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Niadela Beatriz Montañez Supongamos que lo tienes todo: fama, dinero, reconocimiento profesional, una rica vida social… Y lo dejas todo. Pero lo dejas de verdad. Te vas a vivir a una cabaña abandonada, sin electricidad, sin ninguna de las llamadas «comodidades modernas», a 25 km de cualquier ser humano, en plena naturaleza. Y pasan los meses, y pasan los años, y decides que ésa es tu vida. Y te quedas. Este libro, por supuesto, no es una novela.

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NiadelaBeatriz MontañezSupongamos que lo tienes todo: fama, dinero, reconocimiento profesional,una rica vida social… Y lo dejas todo. Pero lo dejas de verdad. Te vas a vivir a una cabaña abandonada, sin electricidad, sin ninguna de las llamadas«comodidades modernas», a 25 km de cualquier ser humano, en plenanaturaleza. Y pasan los meses, y pasan los años, y decides que ésa es tu vida.Y te quedas.

Este libro, por supuesto, no es una novela.

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Seguramente conoces a Beatriz Montañez. Te sonará de la televisión, al fin y al cabo, pasó más de cinco años presentando un programa en prime time, aun cuando ella nunca se sintió presentadora, sino periodista. De hecho, nunca se paró a verse a sí misma en la pequeña pantalla, tal vez porque jamás se sintió cómoda con la apropiación que nuestra sociedad del espectáculo hacía de ella, espejo secretamente aterrador. Un buen día le pro-hibieron reírse en antena (¿en uno de los programas más divertidos y ácidos de la parrilla? Sí, en efecto). De modo que decidió irse. Llegó a otra cadena a la que nunca debió llegar, y allí discutió en directo con un conocido cantante (conocido también por vender jamones). Hablaron sobre Podemos, sobre Venezuela, sobre democracia… El cantante se mostró maleducado y la periodista políticamente incorrecta (al menos para el estándar de la ca-dena). Digamos que la invitaron a que no siguiera trabajando allí. Lo cual fue un alivio. Y esta vez definitivo. Algo había hecho crack dentro de ella. Tal vez se acordó entonces de su adorado Rainer Maria Rilke: «Deja que todo te suceda: la belleza y el espanto». El espanto lo había vivido, arrastraba una herida profunda y muy antigua que ni el dinero, ni la fama, ni los premios y los reconocimientos habían podido sanar. Era hora de ocuparse de esa herida. Y de buscar la belleza.

Su decisión fue radical (una palabra que no merece ser usada en demasiados casos, pero éste es uno de ellos). Lo dejó todo y se fue a vivir a una cabaña de piedra, antigua casucha labriega, que le prestaron y que llevaba ya varias décadas abandonada. No había electri-cidad, ni agua caliente, ni ningún ser humano a menos de veinticinco kilómetros a la re-donda. Era perfecta. Era el momento de apostar fuerte, de vérselas a solas con esa mujer hueca o vaciada, perdida en términos existenciales y desposeída de toda relación fructífera con la vida. Era cara o cruz, todo o nada. De los photocalls y el boato a la más estricta auste-ridad y soledad. ¿Un confinamiento extremo? ¿Un experimento? ¿Un juego? ¿Un arrebato? Beatriz Montañez lleva en su pequeño refugio más de un lustro… Simplemente dedicada a escribir.

La historia que nos cuenta en Niadela es, en última instancia, la de una desposesión: el abandono de sí misma para poder encontrarse con aquella que una es en realidad. Pero ¿cómo realizar este viaje inmóvil? Como se ha hecho desde hace milenios: deteniendo tu movimiento, separándote del grupo o de la tribu, aguzando la vista y el oído para enten-der aquello que la naturaleza quiera contarte. Así, Niadela se convierte en un excepcio-nal ejercicio de atención, de observación, de escucha; en otras palabras, de pura nature writing, en el que con paciencia, con precisión y con un hálito poético extraordinario (y extraordinariamente bien mantenido a lo largo de todo el libro), la autora nos da cuenta del constante devenir, tan efímero como maravilloso, de la vida que brota a su alrededor.

La escritura de Beatriz Montañez parece guiada tanto por su curiosidad científica (de la que el lector se nutre) como por una intuición más elevada, según la cual la naturaleza se hace y se deshace entre las palabras, y por momentos lo animal se funde con lo vegetal, o lo mineral con lo atmosférico, o la narradora con aquello que percibe, y de manera descon-certantemente natural el texto nos habla así de un todo, ese que sólo el lenguaje poético

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desvela, ese cuyo asentamiento en nuestra conciencia permite la progresiva sanación de las heridas que arrastra la memoria.

De este modo, el relato de su amistad con un zorro se entrevera con el recuerdo del padre, de su ausencia, de su muerte y de algo incluso peor y más doloroso; la historia de ese día en que se rebana el dedo con la motosierra (y lo recoge, lo guarda y conduce una treintena de kilómetros para que se lo vuelvan unir en un ambulatorio) engarza con la alegría pro-funda de comprobar que el jabato huérfano ha sobrevivido, o con la tristeza al confirmar el lógico alejamiento y el abandono final de su pareja, o con el miedo de verse amenazada por un cazador, o con la inseguridad de sentirse olvidada por todos aquellos que antes eran parte de su vida más cotidiana, o con la felicidad de sentirse parte de una nueva familia salvaje cuyo destino, ahora, comparte. Surge entonces la posibilidad de volver a formular un nosotros (que va más allá de lo humano) que de repente cobra una importancia mu-cho mayor que la de ese yo que llegó maltrecho y que se cura, precisamente, mediante la aceptación de su propia insignificancia y la fascinación por la belleza salvaje que le rodea.

Beatriz Montañez (1977) es periodista y guionista de cine y televisión. Obtu-vo la licenciatura en Medios de Comunicación de la Universidad de Califor-nia, el Máster presencial en Innovación en los Medios de Comunicación de la Universidad de Stanford y el Máster online en Derecho civil en el Periodismo en la Universidad de Harvard. También estudió en la Academia Americana de Artes Escénicas de Los Ángeles con la intención de enriquecer el arte de la comunicación en su trabajo como periodista. En España estudió guion y dirección de documentales en el Instituto de RTVE y amplió dichos conoci-mientos con múltiples cursos impartidos por el sindicato de guionis-tas DAMA y la Sociedad General de Autores (SGAE). Primero trabajó para Telemundo (NBC) como redactora y reportera para las noticias matinales. Más tarde presentó durante cin-co años el programa El intermedio de La Sexta, lo que le va-lió el Premio Ondas al Mejor Programa de Actualidad, los Premios Micrófono de Oro y Perséfone a la Mejor Presen-tadora y el Premio LGTB por su labor a favor de la diversi-dad y la igualdad. Ha colaborado en «La Ventana de Verano» de la Cadena Ser y en Magazine WIRED en Los Ángeles. Como guionista de Muchos hijos, un mono y un castillo ha ganado numero-sos e importantes premios a la Mejor Película Documental: Premio Goya en España, Premio Platino en Iberoamérica, Premio Eye Honors en Estados Unidos y el máximo reconocimiento en el festival Karlovy Vary en República Checa. Niadela es su primer libro.

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Con una prosa contundente y undelicado aliento lírico, atenta e intuitiva, Niadela nos cuenta la historia de una desposesión.

Un viaje estático que se convierte en un excepcional ejercicio de observación y escucha a lo que la naturaleza tieneque contarnos.

Pura nature writing.

colección: Libros salvajesisbn: 978-84-17800-73-4formato: 14 x 21,5 cmpáginas: 344pvp: 22 €

UN FRAGMENTO DE NIADELA

Día 12. Junio. La isla.

En Niadela no hay luz eléctrica. Nunca la hubo. Los que alguna vez la habitaron escoltaban el día, y con la noche, abandonaban la guardia. Pocas cosas artificiales se utilizaban entonces. Ahora, incluso la vida lo es. Fingida, como un espantapájaros en tierra baldía.

Paso el día fuera, bajo el sol. Desde que amanece, el arrebol púrpura guía mis pasos hacia el horizonte. Me despierto cuando el cárabo, con su canto abovedado y lánguido, todavía llena de vaho el crepúsculo. Entro en la casa en el momento en que vuelvo a escucharlo. Ahora enciendo ciento veintisiete velas. Las hay de todos los tamaños. Me siento como un monaguillo en una iglesia sin curas que la perviertan. Tardo veinte minutos. Es un proceso gratificante por lento, pero también porque requiere paciencia y eso es algo que debo cultivar a toda costa. Están en cualquier parte, pero sobre todo alrededor de la cocina de gas y encima de la mesa, para poder ver mientras preparo la comida y también cuando leo. Es una imagen bella, serena, arcaica. La casa pierde sus volúmenes y gana una geometría de masas y colores; se anega en destellos templados y efímeros, dorados y mórbidos. Las mechas son sensibles a la brisa que entra por la puerta. Se van contagiando las unas a las otras, como una turba histérica. Titilan, desaliñando el nimbo que las rodea. Parecen pequeñas vírgenes de manto encerado y lágrimas de parafina. Me enredo en la incandescencia de su pupila elíptica y me sorprendo a mí misma con una sensación extraña, la que aparece al saber que no hay un solo ser humano en muchos kilómetros a la redonda. Pero esa sensación nueva para mí se disuelve cuando escucho el ulular del búho y el chirriar del grillo, cuando siento al ratón correr entre la hierba rala, al hurón en el patio, al jabalí en el río. Librarme de la presión humana me permite ser consciente de la prolija vida no humana que me rodea. Mucho más satisfactoria, mucho más rica, menos reglada.