo. La llamita seguía encendida para chicos y grandes gracias a Emilio Salgari, y sus exóticos relatos de aventuras, y a Karl May, y sus novelas del Far West norteamericano. África ejercía mayor fascinación que cualquier otro lugar del mundo, ya se tratase del África negra o del litoral mediterráneo, desde Asia Menor hasta la antigua Maurita-nia-Tingitana. Toda esa franja había sido cristiana y romana, y la Mauritania-Tingitana, española; de hecho, en el siglo XV, nuestros derechos sobre las Islas Canarias quedaron fuera de duda gracias a la españolidad de lo que hoy es Marruecos.

Así pues, la ocupación española se apoyaba en lejanos derechos históricos. Ahora bien, en el amor por esa tierra pesaba mucho la maurofilia román-tica: la fascinación por todo lo árabe característica del siglo XIX. Este sentimiento había cuajado en un potente orientalismo que consiguió impregnar todo el arte occi-dental hasta la llegada de las Vanguardias. El arco cronoló-gico, en esa meca cultural que era Francia, abarca desde, al menos, Delacroix e Ingres has-ta el decadentismo finisecular. Europa se llenó de guerreros árabes, a caballo o camello, y

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de escenas costumbristas, en ciudades encaladas y oasis paradisíacos; por idéntica razón, abundaban las imágenes de odaliscas en toda su desnudez y sensualidad. Por lo que respecta a España, estamos en situación de afirmar que el orientalismo tuvo su primer gran hito en los lienzos de Fortuny y su canto del cisne (es decir, su final) en piezas de transición hacia la Vanguardia como esta odalisca sobre seda pintada en 1923 por el genial Rafael de Penagos, pieza que pertenece a la colección de mi hermano Félix.

Junto a la pintura y el dibujo, dos nuevas técnicas vinieron a pro-pagar esa pasión por lo árabe, ya fuese por medio de estampas de la vida diaria o con detalles de sus lujosas construcciones: me refiero al grabado y la fotografía. En ambas técnicas, que alimentaron el imaginario de cualquier occidental, hubo consumados maestros. Si las litografías reprodujeron los óleos y acuarelas del escocés David Roberts (del que vemos una típica imagen), la fotografía mostró pronto su condición de arte independiente.

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En tierras como ésa, estaba la Legión, y allí luchaba desde 1921, unos meses después de que fuera fundada. Sus hombres eran hasta tal punto aguerridos y apuestos que las primeras en caer locamente enamoradas a su paso tenían que ser las naturales de aquellas tierras, como dice el cancionero legionario y recoge la filmografía legiona-ria. Por ejemplo, en A mí la Legión (1942), una interesante película lastrada por un antisemitismo injustificable en todos los órdenes, los legionarios en marcha, poco antes de caer en una emboscada, se entretienen entonando la siguiente tonadilla:

Las moritas de Ketamaquieren a los legionarios,porque dicen las muy tunasque son los más temerarios.

En este momento, el estribillo me interesa tanto o más, pues asocia, como hemos visto antes, la aventura militar y la aventura amorosa:

A la Legión, a la Legión,a la Legión vine a luchar.Adelante la Legión,pues en ella está el amory en el amor la eternidad.

Nunca acabaremos de repetirlo: el legionario debe estrechar los lazos con los miembros de su unidad, pues todos han jurado acudir en defensa del compañero en cualquier circunstancia. Si su vida co-rre peligro, otros legionarios llegarán a su altura para luchar codo con codo; si ha caído, herido o muerto, harán lo imposible por re-tirarlo de la zona de tiro. Nadie, no obstante, ha llegado a plasmar con tanta fuerza este sentimiento como Carlos Arévalo en ¡Harka!, película de 1941 de la que se ha llegado a decir que es sexualmente ambigua. Yo lo único que tengo claro es que Carlos Arévalo era un magnífico director (volvemos a comprobarlo en su recién recuperada Rojo y negro) y que la película es estupenda. Resumo rápidamente su argumento, para lo que comienzo por el final.

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Un oficial de harka, el teniente Herrera –que, por cierto, procede de la Legión y, por ello, no lleva corbata sino la camisa abierta– deja plantada, poco antes de llevarla al altar, a una novia guapa y rica. Y así actúa por lealtad al capitán Balcázar, interpretado por un apuesto Alfredo Mayo, cuando le echa en cara que ya no será, como él pensaba, su brazo derecho y su sucesor, pues al casarse con una chica fina de Madrid buscará un destino có-modo. Herrera rom-pe el compromiso y vuelve a África; allí, se entera de que Balcázar ha muerto en una em-boscada y se convierte en su heredero.

En el caso de la Le-gión Francesa, un mi-litar británico, Perci-val Wren, supo captar todo ese imaginario y fascinar al mundo entero con Beau Geste, novela escrita en 1924 y transformada en pe-lícula en 1926. A esta versión muda le siguió otra más, sonora, de 1939, en la que actúa un jovencísimo Gary Co-oper. En los primeros años sesenta, esta bella película (que puede verse íntegra en Youtube) era emitida con muchísima frecuencia por televisión en la tarde de los sábados; por ello, acaso, recuerden dos célebres escenas: la de los legionarios muertos que, de pie y con su mosquetón, aparentan defender la fortaleza; y la de la muerte de

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uno de los hermanos Geste, abatido de un disparo mientras toca la corneta para dar la impresión a los tuaregs de que con él viene la Legión al completo, cuando en realidad sólo le acompañan sus dos hermanos. Aquí vemos al sargento Markoff colocando hábilmente uno de los cadáveres para que parezca vivo:

Si han leído al romano Frontino, acaso recuerden que esos dos motivos están tomados del libro que él escribió en el siglo I después de Cristo: los Strategemata o Libro de las estrategias militares, una verda-dera mina de datos. [Por cierto, hay una edición mía de la traducción tardomedieval de Diego Guillén de Ávila publicada por el Ministerio de Defensa en 2005; a ella pertenece la siguiente cubierta.]

La imagen romántica de la Legión Española, que Millán-Astray cultivó conscientemente, explica que, no mucho después, un gran director francés, Julien Duvivier, y un actor de culto de la misma

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nacionalidad, Jean Gabin, cooperasen en una película que subyugó no sólo al espectador francés o español: La bandera (1935). Desde hace un par de meses, la película puede verse íntegra en Youtube. En ella, como si estuviésemos al mando de la plaza, pasamos revista a la II Bandera (disuelta en 2009, a los ochenta y siete años de su creación), mientras sus integrantes cantan el Himno de la Legión en el cuartel de Dar-Riffien; en ella, asistimos a un asalto a la bayoneta, puramente cinematográfico, por parte de la V Bandera (disuelta en 2007, aunque en parte integrada en la IV Bandera). Luego, esta unidad desfila ante los caídos en el asedio a un blocao. [Por cier-to, me llama la atención que en esa época los legionarios desfilen a cerrojo, con un movimiento algo menos marcado que el de los regulares.]

Con lo dicho hasta aquí, apenas me he alejado del ideario que llevó a crear la Legión Española. La literatura de tema militar, no obstante, no se resume en la ficción literaria que la acoge, ni en los destellos heroicos de los himnos y marchas. Por lo tanto, procede buscar en otro tipo de escritos. Atendamos, antes de nada, a las obras históricas, pues ya Cicerón había dicho en uno de sus grandes tratados retóricos, el Orator, que el ingrediente fundamental de la narración histórica son las guerras y batallas. Héroes y ejércitos, choques entre naciones y combates singulares son también la sustan-cia principal de la épica. Aparte, en toda época han abundado los tratados teóricos de re militari, que se ocupan de la legislación militar, el armamento, la vexilología (o ciencia que estudia las banderas y estandartes), la heráldica y los más diversos asuntos.

La lectura de este tipo de obras une el Mundo Antiguo, con los tratados de Frontino y Vegecio, con la Edad Media, época en la que sobresalieron verdaderas autoridades, como el italiano Bartulo de Sassoferrato, el francés Honnoré Bouvet o el español Diego de Vale-

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ra. Unos y otros tuvieron una importantísima proyección en el siglo XVI; de hecho, la huella de la tratadística militar se detecta a lo largo de las dos partes del Quijote. He escrito varios trabajos acerca de este asunto, pero si hubiese de recomendarles uno en particular, por la belleza del libro que lo enmarca, escogería el titulado «La materia militar en la poética del Quijote», con el que contribuí al libro que nos encargó, a Fernando Castillo y a mí, el Ministerio de Defensa para celebrar el cuarto centenario de la publicación del Quijote de

1605. [En la imagen siguiente, tienen la cubierta de dicho libro.]

En ese lugar, incido en el hecho de que los cruces y entrecruces entre lite-ratura y vida, entre ficción y realidad, entre novela e historia, son continuos en el Quijote. A decir verdad, lo venían siendo desde mucho antes, pues los caballeros y las damas de las cortes medievales imitaban a los héroes y heroínas de los libros de caballerías. También ocurría lo contrario: a modo de feedback o retroalimentación, la vida en las cortes medievales era una

fuente de inspiración primordial para tales obras.No tengo tiempo para explicarlo; por ello, me contento con reco-

mendarles una joyita que les servirá para entender la Edad Media y el Renacimiento y que, desde luego, iluminará su próxima lectura del Quijote. Me refiero al libro de Martín de Riquer, Caballeros an-dantes españoles, Madrid: Espasa-Calpe, 1967. Ahí verán cómo Joanot Martorell, autor de Tirante el Blanco (que vio la luz como impreso en 1490), vivía de la misma manera que escribía, retando a propios y ajenos –por cuestión de honor y por ello mismo a ultranza o a muerte– por medio de cartas de batalla y carteles de desafío; ahí verán cómo los caballeros andantes existieron en la realidad y no sólo fueron fruto de la imaginación de un hidalgo manchego enlo-quecido por la lectura de los libros de caballerías.

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En pleno Quattrocento, la intelectualidad y algunos miembros de la alta nobleza española entraron en contacto con los grandes humanistas italianos. En la noticia que ahora les traigo, entran en juego tres personajes: uno por cada uno de los grupos indicados. El primero es don Alfonso de Cartagena, formidable escritor en latín y romance, traductor de clásicos latinos y obispo de Burgos, sede que había heredado de su padre, el gran Pablo de Santa María, antes rabino de Burgos y llamado Shlomo-a-Levi. El segundo es don Íñigo López de Mendoza, primer Marqués de Santillana, escritor, bibliófilo, mecenas y cabeza visible de la alta nobleza castellana. El tercero es Leonardo Bruni de Arezzo, canciller de Florencia, historiador, latinis-ta y helenista; él fue, de hecho, uno de los responsables de que Europa recuperase la cultura helénica, perdida durante el largo milenio en que la intelectualidad europea fue incapaz de leer la lengua griega. A él debemos una traducción de la Ética a Nicómaco de Aristóteles desde los originales griegos al latín; también estamos en deuda con él por su versión latina de la Iliada de Homero.

Pues bien, el 15 de enero de 1444, el Marqués de Santillana es-cribía al prelado burgalés. Don Íñigo acababa de leer un tratado de Leonardo Bruni titulado, y no por capricho, De militia («Acerca del ejército»), y se preguntaba si en el Mundo Antiguo había existido algo parecido a la orden de caballería de su propia época, con sus votos y sus juramentos. La respuesta de don Alfonso de Cartagena lleva fecha de 17 de marzo y, más que una carta, es un pequeño tratado, un opúsculo, en el que hermana a los héroes de la Iliada con los generales romanos, y a unos y a otros con los caballeros como él mismo, pues todos han de poner «su vida en balança» («poner la vida al tablero», vale decir, ‘jugarse la vida’, escribe Jorge Manrique). Tenía razón: el voto de la caballería medieval apenas difería del de

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los soldados romanos, heredero de juramentos y devotiones o fideli-dades ancestrales, que, a su vez, remitían al mundo mítico que cantó Homero. El obispo de Burgos lo resume así (la cita es de mi propia edición crítica de 1985):

Aquel viejo e sotil glosador Acursio legista en algunas leyes del derecho cevil dixo que este sacramento era de non refusar la muerte por la república, es a saber, que non procurará escapar su vida donde al bien público cumpliere morir. [..] Por ende, el buen caballero que su sacramento quiere guardar debe tener en poco su vida cuando sintiere que a defensión de la ley o a servicio e honor de su rey, e provecho e bien de su tierra, cumpliere morir o poner en aventura su vida.

Efectivamente, don Alfonso de Cartagena, con su respuesta, confirmaba las sospechas del Marqués: el juramento militar de las legiones romanas era tan estricto y exigente como los votos caballe-rescos. Ambos obligaban a mantener el tipo y no ceder, mucho menos huir, en las circunstancias más adversas. Además, en los casos de verdadero heroísmo, los mandos había de ser los primeros en caer.

En la memoria de todos nosotros, está el glorioso teniente coronel Valenzuela, segundo jefe del Tercio y medalla militar individual a

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título póstumo, muerto en el combate por Peña Tahuarda. Pondré otro ejemplo estupendo, aunque no corresponda a nuestra historia militar: la única baja propia que tuvo el Tsahal durante la Opera-ción Enttebe, que permitió rescatar a los pasajeros de un avión de El Al, fue la del jefe del comando, Yonatan Netanyahu, hermano del actual primer ministro de Israel.

En la historia, los combates desiguales, que muchos considerarán suicidas, merecen escribirse en letras de oro, como la Batalla de las Termópilas o como tres episodios bélicos –esta vez sí, españoles– que paso a enumerar. Héroes, vergonzosamente silenciados en los libros de texto de nuestros hijos y nietos, fueron los españoles que acaba-ron sucumbiendo ante los otomanos en el Asedio de Castelnuovo por Barbarroja en 1539. Sólo 100 hombres, de un total de 3.500, lograron salvarse tras resistir las acometidas de 50.000 guerreros, de los que los españoles mataron a la mitad. Más fortuna tuvieron nuestros paisanos en el Sitio de Malta (1565), aunque la relación era de nuevo desigual: uno frente a ocho.

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¿Y qué decir de la bravura, abnegación y, al final, del triunfo de Blas de Lezo sobre la flota del Almirante Edward Vernon, durante la Guerra de la Oreja de Jenkins? En el colmo de la osadía, el británico había mandado acuñar medallas con su efigie y el anuncio de que Cartagena de Indias había caído en manos inglesas. Recordemos que aquello sucedió en 1741 y que 27.000 soldados ingleses y 186 embarcaciones no pudieron nada contra 3.500 españoles con sólo 6 navíos. Por cierto, las heridas de guerra de Blas de Lezo, Patapalo, tuerto, manco y cojo desde los 25 años, hacen de él una prefigura-ción de Millán-Astray.

Los casos de heroísmo no faltaron ni siquiera tras implantar el servicio militar obligatorio en España; sin embargo, escándalos como la «sustitución», la «redención a metálico» o el «soldado de cuota» hicieron mella en la moral de los reclutas y sus familias, escarmenta-dos además por los padecimientos de los jóvenes destinados a Cuba, Puerto Rico y Filipinas, en el pasado, o los destinados a Marruecos, al inicio del siglo XX. De hecho, no había día sin noticia trágica procedente del Protectorado.

Aquello no podía seguir así; por eso, Millán-Astray, con el ejem-plo de los invencibles Tercios Viejos, pensó en una unidad de elite, formada por soldados profesionales, con su credo y juramento, y con unos vínculos fraternales que unirían a todos sus miembros hasta la muerte. En definitiva, la Legión española nacía, como ya he dicho, de la confluencia de tres modelos: uno del pasado, los Tercios españoles; otro del presente, la Legión extranjera de la ve-cina Francia; y uno de siempre, el Bushido japonés, por el que se guiaron los samuráis medievales y se guiaban los soldados japoneses del siglo XX.

Aquellos hombres eran distintos: eso dijeron los melillenses en septiembre de 1921 al ver desfilar a los legionarios por sus calles, cuando, ya desesperados, creían que nadie podía evitar que el ene-migo tomase la ciudad y pasase a cuchillo a todos sus habitantes. Las dos banderas enviadas despejaron la zona y llegaron hasta Nador. En este lugar, donde todo olía a cadaverina, no encontraron más que muertos: hombres, mujeres y niños. La respuesta de los legionarios

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fue contundente e inmisericorde, a la manera de los Tercios Viejos (como nos cuenta Bernardino de Mendoza en sus Comentarios a las Guerras de Flandes, también editados por mí, en el libro que se ve en la imagen siguiente), del mismo modo que la Legión Extranjera (Millán-Astray lo había comprobado con sus mismos ojos) e igual que los samuráis (como dice el libro de Inazo Nitobé sobre el Bushido).

La Legión Española enfatizó el prin-cipio primordial de cualquier sociedad de carácter militar: la de que cada uno de sus miembros está dispuesto a morir por la patria: pro patria mori. La muerte del héroe en el campo de batalla, como la de Roldán en Roncesvalles, no es el peor de los finales imaginables, aunque las lágrimas de Carlomagno, su tío, in-viten a pensar de otro modo. Roldan ha vendido su vida bien cara: en el suelo yacen miles de enemigos; además, su tío lo ha vengado. La victoria final ha sido para Francia y la cristiandad. Su muerte no importa, ya que ha cumplido su voto como guerrero y ha ayudado a la derrota del enemigo. Aunque su tránsito al otro mundo no se haya producido en la cama, rodeado de sus parientes y deudos, la suya ha sido una buena muerte.

Además, ¿para qué preocuparse si la Muerte es una bella mujer? ¿O no lo es? En la cultura occidental, es figura femenina, y no necesariamente un esqueleto descarnado. Ejemplos de ello hay muchos, pero me basta con el bellísimo Romance del enamorado y la Muerte, donde la fría dama confunde al amante con su aparente belleza. La muerte se lo aclara: «No soy el amor, amante: la muerte que Dios te envía». Por puro capricho, he capturado una imagen en Internet, obra de una tal Carlie Powell, artista norteamericana que se despacha con este Death is a beautiful lady:

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Hay que pensárselo dos veces antes de irse con esta femme fatale. ¡Qué miedo! En definitiva, la amistad y la camaradería no implican ningún riesgo, a diferencia de un amor que se pretende duradero, particularmente si la amada es la propia Muerte, aunque se trate de una mujer irresistible. No es así como la ven los legionarios, como se comprueba en la cubierta de la edición más temprana de que tenemos noticia (ca. 1925).

Otro día les hablaré del himno, antes cuplé, El novio de la muerte, compuesto por Fidel Prado y Juan Costa en 1921. Ahora, me con-formo con recordar que, en el cartel que lo anunciaba, la Muerte sólo es un esqueleto: el mismo que venía golpeando las conciencias de los hombres desde la Edad Media y que, con sus admoniciones y morbosa presencia, propagaba un único mensaje aunque con distin-tas frases: Memento mori (‘Recuerda que has de morir’), Nemini parco qui vivit in orbe (‘No perdono a ningún mortal’) y otros parecidos.

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Por esos tiempos, Durero pinta la muerte junto a quien más cerca la tiene: el soldado (en El caballero, el demonio y la muerte). De todos mo-dos, con independencia de lo que hagamos en este mundo, la vida es un viaje (y el hombre un caminante, homo viator) y una lucha. Todos los cristianos, con el ejemplo de los santos, han de ser milites Christi para combatir el mal en todo momento. La Muerte, que como en las Coplas a la muerte de su padre o las Danzas ma-cabras habla al moriturus en primera persona, se cuela en el arte europeo

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desde el siglo XIV, seguramente tras la conmoción de la primera gran peste, y ya no lo abandona hasta el siglo XX.

Entrada la centuria, el arte funerario, otrora poderoso, dejó de serlo propiamente. En su caso, el corte con la tradición resultó, más que brusco, fulminante. Para empezar, la Muerte salió de escena; al mismo tiempo, desapareció toda referencia explícita al deceso y se dejó de representar al moribundo como tal. Nadie, desde las medianías del siglo XX para acá, habría admitido la idea de que el dolor de perder un ser querido se mitiga o sobrelleva cuando lo tamiza el arte; sin embargo, no tengo duda de que esa, preci-samente, fue la razón última por la que Enrico y Federica Mylius levantaron un templete de regusto clásico en memoria de Giulio, su único hijo, fallecido a los treinta años. La edificación se halla en la parte alta de la que fuera su casa, hoy conocida como Villa Vigoni.

El visitante de este idílico lugar, residencia y centro cultural italo-alemán a orillas del Lago Como, comprueba el modo en que un inspirado artista, Paolo Marchesi, satisfizo la voluntad del matrimo-nio Mylius. En su relieve La morte di Giulio Mylius (1832), recoge el tránsito del joven como si de una escena de la vida romana se tratase: Giulio yace en un triclinio, frente a Luigia, su esposa, que sujeta su mano y su espalda; a la otra mano está asida su madre,

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mientras su padre se dispone a abrazarlo en el instante final. Una lápida exterior aporta sentido al conjunto: “Nella rimembranza tranquilla di una sofferta sciaguna non si estingue il dolore, ma si converte in un soave sentimento”.

La muerte sigue presente en el arte occidental; sin embargo, pocos son los artistas que se atreven a dar forma, a atribuir corporeidad a la negra dama: sólo el cine o el teatro lo hacen, y con un toque humorístico tan marcado como en Death takes a holiday (1936), que cuenta con un reciente remake en Meet Joe Black (1998), protagoni-zada por Brad Pitt. Pero ¿quién, como en otros tiempos, incorpo-raría la muerte a un túmulo funerario? Hemos alejado la muerte de nuestro entorno y la hemos sacado de las casas para llevarla al tanatorio; por ello, no podemos ni siquiera imaginar algo parecido al arte fúnebre de otros tiempos: la figura de la Muerte aparece junto al finado. De todos los ejemplos que conozco, he seleccionado uno del siglo XVIII: la Tumba del Mariscal de Saxe, obra de Jean-

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Baptiste Pigalle, que puede contemplarse en la Iglesia de Santo Tomás de Estrasburgo:

El patetismo de la escena es extraordinario: entre el soldado y la Muerte, tan sólo media la mujer o madre en su papel de interceso-ra, que en vano pide clemencia a quien ni tan siquiera conoce tal palabra. Hasta mediados del siglo XX, la escultura y la arquitectura fúnebres continuaron sirviéndose de la figura de la Muerte, en la seguridad de que los familiares del finado no pondrían ningún reparo.

En el tránsito del Medievo a Renacimiento, la Muerte se cuela por todas partes: ahí está la xilografía que acabamos de ver, que aparece en una edición posincunable del Laberinto de Fortuna de Juan de Mena; ahí está la talla en piedra de la Catedral de León; ahí están los frescos de la Catedral de Cuenca y la Catedral de Salamanca; en fin, ahí están unos testigos literarios que encuentran su expresión

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más perfecta en las Coplas de Jorge Manrique. En ellas, como en las Danzas de la Muerte y otros testigos literarios, la Muerte habla; en ellas, don Rodrigo Manrique, frente a la cobardía de los invitados por la Muerte en las Danzas (en el texto español, sólo un benedictino y un ermitaño tienen la valentía suficiente para aceptar su funesta invitación a bailar), está dispuesto a dejar este mundo. Oigamos la voz del poeta y, a continuación, la de la Muerte:

XXXIII

Después de puesta la vidatantas vezes por su leyal tablero;después de tan bien servidala corona de su reyverdadero;después de tanta hazañaa que non puede bastarcuenta cierta,en la su villa d’Ocañavino la Muerte a llamara su puerta,

XXXIV

diziendo: ‘Buen caballero,dexad el mundo engañosoe su halago;vuestro corazón d’azeromuestre su esfuerço famosoen este trago;e pues de vida e saludfezistes tan poca cuentapor la fama;esfuércese la virtudpara sofrir esta afruentaque vos llama.

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Don Rodrigo toma al final la palabra y deja claro que está dis-puesto a acompañar a la Muerte, pues él, caballero y cristiano, no la teme: ha vivido rectamente y, ahora, con su ejemplo, está enseñando a bien morir a cuantos leen u oyen los bellísimos versos de su hijo. El legionario actúa del mismo modo, aunque, galante como siempre y respetuoso respecto de una tradición artística que hemos revisado en algunos de sus principales testigos, hace de ella su novia. Al plasmar esa escena en clave plástica, a algunos artistas ni siquiera se les ha olvidado poner su pizquita de sal. Ejemplo de ello es la cubierta del Romancero legionario (Madrid, 1940) del capitán Maciá Serrano:

De ello prometo hablar con más calma en otra ocasión, en que, como he dicho, daré cuenta de los problemas textuales de El Novio de la Muerte, pues los tiene sin duda, y no chicos. Al final de mi repaso, de signo eminentemente filológico, se obtendrá un himno unificado. Lo veremos juntos.

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í n d i c E

Milicia y Filología: dos charlas y un libro .....................................9

Edición unificada de El Novio de la Muerte, himno de la Legión a sus muertos .................................................... 11

Apéndice. Pro patria mori: el guerrero y sus votos ............ 49

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El novio de la muerte (Himno de la legión). El texto y su sentido, acabose de imprimir el 1 de noviembre de 2012,

Día de difuntos

© Ángel Gómez Moreno

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Edición a cuidado de Basilio Rodríguez CañadaCubierta: Eleazar, El sobrino que se alistó en la Legión

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ISBN: 978-84-15746-06-5Depósito Legal: M-34476-2012

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