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MIGUEL ÁNGEL BLANCO EL HIJO DE TODOS vida y asesinato del mártir que venció a eta Miguel Ángel Mellado

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MIGUEL ÁNGEL BLANCOEL HIJO DE TODOS

vida y asesinato del mártir que venció a eta

Miguel Ángel Mellado

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ÍNDICE

Prólogo ........................................................................... 11

Capítulo 1. El maqueto valiente .............................. 15

Capítulo 2. El principio del fin ............................... 53

Capítulo 3. Las lentillas en el bolsillo ................... 91

Capítulo 4. Autopsia al mártir ................................ 119

Capítulo 5. El blanco intuido ................................. 141

Capítulo 6. El fiscal poseído .................................... 171

Capítulo 7. Sentados con los asesinos ..................... 207

Capítulo 8. Locos de miedo ..................................... 235

Capítulo 9. Desde el más allá .................................. 271

Agradecimientos ............................................................... 293Bibliografía ...................................................................... 295

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PRÓLOGO

Estimado lector: Yo no he escrito este libro. Ha sido el espíritu del Miguel

Ángel verdadero quien me lo ha dictado, guiándome en los en-cuentros que he tenido con personajes que le conocieron en vida, como familiares y estrechos amigos, o después de su muerte, como el médico forense que hizo la autopsia el mismo día de su falleci-miento, el 13 de julio de 1997, o el fiscal del juicio celebrado en la Audiencia Nacional nueve años después del atroz secuestro y asesinato.

Por tanto, no busque objetividad en estas páginas. El hijo de todos, título cuyo copyright pertenece a Consuelo Garrido, madre del concejal de Ermua, es un ajuste de cuentas, sin ira, del asesi-nado con sus verdugos directos e indirectos. Contra aquellos que le pegaron dos tiros en la cabeza, uno detrás de la oreja derecha y el segundo en la zona occipital del cráneo, y también contra esa extensa parte de la sociedad vasca insensible, por miedo o por connivencia, con el dolor de los asesinados por ETA y de sus fa-miliares.

Durante el proceso de investigación y escritura de este «insa-yo» (con i de indignación, alterando la palabra ensayo como hizo

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el vasco Miguel de Unamuno con «nivola» y novela), Miguel Án-gel Blanco se apoderó tanto de mí que comencé a creer en la fuer-za motora de los espíritus desde el más allá. Algo parecido le suce-dió a otro Miguel Ángel, fiscal de la Audiencia Nacional. En un momento de este libro, el fiscal Carballo confiesa haber sentido cómo el espíritu del joven concejal asesinado se situó a su vera du-rante los tres días del juicio para jalearle y alentarle en sus inter-venciones, con una vehemencia reparadora impulsada por el muerto y solo advertida y sentida por el fiscal justiciero.

Miguel Ángel era muy religioso. Leía con frecuencia la Biblia buscando respuestas a la vida y a la muerte. Pese a su juventud y su espíritu alegre, tenía un claro sentido de la trascendencia de la vi-da y de sus actuaciones. Estaría, pues, de acuerdo con la interpre-tación que hago acerca de los signos que rodearon su existencia. Citemos uno: Miguel Ángel nació un 13 de mayo, día de la Virgen de Fátima, aquella que se apareció en Portugal a unos niños pas-tores para anunciarles el fin del mundo. Gracias a Dios, la Virgen se equivocó. Pero no erró si reinterpretamos la profecía: lo que en realidad pronosticó fue el principio del final de ETA si asesina-ba a un bebé nacido en Ermua en 1968, día de Fátima. El fin del mundo no se produjo, pero sí la defunción en diferido de ETA.

Existe unanimidad entre los expertos en la organización terro-rista en que el secuestro y asesinato de Blanco, entre el 10 de julio y el 13 de julio de 1997, sentenció el destino de la organización terrorista. La muerte de Miguel Ángel Blanco no fue un asesinato más de ETA, el 791 de los 858 cometidos. Su muerte a cámara lenta, con aquel plazo tramposo de 48 horas para asesinarlo, cam-bió la perspectiva de la violencia etarra y abrió los ojos a buena parte de la sociedad española y de la vasca en particular.

Este es, pues, el revolucionario a su pesar descubrimiento en mi búsqueda del verdadero Blanco. Miguel Ángel no solo era ese

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chico de cara aniñada e inocente asesinado porque pasaba por allí... Aquel descendiente de «maquetos» procedentes de Maqui-landia, como Sabino Arana llamaba a los emigrantes llegados al País Vasco. Los bellarri-motxas (orejas cortas en vasco), rasgo físico, racista, atribuido por los nacionalistas de principios del siglo xx a los emigrantes asentados en Euskadi en busca de un futuro mejor.

Miguel Ángel era muchísimo más que el cándido batería de un grupo musical, concejal del PP en Ermua en sus ratos libres. Así fue presentado. No, Miguel Ángel fue un joven valiente enfrenta-do al mundo batasuno y a su brazo armado etarra desde su mo-desto asiento de concejal en el ayuntamiento ermuarra. Con un único propósito a sus veintinueve años: defender su libertad de pensar diferente al modo permitido y hacerlo hasta costarle la vida en aquellos años de odio mezclado con plomo.

Todas las historias pueden escribirse de mil maneras, pero los hechos reales jamás deben ser cambiados. La sociedad civil ha de permanecer atenta para que la historia no se reescriba sin contar la verdad simple y sencilla de quienes, desde el más allá, no pueden defenderse.

Cuando planean los veinte años de su asesinato, Miguel Ángel Blanco solo pide a sus asesinos, la pareja Txapote y Amaia, padres de dos hijos que él deseaba y no pudo tener, que digan en voz al-ta la palabra más corta y difícil de pronunciar: perdón. Solo así des-cansará definitivamente en paz. Me lo dijo una tarde del pasado otoño cuando visité su tumba en Faramontoas (Orense), a seis-cientos kilómetros del pueblo de Ermua donde Miguel Ángel na-ció y quería vivir de por vida. Una vida, en su caso, demasiado corta.

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CAPÍTULO 1

EL MAQUETO VALIENTE

Dicen que el destino es una fuerza invisible situada por enci-ma de nosotros que nos empuja, inexorable y si n piedad,

hacia una sucesión de acontecimientos. Que siempre está ahí. Así, mientras estás en esta vida (¿acaso hay otra?), lo que te sucederá te espera pacientemente. Y aunque lo supieras, no puedes dejar de hacerlo. Porque eso es vivir. Distinguir los designios anunciadores de tragedia o de felicidad es, por supuesto, una facultad de dioses negada a los misérrimos mortales. Será porque las luces del cami-no de lo bueno y de lo malo flotan tan por encima de nosotros que nos resulta imposible avistarlas.

Solo cuando ya no estás aquí y alguien, con la minuciosidad del entomólogo, o mejor, al tratarse del más allá, de un arqueólogo, escarba, extrae minúsculas piececitas de un periplo vital y las pega, entonces puede creerse que el final del «autopsiado» estaba canta-do desde el principio. Ilusa conclusión. Como no podemos ade-lantarnos a nuestro propio adiós para comprender el significado de tantas señales que tuvimos cerca, acechándonos, veamos un caso conocido y comprobemos que el futuro con su final es inescruta-ble a pesar de estar ahí, rozándonos.

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Un chaval nace en una calle con nombre de un poeta célebre. En un pueblo empozado del norte de España. Con un abuelo di-namitero. Juega de niño entre los restos de un antiguo cementerio devenido en parque. Se sienta de espaldas a la puerta en el salón del Duque de la Confianza. Es un fanático de la música y más con-cretamente de la batería, con su 1, 2, 3, 4 rítmico. El número 4. En uno de sus primeros plenos como concejal, este chaval del que ha-blamos contribuye con su voto a la aprobación de la subida de im-puestos municipales. En su última reunión plenaria asiste, distraído, a la discusión sobre el hundimiento de la techumbre del polide-portivo en construcción.

Y qué. Todo muy normal. Una vida casi como la de cualquier otro. Nadie, a través de estos trazos, presumiría el temprano final que aguardaba a Míguel, con acento prosódico en la i, como a ve-ces le llamaban en su familia. Como Mikel, pero en castellano-ga-llego. Ni aunque diéramos datos más precisos de los episodios arri-ba expuestos, podríamos adivinar que su vida iba a ser breve y, en cierto modo, cambiaría la historia de España. Seamos más concre-tos aún para abundar en la idea del futuro inescrutable. Digamos, por ejemplo, que el poeta de la calle donde vivía se llamaba Ipa-rraguirre, el bardo vasco autor del «Gernikako arbola» («El árbol de Guernica»), una de cuyas estrofas dice: «El árbol nos responde que vivamos alerta…». ¿Acaso Miguel Ángel debía vivir en estado de alerta como le anunciaba Iparraguirre desde la cuna de su calle, porque siempre hay lobos al acecho, como esos dos animales que aparecen en el pendón medieval del pueblo donde nació?

Un pueblo a solo ciento setenta metros del nivel del mar si-tuado entre dos montes, que topográficamente se asemeja al agu-jero cónico que deja un cartucho de dinamita al estallar como tan-tas veces comprobó en Venezuela Aurelio, el abuelo materno de nuestro joven inadvertido. Un hueco cónico parecido, también, al

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de una bala cuando penetra en una cabeza indefensa. Pero esta aso-ciación entre la orografía del pueblo, Ermua, limítrofe con Eibar, mundialmente famoso por sus pistolas y sus escopetas, con la he-rida provocada por un disparo al hacerse paso en un cerebro, es tramposa. La hacemos porque conocemos el final de nuestro pro-tagonista.

También lo es reparar ahora en el lugar físico asignado al joven concejal en el señorial salón de plenos del ayuntamiento de Er-mua, antiguo palacio del Marqués de Valdespina. De balde-espina, como tantos dolores inútiles hay en la vida. El asiento del edil del PP daba a la puerta. Estamos hablando del lejano año de 1995. ¡Prohibido sentarte de espaldas a una puerta! La corriente podría ser mortal para quien se sitúa ahí. Primera norma en el manual de supervivencia del País Vasco en los años noventa del siglo pasado. Unos años sembrados de plomo y sangre por un cultivador de la muerte llamado ETA. Porque podía entrar un valiente pistolero etarra y volarte la cabeza sin capacidad de reaccionar. Eso sí, el asiento del joven político del PP tenía una ventaja: detrás de él es-taba la puerta, sí, pero justo enfrente se sentaba el único concejal de HB. Para poder mirarle fijamente a los ojos en las peleas dialéc-ticas. O en aquellos momentos en que solo hablaban los ojos, con sus reproches y sus advertencias. Allí estaba el joven concejal del PP con los dieciséis restantes miembros de la corporación muni-cipal. Jugándose la vida, de espaldas al destino, en una de las estan-cias principales del palacio construido a mediados del siglo xviii por Andrés de Orbe y Larrátegui, a cuyo tercer descendiente se le otorgó el título de primer duque de la Confianza por su decidido apoyo al carlismo.

En la caprichosa enumeración de designios cargados de futu-ro, invisibles en aquel momento para el inexperto político, está también la subida de los impuestos municipales. Sucedió en el pri-

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mer pleno en el que se atrevió a intervenir. El hijo del albañil ga-llego emigrado al País Vasco en los años sesenta tomó la palabra en la sesión del 24 de octubre de 1995 para apoyar la subida de tasas en la concesión de nichos municipales a diez años. Con veintisie-te años no podía imaginar que un año y nueve meses después ocu-paría el nicho número 1.095. Ahí estaría hasta finalizar la conce-sión de diez años, en 2007, en que fue trasladado al cementerio de Faramontaos (Orense), pegado al pueblo de su madre.

Falta la alusión al número 4. Tan omnipresente en su corta vida: 1, 2, 3, 4. El llamado 4x4 es el ritmo básico y esencial para cualquier batería que se precie. Para Miguel Ángel la música era su verdadera pasión. Cuatro eran los concejales del PP en aquella legislatura de cuatro años, inconclusa para él. Cuatro las reglas básicas que, según decía a sus amistades, debían regir la vida de un hombre y una mu-jer dignos de ser considerados como tales: cabeza, para el entendi-miento; corazón, para hacer las cosas con pasión; manos, para llevar-las a cabo; salud, para poder realizar la tarea. El «4-H» (Head, Heart, Hands, Health) fue un movimiento juvenil promovido en los sesen-ta en áreas rurales de Estados Unidos para estimular el desarrollo de la juventud. Seguramente, Miguel Ángel lo estudió en la Facultad de Ciencias Económicas y Empresariales del País Vasco.

Cuatro intervinieron en su muerte temprana: uno pasó la in-formación y dio el «queo» para eliminar a ese enemigo españolazo, y tres lo secuestraron para matarlo en cuarenta y ocho horas. Las cuatro de la tarde fue la hora dada por los asesinos para ejecutarlo. A las cuatro de la madrugada dejó de latir su febril corazón.

El número fatídico estaba ahí, listo para despejar antes de tiem-po la ecuación de la vida y librarse de la muerte. Pero ni el mismo Einstein habría resuelto la adivinanza. Tampoco el animoso con-cejal, en el último pleno al que asistió con vida, el 8 de julio de 1997, martes, podía pensar que el polideportivo de trescientos mi-

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llones de pesetas cuya techumbre se había caído semanas atrás aca-baría llamándose como él: Miguel Ángel Blanco, el inesperado hé-roe de Ermua del que hablamos. Un héroe a su pesar. Un mártir a la fuerza. Un resorte contra el miedo. La lámpara de Aladino que absorbió el silencio y permitió que los vascos asustados durante tres décadas por los continuos asesinatos de ETA se echaran a la calle, de la noche a la mañana, y gritaran: «¡Basta ya!».

El 8 de julio amaneció radiante. El día no podía ser mejor. Se le-vantó a las siete de la mañana, puso la música a todo volumen, en la minicadena que le quedaba a mano, dadas las medidas escasas de su dormitorio. El equipo de música estaba situado junto a la ventana. Por supuesto, sonaban Héroes del Silencio. ¡Cómo toca la batería este Pedro Andreu, con el agarre parejo de las baque-tas! Como manda el canon del buen batería, con cada palitroque entre el pulgar y el índice, a unos centímetros de la base. Y con los dedos restantes alrededor de las baquetas. Tengo que practi-car más, pensó. Miró su gran colección de vinilos. Su biblioteca notable para un chico de su edad y su circunstancia. Sus dos te-soros, discos y libros. Más la guitarra colgada detrás de la puerta. La batería no le cabía en la habitación. Estaba en la cochera del sótano. Observó en la pared de enfrente el póster de Europe, en un espacio que años atrás habían ocupado Los Pecos. Los gustos evolucionan parejos a la vida. Eso es tener la mente abierta, y él la tenía. Y se fue a la ducha.

Casi todas las noches, de manera metódica, leía unos párrafos de la Biblia. Le gustaba leer. Era fantasioso y, además, creyente. La familia Blanco Garrido era y es devota. De hecho, unos días antes estuvo buscando una frase que había leído en algún sitio. Su tono,

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entre apocalíptico y poético, le sonaba a las Sagradas Escrituras. «¿Qué es la vida? Es el brillo de una luciérnaga en la noche. Es el hálito de un búfalo en invierno. Es la breve sombra que atraviesa la hierba y se pierde en el ocaso»… Pero no la encontró. Pertene-ce a A sangre fría, la magistral novela de Truman Capote basada en un hecho sangriento tan real como la vida misma. Aquello sucedió en Estados Unidos, todo esto en el País Vasco.

Desde que trabajaba en Eman Consulting, después de la ducha tenía una cita algo estresante con el armario… Debía ponerse tra-je. A veces con corbata, pero siempre la americana. Los Levis, Re-play, Cimarrón, Lois…, sus marcas favoritas, podían esperar al fin de semana, aunque a veces los combinaba con la chaqueta de ves-tir. De lunes a viernes, de nueve de la mañana a seis de la tarde, to-caba Massimo Duti, cuya línea de colonias también le gustaba. Ca-misa con raya en vez de camiseta o camisa vaquera en los días de asueto. Zapatos y no las botas camperas de «fiebre de sábado no-che». Botas camperas no muy llamativas, no fueran a confundirlas alguien con las llamadas «pisamierdas», muy de la estética alterna-tiva abertzale. Más de una bronca le echó a su hermana Mar por ponérselas de jovencita. Los cinturones de hebilla ancha también quedaban aparcados durante la semana laboral. Bendito sea Dios por este sacrificio de la ropa, se decía, porque peor era ponerse el mono de albañil para ayudar a su padre, como tuvo que hacer du-rante casi dos años tras acabar la licenciatura en la Universidad de Sarriko y costarle encontrar empleo.

Con traje y si hay que ponerse bombín, como los de las fotos que le enviaba Mar desde Escocia, también. Porque aquel 8 de ju-lio de 1997 le renovaban el contrato y le hacían definitivo en la consultoría, situada en Eibar, a unos tres kilómetros de Ermua. Ple-gó la cama, desayunó en la cocina, amplia como es costumbre en-tre los gallegos, y salió hacia el trabajo.

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A mediodía volvía a Ermua para comer con su madre, Chelo, una excelente cocinera con la que hablaba con la mirada. Tal era el grado de compenetración entre los dos. Siempre, cuando uno muere, y más si lo matan a los veintinueve años de dos tiros en la cabeza, sin haber tenido casi tiempo para hacer nada malo en la vida, uno es el mejor amigo de la pandilla, el mejor colega de tra-bajo, el mejor hermano y, por supuesto, el mejor hijo con el que una madre pudiera soñar. En el caso de Miguel Ángel, como re-conoce su hermana, «la niña», así la llamaba Miguel Ángel, lo era. Mejor incluso que ella. Más sensible. Más cariñoso. Más compren-sivo. Más extrovertido. Más sociable. Más todo. Quizás más Garri-do, por parte de Chelo, que Blanco, como su padre Miguel.

—¿Por qué no te vas ya? Te estará esperando tu novia.—Tranquila, mamá, son solo las nueve. La noche es larga. Papá

estará a punto de llegar.Esta conversación entre madre e hijo era frecuente que se pro-

dujera los viernes por la noche en el número 11 de la calle Iparra-guirre. El hijo siempre esperaba a que llegara su padre de jugar la partida en un bar, por supuesto gallego, próximo al domicilio fa-miliar. Así era él, alegre, vitalista, pero con gran capacidad de em-patía, como se dice ahora.

El 8 era un día muy especial. Sin nubarrones a la vista. Un ple-no municipal por la tarde, pero relativamente sencillo, según la convocatoria. No había mociones por la aproximación de los pre-sos etarras a las cárceles del País Vasco, tan frecuentes en la sala. Per-fecto. Comió rápido en su casa y calle abajo fue a encontrarse con su novia, Mari Mar, del mismo nombre que su hermana, rubia también, para contarle que, sí, había firmado la ampliación de con-trato. Y que, al día siguiente, se acercaría a Algorta para dar la señal de encargo del Renault Megane metalizado que iba a comprarse. Cien mil pesetas de adelanto, algo menos del 10 por ciento, para

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formalizar la reserva. Una reserva providencial para vivir un día más de libertad. Nunca llegó a saber que estas cien mil pesetas le prorrogaron la vida un día más.

La pareja se encontró muy cerca de la estación en un paso a nivel que había entonces en la localidad. Todas las mañanas y tar-des cogía el tren para Eibar. Como era habitual, se dieron un mo-rreo antológico. El vecindario ya estaba acostumbrado. La poca edad. Jóvenes y guapos ambos, esas cosas se entienden. Da gusto verlos. Resultan agradables y relajantes en un ambiente tantas ve-ces sombrío. Miguel Ángel era muy cariñoso. Y ella se dejaba. Normal. Tanto, tanto, que el secretario del ayuntamiento, José An-tonio Fernández Celada, un hombre aparentemente serio pero con gran sentido del humor, al observar la faena desde el interior de su vehículo pegó una pitada con el ánimo de despertar a los jó-venes del trance amoroso.

—Miguel Ángel, que usted es un señor concejal —vino a de-cirle en broma el secretario municipal, el hombre que tomaba no-ta en los plenos.

—¡Pero qué bestia eres! ¡Quieres dejar a los chicos! —le llamó la atención su esposa, enfermera de profesión, en contacto diario con los males y las quejas más que con las alegrías y los arrumacos.

Miguel Ángel y Mari Mar Díaz, hija también de emigrantes, estaban muy enamorados. Ella le acompañaba a todos los sitios. Has-ta llegó a pensarse que también era militante del PP, una confusión que podía costarte caro en aquellos tiempos violentos. Desde lue-go, seguro, miradas intolerantemente enemigas de una parte de la población de Ermua. Electoralmente, los «batasunos» oscilaron en-tre el 10 y el 15 por ciento, salvo el año siguiente al asesinato de Miguel Ángel, que se hundieron electoralmente.

A las siete y media de la tarde de aquel 8 de julio comenzó el pleno municipal. Las dos horas las pasó pensando en sus cosas. Re-

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lajado. En gran medida, porque se ausentó el concejal Jon Cano, de HB, de los Cano euskaldunes de toda la vida. El empleado de Correos, funcionario del Estado del reino de España, excusó su no asistencia. En el resto de aquella legislatura ya no volvería a sentar-se más como concejal, como tampoco Miguel Ángel. Este por ra-zones de vida y muerte, y aquel por la presión a la que fue some-tido en el pueblo, más allá de sus dudas ideológicas personales. Dos meses después del asesinato de Blanco, el concejal batasuno Cano dimitió. Durante el secuestro, pidió a ETA que lo liberara «vivo y sano». Se vio que no era suficientemente influyente entre los se-ñores que empuñaban «el hierro».

En sus últimas dos horas como concejal en el salón plenario de Ermua, Miguel Ángel Blanco, extremadamente cumplidor con sus obligaciones, pensó en todo lo bueno que le había sucedido ese día: el contrato indefinido en Eman Consulting, donde convi-vía sin problemas con un antiguo concejal de HB en Eibar. Con-tar, billete a billete, las cien mil pesetas ahorradas con el sudor de su frente para tener en septiembre un flamante Renault Megane Coupé. El vehículo llegó pero él ya no estaba. Durante estos últi-mos años ha podido verse aparcado en el Congreso de los Dipu-tados de Madrid. Es el coche con el que se mueve por Madrid su hermana, Mari Mar Blanco, asesora del grupo parlamentario del Partido Popular.

Mentalmente, mientras sus compañeros de corporación habla-ban de la declaración de ruinas de un inmueble, de un concurso desierto para la adjudicación de un servicio de peluquería de ca-balleros, de un convenio urbanístico o de la adquisición de suelo, él seguía pensando en sus cosas. Porque aquel era un día para dis-frutar de sus pequeños éxitos y de sus proyectos inmediatos. De la última actuación de su grupo musical Póker en Algorta, magnífica, el sábado anterior. Del próximo concierto, el del sábado 12 de ju-

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lio, un día que pasaría a la historia de España no precisamente por el recital musical, sino al ponerse el país en pie solicitando, prime-ro, la liberación del concejal de Ermua y, después, por la noche, al quedar la nación postrada de dolor tras conocer el desenlace. Mi-guel Ángel soñó también, en su última sesión plenaria, con el via-je que haría en dos semanas a Galicia, a la boda de un primo, don-de se encontraría con su alma gemela, su prima Merche Garrido. Se le vinieron a la cabeza tantos y tantos pequeños proyectos, co-mo el viaje que la noche anterior había prometido a su madre a Zaragoza. Nacido el 13 de mayo de 1968, día de Nuestra Señora de Fátima, era más devoto de la Virgen del Pilar. Tanto que todos los años, al acabar los exámenes, la madre y sus dos hijos visitaban la basílica de Zaragoza, en un viaje de ida y vuelta. El próximo se-ría con el coche nuevo.

—¿A que no sabes lo que acabo de comprarme, Ana? —Pues no sé. Ya te he visto un poco distraído en este pleno.

Solo has levantado la vista cuando hablamos del acuerdo para so-licitar a Agroman que proponga de manera urgente un plan para reanudar las obras del polideportivo hundido.

—Sí, menuda tragedia, como la calificó Totorica cuando se ca-yó la techumbre del nuevo polideportivo el 23 de abril. Parecía el fin del mundo. Es un buen tío este alcalde. Pero, Ana, te he pedido que adivines lo que me voy a comprar…

—No sé. Supongo que una casa, porque con lo acaramelado que se te ve con la novia…

—No, qué va. Me he comprado un coche.—¿Cómo que un coche? ¿Un coche antes que el piso para

casarte? Pues nada, chico, que lo disfrutes.—Hay tiempo para todo.Esta es la conversación, con planes de futuro, que a las nueve

y media de la noche del 8 de julio de 1997 se producía entre Ana

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Crespo, líder del Grupo Municipal del PP, y Miguel Ángel Blanco. Dos días después, todo cambiaría. Ana Crespo, casi veinte años des-pués del secuestro y asesinato de su compañero y amigo, apenas ha logrado liberarse de los ansiolíticos. Y de la consulta del psicólogo. Seguramente debido a ese absurdo sentimiento de culpabilidad pellizcándole el cerebro y el corazón. Así como si hubiera sido ella, y no Francisco Javier García Gaztelu, alias Txapote, quien le pegó dos tiros en un descampado. Ella se limitó a hacerle la ficha de en-trada en el PP.

¿Por qué le tocó a él y no al concejal de otro pueblo?, se ha preguntado Ana durante años. Condenado a esa pena de muer-te a cámara lenta como fue dar un plazo de cuarenta y ocho ho-ras, de cuatro de la tarde del jueves 10 de julio a las cuatro de la tarde del 12, para acercar a los seiscientos presos de ETA a las cár-celes del País Vasco. Un trabajo titánico y materialmente imposi-ble, más allá de los compromisos ideológicos del Gobierno de Jo-sé María Aznar.

¿Por qué el secuestrado fue un concejal de la localidad de Er-mua, sin historia política? ¿Quizás porque había muy mala hostia contra Ermua entre abertzales y no pocos nacionalistas? ¿Y por qué matar a un simple concejal, recién llegado al ayuntamiento, de apellidos Blanco y Garrido, un maqueto más, y no, por ejemplo, al alcalde Carlos Totorica, socialista duro como pocos contra el radi-calismo abertzale, irreverente en defensa de la libertad, que hablaba en euskera cuando era necesario, que bailaba el aurresku dantza si era preciso? Con sus ocho apellidos vascos: Totorica Izaguirre Uriarte Arregi Ugarteburu Arrialzabalaga Atxa Argiarro. Un joven maqueto sin miedo, como era Miguel Ángel Blanco, y un alcalde «traidor», como Carlos Totorica, con sus ocho apellidos vascos, po-nían «de muy mala hostia» al mundo de ETA. Había que darles un escarmiento.

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La llegada de los Blanco

Elena Cid, pese a su apellido, nunca aprendió a hablar bien la len-gua del Campeador. Apenas era capaz de pronunciar una frase de más de tres palabras en castellano. Y si lo hacía, era orvallando sí-labas, poco a poco, en voz baja, casi susurrando, por temor a equi-vocarse, por un sentido del ridículo muy aldeano. Si no se expre-saba con confianza en castellano, no digamos en euskera. Ni egun on ni kalera ni nada de nada. Vivió los tres últimos años de su oc-togenaria existencia (1913-1996) en Ermua. Pero sin esta gallega de Orense, esta historia, una especie de causa general contra ETA a través de Miguel Ángel Blanco, no se podría escribir porque no se habría producido.

Sin ella, y sin Aurelio Garrido (1911-1993). A través de dos anécdotas vitales del uno y de la otra se entenderá la decisión de un joven interesado más en la música y en la ropa que en la polí-tica que, inesperadamente, se rebela contra la ley del silencio y el miedo con una decisión a prueba de amenazas. Y de balas ajenas. Hasta que le llegó la suya.

El abuelo materno de Miguel Ángel Blanco Garrido nació en Junquera de Espadañedo, en la comarca orensana de Allariz. Y se casó con una joven que trabajaba de criada en una casa de la aldea de Cabanas de Abajo, también de Orense, muy próxima. Tuvieron cuatro hijos, Aurelio, Consuelo, Mercedes y Delfín. Cansado de es-quivar malamente el hambre, decidió emigrar a Venezuela en 1953. Él no sabía nada de canteras y explosivos, pero pagaban bien. Con ganas de trabajar y menos miedo a la dinamita que a las carencias de su familia, se pasó allí ocho años volando montañas de piedras. Ganó lo suyo y, sobre todo, lo ahorró todo.

Su jornal iba en función de las toneladas de rocas que hacía escupir a la montaña. Lo único que perdió fue el oído, pero vio

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cómo algún compañero saltó por los aires. Y, sin embargo, no se dio un capricho jamás pese a ver la muerte cerca. Porque la vida no son tres días, aunque tantas veces vivamos menos de lo espera-do. Era ahorrador hasta la extenuación, mucho más aún de lo que luego fue su nieto Miguel Ángel, a quien le quedaban tres días co-mo quien dice, sin él saberlo, pero que en el pleno del 8 de julio, el último, hacía planes para dilapidar sus ahorros en un coche y entramparse con un crédito. ¡Qué bella es la juventud, que se pasa tan deprisa, quien quiera ser feliz, séalo, nada de cierto hay sobre el mañana!, dice el adagio renacentista. Miguel Ángel, un nombre muy apropiado para hablar del Renacimiento, intentaba tenerlo en cuenta a diario.

Aurelio solía contar a sus hijos, y luego a sus nietos, cómo fue su vida allí. Didáctico y ejemplar como buen gallego, explicaba có-mo para llegar a tener algo es preciso establecer una tabla de prio-ridades y luchar para cumplirlas. Había que ahorrar, repetía. Mi-guel Ángel Blanco, cuando visitaba la aldea, le escuchaba con atención, junto a su prima Merche, profesora años después espe-cializada en niños con problemas de psicomotricidad. Merche era su alma gemela en Galicia. Toda la familia se sabía de memoria la historia de Aurelio: cómo cuando acababa de trabajar en la cante-ra y volvía andando a la casa que compartía con otros gallegos en Venezuela, pese a ir con la boca tan seca como el esparto, de tanto polvo tragado, se contenía y no se tomaba una «rubia». «Al pasar por un bar, me decía: en este no, en el siguiente me tomo la cer-veza». Y así hasta llegar a la casa. Un día tras otro, un mes tras otro. Su mayor satisfacción al acostarse era pensar en el dinero que ese día había ganado y no había gastado.

Ganado para el ganado. La vida de los Garrido cambió radi-calmente con el dinero que enviaba el padre. Compraron vacas, empezaron a cultivar «su» tierra y se afianzó aún más el matriarcado

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de Elena Cid en ausencia del marido. Con parte de los ahorros venezolanos, veintitantos años después comprarían un piso como inversión en Ermua, en la calle San Roque, donde vivirían Con-suelo y Miguel, los padres de Miguel Ángel Blanco, y este los pri-meros años de su vida. Las vueltas que da el dinero.

Doña Elena protagonizó un hecho del que se habló durante años en las aldeas del concejo de La Merca y de Allariz. Por me-nos, otros fueron excomulgados. Muy religiosa, como lo fue Mi-guel Ángel, acudió un día a confesarse en la parroquia. Ya tenía los cuatro hijos. Sería a principios de los cincuenta. En aquella España aburrida, donde no había dinero para el ocio, la luz costaba mucho, no había nevera porque nada quedaba para guardar, lo que había se esfumaba en el día en la tripa de la familia, la gente se acostaba pronto. La cama acalla el frío y el interés de las tripas. Y para entrar en calor, pasaba lo que pasaba: un instante sublime, nueve meses de espera y una preocupación para toda la vida. Como dicen los ale-manes: pequeños hijos, pequeños problemas, hijos grandes, gran-des problemas. Los curas, que veían cómo se llenaban las iglesias con más niños, estaban contentos. No jaleaban desde el púlpito el fornicio, pero en el confesionario dejaban claro que hacerlo entre el prójimo y la prójima no era pecado. Todo sea por la feligresía.

Cuando el cura escuchó de doña Elena que no quería tener más hijos, porque ya tenía cuatro y no les sobraba siquiera ni leche ni patatas, tan abundantes en Galicia, la reconvino primero. Y la animó a seguir procreando hasta que Dios quisiera. Como ella se mantuvo en sus trece, es decir, en los cuatro hijos, el sacerdote se pu-so serio y no se le ocurrió otra cosa que amenazar a la feligresa.

—O te arrepientes de lo que me has dicho y tienes los hijos que Dios te mande, o no te absuelvo.

Doña Elena, sin pensárselo, separó su cara de la rejilla del con-fesionario, se bajó el velo, separó sus rodillas del mullido reclinato-

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rio y dejó al cura compuesto y con su absolución pendiente. El desplante corrió de casa en casa entre la veintena de viviendas de Cabanas. Pasó de aldea en aldea como una leyenda más propia del Marqués de Bradomín, orgulloso y rebelde, que de una aldeana sin recursos.

Como el carácter se hereda, más que la fortuna de la belleza y del dinero, se entiende así fácilmente cómo, cincuenta años des-pués, un nieto del dinamitero Aurelio y de la penitente rebelde Elena tomara la decisión insólita de ir a contracorriente. Ingresó en el PP de Ermua, con veintisiete años, con el número de mili-tante tres mil trescientos veintidós del PP de Vizcaya, con fecha 25 de enero de 1995. Unos meses después, se presentó para conce-jal en su municipio. Visto ahora, veinte años después, tal decisión puede parecer un acto anodino e irrelevante. Un concejal entre se-tenta mil que hay en España. Pero piénsese que, en aquellos años, las listas electorales del PP en los pueblos del País Vasco se rellena-ban con militantes empadronados en la calle Serrano de Madrid o en la calle Peñuelas de Marbella, por poner dos ejemplos habituales.

Ermua, para el nacionalismo vasco, era un pueblo de segunda. De maquetos, por utilizar un término popularizado por Sabino Arana (1865-1903), para quien España era «Maquetania» y los ex-tranjeros que llegaban allí para trabajar en durísimos empleos, como la mina, eran los responsables de la degeneración de Vizcaya y de Euskadi en general. ¡Lo que habría sufrido el padre del nacionalis-mo vasco si, de haber sobrevivido a una rara enfermedad degene-rativa que le llevó a la muerte a los treinta y ocho años, hubiera vi-sitado Ermua en los años sesenta del siglo pasado! En 1963, de los seis mil ciento noventa vecinos, cuatro mil seiscientos sesenta y cuatro eran inmigrantes y solo mil quinientos veintiséis nativos. Los gallegos llegaron en tropel. En aquel año, mil trescientos pro-cedían de Galicia, entre ellos varios miembros de las familias Blan-

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co y Garrido; el resto de los inmigrantes eran cántabros, andaluces, castellanos, asturianos… Ermua experimentó en aquellos años un crecimiento poblacional equiparable, proporcionalmente, al de Benidorm, récord en la España del desarrollismo de los años se-senta del siglo pasado.

Los vascos más nacionalistas que empleaban a los inmigrantes a finales del siglo xix y principios del xx los llamaban belarri-mot-zas (orejas cortas). Se supone que las tenían algún centímetro más cortas que las de vizcaínos y guipuzcoanos auténticos. O «nuestros chinos», como los esclavos en las colonias de países que Sabino Arana admiraba, como Inglaterra. Pero la denominación peyorati-va mayoritaria contra los inmigrantes era maquetos, nombre inves-tigado por Miguel Unamuno en su juventud. Maqueto derivaría de la voz vizcaína makutua, envoltorio: los que llegaban a Ermua o a Eibar, verdadero vergel para el empleo de estos extranjeros, traían solo el hatillo, el envoltorio. Llegaban con su casa a cuestas por le-ve que pareciera. Eran los maquetos. De ahí, al meteco, extranjero de la antigua Grecia, o al métèque francés, había solo un paso.

Los «envoltorio». Los de las «orejas cortas». Los maquetos. Los extranjeros. Entre ellos figuraron, Miguel y Consuelo, los padres de Miguel Ángel. Los hermanos de Miguel, nacidos en Galicia, acabaron en Ermua. Pepe, Angelita y Maruja, todos juntos. Las mujeres, con sus familias, vivían en los pisos superiores al de la tra-gedia. Los políticos que visitaron la vivienda de los Blanco Garri-do durante el secuestro del concejal recordaban dos cosas: la bon-dad de la familia y la humildad de la casa. Miguel y Consuelo (Chelo, familiarmente) acabaron trasladándose a Vitoria un par de años después del asesinato y vendieron el piso a un hijo de Maru-ja Blanco.

Otro tanto sucedió con los Garrido. De los tres hermanos (la cuarta murió muy joven), dos formaron parte de la oleada de ga-

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llegos que aterrizaron en Ermua y convirtieron este pueblo en la localidad vasca con mayor densidad por kilómetro cuadrado, dos mil quinientos quince, ocho veces más que la media de Euskadi y cinco más que Vizcaya. La pionera fue Chelo, la madre de Miguel Ángel. Llegó con dieciocho años, en 1961. Como había estudiado corte y confección en Orense capital, empezó a trabajar en un ta-ller de Ermua. No de telas, sino de tornillos. Acababa con las ma-nos rotas, de lunes a sábado, por mil pesetas al mes. Es lo que tenían estos gallegos maquetos: trabajaban mucho, ganaban poco y aga-chaban las orejas. ¡Como las tenían más cortas, según Sabino Ara-na, el padre del nacionalismo vasco…!

Entre los gallegos existía cierta endogamia de supervivencia. Muchos se casaron entre ellos. Chelo se ennovió con Miguel, un chico un poco mayor que ella, que vivía enfrente. El barrio de San Roque era una especie de enjambre gallego. Miguel era un albañil duro como el pedernal, el hombre de la casa, el que llevaba la voz cantante, el que se vino abajo cuando asesinaron a su hijo. Veinte años después no ha logrado recuperarse. Delfín, hermano de Con-suelo, mecánico de profesión, hizo su vida laboral en Eibar. Una de sus dos hijos, Nerea Garrido, acabó empuñando un arma, pero en nombre de la ley. La experiencia traumática que vivió con die-cinueve años al ver cómo asesinaban a su primo, por el que sentía y siente devoción, la llevó a hacerse policía municipal tras pasar una breve temporada por la Academia de la Ertzaintza. Trabaja en un pueblo próximo.

¿Había en realidad muy «mala hostia» contra Ermua, furúncu-lo para nacionalismo imperante, como resume un vecino del pue-blo? ¿Fue el asesinato de Miguel Ángel Blanco un crimen racista? Carlos Totorica, militante del PSE-PSOE, alcalde de la localidad desde 1991, se queda pensativo. Tampoco sin él, como sin la abue-la Elena, esta historia se habría desarrollado como aconteció. Ínti-

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mo amigo de Nicolás Redondo Terreros, le disputó la secretaría general del Partido Socialista de Euskadi a Patxi López y la perdió por unos pocos votos. Si la veleta de la vida hubiera apuntado ha-cia su lado, seguramente podría haberse convertido en lendakari y, por qué no, en presidente del Congreso de los Diputados, como sucedió años después con López en uno y otro puesto.

Totorica tiene tantos apellidos vascos, o más, que Ardanza, Ar-zallus, Ibarretxe y Urkullu. Carlos Totorica Izaguirre Uriarte Arre-gi Ugarteburu Arriazabalaga Atxa Argiarro. Sus antepasados o eran carlistas o peneuvistas; unos y otros, euskeraparlantes. Él, en un fa-llo de naturaleza ideológica, salió socialista.

¿Mala hostia contra Ermua y crimen racista? Totorica, un per-sonaje de talla política nacional aunque no sea conocido, se lo piensa. «Ermua era para los nacionalistas como un pueblo de se-gunda y este asesinato podía haber sido visto incluso por los ase-sinos como un asesinato de segunda. A veces he pensado que el secuestrado podía haber sido yo. Y, lógicamente, se me ponen los pelos de punta. Y busco explicaciones. ¿Por qué él, tan joven, y no yo, comprometido durante más tiempo? ¿Lo pillaron porque era un chico de costumbres muy regladas, que salía todos los días a la misma hora, por el mismo sitio…? ¿Porque se llamaba Blanco, con sus ocho apellidos gallegos y castellanos? ¿Porque se atrevía a decir cosas, siendo tan joven y del PP, que nadie se atrevía a decírselas a la cara al mundo de HB?». Totorica se hace preguntas. Cada vez que ETA asesinaba a alguien en el País Vasco, publicaba un bando que era leído públicamente. Tras pensárselo un par de minutos, él mismo se contesta: «Sí, de alguna manera, el asesinato de Miguel Ángel fue un crimen racista». Iñaki Anasagasti lo descarta: «No creo que fuera un crimen racista. Pienso que a Blanco no lo ma-taron por su apellido. Basta con mirar los apellidos castellanos y gallegos de tantos etarras».

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Al poco de llegar a la alcaldía, Totorica impulsó la vida de las casas regionales, un terreno abandonado al mundo de HB y en mano de ellos, maestros en el arte de la propaganda a través de la exaltación de lo propio y de sus tradiciones. Un terreno en el que no admitían competencia y que querían en exclusividad. El alcal-de explica por qué desde el ayuntamiento se apoyó a «los otros», a los no vascos con sentimiento de identidad. «Nadie es persona ni nada si renuncia a sus raíces. Cuando una ideología quiere hacer desaparecer los orígenes de las personas es totalitaria en extremo. Las casas regionales en Ermua no deben cerrarse sino expandir al exterior su explosión cultural», expuso Totorica. Un clavo con cla-vo se saca.

Obviamente, el mundo abertzale entendió como una provoca-ción la exaltación de los regionalismos. Lo que en cualquier lugar de España y del mundo sería considerado como un acto de empa-tía del nuevo alcalde y de respeto a todas las culturas del vecinda-rio, con ayudas al centro gallego, al andaluz, al extremeño, en suma, al 70 por ciento de la población que conformaba Ermua, la caver-na del nacionalismo extremista lo tomó como una chulería, una provocación y un ataque contra los valores de la nación vasca re-presentada por ellos con exclusividad.

Militante de las Juventudes Socialistas en 1975, Totorica llegó a la alcaldía de Ermua en 1991, recuperado para la política por Re-dondo Terreros. Que ganara las elecciones un socialista era lo nor-mal. Desde los primeros comicios municipales celebrados en toda España en 1979, allí siempre ganó el Partido Socialista de Euskadi. Y así ha sido hasta la fecha. El alcalde Totorica representó un de-cisivo dato diferenciador con respecto a sus predecesores, los so-cialistas Julián Sancristóbal (de infausto recuerdo, fue condenado años después por la creación de los GAL) y Francisco José Berjón: él había nacido en Ermua, hablaba euskera, bailaba el aurresku y, si

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venía al caso, en la fiesta del Olentzero (personaje de la tradición vasca que en Navidad trae regalos para los niños en su saco de car-bonero), se disfrazaba de tal. Así lo hizo un año, con un agravante: compró unas cuantas pistolas de plástico y las quemó en la hogue-ra. Todo un mensaje por la paz, por la tolerancia y contra ETA.

No era, pues, de extrañar que ETA y sus amigos políticos no estuvieran contentos con lo que veían en Ermua. Afrentoso, inso-portable, inadmisible, contagioso… Demasiado para permanecer impasibles. Por si fuera poco, además de un alcalde socialista vasco y español, el PP presentó una lista en las elecciones municipales de 1995 con vecinos del pueblo y, entre ellos, un joven de veinticinco años, licenciado universitario, hijo de albañil, guapo, batería de un grupo musical, popular entre los suyos. Un chico aparentemente tímido y muy risueño pero, llegado el momento, hablaba cla-ri-to, como el color de su pelo. ¡Hasta ahí podíamos llegar!

Guerra plenaria

Cuenta una leyenda africana que el baobab, un árbol milenario tan bello como enigmático, muy frecuente en Madagascar, está habi-tado por espíritus de la naturaleza, sobre todo, de animales. Así, si alguien se atreve, por error o intrepidez, a cortar una de sus flores, será devorado antes o después por un león. Uno de los miedos de El Principito de Saint-Exupéry era a las semillas del baobab. Temía que el planeta se infestara de este tipo de árboles que, con sus raí-ces profundas, acabarían destruyéndolo tras perforarlo de lado a lado. Parecido a como los nacionalistas extremistas contemplaban la marcha política de Ermua, nada ejemplar para el resto de la na-ción vasca. Como el baobab del planeta de El Principito, la semilla ermuarra era peligrosa y podía extenderse.

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