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Rafael del Moral LA NOVELA ESPAÑOLA Y LA CRÍTICA ASOCIACIÓN EUROPEA DE PROFESORES DE ESPAÑOL Zaragoza, 27 de Julio de 1999

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Conferencia leída en 1999 en Zaragoza con motivo del congreso de la Asociación Europea de Profesores de Español

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Rafael del Moral

LA NOVELA ESPAÑOLA Y LA CRÍTICA

ASOCIACIÓN EUROPEA DE PROFESORES DE ESPAÑOL Zaragoza, 27 de Julio de 1999

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Queridos colegas, queridos amigos: ¿Cómo establecer criterios para valorar la ingente No existen criterios úni-cos ni organizados para acercarse a la novela. Accede-mos a ellas por los comentarios que oímos de nuestros amigos, de nuestros profesores; o que leemos en los pe-riódicos, en los medios de comunicación en general o en los libros de crítica literaria. Salvo en fines muy precisos como una determinada investigación, tesina o tesis, casi nunca hacemos una lectura sistemática de novelas. Pero son muchas las veces que necesitamos tener datos. Y cuando nos mostramos interesados en buscar algo, sue-len faltar, o aparecer incompletos: ¿Qué novelas están ambientadas en Madrid? ¿Cuántas novelas con el tema de amor escribió Juan Valera? ¿Cómo se llamaba el pro-tagonista de Niebla de Unamuno? ¿En qué ciudad se de-sarrolla la acción de Nada de Carmen Laforet?

Preguntas como ésta son las que quiere recoger el

libro que me ha traído aquí, la Enciclopedia de la Novela Española, libro del que debo empezar diciendo que he querido ser más intérprete que autor, más recopi-lador que creador, aunque muchas veces no he podido evitar lo segundo.

Pero sin entrar aún en contenidos de crítica litera-

ria, querría dedicar unas palabras a la lectura.

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Leemos porque nos produce placer. También pro-duce placer comer, conversar, viajar, contemplar un pai-saje... pero a ninguno de éstos se parece el placer de la lectura. Si hubiera que compararlo con alguno de los go-ces del hombre creo que se parece mucho a ese mundo mágico que proporciona el estado de enamorados, tal vez el único que puede superar, en algún momento, el placer y la emoción de una buena lectura.

Y digo que el estado de la mujer o del hombre que

se ha imbuido en un libro es muy parecido al del hombre o la mujer atrapados por el amor porque se despierta el lector o el enamorado pensando en él o en ella, que son sus personajes, o donde dejó el día anterior la conversa-ción con él o con ella. Goza pensando en sus argumen-tos, o en él o en ella, mientras se ducha (y a la vez evita el triste pleito y pesadilla que desde hace días tiene con el compañero de trabajo), se compara con ellos, o con él o con ella, mientras va hacia el autobús. En cuanto en-cuentra un momento abre el libro, o la foto de ella o de él, y sigue leyendo. Y cuando descubre, por ejemplo, lo ininteresante que es la reunión a que ha sido convocado, busca la manera de oír hablar a los otros sin hacer más caso que a él o a ella, que está en su pensamiento casi como si estuviera en carne y hueso, concentrado en lo que acaba de leer. Todo lo llena, todo lo abarca. Y se complace en la idea de volver a casa, o de acudir a la cita, o de sentarse en el sillón y volar de nuevo con su enamo-rada o lectora imaginación sin importarle su dependen-cia de nada ni de nadie. Se asocia con los actos del día en

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estado de embeleso, de hechizo o de abstracción según los casos. Reduce su dieta alimenticia porque la carencia la suple su amor o su lectura y disminuye las horas de sueño, que menguan hasta las mínimas para alargar has-ta el máximo los momentos en que se recrea el pensa-miento pensando en él, en ella o en la lectura. Y se ha sentido feliz todos los minutos del día gracias a ese mundo interior, que es donde está la felicidad, ese mun-do ajeno a presiones, tensiones, humillaciones, arrogan-cias, despechos y demandas, ajeno a las estúpidas exi-gencias de la vida diaria.

La gran diferencia entre el lector y el enamorado es

que el estado del segundo está, según dicen los psicólo-gos, limitado por los veinte meses que dura y según di-cen las estadísticas por el par de veces que se produce en la vida.

Los libros, a diferencia del amor, pueden durar

más. Digamos que también duran más si se recuerdan con cariño. Si se recuerdan con rencor o si se olvidan, no sirven de nada.

Pero los libros, los buenos libros, las novelas, las

grandes novelas, quedan en la memoria, entran en noso-tros como entra el oxígeno, los respiramos aunque no sepamos que existen, aunque no sepamos lo que son. Flotan en el aire, en el ambiente, en el sentir colectivo ajustados a nuestra manera de ser, incluso a nuestra ideología. Aunque no nos demos cuenta, viajamos a ve-

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ces con un conductor de autobús unamuniano, nos cru-zamos con un tendero que lee a Pérez de Ayala, o con un fontanero que se complace en repetir los versos de Bécquer.

Cuando empecé a redactar el libro que yo había

llamado Diccionario Crítico de la Novela Españo-la, me vi obligado a recordar y revisar las lecturas de to-da mi vida. Y las tuve que actualizar reconstruyendo esos asuntillos destacados para conseguir mi mejor comenta-rio, que no es, claro está, el mejor comentario. Y me ha pasado como a aquella señora casquivana que había perdido su juventud, y su primera madurez, y su segun-da edad y la tersura de su piel, y las formas, y la apostura y casi todo lo que ahora tanto se pondera en la nueva so-ciedad que adora los veinte años y la talla 36 como se adora a un dios provisional. Y la señora se complacía en reuniones y tertulias en contar una y mil veces y hasta la saciedad sus aventuras amorosas, y solo por recodarlas sentía ella que las estaba viviendo de nuevo.

Ese es el placer que producen los libros, el del re-

gusto de hablar de ellos. No sólo los libros de ficción, si-no cualquier libro. La lectura y deleite de un libro nos eleva ante el mundo. Cualquier cosa que veamos o expe-rimentemos tiene más sentido para quienes se muestran capacitados en sondeos y peripecias por ese mundo mágico interior de la lectura. Alcanzamos ese estado gracias a la facilidad para erigirnos en intérpretes únicos de lo leído y para adaptarlo a nuestro modo de ser o a lo

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que nos venga en gana, que eso, al fin y al cabo, a nadie le importa. Con la lectura mitigamos la soledad y evita-mos oír a esa persona que ya no tiene nada que decirnos, y reparamos en nuestro mundo interior que, bien mani-pulado, puede elevamos a un podium de optimismo, de refinamiento, de reafirmación, de estabilidad, un mundo del que somos dueños y señores absolutos y que perma-nece libre a todo atentado exterior, y también interior porque el lector clásico, el lector permanente, no está entre los individuos de riesgo depresivo.

Por eso, por ese mundo interior que proporciona la

lectura, y por otros asuntos, nada ni nadie puede superar al crítico que todos llevamos dentro, nada ni nadie puede colocarse por encima de nuestra condición de lector, na-da ni nadie puede superarnos como críticos de nosotros mismos.

Pero se presenta un fantasma ¿Qué leer? La pregunta tiene algunas variantes: ¿Qué leemos? .... ¿Leemos lo que nos dicen que leamos? ... ¿Es nuestro mejor consejero el amigo o la amiga? ¿Nos dejamos llevar por lo que dicen los periódi-

cos...?

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Encuentro que la manera de elegir nuestras lectu-

ras tiene los siguientes inconvenientes:

Primero:

Antes o después acabamos por aceptar lo que ve-

mos en las librerías o en la publicidad más o menos explícita, o nos dejamos influir por los comentarios de los críticos. Están éstos casi siempre sometidos a mil y un condicionantes como circunstancias de aparición, editorial, amistad con el autor, consideración que el libro hace de la propia obra del crítico, publicación en que aparece, etcétera. Visto todo ello de manera global, al final siempre nos dejamos aconsejar por los mismos y acabamos por buscar la novela que ellos dicen que está bien.

Actuando así no leemos literatura, sino marketing,

técnicas de mercado. Y si no, veamos lo fácil que es sacar a un novelista de la nada con el poder de la prensa:

Se busca un tipo que redacte, aunque sea más es-

cribiente que escritor. Que tenga ideas para crear argu-mentos. Que sea buen comunicador, un poco atractivo, un poco elegante, no demasiado. Que caiga bien a la gen-te. Que sea más humilde que orgulloso, aunque lo se-gundo tiene cura, y también un poco altivo. Que sus no-velas se entiendan a la primera, pero después de hacer

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superar al lector medio una pequeña dificultad que hala-gue su capacidad, que ennoblezca su ego, que satisfaga su descubrimiento y al mismo tiempo que quede encan-tado de haberse conocido... Luego hay que hablar cons-tantemente del autor en las páginas de crítica de los pe-riódicos, que son muchas y variadas, con dos tipos de publicidad: la pagada, con foto, y la gratuita, con el co-mentario de los que dicen estar preparados para tal fin... Y ya tenemos novelista... Y ya se puede vender el libro a granel en los grandes almacenes... Al fin y al cabo mu-chos lectores están deseando que se le indique lo que sea porque a todo le sacan partido. Son los lectores compul-sivos, los que necesitan un refugio constante para meter la cabeza entre las páginas y se dejan aconsejar por las novedades, porque creen que lo clásico, lo antiguo, ya no puede decirles nada.

En segundo lugar creo que aunque no se debe ceder a las modas,

tampoco hay manera digna de desbrozar la avalancha de publicaciones. Casi todos los libros que han tenido un éxito inmediato al poco tiempo han desaparecido de las librerías. Muchos que han nacido sin la devoción de las masas, sin embargo, han echado raíces después y se han convertido en clásicos.

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Por poner un ejemplo, que de éstos hay muchos, en el año 1962 apareció un libro llamado Cuando Al-fonso era rey. El autor era un tal Alejandro Núñez Alonso y el libro fue un éxito comercial, el nº 1 de aquel año, y también un ladrillo insufrible, para entonces y pa-ra ahora. Pocos fijaron su atención en una novela de aquel mismo año que hoy es clásica: Tiempo de silen-cio de Luis Martín Santos.

En tercer lugar,

muchos lectores creen que hay pocas diferencias

entre dos tomos de hojas encuadernadas, y se conside-ran fracasados si no terminan un libro que por consejo, al azar o por error han empezado, incluso hay grandes lectores que actúan así, con una infundada estética o moral enormemente respetuosa con los bloques de hojas.

Habría que reivindicar una serie de derechos para

el lector: - el derecho a alimentar el fuego de la chimenea

con los libros que nos han hecho caer en la trampa - el derecho a jugar al lanzamiento de hojas encua-

dernadas por la ventana con el propósito de hacerlas lle-gar hasta el cubo de la basura,

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- el derecho a abandonar en cuanto sentimos que

nos están tomando el pelo, - el derecho a saltar las páginas, - el derecho a decirle a la gente a voz en grito que

aquello es una estupidez aunque los lectores, que somos muy mirados, demasiado respetuosos con la letra impre-sa, muchas veces hayamos considerado lo contrario;

- el derecho a ofender mentalmente o en voz alta al

escritor o a la escritora y a la editorial, - y el derecho a compensar el engaño con una so-

nora ofensa al responsable del libro, algo así como “qué Dios lo confunda” pero con el énfasis que cualquiera de nosotros sabría ponerle al relacionarlo, por ejemplo, con la fidelidad conyugal.

Tenemos la necesidad de armarnos de valor ante

los ataques publicitarios de editoriales, de periódicos, de críticos estirados, de amigos pedantes y de gente que acostumbra a aconsejar lo que más ennoblece su ego, y de otros derroteros y vericuetos que pueden llevarnos por los pobres y miserables caminos de la literatura, que también los tiene. De esa amenaza nadie está libre.

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Hay gente que para saber cuándo está ante un buen libro procura no emocionarse, aunque sí dejarse llevar y esperar, esperar a ver cómo soporta la segunda lectura. Los que superan esa segunda prueba se convier-ten en los grandes libros amigos. Y la soportan muchos menos libros de los que parecen. Dicen de los buenos escritores que siempre leían los mismos libros. Y eso creo que sucede con la novela, la mejor es la que se lee dos veces, y la segunda vez produce más placer que la primera. Cuanto más se sabe de un libro, más se sabe apreciar.

Lo fantástico, lo mágico, lo extraordinario es que

no sabemos por qué unas novelas funcionan, encajan en el lector y otras no. Por mucho que nos empeñemos es imposible establecer criterio alguno porque los criterios del arte son tan etéreos y mágicos como el propio oficio del artista. No lo sabemos ni lo sabremos mientras el ar-te sea arte.

"La novela – dice Baroja en sus memorias -

es un saco donde cabe todo y en el que lo único importante es acertar a dar el tono que cada obra requiere. Puestos a reflexionar - es decir, en teoría - muy pocas cosas son indispensables en una bue-na novela; pero, de hecho, conseguir una buena novela es dificilísimo."

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Para mucha gente estas palabras del gran novelista son indispensables para entender el concepto de novela, sus artes seductivas.

Pero que nadie se tome tan en serio esto de la na-

rrativa... Todo es tan verdad y mentira como la vida misma, y tampoco nos podemos tomar en serio la vida... es tan sutil... Y también lo es todo estudio demasiado ri-guroso y formal de las obras.

LAS SEIS ÉPOCAS DE LA NOVELA Nuestra lengua ha llegado con sus épocas, modas

e influencias a los seis siglos de uso en prosa narrativa. Y nuestros antepasados y nosotros mismos hemos coinci-dido en la intención de contar, aunque no siempre por los mismos motivos ni con los mismos fines.

Yo diría que hay seis momentos claves en la histo-

ria y la prehistoria de la novela española. 1. El primero está diluido por toda la Edad Media y

da muestra de esa necesidad de narrar, de contar, de go-zar las historias. No importa tanto lo que se cuenta, que también, sino la manera de contarlo, de entenderlo, de interpretarlo, y por eso nos seguimos deleitando con títulos tan extemporáneos como los Milagros de Nues-

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tra Señora de Gonzalo de Berceo porque por encima de su adscripción religiosa, que hoy entiende mucha menos gente, queda lo permanente: la humanidad de sus per-sonajes, lo que de universal en el tiempo y en el espacio había en ellos. Algo parecido descubrimos también en los cuentos de El Conde Lucanor de don Juan Manuel y en nuestro romancero, ejemplo para la humanidad toda de cómo condensar una inmensa anécdota.

2. El segundo gran momento de la historia de las

historias en lengua castellana no lo marca la aparición de una novela, pero sí de algo que se parece mucho: La Celestina, obra decisiva en el arte de contar en español. Comprendo que para muchas personas La Celestina sea ese libro inaguantable que los profesores mandan leer en clase. No hay nada peor para odiar un libro que academizarlo. La tragicomedia de Calisto y Melibea, sin embargo, nos dejó claro cómo hay que hacer hablar a un personaje para desnudarlo ante nosotros.

3. El tercer gran momento de nuestra historia de la

novela es la aparición de El Lazarillo de Tormes en 1554. Saben los entendidos en estos asuntos que El Laza-rillo, con su desequilibrio, con sus minúsculos tratados y a pesar de ser un libro probablemente inacabado, está en la génesis de la novela moderna.

4. El cuarto momento, y el decisivo, corresponde al

de la novela que más vueltas ha dado por la humanidad. Apareció en Madrid a principios del siglo XVII. Nada

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hay comparable a ella, nada se le acerca, nunca se ha discutido, a nadie ha defraudado su lectura. Fue tan aclamada en su aparición como hoy. De ella dijo Luis Rosales: Nadie que lea el Quijote sigue siendo la misma persona.

5. El quinto momento dio paso a ese tipo de novela

que ahora nos gusta leer, esa novela que ya no corres-ponde a una moda, sino a vivencias, al reflejo de nuestra sociedad, y que nació a mitad del siglo XIX, en 1849. La primera de aquellas se llamaba La Gaviota y la había escrito una mujer con nombre muy español, Cecilia, y apellido alemán, Böhl de Faber, por eso se refugió con un seudónimo, Fernán Caballero, pero dejó abiertas las puertas para la época más brillante de la novela españo-la: Galdós, Clarín, Valera, Pereda...

6. El sexto momento clave es mucho más reciente y

por tanto mucho más discutible, pero no deja de tener su interés. Es el momento en que España se incorpora a las técnicas narrativas que ya habían causado furor en Eu-ropa, y como se hace necesaria una fecha, bien podría ser ésta la de la publicación de Tiempo de Silencio en el año 1962.

(Génesis del libro)

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Con esas ideas, con todos estos principios que he citado, con la vieja formación universitaria y una buena colección de torpes y menos torpes fichas de lectura y algunas reflexiones más sobre temas tan atractivos nació el libro del que hoy tengo el gusto de hablar.

Una vez abonado el terreno, solo hacía falta que

cayera la semilla apropiada, y ésta llegó en la primavera de 1994 mientras paseaba al azar por la legendaria cues-ta de Claudio Moyano. Me encontré con un libro llamado Diccionario del cine español que informaba por or-den alfabético de una excelente colección de películas: fechas, argumentos, críticas, temas y actores... aquello colmaba mis exigencias. A veces me he imaginado un libro y al poco tiempo me lo he encontrado hecho. Algo así pasaba con aquel: una información simple, ordenada, sistemática y lejana a ese saber enciclopédico tan lleno de tomos como vacío de lo que uno anda buscando. Por entonces estaba a punto de dejar de ser traductor de li-bros de cine para la editorial Akal y si aquel libro sobre películas me entusiasmaba tanto era porque llevaba años buscando unos datos tan ordenados.

Aquella misma tarde, entre el Paseo del Prado y

Cibeles, me fui convenciendo de que muchos lectores agradecerían que alguien hiciera aquello mismo para la novela, y de que esa persona, a falta de otra interesada, bien podía ser yo. Ya se sabe lo fácil que es convencerse a sí mismo cuando uno tiene mucho interés en darse la razón. Nos transformamos en ingenuos héroes de noso-

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tros mismos, es verdad, pero esa misma falacia nos da fuerzas para emprender nuestras empresas. Por enton-ces no podía imaginarme los raros caminos que iba a re-correr mi obra.

Dos días después ya había preparado un borrador

de proyecto sin ninguna esperanza, y antes de que se en-friara la idea me presenté en la editorial Verbum que por entonces se interesaba por mis borradores. Me preparé unas pequeñas frases persuasivas y su efecto no tuvo na-da que ver con el que produjo en el editor, pero él quedó convencido. A los pocos días firmé el contrato aunque no por las razones que yo había creído defender, sino por-que Verbum imaginó que solo tenía la intención de hacer un librito razonablemente extenso que recordara los asuntos fundamentales de las obras. Unos años después me dijo el editor que lo había embaucado con aquel “pu-ñetero libro de cine”, en clara referencia al error que cre-ía haber cometido al aceptarlo.

Dejemos para después el cómo llegó este libro a la

editorial Planeta. La fuente principal de información para las nove-

las aquí expuestas, como digo, fueron mi colección de fichas de lectura. Pero eran aquellas tan desiguales, tan ajustadas a las variaciones de la voluntad y el deseo de los años en que habían sido redactadas que más que li-bro coherente era un concierto de desatinos. Cuando re-cordamos algo que hemos escrito hace tiempo tendemos

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a idealizarlo, a olvidarnos de los errores. Solo la actuali-zación de la lectura nos devuelve a la realidad. Había grandes diferencias entre las fichas redactadas en los años universitarios y las posteriores, y no existía ningu-na uniformidad en los comentarios, sino que éstos eran unas veces muy elogiosos, porque así lo había sentido yo en su momento, y otros reprochablemente despectivos. Por probar posibilidades quise empezar por incluir algu-nas citas de los críticos más importantes y aquello em-brolló el proyecto de tal manera que estuve a punto de abandonarlo.

Las primeras entradas fueron un mar de confusio-

nes. Me centré en Baroja, que de esto sabe mucho, para sondear las posibilidades del sistema. Y di muchas vuel-tas hasta encontrar el esquema que he repetido en todo el libro, y también el criterio básico que consiste en con-ceder a mis comentarios, que es como conceder a mis lectores, una extensión proporcional a la que otorgan los críticos, y prescindir incluso de aquellas novelas que no han merecido su atención, aunque yo hubiera sentido un especial afecto hacia ellas.

El libro entonces avanzó a un ritmo endiablado,

muy superior al que suponía. La fuerza me venía del pla-cer de redactar, de ese placer tan comparable a la lectu-ra, yo diría que el mismo que se obtiene de la lectura, salvo que es más exigente con la postura del cuerpo, na-da más que con la postura del cuerpo, porque ni se pue-de escribir recostado, ni tampoco los viajes en metro

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proporcionan muchas facilidades. Me iba al ordenador en cuanto me levantaba de la misma manera que uno se despierta con el deseo de dar continuidad a la novela que dejó de leer el día anterior cuando le entró sueño, o con el mismo deseo que uno se acerca a la cocina cuando tie-ne hambre o, como decía Jean Renoir de su padre el pin-tor (de manera un tanto áspera y tal vez desagradable pero muy ilustrativa). Decía el famoso director de cine que su padre Claude Renoir se acercaba a su taller de pintor con la misma naturalidad y aspiración que iba a orinar todas las mañanas.

Sin habérmelo propuesto me había convertido en

un trapero del tiempo, en un coleccionador de minutos para el libro, y pensaba en mis novelas como si fueran lo más importante del mundo, lo único que me interesaba hacer, lo único de que me gustaba hablar, aunque no siempre coincidiera con el deseo de mi familia y mis amigos. Me había aislado sin quererlo en un ambiente que me impedía pensar en otra cosa que no fueran mis fichas de novelas. Convertida en mi actividad favorita, solo vivía por y para el libro, y mis días más felices no eran sino los que más horas dedicaba a mi juego. La propensión a leer, a analizar, a buscar datos y a redactar se veía alentada por las páginas que iban apareciendo y el ánimo que al leerlas me comunicaban mis tres o cua-tro amigos consejeros. Algo parecido en intensidad y de-dicación a lo que les sucedió a mis sobrinos cuando les regalaron la videoconsola.

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Un día la editorial Verbum me hizo saber que no estaba preparada para publicar una obra tan ingente y me recomendó que presentara los originales a otra edi-torial. Planeta los aceptó: “Menos mal que está hecho, - me dijeron - . Nunca se nos ocurriría encargarle a nadie una cosa así.” Evidentemente exageraban. Luego la edi-torial, que vive de las ventas y no de la complacencia en los libros tan bonitos que publican o en el premio que otorgan, me pidió, con la elegancia que caracteriza a este mundo, que añadiera las novelas de la editorial que no habían merecido mi atención, las más vendidas. Yo sé que casi nunca esas novelas más vendidas coinciden con las que admiro. Cuento esto aquí para que no salga, por-que estamos entre amigos. Al fin y al cabo parecía lógico que Planeta quisiera incluir sus novelas, y también pa-recía lógico que yo empezara por contestar que no, por decir que el libro estaba listo, y que luego cediera cuando un día llegó a casa un enorme paquete que contenía unas cuarenta novelas con el sello de Planeta. Me costó mu-cho añadirlas.

Decía al principio que empecé la redacción de mi

libro pensando que era más intérprete que autor, y esa ha sido mi intención, decir lo que dicen los críticos, ge-neralmente los críticos consagrados desde medios uni-versitarios, y no los críticos de las publicaciones periódi-cas, porque éstas aparecen casi siempre condicionadas por la proximidad. Luego fui descubriendo mi inevitable subjetividad. Al fin y al cabo no hay nada objetivo en la

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vida, apenas dos o tres cosas... y tampoco. Es tan difícil ser un buen crítico como repartir justicia. La justicia, di-cho con brevedad sentenciosa, no existe. Consideramos justo lo que nos conviene. Si una araña se alimenta con una mosca –el ejemplo es de Baroja – el hecho es tan justo para la araña, que necesita subsistir, como injusto para la mosca, que desearía legítimamente subsistir. Y no es necesario poner ejemplos de la vida político-judicial española de los últimos años porque los unos y los otros describen como justos e injustos los mismos hechos casi por las mismas razones. Por esas mismas razones creo que la crítica ni es justa ni injusta ni puede serlo, es sencillamente crítica, es decir nada, o, dicho de otra manera, tan interesante como puede ser el chisme que una vecina cuenta a otra sobre una tercera ausente. Y no digo si este cotilleo está a favor o en contra.

Y como estamos lejos de lo justo, y por tanto de lo

objetivo, me voy a permitir hacer una subjetiva e injusta lista de diez novelas españolas, de diez libros de los que no defraudan, aunque podrían hacerlo por muchos mo-tivos, generalmente extraliterarios. Diez obras que tanta gente ha considerado de las grandes. Me someto así la terrible crítica que estos asuntos suscitan, pero conscien-te de mi provocación, de mi intención de clasificar nove-las como si fueran pepinos, o coches de lujo, que es lo que se lleva, y refugiado, amparado, en lo que otros críti-cos sugirieron durante muchos años, tal vez aconsejados por lo que habían oído decir a los lectores.

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No utilizo un orden categórico, sino alfabético, pa-

ra mitigar la imprudencia. 1 Le corresponde así el primer lugar a Amadís de

Gaula, una novela que tuvo como primer crítico a uno de los mejores escritores del mundo, a Miguel de Cer-vantes, cuando en el capítulo VI del Quijote la libró de la quema. Solo por eso merecería el privilegio.

2 Me permito citar en segundo lugar y gracias al or-

den alfabético y muy lejos en el tiempo de la anterior, a Cinco horas con Mario. Por su lenguaje, por su punto de vista y por la manera de entender el tono de una no-vela, ese que decía Baroja, y por la manera de dejarnos ver que al fin y al cabo no hay asuntos más importantes que los pequeños asuntos de todos los días.

3 Aunque muchos no lo ven así, quiero citar tam-

bién La Colmena de Camilo José Cela. Hay lectores que no pueden evitar cuando leen el libro de nuestros contemporáneos ver la cara, los gestos y los dichos de su autor. Algo así les pudo ocurrir también a los contem-poráneos de Quevedo y Cervantes, que tampoco gozaron de grandes simpatías en su época. Creo, no obstante que La colmena está entre las grandes, entre esas obras que soportan dos, tres y más lecturas.

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4 Fortunata y Jacinta, y sigo el orden alfabético,

pertenece a esa docena de novelas de la humanidad que no defraudan. Y digo bien de la literatura universal, y no solo de la española. El incansable Galdós dejó aquí su obra maestra.

5 Un espacio también para el Guzmán de Alfara-

che, un espacio que debe compartir con la otra gran no-vela picaresca, con El lazarillo de Tormes, aunque solo sea por el dominio que nuestros escritores tuvieron en el género.

6 No puedo evitar la cita, y aquí tampoco voy a coin-

cidir con muchos de los que me oyen, de Pepita Jimé-nez, ese magistral relato de Juan Valera, una vez más conseguida gracias al tono, a la proximidad de las pala-bras, un tono que fue incapaz de recuperar el autor en el resto de su producción literaria, al menos a mi juicio.

7 Ni una sola palabra además de las dichas para el

siguiente título, El Quijote.

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8 Un lugar de honor para La Regenta, modelo de

modelos, y dignísimo ejercicio narrativo se abra por donde se abra.

9 Tirano Banderas ha recibido diversas conside-

raciones y críticas por parte de sus lectores. No puede decirse que sea una novela al uso. Sucede con Tirano Banderas algo parecido a las consideraciones y parece-res que recibe un cuadro de la época de la abstracción: se le tiene un gran respeto y deferencia, pero a la hora de identificar sus valores no se sabe por qué. Eso pasa con el derrocamiento de Santos Banderas, el dictador de Va-lle-Inclán, el personaje que abrió el camino para tantas y tantas novelas de la dictadura en Hispanoamérica. Nos dejará tal vez una impresión amarga, pero nunca indife-rentes.

10 La Voluntad es mi título último. Supo dejar aquí

Azorín toda una filosofía de la existencia como quien no quiere la cosa, con la sencillez del paso de los días, con la normalidad de quien está contando pequeñas anécdotas.

Evidentemente esto no es más que una falsa lista,

una lista que sirve para el juego, para el placer de recor-dar, de recrear, de encontrarnos amparados con nues-tros grandes e incondicionales amigos literarios:

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con Ana Ozores y el mundo provinciano de Vetusta que la ahoga, un mundo que es también el nuestro, y con Frígilis, ese ciudadano casi anónimo y su silencio, su modesta vida que encierra la vida más recta de los vetus-tenses, viene a decir Clarín dándonos así la gran lección de humildad, de integridad ante la vida

con Dulcinea, la mujer más bella del mundo y de

todas las épocas porque su belleza solo está en la imagi-nación, porque nunca aparece en las páginas del Quijote, aunque Sancho Panza pretenda describirla como una descuidada aldeana, una aldeana cuya belleza ha sido alterada por los magos enemigos.

Con el humilde Sancho Panza que nos enseña que

no hace falta ir a las universidades para conocer la vida, para armarse de criterios, para entender lo que somos. Claro que Sancho Panza tiene uno de los mejores maes-tros, un hombre que no ve la vida como es sino como quiere verla, o como los demás quieren que la vean, que es como hay que ver la vida.

Y por citar algunos personajes más, no precisa-

mente de los incondicionalmente populares, recordemos a la tía Tula de Unamuno, la mujer abnegada que se muestra incapaz de vencer su lucha interna que se refu-gia en lo que no quiere hacer frustrando en secreto su vida

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Con tantos personajes incondicionales amigos nuestros, personajes cuyas conductas nos sirven per-manentemente de referencia, a veces de modelo a imitar, a veces de modelo a evitar.

Y qué decir de Mario, el marido de Carmen, el

gran ausente, el gran personaje de la literatura del siglo XX, el hombre admirado por su manera de ser a través de los reproches que su mujer le hace desde su imagina-ción en Cinco horas con Mario, precisamente el día de su muerte

Andrés Hurtado en El árbol de la ciencia llega a

convencernos del absurdo de la vida, del inevitable des-tino. Y menos mal que un poco después de llegar al final descubrimos que aquello era solo una novela, ni más ni menos que una novela,

Y recordemos también a Máximo Manso de El

amigo Manso de Galdós. Cuantos consejos nos da en sus páginas, cuantas lecciones, cuantos ejemplos de mo-destia...

Y esta lista podría ser interminable en busca de

numerosas charlas sobre tantos y tantos amigos nues-tros: Angel Guerra, en su novela homónima de Galdós, o el también galdosiano Gabriel Araceli de los Episodios Nacionales, o Amadís, modelo entre los modelos, y Oriana, la mujer más intensamente amada de la literatu-ra, Eulalia y Germán en Retahílas de Carmen Martín

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Gaite; el ubicuo y polivalente J. B. de Torrente Ballester, Alvaro Mendiola en busca de sus Señas de identidad, la habilísima molinera de El sombrero de tres picos de Alarcón, el Marqués de Bradomín en las Sonatas de Valle-Inclán, Pío Cid de Ángel Ganivet en La conquista del reino de Maya y Los trabajos del infatigable creador, Teresa Serrat y Manolo el Pijoaparte en Últi-mas tardes con Teresa y tantos y tantos otros que con su sola evocación nos llenan de recuerdos.

(todos somos narradores) Y daré fin a estos pensamientos con un principio

que es, a mi juicio, el que más ennoblece la novela, el que la hace más nuestra, el que la justifica, el que le da razón de ser: todos nosotros, todos los que estamos aquí somos narradores, autores de narraciones. Somos na-rradores de un tipo de novela que escapa al control edi-torial y que queda reservada al privilegio y goce de unos pocos. Todos nosotros contamos continuamente histo-rias, o las oímos con mayor o menor pasión y nos intere-samos por ellas por las mismas razones que nos intere-samos por la novela: porque quien nos la cuenta es ami-go nuestro, porque nos interesan los protagonistas, o porque admiramos el modo de hablar de alguien... ese es el esquema y procedimiento de la literatura, y no otro.

Todo nuestro sistema comunicativo descansa en

esas historias más o menos breves, más o menos novela-

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das, más o menos enriquecidas en la realidad, más o menos adornadas con la ficción... Historias son las que nos cuentan nuestros allegados, las que oímos breve-mente en la radio o las que nos dan en las noticias de te-levisión, todas ellas matizadas con el énfasis que quienes las cuentas quieren poner en ellas, que es lo mismo que sucede en la novela. Estas historias son cada vez más breves porque en esta vida de locos que llevamos nos in-teresa que las historietas empiecen y terminen y no que-den a medias. Por eso nos gusta más como narran las noticias en una cadena de televisión o en la otra, aunque sean las mismas, según nuestras preferencias y gustos.

Todos somos un poco narradores cuando nos dedi-

camos a hablar de lo que hemos visto u oído, de lo que hemos soñado o imaginado y algunas veces también de lo que nos ha sucedido, y lo hacemos con una pasión que es tan intensa en la mujer que cuenta a la vecina lo suce-dido en la pescadería a la vuelta del mercado como en el último cuento de Gabriel García Márquez. Algo parecido sucede también, aunque el contenido sea distinto, en el tono y pasión con que un hincha del atlético de Madrid le cuenta a otro con énfasis cómo se ha lesionado el za-guero, tan esencial en el esquema del equipo.

Somos narradores por naturaleza, somos recreado-

res de peripecias con tantos estilos como personas cuen-tan sus cosas. En gran medida todos pertenecemos al mismo oficio, al de contar, al de oírnos. Y que nadie diga que contamos fielmente los hechos, porque es imposible:

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nadie sabe exactamente cómo son los hechos, porque es ilusorio no inventar, como hace el novelista, o añadir al-go, o modificar, aunque solo sea con palabras, lo que cre-íamos real. Incluso cuando vivimos un episodio, lo revi-vimos casi al mismo tiempo pensando en cómo o cuándo lo vamos a contar, y cuando lo contamos de nuevo, due-ños ya de la historia, nos adueñamos también de los hechos, los organizamos en nuestra mente e impulsados por el natural instinto de libertad que tiene el hombre lo contamos con nuestro estilo deseosos de que así hubiese ocurrido.

Visto así, que es una buena manera de ver las co-

sas, hemos de saber que llevamos un narrador dentro, que todos somos artistas de la palabra, que sabemos que en el uso de ese arte nos gusta más oír a un tipo de gente que a otra, y, con menor exigencia, contar las cosas a un tipo de gente y no a otras. Vivimos un hecho, propio o ajeno, porque nos lo han contado. Lo recordamos y lo organizamos en nuestra mente, que es otra forma de na-rración, y luego lo contamos, y si tenemos que repetirlo, nos adaptamos al oído de quien lo oye añadiendo o evi-tando los episodios más o menos secundarios. Eso es lo que hace también Goya cuando capta la realidad en sus escenas, elige los momentos que le interesan para col-marlos de mensaje. Y también lo que hace Cervantes al recoger la vida misma en dos personajes con un oficio que ya no tiene que ver con la vida misma. Y con nuestro diario oficio de narradores nosotros debemos ser nues-

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tros propios críticos porque bien mirado la vida misma es un cuento, un largo cuento.

(epílogo) El libro que he escrito es también una estirada co-

lección de cuentos largos. Lo he escrito con la intención de que sirva al lector que quiere recordar lo leído, cuan-do falle la memoria para poner en su lugar lo que en algún momento estuvo. Ya decía Plantón que los libros acabarían con los esfuerzos de la memoria y éste contri-buye a ello, a recordar, a servir como el cajón de las fi-chas que no hicimos en su día, a servir de archivador del dato urgente.

Un libro en el que debe estar permitido discrepar,

corregir, añadir, quitar o modificar en función de nues-tra propia crítica, de nuestra propia peripecia como lec-tores, de nuestros propios intereses, que al fin y al cabo son los únicos que han de servir para navegar en el mágico mundo de la lectura.

Muchas gracias.