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El Cultural NÚM.209 SÁBADO 20.07.19 CARLOS VELÁZQUEZ BON SCOTT ALMA DELIA MURILLO CIUDAD DE ABAJO EMILIANO PÉREZ CRUZ IN MEMORIAM ARMANDO RAMÍREZ [Suplemento de La Razón ] Los sueños de la serpiente CUADERNOS DE RETOS Y PIRITAS ALBERTO RUY SÁNCHEZ “UN LABERINTO EN QUE EL LECTOR SE ENCUENTRA” ALBERTO MANGUEL YUGOSLAVIA: EL CÁNCER DE LOS NACIONALISMOS DIEGO GÓMEZ PICKERING Piritas cúbicas naturales. Origen: La Rioja, España > Fuente > reddit.com EC_209 PORTADA.indd 3 18/07/19 21:54

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El CulturalN Ú M . 2 0 9 S Á B A D O 2 0 . 0 7 . 1 9

CARLOS VELÁZQUEZBON SCOTT

ALMA DELIA MURILLOCIUDAD DE ABAJO

EMILIANO PÉREZ CRUZIN MEMORIAM ARMANDO RAMÍREZ

[ S u p l e m e n t o d e La Razón ]

Los sueños de la serpiente

CUADERNOS DE RETOS Y PIRITAS

ALBERTO RUY SÁNCHEZ

“UN LABERINTOEN QUE EL LECTOR

SE ENCUENTRA”ALBERTO MANGUEL

YUGOSLAVIA: EL CÁNCERDE LOS NACIONALISMOS

DIEGO GÓMEZ PICKERING

Piritas cúbicas naturales. Origen: La Rioja, España > Fuente > reddit.com

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E n doce libretas pequeñas se fueron juntan-do las notas previas y paralelas a la es-critura de esa novela. Transcribo dos de ellas. La primera y la última. Casi siete

años las separan. Es curioso que, aunque hay cier-ta continuidad en los propósitos, las versiones del libro mismo fueron cambiando notablemente. Añado algunas de las ilustraciones que forman parte del libro o de sus esbozos. —ARS

CUADERNO DE RETOSEnero 2011

El reto de volver a explorar el deseo, pero ahora en la dimensión donde se entreteje con el mal. Por lo tanto, al fondo tendrá que estar muy pre-sente la política, llena de engaños, y la historia, llena de sus consecuencias.

El reto de retomar, en otro tiempo histórico, la reflexión sobre las paradojas del bien y del mal que puse en acto al escribir Los demonios de la lengua. Sumarlo al reto de ir más a fondo en las paradojas del “compromiso” político y la relación conflictiva con la verdad que exploré al escribir el libro sobre Gide y su regreso de Rusia, Tristeza de la verdad.

El reto de contar al mal y al deseo arraigados en ciertos momentos históricos precisos pero que vayan más allá, que sean sustanciales. El mal y el deseo puestos en escena de tal manera que su naturaleza sea válida lo mismo para describir me- canismos sociales, reclutadores de entusiasmos creyentes lo mismo de Stalin como de Hitler. Inclu- so válidos para describir los trucos de políticos actuales de eso que llaman insuficientemente populismo, de izquierda o de derecha. Los tres impregnados de la idea de que algo, una utopía, o alguien, un líder carismático, justifican el sacri-ficio de sus creyentes o seguidores (sacrificio de vidas, de salud, de derechos humanos, de cultu-ra, de ecología, de dignidad, de lucidez).

El reto de exhibir, sutilmente, pero de forma definitiva, ese sustrato profundamente falocrá-tico que hay en el ardor creyente por los líderes políticos carismáticos del signo que sean. Cómo la formación temprana de la sexualidad de las personas se relaciona con su necesidad de seguir órdenes de un partido o un líder.

El reto de usar la pérdida de la memoria, forza- da, y su paulatina y difícil recuperación, como una manera de ver con escepticismo sus anteriores

A la manera de un collage donde concurren las luchas y utopías, los acontecimientos e ideales que marcaron el siglo XX, Los sueños de la serpiente (2017), de Alberto Ruy Sánchez, diluye las fronteras entre la historia, la poesía, el ensayo, la novela, y se suma al conjun-to de su obra, traducida a una docena de idiomas, reconocida con más de veinte premios en diversos países. Esta vez Ruy Sánchez nos

comparte una especie de genealogía: dos “cuadernos de notas” que precisan el bagaje literario, estético y cultural que articula el pro-yecto de ese libro. Complementamos la entrega con las palabras del escritor argentino Alberto Manguel, al presentar el resultado: “una obra maestra” —afirma—, nueva estación de un trayecto inclasifica-ble para los modelos de la crítica, el mercado y las etiquetas al uso.

CUADERNOSD E RETO S Y PIRITA S

ALBERTO RUY SÁNCHEZ

Los sueños de la serpiente

DIRECTORIO

Roberto Diego OrtegaDirector

@sanquintin_plus

Julia SantibáñezEditora

@JSantibanez00

Director General Editorial › Adrian Castillo Coordinador de diseño › Carlos Mora Diseño › Maria Fernanda Osorio

CONSEJO EDITORIAL

Contáctenos: Conmutador: 5260-6001. Publicidad: 5250-0078. Suscripciones: 5250-0109. Para llamadas del interior: 01-800-8366-868. Diario La Razón de México. Nueva época, Año de publicación 10

Carmen Boullosa • Ana Clavel • Guillermo Fadanelli • Francisco Hinojosa • Fernando Iwasaki • Delia Juárez G.Mónica Lavín • Eduardo Antonio Parra • Bruno H. Piché • Alberto Ruy Sánchez • Carlos Velázquez

El Cultural[ S u p l e m e n t o d e La Razón ]

Twitter: @ElCulturalRazon

Facebook: @ElCulturalLaRazon

Foto > alchetron.com

@AlbertoRuy

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ilusiones y versiones históricas. Se van evaporando las razones o más bien la racionalización de su fe.

El reto de encontrar la forma lite- raria, el registro narrativo preciso para decir eso que tengo que decir. Esa historia que tengo que contar. Una historia sobre el desconcierto de quien ha perdido la memoria, conta-da desde el desconcierto. Como antes conté al deseo desde el deseo en Los nombres del aire.

Plan flexible. Una narración que se despliegue como las hojas de un biom-bo japonés cuyos elementos variados van tomando la forma de un collage.

Primera parte: 1. El desconcierto del primer narrador que escucha algo que no entiende y trata de armar el rompecabezas cambiando de método a cada paso. 2. Como espuma, como una yerba que será un árbol, cre- ce el segundo narrador desde el caos. La digresión reflexiva es abono para dejar surgir la verdad del segundo narrador. 3. Al ordenarse y tomar co-herencia y consistencia el segundo narrador, el primero la pierde. Podría casi decirse que se convertirá patoló-gicamente en él. 4. Su épica de la me- moria lo hace irse cuestionando TODO: porque todo es nuevo. Pero lo mismo sucede en su vida y en las creencias del siglo. Su memoria surge nueva, limpia de mitos compartidos, mira todo desde un ángulo inusitado y así lo cuenta.

Segunda parte: 5. La construcción de la memoria es construcción de un ámbito. Su historia toma la forma de la habitación que lo contiene. 6. Pa-radójicamente, por la fuerza del arte que crea, del encierro mismo surge su liberación y su reconstrucción. Del caos, una geometría perfecta. Del sin-sentido una mirada y una perspecti-va: una voz.

Pero más que una trama, deseo e imagino una secuencia anímica. Pen-sarla en términos de composición musical. Mi partitura sería así:

1. Obertura, asombro.2. Introducción: desconcierto.3. Búsqueda, retos: esfuerzos de

la memoria, digresiones, temas pa- ralelos.

4. Un pasado posible. Crece la in- certidumbre.

5. Umbral, penumbra. Se abre el espacio negro

6. Primera coherencia, primera luz en las sombras.

7. Segunda ráfaga de luz, otras vo-ces, otras sombras.

8. Tercera ráfaga, a la sombra grave del amo se espesa el parpadeo de la sombra y de ella, la huida.

9. Coda: Fugacidad de las voces, se disuelven en las manos del tiempo, Se disuelve la sombra, la historia del siglo, las voces se vuelven murmullo.

El reto de contar cada fragmento con brevedad, concentrando el pla-cer de la dispersión. Cada vez tirar de nuevo los dados, no a nivel del sus-penso de la historia sino de cómo es contada. Algo más cerca del collage que del lienzo o del fresco mural.

El reto de oponer en acto, más que en teoría, la vieja idea sartreana del “compromiso”, a la idea más antigua pero más necesaria, del “deber de lu-cidez”. El compromiso ciega.

El reto de crear o descubrir “islas de luz” en una situación histórica y per-sonal terriblemente obscura. Afir-mar esa luz necesaria sin negar las sombras.

Como en mis otros libros, poner una atención especial a la voz feme-nina. El reto de reivindicar, escuchán-dola, a una mujer que ha sido juzgada ominosamente por decenas de na-rradores, periodistas e historiadores. Sylvia Ageloff, la mujer engañada por Mercader. El reto de no hablar por ella sino escucharla. El narrador ideal, tal vez, un enamorado de Sylvia, des-pechado, pero ya sin rencor porque han pasado muchos años, y está más con ánimo de disentir de quienes la juzgan. Desde el comienzo deja ver todas sus limitaciones para compren-derla cabalmente.

El reto para mí como narrador será alimentar a ese personaje de un co-nocimiento de otras mujeres traicio-nadas, como ella, vivas ahora. Como las autoras de los collages de Santa Martha Acatitla. Aprender yo de esa experiencia para poder sentirla al tratar de comprenderla y contarla. Y a él contando desde su limitación. De nuevo, pero siempre transformado, el reto de escuchar el deseo femeni-no y masculino.

El reto de cuestionar, de nuevo, la fi- gura del narrador. Esta vez, al que cree poder ver la locura sin enloque-cer y que descubre la relatividad ra- dical de lo normal.

El reto de hacer del primer narrador un lector que no teme contar lo que ha leído dejando claro dónde lo le- yó pero sobre todo de qué manera lo hace reflexionar, lo transforma e

incluso lo trastorna. Es lector y ad-mirador de Lawrence Weschler y de Oliver Sacks, convertidos en perso-najes lúcidos, guías, faros. El segun-do narrador, el principal, será lector de Alejandra Pizarnik.

El reto de documentarse histórica- mente a fondo pero de cada veinte libros históricos producir tan só- lo una frase o dos. Obtener de ellos una comprensión del momento, una visión.

El reto de construir una historia más desde la neurología, llena de acciden- tes y extrañezas, que desde el si-coanálisis freudiano, donde todo es significativo de una culpa. Es decir, contar sin culpa pero con la atención puesta en una responsabilidad más profunda.

Así, el reto de establecer un narra- dor que encuentre las palabras para señalar “la banalidad del mal” (Arendt) en sus propias ilusiones, que fueron las de su siglo. El reto de poner en escena narradores que no sean héroes: no son artistas contra el poder, ni siquiera son necesariamen-te buenas personas (no lo sabemos y él tampoco puesto que no recuerda), son cualquier persona.

El reto de contar una vida dra-mática sin utilizar el chantaje del melodrama. Contar más cerca de la tragedia pero con la distancia del ol-vido. La distancia brechtiana sobre la tragedia humana abre el espacio para la reflexión del lector. Lo deja vivir y pensar entre los intersticios.

El reto de construir un narrador que sea lo que cuenta, casi sin nombre, casi sin sicología. (Como el de Los jar-dines secretos de Mogador). Pero ahora tendré un doble reto por la construc-ción de los dos narradores, como esas escaleras que tienen el mismo eje pero son distintas espirales. El segun-do narrador, el principal, irá surgiendo del desconcierto que describe el pri-mero, como un árbol incipiente entre las ruinas de un desastre. Uno aparece y desaparece en el otro.

Quisiera construir una historia que apenas comience se diluya, como en un grabado japonés que nos deja ver un instante de lo que sucede ba- jo la lluvia. Construir una trama que se niegue la tensión del suspen- so tradicional renunciando al pellizco emocional, que avance sin avanzar y nos envuelva sin taparnos los ojos.

El reto de contar una historia que avance por digresiones, acercándonos

“EL RETO DE ENCONTRAR LA FORMA LITERARIA, EL REGISTRO NARRATIVO PRECISO

PARA DECIR ESO QUE TENGO QUE DECIR. UNA HISTORIA SOBRE EL DESCONCIERTO

DE QUIEN HA PERDIDO LA MEMORIA, CONTADA DESDE EL DESCONCIERTO .

Ilustraciones de los cuadernosoriginales del autor.

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a su centro más por el camino de la duda que por el de la certeza. Cons-truir una trama que sea una composi-ción en negativo, como un deshilado, donde de la renuncia surgen las figu-ras inesperadas.

La imagen de los fragmentos de un libro como una marabunta, en rutas paralelas, toda separada y a la vez to- da junta. Apelan a otros fragmentos cuando lo necesitan. Exploran, se alejan y luego convergen.

El reto de reinventarme escribien-do este libro, no como meta sino co- mo consecuencia de la obra que se irá construyendo. Seguir sus designios, aprender de nuevo.

EL CUADERNO DE LA PIRITAMayo 2017

¿Cómo llamar a ese momento único en el que la novela toma su forma decisiva? Cuando adquiere esa fuer- za de composición irremplazable para

decir su urgencia, su manera de exis-tir y su sentido.

¿Cristalización? Pienso más bien en el proceso que hace a las piritas posi-bles. Esas rocas que forman cubos per-fectos y que son productos naturales aunque parecen creadas por humanos.

Recuerdo la necesidad de una len-titud formativa para que ese “acci-dente” de perfección sea posible.

Pero mi tendencia a definir esta forma de Los sueños de la serpiente es la apariencia de caos de las piritas donde unos cubos se meten y salen de otros: un collage que suma al azar la necesidad codificada de decir algo.

Me salta a la mente la cita recurren-te de Borges en su Elogio de la sombra: “Somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de formas incons-tantes, ese montón de espejos rotos”.

Descripción de mi novela, posible en labios de lectores fieles al realismo, a sus reglas artificiosas disfrazadas de hilo literario, a su ficción de coherencia que en la realidad no tienen las per-sonas y, por lo tanto, en los persona-jes es simulación evidente.

A un lector realista mi libro le pa-recería eso: espejos rotos, pedacería. No es fácil darse cuenta de que en el caos aparente hay una lógica inter-na y que, si uno se ha pasado tantos años cosechando y cultivando la for-ma posible de la novela, este caos no lo es sino en apariencia. Que un senti-do distinto exige una forma distinta, propia, única.

La historia que cuento es la de una persona cuyo único heroísmo es bus- car su yo perdido a través de una re-cuperación asistida de la memoria.

Un hombre atrapado en las ilusio-nes del siglo: en la utopía socialista que lo llevó a emigrar de México a Es-tados Unidos, volverse obrero y sin-dicalista; emigrar a la Unión Soviética en los treintas con muchos obreros norteamericanos radicales, ser vícti-ma, como tantos miles de miles, del estalinismo, salvarse por el azar con-virtiéndose en lacayo de uno de los verdugos mayores, Beria; se vuelve maestro de inglés de su hijo y sombra de la sombra.

Sólo se salva traicionando, segu-ramente asesinando, siendo fiel a “la banalidad del mal” con la que convive durante años, cada día. No es alguien

ALBERTO MANGUEL

“UN L ABERINTO EN QUE EL LECTOR S E E N CU E NTR A”

H ay un aspecto duramente se-vero de la lectura, la lectura profunda, la lectura honesta,

y que debe hacer a un lado la amis-tad. Uno no puede leer por amistad. Uno crea amistad con los libros, pero cuando uno es amigo del autor no tiene que leer el libro como si fuese escrito por ese amigo sino por un es-critor anónimo que a uno le puede gustar o no. Así, dejando de lado todo el sentimiento de afecto que tengo por Alberto Ruy Sánchez, quiero ha-blar de su nuevo libro.

Yo empecé a leer a Alberto Ruy Sánchez hace bastantes años. En al-guna feria me pidió el prólogo para un libro-disco que estaban haciendo (De fuego y aire, Voz Viva, UNAM). Leí la obra, me gustó mucho, y seguí le- yendo sus libros hasta éste, el más reciente, Los sueños de la serpiente.

A mí siempre me ha parecido que Alberto es un gran escritor. Quiero de-cir gran escritor porque sabe usar las palabras de manera precisa, con músi-ca, con sentido, y sobre todo creando un paisaje para el lector, que el lector a su vez puede habitar. Voy a decir algo que no hubiese dicho antes de leer

esta novela; no debo decir “novela”, es- te libro. La escritura de Alberto, en el sentido más positivo de la palabra, me pareció hasta aquí una escritura de borrador. ¿Qué quiero decir con eso? Quiero decir una escritura que el lector siente hubiese podido ser algo más, que hubiese podido ser algo más profundo, esos profundos paisajes de Mogador (que son México y que son África a la vez) y esas profundas re-flexiones sobre el erotismo y el amor. Como lector, yo sentía al leer a Alberto Ruy Sánchez que estas inteligentes y poéticas palabras ocultaban algo que estaba a punto de revelarse. Y yo lle-gaba a la última página, y la revelación no se había declarado.

Esa exploración del deseo, del ero-tismo del cuerpo que el lector des-cubre en la literatura de Alberto Ruy Sánchez, me recordaba la de esos

“MI TENDENCIA A DEFINIR ESTA FORMA DE LOS SUEÑOS DE LA SERPIENTE

ES LA APARIENCIA DE CAOS DE LAS PIRITAS DONDE UNOS CUBOS SE METEN Y SALEN DE OTROS:

UN COLLAGE QUE SUMA AL AZAR LA NECESIDAD CODIFICADA DE DECIR ALGO .

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bueno luchando contra el mal. Es el mal en su forma más marginal y des-echable. Victoria de nuevos giros del destino incierto que lo anima, termina siendo objeto de una expe-rimentación neurológica del estali-nismo dentro de la conocida fábrica de venenos bolcheviques de la poli-cía secreta.

Puesto en reserva dentro de una red norteamericana, lo mantienen casi vegetando hasta que varias déca-das después un neurólogo emprende la lucha de hacerlo recuperar su me-moria, sus espejos rotos.

Usa el método de Ricci en El Pala-cio de la Memoria y lo hace pintar y escribir sobre los muros de la celda, lo obliga a elegir ancestros puesto que no puede recordar los suyos y elige a Wolfli, a Aloise, a Martín Ra-mírez. Locos, artistas que llenaron muros y más muros y kilómetros de papeles.

Recuerda a trompicones su his-toria y las cuatro mutaciones de su recorrido:

Mexicano del campo: Juan.Obrero gringo: Johny.Ruso voluntarioso: Ivan.Servidumbre georgiana: Ianni.Es muchos y es ninguno.

Hay una historia de amor desventu-rado y más. Hay muchos asesinatos e intrigas criminales pero este libro huye de los recursos de la intriga po-liciaca. Hay mucha historia del siglo XX pero la novela huye de los recur-sos de la novela histórica.

El texto se construye más sobre si-lencios pero sin suspenso.

Si todo el tiempo pienso en la es-tructura de mis libros con formas y técnicas artesanales, esta vez mi re-curso ha sido el de las blusas deshila-das, como se hacen en México, donde lo no dicho perfila, sugiere, delimita a lo que se dibuja, de manera que sólo con distancia y viendo el con-junto se puede percibir la forma que

se muestra. Antes y de cerca, sólo se ven puntadas, la nada y sus orillas.

El hombre que intenta recordar es lector de Pizarnik. Las sombras de ella le dan un asidero, paradójica-mente luminoso. Lo ayudan a com-prender sus propias sombras, por lo menos a pensarlas y a nombrarlas.

El relato de este hombre ofrece al principio sólo indicios entretejidos con el ensayo: con la búsqueda del primer narrador, del autor que irá perdiendo certeza a medida que el memorioso construye y adquiere, más o menos, la suya.

Ya entrado, el relato del hombre que recuerda, su memoria, se organi-za como un ámbito cerrado, su celda, su cuarto de hospital que al ser escri-to de pared a pared se va convirtien-do, en lugar de encierro, en lugar de liberación, de vuelo, no libre pero sí menos atado a la sombra de la piedra del olvido que le ataron al cuello y que lo hunde.

El muro de entrada es el más in-cierto. Está hecho de sombras que son como el reverso de las alas negras que cubren su espíritu, alas de cuer-vos. Los cuervos lo habitan, enormes lo ayudan a volar hacia afuera sin ol-vidar lo negro de la noche que lleva en el cuerpo.

Después vienen los ancestros que ha elegido. El médico le dice que si no recuerda, algo de la verdad habrá en lo que elija o invente. Y recordar, de cualquier modo, es una manera de inventar, de recrearnos como quisiéramos. Luego la historia po-sible en México, igualmente poco comprobada.

Viene un mundo con la esencia de la trampa que es la utopía que obliga a

grandes escritores que no se preo-cupan por hacer una obra completa, terminada, contundente, sino que lanzan al mar bosquejos, ideas, pá-ginas hermosas sin necesariamente crear un conjunto definido. Yo creo que, a pesar del Quinteto de Mogador por ejemplo, yo no podría decir que la obra de Alberto comienza en la pri-mera palabra de la primera novela y termina en la última del último volu-men. Y eso está muy bien.

Novalis escribía así, Macedonio Fer- nández en Argentina escribía así, la querida Alejandra Pizarnik, que tie-ne un rol tan fundamental en este libro, escribía así, sin preocuparse por redondear el libro y facilitarle el trabajo al lector.

Otro aspecto que tiene la obra de Alberto hasta Los sueños de la ser-piente es que no pertenece a ningún género. Si quisiéramos o tuviésemos que inventar una etiqueta para el be-neficio de libreros, bibliotecarios y profesores universitarios que nece-sitan un título para el curso que van a enseñar, podríamos hablar de geo-grafía poética. No diría ni ficción ni ensayo; estos rótulos no convienen a casi ningún escritor, pero sobre todo en el caso de Alberto no convienen

porque mienten. Es una manía de los editores, no sólo de bibliotecarios, li- breros y profesores, buscar esos rótu-los. Por ejemplo, la obra de Borges no se puede leer en inglés porque la han descuartizado en tres volúmenes de poesía, ficción y no ficción, catego- rías retóricas contra las cuales Borges escribió toda su vida. En el caso de Al-berto cuando traduzcan al inglés sus obras completas debemos hacer lo imposible para impedir que se haga tal masacre. Yo digo que así es como leí a Alberto Ruy Sánchez hasta ahora —y les confieso que no espe-raba que Alberto escribiera un libro como éste.

¿Cómo definirlo? Cuando estaba pensando cómo contarles lo que es esta novela me di cuenta de que era imposible, como sería imposible des-entrañar un caleidoscopio. Uno lo se-para en fragmentos definibles y ya no es un caleidoscopio. Aquí la narración de Alberto, ese protagonista homóni-mo que nos habla, que nos cuenta su historia, empieza por un evento que parece policiaco, ciertamente algo salido del mundo de la ficción: un hombre recibe cartas de alguien que no conoce, de quien no sabe ni siquie-ra si es hombre o mujer, y que le va

contando sus sueños. Ese narrador se llama La Silueta. Pero esa facilidad narrativa está en las dos, tres primeras páginas: de ahí en adelante empieza a divagar, en el mejor sentido de la pa-labra, a irse por las ramas, en el mejor sentido de la palabra, construyendo un árbol que no es sólo tronco.

Se va hacia la poesía de Alejandra Pizarnik, que da los epígrafes de la primera parte del libro, y sus versos se convierten en vocabulario para hablar de ciertos aspectos de lo que se des-prende de esta extraña relación entre el narrador y el corresponsal anónimo.

Está la referencia a un cierto Oliver que escribió ese libro tan famoso lla-mado Despertares. El lector avezado reconoce a Oliver Sacks, y recordará que el libro habla de niños que pa-decieron la enfermedad del sueño, y que Sacks encontró una droga para hacerlos despertar años después, cuando ya eran adultos, y sin con-ciencia de adultos entran a un mun-do inmensamente cambiado. Uno de esos despertares corresponde a uno de los personajes, de quien va a em-pezar a hablar el narrador. Oliver Sacks existió, murió, fue un escritor extraordinario, pero este otro perso-naje no sé si existió y no importa.

ALBERTO MANGUEL (Buenos Aires, 1948) es autor de Guía de lugares imaginarios (1993), En el bosque del espejo (2001), El regreso (2005), La ciudad de las palabras (2010) y Una historia de la lectura (2011), entre otros libros.

“HAY MUCHOS ASESINATOS E INTRIGAS CRIMINALES PERO ESTE LIBRO HUYE

DE LOS RECURSOS DE LA INTRIGA POLICIACA. HAY MUCHA HISTORIA DEL SIGLO XX

PERO LA NOVELA HUYE DE LOS RECURSOS DE LA NOVELA HISTÓRICA .

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creer que existe una idea, un proyecto de humanidad y de sociedad que jus-tifica matar a otros por él o morir por él. La ilusión del siglo, la enfermedad que sigue viva.

La novela es una puesta en crisis desde un ángulo distinto, de la idea estalinista, o leninista más bien, que el mismo Trotsky compartía. Aquí no hay buenos en la historia. Todos son lo que son y no se trata de justificar o de lo contrario. Los crímenes se cuen-tan solos. No requieren ser enfatiza-dos. El hecho es que hoy en día esos mitos, esas ilusiones siguen vivas y requieren una y otra vez mostrarse como lo que son, enfermedades del siglo, como tantas otras de distin- tas ideologías.

Aquí lo que se construye no es una argumentación sino una circunstan-cia que no es común contar: la de una persona que cuenta su historia, que es la de muchos, pero que la cuenta desde el olvido forzado, en su caso.

Con un poco de voluntad interpre-tativa se podría pensar que la bús-queda por recuperar su memoria es la misma batalla mínima, de antihe-roísmo, que efectúa el siglo.

Las nuevas ideologías, compro-misos, justificaciones de la violencia tienen la misma raíz: encontrar una ilusión que todo lo justifique y que le dé sentido a la vida de las perso-nas que se lanzan al sacrificio y a la violencia.

El hombre que recuerda nos sor-prende a cada escena y cada muro. Cada conjunto de recuerdos tiene una voz distinta porqué él es mu-chas personas. Además, dentro de ca- da paleta hay voces de otros que se entretejen con la suya.

Todas las voces son ecos retum-bando en el silencio de su alma: creer es crear un silencio de la razón donde resuenen todas las voces. Si las escuchamos atentamente deja-mos de creer o nos lanzamos, como los insectos, de cabeza al fuego que nos consume.

El primer narrador se ofrece la li-bertad de encontrar imágenes del mundo natural que le ayudan a pen-sar lo que va descubriendo.

Y esas hormigas zombis que son poseídas por una espora que anida en su cerebro y las obliga a trepar a lo más alto de un árbol desde donde

lanzará las nuevas esporas al aire para que otras hormigas las vuelvan suyas, es decir, para que las hormigas sean poseídas, es una imagen pode-rosa que incomoda con frecuencia a los nuevos estalinistas. No pueden pensarse como negadores de la razón y esa fe es inamovible e incuestiona-ble como una espora poderosa: la ilusión del siglo XXI transformada en lucha ciega. La historia del asesino de Trotsky subordinada aquí a la histo-ria de la mujer que él sedujo dos años para acercarse diez minutos a Trots-ky es una historia terrible del deseo y el mal contada desde la voz de Syl-via Ageloff, tal y como la recuerda el memorioso.

Su primera rebelión es creer que todos se equivocan y son violentos al llamarla fea, lo que hasta el más reciente novelista del caso repite acríticamente.

La novela es un collage codifica-do. Pero también es como una de esas tarjetas de cosas dispersas e in-creíbles que se hacían para ayudar a memorizar los evangelios parte por parte, con frecuencia incluyendo santos y demonios.

Mi esfuerzo por encontrar la forma adecuada me ha llevado a renunciar a muchos de los recursos de mis libros anteriores.

Trato de llegar a la poesía de otra manera. ¿Cómo lograr que la poesía siga siendo el centro de una obra que acosa al tema desde la reflexión y con un relato que huye del melodra-ma político y de la narración realista? Como siempre, llevar a Beckett den-tro, genéticamente.

Hay otro personaje real que apa-rece también como un fantasma maravilloso. Es un autor que les reco-mendamos los dos Albertos: se trata de Lawrence Weschler, y su libro se titula El gabinete de las maravillas de Mr. Wilson. El libro es una colección de divagaciones que, como un espe-jo volcado hacia el pasado, ilustra las divagaciones de Alberto Ruy Sánchez. Digo divagaciones, no son digresiones porque nunca se vuelve al supuesto tronco que tampoco existe.

¿Ven lo difícil que es tratar de ex-plicarles lo que es este libro? Y es so-lamente la primera parte porque en la segunda empieza a aparecer ese per-sonaje que es el verdadero protago-nista: un mexicano que fue a trabajar a los Estados Unidos, a la fábrica Ford, y se enamoró de la mujer que estaba cerca de Trotsky, la que des-pués fue seducida por Mercader.

¿Ven cuántas ramas hay de este sólido árbol? Pero no quiero darles la impresión de que éste es un libro en el que el lector se pierde; al contrario, es un laberinto en que el lector se en- cuentra. Y cada una de estas divaga-ciones, cada uno de los personajes que contribuyen a la formación de ese verdadero protagonista que entra

en escena bastante tarde, hacen que el lector descubra mundos de una profundidad extraordinaria, y pueda aventurarse en ellos.

Yo había sospechado en las obras anteriores de Alberto la intuición intelectual sobre ciertos problemas existenciales profundos, sobre la re-lación del erotismo con la filosofía, del deseo con la identidad de cada uno, la confluencia de geografías y de historias, pero aquí hay otra cosa.

Es como si ese Alberto de pronto descubriera el lado de la sombra de aquellas problemáticas y se diera cuenta de que lo que estuvo descri-biendo, lo que estuvo explorando, tiene un lado hasta entonces invisi-ble, como la luna. Y le da la vuelta a las cosas. Ese tema que le interesa, ese erotismo, por ejemplo, que es otra forma de sanctitas medieval (lo sancionado, lo puesto fuera del al-cance de los humanos), lo invierte y ve su lado oscuro. Y esto es abso-lutamente apasionante. Yo creo que pocas veces me he perdido con tanto regocijo en un libro como cuando leí Los sueños de la serpiente.

Borges decía que cada escritor crea a sus precursores, y el lector íntima-mente reconoce esos precursores.

De pronto, leyendo Los sueños de la serpiente, pienso: Sí, yo sentí esto cuando leí la Anatomía de la me-lancolía de Robert Burton. Sí, yo sentí esto cuando leí La silva de varia lec-ción de Pedro Mexía; sí, yo sentí esto cuando leí a escritores que se supone son menores pero que para mí son extraordinarios como Edith Sitwell o Logan Pearsal Smith, muy admi-rado por Borges y por Bioy. ¿Y qué tienen en común? Tienen en común una generosidad mental: no piensan que el lector necesita entretenerse con una bambalina, sino que le ofre-cen toda la feria de luces y de sorpre-sas y resplandores, y confían en la inteligencia del lector, lo hacen sentir más inteligente.

Con una cierta experiencia, yo di-ría que ésta es una obra maestra. Yo creo que este libro (y repito, no lo di- go como amigo porque hay que dejar la amistad de lado en estas cosas, sino como lector) es uno de los libros más importantes que se han escrito en mucho tiempo en castellano. Le agradezco a Alberto que me haya permitido leerlo.

FIL Guadalajara,28 de noviembre, 2017

“LA HISTORIA DEL ASESINO DE TROTSKY SUBORDINADA A LA

HISTORIA DE LA MUJER QUE ÉL SEDUJO DOS AÑOS PARA ACERCARSE DIEZ

MINUTOS A TROTSKY ES UNA HISTORIA TERRIBLE DEL DESEO Y EL MAL .

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Entre marzo y junio de 1999, la Organización del Tratado del Atlántico Norte realizó una campaña de bombardeos en territorio serbio que llevó a la declaración de independencia de Kosovo y a la total disolución

de la otrora Yugoslavia. A veinte años de distancia, las cicatrices del conflicto no han cerrado. Dolor y rencores guardan la clave destructiva de una política nacionalista que amenaza el proyecto

de Europa. En esta crónica, el autor registra la experiencia de habitantes kosovares sobre su pasado y su presente.

YUGOSLAVIA: EL CÁNCERD E LO S NAC IO NALI S M O S

DIEGO GÓMEZ PICKERING

P RISTINA, Kosovo.– La lluvia que lleva cayendo un par de días sin cesar da una peque-ña tregua y permite, a la dis-

tancia, observar las múltiples grúas que, a la par de flamantes edificios de departamentos y torres comerciales, dibujan el semblante de la capital ko-sovar. El muecín anuncia la hora de la oración matutina y el inicio del ayu-no diario. Estamos en el mes sagrado de Ramadán y la costumbre, más que la religiosidad fervorosa, obliga. Sus melódicos cantos se confunden con el trino de los gorriones y con el re- picar de las campanas de la novel catedral dedica a la Madre Teresa, al- banesa universal, venerada como pro- pia por católicos y musulmanes.

“Por favor no olvides abrocharte el cinturón de seguridad; si la policía nos detiene, la multa o la mordida serían exorbitantes”, me advierte Iler enfático pero sonriente, mientras en-filamos en el Audi último modelo so-bre la recién inaugurada autopista de cuatro carriles que conecta Pristina con Skopje, en Macedonia. Al mismo tiempo se prende un segundo cigarro sin abrir las ventanas y abona con el humo a la vista que dejan la neblina y los cúmulos de lluvia sobre los su-burbios de la ciudad.

“Siendo honesto, confieso que no me gusta nada”, denuncia el museó-grafo de 37 años y ojos color miel sobre la boyante industria de la cons-trucción en su país y sus vínculos de corrupción con el gobierno, confor-mado en gran parte por excomba-tientes del Ejército de Liberación de Kosovo (UÇK, por sus siglas en alba-nés). “Deberían dedicarse a otra cosa y dejar la política, dar paso a las nue-vas generaciones y hacerle un bien al país”, concluye dando una última calada a su tercer cigarro.

Tras el cese de las hostilidades entre el UÇK y las tropas del ejército yugoslavo, a mediados de 1999, apro-ximadamente 80 por ciento de las viviendas y construcciones del peque-ño territorio kosovar se encontraban destruidas o en pésimas condiciones como consecuencia del conflicto ar-mado. La considerable inyección de

recursos por parte de Estados Unidos y de un número importante de países e instituciones europeas ha permitido que en los últimos años la infraestruc-tura de la nación balcánica se haya, literalmente, reconstruido; no pue-de decirse lo mismo de su economía ni de su sociedad.

“Si no fuera por estos trabajos en paralelo, no tendríamos de qué vi-vir”, confiesa Iler sobre sus empleos eventuales como guía turístico o traductor. Con ellos compensa los menos de 200 euros mensuales que percibe como curador del Museo Et-nográfico de Pristina y con los que ha de sostener a sus padres (jubilados), a su mujer, a sus dos hijos y a sus her-manos menores. Como en muchas otras casas kosovares, es el único ge-nerador de ingresos. Con más de 55 por ciento de desempleo entre los jó-venes de 18 a 35 años, según cifras de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE), y el aún frágil equilibrio entre su mayoría albanesa y sus minorías serbia, roma-ní, croata y bosnia, Kosovo dista mu-cho de ser un caso de éxito. Es más bien víctima del cáncer nacionalista que debiese servir de advertencia a la Europa del siglo XXI. Un cáncer que comenzó años atrás, con la muerte de Tito y el inicio del fin de Yugoslavia.

JOSIP BROZ TITO

El presidente de Yugoslavia, Lazar Mojsov, “expresó el agradecimiento

de los pueblos y nacionalidades de su país al pueblo de México y especial-mente a los habitantes de su capital, por honrar la personalidad y la obra del presidente Tito, erigiendo un mo-numento que lo recuerda como revo-lucionario, estadista y protagonista de la política de la no-alineación. Esto representa un extraordinario gesto de amistad de los pueblos mexicano y yugoslavo”, puede leerse en el nú-mero 18 de la Revista Mexicana de Política Exterior, correspondiente a enero-marzo de 1988. Es un extracto del comunicado que en su momen-to dieron a conocer los gobiernos de México y de la República Socialista Federativa de Yugoslavia en octubre de 1987, en ocasión de la visita de Es-tado de Mojsov a nuestro país, por in-vitación expresa del entonces primer mandatario, Miguel de la Madrid Hur-tado. En la misma visita ocurrió la in-auguración de la estatua en bronce de tamaño natural que recuerda al otrora hombre fuerte de Yugoslavia. Coloca-da en el cruce de Paseo de la Reforma y la calzada Mahatma Gandhi, en el entonces Corredor de los Hombres Universales, a más de treinta años de distancia la efigie de Tito luce hoy des-cuidada e, incluso, fuera de lugar.

Ese sitio del Bosque de Chapultepec tiene alrededor hierba crecida, pas- to quemado y árboles enfermos. Va-rias losas que forman la base de la estatua están quebradas, mientras alguna letras del nombre del home-najeado y los años de su nacimiento y defunción resultan difíciles de leer, aun para el ojo más avizor. “¡Sepa, jo-ven!”, me responde don Hilario a la pregunta sobre quién es el señor de la estatua, encogiendo los hombros y levantando sus manos con las pal-mas hacia arriba, eso sí, sin soltar la escoba. El sexagenario, nativo del Es-tado de México, lleva un par de déca-das trabajando como barrendero para el gobierno de la ciudad, con más de la mitad de ese tiempo asignado a los confines de Chapultepec. Pare-ciera que a Tito le hubiesen olvida-do el mundo y la historia y que sólo le recuerden, entrañablemente, en la otrora Yugoslavia.

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El boom de la construcción en Pristina.

DIEGO GÓMEZ PICKERING (Ciudad de México, 1977), escritor, internacionalista y diplomático, ha publicado entre otros libros Los jueves en Nairobi (2010), La primavera de Damasco (2013), Un mundo de historias (2017) y Diario de Londres (2019).

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“Todo era mejor entonces”, me com- parte, suspirando, Ana, mientras da otro sorbo a su café con leche en la terraza de la plaza Jelačić, en el cora-zón de Zagreb. La rubia mujer rasca los sesenta años pero aparenta mu-chos menos; maestra de formación, tiene presentes con enorme nostal-gia los años previos a la guerra y al desmantelamiento del Estado fede-ral. Pero Ana no es ni por mucho la única en experimentar esa especie de recuerdo agridulce por una época que ya no es.

“Un auto Yugo en buen estado se cotiza, al menos, entre 4 mil y 5 mil euros”, afirma convencido Bruno, un delgado veinteañero que trabaja en uno de los muchos hoteles bou-tique de la capital croata. El icónico vehículo producido durante los años del socialismo de economía abierta promovida por Tito se ha convertido ahora en objeto de colección, al igual que revistas, fotografías, libros o ma-terial promocional (o propagandísti-co) de la época. “Yugoslavia está de moda”, me dice convencido el joven hípster, nacido en la Croacia indepen-diente, “y Tito también”, añade, con- tundente. Y es que Yugoslavia no puede entenderse sin Tito. Son claro ejemplo de ello su mano dura en los años de la posguerra y su firme recha-zo a las intentonas soviéticas de Sta-lin por cuadrar el modelo balcánico con el propio; su visionario impulso a la Constitución federalista de 1974, que daba autonomía a Kosovo y a Voi- vodina y mesuraba los intereses de dominio centralista serbio; las gue-rras fratricidas que dieron el tiro de gracia a su creación política en los años noventa. Tampoco puede en-tenderse a Tito sin Yugoslavia; hijo de padre croata y de madre eslovena, ferviente promotor del paneslavismo meridional y del movimiento de los no-alineados, el partisano y mariscal fue producto de esa mezcla de cul- turas, religiones y razas, afianzada desde Roma hasta Bizancio y desde Austro-Hungría hasta el imperio Oto-mano, que supo tan bien aprovechar. Sin Yugoslavia no habría Tito y sin Tito no hay Yugoslavia.

Se le recuerda desde su pueblo na- tal, en la actual frontera entre Eslo-venia y Croacia, hasta los confines de Kosovo con Macedonia, pasando por supuesto por el Belgrado que le sirve de reposo eterno. Pero a Tito se le tiene presente, sobre todo, en Sa-rajevo, porque lo que él y la antigua Yugoslavia representan no sólo es un pasado lejano y añorado en el que ha-bía relaciones familiares y políticas, económicas y sociales, entre todas las naciones y las religiones de los Balcanes, sino un pasado que no vol-verá a hacerse presente. Y eso es algo que todo bosnio sabe.

HASAN

“Lo recuerdo como si hubiese sido ayer. Su mirada, el calor de su abrazo, su entereza en todo momento. Sus últimas palabras, ‘cuida de tu madre y de tus hermanos’, se repiten ince-santemente en mi cabeza casi cada

noche. Me apena no haber podido cumplir con esa encomienda”, me comparte Hasan con la voz entrecor-tada. No es la primera vez que cuenta su historia ni habrá de ser la última en que lo haga. Su testimonio y el de to-dos los demás sobrevivientes del ge- nocidio ocurrido en Srebrenica tiene que alcanzar los oídos del planeta en-tero. El riesgo de que lo ahí sucedido en julio de 1995 se repita es dema-siado alto en un mundo plagado por nacionalismos irracionales, como el causante de las matanzas en la Bos-nia de la guerra durante la última dé-cada del siglo pasado.

A mediados de los años noventa, imágenes aterradoras plagaban los televisores y las primeras planas de medios de comunicación en todo el orbe, narrando el minuto a minuto del sitio de Sarajevo, la capital bosnia, el más largo y sangriento en la histo-ria europea moderna. “¿Cómo puede estar pasando esto en el corazón del viejo continente?”, se preguntaban, respondiéndose al poco rato, analis-tas y comentadores. ¿Cómo era posi-ble algo así en la misma ciudad que vio morir al archiduque austrohún-garo Francisco Fernando a manos del nacionalismo serbio, precipitando la Primera Guerra Mundial? ¿Cómo? Era la pregunta omnipresente, incesante, acuciosa y sin respuesta. Mientras Sarajevo se debatía entre la vida y la muerte, y los nacionalismos serbios y croatas hacían chocar sus egos de-rramando sangre por los fértiles cam-pos de una Bosnia atrapada entre dos bandos, en el este del país, cerca de la ribera de las aguas color esmeralda del río Drina, una tragedia aún mayor e insospechada se estaba fraguando sin que nadie pudiese prevenirla. La muerte en Europa de nuevo, la muer-te de Europa antes de tiempo.

Entre el 6 y el 13 de julio de 1995, cer-ca de nueve mil hombres bosnios de confesión mahometana, entre los 15 y los 65 años de edad, fueron masa-crados de manera selectiva por fuer-zas paramilitares serbo-bosnias en los alrededores de Srebrenica. Con la venia de Belgrado, el intento por erradicar su presencia del este del territorio bosnio constituye la mayor tragedia en el viejo continente desde el Holocausto y una mancha indele-ble en la historia de la humanidad. Entre los muertos de ese desgracia-do verano están el padre y los cuatro hermanos de Hasan. Los restos de tres de ellos siguen sin aparecer. Es-tán perdidos en alguna de las fosas comunes que aún minan los campos bosnios en espera de sepultura y de tranquilidad, tanto para Hasan como para decenas de miles de familiares de otras víctimas. “No voy a poder olvidar, no debo olvidar”, reflexiona Hasan en voz alta y con la mirada vacía como las tumbas de esos casi dos mil muertos cuyos restos aún no han sido identificados, en el me-morial abierto hace algunos años en Potočari para remembrar la masacre. Ahí el joven de cejas pobladas y ojos color de almendra, como otros sobre-vivientes, funge de guardián.

La República Srpska es una de las dos entidades políticas, junto a la Fe-deración de Bosnia y Herzegovina, que componen al país balcánico y que fueron creadas tras los acuerdos de Dayton, los cuales dieron fin a la guerra bosnia y dividieron al país en zonas de influencia serbia y bosnio-croata. El bucólico paisaje de Srpska destella bajo la suave luz de la prima-vera. Rebaños de ovejas y de vacas pastan entre campos de margaritas y amapolas. Establos y granjas con tejados a dos aguas aparecen a cada lado de las sinuosas carreteras que bordean las montañas. Es un paisaje engañoso que no puede, aunque lo pretenda, esconder un pasado que es tan presente. “No sólo quemaron nuestras casas, quemaron nuestras vidas también”, reconoce Arna con un dejo de resignación mientras se-ñala a la derecha una pequeña casa reconstruida de dos plantas, y recién habitada de nueva cuenta. Sus due-ños, una familia musulmana que per- dió a la mitad de sus miembros en la guerra, han decidido volver y se pre-paran para la primera cosecha de to-mates y pepinos después de casi dos décadas.

Arna tiene 45 años, cabello corto y rubio, expresivos ojos azules y un rostro cansado, demacrado. “La gente se niega a aceptar lo sucedido (duran-te la guerra), continúa en la negación y esto contribuye a incentivar los sentimientos nacionalistas, lo que puede llevar a que la historia se repi-ta”, argumenta la mujer bosnia, de fe musulmana. Luego de trabajar casi 17 años como facilitadora de diferentes programas de reconciliación inte-rétnica e interreligiosa, financiados por la organización Catholic Relief Services en Bosnia, ahora dedica su tiempo a gestionar una agencia de ecoturismo. “Yo ya puse mi granito de arena, hice lo que pude, ahora les

“TITO Y LA ANTIGUA YUGOSLAVIA REPRESENTAN NO SÓLO UN PASADO

LEJANO EN EL QUE HABÍA RELACIONES FAMILIARES Y POLÍTICAS ENTRE TODAS

LAS NACIONES DE LOS BALCANES, SINO UN PASADO QUE NO VOLVERÁ .

Tito con Winston Churchill y el ministro británico del Exterior, Anthony Eden, durante la Guerra Fría. Londres, 1953.

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toca a otros continuar con el trabajo pendiente”, agrega con un relativo desánimo.

Mientras nos alejamos de Srebre- nica, en dirección a Sarajevo, los cam-pos, las granjas y el ganado dejan en-trever una larga fila de autobuses y coches. Patrullas de policía y ambu-lancias vigilan ambos lados de la es-trecha carretera, decenas de mujeres con pañuelos en la cabeza se acom-pañan unas a otras. Hombres jóvenes y muchos niños les siguen en pro-cesión. “Hoy entierran a tres de los muertos en el genocidio, sus res- tos fueron identificados el mes pa-sado”, aclara Arna ante mi curiosa mirada. Más adelante, al lado del camino, me indica una construcción torpedeada con agujeros de bala y escondida entre la maleza sin cortar: “ahí es donde dieron el tiro de gracia a más de 300 hombres aquella se-mana. No podemos pararnos, a los serbios nacionalistas no les gusta”, me aclara casi en voz baja. A los na-cionalistas, serbios o no, lo que no les gusta es reconocer al otro como pro-pio, engrandecerse como país o como sociedad a través del valor de quien es diferente. Y desgraciadamente, en Serbia, en Bosnia y en toda Europa, esos nacionalistas abundan.

JOSEPHINE

“Ahí, entre esas dos grúas y las chi-meneas de la fábrica, está la columna. Con lo gris del cielo no es fácil iden-tificarla”, apunta Josephine con la mirada y la voz hacia una indistingui-ble colina en lo que parece una zona industrial de las afueras de Pristina. La lluvia cesó su tregua y ha vuelto a cubrir con su primaveral espesor la capital kosovar y sus alrededores,

incluido el obelisco en forma de to-rre conocido como Gazimestán. Fue erigido en los años cincuenta del si-glo pasado para conmemorar la ba-talla de Kosovo, que de acuerdo con la leyenda llevó al sometimiento de la Serbia medieval por parte del ejército otomano del sultán Murad en 1389. Es un hito que por más de medio mi-lenio ha marcado los destinos de las naciones balcánicas. Un monumen-to al nacionalismo, una cicatriz que sangra cada 28 de junio, día en que se rememora dicha justa militar.

En 1989, cuando se concretaban los preparativos para el 600 aniversa-rio de la batalla de Kosovo, ya habían pasado casi diez años de la muerte del mariscal Tito y los efectos colate-rales de una sentida crisis económica se hacían sentir desde la frontera con Austria hasta el lago Ohrid y la fronte-ra con Grecia. Las discordancias entre las cúpulas de los partidos socialistas en cada una de las seis repúblicas que conformaban a la entonces Repúbli-ca Socialista Federal de Yugoslavia no eran menores. Comandadas por las más septentrionales y, a la par, más ricas, Croacia y Eslovenia, las élites nacionales se resistían al em-pecinado programa de gobierno del entonces presidente serbio, Slobo-dan Milošević. Éste azuzaba a los socialistas de su país para virar la federación hacia un centralismo que reforzara el control serbio del aparato burocrático y del ejército, disminuye-ra la autonomía de las provincias de Voivodina y Kosovo, y echara atrás los avances alcanzados por la consti-tución de 1974.

“Seiscientos años después nos vemos inmersos en una nueva ba-talla que no es armada, pero podría llegar a serlo... una batalla que sólo podrá ganarse con determinación,

valentía y sacrificio”, pronunciaba un Miloševič engrandecido aquel 28 de junio de 1989, ante una copiosa masa de gente reunida en los alre-dedores del Gazimestán. Esas pala-bras produjeron escalofríos entre los albano-kosovares, víctimas de duras represiones por parte del gobierno serbio en los meses anteriores; tam-bién desdibujaron las esperanzas de los eslovenos y croatas que seguían apostando por una Yugoslavia con mayores autonomías, pero que se mantuviera siempre federal.

El férreo nacionalismo expresa-do por Miloševič en aquel discurso le ganó numerosos adeptos en una Serbia que desde la muerte de Ti- to se sentía debilitada por el resto de las naciones yugoslavas; una Serbia sedienta de respuestas ante la in-discutible crisis económica que vio en las palabras de su presidente en turno y en el nebuloso recuerdo mi-tificado del campo de batalla de Ko-sovo, la respuesta a sus plegarias. Fue ese mismo nacionalismo serbio de Miloševič en Gazimestán el que abrió la caja de Pandora yugoslava, desper-tando los nacionalismos esloveno y croata, bosnio y kosovar, macedonio y montenegrino. Nacionalismos que en mayor o menor medida se convir-tieron en el sangriento torbellino que habría de terminar con el legado de Tito y con el sueño yugoslavo.

“Yo aquí espero, soy atea y prefiero no meterme en donde no me corres-ponde”, me advierte Josephine a las puertas del monasterio de Dečani. Se trata de un santuario serbio orto-doxo del siglo XIV que posee algunas de las pinturas medievales más im-portantes del arte religioso eslavo y que a la par del monasterio patriarcal de Peć, también situado al oeste de Kosovo, es sede ancestral y espiritual de la iglesia serbia. Al monasterio lo resguardan dos unidades militares de la fuerza de mantenimiento de la paz que la OTAN continúa desplegan-do en el territorio kosovar, conocida como KFOR, la cual se reducirá gra-dualmente “hasta que las fuerzas de seguridad del país sean autosuficien-tes”. Al día de hoy no hay una fecha determinada para su salida.

Mientras descifro las inscripciones en cirílico de los cientos de pinturas que cubren los muros interiores de Dečani a fin de distinguir a San Juan Bautista entre otros miembros del santoral ortodoxo, escucho la ronca risa de Josephine desde el exterior. Es una risa áspera pero certera y pro-funda, producto de décadas de ser fu- madora compulsiva y de años de sobrevivir a una Yugoslavia que no termina de desaparecer. Hija de croa-ta y de eslovena, está casada con un bosnio de raíces rusas y vive en Ko-sovo desde hace 18 años, aunque tra-baja en Macedonia y cada mes visita, sagradamente, su Belgrado natal. Josephine es el ejemplo mismo de lo que los nacionalismos de la exYugo-slavia quisieron exterminar pero que la realidad se empeña en preservar.

La sonora risa de Josephine me hace pensar que, quizá, en un futuro, la lluvia en Kosovo nos dará de nuevo una tregua. Miloševič pronuncia el discurso de Gazimestán, 28 de junio de 1989.

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“ME INDICA UNA CONSTRUCCIÓN TORPEDEADA CON AGUJEROS DE BALA Y ESCONDIDA ENTRE LA MALEZA SIN CORTAR: AHÍ ES DONDE DIERON EL

TIRO DE GRACIA A MÁS DE 300 HOMBRES AQUELLA SEMANA. NO PODEMOS PARARNOS, A LOS SERBIOS

NACIONALISTAS NO LES GUSTA , ME ACLARA .

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EL ALMA DEL WALKMAN

SIEMPRE HA SIDO

EL CASETE Y SUS

INFINITAS POSIBILIDADES

PARA GRABAR .

SÁBADO 20.07.2019

El Cultural10

PorCARLOS

VELÁZQUEZ@charfornication

AMO A AC/DC. No es mi banda favorita pero cada vez que la escucho se me ensancha la borra que llevo dentro del cuerpo. Los discos de la etapa con Bon Scott le inyectan energía a esa borra que a veces se me pone inerte. En esos casos recurro a High Voltage para pasarle corriente.

Si existe una figura que me signifique el rocanrol encarnado, con todo lo bueno y lo malo, ésa es Bon Scott. Sé que existen otros roqueros con mejores credenciales. Pero Bon es el mito que nace y se agota en sí mismo. Sólo así es posible alcanzar la categoría de clásico. Y eso es lo que es un disco como Highway to Hell.

Bon Scott es una fuerza de la naturaleza, perdonen el lugar común. Me lo confirma la biografía Bon Scott (Global Rhythm, 2011) de Clinton Walker. Basta leer el prólogo de este libro para no sólo revalorar la figura del excantante de AC/DC sino para recordar que su dimensión no cabe en los cánones chabacanos del rock. Que era una subespecie. Aquí Clinton nos recuerda lo que cada uno de nosotros sabemos cuando escuchamos un álbum de la banda. Que en la aparente sencillez del sonido de AC/DC se esconde una profunda complejidad. Lo dijo Rick Rubin: pon a Metallica a tocar las sencillas notas de una canción de AC/DC y no podrán sonar nunca igual.

La base de la banda es el blues, y como el mismo Clinton asevera, AC/DC no es heavy metal. Tampoco es una banda de hard rock. Es una banda de rock a secas. Y en esa construcción del sonido y de la actitud Bon Scott fue una piedra angular. Una banda de cretinos, así puede uno calificar a AC/DC. Su historia parece una telenovela. Injurias, traiciones, paranoia. Entre todos menos entre los tres clavos de esta cruz en la que fue crucificado su vocalista: Bon, Malcolm y Angus Young. Estos dos cretinos y este ángel del rock tocaron el rocanrol como nadie.

Mi relación con AC/DC ha sido compleja. Cuando era un chamaco, como corresponde a la inocencia de un niño, la absorbí tal y como venía del cable. Y por supuesto que me electrizó. Más grande, como muchos, me aferré a Back in Black (la herencia de Bon) como un mariguano al toque.

Pero a partir de los veintidós comencé una relación seria con los discos grabados junto a Bon. Highway to Hell se convirtió en un imponderable. La razón es obvia. Es un excelente álbum para manejar en carretera. Y lo más importante, es estupendo para prenderse fuego a uno mismo. Y un sitio para buscar refugio. Cuando crecí y me percaté de que era pobre busqué en el rock, dónde más,

héroes de la clase obrera. Y con perdón de Lennon y del Jefe, el epíteto le corresponde sólo a Bon. La calle que lo hizo grande fue la que lo mató. Nunca alcanzó el refinamiento de Springsteen o del exBeatle. De verdad no me imagino a Bon vivo ahora y viviendo en una mansión. Como tampoco a Kurt Cobain.

La música de AC/DC es un shot. Es una raya de coca. Es un trago de Four Loko. Y es una misión. Un trabajo que hacer. No me imagino qué habría sido de la juventud que ha pasado horas y horas interminables a solas en su habitación si el rock no hubiese existido. Por supuesto que se habría duplicado el número de asesinos seriales, de políticos y de guerras mundiales. Sí, es cierto. El rock ha puesto en el camino del infierno a muchos de sus protagonistas, pero ha salvado el alma de miles de millones de desamparados que en la música han logrado encontrar consuelo para sus almas.

Para mí, Dylan es mi pastor, pero siempre tengo en mente a Bon Scott. Y la otra noche tuve un sueño que no deja de asombrarme. Que recordaré hasta mi muerte. Era de noche y yo venía tristísimo. Había tenido el peor día de mi vida, en el sueño. No sé por qué caminaba por el barrio donde nací. Hace más de veinte años que no vivo ahí. Estaba a punto de llorar. Entonces vino hacia mí una figura en chaqueta de cuero y jeans. Me preguntó si no me acordaba de él. Que solíamos meternos a las cantinas del Centro en una época en que no tenía un peso en la bolsa. Y él me invitaba las caguamas. La melancolía y la tristeza que me inundaba se disipó. Entonces desperté. Caí en cuenta de que quien me había hablado en el sueño era Bon Scott. Aquí, en Torreón.

De ese sueño deduzco que no importa hacia dónde vaya mi vida, no estoy solo. Que Bon Scott me protege desde el más allá. Bendita música. Todo lo que hace por mí. Hasta en los sueños me rescata. El universo está de mi lado. Estoy preparado para lo que viene.

Gracias, Bon, recibí el mensaje.

BON SCOTT ES

UNA FUERZA DE

LA NATURALEZA,

PERDONEN EL

LUGAR COMÚN .

B O N S C O T T

LA PEQUEÑA CAJA de música con audífonos cumplió cuarenta años. Una y otra vez se malinforma que el reproductor de casetes fue el primer dispositivo musical portátil. Antes del Walkman existió el radio de transistores que te cabía en la mano. Tuve uno Panasonic, era verde y sólo sintonizaba en AM pero eso era suficiente. También se inventó el Airmate, un radio con grandes audífonos de diadema tipo Bubulín, para caminar o andar en bicicleta. No era estéreo, funcionaba con una pila de nueve voltios y se escuchaba en AM o FM. Aún conservo uno.

En julio de 1979 apareció el Walkman TPS-L2 de Sony, que le dio al usuario el control total sobre la música que escuchaba. Su invención se la atribuyeron un par de listillos de Sony. Esto también es un error. Tras una serie de demandas el diseño se le reconoció al inventor alemán Andreas Pavel, en 2005. Pavel inventó el equipo estéreo personal portátil desde 1972. Sin duda cambió la forma de escuchar la música y otros hábitos. Luego se diseñaron los modelos deportivos. Sin embargo, el alma del Walkman siempre ha sido el casete y sus infinitas posibilidades para grabar. Las playlists actuales descienden de los mix tapes, la práctica que empezó con los diyeis y raperos de Nueva York que alcanzó nivel artístico en el audiolibro Mix Tape: The Art of Cassette Culture de Thurston Moore. Por primera vez pudimos grabar nuestras canciones favoritas, llevarlas y escucharlas en cualquier momento, lugar y actividad sin causar molestia. El Walkman nos permitió encapsularnos. Ponerse los audífonos y oprimir play es una forma de meditar, de aislarse en el universo personal.

El Walkman era un gran invento que nos invitó a grabar cientos de casetes y a escucharlos hasta quedarnos medio sordos. Hasta que Phillips introdujo el Compact Disc en los noventa. Entonces Sony diseñó el sucesor de su gran hit: el Discman D-50. Siempre me ha parecido una mala ejecución, una adaptación delicada con problemas de portabilidad aun en sus versiones “extremas”. Durante la siguiente década, con el nuevo formato de música MP3, aparecieron el reproductor MPMan F10 de SaeHan Info Systems y el teléfono celular de Samsung SPH-M100, que almacenaba y reproducía canciones. Todos estos inventos precedieron a la caja mágica del iPod que apareció en 2001 y en la que se podían portar miles de canciones. Pero fue destronado por los smartphones, las aplicaciones y plataformas musicales para escuchar y compartir. Ahora, en un rewind al pasado, NINM Lab lanzó el It’s OK, un reproductor de casetes idéntico al Walkman con audífonos inalámbricos. La idea se mantiene intacta: la música sigue siendo su razón de existir.

L O S 4 0 A Ñ O SD E L W A L K M A N

Por ROGELIO

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L A C A N C I Ó N # 6

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Page 11: NÚM.209 SÁBADO 20.07.19 El Cultural · reflexión sobre las paradojas del bien y del mal que puse en acto al escribir Los demonios de la lengua. Sumarlo al reto de ir más a fondo

SÁBADO 20.07.2019

El Cultural 11

@AlmaDeliaMC

¿Qué tal si bajo la Ciudad de México, tal y como hoy la conocemos, se teje otra ciudad llena de seres extraños que esperan su momento de salir a la luz?

Ya sé que les estoy planteando una locura, pero qué le voy a hacer si yo a eso me dedico.

En el imaginario de la literatura mexicana sobrenatural y de terror fantástico late una premisa escalofriante: haber construido esta ciudad sobre una civilización previa es una transgresión de dimensiones incomprensibles que antes o después cobrará factura.

En el libro de cuentos Demonia (Almadía, 2016), de Bernardo Esquinca, hay un relato llamado “El gran mal”, en el que el narrador padece ataques de epilepsia. Se trata de un joven que creció en las Torres de Mixcoac, donde antes se erigía el lúgubre y legendario hospital psiquiátrico La Castañeda; en sueños y durante el trance de los ataques epilépticos ve a una enfermera, nítidamente, siempre la misma. No les voy a contar el desenlace porque soy malvada pero tengo mis escrúpulos. Transcribo aquí un planteamiento que me voló la sesera:

Las cosas que ocuparon un lugar y que luego fueron derribadas o borradas, no ceden tan fácil su territorio [...] Llegué a la conclusión de que en la Ciudad de México no se debía ser arquitecto, sino arqueólogo. Aquí no hay que construir más, sino desenterrar todo lo que está escondido.

Muchos son los testimonios de quienes viven en esa unidad habitacional y los insólitos sucesos que se registran en ella, es que somos seres simbólicos y todos nuestros símbolos existen por algo. Creo.

Aclaro que no pretendo convencerlos de nada, sólo asomo la nariz a esa identidad mítica y fantasmagórica que tiene nuestra ciudad, que tenemos como pueblo; conservamos la tradición del Día de Muertos con una fuerza implacable como ninguna otra, como un acto de fe que nada tiene que ver con el catolicismo cristiano que llegó con la conquista, eso tendría que decirnos algo; por lo menos, que somos un país con un misticismo más que propicio para las fabulaciones oscuras. Que el origen de nuestra narrativa y literatura no ha sido explorado con toda su potencia y profundidad.

En La ciudad que nos inventa (Cal y Arena, 2015), Héctor de Mauleón hace un repaso minucioso desde el año 1500 hasta nuestro tiempo y va descubriendo cómo las calles del Centro son un entramado de arqueologías superpuestas, sitios puntuales que se convierten en esquinas malditas a lo largo de los siglos, cíclicamente condenados a la tragedia. Y ésa no es literatura, es historia. Y las coincidencias son, por lo menos, fascinantes.

José Emilio Pacheco escribió un relato donde aventura un argumento genial: en el metro, en el pasillo subterráneo que conecta las estaciones Pino Suárez e Isabel la Católica, se abre una portal, un salto espacial que lleva a la Piedra de Ahuízotl, donde los dioses prehispánicos siguen exigiendo carne de sacrificio; se trata de “La fiesta brava” que pueden leer en El principio del placer (Era, 1972). El capitán Keller, extranjero curioso en nuestra ciudad, se topa con un vendedor de

helados que va empujando su carrito mientras le habla al desconcertado Keller de la experiencia que vivirá si acude el viernes 13 de agosto a tomar el último tren en la estación Insurgentes y sigue las instrucciones.

Con la narración de José Emilio Pacheco se va sintiendo tal inquietud que hay que controlar las ganas de correr al pasaje de Isabel la Católica y Pino Suárez apenas terminar el relato.

Una ciudad de abajo. Más allá de lúdicas fabulaciones sabemos que existe, que los hallazgos arqueológicos están en pañales, ¿no les arrebata pensar en todo aquello que está debajo de nosotros y que aún no conocemos?

Tal vez los pueblos originarios no andan tan perdidos cuando piden permiso a la Tierra para actuar en más de un sentido. Ya pueden burlarse pero me parece tan válido o cuestionable creer en el mesías judeocristiano y sus milagros como en una mitología fundacional rayana en la fe. O en casos desesperados, como el mío, que nuestra religión sea la literatura. Ya que estamos. (Me río de mí misma a carcajadas, no crean que no).

Volviendo al asunto del relato fantástico, me pongo de pie antes de nombrarlo: Francisco Tario.

Si ustedes no lo han leído, se están perdiendo de mucho. Escritor reservado y magnético, casi inédito en vida, Tario tenía una de las plumas más creativas y talentosas que ha visto pasar este país. Creó un universo aparte: en él los objetos sienten y están erotizados, los guantes son asesinos, los féretros desean fervientemente un cuerpo femenino. Y las imágenes, el sentido del humor y el factor sorpresa de sus relatos son para morirse del gusto y del susto al mismo tiempo. O sea: orgasmo literario asegurado.

Cerca de 1943 escribió La noche, un libro de cuentos que incluye “El Mico”.

He aquí que un hombre joven que acostumbra tomar el baño en la tina, abre la llave y sale por una bebida para completar su ritual nocturno; cuando regresa, el cuarto de baño está a tope de vapor pero no ha salido agua. En su lugar hay un ser viscoso, raro, con rasgos de mico, entre humanoide y anfibio, diminuto. Ese algo está tratando de salir de la llave; asomando primero un pie y luego el otro, por fin logra su propio parto y cambia la vida de nuestro narrador pues esa criatura tierna y repugnante, se instala a vivir con él hasta llegar al día en que le llama “mamá”.

La antología completa de Francisco Tario compilada por Alejandro Toledo la encuentran en editorial Cal y Arena (2017). Sugiero que lo lean por las noches y que dejen que sus universos se queden para siempre con ustedes.

¿Ese mico o lo que sea que sea vino también de abajo? ¿El agua encuentra su cauce irremediablemente y trae lo insospechado? ¿Tenemos idea de lo que ocurre bajo nuestros pies?

Perdón por el mal gusto pero me atrevo a plantearlo porque sé que todos nos hemos hecho la misma pregunta, ¿cómo carajos vamos a explicar esos dos diecinueve de septiembre?

Ya sé, la razón dice que son casualidades, que dos variables no hacen una tendencia, pero. Pero.

Bendita ficción —esta vez maldita— que todo lo acomoda, que todo lo convierte en un mundo tan perfectamente posible como inexplicable.

C R Ó N I C A S P L U T O N I A N A S

“HABER CONSTRUIDO ESTA CIUDAD SOBRE UNA CIVILIZACIÓN PREVIA ES UNA TRANSGRESIÓN DE DIMENSIONES INCOMPRENSIBLES, QUE COBRARÁ FACTURA”.

C I U D A DD E A B A J O

PorALMA DELIA MURILLO

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El Cultural12

En días recientes falleció Armando Ramírez, conocido por el nombre de su personaje más célebre: Chin Chin, el teporocho. Nacido en 1952 y fundador del movimiento Tepito Arte Acá,

siempre se interesó por el lenguaje del barrio y por mostrar la riqueza de la cultura popular. Aunque no obtuvo un reconocimiento franco del gremio intelectual, gozó en cambio

la preferencia abrumadora de los lectores de a pie. A revisar su legado se dedica este breve ensayo.

"EL BARRIO SE VIVEPAR A E SC RIBIRLO”

EMILIANO PÉREZ CRUZ

In memoriam Armando Ramírez

N o es frecuente que el deceso de un escritor trascienda al estrecho ámbito literario de la capital del país. Sin em-

bargo, luego de que se esparció la noti-cia de la muerte de Armando Ramírez, sus lectores, admiradores, colegas y funcionarios de la cultura acudieron hasta Nuevo León 91, donde se ubica el Centro de Creación Literaria Xavier Villaurrutia, en la colonia Condesa, para darle la despedida.

Tarde lluviosa en la ciudad donde Armando se desplazaba, por lo gene-ral de buen humor, recibiendo mues-tras de afecto por donde transitara. El cronista del barrio de Tepito cosecha-ba lo que sembraba en la literatura, en los programas televisivos donde co-laboraba con temáticas de la cultura popular de la Ciudad de México.

Lo mismo recorría un mercado y des- cubría a su público los sitios donde degustar la comida tradicional de los chilangos, que se trasladaba al recón-dito oriente capitalino, carente en ser-vicios culturales, y daba la nota acerca de una biblioteca pública en El Salado, sitio que antes fuera enorme muladar y ahora Fábrica de Artes y Oficios, donde la población de escasos recur-sos asiste a obras de teatro, ciclos de cine, conferencias.

La curiosidad reporteril de Ar-mando Ramírez se orientó a cubrir aspectos de la vida urbana ignorados por la Cultura Culta. Tianguis, torte-rías, bailes callejeros, onomástico del Santo Patrono de la colonia; también le gustaba mostrar la ciudad que de tan enorme se nos vuelve desconoci-da en sus parques, avenidas, edificios que nadie sabe qué albergan, estatuas erigidas al famoso pero ilustre des-conocido, ciudadanos que por mera iniciativa propia impulsan proyectos culturales comunitarios.

A la labor reporteril agregaba acti-vidades escriturales. En 1971 publicó su primera novela, Chin Chin el tepo-rocho, que de inmediato arraigó entre el público lector y alentó a otros escri-tores de la periferia a tratar literaria-mente lo que en sus barrios acontecía.

A Chin Chin, el teporocho pronto agregó nuevos títulos de su creación: Crónica de los chorrocientos mil días del barrio de Tepito, publicada por la extinta Editorial Novaro en 1973, y en 1980 Grijalbo lanzó Pu, también edi- tada con el título de Violación en Polanco, novela donde la violencia se-xual se transmuta en lucha de clases inmisericorde a bordo de un autobús urbano que recorre las calles de la ca-pital. Pronto se instaló como novela de culto, pese a que Armando con frecuencia se refería al desdén de la élite cultural por su obra. En entrevis-ta con Felipe Montoya Landaverde, de la Arizona State University, manifestó:

[En México] existe una soberbia in- telectual, ya que no se esfuerzan por hacer un análisis crítico de la obra, un análisis desde la misma pro- puesta literaria que existe en la no-vela sino [que deciden] prejuzgarla. Pueden decir: ¡Ah!, él es de Tepito, es vulgar. Entonces, él no sabe es-cribir. Lleva varias novelas y sigue sin escribir. No se han tomado la molestia de decir: bueno, este güey por qué sigue tan aferrado. Digo, yo me imagino que si una persona escribe un libro es inteligente. O sea, yo no sé por qué le dan tanta importancia a si fonetizo el lengua-je o no. Porque por tales valores te pueden decir: está bien o está mal.

No se permiten tomar en serio una lectura y analizar a profundidad lo que pasa con determinado fenóme-no en el texto, sino [que prefieren] la güeva de decir: este pendejo no sabe escribir. Entonces digo: qué pereza intelectual, ¿no?

En 1979, Armando publica El regreso de Chin Chin el teporocho en la vengan-za de los jinetes justicieros y Noche de califas, novela en la que muestra ma-yor habilidad en el manejo de los re-cursos narrativos, en la construcción de sus personajes, en la descripción de las zonas populares de la urbe:

Y estabas inquieto porque ya se ha-bía tardado en su cuarto de hotel, ahí, en la Merced, en ese pinche hotel amarillento, luciferino, olo-rosamente horrible, y estás viendo el letrero de gas neón [...] y a ti de todos modos te gustaba mucho ese letrero del hotel Yucatán, ahí, en la plaza de San Sebastián. Te gustaba porque daba esas sensaciones de sexo o de erotismo arrabalero, y era bien mágico para las parejitas que fugazmente ocupaban esas camas de sábanas viejas, mil veces lava-das, mil veces tiesas.

El novelista agrega más títulos a su pro-ducción: Quinceañera, Me llaman la Chata Aguayo, Sóstenes San Jasmeo, La casa de los ajolotes, ¡Pantaletas!: Confesiones sentimentales del estu-diante Maciosare, el último de los Mo-hicanos!, El presidente entoloachado, La chachalaca, el pelele y el legítimo, La Tepiteada, Déjame... Se convirtió en el escritor del barrio por excelencia.

No fue el Peladito Adecentado. Fiel a sus temas, supo que “el barrio no se inventa ni se adivina, se vive para es- cribirlo”, como señaló el escritor Artu-ro Palacios Juárez, uno de su lectores, en el feis. Trascendió la etiqueta de Cronista de Tepito para imponerse como novelista, jugando con el len-guaje popular, sus ritmos y cadencias. Y se ganó a pulso un lugar en la litera-tura mexicana contemporánea.

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EMILIANO PÉREZ CRUZ (Ciudad de Méxi-co, 1955) es autor de Si camino voy como los ciegos (1987), Borracho no vale (1988), Pata de perro (1994), Ya somos muchos en este zoológico (2013) y Monstruopolitanos (2018), entre otros libros.

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