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21 Diciembre•5 Febrero Otras obras de Ramón Gaya Boceto para un homenaje a Carpaccio (Azul) Goauche/papel 25 x 36 cm. 1987 Los cuadros de las Estaciones Murcia. Temporada 07•08 I N V I E R N O gracias a

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2 1 D i c i e m b r e • 5 F e b r e r o

O t r a s o b r a s d e R a m ó n G a y aBoceto para un homenaje a Carpaccio (Azul)

Goauche/pape l 25 x 36 cm . 1987

Los cuadros del a s E s t a c i o n e s

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Del t iempo y de lamemoriaVittore Carpaccio (1465?-1526), pintor veneciano pa-ra cuyo homenaje Ramón Gaya trazó este boceto en1987, fue autor de una célebre tabla titulada «Due da-me veneziane» (hacia 1490), en la que aparecen, sen-tadas en una terraza, dos damas de perfil con la vistafija al frente, vestidas con primor y rodeadas por sig-nos de castidad (aves, vasos con flores y un pequeñoperro de compañía blanco). Dos misterios han rodea-do siempre el retrato de estas abstraídas señoras: quéexplicaba su actitud expectante y por qué aparece enel cuarto inferior izquierdo del cuadro la imagen cor-tada de un perro, cuya cabeza ni siquiera se repre-senta completa. El apunte de Ramón Gaya hereda di-rectamente estos dos enigmas. ¿Qué explica la actitudde los dos personajes abocetados en él? ¿Por qué apa-rece la imagen de unas piernas desnudas cortada en elcuarto inferior (ahora) derecho?

Carpaccio pintó su tabla en un díptico, junto a otradonde recrea una escena de caza (o mejor, de pesca)con arco en la laguna («Caccia in valle»). A la vista dela composición completa, resulta verosímil pensar quelas dos damas venecianas esperan el regreso de susmaridos. De hecho, la espera le da sentido a todos lossignos del cuadro, desde la mirada expectante hastalas castas aves blancas. El perro cortado (grande, decaza) puede interpretarse como el anuncio de los quevan a llegar, pero aún no han llegado. El momento im-portante será, sin duda, el encuentro entre los caza-dores y sus esposas, pero Carpaccio ha preferido fi-jarse en el instante anterior. Cuando se presiente elencuentro, pero éste no ha ocurrido aún. Una jarchamozárabe lo expresa con esta densidad: «¿Qué haré,madre? / Mi amigo está en la puerta». El poema «Ver-de hacia un río» de Jorge Guillén («Ven. Disponte / Yaa lo mejor. Cerca pasa») cierra un hermoso círculo entorno a la percepción lírica del presentimiento. El bo-ceto de Ramón Gaya hereda directamente esta refle-xión: no se trata del encuentro artístico entre el pintor(representado velazqueñamente en el espejo) y los mo-delos que, cuando posen, van a encarnar la imagendefinitiva (inmortal) del cuadro, sino del olvidadizoinstante anterior: Mientras el pintor mezcla sus pig-mentos, los modelos conversan desentendidos. Laspiernas cruzadas que la imagen secciona le proporcio-nan al boceto (ahora) la sensación de espera.El homenaje que Ramón Gaya le rinde a Carpacciotiene que ver con la sagacidad de la mirada del pintorveneciano, capaz de rescatar el lirismo y la intensidadque tiene el instante previo al momento tópico del en-cuentro amoroso, pero no únicamente. El título del bo-ceto se cierra con una cualidad del homenaje: Azul.Aquí, el azul aparece en telas y capas, en los cuerposdesnudos, en sus cabellos y en el espejo. El azul entraen el boceto por la derecha y se refleja en todos los ele-mentos que encaran ese costado. ¿De dónde llega elazul? Sólo puede entrar en el cuadro por la ventanaque Gaya ha abierto en la pared derecha del cuarto otaller del pintor. ¿Y de dónde puede proceder ese azulque la ventana cuela? No hay duda al presentirlo: delreflejo de la luz en las aguas de la laguna donde Ve-necia se asienta. El azul desvaído que Carpaccio pin-ta en sus cuadros es el que Ramón Gaya recoge en suboceto como un destello sobre la escena. Con él rindeun homenaje oblicuo (nunca literal) al azul venecianode Carpaccio.Se ha subrayado con frecuencia que el carácter inten-samente lírico de la pintura de Ramón Gaya lo empa-rienta con la poesía. Los espléndidos poemas que élmismo escribió corroboran esta cercanía entre génerosartísticos (de hecho, uno de sus sonetos, «El Tévere asu paso por Roma», se encuentra entre los poemas quesiempre me acompañan). Este «Boceto para un Ho-menaje a Carpaccio (Azul)» le da una dimensión máshonda a este parentesco. Como la poesía, la pinturade Gaya dialoga con el Tiempo y la Memoria. Diálogodel que nacen los dos temas de este enigmático goua-che: la sublimación (como vida verdadera) del instan-te carente de prestigio y la concepción del trabajo ar-tístico como pertenencia a una tradición renovada encada gesto, en cada trazo. José Ángel Cilleruelo

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6 F e b r e r o • 2 0 M a r z o

O t r a s o b r a s d e R a m ó n G a y aChâteau de Cardesse

Gouache/pape l 32 x 24 cm . 1939

Los cuadros del a s E s t a c i o n e s

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Château deCardesse, 1939.Nacimiento de la luzHacia 1939, el pintor de 29 años ha perdido a los se-res más queridos, ha sido condenado al destierro, haroto con todas las escuelas pictóricas más en boga, notiene fortuna, patria ni hogar.¿Qué hacer..?

Crear un mundo nuevo, muy alejado de la desespera-ción nihilista donde se precipitan escuelas y artistasde su tiempo: pintar la luz auroral con la que vestir to-das las cosas, naciéndose con dolor en la tierra de na-die del destierro.Esa es la luz que entra por las ventanas del Châteaude Cardesse (más una morada de paso que un “casti-llo”: château, domaine… quinta, casa solariega, po-sesión, hacienda, finca que abre sus puertas a un ami-go sin tierra ni nada de su propiedad). Y viene de lahuerta de La Fuensanta, del santuario de la Virgen dela Luz, de los pañuelos de las infantas velazqueñas ydel Cántico espiritual. Es la misma luz sacra de losmaestros acuarelistas chinos. El muro, el sofá, loscuadros, nos recuerdan el paso fugitivo de las cosas ylos seres humanos, cuya ausencia da un melancólicoesplendor al blanco purísimo de la luz.Los dorados idos de los marcos, el raso y la maderanoble del sofá, el suelo y el muro, están tocados por lasolitaria urbanidad en cuarentena de una patina grisperla, gris ceniza: una paleta de grises que murmurauna plegaria. Sus contornos iluminan el fulgorinmaculado de la luz, cuya manifestación posee el en-canto de lo sagrado, lo divino. Es invisible; pero todolo ilumina y lo toca con su esplendor, vistiendo con susdones todas las cosas de la creación.El nacimiento de la luz es un acto de fe: fe en la pin-tura. Y exige la disciplina más alta: despojar a la pin-tura de todo lo accesorio (los maquillajes de la moda,las máscaras del pasado, las pasiones del artista, lastentaciones visibles e invisibles), hasta encontrar eldiamantino fulgor de un manantial de agua o pinturavirginal.Esa revelación es el fruto de mucho trabajo y doloridasoledad. Ha sido necesario huir de las tentaciones másprometedoras, cuando y donde la pintura comenzabaa subastarse por metros. Es imprescindible defender acada instante gracias y dones tan frágiles, amenaza-dos por las desalmadas furias del tiempo y la historia.Consumado con solitario dolor, en un albergue de pa-so, tal nacimiento, esa epifanía echa los cimientos dela tarea de toda una vida: salvar, volver a pintar, bue-na parte del Museo íntimo, la casa del ser del artista,la razón última de su paso por la vida. El gris perla deCardesse anuncia la paleta de grises de un Niño de Va-llecas por nacer, años más tarde. Pero esa es ya otrahistoria, que comienza en el destierro mexicano. EnChâteau de Cardesse, 1939, Gaya celebra el misteriodel nacimiento de la luz.Juan Pedro Quiñonero

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2 1 M a r z o • 6 M a y o

O t r a s o b r a s d e R a m ó n G a y aEscena japonesa

Óleo/ l i e n zo 45 x 37 cm . 1956

Los cuadros del a s E s t a c i o n e s

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El espacio del bast idorA Ana Álamo

En esta pintura, no suficientemente expuesta en sumuseo, Ramón Gaya parece que nos diga: “Cuandonos tropezamos con la belleza, no sabemos qué hacercon ella, y nos damos a esa salida, esa respiración dela metáfora”. Esto que el gran pintor apuntaba en laprimavera romana de 1959, y en sus Retales de undiario (1956-1963), es perfectamente aplicable a esta“Escena japonesa”, que el autor de El sentimiento dela pintura realizó en la plenitud de sus facultades ar-tísticas, precisamente por esas fechas, hace mediosiglo.

Me ha parecido siempre que esta pequeña tela era eltrasunto de unos momentos íntimos y de exquisito pro-tocolo cotidiano en los cuales toma protagonismo unúnico personaje, y puede que otro más, apenas poten-ciado por el pincel, velado por el tamiz de la persiana:alguien parecido a un guerrero, dispuesto a penetraren la estancia, a ser atendido por la mujer cuya figurase manifiesta de espaldas, ataviada con una veste blan-ca que anula casi la total luz crepuscular del cuadro.Estamos ante una secuencia enmarcada en un basti-dor impreciso, un recuadro que contiene una, dos yhasta tres dimensiones. La celosía, apenas desplegadaentre el interior doméstico y el paisaje arbolado, se-para por un instante la figura de la mujer y la siluetadel hombre que humanizan la pintura. Erguida, la si-lueta masculina, y, plegada sobre su tarea, la figurafemenina, por los estilos que entrevemos en el atuendodel hombre y observamos en el atavío de la mujer (in-dumento amplio, desplegado, el pelo recogido en unatrenza suelta, a la manera de las damas palatinas),tenemos poca duda de que la Dama-del-pueblo-de-las-flores-que-caen, el último amor del príncipe Genghi(en realidad, un amor, olvidado, de su juventud), dis-pone una bandeja, con el té y una potente bebida, co-mo agasajo al señor que la frecuenta. La escena, consus castaños dorados, marrones malvas, pardos gri-ses, celestes rosados, trazados negros y fulguranteblanco, es anterior, con toda seguridad, a los momen-tos narrados en la “nouvelle orientale” de MargueriteYourcenar.Muchos años antes del último invernal e incógnito en-cuentro de Genghi el Resplandeciente, “le plus grandséducteur qui ait jamais étonné l´Asie”, y de la humildey entregada Dama-del-pueblo-de-las-flores-que-caen,aquella que “avait aimé le prince sans jamais se lais-ser de soufrir”, se encuentran ambos en un pabellóníntimo donde la felicidad está contenida en la suaveluz de la primavera que filtran, a través de las pare-des exteriores que dan a la galería, los shoji de papelblanco o de seda. Aquí están los evocados personajes,lucientes en su espontánea juventud. El aire, todavíafresco, agita la alta paulonia que ya se desprende desu flor, como hace la mano de la bordadora cansadacon su dedal al caer la noche. En la habitación conti-gua, Murasaki Shikibu teje con filigrana de tinta lasespaciosas páginas del Genghi Monogatari.“De ese encontronazo con la belleza” (la belleza sosla-yada de esta tela), dice su autor, “brota quizá la me-táfora”. Siempre, incluso para quienes creemos cono-cer de cerca y desde mucho a Ramón Gaya, resulta undescubrimiento, una sorpresa gozosa, la atención so-bre cualquiera de sus obras. Esta “Escena japonesa”,por ejemplo, pese a su voluntad de ser una obra me-nor, posee la evidencia de una resolución velazqueñaabsoluta.Soren Peñalver

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7 M a y o • 2 0 J u n i o

O t r a s o b r a s d e R a m ó n G a y aCasa de Murcia (Mujer junto a la alberca)

Gouache/pape l 52 x 65 cm . 1961

Los cuadros del a s E s t a c i o n e s

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Una mujer se ha parado junto a una alberca. Acabade dejar un cubo en el suelo y tiene los brazos caídos,la cabeza inclinada; tal vez piensa en algo, aunque nosabemos en qué. Está recogida en sí misma, a solas,abstraída de nosotros. La mujer está de perfil y no levemos la cara, pero uno tiene, ante ella, la sensaciónde estar de sobra, de ser un curioso, un mirón, que laha sorprendido descuidada

Esa intimidad se acentúa debido a la puerta abiertaque hay delante de ella. Vemos el interior de un cuar-to, con una mesa puesta con un mantel blanco. Por laotra puerta se adivina, a lo lejos, el verdor del campo.De dónde viene esa mujer y por qué se ha recogido ensus pensamientos, ahora que en la casa no hay nadie.Y qué hacemos nosotros, asomados sin comprender aesa soledad de fondo, a su soledad, donde no pintamosnada. La pintó Ramón Gaya por nosotros. Él nosofrece esa escena que no es una adivinanza para pre-guntarnos y responder, sino un misterio ofrecido antenosotros. El misterio de casa quien, pues esta mujerno está sola, lo mimo que nosotros, lo mismo que cual-quiera. Se nace solo, se vive a solas y así se muere. Elencanto nace de ese secreto, de esos recovecos de unavida que apenas entrevemos y de la que jamás tendre-mos una explicación plausible, por más que se empe-ñen los modernos confesores de la psiquiatría.Púdicamente, con el pudor de los primeros amores,Gaya nos señala el encanto de esta mujer a solas. Suvalor precioso está en su secreto, del que nunca –talvez ni la propia mujer– lo sabremos todo. Siempre haymás, mucho más de lo que aparece. Como en el ma-nantial de un río, como en la rama húmeda con milgotas de rocío.Pasemos de largo, no nos metamos, como un mirón,donde nadie nos llama. Cuando salgamos del Museo–tal vez hoy o mañana– otra mujer pasará en la callea nuestro lado. Y encontraremos el mismo indiscerni-ble encanto. Será cosa de un momento y luego cruza-rá una esquina. No sabremos nunca nada más. Peroestas luces y estas sombras del cuadro serán las suyasy también las nuestras para siempre.Estas palabras podrían acabarse aquí, con una breverecapitulación. Pero todavía no es posible: estas dospuertas abiertas en el lienzo son una verdadera intri-ga. Es la misma intriga de Las Meninas: esa puertaque un hombre abre al fondo, a una vislumbre de luz,más allá del lienzo, a lo invisible. Y no es sólo la cu-riosidad del mirón: es que el cuadro –el arte– estáabriéndose a algo más allá, a la vida y su pálpito. Elcuadro no acaba ni empieza en el marco: el marco esel vaso comunicante entre el arte y la vida; no es fron-tera, sino tierra de paso, de todos y de nadie.Decir que esta puerta de Gaya es un homenaje a Ve-lázquez resulta insuficiente, por palmario y erudito.En su libro Velázquez, pájaro solitario. Gaya nos haenseñado el secreto del genio. El pintor sevillano nofabrica una entidad artística distinta del mundo queestá fuera del marco. La pintura acoge la realidad,con la más completa naturalidad. Velázquez, nos diceGaya, le ha quitado el veneno artístico a la pintura.Anula la artificiosidad del arte hasta abrirlo a la na-turalidad de la vida. El arte velazqueño, y el de Gaya,es esa puerta abierta que une línea y verdad, color yvida. Gaya sabe que la realidad no la podemos des-componer en abstracta geometría o en simple pincela-da de color. Gaya se niega a esa impostura moderna,vanguardista. No manipula nada, no fabrica artefac-tos. Deja que esta mujer recogida en sí misma aparez-ca ante nosotros. nos deja entrever su intimidad, susecreto, su encanto. Nada más ni nada menos. ¿Pocoo mucho? Da igual. Es la realidad de una mujer y estambién la rea-lidad que acoge este lienzo.José Julio Cabanillas

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2 1 J u n i o • 2 9 J u l i o

O t r a s o b r a s d e R a m ó n G a y aLa bata amarilla

Gouache/pape l 33 x 41 cm . 1971

Los cuadros del a s E s t a c i o n e s

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como Giorgione, Palma Vecchio, Veronese, Tiziano,Tintoretto y, más tarde, siguieron siendo modelos ymusas de Boucher, Coubert, Manet, Degas, Renoir,Toulouse-Lautrec, etc.). Sabemos que están ahí, peronadie los ve si no es para utilizarlos y servirse de ellos. La dignidad y respeto con que Gaya se acerca al mun-do de la prostitución son patentes en la elegancia na-tural que desprende la figura femenina; apoyada enla mesa, no mira al artista ni al mundo, sino que con-templa ensimismada el cuadro que tiene a su derecha,que no es otro (y ahí está el callado y oculto homena-je de Gaya) que Las Cortesanas de Carpaccio, insi-nuado con cuatro certeras pinceladas. Su arroba-miento invita a quien la mira a recrearse con ella en laescena de espera de clientes de las dos cortesanas deCarpaccio. Es un juego de miradas parecido al del es-pejo de Las Meninas (no es casual que en algunas va-riantes de este cuadro, Gaya se pinte a sí mismo eje-cutando la escena en el mismo lugar del cuadro de quehablamos en La bata amarilla). Allí los que miran sonlos reyes y el espectador a través de su mirada; aquí esla protagonista quien nos invita a mirar con ella lapintura de la pared, convirtiendo la escena en un do-ble canto: un canto a la vida y otro a la pintura, mis-teriosa verdad directa de aquélla; la vida en su reali-dad más menesterosa y el arte que nos ayuda a oír lamusicalidad de aquélla.Atendiendo a la simbología y posible significado de loscolores hemos de preguntarnos el motivo por el queGaya viste a la joven con esa elegante bata de rasoamarillo y si es casualidad que se apoye en una mesacon un mantel de color rojo oscuro, tocándolo, pal-pándolo incluso con la mano izquierda. No se ve el de-talle del cuadro de Carpaccio, pero para quienes loconocen pueden recordar que hay dos damas sentadasen un banco de piedra, una más joven y otra de másedad; están rodeadas de animales (perros, palomas–éstos en parejas–, un loro, un pavo real, etc.) y defrutas. La dama joven, que tiene un pañuelo en la ma-no derecha, viste de amarillo, mientras que la mayor,que tiene una fusta en su mano derecha con la que jue-ga con un Cancerbero y con la izquierda acaricia a unperrito de cascabel, viste de rojo oscuro. La joven deGaya viste como la joven de Carpaccio (nos referimosal mismo color) y se apoya, tocándola con la mano,sobre la tela roja que cubre la mesa, de idéntico coloral vestido de la dama de más edad carpacciana. Lajuventud y la vejez se dan la mano a través de este jue-go de colores y a través del guiño de Gaya. El color delotoño (amarillo) se enlaza con el del invierno (rojo),sugiriendo ambos lugares cerrados; la habitación dela joven de Gaya y el espacio aterrazado, como aisla-do del mundo y un mundo en sí mismo, de las damasde Carpaccio. Las tres se despiden (el pañuelo de lajoven cortesana y la nostálgica mirada de la de Gaya)de algo y esperan algo, esperan a alguien (la posturasedente de espera, de las tres).¿Qué mira la joven de La bata amarilla con tanto de-talle y embeleso? ¿Qué espera? En ese cuadro enigmá-tico e inquietante contempla un relato del mundo, unahistoria de tiempo y de vida con sus ritmos y sus esta-ciones; contempla su vida, lo que ha sido y lo que pue-de ser su vida; en su gesto de asombro se refleja la bús-queda de un sueño y la esperanza de encontrarlo. José Luna Borge

La bata amari l laCuando aquel 2 de julio de 1952 entra en el Museo Co-rrer de Venecia para ver Las Cortesanas de Carpac-cio, no podía imaginar Ramón Gaya que la asombro-sa solemnidad de las figuras de aquel enigmáticocuadro le habría de perseguir el resto de su vida. Ga-ya tenía entonces 42 años. 37 años más tarde (1989),todavía anda pintando variaciones sobre ese cuadroque tanto le inquietara; de esa fecha es su “Desnudopara las cortesanas” y de 1987 son los dos gouaches ti-tulados “Boceto para un homenaje a Carpaccio”.Así nos cuenta el descubrimieto:“Veo, por fin, en el Museo Correr, Las Cortesanas.¡Qué cuadro tan misterioso! Lo que me atrae, sobretodo, en él es su primitivismo y su modernidad fundi-dos en un tiempo único, en un tiempo… completo. Suprimitivismo reside, sin duda, en el lenguaje, un len-guaje con el que se pueden narrar cosas, contar cosas,pero no… entregarlas. Entregarlas, darlas sin narra-ción, sin explicación, sería, pues, lo… moderno, lo…veneciano. Por eso, Las Cortesanas parece un cuadro,por una parte… alemán, con algo muy alemán, “te-desco”, seco, es decir, antiguo, primitivo, y, por otra,alejado, olvidado de todo primitivismo, o sea, moder-nísimo, vivo, es decir, presente, italiano, veneciano.Las Cortesanas es un cuadro final, un cuadro que ter-mina una… sordera, un estado de sordera de la pin-tura, y empieza, entonces, a oír, a oír de nuevo –lapintura había oído ya con anterioridad–, a oír la vi-da, la musicalidad de la vida”.(Diario de un pintor (1952-1953), en Obra Completa,tomo III, Valencia, Pre-Textos, 1994, pp. 35-36.)La bata amarilla (1971) viene de esa visita al museoveneciano y de ese cuadro contemplado aquel día.Años más tarde, en El Prado, le pasará algo parecidocon los llamados “seres de desgracia” (enanos y bufo-nes de la Corte) dados vida por Velázquez; aquellos se-res invisibles que el pintor sevillano supo plasmar contanta humildad y obediencia (la creación según Gaya“no sólo es una humildad, sino también una obedien-cia”), con esa misteriosa verdad directa de la pinturaque no es otra cosa que reflejo de la vida.La vida menesterosa, la de los márgenes en este caso,es la que aborda Gaya en La bata amarilla. Son, porlo general, seres olvidados, casi transparentes para elcomún, más para el arte (el arte, en buena medida,los ha utilizado como modelos de cierto prestigio enambientes y tendencias, desde los grandes maestros

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3 0 J u l i o • 2 0 S e p t i e m b r e

O t r a s o b r a s d e R a m ó n G a y aMujer en la alberca

Gouache/pape l 52x65 cm .1961

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“Mujer en laalberca”No siempre el título ayuda a situarnos ante una pin-tura, pero en el caso de este gouache sobre papel de1961 no hay duda de que nos predispone a lo que a finde cuentas nos va a dar esta obra, aunque por el mo-mento prefiero detenerme en este umbral de claras re-sonancias sensuales: desprovisto de toda retórica,preciso y hasta contundente en su formulación, dichotítulo remite o nos transporta a una escena saturadade presagios y expectativas, por lo cual es relativa-mente fácil no llegar a satisfacerlas del todo. Pecarpor defecto o bien por exceso, que para el caso es lomismo. No dar con la justa adecuación entre estímuloy reacción y, en consecuencia, desbaratar todo lo ga-nado a priori respecto al espectador. Título arriesga-do, pues, aunque tratándose de Ramón Gaya unopuede estar tranquilo: no es el tipo de artista que pro-mete más de lo que da, sino todo lo contrario: sueledar más de lo que promete, como quizá acabe pasan-do con la obra que nos ocupa a pesar de lo mucho queya de por sí sugiere la antesala del mismo.De hecho, se trata de una obra que recrea uno de losleit-motiv principales del pintor a raíz de su regresodel exilio y posteriores estancias en Italia y, sobre to-do, en la ciudad que para él fuera la patria de su ar-te: el del “Nacimiento de la pintura” (1958), título deuna de sus obras a mi parecer más emblemáticas deentre cuantas realizó por aquellos años marcados porel descubrimiento de Venecia y la venecialidad de lamayoría de sus pintores predilectos (Van Eyck, Ma-saccio, Rembrandt, Velázquez o Constable). Pero sibien en aquella obra la escena parece remitirnos a unbaño iniciático en las aguas de la pintura –siendo éstael milagro de un delicado cuerpo entrevisto que surgede entre sus aguas turbias y más bien sucias–, en “Mu-jer en la alberca” la escena parece haberse trocado ensensualidad recatada, melancólica y por ello mismotremendamente contagiosa. Baudelairiana, al fin y alcabo. Entre una y otra obras se ha producido un sutil, perosignificativo desplazamiento del ámbito de lo sagradoal de lo profano, ambos anverso y reverso de una mis-ma moneda. La pintura, pues, como iluminación yepifanía ante todo, pero también como celebración dela vida en lo que tiene de más sensual y epidérmico.Ello se trasluce, cómo no, hasta en la pincelada, mu-cho más suelta, alegre y desinhibida en el caso que nosocupa, frente al tono más grave, mortecino e irisadoque suelen vehicular aquella otras obras más dadas enrevelar que en mostrar o celebrar.Àlex Susanna

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2 1 S e p t i e m b r e • 5 N o v i e m b r e

O t r a s o b r a s d e R a m ó n G a y aHomenaje a las bañistas de Cezánne

Gouache/pape l 45 x 61 cm . 1989

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Penetración de lovis ibleAcude entero el ser, y, más severa,también acude el alma, si el trazado,ni justo ni preciso, ha tropezado,de pronto, con la carne verdadera.Ramón Gaya

En el epistolario de Cézanne encontramos el posiblecatecismo estético del pintor cuando en 1904 le escri-bía a Émile Bernard: “Hay que penetrar en todo lo vi-sible e insistir en expresarlo”. Ya no se trata de rete-ner un instante del flujo del tiempo, sino una especiede epistemología de las sensaciones: Cézanne contem-plaba el campo y experimentaba una emoción literal-mente inefable a la que se esforzaba en dar forma me-diante el pincel. Poco antes de morir, en 1906, a los 67años, confesaba estudiar a diario la naturaleza y re-conocía que progresaba lentamente en su conocimien-to. “Estudiando”, es decir, pintando al aire libre en

Aix, le sorprendió una tormenta que provocaría la en-fermedad de la que falleció una semana más tarde.Como Mallarmé, con quien tiene más de un punto decontacto, Cézanne consideraba su obra inacabada,condenada tal vez al fracaso por la imposibilidad decifrar en un lienzo su experiencia del mundo sensible.¿Y qué lugar ocupa el cuerpo humano en una pinturatan alejada del sentimentalismo como ansiosa de ha-llar una solidez –por emplear una palabra favoritadel artista– en la representación de lo real? La críticaconsidera el tema de las baigneuses –aunque en suscuadros hay también algunos bañistas masculinos–como un género en sí mismo dentro de la produccióndel pintor. La primera bañista de Cézanne –Bañistajunto a una roca– data aproximadamente de 1864, enplena etapa de aprendizaje, y los desnudos cerca delagua continuarán obsesionándole a lo largo de su ca-rrera profesional. Todos recordamos las tres Grandesbaigneuses realizadas entre 1900 y 1905 y las diversasvariantes de la misma época; Venturi creía que estosúltimos óleos, para los que el pintor prescindió de mo-delos, eliminaban el conflicto entre naturaleza y cuer-po humano y conseguían fundir la carne femenina conel esplendor del paisaje.Ramón Gaya era casi un octogenario cuando pintasus dos homenajes a Cézanne de 1989. En uno de ellosutiliza el recurso lírico de tantos otros tributos a pin-tores amados: la reproducción de un paisaje de casasen Bellevue se apoya contra la pared en una repisadonde también se observan algunos libros, un vaso conagua y tres humildes florecillas, un vaso más pequeñovacío, una jarra de colores irisados... una armoníasutil, frente a una obra mil veces contemplada, simi-lar a la de sus homenajes a Rembrandt, Van Gogh,Turner y tantos otros. Pero el homenaje a las bañistasno es el habitual: no hay un segundo plano que dis-tancie al espectador, no se trata de mostrar serena ad-miración mediante la belleza de objetos interpuestos.No, Gaya pinta cuatro mujeres desnudas, dos de ellasentre las aguas de un río poco profundo, que nos re-cuerdan a Cézanne pero no reproducen una pinturaconcreta de Cézanne. Uno tiene la impresión de queGaya obedeció el mandato del maestro francés, “hayque penetrar en todo lo visible”, para penetrar en elmisterio visible de sus bañistas y apropiarse de ellas,de sus gestos que ya son distintos, de su contacto dife-rente con los matorrales y la ribera. Es, más bien, undiálogo entre dos pintores que comparten una intui-ción. Estas mujeres son todo lo contrario de un grupode burguesas en un club nudista o unas veraneantesnada pudorosas que se alivian del calor. ¿Quizás unasninfas? Quizás unas ninfas en una Arcadia pueblerinaen la que buscaremos inútilmente detrás del árbol o enla orilla lejana la sombra de la guadañera con su te-mible inscripción: Et in Arcadia ego! Porque lo mássorprendente de Cézanne, lo más conmovedor de Ga-ya, es que han rescatado para siempre una Arcadiadonde la muerte no amenaza. Por eso parece tan ha-bitable y al mismo tiempo tan lleno de nostalgias im-posibles este homenaje del murciano al provenzal: lamuerte miró a sus bañistas y pasó de largo. Contem-plémoslas nosotros, que sí recibiremos su visita, conasombro una vez más, con melancolía.José María Conget

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6 N o v i e m b r e • 2 0 D i c i e m b r e

O t r a s o b r a s d e R a m ó n G a y aDesnudo murciano. La descarada

Gouache/pape l 70 x 100 cm . 1971

Los cuadros del a s E s t a c i o n e s

M u r c i a . T e m p o r a d a 0 7 • 0 8 O T O Ñ O

gracias a

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La descaradaQuién observa el desnudofrontal de esa mujer tras la ventana abierta.

Alguien habrá que mireel cuerpo rebosante que se ofrece.

Ella es ciega y deseaojos de ver hasta el abrazo.

Se busca en el espejocon la misma inocenciael mismo extrañamientodel pájaro en su jaula.

Pero la verdadera luz tan sólo habita en la tersa piel que se nos daal volver la cabeza con el descaro comedido de unos ojos sin nadie.

(Ramón Gaya)

Lisboa, 4 de enero de 2007Ángel Campos Pámpano