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Con semilla o sin ella, el mal es pura inocencia Escribe Juan Fco. Álvarez En la filmografía del mal podemos encontrar acompañamientos musicales siguiendo distintas líneas expresivas. Las hay perversas, malignas, terroríficas, estridentes, chirriantes, psicodélicas, atmosféricas, etc. donde el mal está perfectamente definido y ambientado. Pero una corriente con gran éxito, aunque también un poco incomprendida por muchos, es aquella que recurre a la contraposición, a la música anempática de contrapunto. La música anempática es aquella que no tiene nada que ver con las imágenes que acompaña, que no se implica o bien que busca la implicación contraria, el contrapunto. Es decir, en el caso que nos ocupa, se trata de acompañar escenas, personajes malignos o ambientaciones terroríficas con músicas celestiales, tiernas, vaporosas, angelicales. Muchas veces en estas bandas sonoras se recurre a este tipo de músicas porque en la historia está presente uno o varios niños, pero no necesariamente deben estar éstos para que esta inocente música juegue bien su papel de ser un protagonista más en una historia maligna, incluso por contraposición crear más terror, más angustia y pavor que la música más estridente. Es decir, la contraposición es tan sólo aparente, pues en definitiva se consigue crear el efecto deseado. Así pues, en esta ocasión vamos a hablar de algunos ejemplos en los que los compositores (bien por propia iniciativa o por

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Con semilla o sin ella, el mal es pura inocenciaEscribe Juan Fco. Álvarez

En la filmografía del mal podemos encontrar acompañamientos musicales siguiendo distintas líneas expresivas. Las hay perversas, malignas, terroríficas, estridentes, chirriantes, psicodélicas, atmosféricas, etc. donde el mal está perfectamente definido y ambientado. Pero una corriente con gran éxito, aunque también un poco incomprendida por muchos, es aquella que recurre a la contraposición, a la música anempática de contrapunto.

La música anempática es aquella que no tiene nada que ver con las imágenes que acompaña, que no se implica o bien que busca la implicación contraria, el contrapunto. Es decir, en el caso que nos ocupa, se trata de acompañar escenas, personajes malignos o ambientaciones terroríficas con músicas celestiales, tiernas, vaporosas, angelicales. Muchas veces en estas bandas sonoras se recurre a este tipo de músicas porque en la historia está presente uno o varios niños, pero no necesariamente deben estar éstos para que esta inocente música juegue bien su papel de ser un protagonista más en una historia maligna, incluso por contraposición crear más terror, más angustia y pavor que la música más estridente. Es decir, la contraposición es tan sólo aparente, pues en definitiva se consigue crear el efecto deseado.

Así pues, en esta ocasión vamos a hablar de algunos ejemplos en los que los compositores (bien por propia iniciativa o por sugerencia del director) recrean sus bandas sonoras en músicas contrapuestas.

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Un primer ejemplo, en este caso con niños de por medio, es y debe ser de cita obligada: ¿Quién puede matar a un niño? (1976) de Narciso Ibáñez Serrador, con música del malogrado compositor hispano-argentino Waldo de los Ríos. Ambos ya habían trabajado en La residencia (1969), cosechando un éxito sin par.

Aquí, aunque no en toda su extensión, pues la banda sonora también contiene pasajes propios del género,  el compositor dota a la música de una canción pop muy melódica y retentiva (Evelyn) que se introduce con unas dulces notas tarareadas por niños a modo de nana. La sola presencia de esta bella melodía consigue crear una sensación de pánico y terror única en la película cuando las voces y risas de los niños la introducen. Se convierte así en una presencia turbadora, el mal evocado desde la belleza, la dulce melodía y los cantos angelicales de los niños. Una contraposición efectiva.

Otro ejemplo notable, esta vez sin niños, es Holocausto caníbal (1980) de Ruggero Deodato, película italiana de culto en el género del terror que cuenta con una partitura muy brillante del maestro Riz Ortolani. En esta película se narra la incursión en la selva amazónica de un grupo de cuatro jóvenes reporteros que buscan rodar un documental sobre ciertas tribus caníbales de las que han tenido conocimiento. La

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película, dado su alto contenido de violencia y de gore en sus imágenes, estuvo prohibida en diversos países.

Ortolani, por el contrario, compuso un tema principal pausado pero con una marcada y melancólica melodía. Música muy natural y cercana que aparentemente se opone a la crudeza de las imágenes, pero que no hace otra cosa que reafirmar la realidad, los extremos a los que pueden llegar los humanos, en definitiva, refleja de una forma extremista y radical, la cruel naturaleza humana. 

Menos evidente, pero más elegante, es el uso de la música anempática hecho por Nino Rota en El Padrino (1972) de Francis Ford Coppola. Los personajes de la película son asesinos, cometen crímenes, extorsiones, asesinatos y siembran miedo y terror a su paso. Sin embargo, la música de Rota es refinada, exquisita y de gran belleza.

Aunque parezca una contradicción, estamos nuevamente ante una falsa anempatía, pues Rota quiso dotar a estos personajes de la majestuosidad, del señorío, de la presencia de Don Vito Corleone y familia. Es el mal, pero con clase, con pedigrí y esa elegancia está presente en cada nota compuesta por el gran Nino Rota. Los asesinatos se acompañan de música religiosa, casi espiritual, como venerando a sus realizadores, pues al fin y al cabo son la familia Corleone. Y el vals, aunque melancólico, con su clase y hermosura envuelve en un halo deístico a los personajes, unos matones mafiosos.

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Y es que el mal no siempre se muestra de una manera tan fácil. En A las nueve, cada noche (1967) de Jack Clayton, siete hermanos pequeños deciden ocultar el cuerpo de su madre muerta enterrándolo en el jardín para no tener que ser llevados a diferentes orfanatos y así separarlos. Empiezan todos los días con sesiones de espiritismo para comunicarse con ella y en el quehacer diario de los chicos aparecerán los miedos, los temores a estar haciendo el mal, el pecado, y otros sentimientos que luchan frente a la estricta educación que recibieron de su madre.

Así pues, aunque hay quien en esta película no ve más allá que un simple drama, hay otros que hablan de una película de terror, un terror psicológico que Georges Delerue, el compositor de este filme, resuelve con una hermosa, dulce y tierna melodía central que adquiere un aire infantil-juvenil al estilo de otra de sus composiciones con niños, El pequeño romance. Una audición de la banda sonora sin haber visionado la película no nos haría pensar nunca en unos acontecimientos terroríficos, ni tan siquiera dramáticos, pero con la inocencia de las notas de Delerue, éste nos está transportando a la situación que les toca vivir a los siete hermanos y su música, aunque hermosa por su factura, nos infunde miedo y pavor.

Retomemos el tema de los niños malvados en el cine. Otra película de estas características es El pueblo de los malditos (1960) de Wolf Rilla, o incluso su posterior versión (1995) de John Carpenter. La primera cuenta con música de Ron Goodwin, mientras que la de Carpenter cuenta con el propio director y Dave Davies.

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También es de obligado cumplimento el que hablemos de otras películas con niños malvados o no malvados, pero con el mal por en medio y con una música que no necesariamente refleje esta condición de inocencia que le pueda conferir la presencia de niños en el filme o incluso sin la necesidad de ser música anempática.

Así, podríamos hablar de El resplandor (1980) de Stanley Kubrick (música clásica y tema principal de Wendy Carlos); Cromosoma 3 (1979) de David Cronenberg, con música de Howard Shore; Los sin nombre (1999) de Jaume Balagueró, con música de Carles Cases; Las dos vidas de Audrey Rose (1977) de Robert Wise con música de Michael Small; La señal (2002) de Gore Verbinski, con música de Hans Zimmer; La morada del miedo (2005) de Andrew Douglas, con música de Steve Jablonsky; Dos hermanas (2003) de Kim Ji-woon, con música de Lee Byung-woo; El exorcista (1973) de William Friedkin, con música de Jack Nitzsche; El medallón ensangrentado (1975) de Massimo Dallamano, con música de Stelvio Cipriani; Dark Water (2002) de Hideo Nakata, con música de Kenji Kawai; Suspense (1961) de Jack Clayton, con música de Georges Auric; Los otros (2001) de Alejandro Amenabar, con música del propio director; El rostro de la muerte (1976) de Alfred Sole, con música de Stephen Lawrence, y un largo etcétera con el que no terminaríamos nunca. Pero analicemos algunos de los ejemplos más notables.

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Los chicos del maíz (1984) de Fritz Kiersch, con música de Jonathan Elias, posee un tema principal con un intrigante coro de voces de niños un tanto atmosférico y el resto de la banda sonora está en consecuencia con la música que se espera del género, por ello no se la puede considerar anempática del todo.

La película se ha convertido a la postre en una saga que de momento lleva siete partes, pero nos quedaremos con la primera y algo de la segunda, pues en ésta cuenta con música de Daniel Litch que construye una banda sonora bastante aterradora, sin ninguna concesión a la inocencia de los chicos como había hecho su predecesor en la saga. Aún así, se trata de música de gran calidad.

En La noche del cazador, hay mal, hay niños, pero la música no es anempática, sino empática, es decir cumple con su cometido. Walter Schumann, el compositor se mueve entre dos corrientes, música tenebrosa y siniestra para el personaje de Robert Mitchum y sus planes, y música inocente, pura y angelical para los dos niños. Con ello se deja a cada cual en su lugar, el mal está bien representado y así mismo lo está el bien.

Sin embargo, es curioso cómo está encajada la música en esta película. En las escenas más recordadas de la misma, no hay música, ya se ha creado suficiente tensión en las escenas anteriores y el director y compositor prefieren hacer uso

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del silencio en los momentos clave. Y en otras ocurre totalmente el extremo contrario, cuentan con un poema musical de más de diez minutos ininterrumpidos de música.

Así, por ejemplo, ocurre en la escena de la huida de los niños con el bote por el río hasta llegar a dormir en un pajar y ser despertados por la canción Leaning que canta un Robert Mitchum a caballo y cuya silueta se vislumbra en el horizonte. Previamente, en el río, ha habido tensión y también inocencia y la música es un continuo que acompaña los magníficos planos picados del bote, o la tela de araña que se teje y de fondo el bote con los dos hermanos, por no hablar de toda la flora y fauna presente en la escena: sapo, búho, tortuga, corderos).

Con La semilla del diablo (1968), Roman Polanski juega a sugerir más que a mostrar y con ello consigue crear un excelente muestra de cine de terror. Polanski crea atmósfera, ambiente y sugiere, al igual que hace su paisano Christopher (Krzysztof) Komeda con la música.

Hay música de jazz, música opresiva, cantos satánicos, incluso pop, pero la verdadera protagonista es la nana Lullaby, cantada por la propia Mia Farrow y que se convierte a la postre en el tema principal de la película. Ya en los títulos de crédito iniciales nos aventura a sugerir que nada bueno va a pasar. Y en el filme, en forma del excelente tema instrumental Happy days, cuando Cassavetes y Farrow recién casados planean cambiarse de piso con la idea de tener un hijo. Son días felices donde todo parece sonreírles, pero que ya presagia un complicado nudo argumental.

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Siguiendo con la semilla del mal, Mala semilla (1956) de Mervin LeRoy contó con música del siempre inteligente Alex North, quien lejos de profundizar en el terror que impone la historia de una niña que asesina a todo aquel que se interpone en sus fines, crea una música más psicológica, hurgando en la personalidad de la niña, pero sin demasiadas concesiones a su condición infantil, sino que la considera una enferma a la que hay que tratar, algo parecido a tratar un desorden mental que musicalmente se traduce en una música elegante e inteligente, con esa sonoridad clásica y brillante que sólo North sabía imprimir.

La inocencia de la niña sólo se plasma con el constante repiqueteo infantil de notas en el piano, como el de ejercicios del que empieza a aprender a tocar dicho instrumento a una edad temprana, y que acaban por desvariar como indicándonos ese desequilibrio de la niña. Este repiqueteo infantil de notas es una constante que acompaña a la niña en sus fechorías, pero que siempre acaba variando a una música más difícil, orquestal con amplio dominio de cuerdas, haciendo de ésta una música psicológica para no perder de vista el autentico problema. Es como si la música viese el filme desde el punto de vista de un adulto condescendiente, pero que no entendemos cómo se consintió darle un final como el que se le da a la película en este caso.

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Todo lo contrario ocurre con El buen hijo (1993) de Joseph Ruben, pues todo y tener un hilo argumental casi idéntico a Mala semilla, en este caso Elmer Bernstein, el compositor, prefiere darle una música más dulce, más cercana, más próxima a los niños y, por tanto una música que mira al filme desde el punto de vista de éstos. Es una música melódica, brillante, capaz de exculpar a los niños de cualquier fechoría.

Destaca en esta banda sonora, además del piano y las cuerdas, la utilización de las ondas Martenot excelentemente manejadas por la también compositora de música de cine Cynthia Miller. Las cuerdas consiguen dar a la música no sólo los momentos de suspense -meramente descriptivos- que requiere el filme, sino también esa calidez, ese acogimiento al que hacíamos referencia y que se convierten en una constante en esta música.

Y como no hay dos sin tres, no podemos olvidarnos de El otro (1972) de Robert Mulligan. Película con casi idéntico argumento a las dos anteriores y que en este caso cuenta con música del maestro Jerry Goldsmith, quien le da otro tratamiento más cercano al de Bernstein que no al de su maestro y mentor North.

La música de Goldsmith incorpora elementos sencillos, sonoridades infantiles, con arpa, cuerdas y flautas. Es una música inocente, dulce, cálida y que sólo incorpora elementos transgresores en momentos muy puntuales. No entra en analizar la psicología de los personajes, ni tampoco en visiones externas, ni en profundizar en lo terrorífico de la trama, sino simplemente se deja llevar por la inocencia, la sencillez y la superficialidad del niño (o niños, si tenemos en cuenta el espíritu del hermano del protagonista).

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Música anempática de un Goldsmith que tiene mucho que decir en el género, pues no en balde también es suya Poltergeist (1982) de Tobe Hooper. En este nuevo ejemplo, Goldsmith construye una banda sonora más inteligente y articulada en diferentes temas. La nana infantil sobre la que se fundamenta el personaje de la niña protagonista, supone todo un leit-motiv que va a representar en el inicio la llamada que conduce a la niña a su vil secuestro, a lo largo del nudo del filme un elemento esperanzador y a la postre, en el final de la película, será como el elemento liberador.

Coros de voces angelicales edulcoran esta melodía infantil y contrastan vilmente con el resto de la banda sonora, música desesperante, agónica, que plantea en pura contradicción a la inocencia de la niña, el calvario que les toca vivir a los padres de esta pequeña secuestrada por algo o alguien paranormal. Por tanto, una música inquietante, perturbadora e incluso histérica, complementan la calidez del canto angelical principal presente de tanto en tanto a modo de leit-motiv para recordar que "¡¡ya están aquí!!", o mejor, "que siguen aquí".

La película tuvo su segunda y tercera parte, pero de menor repercusión, y ésta que nos ocupa también estuvo salpicada de cierta polémica supersticiosa, como en el caso de La semilla del diablo, al fallecer con posterioridad algunos de los actores en extrañas circunstancias.

Del mismo compositor son La profecía (1976) de Richard Donner y sus continuaciones, como La maldición de Damien (1978) de Don Taylor y El final de Damien (1981) de Graham Baker.

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En La profecía, el compositor se deja llevar más por su vertiente más maligna y construye una auténtica obra maestra de cantos y coros satánicos, vilmente maligna, que le supuso un merecidísimo Óscar, pero que se escapa de esta versión dulce del mal que estamos tratando de recoger en este artículo. Sólo mencionar que en contraposición al tema referente del filme, ese magistral Ave Satani, y para ambientar el ambiente familiar en sus momentos más dulces, encontramos el delicado tema The new ambassador, toda una refinada joya musical en medio de tanta maldad. Y es que Goldsmith, como ya hemos advertido anteriormente, aunque lidió con todos los géneros, demostró desenvolverse muy bien con el mal.

También se desenvolvieron muy bien con el mal otros compositores clásicos, como Bernard Herrmann o Míklós Rózsa, pero pocas veces mostraron ese gusto por la contradicción y el contrapunto de la música anempática.

Mención aparte merece también Goblin, o mejor dich,o Claudio Simonetti, auténtico artífice del grupo, con la música que compuso para los filmes de Dario Argento y en especial para Suspiria (1977), en la que construye una música electrónica obsesiva.

Las notas sobre las que se fundamenta el tema principal recuerdan un carillón de una caja de música o incluso de un tiovivo con las que consigue dar un aire más dulce y fresco a una historia tan obsesiva. El resto de la música es del más puro estilo rock electrónico opresivo, con una turbadora voz de fondo que se convierte en toda una desesperación para el espectador. Efecto un tanto enfermizo, pero que consigue el fin que pretendía posiblemente el director al encargar a Goblin (Simonetti) esta música.

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Empezaba este artículo hablando del concepto de música anempática y no quisiera cerrarlo sin hablar de otro ejemplo ejemplar de película del mal con música anempática, aunque la inocencia y la música original no estén tan presentes. Estoy hablando de La naranja mecánica (1971) de Stanley Kubrick, por tanto no hay niños de por en medio, pero sí unos jóvenes a los que adoctrinar o mejor dicho, reeducar.

La música original es de Wendy Carlos, es música violenta y contrasta con la música no original utilizada por Kubrick en el filme, obra de Purcell, Beethoven o Rossini, que choca frontalmente con las imágenes que vemos y con la música de Wendy Carlos. Con ello se pretende generar el efecto contrario, es decir, cómo la música elegante provoca en estos individuos el efecto contrario al deseado.

Inolvidable es en este sentido, el uso que de la divertida, trepidante y contagiosa música de Rossini se hace en la escena del muelle, cómo ésta consigue generar en Alex el efecto contrario. O cómo el ataque en el apartamento se hace con Alex tarareando Singing in the rain, o en el caso de la mujer de los gatos, o las imágenes "maravillosas" que vienen a la mente de Alex al escuchar la para él pacificadora Novena sinfonía de Beethoven, y así un largo etcétera. 

Sirva pues este repaso, a buen seguro incompleto, de algunas de las obras cinematográficas que de forma inocente son a ciencia cierta de las más malignas, para ilustrar un poco más nuestro Rashomon del mal en el cine.

 

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