miguel sánchez-ostiz (cuaderno boliviano) 2009

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V

MIGUEL SÁNCHEZ-OSTIZ

CUADERNO BOLIVIANO

ALBERDANIA-astiro

crónica

Colección A L G A

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Vayamos a donde Vayamos, pero de regreso, las cosas que nos conciernen siguen casi siempre en su sitio. Ahí se quedaron cuando nos fuimos, hace cuatro y cinco años, al margen de cómo las haya-mos ido recordando o de que el tiempo las haya dañado sin nuestra presencia e inestimable ayuda. Eso si vamos de regreso, porque cuando las vemos y vivimos por primera vez, la mirada encantada de los descubrimientos las ilumina y a su entorno con ellas, de modo que resultan prometedoras, estimulantes, embriagadoras.

Además, si vuelves a lugares como Valparaíso es para en-contrarte con ellas, no para otra cosa, aunque sí, aunque esperes descubrir algo nuevo. Tal vez puedas ver lo que ya viste en otros viajes con otra mirada; porque nuestra mirada cambia, como cambia nuestro humor, conforme pasan los días, los años y envejecemos. Pero en lo fundamental, las cosas que te atañen aquí te esperan: las páginas que no pasaste en su momento y ya no vas a poder pasar, las puertas que no cerraste, las que no abriste porque no llamaste a ellas o cuyo umbral nunca llegaste a traspasar, todo lo que dejaste pasar por pereza o por no poner en ello suficiente atención.

Casi nunca te pones en marcha para dejar tu vida o parte de ella a la espalda. Esa es una fantasía alentada por el descontento y la insatisfacción, incurables ambos. Eso, en realidad, solo lo hacen los inmigrantes y los europeos, sobre todo, que tienen voluntad

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de expatriados, a los tránsfugas de lujo o de medio lujo me refiero, para los que América es un destino, un lugar donde vivir otra vida, más libre, más cómoda, más intensa, más barata. A cada cual su historia y sus motivos. Una variante de la fatigue du nord, de Ma-dame de Staël.

Los demás, vayamos a donde vayamos, en las condiciones que sean, lo hacemos para regresar tarde o temprano a nuestro punto de partida. Y deberíamos contar con ello cuando comenzamos el viaje. El regreso, el viaje circular, es la meta de nuestra huida.

el reencuentro con Valparaíso, después de cuatro años: el olor a eucalipto, las barcas del ascensor Artillería, desvencijadas y traqueteantes, y su olor a grasa; los murales y graffitis que decoran y alegran furtivos, urgentes, consentidos, los muros ruinosos o descalabrados de las viejas edificaciones; los loros ahumados a la entrada del bar Liberty, en la plaza Echaurren, la de los rotos y los borrachones a los que dan sopa de caridad los predicadores del fin del mundo; los viejos comercios del barrio Puerto, unos cerrados, los menos abiertos; los rastros de los incendios, aquí y allá, detrás de los que adivinas la especulación inmobiliaria, esa tristeza de las ruinas entre el fuego y la lluvia, los derribos, las calaminas pinta-das de colores vivos y las que el tiempo y el salitre han pintado de herrumbre; las reconstrucciones desdichadas, como ese edificio entre Echaurren y La Matriz, que ahora es un supermercado, y que hace cuatro años ya estaba en estado ruinoso, pero que aparecía vivo en algún fotograma muy conocido de la película Valparaíso, mi amor, del doctor Aldo Francia; el mugido de las sirenas y el fragor de los trabajos del puerto, la llovizna, sí, pero también las intensas pinceladas de las buganvillas rosáceas, granates o moradas, los naranjos y limoneros, los pascueros, las campanulas moradas, el verde brillante de la palmera chilena... Valparaíso, no mi amor, porque no he vivido en ella lo suficiente, sino el escenario de unas

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vidas de papel calcadas sobre unas vidas vividas y bien vividas por las buenas y sobre todo por las malas.

“¿Qué se te ha perdido en Valparaíso?”“Una pieza de mi rompecabezas”, diré, porque no puedo

decir otra cosa.Valparaíso, el escenario de mis sueños de despierto.

y más reencuentros con Valparaíso. La calle Esmeralda, la de la librería Orellana, y la plaza Aníbal Pinto y donde el café Riquet aparece cerrado, pero todavía abre sus puertas el Cinzano, el de los piscos sauer de Rodolfo, el camarero decidor, el del capitán Oliva que hablaba del mar helado de Seattle con una caña de Canepa en la mano y los paneles de atracción de feria que invitan al baile del acordeón y el piano nocturnos.

Las puertas del Cinzano, y las del Bar Inglés, entre Cochrane y Prat, las calles de la Bolsa, los consignatarios y armadores, los bancos. Es un milagro que el Antiguo Bar Inglés siga abierto y que en apariencia la clientela sea la misma de hace cuatro o cinco años, arrimada a la barra baja y ancha de madera: hombres de negocios, abogados, comisionistas, husmeadores de la bolsa, merodeadores de banca... Gente de antes. Al otro lado de la barra, frente al espe-jo, los mozos viejos cortaban limón de pica para los piscos sauer o vaciaban paltas para los canapés.

El Bar Inglés es un escenario más o menos novelesco o cinematográfico tirando a convencional: para novelas o películas de desaparecidos y aparecidos, de expatriados, que son las únicas que pueden ya aquí escribirse, de asuntos del tiempo ido, siempre de lo que fue, más que de lo que es: un lugar del que marcharse cuanto antes para recordarlo en la noche de Europa, lejos. Películas o novelas de desaparecidos, sí, pero de los de la mala suerte, de los de la dictadura, de esos de los que nadie parece querer saber mucho porque llevan consigo el verdadero misterio.

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Valparaíso como escenario de novela negra que tiene sus escritores, Ampuero por ejemplo y no malo. Ya es casi un lugar común. Unas novelas que nada tienen que ver con las de Salvador Reyes. Las de Reyes están escritas sobre el dechado de un mundo de aventureros, inspirado en Pierre Mac Orlan, pero sin llegar al desgarro del francés. Valparaíso debió de ser una ciudad como para Mac Orlan o para Cendrars. Lástima que ninguno de los dos pasara por ella.

Novelas de aparecidos y de desaparecidos, y de escritores acabados, que iban a escribir y no escribieron, hundidos en la ciénaga de la propia vida hecha patraña: Brunster, comediante, la novela del impostor por oficio y del escritor que se da cuenta de que ya no va a escribir, de que ya no puede escribir, de que no tiene nada que decir, por dejadez, por falta de ambición, por qué en definitiva, que se ve obligado a desdeñar el éxito y los trabajos ajenos para creer que es el escritor secreto que todavía piensa que puede ser, que le gustaría ser; si pudiera, pero no puede. Él está por encima, él juzga, él sabe el valor del tiempo, nada está nunca a la altura, todo es muy maaalo... esos discursos, vinosos siempre, son los preferidos de los viejos camareros que no suelen perder ripio de las conversaciones de algunos de sus clientes y, por los derroteros que van tomando estas, ya van preparando el próximo combinado, el nuevo platito de canapés, saben que la cosa va para largo y harán caja. Asuntos de escritores, que es tanto como decir de orgullo y vanidades heridas. Y al fondo, el recuerdo de aquel personaje de Marguerite Yourcenar, en Opus nigrum, militar y poeta, que decía que pensando en la poca gente que leía a Plutarco, se consolaba de ser un poeta poco leído.

mientras escribía estas notas, las primeras de mi viaje, he visto entrar en la bahía un majestuoso velero de cuatro palos, blanco y verde. Probablemente sea el Esmeralda, aunque desde el ventanal de mi alojamiento no se ve bien.

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El Esmeralda es el buque escuela de la Armada chilena y todo un mito nacional y sobre todo porteño. A fin de cuentas aquí está la Escuela de la Armada, uno de los centros más temibles de detención del comienzo de la dictadura; pero el Esmeralda también fue un centro de detenciones y torturas, cosa que parece olvidarse, aquí, y allá, donde el buque escuela es recibido en pompa, como una atracción turística.

Todavía oigo la voz del Ñeco, en su cafetín “Valparaíso, mi amor”, abierto en una desvencijada casa de Cerro Concepción, después de que nos proyectara unas películas callejeras de Valpa-raíso, la de los cerros y sus circos en derrota, o aquella otra filmada sobre la partitura de un largo poema de Pablo de Rokha, cuando contaba de su detención como militante del MIR en los años setenta: “Menos mal que me cogieron los milicos, si me cogen los marinos no lo cuento”.

esta mañana he andado patiperreando por la ciudad. La prime-ra vez que vi esta palabra fue en las siempre intensas páginas del escritor boliviano Víctor Hugo Viscarra, en Borracho estaba, pero me acuerdo. Viscarra patiperreó mucho por La Paz; casi no hizo otra cosa. La calle fue la casa más segura que tuvo a lo largo casi de toda su vida. Escribió de ella con un desgarro que acoquina y hasta hizo un diccionario de su lenguaje, Coba, Lenguaje del Hampa Boliviano (1981).

La palabra me gusta más que “flanear”, porque somos mu-chos los que patiperreamos, es decir, que vamos de aquí para allá sin rumbo fijo, a ver qué vemos, a mirar por mirarla, a la busca siempre de algo, nada en concreto, a la husma, espectadores gratuitos y forzosos de ese espectáculo callejero que no cesa.

El flâneur es un elegante que se exhibe, al menos a origen. El que patiperrea en cambio acaba de salir de la mendicidad, siquiera mental, afectiva, lleva la soledad royéndole los zancajos, y si anda

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por la calle es porque no tiene otro lugar en el que estar, sintiéndolo de verdad suyo; aunque eso mismo decía Baudelaire, y Benjamin con él, del hombre de los pasajes y bulevares parisinos. Hombre de la multitud, don nadie, y más si está de viaje.

He dado una buena caminata, bajando de Playa Ancha, des-de la Aduana hasta la librería Crisis, en la otra punta de la ciudad. He pasado por La Matriz, donde estaba instalado el mercadillo de los sábados. He visto las ventanas de mi alojamiento del 2004 y el cartelón en contra de los centros comerciales que matan al pequeño comercio, colocado en un edificio comprado para especular, siem-pre, con la excusa de la defensa del Patrimonio, por Michael Bier, el arquitecto austriaco que fue mi casero hace cuatro años. Protesta inútil. Los tiempos son de derribo y hormigón. La defensa del Pa-trimonio también es un negocio y no malo. No estaba Manuel, el extraño mendigo guardián del barrio que se perfumaba mañanero con Víctor y cuyo hijo venía a mediodía a hacer los deberes a su lado, perfectamente uniformado.

En el mercado Puerto he visto menos puestos abiertos que hace cuatro años y más sordidez. Eso sí, en el aire seguía el humo y el olor apetitoso de las brochetas asadas en la calle, se oía el voceo cantarín de los vendedores de pescado: calamares gigantes, maris-cos, piure, jaibas, madejas de algas (cochayuyos)...

Luego he pasado por el Bogarín de la plaza Victoria donde caían dulcemente las hojas de los olmos del otoño: “Aquí no hay zumos, sino jugos”, me dice desabrida una camarera. Hay que tener cuidado con el léxico que delata la extranjería y sobre todo la espa-ñolidad. Y de ahí al cachureo de la plaza O’Higgins, pasando por los comercios y vendedores callejeros de la avenida Pedro Montt y luego Uruguay e Independencia, manteros o no manteros, al paso, que son una de las pocas alegrías que tiene esta ciudad: tiritas, juguetes de madera, hierbas, algas, videos y disquetes, tabaco, huevos cocidos, pasteles caseros, postres, sopaipillas, empanadas... El huroneo bravo está en Uruguay e Independencia, y para lo más

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fino, el mercadillo de antigüedades de la plaza O’Higgins que casi solo tiene como objeto el darme cuenta de lo mucho que me aburren esas andanzas. También sé que, diga lo que diga, el día que vea un objeto hermoso, acabará en mi casa.

En la librería Crisis estaba el mapuche Yancaqueo sentado a su mesa y su joven ayudante malhumorado trasteando entre los libros. No he encontrado la obra de Patricio Manns que buscaba, y las otras que he ojeado no me han dado muy buena espina. Cuestión de retórica, de ampulosidad, de querer escribir bonito. Mejor recordar a Manns por ser el autor de la canción “Arriba en la cordillera”.

En una caja de postales he encontrado una de Blaise Cen-drars. La compro para enviársela a un viejo amigo, tal vez para que sepa que, haya pasado lo que haya pasado estos años de verdadera sombra, le sigo guardando afecto, y sigue contando en mi vida. Los muertos, nuestros muertos, forman parte de nuestra vida, las amistades dañadas, si han sido intensas, también. Solo el odio envenena de verdad la amistad. Lo sensato es apartarse para que nuestras relaciones no vayan a peor. Y es que, como me decía la librera gorda y feliz de la calle Donoso: “A partir de cierta edad, se envejece más rápido, ¿no cree usted, caballero?”.

No he podido dejar de pasar por la vitrina del Hamburgo, “el hogar del navegante alemán”. La de estos días está dedicada a los carabineros. Hay esposas, candados, matracas, gorras... falta poco para que exhiban una picana, que seguro tiene el dueño en su insondable colección de objetos del mar y armamento. La verdad es que resulta grotesco y antipático. Otras veces la vitrina está dedicada a los buzos de la Armada, a los boinas verdes, a los submarinos, a la batalla del Pacífico, al Morro de Arica. El dueño ha estado mezclado en asuntos turbios relacionados con los nazis de Colonia Dignidad. Los viejos alemanes que caían a mediodía a tomar el aperitivo parecían SS de reparto. Pero el local merece la pena, tiene ambiente, docenas de modelos de barcos, mascarones, gallardetes, campanas, y buena cocina.

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Al final subo andando hasta Cerro Alegre: buganvillas del paseo Dimilow, alteas colosales. La caminata ha sido lo mejor de la mañana. Lo más sombrío, la certeza de que de algunos lugares te fuiste para siempre hace años y de que las despedidas eran de-finitivas. Y volver, volver, volver... no vuelvas. Quedó dicho en otra parte.

decir Valparaíso, además de olor a eucalipto, es decir lluvia, torrencial, sirenas broncas de los barcos fondeados en la bahía, más broncas e insistentes cuando la noche es de niebla cerrada, y luces, de los barcos, de las grúas, de los cerros, titilantes, innume-rables. Y en invierno, de día, el Aconcagua a lo lejos, nevado, y su cordillera.

el Viajero sabe, o debería saber, que por mucho que la patee, hay una ciudad que no llegará a descubrir jamás, habitada por una gente que no llegará a conocer, y que su visión será siempre, por fuerza, algo superficial: un lenguaje, una música, una cocina, una vida cotidiana, unos afanes, de los que se quedará en la superficie porque no van con él. El viajero debe admitir que, haga lo que haga, está de paso.

“Venías para quedarte, todo el que huye lo hace”, te dices y hasta añades que no tienes verdadero motivo para regresar. Mejor sería que escribieras que si regresas es por miedo, por pereza y por comodidad. Tarde o temprano aparecerá el cansancio del viaje. Ahora es demasiado pronto y entre el reencuentro y la perspectiva del inmediato viaje a Bolivia, estás a la expectativa, estimulado por lo que no conoces y vas a ver, por lo que apenas entreviste en tu anterior viaje, el que terminó de mala manera.