no hay infancia sin secretos e. levin
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NO HAY INFANCIA SIN SECRETOS
¿Por qué a muchos chicos se les ocurre jugar con la temática de la muerte?, pregunta
el autor y, en el camino de buscar respuestas, advierte sobre la importancia de que un
niño pueda jugar a las escondidas, ya que “no hay infancia sin secretos”; y señala que,
cuando no se puede jugar con la muerte, ella “se presentifica en la inhibición, el
bloqueo corporal, la inestabilidad psicomotriz.
Por Esteban Levin *
Mario, de cuatro años, juega: “¿Dale que nos morimos? Jugamos a luchar, nos
matamos y seguimos peleando”. Juan Manuel, también de cuatro años, juega durante
mucho tiempo, con un barco, a matar piratas, tiburones y dinosaurios que lo amenazan
en el medio del mar. Alejandro, de cinco años, juega: “Somos este poder: Vos me
matás y yo te mato. Tenemos cinco vidas, así que podemos seguir viviendo”. Clara, de
seis años, propone: “Nos hacemos los dormidos como si estuviéramos muertos y
cuando viene mi mamá la asustamos”. Nos llama la atención la repetición de una
escena que, en diferentes momentos de la infancia, realizan los niños: jugar a la
muerte; hacer de cuenta que uno está muerto, matar a otro, hacerse el dormido como
si estuviera muerto, jugar con muñecos a una lucha mortal o, simplemente, jugar a
matar y ser matado por otro, lo que siempre implica, para seguir jugando, revivir. ¿Por
qué a muchos niños se les ocurre jugar con la temática de la muerte? Y, también, ¿qué
ocurre cuando el dramatismo de la escena hace que el niño ya no pueda seguir
jugando o que ni siquiera intente hacerlo?
Cuando un niño juega a la muerte, hay un enigma en juego: “yo me muero”, “me
mataste”, “estoy muerto”, “ahora te mato”; en estas escenas se juega siempre a ser
otro. La muerte es lo otro que no se sabe ni se entiende, lo informe e irrepresentable. El
niño, inteligentemente, juega a no ser él para “estar muerto” y así intentar saber algo de
ella. Morir jugando, “de mentira”, lo introduce en el límite de su propio-impropio cuerpo,
en la diferencia entre lo que siente y lo que actúa. El niño ejerce la libertad de morir de
mentira para encontrar en ese juego alguna versión verdadera de lo imposible.
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Jugar la muerte es proyectarla hacia afuera, simbolizarla como acto singular
donde lo imposible se posibilita como ficción y representación. Al hacerlo, el niño
experimenta lo que podríamos denominar una doble muerte: la muerte de la vida –hace
de cuenta de que muere– y la muerte de la muerte –hace de cuenta que revive–. En
estos juegos el niño transita en una dialéctica en suspenso: suspendido entre la vida y
lo mortal. Entre el movimiento y lo inmóvil, los niños juegan en el intersticio. Jugar a la
muerte es romper la certeza que ella conlleva e introducir la duda en su fecunda
veracidad. Es pensarla, perder el miedo y resignificarla con imágenes, fantasías que
procuran representarla en la ficción.
También, el hecho de jugar a experimentar la muerte establece una pausa, un
silencio para vivenciarla y, al revivir, huir de ella y disimular el horror, el peligro inasible
de ese acontecimiento. En el horizonte humano, ser sensible a lo mortal no es algo que
esté dado: hay que conquistarlo; imaginariamente, anudarlo a lo real para soportarlo y
simbolizarlo.
Cuando un niño no puede jugar a su propia muerte, porque no puede hacer de
cuenta que está muerto o porque se inhibe e inmoviliza por el espanto, no sólo no
puede pensar en ella sino que está impedido de tomar distancia y separarse de lo
mortal: al no representar la muerte, ella se presentifica en la inhibición, el bloqueo
corporal, la inestabilidad psicomotriz o la organicidad.
Hacer de cuenta que está muerto implica jugar la propia ausencia: jugar a no
estar, a saber qué pasa cuando él no está presente. De esta manera, la muerte se
torna posible simbólicamente, lo cual abre una brecha a la vida. El niño no planifica
jugar a estar muerto; es un juego que se va dando en la intimidad azarosa del “como
si”, del “dale que yo era”, del “hacer de cuenta que”, donde la muerte, inefable, pierde el
espanto del anonimato para significarse en la experiencia infantil originaria. De este
modo, valientemente, enfrenta lo que –no por lo que ello signifique, sino por no poder
ponerle un límite– le resulta terrible. Al jugarla, la muerte se metamorfosea en un
personaje que el pequeño juega despreocupado, desapareciendo de sí y del otro.
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No olvidemos que jugar a esconderse es desaparecer por algunos instantes,
mientras lo permita la escena. Cuando un niño está muy angustiado o triste –sin
siquiera hablar o dibujar–, le cuesta jugar a desaparecer; sigue estando donde está sin
poder ocultarse, esconderse de esa verdad encarnada que le impide representar.
Las escondidas
Alejandro es un niño con una enfermedad neurometabólica muy severa. Durante
años tuvo diferentes diagnósticos, por ejemplo autismo y TGD no especificado, pero
cuando –luego de haber estado varias veces al borde de la muerte– el cuadro
neurometabólico se estabilizó, su evolución fue muy buena. Actualmente, a los 11
años, cursa una escuela especial.
Después de un largo período de tratamiento, Alejandro propone jugar a las
escondidas. Intenta hacerlo, pero no se esconde: yo después de contar hasta 15 salgo
a buscarlo y está en la sala, a lo sumo en la cocina o el balcón, sin esconderse. Me
mira, sonríe y dice: “Otra vez, juguemos”. Vuelvo a contar y al salir a buscarlo está ahí,
otra vez sin escondite. No puede esconderse y esperar, no puede soportar la ausencia
del otro. Intenta jugar pero no lo consigue, no logra esconderse, generar el intrépido
secreto de estar y no estar al mismo tiempo. Y cuando le toca contar a él, se da vuelta,
espía, no puede esperar a que yo busque un escondite, por lo cual el juego se detiene.
Vuelvo a comenzar y otra vez se frena. No puede dejar de mirar, no termina de
esconderse ni deja que el otro se esconda. ¿Cómo salir de este atolladero, cómo
generar otra escena?
Volvemos a intentarlo: cuento hasta 15, Alejandro no se esconde pero, esta vez,
hago de cuenta de que no lo veo, como si fuera transparente. Empiezo a correr de un
salón a otro, buscándolo: “¿Dónde estás, Ale? No te veo, Ale, no te encuentro”.
Entonces, Alejandro comienza a seguirme. Yo corro, él corre detrás de mí, pasa a
querer atraparme. De buscarlo, paso a ser buscado por él. Entro en un pasillo, me
escondo detrás de una puerta, Alejandro no me ve: “Esteban, ¿dónde estás? Esteban,
Esteban. No te veo, Esteban, ¿estás escondido?”.
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Tras la puerta emito un leve silbido que lo va orientando hasta que me
encuentra. “Uy, me encontraste. Te diste cuenta del escondite, lo descubriste.” Ale me
mira, sonríe y dice: “Sí”. Y yo: “Ahora me toca contar a mí”. Ale sale corriendo, se
esconde tras la puerta del baño y espera escondido a que lo encuentre. En cuanto lo
encuentro, se pone a contar, me ve, corro, me persigue, me escondo, me llama y me
busca, lo oriento con el silbido hasta que vuelve a encontrarme en la escena.
En las siguientes sesiones el tiempo de espera se ensancha, se torna más
soportable y la dialéctica ausencia-presencia juega su juego. Al cabo de un cierto
tiempo, podemos jugar a la escondida, a escondernos uno del otro; jugamos a tener un
secreto. ¿Qué es jugar a las escondidas, sino construir una experiencia donde el
secreto vive con relación a los otros?
No hay infancia sin secretos. Los secretos no se pueden escanear ni están
prefijados en un gen, en una sinapsis o en una neurona. Pero hacen falta los genes, las
neuronas y las sinapsis para que una experiencia sea plástica y produzca huellas, a
nivel neurológico como a nivel simbólico. Al jugar, al vivir esa experiencia escénica, el
niño produce afectos que lo involucran en el nivel corporal, neuronal, como en el nivel
psíquico, simbólico. Los chicos, sin darse cuenta, construyen el sueño de los
alquimistas de los siglos XIV y XV, cuya consigna fundamental era “fijar lo errante y
desatar lo fijo”. Los niños, al jugar, fijan la incertidumbre de la errante experiencia
infantil y desbloquean, desanudan la fijeza de lo que no alcanzan a comprender, de
aquello que les resulta displacentero e irrepresentable del mundo de los grandes. En
ese interjuego constituyen lo singular, lo más propio de su imagen corporal, sin la cual
no podrían jugar.
La experiencia infantil de jugar a estar muertos no implica necesariamente
violencia, sino una cierta agresividad necesaria para salir de sí y encontrarse del otro
lado. Acceder al otro lado irreal, ficcional, es entrar en la libertad condicionada que el
escenario simbólico le permite. Libertad condicionada por el límite: los niños (como
todos) son seres limitados; si están en un lugar es a condición de no estar en otro; si
miran adelante no pueden ver lo que está detrás; si juegan es de mentira, es como si
fuera de verdad. Esa es la condición. Para jugar hay legalidades, límites y prohibiciones
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que determinan pérdidas y renuncias. Jugar a volar, a conducir un automóvil, a ser
mamá, papá o un superhéroe, implica reconocer que uno no puede volar, ni ser mamá
ni papá ni superhéroe. El límite es lo que posibilita la representación de uno, de otro y
de los otros. Sin el límite, no se puede jugar.
Por eso nos preocupa tanto, en el ámbito clínico y educativo, cuando un niño no
puede o tiene muchas dificultades en construir su experiencia infantil jugando. La
posibilidad de jugar excluye al niño de lo ilimitado del universo imaginario y de lo
siniestro de lo real. Sólo se juega en el borde de un límite simbólico, ya que jugar es
representar y entrar en la dialéctica de lo presente y lo ausente.
Para un niño, jugar a morir es metamorfosear el hecho de la muerte como tal y
transformarlo en otra cosa, en otra escena donde lo mortal pierde su peso arrollador.
La muerte se torna simbólica e invisible al jugar con ella. De este modo el sujeto-niño
construye una versión posible de aquello que lo preocupa, lo aqueja o para lo que no
encuentra respuesta.
La niñez se instituye en la experiencia que acontece al niño. El hace de esa
experiencia un espejo que le permite reconocerse mientras que, al mismo tiempo, se
desconoce en aquello que juega. Inquietante paradoja que nos permite comprender la
infancia en las mismas escenas que la estructuran.
Finalmente: el jugar no es nunca un hecho trivial; es creíble, aun cuando sea
disparatado. El juego no es inocente: más bien es la caída de la inocencia, ya que el
niño juega lo irrepresentable, el placer, el dolor, la tragedia, el sufrimiento, y los hace
posibles en la ficción.
* Texto extractado de un artículo que aparecerá en el próximo número de la revista
Imago-Agenda.
Revisado 17 de febrero de 2015:
http://www.pagina12.com.ar/diario/psicologia/9-211063-2013-01-03.html