mito y religión
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MITO Y RELIGIÓN Filosofia de la Religión. Trabajo final.TRANSCRIPT
Eduardo Segura Fernández Filosofía de la religión. Trabajo final
MITO Y RELIGIÓN
INTRODUCCIÓN
En el presente trabajo realizo un somero análisis comparado de las propuestas
que, en torno a la noción de mito, han planteado los autores estudiados a lo
largo del curso. Más en concreto, me centraré en la reflexión que aquéllos hacen
sobre las relaciones entre mito y religión, en el sentido de creencia, o —más
generalmente— fenómeno religioso. Partiré de la común distinción presente en
estos análisis entre creencia y existencia de Dios o, en sentido más amplio, de la
divinidad o de lo numinoso. Tal distinción revela ya un primer elemento de
interés, porque la aceptación del sentido de lo sobrenatural equipararía en la
práctica a Dios —o los dioses— con la esfera de lo mágico. Un recorrido
conceptual por las connotaciones semánticas que el término “magia” ha ido
adquiriendo a lo largo de las edades, será la columna vertebral del ensayo.
Por tanto, queda ya señalada la importancia que va a desempeñar a lo
largo de estas páginas la delimitación significativa de los términos. De hecho, al
hablar de “creencia” todos estos autores constatan, siquiera de manera tácita, la
necesidad que el ser humano siente, y que su razón requiere, de dar respuesta
satisfactoria a la pregunta acerca del sentido. Es decir, el fenómeno religioso —la
creencia— proclama el carácter esencialmente espiritual del hombre. Las
circunstancias en que se realiza la religación con el núcleo de esa dimensión
espiritual, es la que nos revelará los modos en que la Historia ha asistido a
procesos de mayor vinculación apreciativa o, por el contrario, de desdén
respecto de lo sobrenatural en sentido fuerte1. La época actual, en la que es
1 Me refiero con esta expresión a la creencia en la divinidad y a las repercusiones personales de la fe más allá de las normas morales que la creencia pueda llevar anejas. Cuando la fe significa creer a alguien o en alguien, el fenómeno religioso posee un calado existencial mucho más profundo que la mera obediencia a un ritual, a unos mandamientos o a un credo, que son siempre consecuencias y no fines en sí mismos.
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patente un embrutecimiento —en sentido etimológico— de la dimensión
espiritual, de manera especial en Occidente2, obedece entre otros factores a una
cierta atonía interior, conectada de manera esencial al llamado estado del
bienestar. Tal atonía ha conducido a la acedia que esclaviza exponencialmente a
los países ricos desde el final de la Gran Guerra. Esta apatía, hija natural del
dualismo que ha separado alma y cuerpo, espíritu y materia, como esferas
autónomas —cuando no antitéticas—, ha desembocado en un empobrecimiento,
paradójico y revelador, de una y otra. La enfermiza atención a lo corpóreo como
instancia desvinculada de la dimensión personal intrínsecamente unitaria, ha
percutido como un mazazo en la exponencial sed de infinito que afecta a la
persona toda, y no sólo a su ámbito interno. Tal es la realidad última del
individuo.
Dicho de otro modo, cuando las necesidades básicas —y las que no lo
son en absoluto— están saciadas, parecería lógico deducir que la más básica de
todas dejase de ser necesaria. Sin embargo, la paradoja se revela una y otra vez
en toda su crudeza en vidas carentes de un sentido radical, ex radice, que
explique y otorgue relieve a la vivencia de los extremos en que la vida deja de
ser comprensible, abarcable, para adentrarse en el pantanoso terreno de la
insuficiencia absoluta, de la ignorancia y de tantas preguntas difíciles, en el
campo de la antropología, para las que no sirven respuestas fáciles. Pues la
constatación lato sensu de lo religioso como fenómeno, subraya, a mi juicio, la
dimensión racional en que se sitúa la creencia. De hecho, el fracaso de muchas
religiones organizadas a lo largo de la Historia ha residido, siquiera en parte, en
la inoperancia práctica que posee la razón en la realización concreta, existencial,
de la fe. En el terreno de la creencia, el sentimiento es tan insuficiente como lo es
2 El mal llamado Primer Mundo. Esta nomenclatura, al designar el objeto desde la perspectiva crematística, revela una carencia conceptual, pues da primacía al homo oeconomicus por encima del homo credens, o incluso del homo sapiens. En este sentido, el llamado Primer Mundo es en realidad el Tercer Mundo en la perspectiva espiritual, donde la desnutrición ha producido un raquitismo estético —entre otras calamidades— que revela en todo su abanico de matices la altanería falaz del cretino.
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la sola ratio. La sola fides exige dar razón de la propia esperanza que, si lo es en
verdad, nunca se presenta como algo irracional, y mucho menos a‐racional.
CREENCIA Y MAGIA
Es quizá en esta aparente sinonimia entre lo sobrenatural y lo mágico donde se
revela de modo palmario el carácter espiritual del hombre. Resulta muy
significativo que el triunfo del racionalismo cientificista arrojase una penosa
carga peyorativa sobre el término “magia”, hasta convertirlo en burdo
sustitutivo de mentira, falacia o cuento. Sin embargo, es precisamente en el
relato, en el mito, donde la entraña espiritual del ser humano revela la profunda
vinculación que existe entre realidad y verdad, donde la verdad adopta una
forma narrativa, que funde y asume las coordenadas en que se desarrolla la
vida: el espacio y el tiempo. El mito revela al hombre la temporalidad de su
carácter eterno, ya que no eviterno.
Hemos visto de qué manera Eliade subraya la distinción de la creencia —
de la percepción radical del carácter sagrado del mundo— del ámbito de la ética
o de la ideología y, en última instancia, de lo normativo. La religión deviene, así,
un tipo particular de experiencia susceptible de posterior racionalización, como
acabo de señalar. Por otro lado, la distinción que el autor establece entre lo
sagrado y lo profano a partir de la diferenciación entre espacio y vacío, remite
directamente a un planteamiento metafísico. La religación del hombre con la
divinidad parte, para Eliade, de la conciencia del carácter sagrado del cosmos.
De ahí que el templo del hombre religioso sea el mundo natural, dentro del cual
existen lugares u objetos cósmicos que revisten y manifiestan lo sagrado: las
hierofanías. En otras palabras, lo constitutivo de lo humano, que radica en su
carácter esencialmente religioso, responde a la pregunta sobre el ser del mundo,
sobre todo aquello que no es la divinidad: «La manifestación de lo sagrado
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fundamenta ontológicamente el Mundo»3. La cuestión básica es, pues, dual, y
quedaría formulada desde el asombro ante el hecho de que haya algo que no es
la divinidad, o bien desde la conclusión panteísta. A este respecto no ha habido
término medio a lo largo de la historia de la Filosofía.
En esta perspectiva cabe entender la progresiva desacralización del
mundo, de la materia, que se ha enseñoreado paulatinamente de la civilización
occidental, y que cristaliza de modo más visible a partir de la segunda
revolución industrial, a finales del siglo XIX. Coincidiendo con el lamento
romántico ante la destrucción masiva e imparable de la naturaleza a partir de
planteamientos maximalistas, que colocaban el progreso como motor imparable
de la consecución final de una redención intra‐terrena —otra constatación
paradójicamente reveladora del carácter religioso del hombre: el mito del
paraíso en la tierra—, la vida en la naturaleza se ha ido convirtiendo en un lujo
residual. El mundo salvaje es visto como el último reducto de una existencia
idílica, pero estandarizada según los cánones dictados por el mercado. La
desacralización del cosmos avanza, así, de la mano del alejamiento de la
contemplación. A medida que se ha impuesto lo pragmático y utilitario, se ha
perdido la necesidad de la pregunta por lo esencial. Sin embargo, señala Eliade,
resulta imposible una vivencia desacralizada de modo radical. Es decir, incluso
la existencia más “profana” reconoce en la práctica la esencia —y la necesidad—
del reencuentro íntimo con lo sagrado primordial.
Asimismo, esta progresiva “profanación” de la vida en Occidente está
radicalmente vinculada al olvido de los mitos —que, sin embargo, son
sustituidos por otros nuevos, como las nuevas idolatrías del mundo del deporte
o del espectáculo, con su cortejo de rituales y liturgias “laicos”4—, a la creciente
3 M. ELIADE, Lo sagrado y lo profano, Guadarrama, Madrid 1981, p. 26. 4 De hecho, cabe hablar de la existencia de una auténtica “religión civil” con sus propios mandamientos y anatemas, cuyo lenguaje o lógos peculiar es el de la corrección política. Su hades consiste principalmente en el ostracismo y el silencio mediático. Imagino que el pecado irredimible será pensar por uno mismo.
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dificultad que amenaza toda comunicación y, finalmente, al miedo a la Historia:
a la sensación de angustia y amenaza con que se vive el paso del tiempo y el
acercamiento del fin. La ausencia de sentido, que Victor Frankl señalaba como
la dovela que sostiene el arco existencial, es subrayada también por Eliade como
elemento axial en la pérdida del carácter sagrado cósmico de la vida. Las
religiones ponen al ser humano en contacto con el absoluto a que aspira, con lo
sacro, haciendo posible, de ese modo, vencer el miedo a la Historia, al olvido, a
la aniquilación y, en definitiva, a la muerte.
Así pues, en el planteamiento de Eliade el sentimiento religioso deviene
clave explicativa del sentido escatológico de la vida: es principio motor y razón
casi última, al proveer al hombre de respuestas a las preguntas radicales sobre
el paso del tiempo —y su sentido— y sobre su lugar en el mundo, al subrayar la
esencia sagrada del universo material. Pero, más radicalmente, Eliade afirma en
realidad que no es posible la vivencia desacralizada del mundo, pues hasta el
hombre profano actúa y vive a partir y desde lo sagrado primigenio que
manifiesta y desvela la realidad que le circunda. La magia es tan sólo —y nada
menos— otro modo de decir que lo que llamamos “sobrenatural” es sólo
aceptable si tomamos el prefijo sobre‐ en su sentido superlativo. Y en ese sentido
lo más natural es creer: la admiración ante el milagro que es el ser. La “magia”
es la respuesta ante la maravilla del ser del mundo, del yo, de lo numinoso: la
percepción de que lo más radical de la realidad es su dimensión infinita,
inabarcable, milagrosa y, por ende, misteriosa. Lo “natural” es, pues, reconocer
el carácter sobre‐natural de lo real, porque todo lo es5.
5 A los ojos de los primeros habitantes del planeta, el mundo aparecía como revelación del misterio. De ahí su tendencia espontánea a mitificar —a velar— la realidad. Veámoslo con un ejemplo. Pegaso desvela más plenamente la esencia del caballo concreto, que la manada que corre libre por la pradera. Para la mirada asombrada ante el milagro del ser, todo lo que es da cuenta de su origen como don, como sobreabundancia y gratuidad. Es por eso tristemente revelador y lógico que el mundo industrializado moderno haya des‐mitificado la realidad. El sentido de la gratuidad es ahora mera transacción, y apenas queda algo que cause asombro. El silencio contemplativo ha quedado ahogado en una vorágine de espectáculo vistoso y aturdidor.
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CREENCIA Y SOCIEDAD
Por su parte, Durkheim sitúa su análisis en la esfera de la sociología de la
religión. El fenómeno religioso aparece en su sistema íntimamente vinculado al
asombro, a la pregunta radical sobre el ser del mundo. En este punto coinciden
los corolarios de su planteamiento con lo que acabamos de decir al respecto de
la idea nuclear de Eliade: el astonishment es la llave para cruzar el umbral de lo
complejo, y acceder a lo esencial. En palabras de Durkheim, «es la ciencia, no la
religión, la que ha enseñado a los hombres que las cosas son complejas y
difíciles de comprender»6. La categoría de lo sobrenatural, de lo numinoso,
como idea opuesta a lo natural, o la moderna concepción de lo milagroso, es
extraña a los pueblos primitivos7.
Por tanto, la idea de lo religioso no puede definirse únicamente en
función de la de divinidad, como tampoco se puede analizar meramente desde
la noción de lo sobrenatural. Como ya he señalado, lo sobrenatural es una
noción desconocida para las sociedades arcaicas. Dicho de otro modo, la idea de
ciencia —o de método de verificación científico‐experimental— que hemos
heredado de la modernidad, establece una neta distinción entre el orden natural
del mundo, y el sobrenatural. De acuerdo con esta visión parcial, todo
fenómeno reducible a explicación empírica estaría sujeto a leyes descriptibles y,
por tanto, caería dentro de la categoría de “lo racional” —lo verdadero o real—.
Por el contrario, lo numinoso pertenecería a la categoría de lo mistérico y, en
última instancia, de lo irracional: de lo que está en manos del azar, del destino.
Este determinismo cientificista se muestra ciego (o cuando menos, miope) ante
la evidencia de que tal dualismo reconoce ya la existencia real de lo sagrado, 6 E. DURKHEIM, Las formas elementales de la vida religiosa, p. 25. 7 Una muestra de ello es el modo en que estas civilizaciones vivían en comunión con la naturaleza, atentos a sus ritmos. Las supersticiones que derivan de esa mentalidad no anulan el enorme valor de una vida naturalmente contemplativa, sino que lo subrayan. Coincide Durkheim con Eliade en considerar que el asombro —cfr supra— es la categoría perceptiva básica que caracteriza a la humanidad en estadios que llamamos “primitivos” desde una perspectiva cronológica —y, por eso mismo, anacrónica—. Lo milagroso es el ser, que existamos, que el mundo sea y el proceso de reflexión que permite afirmar yo soy, el mundo es, Dios es.
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aun cuando no sea posible el análisis de sus causas y efectos de acuerdo con un
determinado método. Al establecer como categoría de verdad la hipótesis que,
una vez contrastada, deviene ley, la ciencia moderna excluye la evidencia de
que las leyes mismas que son fruto de la observación y la experimentación están
sujetas a cambios y alteraciones, a imprevistos que no hacen sino manifestar el
carácter sagrado del mundo: la naturalidad de su carácter sobre‐natural8. Es
decir, lo que calificamos de “sobrenatural” no sería sino un grado superlativo
en que se manifiesta el carácter natural del mundo9.
Descartadas las ideas de lo sobrenatural y la de divinidad como
categorías esencialmente definitorias de lo religioso, entramos en la hipótesis
central de Durkheim: los fenómenos religiosos se clasifican según las creencias y
los ritos; es decir, de acuerdo con el modo en que lo sagrado y lo profano llevan
al ser humano a distinguir el carácter peculiarmente transformado y
transformante de algunas realidades del mundo. Lo sagrado y lo profano son
dos géneros radicalmente diversos, mundos separados sin nada en común. Tal
incomunicabilidad o inconmensurabilidad de ambos mundos no implica que no
se pueda dar un trasvase, siempre que aceptemos la evidencia de que esos
tránsitos conllevan la transformación del objeto en su intrínseca, íntima
sustancia: muestran un cambio en su modo de ser propio, que a partir de ese
momento pasa a ser una realidad de otro género. Ese “cambio sustancial”
refleja, de hecho, una jerarquía en el orden del ser que remite a una gradación en
el carácter sagrado o profano de las cosas, del mundo natural y del ser humano.
Tal jerarquía revela, para Durkheim, una heterogeneidad que se manifiesta en
el carácter hostil con que ambas esferas son concebidas, como contrarios
irreconciliables. El ascetismo y los excesos rigurosos de las formas de vida que
8 Sobre este aspecto esencial, vid. E. DURKHEIM, op. cit., pp. 26ss, passim. 9 La lluvia es, en sí misma, como fenómeno, un milagro, aun cuando se puedan describir o predecir sus causas y efectos. Como dice el autor, «la idea de misterio no tiene nada de originaria. No le ha sido dada al hombre (…)», ibídem, p. 26. Cfr también la nota 45 de esa misma obra, donde el autor subraya las carencias y límites del método científico.
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buscan un total contemptus mundi, son muestras palpables —y no sólo en el
cristianismo— de este dualismo real que atraviesa la historia de las
concepciones religiosas, desde el misticismo al materialismo de inspiración
gnóstica o maniquea.
CREENCIA Y SOCIEDADES DEMOCRÁTICAS
«La intensificación de la creencia no implica la remodelación del espacio
humano según el antiguo patrón de lo sagrado»10. A partir de esta afirmación
de Gauchet resulta fácil concluir —de modo tan patente en el Occidente de los
últimos dos siglos— que Dios ha devenido una instancia cuya existencia se
reconoce, sí, pero más bien como un referente inerte o, al menos, inmóvil —al
estilo de la concepción del Primer Motor aristotélico, o del Dios ordenador de
Leibniz—. Sin embargo, el hombre de las modernas sociedades industrializadas
muestra de facto una actitud —siquiera intelectual, ya que no práctica, al tratar a
Dios como “problema”—, según la cual la divinidad es, simultáneamente, lo
infinitamente incomunicable y lo infinitamente íntimo. Dicho de otro modo:
Dios ha llegado a ser a la vez, y de modo a menudo traumático, infinitamente
inmanente e infinitamente trascendente. Pero tal inefabilidad señala el itinerario
del progresivo alejamiento de Dios: la radical alteridad del Otro conlleva una
percepción de la trascendencia como un ámbito incognoscible que, en cualquier
caso, sólo se justifica desde la radical subjetividad con que el ser humano se
sitúa ante la dinámica de la trascendencia. En esa dinámica, el actuar de Dios
provoca una paradoja que Gauchet no deja de subrayar: los intentos de
emancipación del hombre respecto de la divinidad tan sólo acentúan la esencial
dependencia del hombre emancipado respecto de lo divino. El
desencantamiento del hombre implica y revela el desencantamiento del mundo.
A lo largo de este proceso dialéctico se revela plenamente el sentido que el
autor otorga a este des‐encantamiento: un proceso de progresiva proscripción 10 M. GAUCHET, en “Iglesia viva” 228, oct.‐dic. 2006.
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de lo que podríamos llamar providencia, frente a la sublimación —característica
de las sociedades democráticas— de una peculiar noción de libertad como
indeterminación absoluta e instancia última de la vida, sobre todo en el plano
moral: la ausencia de normas o referentes según categorías o gradaciones en la
escala del bien. En este contexto, el declive exponencial de la vivencia religiosa
desde el plano de la relación personal con la divinidad, hasta llegar a una
especie de cosificación de la trascendencia, ha derivado en una moralización (a
menudo vacua) de la vida religiosa. La relación con la divinidad ha cristalizado
con frecuencia en términos de mera dialéctica obediencia‐desobediencia a unos
mandamientos que son percibidos como simple formalidad, carentes ya de
cualquier nexo con un ordenamiento sagrado del mundo. A la ausencia de una
interiorización de la vivencia religiosa, ha seguido una profanación de la
existencia por la vía de los hechos, que pone de manifiesto la tensión entre
«impersonalidad inmanente/subjetivismo trascendente»11.
Las dos posibilidades que, según esta lógica, se abren ante el hombre, son
para Gauchet patentes: la personificación del infinito, que deviene
absolutamente otro respecto del mundo; o bien la conversión progresiva del
mundo en instancia opuesta a la dimensión espiritual, a partir de la distinción
entre lo uno y lo múltiple. En ese proceso histórico, paradójicamente —una vez
más—, «lo visible y lo invisible se ajustan (…) como una sola e idéntica
realidad»12. Una de las consecuencias de esta dialéctica «entre registros del ser
[que] se refracta en división en el seno del deber‐ser»13, será la percepción de
una tensión fruto de la doble lealtad que divide al ciudadano del estado
moderno: ¿obediencia a la ley humana positiva u obediencia a la ley divina? El
escenario de esta pugna de lealtades legítimas, el saeculum, se ha transformado
—incluso en el plano semántico— en una oposición de contrarios: lo secular‐
11 M. GAUCHET, El desencantamiento del mundo, Trotta, Madrid 2005, p. 71. 12 Ibídem, p. 70. 13 Ibíd., p. 71.
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profano confrontado a lo que llamaré “clerical”‐sagrado. Ambas esferas
jerarquizadas han de reconocer que, en definitiva, «la creencia deviene
socialmente incontrolable por cualquier instancia reguladora»14. Éstas son, a mi
juicio, las coordenadas para comprender la explicación que el autor hace del
carácter comunicador e indescifrable a un tiempo de la divinidad: la «certeza de
Dios y el misterio del mundo»15, un Dios que san Agustín llamaba intimior mihi;
un Dios que era y es, a la vez, inaprensible.
CREENCIA, INTERIORIDAD Y PSIQUE
Por su parte, Jung concede a la religión un estatuto decisivo en la configuración
de la personalidad humana y de sus trastornos. Es la suya, por tanto, una visión
psicologista del fenómeno religioso. Todo lo relativo al religare apunta, en el
planteamiento jungiano, a una vivencia intensa enmarcada en el ámbito de la
psique, que abraza lo consciente y lo inconsciente, superando así ciertas
carencias del sistema freudiano. Precisamente este territorio de lo inconsciente,
que para Jung posee una dimensión tanto individual como colectiva, es el
escenario donde se pueden desatar las neurosis. El diálogo con esa carga
desconocida, más allá de la represión, de lo olvidado o de lo percibido de modo
subliminal, es método adecuado para sanar los traumas psíquicos internos. El
psicoanálisis y una esmerada atención a los sueños se erigen, así, en medio de
solución de tales conflictos a través de su radicalización.
Por otro lado, la noción jungiana de “inconsciente colectivo” vacía de
hecho la existencia de un contenido concreto en el fenómeno religioso. Al
subrayar el carácter arquetípico de la experiencia religiosa, Jung anula en última
14 Ibíd., p. 73. De hecho, esa tensión suele abocar a conflictos irresolubles, como sucede en los casos de desobediencia civil y objeción de conciencia. Porque es propio de la dinámica de los estados —desde su nacimiento en los albores de la Edad Moderna— la anulación de toda instancia que resista la aspiración de control omnímodo propia de los absolutismos de cualquier color político, y de los modos en que éstos ejercen el poder, toda vez que ninguno de ellos lo entiende como ministerio, es decir, como servicio. 15 Ibíd., p. 77.
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instancia la particularidad de esa experiencia y, así, su posible y real distinción,
junto con las consecuencias prácticas de esa diversidad. El sincretismo religioso,
al que se llega en esta visión desde el terreno de la psicología, es otra de las
obvias consecuencias del vaciamiento del contenido, digamos, dogmático de las
religiones. Estos intentos de análisis despersonalizador de la religión,
comparten un rasgo fundamental: puesto que la creencia no es sólo —ni
principalmente— un fenómeno psicológico 16 , la insistencia en su carácter
fenoménico conlleva la paradójica pérdida de vista del sentido de la creencia
concreta, especialmente cuando ésta es vivida como encuentro personal, como
aspiración a una unión, obediencia o entrega absolutos. Dicho de otro modo:
toda vivencia auténticamente religiosa trasciende la mera transformación de la
conciencia, para convertirse en una transformación de la vida toda17. El exceso
de subjetivismo conduce a la sublimación de la creencia, de modo que Dios
deviene mera creación psíquica en la que el sujeto no comparece en su
complejidad antropológica. Las particularidades de la fe concreta, tan
reveladoras en sí mismas, quedan relegadas a un papel meramente informativo
—pero no performativo, rasgo al que Habermas concede gran importancia—
que muestra y denota el carácter generalmente religioso del ser humano; a saber,
su tendencia natural a la «observancia cuidadosa y concienzuda de aquello que
Rudolf Otto acertadamente ha llamado lo “numinoso”»18. En otras palabras: lo
nuclear del problema no es tanto en qué o quién crea el ser humano, cuanto éste:
el ser humano cree, lo cual muestra la esencia de su humanidad de un modo
intrínsecamente revelador. Al creer, su conciencia —su “energía psíquica”, dirá
Jung— queda modificada, y se manifiesta una tendencia natural hacia la
liberación y plenitud de algunos aspectos de su psique no ceñidos o
16 Al menos no se manifiesta sólo ni principalmente en y a través de la psique. 17 Sin embargo, para el autor «lo numinoso es, o la propiedad de un objeto visible, o el influjo de una presencia invisible que producen una especial modificación de la conciencia», C.G. JUNG, Psicología y religión, Paidós, Buenos Aires 1955, p. 22. 18 Ibídem.
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circunscritos a lo que normalmente llamamos “espiritual” o “anímico” en el
lenguaje ordinario.
Sin embargo, lo dicho parece contradecir la observación de la realidad de
las personas “religiosas” u observantes de una creencia. Sólo entre quienes
muestran en su vida una creencia dotada de contenido, vinculada a la
experiencia de un encuentro potencialmente personal con la divinidad —con lo
numinoso, si se quiere—, se percibe una continuidad que se hace vida religiosa,
re‐ligada en sentido pleno. Es decir, la creencia sola no basta, en el terreno de la
vida como unidad temporal dotada y en busca de sentido, para la perseverancia
en la vida “devota”19. El impulso inicial del converso no es suficiente. Aun en
las religiones que no tienen en cuenta la noción nuclear de gracia, la fidelidad,
lealtad o pistis no derivan sólo de un «cambio de conciencia»20. El proceso se
revela, de hecho, algo mucho más complejo, especialmente a medida que la
experiencia religiosa se dilata en el tiempo. La propia necesidad de rechazar la
primacía de las pulsiones frente al mundo del espíritu, es muestra de que el ser
humano tiene necesidades espirituales cuya no satisfacción implica radicales
orfandad y vacío existencial.
Jung acierta —como Frankl— al subrayar la importancia fundamental de
recuperar la consideración del yo irracional, de revalorizar los mitos, de
recuperar la visión prístina del niño bisexuado que recorre las etapas de la vida
de la humanidad a partir de la inocente —en sentido pleno— percepción del
mundo como universo esencialmente vivo. El camino de descubrimiento del self,
de iniciales pán órama —incluyendo las imágenes sensoriales anteriores al
nacimiento—, enmarca lo que podríamos catalogar como catarsis existencial
tanto más necesaria cuanto que se ve imposibilitada, de manera habitual en
Occidente, por la consideración social peyorativa hacia todo lo que no es
susceptible de una racionalización según el método canonizado por las ciencias
19 En el sentido de dedicada. 20 Cfr C.G. JUNG, op. cit., p. 24.
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experimentales, desde los albores de la modernidad. Dicho de otro modo, el
sistema jungiano arroja una poderosa luz desde la recuperación del misterio
inherente al mundo y a la vida más allá de los símbolos. Es en este punto donde
conecta y coincide con lo que dijimos al analizar los planteamientos de Eliade y
Dukheim: lo mítico y lo religioso confluyen en la visión asombrada del mundo,
de la que surge la convicción del carácter sagrado del kósmos. El silencio
contemplativo sería, así, el preámbulo para la creencia, al erigirse en condición
de posibilidad de una nueva mirada sobre la realidad capaz de trascender lo
inmediato sensorial.
CREENCIA Y DINÁMICA DEL DESEO MIMÉTICO
Por su parte, Girard enmarca su análisis en una afirmación contundente: «La
producción de lo sagrado es inversamente proporcional a la comprensión de los
mecanismos que lo producen»21. Si esto es así, en la raíz del fenómeno religioso
opera —como señalan todos los autores que han sido objeto de nuestro
estudio— un elemento atávico, vinculado tanto al esencial mundo del espíritu,
lato sensu, como al del inconsciente colectivo (Jung), el sentimiento (Eliade) o al
del papel de la religión en el devenir cultural (Gauchet). Es decir, la creencia
está vinculada a fuerzas internas que han de ser liberadas, como
manifestaciones que son del deseo mimético, a través y por medio de actos
sacrificiales en los que la víctima —el «chivo expiatorio»— es elegido para
purgar los crímenes de toda una sociedad. El sacrificio tiene, así, una función no
sólo catártica respecto de la conciencia colectiva, sino también motriz, por
cuanto libera los fracasos de la colectividad al orientar la violencia social en
torno a una figura paradigmática. Esta víctima es elegida, de manera habitual y
no menos paradójica que ilustrativa, entre las filas de los sujetos‐objeto que el
propio grupo social ha seleccionado, elegido y alimentado como “mitos”22.
21 R. GIRARD, El misterio de nuestro mundo, Sígueme, Salamanca 1982, p. 45. 22 Cfr ibídem, pp 50s.
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Por tanto, cabe situar la teoría de Girard en un ámbito interdisciplinar
que abarcaría lo que han sido sus intereses intelectuales desde los años 40 del
siglo pasado: la psicología; la antropología y el estudio teórico de las sociedades,
o etnología; y, finalmente, la historia de las religiones. Tal y como se desprende
de las afirmaciones del autor, la etnología ha de quedar superada en un
contexto más amplio por un enfoque esencialmente filosófico del problema de
las dinámicas sociales. De ese modo, las coordenadas hermenéuticas en que se
sitúa Girard conformarían una horquilla que abraza la antropología filosófica y
la filosofía política. En efecto, su descripción de los procesos de violencia social,
así como del papel de los ritos, los mitos y los entredichos en la fundación y
evolución de las sociedades, recuerda la visión de Hobbes sobre el carácter
depredador del ser humano, a la vez que establece la existencia de un pacto
social tácito cuyo motor es un complejo mecanismo —a menudo inconsciente o,
al menos, no del todo racionalizado— de mímesis. Así, el autor afirma: «(…)
nuestro universo se caracteriza (…) por un alejamiento de perspectiva,
históricamente único, de la influencia de la mímesis sobre los individuos e
incluso sobre las colectividades»23. El hecho de que la influencia de los procesos
miméticos no sea reconocida, se debe a un motivo obvio: el propio mimetismo
anula la capacidad de reconocer el proceso de anulación del yo en el intento de
emular al otro, y mucho menos la amenaza latente que introduce en la dinámica
social el riesgo de eliminación del modelo. La tensión dialéctica que
desencadenan estos procesos de imitación, al estar vinculados a un deseo de
posesión del imitado —y no sólo de sus posesiones‐objeto, una vez
objetivadas—, instaura un auténtico darwinismo social en el que la violencia
actúa a la vez como caldo de cultivo y como elemento unificador de la sociedad,
toda vez que al elegir al chivo expiatorio se aúnan los esfuerzos colectivos para
eliminarlo, en la confianza ciega de que tal eliminación implicará
necesariamente la solución del conflicto social. Ahí opera la irracionalidad del 23 Ibídem, p. 47.
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proceso: en la no percepción de su carácter potencialmente interminable, pues
el verdugo de hoy fácilmente puede ser la víctima mañana.
La religión actúa, en este escenario, en dos direcciones, transfiriendo
tanto la agresividad como la reconciliación24. Esta última es la que sacraliza la
víctima, y se produce efectivamente cuando todo el proceso sacrificial se ha
consumado. La consecuencia lógica de este proceso es la ambivalencia, que
«consiste primero en cargar sobre las figuras demasiado brillantes de la época
una responsabilidad excesiva» 25 , para luego constatar la incapacidad del
individuo o grupo sacralizado en la tarea de ser referente. Esto desencadena las
“transferencias maléficas” que desatan la violencia, y culminan en la
humillación y eliminación del chivo expiatorio.
En consonancia con quienes critican el planteamiento de Girard por
reductor, debo constatar aquí mi disconformidad con un análisis que deviene
demasiado fiel a su método y visión iniciales. Considero que el estudio
(“científico”, si se quiere, como subraya el autor) de las peculiaridades que
revisten cada caso, es intrínsecamente revelador del modo en que el motor de la
sociedad no opera sólo desde esta mitificación‐desmitificación de ciertos sujetos.
Por el contrario, y aun aceptando que la violencia revela el carácter ideológico
de las creencias que han perdido su carácter vinculante‐personal, no se debería
obviar el hecho de que no alcanza a anular el influjo real de aquellas otras
religiones en las que el perdón y el servicio vivifican al grupo social desde su
entraña.
ALGUNAS CONCLUSIONES
De todo lo dicho podemos deducir la idea nuclear que, a mi juicio, atraviesa la
intrínseca relación entre mito y religión. Tal vinculación queda explicitada así:
el mito puede ser definido como un modo de presentación de la verdad que
24 Cfr ibídem, pp. 48ss. 25 Ibíd., p. 49.
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Eduardo Segura Fernández Filosofía de la religión. Trabajo final
adopta una forma narrativa. Su fuerza performativa se inserta en el carácter
esencialmente temporal de la existencia humana, a la vez que aporta una
explicación plausible al misterio. El mito es, así, capaz de hablar al ser humano
de lo más íntimo de sí mismo a partir y con categorías que devienen exempla26.
Parece entonces fácil deducir que el valor del mito en el ámbito del
redescubrimiento de lo religioso y, sobre todo, del carácter sagrado del mundo,
procede de la misma realidad antropológica que permite afirmar que el homo
sapiens es, a la vez y de modo constitutivo, homo credens.
Como ha puesto de manifiesto Gadamer27, una filosofía del mito debe
abordar la pregunta sobre el papel que éste desempeña en una sociedad
dominada por la razón científica. El positivismo, que lanzó el mito —como ya
analicé— al cajón de la falsedad y la mera especulación, sin embargo no ha
alcanzado —no puede hacerlo— a dar respuesta cabal sobre la riqueza y
credibilidad de lo mítico y lo ritual como caminos de acceso epistemológico a
cierto tipo de verdad. A menudo esas vías de acceso proceden antes por la vía
intuitiva que por los vericuetos del razonamiento sistemático. La palabra, el
lenguaje, sitúan el mito en el centro de la época ultra‐científica, de esta nueva
era prometeica —otra paradoja más, igualmente reveladora—, haciendo
comprensible la complejidad del mundo contemporáneo. Es sintomático que en
todos estos autores aparezca una concienzuda atención al problema conceptual
y fenomenológico de lo mítico, como preámbulo para la comprensión del
fenómeno religioso.
En última instancia, la atención a lo mítico como elemento esencial en la
comprensión de la creencia obedece, creo, a la constatación de la finitud de la
existencia humana. La tríada en que se apoyaría toda esta hermenéutica estaría
26 Al decir esto no afirmo que todo mito sea una alegoría; al contrario. El mito, aun siendo alegorizable, no pierde su potencialidad significativa infinita en el orden de la aplicabilidad a las circunstancias hic et nunc de cada hombre. Los buenos mitos —los clásicos, desde Homero hasta Tolkien— muestran el carácter perenne de la dimensión sapiencial de la literatura de tradición oral, vivificadas así desde su raíz antropológica. 27 Véase especialmente H.‐G. GADAMER, Mito y razón, Paidós, Barcelona 2002.
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formada por la dimensión temporal de la existencia humana (los límites mucho
más extensos que lo meramente cronológico entre la muerte y la inmortalidad),
el carácter mágico/sobrenatural del cosmos, y la dimensión misteriosa de la
esencia de lo real. De ese modo, el conocimiento profundo de los mecanismos
por los que el hombre puede llegar a afirmar “yo creo”, se resuelve en una
síntesis entre lo mítico y lo mágico: en la respuesta narrativa a la percepción del
ser como milagro. La creencia es, así, constatación racional y también
sentimental, afectiva y volitiva, de la veracidad del ámbito espiritual en que el
ser íntimo de cada persona llega a su plenitud.
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