"miedo de almanaque" de edgardo lois

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En una Buenos Aires actual, juega su suerte un extraño triángulo amoroso. Los personajes viven como si se supieran condenados por la realidad y los días: aceptan sus destinos sombríos como una maldición inevitable. La novela transita temas como la pareja, la búsqueda de la felicidad, la rutina y los hábitos entre las personas: dependencia, apego, patología, decepción. Asimismo la ciudad y su gente asumen un rol protagónico a través de las historias transcurridas en el Café Margot, uno de los cafés notables con que cuenta Buenos Aires. Entre sus mesas el destino jugará su mano con las cartas marcadas...

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Miedo de almanaque

Edgardo Lois

Buenos Aires, 2012

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Lois, Edgardo

Miedo de almanaque / Edgardo Lois ; dirigido por

Jose Marcelo Caballero ; - 1a ed. - Buenos Aires : Pluma y

Papel, 2012.

E-Book.

ISBN 978-987xxxxxxx

1. Narrativa Argentina. I. Caballero, Jose Marcelo,

dir. II.

CDD xxxx

Miedo de almanaque

© 2012 Edgardo Lois

© 2012 de esta edición eBook Argentino

Alberdi 872, C1424BYV, C.A.B.A., Argentina

[email protected]

www.ebookargentino.com

Director Editorial: José Marcelo Caballero

Coordinadora de edición: Marcela Serrano

Ilustraciónes de cubierta: HM

ISBN:978-987-xxxxxx

Primera edición eBook:Octubre 2012

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación puede ser

reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor.

Hecho el depósito que marca la ley 11.723

Any unauthorized transfer of license, use, sharing, reproduction or distribution of

these materials by any means, electronic, mechanical, or otherwise is prohibited.

No portion of these materials may be reproduced in any manner whatsoever,

without the express written consent of the publishers.

Published under the Copyright Laws 11.723 Of The Republica Argentina.

Hecho en Argentina – Made in Argentina

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a la memoria del Profe Ricardo De Biase y el Gordo Héctor González.

a Julia, mi hija.

a Evangelina, mi compañera.

a mis padres: Adela y Rolando.

a mi hermano Alejandro.

a Mónica en la Caramba.

a los Cedrón: Azul, Antonia y Tata.

a mis maestros: Gabriel Montergous y Hugo Ditaranto.

a la memoria de mi amiga Liliana Bustos.

Mi agradecimiento a Osvaldo Mansilla, mozo del Margot, por sus historias.

Un hotel tan vacíoa la hora del amor.

Como si lo pavorosofuese obstinación

en la tristeza del bosque.

de Tierra no prometida

de Roberto Glorioso

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En el almanaque ínfimo, en su grafía apretada, fruto de la reducción de costos del amigo panadero en el diciembre último, encontró una posible muesca en el círculo de los días. No en los de ella, pero sí, quizás, en los de él. Fue una especie de premonición. En el almanaque que duerme pegado en la puerta de la heladera, ella encontró la primera señal y se lo dijo.

Ella no volvió a ser la misma desde que la señal vino a hacerse un lugar en la mañana. El día que despuntaba poco tardó en tomar envión hacia una plenitud de ansiedades. Y pensar que faltaba lo que faltaba, meses: varios, días: muchos, horas: todas, casi medio año de vida era aquello que faltaba por vivir. Ella lo sabía, y además sabía, sentía que había comenzado un tiempo de zozobra.

Él le restó importancia. Con una frase corta, terminante, la corrió del centro donde ella estaba haciendo foco: Es una boludez, le había dicho en tono casi cariñoso, para nada despectivo. A veces Juan la trataba bien; cuando esto sucedía, ella, Carmen, recuperaba, en un segundo, la respiración tranquila y la guardaba detrás del corpiño negro en el que él nunca había reparado.

Desayunaron juntos, en silencio, mirando la televisión. El conductor del programa de noticias no paraba de errar los artículos, los tiempos verbales, las palabras; cualquiera que no lo siguiera a diario podría pensar que el hombre tenía un mal día. Pero no, nada de mal día, era pura inutilidad; Juan creía que los desaciertos se debían a la necesidad de agitar la mañana, sin duda la preocupación principal de los productores del programa en su afán de atrapar la cuota necesaria de adictos a la agitación; alguien le repetía todos los días al tipo: Usted me agita a cada rato, no importa cómo, pero me agita bien agitado con accidentes, atentados, posibles cortes de luz y gas, posibles y permanentes riesgos desde el momento mismo en que el simple mortal sale de su cama; y claro –pensaba Juan– hacer todo bien quedaba más allá de las posibilidades del tipo: Por suerte, yo no soy así, no, señor, se dijo Juan para sus adentros.

Juan le decía a Carmen que ver a este tipo todas las mañanas le renovaba las ganas de matar. Carmen asentía y respondía: Claro, sí.

En esa mañana, los dos salían, luego de desayunar y de haberse dado el piquito reglamentario de la mañana, a realizar sus tareas.

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Carmen ya tenía la cartera colgada del hombro y la bufanda rodeando el cuello, pantalones ajustados, negros, una campera también negra y debajo de la misma, ropa dispuesta como si de una cebolla se tratara. En Buenos Aires nunca se sabe hacia dónde puede dispararse la temperatura.

Juan pasó cerca de Carmen y de manera suave deslizó la palma de su mano derecha sobre el hombro izquierdo de ella; en el sur, la cola parada y firme de Carmen, esperaba la mano que casi nunca llegaba. Alguna vez le dijo a su amiga Pía María: Lo mío es la espera.

Juan fue hasta el cajón del escritorio y sacó del interior su pistola Glock, una belleza, y se la colocó en la sobaquera de cuero negro que quedaba muy bien disimulada debajo de su campera negra.

Carmen, mientras iba en el colectivo, seguía plena de ansiedades, y comenzó a ganarla una especie de sentimiento de fatalidad. Podría decirse que Carmen estaba envuelta en una nube púrpura de oscuridad y muerte, porque el púrpura bien se lleva con la muerte, con la amenaza y lo sombrío. Ella no iba en barco, no flotaba en medio de las inmensidades frías de una tierra arrasada; hacía frío, pero iba en colectivo. En medio de la púrpura acechanza vio que frente a ella, a la altura del caño para agarrarse que está cerca del techo, caminaba una cucaracha de regular tamaño. El bicho caminaba horizontal, siguiendo una paralela imaginaria al caño cromado.

En ese instante Carmen comenzó a hacer gala de un pensamiento negativo: Se va a caer. Una pregunta válida sería: ¿por qué habría de caerse?, si ya venía caminando y llegó hasta donde llegó ¿por qué pensar en negativo?, ¿y si venía desde el asiento del fondo?, mucho trecho el ya transitado, ¿entonces? Pero Carmen estaba negativa desde que descubrió la muesca en el círculo de los días, cuando la falla en el almanaque la hizo retroceder y sentir la presencia húmeda del miedo.

Seguro que se cae, la cucaracha, como se cayó la hojita de diciembre, la del almanaque, se dijo. Carmen había arrastrado el almanaque con su brazo derecho. En la caída se desprendió la última hojita, cuando la pegaba con cinta adhesiva reparó en que era noviembre. La hojita de diciembre podría haber ido

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a parar debajo de la heladera, pero también pudo no venir en el almanaque chiquito que le dieron a Juan. Carmen pensaba mientras seguía mirando cómo la cucaracha continuaba con su excursión. Se va a caer, se dijo y se dijo, y cuando al fin la cucaracha se cayó, cuando el colectivo pasaba sobre un lomo de burro y justo cuando ella perdió por un segundo su mirada a través de las ventanillas mugrientas, no pudo ver sobre quién o en qué lugar de la humanidad de uno de los desconocidos que viajaban en los asientos de uno, había caído el insecto o la mancha del destino. Porque para Carmen una cucaracha caída del cielo de un bondi o la cagada de una paloma llegando desde el techo de la ciudad, bien podía ser considerada una mancha del destino.

Carmen no sabía dónde había quedado la hojita de diciembre, una señal fea, como ahora no sabe dónde quedó la cucaracha. Otra señal, otro no saber. Buscó nerviosa, no la tenía encima. Este aviso, al parecer, tampoco era para ella.

No es metal.

¿No es de metal?

No, es de polímero.

¿Polímero?

Sí, eso, un polímero sintético.

¿Qué? ¿Hay polímeros naturales?

Sí, también, pero éste es sintético.

Es como un plástico.

Sí, como un plástico que junta, une, muchas unidades de plástico resistente como metal.

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Polímero, qué palabra rara.

Puede ser, pero comparada con cuál.

No sé, con otras, hay muchas, yo siempre tuve problemas con las palabras, digo nada más que por decir.

Sí, puede ser.

No, te aseguro que es rara: polímero, sí, me gusta.

Como alguien dijo una vez, el plástico es para los juguetes, el aluminio para las ollas y el acero para las armas, y se tuvo que comer el pensamiento bien dobladito.

La verdad.

Tiene treinta y tres piezas, dos pasadores.

Poca cosa.

Ningún tornillo.

Majestuosa.

Para probarla le pasaron con distintos vehículos por encima.

La torturaron, así de dice.

Eso, y nada, siguió en la suya, la golpearon contra una pared y nada.

¿Nunca perdió la compostura?

Ninguno de los tres seguros flaqueó, increíble.

¿No cae pesada?

Ochenta y seis por ciento más liviana.

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Una belleza.

Una sola pieza el armazón.

Como un loft, algo así.

Parecido, sí, puede ser, y el loft no se deshace a altas temperaturas, no se ahoga en el agua salada, no se lo come la arena ni el barro, no le tiene miedo a los golpes.

Antisísmica.

Fácil de acariciar, por instinto se la acaricia y ella se deja.

Bien puta.

Como debe ser, por afuera sencillita, un par de breteles y un par de botones, todo muy a la mano.

Gauchita.

No tiene bordes, es flaca pero de terminación redondeada.

Me encanta.

Si me preguntás, elijo sabor Parabellum.

Comparto, sí, más rico el 9 mm.

Glock, Glock, dijo el sapito.

Carmen salió a la mañana libre de horarios, de destinos, y por lo tanto de colectivos. No tenía nada para hacer hasta la tarde, así que decidió ir hasta la plaza y caminar por su borde de vereda como si fuera acompañada por un imaginario y práctico perrito que no necesita de paradas higiénicas. El día no era tan frío.

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Hacer la caminata no significaba obtener sortija alguna, poco es lo que ganaba y ella lo sabía. Pero peor era quedarse en el departamento. Quizá debería ir a un gimnasio, quizá hiciera falta caminar más o trotar o correr, pero no lo hacía. Se miraba al espejo de cuerpo completo y se veía bien, tan libre de cualquier asomo celulítico o de decadencia severa, que la sonrisa despertaba impensada: Bastante bien, che, que hay cada pendeja que son un desastre. Cuarenta y nueve años en Carmen hacían de ella una mujer deseable. Esto no impedía, como ocurrió un par de días atrás, que un muchacho le ofrendara un cumplidito que la llevó directamente hasta las puertas de unas renovadas ganas de asesinar: ¡Qué piernas, doña! Doña y la puta que te parió, pendejo de mierda, se dijo para sus adentros y siguió caminando como una lady.

Entonces Carmen caminaba hasta la plaza en donde no crecen las sortijas sabiendo que todavía zafaba, y a la hora de su físico se declaraba, y se sabía, satisfecha, y mucho más lo estaría si en un día futuro lograba mantener buen sexo. Carmen transpiraba en el verano, no lo soportaba, y transpiró también cuando Otto José la invitó al primer café en el Margot, pero después ya no tuvo problemas con el café.

Cuando doblaba en la esquina de la iglesia, en el lugar exacto donde la plaza comenzaba a abrirse a sus ojos, se encontró con un auto sobre la vereda o el muelle que nace al pie de las escaleras de la entrada de la iglesia. Muelle porque la plaza parece partir desde la iglesia; podría partir o llegar, pero de las dos maneras la plaza pertenece a la iglesia.

La iglesia está conectada a la plaza a través del manto de baldosas, y sobre este descansaba, cercano a las escaleras, el auto.

Carmen se detuvo. El auto era alargado, la parte delantera era como la de los otros autos, Carmen no distingue modelos ni marcas, pero en la longitud descansaba la diferencia. El auto no era sólo auto, sino coche fúnebre. La puerta de la parte trasera se abría sobre el borde del auto que estaba más lejos de Carmen. Coche fúnebre bajo y con la puerta abierta como invitando.

Algunas personas comenzaron a bajar por las escaleras de la iglesia y habitaron las baldosas de los lados del coche, que no estaba a más de tres o

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cuatro metros del escalón más bajo.

Carmen levanta la vista por encima de la puerta trasera del coche, hace corto, cortísimo travelling lateral de apenas diez centímetros de mirada y fija los ojos en una pendeja que no es ningún desastre: La muy turra, mirá qué linda que se la ve, podría haber pensado, pero no lo hace. Está acostada sobre un moderno banco de plaza, sin respaldo, hecho de finos listones de madera lustrada, como si fuera un elástico de cama. La piba está despierta, tiene los oídos conectados a un aparatito, la cabeza apoyada sobre la madera y la mejilla izquierda acariciada por la misma. La mirada de la piba está puesta en el coche fúnebre, y Carmen, que siente, que sabe, que la piba piensa, sabe, que todos deberemos morir. Carmen no es tan ilusa como para negar la muerte con solo cerrar los ojos y no mirar un coche fúnebre o con no pronunciar la palabrita “muerte”, pero Carmen es mujer de pensamientos rápidos, es de sospechar y adivinar con el mecanismo del relámpago. Sólo algunas veces acierta, pero ella está convencida de las bondades mágicas de su blitzkrieg adivinatorio.

Carmen supo que la piba sabía: Todos vamos a morir, pero en su relámpago supo algo más: Pero algunos morirán primero, y entonces Carmen tuvo la certeza de que a través del vidrio de las ventanillas del funerario, la piba la había mirado a ella, y supo además que la siguió con la mirada cuando ella se dio media vuelta y empezó a caminar otra vez hacia el departamento.

Esta vez todo parecía apuntar hacia ella, Carmen lo supo en el ascensor. Iba sola cuando se ganó la señal incómoda; estaba sola frente a la muerte como sola estaba en cada ascensión hasta el piso dieciséis.

Juan mira por la ventana del departamento, su mirada apunta, como cada vez, hacia el sur de la ciudad. No piensa en nada.

Juan nunca o casi nunca piensa en algo mientras mira por la ventana, no piensa y mira sin ver, no ve y en consecuencia tampoco escucha.

Anoche la lluvia caía en silencio desde el pedazo de cielo que le tocaba al

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dieciséis. Parado frente al vidrio de la ventana, debió cerrarla porque el viento soplaba con ganas, vio cómo el viento cambiaba la inclinación de las gotas que iban hacia el abismo de terrazas. Las gotas, a la hora de ser vistas desde arriba, en el ínfimo momento de la caída, originan un rastro, unas rayas claras en el cuaderno del aire para luego desaparecer en el paisaje. Es poco probable que Juan pudiera descubrir un detalle como éste, porque para él la lluvia era lluvia; en sus cuentas cotidianas no había lugar para ese tipo de asombros, para preguntas poco frecuentes o para el mínimo descubrimiento que no sirviera para su trabajo, luego, lluvia eres y serás, así en el cielo como en la tierra. Juan, sumamente práctico, nunca pensó, no podía, en que posiblemente fuera, de alguna manera, dueño de un cielo propio en su departamento del piso dieciséis.

Carmen había salido a caminar: A la plaza, le dijo, y se fue. Él estaba terminando el té de manzanas mientras miraba hacia el sur desde el balcón que seguía con la ventana cerrada.

Siempre se demoraba, daba vueltas antes, durante y después de desayunar; todo goteaba lento en sus mañanas hasta que llegaba el momento del último sorbo de té. A partir de ahí los instantes eran de pura determinación. El correaje sobre la camisa, la pistola, la campera, una última mirada en el espejo para controlar la corbata. Se lavaba los dientes antes y no después de la infusión, le gustaba bajar los dieciséis pisos degustando la progresiva desaparición del sabor del té en su boca. En el ascensor, salvo en la degustación, tampoco pensaba en nada. El día empezaba cuando llegaba a las cercanías del auto o cuando acababa de sentarse en él.

La puerta del auto se cerró como en cada mañana, segura, distinguida, secreta.

El motor arrancó; mientras la nave se calentaba, mientras Juan acariciaba el acelerador con suavidad, aprovechó para mirar la dirección que había anotado ayer en su libreta. Está como a media hora, murmuró bajito. Cerró y guardó la libreta en el bolsillo interior de la campera, tanteó la Glock bajo su brazo izquierdo, miró el medidor del gas y comprobó que, por si las moscas, también tenía nafta. Acomodó, o hizo que acomodaba, el espejito retrovisor, un simulacro repetido porque nadie lo había movido y porque era imposible que las vibraciones lo

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hubieran desacomodado cuando él mismo lo había calibrado anoche, cuando estacionó el auto en el lugar que encontró libre en la cuadra. Con el último movimiento supo que al fin estaba listo para partir. Cuando cumple con esta ceremonia de revisión siempre se acuerda de una vieja serie de televisión, la vio en blanco y negro y sólo algunos capítulos, porque cuando era más joven tampoco le despertaba gran interés muchas de las posibilidades que ofrecía el mundo. La serie era El avispón verde, en ella, el avispón, el superhéroe, junto a su fiel ayudante Kato –siempre le llamó la atención que Kato fuera Bruce Lee, el mismo que tantas patadas y golpes le vio dar en sus pocas películas en el cine–, antes de salir a pegarle a los malos revisaba que todos sus utensilios estuvieran en su lugar. Juan se acordaba del zumbador, era como una especie de bastón que emitía, obvio, un zumbido, que a no dudar devenía en arma aturdidora, y el avispón se detenía en la pistola y su cargador, imagen en primer plano, hay balas, entonces nos vamos.

El auto del avispón se llamaba Betsabé, el de Juan no tenía nombre, apenas marca que todavía se distingue en algún rincón de la cáscara.

Como si fuera bandera de instrucción y filosofía, sobrevuela las calles del barrio de Boedo, la palabra de muchos de los vecinos.

Es posible escuchar, entre otros muchos temas, que para llegar al café Margot el mejor camino es el que ofrecen los adoquines de San Ignacio.

Cuando se busca el camino hacia el Margot, cuando Colombres se corta, se debe elegir siempre los adoquines. Se considera “trampa” en el juego cuando al dejar Colombres ocurre que, por estupidez, traición o locura, se pisa la vereda o el parche de cemento de la esquina, y no los adoquines de San Ignacio. Es necesario pisar el tiempo lustrado y vuelto a lustrar sobre esos adoquines para llegar a una incomprobable sensación. Aquellos caminantes que registran la existencia de varias almas en su persona corrigen, al instante, el error de haber pisado la vereda; la reacción se produce cuando una de las almas, la que precisamente se ocupa de la contemplación de los adoquines, se agita y entonces hace posible el regreso al granito. El salto será preciso si se logra caer

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sobre la superficie con el pie izquierdo, porque, así se afirma en el barrio, es la manera correcta de dar el primer paso en Boedo. Sólo se puede caminar por las veredas de San Ignacio cuando gana la estupidez entre las almas o porque se acompaña a un amigo en un día extraño, muy extraño ya que él también camina por la vereda. Sólo en días tristes se camina, saludando o despidiendo el Margot, por las veredas de San Ignacio.

Se vuelve al Margot cada vez que se puede, cada vez que se le puede amagar al día, y entonces es posible el hurto temporal para la lectura, la escritura, para una mesa de charla con conocidos o amigos, o para escuchar el mundo de Osvaldo, el mozo.

Al parecer en el barrio hubo una especie de pequeña riña urbana, y de esos días, algunos guardan memoria. Un grupo de sus verdaderos habitantes al parecer se enfrentó con la organización de los rotáricos, un grupo de personas, una sociedad secreta formada por personas que rotan y rotan por cuanto recoveco existe en Boedo. Los rotáricos son amantes de las fotografías, y se creen dueños de todo aquello que autoriza su rotación. La historia de los escritores y artistas del barrio parece sólo pertenecer a los rotáricos, así lo creen, y también hacen suyos a los muertos ilustres del Grupo de Boedo. La gente dice que en realidad ellos son lectores del Grupo de Florida, pero que algo encuentran en los aires de Boedo, y algo mucho más jugoso en sus muertos. Un sabihondo de turno podría afirmar que es la conveniencia de actuar al lado de la gente, o quizás envidia, sueños de ser lo que no son. Eso sí, necesitan que todo muerto de Boedo sea efectivamente eso, un muerto, es decir alguien que ya se manifestó, alguien que hoy está imposibilitado de manifestarse, de incomodar con demandas sociales.

Los rotáricos caminan por el barrio, algunos hasta viven en él y hacen las veces de boedenses. No falta el exagerado que asegura que en algunos de ellos se logra apreciar el dedo meñique duro, y bien sabido es que cuando alguien tiene el dedo meñique duro no es un natural: Ese es invasor, diría David Vincent. Pocos rotáricos se aventuran hasta las entrañas del Margot, una especie de efecto residual les permite solo la vereda y una mirada triste a través de los cristales. Si por casualidad uno de ellos se aventura al interior, se mueve nervioso, ocupa mesas amarretas, de unos pocos minutos, se encorvan sobre algún papel haciendo que leen, y a poco, se van en silencio. Quizá recuerdan

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cuando todavía estaban camuflados, porque rotárico no se nace, el rotárico se hace, se compra, se usa; alguna vez jugaron a ser otros o al menos lo intentaron. A veces se los descubre sentados a una mesa esperando a que alguien llegue y los salude, como antes, pero sólo queda el techo de ladrillos a la vista, hacia ahí miran buscando lo que ya no es, ahí se reflejan, sobre la tapa del ataúd de ladrillos que de momento los contiene cada vez que quieren llegar hasta el Margot, sea por San Ignacio, ellos caminan por la vereda, o por Boedo, yendo o viniendo de San Juan y Boedo, de una historia que no les pertenece.

Cada uno de los que vuelve al Margot tiene a sus muertos queridos. A través de recuerdos se consuma la unión con lugares como el café; el espacio público se hace propio cuando alguien con quien se compartió tiempo en sus mesas muere. En el Margot ya no está el Profe Ricardo De Biase, tampoco el Gordo Héctor González, así el nombre de dos de sus muertos, esos que todavía muchos ven sentados a la mesa. La pipa del Profe y el fervor boedense de un siempre desbordado Gordo González, son parte de dos buenos fantasmas, dos buenas presencias que invitan a que el rotárico mire desde la vereda.

Los muertos no se apropian: se viven, se guardan. Se puede escribir sus nombres, se los puede nombrar, pero esto nada tiene que ver con vivir, con guardar.

Al parecer, en el café de Boedo se puede disfrutar de largas mesas de contemplación y filosofada callejera, pero hay que sentirse cómodo, con tiempo, hay que ser de ahí y ser dueño de todos los dedos de la mano.

Se escucharon los dos toques en el portero eléctrico, Juan avisaba de su arribo en los alrededores del espigón sito en las cercanías de las nueve de la noche.

Otra vez en casa, se dijo Juan camino al ascensor, y Carmen también lo dijo mientras acomodaba la silla y encendía el par de velitas con las que acompañaba, desde siempre, cada cena.

Carmen escuchó el sonido que libera la última sacudida del ascensor al llegar a su cielo, escuchó el golpe enérgico de cierre para cada una de sus puertas y

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luego el silencio y su reino hasta que los golpecitos se acomodaron sobre la puerta.

Era la hora, el momento del segundo piquito del día. Daba la impresión de que Juan pagaba peaje, modesto, pero peaje al fin; parecía pedir permiso a través de la simpleza e impersonalidad de piquitos semejantes para salir y para volver a su nido de águila en la altura.

Carmen sabía que llegaba piquito y aceptaba sonriente, y alargaba, en mínimo esfuerzo, sus labios para consumar el regreso.

Juan cerró la puerta del departamento. El ambiente era templado y sin extremismos. Carmen lograba equilibrar con éxito los intentos desmesurados de la losa radiante y del frío del exterior. Años le llevó encontrar la mecánica indicada para regular la abertura de la ventana del balcón y la de la ventanita de la cocina. Nadie se moría de calor y nadie se helaba. Algo más, nadie percibía aromas agresivos; otro de los logros de la mecánica hallada por Carmen era el de liberar los dos ambientes chicos de acechantes y perturbadores olores a comida que a Juan tanto le molestaban.

Juan colgó la campera en una percha de madera y la guardó en el placar. Se quitó la Glock y la guardó en el cajón del escritorio, luego procedió con el correaje que, doblado convenientemente, fue a parar bien al fondo del mismo cajón. Se lavó dos veces las manos con mucho jabón y se sentó a la mesa, de corbata, como ocurre con los hombres de las publicidades; de alguna manera Juan hacía, cada noche, una declaración de principios, ¿qué tenía de malo cenar de corbata en su propia casa?

Carmen ofreció un jugo, él dijo que sí. Al minuto estaba listo. La verdad, salió muy buena la juguera que compré en Boedo, es de las baratitas, no es de marca conocida...; Las naranjas no son buenas; Ah, ¿no?, qué lástima, le dije al frutero, él me prometió...; ¿Falta mucho? Ella contestó que no, todo estaba calculado, era miércoles, día de milanesas al horno con puré, agua mineral fresca, pan de salvado y nada de sal.

La sal te mata, dijo en algún día del pasado Juan, y Carmen anotó las

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recomendaciones que siguieron. En el dieciséis se comía sin sal; un médico amigo le había explicado a Juan la verdad de la milanesa sobre el tema que la mayoría de la gente descuida: De la cuna a la tumba, dijo Juan que dijo el médico.

La televisión encendida marcó la recta final hacia la cena. Entre las miradas dirigidas al aparato se cumplía con la supuesta descripción de sus respectivos días. Carmen cumplió en la oficinita del abogado. Iba por unas horas y por la tarde, de lunes a viernes. Ella entregaba papeles, sobres, pagaba los servicios, atendía el teléfono, a veces servía algún cafecito y ponía su mejor cara para agradar. Ella era detallista al máximo a la hora de sus relatos, descriptiva, aplicada, memoriosa, y como es obvio le gustaba hablar. En cambio Juan hablaba poco, y menos le gustaba escuchar, pero al parecer era buen actor, o quizá no tanto, porque hacía que escuchaba y que se interesaba, se cubría cada tanto con algún monosílabo y todo quedaba servido a su gusto; él no contaba y eso era básico en su manera de entender los vericuetos de su vida. No hablaba o casi no hablaba de sus asuntos. Carmen a su vez sabía que la cuestión era como era, y entonces hablaba sin culpa. Cuando se producía el corte, el cambio de tema, ella aprovechaba para mirarlo un minuto en silencio, preferiblemente cuando él miraba hacia el televisor y entonces no se daba cuenta de que ella lo miraba, o tal vez se daba cuenta y se hacía el tonto. Carmen también lo espiaba cuando levantaba los platos y le traía la manzana verde o el yogur descremado para el postre. Lo miraba de una manera especial, desde los alrededores de un profundo y poco entendible cariño.

Un té de hierbas fue el gran final.

Ella practicó a continuación la mejor de sus sonrisas y lo invitó a ir a la cama con un cierto toque de picardía en la mirada. ¿Por qué no?, puede haberse preguntado Carmen, y luego avanzó de invitación, pero Juan contestó que en unos minutos empezaba Doce del patíbulo. ¿Con Lee Marvin?, preguntó ella; Sí, ¿te quedás?; No, ya la vi tres veces, te espero en la cama; Voy en un rato.

Carmen siguió los pasos de una cábala nocturna para que ninguna mala señal viniera a molestar; sobre el espejo del botiquín del baño se regaló una sonrisa, se lavó los dientes y pensó en ir a la cama y acostarse boca abajo.

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Cuando Juan entró en la cama se aplicó, sin perder tiempo, a levantarle el camisón y quitarle la prenda necesaria para precisamente poder prendarla con su presencia. Podría afirmarse que el miércoles era el día establecido para ciertos asuntos. Ella tenía la cara hundida en la almohada y así siguió durante los tres minutos aproximados que duraron las sacudidas torpes de un urgente, efímero, Juan. Como siempre, para que todo saliera bien, Carmen tuvo el cuidado de ofrecer alguna resistencia en el último de los minutos para que él la agarrara fuerte de la nuca y le hundiera un poco más la cara en la almohada. A Juan le gustaba mucho. En los últimos segundos, y atenta a la proximidad de la sacudida del final, ella liberó un profundo suspiro y se aflojó. Él se fue en silencio, casi como había llegado.

Se lavó dos veces con jabón y de manera intensiva.

Cuando volvió a la cama, ella le dio las gracias: Gracias por hacerme feliz, y él le dijo: ¿No tenés que ir al baño a lavarte?

Carmen bajó del colectivo a metros de San Juan y Boedo, y por unos minutos miró a través del vidrio de una de las ventanas hacia el interior del Homero Manzi. Había lugar, el café estaba semivacío, pero la duda sobre si entraba o buscaba otro lugar duró un instante, hasta que vio cómo estaban vestidos los mozos, tan duros ellos dentro de sus disfraces de sirvientes para gente de categoría. Además pensó en cuánto le iban a cobrar el café, era seguro que en el precio acomodarían una proporción del costo de la escenografía preparada para el turismo. Carmen no lo sabía, pero en la mañana el Homero parece relajarse, como si sólo fuera un café más en Buenos Aires. Sobre las seis de la tarde es cuando empieza a transformarse apuntando certero al centro de las luces de la noche para la exportación. De todas maneras, el lugar no le alcanzaba, y dobló por San Juan rumbo a Colombres. Era temprano y no tenía el más mínimo apuro. Volvió a doblar a la derecha, y se detuvo un momento frente a un grueso eucalipto cercano a la esquina. Descubrió una chapa que indicaba la parada del colectivo 7 sobre Colombres en el cuerpo del árbol. La chapa se adentraba en la carne del tronco, estaba siendo tragada por el árbol. Las líneas rectas de la chapa ya no estaban a la vista, Carmen no pudo calcular el tiempo que el árbol necesitó

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para tragarse los límites, y tampoco pudo calcular dentro de cuánto tiempo el cartelito, la marca, la señal, habría desaparecido.

La parada del 7 no tenía la culpa, pero Carmen pensó en que muy bueno sería que los árboles se tragaran las malas señales y que, por favor, no tardaran tanto. Se lamentó a continuación de que en Buenos Aires cada vez quedaran menos árboles: Como en el país, en el mundo, se dijo bajito Carmen y un puñado de malas señales le rebotó en la memoria.

Caminó por Colombres hasta San Ignacio, pasaje o cortada a ella le dio lo mismo. La callecita llegaba hasta Boedo, solo una cuadra de una San Ignacio habitada de árboles.

Enseguida vio los adoquines en la calle y caminó por ellos. Le parecieron el mejor camino.

En la esquina de San Ignacio y Boedo descubrió el Margot. Qué lindo, fue el pensamiento simple que apareció en Carmen. Subió a la vereda, pasó a un lado del cuidacoches, espió por una de las ventanitas que da al pasaje o la cortada: Me gusta, fue el pensamiento feliz. Fue hasta la ochava y empujó la hoja derecha de una puerta alta y angosta, cuántos años tendrá la puerta es otro de los datos que quedan en la nebulosa, nunca fue buena para mirar hacia los objetos y momentos del pasado.

Eran cerca de las nueve de la mañana cuando Carmen abrió los ojos a la penumbra del Margot. Había sólo tres mesas ocupadas. Mesas y sillas de pura y vieja madera; madera color madera. La barra al fondo, un pasillito a la derecha de la barra y una puerta de dos hojas con vidrios invitando a otro ambiente.

Carmen miraba parada, muy quieta, en el centro del salón hasta que escuchó el “Buenos días” del mozo, que estaba vestido de manera simple: todo de negro, remera, pantalón y sonrisa. Ella devolvió el saludo y miró hacia la mesa que tenía más cerca. Eran dos mesas juntas, se sentó y miró hacia el cielo. Ladrillos a la vista, en la pared de la izquierda colgaba una muestra de fotografías, extrañas fotos en blanco y negro, viejas, y con detalles en color. Se prometió mirarlas.

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Leyó un cartel fileteado: “Café Margot, Declarado ‘Café Notable’ de la Ciudad de Buenos Aires 1904-2003”. ¿Tanto tiempo tiene este café?, se preguntó, pero enseguida siguió leyendo en un cartelito: “Jamones, Quesos, Sopresatas”. En un pizarrón chico: “Pastas Caseras, Ravioles: pavita, ricota, calabaza; Agnolotis: de pollo y verdura; Sorrentinos de jamón y muzarella; Capeletis de pollo; Salsa a elección”.

El mozo se paró frente a Carmen y ella dejó la lectura: Un cortado, gracias; Muy bien, y se escuchó el grito dirigido hacia la barra: Cortado para uno.

Sobre la pared de la derecha había viejos carteles de publicidad: “Hesperidina / Aperitivo de moda / Pídalo en todas partes / Bagley”. También había, en la altura, algunos viejos afiches de películas: “El escándalo, Phillippe Leroy, Anouk Aimee, Dirección Anna Gobbi, Una pareja amorosa... en una película... ‘escandalosa’”.

Carmen agradecía el cortado cuando de forma un tanto abrupta se abrió una de las hojas de la puerta. Un hombre avanzó dos metros y gritó: Osvaldo, no me morí, pero dormí hasta las ocho y media. El hombre giró sobre sí mismo, le dio la espalda a Osvaldo, el mozo, y luego realizó los movimientos justos como si en sus manos tuviera un bandoneón. Por un instante acompañó el tango que se escuchaba en la radio. Después salió del café.

Carmen no aguantó: ¿Viene siempre? Osvaldo, luego de pronunciar un liberador “Andá, Pocho”, respondió: Todas las mañanas, pero viene cuando abro, a las siete, hoy se quedó dormido; ¿Y siempre le dice que no se murió?; Sí, vive solo; Pobre; Un día estrelló la afeitadora eléctrica contra el espejo del botiquín; ¿Lo rompió?; Y..., sí; Mala suerte, siete años; Primero lo dejó la mujer, cargó algunas cosas en un bolso y no volvió más, ahora no lo saluda ni el portero del edificio donde vive; Pero pobre hombre, ¿no sabía lo del espejo?; El otro día me dijo que la gente en la calle no lo ve más, no lo mira y se lo llevan por delante a cada rato; ¿No tiene a nadie?; Y..., parece que no, a mí (se sonríe), por eso me viene a avisar...; ¿Y usted había pensado que se había muerto?; ¿Pocho?, este no se muere nunca.

Carmen tomó el cortado casi frío, pero no le importó, había quedado sorprendida con la escena. Cuando ya pensaba en irse, reparó en un hombre,

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con algunos años más que ella, que parecía pedir permiso para sentarse a la mesa de una mujer que estaba sentada sola cerca de la entrada. El hombre le enseñaba una libreta; la mujer, con mucha educación, al parecer le contestó que no, que no podía sentarse. El hombre caminó unos pasos más y Carmen, antes de que la mirara, ya estaba de pie pidiéndole al mozo que le cobrara.

El hombre se sentó en una mesa recostada sobre la pared de la izquierda y Carmen salió del café. Tenía que comprar una juguera, barata, que no fuera de marca. Para electrodomésticos, sí, andá a Boedo, en ese barrio hay de todo, le había dicho Pía María, su amiga.

La tarde era nublada, una de esas tardes en que los condenados del cielo recibían el permiso para pintarlas de gris, de un gris muy oscuro. El cielo gris bajaba torrencial sobre la ciudad y humedecía las miradas en tristeza y viento.

El auto está estacionado bastante cerca del cordón, debajo del esqueleto de un árbol, casi en una penumbra de historieta. Tiene un auto adelante y otro atrás. Un posible guión para la escena podría comenzar con: La tarde era nublada... Juan, casi hecho un ovillo, tiene la cabeza apoyada contra el vidrio de la ventanilla. Parece que duerme, pero no lo hace, nunca se quedó dormido. Ni siquiera escucha la radio, nada más espera, nada más hace su trabajo.

Por la vereda se acerca una mujer joven, de unos treinta años, que vuelve de hacer unas compras. Vuelve, casi con seguridad, del autoservicio chino que hay a la vuelta de la esquina; a la redonda, Juan lo sabe muy bien, no hay hipermercados, sólo un par de chinos. Juan siempre registra los detalles del paisaje, de alguna manera pone en práctica una de las máximas de la guerrilla que aprendió leyendo al propio Che Guevara, el fundamental conocimiento del terreno sobre el que se va a operar. Entonces Juan sabe cuántos mercaditos chinos hay; si hay o no algún hiper, de haberlo se asegura de que el consumidor o consumidora marcado tenga o no la costumbre de hacerse llevar la mercadería a la casa; sabe si hay movimiento policial; si hay villas miseria cerca; si hay cafés a la mano por si tiene ganas de mear. Todo, Juan averigua todo, es muy aplicado en su trabajo. Podría simplificar las cosas, muchos de sus compañeros lo hacen,

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pero a él le gusta meterse por los intersticios –alguna vez escuchó la palabra, averiguó qué significaba y la adoptó–, y llegar hasta la gente. Fuera de su exterior hosco, a la hora de trabajar le gustaba saber de las personas sobre las que tenía que aplicarse.

Un hombre joven salió por la puerta del edificio viejo que está a mitad de cuadra y sobre la vereda de enfrente. Juan se incorporó con cautela y lo siguió con la vista. Lo esperaba hacía casi tres horas.

El hombre caminó con paso ágil hasta un auto gris claro; Juan ya tenía anotada en su libreta la patente. Dentro del auto marcado se iniciaban las maniobras necesarias para dejar el lugar mientras ya se calentaba el motor del auto de Juan. Los autos dejaron puerto.

En la tarde gris los dos conductores manejaban tranquilos; de todas maneras, el avisado iba atento a cada una de las maniobras del otro. Juan tuvo la tranquilidad suficiente para comprobar que en el otro auto se tenía conciencia y respeto de las señales de tránsito: Ni el mínimo descuido, maneja muy bien.

Tres horas en el departamento del edificio viejo, en el departamento ya estaba la piba, una pendeja de veinte años, si los tenía. Era casi seguro que la piba vivía con él, tenía las llaves; Juan los había visto en un café, no eran hermanitos. Tenía un armado base de la situación: Ella, la pendeja, deslumbrada, seguro que había pasado del pendejo boludo al hombre que la trataba bien, que le daba el lugar de mujer y estaba bien atendida, y cómo no la iba a atender el muchachito de la película si se comía el bomboncito que se comía. Juan sabía que la pendeja era un bombón. Era seguro que el último noviecito de la piba todavía la llamaba y la esperaba atragantado de amor, mientras el pobrecito no alcanzaba a imaginarse que más atragantada estaba ella cuando el amor, el otro, decía presente y le sacaba la ropita. Juan pensaba en todos los detalles, saber lo hacía sentir más seguro y un mejor trabajador.

El auto marcado se detuvo.

Juan hizo lo propio. Al tiempo que apagaba el motor, tanteó la Glock, se acomodó la corbata y acarició el espejito retrovisor.

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Puertas adentro del Margot, en una de las mesas costaneras, casi pegada a una de las ventanas que desemboca sobre San Ignacio, está sentado Otto José en casi eterna guardia. La tarde es más jugosa para Otto José. La mañana reúne a mucho porteño tanguero, pero la tarde invita siempre a descuidadas damiselas atraídas por el aire de otro tiempo que todavía se puede respirar en el café.

Otto José tiene unos cincuenta y tantos años; algunas mujeres todavía lo miran, él lo sabe y le importa, y por lo tanto alimenta el fenómeno ocasionado por las canas, las distintas pipas, y ese inevitable aire intelectual que lo recubre y lo muestra como distinto. Él siempre dice que los tiempos lo ayudan, dice o afirma que los tipos son todos iguales, como vaso de agua, casi sin sabor, y que muchas mujeres buscan tipos distintos.

Aprendió a acercarse con cuidado. Fue al principio que ocurrió el accidente, quizás haya sido el destino o la ausencia de suerte o la luz mala del misterio memorioso, pero el hecho es que a partir de aquel día, se preocupó por el volumen con que sus palabras salían de su boca. No era un convencido de la existencia real de la memoria o de los memoriosos en esta ciudad, pero el miedo es el miedo, y entonces se acercaba en voz baja, de murmullo, pidiendo permiso para no ofender, pero también para que nadie lo escuche, sólo ella, la elegida, lo haya mirado o no.

Otto José vive cerca, a unas cuadras del café; generalmente aparece por el Margot dos o tres veces por semana. Por la tarde, es mejor, pero no descarta la mañana.

Dos no es un buen número para Otto José.

Era tarde de miércoles cuando dos amigas estaban de café en el Margot. Hablaban, en realidad, una hablaba, la otra escuchaba. La habladora tenía la apariencia de típica señora de barrio lindo, de la mitad de la ciudad para el norte. Ella dijo en un momento: La muca es una especie en extinción.

Otto José, que ya había activado una de sus antenas, no por la conversación de las damas, sino por las piernas de la que se mantenía en silencio, alcanzó a escuchar la máxima, y si él hubiera tenido alguna duda sobre la procedencia

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geográfica de la señora, el paisaje acababa de liberarse de consideraciones sobre el tema. Ni así lo mirara, ni por las mejores piernas, Otto José sería capaz de poner una mano encima de mujer semejante, así pensó, como tantas veces lo había hecho a lo largo de su vida de café, y así de distantes, a veces, para qué negarlo, las instancias reveladoras entre el pensamiento y la acción; él, como tantos, tampoco resistía una mirada al archivo de la memoria. Pero la señora arreglada, peinada de peluquería, pura teta y movimientos nerviosos, no se había ganado su atención, sino su acompañante, de unos cuarenta y monedas, y dueña de unas piernas notables, además de la faldita que llevaba con la frente tan alta. Ella seguía en silencio, escuchando, cambiaba de tanto en tanto el cruce de piernas, y ahí el murmullo del nylon; Otto José soltaba el ratonaje cuando dicho murmullo escuchaba.

Adivinó que la dama acentuada por su mirada se estaba cansando de tanta charla intrascendente, y esto sin que el observador sospechara algún grado de riqueza escondida, que pudiera llevarlo al ensueño, en la susodicha dama; estaba seguro de que la mujer no era El Dorado, casi con seguridad vivía o pertenecía a algún territorio escondido en un simulacro de Amazonas sin Lope de Aguirre y con muchas rejas en la puerta. Otto José sentía que él era un habitante del Boedo de Leónidas Barletta.

Capturó el momento cuando la dama miró hacia el techo del Margot. Habrá visto ladrillos a la vista, pero en qué habrá pensado, podría haberse preguntado Otto José, si no se hubiera visto sacudida su observación por el movimiento de despedida de la mujer del norte. Beso en la mejilla, mayor volumen en las palabras de despedida, un movimiento notorio en el aire del café con saturación de perfume caro. Mujeres demasiado perfumadas, dijo bajito Otto José.

La mujer que se iba pagó la cuenta, Osvaldo hizo los movimientos necesarios mientras reparaba, era seguro, en el exceso perfumista.

La mujer al fin quedó sola, volvió a mirar hacia el techo, después para el costado, y ahí se encontró con los ojos, la presencia, también la pipa, de Otto José, quien de manera descarada la miraba fijo como si de ángel, ánima aparecida, o como si vigésima séptima revelación hubiera sido editada en el barrio. Se miraron, pero ella, enseguida, comenzó a buscar el piso, y lo encontró.

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Otto José dejó pasar unos momentos; la mujer pidió otro café, y ahí él se dio cuenta de que tenía un poco más de tiempo. Se demoró un poco más, pero al fin se levantó de su mesa. Osvaldo sonreía desde el más allá de la barra.

Perdón, ¿usted es Claudia, la poeta?; No, respondió la que no era Claudia, la poeta; Claudia, la poeta que vivía hasta hace unos cinco años, acá, a mitad de cuadra, en el pasaje, hubiera jurado...; No, dijo ella que nunca había vivido sobre San Ignacio.

Y usted no la conoció, discúlpeme señorita, pero qué momento hubiese sido, ¿se imagina?, son iguales; Qué coincidencia...; ¿Y usted no escribe?; Ay, no, bueno, alguna vez escribí, sí, unos poemas, pero...; Lo sabía, había algo que además me decía que usted escribía; Cuando era adolescente; Entonces, hace poco, lo sabía, y descerrajó una primera sonrisa. Osvaldo apareció con el café, y cuando ella miró el pocillo, el mozo aprovechó para marcar con la mirada a Otto José en el preciso instante en que pronunciaba la frase puente entre las dos mesas: ¿Me permite?

Otto José se sentó y apoyó sobre la mesa su pipa y la libreta.

Traeme un café, Osvaldo.

¿Puedo pedirte que me anotes algo, lo que se te ocurra, en esta libreta?; ¿Cómo?, perdón, pero no escuché. Otto José había bajado demasiado el volumen de su palabrería, porque había detectado que un tipo, al parecer, estaba atento a lo que él decía. Entonces repitió su pregunta tocando su termostato de la palabra; ella repite que escribía cuando era adolescente, y se pone un poquito colorada.

Todos podemos escribir, todos podemos ser escritores, por ese lado encara Otto José para llegar a su libreta. Explica detenidamente, mientras edulcora el café, que en esa libreta, de presencia nada especial, guarda la escritura de mucha gente. Cuando él detecta a una persona a la que sospecha poseedora de alguna bondad especial, trata de acercarse y ofrecer la libreta: Con vos me pasó, y además sos tan parecida a la poeta de San Ignacio... yo la veía cómo escribía sobre estas mismas mesas, después no la vi más, y ahora apareciste.

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Otto José abrió la libreta; Pero qué es lo que tengo que escribir, preguntó ella; Lo que vos quieras, algo te va a salir, yo mismo escribí una frase, la primera de la libreta, leéla:

Desde que descubrí el camino hacia la luz, no paro de rebotar contra la lámpara, pronunció con voz suave, y se detuvo sin saber qué hacer; ¿Qué opinás de la búsqueda del camino hacia la luz?, ¿te gusta la luz, el velador prendido?; Sí, dice ella, superada, sin entender, intercalando traguito de café y de agua. Además, dos veces escuchó Otto José el murmullo del nylon bajo la mesa, e hizo lo posible por no desbocarse, trató de que el hilo de baba no rodara hasta la mesa testigo.

Ella tenía la lapicera de Otto José en la mano, la lapicera personalizada, así le dijeron que se llama a una lapicera cuando en su cuerpo negro, este era el caso, aparecía el nombre del dueño en letras doradas. La libreta estaba al lado del pocillo, abierta casi a la mitad, y ella, tan nerviosa: Me llamo Victoria, había dicho, y de tan nerviosa no había leído en las páginas llenas de escritura. De haberlo hecho hubiese, quizá, tal vez, reparado en los nombres de las abajo firmantes.

Carmen entraba a la oficinita a la una de la tarde. Trece horas trece como inicio de su actividad diaria con el abogado –Abogadito miserable, había sentenciado en algún momento Juan–, que efectivamente era un miserable a la hora de la moneda. El pago reflejaba la actitud de superación del profesional, dijo una amiga o la amiga, la única, Pía María, porque una sola conservaba o había sabido cultivar Carmen. Nunca te va a aumentar porque él es un quedado, porque ni siquiera se la guarda para él, sentenció Pía como si fuera el mismísimo Juan.

En este día lunes de frío le tocaba a Carmen ir a pagar los servicios. Una miseria de luz, de gas, de agua, y apenas unos pesos más en la cuenta telefónica. El teléfono respiraba en libertad, ella podía hablar, eso sí, el abogado, Reynaldo, le había pedido varias veces que fuese breve. Carmen acató la sugerencia desde el principio. A ella nunca le gustó molestar a los demás y tampoco le gustaba exponerse a vivir una situación incómoda que la dejara mal parada. Aprovechada, confianzuda, irresponsable: le tenía miedo a esos cartelitos desde los tiempos de mamá.

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Reynaldo había dejado el dinero, exacto como siempre, hasta con las últimas moneditas, entre las boletas que siempre quedaban guardadas en el último cajón de la izquierda del viejo escritorio. Carmen llegó, revisó el contestador automático, anotó los llamados en el cuadernito Gloria de veinticuatro hojas asignado para tal fin luego de que el anterior, ella ya no recuerda la marca, se completara, al fin, en esos días en que las puntas se combaban buscando el sol y un color entre amarillo y mugre se abatía sobre una blancura sin memoria posible. Cuando ella entró a trabajar, el viejo cuaderno todavía ofrecía libre un tercio agonizante de su ser.

Encendió la computadora, revisó el correo electrónico del trabajo y, de paso, miró en su casilla de correo buscando o deseando que alguien le hubiese escrito un e-mail, un emilio, le gustaba decir; una vez escuchó a un hombre en el colectivo llamarlos de esa manera y adoptó la expresión. Nada, no había nada, ni siquiera esos emilios locos de una tal Susanloba que, por accidente, al menos así lo cree Carmen, se había hecho de su dirección y le mandaba emilios subidos de tono. Emilios sobre sexo, siempre lo mismo, con fotos y todo lo que se pueda imaginar. Carmen pensaba que la tal Susanloba era terrible, pero no dejaba de revisar ninguno de sus envíos. Dejó el aviso para contestar los correos de trabajo en el cuadernito de tapas naranjas, apagó la máquina, fue al baño, se miró en el espejo que había atrás de la puerta del baño: La verdad... qué bien que me queda este pantalón, arregló su cabello y tomó cartera, facturas y dinero.

Cuando entró al kiosco que estaba sobre la avenida para pagar los servicios, se sorprendió. Era día de vencimientos varios y no había nadie para el Pago Fácil. Caminó unos pasos y un hombre, el señor del kiosco, el que cobra, un tal señor Cacho, salió de atrás de un exhibidor de papas fritas ubicado a la derecha de Carmen.

Hola, dijo el señor, ¿Cómo estás?, continuó el señor que, luego de practicar una rápida mirada dirigida hacia todos los rincones del local para confirmar lo que ya sabía: que no había nadie más que ellos dos, enseguida puso primera y se fue en palabras.

Que ya te cobro, le dijo, Mirá, te va a parecer desubicado que lo diga así, pero no me aguanto más, afirmaba el señor Cacho: Me gustás mucho, Carmen, y

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cuando venís con ese pantalón, más.

Carmen dio dos pasos hacia atrás y terminó contra el vidrio de la heladera de las gaseosas. Estaba asustada, en su cara se dibujó una pista de miedo y sorpresa. Cacho no avanzó, no dijo nada más, esperaba una palabra, una señal.

Pero... soy casada; ¿Y?, respondió el señor con cara de “a mí qué”. El embrujo o embrollo se disipó cuando entró corriendo un pibe que pedía un peso en caramelos. Atrás del pibe, entraba la abuela con una factura en la mano.

El señor ocupó su lugar y Carmen pagó las facturas. Cacho escuchó cómo Carmen le decía “Adiós, hasta la próxima”.

Carmen salió a la calle, respiró a pleno el aire frío y pensó en la buena señal, que era, clarito, clarito, para ella. Debo estar más linda, pensó mientras caminaba con una sonrisa bosquejada en su cara.

Pensó en acercarse de a poco. Como había que acercarse a una mujer, se dijo Juan y sonrió para su silencio.

Bajó del auto y lo cerró. Caminó tres o cuatro metros y se paró a mirar el paisaje: su auto junto al cordón, en el frío, sobre el cemento de una calle lateral.

Dobló por la avenida, caminó dos cuadras. La avenida era un tubo y por él todo el viento que venía del río hacía su fiesta. Volvió a doblar, esta vez caminaba por una callecita a reparo: adoquines, desierto y tranquilidad. Juan estaba a salvo de miradas molestas, podía caminar tranquilo sin pensar en que tal vez alguien se preguntara por alguien como él.

Juan tenía un andar hosco: sus movimientos, su pose, su avance; parecía raspar sobre la vereda o el asfalto. Su imagen extraña era la causante de algún que otro recelo en las personas y los animales. Caminaba cambiando velocidades, pasitos cortos y contenidos, luego pasitos cortos, pero rápidos. Caminaba agazapado, como si fuera gato, pero un gato de brazos largos que instintivamente buscaban proteger el cuerpo. Se abrazaba y se abandonaba como quizá pudiera hacerlo

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un pulpo, pero, lo dicho, con un agregado felino. Caminaba por la ciudad atento a ruidos, acciones, siempre en tensión.

Por la callecita hizo seis cuadras, volvió a doblar a la derecha, caminó dos y con un nuevo giro a diestra inició el último tramo de su recorrido.

Se volvía cada treinta metros, de manera disimulada, y revisaba la retaguardia. Cuando detectaba algún comercio, cambiaba de vereda, se paraba frente a la vidriera y se aplicaba a las bondades del reflejo. Así durante cinco cuadras.

El edificio estaba a metros de la esquina, y Juan sabía que a esa hora, minutos antes del mediodía, el encargado estaría en la puerta, haciendo tiempo, imaginando el almuerzo a la mano, boludeando solo o como mucho con el verdulero, y no porque el verdulero le cayera bien, sino porque la verdulera tenía lo suyo, y además le gustaba ponerse en oferta. Juan la había observado detenidamente, ofrecía en amplios cajones su sonrisa tonta, su delantera prominente y su efectiva manera de agacharse dentro del negocio o en la vereda. La verdulera era una mujer madura, y el marido, con seguridad, sólo pensaba en la cantidad de cajones que se vendían; luego, el encargado, estaba casi seguro, en algún momento podría arrimar.

Nada escapaba a la mirada escrutante de Juan que todo lo sabía o lo imaginaba, y cuando esto sucedía, una sonrisa asomaba en su boca al tiempo que recordaba a su profesora de castellano de tercer año: Clara, Clarita Vinisio, la muy amarga, sí, la que siempre me decía que mis redacciones estaban mal, la muy turra que me sugería que eran poco creativas. Juan sabe que sabe y que también imagina y acierta, y está convencido de que sus capacidades especiales comenzaron cuando allá lejos empezó a soñar con los detalles del homicidio de la Vinisio, la Clarita.

El encargado está apoyado contra la pared sobre la que duerme el portero eléctrico. Juan se paró frente al hombre, lo miró fijo. Cuando los ojos se encontraron, Juan le puso un acento aun mayor a su mirada, y el encargado recibió el impacto. Al tiempo que arriaba el cierre de su campera, Juan dijo: Ricardo, le tenemos que pedir un favor. El cierre terminó de bajar y del bolsillo del lateral opuesto a la Glock, Juan extrajo un sobre blanco. Sí, contestó Ricardo sin

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explicarse cómo este tipo sabía su nombre. Sintió que estaba ante una presencia un tanto molesta, amenazadora: el tipo era raro. Juan era bueno en lo suyo.

Ricardo, Juan volvió a pronunciar el nombre, este sobre es para el del sexto B, le pedimos total reserva y entrega en mano en el momento que usted juzgue de mayor conveniencia, eso sí, dentro de las próximas horas, durante esta tarde, caso contrario, nos veremos obligados a regresar en otros términos.

Ricardo miró el sobre, y Juan aclaró que mejor no saber ni preguntar nada. Fue cuando Ricardo, el encargado, casi con una mueca de risa dibujada en la cara, quizá debida a los nervios derivados de la situación, contestó que sí, que mejor no saber.

Juan subió el cierre de la campera, dijo “Buen provecho” y empezó a caminar como si fuera un poco gato, un poco pulpo.

Ricardo desapareció de la puerta del edificio.

Juan caminó una cuadra y media por la misma calle del edificio, entró al auto y lo puso en marcha.

Alberto González, Gonzalito para los amigos, fue libretista del recordado programa humorístico La Tuerca y del cómico Tristán, y siempre fue, en todos lados, el Margot no se quedó afuera, el alma de la fiesta. Gonzalito reunía a su alrededor a una gran cantidad de personas y contaba chistes. Armaba la fiesta en el Margot cada mañana, y el café se transformó, además, en su oficina. En la casa no tenía teléfono y tampoco tenía el secretario que tenía en el café: Osvaldo, el mozo. Sus amigos, su gente, guardaban el número de teléfono del Margot, con eso alcanzaba para saber de Gonzalito.

Ocurría a diario, el libretista le daba letra a su secretario. La dupla cómica del Margot ponía en práctica humoradas, chistes, que más de una vez terminaron dentro de un guión. Juntos esperaban la llegada de alguien más o menos conocido, tampoco era cuestión de que alguien agrediera al mozo, al enviado, al nexo entre el creador y los pobres mortales que se sentaban a las mesas del

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café. Osvaldo descubrió, en un espectáculo de revista que vio en la avenida Corrientes, invitación de Gonzalito, algunos de los chistes sobre los que habían “trabajado” en el salón del Margot.

En una de las misiones envió a Osvaldo a mirar a un tipo que estaba sentado en una mesa. La misión era mirarlo fijo, con atención y por todos lados. Entonces el tipo preguntó: ¿Qué mirás?; Busco la fecha de vencimiento, contestó el mozo. Gonzalito se reía en el fondo.

Osvaldo llamaba “buchón”, como el macho de la paloma, a un amigo de Gonzalito. Tenía un problema serio en el pulmón y emitía un sonido parecido al que hace el plumífero. El “buchón” era taxista y pintor, y era además uno de los blancos preferidos de Gonzalito. En una ocasión le dijo que quería comprarle una pintura y el pintor se entusiasmó, pero Gonzalito movió rápido las fichas y enseguida agregó que quería un cuadro para el baño; el remate no se hizo esperar: Porque pintás para la mierda. En otra ocasión apareció en el café el hermano del taxista pintor, entró al café furioso porque había discutido con una empleada del banco. El hombre puteaba contra una empleada que no lo había escuchado, que descaradamente jamás lo escuchó, y que no hizo más que repetir lo mismo. Después de la carcajada, Gonzalito explicó la diferencia entre un contestador automático y una empleada de banco.

Gonzalito iba al Margot por la mañana, así ocurrió durante siete, ocho años. Otro amigo de café, Cacho, fue el centro de muchas de sus bromas.

Por razones de costo, en el Margot se había suplantado el sobre de sacarina por un frasco conteniendo el líquido edulcorante. A Gonzalito no le gustaba la botellita, entonces juntaba todos los sobres posibles en los cafés a donde iba y se los traía a Osvaldo. De esta manera evitaba la botellita, y dejaba la administración del recurso en manos de su secretario y amigo. Pero Cacho reparó en el trato diferencial y encaró a Osvaldo, que ya un tanto más ducho en el arte de la joda contestó: Pasa que Gonzalito es un cliente de primera categoría. Cacho se masticó la bronca. Pero siempre llega el día de furia, y entonces la puteada atragantada rompe amarras. En el día violento en cuestión, Cacho entró al café, pidió cortado, y exigió un sobre y no la botellita. Cacho exigió en forma violenta, amenazó con tirar la botellita a la vereda: Quiero un sobre. Ese día Osvaldo no

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tenía ninguno; Gonzalito se había confiado en las existencias y Osvaldo también. Fue la última vez que Cacho entró al Margot, todavía pasa por la vereda. En su momento obligó a Gonzalito a decidir, él u Osvaldo, y Gonzalito se quedó en el Margot.

Cacho fue el centro de las bromas de Gonzalito, pero el hacedor del famoso “caramelo” fue Osvaldo y no el libretista. Nadie podía preverlo, todo se desencadenó como ocurren las cosas sobre una mesa de café, un puñado de acciones simples dibujando una imprevisible seguidilla de hechos. El big bang de esa mañana quedó en las manos del mozo.

El señor Cacho siempre hablaba en relación con la comida: Cuando murió Perón yo estaba comiendo tal cosa en tal lugar; Cuando murió Eva yo estaba comiendo tal cosa en tal lugar; su memoria funcionaba a través del paladar y los lugares. Y si era para comer, Cacho se guardaba todo lo que le daban.

En esa época el café venía acompañado por una galletita envasada en una bolsita plástica. El mozo siempre limpiaba los ceniceros con una servilleta de papel y luego la transformaba en una pelotita. Esa mañana, cuando iba a tirar la pelotita a la basura, tuvo la ocurrencia de meterla dentro de un envoltorio de caramelo, y luego introducir el falso caramelo en una de las bolsitas en las que vienen las galletitas que acompañan el café.

El dispositivo fue a dar a uno de los bolsillos de Cacho, y la suerte, el destino, el dios de los falsos caramelos o el dios de las jodas simples en Buenos Aires, quiso que Cacho fuera, luego del café, a un mercado, y que ahí un chico estuviera llorando. Cacho metió la mano en el bolsillo y le dio el caramelo al pibe. La respuesta de la madre no se hizo esperar: Viejo de mierda, mire lo que le da al chico.

Cacho nunca le dijo nada a Osvaldo, sí a Gonzalito, por eso Osvaldo sabe del destino del caramelo. Osvaldo nunca le dijo ni una palabra a Cacho.

Osvaldo aceitó sus ocurrencias al lado de Gonzalito. Eduardo Noriega, un fotógrafo que vive sobre San Ignacio, dio, en la trastienda del Margot, un curso básico de fotografía. Lo hizo porque tuvo ganas, no cobraba a los asistentes. Un

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sábado, cerca del mediodía, el fotógrafo explicaba que en la foto que estaba analizando faltaba luz. Entraba Osvaldo y escuchó: rápido encendió las luces y se ganó el reconocimiento de los presentes.

La muerte ponía mal a Gonzalito. Cuando sabía que algún amigo había muerto, y el teléfono sonaba en el Margot y preguntaban por él, el libretista se hacía negar por su secretario personal.

En el velorio de Gonzalito hubo varios grupos, cada grupo correspondía a un día de la semana y a distinto boliche. Fuera de los grupos de pertenencia, todos eran desconocidos.

Extrañamente Otto José no tuvo un contacto asiduo con Gonzalito; se cruzaron algunas veces, muy poco, casi nada.

Después de su primera vez en el Margot, Carmen volvió al café en una mañana azarosa.

Eran cerca de las diez de la mañana cuando empujó la puerta vaivén. Caminó entre las mesas; el local estaba casi vacío. Sólo un hombre, un viejo, apoyaba su espalda contra el paño de ladrillos a la vista ubicado en el Ecuador de la pared de la derecha del salón.

Miró las fotografías que colgaban de la pared: Hoy, sin falta, las miro, recuerda Carmen que se prometió en la mañana de ese día para luego no cumplir con la promesa.

Levantó la vista, miró la parte alta de la otra pared y se detuvo en otro de los viejos carteles de publicidad de películas: “El diablo metió la pata / Todo el talento, la emoción y la gracia de nuestro ídolo máximo Luis Sandrini”. A su lado otro cartel prometía: “Conflicto sentimental / John Payne / Maureen O’Hara / William Bendix”.

Osvaldo, el mozo, salió al ruedo con una sonrisa a pleno. Se saludaron. Carmen pensó que no era posible que el mozo la recordara con solo una visita en su

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haber de pasado escaso. Sin embargo, jura que se sintió reconocida: Casi amiga, sería capaz de afirmar si alguien le preguntara un poquito más. Carmen cómoda, entre amigos, en un paisaje (ella no tiene manera de saberlo) que pasará a ser parte de sus días.

Vio que una persona, una mujer mayor que ella, empujaba la segunda puerta vaivén que presentaba el Margot. La puerta unía el salón grande con uno más pequeño. Se intrigó, no percibió señales inconvenientes, ningún reflejo que sugiriera la desaparición de la suerte. La intriga ganó sus pasos y se encaminó hacia la barra. Dijo “Buenos días” al muchacho que trabajaba detrás de los vasos, las botellas y la máquina de cortar fiambre. Miró a su derecha y descubrió el pasillito que seguramente llevaba a los baños y lanzó una mirada rápida a la cocina, ubicada en la ochava formada por ese pasillito y el otro que se iniciaba allí mismo y llegaba hasta la vaivén por donde había salido la señora. A la izquierda, una puerta metálica de tijeras cerraba un profundo misterio: una vieja escalera, se veían los primeros escalones, llevaba hacia las profundidades del sótano. Cuando estuvo frente a la cocina lanzó una mirada rápida para no parecer entrometida o buscona, y otra vez las enseñanzas de mamá dijeron presente.

Antes de empujar una de las hojas de la puerta, giró sobre sí misma; dos metros atrás estaba parado Osvaldo, exhibiendo lo que parecía ser un acento en su sonrisa de bienvenida. Carmen pidió un cortado, Osvaldo prometió: Enseguida.

Mientras la hoja de la puerta volvía o intentaba volver, puro temblor, a su lugar, Carmen tomaba conciencia de que acababa de quedar atrapada. Ella solita se había metido en la boca del señor lobo. En un segundo comprendió a pleno el significado de la señal, que no había comprendido a tiempo, que respiraba, camuflada, en la sonrisa amiga de Osvaldo, el mozo.

El ambiente más chico, la trastienda del Margot, estaba casi desierta. Casi, porque solo una mesa estaba ocupada, la que correspondía a la ventana, la única de la trastienda, que da sobre San Ignacio.

Le dio vergüenza ensayar un giro y salir por donde había entrado: Mal educada, diría mamá, y Qué pelotuda, podría agregar Carmen misma: Qué manera de

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proceder es esa, nena, hubiese insistido mami, y entonces Carmencita se quedó.

Se sentó contra una de las paredes y le dio la espalda al señor de la ventana, sin importarle lo que pudiera decir mamá.

Estaba nerviosa; leyó, o mejor, una mujer sonriente le dijo desde la pared cercana: “Estoy muy orgullosa... cuando veo... a los hombres de la casa lucir sus cabellos pulcramente peinados, gracias al fijador de Preal... y nunca he visto en el cuello o la solapa de su ropa el menor rastro de polvillo. El fijador de Preal jamás lo produce... y además el fijador Preal, por su fórmula exclusiva, libre de productos grasos no mancha almohadas ni prendas de vestir. Fijador para el cabello. Jalea virgen de Preal”.

Escuchó que una silla se corría, se puso tensa; en ese momento entró Osvaldo con el cortado, el bocadito de torta y el vasito de agua. Carmen dio las gracias y vio a dos amigas, una sentada en la cama, la otra acomodaba las sábanas, a la izquierda de la señora sonriente de más arriba: “La sábana del hogar feliz. En todo hogar que se forma, las sábanas Grafa integran el ajuar de la nueva ama de casa. Ella sigue la tradicional costumbre de sus mayores y los consejos de las buenas amigas que las prefieren por su duración... su blancura... y su calidad insuperable. Grafa la marca está en el orillo”.

Cuando terminó la lectura, supo de la presencia inexorable del destino y del señor que estaba a escasos centímetros de su mesa.

Perdón, ¿usted es Nira, la novelista?; ¿Nira?, no, soy Carmen, dijo Carmen entregando más información de la que le pedían; ¿Carmen?, pero usted no vivía acá nomás, sobre San Ignacio, ¿usted no es la autora de...?; No, no, señor, yo no escribo, no soy ninguna autora; Pero podría, siempre lo digo, todos podríamos escribir, el mundo sería mejor si pudiéramos contar nuestras historias; No... no sé, no me parece; Fíjese, Nira, perdón, Carmen, que yo digo escribir, pero sin creerse escritores, nada más que por contar algo de nosotros. Carmen hizo silencio, no lo miró, por un instante no respiró, no sabía qué hacer.

No sabe lo parecida que es a Nira, ella venía a escribir a este café, sobre estas mesas, flor de sorpresa se llevaría de encontrarse con usted... iguales.

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Carmen seguía en silencio; algo se avecinaba, la señal, una señal, aparecería en el cielo de techo alto de este café y el destino se abatiría sobre la vida.

¿Me permite sentarme un minuto?

Ella respondió con un confuso movimiento de cabeza acompañando una todavía más confusa mueca.

Otto José pudo dudar, pero avanzó, era de los que adhería al principio fundacional de “el ‘no’ ya lo tenés”.

Al fin Carmen lo tuvo sentado a su mesa. Justo en ese momento se asomó Osvaldo, siempre con esa capacidad para aparecer en los momentos señalados y después ser ausencia; preguntó: ¿Café? Sí, contestó Otto José. En un segundo Carmen vio su barba blanca, como la de un prolijo papá noel de café. Le pareció increíble que no recordara la barba, además le pareció que sería sumamente suave, pero cuando lo vio avanzar entre las mesas en aquella primera mañana, ella sólo pensó en desaparecer.

Otto José ya tenía la libreta y la lapicera personalizada sobre la mesa. Carmen había escuchado atentamente las razones del accionar del visitante. Le parecieron distintas, originales, al menos nunca había pensado que actividad semejante fuera posible.

Mientras evaluaba si se animaba a escribir algo o no, paseó la mirada por algunas de las viejas publicidades que colgaban, enmarcadas con finas varillas negras y vidrio protector, de las paredes de la trastienda.

Me gustaría estar comiendo tomates fritos con un toque de menta durante el atardecer en una playa griega, anotó Carmen en la libreta de Otto José.

¿Te gusta la buena comida?; Sí, en la televisión; Comer bien es indicativo del conocimiento del placer.

Sí, puede ser, contestó Carmen.

Ella se puso de pie, saludó, llamó a Osvaldo, que terminó estático ante las

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palabras de Otto José: No, invito yo. Carmen se opuso con la mirada, pero Otto José insistió y agregó: El próximo lo pagás vos.

Otto José y Osvaldo observaron con disimulo y atención, durante la pequeña lejanía que empezaba a formarse, cómo le caía el pantalón a Carmen. Ellos no sabían que ella iba de estreno, era la primera vez que usaba ese pantalón negro que tan bonito le quedaba.

No, no me acuerdo de que lo dijeras antes, respondió Juan un tanto extrañado cuando Carmen dijo, como al pasar, que su mamá, que dios la tenga en la gloria y calladita bien la boca ya que es todopoderoso, había querido llamarla Nira.

¿Y Nira es un nombre?; Y sí, debe ser si me lo quiso poner; Cortito; Había una escritora que se llamaba Nira; ¿Y qué tiene que ver?; Nada, digo; A ver que si te llamabas Nira ibas a ser poeta; No, novelista; Cuentitos o versos, a quién le importa; A algunas personas les importa; Igual vos no ibas a hacer nada, te llamaras o no doña Nira.

Los quince minutos reglamentarios habían llegado a su fin, todos los actores volvían a ocupar su lugar en el universo. Juan en la silla, Carmen en el silencio, la televisión sobre el mueble bajo, los veintidós jugadores en la cancha, las publicidades en atenta pulsión y la voz e imagen de los relatores. Segundo tiempo en el aire del departamento del piso dieciséis.

Carmen retiró de la mesa las tazas vacías usadas para beber la infusión de hierbas; correcta, prolija, aplicada, ella cumplía una vez más su rol en el juego. Sacó el mantel justo cuando vino el corner pasado y uno de esos inesperados habitantes de la defensa contraria, un recién llegado, aplicó el cabezazo y a guardar. Juan nunca grita los goles, Juan nunca grita de felicidad. La miró como diciéndole: Justo ahora, che. Ella sacudió el mantel sobre la pileta de la cocina, lo dobló y lo acomodó sobre la cima de la heladera.

Carmen estaba vestida con una falda corta, ese día no había sido tan frío y se animó a usarla con medias negras, zapatos de taco, no aguja, nunca le gustaron, pero sí zapatos con un taco importante, zapatos negros y con una cinta que

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ajusta con hebilla sobre el tobillo. Le quedaban bonitos, delicados. Arriba llevaba puesta una camisetita de abrigo, una camisa y un pulóver fino, de esa lana que no pica. Cuando por la tarde llegó al departamento guardó el corpiño negro que traía en la bolsita.

Caminó hasta el ventanal del balcón para mirar hacia algún lugar, todavía no tenía ganas de acostarse, y además estaba inquieta, o seguía inquieta, estaba así desde la tarde. La noche se había acomodado sobre Buenos Aires hacía un buen rato. Vio luces, en las calles, en los autos, en las ventanas; vio personas en las ventanas, vio rayones de personas y de luces entre los segmentos oscuros de algunas persianas bajas. Miró algunas terrazas, esas en las que se olvidaron encendida una lamparita, porque fueron a descolgar la ropa y entonces quedó la señal, la marca; miró también hacia las otras, las oscuras. Casi todas deshabitadas. A la izquierda de una casa que tiene una especie de patio techado con chapas translúcidas, por donde la luz de varias lamparitas juega a hacer un hueco en la noche, hay una terraza, una sola, hasta donde llega la mirada de Carmen, en donde algo más se mueve en el viento entre las macetas con plantas.

Un perro, había pensado la primera vez que lo vio desde su altura. Con el tiempo supo que era una perra, una de raza collie; supo que era hembra cuando la vio mear sobre las baldosas de la terraza. Cuatro paredes altas obligan a la perra a mirar el cielo, la obligan a ladrar hacia arriba constantemente. El animal escucha la calle, la fuente de la mayoría de las señales, pero no puede ver nada, paredes altas, luego sonidos cercanos y a la vez tan lejanos. La perra escucha, sabe, adivina, sospecha, se desespera por lo que hacen los hacedores de la tierra y sin embargo, no les ladra, a ellos, no, ladra hacia arriba, hacia la cara de algún vecino que de casualidad se asoma a un balcón, o hasta el cielo, cuando los hombres no espían, no están. Es la perra de dios, le habían dicho a Carmen: Esa es la perra de dios, que no te queden dudas.

Desde la televisión llega un nuevo gol, y sorpresivamente Juan se levanta y hace uso del control remoto. Silencio.

¿Qué vas a hacer?, pregunta él; No sé, ¿vos?; A la cama, mañana el día es largo; Bueno, andá al baño, después voy yo. Carmen piensa en los días largos de la perra de dios mientras sabe de sus inquietudes, de un posible puñado de

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sombras mezclado en el sabor de su boca.

Juan está en el baño. Ella va hasta el pasillito que lleva al baño y al dormitorio, saca el canasto donde va a parar la ropa que está para lavar, enciende la luz del dormitorio, deja la luz del comedor encendida. Sobre la cama cae el pulóver que no pica, tan parecido al tacto a la pancita de un peluche blanco para bebé; sigue la camisa y la camisetita de abrigo. Luego se arrodilla en el pasillito, frente al espejo alto y angosto, que va casi del piso al techo. Mira cómo le cae la falda, qué lindos que se ven los zapatos, está orgullosa de sus piernas con toque de medias negras.

La puerta del baño se abre y Juan la encuentra a sus pies. Dejá la luz prendida, pide Carmen. Juan vuelve a encenderla; se lo nota tenso, en un primer momento un testigo podría afirmar que descubrió un gesto de contrariedad o desgano en su cara y que después intentó reacomodar su reacción, su estado de disposición frente al convite.

No lo tenía en mente, dice él mientras Carmen le desabrocha los pantalones y le baja el calzoncillo. De alguna manera intentaba atenuar la visión nada alentadora del socio abatido. Ahora lo vas a tener, contestó Carmen.

Juan pidió un minuto en el juego, la bola quedó en el aire; el aro, los labios deberían esperar. Era de esperar que Juan quisiera sacarse la ropa; en caso de producirse un problema cuando el contenido estuviera siendo recibido por el continente, y con más razón si el contenido se mostraba urgente, porque era la tendencia, quería evitar un derrame que podría ensuciarle la ropa.

Todo en la boca y alguien, algo, al parecer se despereza en una reacción lenta, pero segura. Carmen le pide que la mire en el espejo; ¿Qué te pasa?, pregunta Juan, justo cuando Carmen llega al logro de recibir todo en su boca, de manera tal que sus labios rozan, mojan y dejan una marca brillante en el nacimiento del bello púbico y de su niño. La erección de Juan no era una gran cosa, nada para recordar, pero era lo que había como remedio contra la inquietud que reinaba en el interior de la perra de dios.

Carmen volvió a hablar: No me la tomo; ¿Por?, preguntó Juan en un tono

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lastimero; Porque la quiero en las tetas; ¿En las tetas?; Sí, Juan, en las tetas; Pero...; La falda, no me importa, se lava. Carmen sabía que mucho más no le faltaba, Juan era como un relojito con un Mickey Mouse pintado en la esfera y las agujas siempre marcaban la misma hora amarreta. Cuando sintió el principio de la sacudida se la sacó de la boca y se roció por propia mano. Una gota le colgaba de la barbilla, brillaba su mano derecha; mientras tanto Juan giraba sobre sí mismo y se iba a lavar. Carmen, con su mano brillante, pasó por sus pezones, y resbaló, por segunda vez, sobre la porción de piel que guarda la mayor parte de sus secretos en esta vida.

Juan salió del baño, la vio todavía arrodillada, mojada la cintura de la falda, brillando. Lavate, dijo Juan y ensayó algo parecido a una sonrisa, también amarreta, se entiende. Ella se paró, entró al baño, se bajó la bombachita negra, izó la falda; una fina capa, como de hojaldre, con cierta resistencia frenaba la articulación de sus dedos, que ya no podían resbalar sobre la pradera que comenzaba a secarse; fue cuando Carmen comenzó a usar su mano izquierda, para masturbarse.

Empujó la puerta de la derecha; Entrada y Empuje se leía en la puerta con vidrios y construida con algún metal liviano. A la vista parecía más pesada, pero prácticamente no ofreció resistencia. Pensó que tenía cierra puertas automático, pero no, la puerta hecha en símil chapa rebotó contra su marco, y Juan se volvió intrigado: Cómo no va a tener cierra puertas. No tenía. Juan volvió a mirar al frente. Un cajero automático a su derecha y una segunda puerta: Empuje. Antes de proceder, Juan pasó, sin novedad, por el detector de metales. Empujó la puerta, tan liviana como la primera, y la acompañó hasta que se acomodó dentro de su marco.

Era un cliente más en el banco Supervielle, de la sucursal que está frente a la plaza que parece pertenecer a la Iglesia de la Virgen de Guadalupe; la plaza está unida a la escalinata de la iglesia. Debe ser de dios, Juan había festejado su humorada, mientras caminaba hacia el banco, con un rápido guiño de su ojo izquierdo dirigido hacia el cielo.