napoleón como personaje ficticio

3
Escribir ficciones con GTB Ejercicio creativo: inventa a Napoleón Poco después de la Revolución Francesa, el cónsul de Inglaterra en La Isla de los Jacintos Cortados invita al diplomático Metternich, al escritor Chateaubriand, al Almirante Nelson, a la revolucionaria Flaviarosa y a la enigmática Agnesse. En esa reunión está presente el criado Napollione. El almirante tiene una propuesta que hacer a los presentes. Decía en aquel momento Metternich: «La dificultad es que no sabemos contra quién peleamos. ¿Qué es la nación? ¿Qué quiere decir el pueblo en armas? Estamos acostumbrados a que la historia la conduzcan ciertas cabezas visibles, sea Cromwell, sea Federico II, pero la Francia de hoy, o permanece acéfala (y no quiero aludir a un episodio triste para todos), o su multicefalia proclamada es absolutamente incalculable. ¿A quién declarar la guerra? ¿Con quién firmar las paces? Si lo hacemos con Moreau, Hoche no se siente obligado, y ese desconocido que preside ahora el Directorio, o que al menos lo presidió hasta ayer, no llega ni a enterarse. Tenemos los mejores generales de Europa para oponer a una entidad amorfa cuyo nombre no figura en nuestro vocabulario y cuya efigie no podría trazar el dibujante más imaginativo del mundo». «Por eso —le respondió Chateaubriand— estamos procurando, de algún modo, la Restauración. Necesitamos un rey que simbolice a Francia.» «¿Y por qué no un rey fantasma? — intervino el cónsul—; daría el mismo resultado.» «Un rey fantasma no puede subsistir si no aparece incluido en una dinastía de prolongado abolengo, y eso es lo único que tenemos. La República puede destruir los retratos de los reyes y aventar sus cenizas, pero no su recuerdo.» «Conviene considerar —insistió el cónsul— que las dinastías han tenido un comienzo y que la de los Borbones no está sola en el mundo. Inglaterra, sin ir más lejos, cuenta con cuatro o cinco.» «¿Insinúa que excluyamos de Francia a la línea legítima? Es consustancial con ella.» «Los Borbones con ella, sí, pero ella con los Borbones, quizá no. El país se consustancializa con el que mande, o al menos eso dicen los que mandan.» «Aun en ese caso —opinó Metternich— carecemos de la persona adecuada. No podría ser un Orleans, Borbón al fin y al cabo, ni tampoco...» El cónsul había cuchicheado un instante con Flaviarosa: ella adelantó el busto y levantó la mano, florecida esta vez de un racimo de uvas. «El cónsul de Inglaterra acaba de tener una idea que me parece estupenda, una idea de cuya utilidad puedo dar testimonio.» El cónsul le pisó, entonces, las palabras: «Si no disponen de esa persona, invéntenla». «¿En el sentido etimológico de descubrir, o en el más popular de sacar algo de la nada?» «En este último, precisamente, pero, entiéndame bien: sacar de la nada algo que siga siendo nada al mismo tiempo que lo es todo.» Hubo un silencio, el ámbito se redujo al tamaño aproximado de una alcoba, y llegó a los oídos de todos un fragmento de la copla veneciana que estaba cantando Agnesse […] La canción de Agnesse interrumpió el desarrollo normal de

Upload: santiago-sevilla

Post on 09-Jul-2016

219 views

Category:

Documents


3 download

DESCRIPTION

Texto extraído de La isla de los jacintos cortados de Torrente Ballester

TRANSCRIPT

Page 1: Napoleón Como Personaje Ficticio

Escribir ficciones con GTB

Ejercicio creativo: inventa a Napoleón

Poco después de la Revolución Francesa, el cónsul de Inglaterra en La Isla de los Jacintos Cortados invita al diplomático Metternich, al escritor Chateaubriand, al Almirante Nelson, a la revolucionaria Flaviarosa y a la enigmática Agnesse. En esa reunión está presente el criado Napollione. El almirante tiene una propuesta que hacer a los presentes.

Decía en aquel momento Metternich: «La dificultad es que no sabemos contra quién peleamos. ¿Qué es la nación? ¿Qué quiere decir el pueblo en armas? Estamos acostumbrados a que la historia la conduzcan ciertas cabezas visibles, sea Cromwell, sea Federico II, pero la Francia de hoy, o permanece acéfala (y no quiero aludir a un episodio triste para todos), o su multicefalia proclamada es absolutamente incalculable. ¿A quién declarar la guerra? ¿Con quién firmar las paces? Si lo hacemos con Moreau, Hoche no se siente obligado, y ese desconocido que preside ahora el Directorio, o que al menos lo presidió hasta ayer, no llega ni a enterarse. Tenemos los mejores generales de Europa para oponer a una entidad amorfa cuyo nombre no figura en nuestro vocabulario y cuya efigie no podría trazar el dibujante más imaginativo del mundo». «Por eso —le respondió Chateaubriand— estamos procurando, de algún modo, la Restauración. Necesitamos un rey que simbolice a Francia.» «¿Y por qué no un rey fantasma? —intervino el cónsul—; daría el mismo resultado.» «Un rey fantasma no puede subsistir si no aparece incluido en una dinastía de prolongado abolengo, y eso es lo único que tenemos. La República puede destruir los retratos de los reyes y aventar sus cenizas, pero no su recuerdo.» «Conviene considerar —insistió el cónsul— que las dinastías han tenido un comienzo y que la de los Borbones no está sola en el mundo. Inglaterra, sin ir más lejos, cuenta con cuatro o cinco.» «¿Insinúa que excluyamos de Francia a la línea legítima? Es consustancial con ella.» «Los Borbones con ella, sí, pero ella con los Borbones, quizá no. El país se consustancializa con el que mande, o al menos eso dicen los que mandan.» «Aun en ese caso —opinó Metternich— carecemos de la persona adecuada. No podría ser un Orleans, Borbón al fin y al cabo, ni tampoco...» El cónsul había cuchicheado un instante con Flaviarosa: ella adelantó el busto y levantó la mano, florecida esta vez de un racimo de uvas. «El cónsul de Inglaterra acaba de tener una idea que me parece estupenda, una idea de cuya utilidad puedo dar testimonio.» El cónsul le pisó, entonces, las palabras: «Si no disponen de esa persona, invéntenla». «¿En el sentido etimológico de descubrir, o en el más popular de sacar algo de la nada?» «En este último, precisamente, pero, entiéndame bien: sacar de la nada algo que siga siendo nada al mismo tiempo que lo es todo.»

Hubo un silencio, el ámbito se redujo al tamaño aproximado de una alcoba, y llegó a los oídos de todos un fragmento de la copla veneciana que estaba cantando Agnesse […] La canción de Agnesse interrumpió el desarrollo normal de una escena principalmente frívola cuyas consecuencias, a lo mejor, se perderían en el camino que va de lo posible a lo real, camino, ¡ay!, sembrado de naufragios y otras muertes. Agnesse tuvo que cantar otra canción, con voz más elevada, y únicamente después de haberla terminado se le ocurrió al cónsul decir al almirante, de modo que lo oyeran todos: «He invitado a estos caballeros a que inventemos para Francia un emperador o un caudillo». Nelson, con aquella voz aséptica de inglés bien educado que tenía, pero que jamás usó con lady Hamilton, al menos en privado, le respondió: «¿Un emperador? ¿Es que no les bastará con un sargento?». El vizconde de Chateaubriand pegó un salto en la silla «Excelencia —le dijo—, la historia de Francia exige la más alta jerarquía para sus protagonistas.» «¿Se refiere usted a Marat?», le preguntó el almirante. «No; me refiero a Guillermo, el de Hastings», le respondió Chateaubriand, y se quedó a medio sentar, galleando. Pero el marino no se mostró sensible al trompetazo del kikirikí. «¡Ah, señor vizconde, no es inoportuna referencia! Entonces fue mala suerte que el rey Haroldo no pudiera disponer de la Home Fleet a causa de no haberla todavía inventado y, sobre todo, por no tener a

Page 2: Napoleón Como Personaje Ficticio

Escribir ficciones con GTB

mano al almirante Collingwood, el cual probablemente no había aún nacido. Le aseguro que este hombre, con sólo treinta barcos medianos, se basta para defender el canal y, si me apuro, la costa entera.» […]

«Señores, quizá los reyes de Francia que hemos llegado a conocer no hayan llevado a cabo personalmente ese tipo de hazañas, pero al menos siempre tuvieron alguien que en su nombre las acometiese. La República, en cambio, no hace más que patrocinar sargentos, y en ese sentido concede la razón a milord.» El cónsul, que se había sentado al lado de Flaviarosa, y que de nuevo había hablado con ella en voz baja, anunció que la Dama del Antifaz iba a tomar la palabra; y Flaviarosa lo hizo sin echar mucho teatro, con relativa sencillez tratándose de una italiana. Se volvieron hacia ella las cabezas: si el antifaz causaba alguna inquietud, algo así como una broma que no acaba de resolverse, la voz pastosa, musical, los tranquilizó a todos. «Caballeros, tengo la impresión, nada agradable, de que se están ustedes alejando del verdadero tema, que no es más que el de hallar un editor responsable, emperador o rey, ¿qué más da?, para esos actos tumultuarios y por lo tanto anónimos de la República Francesa; si no es el caso, ni más ni menos, que el de poner una firma a una operación bien hecha, como lo es la conquista de Italia, tan perfecta que parece concebida y ejecutada por la misma persona, y ésta, un genio de la estrategia. Pues bien, les pregunto: ¿por qué aquí mismo, y sin perder tiempo en quisicosas, no ponemos manos a la obra? Estamos juntas precisamente las personas necesarias para que todo salga bien. Alguien habló aquí de emperador: me sumo a esa persona.»

«Pero, ¿y el nombre, señora? —preguntó Chateaubriand—, ¿no comprende que lo primero es un nombre que lo resuma todo, que lo explique y que lo signifique? Un nombre y una figura, naturalmente. La historia la hacen los héroes, y los héroes son, a fin de cuentas, nada más que nombre y facha, que palabra y retrato.» «¿Y a usted, siendo escritor, le apura eso?» Flaviarosa alzó la mano, levantó el brazo, y chistó al criado gigantesco. «Ven, tú, acércate.» Napollione lo hizo con algo de felino elefantiásico: había estado contemplando a Flaviarosa y había decidido considerarla la más atractiva de todas las presentes, la única entre ellas que habría catado de habérsele ofrecido la ocasión. «Sí, mi señora.» «¿Cómo te llamas?» «Napollione, señora. Napollione Buonaparte.» «¿Dónde, cuándo has nacido?» «En Ajaccio, señora, el año sesenta y nueve, hijo de Carlos y de Leticia Ramolino, buena gente, no hay más que verme.» «Gracias, Napollione, puedes ya retirarte.» Flaviarosa se volvió a los comensales: «Tenemos ya una fe de bautismo, que es ya como tener una persona. Hijo de padres conocidos. ¡Fíjense ustedes!, un pasado, una historia. ¡Un montón de páginas en blanco para genealogistas y cronistas!». Chateaubriand, tras beber unos sorbos de aquel vino helado que les servían, interrumpió: «¿Es que le suena, señora, ese espantoso nombre de Napollione para un emperador francés? Lo encuentro ordinario, de puro popular, y que yo sepa, y a pesar del señor de Barras, los franceses no han perdido el buen gusto: un nombre así, sería inmediatamente repudiado». «Por supuesto, señor vizconde; pero todo se arregla traduciéndolo al francés. ¿Qué le parece Napoleón Bonaparte?»

Ayuda a los personajes a inventar a Napoleón, tanto en su aspecto como su modo de ser. Mantén el estilo de GTB, que trata de resultar históricamente verosímil y, al mismo tiempo, se dejan llevar por la imaginación. Deja que los personajes se relacionen con libertad y deja que te sorprendan.

Torrente Ballester, Gonzalo (1998). La isla de los jacintos cortados. Madrid: Alianza, 280-ss.