Ñatitas díad

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Page 1: Ñatitas DíaD

Un caso sin resolver de Álex Ayala Ugarte / Fotos: Miguel Canedo y Álex Ayala Ugarte / Colaboradores: Aimé Saravia y Francesca Cerbini

LAS “ÑATITAS”INVESTIGADORASy otras historias policiales del más allá en el más acá

• Diciembre de 2011 • Edición 6

Álex ayala

Page 2: Ñatitas DíaD

Juanito lleva en la división de homicidios de El Alto más de 30 años. Es huesudo.

Tiene la dentadura perfecta, pero jamás son-ríe. Suele estar ataviado con unas gafas de sol que le cubren medio pómulo y con las que tiene pinta de detective privado. No car-ga celular. Y sólo acepta los encargos que le dejan en papelitos de colores bien doblados. Su principal seña de identidad es un gorro de lana azul con detalles en rojo, blanco y verde. Fuma puchos de diferentes marcas, pero únicamente cuando le invitan. Ha visto pasar a decenas de oficiales por estas ofici-nas. Tiene fama de ser implacabale con los criminales en los interrogatorios, de resolver asesinatos sin ni siquiera pisar el lugar de los hechos, de atender tanto a las víctimas de grandes asaltos como de pequeños hurtos. Y disfruta de un expediente impoluto: dicen que ha ayudado a solucionar más de 200 casos.

Juanito es una “ñatita” con carisma, una calavera de órbitas profundas que tiene su hogar en un ambiente con dos escritorios y paredes color mostaza que comparte con varios de los investigadores de la Fuerza Especial de Lucha Contra el Crimen. Un cráneo que descansa en una urna bien sellada de cristal y de made-ra; que luce siempre rodeado de flores, paquetes de cigarros y cuencos de arci-lla repletos de hoja de coca; y que se ha ganado a pulso entre muchos de los po-licías el denominativo de “compañero”.

Hoy es 2 de noviembre, Día de Difun-tos, y después de varios intentos fallidos me encuentro por fin frente a la esquina de Juanito, un hueco en el que hay además una maleta de cuero perfectamente acomodada, una virgen diminuta y una caja destinada a su colega, otra “ñatita” a la que cariñosa-mente le dicen “la Juanita”. No ha sido fácil llegar hasta acá. El actual jefe de la división piensa que la devoción a las calaveritas es una mala costumbre que hay que erradicar y ha restringido el acceso a ellas. Y sólo ahora que no está se hace posible dar un vistazo de la mano del sargento Lucio Apaza.

Apaza tiene más de 20 años de servicio, los labios gruesos y la nariz chata. Viste una chamarra de plumas oscura, le faltan algu-nos dientes y la mitad de su cara está pa-ralizada debido a un accidente de auto que sufrió recientemente cerca de Caranavi. Si no murió, aclara, fue porque se encomienda al Juancito y a la Juanita cada vez que viaja.

“Cuestión de fe”, señala. Y a continua-ción explica con un hilo de voz que es ape-nas un susurro que Juanito llego aquí por un mayor, Agustín Peñaranda, en 1985. “Según Peñaranda, Juanito era un sabio, uno de los muchos curanderos que tenía su puesto bajo un toldo en los cruces de caminos. Mu-rió y alguien que lo conocía fue a su tumba y robó su cráneo. Esto era un simple retén policial por aquel entonces y, poco a poco, la calaverita se dio a conocer en la zona. A

Peñaranda le colaboró en el auxilio de un incendio. Su fama creció y actualmente le vienen a adorar incluso de otras ciudades”.

Una de sus devotas más asiduas, según un oficial que prefiere permanecer en el anonimato, es una adolescente de 14 años que comenzó a visitarle cuando tenía cuatro. “Parece ser que su madre está en la cárcel —dice el policía— y por eso siempre pren-de una vela blanca para el Juanito y la Juanita y les pide favores”. También es habitual que pasen por acá en peregrinaje los familiares de las víctimas de crímenes de sangre, los cobradores de morosos y los que ansían re-cuperar autos, joyas u otros objetos robados.

Apaza me explica que uno les habla a las “ñatitas” como si fueran una persona. “Yo les cuento mis problemas y le hago sa-ber cuando un caso está atascado. Otros, en cambio, les dejan mensajitos. Y son tantos los papelitos que se acumulan alrededor de ellas que de vez en cuando hacemos limpie-za para dar paso a otros nuevos”. Apaza se aleja de mí por un segundo, agarra tres de ellos y los abre. “Almita, la Bicenta no quie-re pagar sus deudas. Por favor moléstale. Se hace la burla”, reza el primero. Y los otros dos son similares: llamadas de atención, gri-tos desesperados para que se haga justicia.

Antiguamente, Juanito y Juanita partici-paban incluso en los interrogatorios. “A los antisociales se les hacía arrodillar delante de ellas para que se declararan inocentes o culpables; y la mayoría, si era responsa-ble del delito, confesaba —relata Apaza—. Otros eran sometidos a una ronda de pre-guntas en su presencia, porque se considera que el castigo por mentirle a una ‘ñatita’ es la muerte. A veces, se las usaba para mediar en conflictos vecinales, por lo general por temas de plata. Y corre el rumor de que encerrábamos a los delincuentes con ellas en el calabozo, pero eso no es cierto”.

Juanito y Juanita también tienen sus de-tractores: fiscales evangélicos y algunos curas y oficiales. Pero son los menos; y ninguno de ellos ha conseguido que se las lleven, que las entierren. Es más: cuentan que un mayor que quiso deshacerse de ellas fue destituido. Y la veneración es tal que en días como hoy se les arma un altar con frutas, dulces y comida. Ade-más, cada 8 de noviembre, se les da una misa.

Las pesquisas de Juanito y Juanita

A Francesca Cerbini lo que más le sor-prendió cuando entró por primera vez

en el penal de San Pedro fueron los “taxis”, convictos que sirven de guía cuando uno está en busca de algún preso. “Uno de es-tos hombres, piel y huesos, con poco pelo y pocos dientes, me dijo amablemente: en-tre nomás señorita. Se dio cuenta de que no había estado en la cárcel antes y me tocó el brazo murmurando: no se preocu-pe pues, aquí está como en su casa”. A aquella casa que el tipo le mencionaba Francesca la denominó “La casa de jabón”, y el trabajo etnográfico que realizó ahí du-rante meses quedó plasmado en una tesis en la que refleja los códigos y rutinas de este lugar tan singular del centro paceño.

En ella, se habla, por ejemplo, del “carcelazo”, un mal que empuja al reo a la locura, a las drogas, a la soledad. Y se hace hincapié en los problemas de salud, en la falta de higiene, en la anar-quía imperante, en las creencias y en los rituales para luchar contra el que es hoy el mayor dolor de cabeza de los internos: la retardación de justicia.

En la época en la que Cerbini rea-lizó la investigación, contó con la co-laboración de varios yatiris-reclusos, que le confesaron los secretos para aliviar las penas del alma, contrarres-tar la mala suerte, devolver embrujos o abandonar el penal lo antes posible.

¿Cuándo tendré mi audiencia? ¿Cuán-do vendrán mis familiares? ¿Mi esposa es fiel? En las hojas de coca es donde los yatiris buscan las respuestas a estas y otras preguntas. Y después actúan en función a cada necesidad. A algunos les hacen limpias. Las mesas negras, según Nacho Chura (nombre ficticio), son buenas para hacer fracasar una causa judicial; y se preparan contra abogados que no han cumplido con su mandato defensivo, jueces y fiscales. Y las me-sas blancas, elaboradas con materiales dulces, tierra de la casa del acusado y polvo de los alrededores del juzgado, son una vía para recuperar la libertad.

Para evitar miradad indiscretas, ex-pone Francesca, no se queman las ofren-das en el patio. Y tampoco, en las celdas. Se hace en el tejado, “donde el humo al-canza el cielo sin nada que obstaculice su ascenso”. Por otro lado, las canale-tas del alcantarillado y los desagües son utilizados para botar, entre otras cosas, los restos de animales sacrificados.

Mesas y yatiris en el penal

de San Pedro

En las hojas de coca es donde los yatiris buscan las

respuestas a un sinfín de preguntas. Y después actúan en función a cada necesidad. Las mesas negras, por ejem-plo, se realizan para hacer

fracasar una causa judicial.

Page 3: Ñatitas DíaD

En los años 40, según el libro Crónicas policiales de crímenes en Bolivia, del ex

investigador Agustín Morales Durán, uno de los ladrones más famosos del país era un ga-lán muy peculiar con un sinfín de alias —en-tre ellos: Ricardo Aparicio, Manuel Cáceres y gato dactilógrafo— que robaba máquinas de escribir en negocios o oficinas y domicilios. De nacionalidad chilena, se le comparaba constantemente con Rodolfo Valentino por su buena presencia y su habilidad para seducir a amas de casa, empleadas y porteras de loca-les comerciales antes de perpetrar sus fecho-rías. Era un habitual de los hoteles de lujo, que solía pagar con cheques sin fondo. Se so-lía librar del calabozo gracias a la influencia de amistades con plata a las que conquistaba con su labia. Y, cuando le interrogaban, decía siempre que saldría en libertad porque tiem-po atrás había hecho un pacto con el diablo.

Hoy, según los testimonios de los tra-bajadores de la Administradora Boliviana de Carretetas y de algunos oficiales de la Poli-cía, los pactos con el diablo se realizan en una de las curvas de la autopista que conec-ta la ciudad de La Paz con la ciudad de El Alto. En ella, había antes dibujada una ima-gen fantasmagórica que para algunos era el mismísimo Lucifer y, para otros, el famoso

Las autoridades, sin embargo, des-pués de que hace unos meses aparecie-ra un cadáver en los alrededores, no lo entendendieron así y mandaron destruir parte de la waca. Desde entonces, según Ferino, “han comenzado los grandes con-flictos para el gobierno de Evo Morales”.

Otro lugar clausurado a medias es la cueva del mítico Zambo Salvito, ubicada en la Villa de los Cinco Dedos de la aveni-da Periférica de La Paz. Salvito fue un cruel asaltante que violaba a las mujeres, deca-pitaba a los hombres y robaba en el cami-no que va desde La Paz hasta los Yungas. Y que le arrancó la oreja a su madrastra cuando estaba en el paredón esperando a que lo ajusticiaran. Lo que no evitó que ga-nara adeptos que comenzaron a visitar los refugios en los que el Zambo se escondía.

Según unos muchachitos que juga-ban fútbol hace unas semanas frente a las rejas que impiden que los alcohólicos y cleferos entren, aquí viene a veces gente extraña. Además —me aseguraron— se han encontrado varias veces en el lugar gatos y perros degollados, animales que seguramente han formado parte de las ofrendas de los antisociales contra sus enemigos: jueces, fiscales y uniformados.

A doña Anita, la vida le cambió cuando era adolescente, a los 15 años. En el mo-

mento en el que su padrino, de Jesús de Ma-chaca, le “pasó la mano”. Es decir, cuando Pedro, yatiri, adivino, le pidió que dedicara su vida, como él, a servir a otros, a leer el pasado, a vislumbrar el futuro. Si no lo hacía así, le irían mal las cosas, pero al principio doña Anita no le hizo mucho caso. Luego se dio cuenta del compromiso adquirido y, des-de entonces, se ha dedicado a leer cartas y a ayudar a quien lo solicite a través de “lim-pias”, de mesas rituales y de sus trece almi-tas, trece “ñatitas” que descansan en un cuar-to de su domicilio de La Paz que algunos han bautizado como el “Templo de la Muerte”.

El lugar, ubicado en un callejón llama-do Chango Juan López, cercano a la aveni-da Buenos Aires, pasaría desapercibido si no fuera porque cada día se agolpan en la puerta decenas de personas —mujeres en su mayoría— buscando acabar con su mala fortuna, con la infidelidad de su pa-reja o con una mala racha en su negocio. Y para ello se encomiedan a las calaveritas.

Doña Anita, con dos trenzas, lentes de alambre y ataviada casi siempre con un gorro de lana y un mandil a cuadros, da ficha a sus clientes todos los días a las siete de la mañana; y comienza a atender-les un rato después tomando en cuenta el orden de llegada. Los martes y los viernes se oculpa de frenar las maldiciones y de rebotar la magia negra. Y el resto de la se-mana lee la suerte, da consejos y explica a los creyentes cómo pedir a las “ñatitas”.

***Entre sus fieles, doña Anita dice que hay médicos, arquitectos, profesores, amas de casa, gente pobre y gente rica. Y también, policías, abogados, jueces y fiscales. “No

te puedo dar nombres —me avisa—, pero sí te diré que son varios los que animan a con-sultar por los casos que tienen pendientes”.

“Aunque sobre todo —añade a con-tinuación— los que vienen más a menudo son las víctimas. Aquí hay una ‘ñatita’ que se llama Ángel conocida por su efectividad con los pedidos imposibles. Por eso, cuando se trata de muertes violentas, como homicidios, son muchos los que le ponen una velita con la esperanza de obtener de ella una respuesta”.

En el “Templo de la Muerte” hay velas para conseguir de todo: unas con forma de corazón para humillar a los que te han lastimado; las azules son para que los mentirosos callen; las que tienen forma de sapo, para garantizar una buena ven-ta en tu negocio; las brujitas (de color negro), para combatir los maleficios; las tranca, para parar a aquellos que bus-can hacer daño; y las blancas, para con-seguir buenos resultados en los estudios.

estaba muerto, que lo habían arrojado por un barranco”. Días después, el cuerpo de Blanco apareció donde ella había dicho, al fondo de un precipicio. Y a doña Anita le citaron en los tribunales para que expli-cara cómo había conocido aquel destino.

“Pero nunca fui a testificar —acla-ra—. Ya era algo que no me correpondía”.

Para tranquilidad de doña Ana, no siem-pre vienen a buscarle por culpa de sucesos trágicos, sino que más bien lo hacen mayor-mente para resolver otros asuntos, como hur-tos menores y robos de auto. “Y las ‘ñatitas’ cumplen, claro que cumplen. Si no lo hicie-sen, esto no estaría lleno de gente”, señala.

Gracias a la presencia de las calaveritas —al menos, a eso lo atribuye doña Anita— en su hogar no han robado nunca. Mientras que a su vecina, una evangélica, las pandillas que pululan por el callejón le han sacado su manta, su sombrero y su cartera. Quizás, porque nunca les ha tenido fe a las calacas.

“Y aunque no lo creas —dice doña Anita— no sólo vienen aquí los colegiales y los universitarios, sino también los que quieren pasar bien sus exámenes en el Co-legio Militar o en la Academía de Policía”.

***Cuando las “ñatitas” no son herramienta su-ficiente para resolver entuertos, a menudo entran en juego las artes adivinatorias de doña Anita, que dice haber resuelto críme-nes que ni siquiera pudieron solucionar los uniformados, casos como el de Wilder René Blanco, un alférez de la Fuerza Naval que fue asesinado brutalmente a golpes en 2006.

En aquella ocasión, recuerda Anita, “se personaron en mi casa varias mujeres. Ya no me acuerdo bien si eran amigas o familiares de Blanco. Pero sí te puedo decir que pre-guntaban insistentemente por él. Y entonces les di la pista para encontrarlo: les dije que

Tío, amo y señor de las profundidades. Y nunca han faltado en sus alrededores las flores violetas, las velas negras, la coquita o el azúcar para pedir por un mejor futuro.

Para los maleantes, un mejor futuro sig-nifica tener éxito en un robo o en un asesina-to. Aunque a costa de pagar, a la larga, un alto precio. “Porque esto es una waca, un centro

de energía cuya principal función es hacer jus-ticia; y si tu pides el mal de alguien, la pacha te lo devuelve”, asegura la productora audio-visual y experta en cosmovisión andina Yomar Ferino. Ferino dice, además, que aquí no se reúnen sólo los delincuentes, sino que viene toda clase de gente: comerciantes, transpor-tistas, empresarios y un largo etcétera.

Las trece almas de doña Anita

Un pacto con el diablo

Page 4: Ñatitas DíaD

Cada 8 de noviembre, Josefina, una de las célebres “ñatitas” de La Paz, abandona

la cocina de Alto Obrajes en donde tiene su altar para recorrer toda la ciudad en minibús rumbo al Cementerio General. Su dueña, Ma-riela Altamira (56 años), regenta una tiendita en los bajos de su casa y dice que le suele pren-der una velita cuando le hace falta más platita.

El esposo de Mariela se llama Germán Lens (66 años) y es ex policía. Asegura no creer en Josefina, pero acompaña a su mujer una vez al año para que la calaverita se una a otras y reciba el cariño de los que acuden a la necrópolis paceña. Y tiene una teoría muy particular acerca de los cráneos que se dan cita por estos lares. “Para mí que se trata, en muchos casos, de víctimas de las diferentes dictaduras. A Josefina, por ejemplo, la halla-ron mis hijos cuando jugaban en mitad de un cerro. ¿Qué hacía un cráneo ahí? La única ex-plicación posible para mí es que alguien tra-tó de esconder en su momento un cadáver”.

***En el camposanto, como cada Día de “Ña-titas”, la romería de fieles es constante. Las

El Dorado, que queda a pocas cuadras, se ha engalanado para la ocasión y no falta de nada. Algunos invitados lucen sombreros lilas. Un pastel en pleno centro lleno de fotos de calaveritas domina la escena y corre de un lado para otro cerveza negra. Todo, para que el Capitán Jordán y el resto de las “ña-titas” que lo escoltan se sientan arropados.

Según Nieves Antezana (56 años), una de las que más tiempo viene disfrutando de los favores del Capitán, éste murió de varios disparos mientras cumplía con su deber, cuando perseguía a los integrantes de una banda que traficaba con cocaína. “Después —me comenta Nieves—, alguien recuperó su cráneo, nos lo dejó a mí y a mi familia y comenzaron a llegar los fieles”.

Estos fieles son hoy más de cien personas llenando las mesas y sillas de El Dorado. Y algunos de ellos aseguran convencidos que, cuando necesitan co-laboración, el Capitán Jordán se materia-liza. Antes, dice Nieves, “cuidaba de dos húerfanos, un chico y una chica; y a ella le salvó de unos desalmados que la secues-traron en un taxi haciéndose presente”.

Pero su hazaña más comentada es otra: haber juntado en una misma sala a policías y a antisociales. Porque esta “ña-tita”, como la mayoría, tiene devotos de toda clase social y condición económica.

Según Nieves, esto ocurrió hace casi ya una década, durante una de las veladas que cada 15 días se organizan en honor al Capi-tán en domicilios particulares. “Llegó cada uno por su lado y, de repente, nos dimos cuenta de que se habían formado dos co-lumnas, una frente a la otra. La primera, con ladrones y otra gente de mal vivir. Y la otra, con oficiales, con uniformados. El ambiente estaba tenso. Casi nadie hablaba. Hasta el brindis. Porque después alguien fue a com-prar cajas de cerveza y todos se mezclaron”.

Para que el Capitán no se enfade, añade Nieves, basta con dejarle el rincón más cálido de la casa y no hacerle faltar su cigarro y su coca. “Ya que cuando uno le cuida, él también se encarga del bien de los que le rodean”.

hay para todo gusto: con dientes y sin den-tadura, con gorros de lana y con tocados pintorescos, con nombres comunes, como Pedro, Freddy, Johny o Teresita, y con otros que no lo son tanto, como “La Poderosa”, “El Profe” o William Shakespeare. Dicen in-cluso que han circulado por aquí las calacas de quienes fueron en vida el presidente Mel-garejo y el Che Guevara, un extremo difícil de confirmar a no ser que seas, como Josué González, clarividente, yatiri y curandero.

Según Josué, basta con tener paciencia y saber escuchar a las calaveritas para sa-ber de quién se trata. “Ellas te cuentan, en-tre otras cosas, de dónde vienen y si falle-cieron o no en circunstancias macabras”.

Las tres que guarda él ahora en una caja han sido bautizadas como Manuel, Ángel y Antonio. “Manuel murió por enve-namiento. Antonio, por causas naturales. Y Ángel, que era un niño, por asfixia”, señala. Y dice a continuación que hacen milagros, que curan y que todos los años las baña por lo menos un par de veces con flores, maíz blanco y agua bendita.

Luego me explica que también hay “ña-titas” chocarreras, que son almitas que pue-den ser utilizadas para hacer maldad. “Por-que las calacas —añade— no discriminan. Y ayudan a todos por igual. Los delincuentes, por ejemplo, les piden por su éxito cuando salen a ‘trabajar’. Las prostitutas, clientes con plata. Y los narcotraficantes, por sus cargamentos, para que lleguen a su destino”.

***No muy lejos de donde se encuentra Jo-sué, frente a la capilla del cementerio, el Capitán Jordán es una de las “ñatitas” más agasajadas. Se trata de la calavera de un antiguo agente de policía y Fráncisco Ávila la sujeta con orgullo. Ávila es su preste. Es decir, el encargado de prepa-rar la fiesta de este año para homenajear-la. El festejo será en El Dorado, un salón enorme de paredes anaranjadas al que nos dirigiremos pasados unos minutos.

El último paseo del Capitán Jordán

A Lidia Laguna Murillo (81 años) un San Martín de Porres es el que le cui-

da de los ladrones. Sólo una vez le han robado en su domicilio de la ciudad de El Alto. “Y fue —señala— cuando mi San Martín no estaba. Porque desde que se encuentra aquí no ha pasado nada”.

Según Lidia, cuando era joven, hace mucho tiempo, este mismo San Martín hizo aparecer al que había robado las joyas de su madre. “Era uno de nuestros ahijados”, aclara; y dice a continuación que, después de empezar a acullicar coca frente al santo, como le recomendó una comadre, el ahija-do tocó las puertas de la casa arrepentido para devolver lo que no había vendido.

“Años más tarde —prosigue Lidia—, San Martín volvió a echarme una mano y alejó de mí al padre de mis tres hijos, que tenía un problema grave con la bebida”.

Y para protegerse, la anciana dice que tiene también unas tijeras junto a la puerta, espino y rada. Porque piensa que son ele-mentos “que ahuyentan a los maleantes”.

En la Fuerza Especial de Lucha Con-tra el Crimen de la ciudad de La Paz, el teniente coronel Jaldibeck Escobar, jefe de recursos humanos, tiene fe ciega en el Señor de la Exaltación. “Cuando yo esta-ba en homicidios —relata—, investigá-bamos todo con los métodos científicos que teníamos a mano, pero yo, aparte, me encomendaba al Señor y funcionaba. Aquella fue una época buena. Resolvimzos favorablemente muchas investigaciones”.

En la división son muchos además los que creen en la Virgen de Copacaba-

na, conocida, entre otras cosas, por ser la “generala” de la Policía. Y acuden a ella para blindarse ante las atrocidades que tienen que ver a cada rato, como descuartizamientos y envenenamientos.

“Yo siempre tengo aquí, en el ca-jón, esto (saca una caja de Kleenex) y esto (saca una botella de agua), por-que ante todo somos personas y debe-mos de apoyarnos”, enfatiza Escobar.

Uno de los casos más difíciles que le tocó vivir a él fue el de los denominados “Cogoteros de La Cumbre”, que enterraron en 2002 en aquel lugar más de una decena de cadáveres mirando hacia el suelo, con el pantalón enredado hasta las rodillas. “Lo hacían así para despistarnos —explica Es-cobar—, porque en el mundo andino se considera que es difícil hallar un cuerpo cuando apunta hacia la profundidades”.

Santos y otros custodios