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1 Málaga desde el corazón © Felipe Gámez Martínez 2005

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Málaga desde el corazón

© Felipe Gámez Martínez

2005

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Dos cosas contribuyen a avanzar: ir más deprisa que los otros o ir por el buen camino.

René Descartes

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INDICE 1 Introducción (En el cruce de la sonrisa).………. 5 2 El buscador de oro……………………………… 6 3 Eclosión………………………………………… 7 4 La isla de los locos……………………………… 8 5 El club de la belleza…………………………….. 9 6 El pozo………………………………………….. 10 7 El mundo es duro la mierda existe……………… 11 8 La poesía que nos queda………………………… 12 9 Siempre enamorados……………………………. 13 10 La buena conciencia…………………………….. 14 11 Mephisto estuvo allí…………………………….. 15 12 Mecánica de matrices infinitas…………………... 16 13 Últimas tardes con Vicente……………………… 17 14 Málaga cristalina………………………………… 18 15 Algo para contar…………………………………. 19 16 Lisboa insuperable………………………………. 20 17 Una sonrisa por un centro de mesa………………. 21 18 La mejor compañía……………………………….. 22 19 ¡Nenazas!............................................................... 23 20 Una raya en el agua……………………………….. 24 21 El Shock de la belleza…………………………….. 25 22 Happy Birthday…………………………………… 26 23 Como una fruta de la melancolía………………….. 28 24 Poesía heroica…………………………………….. 29 25 Final de invierno en Múnich………………………. 30 26 Cada vez más tarde………………………………… 31 27 Cuando la tarde planea hacia la eternidad…………. 32 28 Aquel plus de belleza………………………………. 33 29 Un casting en el corazón…………………………… 34 30 Esa oscuridad luminosa……………………………. 35 31 Abierto hasta el atardecer………………………….. 36 32 Años luz……………………………………………. 37 33 La carta, la piedra y el estanque……………………. 38 34 Hoy ya pensé demasiado…………………………… 39 35 Zombies…………………………………………..… 40 36 A juego con la tapicería…………………………….. 41 37 Respuestas………………………………………...… 42 38 Sobre la atracción de los cuerpos………………….... 43 39 Los gordos también aman…………………………… 44. 40 Comer con Iris Murdoch…………………………..… 45 41 Una mente maravillosa………………………………. 46 42 Pringarse……………………………………………. 47 43 Doble o nada…………………………………………. 48 44 Cría cuervos………………………………………….. 49 45 Canción de la mujer madura……………………….… 50 46 Fantasmas……………………………………………. 51 47 Brokeback Mountain………………………………… 52 48 Me voy a Charleston ………………………………… 53 49 De la materia de lo imposible……………………… 54 50 Infinitudes infinitas.………………………………….. 55 51 Teoría de lo inconmensurable……………………… 56 52 Invertir en belleza……………………………………. 57 53 El peso del mundo…………………………………… 58 54 Por eso te amo…………………………………….… 59

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En el cruce de la sonrisa

Málaga vista desde el corazón no es la misma. Es una Málaga llena de ecos, de recuerdos, alegrías y adversidades. Sobre todo no es una Málaga de ella sino mía. Lo que vi, lo que sentí, lo que probé, lo que me hizo daño o me llenó de esa densa vitalidad que Málaga da a quienes superan la urticaria del rechazo y consiguen quedarse.

Me recuerdo pasando por todas las fases: primero la del viajero que llega y sin creer lo

que tiene ante sí tiende a idealizarlo todo; después la del que se queda y hecha raíces mientras se aclimata. Sólo entonces Málaga te pone a prueba y se inventa dificultades inexistentes; se torna complicada, torpe y empalagosa; estúpida, superficial, accesible pero en plan falsete. Uno se levanta en busca de la Málaga que dejó la tarde anterior y aquella morenaza guapa que parecía tan guay, tan divertida y atenta se ha esfumado y te das de bruces con una tiparraca estúpida que sólo vende cuentos, pequeñas o soberanas mentiras. Esa Málaga decepciona hasta el punto de querer olvidarla cuanto antes.

En realidad todo son espejismos para proyectar desde la cabeza (Desayunos con ortigas)

o desde el corazón; quizá una Málaga para pensar y otra para sentir. La del sentimiento es la última en llegar y es una Málaga que aceptas alegre porque has conseguido que te respete y su sonrisa es la tuya cruzándose en mitad de la calle. Cuando llegas a ese punto ya has superado su geta maleducada, su campechanía de morralla podrida y has llegado al fondo de su misterio insondable. Sólo al fondo Málaga late delicada y es sencillo verla venir y verla irse; saber que si es coqueta y despiadada también es amigable y suntuosa, de apariencia fina pero de caldo gordo e interesado. Si llegas hasta ahí no estás atrapado en un amor sin salida sino al cabo de un largo proceso donde se te permite amar con todo lo que tengas.

Esa es la Málaga que me anima a regresar a la radio; la que veo, siento y sufro mientras

aprendo, vivo y echo raíces que me ahondan por dentro. Me he cruzado con su sonrisa tantas veces, me ha inspirado tanto que voy a contarla en esta serie de relatos breves, pensados para Onda 8, y que por un proceso inexplicable parecen mirar hacia lo universal. Con toda probabilidad el mérito no será del todo mío. En este caso mío es el corazón, porque si afino, si hago cuentas y soy sincero, Málaga ha puesto todo lo demás.

Felipe Gámez M.

Málaga 22 de marzo de 2007

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El buscador de oro FELIPE GÁMEZ M. Málaga., Onda 8 (88.8 de FM) 27 de septiembre de 2004 Tengo un amigo ciego. Ciego desde siempre, desde antes de nacer. Como todos los ciegos en Málaga vive de vender los cupones de la ONCE y se podría decir que como goza de un puesto antiguo y bien situado, su vida, desde un punto de vista económico, está resuelta. Tiene un piso propio en la calle Cuarteles adaptado a su minusvalía y vive solo con un gato que se llama Tristán, un piano Yamaha y una imponente biblioteca donde, como es natural, solo hay libros en braille. Coincidimos en muchas cosas, una de ellas la edad, otra la poesía y una tercera sería el romanticismo. Le gustan las mujeres casi tanto como a mí. Cuando llueve en Málaga voy a verle. Sábado, domingo, lunes o martes... si llueve, esa tarde me la paso con él y como lo sabe me espera con un dulcísimo oporto sobre la mesita del tresillo y un nocturno de Chopin dormido en el piano. El ritual siempre es el mismo: me recibe vestido como si fuera a salir, nos saludamos y él dice: «¡Ah, Felipe! La última vez que llovió fue... hace tres meses». A veces hace mucho más pero él siempre dice, “tres meses”. Sin señalar se queja porque lo visito poco y porque en esta ciudad las lluvias son escasas. Conoce perfectamente el espacio donde se mueve así que si estamos en el piso nadie diría que es un invidente. Hay temas de los que no hablamos: política, él es de derechas y religión, porque sabe que soy ateo. Sobre el resto, como es persona con una mente rica, los temas para la conversación son interminables, aunque tiene algunos favoritos: las mujeres, la Filosofía y la música. Ignoro si se da cuenta pero en primavera sus historias de amoríos son intensas y siempre conmovedoras. «Ya tengo una cierta edad, ─me dijo una tarde─ así que los epítetos con los que amigos y enemigos han querido nombrarme son muchos y variados. Pero verás, si hay uno que me gusta de un modo particular es el de “buscador de oro”. Me lo puso una malagueña de la que guardo un buen recuerdo y con la que mantuve una relación tan honda como efímera. Nos amamos buscando lo mejor de nosotros mismos así que no fue raro que, en poco tiempo, agotáramos el filón. Nos conocimos en Granada, yo había ido con un viaje programado por la Organización y tras un paseo por el Albaicín, al caer la tarde me perdí. En el grupo lo saben, me pierdo a propósito porque es cuando uno se pierde… cuando encuentra a las personas más interesantes. Anochecía, yo bajaba la calle tanteando con mi bastón y ella subía. Olí su perfume u olí ese denso fragor de mujer madura y apetecible. No lo pensé dos veces y recité en voz alta: “dale limosna, mujer, que no hay en la vida nada como la pena de ser ciego en Granada”. ¿Alguien puede ayudarme?» Contando esas historias ni respiro, me quedo muy quieto, a su lado, sorbo el oporto muy despacio y le escucho en silencio. «Se llama Rocío, ─añadió─; pero no por la Virgen sino por el rocío de la mañana. �Lista y muy culta!, porque dijo acercándose, “esa es una frase de Francisco Alarcón”. Entonces trabajaba como camarera en un conocido local de la “movida granaína” y estaba “fritita” por regresar a Málaga. Me acompañó al hotel y yo la invité a cenar... luego me la traje y vivimos juntos algunos meses... ¿o fueron años? No lo sé, cuando eres ciego el tiempo tampoco se ve. Quería decirte que al marcharse dijo aquello que tanto me gustó: “eres un buscador de oro... encontrarás una pepita mayor en cualquier otra”. Tenía razón, la encontré, soy así. Busco en las personas esa pepita interior, ese oro puro que casi todos llevamos dentro y que en unos es grande como un pedrusco y en otros muy pequeño, casi insignificante. Nos encontramos y a veces esa pepita se gasta con nada, y en su lugar queda algo así como un garbanzo duro. Otras mujeres son más densas y hay que buscar más, ahondar en ellas, quererlas... a veces el que se gasta soy yo». No era tarde pero se levantó y se fue al piano. Le escuché un rato y luego me fui mientras Chopin corría por sus manos y Tristán, distraído, bostezaba a su lado.

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Eclosión FELIPE GÁMEZ M. Málaga, Onda 8 (88.8 de FM) 04 de octubre de 2004 La conocí hace poco, en Amsterdam. Mejor dicho, deambulando por el aeropuerto durante la espera para tomar un vuelo hacia Málaga. Ella venía de una reunión importante, yo de un viaje de placer. Desde el principio hubo entre ambos eso que llaman “feeling”. Para romper el hielo le hablé de Onda 8 y de las historias que pensaba escribir. Ella dijo. «¡Ah! Tiene gracia. Soy lo que resta de una historia romántica... sucedida hace diez años». Quise decirle ¡cuéntemela! Pero no hizo falta. «Fue al cumplir los cuarenta. ─Dijo─ y lo recuerdo porque me vi rara. Me sentí mal. Cuando unos días antes anoté en mi agenda: Fiesta de cumpleaños, ni me pasó por la cabeza que esa noche apenas dormiría». Durante la conversación me enteraría que es malagueña y también responsable de un consorcio de empresas donde se manejan índices considerables de recursos humanos. «En mi caso, dijo, una decisión errada puede hacer que mucho dinero se esfume. No hay margen para aunar lo que sucede por fuera y por dentro. ...y el caso es que por dentro, multitud de fenómenos, impresiones y sentimientos pasan fugazmente por la conciencia y luego se pierdan... o algo así». Me dio la impresión de que recordaba sin esfuerzo y que, a ojo de buen cubero, rondaría una edad entorno a los cincuenta. «Vea qué curioso, ─dijo haciendo un pequeño circunloquio─. Si te equivocas, por fuera el dinero desaparece pero por dentro todo se amontona hasta que, de pronto, sin venir a cuento, hace eclosión». Insistió en ser una mujer firme, segura, que no se “come el tarro” por nada. Para ella la seguridad procede de pisar fuerte y no pensar mucho. «Hay personas o asuntos que me interesan y otros en los que no invierto un segundo». Dijo con fuerza. «Por eso me consideran una profesional prestigiosa, gozo de gran libertad y estoy bien remunerada». Supuse que el status se paga careciendo del tiempo necesario para mirar hacia dentro y saber lo que se “amontona”, su procedencia, su sentido y su porqué.. «No le temo a nada ─dijo con brusquedad─ …salvo al silencio bestial de los hoteles. Sé que todo puede aplazarse un tiempo, luego hay que resolver... y lo hice: tras celebrar el cumpleaños pedí una entrevista con mi asesor personal y, como acostumbro, fui recta al asunto: Verás, le dije, acabo de cumplir los cuarenta y he descubierto dos cosas: que estoy sola y que no me gusta. Quiero que lo tomes como un problema más de mi agenda». Se reía mientras lo contaba. Para ella un consejero es una persona que cobra mucho por dar con esas ideas que desbloquean dificultades y resuelven situaciones complejas. Nuestro vuelo se retrasó dos horas más y nos fuimos a tomar algo. Ella pidió un Martini rosso y eso le ayudó a recordar la cara congestionada del consejero. «Me escuchó paciente y en sus ojos vi una luz positiva pero no tomaba notas como otras veces, no adoptaba aquel gesto de preocupación ni parecía impresionado. Temí que, esa vez forzara mi nivel de exigencia. ¿Te pido algo inusual? Pregunté y él dijo: “No, no. Te entiendo, sé lo que quieres y por qué. Tranquila, no veo más dificultad en ayudarte que otras veces, porque... cielo, tú buscas el amor. ¡El mío! Que lleva a tu lado veinte años y ha sabido esperar. Naturalmente hablo del amor verdadero, romántico, el que nos hace sentir eternos y únicos”. Si le soy franca fue la primera vez en mi vida que lo miré con interés». Una nostalgia pasajera que no hizo mella en su frío temperamento empresarial. Con un brillo metálico en la mirada dijo: «Tomé aquella inesperada propuesta con el aplomo de una negociación para eludir un trato poco interesante y le dije: “sabes que no mezclo el trabajo con el placer. No me dejas otra opción que prescindir de tus servicios”. Abandonó la empresa aquel mismo día». En ese instante vi que por sus ojos pasaba el halo de un recuerdo perturbador. «¿Hice mal? ─Inquirió, demorándose en un sorbo al Martini─. Si no reaccioné mejor fue porque acababa de cumplir los cuarenta, me sentía vulnerable y algo nuevo había hecho eclosión dentro de mí». Su talante conservador le impedía aunar el corazón con el entendimiento. «A partir de cierta edad ─dijo pensativa─ el amor es un fruto prohibido. Visito Málaga con frecuencia pero vivo en París... la ciudad donde el sesenta por ciento de sus habitantes están solos». Bueno, pensé en voz alta, hay errores que repercuten en la cuenta de resultados y otros que valen su peso en toda la felicidad que destruyen. Su mirada fue la de un depredador. Luego dijo: «No me juzgue tan duro. En el amor como en los negocios se gana o se pierde». No la juzgo en absoluto, dije yo, pero quizá deba saber que en aquel asunto... perdieron ambos. Hicimos el vuelo separados, ella en business, yo en turista. En la terminal de Málaga se mostró esquiva y no hubo despedida. La vi pedir un taxis y buscar sola el silencio bestial de los hoteles.

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La isla de los locos FELIPE GÁMEZ M. Málaga, Onda 8 (88.8 de FM) 11 de octubre de 2004 En invierno, cuando el buen tiempo en Málaga lo permite, los sábados después de almorzar doy un garbeo con mi perro por el paseo marítimo, ahora nombrado como de Antonio Banderas, hasta llegar al Morro de Poniente. Disfruto así del sol, del mar y de un paisaje solitario, sin ser tan agobiante como las caminatas descritas por Daniel Defoe contando las andanzas de Robinson Crusoe en su isla desierta. Suelo llevar un libro, poesía por regla general, en especial una antología bilingüe de Emily Dickinson traducida por Amalia Rodríguez. Al llegar me siento cara al mar de Torremolinos (siempre sobre la misma peña) y leo entre media y una hora.

El invierno pasado, tras un par de semanas de mal tiempo, fui de nuevo y hallé mi sitio ocupado por otra persona que también leía. El tipo, tan friolero como yo, vestía vaqueros de marca, una parca de ante a la moda y una bufanda a juego con dos vueltas a la garganta. Le molestó que me sentara cerca porque enseguida se puso a incordiar. «Los que leemos somos gente solitaria ─dijo─. ¿Por qué no se va a otra parte? Me interrumpe, se mete en mi lectura y me impide la concentración». Pese a sentarse en la piedra de mi costumbre, él no me incomodaba, no soy tan puntilloso y tras hacérselo saber mantuvimos una breve conversación antes volver cada cual a su libro.

Me dio la espalda y yo quise ahondar en la Dickinson que me fascina pero no resultó. De repente se puso a explicar: «Leo una novela llamada El hospital de las ranas, de Lorrie Moore, una escritora estadounidense. La protagonista es igual que mi mujer: una zorra que le sobra el tiempo, se aburre y la paga con el marido, es decir conmigo». Me enseñó la foto de Lorrie Moore en la contraportada del libro y dijo: «¿Sabe? El mundo está lleno de hombres insatisfechos y de mujeres mal folladas. Gran parte de todo lo malo que nos sucede tiene ese origen».

Procuro ser una persona educada y pese a que no compartía el dicho polular le presté atención. Como él no podía leer se dedicó a impedir que yo lo hiciera. «También soy escritor ─dijo receloso─. Escribo una novela que trata los conflictos hombre-mujer sin separarlos, buscando entenderles… porque están en un lugar del que no pueden irse. No hay que salir del hombre y de sus egoísmos para caer en las mujeres y los suyos. Podemos trabajar con el conjunto, verlos desde un punto elevado, tratarlos por igual, entender al uno y al otro... hacer en suma lo más difícil: ¡universalizar!». Sonaba bien así que le pregunté: ¿Y qué tal? ¿La obra se desarrolla según lo previsto o se complica? Hizo una mueca e ignoró lo que obviamente le pareció una preguntas chorra. Su discurso siguió: «Mi novela se llamará La isla de los muertos. Tras unas cuatrocientas páginas de intensos y agotadores diálogos y conflictos, los protagonistas descubren que han naufragado durante un crucero y todos han muerto. Caronte los ha llevado a una isla donde reproducen sin fin sus discusiones y traumas. Se trata de la isla de la muerte. ¿Se da usted cuenta?».

Sentí decirle que L’île des morts es el título conocido de un libro del 94, escrito por un autor francés: Jean Frémon. «¡Ah, vaya. No lo sabía! ─Dijo entristecido─. Leo mucho pero no podemos leer todo lo que sale. Lo cambiaré por, La isla de los locos. ¿Sabe? Hoy todo el mundo escribe. Vivimos en el paraíso de los editores... ellos deciden quién publica y quién no. Hace unos días recibí la carta de una editorial malagueña; el gerente me pedía una entrevista. Quería hablar de esa novela en concreto y de otras que duermen en discos duros. Fui, ¡naturalmente! El tipo tenía el despacho en Pedregalejo... pero no era editor sino un psiquiatra. Mi mujer montó la estratagema para hacerme ir. Cuando supe la verdad pregunté: Entonces... doctor, ¿estoy loco? Él dijo: No lo sé aún, ya veremos». El mar aleteaba. La tarde languidecía y yo pensaba que “La isla de los locos” también existe. Me levanté y lo dejé hablando solo. Mientras me iba recordé una frase de Amado Nervo: «La locura y el genio son novios, pero jamás pudieron casarse».

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El club de la belleza

FELIPE GÁMEZ M. Málaga., Onda 8 (88.8 de FM) 18 de octubre de 2004 Me llamó una noche del verano de 2003, cerca de la una, mientras yo leía en la cama. Aseguró haberme conocido durante una lectura de relatos míos en el Ateneo de Málaga y sentir una inclinación loca por los escritores... divorciados. Cómo rayos consiguió mi número del teléfono móvil es un misterio, porque el amigo del que habló dijo no conocerla. Pero el halago es una fuerza de choque y esa misma noche acepté una cita en un conocido local del centro. Resultó una grata sorpresa porque conocí a una mujer madura, atractiva y excepcionalmente bella, que me miraba con ese interés repentino de los niños cuando desean una golosina. Tuvo la picardía de saber pulsar mi vena romántica y yo la suerte de tener dos pases para el concierto que Jane Birkin daría, en el Auditorio de Benalmádena, una semana después. Por entonces, a un año y pico de mi separación, aún me sentía como un cangrejo ermitaño y creí, por primera vez, que hacerme el estrecho carecía de sentido. Tras el concierto y al cabo de un inesperado vuelo sin motor, aterrizamos en su cama. «Una mujer liberal no es una zorra que se acuesta con cualquiera». Dijo cuando la calma sucedió a la tempestad. Estuve de acuerdo; sin embargo insistió: «Una mujer liberal se acuesta con quien le apetece, porque le apetece y cuando le apetece. Dios concedió al varón la fuerza y a la mujer el sexo, sabiendo que era muy injusto con vosotros. Reconocerás que la fuerza sin control sirve de poco y que, quien controla, en éste asunto, somos nosotras». Pensé en todo eso de regreso a casa, mientras caminaba en la noche malagueña. A mi juicio simplificaba en exceso y como nos pasa a todos, en unas cosas tenía razón y en otras no. Días más tarde pude decir que hablaba de “una mujer liberal”, como si todas lo fueran, cuando en realidad pocas lo son. El puntazo le hizo torcer el gesto y me llevó a pensar que, pese al feliz encuentro, no volvería a verla. No fue así. Siguió llamándome y seguimos saliendo. Al cabo de un mes nuestros encuentros eran recíprocos y tendían a una cierta periodicidad, si es que se puede llamar así al capricho de una dama. Una mujer hermosa, culta y liberal es el sueño de todo hombre de mi edad, estilo y condición. Yo le decía que seducir a un escritor solitario no tiene mérito. Soy un adorador de la mística romántica y mi corazón de calamar profundo, tiende a cocinarse en su propia tinta. «¡Pues controla! ─Dijo una noche tras un bello lance sobre las sábanas─. No te enamores. No me hagas esa faena». Esa vez la sobrecama fue más larga de lo habitual. Ella habló sus ideas sobre la decedad de la pareja, el matrimonio y esas cosas. Entonces, pregunté: ¿Por qué estamos aquí? Y ella dijo: «tú primero». Aproveché la ventaja con una frase de Lord Byron: “el amor es un apetito de belleza”. Sonrió alagada y para corresponder a mi galantería dijo: «Me gusta el riesgo. Acercarse a un tipo como tu es como un paseo por el abismo». Creí que divagaba y pregunté: ¿Eso es bueno o malo? Y ella dijo: «Ni bueno ni malo, sino todo lo contrario». Fue su modo de advertir que muy pronto desaparecería. Clareaba en Málaga cuando llegué a casa. Tuve el tiempo justo para una ducha rápida y salir hacia el trabajo. Desde el principio supe que una mujer así no puede detenerse, como no podemos parar el viento. En noviembre marché de vacaciones y al regreso hice las paces con el mundo en una carta de despedida. Como dice un amigo malagueño: «para que una mujer se te quede dentro, tiene que saber hacer tres “nuos”: el de la cabeza, el del corazón y el de la entrepierna». Es una manera de verlo. A ella esos “nuos” se le daban bien, solo que era lazos corredizos y el de la cabeza te podía ir al cuello. Por eso se despidió a la francesa, tal y como había prometido. Pese a todo le debo la suerte de haber sido un miembro numerario de su club: el club de la belleza.

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El pozo FELIPE GÁMEZ M. Málaga., Onda 8 (88.8 de FM) 25/10/04 De niño tuve un amigo de mi edad, era rubio latón, zurdo y llevaba el nombre de un rey visigodo: Chindasvinto. Nos conocimos en la escuela del maestro Matamoros un excombatiente de nuestra Guerra Civil. Despectivamente Matamoros le llamaba el zocato por escribir con la siniestra y a ese fastidio se añadió la jodienda de negarse a escribir la letra “o” Cuando encontraba una palabra en la que intervenía la o pasaba de largo y escribía el resto con mayor o menor corrección. Al repasar sus libretas y encontrar desaparecidas todas las os Matamoros creyó ver una fragrante rebeldía y llevado por la sana convicción de que la letra con sangre entra mejor, salió al encerado y con su mano diestra escribió una gran “O” en el extremo inferior izquierdo. Luego sacó a mi amigo y le impuso la obligación de escribir cien os como aquella a continuación de la suya y como Chindasvinto, morrudo, dijera que no con la cabeza, el maestro infundido por el santo deber inherente a su magisterio lo amorró contra la pizarra tantas veces como “el chavó” insistió en negarse. Cada vez que le restregaba los mocos contra el tablón se producía en el aula una risotada general y el tipo refunfuñaba: «no me toquéis los cojones». El poder de persuasión de la enseñanza estaba y sigue estando en los métodos y capacidad docente de los técnicos encargados para llevarlos a buen término y si en la más tierna infancia empezamos con un cafre dando lecciones de malos tratos, el futuro que nos espera no será más que la crónica de una catástrofe anunciada. La cosa no pintaba bien, lo vi desde el principio. El crío, cada vez más obtuso y Matamoros más enfurruñado competían por ver quien se cansaba antes. No estuvo restregándole los morros hasta la noche porque mi amigo sufrió un desmayo; de repente se fue de bruces contra el suelo y empezó a agitarse convulso como si el diablo hubiera dejado su sitio natural en el cuerpo del maestro y tratara de meterse en su cuerpecillo esmirriado, sin conseguirlo del todo. Ese día se suspendieron las clases en la escuela y yo estuve todo el tiempo preguntándome dos cosas: primero qué vería Chindasvinto dentro de la letra “o”, para que ni muerto quisiera manejarla y segundo, que fuera lo que fuese, el maestro lo sabía. De esa experiencia quedó en mí un regusto a desconfianza sobre lo que nos enseñaban, que no se ha disuelto del todo. He recordado el episodio no hace mucho porque alguien, que también ve lo que encierra esa letra me ha mostrado el secreto. El tipo representa en Málaga a una empresa inglesa fabricante de instrumentos relacionados con el mundo del sonido profesional. Quien le conoce por primera vez ve pronto al vendedor que lleva dentro. Un joven listo y agradable que sabe moverse entre las empresas del sector y tiene un carisma grato y lleno de matices. Tras una exposición de sus productos y como recompensa a un jugoso contrato me invitó a una copa. Luego, y ya más alegre, se sinceró conmigo. «Soy un vendedor nato ─dijo─ escribo correctamente pero cuando tengo que escribir y me encuentro con una palabra que contiene la letra “o” siento un repelús... Ya está superado pero de niño fue un suplicio». Lleno de curiosidad miré su tarjeta. Tal y como esperaba encontré el nombre de Recesvinto, hijo de Chindasvinto, como todo el mundo sabe. Le pregunté, ¿Tu padre es de Jaén? Y él dijo: «Sí. De Úbeda. Mi padre, que tendrá su edad, no superó el problema. Yo tuve más suerte. Encontré un maestro que me dijo: “te entiendo, la “o” es un pozo visto desde arriba y tú no quieres caer en él, porque es el final, la última letra de tu nombre, la muerte. Pero haremos una cosa: taparemos la boca del pozo con unas rejas de hierro y pondremos un candado. La llave la tendré yo, hasta morir, después la tendrá la muerte”. Entendí la idea sabe, y superé el problema. Ahora ya sé que un día, algo abrirá las puertas del pozo, pero no me preocupa, todos moriremos».

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El mundo es duro, la mierda existe. FELIPE GÁMEZ M. Málaga., Onda 8 (88.8 de FM) 22/11/04 La conocí en la universidad de Barcelona y fue una mujer a la que amé con la fuerza voluptuosa de los veintidós años. Ella me vio venir y dijo: «déjame que lo piense». Mientras lo pensaba se casó con un catalán nacido en Sant Adrià de Besòs y yo hacía lo propio con una malagueña coina. Lo suyo duró nada, se divorció enseguida, lo mío dio para treinta años. Nos llamamos pero la veo poco, sólo cuando voy a Barcelona y nos citamos en los sitios de siempre. Lo mejor de la amistad es que puede ser invencible y cuando la llamo, porque como éste año paso una semana de mis vacaciones por allí, se muestra encantada de verme. Esta vez me citó en el seminario de Lengua y Literatura del Instituto de Enseñanza Secundaria de Sant Adriá, donde trabaja como profesora. Cuando llegué me mostró un artículo de Javier Pérez Andújar en el que decía: «Donde ahora está el instituto antes había huertos y después de eso fue un descampado donde crecían las lechetreznas y el estramonio». Además de feliz por vernos le brillaban los ojos porque el Centro preparaba un significativo cambio de nombre. Hacía poco que un compañero propuso, y la Generalitat aceptó, dar al IES de Sant Adriá el nombre del escritor, poeta, intelectual y periodista, Manuel Vázquez Montalbán. Le quedaba por dar una clase en 3� de ESO y, como un alumno más me senté en un pupitre y la escuché recomendar algunos libros: El sabueso de los Baskerville, Zalacaín el aventurero... Una niña rusa, rubia y muy guapa dijo: «es todo tan complicado. Tengo la sensación de que cuanto más leo menos entiendo». Toda la clase rió. Almorzamos en un restaurante chiquito, a las afueras de un barrio humilde de Sant Adriá, con visillos de encaje en las ventanas y un servicio familiar. Fue agradable porque la gente susurraba y era una delicia mantener la conversación mientras los ojos nos hacían, ¿cómo se dice?, ¿chiribitas? En un tono de fábula ella me abrió su corazón: «¿Sabes? Estoy llena de dudas. Enseño y vivo sola. Cada día me lleno en el trabajo y me vacío cuando dejo el instituto. Pienso más de lo que debo... o me embarco con los ojos cerrados en asuntos que ni me van ni me vienen. ¿Qué estoy haciendo con mi vida? Ahora me da por creer que perdí todos los trenes». La escuché emocionado, en silencio, pensando que si hubiera hecho otra cosa me habría visto venir y repetido: «…déjame que lo piense». «¿Te fijaste? ─Preguntó─. Junto al edificio del IES discurren aún hoy aquellas vías del primer ferrocarril que se construyó en España y las del tranvía del Fórum 2004... Amigo mío, tan sólo pasamos nosotros... y las oportunidades que alguna vez pudieron cambiarnos la vida. Tengo la misma sensación que Arissa, mi alumna; cuanto más vivo menos entiendo». Sonrió y puso esa carita inteligente que aún le veo en sueños. Luego, como si volviera de aquella juventud remota refunfuñó: «Si ya sé: el mundo es duro, la mierda existe». Tenemos amigos comunes que en el mes de noviembre alquilan una casa en Saint Tropez y nos habían invitado a pasar la última semana. Me preguntó si pensaba ir y luego, como si no quisiera saber la respuesta dijo: «pretendemos que el instituto se convierta en un referente cultural relacionado con Manuel Vázquez Montalbán. Pensamos programar actividades, dar charlas, pasar películas, montar una biblioteca...». Luego, como si dudara de lo que decía preguntó. «¿Crees que la muerte arrasa con todo? Lo digo por Vázquez Montalbán... no soy creyente y tú tampoco». Respondí diciéndole que pensaba ir a Saint Tropez. Pero hay cosas que no están de Dios, tal y como reza el dicho popular, y nuestros amigos tuvieron que regresar a Barcelona antes de lo previsto. La última noche en Gerona me llamó: «Vente a casa, dijo, pasemos juntos esta semana...». La escuché emocionado, en silencio, pensando que si hubiera hecho otra cosa me habría visto venir y repetido: «…déjame que lo piense».

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La poesía que nos queda FELIPE GÁMEZ M. Málaga., Onda 8 (88.8 de FM) 29/11/2004 Sucedió un miércoles 24 de marzo de 2004 en el Centro Cultural Provincial de la calle Ollerías, Allí, bajo el auspicio de otra institución malagueña, el Centro Cultural de la Generación del 27, tuvo lugar la presentación de la antología poética completa del poeta jerezano, José Manuel Caballero Bonal, titulada, Somos el tiempo que nos queda. Vi el anuncio en la prensa de la mañana y como el acto sería a partir de las 20,30 me propuse asistir. Bajé caminando. Desde mi casa al centro, media hora a buen paso; y me fue bien porque por el camino desconecté del trabajo y dejé la mente en blanco... o lo más blanca posible para recibir una buena lección poética. Quienes aprecian ese arte hablan del placer por el placer. Aunque otros digan que Los vuelos naturales del espíritu humano no van de placer a placer, sino de una esperanza a otra (1). Digamos que existen dos tipos de mentes poéticas: una apta para inventar fábulas y otra dispuesta a creerlas (2) y que esa tarde yo tenía la mía especialmente apta. Sentía el deseo interior de que el poeta tuviera que esforzarse lo menos posible para alcanzarme. Sin embargo el gusto por la poesía es minoritario y la sala designada para el acto se adaptaba a un aforo con esas previsiones. Llegué pronto y al entrar, lo desangelado del recinto y las cuatro personas que esperaban me produjo un leve sentimiento de aprensión. Tomé asiento y me puse a leer el cuadernillo que el Centro edita para agasajar al poeta y a quienes vienen a escucharlo. Un momento después una voz tras de mi dijo: «Neruda o León Felipe habrían podido llenar estadios y las multitudes salir de sus recitales llenas de vida». Giré la cabeza y me encontré con unos ojos donde la inteligencia irradiaba una belleza noble y misteriosa. Tras ellos vi el rostro, la figura de una dama que me hizo recordar a esas mujeres que se definen como mitad sueño mitad ficción. Me habría encantado iniciar una conversación pero el poeta ya se aproximaba a la mesa y el acto estaba a punto de empezar. Ella puso el dedo índice en los labios y prometió: «luego». Don José Manuel Caballero Bonal habló del tiempo poético: “El presente desdeña lo que el recuerdo elige: esa palabra con la que ya no voy a encontrarme nunca, que se parece cada día más a alguna sobrehumana carencia del pasado”. Al terminar yo pensaba: el tiempo que nos queda será quien hable de esa leve infinitud que fuimos. Coincidimos en la salida. Ella decía: «Qué pena, un derroche tal de sensibilidad para el disfrute de unos pocos. La poesía se extingue y me asusta pensar que poetas insignificantes hablen de nosotros cuando nuestro tiempo haya concluido». Me sorprendí siguiendo el hilo de su conversación mientras nos dirigíamos a Plaza Uncibay. Una vez allí propuse tomar algo en un bareto popular llamado La Reja, donde por entonces, algunos jueves nos reuníamos una panda de nostálgicos de las nuevas tecnologías, la amistad y la buena conversación, autodenominados, lxi (locos por internet). «Usted ama la poesía, ─dijo siguiéndome al interior de la peña─, la lleva dentro como llevamos a los hijos». Yo me aventuré con un pronóstico cogido con alfileres y dije: usted también, por lo tanto no todos los poetas que hablen de nosotros habrán de ser tan insignificantes. «No esté tan seguro». Dijo ella. Tomamos unas cañas y hablamos de poesía, es decir, de la vida. Ella dijo: «Una vida bien escrita es casi tan raro como una vida bien vivida». Una cita de Thomas Carlyle que yo apunte en una servilleta. Luego preguntó: «¿Qué escribe?». ¿Le cuento la versión larga o la corta? Me pregunté a mí mismo. Al final quise hablar del trabajo en mi cuarta novela pero ella se adelantó: «Bah, no sea tímido ─dijo─ y hable de la poesía que le consume». Me di cuenta que podía leer dentro de mí y dije: me ha descubierto; se llama La hora de los labios y será un poemario romántico. Le recité unos versos: Que yo florezco en invierno, / doy el fruto en primavera / y siempre, siempre soy tierno. Me gustó que sonriera, luego dijo: «¿Siempre...?, ¡ah, hombres!». Nos despedimos apuntándonos los móviles pero cuando unos días después quise llamarla un ente inflexible repetía: el número marcado no existe. Perdí su pista hasta descubrirla en la prensa a primeros de octubre. Le acaban de conceder el Premio Nacional de Poesía de 2004. Se llama Chantal Maillard, española de origen belga, y dicen que ha vivido y trabajado en Málaga durante muchos años. He leído con pesar que no anda bien de salud y que se mueve entre Málaga y Barcelona. De ella guardo un recuerdo emocionado y una frase hermosa: somos la poesía que nos queda.

(1) Samuel Johnson. (2) Galileo Galile

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Siempre enamorados

FELIPE GÁMEZ M. Málaga., Onda 8 (88.8 de FM) 13/12/04 Nos vemos cuando él quiere. Me llama y quedamos normalmente para cenar. Es una de esas pocas personas que, viviendo en Málaga, se hace preguntas sin cesar. Recientemente me decía: «¿Sabes?, podemos resumir la vida en una sola pregunta, ¿por qué estamos aquí?». Miraba con ese interrogante dibujado en la frente despejada y yo me lo tomé a guasa: En principio, ─dije─ si no me equivoco, vinimos a cenar. No hizo caso a la ironía ni cambió de tema sino que aprovechó mi propio impulso para decir: «En el principio o si quieres, en el principio del principio está sólo el amor. Sin amor está todo perdido. En realidad, si lo piensas con detenimiento verás que no hay vida, sólo hay amor». Sí, ya sé; me van a decir que un tipo así puede ser un “pella”. Pero no puede evitarlo, es un hombre interesante, uno de los pocos que quedan y esa noche sus ojos iban y venían como dos campanas al vuelo. ¿Va todo bien? Pregunté, ya en serio. Es un cincuentón largo y empareja y desempareja con dolor y relativa frecuencia. Su última chica tiene veinte años menos y aunque no viven juntos experimentan uno de esos enamoramientos tan arrasadores que los dejan exhaustos. Como siempre va a su bola, ni me escuchó. Mientras encontraba la próxima pregunta pedimos la cena. «En el fondo lo que de veras me inquieta ─dijo de pronto─ no es por qué estamos aquí sino por qué nos enamorarnos. Ésta noche ella está en Sevilla y la cuestión es: ¿lo soportaré?». Por teléfono, desde Sevilla, ella le había preguntado esa misma tarde: «¿Querrás casarte conmigo?». Y él había respondido a la gallega: «¿En qué circunstancias?». La cena estaba muy rica pero él se preguntaba: «¿Por qué he respondido de ese modo? ¿Por qué me ha tenido que hacer ella esa pregunta? Yo pienso como Óscar Wilde: Uno debería estar siempre enamorado. Por eso jamás deberíamos casarnos». Parece que hubiera olvidado que el amor conserva la belleza y que la piel de las mujeres se nutre de caricias, como las abejas de la miel. Es un hombre al que le he escuchado decir las más bellas palabras para referirse a su exmujer: «Llevo aquel amor dentro de una lágrima de ámbar, lo miro al trasluz y sigue siendo hermoso aunque esté muerto». Esa noche, mientras cenábamos, soñaba con la joven sevillana: «Cuando regrese ─decía─ le diré que me casaré con ella en cualquier circunstancia. Ella aprovechará esa vulnerabilidad para llevarme a su terreno y yo usaré esa nueva confianza para ganar tiempo. Si mientras tanto madura, ¡solo tiene treinta y pico!, verá que quiero pasar a su lado el resto de mi vida y tal vez, entonces, sepa que los males de amor se curan con más amor». Cumplió sus promesas. En aquella cena él aún no sabía que la chica estaba embarazada y pasaba de las preguntas a contar esas ternuras que ponen los dientes largos: «Es tan dulce ─decía con ojos de cordero degollado─. Esta mañana, sin ir más lejos, mientras despertábamos va y dice: ‘¿Sabes que es lo mejor de acostarme contigo? ¿Lo mejor de lo mejor?’ Aún estábamos en la cama y yo tenía la mente espesa para los acertijos. Gruñí y ella dijo: ‘lo mejor de todo es despertarnos juntos’. ¿Crees que se dio cuenta de la cosa tan linda que acababa de pronunciar? Sin saber cómo, amigo mío, la vida tiene esas maravillosas esquinas». Bueno, escribo esta pequeña crónica a las tantas de la madrugada, después de celebrar con ellos esa boda feliz. También yo pasé por esas esquinas placenteras y aunque ahora duermo solo, pienso que nada hay más fuerte que el amor. Igual que mi amigo, ignoro por qué estamos aquí. No hay vida sino esperanza... ¿Recuerdan? Me pregunto qué validez tendrá el amor a cómodos plazos. He oído que ahora, cuando los jóvenes se casan él dice: «Te quiero porque te debo la vida, el día en que pague el último recibo o estoy muerto o felizmente divorciado».

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La buena conciencia FELIPE GÁMEZ M. Málaga., Onda 8 (88.8 de FM) 20/12/04 Dicen que la buena conciencia sirve de almohada (John Ray). Me lo recuerda alguien del que he aprendido lecciones vitales impagables. No obstante se trata del ateo más lúcido y convencido que conozco, que no son pocos, en esta Málaga donde la apariencia oculta un fondo muy sano de nihilismo deslumbrante. Le conocí hace tiempo regresando de Úbeda, en la provincia de Jaén. Estaba en la misma gasolinera donde yo repostaba y preguntó si podría traerle a Málaga. En aquel viaje se inició una leve amistad, cual pluma, y desde entonces acepta verme ¡una vez al año!, y siempre por Navidad. Lo hace porque no me considera un ateo consecuente (lo soy a mi manera) y piensa que de tarde en tarde necesito un baño de convicción. Hacia la mitad de diciembre me llama o lo llamo y quedamos en su casa o en la mía. Se considera un descreído, un heterodoxo y tiene asumido que la fe en los dioses no es más que un modo de enmascarar un carácter débil y tendente a la irracional. No le sirve de mucho que proteste porque dice: ¡Ya vale, pareces una vieja que ha perdido sus dientes! La primera Navidad en que nos vimos yo estaba recién divorciado y él se mostró especialmente alegre. «¡Bienvenido a la libertad! ─Dijo─. Tienes por delante un reto: descubrirte a ti mismo. No busques ni quieras hacer otra cosa: eso es lo primero. Entérate de quién es el tipo al que dan tu nombre. Como persona y sobre todo como escritor, necesitas ese conocimiento, saber que puedes afrontar la vida sin muletas. Ya me entiendes (y me guiñó un ojo): sin Dios, sin hogar, sin amigos, sin mujer... en resumen y hablando en plata: sin estorbos». Reconozco haberle hecho poco caso. Ese año le llamé varias veces pero no contestó ni me devolvió la llamada, cuando nos vimos, por las navidades del 2002, fue él quien vino a verme. Tenía buen aspecto, parecía jovial y mostró curiosidad por saber de mis progresos íntimos y esenciales. Hablamos sin cesar durante cuatro, quizá cinco horas, luego anocheció. Su alegría, su interés, el apoyo incondicional que mostró por mi experiencia vital me produjo un sentimiento bienhechor que aún le agradezco. Al despedirse me dejó dos regalos. Uno moral: «Te encuentro muy bien». Dijo estrechando mi mano tan fuerte que casi me hizo daño El otro fue un obsequio intelectual: «Estas navidades ─dijo─ relee a los sufíes y reflexiona sobre éste proverbio: “Sólo el ojo de agua puede ver el agua”». El año pasado superé las ganas de llamarlo y cuando él lo hizo quedamos en Puerto de la Torre, en su casa, un domingo a las doce de la mañana. Al abrir apareció en bata, despeinado, con barba de semanas. Por el contrario, el orden y la pulcritud de la vivienda eran extremos. Sólo los libros se amontonaban por todas partes formando rimeros interminables o columnas asombrosas. Tras el examen escrutador de sus ojos, finalizado con la cucamona de una amplia sonrisa, dijo mientras nos estrechábamos las manos con fuerza: «Te leo. ¡Un día tendrás el Premio Nobel de Literatura!». Me reí por la sorna implícita en el recibimiento, y como vio que se me iban los ojos por los rincones llenos de volúmenes dijo: «Ya sabes, nuestras alas son las hojas de los libros». Pasó la mañana y comimos allí mismo. La tarde fue larga... corta, fructífera. Hablamos de un autor alemán, el maestro Eckahart y él tomando la frase de un libro abierto leyó en alemán: el ojo con el que veo a Dios es el mismo ojo con el que Dios me ve. Por último preguntó: «¿Qué aprendiste de la hermosa libertad? ». Y yo dije: que es otra cárcel. Me miró sorprendido, casi admirado. «¡Muy bien chaval!, ─dijo─. Es una buena conciencia; fuiste un alumno aventajado... sólo que… no sé, algo no concuerda. Te veo a punto de caer en la dulce maraña femenina». Puede ser. Dije yo. ¿Quieres adelantarte? A lo que él respondió dando un respingo: «Para nada! Yo soy de los que no se casan con nadie».

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Mephisto estuvo allí FELIPE GÁMEZ M. Málaga., Onda 8 (88.8 de FM) 27/12/2004 Ni puedo ni quiero dejar de ser quien soy, ¿para qué? Aunque como a todo el mundo le surgen ocasiones de marcarse el pegote. Ésta puede ser una de ellas, por eso les daré libertad absoluta para manejar, si quieren, aquello del refrán: “dime de qué presumes y te diré de qué careces”. Entenderé si deciden no creer una sola palabra y tomar lo que he venido a contarles como una simple leyenda urbana. Ella dijo: «He venido a ver si me quiere… es decir… a ver si consigo enamorarlo». No es un restaurante bullicioso y aún no estoy tocado del oído pero la frase de la joven requería una exclamación por mi parte: ¡Cómo! Ella insistió, solo que cambiando al tuteo descarado: «Ya te lo he dicho: he venido a ver si me quieres». La vi seria, tranquila, resuelta; así que opté por no soliviantarme y tomar aquello con su mismo aplomo. Para que lo entiendan: estábamos terminando el almuerzo, hace de esto ahora algunos meses… quizá un año (tal vez el tiempo que necesité para asimilar lo que pasó y estar listo para escribirlo). Un ambiente precioso en uno de esos restaurantes malagueños chiquitos y familiares que te hacen pasar tan buenos ratos. Nos miramos largamente, en silencio y ella, con unos ojos verdes preciosos, sostuvo los míos con la veracidad del que ha decidido pasar por aquello después de consultarlo largamente con la almohada. «Bueno, ¡tranquilo! No es una orden». Dijo como si necesitara dar un respiro a la tensión suscitada. Sí, ya sé, dije yo, has venido nada menos que a ver si me enamoro de ti. Y perdona si cambio el querer por el amar. Como romántico tengo mis predilecciones lingüísticas. «Oh sí, lo sé! ─Dijo ella con una sonrisa deslumbrante─. Pensarás que estoy loca de atar pero no es eso. Ya sabes, te escucho por la radio desde que tenía veintiocho años... aún no he cumplido los treinta y si quisieras enamorarte de mí sería la mujer más feliz de la tierra. Somos almas gemelas, lo sé. Cuando abriste aquel correo, málagadesdeelcorazó[email protected] vi mi oportunidad y te escribí… primero cortailla… lo sé, pero todo lo que he sido capaz de escribir desde entonces salió de mi pecho... enamorado. Ya sé que para llegar a éste almuerzo pusiste dos condiciones: la primera desengancharme… de esta pasión. Veo que no eres un galán sino un hombre mayor que no pretende causar mal alguno. Me lo has dicho muchas veces: no eres alto, ni fuerte, ni guapo, ni un escritor famoso. La segunda es aceptar tu decisión de cortar esto e irme con un beso en la frente. Hemos hablado mucho y si tienes razón lo mío no tiene sentido... bien. Cuanto quiero saber ahora es: me has conocido, hemos comido juntos, nos hemos reído y hablado como buenos amigos... dime la verdad. ¿Sigues pensando lo mismo?». Este tipo de cosas no deben pasar. La miraba y yo sabía que no debía estar allí, que no debí aceptar nunca su insistente propuesta de vernos. Su voz era corriente y por teléfono me había hecho concebir una imagen... mucho más sencilla de rechazar. Me sentía molesto conmigo mismo. ¿Por qué no podía tener veinte años menos? ¿Dónde rayos estaría Mephisto para hacer un trato con él? ¡Estaba dispuesto a engañar al mismísimo diablo vendiéndole un alma que no tengo! Pero el demonio sabe más por viejo que por demonio y no se dejó ver. Sin embargo en realidad el diablo estuvo allí: ¡Era ella! Me había llevado a aquella mesa tranquila en un restaurante bonito e íntimo y mostrándome el poder de su belleza dijo: «Todo esto te daré si postrándote ante mí me adoras». Ellas saben cuando crean esa fascinación y dijo: «No es mi intención presionarte, ¿vale? Te lo piensas». Me dio un beso levísimo en los labios y se fue. Esa misma noche, por e-mail me aclaró todo: es estudiante de arte dramático, me había escuchado decir en Onda 8 que este año pensaba escribir leyendas urbanas y se le ocurrió montar la farsa con la idea de dar un motivo para llevarme a escribir ésta misma historia. «No te enfades conmigo, por favor, dijo cuando la llamé. Sólo deseo entrar en uno de tus relatos». Cuando lo escriba, si finalmente lo hago, dije yo: me deberás una. «De acuerdo, dijo ella, ¿qué tal un viaje romántico a Lisboa?».

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Mecánica de matrices infinitas

FELIPE GÁMEZ M. Málaga., Onda 8 (88.8 de FM) 03/01/2005 Los veranos son a veces probetas felices donde ensayamos esa sonrisa, esa palabra, ese gesto que llevamos aguantando desde que el frío cristalizó los labios, en una mueca, que si llegara al espejo, probablemente nos asustaría. Quizá algún día escriba algo desarrollando la idea de que un amor que surge en otoño o como mucho a principio del invierno, no necesita de ensayos ni probetas, se inyecta en vena y va directo al centro del corazón para quedarse en él... no sé si decir in saecula saeculorum. Todos los románticos soñamos con eso aunque luego la realidad, tan prosaica, ofrezca otros modelos. De ese modo fue la última vez... aunque reconozco que tuvo ese aire inicial, tan novelesco, si no literario, tan afín a mi forma de ser. Es decir que nos conocimos en una cita a ciegas, cuando la primavera pasada reinventaba naturalezas y se llevaba por delante un abril tan húmedo y pegadizo como una canción de Sabina. Decidimos encontrarnos delante del Málaga Plaza. A ella porque le traía recuerdos laborales y a mí porque podía bajar dando un paseo desde casa. Su voz por teléfono me sonó agradable, el acento malagueño hasta las cachas, algunos giros verbales con ese punto irónico que nunca sabes si es inteligencia o simple pasotismo. Me agradó su risa, la franqueza nerviosa con la que uno ríe cuando no conoces de nada a la persona con la que hablas. Partíamos de una coincidencia inicial: ambos temíamos el agobio superficial del verano inminente. Un mes después la llamé desde el hotel Kempinski, en Hamburgo, donde pasé unos días de meditación. Tan sólo quería decirle que, esa tarde, dando un paseo por la bella ciudad alemana, me acordé de ella y, gracias a la intromisión de su recuerdo le compré un foulard de seda en el tenderete de un joven iraní, especializado en sedas orientales. «A ver Felipe… ¿Sabes qué hora es?». Preguntó somnolienta. ¡Obviamente no! Ni sabía la hora ni me había preocupado del reloj desde que sobre la media tarde saliera del hotel. Me asombré: ¡Eran pasadas las dos y media de la madrugada! «Sí, dijo ella, éstas no son horas... ¿Comprendes?». Comprendía, sin embargo hay cosas que se deben decir en el momento de sentirlas, porque más tarde ya no están, han desaparecido, alguien se las ha fumado o sencillamente se las llevó el servicio municipal de... En cambio si las cuentas, si las escribes las conquistas, permanecen, se quedan ahí y el hecho confirma luego que no fue una lucubración… u otra empachera de letras. Los otoños propician la nostalgia, entre otras cosas porque la mueca ha salidos del espejo y ya has tenido tiempo de quedarte solo de nuevo. Lo explicaré una sola vez: cuando alguien llama a las dos de la madrugada (desde Hamburgo o desde la cabina de teléfono de la esquina) tan sólo quiere hablar de amor. ¿Vale? Los pañuelos de seda, los usos horarios, la oscuridad de la noche o el postre que tomamos para cenar no significan nada... o todo significa lo mismo. Para bien o para mal existe la añoranza, el deseo, el corazón que empuja la inquietud y la ilusión que lo tiñe todo con una iridiscencia inexplicable. De repente, algo tan simple como comprar un pañuelo de seda a la orilla de un lago alemán, a un muchacho con las manos amoratadas y los ojos universales, sólo puede explicarse haciendo esa llamada o desarrollando cuanto sabemos sobre… mecánica de matrices infinitas. Les pasa aciertas partículas cuyo fulgor cuántico dura una fracción inasible y al momento lineal de un electrón en el interior del átomo. Visto así quizá deba decir que se trata de algo “normal”. Aquella llamada desde Hamburgo, en la inhóspita madrugada, se convirtió en un símbolo de la incomprensión que luego reinaría hasta que un día del pasado septiembre comprendimos que la magia se había esfumado o sencillamente se las llevó el servicio municipal de recogida de...

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Últimas tardes con Vicente FELIPE GÁMEZ M. Málaga., Onda 8 (88.8 de FM) 10/01/2005 Hay tanta gente buena por el mundo que si hubiera que contarlos saldrían demasiados. Algunos rasgos son comunes a todos ellos... por ejemplo que son anónimos. A veces los tenemos al lado, en el tren, el trabajo, o viviendo en el mismo hogar. De tanto en tanto yo colaboro con gente así. Estoy en una lista y me llaman cuando les hago falta. Si no lo hacen más a menudo es porque ¡hay tantos! Hará unos meses recibí una llamada y fui, se trataba de pasar la tarde en una residencia de ancianos… en concreto en el “ala de terminales”, por usar su misma nomenclatura. Un trabajo sencillo: dar compañía, conversar... en realidad voy por egoísmo, porque recibo mucho más de lo que doy. Un sábado, sobre las cuatro de la tarde y en la cabeza una frase de Goethe: “Envejecer es retirarse gradualmente de la apariencia”. Me dijeron: tiene 86 años, se muere, está solo y se llama Vicente. Octubre da menos días luminosos y en su habitación hacía rato que se había puesto el sol. Al verme dijo: «¿Qué quieres?». No recuerdo cómo salté esa pared, el caso es que gritaba: «¡No quiero uno nuevo, que no conozco ni me conoce! ¡Quiero a Luisa! ¿Por qué no ha venido Luisa?». Lamento mentir pero la situación era desesperada y dije: Luisa estará ahora en el quirófano, la están operando... ayer se puso mala y... ya sabe como son esas cosas… Sus facciones se relejaron. Aquello frenó su angustia «¡Ah, vaya, lo siento! ─Dijo él─. De todas formas morir no es fácil, sabe. Llevo tres años diñándola y no hay modo, tengo mal carácter y ni allá arriba me quieren». Pasado el pánico (el suyo y el mío) nos acoplamos bien y fue una tarde fructuosa. Lo dejé después de la cena, las visitas lo excitan y luego no duerme. En realidad no duerme en ningún caso. Al salir pregunté, ¿por qué no vino Luisa?, y la responsable dijo: «creemos que no volverá. Parece que el marido le ha cerrado el grifo». Advertido de su mal genio regresé al sábado siguiente y él no perdió el tiempo y empezó hablándome de Luisa: «Es joven, menos de cincuenta, guapa, no ha tenido hijos, el marido trabaja en un banco ¡y tiene una mala hostia! Creo que lleva años sin acostarse con ella. No es un cabrón porque le ponga los cuernos es un cabrón porque lo es». Ella está bien, le dije, pero tardará en recuperarse. Tú eres un hombre de mundo, Vicente, y tu vida debió ser tan rica e interesante que daría para una novela. «¡Seguro! ─Dijo él─. ¿La escribirás?». Siempre voy con un cuaderno de campo para tomar notas y se lo enseñé. Dije: venga Vicente, cuéntame algo guapo. Lo hizo y yo escribí sin cesar más de dos horas, con esa letra rabiosa, como de médico, que tanto molestaba a mi padre. Pero lo que él quería, lo que de veras le importaba era hablarme de Luisa. «Si tuviera una foto suya, dijo, te la enseñaría. ¡Qué corazón el suyo! No le cabe en el pecho y eso que ella es generosa en todo. Hace seis meses me puse ¡mu malico, malico! de verdad, mucho. Los médicos de la residencia pensaron: ¡por fin! Ella empezó a venir por las tardes, todas las tardes. Cuando el cabrón salía de casa ella aparecía por esa puerta. ¡Me salvó! ¿Puede creerlo? Yo quería tirar la toalla y ella: no Vicente, tú tienes que ponerte bueno. Me salvé porque me enamoré. ¿No le parece acojonante? ¡Ochenta y seis años! ¡Muriéndome! Porque me estoy muriendo. Me enamoré como un chaval». Vicente es un pillo redomado y las últimas tardes con ella se la cameló para que, antes de morir le mostrara el pecho. Ella había dicho: de acuerdo, mañana. «Debió pedirle permiso al cabrón, ─pensaba él─, aunque de todos modos no lo habría hecho… sólo daba tiempo a que la muerte me sorprendiera con esa ilusión». Me fui pensando que tales ilusiones no son tan difíciles de obtener y pasé por un negocio especializado. En el puticlub me enviaron a una chica bien dotada que me escuchó en silencio. Yo resumí: Vicente, un viejito moribundo que no quiere irse sin llevarse en la retina… ya sabe. Me miró raro y preguntó, «¿Seguro que sólo es eso?». Nos pusimos de acuerdo en el precio y la hora del sábado siguiente. Cuando la recogí dijo: «Por adelantado, por favor. Soy una profesional». A las cinco llegamos a la residencia y Goethe se había convertido en un grito universal: ¡Vicente no iba a morir sin satisfacer su deseo! Fuimos al ascensor y subimos a la planta de terminales... pero encontramos su habitación vacía. La responsable nos vio venir con cara circunspecta. «Lo siento pero Vicente se fue… El jueves por la tarde Luisa vino a verle. Les oímos reír y pasarlo bien. A las nueve ella pasó por aquí y dijo: Lo he dejado dormido. Ya no despertó».

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Málaga cristalina FELIPE GÁMEZ M. Málaga., Onda 8 (88.8 de FM) 10/01/2005 Ayer, como todos los sábados después de almorzar, bajé con Doc, mi perro, a pasear por la playa de Huelin. El sol del invierno es el que más se agradece, máxime cuando el aire de cristal deja ver esa Málaga que sólo es verídica durante los sueños. Ella estaba sola, absorta en la infinitud del horizonte, sin saber que contemplaba una ficción. Nos cruzamos durante un segundo, me miró, la miré y por un instante creí que me recordaría. No fue así. Ella continuó perdida en el cristal de la tarde, recorriendo sola las costas de una tristeza... personal. Mientras me alejaba recordé aquel viaje en tren de Barcelona a Málaga, hace ahora unos seis meses. Asuntos familiares me llevan allí con frecuencia y de regreso me enfrascaba en mis libros. Leía a Fernando Pessoa, un librito sobre la mejor Lisboa para turistas: ...por la Rua Eugenio dos Santos, veremos de frente hacia la Rua do Jardim do Regedor, el Monumental Club y un poco más adelante... aunque de tanto en tanto saltaba a su obra poética: Murcharam na haste morta da ilusao. / Sonhar é nada e nao saber é vao. / Dorme na sombra, incerto coraçao. (Mustiaron en el asta muerta de la ilusión. / Soñar es nada y no saber es vano. / Duerme en la sombra, incierto corazón). Ella subió al tren en Vilanova y la Geltrú, con todos los periódicos que había podido arramblar y como no había otro asiento libre se sentó a mi lado. Estuvimos cada cual a lo suyo hasta Valencia. Allí ella dijo: «Pessoa fue un amargado, un triste, un cenizo, un muermo, un sieso, un tipo sin suerte. Un prisionero de sí mismo que no entendía nada de la realidad cotidiana ni ésta le entendía a él». La parrafada me dejó frío. Yo admiro a Pessoa, es uno de mis poetas favoritos. «Yo también ─dijo ella─ la poesía portuguesa es algo gracias a él. Eso sí, como hombre era un desdichas». Se puso a recitar de memoria y se tiró como diez minutos recordándome poemas muy poco conocidos. Sin duda sabía más de Pessoa que yo mismo. Después de eso el viaje Valencia-Málaga fue un suspiro. Anduvimos en un paseo estremecido por otros paisajes humanos, quizá un poco más nuestros como Javier Egea, Granada 1952, por su libro, “Paseo de los tristes”. «Quizá me confundí de calle y de aventura/ pero

ya me conocen sus faroles y el alba,/ ya conocen mi sombra, mi canción, mi tristeza/ y esta costumbre

vieja de andar erguido y solo». De pronto ella se puso a recitar a Safo, traducida por la granaína, Aurora

Luque: «Se ha ocultado la luna, / mediada está la noche, / la hora propicia escapa, / y yo duermo sola».

Me sentí tan en mi salsa que me dio por sacar un poema mío: «Que el amor / llega despacio, / con un silencio / que truena. / Viene de pasito / a paso, va / de verbena / en verbena / y a veces suena / a fracaso».

«¿De quién es? ─Preguntó─. No lo conozco y suena bien».” Enrojecí como un crío y ella dijo: «¡Noooo!». Tomamos café en el vagón restaurante y mientras la tarde corría aquella mujer desconocida me llenaba por dentro. Sus ojos, las ondas caprichosas del pelo, el óvalo del rostro, el color de su piel, los labios que sonreían y argumentaban sin cesar. Sin conocernos de nada nos hacía íntimos el amor rotundo por la poesía. Mientras iba al lavabo observé su buen tipo, los armónicos de su cuerpo al desplazarse. Me gustaba y calculé su edad... cuarenta y pocos. Al entrar en la nueva Estación de Málaga ella se puso tensa. Miró por la ventanilla e hizo señas a alguien que la esperaba en el andén. La vi al apearnos cuando ambas mujeres se fundieron en un larguísimo beso con lengua. Su enamorada parecía una mujer mayor, espigada, famélica, con una cara caballuna que me recordó al primer Tarzán (Johnny Weissmuller). Mi presencia la incomodó y no ocultó su disgusto. Una vez presentados dijo: «Bueno, vale, nos vamos, adiós». Y se perdieron entre la multitud. ¡Lástima! Pensé y me fui caminando hasta casa. No la volví a ver hasta ayer al cruzarnos en la playa. Ella y Málaga como el cristal... yo, como la mona Chita.

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Algo para contar FELIPE GÁMEZ M. Málaga., Onda 8 (88.8 de FM) 17 de enero de 2005 Salgo poco de mi mismo. Como el poeta, voy de mi corazón a mis asuntos (Miguel Hernández). A veces esos asuntos están en las librerías donde paso algunas tardes de sábado rebuscando en la montaña de papel impreso, esos libros difíciles de encontrar. En ocasiones me siento... ¿cómo decirlo?, como un folio en blanco; estoy bien, no busco nada y sencillamente paseo por Málaga, como matando el tiempo. Nunca es del todo así: voy con los ojos bien abiertos, poroso, codiciando que sea la ciudad quien me descubra o que sean las calles, los barrios solitarios o populosos quienes traigan hasta mi alguno de sus secretos. Otras veces, por lo general los domingos, madrugo, arranco el coche y me largo sin más a uno de esos pueblos de la provincia que no están lejos. Voy deseoso de refrescar mi propio instinto pueblerino (también soy de pueblo), dispuesto a traerme llenos de belleza los cántaros del iris o en su defecto el maletero del coche en forma de sustancias elementales: agua serrana, pan de leña, aceite, vino, miel, laurel... Nunca me había pasado que en vez de ir a traer algo hiciera el viaje para dejarlo todo. Es algo para contar. Una experiencia nueva y también misteriosa. Llegué pronto así que el pueblo aún despertaba, dejé el coche a las afueras y aquel olor a leña quemada, que tantos inviernos trae e mi memoria, avivó el entusiasmo ido a menos. En los pueblos andaluces lo primero que te encuentras con ganas de madrugar y darte la bienvenida son los bares. Dentro había más sueño que gente: un par de parroquianos acodados en la barra y una señora, con pinta de guiri, que sentada en una mesa junto a unas tragaperras tomaba sola un café con leche. Desde que entré aquella mujer no dejó de mirarme. Pensaba andar mucho y desayuné bien: mollete de jamón ibérico a la catalana. La mujer vino un par de veces a la barra a pedir algo y a mirarme con descaro. No me sentí molesto sino un poco aturdido. Al salir me siguió por una calle empinada y no bien doblamos una esquina me abordó: «Perdone ─dijo decidida─, soy inglesa y tengo un estudio de pintura muy cerca de aquí». Su pronunciación era correcta aunque mantenía ese acento guiri característico. Larguirucha, un tanto huesuda los ojos hondos y analíticos, con toda probabilidad más allá de los cincuenta. Soy lento de reflejos y en ese momento con el mollete empezando a girar en el estómago no sabía muy bien qué significaba tener un estudio de pintura cerca de allí. Su rostro mostraba un conjunto armónico y en los labios, junto a la seguridad se enjugaba un no disimulado deseo. «Soy pintora, dijo ofreciéndome una mano que yo estreché, su cara me interesa... hay algo... me gusta y tengo mucho interés, si me lo permite, en hacer un estudio... rápido, sólo unos bocetos, no le entretendré mucho. ¿Me concede media hora? ¡Por favor! ¿Sí?». Soy sensible al arte y el que un artista vea en mi rostro algo que ni yo mismo he visto nunca me llenaba de curiosidad. No sean morbosos, no tuve que desnudarme. ¡Afortunadamente! Pero la media hora se hizo un poco larga. Primero trabajó sobre papel y carboncillo. Sus trazos eran rápidos con fuerza. Luego empleó otras materias, cartulina, acuarela, pastel, témpera. Fuimos a comer al mismo bar de la mañana y por la tarde continuó. La vi tan entusiasmada, tan entregada a lo que hubiera visto en mí que la dejé hacer. En realidad apenas hablamos. Cuando nos despedimos era de noche y yo regresé a Málaga. Por el camino recordé una experiencia similar en Barcelona, hacía mucho tiempo. Paseaba por las Ramblas donde a esa hora de la noche pintores ambulantes montaban la parada y te hacían un dibujo por trescientas pelas. Quise probar y elegí a un tipo extranjero que exhibía un modelo de Robert Redford, y éste sí estuvo trabajando como media hora. Cuando terminó guardó la cartulina en una carpeta y no quiso vendérmela, ni siquiera me la enseñó. «No ─dijo─ no la vendo». Pero por qué, dije, es mía y el dijo: «No amigo, es arte. No está a su alcance».

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La Lisboa insuperable FELIPE GÁMEZ M. Málaga., Onda 8 (88.8 de FM) 31/01/2005 Acepté porque previamente me había montado mi propia película y no sin haber tratado en vano de dale esquinazo. ¡Olvídalo chica, no me debes nada! Le dije. Era yo quien tenía una deuda contigo, la saldé escribiendo aquel relato de nuestro almuerzo en… Como oyente de Onda8 eres impagable y me siento afortunado. No sirvió de nada darle coba, ni inquirir: ¿Qué haremos en Lisboa? Tú, una mujer joven y hermosa y yo un cincuentón solitario... «¿Qué pasa? ─Dijo ella─. ¿Qué temes? No quiero pensar que en ti todo sea literatura; sé que no es así. ¿Qué hay del aventurero que se entrevé en todo lo que escribes? El que vive y sueña a la vez, el que se entrega sin reservas, el que ama... tierna y ferozmente». Aseguró conocer al tipo, incluso saber que no dejaría plantada a una dama. Yo argüí: te equivocas bonita, cuando escribo, aunque lo parezca, nunca hablo de mí. Pero ella dijo burlona: «¡Mientes como un bellaco!». No me cupo otra opción que aceptar el reto y decir que haríamos juntos aquel viaje romántico a Lisboa que, recuerdo, ofreció gustosa, si escribía una historia con ella dentro. Para aceptar conocernos en aquel restaurante chiquito yo puse algunas condiciones, para el viaje ella puso una sola: «Prométeme que de esta historia nadie saldrá herido». No sé por qué esas palabras me tranquilizaron. Tardamos algunas semanas en coincidir, mientras tanto puse a punto el guión de mi propia película: Su propuesta de viaje romántico no incluiría sexo. ¿Cómo iba a ser? ¡Por Dios! Una treintañera y yo... no tenía sentido. Mi papel sería paternal; plan cicerone o algo así. Conozco bien la capital portuguesa, voy con frecuencia y puedo moverme por allí con cierta soltura. Me alojo siempre en un hotel chiquito, barato y medio escondido pero muy limpio y con un servicio cuya familiaridad linda con lo auténtico. La llevaría a degustar el mejor bacalao del mundo, en el sitio más inverosímil, luego oiríamos un fado genuino y pasearíamos a la orilla del venturoso Tajo, mientras la conversación se haría interminable y la tarde declinaría sola hacia los precipicios de Sintra, como si se tratara de un sueño. Monté un guión perfecto para que pasara de todo y no pasara nada... Bueno pues fue justo al contrario. Cuando nos vimos en Málaga, muy temprano, con ganas de llegar pronto a Lisboa, estaba bellísima. Comprendí que no tenía que hacer nada para derrochar lindeza. Hicimos el camino hablando de la pasta con la que están hechos los actores. Reconoció que no son gente corriente, capaces de asumir vidas simples o complejas con total naturalidad. Yo dije: quizá ahora interpretas un papel. «¿Cuál?». Preguntó divertida. Yo expresé en voz alta lo que pensaba: Tú eres la Amantis Religiosa... yo el macho incauto. Se rió un buen rato, amargamente. Luego dijo: «En aquel relato fui el diablo, ¿recuerdas? ¡Ni te imaginas lo que me dolió! Hoy me conviertes en la Amantis... ¿Por qué eres tan duro conmigo?». Me desarmó. Quizá para cambiar mi actitud hizo lo posible por hacerme sentir bien a todo lo largo del día. La sentí tan feliz, tan segura, tan infantil a veces. Me cogía del brazo o me tomaba de la mano, conversaba y hacía mil confidencias mientras Lisboa se dejaba transitar con una dulzura muy propia de los lusitanos. De pronto empezó a llover y corrimos a comprar un paraguas que insistió fuera chiquito, para ir bien amarraditos. Por unas largas escaleras de piedra subimos a la Rocha de Conde Óbidos, una elevación coronada por un cuidado jardín desde donde se ve el río y los muelles. Caía un agua menuilla, dulce. Bajo el paraguas, me miró a los ojos y dijo: «Gracias y felicidades, lo haces todo tan sencillo». No sé a qué se refería, si en aquel encantamiento había algún mérito era suyo. Antes del anochecer visitábamos el Monasterio de los Jerónimos, inolvidable como siempre. Lo increíble de los milagros es que ocurren (Chesterton). Te das cuenta que te han cambiado la vida después, cuando son un recuerdo y compruebas, agradecido, que eres mejor persona.

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Una sonrisa por un centro de mesa FELIPE GÁMEZ M. Málaga., Onda 8 (88.8 de FM) 07/02/2005 Guárdenme el secreto pero una floristería no es un sitio para estar triste... ni siquiera en invierno donde pocos compran, las flores escasean y las que pueden verse, con tiesto incluido, tienen algo de esfuerzo tardío e irremediable. Yo pasaba en dirección al centro, me detenía un minuto en el escaparate y al fondo, tras un mostradorcito beige estaba ella, sentada o de pie pero con la mirada remota, los labios apretados y el ceño de quien rumia penas sin cuento. Mis gastos fijos son de tres clases: libros, cine y plantas; por eso pasaba y sin darme cuenta, tras un vistazo al expositor reparaba en la dependienta y en su rostro entristecido. Si alguna vez me vio varado fuera de la tienda fue de ese modo en que miramos sin ver. Vivo observando cuanto me rodea y sin darme cuenta acabé inventando los detalles de esa mujer desolada: como no sabría señalar una edad aproximada les diré que está en ese punto en el que las mujeres dejan de usar tintes oscuros y se van directas al rubio de bote. Al ir o al volver me detenía y apuntaba mentalmente algún detalle. Por ese procedimiento concluí en que podría ser la dueña del establecimiento. Una mujer sencilla, cierto, pero digna, cuidada y agradable. Vestía elegante, maquillada y con labios y ojos pintados sin estridencias. Una señora de buen ver en contraste con aquella tristeza... Ya con los fríos de enero metidos en los costados una tarde me atreví a entrar. Sonó una campanita y ella volvió del infinito. Quiso sonreír pero apenas consiguió componer una mueca exótica. Aconséjeme, le dije, quiero regalar algo a una señora que conozco poco. Anda así como un poco tristecilla y quisiera poner en su entono un detalle, algo bonito que le de ánimo. «¿Familiar?». Preguntó ella. No, no, dije yo. «¿Sufrió una desgracia... recientemente?». Comprendí que salía la especialista que lleva dentro y traté de colaborar. No lo sé cierto... la veo poco y siempre la encuentro... ¿cómo decirle? Fuera de sitio, ausente, desganada. «Una depresiva». Dijo ella como si supiera bien de lo que hablaba. Yo dije, podría ser. Empezó mostrando macetas de flor invernal: «Una amarilis ─dijo─ vistosa pero delicada, hay que estar por ella». Yo hice un gesto y ella dijo, «No». De ahí pasó a las clavelinas. «Le llamamos clavel chino ─dijo─ son bonitas pero... no me convence». Señaló el pascuero común y yo pregunté: ¿A usted le gusta? y ella dijo: «¡Para nada!, tan pronto suba la temperatura se muere». Me enseñó la Suegra Nuera, e hizo un gesto de asco; el asturium, diversos potos y plantas para colgar. En cada caso yo le preguntaba, ¿qué tal? y ella decía, «No, tampoco». Acabamos en la Tradescantia, «El Amor de hombre». Dijo. Por fin se le ocurrió un centro de mesa variado, natural con una composición a su gusto y yo dije: ¡perfecto, sí, a su gusto! Me entendió o creyó que me fiaba de su experiencia y ciertamente le salió un centro precioso aunque un poco caro. Después de pagarlo dije: ahora voy al centro, a una reunión con unos amigos... (Locos por internet) puede que regrese tarde, si me da una tarjeta y veo que no llego a tiempo la llamo y le digo que me lo guarde hasta mañana. ¿Le parece bien? Estuvo de acuerdo y yo me marché. Olvidé el tema hasta la hora de cerrar, entonces la llamé: «¡El centro, sí! ─Dijo ella─, quedó muy bien». Bueno pues, no podré pasar, dije, se me hizo tarde. «No se preocupe, ─respondió─, se lo guardo. Mañana abro todo el día». Verá, dije yo que había tenido tiempo de urdir una estrategia, salgo de viaje y no regresaré en quince días; hizo un centro de mesa con mucho gusto, muy bonito. Lo ha hecho como si fuera para usted así que se lo regalo, lléveselo a casa, no lo venda. ¿De cuerdo? Al decir sí su voz sonó armónica con un ligero acento emocionado. Esa noche volví a casa tarde y al pasar por el escaparate, de madrugada, no vi el centro. Tampoco he vuelto a entrar en la tienda y serán imaginaciones mías pero cada vez que me detengo ante el escaparate sonríe.

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La mejor compañía FELIPE GÁMEZ M. Málaga., Onda 8 (88.8 de FM) 14/02/2005 Me reprocha: «¡nunca me llamas!». Pero se refiere a que no la llamo todo lo que ella quisiera. El mes pasado fue ella quien llamó: «¿interrumpo tus soledades?». Preguntó. Somos buenos amigos así que le dije que nunca interrumpe nada. Nuestra amistad se consolidó cuando aceptó que pese a ser una mujer libre y atractiva, por esos misterios de la química no despierta mi vena romántica. Cuando me viene a la cabeza la llamo o me llama y esa tarde se llena de palabras, de inteligencia... del susurro que precede a la mejor compañía. Onda 8 pronosticó un frío polar pero aún no estaba en Málaga y yo la oí decir: «Me apetece ir al cine pero no sé... ¿qué me aconsejas?». Hice algo más que aconsejarla, la invité a ver una película francesa que no estaba en el primer circuito comercial y sólo era posible ver en El Alameda. «¿Los chicos del coro? ─Preguntó─, y eso qué es lo que es». Le hice una sinopsis apresurada: Un colegio infantil para críos problemáticos que se llama Fondo de estanque. Imagina: años cincuenta en Lyon, la rigidez y violencia de las estructuras educativas galas, el ambiente de posguerra... los niños. De repente en una atmósfera cargada de miedo aparece un profesor de música llamado Clément Mathieu y empieza el milagro. Ella dijo: «Pero tú ya la has visto, ¡no vale! Además no me apetece comerme el tarro...». Al final ceptó por pasar la tarde juntos. Luego se alegró muchísimo. Salió cantando esa dulce melodía de la película, hit Vois sur ton chemin. El frío nos sorprendió a la salida del cine, Málaga se había convertido en una cubitera y en vez de irnos a dar un paseo nos fuimos a cenar a un sitio calentito. La película, una maravilla del último cine francés nos había dejado el espíritu revuelto y con una impronta mágica. A veces en el peor momento, cuando todo parece pensado para ocultar lo que nos humaniza surge la chispa que nos devuelve a los mejores sentimientos. Estaba entusiasmada y yo me sentía feliz por la oportunidad de haber contribuido a mostrarle el buen cine. Es una señora culta, sensible, ¡inteligente!, y no paraba de comentar aspectos técnicos del film: la luz gris de los cincuenta, la inmejorable fotografía, la interpretación, la banda sonora... «Oh, amigo mío, dijo con una no disimulada emoción, ¡te agradezco tanto el detalle! ¿Cómo sabes mis preferencias, lo que me estremece y es tan caro a mi corazón? Te llamé porque en temas de cine eres un crítico impagable. Una vez más tenías razón, es una película para ver con alguien muy especial. ¡Me siento feliz! Fue una gozada». El arte tiene ese efecto, dije; alumbra las tinieblas de la realidad donde nos vemos forzados a vivir. El sábado pasado la vi solo y salí flotando. Comprendí que se trata de una cinta para disfrutar en compañía. Más tarde pensé en llamarte pero... te adelantaste. Reconozco que este pase fue mejor que el primero. Salimos de cenar. Yo no quería irme y ella no quería que me fuera e hicimos la clásica ronda de copas, que en nuestro caso son zumos, batidos, infusiones y cosas por el estilo. Nos alcanzó la madrugada y sobre las tres de la mañana llegamos a su casa, en la zona de Las Pirámides. Hablamos un rato en el coche mientras la quietud nos rodeaba con un silencio frío. «¿A ti no te pesa la soledad?». Preguntó de pronto. Sí pero me aguanto, dije. Además mi cabeza está llena de gente; no es fácil estar solo… aunque lo pretenda. Se quedó un momento callada, luego dijo: «Sé que es una horterada pero... ¿no quieres subir? La película me ha dejado tierna… y la noche es tan dura». Yo dije: mañana te arrepentirás. «¡No! Dijo ella. Cambiar deseo por necesidad no es un mal trato». Pienso que me miró un poco asustada de oírse a sí misma. Luego añadió: «Perdona… Soy un desastre. Funcionaria de carrera con un puesto ejecutivo... sé que nada de lo que hago tiene sentido. En una escala menor el trabajo parece tener algún objeto, en mi puesto no. Me limito a obedecer y punto. Pero es muy difícil. Lo aguanto, ya lo saber, lo hago por dinero… como todo el mundo. Pero es tan duro». Lloró calmada y dulcemente. Lo necesitaba. Creo que era todo cuanto necesitaba.

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¡Nenazas!

A Joan Rotger FELIPE GÁMEZ M. Málaga., Onda 8 (88.8 de FM) 21/02/2005 Me dieron su teléfono porque en Málaga es quien más sabe de Montserrat Roig y cuando le llamé él dijo: «Soy barcelonés y un enamorado del idioma y la literatura catalana, venga a verme». Lo encontré en un pequeño apartamento alquilado cerca de la malagueta. «Vivo solo ─dijo al recibirme─, mi mujer se dio el piro con un trompetista». Yo pensé: bienvenido al club. Ya sabía que enseña Literatura en la universidad pero no que fuera tan joven (no pasará de los cuarenta) ni tan bien parecido. Me di cuenta enseguida que lleva fatal lo del trompetista. «La casa me cae encima ─dijo de pronto─, demos un bardeo». Del apartamento nos fuimos al Paseo de la Farola. «¿Por qué le interesa Montserrat Roig». Preguntó de pronto y yo dije: releo sus libros y me hago preguntas… él apuntó: «¡No tiene ni puta idea! La Roig es lo que Marsé llamaría una medio pija, un subproducto de la rancia burguesía catalana. Nunca tuvo nada interesante que decir. Vive en y de la mediocridad… refugiada en el periodismo o la añoranza». Guardó un largo silencio para decir a continuación: «Éste es un tiempo de vacíos estelares. ¡De pronto descubrimos que el dios verdadero es un demonio! Por eso los curas son los primeros en bendecir a dictadores, las monjas que tienen ocasión se levantan las sayas rápido, el mejor amigo te dice: ¡me importas un carajo! y tu ferviente enamorada se despierta una mañana preguntándote: ¿Quién diablos eres? Todo está bocabajo, chico. Es como descubrir que tu propio padre quiere joderte la vida». Caminaba con las manos hundidas en los bolsillos de la parca y los ojos puestos más allá de ningún sitio. «¡Despierta chico! (Insistió en lo de chico y pensé que sería deformación profesional) Alguien se ha cagado en todo e incluso tú, tan pazguato y buena persona, como dicen que eres, estás de mierda hasta el cuello». Quería expresar furia pero no sabía cómo y siguió dándome la matraca: «Alguien me ha dicho que eres un tipo permisivo, voluntarista, dado a comprender al prójimo. Te irá mal en la vida, chico, ¡te irá muy mal! El lenguaje del mundo es la violencia y te puedo asegurar que la hora de la auténtica escabechina ha llegado. La violencia peor, la que no deja títere con cabeza, es femenina. El hombre destruye por ambición, la mujer lo hace por nada». Me habían recomendado: «Procura entrarle bien y saldrás lleno de buenas ideas». Debí entrarle por el culo porque esa tarde no quiso hablar de la escritora catalana; ni le interesaba ni quería perder el tiempo con ella. Llevaba días rumiando otros temas: «El universo feminista es lésbico chico, dijo de pronto, como si acabara de saberlo en ese instante. Sobran los hombres excepto con plumas. Quizás te salves si eres gay, comprensivo, tolerante... ¡Un nenazas! Me preocupas chico, lo digo en serio. Sobre nosotros se cierne la noche peor, la última hora violeta. La ofensiva de las mujeres está planteada en todos los frentes y como su violencia es ciega… si ganan nos parirán deshuesados». Tardará en asimilar lo que le ha pasado y cuando lo consiga descubrirá que ha perdido un tiempo precioso tratando de entender algo que su corazón ya sabe pero su cabeza discute. Mientras él hablaba y hablaba, defendía posturas, se mostraba crítico, sarcástico... incluso cínico, yo “desconectaba” de su perorata loca centrándome en la belleza del mar y el cielo, en la tarde que colapsaba, en los jirones de luz que reflejaban la grandiosidad de algo que termina y es incuestionablemente bello. Regresamos a su bloque de noche, con el alumbrado público despertando las calles. Por fin se dio cuenta que no me había dejado abrir la boca. Supongo que por quedar bien preguntó: ¿Y tú qué piensas? ¡Va tío. Mójate el culo. Vamos! Di algo sensato o me volveré loco». Lo hice: Puede que la mirada con la que los hombres vemos a las mujeres no sea el mejor instrumento para saber de ellas. Queremos entenderlas, no amarlas. Dije queriendo que viera sensatez en ello. No la vio. Se fue moviendo la cabeza como si pensara: ¡putos nenazas! Lo dejé rumiando estrategias para abortar la ofensiva feminista. Como Bertrand Russell pienso que: “el problema que aqueja al mundo es que los necios y los fanáticos siempre están seguros de sí mismos mientras que los sabios siempre andan llenos de dudas”.

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Una raya en el agua FELIPE GÁMEZ M. Málaga., Onda 8 (88.8 de FM) 28/02/2005 Mis queridos oyentes: la inteligencia es un don escaso. Al hablar del Homo Sapiens no nos referimos a nadie en concreto; es un genérico que, sin embargo, no alude a la mayoría. Los que parecen inteligentes casi nunca lo son y los que no lo parecen quizá tampoco. Por eso cuando me topo con quienes tienen dos dedos de frente hago una raya en el agua. Conozco a un matrimonio… y sin embargo, sapiens-sapiens auténticos. No se extrañen si les digo que son malagueños y una pareja entrañable. Con él comparto tardes de domingo de intensos precipicios filosóficos. Su sonrisa, de hondo calado enigmático, saca punta a las ideas más gastadas para que vuelen de nuevo con un pensamiento arriesgado y original. Disfruto cuando sigue de pronto los hilos de humo de una taza de té verde y acaba encontrándole sentido a términos enterrados en la semiótica donde, en un ejercicio que me recuerda a David Copperfield, encuentra enlaces radicales con la sapiencia universal. Con su compañera lo intelectual se hace material sensible, vibración, un afecto que cala imperceptible y cuando te das cuenta sigues las alas de sus iris como si fueran las de un espíritu puro. A su lado aprendí a sacar provecho al eslabón de oro que une unas horas con otras en las tardes desmayadas de los domingos, a saber que su desánimo suele ser engañoso, a seguir las pistas de las palabras perfectas, a entender el arabesco oculto en la filigrana andaluza, preciosista, tumultuosa, tan proclive a la lingüística como a la poesía. Ella cree que a veces, el mejor relato o el poema perfecto se pierden por una palabra que no fue encontrada a tiempo. Entre los dos hacen sencillo cualquier cosa. A su lado entendí que la inteligencia es un concesionario natural para la felicidad humana. Por eso nada malo pasó cuando una tarde, llevado por mi vena amistosa, le dije: Perdona pero estoy enamorado de tu mujer. «No espero menos de ti ─dijo él─. Tienes el mismo buen gusto que yo». Deslumbrada, ella nos miró y vimos tal alegría alumbrando su rostro que soltamos una carcajada al unísono, y ella exclamó: ¡idiotas! A partir de esa tarde yo sentí que ella ponía en su amistad una nota que antes no era perceptible. A las tardes de algunos domingos se sumaron otras que tenían por objeto el análisis de sus poemas o de los míos. Él siempre andaba por allí, metido en sus cosas, enfrascado en sus libros y no mostró preocupación alguna. Por eso no me extrañó su llamada para invitarme, por San Valentín del año pasado, a una cena que llamó íntima en su piso de Plaza de la Constitución. Llegué sobre las nueve y él estaba en la cocina. Ella dijo: «Pasa; se ha vuelto loco, está preparando una cena pantagruélica». Como siempre nos sentimos felices y a los postres llegaron las flores, un inmenso ramo de rosas de Interflora. Ella no daba crédito a sus ojos, no es el tipo de hombre que sucumbe a horteradas comerciales. En cambio él dijo: «Éste año será especial». «¿Especial?». Preguntó ella atónita. «¿Qué tendrá de especial?». Él mostró aquella sonrisa enigmática y nos dispusimos a verle hacer un triple salto mortal. El ramo traía un sobre color marfil que él abrió y dijo: «Yo lo leo». A continuación hizo un alarde teatral y nos rogó: «Sentaos por favor». Leyó la misiva y ahora no sabría transcribir sus palabras exactas. En la nota nos felicitaba, creía haber asistido al nacimiento de un gran amor y aunque ello le causaba el dolor de ver concluido el suyo entendía que detener el corazón humano no conduce a nada mejor. Finalizaba con un ruego: «Aceptad mi amistad, mi sincera y franca amistad». Y nos fundió en un estremecido abrazo. Esto es absurdo, quise decir, pero no hizo falta, ella tomó la iniciativa y dijo: «Quiero a Felipe igual que él me quiere. Pero el amor es otra cosa. Porque debes saber que el hombre de mi vida, el ser que me fascina y enamora eres tú». Les dejé camino del dormitorio, diciéndose... bueno ya saben... Un año después aún nos reímos. Fue un prodigio de la inteligencia y me sentí conmovido. Al salir era tarde, hacía frío y en una esquina de la plaza un Saxo convexo enamoraba a las palmeras.

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El shock de la belleza FELIPE GÁMEZ M. Málaga., Onda 8 (88.8 de FM) 07/03/05 «Te admiro, dijo, porque llevas una vida intrínseca. Siempre que te encuentro eres tú y siempre eres el mismo. ¿Cómo lo haces? Pareces cerrado y estás abierto». Que alguien venga a tu casa a decirte estas lindezas... Aunque si lo hacen a la edad que tengo y ella es una lozana andaluza en la mejor edad, merezco más compasión que envidia. Apareció sin avisar, un domingo frío y desapacible. Sabía que no me levanto tarde y que rondando las ocho y media pongo la cafetera y preparo las tostadas. Al escuchar el din-dong de la entrada pensé: el perro que vuelve de dar su paseo matutino. No era Doc, que nunca sale solo, sino ella, la sonrisa de sus labios hechos de diminutos pétalos, los iris verdes de sus ojos tan expresivos... así podría ir describiendo una a una todas las partes de su cuerpo... Sin ser presumido lamenté aparecer en bata y zapatillas, el pelo revuelto y la barba del día anterior, es decir, hecho unos zorros. Ella dijo: «¡Sorpresa!». Pensaba dedicar la jornada a trabajar en mi novela pero me consolé con rapidez, aquella visita inesperada era lo mejor que me iba a pasar en todo el día así que pregunté: ¿tostadas? Y ella dijo: «Dos, por favor y el café con unas gotas de leche». Mientras desayunábamos sacó una carpeta y dijo: «Vengo a trabajar, probablemente todo el domingo... lo siento». Se mudaba a la creación literaria, quería escribir su propio guión teatral, dirigirlo, e interpretar. «Puedo hacerlo ─dijo─ tengo el guión completo, las ideas en orden. Me faltan conocer los secretos del profesional, saber qué cosa mágica hace genial la reunión de cuatro palabras». Yo no estaba muy convencido pero la escuché: «Verás, la historia va de una joven adolescente que descubre su belleza de un modo súbito. Tiene quince años, se mira al espejo y se ve corriente, en cambio se asoma a los ojos de compañeros y compañeras del Instituto y en ellos descubre que allí hay un poder. Deduce que no es el espejo quien nos muestra cómo somos en realidad sino la mirada radical de las personas que nos rodean. En ellos está el amor de los que nos quieren y el desprecio de los que nos aborrecen. A partir de ahí su experiencia se irá llenando de miedo y sordidez. Luego verá cómo su belleza la separa de la buena gente y la empuja contra el instinto depredador de los hombres que codician lo que sólo para ella es invisible». Lo dijo todo del tirón y añadió: «No es biográfico… ¿vale?». Pero no estoy tan seguro... La belleza es un tema manido, dije, y la mirada de los otros no son el único reflejo fiable. «La belleza es un shock ─dijo ella─ la vida que hace footing en frío sobre los sentimientos y no le importa los desgarros que produzca». Nos llevó todo el día componer las escenas, insertar diálogos sencillos y elocuentes, toques de humor que jugaran con la tensión y condujeran las emociones a diferenciar entre objetos y seres humanos. La discusión fue larga porque a su juicio la tensión entre sujeto y objeto era esencial. En los descansos Doc se tendía a sus pies. Picábamos algo y le dábamos al rioja mientras decía: «Siento distraerte, deberías estar trabajando en tu novela». Yo le recordé un verso de Benedetti: Tengo una soledad tan concurrida. Terminamos de madrugada, cansados pero satisfechos del esfuerzo. Quedó en darle en casa la pátina teatral final. Cuando se fue el piso volvió a quedar en silencio. Días después llamó para decir que los ensayos habían empezado y que buscaban una sala discreta para el estreno. Habían decidido titular la obra como, Rosa rosae, un juego malo entre la declinación latina y la belleza perfecta. Propuse El shock de la belleza pero no le interesó. Estrenaron en un Instituto gaditano y no me invitaron a ir. Ayer volvió con el libreto. Al entrar la noté enfadada. Lo leí y al terminar dije: Es un bodrio. «Sí ─reconoció ella─ por lo visto no me enseñaste nada. Tu magia no funciona y… ¿sabes qué pienso? Que tu vida es menos intrínseca de lo que parece».

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Suset-Cat y su grupo

Happy Birthday

FELIPE GÁMEZ M. Málaga., Onda 8 (88.8 de FM) 14/03/05 Soy hombre de poco ruido y algunas nueces. Mi estado natural es el silencio. El silencio llama al silencio, dicen los miedosos y a mí me parece de fábula porque cuando el silencio llama yo respondo reconociéndome en él. Una casa tranquila, sobre todo en silencio es el mejor lugar, pienso yo, para escribir. Has de vértelas con la pantalla en blanco y el puntero que parpadea incrédulo en su esquina, ante la duda de que hayas entendido lo suficiente como para contar algo que merezca la pena. Les diré: el silencio permite que la mente amaine, focalice los temas, acalle sus propios ruidos y ponga sus nueces al alcance de los dedos. Después las ideas disponibles pasan algo así como un casting: ésta no, ésta no, ésta tampoco... los dedos toman posiciones sobre el teclado... como tanteando lo que aún no sabes. Suelo escribir éstos relatos la tarde de los domingos, cuando el silencio apremia, parece más denso, también más frágil y sé que si no me pongo a ello será el silencio del que estoy hecho lo que llegue a Onda 8 por la mañana. Cuando lo consigo pongo en marcha mi vena comunicativa y dejo que las palabras se amontonen y cuenten una historia. La de hoy fue ¡en pleno agosto! Con el calor a tope y la costa (Torremolinos hacia abajo) empapada de dinero, quiero decir de turistas. Un 28 de agosto, ¡sábado! Por mi trabajo los fines de semana libro y, ¡obviamente!, los sábados se ofrecen al silencio. Desde que me levanto voy como cerrando puertas, aislándome lenta y progresivamente. Como vivo solo por la mañana hago la compra semanal pero en realidad mis conexiones con el mundo son parcas, temporales, como de prestado. Tras el almuerzo paseo con mi perro y en ese tiempo sitúo mi mente en tal estado sigiloso que cuando llego al gran silencio de la casa ya he franqueado todas las barreras y puedo ponerme a escribir. Se trata de un proceso metódico llamado: concentración. Esa tarde, el silencio y la concentración se hicieron añicos cuando sonó el móvil. ¡Rayos y truenos! Era mi jefe, que necesitaba un favor: «Hay trabajo ─dijo─ te espero esta noche sobre las diez en la sala Ober-buking de Benalmádena, no te retrases». Me acordé de otro escritor, Kazantzakis, y de la frase leída hace años en su tumba, situada fuera de la muralla de su ciudad, Herákleion: «No creo en nada. No espero nada.

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27 Soy libre». Yo no soy tan libre, aún creo en las personas y en que el silencio debe ser posterior a los compromisos… así que fui. Llegué a la hora convenida y en la sala se ultimaban los preparativos para el concierto que un magnífico grupo de soul, Suset-Cat, daría esa noche, pasada la una. Les conocía porque más de una vez habíamos coincidido por esos mundos de Dios. Suset, la vocalista, vino a saludarme y dijo: «Haremos una hora de ensayo y luego un descanso hasta la actuación. ¿Crees que vendrá el príncipe?». ¿Qué príncipe? Pregunté. «¿Quien va a ser, dijo ella con un mohín, su Alteza Real don Felipe». Mi jefe, que andaba por allí dijo: «No se ha hecho público pero puede ser que venga. La seguridad tiene la última palabra. ¿Ves a todos esos con gafas negras y pinta de reporteros de Caiga quien caiga...?, pues son de la pasma. Cuidado con los movimientos bruscos». A las once los músicos atacaron el repertorio y Suset empezó a cantar. Una vez me contó que se había criados en los suburbios de Nueva York, que caminó descalza por las calles de la miseria norteamericana y que empezó su carrera en los garitos de la peor reputación, para el disfrute de los negros de Harlem. Fue al salir de los Estados Unidos cuando las cosas cambiaron a mejor. Esa noche, como siempre, su voz negra fue un regalo del cielo. Sólo por oírla mereció la pena haber dejado el silencio en casa. Nuestros técnicos, el jefe y yo nos relajamos y disfrutamos del espectáculo. Antes de la última canción ella dijo: «Ahora, para nuestro querido Felipe, para que nos perdone por hacerle venir en su 57 cumpleaños, cantaré Happy Birthday. ¡Va por ti amigo!». Fue fantástico. Me sentí tan feliz como el presidente J.F. Kenendy aquella noche en el Madison Square Ganden, cuando Marilyn Monroe cantó Happy Birthday para él. Al regresar, amaneciendo, el silencio de la casa era el mismo... sin embargo, yo era otro.

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Como una fruta de la melancolía

FELIPE GÁMEZ M. Málaga., Onda 8 (88.8 de FM) 28/03/05 Se hace las preguntas incómodas de siempre y también me las hace a mí: «¿Por qué escribes? ¿De qué buscas redimirte? ¿Es tan necesario amar y que nos quieran? Bah, sólo por una vez, sé sincero. ¿No es otro modo de ligar? Venga Felipe, ¡canta todo lo que sabes y nunca llegas a decir, abre el doble fondo de tus auténticas miserias! Te leo y eres uno de esos escritores en los que la palabra está fuera de rango. No lo entiendo. ¿Cómo es posible? ¿Cómo atreverse a hollar fuera de toda lógica, a crecer en territorio tan intrépido. A veces pienso que escribes desde la ceguera más absoluta y que tus textos surgen de las yemas de los dedos… con los que acaricias cuanto sientes y amas». Se pone así cada veintiocho días y como conozco sus ciclos guardo silencio y respeto. Sabe que llevo la cuenta y que cuando me llama, en esos días, enciendo la grabadora para no perder detalle. «Me inspiras, dice, yo misma siento, puedo palpar lo que hay bajo la piel de las palabras y no es raro que me atreva a sentir que tras esa piel hay otra y otra, y aún otra». Por lo que dice sabe mucho más de todas esas palabras que yo mismo. Quizá deba contar que tiene un CI de 160 y que se pasa las semanas trabajando para un tipo que lleva a gala dar vida a cualquier simpleza que se le ocurra. «Os parecéis, dice, tu intuyendo la palabra que va más lejos de sí, él soñando con lo intrascendente, con aquello capaz de potenciar lo mínimo». Pese a todo, le digo, es un publicista de éxito y ella lo achaca a que su cabeza está en el montón que hay más. «Su capacidad de síntesis es prodigiosa, dice. La palabra que vende alcanza pronto la textura, el relieve de lo básico, el mensaje corto destinado a la publicidad y... ¿sabes algo misterioso? Si te detuvieras a descubrirlas verías que ¡son tus mismas palabras!». Me pregunta si he leído una novela de Kawabata llamada Las bellas durmientes y le digo que no, que ni la oí nombrar. Ella me la cuenta: «Trata de ciertos hombres, avanzados en edad, que bien entrada la noche van a una hospedería donde pueden aproximarse a un grupo de adolescentes que, desnudas, duermen profundamente, por haber sido drogadas. Todos son hombres mayores e impotentes, que pagan un precio por lo que ven y se comprometen a no tocar a las niñas en ninguna circunstancia. Mientras lees, relata, entiendes que las palabras rompen sus moldes y te descubren que la mano imagina algo mucho más bello y poderoso que el tacto mismo. Las palabras encuentran y muestran la raíz profunda de la sensualidad. La piel está allí, perfecta e intocable, para despertar la memoria arrasadora del deseo. Entonces, continúa ella, la palabra trasciende a la poesía y alcanza la mística». Descubro que ha llegado hasta ahí porque quiere comprobarlo personalmente y me pregunta si estaría dispuesto a vivir la experiencia. «Con una tiza, dice, se trazan dos círculos tangentes en el suelo, de un metro de diámetro aproximadamente. Los círculos no pueden traspasarse, son lugares protegidos e infranqueables. Ahí nos desnudamos y será la memoria del tacto quien ponga las palabras... la poesía». No sé por qué digo estar dispuesto. «Somos ciegos que ven, dice ella desnuda en el interior del círculo. La mano que no puede palpar se desdobla e indaga, imagina, se enriquece, ensancha sus márgenes reales... ¡Crea!». Renuncio a describir lo que pasa por mi cabeza y creer en lo que sucede por fuera. Ella está ahí, pero no está. La veo, puedo describir con precisión minuciosa su geografía íntima. La escucho entretejer las palabras con las que descorcha su imaginación y la mía. Se mueve con parsimonia de danzarina voluptuosa, sonríe, ¡es feliz! y a mi cabeza acuden unos versos deliciosos de Antonio Gamoneda que lentamente le recito con voz ensimismada: Ha venido tu lengua; está en mi boca como una fruta de la melancolía. / Ten piedad de mi boca: liba, lame, amor mío, la sombra.

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Poesía heroica FELIPE GÁMEZ M. Málaga., Onda 8 (88.8 de FM) 04/04/05 Lo encontré en mitad del llamado Puente de los alemanes. Yo venía del centro, de gastar una pasta en libros, e iba a casa, él... «vengo de Canal Sur ─dijo─ me han hecho una entrevista... el periodista ese... que también hace radio... ni sé cómo se llama... ni me acuerdo de su nombre, uno de Sevilla, “mu gordo”; un impresentable haciéndome preguntas del tipo: ¿qué pensáis en Málaga sobre la trascendencia de las elecciones europedas? Qué tío, oye, ¡las europedas! Y qué preguntas. Me daban ganas de gritarle: ¡Que me dejes!». Mientras peroraba intenté hacer memoria: ¿de dónde ha salido? ¿Quién es? ¿De qué le conozco? Su cara me sonaba de algo, como si nos hubiéramos dicho adiós en otro puente. «¿Tú sabes que me separé, no? Preguntaba. Bueno pues sí, la dejé. No podía más, en serio, ¡cinco años con la misma tiparraca! ¿Lo imaginas? Bueno sí, tu estuviste... ¿veinte?». Treinta, dije yo. «¡La hostia, treinta años! ¿Saldrías hasta el gorro, no?». Pues no exactamente dije. «Bueno sí, oí lo de tu separación... ¡un palo!, ¿verdad?». No exactamente, repetí un poco harto. Él no se arredró: «De la pava de mi mujer sí te acordarás, estoy seguro; iba a vuestras reuniones en El Pimpi, una que escribía poesía heroica». Entonces me acordé de ella, y para ser precisos, no era poesía heroica sino erótica. Él iba a lo suyo: «Ahora con la separación y eso se ha puesto fatal, ya sabes, tenía un cuelgue bestial conmigo y ha tocado fondo, se ha puesto como una morsa, con una depresión de caballo... a mí ya me conoces, ¡soy incombustible! ¡Un pura sangre! ¿Qué le voy a hacer? Me las ingenio. Se me pegan como lapas, tío. ¡Como lapas!». Comprendí que hablaba para no darme tiempo a pensar y empezó a intrigarme a dónde querría llegar o peor, a donde querría llevarme. El puente de los alemanes no es muy ancho y no daba pie a la escapatoria clásica: Bueno adiós... para evitarlo decía: «Las cosas me van bien, trabajo aquí y allá, vendo cualquier cosa y en mi campo soy implacable. Si digo que voy a por uno voy a por él y lo siento, no le permito que se vaya de rositas, lo acorralo, le corto las salidas... ¡ya me conoces!». Quise decir, pues no exactamente, pero no podía permitírmelo. De pronto se puso a hablar de su empresa: «Estamos a la cabeza del mercado ─dijo─ facturamos lo que no está en los escritos. Productos de primera necesidad, ¡imperecederos! Ganaríamos mucha pasta si no tuviéramos un problema: mi jefe es un guarro, un rata, un vampiro, un insaciable. Lo quiere todo para él y si sobra algo también. Son personas que se definen con los posesivos, ¡yo, mi, me, conmigo, para mí! De ahí no los sacas, viven para ellos y para la VISA oro». La cara se le descolgó de golpe. «Por eso me veo como me veo. Un adelanto ayer, otro la semana que viene... porque le tienes que dejar que se olvide de la última vez que te aflojó la guita... y comprende que ahora tengo dos casas, dos mujeres, dos familias. ¿Te he dicho que soy un golfo? ¡Pues lo soy! Vosotros, los poetas, estáis en otros mundos, como yo cuando el sevillano me preguntaba: “Málaga, dime, ¿cómo es Málaga? ¿Cómo la ve un malagueño?” ¡El hijo puche! Preguntaba pero yo iba a lo mío: ¡Málaga quita el sentío! Le dije. Quita las penas, el malaje que nos traen los sevillanos... porque a golfos, golfos no nos gana nadie. ¿A que sí?». Yo iba a decir, hombre no exactamente, pero él puso cara de pena, de rabia; apretó la boca desesperada, ¡muy desesperada!, para que yo tuviera una visión clara de su impotencia. «Es trágico, es patético ─dijo─ pero mi ex no vende su poesía heroica, es decir que de heroica nada de nada y según el juez debo mantenerla. ¡Yo, que tengo un jefe chupasangre! Y para ir tirando vendo lo que no está en los escritos. ¡Nosotros somos los héroes!, amigo. Lo aguantamos todo con generosidad y buen corazón. ¿No te parece?». Yo iba a decir, pues no exactamente, pero me cortó. «Por cierto, tengo un apurillo financiero. ¿Me prestas 50 euros? ¡Es cosa de vida o muerte!».

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Final de invierno en Múnich FELIPE GÁMEZ M. Málaga., Onda 8 (88.8 de FM) 11/04/05 Málaga en Semana Santa me aburre así que unos días antes preparé el viaje. «¿Y qué harás en Múnich esos tres días?». Preguntaron los amigos. Pues nada especial, dije yo. Pasear, repetir visitas a ciertos museos, recalar en los mismos o en otros cafés, percibir el olor de una biblioteca o de un mercado... interiorizar aquella luz invernal tan propia del homo melancholicus, tratar de comprender a Rembrandt en la Alte Pinakothek... Puestas en ese orden o en otro, todas me parecían buenas razones, a ellos, malagueños de pro, ninguna. Una del grupo preguntó: «¿Puedo ir contigo?». Y yo dije: con algunas ciudades, como con ciertas personas, tres son multitud. Hay ciudades inspiradoras y la mezcla, como en el beber, funciona mal. El jueves, sobre las diez bajaba en la estación Therensienstrasse para pasar el resto de la mañana en una de las pinacotecas más antiguas del mundo: Memling, Giotto, Tiziano, Leonardo, Durero, incluso Murillo... los grandes y sólo ellos. Después de almorzar en un bareto llamé a Inkel. Desde Málaga le había dicho, estaré por ahí, y ella, con ese español suyo, tan musical, dijo: «¿Me llamarás?». Nos conocimos un domingo en Torremolinos; yo paseaba solo por La Carihuela y hacía tiempo para almorzar. Ella vivía entonces con Otto, un músico jovencito, de pelo ensortijado y mirada lánguida. Paseaban y trataban de ver un sitio para tomar un piscolabis. Me ofrecí a guiarles y a partir de ahí comimos juntos y surgió la amistad. Ese otoño insistieron en que fuera. Me hablaron de Baviera, del sur de Alemania y de lo divertida que es la ciudad. Aunque mi economía no estaba muy boyante acepté. Ella tiene mi edad, es una consumada hispanista que enseña español en la Universidad y está muy relacionada con el Instituto Cervantes, en la muy céntrica Marstallplatz. Por lo tanto escribe y habla un español mejor que el mío. Me gustó la ciudad… pero no encontrarla ojerosa y abandonada. Un día antes de mi llegada rompieron sus relaciones y al abrir la puerta del piso, en la elegante Maximillian Strasse, me di de bruces con una mujer rotas. «No es un buen momento Felipe». Dijo, y hube de buscar un sitio barato para dormir. Al año siguiente fui solo y ni nos llamamos. Últimos de octubre, antes de que el invierno entrara y diese a las calles el aspecto del azúcar cande. Recuerdo sentir el tum-tum del corazón abigarrado de la ciudad, verla reflejada desde un puente con mucho tráfico mientras la tarde caía veloz desde las cúpulas verdes de la Frauenkirche. Esa noche me pateé barrios como Schwabing, bebí buena cerveza en un garito y escuché canciones bávaras a un grupo de animosos obreros. Era el lugar donde se asentó la bohemia a principios del siglo XX. Este año, al saber que pensaba escapar de Málaga me lo pidió: «Cuando llegues llámame, porfa» La encontré adaptada a su status de intelectual solitaria y reacia a emprender aventuras emocionales capaces de hacerla sufrir. «Múnich ─dijo─ es una ciudad vital, abierta y muy bonita». Cosa que demostró con creces. Comprendí que si Viena es un delirio, Múnich es un sueño constante sostenido por la razón y el equilibrio. El viernes Santo llovió todo el día y lo pasamos en su piso, quería cambiar impresiones sobre poemas que le había enviado por mail: Una tarde lluviosa se desploma, / se cae para decirnos algo / que no está en el día o en la noche / sino en el fondo de una mirada amable. Dijo: «Traduje el poema al alemán y lo mandé a una revista de la Facultad». Me retiré pronto, guardándome dentro su conversación sincera e intimista. Salí con la sensación de que su compañía fue un regalo, una visita fugaz a los remansos de una mente cien, por cien alemana; un safari por los bulevares rosa de su corazón. El sábado Santo recobré mi soledad y deambulé sin prisa por una ciudad monumental pero de pequeño formato. A veces un sol blanco salía por entre las nubes y después lloviznaba. Para mi gusto hacía frío pero observé que el invierno periclitaba: en todos los parques florecían los magnolios.

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Cada vez más tarde FELIPE GÁMEZ M. Málaga., Onda 8 (88.8 de FM) 18/04/2005 Querida Ofelia:

¿Recuerdas cuando leíamos juntos a Antonio Tabucchi? Compramos su libro en Barcelona y al volver a Málaga yo leía mientras tú conducías o tú leías mientras yo me ocupaba del volante. También eran cartas de amor y despedida, ¿te acuerdas?, una colección titulada: “Se está haciendo cada vez más tarde”. Lo compré porque a nosotros se nos hacía tarde para casi todo. Íbamos juntos separados. Nos turnábamos para conducir o leer pero cuando yo leía era como si viajaras con otro, Tabucchi sólo me hablaba a mí… quizá porque sabía que llegar a Málaga sería imposible. Sobre todo, pienso ahora, era tarde para sentir y un amor al que le faltan los sentimientos es que ha perdido ya las últimas luces. Estamos ligados a los sueños como las estrellas a la noche y un amor sin estrellas es como una tabla flotando en la oscuridad. Si en verano las noches llegan tarde en invierno se adelantan y si pueden compensan la oscuridad con una abigarrada constelación de estrellas… sólo a veces su adelanto muestra una oscuridad de rescoldo o de albero, que es como se conoce a la luz de las ciudades regresando de las nubes. Claro que el albero ya no es amor, ni siquiera su recuerdo porque cuando se hace tan tarde, sólo queda la tabla lisa y del suelo sube un olor como a tierra quemada... “Amadísima Hemoglobina mía”, decía Tabucchi. ¿Te acuerdas? Me reía y tú decías, «no me distraigas», como si la carretera tuviera más interés que mi risa. Ya sé que era una risa nerviosa, pues ocultaba la angustia del que sabe que se hace tarde y si embargo no desperdicia la ocasión para decir: …me preocupas. Bien, tranquila, ya pasó. Comprendo que al Tabucchi que leíamos: jocoso, intelectual, cosmopolita, ya no le preocupaban aquellos amores perecidos como tales y sólo disfrutaba ganándolos para el libro. Sencillo y meticuloso les dirigía sus cartas desde la misma posición en la que hoy me encuentro escribiéndote estas letras, es decir liberado de aquella pesadez de estar llegando tarde a cualquier sitio. La tardanza era la del propio amor despidiéndose de sí mismo y de nosotros. Tabucchi se despide de Ofelia, ¿te acuerdas?, hacia el final del libro. Le dice: «Mi dulce Ofelia, hace más de veinte años que flotas mecida por la corriente, hace más de veinte años que veo cómo te ahogas... ». Porque él la quiere y hace más de veinte años que ya no la quiere. Me enseñó mucho aquel libro sobre amores y despedidas. Sobre todo aprendí a ver con naturalidad cómo algo tan bello y sublime como el amor se contrae hasta quedar convertido en una casa vacía. Entendí que cuando se hace ¡tan tarde!, olvidas que has amado y que la casa es una noche sin tiempo, sin tierra para los sueños y sin estrellas. Lo sé cómo recordándolo… como si el dolor sólo supiera de su curación. Aquel viaje Barcelona-Málaga fue muy parecido al regreso de una vuelta al mundo que había durado 30 años. Por eso escribo esta carta encantado y con la brevedad de un haikus. No quiero cansarte ni cansarme. Junto a ciertas personas la vida se comporta como algunos cuadros de Magritte en los que lo de fuera parece estar en lo de dentro para anularlo. También lo decía Tabucchi, ¿recuerdas? Felizmente para mí lo de fuera y lo de dentro se aúnan ahora, colaboran, se entienden, construyen juntos. Por fin concluyó aquella moda absurda que tanto hizo sufrir a los hombres de mi generación: se acabó calzarse la cota de malla de los superhéroes y ponerse en plan Salvador. «Llamamos amor a cualquier cosa. Yo te uso, tú me manipulas. Si me quejo te enrocas. Llamamos amor a reventar de miedo».

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Cuando la tarde planea hacia la eternidad FELIPE GÁMEZ M. Málaga., Onda 8 (88.8 de FM) 09/05/2005 Sí, justo a esa hora en que la tarde planea hacia la eternidad, llegué a la casa, en una zona cara de Mijas a la que no sabría volver porque el chofer, enviado para recogerme, dio cuarenta vueltas por allí con el objeto de que la hora de entrar fuera exactamente la prevista. El coche, un modelo americano que no sabría decir, aparcó delante de la fachada principal y al bajarme quedé un momento “colgado” de las vistas, las suaves ondulaciones de la montaña moteada de viviendas hasta la misma orilla del mar, en ese momento irisado por una luz argéntea irrepetible. Entró en contacto conmigo porque Berta, su secretaria personal le habló de mí y me llamó al móvil para concretar una entrevista: «Tengo ochenta y cuatro años ─dijo en un español aceptable─ y he soñado que debo encargar mis memorias. Para Berta, mi secretaria, usted es la persona idónea». Se trata de un encargo delicado, dije, y le hice notar que para aceptar debíamos conocernos, hablar, sentir por mi parte que los criterios de idoneidad son recíprocos. Ella dijo: «De acuerdo, le veré el sábado, cuando la tarde planea hacia la eternidad». Al llegar comprendí el interés por el matiz: la hora, la luz, el olor del jardín tras el último riego... todo aparecía como dentro de una burbuja atemporal. Me encontré con la clásica mujer norteamericana que tanto hemos visto encarnada en el buen cine: una anciana vital, de rostro sereno y expresión sobria que me recibía con una sonrisa a medio camino entre el sí y el no. Berta hizo las presentaciones y luego se excusó con la idea de: «Tienen mucho de qué hablar». Indicó con un gesto que tomara asiento frente a ella y me di cuenta que nada en aquella entrevista iba a ser fácil. «Es una hora perfecta ─dijo─ lástima que lo eterno sea tan efímero; en dos minutos y cuarenta y cinco segundos la magia se habrá evaporado en un silencio espectacular». Sonrió de nuevo con aquel sí-no entre los labios y añadió: «Silencio espectacular… de todas las frases para romper el hielo que conozco, esa es la más convencional. Quiero decir con ello que soy una mujer tradicional que se rodea de personas excepcionales». Adopté una postura cómoda, tranquila, en realidad no pretendía el trabajo sino algo que motivase mi interés. En cambio ella se puso a rebuscar con descaro y sentí su mirada entrar y salir de mis mundos; esculcar, revisar, pasear por mis meninges, curiosear aquí y allá, en medio de una selecta e inagotable guía de convenciones. De repente dijo: «Nací en 1921 en Northampton, Massachusetts, a un paso de donde nació y murió Emily Dickinson. ¿Le dice algo?». Le respondí con unos versos traducidos por Amalia Rodríguez: “La Fuerza no es sino Dolor / Amarrado con Disciplina”. «Toda mi vida la pasé odiando a esa mujer ─dijo seria─. Leyéndola, admirando y odiando su perfección, todos los días. Murió 35 años antes de que yo naciera y me parece una injusticia insoportable». Habló emocionada de la poeta americana, a la que tanto admiro, luego dijo: «Me casé por primera vez en 1947, ¿le suena?». ¡Claro!, dije yo, nací ese mismo año. Y ella precisó: «De abril al verano... para cuando usted nació ya estaba convencionalmente embarazada». Fue llevando la conversación de un punto a otro siempre con delicada sutileza… como si las palabras, las preguntas o las ideas acabaran de pasar junto a sus labios y ella las empujara suavemente. «Cinco matrimonios bonitos y convencionales, decía, cinco hijos maravillosos, cinco hombres que dejan huella, cinco vidas buscando algo que... ¿existe? No. Ya no lo creo. ¿Usted qué opina?». ¡Existe!, dije yo con rotundidad, y ella: «No he dicho el qué». No importa, dije yo. Sea lo que sea existe. Se quedó un rato mirándome con expresión franca. «Me alegro que lo crea ─dijo al fin─, porque he soñado que si hago memoria lo encontraré». Esa primera vez no hablamos mucho más. Sin saber cómo Berta había vuelto y nos escuchaba en silencio. Al despedirnos se me ocurrió decir. Cinco maridos, ¿verdad? «Cinco». Dijo ella. Entonces pregunté: ¿A cuál de ellos elegiría para la eternidad? Ni lo pensó. Dijo: «¿Para la eternidad? ¡A ninguno!».

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Aquel plus de belleza FELIPE GÁMEZ M. Málaga., Onda 8 (88.8 de FM) 16/05/2005 Un puente largo camino de Cascáis y de improviso aquel viaje giró para tomar otros rumbos: el domingo desperté en una cama blanda del, Hostal La española, en un pueblo perdido del Alentejo, Assunção. Desperté porque las campanas de una iglesia cercana empezaron a tañer como veinte minutos antes de las ocho de la mañana y al abrir los ojos, en un lugar que no viene al caso, me di de bruces con la pregunta: ¿Qué hago aquí? El buen tiempo me empujó a salir de Málaga, a dejar Sevilla colgada del retrovisor, a pasar de largo Extremadura y a cruzar la frontera con Portugal sobre las once de la mañana. Paré a tomar café y poner combustible en una estación angosta, como de un tiempo ido, a la entrada de un pueblo tendido sobre una comarcal de segundo o tercer orden. Un hombre de mediana edad, con un mono verde, llenaba el tanque y preguntaba si iba de paso o pensaba quedarme. Todo es posible, dije yo. ¿Qué hay aquí? «Depende de lo que usted busque». Dijo él. Luego pasó al bar, cargó la cafetera, y mientras la máquina hacía gorgoritos dije: incluso cuando no buscamos nada buscamos algo. El tipo me sirvió un café negro, largo y dijo: «Entiendo. En apariencia Assunção es pobre... llegué hace veinte años, recién casado y sin nada que perder. Hoy tengo la gasolinera, el bar y un hostal con poco tránsito que regenta mi mujer. En realidad nada, si a poco de llegar ella no hubiera descubierto... ¡la poesía!». ¡Ah, para mí la poesía son palabras mayores y me quedé, naturalmente! El hostal La española, era como todo en Assunção: antiguo y pobre, con esa estrechez intemporal que lleva de la poesía a la nada. Ella era realmente española, de Jaén por más señas, y como él tendría una edad cercana a ninguna edad... es decir, un poco joven aún, un poco mayor ya... los ojos grandes, cuerdos, voladores. Me recibió en bata de watiné y con el pelo recién lavado recogido en el regazo de una toalla blanca. Al tomar nota de mis datos en el registro y saber que éramos paisanos dejó ir una mirada que me atrevería a definir como un compendio filosófico. Esa noche la cena consistió en verduras salteadas acompañadas de un clarete serio y de mucho cuerpo que él sirvió enfundado en el mismo mono verde de la mañana. Antes de retirarme ella vino a preguntar por los sabores y la infancia. Por su parte, él, a hurtadillas, me dejó un par de manuscritos con un ruego: «¡Léalos!». Por la mañana, tras las campanas que llamaban a misa de ocho, ella vino a saludar y de paso a desayunar conmigo. «Disculpe a mi marido ─dijo─, por aquí pasan pocos españoles y él, que valora y siente lo que escribo, incluso más que yo misma, compromete a los viajeros que le gustan dejándoles leer mis poemas. Le ruego que no lo tenga en cuenta. Ignora que todo lo que escribo es por él, para que su vida tenga la plenitud y la infinita belleza que me inspira. Cuando llegamos aquí... hace mucho tiempo, solo traíamos la provisión del amor... nos conocimos en Cascáis, en el viaje de mi final de carrera. Entonces él era camarero en la terraza de un bar y hablaba un español pleno de música. Luego vi que era generoso, valiente, tan dulce... alguien que sabía tañer mi corazón como si fueran las campanas que le han despertado hoy». Crucé el domingo paseando por los alrededores de Assunção… aunque no hubiera mucho que ver, ¡había tanto que sentir leyendo los mamotretos de poesía de aquella jienense tan perdidamente enamorada! El tiempo fue bueno y justo, de lejos, veía la gasolinera vacía y al hombre deambular sin nada que hacer enfundado en el mono verde de la rutina. Alguien más simple que yo le habría asociado al típico ignorante superficial y pueblerino. ¡Nada tan lejos de la realidad! Desde que llegué a la gasolinera me echó el ojo y consiguió interesarme. Sabía que la mente genial de su mujer había construido para él un universo poético insondable, tan profundo, rico y elaborado que era capaz de dar a la vida en Assunção, carente de todo, aquel plus de belleza.

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Un casting en el corazón FELIPE GÁMEZ M. Málaga., Onda 8 (88.8 de FM) 23/05/2005 Me espera pero rehúso ir, llamarla. Reconozco que pienso poco en ella y que coincidimos en esos sueños de la madrugada donde la noche y yo alcanzamos la máxima espesura. Sospecho que se hace la encontradiza (en los sueños): «Hola, pasaba por aquí...». Y yo sin saber por qué le doy largas. !Estoy ocupadísimo chica! Lo siento. Te llamaré, lo haré, no te preocupes... Mi actitud esquiva le duele, también me duele a mí pero no puedo decirle que no iré a verla ni la llamaré... por el momento. Sin embargo tengo mala conciencia y (en el sueño) hago como que no me importa su decepción ensombreciéndole el rostro. Apenas la conozco, sé lo poco que me ha contado las pocas veces que nos hemos visto. La tengo por una mujer pasada de los cuarenta pero con mucho potencial. Lo del potencial le gustó y dijo: «...entonces ¿puedo albergar esperanzas?». Me hice el sueco, luego pidió una descripción rápida y yo dije: veo un rostro bello, muy digno y alguna desilusión dibujando historias interminables. Ella sonrió y dijo: «¡Es verdad! ¿Como puedes saber todo eso?». Y yo dije: ¡Porque me lo acabo de inventar! Una mañana la encontré paseando por en el mercadillo de Huelin donde se compró un conjunto de falda y suéter que realzaba sus encantos. Estás preciosa, le dije. Ella respondió sincerándose: «Me vine a Málaga para estar cerca de ti ─dijo─. Alquilé una habitación sencilla en calle Comedias y la morriña no me da un minuto de sosiego. Lo dejé todo: familia, trabajo, amor...». Sentí un apuro oírle decir esas cosas... si no recuerdo mal dije: …esperas demasiado de mí. Odio hacerla sufrir, aunque lo hago a pesar de todo, porque mis sentimientos van y vienen como el tiempo. «¿Qué debo hacer para que me tengas en cuenta?». Preguntó no hace mucho y yo dije: nada, no hagas nada, no te metas en nada; deja que el mundo gire. Debo hacer las cosas a mi manera... existe un modus operandi... Lloró, naturalmente. Luego estuvo un buen rato callada y después preguntó: «¿Comprendes al menos mi ansiedad, verdad? No es como pedir trabajo». Lo sé, dije yo y no conté lo que estaba pensando porque habría llorado aún más y una mujer que llora me produce un escozor insoportable. Pero lo que pensaba es que debía enamorarme de ella, así de sencillo y escueto, ¡enamorarme! ¡Flipar en colores, perder la cabeza! Porque para mí el amor es básico, necesario, ¡imprescindible! Era una tarde fría, de éste último invierno e iba envuelta como en una nube de lana. Caminábamos por calle Carretería cuando volvió a la carga: «¿Y si sólo te intereso un poquito, si no doy la talla, si me pierdo por el camino...? No soy una vedette y no puedo competir con las que van de estrellas por la vida». Su cara, atractiva, quiero decir nada corriente, mostró la inquietud que le molía por dentro. No te inquietes y sé tú misma, dije; sé lo que eres por dentro y por fuera. Tienes más méritos de los que te concedes. Esa noche, cenando en el vegetariano de Plaza de la Merced, se lo dije. Te arriesgaste demasiado. Venir sola en Málaga desde Letonia, quedarte años por aquí, malviviendo en un cuchitril. Sin familia, sin trabajo, sin dinero... Esto es como un casting al corazón. ¿Qué quieres que te diga? «Di que me incluirás en la novela que estás escribiendo». Dijo ella zorruca. ¿Pero por qué te interesa tanto? Un personaje de ficción es humo, no tiene empeño. Eso la enfadó: «¿De ficción? ¿Qué quieres decir? Soy real». No, perdona pero no eres real, dije yo. «¡Demuéstralo!». Insistió ella. ¿Cuál es tu nombre y edad? Pregunté despacio. Ella dudó. «En realidad aún no lo sé, dijo al rato». No tienes nombre ni edad, no he pensado aún en ello... no sé qué hacer contigo. Dije con el mejor tono posible. Me miró con los ojos arrasados en lágrimas y preguntó: «¿Qué es ser real para ti? Desde el momento en que me has incluido en este texto ¡soy real!». Me sorprendió porque tenía razón pero aún pensé que podía escurrir el bulto: De acuerdo, eres real pero no existes. «¿Seguro? ». Dijo ella levantándose. «¡Eso es ridículo! Vivo sola aquí al lado. ¡Estúpido! Espero a que me des un papel en tu próxima novela y te aseguro que esta misma noche me inventaré el nombre… y todos los datos que necesites». La vi marchar decidida, segura de su realidad y pensé: tiene cojones… creo que se merece el papel.

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Esa oscuridad luminosa FELIPE GÁMEZ M. Málaga., Onda 8 (88.8 de FM) 30/05/2005 «Enseñar a perdonar es bueno, pero enseñar a no ofender sería más eficiente». El hombre dijo eso porque junto a nosotros pasó una madre regañando al hijo por rencoroso. La frase me pareció antológica y me fijé en él. Salíamos del invierno así que aún llevaba puesta ropa de cierto abrigo. Tenía buen aspecto y aquel empaque próximo al prestigio, vestía de calidad, iba aseado y le puse en una horquilla de edad entre los 80 y los 85. A esa hora de la mañana dominguera, ambos nos sentamos al sol en un banco pétreo del parque donde siempre que puedo saco a mi perro para que se relacione y corretee. Mientras tanto leo, paseo o me solazo tranquilo como ese día. Le dije: una frase excelente, amigo. Él sonrió y dijo haberla oído referir respecto de un psicólogo argentino, cuyo nombre había volado de su cabeza. «A veces, ─dijo como en un monólogo─, tengo la sensación de recordar cosas que no han ocurrido y que esas cosas, que no fueron, suplantan a las verdaderas... que, por alguna razón, la mente esconde». Fue como oírme a mí mismo y le presté atención. Le entiendo, dije yo, y comparto su inquietud. Escribo y a veces me cuesta deslindar lo que fue de lo que inventé. En ese momento él me vio por primera vez. «La creación, ─dijo entrando en la conversación─, encubre un temor invencible, el miedo de la vida a la soledad... porque... el regreso a la soledad es la vuelta a Casa, a la gran casa de la nada: nuestro hábitat natural. Lo escribí en un artículo para la prensa con el título: De la soledad y otras hierbas. Allí conté que el niño viene directamente de la nada, es decir de la soledad a la que antes o después volvemos. Entre la primera y la última soledad, somos. Si lo piensa verá que la humanidad se origina socializando la nada, pues antes que nada, nada somos». Me estremecieron esas palabra porque fueron dirigidas por una mirada conocida: los ojos de mi padre poco antes de fallecer. El sol zurraba lo suyo pero la conversación, sin embargo, se puso interesante. En un alarde filosófico el anciano decía: «El universo es energía y soledad; para nosotros, conciencia del origen y del fin, es decir, de la angustia por saber que la nada lo es todo, como bien saben los poetas. Cualquier trascendencia no es más que miedo a reconocer lo que sabemos. “No soy más que mis actos”, decía Sartre, no soy más que mi soledad, creo yo, y a veces el miedo a no querer reconocerme. Puedo tener conciencia del otro, socializar, porque todos somos el mismo. Ahora no soy yo sino Heidegger». Y yo dije, lo sé. Habló y habló durante un buen rato y en su discurso me sorprendió un fondo de tranquila alegría inundándolo todo. Como si hubiera comprendido lo esencial y el resto importara menos. Incluso la soledad tenía para él un valor diferente; le llamó, «esa oscuridad luminosa». Me fui pero pasé el resto del domingo comiéndome el tarro. Tarde, casi sobre las once de la noche, volví al parque con el objeto de sacar al perro y dar el último paseo. De lejos, mientras bajaba la Avenida Carlos de Haya le vi y me dio un vuelco el corazón. Estaba sentado en el mismo banco y su postura me hizo intuir que algo no iba bien. ¿Qué pasa? Dije acercándome. Se había quedado dormido y mi voz le despertó. Al principio le costó reconocerme. Luego dijo: «¡Ah coño, el escritor! Me dormí pensando que no regresaría». ¿No ha vuelto a casa? Pregunté, «No ─dijo él─, aunque le cueste creerlo no sé salir de aquí. Puede que haya una casa en alguna parte... pero no sé dónde». Lo peor de todo fue que no llevaba documentación ni recordaba su nombre. Llamé al 112 y una dotación de La Guardia Urbana de Málaga se hizo cargo. La ambulancia tardó un poco más. Les recibió contento y tan pronto le dieron la menor oportunidad se puso a comerle el tarro a uno de los polis, hablándole del Ser y la Nada, de Jean Paul Sartre. Me tranquilizó su alegría y pensé en aquella frase de Hemingway: la gente buena, si se piensa un poco en ello, ha sido siempre gente alegre.

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Abiertos hasta el atardecer FELIPE GÁMEZ M. Málaga., Onda 8 (88.8 de FM) 06/06/2005 Para ellos la medicina está en el fondo y en la forma de sus vidas. Ella ejerce en El Clínico y él en Carlos de Haya. Coinciden en un piso estupendo próximo a la zona universitaria. Estuve en su boda porque me invitó un amigo íntimo que también lo es suyo. Desde entonces compartimos la mesa y el mantel de una amistad plena de inquietudes. No hace mucho, en un fin de semana él me llamó. Ella cumplía una guardia, estaba solo en casa y tenía ganas de charla (cuando tiene ganas de marcha llama al otro, y hace bien). Comimos juntos, además del mejor médico es buen cocinero y nos divertimos repasando, como gente corriente que somos, la psicopatología de la vida cotidiana. Hacia el atardecer empezó a abrirse. Intuía que me había llamado por algo y mantuve la disposición a escuchar. «Fue al principio del otoño pasado, ─dijo mientras nos regalábamos el paladar con un brandy exquisito─. Una noche tras el amor sentí que aquello periclitaba… o se había terminado ya, y llevado por un acceso de pánico se lo dije. Ella guardó silencio pero yo sabía que aquello le estallaría por dentro. Cuando desperté al sábado siguiente se había ido y me pasé el día tratando de conectar con su móvil. No lo cogió. Sentí tal angustia que me puse a pensar, como un loco, dónde podía estar. De repente una luz alumbró mi mente, cogí el coche y fui a un hotel de la costa que para nosotros tiene un valor sentimental añadido. ¡Estaba allí! Esperándome y diciéndose a sí misma que si no era capaz de acertar nuestro amor estaba perdido de veras». Tras esa frase hizo un silencio largo que temí fuera su remordimiento por la confidencia. Pero continuó: «Desde entonces estamos atrapados en una dinámica horrible. Cuando le parece se va y yo, guiando por la intuición doy con su paradero. Hasta ahora lo conseguí pero cada vez me lo pone más difícil y sé que tan sólo es cuestión de tiempo. Un día u otro erraré y es probable que ella piense: ¡se acabó!». ¿Y será así? Pregunté. «¡Claro que no! ─Estalló él─, lo de aquella noche fue una boutade, una estupidez, los nervios. ¡Qué sé yo!». ¿Se lo habrás dicho, verdad? Pregunté. «¡Por su puesto! Se lo dije pero está más que dolida, inconmovible. El juego de las malditas desapariciones continúa. En el fondo es todo tan excitante. ¡Me asusta y me chifla! Llena el amor de un peligro tan real que lo pone a salvo de la rutina...». Me sorprende porque ambos son científicos y para ellos el sentimiento cuelga de un delicado equilibrio bioquímico. ¿Te amaré igual cuando mis niveles de neurotransmisores se alteren? Conocen que la fisiología está en la base de los comportamientos humanos complejos y saben cómo explicar los procesos entre el sentimiento y la emoción. Entre el conocimiento y la magia prefieren lo primero, aunque a veces la luz de la razón resulte mortal. «Verás, la quiero, ─decía esa tarde─, pero el miedo a perderla crece y la duda ha pasado de mi corazón al suyo». Pasó el otoño, el invierno, y nos perdimos el contacto. Pensé que aquello no tenía buen pronóstico y terminaría de modo imprevisto, como así fue. Me lo contó después de encontrarnos a la salida de ver la última de Star Wars. Nos fuimos a tomar unos vinos y como siempre, aunque quería desahogarse empezó a divagar. Por fin, hacia el atardecer dijo: «No sé si fallé porque me cansé, porque aquello no tenía sentido o porque, finalmente me daba igual lo que hiciera. La última vez desapareció y me dejó la mente en blanco. Pensé: fue bonito mientras duró. No la llamé ni corrí en su búsqueda. Por dentro sentía un dolor sordo pero decidí afrontarlo. Pasé el sábado leyendo, durmiendo, paseando. El domingo la casa estaba más sola que nunca y yo más triste que nadie. Acabé en La rosa de Moscú, tu último poemario… y me lo chupé entero. Al final sentí una cierta calma. Hacia el atardecer estaba lacio y escuché una puerta que se abría; era la del dormitorio para invitados. Ella apareció con el pijama puesto y un libro en la mano. Esa vez no se había ido a ningún sitio. La miré tiernamente y ella dijo: Me quedé porque te quiero… y sobre todo porque te perdono».

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Años luz FELIPE GÁMEZ M. Málaga., Onda 8 (88.8 de FM) 13/06/2005 Nos amamos y luego llegó el olvido. (El suyo, naturalmente) Ella es una de esas mujeres a las que si te acercas suficiente, y yo lo hice, escuchas como un silbido de fondo que se parece al de una espoleta cargándose. Una vez se lo hice saber en forma de pregunta (que es más sutil). ¿Sabes que eres una bomba emocional? Y ella dijo: «Lo sé. Un día de estos haré, ¡batabúm! Así que procura no estar cerca». El día en que se fue dijo: «Me voy porque te quiero». Las últimas noches la espoleta silbaba del carajo y yo, consciente de que me hacía un favor dije: gracias hermosa. De todas formas amenazó con volver. Dijo: «Chico, recuerda que no estamos casados, sólo es un hasta luego... debo pegar por ahí algunos petardazos para quedarme tranquila». La conozco y se lo agradecí sinceramente; de algún modo me protegía y sé que entre nosotros hay más cariño del que parece. De todos modos los hombres odiamos las separaciones y como ella lo sabía su beso final fue más delicado. Dijo: «Tranquilo guapo; no me eches de menos y ten siempre una botella de vino lista para descorchar». Pasamos como dos años desconectados, sin vernos, sin llamarnos, sin saber nada el uno del otro. Cuando una mañana abrí la puerta y la encontré sonriente, con un traje ceñido y sus pinturas de guerra, supe que venía dispuesta a un zafarrancho de combate en toda regla. Entró recordándome lo del vino y yo dije: en esta casa la posibilidad de recibir la visita ¡inesperada! de una mujer hermosa, es un cartucho que siempre guardo en la recámara. Nunca me falta un buen vino y una botella de Champaña. Sonrió en un esfuerzo por parecer feliz y dijo: «Te felicito amigo. Eso se llama, estar preparado para la vida moderna». Y yo dije: Bah. Para que nos vamos a engañar: se llama estar solo. Sus ojos, más tristes y angostos de lo que yo recordaba, se me enroscaron por dentro buscando melindres y aunque supo que no era para tirar cohetes (mi situación personal) tampoco vio rastros de preocupaciones que no fueran las conocidas de siempre. «¡Oye, estás muy bien! ─Dijo─. ¿De qué rayos te quejas?». Y yo dije como Pepa, una amiga reciente: ¡De nada, por supuesto! Sería un domingo sacrificado a mis libros pero la invité a comer. Los Ribera del Duero son vinos extraordinarios para desamartillar cerrojos y a los postres surgieron las confidencias. ¿Cómo te va? Pregunté y ella dijo: «Bien, a veces tirando y a veces recogiendo... es decir, regularcillo. Voy para los cincuenta Felipe y si se enamoran de mí no lo disfruto porque me falta lo esencial. En cambio si soy yo quien se enamora soy desdichada por no ser correspondida. Algo anda mal en mi vida y si mis sospecha son ciertas… soy yo». De repente se humanizó, dejó de pensar en ella y en sus avatares personales. Dijo: «Te quiero. ¿Lo sabes verdad?» Y yo dije: ¡Claro! ¿Qué duda cabe? «Entonces háblame ─dijo─. Dime qué piensas, qué escribes, qué sientes, dónde estás en éste momento...» Lo dijo como si pidiera un extracto, un currículum vitae apresurado, así que resumí: Si tomamos como punto de referencia el día en que nos separamos, dije, ahora estoy a dos años luz. Captó el mensaje, la distancia emocional. Dos años luz me situaban fuera de su alcance y un “encuentro en la tercera fase” carecía de sentido. Tranquila, dije afectuoso, no te sientas culpable; nunca haces más daño del que te permiten. Después de eso alegó una jaqueca terrible y se fue. Lo sentí porque en su mirada vi una ternura especial. Pasé el resto de la tarde escribiendo este artículo, pensando en que la belleza tiene una doble faz, si una es un veneno necesario la otra es su antídoto.

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La carta, la piedra y el estanque FELIPE GÁMEZ M. Málaga., Onda 8 (88.8 de FM) 04/07/2005 [A mi actual compañera, amante y roncadora esposa: María José Moreno] Querida mía:

Las semanas pasan y tú ahondas en mi corazón como una piedra que alguien tira a un estanque. Ahora que reparo en ella me parece una imagen a la vez bonita y vertiginosa. ¿No te lo parece a ti? Intentaré explicártelo aunque sea a vuelapluma. Alguien pasea por un jardín secreto (lo imagino como un sitio público pero donde entra poca gente) y llega a las inmediaciones del estanque con sus aguas serenas y apacibles; entonces lanza una piedra que lleva en la mano o quizá guarda. De este modo la piedra describe una suave elíptica, vuela unos segundos por el aire y traspasa la superficie con un sonido blando: ¡chof! En el punto de intersección se produce un movimiento circular ondulatorio y la calma lisa del agua rompe su quietud y reproduce unos círculos concéntricos que se amortiguan y tienden a desaparecer conforme se alejan del lugar donde se produjo la entrada. Mientras la superficie ondula la piedra inicia una marcha, no menos secreta, hacia un lugar profundo, puede que ni siquiera imaginado. Penetra, primero con suavidad y luego acelera un poco, ahonda con decisión sorprendente hasta encontrar el fondo del estanque (en el caso de que tal fondo exista). Bueno, ¿qué piensas? Te parecerá raro pero son las seis de la mañana y me desperté para escribirte. La idea de la piedra y el estanque con sus imágenes madrugadoras me ha llegado a la cabeza nada más empezar y ahora trato de comprender por qué se me ocurrió tal cosa, cuál puede ser la relación con nosotros; y puesto a sacar punta al asunto, cuál será su significado profundo; si es que lo tiene. Te decía que ahondas en mi corazón como una piedra que alguien tira a un estanque y en esa imagen yo soy el estanque y tú la piedra que profundiza. Por el momento no me ocuparé en saber quién o qué te lanzó hacia mí, sólo que hiciste ¡chof!, aquel día camino de Granada y que desde entonces profundizas cada vez un pelín más. Lo mejor es que el estanque (que soy yo) busca de igual modo penetrar en la piedra (que eres tú). Te lo cuento porque es muy divertido: al principio creí que eras como un canto rodado, ya sabes, uno de esos guijarros pulidos, relucientes y muy duros que el mar remueve y redondea sin parar. Luego pensé: da una impresión seria y un poco inalcanzable pero algo me dice que esa dureza no existe. Nos encontramos y creo que de mantener la idea de que seas una piedra caída en el centro de mi vida, eres sin género de dudas una piedra preciosa. ¿He llegado al fondo de tu corazón? ¡Claro que no! Dicen que el corazón de las mujeres es un misterio. Quien ahondó en él volvió con la idea de que no tiene fondo… o peor, que la mujer no tiene corazón. ¿Te imaginas? ¡Vaya pareja que haremos! Yo sin alma y tú sin corazón. Me levanté filosófico, lo sé. Mi estado natural es ese. Hay fines de semana que alterno, por la mañana soy un filósofo intuitivo y por la tarde un poeta tímido y enamoradizo que se pregunta: ¿Quién es esta chica que profundiza en mi interior en busca de un oro que quizá no tengo... imaginando a un hombre que tal vez no soy? Hacia el crepúsculo ya no hay preguntas; no las necesito. Pienso en ti y en la oscuridad de la noche sale una luna grande y bella. Como todo el mundo, anhelo la felicidad. Voltaire decía: “buscamos la felicidad sin saber dónde, como los borrachos buscan su casa, sabiendo que tienen una”. Yo intuyo a esa compañera esencial: la que llenará de ternura el amanecer filosófico, la que vendrá confiada en la oscuridad de la noche y salvará mi vida del desahucio, cuando sea el momento. Amanece y Málaga recibe el verano como si hubiera soñado con él... tanto como yo contigo.

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Hoy ya pensé demasiado... FELIPE GÁMEZ M. Málaga., Onda 8 (88.8 de FM) 11/07/2005 El verano lo reblandece todo. Si además agregamos que vivimos en un país blando (costumbres blandas, moral blanda, valores blandos...) llega un momento en que sobre primeros de julio, más o menos, casi todo en Málaga está entre líquido y gaseoso, hay quien diría que además ¡altamente inflamable! Así es como me lo cuenta un amigo, no malagueño, al que tengo por un hombre fabricado con sólidos exactos e inalterables a la meteorología y a otros cambios, ya sea del clima, de las costumbres o de las ideas. Casi parece de Jaén, aunque tampoco lo sea. Desde que lo conozco, hará algo más de cinco años, mantiene y defiende sus postura iniciales con poco éxito, dicho sea de paso. En Málaga, un tipo así resulta exótico. Pero no lo es o al menos a mi no me lo parece. «¡Ah, ese! ─Dicen algunos─. No parece de fiar, habla poco y eso moquea». En Andalucía se lleva la locuacidad de los bares (liviana e intrascendente), y se huye del hablar para mostrar los contenidos personales, los límites, esperanzas y temores que conforman el ser, sus apetencias y sus carencias. Esa información es privada y hasta el vino la respeta. Con mi amigo, al que llamaré Plinio (por darle un nombre que le va al pelo) sucede justo lo opuesto a la costumbre: no es que hable poco es que ¡no habla en los bares! y cuando lo hace, en petit comité, su conversación es tan rica, profunda y trascendente que si no le conoces bien te acojonas. Nos vemos menos de lo que ambos quisiéramos, la vorágine cotidiana se lo lleva todo por delante a una velocidad endiablada y si no sucede algo que demande una reunión urgente pueden pasar meses sin que nos echemos de menos. Por suerte, un amigo es ese que está ahí (lejano o próximo) y deja cuanto tenga entre manos tan pronto escucha decir, “Rupert, te necesito”. Una de estas noches me llamó: «Estoy en la puerta de tu casa, ─dijo─. ¿Puedo verte?». Miré el reloj; me caía de sueño y llevaba cerca de diez minutos leyendo en la cama sin enterarme de nada; faltaba poco para que dieran las dos de la madrugada. Entró pidiendo un café y yo dije haremos un par de tilas. «Vale bueno». Dijo él. Hacía una noche juliana típica, los patios estaban abiertos y conversaban despacito con los hilos de una brisa madrugadora que era el soplo delicioso de los montes. Dejamos que las bolsas de infusión se deslieran contándonos levedades hasta que de repente le vi ponerse serio, abrir y cerrar la boca como si fuera un pez y le costara trabajo respirar. Tuve la impresión de verlo chapotear en alta mar, sin nada a donde asirse y como lo único a su alcance era la taza se lanzó a ella… se habría abrasado la garganta si no lo paro. ¡Hey! dije, ¿qué prisa tienes? Ahí reparé en los gruesos lagrimones que como cerezas de temporada rodaban por sus mejillas. «Tranquilo, ─dijo él sin interferir el camino de las lágrimas─, no es nada grave. Por suerte sólo afecta a mi manera de ver el mundo». ¿Has descubierto que no es tan sólido como creías? Pregunté y el dijo: «Te escucho pero nunca te hago caso». En esta casa empiezan todos los mundos que a ti y a mí nos interesa; dije afectuoso. Aquello hizo el efecto de una compuerta que se abre. «Ya me conoces ─dijo─. Vivo según un estricto orden de valores: ser honesto, no hacer mal a nadie y no volcarme en empresas estériles. Para mí el mundo es un cubo de granito duro y tradicional: ya sabes, una familia estable, una hija que es una bendición y un hijo en el que he puesto todas mis querencias. Vengo de tener una conversación con él, de padre a hijo; y me ha preguntado: “¿tú me quieres papá?” ¡No veas! Me he puesto más ancho que alto al decirle: Te quiero más que a mí mismo. “¿En cualquier circunstancia?” Ha insistido él. ¡Pues claro hijo! Le he repetido. “¿Aunque fuera un criminal infame?” Ha preguntado él para mi sorpresa. ¡Por supuesto hijo! Mi amor no tiene límites. Le he visto sonreír… como si le costara creerme; él sabe que para mí el mundo es… era, sólido. No quería asustarme así que me ha preguntado del tirón: “¿me querrías lo mismo siendo maricón?”». Fue como verle soltar aquel cubo de granito grande y pesado. Se tomó la tira fría. Luego se levantó y dijo: «Gracias amigo, estoy bien. Hoy ya pensé demasiado... mañana será otro día».

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Zombies FELIPE GÁMEZ M. Málaga., Onda 8 (88.8 de FM) 18/07/2005 La vi de lejos y me acerqué. Iba cantando por la calle aquella canción de Alaska y Dinarama “Mi novio es un zombi” que llevaba puesta en un Disman y tan abstraída iba que cuando la toqué en el hombro, para llamar su atención dio un respingo y me miró como si yo mismo fuera un muerto viviente. Al reconocerme alzó las cejas muy bien depiladas y sonrió mostrando la cremallera perfecta de una mujer aún joven. «¡Ah, vaya, Felipe, qué susto me has dado!». Ahora no sabría decir el tiempo que llevábamos sin vernos pero debía ser mucho porque se mostró encantada del encuentro y me invitó a cenar. De ella sé tan sólo que trabaja en Hacienda y que viven en un piso antiguo de Alameda de Colón. Apagó el Disman pero el soniquete de la canción seguía pegado a sus labios: “Mi novio es un zombi... na na ná... na na ná...” Mientras subíamos en ascensor hasta su casa confirmó sus ideas al respecto: «Los zombies existen, sabes. Parecen seres vivos porque se mueven, hablan, tienen negocios, familia... pero lo cierto es que pese a tales signos externos por dentro están muertos y con frecuencia hasta huelen fatal». Por el tono de su voz no me cupo la menor duda de que sabía perfectamente de lo que hablaba y la dejé explayarse. El piso olía a cerrado y ella se excusó: «Perdona, llevo semanas sin venir, ─dijo abriendo las ventanas─, me daba mal yuyu volver sola a estas cuatro paredes... pero ya lo he superado. Fue aquí mismo, él estaba sentado en el tresillo viendo la televisión. ¡Qué tontería, los zombies no se interesan por nada! Pero tenía puestos los ojos en la pantalla y la mirada traspuesta más allá del vidrio donde los jugadores del Unicaja se batían el cobre. Su cara pajiza no expresaba nada y el piso estaba helado, lleno de ese frío negro del invierno pasado. Esa tarde la pasé adelantando información para los inspectores, y de verdad, cuando llegué estaba muy cansada. Entré y dije, hola; él respondió así: ¡bah no molestes tía, estamos perdiendo! ¿Percibes ese olor de fondo en el aire enrarecido? Es el suyo, contiene su indiferencia que es al fin y al cabo la tranquila frialdad de los difuntos. Cuando le dije: ¡fuera, no quiero volver a verte! Ni protestó. Se puso las zapatillas y volvió con su mamá». En la nevera estaba todo echado a perder: un pez muerto, un pollo muerto, el solomillo de una vaca muerta. «¡Puaj! ─Dijo ella─, es como si continuara aquí. Cuando lo tenía encima, sabes, yo le pedía: venga, cielo, muévete y él decía: lo siento, no tengo fuerzas. Estoy tan cansado. ¡Estaba muerto! Lo mató su propia madre cuando tenía 18 años y le dijo: aquí no entra ninguna niñata. ¿Entiendes? ¿Me oyes imbécil? ¡Las mujeres no traen nada más que ruina! ¡Escucha a tu madre, que de esto sabe un rato y nada malo quiere para ti! Maldita arpía. Descubrí tarde su juego, sabes. La madre es otro zombie: mató al marido para quedarse con el hijo». Hablaba sin cesar, como si trajera carrerilla desde atrás o como si tratara de taponar una herida abierta que no paraba de sangrar. Dijo: «Perdóname, no paro de cascar, parece que haya comido lengua, y es que mi novio era un zombie, un muerto viviente, y ahora que todo ha terminado debo saber, demostrarme cuanto antes que su muerte no me alcanzó… pese a que tuve su cadáver en mi cama, más tiempo del necesario». La cena se convirtió en una larga charla terapéutica. Yo dije: sangras, luego estás viva. Dos o tres veces preguntó «¿Tienes hambre?» Y yo dije: para nada. Ofreció ir por ahí a picar algo pero se había hecho muy tarde. Al final descubrí que temía quedarse sola y dije: en casa tengo una habitación libre. Aceptó sin pensarlo. Cuando salimos a la calle en las esquinas montaban guardia un grupo de chavalas en busca de clientes apresurados. Se cogió de mi brazo para hacer creer que éramos pareja y dijo: «Ya ves, en Málaga hay más putas que ventanas tiene Hacienda».

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A juego con la tapicería FELIPE GÁMEZ M. Málaga., Onda 8 (88.8 de FM) 27/07/2005 «¿Te acuerdas de mi casa?». Preguntó templando la voz tal y como hacemos todos cuando alguien nos interesa o vamos a pedirle algo. Yo dije: me acuerdo e ti, y de aquella reunión... pelín extravagante, en tu casa de Arroyo de la Miel. «¡Oh, bueno, vaya, sí!». ─Dijo ella─ y me la imaginé tendida en el sofá con el teléfono en una mano y con la otra cardándose el pelo de un color malva tímido. «¿No te irías enfadado, verdad? Mi intención fue sana. Quise reunir a gente dispar con la esperanza de poneros a prueba y aprender de los conflictos». La intención pudo ser sana aunque estúpida y esa tarde, aunque la cosa empezó bien, terminó a hostias y en la melé hubo contusiones diversas, ojos a la virulé, más de una nariz tumefacta y algún que otro morrito como un bebedero de patos. Además de sana la intención debe hacer causa común con la inteligencia, que es quien toma las decisiones correctas, en función de los resultados pretendidos. Cuando la intención es buena pero disfuncional lo más probable es que salten chispas por algún sitio y la barbacoa termine en incendio. No hace falta estar muy puesto en lo intelectual para saber que la violencia es la razón de los que no tienen razón y que los ánimos se encrespan cuando se tocan posiciones políticas o religiosas. Esa noche ella aprendió o tuvo la ocasión de hacerlo, que el agua y el aceite no se mezclan si no es bajo presión, con lo que resulta un combustible malo pero capaz de devolvernos a los tiempos de Viacheslav Mijáilovich Skriabin, (Molotov). «El problema es que me aburro y me da por pensar. ─Dijo por el teléfono─. Tengo una edad difícil: por un lado no soy una jovencita que tenga la Universidad fresca y por el otro no soy tan mayor como para disfrutar de un aparcamiento tranquilo y silencioso. Me apetece regresar al mundanal ruido, recobrar la melodía de mi vida, tocar las teclas dormidas durante los últimos años. Necesito saber que si me lo propongo aún puedo llamar a la acción. ¿Entiendes lo que quiero decir?». Pensé que era un modo, entre sutil y femenino, de contarme al oído: nada me sale bien y estoy sola. Me reblandecí y dije: Ponle menos morro y un poco más de seso criatura. Tienes mucho a tu favor: una inmejorable posición social y económica, el tiempo necesario y buenos contactos. Sé ingeniosa y sácales partido. La gente se reúne por intereses o afinidades, a veces por una mezcla de ambas cosas. A nadie se le ocurre mezclar churras con merinas. Su casa frente al mar es un punto favorecido de una costa privilegiada. Un lugar donde la belleza conquista por aplastamiento. Ella, consciente, trató de sacar provecho: «Quise emular a todos los mecenas que adoro, ─dijo confusa─. ¿El objetivo? Formar un punto de encuentro capaz de servir de referencia entre saberes y culturas. Hasta ahí la intención. Los resultados, como ya sabes, se parecieron a un choque de civilizaciones. ¿No lo crees tú igual?». Oí que preguntaba. La cuestión era: ¿Le cuento la versión larga o la corta? Era un sábado por la tarde, llovía a rachas y mi amigo, el ciego de calle Cuarteles, me había dicho: no vengas, salgo para Madrid. El teléfono volvió a sonar y ella dijo: «¿Puedes venir a verme?». Al llegar anochecía, el cielo se había caído al mar y por el aire pasaban peces voladores. «¿Los has visto?». Preguntó ella y yo dije, sí. En la casa el silencio era como de porcelana, cualquier ruido podía romper adornos que habían costado un dineral y que la perfecta temperatura mantenía en un estado de aparente ingravidez. Apareció deslumbrante, lo reconozco. Maquillada, y con un traje argénteo donde un grupo de gaviotas sobrevolaban sus senos hacia un lugar de seda íntima. No recuerdo el tiempo pasado entre aquella reunión inicial y esa tarde pero en las comisuras de los labios y de los ojos quedaban arruguillas que deslucían el conjunto. No quería hablar de nada, sólo tenderse en el sofá y decir: «Aunque no lo creas he logrado la perfección. ¡Fíjate, fíjate! ¡El color de mi pelo a juego con la tapicería!».

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Respuestas FELIPE GÁMEZ M. Málaga., Onda 8 (88.8 de FM) 02/08/2005 Por lo general paseo solo. A veces camino durante horas sin rumbo porque lo que me impulsa no es la búsqueda de un lugar sino la de encontrar respuestas. Lo curioso es que con frecuencia las preguntas no me la hago yo sino que proceden de los sentires interiores de criaturas que bien mirado no existen… pues son personajes surgidos entre las páginas de mis libros; algunos con el balbuceo incipiente e inseguro de esos interrogantes entre los que brillan las pocas luces maravillosas que aún tengo. De pronto emergen, los veo, están ahí mirándome fijamente, preguntando. Y tampoco sabría decir de dónde vienen ni a dónde van... solo que acabo de darles un nombre y tienen hambre por saber... a veces, no siempre, no todas la veces, también quieren existir, tener un cuerpo, lo que llamamos entidad propia y no sólo verosimilitud. En Literatura nos conformamos con que los seres y mundos creados sean verosímiles; pero si comunicas bien con ellos acabas descubriendo que quieren sacar sus vidas de los libros tanto como el adolescente salir del cascarón de los padres. En esos casos; si uno es un escritor comprometido con sus criaturas, sabe que no debe darles vidas simples, pueriles e insustanciales, (que en realidad son las nuestras) sino indagar en esa panoplia de respuestas portentosas y reveladoras que nos devuelven a un recuerdo tan feliz como inquietante: el de pensar que nos concibieron para cumplir una misión secreta, intensa y conmovedora. Bueno sí, paseo solo a la orilla del mar; me descalzo e interrogo a Málaga como si fuera uno de esos personajes que me invento. Entonces oigo al poeta que dice: “Trato de recordar quien soy/ (el que pregunta) / cómo puedo aislar un punto / definido por su longitud y latitud / en ese mar de preguntas y respuestas / que viene directo de la marisma”. Si fuera un artista plástico me vería ahí, en el centro de un cuadro que sería a la vez la pregunta y todas las respuestas posibles. Paseo sin moverme del sitio; indago con la mirada o con la intuición dónde están las respuestas que necesito; las palabras exactas contra las fáciles; todas las buenas preguntas que dejo sin responder. Quizá lo difícil sea descubrir que la pregunta siempre contiene la respuesta, tal y como el paseo se agota volviendo al punto inicial. ¿El principio es siempre el final del viaje? …solo que uno vuelve lleno de caminos donde nadie nos conoce y las Málagas posibles son todas Málagas imposibles. Paseo solo, descalzo y sin rumbo porque las respuestas que necesito me afectan a mí mucho más que a mis personajes… como si la realidad se invirtiera de golpe y yo fuera todos los personajes que preguntan y ellos los creadores que responden. Intuyo que el calor me cuece la mollera y no enriquece el caldo sino que lo complica en espirales de palabras que parecen contener mundos y sólo son pompas de jabón. Por suerte para mí el poeta me auxilia: “Ya puedo decir tu nombre / cuando amanece, / en esa hora del claroscuro / donde la esperanza oscila / y lentamente / va dejando que las cosas sean”. Se me ocurre que si puedo decir tu nombre, nombrarte (un modo de saber quién eres) tengo los mismo motivos para nombrarme, es decir de saber quién soy, en qué coincidimos, por qué preguntamos parecido y en qué respuestas surgen las semejanzas. Cuando escucho: «Dios es la respuesta a todas las preguntas», me pongo las sandalias y vuelvo a casa. Reconozco a mis personaje en cuanto aparecen inquietos y preguntones: «¿Qué quieres. Por qué me has traído aquí?». Sin duda para ellos soy Dios; por eso esperan de mí, ¡pobres diablos!, todas las respuestas.

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Sobre la atracción de los cuerpos FELIPE GÁMEZ M. Málaga., Onda 8 (88.8 de FM) 09/08/2005 «Los cuerpos se atraen en el espacio en función de sus masas y del cuadrado de la distancia que los separa... según formula una ley física universal». Me lo recordaba una tarde en la oficina Glenn Topkar, un escandinavo que llegaba a Marbella hacia primeros de mayo y todos los veranos, desde hace 5 ó 6 años nos alquila un equipo de sonido con el que potencia sus conciertos en el Saxo Club de Puerto Banús. Hacia noviembre regresa a Mehamn, una ciudad fría e inhóspita del norte de Noruega, según él para trabajar con su familia, poseedora con otros socios de una rica industria conservera. Allí pasa seis meses envasando arenques para dar satisfacción a los hermanos y reponer fondos. El resto del año se lo tira en Marbella, entregado a lo que según cuenta es la gran pasión de su vida: la música. Me dice: «Paso del norte del norte al sur del sur en menos de 10 horas y tardo semanas en aclimatar los termostatos naturales de mi cuerpo a las diferencias térmicas entre los bajíos helados del Mar de Barents y los chiringuitos calientes de Cabopino». Explica que habla un español de antes de la Guerra Civil aprendido de su padre, uno entre tantos idealistas políticos llegados con las Brigadas Internacionales, dispuesto a «chingarle un poquillo las cosas al dictador». (Lo dice con esas mismas palabras). Todos los veranos viene, me recuerda a su padre, luego a Isaac Newton (ahora sé por qué) y nos alquila el equipillo con el que refuerza el sonido de sus conciertos nocturnos, entre el miércoles y el sábado. El primer año me picó la curiosidad y fui a verle al Saxo Club. Un local pensado como punto de encuentro para entretener a las parejitas con posibles (una consumición allí cuesta una pasta) y sin abusar de su influencia (no pago un güi) voy un par de veces todos los veranos. Glenn Lleva la música dentro y siempre se entrega al instrumento (un saxo tenor) como si sus ídolos Sonny Rollins, Charlie Parker o Lester Willis hubieran venido a escucharle. Resultó mágico, muy emocionante, las veces que le oí interpretar Ive Found a New Baby. El año pasado se me acopló una colega. Una de esas mujeres que han transitado mis afueras mientras yo trataba de sondear sus adentros. Dijo: «Cielo, quiero ir contigo», y no me sentí con fuerzas para negarle el capricho. Esa noche entendí a Newton y por qué Glenn Topkar insiste tanto en que los cuerpos se atraen en el espacio. Coincidentes en edad y en ese punto de ebullición sanguíneo reinventaron para sí mismos eso que los románticos confesos llamamos, un flechazo caliente. Este verano Glenn Topkar y su saxofón maravilloso no han vuelto al Saxo Club. Danni Cabello, propietario del bar y amigo suyo me llamó por si sabía algo. Olvídate de él, le dije, no volverá... en una temporada. «Entiendo, dijo Cabello, aquella zorra...que trajiste...». Y yo dije: en Semana Santa les encontré en Munich. Glenn estaba muy cambiado, vestía a la última de la moda italiana y nada en él recordaba a sus pantalones vaqueros ni a su música. Se había cortado el pelo, rasurado la barba y su español era más aplomado y de derechas. Estaban de compras y él cargaba con los paquetes. «¿Parecían felices?». Preguntó Danny Cabello a punto de romper a llorar. Yo dije: bueno, ella estaba radiante, ¡bellísima!; él me pareció cansado. Por supuesto no le conté que tomamos unas cervezas juntos y que aprovechando que ella fue a empolvarse la nariz (en los sitios cerrados le suda el bigote), el nuevo Glenn Topkar me preguntó: «¿Podrías llevártela a Málaga de nuevo?». Sonreí y respondí a la gallega: ¿Lo soportarías? Él bajó la mirada, una copia de los cielos más densos y dijo lacónico: «No... No estoy seguro». Mojó los labios en la cerveza, se aclaró la garganta y me refirió una frase de Albert Einstein que no había escuchado antes: «Ya sabes amigo que no podemos culpar a la gravitación de que la gente se enamore».

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Los gordos también aman FELIPE GÁMEZ M. Málaga., Onda 8 (88.8 de FM) 28/10/2005 «Impares es una asociación gestada en Europa. Esa Europa cansina que se queda sola en medio de un sueño (mitad real, mitad ficción) llamado abundancia». Me lo contaba Alfons Soneill, un catalán canoso y reondillo que vive en el ensanche barcelonés y que vino a Benalmádena a pasar una semana loca. Recibí una llamada suya y al salir del trabajo fui a verle a su hotel. «Eres uno de los pocos amigos que me quedan. ─Dijo, atrapándome con sus ojillos de búho melancólico─. Mis ciento veinte kilos de humanidad me alejan de la manada... soy como una futura estrella que acumula material y un día, no lejano, ¡brillará con luz propia!». Disfruto de veras con su compañía: habla y piensa como los genios, es ocurrente, tiene un sentido del humor envidiable y está solo porque todas sus chicas terminan enfermando. «De personas normales y sanas, decía, van cayendo sin saber cómo en la anorexia más enfermiza que existe y las que no se mueren me abandonan. ¡Tranquilo!». Dijo al notar en mí un espasmo nervioso. «No corres peligro, ahora nos vemos poco y mis gracias sólo engordaran el velamen literario. Te gusta mi conversación porque le pongo humanidad y un lenguaje rico y sorpresivo». Alfons trabaja de cajero en un banco del Paseo de Gracia barcelonés y es más pijo de lo que parece. «Mi universo emocional, ─decía esa noche─, se reduce al coqueteo intempestivo y salvaje con la nevera. Te sorprenderías de lo violentas que llegan a ser nuestras peleas... pero nos entendemos. Ella me da... yo le doy... es como el feedback con cualquier mujer, nos retroalimentamos mutuamente... la diferencia es que ella mantiene el tipo y yo engodo». Al vernos esa noche ya había cenado, le hallé tendido en una hamaca de playa, ocupando media terraza y nos pusimos a llenar de amistad esas horas del aburrimiento en las que la digestión no deja pensar con claridad. El decía: «Matemáticamente se dice que un número entero, m, es impar si y solo si existe otro número entero, n, tal que: m = 2 Hn + 1. En la práctica, esto quiere decir que es impar todo número entero que termine en 1, 3, 5, 7 y 9». Pensé que el hartazgo lo hacía delirar pero precisó con rapidez: «Sí hombre, hablo del Club de los impares. ¿No me digas que no lo oíste nombrar?». Ah, sí! Dije yo sin tener mucha idea. Pensé que me aburriría mientras abundaba en los detalles. «Cuando me enteré de que en Barcelona existía el mismo Club de los impares que ya había conocido en Londres y París me inscribí. ¡Un fracaso! Sabes. No es un sitio donde en Barcelona quieran tener en cuenta a los pesos pesados». Supo por Internet que en Marbella abrían una sede nueva del Club y que en julio montarían un fiestorro en Puerto Marina para celebrarlo. «¡Estaba por aquí y me incluí en la fiesta! ─Decía él satisfecho─. No soy el mismo, he cambiado el chip y ahora busco a una gorda como yo. ¡Soy inteligente! ¿Cómo no me di cuenta antes? Si lo piensas como amigo verás que son las mujeres que me convienen, las únicas capaces de comprenderme sentado a la mesa. Las otras me hacían sufrir: “si no controlas la ansiedad reventarás”, decían. Bueno sí, vale. Tenían razón. Me molestaba y me jodía bastante porque tenían razón». La noche en Benalmádena era deliciosa el mar traía hasta el balcón un soplo de salitre húmedo que daba una inexplicable sensación de frescor. Alfons peroraba: «Antes de venir a Málaga pensaba que la gente viviría sola en el futuro y que nos cagaría una gallina eléctrica. Mi cabeza estaba llena de malos augurios. Ya sabes, esas tristezas que endurecen el corazón». Unos golpes suaves sonaron entonces en la puerta de la habitación y él saltó de la hamaca con una agilidad envidiable. Literalmente empujándome dijo: «Ahora tienes que irte». Lo entendí al ver todo el marco de la puerta ocupado por una mujer negra que se movía ondulante al ritmo del rebalaje cercano. El dijo: «Es el camarero cielo, ya se iba». Al pasar ella guiñó un ojo, me dio 5 euros y cerró la puerta con el culo.

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Comer con Iris Murdoch FELIPE GÁMEZ M. Málaga., Onda 8 (88.8 de FM) 06/11/2005 De lunes a viernes Málaga expande sus ruidos en todas direcciones porque el ruido no es otra cosa que el sonido de sus habitantes moviéndose de un sitio a otro, yendo de aquí para allá, con ese azogue natural que significa estar vivos. Un músico me dijo no hace tanto que cada ciudad tiene una firma sonora, el tono final con el que llega al espacio y que algunas ciudades, más sofisticadas, alcanzan notas complejas y sostenidas. Explicó, con todo lujo de detalles, que el día y la noche, con sus transiciones propias, dan tonos diferentes y que las estaciones producen su propia música de tal modo que la vida sobre el planeta es una sinfonía coral donde nuestras vidas, pequeñas o grandes, trascendentes o superficiales, viajan por el universo contando qué fuimos, qué removió los ánimos para que las palabras (sus sonidos) crearan sentimientos, obras reales o de fantasía, ínfulas que nos hicieron amar, desear, perdonar... En sus mejores tiempos, Iris Murdoch nos dejó dicho que “sin perdón el amor sólo es poder”. Debo contarles que de lunes a viernes el ruido me complica la concentración y dificulta algo tan natural en mi como ponerme a escribir, así que trato de hacerlo cuando Málaga cambia su firma sonora los fines de semana; un cambio coincidente con ciertas modificaciones automáticas en mi cerebro que durante esos días conmuta de la Base 10 (o vida ordinaria) a la Base 2 (de la vida contemplativa y creadora). Si vivir es moverse, hacer ruido; escribir es aquietarse y buscar entre la música de la vida el silencio que la hace inteligible. En ese sentido me habría parecido normal comer con Iris Murdoch un sábado o un domingo cualquiera, dos días en los que soy propenso a la ensoñación. Pero no, sucedió un miércoles del pasado agosto y en el sitio más inesperado: el restaurante donde almuerzo todos los días. Cierto que fue en plena semana de feria, cuando en El Viso, Polígono Industrial donde trabajo, cunde el silencio y aquel clima, más literario que real, de calles vacías y esquinas de quimera. Como de costumbre fui caminando y en el restaurante, por lo común abigarrado, apenas había cuatro personas consumiendo el menú de siempre. Me senté distraído cuando de repente descubrí que la escritora y filósofa irlandesa almorzaba sola a dos mesas de la mía. Recordé que nos conocimos en Barcelona, en la presentación de un libro suyo publicado por la Editorial Lumen y que la presentó alguien de la Facultad que había sido profesor mío. Ella hizo una conferencia corta, en inglés, y luego aceptó sin entusiasmo firmar ejemplares de la obra. Recuerdo que me picaba la barba (los nervios) y que me aproximé con un cartapacio lleno de papeles entre los que llevaba su libro. Al sacarlo para la firma con él salió un trozo de papel en el que yo había escrito unos versos: Suéñame, amada mía. / Porque sólo en tus sueños / soy perfecto. Ella dejo el libro a un lado y pidió al profesor que le tradujera, después exclamó: «¡Ah, the poet!» Enrojecí de golpe y me quedé bloqueado. Ella sonrió complacida mientras el docente le decía mi nombre al oído y ella escribía mis versos en inglés bajo los que puso: “Phillips Games”. No sería más de un minuto pero me pareció eterno. Bueno pues esa mujer extraordinaria, dueña de un pensamiento tan universal como genuino y cuya estela personal se extinguió para siempre en 1999 almorzaba frente a mí como una mortal cualquiera. Por mi cabeza pasaban títulos como Amigos y amantes, El sueño de Bruno, El mar, el mar, La sagrada y profana máquina del amor, La larga noche. Su obra más profunda y ambiciosa. Yo la miraba, (más que eso, la admiraba) y me complacía verla allí, tan próxima que casi podía tocarla, alcanzar su galaxia, llegar, palabra a palabra, al fin de cuanto logré entender durante las horas, los días, los meses transcurridos leyéndola. De repente la vi pagar la cuenta, levantarse y venir hasta mi mesa. Estaba literalmente fascinado cuando ella, acercándose mucho dijo: «Qué, ¡estúpido! ¿Qué miras? ¿Es que tengo monos en la cara o qué?». Me bloqueé mientras ella me arrojaba su desprecio y salía dignamente. Luego comprendí que no era Iris Murdoch, ni siquiera se le parecía.

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Una mente maravillosa FELIPE GÁMEZ M. Málaga., Onda 8 (88.8 de FM) 13/11/2005 «No enseñas lo que sabes sino lo que eres». Dijo y como es un maestro que conozco le pregunté: ¿de quién es la frase? Como respuesta añadió: «a veces ni siquiera enseñas lo que eres sino cómo estás». Me cuesta pero empatizo con él, por eso quise colaborar con su colección de frases: Según Joseph Hernest, “la clave de la educación no es enseñar; es despertar”. Se quedó un rato pensando pero no en mi frase sino en un artículo de Javier Pérez-Reverte que llevaba en la mano y que me alargó para que le echara un vistazo. Pérez-Reverte no es un escritor de mi comunión, me interesa como articulista y poco más así que leí el artículo. “El niño del tren”[ http://www.perezreverte.com/articulo/patentes-corso/60/el-nino-del-tren/], un relato breve, tal vez inventado, en el que don Arturo explicaba cómo la realidad es y no es a despecho de nuestros esquemas habituales. Hace años que se extiende la idea del niño-joputa, del nene “muñeco diabólico”, de la criaturilla-cabrona que te mira con ojos azucarados mientras te endiña una patada en las espinillas y te sonríe angelical. En el artículo un zagal de nueve años, sube con su madre al tren en Valencia y luego la señora se apea dejándole al cuidado de la preciosa educación recibida. El escritor, entre incrédulo y admirado, describe al chaval parándose en el comportamiento adecuado, correcto, ensimismado en cuestiones criaturiles pero atento a las normas de conducta y a las buenas costumbres de los adultos. Al final concluye en que tales casos existen aún porque en alguna parte de nuestra desabrochada sociedad quedan padres sensatos, adultos conscientes, incansables y además buena gente que siguen dando al mundo pequeños seres humanos esenciales. Mi amigo, el maestro, no se mostró conforme y yo dije: me parece un buen artículo. ¿Qué puedo añadir? Si me apuras... tal vez diga que me suena a invento literario para rellenar la página con una historia verosímil. «Vale, ─dijo él─, yo también lo pensé pero... ¿y si te dijera que me he topado con ese niño, más de una vez, yendo en Talgo a Madrid?». ¡Ah, sí! Exclamé. ¿El mismo crío? «¡Hombre, no exactamente el mismo! En cada viaje el cabrón muta pero en mi opinión es el mismo bribonzuelo que describe Pérez-Reverte. Parece sensible, ducado, que cede el paso a los mayores y no hace mal a nadie». Mi expresión tal vez entre dubitativa e incrédula le hizo añadir: «Desde que leí el artículo en septiembre me fijo más en él y es perfecto, un crío modélico, tranquilo, silencioso, con sus mofletes sonrosados, la mochila y los comic... ¡parece tan real! Ya sabes: Las piernecitas colgando, balanceándolas pero sin molestar. Una vez me senté a su lado y percibí su olor, el calorcito del cuerpo, esa mirada limpia, inocente con la que al final recuerdas tu propia infancia... porque, pese a que ya estamos lejos, todos fuimos niños alguna vez». Escuchándolo noté su agitación, la importancia que daba a la historia. Le conozco y a veces hablamos de la enseñanza y del enorme esfuerzo que comporta. Sus opiniones y las mías no siempre coinciden pero como sé de la extrema dificultad de su oficio le respeto. «Te aseguro que sólo los peces muertos siguen la corriente. ─Decía─. Los últimos de esa clase de críos fuimos nosotros... los que vinieron después son de armas tomar» ¿Pero a ti te gusta la enseñanza. Verdad? Pregunté extrañado. «No sé qué decirte ─precisó─. Aquel niño del tren me tuvo muy mosqueado. En el último viaje me llevé un alfiler. ─Sonrió y yo sentí un escalofrío─. Aunque te cueste creerlo el crío solo era un globo. ¡Un globo normal y corriente! Por eso pensé que si lo pinchaba haría ¡bim! ¿Sorprendente, verdad? No para mí. Se llama experiencia: veinte largos años soportándolos». Lo escuché pero su cara me daba mala espina y le seguí el rollo. ¿Y qué pasó? Pregunté. «Curiosamente cuando le metí el alfilerazo no estalló, al sentirse descubierto me miró sorprendido, hizo una mueca horrenda y se deshinchó poco a poco». Suspiré conmovido mientras él decía: «No creas que los odio… no es eso. Ahora estoy de baja por estrés... pero mi cabeza sigue siendo una mente maravillosa».

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Pringarse FELIPE GÁMEZ M. Málaga., Onda 8 (88.8 de FM) 20/11/2005 Paseábamos cogidos de la mano y yo pensaba: ¿qué será más real el frío (invitado seguro de aquella Navidad) o el corazón que arde embelesado? Por lo que recuerdo, Málaga caía desde el cielo y ella preguntaba: «¿Dónde estás?». Estamos soñando, respondí. Ella sonrió y me apretó un poco los dedos para hacerme sentir que el sueño era real. Veníamos de tomar un chocolate caliente cerca del Erosky e íbamos, sin prisa, en dirección a calle Larios. Málaga fulgía como salida de un Christma navideño y, ante la belleza de la ciudad festiva me estremecía y daba vueltas a la idea de que no figurábamos en una simple postal sino en el metraje inesperado de una película rodada por un alegre turista japonés. Dándole cuerda a lo imaginario nos vi pasando ante la cara incrédula del turista y su familia que preguntaban si cuanto fue filmado era real; es decir: si Málaga engalanada para dar la Buena Nueva tiene otros trajes menos suntuosos o siempre muestra la bella fugacidad del espejismo, cristalizado digitalmente, en la novedad del instante irrepetible. Caminábamos y me dejaba llevar por tales visiones cuando ella insistió: «¿Estás aquí o en alguno de tus mundos?». Esta vez sonreí yo y le apreté un poco la mano para darle a entender mi proximidad y con ella que la realidad (al menos para mí) entrevera unos mundos con otros en un delicioso patiche . «Lo sé, ─dijo─ Te voy conociendo y a veces esa mirada especial indica lo muy lejos que te encuentras». No era un reproche sino un modo de fijar mi atención, de hacer saber que si aceptas una invitación para salir adquieres responsabilidades concretas. Anochecía... o amanecía (no sabría decirlo) e íbamos de la mano, como si uno fuera el lazarillo del otro. De repente, mientras cruzábamos la amplia Alameda Principal ella se paró en medio de la calzada y dijo: «Hay poetas que son maestros de la autosuficiencia y parecen inmortales porque no se implican, ven las miserias del mundo y no sufren porque, cobardes, rehúsan bajar a la arena y pringarse. Los pocos casos en los que el poeta quiso hacerlo fue vencido por la realidad, es decir: aniquilado». El semáforo estaba abierto para los peatones pero en alguna parte de sus tripas algo descontaba los segundos. Cuando el tráfico rodado se reanudó y empezó el piterío ella me sujetó. «¡Quieto! ─Dijo─. No te pongas nervioso y bésame». Más tarde supe que indagaba en el tipo de poeta que no soy. No nos mataron de milagro. «Gran parte de la poesía actual me parece patética. ─Dijo luego camino de su dormitorio─. Una burla blandengue y falaz a la inteligencia del que ama en serio. El poeta que me interesa acepta bajar a la arena, ¡pringarse!, y si se tercia, ser destruido. ¿Por qué no? Sin muerte no hay resurrección, es decir: eternidad.». Yo la seguía con dificultad, a veces ensimismado y a veces pensando muy deprisa. Ella, quejosa, decía: «No me jodas, ¿vale? No me defraudes. No te perdonaría que te pongas como Paulo Coello y hables de Málaga como una ciudad bella y sin maldad. ¿Entiendes lo que te digo? La verdad es que ¡Málaga es el puto infierno! O si lo quieres fino, la puta del paraíso. Esa clase de puta que tras darte todo lo que tiene… te apuñala por la espalda». Pertenece a esa clase de individualidades poderosas que pueden permitirse ir por libre. Lo nuestro duró (como dice Sabina) “lo que un trozo de hielo en un whisky on de rock”. Las coincidencias en su cama o en la mía ralearon y ahora nos vemos para charlar a solas, quiero decir: a medio camino entre sus mundos y los míos. Me considera, un “buen tipo equivocado”, aunque ya conseguí, al menos, que no me asocie a las birrias blandiblú de Paulo Coello, Según ella, un maestro moña de la autoayuda para maris caseras y tiernas. Veía a Málaga como la peor ciudad del mundo, un infierno de incoherencia y falsedad. En mi opinión sólo necesitaba enamorarse de verdad. Por lo que oí él apareció de pronto; un cowboy duro, guapo, saludable. «Me pringué hasta el fondo». Dijo al encontrarnos, y sonreía llena de vida. «He cambiado, sabes. Ya no soy aquella castradora ¡de pinga! Si te soy sincera… aquella pátina de autosuficiencia ocultaba ¡tantos miedos!».

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Doble o nada FELIPE GÁMEZ M. Málaga., Onda 8 (88.8 de FM) 27/11/2005 Decidieron encontrarse en terreno neutral: mi casa. Ella llegó primero, guapísima, escultural, un cuerpo en el que todo parece pensado para... hacernos soñar despiertos. Él se hizo esperar. No habíamos tramado nada, o al menos así lo creo. Una semana antes ella hizo por verme. «Eres amigo de ambos ─dijo tras el saludo─, y ahora me haces falta». No necesité recordar que en ellos hallé compañía, comprensión y esos brazos sinceros y afables tan bien recibidos durante los días oscuros de mi ruptura matrimonial. Pudo parecer que venía a cobrar el favor pero pensé que su actitud rígida y nerviosa se debía a otras causas. «Creerás que estoy loca, ─dijo hurtando la mirada─, pero sólo quiero recobrar lo que es mío». Mas tarde hablé con él. Dije: está loca, pero con esa locura del amor, tan antigua y tan bella. Él dudó. Dijo: «Uuumnh, yo no me fiaría. La conozco y es tan peligrosa como el lazo corredizo que ponen al reo antes de colgarlo. Estuvimos diez años juntos y todo lo que me enseñó se resume en una palabra: ¡deshonestidad! Por conseguir lo que quiere es capaz de todo y cuando lo alcanza ¡ya no le interesa! Se sacia antes de empezar». Percibí sinceridad en lo que decía y una pizca de resentimiento. Luego rebobinó porque dijo: «De todos modos oigámosla. Vendrá con excusas y lágrimas de cocodrilo. Es de esas personas que ignoran sus errores y quiero ver como repta, como se arrastra y culebrea». Me sorprendió porque no era el amigo de siempre sino alguien más oscuro y enigmático. Su separación matrimonial me “tocó” por dentro. Ambos eran buenos amigos y me entristecí pero nada se habló entonces de las causas que, como es obvio y natural, sólo a ellos concernían. Quien pasó por un trance similar sabe hermanarse en el dolor, apreciar su hondura; por eso, viéndole “tocado” le ofrecí y él aceptó pasar una temporada alojado en mi casa. Fueron días intensos en cuanto a lo verbal pero él supo poner sus sentimientos a una prudente distancia. Cuando hace poco ella quiso verme lo primero que hizo fue sondear mi conocimiento del asunto y al percatarse que nada sabía dio el siguiente paso: «Le quiero, dijo escueta. Es mi marido y debo recobrarlo». Voy contra corriente y lo sé. Si la gente opta por invitar a los amigos fuera de casa yo disfruto en el diseño y preparación del menú, que sin duda será laborioso pero más sano y satisfactorio para todos. Esa mañana puse manos a la obra y preparé el almuerzo que devolvería a mis amigos, si no el deseo, sí la cordialidad. No funcionó. La comida fue tensa y a los postres estalló la tormenta. Él decía: «Jugaste al doble o nada y perdiste. Reconoce que son malas artes, juego sucio». Ella se defendió: «¡Soy así! Deberías aceptarlo, conocerme... lo necesito». Yo estaba en medio y puedo decir que la entendía pero también lo entendía a él. Ella decía: «Soy de ese modo y no cambiaré». «Yo tampoco». Dijo él levantándose airado. Luego me hizo una señal con el dedo y se fue. Mientras yo quitaba la mesa ella evaluaba los resultados de la reunión respecto a sus expectativas y acabó en una llantina que duró un buen rato. No comprendía. «¿Qué ha pasado? Preguntaba. Yo le amo...». Pasamos la tarde hablando de compromiso, honestidad, razones que sirvieran para el consuelo, y se quedó a cenar para seguir investigando. De pronto, sentados en el sofá, ella deslizaba su mano entre mis piernas y distraída hablaba, pensaba y palpaba a la vez. «Soy una mujer ardiente ─decía─, ¿qué hago?». Era una situación impropia, había algo inoportuno en todo aquello: la amistad, la tensión del almuerzo... qué sé yo. «Bah amigo ─dijo de pronto─. No seas malo y dame cobijo por esta noche». Le ofrecí la habitación de mi hijo ausente. «¿Pero de qué hablas?». Quiso saber; como si en el umbral de sus luces no cupiera más luz que la suya. Rechazó todos mis argumentos y no cejó en su empeño hasta oírme decir: De acuerdo, te hago sitio en mi cama… pero tú a un lado y yo al otro. Sonrió como si de pronto todo encajara en su sitio. Entonces pidió unos minutos para ir al baño y mientras yo leía en el dormitorio oí la puerta de la calle al cerrarse. Mas aliviado que sorprendido comprobé que se había largado.

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Cría cuervos FELIPE GÁMEZ M. Málaga., Onda 8 (88.8 de FM) 04/12/2005 Dice nuestro refranero: “Si no perdonas al ignorante y no sufres al loco, tú eres otro”. Quizá el don esencial de la inteligencia no sea la memoria, como algunos piensan, sino el perdón. O tal vez deba decir, la memoria perdonadora, en franca oposición al que perdona porque se pierde en el alzheimer o como dice Manuel Vicent, “…el paso del tiempo convierte la memoria en imaginación”. Todo esto lo recordaba, no hace tanto, un malagueño insigne al que en verdad conozco poco por mucho que nos hayamos crujido la badana por ahí cada vez que nos cruzamos. Coincidimos por un casual: alguien me invitó a una conferencia suya sobre un tema inquietante: Claves sobre la amistad entre escritores. Su tesis era que entre personas del mismo oficio no fructifica la amistad plena, salvo en casos raros. A su juicio, la “intra competencia”, como él la llamó, crea relaciones inseguras, propicias a la desconfianza y donde los sentimientos oscilan ambivalentes entre las cartas que se muestran y las que se ocultan. Casualmente esa tarde yo estaba inspirado y le rebatí algunos puntos de vista que consideré dudosos. La recuerdo como una discusión apasionada por mi parte y con algo de mal talante por la suya. Claramente disgustado él agradeció mi intervención con mal talente, que lejos de amedrentarme espoleó mi vena guerrera. La sangre no llegó al río aunque eso no evitó ojeadas rencorosas en las que me sentí fusilado con redoble de tambor. Después y para quitar hierro al asunto nos fuimos en grupo a tomar unos vinos a esa bodega tan malagueña conocida como “La casa del guardia”, aunque su nombre real sea “Casa de guardia”. Sin embargo, desde entonces caló entre nosotros una sombra de fastidio que impide una relación normal. En sus esquemas no entra el incordio cojonero del que ve los puntos flacos, y en los míos el que los críticos sean tan reacios a la crítica. «Cría cuervos». Decía rodeado de sus adeptos en una reunión casera a la que me invitaron como una oportunidad de espiar mi culpa y ser aceptado por el “maestro”. Esa tarde su tesis era que la Literatura (con mayúsculas) siempre será minoritaria, un coto vedado a la chusma y Casino de las mejores cabezas. «Popularizarla, ─decía engolando la voz─, es como criar cuervos o dar perlas a los guarros». No es mi estilo entrar a degüello, como fue mi impulso inicial, sino que más fríamente desmonté, pieza a pieza, las ínfulas crónicas de un malandrín provinciano, refugiado en los periódicos de su ciudad porque es uno de los pocos sitios donde su mediocridad pasa desapercibida. Fue una larga y agria discusión, de las que llaman “a calzón quitado” y en la que el pobre universitario que lleva dentro hizo una exhibición rencorosa, fragante e insostenible de vergonzoso elitismo. En mi opinión hasta él mismo llegó a percibir que cuanto más cerrada era su defensa más abyecta y desafortunada parecía, incluso a sus seguidores, entre los que surgieron discrepancias. El “santón” de las letras y la cultura malagueña se desmoronaba a la vista de todos y en su ofuscación ejercía la presión innoble de los que se hicieron un hueco aprovechándose de las influencias, no de lo que valen. Se produjo una desbandada general y yo me sentía como quien quemó sus naves. Al final nos quedamos solos, rígidos y un poco tristes. Sobre la casa cayó aquel silencio final de las grandes verdades cuando en realidad nada esencial se había dicho aún. «¿Quieres un té?». Preguntó y yo dije: un menta poleo, por favor. Si el alcohol destapa la inhibición las infusiones, con suerte, posibilitan comunicarse. «Intuyo que no eres uno de esos izquierdistas de mierda». Dijo él y yo respondí: pues anda que tú. Vas de “progre” y sólo eres un franquista emboscado. «Comsi comsa ─dijo él─. Las apariencias son un juego de trileros». Ambos nos despedimos pesarosos. A veces la inteligencia perdonadora lo intenta pero nos llamamos poco y si me invita a sus cenáculos exclusivos me excuso cortésmente.

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Canción de la mujer madura FELIPE GÁMEZ M. Málaga., Onda 8 (88.8 de FM) Málaga 22 de enero de 2006 «Vale Felipe, ¡lo sé!, todas las grandes mujeres fueron ignoradas... pero yo sólo canto, no soy una gran mujer y quiero seguir en mi onda de éxito inmediato». Me lo decía frente a un almuerzo vegetariano en el Cañadhú y yo la miraba desenvolverse con la vehemencia que la caracteriza y que sobre el escenario, pasadas las doce de la noche, es melodía ilimitada, dulzura en estado puro. Su voz, plena de armónicos, es una delicia incluso cuando, como en esa ocasión, hablaba con la boca llena. Yo le decía: ¿De qué te quejas? ¡Eres famosa! Vendes discos por un tubo y sé que te estás forrando. Se puso tensa, me miró más seria de lo habitual y yo sentí la tentación de soltar una frasecita al hilo: “Cierra esos ojazos o me voy a caer dentro”. Por suerte no lo hice. «Por favor, Felipe, ¡no hablo de dinero! ─Dijo en un susurro y como si me viera espeso─. No eres tan simple y me consta. Cuando hablo de “éxito” quiero decir ser capaz de escribir una canción que no pase de moda, que se quede aquí, ronroneando en el tiempo incluso después de mí. Ya tengo una edad y es cierto, la gente me acepta y compra mi música en vez de jugármela en los top manta... pero esto, ¡amigo!, ¡no es todo! ¿Entiendes por dónde voy?». La conocí en Barcelona, en un garito de mala muerte y al terminar su actuación dimos un paseo por las ramblas. «¿Qué estoy haciendo mal?» Preguntó. Ya no sé qué le dije pero ¡funcionó!, y cada vez que se encuentra en una encrucijada hace por verme. Esta vez lo traía todo bien masticado y necesita buenas conclusiones, ajustar cuentas consigo misma, rematar sus propias ideas. Una vez hablamos de que en música, como en todas las artes, tendemos al estancamiento, a repetir lo que funciona y a quedarnos lastrados en un soniquete feliz y pegadizo. «Es como tantear en la oscuridad, aventurase en arenas movedizas». Decía mirándome intensamente. Lo mío es ser reflexivo y pregunté: ¿Qué pasa por esa cabecita? No vives en Málaga, es invierno y estás muy lejos de tus rutas habituales. Me gustaría saber qué te preocupa. ¡Pero tranquila! Si has venido a decirme algo… empieza por el principio. Se puso a comer de un modo ansioso y en unos minutos limpió el plato. Luego y aún con los labios manchados dijo: «Una vez más pondré a prueba tus dotes intuitivas. Ya sé que al respecto estás bien dotado, ─sonrió por la picardía─, por eso estoy aquí; pero te haces mayor, estás solo y para mucha gente eso es muy malo. Temo que ni consigas oler siquiera el meollo de lo que llevo meses rumiando. Supongo que lo has oído ya: hace más de un año que no escribo. Nada, ¡cero! Ni una canción mínima!». Escucho mucha radio y esos cotilleos están a la orden del día. Estás en el dique seco. Dije yo, y ella asintió con un gesto. Pero es normal, llevas años en una producción continua, de cuando en cuando hay que parar, dejar que los mares interiores se revitalicen. Tómalo como una parada biológica. Ella apretó los labios, no le decía nada que no se hubiera planteado ya. «Es otra cosa, dijo cansada. Siento que algo se ha muerto dentro de mí y no hago más que hurgar en las entrañas de un cadáver». Esas palabras me sonaron y se lo dije: Escuché eso mismo respecto al final de tus anteriores parejas. Cuando algo tan hondo se muere es el momento de girar unos grados el ángulo de la mirada. Cambiar el chip. Su rostro se iluminó en el acto. «Sigue ─dijo temiendo que no supiera decir nada más─. Cambiar hacia qué, hacia dónde». Por ejemplo tus letras, dije, el tipo de música. «Vale, ─dijo ella─, dame un tema». El título llegó solo a mi cabeza: “Canción de la mujer madura”. En unos segundos sus ojos se iluminaron y luego corrieron las lágrimas. «¡Oh Dios mío! Muchas gracias. ─Dijo─. ¡Estaba tan cerca!». Se levantó pagó la cuenta y nos fuimos agarrados del brazo hasta el Paseo de la Farola. Esa misma noche voló lejísimos y desde el invierno pasado espero un original de ese disco.

Volviendo del aeropuerto me sentí solo. Málaga corría alocada en todas direcciones, como siempre. Alguien se atravesó delante de mi coche y tuve que frenar en seco. Hacía un frío atroz y una voz dentro de mi dijo: «Estás solo cuando no necesitas a nadie... y nadie te necesita».

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Fantasmas FELIPE GÁMEZ M. Málaga., Onda 8 (88.8 de FM) Málaga 29 de enero de 2006 Circula una anécdota contada por el juez Giovanni Falcone, sobre el interrogatorio al jefe mafioso Frank Coppola. El juez sintió curiosidad y le preguntó: “¿Qué es realmente la mafia?”. Coppola se lo explicó: “Señor juez: hay tres magistrados que desean convertirse en procuradores de la República. Uno de ellos es muy inteligente, otro está apoyado por los partidos que forman parte del Gobierno y el tercero es un imbécil. ¿Quién cree que será el elegido? ¡Pues el imbécil! Eso es la mafia”. Me viene al pelo para contar otra anécdota sucedida en el bloque donde viví al llegar a Málaga, al parecer atestado de funcionarios. «Has caído de pie, me dijeron, vives en un bloque de funcionarios: gente que recibió la bula para mamar de la teta gorda». Como no sabía muy bien qué significaba aquello lo asocié al socorrido: gente con suerte y lo tomé como un buen augur. Es preferible rodearse de personas suertudas que dejadas de la mano de Dios. El caso es que corrió el rumor de que uno de los vecinos fue propuesto para un ascenso significativo: de un plumazo pasaba de ser culichichi de 3ª a mando intermedio y quienes le conocían no le valoraban, precisamente, por su valía, capacidad o méritos personales. «Hay changüí político ─dijo el mismo vecino que me contó la anécdota del juez luego asesinado por la mafia en 1992─ Promocionan ¡al imbécil! que hará el trabajo sucio, sin hacer preguntas». Antes de la promoción aquel tipo y yo trabamos un tipo de amistad mínimo. Coincidíamos en el gusto por pasear cuando todo el mundo se cuaja y echa la siesta. Nos encontrábamos en el Paseo Marítimo y surgía la conversación. Me pareció un hombre tímido, bastante simple y algo solitario, que mata el tiempo de la modorra sin saber que es el tiempo quien le mata a él. Al ser ascendido cambió: se hundió más en sí mismo, empezó a marcar distancias y perdió aquella pizca afable. Salía menos y cuando se lanzaba a la calle en vez de pasear hacía footing. Se cruzaba conmigo a la carrera y sin parar de agitarse hilvanaba cuatro palabras: «Todo bien, ─decía─, mucha responsabilidad... la lucha de la vida, pero bien. Voy deprisa... voy deprisa». Parecía el conejo ligero de Alicia en el país de las maravillas. Algún tiempo después y por alguna razón que ya ni recuerdo, sorprendentemente me invitó a visitarle en su centro de trabajo. «Pásate, ─dijo─, y nos echamos un cafetito». No quise hacerle el feo y fui. Cuando pregunté por él a la chica de recepción se puso tensa, seria y dijo: «Espere». Me senté por allí y a mi juicio que dejó pasar el tiempo adrede. Cuando lo juzgó conveniente tomó el teléfono y le advirtió de mi presencia. Durante la espera pude de ver que nadie le apreciaba y capté rumores sobre su responsabilidad en una política de personal zafia, absurda e innecesariamente dura con los trabajadores. Tras encontrarnos me llevó a un bar próximo y necesitó descargar su conciencia: «Soy quien da la cara, ¿comprendes? Alguien tiene que hacerlo. Esto es como la mafia». No vi tristeza o aprensión en él, ni siquiera quería parecer inocente. Cuando le pregunté: ¿y cómo te sientes?, él fue escueto: «Desilusionado». Más adelante me divorcié, cambié de piso y nos perdimos el rastro. La vida del funcionario tiende a la inmutabilidad, frente a la del común de los mortales, algo más dinámica. Años después, por pura casualidad lo encontré y de un vistazo supe que no andaba bien. Nos fuimos al bar, claro, y él dijo: «Llevo meses de baja». La cerveza actuó en él como un grifo que pasara meses goteando y la corrosión hubiera gastado toda contención frente al dolor. ¿Qué pasó?, inquirí sin presionarlo. Él dejó ir las alas rotas de unos ojos vacíos, apretó las quijadas y dijo: «A veces la política funciona como una estructura mafiosa… Tuve un puesto de confianza y esos cargos terminan antes o después». Fui ácido, quizá borde al aducir: ¿Y dónde está el problema? Tienes una pinta horrible. El puyazo le llegó hondo y le hizo trastabillar. Esbozó una media sonrisa perruna y replicó: «A veces creemos en las cosas de un modo desmesurado. Nos dan un cargo y lo agarramos como si nos fuera la vida en ello. Luego, cuando se rompe todo, regresa el vacío anterior». Apuró la cerveza de un sorbo y ya más frío añadió: «Por orden de mi psiquiatra llevo meses queriendo verbalizar por escrito mis sentimientos y… ¿sabes?, esta mañana escribí algo asombroso». Sacó un papel arrugado del bolsillo y leyó: «Soy como el fantasma al que de pronto, el jefe le ordena: ya no asustas a nadie idiota. ¡Quítate la sábana!».

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Brokeback Mountain FELIPE GÁMEZ M. Málaga., Onda 8 (88.8 de FM) 05/02/2006 La vida, tan lisa y monótona, tan común, tan simple de días en apariencia calcados, repetidos y sucesivos como las cuentas de un rosario, es, apoco que nos paremos a considerar sus detalles, más extraña y misteriosa de lo que en nuestra prisa y abundancia nos paramos a reconocer. Con frecuencia pasamos por alto multitud de inesperadas propuestas, cientos de microcambios que desechamos sin prestar atención porque nos inquietan más de lo que deseamos reconocer. La simplicidad de la vida no viene de fuera (que ya sabemos es rica y compleja) sino de nuestro interior, asentado sobre intereses, planificaciones y conveniencias encaminadas a que todo siga como está. A veces lo que se nos remueve por dentro es tan hondo y sus estremecimientos tan intensos y vitales que ciertos sistemas se alertan y toman las riendas. La sensación de amenaza puede llegar a ser tan fuerte que nos lleve a pasar la página del día sin reconocer que allí hubo algo que de haberle prestado una mínima atención habría significado una cascada de cambios drásticos y arrolladores en nuestra existencia. Algo de esa naturaleza me sucedió justo hace ahora un año, un lunes 14 de febrero, día de San Valentín. Una jornada asociada al romanticismo cutre y consumista encaminado a decirnos cuándo, cómo y con qué expresar nuestros sentimientos a la persona amada. Ni que decir tiene que huyo y me paso por el forro semejantes convenciones (día de la madre, del padre o la abuela incluidos) aunque debo todo el respeto a quienes consideran que tales festividades marcan un recordatorio feliz para quienes olvidan a sus seres queridos. Bueno, a lo que iba: en ese día lunero, simple en su cotidianidad, sucedió algo que me sacó del ensimismamiento tan común en mi naturaleza y como se dice por aquí, “me puso a coger caracoles”. Acababa de cenar y mientras me cepillaba los dientes oí el pitido de móvil anunciando la entrada de un mensaje. “T=estimo”. Leí al ver el mensaje. En catalán, escueto y grande a la vez: “T=estimo”. Reconozco que me puse sensiblón y que por un rato disfruté de su bellísimo minimalismo. Alguien había enviado ese “Te amo” como una señal: “T=estimo”, sólo y nada menos que eso. Después de la emoción vino la necesidad de saber su origen, qué trémula mano, qué corazón había representado y concentrado en esas palabras su afecto iridiscente. (Mi gozo en un pozo!, cuando llegué al número la pantalla se iluminó con unas palabras: “número oculto”. Me puse a tejer cábalas sin cuento. A ver Felipe, me dije, de las provincias catalanas tan sólo en Barcelona hay mujeres con posibilidad de autoría sobre el mensaje y desde luego se pueden contar con los dedos de una sola mano. Soy hombre afectuoso, de amistad franca y corazón sincero, pero de mis años en Barcelona no puedo contar otra cosa que la peripecia filantrópica de una larga e inútil lealtad matrimonial. Después de que todo eso terminara en agua de borrajas prodigué mi cariño con amigos y amigas, porque soy afectivo y enamoradizo... pero siendo sincero conmigo mismo, ajustando la información disponible me costaba determinar a la persona que había escrito aquel “T=estimo”. Debo decir que por febrero de 2005 yo me encontraba libre y melancólico, es decir con ganas de tropezar en la piedra de siempre. Me hice a la idea de que tal vez en unos días llegaría un nuevo mensaje y con él la luz sobre la persona en cuestión. Cuando pasaron los meses y no llegó nada me consolé pensando que todos mis amigos en Barcelona m=estiman y que, esa es la gracia de la amistad auténtica. Me sentí bien porque saberse querido conforta muchísimo y me di a pensar en que aquel tímido mensaje no tuvo nunca connotación sentimental alguna. El caso es que hace unos días se desveló el misterio: recibí una llamada desde Badalona: «Felipe, )te acuerdas de mí? Soy Pascual y trabajamos codo con codo en una multinacional italiana?» Claro, dije yo atónito (Pascual! Cómo olvidarlo, trabamos juntos tanto como... «(Dos hermosos años!» Dijo él. Luego añadió: «Bueno... amigo, el año pasado te mandé un mensaje... )Lo recibiste? Espero que sí. Yo estoy bien, recordándote. Acabo de ver esa película... ABrokeback Mountain@ y me he dicho: (qué carajo, voy a llamarlo!»

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Me voy a Charleston FELIPE GÁMEZ M. Málaga., Onda 8 (88.8 de FM) 12/02/2006 «Qué suerte tienes! ─Decía─, para ti la vida fluye entre la realidad y la ficción». Resumía que mientras lee mis relatos juega a tantear qué está a un lado y qué al otro. Cuando le digo que una buena parte de la realidad es ficción sonríe y muestra una dentadura perfecta mientras yo pienso que la realidad de su sonrisa no es solo una dentición cuidada, entre unos labios preciosos, sino la belleza añadida al conjunto; es decir la ficción que cada cual quiera poner. Escuchando ella finge credulidad pero intuyo que duda. Es una mujer conservadora, de provincias, y tiende a creer más de lo necesario en el mito de tener los pies bien puestos en la tierra. Yo le digo que los pies están hechos para eso y la cabeza para... (Otras muchas cosas! Nos conocimos en mi casa, alguien le habló de las migas con las que obsequio a los amigos tras la Navidad y sintió curiosidad. Allí coincidió con otro amigo al que invité o apareció por su cuenta. Dicen que el amor es la paradoja de una paradoja porque en su interior todo es realidad y ficción al mismo tiempo. Ciertamente es un territorio singular donde hacer vivir los sueños. Alguien, que no fui yo, les presentó y enseguida hicieron “buenas migas”. Poco después eran novios y quisieron celebrarlo en mi casa con otra ración de buenas migas pero yo dije: lo siento chicos, nunca repito invitados como tampoco hago las migas fuera de enero. En mi casa comer migas es un rito, ese tipo de experiencias que sólo ocurren una vez en la vida, como cumplir quince o cuarenta años. Pensadlo y diréis: (son unas simples migas caseras!, y es cierto pero a la vez son otra cosa. «Como qué». Preguntó ella y yo dije: son unas migas mitad ficción mitad realidad. Una rareza culinaria. Aquel año les fue tan bien que me invitaron a pasar un fin de semana en el pueblo de ella y como por entonces andaba tristecillo y cogitabundo acepté. No todos los pueblos malagueños me interesan y algunos ni me convienen. “Fueraparte” los hay que me atrae y que me resultan insufribles. Desde ese día, al suyo lo tengo como muy especial... no sé si por el pueblo en sí o porque la vi radiante y en sus iris había esa chispa de ilusión que hace tan bellas y atractivas a las mujeres. Recuerdo agradecido que se volcó en los encantamientos de la amistad entendida sin pasteleos, y que le debo el milagro de hacerme sentir su ambiente con la misma fuerza y hondura que tenía para ella. Lo pasé de fábula y sirvió para alejar de mí soledades y agobios pueriles e innecesarios. Al final ella dijo: «)Puedo pedir un favor al escritor que llevas dentro? )Querrás a escribir un relato radiofónico sobre nosotros? Ya sabes: algo sencillo, romántico, emocional, delicado, intenso, inolvidable…». Creo que dio algunos o bastantes adjetivos más pero fue suficiente. Además de buen tipo él es malagueño y a veces nos vemos en un restaurante concreto, El Jardín, para filosofar con otros amigos junto a unas lonchas de jamón y unos vasos de vino. En la última reunión él dijo: «No escribas nada. Nos hemos separado». Me quedé petrificado. Unos días después la llamé y ella dijo: «Esperaba que tu relato nos diera ese toque mágico que nosotros no sabíamos poner… pero aún no has escrito nada… ¿verdad? Sin un toque de magia el amor nunca funcionan». A mí me ahogaba una pregunta: ¿Qué diablos pasó? Su relato fue estremecedoramente simple: «Una mañana desperté y ya no estaba. La ficción es bella mientras sueñas... si abres los ojos descubres que no es para tanto». Quise decir tantas cosas que me atasqué en mis propios traumas. Al día siguiente él intentaba soportar la cruda realidad. «El caso es que nos queremos mucho, ─decía─, pero algo pasó... y no consigo saber qué». Conversamos y yo quería agrandar mi capacidad cognitiva, poner mi sentimiento a la par que el suyo. Mientras él hablaba imaginé la escena final de Lo que el viento se llevó. Ella decía: «Me voy a Charleston, mi tierra». Y él: «Pero yo te quiero. Si te vas a dónde iré, qué podré hacer». Y entonces ella soltaba aquella frase deslumbrante: «Francamente querido, eso me importa un bledo».

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De la materia de lo imposible FELIPE GÁMEZ M. Málaga., Onda 8 (88.8 de FM) 19/02/2006 Tengo un amigo poseedor de un BMV rojo. Línea deportiva, con todos los extras... una pasada. A veces (de modo recurrente) sueño que viene a Málaga desde su país y me lo regala. Yo lo miro y pienso: no está sucediendo, y él, con una sonrisa lo argumenta: «Sólo es un símbolo Felipe, ves tu propia necesidad de creer en lo imposible». Sólo porque lo entiendo y estamos en la misma onda acepto las llaves. Le digo: hasta que despierte, ¿vale? Y el dice, «OK». Cuando más tarde abro los ojos caviloso y siento como si volviera de esa región mítica, donde todo es real, sé que estoy a punto de escribir un buen relato como parte de mi necesidad de creer en lo imposible… un paso previo para aceptar lo que no existe. “Arrodillaos y pronto creeréis”. Cuentan que decía Pascal. Lo cierto es que algunos lugares de la vida ordinaria se tejen con la materia de lo imposible. Y para muestra un botón. No hace tanto, en el restaurante donde almuerzo de lunes a viernes, encontré a alguien que me reconoció. Me acababa de sentar, esperaba a los amigos habituales y a que Viky, la camarera, se pasara a poner los cubiertos, cuando un tipo se acercó melindroso. «)Es usted… Felipe Gámez? Verdad». Pregunto comedido. Llevaba el uniforme de una empresa de transportes, barba de cuatro o cinco días y esa pinta currante de los hombres que deben pagar una hipoteca superior a sus fuerzas. «Usted no se acordará de mí, ─dijo sentándose─. Hace muchos años ya, quince o tal vez más, yo era joven y me acababa de enamorar». Su confesión despertó mi interés y le presté atención. Me recordaba mucho a un actor italiano: Massimo Troisi. Supongo que vio una chispa de curiosidad en mis ojos porque añadió. «Su cuñada era entonces Concejal de Cultura del pueblo y usted vino a dar una conferencia sobre el amor. ¿Se acuerda?». En mí se despertaron remotas imágenes de la biblioteca donde tomé datos para aquella conferencia, pero no del acto en sí. Sonreí para animarlo y hacerle creer que sí, que algo vago e inconexo volaba aún por mi cabeza... aunque no fuera verdad. Él quiso ser más preciso: «Agosto de 1987, mucho calor. Como la Casa de la Cultura era un horno y usted habló en la fresquita del atardecer, en la Terraza de Pedro, el de la ferretería. Dijeron que vivía en Barcelona y estaba de vacaciones. Yo leí la propaganda por la mañana. Me interesó desde el primer momento y fui con mi novia (que hoy es mi mujer) cogidos de la mano, como si nos llevara un temblor». Agrandó los ojos y yo percibí que todas esas imágenes le desbordaban por dentro. «Todos los que fuimos al acto éramos jóvenes y amigos. Pensábamos que sobre el amor siempre hay cosas que debemos aprender. Algunos estudiaban en el Instituto y otros, como yo, trabajábamos en el campo y nos sacábamos el carné con vistas a colocarnos luego en las empresas». Tal vez tenía prisa y quiso ceñirse a lo esencial, aunque a mí no me molestan los detalles. «Aún lo tengo fresco en la memoria, ─decía él─. Veo el sol poniéndose y ya en la fresquita soplar la brisa de Sierra Gorda. Usted empezó diciendo que el amor tiene muchos nombres pero fundamentalmente tres: Eros, Cáritas y Filias». Se atascó, paladeaba una emoción que no sabía manejar. «(Fue increíble! No sabe cómo esas palabras, esos tres nombres despertaron en mí ideas y experiencias que luego he comprobado son columnas reales de la vida con la mujer, con los hijos, con los amigos…». La conversación no llegó a más. Solo quería decir que aquella conferencia, sus nombres y algunas de las palabras empleadas habían abierto lugares y territorios que luego la vida y la fuerza de su corazón fueron llenando de conciencia y verosimilitud. «Se lo agradezco, dijo dándome una mano callosa. Se lo agradezco infinito». Me pregunto si supe disimular mi propia emoción. Esa noche me dediqué a revolver entre mis papeles los rastros de una conferencia que yo me esforzaba en vano por recordar. Tras una búsqueda minuciosa hallé una octavilla del Ayuntamiento: CONFERENCIA SOBRE EL AMOR y debajo mi nombre, la fecha, La Casa de la Cultura. Recordé que una semana antes a mi cuñada la habían cesado de su puesto político como Concejala de Cultura y comprendí por qué, sobre la octavilla descolorida, un sello municipal cruzaba en diagonal con grandes letras rojas: (( SUSPENDIDA!!

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Infinitudes finitas

FELIPE GÁMEZ M. Málaga., Onda 8 (88.8 de FM) 13/03/2006 La forma más segura de corromper a una persona es sobrevalorarla. Dije, y ella frunció un poco más la ya fruncida comisura de los labios, un signo inequívoco de que la belleza femenina, llegada a una edad y desde un punto de vista superficial, corre a refugiarse en la infinitud de las fotos. Nos habíamos encontrado en las calles del mundo, es decir en Internet. Entré en un buscador, precisé ciertos detalles concretos que afinaban la búsqueda y di con una localización única: Málaga. A sus sesenta y muchos ella estaba por allí y tras algunos chateos someros, como de tanteo, decidimos vernos y conversar. «Ya ve que soy una anciana, ─dijo seria─, pero ello no significa que haya dejado de ser quien soy. Pienso mejor, incluso más rápido que cuando tenía 25 años y él bebía los vientos por agradarme y estar por mí. Entonces vivir tenía la pátina brillante de lo nuevo, estábamos recién casados y él sufría de una obsesión que no lo dejaba parar: (tener hijos!». Mientras hablaba sus ojos iban y venían del infinito que forma la línea del horizonte, entre el mar y el cielo de Málaga. De tanto en tanto me miraba para asegurarse de que seguía a su lado. «Después de 42 años de matrimonio todo parece gastado y cuando me mira es como si ya no estuviera, como si uno de los dos hubiera muerto». Nada más decir eso se arrepiente: «No me mal interprete. (Por Dios!». Dijo cauta. «No sé si me entiende». La entiendo, dije; pero se distrajo. Sus ojos continuaban yendo y viniendo del horizonte que formaba el presente y el pasado convertido en recuerdo. Otra aparente infinitud. «Sólo una cosa es más dolorosa que aprender de la experiencia, ─murmuró─; no aprender. Toda una vida juntos para eso: para aprender». Mientras la oía pensé en los correos que nos habíamos enviado donde asomaba una vieja arpía estúpida. Nada que ver con lo que tenía delante: una mezcla de sensatez bondadosa muy fácil de apreciar. Me encantó oírla decir: «En algún momento opté por no ser una vieja malvada... Lo hice porque no habría sido digno de él ni de mí. El mal existe pero no queremos saberlo». Percibí que hablaba desde el fondo de los silencios matrimoniales donde la infinitud es un impulso tridimensional parejo al tiempo de la vida. «Tengo la sensación de que el tiempo da para decirlo todo y así llegar a otra infinitud: el silencio». Dijo ella como expresando una duda que yo aproveché para expresar la idea contraria: no se torture, ni en veinte vidas tendríamos tiempo para decirlo todo. «¿Seguro? ─Preguntó ella con gesto resignado─. Ahora pasamos las semanas sin dirigirnos la palabra… como si se sintiera estafado, pero sin motivo, porque tiene cuanto necesita. Antes me buscaba para hacerme los hijos que soñaba tener... En el fondo de su corazón había esa velocidad maravillosa, esa urgencia, como si le fuera a faltar el tiempo para traerlos al mundo. Me hacía reír, me hacía soñar, me hacía sentir cuanto llenaba su cabeza y yo me acoplaba tanto a sus luces que era como si su deseo se convirtiera en el mío. Ahora incluso me necesita para estar solo». Este año el invierno es benigno y el paseo por el rebalaje permitía una conversación atenta. Sin prisa fue entrando, por ella mima, en una pequeña investigación personal. «Hubo un tiempo de infinitud en el que nos entendíamos en silencio, con una simple mirada. No hacía falta decir nada para saber lo que pensábamos. He vivido única y exclusivamente para él. Un modo rápido y seguro de convertirme en un monstruo. Sé cuando duerme mal y al despertar le pregunto: )Cómo te encuentras?, y él dice: (Mejor que tú! Parece que hubiera optado por ser mala persona... pero le conozco y sé que es un hombre encantador». Iba llevando la conversación con pulso y buena letra pero de forma que yo no viera el final. «Hoy las mujeres cierran los ojos y no aprenden, (con lo que duele! Pero ya le dije, quería ser una vieja buena. Sabía que gruñe porque me necesita y porque aprende despacio. No sé él pero yo tenía una conciencia clara de que esa última infinitud nos llenaba por dentro. No quise sabe lo fácil que era matarlo. Tan pronto dejé de quererle se murió».

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Teoría de lo inconmensurable FELIPE GÁMEZ M. Málaga., Onda 8 (88.8 de FM) 20/03/2006 Con frecuencia ni salimos de nosotros mismos, el imaginario personal lo llena todo como un aluvión de subjetividad y conozco a gente que no sale de sí porque fuera de ellos no son nada. Algunos viven dichosos en sus mundos personales porque bien vistos son inconmensurables y otros son desgraciados porque los sienten como cercados y finitos. Y es que nada pesa tanto como una cabeza vacía. Hablábamos de todo esto un domingo del pasado invierno, durante una agradable sobremesa con un amigo matemático que gentilmente aceptó venir a comer a casa. Le había fallado el enlace con un vuelo de regreso a Minneapolis (Minnesota), en cuya Universidad enseña Ciencias Exactas, y nos llamó desde el aeropuerto. Cosa rara en Málaga llovía esa mañana y disponía de unas diez horas libres hasta la hora de partir. Nos vemos de tarde en tarde y ambos deseábamos sacar el máximo provecho de la oportunidad, así que bromeamos y comimos deprisa con tal de no perder en los preámbulos ningún tiempo. A los postres la conversación adquirió densidad científica. Muy a propósito yo le sacaba un apreciado y viejo tema matemático que tuvo, y aún tiene, repercusiones en otras áreas del conocimiento como la Historia, el Lenguaje o la Filosofía y donde él se maneja con una amplia soltura. «La noción de inconmensurabilidad es de un ingenio teórico, Thomas S.Kuhn desarrollada por primera vez en su libro, Las estructuras de las revoluciones científicas, dijo sonriente. De ahí parte su >Teoría de la inconmensurabilidad de los paradigmas=. Nos encontramos con la misma dificultad al comparar imaginarios personales (en las ideas de Kuhn paradigmas psicológicos) al ver culturas como el Islam, cuyos imaginarios colectivos son desde nuestra perspectiva lugares paradigmáticos, es decir, inconmensurables». Tal vez no fuera la sobremesa más larga de todas las celebradas en mi casa (unas cuatro horas) pero si fue la más inconmensurable, si atendemos a su etimología: del latín: commetiri, comparar. Mi interés era saber si la teoría tenía aplicaciones en la vida ordinaria y él dijo: «Por supuesto. Algunos sentimientos, como el amor, en su profunda complejidad, son auténticos paradigmas y por lo tanto inexplicables, incomparables e inmedibles, otra acepción de lo inconmensurable». En ese punto su voz hizo una inflexión inesperada y el científico cedió su sitio al hombre común. «Llevo algunos meses refugiado en el Campus, ─dijo repentinamente serio─. Entre Brenda y yo surgieron esa clase de paradigmas. Diez años de matrimonio dan para mucho cansancio y no poca incomprensión. Además, el medio en el que vivimos ayuda lo suyo, la bárbara sociedad norteamericana tiene una buena base de negocio centrada en las relaciones de pareja. Ya sabes: matrimonio-divorcio-reconciliación o nuevo matrimonio... Los psicólogos, los fabricantes de chocolate, los vendedores de coches y muchos otros hacen su agosto». Lo consolamos diciéndole que nosotros pasamos por ahí en relaciones anteriores y que una pareja que supere las desavenencias no es frecuente. «Lo nuestro empezó con ella y su insatisfacción, ─dijo él─. Yo llegaba tarde a casa, cansado, y la encontraba con ganas de hablar, (un verdadero coñazo! Con frecuencia repetía que la vida es plasticidad, cambio adaptación... un modelo incompatible con mi punto de vista latino. Cuando entendí que preparaba el terreno para dejarme... no lo tomé bien y ella se atrincheró. Nuestras posturas se hicieron inconmensurables. Me refugié en la universidad, el trabajo, la investigación; luego se me ocurrió venir a pasar unos días con la familia: el origen, el fondo mítico e idealizado de la infancia... la seguridad. Todo eso». Luego decía, «¡somos latinos! y en nuestra cosmovisión los sentimientos son estructuras básicas que pueden cambiar, pero no derrumbarse y desaparecer. Una vez aquí, la cosa con Brenda empezó medio a rular. Nos pasamos horas charlando por teléfono. Empezamos a abrirnos, a recontarnos la intimidad y cuando la reconciliación parecía apuntar en el horizonte ella dijo: “que te quede clara una cosa, no volveré contigo y como matemático deberías entenderlo: nuestras vidas se han vuelto inconmensurables”».

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Invertir en belleza FELIPE GÁMEZ M. Málaga., Onda 8 (88.8 de FM) 29/03/2006 Hay quienes piensan que aprendemos por ósmosis, quienes creen que simplemente emulamos a otros (mejores o peores que nosotros) y quienes imaginan que tan sólo nos enamoramos y por esa razón nos dejamos prender, incluso aprender por aquellos que nos han ganado el corazón. Tal vez todas las opciones sean ciertas, es decir que siempre estamos aprendiendo y que, en el mejor de los casos recorremos un camino embellecido por la enajenación de los sentidos. No lo digo como un saber cierto sino como un proceso y quien me enseñó la parte más bella de cuanto aprendí al respecto es una mujer de quien siempre fue sencillo enamorarse. La última vez que fui a verla lo hice con María José, mi actual pareja, en una visita amistosa, tranquila y nada protocolaria. Entrar en su casa es como descubrir que todos los mundos sentidos son posibles: seres vivos e imaginarios de distintos tamaños y colores se derraman en todas direcciones en un corolario armónico y feliz de tiestos donde la belleza es un regalo sutil, inexplicable y conmovedor. «La casa dice cómo estamos por dentro, ─explicó mientras nos conducía hacia el patio─, muestra la calidez, incluso la calidad de los sentimientos hacia fuera y hacia dentro, y se detiene o mejor, se entretiene en los entrepaños donde la amistad guarda sus experiencias, los detalles preciosos que nos hacen a los andaluces tan hondos y hospitalarios». Dijo lo de los andaluces mirándonos de igual a igual cuando ambos sabemos que ella es natural del frío palentino. «Soy andaluza por suscripción, ─dijo después─, porque aprendí la dura lección de serlo con todas las consecuencias, porque me he ganado a pulso el título y porque es mi deseo lucirlo». Entonces dijo lo que yo repetí antes sin ser en realidad mío: “Aprendemos de quien nos enamora, de quien nos gana en honradez, de quien nos llama por nuestro nombre (nos conoce) y sobre todo aprendemos, (naturalmente! del que sabe”. No fue sólo delicioso oírla, en mi caso fue una oportunidad para decir lo mucho aprendido de ella, de las horas ganadas a la plática algún tiempo atrás, cuando las ternuras desplegaban clamorosas sus alas y las sábana caían, como plumas... hacia la plenitud. Sonrió cómplice y un poco azorada por la presencia de María José. «Bah, no le hagas caso, dijo con un cerrado acento malagueño, los poetas manejan la belleza de las palabras como nosotras las flores, pero todos están más pallá que pacá» María José, que ya sabe relativizar la lingüística, incluso la semántica, se mostró creativa: «Bueno, ─dijo en un susurro alegre y en el mismo tono castizo─, ahora o a deshora, sea paquí o pallá a donde quiera llevarme, la primera beneficiaria de sus palabras y de la belleza que contienen soy yo». El hechizo del piropeo femenino es (me atrevería a decir) mortal, así que salí del apuro con una frase de G.Bernard Shaw: No hay derecho a consumir felicidad sin producirla como no lo hay a disfrutar de la belleza sin contribuir a crearla. Pasamos el resto de la tarde hablando de nosotros, mostrándonos nuestras luces, respirando por las heridas que corroboran que somos aceptados por el mundo real, descubriendo que no somos tan raros, ni tan especiales, ni tan desgraciados como tendemos a creer, cuando nos encerramos entre las cuatro paredes de la autocompasión. Ahora, mientras tecleo estas líneas y espero la hora de levantarme para hacer la cena que luego tomaré solo, pienso que siempre aprendemos por necesidad y que lo aprendido empieza a parecernos verdadero cuando olvidamos que nos lo enseñaron por obligación. En tal sentido hay una edad, ─la mejor─ en la que aprendemos y enseñamos a la vez. Al despedirnos las chicas me hicieron un último regalo. Una decía a la otra: «De él aprendí a no comprar flores ni plantas, nunca lo hace, aunque como yo tenga la casa llena». «Lo sé ─dijo María José─. Él le llama a eso, invertir en belleza».

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El peso del mundo FELIPE GÁMEZ M. Málaga., Onda 8 (88.8 de FM) 05/04/2006 En medio de una realidad funcional, chabacana o mejor llamarla de baja intensidad (no sé si atreverme a decir: con cierta frecuencia bárbara) muy de tarde en tarde nos suceden historias deslumbrantes cuyo origen está en el peso del deseo y en su fuerza febril y arrolladora. Casos imposibles en los que algo mayor que nosotros mismos nos crece por dentro y hace que los sueños nos alcancen en plena vigilia y tengan la urgencia de saber con qué certezas cuenta la ilusión en el mundo real. Es una historia reciente que me decido a escribir por su intensidad misteriosa, porque de algún modo me vi involucrado (mero comparsa) y porque como contador de buenas historias debo estar listo y sobre todo perceptivo para apreciar cuanto de admirable pone el azar a mi alcance. Ella entró y yo salía con mi maletín en una mano y las llaves para cerrar en la otra. Acababa de interrumpir el fluido eléctrico del Cuadro General de la nave donde trabajo y en el despacho el silencio adquiría la conciencia gorda en la que pasa las horas del fin de semana. «Perdone, ─dijo─. ¿Puedo hablar un momento con usted?». No tenía pinta de vendedora así que temí algo peor. Dije: ¿Podemos dejarlo para otro día? Es viernes, todos se han ido y la semana fue larga... Ella asintió con la cabeza y lo habría dejado pero no podía ser. Su juventud, belleza y buen porte; ciertos gestos cohibidos… sus ojos inmensos alejaron de mí el recelo inicial. «No me conoce, ─dijo con esfuerzo evidente por mantener la calma─. Yo tampoco le conozco. Paso mucho por aquí, a propósito, y a veces paro el coche cerca. Nunca me decidí a dar el paso; me faltaron las fuerzas, la decisión necesaria, el valor. Hoy lo he conseguido y le ruego que me escuche sin interrumpir. Escribí y luego memoricé, palabra por palabra, cuanto quiero decir y si me corta sólo sabré llorar». Intuí que algo insólito y muy delicado iba a suceder y dije: De acuerdo joven. ¿Cuál es su nombre? «Mi nombre es Desiré y no le dirá nada...». Yo hice un gesto; no me decía nada en absoluto. «Tengo veinte años, mi madre no ve con buenos ojos que le moleste pero por fin sabe que yo lo necesito. Verá, le aseguro que no es un capricho, necesito conocer a mi padre, verle, hablar con él, saber cómo es... lo que piensa. De antemano le diré que no me importa lo que sucedió con mi madre antes de que yo naciera, entiendo que al ser un hombre casado no pudiera dar el paso de reconocerme… y cortara todos los lazos con nosotras. Le respeto y sé que sus razones habrá tenido para mantenerse al margen». Levanté un dedo para hacer un inciso pero ella cerró los ojos y murmuró: «(por favor, por favor, por favor!». La dejé continuar: «Desde muy joven he llevado sobre mí el peso de su indiferencia y lo asumí como parte del peso del mundo... pero mis hombros no pueden más. Mi padre, que es usted, vive en Málaga y no puedo acercarme, no le puedo llamar y decirle, hola. ¿Cómo te va? No puedo esperar, (como todas las hijas del mundo!, esa palabra divina que te dice: (mi niña! )Es tan difícil lo que pido? Le aseguro que no soporto más la sensación de que unos pocos kilómetros sean mayores que si ambos viviéramos en las antípodas». Sus sentimientos eran una mezcla de alegría, enfado, desesperación, necesidad... sobre todo quería hacerme saber que daba aquel paso por ella y también por mí, porque un padre necesita a su hija por idéntica razón. Acabó hipando alegre, emocionada, llorando un poquito y olvidándose del texto que había memorizado para que supiera de ella y contara con su afecto, su comprensión, la inclinación natural del parentesco y el cariño. Cuando por fin calló y se mostró dispuesta a escuchar yo flotaba en el espacio y el mundo era un dulce blandito. No merezco este regalo maravilloso y por supuesto te acepto en este preciso instante; dije. He olvidado cómo pasó lo de tu madre pero como hija eres inigualable. «Gracias papá… y perdona pero lo sé todo de ti: tu dirección, tu cargo en la empresa, el nombre precioso; ¡Álvaro! Me encanta». Toda la dulce alquimia mental se disolvió cuando le mostré mi DNI con un nombre, Felipe, incomprensible para ella. De pronto comprendió que con los nervios se había equivocado de nave. Se disculpó abrumada se fue al coche y salió zumbando. Yo volví solo a casa mientras sentía de nuevo… todo el peso del mundo.

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Por eso te amo FELIPE GÁMEZ M. Málaga., Onda 8 (88.8 de FM) 29/04/2006 El viernes Santo llovió pero no estábamos en Málaga y le llamé: Estoy en Tánger con MaríaJosé, dije. «)Cómo sabes que llueve por aquí?». Preguntó él, y yo dije: aquí también llueve. No sé si mi respuesta le satisfizo porque dijo lacónico: «Me la debes». Era la primera vez que le fallaba y mi amigo, el ciego de calle Cuarteles, se puso un poquito Arevenío@. Esta primavera está peor, a los achaques de la edad se han sumado la hondonada de la última ruptura sentimental y vive refugiado en el trabajo como un demente. Cuando le llamo por teléfono y se lo digo exclama: «(Lo sé!». En ocasiones parecidas se volcó en los poetas locos: Ezra Pound, por ejemplo; en algunos catalanes como Pere Gimferrer, Gil de Biedma o en libros extraños como Ciudad del hombre de José María Fonollosa, que debía ir a leerle cada vez que me llamaba con una crisis de ansiedad y al irme repetía aquel tremendo verso del poeta: No hay nada bueno en ti. Por eso te amo. Antes de ir a verlo llamé a Lina, su última pareja. No tiene buen carácter, lo sé, dije tanteando el terreno. ¿Es tan insufrible como parece? «(Peor! ─Dijo ella─. Sólo es bueno cuando paga... porque en realidad siempre está comprándote». Dije que pensaba ir a verlo, por si quería venir y ella exclamó: «(Pues que te aproveche! Y no le hables de mí. (Para él no existo!». Lo llamé y convinimos una cita después de una jornada laboral. Me recibió como siempre, vestido de etiqueta y con la botella de Oporto sobre la mesita. De fondo sonaba un vinilo de Sinatra. Yo no quería hablar de Tánger (lo estoy escribiendo) y él no quería preguntar, así que hicimos los preliminares como si no nos conociéramos. «Estoy releyendo a Maquiavelo ─dijo con la mirada perdida─. ¿Sabes que las mujeres ofenden antes al que aman que al que temen?». Sonreí sin que él se percatara. La cita, dije yo, habla de los hombres. «(Hombres, mujeres! )Qué más da? )No es igual?». Y yo solté la frase que una vez dijo para mí, Pau, una amiga de Molins de Rei: “es igual pero no es lo mismo”. Entramos en materia sin más preámbulos. «Tenía 20 años cuando me dio por escribir poesía; un madrigal exactamente. Aprendí la técnica y lo hice. En el pueblo de mi madre convocaban un concurso poético y lo gané. Nunca más volví a escribir nada semejante pero ese madrigal se llevó La flor natural. Con la flor venía la florista, una cateta deslumbrada por el poeta que no soy. Éramos jóvenes y nos enamoramos. Pero aquello duró hasta que se trasladó a una Facultad de Málaga y descubrió que soy ciego. ¿Te lo puedes creer? Te lo cuento porque mis amores tienen siempre el mismo equívoco: me asocian a lo que no soy y eso eclipsa al ciego. ¿Es tan difícil que te quieran por ser quien eres? No soy mejor ni peor que otros. ¡Soy ciego! ¿Qué puedo hacer?». Su lucidez en medio de la ceguera era apabullante: «Ser ciego, como ser pobre o negro tiene poco que ver con la aceptación o el rechazo; dice de las personas y como son por dentro». De pronto y sin venir a cuento metí a Lina en la conversación. Dije: he hablado con ella y está muy dolida. ¿Qué le hiciste? «Bueno, dijo él con un gesto resignado, te recordaré una frase que sabes bien porque es tuya: “Todos llevamos dentro un ciego, y a veces, en el peor de los casos, el ciego también es sordomudo”». La frase estaba bien traída pero yo no me aclaraba. Me excusé porque tal vez estaba más espeso de lo habitual y él dijo que lo habitual en mi es estar espeso. «Mi carácter no es peor que el tuyo, aclaró, y Lina es una mujer madura y hermosa que trabaja en la Organización y después de dos años juntos ha cubierto objetivos. Como tú pasaste por ahí te sonara aquella frase (tan reveladora! de Rimbaud: “He sentado a la belleza en mis rodillas y sabe amarga”». Tristán, el gato, vino a sobarse y a recordarnos que se hacía tarde y como Sinatra callaba desde hacía rato fue al piano para recordar Strangers in the nigtht. Entender a otro ser humano es agotador pero ahora pienso que lo hice, por eso me salió aquella dura despedida poética: No hay nada bueno en ti. Por eso te amo.

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