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[ Versión para imprimir ] [ Enviar por e-mail ] LIBROS, MÚSICA Y ARTE HISTORIA Un paseo por el espíritu de las fiestas Las vidas de las personas hace ya años que se cuentan más por Navidades que por primaveras (además, el tiempo está loco... y se acabó el ciclo agrícola de las estaciones). En estas fechas en que los motivos navideños invaden de nuevo casi todos los rincones del planeta, ofrecemos una manera diferente de ver la Navidad: una inmersión amena en los orígenes remotos, las curiosidades y las tradiciones de la celebración, como las saturnales romanas, la polémica datación del nacimiento de Jesucristo, los belenes, los Reyes Magos y Papá Noel, los christmas o la tradición española de las doce uvas La Vanguardia - 04.00 horas - 14/12/2001 Daniel Fernández De todas las tradiciones y ritos de paso que jalonan el calendario y enmarcan nuestras vidas, tal vez la más evidente, la menos evitable y más multitudinaria en su presencia sea la de la Navidad. El periodo navideño son "las fiestas", podría decirse que por antonomasia, y en un país como España y en una ciudad como Barcelona es imposible sustraerse a la información de que se acerca la Navidad con toda su parafernalia. Tal vez por eso generan también sus anticuerpos y hay bastante más gente de la que podría parecer que detesta las fiestas navideñas o que, al menos, le ponen de un mal humor contrario a la supuesta alegría general. Lo que sucede es que parte de la Navidad tiene que ver con la vida y la muerte, y tal vez por eso sea una fiesta tan entrañable en todos los sentidos, y no sólo el gastronómico. Porque si algo toca la Navidad es la entraña de nuestra humanidad. Navidad es ese momento del año agrícola en el que prácticamente no se puede hacer nada salvo guarecerse y esperar que pase lo peor del invierno (que es su principio, y no el final, que por más frío que sea anuncia ya el despertar de la primavera) como letargo de la naturaleza, como muerte misma de la propia vida. EL AÑO ROMANO En el décimo mes del antiguo año romano, uno de los meses con lluvia en su nombre, como septiembre, octubre y noviembre (respetemos la etimología, que siempre aclara conceptos), las humedades del otoño y del primer invierno empiezan a dar paso a esos fríos secos de días breves como destellos y de noches cada vez más largas y oscuras. La Navidad, claro está, es cosa cristiana (¡con la Iglesia hemos topado, amigo Sancho!), pero sus orígenes son netamente paganos. Para que ustedes me entiendan: el final del año romano, ese "december" ancestro de nuestras fiestas que se prepara para el mes de enero -el mes de

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un estudio crítico sobre la Navidad

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[ Versión para imprimir ] [ Enviar por e-mail ] LIBROS, MÚSICA Y ARTEHISTORIA

Un paseo por el espíritu de las fiestas Las vidas de las personas hace ya años que se cuentan más por Navidades que por primaveras (además, el tiempo está loco... y se acabó el ciclo agrícola de las estaciones). En estas fechas en que los motivos navideños invaden de nuevo casi todos los rincones del planeta, ofrecemos una manera diferente de ver la Navidad: una inmersión amena en los orígenes remotos, las curiosidades y las tradiciones de la celebración, como las saturnales romanas, la polémica datación del nacimiento de Jesucristo, los belenes, los Reyes Magos y Papá Noel, los christmas o la tradición española de las doce uvas La Vanguardia - 04.00 horas - 14/12/2001Daniel Fernández

De todas las tradiciones y ritos de paso que jalonan el calendario y enmarcan nuestras vidas, tal vez la más evidente, la menos evitable y más multitudinaria en su presencia sea la de la Navidad. El periodo navideño son "las fiestas", podría decirse que por antonomasia, y en un país como España y en una ciudad como Barcelona es imposible sustraerse a la información de que se acerca la Navidad con toda su parafernalia. Tal vez por eso generan también sus anticuerpos y hay bastante más gente de la que podría parecer que detesta las fiestas navideñas o que, al menos, le ponen de un mal humor contrario a la supuesta alegría general.

Lo que sucede es que parte de la Navidad tiene que ver con la vida y la muerte, y tal vez por eso sea una fiesta tan entrañable en todos los sentidos, y no sólo el gastronómico. Porque si algo toca la Navidad es la entraña de nuestra humanidad. Navidad es ese momento del año agrícola en el que prácticamente no se puede hacer nada salvo guarecerse y esperar que pase lo peor del invierno (que es su principio, y no el final, que por más frío que sea anuncia ya el despertar de la primavera) como letargo de la naturaleza, como muerte misma de la propia vida.

EL AÑO ROMANO

En el décimo mes del antiguo año romano, uno de los meses con lluvia en su nombre, como septiembre, octubre y noviembre (respetemos la etimología, que siempre aclara conceptos), las humedades del otoño y del primer invierno empiezan a dar paso a esos fríos secos de días breves como destellos y de noches cada vez más largas y oscuras. La Navidad, claro está, es cosa cristiana (¡con la Iglesia hemos topado, amigo Sancho!), pero sus orígenes son netamente paganos. Para que ustedes me entiendan: el final del año romano, ese "december" ancestro de nuestras fiestas que se prepara para el mes de enero -el mes de Jano, una de cuyas caras mira hacia el pasado y otra hacia el futuro-, era también un mes en cuyo tramo último se juntaban parte de las fiestas saturnales, de los ritos dionisiacos y, sobre todo, la fiesta del "Sol invictus", que corresponde al solsticio de invierno, la noche más larga del año, tras la que los días empiezan a crecer de nuevo y el sol parece renacer y recobrar las fuerzas perdidas. Pronto serán posibles otra vez la caza y la pesca y se reanudarán las actividades agrícolas tras ese letargo que corresponde, en realidad y en puridad, con el final del año, el final del ciclo natural y el inicio de su renovación anual.

Ahí, en la noche de los tiempos quieren algunos que situemos las primeras hogueras, tan emparentadas con las de San Juan, la noche más corta del año y la culminación de la celebración de la vida plena, puerta mágica del verano, y los primeros ritos que tienen que ver con la Navidad. Navidad, ya se sabe, toma su nombre del nacimiento, de la Natividad de Jesús, niño que será luego Cristo. Pero mucho antes de la Natividad cristiana está esa celebración pagana que adora al Sol y le pide, le ruega, que despierte de su letargo, que sus fuerzas no se extingan para siempre y sea capaz de regenerarse a sí mismo. Es también un nacimiento y una resurrección. Y no es difícil imaginar que el primer culto a los árboles mágicos (abetos, robles, muérdagos) tiene que ver con aquellas especies que son capaces de sobrevivir en los rigores de diciembre. Las hogueras para atraer y fortalecer el sol y para acompañar la noche más larga del año serían así un antecedente de todas nuestras sofisticadas ristras de tililantes bombillas. Y piñas y abetos son, sobre todo en el septentrión europeo, un símbolo claro de la naturaleza viva, el árbol de hoja perenne

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ajeno a la desnudez decembrina de otras muchas especies vegetales.

Todo eso, como decíamos, en la noche de los tiempos. Pero nos han quedado rastros suficientes -sin necesidad de remontarse a Stonehenge y a las gentes del círculo- como para reconocer que, en el hemisferio norte de este planeta, el solsticio de invierno está ligado a la mismísima y así llamada revolución neolítica y, por lo tanto, a las raíces más profundas de nuestra civilización.

SATURNALES

Con Roma coinciden tres celebraciones. Una parte de las saturnales, que tienen lugar en la semana anterior a lo que ahora sería la Navidad, y durante la cual el protagonismo es de la comida y también de una cierta subversión del orden social; por un día, los esclavos eran servidos por sus amos en un antecedente de nuestro 28 de diciembre actual.

Luego, la festividad solar, el solsticio que anuncia el nuevo ciclo, y a continuación, una parte de las bacanales, donde Baco, el Dionisios griego, es absoluto protagonista. Total: comida, bebida, hogueras, algunos ritos y la sensación de alivio de haber sobrevivido un año más y comprobar que el mundo no se acaba. Nada nuevo bajo el sol...

RITUALES

Con la aparición del cristianismo, los ritos del solsticio invernal y su celebración continúan vivos, hasta el punto de que la Iglesia, en una práctica de siglos que favoreció su expansión, acaba por asimilar rituales paganos a la nueva fe. De este modo, de ese sincretismo entre el viejo mundo y la nueva religión empieza a surgir "nuestra" Navidad. Durante los primeros siglos de la era cristiana la fiesta por excelencia es la Pascua de resurrección, y el nacimiento de Jesús es un tema digamos que menor y además de difícil datación si acudimos a los textos evangélicos. Evidentemente, no es éste el lugar para disertar sobre la complejidad filológica de los Evangelios canónicos y apócrifos, pero resumamos la cuestión, si a ustedes les parece, reconociendo que se hacía difícil aceptar un nacimiento de Jesús en pleno solsticio invernal cuando, por ejemplo, según Lucas los pastores a los que se les aparece el ángel de la Anunciación se hallaban durmiendo al raso con sus rebaños. Tales cuestiones fueron deba-tidas por diversos padres de la Iglesia y, en su afán por datar el nacimiento del Salvador, digamos tan sólo que marzo, mayo y diciembre y enero fueron parte de distintas propuestas.

Claro que no es hasta el siglo IV de nuestra era, durante el concilio de Nicea, que se establece la divinidad de Jesús (perdón por escandalizar, pero recuerden algunos que también tarda bastante la Iglesia en aceptar que la mujer tenga alma inmortal). Estamos en el 325 de nuestra era y hacia el 350 ya ha sido fijada como fecha de nacimiento de Jesucristo la tradicional de la noche del 24 al 25 de diciembre, aprovechándose la Iglesia claramente del rito pagano ya sembrado.

Por cierto, que la fecha de marras trae una división más entre los cristianos de Occidente, que optan por celebrar la Navidad en su fecha actual, y los de Oriente, que prefieren la madrugada del seis de enero, lo que para nosotros acabará siendo la Adoración de los Reyes. En fin, tema complejo, como se echa de ver, y que por supuesto no pretendemos agotar en un suelto de diario. Digamos pues, para zanjar el tema, que la Iglesia cristiana de Occidente fija la fecha de nacimiento de Jesús en el siglo IV y que la reitera de forma digamos que definitiva y pretendidamente científica gracias a Dionisio el Exiguo, aquel monje del siglo VI al que le debemos, en parte, todo el tumulto del año 2000 (probablemente estemos en el 2004 de la era cristiana) y que, de paso, fijó la edad de la muerte de Cristo en los 33 años canónicos, cuando hoy los historiadores del tema creen que probablemente nació Jesús en el año siete o seis a.C. (antes de Cristo, y valga la paradoja) y que murió ya cuarentón o casi.

EVANGELIOS

La tradición cristiana de la Navidad cuenta, además, con fuentes contradictorias en los Evangelios. Ni Mateo ni Lucas, que son los que se ocupan del suceso, dan indicación precisa del lugar de nacimiento, por ejemplo. Y el hecho de situarlo en Belén y en una cueva es una digamos que leyenda posterior que se irá imponiendo pese a numerosas pruebas en contra. Sólo Lucas habla del famoso pesebre, por otro lado, y sin dar mayores detalles. El papel de la cueva como símbolo de la matriz femenina y origen de la humanidad era bien conocido y formaba parte también del culto a Mitra, dios rival de la nueva doctrina cuyo nacimiento -oh, sorpresa- también se celebraba durante el solsticio de invierno. Y lo de, tras el

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nacimiento en la cueva, acomodar al niño en un pesebre junto al buey y la mula proviene del Pseudo-Mateo, uno de los evangelios apócrifos no reconocidos por la Iglesia pero sí recogidos en sus tradiciones.

Mateo es el único que habla de la estrella de la Navidad, la que guiará a los "magos", en un relato mucho más orientalizado que el de Lucas, evangelista romanizado, que es quien nos habla de la aparición del ángel a los pastores y de la buena nueva. La estrella brillante o el cometa señalando el nacimiento de alguien llamado a ser especial está en la tradición egipcia, hindú y figura en el repertorio legendario de personajes como, por ejemplo, Alejandro Magno. Sobre la que brilló con ocasión del nacimiento de Jesús, Kepler la identificó con la Gran Conjunción, triple alineación de la Tierra, Saturno y Júpiter, y la dató en el año siete a.C.

REYES MAGOS

Hablemos, eso sí, de nuestros personajes favoritos, los Reyes Magos, esenciales en nuestra cultura hispana y que todo padre que se precie debe preferir a ese gordinflón travestido de rojo que esclaviza elfos y renos. Nuestros tres reyes aparecen como "magos", que es casi como decir "persas" en Mateo, pero ni se nos dice su número ni se nos dan sus nombres. Sólo sabemos que ofrecen oro, incienso y mirra al neonato. Mirra e incienso son especias bien conocidas en los ritos religiosos (la mirra era especialmente usada en ritos funerarios) y el oro es el oro, aunque algunos exégetas bíblicos de hoy opinan que tal vez estábamos hablando de, pásmense, la pimienta, y que hubo un error de traducción. De esos tres presentes ofrecidos coligió Orígenes el número de los magos, tres. Y que sus nombres, Melchor, Gaspar y Baltasar ya formaban parte de la tradición cristiana en el siglo VI lo sabemos por el mosaico bizantino de Sant'Apolli-nare Nuovo en Rávena. Durante bastante tiempo, los tres reyes magos (pasaron a ser reyes astrólogos para completar la adoración del poder político al nuevo poder religioso) representaron las tres edades del hombre, y eran un adolescente, un hombre maduro y un anciano. Luego, sus rasgos y vestimentas fueron incorporando los rasgos de nuevos pueblos que se integraban en la fe cristiana, y con ese afán de universalidad misionera apareció hacia el siglo XV el rey negro, identificado a la postre con Baltasar y que siempre será el favorito de los niños. La Iglesia de Occidente reservó para los reyes la fiesta de la Epifanía (la "manifestación" de la divinidad de Jesús, en parte por la adoración de los magos, claro) y la tradición de los regalos que nos traen los Reyes, que cuajó especialmente en España, es en realidad bastante tardía, del siglo XVIII, y fue durante el XIX que se fijaron las reglas de zapatos en el balcón o en la chimenea, agua y forraje para los camellos, dulces o frutos secos para sus sufridas majestades, carta, etcétera. Me sabe mal reconocerlo, pero todo ello probablemente fue una versión cristiana tardía que intentaba contrarrestar la influencia de san Nicolás, regalón donde los haya.

SAN NICOLÁS Y PAPÁ NOEL

El san Nicolás histórico fue, claro está, san Nicolás de Bari, un obispo del siglo IV de Asia Menor, turco si nos ponemos estupendos, que justamente cobró fama en el primer concilio de Nicea. Uno de sus milagros, tal vez el más conspicuo, fue el de resucitar a tres niños que habían sido descuartizados por un carnicero poco escrupuloso para vender su carne (como se ve, lo de las "vacas locas" no es nada ni es nuevo). A partir de ahí, el santo fue protector de escolares y de la infancia, y tremendamente apreciado entre el mundo ortodoxo, ruso y griego. Más adelante, marinos holandeses trajeron al continente la costumbre de ofrecer regalos en la fecha del 6 de diciembre, que era también la festividad de San Nicolás, y de esa tradición ya documentada en los Países Bajos del siglo XIV, san Nicolás, Santus Nicolaus, Sinter Klaas, Santa Claus saltó a los países anglosajones, y allí se ha quedado, con la ayuda inestimable de la reforma protestante, que lo transformó en Papá Noel, y el talento de Washington Irving, quien, fiel a los orígenes neerlandeses de Nueva York, lo transformó en un icono universal que definitivamente triunfó durante el siglo XX gracias a las revistas ilustradas y, reconozcámoslo, a la Coca-Cola, que en los años treinta empezó sus campañas navideñas y redondeó (nunca mejor dicho) el personaje final. Ahora mismo, es la encarnación perfecta de estas Navidades de hoy, mezcla de consumo desaforado y de guerra comercial. Tal vez por eso vive en el Polo Norte, a salvo de las ordenanzas laborales y de los sindicatos. Por cierto, sus renos, en la versión de nueve y no de ocho, son: Rodolfo, el de la nariz roja y brillante que guía a Santa y que hará que cualquier día lo derriben sobre suelo americano, especialmente estas Navidades, más Dasher, Prancer, Vixon, Bailarín, Cometa, Cupido, Trueno y Relámpago.

Por cierto que, ya durante las festividades del Año Nuevo, los romanos solían hacerse regalos, singularmente lámparas votivas con inscripciones ad hoc, de metal para los pudientes y de barro entre los ciudadanos de a pie, y también se solían ofrecer tres higos secos junto con una rama de laurel y una rama de olivo como símbolo de buen augurio para el año incipiente. Lo dicho, casi nada nuevo bajo el sol...

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BELÉN Y PESEBRE

Sigamos adelante y hablemos aho-ra del belén, el "pessebre" o nacimiento. La tradición italiana quiere que el primero fuese hecho ni más ni menos que por san Francisco de Asís, que superaba así las habituales representaciones del nacimiento de Jesús a cargo de gentes del pueblo. Sin entrar en autos sacramentales ni en otras manifestaciones que aún perviven, el belén con su musgo y todas sus actividades disparatadas y fuera del rigor cronológico (gente que siega, soldados romanos, nieve en las palmeras, etcétera) es una tradición que tal vez tiene sus orígenes en el siglo XIII italiano, pero que no arraiga hasta los años finales del XVII. Durante el XVIII ya son conocidos los nacimientos napolitanos y en el XIX es ya una práctica extendida en España, que aún perdura y a la que los catalanes hemos incorporado esa gran creación que escandaliza a algunos e ilusiona a muchos, el "caganer", en su versión más pura una figura de barro que, con el culo al aire, obra con barretina calada y cachimba en la boca (¿habrá que recordar que el tabaco llegó de América y que nadie fumaba en los tiempos bíblicos?) ajeno al nacimiento del Salvador. Su lugar de privilegio, la parte trasera del establo, y su humana sencillez, dejando aparte que el hombre ande en su propia creación a escala muy humana, radica en que le está dando al establo uno de sus usos tradicionales. Evidentemente, hay un simbolismo también de abono y renovación, pero la figura no es sólo humorística, es también el resumen excelso de que la humanidad está ahí y que el mismo Salvador ha aceptado sus miserias, pues él también ensuciaría sus pañales, que la Virgen lava en el río, como quiere el villancico. Lejos de sentirnos incómodos, habría que estar legítimamente orgullosos de nuestra aportación a la iconografía navideña, tan filosófica y tan humana. No en vano la escatología se ocupa del estudio de lo sagrado y de la caca; todo depende de por dónde se agarre el vocablo. Y también caga, aunque sean dulces y frutos secos, nuestro "tió", ese tronco al que hay que abrigar y alimentar para que al final (originariamente tras quemarlo) acabe dándonos sus ricos frutos. También ello es el ciclo de la vida y una iniciación al dar y recibir que es base de la existencia humana.

EL ÁRBOL

En cuanto a la costumbre del árbol, en estas Navidades posmodernas en las que todo vale y a todo nos apuntamos (rara es la casa en la que no conviven árbol, nacimiento, adornos varios más Papá Noel y los Reyes Magos), sus orígenes se quieren en la Alemania de la primera mitad del siglo VIII. Allí estaba predicando san Bonifacio (que por cierto era inglés) y, harto de ritos druídicos relacionados con el solsticio, decidió cortar un roble para demostrar su carácter no sacro. El roble, al caer tras ser talado, derribó todos los arbustos que lo rodeaban menos un pequeño abeto. Por eso san Bonifacio interpretó que ése era el árbol del niño Jesús. Más tarde, la tradición quiere que Martín Lutero adornase un abeto con velas encendidas a fin de imitar la impresión que le había causado la escarcha en un bosque de abetos. En fin, se echa de ver que todo fue una desviación y apropiación de ritos asociados al árbol perenne, cristianizando elementos paganos que en buena medida siguen vivos en lo que es hoy el abeto de Navidad.

NOCHEVIEJA

Y ya que hablamos de la Nochevieja, hablemos de una tradición, ésta sí, netamente española como es la de las doce uvas. Desde aquí imploro ayuda a los lectores, pues nadie ha llegado a documentar los orígenes ciertos de esta tradición de tomar una uva con cada una de las últimas campanadas del año que se despide. Sabemos, eso sí, que la tradición existía ya en 1915, pues un comentarista de periódico ya habla de que los acontecimientos mundiales pueden estropearle las uvas y la celebración a más de uno. Y por numerosos testimonios, está claro que en los alocados veinte toda España se ha apuntado a esta moda de muy reciente adquisición.

Pero antes sabemos poco o nada. Se dice, y muchos lo han escrito, pero sin que haya visto este pobre escribidor fuente cierta alguna, que la tradición se inició, cómo no, en la Puerta del Sol madrileña (el reloj de Losada que tantos errores provoca en locutores de televisión y audiencia en general es de 1866), en concreto en la Nochevieja de 1900, cuando algún viticultor o representante de una asociación de viticultores empezó a repartir gratis y en pleno jolgorio los excedentes de su producto, que había gozado de una magnífica cosecha. A partir de ahí, la moda se fue extendiendo. Como se ve, la historia es buena, aunque poco verosímil. Más podría ser que la moda fuese de origen italiano, pues doce higos o doce pasas se tomaban en el sur de Italia a finales del siglo XIX, y fueron precisamente viticultores italianos los que, con el cambio de siglo, consiguieron una variedad de uva de postre de cosecha tardía que permitía disfrutar de ella durante las fiestas navideñas. En todo caso, la tradición existe y es bien nuestra, e incluso

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si no es ni siquiera centenaria, que todo podría ser, ya ha tomado tal carta de naturaleza que dudo que se halle en toda España quien se oponga a los doce incordios, por más toses y atragantamientos que produzcan.

EL CHRISTMAS

Otras tradiciones que parecen arraigadas desde siempre también son harto modernas. El primer christmas entendido como tal fue un encargo industrial de Henry Cole al artista John Carlcott Horsley, en 1843. El tal Cole simplemente pensó que era mejor un motivo navideño impreso que no la carta de buenos deseos que exigía la sociedad de su época, así que ahorró tiempo y esfuerzo y remitió la tarjeta de felicitación a parientes, amigos y clientes. Su iniciativa tardó más de treinta años en imponerse y hoy es, ya ven, indispensable.

Por el contrario, hay cosas que se van perdiendo probablemente para siempre. El aguinaldo, la zambomba, incluso la simple alegría y devoción de la misa del Gallo. Son, habrá que reconocerlo, tiempos nuevos, en los que hemos incorporado a nuestras tradiciones algunos anuncios de televisión y en los que casi todos hemos claudicado no sólo ante Santa Claus, sino también ante la compra atolondrada y la uniformidad. Con todo, aún es posible hacerle un hueco especial a algo de la Navidad. Y no me refiero sólo a delicadezas gastronómicas (de las que no hemos hablado; queda para otro año), sino también a esas cosas de cada cual que es verdad que en algún momento nos devuelvan alguna Navidad de la infancia. Para mí, es Navidad comprar cada año una nueva figurita en la Fira de Santa Llúcia junto con mis hijos, recordar a mi padre muerto hace ya tantos años o reconocer que vi un año en Nueva York y de pura casualidad cómo se encendían las luces del abeto del Rockefeller Center y que me quedé embobado y feliz, como renacido. Pues eso, ¡feliz Navidad!