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9 Nota del Traductor La colaboración que se ha dado entre Itsik Malpesh y yo es segu- ramente una de las asociaciones literarias más improbables de las que se guarde memoria reciente. Cuando tuvo lugar nuestro pri- mer encuentro, en el otoño de 1996, él ya era nonagenario y yo tenía veintiún años. Él era un judío ruso que se había criado en una época en la que estaban contados los días que le quedaban al zar; yo era un muchacho católico, de Boston, nacido a finales de la Administración Nixon. Tras sobrevivir setenta tumultuo- sos años en Estados Unidos, Malpesh tenía mucha más experien- cia que yo sobre la historia de la nación, y aún así me considera- ba a mí la autoridad en nuestra cultura común, acerca de la cual hacía voraces inquisiciones. Una conversación de cinco minutos con Malpesh podía tocar cuestiones tan diversas como el acceso a la televisión pública, las aves de Norteamérica, el software para la autoedición de textos y las tarifas de suscripción a Sports Illus- trated, todo ello en un inglés bien hablado, aunque sazonado en abundancia del yiddish en que aún prefería expresarse. Durante una de mis visitas me interrogó sobre el precio del abono de temporada a Camden Yards, el campo en que juegan los Orioles de Baltimore, dando por supuesto que me sabía la res- puesta de memoria. –Señor Malpesh, ¿y cómo quiere que lo sepa? –le dije. Antes de responder me estudió con sus ojos empañados, como si a sus años le fuera insoportable expresar una obviedad.

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Nota del Traductor

La colaboración que se ha dado entre Itsik Malpesh y yo es segu-ramente una de las asociaciones literarias más improbables de las que se guarde memoria reciente. Cuando tuvo lugar nuestro pri-mer encuentro, en el otoño de 1996, él ya era nonagenario y yo tenía veintiún años. Él era un judío ruso que se había criado en una época en la que estaban contados los días que le quedaban al zar; yo era un muchacho católico, de Boston, nacido a finales de la Administración Nixon. Tras sobrevivir setenta tumultuo-sos años en Estados Unidos, Malpesh tenía mucha más experien-cia que yo sobre la historia de la nación, y aún así me considera-ba a mí la autoridad en nuestra cultura común, acerca de la cual hacía voraces inquisiciones. Una conversación de cinco minutos con Malpesh podía tocar cuestiones tan diversas como el acceso a la televisión pública, las aves de Norteamérica, el software para la autoedición de textos y las tarifas de suscripción a Sports Illus-trated, todo ello en un inglés bien hablado, aunque sazonado en abundancia del yiddish en que aún prefería expresarse.

Durante una de mis visitas me interrogó sobre el precio del abono de temporada a Camden Yards, el campo en que juegan los Orioles de Baltimore, dando por supuesto que me sabía la res-puesta de memoria.

–Señor Malpesh, ¿y cómo quiere que lo sepa? –le dije.Antes de responder me estudió con sus ojos empañados, como

si a sus años le fuera insoportable expresar una obviedad.

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–Porque tú has nacido en esta lengua –dijo.Al describir las circunstancias a través de las cuales se forjó

nuestra muy improbable colaboración, acaso sea de utilidad, sobre todo de entrada, proporcionar cierta información de fondo. No me cabe duda de que esta advertencia preliminar rebasará con creces los límites que la mayoría de los lectores espera encontrar en una nota del traductor, y a quienes pongan alguna objeción en este sentido les debo primero mis disculpas y luego mi más ab-soluto reconocimiento de que estoy de acuerdo con su opinión: en efecto, la obra es de Itsik Malpesh, y puede y debe por tanto leerse como si fuera enteramente suya. Al ser a un tiempo docu-mento histórico y biografía de un hombre singular, merece que se examine de acuerdo con sus propios méritos. En los capítu-los que siguen he vertido los manuscritos de Malpesh tan plena y fielmente como he sido capaz, poniéndolos por primera vez a disposición del público en general. El relato de Malpesh prácti-camente no precisa de ulterior elaboración.

«Es lo que es», como a él mismo le gustaba decir. (O, como decía también con más gracejo: «El resto es comentario, y el co-mentario es una mierda».) Los puristas harán bien si optan por saltarse esta nota del traductor, como todas las demás, a medida que vayan jalonando el texto.

Aclarado esto, viene muy a cuento reseñar que Malpesh era un tipo peculiar, cuyas decisiones eran no menos peculiares. A decir verdad, el concepto mismo de decisión, o elección (religiosa, lin-güística, sexual, cultural), así como la ausencia de la misma, es algo tan vertebral en su obra que, a mi entender, los particula-res que atañen al que eligió Malpesh para que fuera su traductor (por más restringidas que pudieran haber estado sus opciones) acaso arrojen cierta luz sobre el propio hombre. Y de este modo, no sin reconocer que esta declaración implica cierta soberbia ilu-soria que el poeta mismo a buen seguro habría apreciado, debo insistir en que el relato de Malpesh comienza conmigo.

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Aunque aún habían de pasar seis meses hasta que nos conociése-mos, nuestra relación se inició poco después de mi último semes-tre en la universidad, en el oeste de Massachusetts. En esa tem-porada acepté un trabajo en el seno de una organización poco corriente. Ojalá, me digo ahora, pudiera afirmar que mi contrato fue fruto de una detenida consideración, de haber sopesado múl-tiples y muy lucrativas ofertas, pero la verdad es mucho más pe-destre: había cursado mis estudios a base de préstamos, y nada más terminar me encontré de pronto lastrado por las deudas.

Había cursado estudios de religión, especializándome en las lenguas de las Escrituras, y al licenciarme me sentí en condicio-nes de hacer… de no hacer nada, mejor dicho. Anteriormente lle-gué a pensar en seguir mis estudios en el seminario después de la licenciatura, pero a lo largo de los cursos que hice en la facul-tad de religión no sé bien cómo perdí la fe. Peor aún: empecé a preguntarme si de veras llegué a tenerla alguna vez.

Así que me puse a buscar trabajo. Con la esperanza de poner en práctica en el mercado laboral los muy escasos conocimientos de provecho que había adquirido, recurrí a mi hebreo de licen-ciado para buscar alguna opción en Israel. Estaba deseoso de via-jar, abierto a la aventura, pero en mi condición de no judío des-cubrí que mis posibles motivos de viaje eran más bien causa de preocupación e incluso de recelo. En más de una entrevista se me formuló una pregunta que llegado el día iba a oír también de la-bios de Malpesh, y palabra por palabra: ¿tú eres alguna clase de misionero? A mis hipotéticos empleadores traté de explicarles que en el caso de convertir yo a alguien lo convertiría a lo sumo a una difusa especie de agnosticismo insípido, pero la honestidad de mi respuesta no me valió para que me volviesen a llamar.

Tampoco tuve suerte tratando de encontrar un empleo más cerca de donde vivía. Mi licenciatura era de una universidad pú-blica en un Estado del que son dueñas y señoras las grandes uni-versidades privadas, las de más prestigio. Valorando la compe-tencia con que podría encontrarme en caso de buscar trabajo en

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Boston, uno de los asesores profesionales de la universidad me aconsejó que fuera pensando en buscar algo en el campo del te-lemárketing.

Con creciente desesperación recurrí a las páginas de anuncios de empleo y descubrí que la Organización Cultural Judía, pequeña asociación sin ánimo de lucro cuya sede no estaba lejos de mi uni-versidad, buscaba a alguien que se ocupara de clasificar libros en su almacén; el único requisito era el conocimiento del alfabeto hebreo. Cuando solicité el puesto, nadie me preguntó si yo era mi-sionero, aunque tampoco me preguntaron si era judío. Como mi disponibilidad era inmediata, me ofrecieron el empleo.

A la semana siguiente entendí en el acto cuál era la razón de que tuvieran tanta prisa para dotar el puesto. La misión primera de la ocj consistía en recopilar libros; se recibían de hecho dona-ciones de libros de tema hebreo, libros usados, procedentes del mundo entero. Al entrar en el almacén, comprendí que estaban desbordados por el éxito que habían cosechado en su empeño. Las cajas y paquetes de libros bloqueaban la entrada y formaban torres que llegaban hasta las ventanas, impidiendo que entrase la luz natural. Y me dijeron que a diario llegaban más libros. A centenares. Mi cometido consistiría en desembalar las cajas y los paquetes y poner orden allí dentro.

No era exactamente lo que me esperaba. Me había dedicado a afinar mis conocimientos de hebreo con la suposición de que una mayor facilidad para desenvolverme en la lengua me ayuda-ría a catalogar, o al menos a familiarizarme con un almacén re-pleto de libros judíos. Me había convencido de que el trabajo no sería muy distinto de mis estudios, que me habían interesado en condición de potencial erudito en materia de religión, aunque si-guieran estando lejos de mi alcance por motivos financieros. Tra-bajar todo el día con libros, supuse, podría ser una forma de pro-rrogar mi educación al tiempo que percibía un salario.

Tal como descubrí ya en mi primer día en el trabajo, los libros no estaban en hebreo. Estaban en yiddish, que es una lengua que

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tiene tanto en común con su antigua pariente como la que tiene el inglés con el latín. Al compartir un mismo alfabeto y una pe-queña porción de vocabulario, el hebreo y el yiddish pueden pa-recer idénticas a ojos de alguien no muy bien informado, pero son completamente distintas. Comprendí que mi trabajo consis-tía en ordenar libros que no era capaz de entender.

En medio de kilómetros de anaqueles de metal pintado de gris vi que los libros de los que era responsable igualmente podrían haber sido cartones de tabaco o pastillas de jabón. Me había con-vertido en un mozo de almacén, ni más ni menos.

A pesar de los pesares, era un trabajo. Y aunque el trabajo fuera a veces tedioso –abrir cajas y paquetes, clasificar libros, co-locarlos en los estantes–, al menos me permitía bastante autono-mía. Las oficinas de la organización cultural, donde trabajaba una veintena de empleados, se encontraban en otro edificio, en la otra punta de la ciudad, lo cual implicaba que en el día a día me en-contraba prácticamente solo.

Sin embargo, pronto descubrí que ni de lejos estaba solo. Es-taba rodeado por cajones y más cajones repletos de historias. Cada vez que abría un embalaje desconocía lo que me estaba esperando. Había libros, por supuesto: unos en excelente estado, otros que no valían siquiera el precio de los sellos gracias a los cuales ha-bían llegado allí. Pero eso no era todo. Ocultos tras capas y capas de cartón y de cinta de embalar, almohadillados entre bolsas de papel enrolladas o hechas bolas, también encontré mezuzahs y yarmulkes, tefillin y chales de oraciones, tazas de kiddush y fuen-tes y platos para celebrar el Seder. Una mañana descubrí un mu-ñeco de plástico, un chiquillo en su bar mitzvah, del estilo de los que se podrían poner de decoración en una tarta kosher. Encon-tré toda suerte de artículos de culto descartados, la presencia de los cuales me dio a entender que sus dueños o bien habían falle-cido o bien habían renunciado a su Dios. A juzgar por la edad de los libros con que por lo común llegaban estos objetos dispares, todos de corte espiritual –la mayoría impresos en los años veinte

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y treinta, los años de esplendor de Malpesh–, no cabía despreciar ninguna de las dos posibilidades.

No pasó mucho hasta que me hice una idea más o menos aproximada de quiénes podían ser las personas cuyos libros iban a parar a diario a la puerta del almacén. Eran, tal como descri-bió Malpesh a sus contemporáneos, «los bastardos de la historia, la descendencia en el Mundo Nuevo de los vejestorios del Viejo Mundo, enamorados de espectros, bardos en lenguas preteridas». Y empezaron a caerme bien.

Más tiempo me llevó hacerme una idea ajustada de los libros en sí. Para buscarle a cada libro el lugar idóneo dentro de la co-lección me bastaba con leer las primeras letras del título. Más allá de eso, lo que contuvieran las tripas, o quiénes los hubieran es-crito, en realidad no me importaba gran cosa, al menos en lo re-ferente al funcionamiento del almacén.

Pero a la vista de la monotonía uno se aferra como sea al sen-tido que le pueda encontrar, eso es innegable. A medida que iba to-mando libro a libro de los embalajes, hora tras hora, me esforzaba por pronunciar los nombres de los autores. Algunos, según había de saber más adelante, eran los grandes maestros de la literatura en lengua yiddish: I. L. Peretz, Chaim Grade, Mendele Mocher Sfo-rim. En una o dos ocasiones seguramente pasó por mis manos Lider fun der shoykhets tochter, el que había publicado el propio Malpesh. Pero entonces aún no sabía nada de él, ni tampoco de sus colegas. Sus nombres no eran más que sonidos en una len-gua extranjera; los libros que adornaban parecían impenetrables.

Sin embargo, puse todo mi empeño. Todos los días pasaba un par de horas abriendo cajas y encontrando el sitio adecuado para cada libro en el laberinto de los anaqueles. El resto de mi tiempo lo dedicaba a romperme la cabeza para averiguar qué era lo que contenían entre las guardas.

A finales del primer mes, si bien había desembalado menos cajas de las que contaba mi jefa que desembalara y clasificara, había empezado a aprender la lengua.

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Posteriormente, sacar algo en claro de los libros que tenía a mi cuidado pasó a ser para mí una preocupación obsesiva, y no sólo porque a medida que iba aprendiendo a leer también absorbía detalles de una cultura inmensamente atractiva para un católico descreído como yo. Y es que si los escritores en yiddish tenían algo en común, descubrí, era el tipo de irreligiosidad apasionada que sólo se encuentra entre quienes han nacido, se han criado y se han hartado hasta la náusea de una tradición espiritual. En un poema de un contemporáneo de Malpesh, Jacob Glatshteyn, en-contré un verso que me golpeó como pocos me han golpeado: «El Dios de mi descreimiento es magnificente».

Al igual que tantas otras como iba a encontrar en el vientre del almacén, estas palabras me interpelaron como si surgieran de un catecismo escrito para aquellos a quienes la fe había aban-donado.

A pesar del interés que durante toda su vida ha tenido Malpesh en el proceso de la traducción, a menudo lamentaba que la ver-sión de sus poemas y relatos en otra lengua seguramente trans-formaría no sólo su obra, sino también su alma. «Cuando un es-critor termina por ser ilegible para sí mismo –escribió–, ¿quién podrá decir que sigue siendo quien era? ¿Qué pruebas tiene? Sus palabras son como un asno nacido de un perro.»

En cambio, nunca dedicó un solo pensamiento, o al menos no dejó constancia de haberlo hecho, ni lo compartió conmigo, a ese cambio inevitable que se produce no sólo en el escritor que es tra-ducido, sino también en quien obra la traducción.

Aún hay más que contar sobre el modo en que llegué a ser el traductor de Itsik Malpesh, y sobre la gran broma de los destinos de ambos que este acuerdo terminaría por parecer. Si en el mo-mento en que nos conocimos no hubiera él pensado que yo era distinto de lo que soy, ¿me habría llegado a mostrar sus obras? El hecho de que yo ocultase mi verdadera identidad ¿influyó en mi manera de entender la vida –y los delitos– que descubrí en sus

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páginas? Y en caso de que sí, caso de que influyera en mi manera de entenderlo, ¿ha influido también en mi traducción? ¿Cómo podría no haber sido así?

Sin embargo, todos estos interrogantes tendrán que esperar su hora. Pasemos ahora a las páginas que escribió, y pasemos al día en que me las encontré.

Poco después de saber primero cómo se llamaba, me encontré un día en la vivienda de la tercera planta de un edificio de Balti-more que había ocupado Itsik Malpesh durante medio siglo. A lo largo del tiempo que duró esta primera visita, permaneció sentado sin hacerme ningún caso, asomado por la ventana de la cocina. Un edificio colindante estaba próximo a su demolición, y él –un hombre menudo con un jersey de cárdigan, con gafas, como él las describió, «gruesas como la tapa de un retrete»– estaba apostado junto a la ventana, a la espera de que comenzase el espectáculo.

Se alejó lo suficiente para ir arrastrando los pies hasta un ar-mario del que sacó un montón de libros de contabilidad. Cuando los depositó delante de mí vi que las páginas no estaban repletas de números, sino de una escrupulosa caligrafía yiddish. Veintidós cuadernos en total, cada uno de ellos etiquetado con una letra del alfabeto hebreo, que equivalían a una enciclopedia manuscrita de los días que había vivido.

Ahora que los he leído todos de punta a cabo, sé bien de cuán-tas maneras resuena el relato de la vida de Malpesh en los acon-tecimientos que me condujeron a la puerta de su casa: una histo-ria de amor fallida, mentiras y traiciones a la fe, la amenaza del escándalo y, sobre todo, la promesa de la liberación mediante la traducción de las palabras.

Aquel día, sin embargo, sentado en la cocina de un nonagena-rio, viéndole observar un solar en demolición sólo por matar el rato, ¿quién iba a imaginar que había sobrellevado una vida tan plena aquella frágil figura envuelta por un jersey de lana andra-josa? ¿Quién hubiese imaginado que los ojos tras aquellas lentes gruesas como la tapa de un retrete habían visto tantas cosas?

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–Aquí vas a encontrar la historia aún jamás contada del más grande de los poetas en yiddish que ha dado Norteamérica –dijo Malpesh mientras examinaba yo sus cuadernos.

En ese momento no llevaba yo mucho tiempo leyendo en su lengua, pero sí había leído lo suficiente para quedarme atónito ante semejante alarde.

–Eso es mucho decir –dije–. ¿Cómo hubiesen respondido sus coetáneos ante semejante afirmación?

Malpesh volvió a sentarse, arrimando la silla más a la ventana, y observó la maquinaria que trajinaba en el solar. Durante un mo-mento que me pareció interminable no dijo nada, y me pregunté si me habría oído.

–Para ser el más grande –dijo al fin– basta con que uno sea el último.

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Las memorias de Itsik Malpesh

alef

Largo es el camino que lleva de Kishinev a Baltimore. Entre el lugar donde comenzó mi vida y el lugar donde seguramente ha de terminar, separándolos a uno del otro, el mar de la historia ge-neraba olas que amenazaban con tragarme. ¿Cómo he sobrevi-vido? Flotando sujeto a una balsa de palabras.

Mis primeras palabras fueron las del mamaloshn, el dulce yiddish de andar por casa que empleaba mi madre para apaci-guar mi llanto. Eran palabras como las cucharas de palo, que me daban de comer sopa caliente en los días más fríos, que chascaban contra la cazuela cuando unas manos menudas asomaban para probar el guiso antes de tiempo. No pasó mucho hasta que a mis primeras palabras se soldaron las del loshn kodesh, la sagrada len-gua de las Escrituras. En mis recuerdos más lejanos, cuando mi padre me envolvía en el chal de las plegarias y me llevaba a la si-nagoga para escuchar cómo se pronunciaba la lengua de las ora-ciones, era como si yo mismo fuera el rollo sagrado, transportado en brazos de los hombres rectos en cabeza de la procesión de la Simchat Torá. Mi padre no era particularmente piadoso, y lo fue siendo cada vez menos con el paso de los años, a pesar de lo cual era un buen judío, dijo el kaddish por su madre cuando murió, y se alegró de mandar a su único hijo a la escuela religiosa, donde aprendí a leer y escribir las primeras letras.

¡Qué letras! La flexibilidad de las veintidós letras del alef-beys todavía hoy me impresiona. Con ellas podía escribir mi nombre

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de dos maneras, una tal como lo oía decir a diario en yiddish –yud tsadek yud kof–, y otra según se daba en la Torá, en hebreo –yud tsa-dek khet kof–, como el nombre del hijo de nuestro patriarca Abra-ham. Es mínima la diferencia entre Itsik e Isaac, pero me seguía maravillando el hecho de ser un niño con dos nombres –uno en la calle, otro en el shul–, como si de las paredes que me rodeaba dependiese quién fuera yo en cada caso.

Y eso tan sólo fue el principio de lo que llegaría a aprender gracias a las diferencias entre mis dos primeras lenguas. Véase de qué modo las mismas cuatro letras del loshn kodesh hallan vida y sentido nuevo en la lengua vernácula:

alef yud vav beys

En hebreo lo pronunciamos «Yob», que es, cómo no, el nombre del santo varón, del torturado, del recto y virtuoso varón de las Enseñanzas de los Profetas. En yiddish, si se toma esta palabra y se invierten la vav y la yud, pasa a ser sencillamente oyb, es decir, «si».

Ya se ve, espero, cómo el lenguaje mismo explica los misterios del hombre. Sólo al poner en relación una lengua con otra enten-demos en efecto que Dios trata la vida de cada una de sus criatu-ras como si fuese un interrogante, una condición que camina y que respira, un «si». Los rabinos quisieran hacernos creer que el Sagrado está sentado en el cielo sin nada mejor que hacer, aparte de contemplar Su mundo y preguntarse por tal o cual alma, la que por azar le llame la atención. ¿Qué preguntas debe hacerse? Si asesino a los hijos de éste, ¿seguirá rezando? Si a ése le destrozo el cuerpo con enfermedades sin fin, ¿seguirá cantando Mis alaban-zas, diciendo que soy justo? ¿Qué es lo que hacemos si Dios nos formula preguntas semejantes? Para algunos, ahí radica el ver-dadero desafío de la vida: ¿quiénes seríamos si nos tocara ser otro Job? ¿Soportaríamos nuestros sufrimientos como él sobre-llevó los suyos?

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Sí, pero que queden esos pensamientos para el filósofo. El poeta entretanto es un hereje, y es pragmático por naturaleza. Per-sonalmente, si Dios en todo su misterio resuelve tratarme tal como trató al pobre Job, le diría que se meta una higa por el culo.

Pero me estoy precipitando. Perdóneseme: mi pluma siempre tiende a llegar cuanto antes a los renglones de cierre. Detesta los comienzos, las primeras marcas que es preciso dejar en la página virgen. Desde luego, antes de explicar qué es lo que he sacado en claro del mundo y qué es lo que el mundo ha hecho de mí, debo relatar cómo llegué a la vida.

Si es verdad lo que me dijo mi madre, nací en la ciudad de Kishi-nev, tan marcada por las cicatrices, un domingo de abril, a última hora de la tarde, cuando llenaban las plumas blancas el cielo como una nevada tardía, de primavera. Kishinev era entonces parte del imperio ruso; con anterioridad, así como ha ocurrido después, ha conocido tantas nacionalidades como nosotros, los pobres judíos. Siempre ha vivido con la bota de otro en el cuello –otomana, rusa, rumana–, una ciudad que yacía boca abajo en la cloaca, en la ori-lla del cenagoso río Bic, al que nunca le importó un comino quién fuera entre todos los goyim el que se hacía llamar el zar.

Según mi madre, mi nacimiento cayó en la Pascua rusa del año de 1903. (Cuando en mi niñez le pregunté por qué mi cumplea-ños no caía todos los años por Pascua, me explicó que la festividad de los cristianos era una fiesta móvil en el calendario, mientras que el aniversario de mi llegada al mundo era tan fijo como fija es una tumba.) En aquel entonces, la familia Malpesh –mi madre, mi padre, mis hermanas y mi abuela– vivía en el centro de Kishi-nev, cerca de la plaza Chuflinskii, a una manzana del mercado de la calle Aleksandrov. Mi padre era ebanista de profesión, pero antes que yo naciera había llegado a ser gerente de la fábrica de plumón y se ganaba la vida con bastante desahogo. Mi madre ya no tenía que trabajar, aunque con regularidad echaba una mano a los cristianos que vivían al lado. Sus dos hijas ya tenían edad

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suficiente para mirar por sí mismas, y la madre de la casa vecina tenía en cambio que guardar cama y no tenía hijas que cuidaran de ella, de modo que varias veces por semana mamá iba con ali-mentos que había cocinado ella, a dar de comer a la inválida y a sus cuatro hijos. Así eran las cosas en la comunidad en cuyo seno vivía entonces la familia Malpesh: los judíos vivían en la misma calle que los cristianos, y los pequeños de los unos y los otros en-traban en las casas de todos como si tal cosa. Incluso en mi niñez, después de los episodios violentos, los niños cristianos venían a nuestra casa a pedir pasteles.

Kishinev era una ciudad judía al cincuenta por ciento; la otra mitad estaba dividida a partes iguales entre rusos y moldavos. Los rusos se encargaban del gobierno local, puesto que era el zar quien ponía en el poder a los suyos. Tenían la esperanza de «rusi-ficar» a los moldavos, esas gentes rudas que son quienes habitan de forma natural la provincia de Besarabia, cuya capital era nues-tra ciudad. Cada uno de estos grupos creía abarcar por sí solo la mitad entera de toda la población, lo cual explica aquello que mi padre llamaba la matemática cristiana de la oficina del censo de Besarabia: éramos cincuenta mil judíos en una ciudad de cien mil habitantes, pero se nos consideraba una molesta minoría.

No obstante, la familia vivía bien. Esto es algo que seguramente precisa de explicación, puesto que muchos judíos de Kishi nev en aquella época no vivían ni mucho menos bien. ¿Cómo iban a vivir bien? Eran interminables las reglamentaciones que vedaban su prosperidad. A los judíos no se les permitía vivir más allá de los límites de la ciudad, y por eso vivían apiñados en unas cuantas calles miserables; no se les permitía votar en las elecciones muni-cipales que determinaban el gobierno de la ciudad en la que esta-ban obligados a vivir; sus posibilidades de trabajar en tal o cual oficio estaban restringidas por diversos gremios cuyos afiliados lo eran exclusivamente por razones étnicas. También los judíos que cosecharon cierto éxito parecían tener especial interés en congra-ciarse con las autoridades. En términos generales, nuestras vidas

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estaban circunscritas por los prejuicios ancestrales de la población cristiana. Que el número de habitantes judíos fuera al alza mien-tras el de los cristianos iba a la baja no indicó a nuestros vecinos que nosotros fuésemos el futuro y la esperanza de Kishinev, sino más bien que éramos su gran amenaza y que pronto habíamos de ser su condenación.

Así las cosas, ¿cómo es que la familia Malpesh mejoró de vida muy por encima de tales condiciones? Según me dijo mi madre, la cosa fue como sigue: cinco años antes, cuando empezó a trabajar en la fábrica local en la que se procesaba el plumón de ganso, mi padre despertó una noche sobresaltado, estremecido por un sueño terrible. En sueños había visto una bandada entera de aves blan-cas con el cuello rebanado, las lenguas azules colgando fuera del pico, negras como la tinta, todas ellas empaladas en lanzas enor-mes, engastadas en ruedas mecánicas. Las aves estaban colgadas boca abajo, cada una con las patas palmeadas mirando al cielo, como las manos de los que se rinden. A la vez que ardía con fuerza el carbón que alimentaba el motor, la máquina entre chirridos es-truendosos empujaba los cuerpos exangües de las aves hacia un hombre sin rostro, que tenía la barba ensangrentada.

Mi hermana menor, Freidl, más adelante me contó que mi padre había dicho que esa figura en sombras, la que salía en su sueño, parecía «un shoykhet del infierno», y me juró que nunca podría olvidar la descripción. Tan sólo tenía cinco años entonces, pero una vez había visto a Moishe Bimko, uno de los carniceros kosher de Kishinev, llevar a cabo sus sacrificios en un cobertizo que estaba detrás de la sinagoga. Con casi dos metros de estatura y más ancho de hombros que un buey, incluso para ser carnicero Moishe era un hombre que daba miedo. Había que verlo. El hom-bre que hiciera el mismo papel que él, pero en la Gehenna, era de-masiado pavoroso para imaginarlo siquiera.

La abuela puso el grito en el cielo cuando se enteró del sueño de mi padre, convencida de que era el producto de una maldi-ción.

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–Alguna vieja bruja te ha echado mal de ojo –le dijo. Él no era un hombre supersticioso, pero al ver la reacción de su madre re-conoció que la pesadilla le había dado miedo. Durante varios días seguidos la abuela le dio la lata a su hijo.

–Tienes que ir a ver al rabino. Él te dirá qué significa esa vi-sión.

Mamá no estuvo de acuerdo. –El rabino es lacayo del alcalde –dijo–. Te dirá que como las

aves tienen dos patas, eso significa que tendrás que pagar dos veces los impuestos.

Propuso que en vez de ir corriendo a la sinagoga, tendría que relatarle el sueño y describir la imagen de las aves que se movían en la rueda al señor Bemkin, que era el dueño de la fábrica de plumón de ganso. Mi padre no lo vio con buenos ojos; no estaba orgulloso de su trabajo, y toda relación con la fábrica de plumón de Bemkin le parecía de mal gusto. Había buscado aquel empleo sólo porque una nueva ley le impedía contratar a ebanistas que no fueran miembros del Gremio de Ebanistería de Besarabia, y es que los judíos no podían agremiarse. En la fábrica de plumón no trabajaba con el martillo y el escoplo, sino con una pala, lim-piando las montañas de mierda que eran producto derivado de la matanza de aves a gran escala.

Sin embargo, por seguirle la corriente a mi madre, mi padre al final se mostró de acuerdo. Primero hizo unos dibujos con todo lo que alcanzó a recordar de la pesadilla: el motor, la rueda, la co-rrea de transmisión, las lanzas de metal, curvas, en las que esta-ban empalados los gansos.

Cuando el señor Bemkin examinó esos dibujos se dio cuenta inmediatamente del potencial que encerraban. Era cristiano, pero también era un empresario astuto, que sabía valorar en su justa medida las posibilidades de que aumentasen sus ingresos, al mar-gen de la afiliación religiosa de cada cual. La «máquina de los gan-sos» de mi padre, dijo, era muy semejante a las innovaciones que habían generado enormes fortunas a los dueños de las grandes

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fábricas de plumón que había en Odessa. Claro que… ¿quién, en Kishinev, se dijo, podría construir algo semejante?

Mi padre se presentó voluntario a intentarlo al menos. Tras muy considerables ampliaciones y refinamientos de sus prime-ros dibujos, por fin dio con una gran idea: el uso de cinco lan-zas de hierro para fijar los gansos y llevarlos al corazón de la má-quina. Cuatro de las cinco lanzas tan sólo pinchaban el ave por debajo de las alas, dos por cada lado, manteniéndola en posición sobre la correa de transmisión más con la amenaza de pinchar-las que traspasándolas realmente. Una lanza adicional, que se ba-jaba desde arriba, se emplearía sólo cuando a una de las aves no se la pudiera sujetar de otra manera. La lanza traspasaría el cue-llo del ganso, sujetándolo a la correa y permitiendo que su san-gre se vertiera en la alcantarilla que corría a lo largo del recorrido de la máquina. Con este planteamiento, muchos de los gansos so-brevivirían al proceso y así seguirían produciendo plumón para otro ciclo de desplume; sólo las aves que ralentizaran la produc-ción tendrían que ser sacrificadas.

La máquina tuvo un éxito inmediato. A los seis meses, mamá había recogido las habitaciones de alquiler en el barrio judío y la familia se mudó a una casa de dos plantas cercana a la plaza Chuflinskii, con vistas al famoso tiovivo, al menos desde las ven-tanas de la segunda planta.

En lo que a mi padre respecta, sería absurdo, sería imposible exagerar el cambio de estatus que le facilitó todo esto. Los grupos de operarios rusos y moldavos trabajaban a sus órdenes en la fá-brica, y con orgullo le contaba él a mi madre con cuánta atención le escuchaban siempre. Cuando les exigía que trabajasen a buen ritmo para sacar adelante a un pedido urgente –«¡Arrancad con cuajo, arrancaplumas», les increpaba–, los mismos compañeros que meses antes se burlaban de él por ser un judío que sólo se dedicaba a recoger la mierda aceleraban o frenaban el ritmo de acuerdo con sus órdenes. Era casi como si ya no fueran ni rusos ni moldavos, como si fueran una simple extensión de su voluntad.

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La verdad es que a mi padre le resultó muy difícil considerar-los algo distinto de los engranajes de la gran maquinaria, o tal vez meras extremidades de un animal hambriento. Sí, eso tuvo que ser: los consideraba los órganos de un golem que devoraba gansos. De lo contrario, ¿cómo se podría explicar el sentimiento común entre los operarios, la sensación de que faenaban en el vientre de una bestia? Con tanta sangre derramada, el aire en la fábrica es-taba siempre empañado por una bruma carnosa, y los chillidos como ventosidades que emitían los gansos pinchados o atravesa-dos sonaban –y hedían– a la digestión de la carne putrefacta.

De vez en cuando, si un obrero se quejaba de estas condiciones o de la evidente crueldad de que eran objeto las aves, mi padre rápidamente le explicaba que no tenía nada en contra ni de los gansos ni de los obreros. Era simplemente cuestión de oferta y demanda. La demanda de edredones, colchones y almohadas re-quería una provisión de plumas cada vez mayor; el fin justifi-caba los medios.

–A decir verdad –propuso–, si se tiene en cuenta que la cuarta parte de Kishinev duerme todas las noches en el mullido plumón de Bemkin y sólo la milésima parte de una cuarta parte de la ciu-dad trabaja aquí en la fábrica, yo diría que salimos bastante bien parados. Es una operación matemática bien sencilla: si se suma el sufrimiento de los obreros y el sufrimiento de los gansos des-plumados y se divide el total de ese sufrimiento por el placer que se obtiene al dormir en el plumón de Bemkin más el placer de los gansos no desplumados que disfrutan de la vida tanto más a sa-biendas del destino del que se han librado, parece evidente que el trabajo que aquí hacemos es por el bien de todos.

Cuando los obreros se enteraron de que era imposible que abordasen al gerente sin salir totalmente perplejos del encuentro, mi padre pareció tener un completo control de la fábrica. Le en-cantaba presenciar el zumbido continuo de los hombres y la má-quina, la actividad de todas las mañanas, casi del todo ajeno a la pérdida de vidas entre las aves que lubricaba con su empresa.

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A medida que pasaban las aves por la sala en que se las proce-saba, el trabajo de los operarios consistía en desplumar una sola sección –ala izquierda, ala derecha, pechuga alta, pechuga baja–, de modo que cuando un ganso había pasado por el guantelete de ocho desplumadores se había quedado del todo implume. Anti-guamente costaba media hora limpiar a un ave; ahora se despa-chaba a un ave en cinco minutos. Y como cada operario ya no se levantaba de su taburete cuando terminaba con un ave –un pro-ceso que tradicionalmente comportaba el disfrute de varios ciga-rrillos al ir caminando hasta el corral de los gansos sin desplu-mar– se ahorraba incluso más tiempo. Esto se había conseguido al colocar a un solo hombre al comienzo de la cadena no de mon-taje, sino de desplume. Allí se pasaba el día entero, enganchando un ganso tras otro en las afiladas lanzas de hierro. Con el anti-guo sistema, este lancero era habitualmente el que desplumaba más despacio de toda la plantilla, un tipo orondo que se ponía a sudar copiosamente con el menor ejercicio. Ahora los obreros ya no hacían pausas para alardear o discutir quién era el que mejor desplumaba; faenaban como una unidad, todos unidos hacia un único fin.

Al ser el único que sabía cómo se ensamblaban todas las pie-zas de la maquinaria, mi padre caminaba entre los obreros y va-loraba sus trabajos.

–Ala Izquierda, ¡dale más caña, hombre! Muslo Derecho, ¡dejas demasiado pegado al pellejo! Cuello y Cabeza, ¿seguro que tú ne-cesitas este empleo?

Bajo su supervisión, el almacén se llenaba de plumas, y el señor Bemkin pagaba a mi padre bastante bien por sus servi-cios. Claro está, como tanto gustaba mamá de señalar, que no era sólo su familia la que se beneficiaba. Mi padre se las inge-nió para hacer llegar los gansos de plumón demasiado rígido a Moishe Bimko, para dar de comer a los indigentes de la sina-goga. Y el precio de los edredones, los colchones y las almoha-das cayó significativamente a resultas de su invención, tanto que

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fue mi padre quien facilitó que los judíos más pobres gozasen de confort en sus noches y en sus sueños. Años más tarde iba a encontrar a hombres por todo mi país de acogida, de Baltimore a Brooklyn, que cantaban alabanzas en loor de mi padre por sus almohadas, edredones y colchones de pluma. Durante unos cuan-tos años, años de dicha, todo Kishinev durmió a pierna suelta gracias a sus sueños.

De esta manera fui concebido yo una noche cálida, noche de shabbos, siendo el primer pájaro de la bandada de los Malpesh que inició la interminable migración de la vida en el confort de un nido de plumas mullidas. De la fábrica, mi padre trajo a mamá un col-chón tan grueso como una challah de Año Nuevo, y por este es-fuerzo ella le permitió compartirlo desde la festividad de Shavuot hasta el final del verano.

Para mí fue entonces cuando comenzaron las complicaciones. Las complicaciones, para el resto de Kishinev, comenzaron poco después. No quisiera insinuar que fuese el primer indicio de mi inminente llegada lo que las puso en marcha, aunque ¿quién po-dría afirmar que los meses anteriores al nacimiento de un niño sean un tiempo en el que todo parece posible?

Esto fue lo que ocurrió: en la pequeña localidad de Dubasari, que estaba a un día de viaje, al norte, se dijo que había aparecido un cadáver. Esto no era insólito entonces. Kishinev era una ciudad moderna, con aceras, tranvías y fábricas como aquella de la que mi padre era gerente. Dubasari, aunque no estuviera muy lejos, seguía estando en una región rural y atrasada. Los campesinos araban una tierra pedregosa tanto con frío como con calor, igual que habían hecho a lo largo de los siglos, y apenas comían lo justo para seguir vivos. Debido a una costumbre local, los muertos que aparecían en los campos de labranza eran enterrados allí donde se les encontraba.

En Kishinev, cuando se daba cuenta de estos tristes hallazgos en el diario Bessarabets, se leían con el mismo interés que si hu-

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biera sido una crónica de los movimientos intestinales del zar. Mejor en los campos de Dubasari, gustaba decir la gente de Kishi-nev, que en el tiovivo de la plaza Chuflinskii.

Este cuerpo, sin embargo, generó cierta alarma. Desde el mo-mento en que lo descubrió un vagabundo que era biznieto de sier-vos, que se había salido del camino para aliviar sus necesidades, fue evidente que aquella era una muerte de la que alguien ten-dría que responder. En primer lugar, era sólo un muchacho, un joven de unos catorce años, la edad de mi hermana mayor, Bey-lah. Había sido apuñalado varias veces y tenía magulladuras en la cara y en el cuello. Además, el muchacho era cristiano. Se corrió la voz de que la última vez que se le vio con vida acompañaba a sus abuelos a la liturgia ortodoxa.

¿Quién podrá asegurar dónde crecen mejor las mentiras? ¿En la oscuridad, como el moho? ¿A la luz del sol, como una flor? En Dubasari crecían por doquiera. Echaban raíces en el mercado, en donde las mimaban los mercaderes. Se cultivaban en las capi-llas, donde las cosechaban los sacerdotes. El chico había muerto, susurraba la chusma, por mano de los judíos. Los judíos necesi-taban su sangre, según la antigua fábula, para endulzar su matzo y dar espesor a su vino; necesitaban su sangre para su festividad de la Pascua.

¡Pues cómo no! ¿Quién si no, oh sabios de Dubasari? ¿Quién, si no los judíos, iban a matar a un chico y a dejarlo tendido a la vera del camino para que un campesino cristiano le orinase en-cima? ¿Quién, si no los judíos, iba a ser tan furtivo en sus motivos como descuidado en su ejecución? ¿Quién, si no los judíos, iba a levantar su propia horca, atarse la soga al cuello y contratar al ver-dugo para que les partiese el pescuezo? Con todos los años que han pasado, aún me sigue desconcertando que los judíos sepan que esta misma mentira es la que se ha contado durante miles de años, mientras los cristianos la reciben cada vez que llega como una revelación. Es irritante, es lacerante que nos juzguen y nos asesinen tales imbéciles. Con una bota de un cosaco en el cuello,

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un agricultor moldavo aún se desvivirá por preguntar quién ha sido el judío que lo ha derribado por tierra.

Pero es que el mundo es así. Y así era el rincón en que habitá-bamos en aquellos tiempos, donde las provisiones se transporta-ban con dificultad, por pésimos caminos, mientras las palabras se extendían como el fuego. A lo largo de los tres meses siguien-tes, mientras yo crecía en el vientre de mi madre, las mentiras de Dubasari impregnaron nuestra ciudad y crecieron del mismo modo, a la espera del día en que reventasen entre gemidos y bor-botones de sangre.

Durante los preparativos para la Pascua, mamá se ajetreó en re-coger las migas de los cajones. Hizo acopio de todos esos alimen-tos que no podría comer la familia durante los días del pan sin levadura y se los llevó a los vecinos cristianos, que aceptaron su caridad agradecidos. Mamá dio una sopa espesada con harina a la inválida que seguía en cama, y le preguntó de rondón si había oído noticias últimamente, o si alguno de sus hijos le había leído algo en el Bessarabets del día.

–Dice el periódico –le dijo mamá– que un grupo de químicos judíos ha inventado un nuevo método para hacer vino sin nece-sidad de uvas.

Estudió el rostro de la mujer a la vez que le llevaba la cuchara a los labios enfermizos, a la espera de una reacción que delatase en qué parte estaban sus simpatías. Como no vio ninguna conti-nuó como si explorase una herida.

–Dice el periódico que este vino nuevo es rojo como la sangre –siguió diciendo mamá–, pero que los judíos mantienen en se-creto la receta. ¿Ha oído usted una cosa semejante?

–Todo lo que he oído es una sarta de tonterías –dijo la cris-tiana–. Es posible que en el campo pasen cosas desagradables, pero aquí no. Kishinev es una ciudad moderna. –Hizo un esfuerzo por levantar la mano y le hizo a mi madre una carantoña en la mejilla–. Fíjese en nosotras dos, dos ciudadanas que comentan las

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noticias sin miedo a ninguna represalia –dijo con mucha calma–. ¿Desde hace cuántos años cuida usted de nosotros? ¿Son ya cua-tro años, cinco tal vez? Desde que somos vecinas. Si esto es posi-ble, el mundo no puede ser tan perverso como usted supone.

Mamá quiso dar crédito a lo que le dijo la vecina, sobre todo ahora que ya estaba próximo el día en que diese a luz. El médico le había dicho que podría ser a principios de mayo, y ella rezaba para que la tensión que se notaba en la ciudad se disipase antes de que llegara ese momento. Entretanto, interpretar cuál era el es-tado de ánimo de los goyim se convirtió en un pasatiempo tan asi-duo como adivinar si el tiempo iba a cambiar. Cuando mi padre volvía a casa de la fábrica, a diario, catalogaba las peculiares mi-radas que le lanzaban por el camino a través de la ciudad. Sabía que todos los cristianos que se tocasen el ala del sombrero y le dijeran «Buenos días, señor gerente» tenían alguna opinión pro-pia sobre el chico que habían asesinado los judíos.

Con semejante ambiente, parecía como si la Pascua de aquel año estuviese condenada a ser una sombría ocasión, y eso que co-menzó sin incidentes. El hermano de mi padre, su esposa y su hijo, Zishe, vinieron del barrio judío para reunirse en torno a nuestra mesa grande, y reunida la familia Malpesh entonó los antiguos cánticos del cautiverio y la liberación.

De lejos era yo el más joven de los reunidos en torno a la mesa, y es que aún estaba en el vientre de mi madre, por eso correspon-dió a mi primo Zishe contestar las cuatro preguntas. Quiso el des-tino que nunca conociera yo a ese chico, si bien me siento como si pudiera oírle hablar, como si fuese un recuerdo: ¿En qué se di-ferencia esta noche de todas las demás? Respondió a trompico-nes, tartamudeando, como si aún no llevase estudiando el tiempo suficiente para comprender su pleno significado.

A medida que se desarrollaba la ceremonia del Seder, mamá se dio cuenta de que reinaba un humor tenebroso en la mesa. Sus dos hijas, por lo común tan atentas, estaban mohínas en sus sillas, sin sonreír siquiera cuando se les pidió que derramasen

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gotas de vino en sus platos, en conmemoración de las plagas que asolaron Egipto. En años anteriores, esta ocasión fue motivo de alborozo entre los niños. A pesar de la seriedad del asunto, rara vez tenían la oportunidad de jugar abiertamente, y con razón, a la hora de comer.

No obstante, esa noche fue en efecto distinta de todas las demás, puesto que fue entonces, tras derramar la última gota, la que representa la plaga por la que Dios acabó con todos los pri-mogénitos de los egipcios, cuando mi hermana mayor, Beylah, tan valiente pese a tener sólo catorce años, osó mencionar el miedo que rondaba por las calles de Kishinev. Es seguro que fue esto lo que quiso decir: Padre, estoy confusa con todo lo que está pasando. Tenemos una casa bien bonita, aquí somos felices. Mamá cuida a los cristianos, a los vecinos de al lado, y creo que uno de los chicos piensa que soy guapa. Y, pese a todo, cuando salgo de casa noto las frías miradas que me lanzan desde todas las ventanas de la calle. ¿Me lo puedes explicar?

Sólo que no fue eso lo que dijo. Es posible que los poetas y los niños sepan mejor que nadie cuán elusiva puede ser nuestra es-pléndida lengua. Como un poema que no termina de encajar en su forma, los pensamientos de un niño a menudo son un bati-burrillo en desorden, tozudos, nada atractivos en su expresión a pesar de la pureza de la intención a la que obedecen. Si no, ¿cómo se podría explicar lo que preguntó mi hermana mayor, Beylah, sentada a la mesa del Seder con toda su familia y en una hora de grandes tribulaciones?

–¿Es cierto lo que dicen las chicas rusas? ¿Es cierto que un chico de Dubasari fue asesinado por judíos? ¿Es cierto que los ju-díos le sacaron la sangre para cocinar con ella?

Mi padre se puso colorado por debajo de la barba. No era un hombre propenso a los estallidos de ira, pero esta vez respondió a gritos.

–¿Cómo puedes decir una cosa así? ¡Eso es una deshonra! ¡Una lacra!

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Los demás niños formularon al unísono otras preguntas afi-nes, dando voz por fin a todo lo que habían tenido que soportar a manos de sus compañeros cristianos en la escuela, las privacio-nes y adversidades y las calumnias que hasta ese momento ha-bían ocultado a sus padres. Podría haberse armado una trifulca familiar de mucho cuidado de no ser porque el hermano de mi padre tomó el mando de la situación. El tío Leib era un hombre tranquilo, de aire apacible, que hablaba en un tono de perpetua seriedad. Los niños lo encontraban más bien distante, pero fue él quien abordó directamente todo aquello que les preocupaba.

–Beylah, pequeña, tú no tengas vergüenza por preguntar –dijo–. Lo que te hayan contado las chicas rusas es algo que han oído decir a sus padres, que a su vez lo oyeron decir a sus padres. Es una mentira muy antigua, una mentira que insisten en decir a propósito de nuestro pueblo. Una falsedad, un ultraje. ¿Entien-des lo que estoy diciendo?

–Sí –dijo Beylah–, pero…–¿Qué «pero» ni que nada? Desde que eras niña has ayuda-

do a tu mamá a preparar el matzo, ¿verdad que sí? ¿Le has ayu-dado este año?

–Sí.–¿Y habéis añadido sangre a la masa?Beylah apartó la mirada antes de contestar con un hilillo de

voz. –No.–¿Y tú has visto que alguien añada sangre a la masa del matzo?–No –volvió a decir Beylah. Estudió su plato vacío por no tener

que mirar a los ojos a su tío, a los ojos tan serios. Aún era pronto en la celebración del Seder, de modo que en su plato sólo se ha-llaban los símbolos acuosos de las plagas, las diez gotas rojas, de vino, que había colocado ella. Puso un dedo en el líquido violeta y lo empleó para pintar el plato con espirales y flores. Años des-pués me diría que tuvo la sensación de que le hablaban como si aún fuera una niña chica, no una mujercita de catorce años. Quiso

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rebelarse en respuesta a esta indignidad, así que se armó de todo su valor y de toda su impertinencia.

–Pero no he visto a nadie hacer nuestro vino –dijo–, y las chi-cas rusas también dicen cosas de eso. ¿Por qué no habríamos de creer lo que dicen, eh?

El tío Leib estaba a punto de continuar, pero mi padre le-vantó la mano. Los niños se aprestaron a presenciar otro esta-llido de ira, pero ya había recobrado la compostura mientras su hermano hablaba armado de paciencia. Se dio cuenta de que a pesar de su sonrojo su hija no buscaba respuestas, sino que bus-caba que la reconfortasen. Lo que deseaba era un indicio, el que fuera, de que al margen de lo que pudieran decir sus compañe-ras rusas la familia Malpesh aún era capaz de controlar su pro-pio destino. De que los judíos aún podrían seguir viviendo como quisieran vivir.

Con toda la familia deseosa de oír la sabiduría que pudiera él transmitir al resto, mi padre guiñó el ojo a mamá y le dijo en voz tonante:

–Mamá, ¿me pasas por favor la sangre de los cristianos?Beylah lo miró sobresaltada. El tío Leib entornó los ojos para

disimular su confusión.–Sí, cómo no, padre –dijo mamá, y sonrió–. Una copa bien

llena de sangre de los cristianos. He leído en el Bessarabets que es muy nutritiva.

Sus hijas no dieron crédito a lo que estaban oyendo, pero se rie-ron por lo bajo ante semejante ridiculez. Al otro lado de la mesa, también el tío Leib captó el chiste. Rió de corazón.

–Sí, yo también quiero más sangre de los cristianos –y al darse cuenta de que el tío, a pesar de su seriedad, se sumaba a la broma, los niños se sintieron libres de reír a sus anchas.

–Ponme una poca, mamá –rió Beylah–. Ponme un poco de sangre.

El primo Zishe alcanzó la copa de su padre y dio un gran sorbo.

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–¡Quiero sangre de los cristianos! –canturreó Friedl–. ¡Más sangre de los cristianos!

Mamá puso mala cara.–No, no, pequeña. A lo mejor cuando seas mayor –y la familia

se rió desternillándose como no había ocurrido en muchos meses.Pero no todos se lo pasaron en grande. La abuela permane-

ció en silencio mientras Beylah se dedicaba a provocar compli-caciones con sus preguntas, pero en ese momento dio un ma-notazo sobre la mesa con tal fuerza que las velas titilaron hasta apagarse.

–¡Callad! ¡Callaos de una vez, que os van a oír!–¿Quién va a oírnos? –rió mi padre.–Los cristianos –chistó la abuela–. ¡No hacen más que bus-

car una excusa! ¡Más nos valdría a todos que ese niño asesinado fuese judío!

–Oh, madre, por favor –dijo mi padre–. Soy el gerente de la fábrica de plumón de ganso más grande que hay en toda la pro-vincia. Soy el inventor de la máquina que mueve a los gansos, la máquina que ha servido para llenar de plumas todas las camas de Kishinev. ¿Es que no voy a estar seguro en mi propia casa?

–¡Callad!–¿Es que a la familia Malpesh no se le permite…–¡Callad!–… disfrutar de un rato de diversión en esta festividad y en

su propia mesa?–¡Callad de una vez!–¡Más sangre de los cristianos para todos! –dijo mi padre.La abuela se levantó bruscamente, golpeando la mesa al diri-

girse a la escalera. Su plato chocó con su cuchillo y su cuchillo re-botó contra su copa, y antes que nadie pudiera alcanzarla cayó la copa de cristal fino y se estrelló contra la fuente del Seder. Una mancha roja se extendió sobre el mantel como la marea llena.

Mi padre quiso restar importancia a lo ocurrido, quiso forzar una última carcajada y la llamó.

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–¡Lástima! ¡Toda esa sangre se echará a perder!Pero el horror que se había pintado en la cara de la abuela, em-

parejado con la visión de los cristales rotos, indicaron a los niños que la broma ya no tenía ninguna gracia.