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MICHEL SERRES EL PASO DEL NOROESTE Hermes V Serie CIENCIA EDITORIAL DEBATE

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MICHEL SERRESEL PASO DELNOROESTEHermes VSerie CIENCIAEDITORIAL DEBATEPrimera edición: marzo 1991Directores de la Serie CIENCIA FERNANDO CONDE y FRANCISCO VARELA Versión castellana de SARAH MIRKOVITCH Revisión de NEILLY SCHNAITH Corrección de RENE PALACIOS MOREQuedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, com

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MICHEL SERRES

EL PASO DEL NOROESTE

Hermes V

Serie CIENCIA

EDITORIAL DEBATE

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Primera edición: marzo 1991 Directores de la Serie CIENCIA FERNANDO CONDE y FRANCISCO VARELA Versión castellana de SARAH MIRKOVITCH Revisión de NEILLY SCHNAITH Corrección de RENE PALACIOS MORE Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidas la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella, mediante a1quiler o préstamo públicos. Titulo original: Le passage du Nord-Ouest © Les Editions de Minuit © De la traducción, Sarah Mirkovitch © De la versión castellana, Editorial Debate, S. A. Recoletos, 7, 28001 Madrid I.S.B.N.: 84-7444462-4 Depósito legal: M. 4.54O-1991 Compuesto en Imprimatur, S. A. Impreso en Unigraf, Arroyomolinos, Móstoles (Madrid) Impreso en España

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ElnuevoZenón

Zenón partió de Atenas para ir a embarcar hacia Elea. Era un tiempo en que la tierra estaba virgen de carreteras, y la costa, privada de puertos. Internóse en este espacio nuevo. Al alcanzar la mitad de su viaje, recordó sus cálculos. Una angustia le estremeció. No pensemos más, dijo, quizá sea un sueño. Era inevitable que llegase, poco después, a la mitad exacta de lo que le quedaba de camino, y su congoja agravóse, y tornóse más pesada aún en medio del tercer segmento; sintió, de repente, cómo se pegaba a sus sandalias el infinito de estas mitades, delante ... Zenón llega, no llega. ¿Llegará?

Zenón partió de Atenas para ir a embarcar hacia Elea. Algunas tortugas se arrastraban por el polvo de la tierra, y las flechas volaban en el día. Antes de alcanzar la mitad de su esfuerzo, midió el tercio del espacio, para matar el tiempo variaba un tanto su razonamiento. Era inevitable que llegase, poco después, al tercio de lo que le quedaba de camino, y vio, alineados delante, la infinita cadena de estos tercios que le esperaba, interminable ... Zenón pasa, no pasa. ¿Pasará?

Zenón partió de Atenas para ir a embarcar hacia Elea. Apenas hubo puesto un pie, ligero, delante del otro, se puso a cavilar sobre las miríadas, y aún más, de maneras de trocear el viaje, y de recomenzar. Antes de pasar el moto mitad, aparece el moto tercio, antes del tercio, el cuarto; antes del cuarto ... el diezmilésimo, y así cuantas veces querré. Zenón parte, no parte. ¿Dejará Zenón Atenas?

Al dividir su ruta en fracciones, había descubierto que el espacio se parece al espacio, que en él reina la similitud y, como suele decirse, la representación. Este espacio cualquiera, una vez atravesado, se representará. Una y otra vez, fútil y necia iteración, de información nula.

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Quiso cambiar. ¿Por qué siempre caminaba en una dirección y un solo sentido?

Zenón partió de Atenas para ir a embarcar donde fuera, en la costa. Encontraré a un pescador en cualquier lugar, decía. Al alcanzar la mitad de su viaje, unos dicen la tercera parte, otros dicen la cuarta, pero los más sagaces hablan de la milésima parte, inflexionó ligeramente su rumbo hacia la derecha, digamos un cuarto, como suelen calcular los marineros. Era inevitable que llegase a la segunda mitad, al segundo tercio, al segundo cuarto, no sé, entonces inflexionó ligeramente su rumbo a la derecha, digamos un cuarto largo, como lo evalúan los marineros. Entonces vio, involucionado en una región del espacio, a su derecha, una especie de cono, algo así como un cráter, un pozo, cuyo fondo no distinguía. Zenón se atasca. No, no se atasca. ¿Se atascará?

Zenón partió de Atenas para ir a embarcar hacia Elea. Hay que decidir, se dijo. Primero, delimitar bien los cortes y saber dónde pongo el pie, mi elección se hace en lo innumerable, la mitad, el cuarto, el diezmilésimo; luego, zanjar bien mi ángulo de inclinación, izquierda o derecha, y su abertura. Aun antes de partir, incluso antes de elegir, de golpe, el espacio se llenaba ante él de trampillas virtuales o posibles agujeros, de zapas o pozos, de ombligos, de singularidades, soberbio, lujuriante. No, ya no era un camino de método, era más bien un éxodo, tenía la sensación, un tanto extática, de extraer su destino del cubilete del ilusionista. Según su arbitraria elección, podía decir aproximadamente en qué región estaría en peligro de pasar el resto de su vida. Zenón escoge. No, no escoge. ¿Escogerá?

Zenón partió de Atenas para ir a embarcar hacia Elea. Aquello ocurrió hace mucho tiempo, aquello ocurrió hace un momento. Sabio griego que partió con buen pie y paso regular. He aquí pues que al tercio (digamos) del recorrido, una montaña, arrojada allí por los dioses, hizo obstáculo* a su

* Ante este primer caso de construcción chocante, conviene explicitar el

criterio que ha guiado esta traducción. Hacer justicia al estilo de Michel Serres supone intentar una fidelidad no sólo de fondo sino también de forma. He sido, pues, fiel, en la medida de lo posible, a la terminología, la puntuación, la construcción, los juegos de lenguaje, el ritmo que marca la acentuada

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avance. Tuvo que desviarse para volver a encontrar su verdadero camino, a los dos tercios del recorrido. Este desvío formaba como un ángulo alrededor de la montaña. Adentróse sin más en la primera de las dos vías quebradas. Ahora bien, al tercio del nuevo, recorrido, una colina, arrojada allí por un dios, le hizo obstáculo. Tuvo que desviarse para encontrar su camino, a los dos tercios del nuevo recorrido. Aquello formaba un ángulo alrededor de la colina. Adentróse en la primera de las dos vías quebradas. Al tercio de esta vía, se opuso un montículo arrojado allí por algún héroe. De ahí un desvío hacia los dos tercios, de nuevo. De nuevo un ángulo alrededor del montículo. Adentróse en esta vía quebrada. Al tercio, una mota de tierra, arrojada allí por un campesino, está delante. Desvío por un ángulo alrededor de la mota. Se adentra. Al tercio, una partícula de polvo, arrojada allí por el viento, enfrente. Pequeño ángulo, aún, rodeando la partícula. Avanza. Al tercio, un átomo, arrojado allí por azar, a sus pies. Ángulo, contorno de átomo. Camina. ¿Quién va a arrojar aún ante Zenón alguna pequeña partícula, para desviarlo de su curso, de su retorno al país natal? Zenón ya no pasa. No, Zenón pasa. ¿Pasa? ¿Pero qué es del propio Zenón ante la talla de Von Koch?

Zenón por último, el verdadero Zenón o el nuevo, Zenón de Elea, de Atenas, de París, o de donde queráis, Zenón partió de aquí para ir a embarcar allá, hacia parajes difíciles. Por precaución, llevaba en el bolsillo un cubilete, donde bailaban los dados. Eso me evitará decidir, dijo; y por otra parte, sea el temor a los dioses, a los semidioses, a las trampas, a las náyades de buen encuentro y monstruos de mal encuentro, a los campesinos, a las circunstancias y al viento, prefería conducir él mismo su maniobra. Da lo mismo, dijo, pero qué más da. Desde entonces, echa a la suerte el punto de sección en el que se detiene, ante la interminable cadena de repeticiones, punto en el cual también cambia de dirección, también echa a la suerte el largo de sus pasos y, tal vez, su medida, echa a la suerte la abertura del ángulo en el momento de la curva, echa a la suerte todos los elementos, variables, de su camino, echa a la suerte los elementos sobre los que había variado, en los últimos recorridos.

originalidad del autor. En más de una ocasión, el lector español se sentirá extrañado a igual título que el francés (N. De la T.)

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De repente, la montaña se volvía cercana al átomo, y la rosa de los vientos al ángulo menudo, la cresa se arrastraba algunos angströms sobre calzas de gigante, el cabo duro se constelaba con el rocío escarchado de la ola. Los órdenes ya no estaban en orden, los órdenes de magnitud ya no estaban ordenados, y tampoco los géneros de formas: la pequeña roca de Polifemo, el islote de Pantelleria, la gran isla de Sicilia y el continente italiano son echados a la suerte por Neptuno, no están alineados como las Pirámides, a la sombra de Tales. Este desorden introducido en la similitud producía sencillamente el estado del hábito y de lo acostumbrado. El espacio de la razón ya no decía no al espacio de la vida y de las cosas mismas. Zenón no renuncia de ningún modo a la razón en la profusión alocada de lo concreto, aprende que la razón es un caso singular en un sorteo, una singularidad entre otras. Los recorridos anteriores son pobres y particulares respecto a este último, el fiel y el afortunado.

Entonces sonríe, suavemente: quizá esté lejos de mi destino, no importa, dice. Pero creo que ya no estoy tan alejado de lo real; no lo repita usted.

El nuevo Zenón, de París o de Londres, llamaba a su método randonnée dado que un viejo término de caza, randon, había generado dos parientes cercanos y sin embargo divergentes: el francés randonnée, excursión a pie, y el inglés random, el azar, la suerte; y dado que quería unir ambos sentidos a través del canal de la Mancha, o del San Lorenzo.

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ElpasodelNoroeste

Busco el pasaje entre la ciencia exacta y las ciencias humanas. O, rayano a la lengua, o, rayano al control, entre nosotros y el mundo.

El camino no es tan sencillo como lo deja prever la clasificación del saber. Lo creo tan penoso como el famoso paso del Noroeste.

El paso del Noroeste hace comunicar el océano Atlántico con el Pacifico, por los fríos parajes del gran norte canadiense. Se abre, se cierra, se tuerce a través del inmenso archipiélago ártico fractal, a lo largo de un dédalo alocadamente complicado de golfos y canales, cuencas y estrechos, entre la Tierra de Baffin y la Tierra de Banks. Aleatoria distribución y fuertes coerciones regulares, el desorden y las leyes. Usted lo emboca en el estrecho de Davis, acaba en el mar de Beaufort. De allí, corre por el norte de Alaska hacia las Aleurianas. Alivio, desemboca en el nombre de la paz.

El laberinto global del recorrido se reproduce, cada mañana, bajo la proa del navío, en el paraje local. Usted negocia la quiebra del bajío, el banco de hielo movedizo, los icebergs flotantes, los borgoñones, los cisnes. Pequeños golfos, canales angostos, cuencas poco profundas, estrechos apretados. El mapa se estrangula, la teoría de los bancos mengua. Las alturas se congelan y hacen zozobrar bajo el peso, las viradas son difíciles, los borneos son laboriosos. El dibujo que forma el hielo hace avanzar, recular, virar, inmoviliza.

Ópticas fantasmales engañan, en un medio blanco, cristalino, diáfano, brumoso. La tierra, el aire y el agua se confunden, sólidos y líquidos, borrosos copos y neblinas se mezclan, o, por el contrario, cada uno de ellos se recorta, fractal, y la luz estalla, irisada, refringente, por roda el espectro definido, multiplica los objetos, franja los contornos, juega con las distancias. Dédalo de errores y precisiones para

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la mirada atenta, golfos, canales, cuencas, estrechos de rayos y de sombras.

Y, de pronto, usted está atrapado. Hala, retrocede lentamente, se bate largamente en retirada. Volver a empezar. Usted está apresado diez minutos, diez horas, cuatro días o nueve meses. Desde fin de agosto, hay que pasar el invierno. Si usted no cavara, si no calentara, cada día, mañana y tarde, noche y mediodía, un abra libre, una pequeña dársena de agua, el hielo, bajo una formidable presión constrictiva, alzaría el navío a una altura de doscientos pies, al igual que una necia estatua sobre una columna. Paciencia, el tiempo se pasa en caminar, detenerse, introducirse, estar atrapado, en la invernada. Se siembra de bancos inmóviles y ríos inestables, a veces es golfo, cuenca, y, por suerte, estrecho y canal. El tiempo se pone a imitar el espacio, como el hielo imitaba el mapa.

Mapas de espacios apilados hasta perder escalas, donde la complicación se conserva variando al azar, hielos y deshielos de las cosas y de la sangre, presas y debacles del tiempo, este anhelado pasaje exigió largo tiempo. Se intentó desde el Renacimiento, poco después de haber visto el Nuevo Mundo. Se probó desde el gran reinicio de las ciencias, poco después de que el nuevo saber se dibujara en navío bajo velas que desembocaba de un estrecho más conocido. El canciller Bacon buscaba la nueva Atlántida. Nunca se dejó de explorar estos parajes, de arriesgarse en este pasaje. Sí, de aventurarse en él.

Mac Lure, irlandés, ennoblecido en sir Robert Le Mesurier, mil ochocientas cincuenta, pasa, en el otro sentido, del oeste al este, pero trampea, atraviesa llanuras y bancos de hielo en trineo. Cuántos han hecho trampas, en el siglo XIX y más tarde, haciéndonos creer en el saber unitario, y en el descubrimiento del pasaje, ancho, entre las ciencias de este mundo y las ciencias que dicen a los hombres. Al principio de este siglo, Roald Amundsen, noruego, en una balandra muy liviana, de cuarenta y siete toneladas, una menudencia, pasa por fin sin trampas, en treinta y cinco meses y tres inviernos, en el sentido requerido.

Eso se soñaba desde hace cuatrocientos años. Yo todavía lo sueño, por el lado del saber.

Navego, desde hace treinta años, en estas aguas. Están casi desiertas, olvidadas, como prohibidas.

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Se yuxtaponen dos culturas, dos grupos, dos colectividades hablan dos familias de lenguas. Aquellos que, desde la infancia, fueron formados para las ciencias, suelen excluir de su pensamiento, de su vida, de sus acciones comunes, lo que puede parecerse a la historia y a las artes, a las obras de lengua, a las obras del tiempo. Instruidos incultos, se les forma para olvidar a los hombres, sus relaciones, sus sufrimientos, la mortalidad. Aquellos que, desde la infancia, fueron formados para las letras, son arrojados en lo que suele llamarse ciencias humanas, donde pierden para siempre el mundo: obras sin árbol ni mar, sin nube ni tierra, salvo en los sueños o en los diccionarios. Cultos ignorantes, se dedican a las rencillas sin objeto, nunca conocieron más que apuestas*, fetiches o mercancías. Mucho me temo que estos dos grupos no pugnen más que por posesiones hace tiempo hurtadas por un tercero, parásito, ignorante e inculto a la vez que las ordena y las gestiona, que goza de su división y la alimenta 1,

Tuve mucha suerte en quedarme solo durante treinta años y trabajar en este pasaje en medio de la indiferencia y el silencio. Me sitúo en la intersección vacía entre ambos grupos así distribuidos, en este espacio cuya cartografía intento contar. Espacio blanco privado de apuestas y sin contienda. De hecho, se dan la espalda los lectores de Zola y los que establecen la teoría del calor; Lucrecio es tema de filología, y los hidrodinámicos están a mil leguas de la lengua latina; ¿por qué pasar por la historia de las religiones para estudiar un corpus de física o de geometría? ¿Puede uno imaginarse que la literatura sea reserva de ciencia y no su exclusión? Y así tantos ejemplos como se quiera, de una conexión difícil y hasta ahora descuidada. Una travesía del desierto mantiene la esperanza de la tierra prometida, la esperanza de la miel, la esperanza de la leche, la mantiene sin recompensa, y la ausencia de apuesta deja entrever en ello el recobro de lo verdadero con la paz. No estoy seguro de encontrarme en la desembocadura del pasaje, pero veo alzarse algunos terceros instruidos, algunos jóvenes de doble cultura, que ayudan a pensar, a construir o a reconocer un nuevo archipiélago.

Lo que importa aquí es decir que el pasaje es raro y angosto. No está garantizado en su parte más ancha como por

* «Apuesta» trata de aproximarse al sentido irreproducible del término

enjeu: lo que está en juego. (N. de la T.) 1 Le tiers-instruit, en curso de publicación.

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un mar llano y sin escollos, o un estrecho corriente. De las ciencias humanas a las ciencias exactas, o a la inversa, el camino no atraviesa un espacio homogéneo y vacío. La metáfora de este archipiélago extraordinariamente complicado del gran norte canadiense, casi siempre estorbado por bancos de hielo, es exacta. Casi siempre el pasaje está cerrado, ora por tierras, ora por hielos, o también porque uno se pierde. Y si el pasaje está abierto, es a lo largo de un camino difícil de prever. Y casi siempre, singular. El Parásito era de hecho un individuo, natural, cultural, especifico. Conseguía el pasaje, pero de esa experiencia no se puede deducir una ley global.

En las antiguas, iba a decir clásicas, clasificaciones de las ciencias, el estado de este pasaje no se describe de ese modo. Se diría que no plantea problema. Y, de hecho, a primera vista, no tendría por qué. Vivimos y pensamos tanto de colectividad como de mundo, el equilibrio de los planetas es la condición de nuestra supervivencia como lo es nuestro entorno humano, necesitamos tanto del lenguaje como del oxígeno. Así pues, las ciencias humanas siguen, en la lista o en el tiempo, a las ciencias exactas, siguen o preceden, esto no importa, siguen, preceden, o se yuxtaponen, en suma, donde sea que estén unas respecto a otras, se encuentran en el mismo espacio y mantienen relaciones sencillas. Esto es bastante cierto, pero no del todo.

Decir que en cada uno de los niveles el juego cambia de reglas bastaría, siempre y cuando el nivel no fuera una regla. Sí, cuando el juego cambia de regla, el propio nivel cambia y se pierde.

Poco se ha dicho sobre la constante y profunda relación entre los creadores de la enciclopedia moderna y el cálculo infinitesimal. Se subestima la importancia de esta relación. Leibniz crea el cálculo a la vez que el moderno concepto de la reunión del saber: inventa el primero, proyecta el segundo. D' Alembert pasa a la realización, al aplicar el cálculo a la mecánica, prologa la Gran Enciclopedia. Auguste Comte, tras una depurada selección, organiza de forma lógica lo que no era más que un diccionario y canoniza lo que no era más que una especialidad. Los tres institutores de lo que ya no se llama una suma están familiarizados con el cálculo integral. Poco se ha notado su papel en las filosofías de la totalidad.

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El cálculo infinitesimal no sólo fue un método entre otros, fue un modelo de pensamiento, fue la seguridad de los clásicos. Hay que reconocerlo, era el único medio realmente fecundo, el único método verdaderamente fructuoso. Ultrafino, indefinidamente amplio. Por más de tres siglos, fue el único que dominó la medida, el único que sirvió para investigar, para encontrar las leyes. Los demás métodos formulados no eran más que discursos pomposos. Leibniz comprendió —quiero decir que pensó como si hubiera comprendido— que ponía pie en una tierra nueva, explotada por todo el XVIII, de la que Auguste Comte hizo la propia matemática. En muchos aspectos, el clasicismo es el cálculo. Ahora bien, ni el éxito, ni una sucesión de triunfos, ponen en tela de juicio el método para lograrlo. Todos los pensadores que han pasado de una célula del saber a un establecimiento sinóptico, todos los pensadores de la síntesis, realizan el gesto de la integración, respaldados por este buen método, apoyados en su seguridad. En verdad, el clasicismo es el cálculo: la clasificación, también es el cálculo. Sin él no sería más que un apilamiento o una combinatoria un tanto mecánica.

El cálculo se funda en la idea muy sencilla de que existe un camino de lo local a lo global. Este camino se prolonga, de proximidad en proximidad, las más de las veces es abierto. Esta es la idea no dicha de los clásicos, hasta los románticos incluidos, ésta es la idea que terminó siendo explicitada y luego puesta en tela de juicio. Hemos terminado por pensar que esta prolongación no es, las más de las veces, posible.

Lo que nos separa de nuestros predecesores se resume en parte en eso y es sencillo. Existe un camino, o no existe. Y si existe, no es cosa temporal, debida a nuestras negligencias o incapacidades; sabemos demostrar su inexistencia. Un día, quizá, tendremos que pensar que Newton tuvo suerte en poder establecer una regla universal, pasar de la caída de los cuerpos a la circulación de los planetas, es decir pasar de lo local a lo global, porque se encontró dos veces con un caso de armonía, cálculo y fenómeno. Esta suerte no se da todos los días. Lo que solemos denominar razón, racionalidad, no es, quizá, otra cosa que un caso raro. Lo racional sería un islote inmerso en lo real. Ya lo he dicho y volveré sobre ello.

De momento, lo que me importa no es el ejercicio de la ciencia, sino el ejercicio de pensamiento que consiste en hablar de ella. Estos ejemplos constantes: Leibniz, d'Alembert,

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Auguste Comte, Hegel... me inducen a pensar que los filósofos tendieron a ver la ciencia como la ciencia veía al mundo, que hablaron de ella como ella hablaba de él. Durante tres siglos, el gran éxito de las ciencias ha consistido en abrir esta brecha fácil de lo local a lo global. El camino de la prolongación analítica fue el verdadero camino de método. No hay por qué ocultárselo, el método cartesiano hablaba alto pero no servía para nada, el camino del cálculo no decía su nombre, pero conducía al hallazgo. Iba del más fino, del más sutil análisis de proximidad, hasta la ocupación dominada de la totalidad. Así se actuaba, siguiendo este camino, cuando, dentro del pensamiento docto, un problema había de ser resuelto. De golpe, cuando se trataba de pensar la ciencia como tal, se retomaba el mismo gesto, se seguía el mismo camino.

Que yo sepa, los clásicos no se han planteado muchos problemas sobre el espacio de las clasificaciones. Está lo local y está lo global, uno está incluido en el otro y se distribuye en él. Ciertamente existe un camino que conduce de un saber a otro, y de un saber a todos los saberes, o a la totalidad del saber. Se trata, en efecto, a la ciencia como la ciencia aprende a tratar el mundo.

¡Oh, sorpresa!, los fundadores del propio cálculo son los únicos en haberse planteado tales interrogantes y en expresar sus dudas en cuanto a lo que parecía evidente. Leibniz, a veces, hace notar la existencia de un laberinto o una singularidad que haría obstrucción al avance tranquilo del camino, por pérdida o por obstáculo. Ahí, su filosofía analítica se transforma en estatua de sal. De un modo más profundo, a mi parecer, Pascal piensa un espacio en el que la prolongación analítica es, a menudo, imposible. No lo sustituye, como se creyó, por un proceso dialéctico, sino por un conjunto de islotes dispares: sus papeles y pensamientos. El estado físico de los escritos de Pascal son estados fieles a la teoría, que la hacen ver o la expresan en igual medida que los discursos, aunque, ahora que lo pienso, tampoco el estado de los escritos de Leibniz atañe a las circunstancias o a un desorden momentáneo en el instante de la muerte. Aquí el espacio es continuo, allí desgarrado, como la hoja de papel, no siempre es seguro que exista un camino que atraviese los Pirineos o el río, para conectar la verdad de uno mismo a uno mismo, o que vaya más allá de la burla que la elocuencia verdadera muestra respecto de la elocuencia. Sorpresa, el archipiélago Pascal atañe a profundos conocimientos bajo el cálculo infinitesimal,

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y lo que hay de esporádico en Leibniz atañe a pensamientos fractales allende el cálculo integral. El camino recto que corta valerosamente el bosque cartesiano parece allí excesivamente ingenuo, como los caminos bífidos que, posteriormente, ocuparon a los retóricos más que a los inventores.

Hablo con muchas voces: del método para conducir bien su pensamiento, de la técnica rigurosa, aunque un poco vaga todavía, del cálculo, del tratamiento por él de las cosas del mundo, mecánico o físico, de la escala de los seres, que resulta de este tratamiento, de los estados de cosas, de la scala entium y de la scala intellectus, de la escala del entendimiento o del espacio del saber. Es cierto que las decisiones se toman de golpe. El espacio es jerárquico, es homogéneo o macizo, a jirones, cualquiera que sea el espacio del que se hable. Y el camino pasa o se pierde, en el método, el cálculo, el mundo, el saber, las clasificaciones. No soy yo el que habla con varias voces únicamente, todos mis predecesores han seguido esta vía unitaria.

La desgracia vino, en esta vía filosófica, de la necia

simplificación de una cuestión en la que se manifestó la exuberancia barroca. Se simplifica, en general, mediante una elección forzada: continuo o discontinuo, análisis o síntesis, excluyéndose el tercio. Dios o diablo, sí o no, conmigo o contra mí, entre dos cosas una sola. Ahora bien, la complejidad asoma por el lado de lo real, en tanto que e1 dualismo incita a la batalla en que muere el pensamiento nuevo, en que desaparece el objeto. El dualismo sirve para definir propiamente las almenas en las que se instalan, por mucho tiempo en equilibrio, combatientes carentes de coraje. Uno lucha para no trabajar, al no luchar trabaja. La búsqueda desaparece en provecho del reparto en escuelas, en sectas, en grupos de presión, el espacio del problema desaparece bajo la bulliciosa cuadriculación de los ocupantes. La clasificación, del latín classis, cuerpo de ejército, también es el resultado de la relación de fuerzas, tiene mucha relación con la lucha y muy poca con la apuesta, o mucha con la apuesta y muy poca con el objeto. La simplificación procede de la lucha. Debería inyectarse paz para ver un poco más claro, abandonar el espacio del combate, donde se levanta la polvareda, para tener visibilidad. La razón por la que el inventor siempre parece llegar de afuera es que adentro la barahúnda de la lucha cubre, con su continuo ruido de fondo, los mensajes pertinentes, es

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que el adentro mismo está estructurado por aquel ruido. Aquí dentro se cree que el ruido de batalla es el mensaje sobre el objeto. Es el error cotidiano y común. Es el más implacable freno de la historia y del progreso. El verdadero conservador es aquel que lucha, ya que siempre se lucha del mismo modo. El inventor no es inventor porque es de afuera: esta idea aún es de odio, pertenece a los que creen que existe un adentro, y por lo tanto un afuera; no, es inventor porque todo el espacio está siempre ya tomado, almena por almena, como se suele decir, milímetro por milímetro. No ha tenido lugar donde colocar su cabeza y dormir, como duermen los perezosos. Tiene pues que inventar, si quiere sobrevivir, e inventar también un espacio nuevo por completo, sin relación alguna con el viejo espacio tontamente repartido. Tiene que crear para vivir, pues vive en la vecindad de la muerte. No, no es el héroe de lo negativo, dragón con lanza y coraza, pico y uñas. Es el heraldo de un espacio en otra parte. Lo positivo y lo negativo son los mismos, gemelos. El inventor está en otra parte, hace otra parte. En la vecindad del ruido, del caos, del desorden mortal, donde se alza lo nuevo. El ruido de la batalla mantiene el espacio, sin solución, de Oriente a Occidente, nada nuevo bajo el sol de la discordia, exterior como interior. Venecia y 'México fueron fundadas por fugitivos expulsados de espacios vivibles hacia pantanos, alturas, hondonadas mortales.

La desgracia vino de la simplificación por las armas. Es de este artefacto social del que hay que desconfiar, si uno quiere pensar. Los demás prejuicios son de poco peso frente a este monstruoso animal de necedad. Sí, la lucha es nuestra primera costumbre, aplasta nuestro despertar intelectual. Sí, el pensamiento no tiene otro bloqueo que el odio. La desgracia del pensamiento siempre procede de él, comparado con él, sólo existen pequeñas desgracias. Volveré de nuevo, más tarde, a este enorme animal social.

Pascal, muy solo, Leibniz un tanto errante y finalmente

condenado, sabían de lo continuo y lo discontinuo, de los mundos separados, del universo fractal, y del mundo fluente, pasajes y rupturas a la vez. El camino existe, no existe. Es así. Es así navegando, de Davis hasta Beaufort, es así en los fenómenos, nubes y rocas, es así para el saber, cualquiera que sea el mapa. No, lo real no está recortado en almenas, es esporádico, espacios y tiempos, con estrechos y puertos.

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La clasificación de las ciencias los ordena en un espacio y la historia de las ciencias los dispone en un tiempo, como si supiéramos, incluso antes de las ciencias, qué es del espacio y qué es del tiempo. La división del trabajo escapa al trabajo. Quienes hacen la historia y quienes hacen la división no son los que están en la división ni en la historia, es decir en la obra. No se trata únicamente de rebelión, sino de necedad. Se coloca lo fino dentro de lo mal cortado, lo pensado fino en lo pensado burdo. Dudemos, al menos, de este espacio de clases, de este tiempo de espectáculo. Supondré entonces jirones fluctuantes, busco el pasaje entre estos complicados recortes. Creo, veo, que el estado de las cosas es más bien un sembradío de islotes en archipiélagos sobre el ruidoso desorden mal conocido del mar, cimas de cantos desgarrados azotados por la resaca y en perpetua transformación, desgaste, roturas y encabalgamientos, emergencia de racionalidades esporádicas cuyos vínculos entre sí no son ni fáciles ni evidentes. Existen pasajes, sé de ellos, los he colocado en algunas obras, por algunos operadores. El último fue el parásito, conjuntamente cultural y natural y de una voz, en que se abrió y se cartografió la vía de las ciencias exactas a las humanas. Pero no puedo generalizar, las obstrucciones son patentes y los contraejemplos numerosos. Archipiélagos para el espacio y el tiempo, y no esta malla ingenua de clasificación donde, entre dos saberes, no hay más que una interfase o un delgado tabique. Créame, si eso fuera tan fácil, sí, se sabría. Estaríamos tan a gusto en el mundo y tan adaptados que perderíamos su conocimiento.

No vale la pena entrar, de joven, en filosofía, si no se tiene la esperanza, el proyecto o el sueño, de intentar un día la síntesis. Lo menos que se puede intentar en esos lugares es la vuelta a un mundo o los doce trabajos de Hércules. Al menos esto, cuando tan caro se paga en vigilia, estudio y soledad. En el espacio sostenido por las potencias uniformes, para escaparles, tal vez no quede, aquí y hoy, más que esta aventura por vivir, este riesgo por correr, para ver viento.

Puede que no guste la palabra síntesis, ni tampoco la cosa; puede dudarse de la unidad, ya se ha hecho. No obstante, se puede intentar ver en grande, disfrutar de una intelección múltiple y, a veces, conexa.

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PRIMEROSPASAJES

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DE DONDE, COSA NOTABLE, NADA SE SIGUE

Se anunciaba una depresión encima del Atlántico; se desplazaba del oeste al este y en dirección de un anticiclón localizado encima de Rusia, y no manifestaba todavía ninguna tendencia a evitarlo por el norte. Los isotermos y los isóteros cumplían con sus obligaciones. El informe sobre la temperatura del aire y la temperatura media anual, la del mes más frío y del mes más caluroso, y sus variaciones aperiódicas mensuales, era normal. La salida, la puesta del sol y de la luna, las fases de la luna, de Venus y del anillo de Saturno, así como otros muchos fenómenos importantes, se adecuaban a las predicciones contempladas por los anuarios astronómicos. La tensión de vapor en el aire había alcanzado su máxima, y la humedad relativa era baja. Dicho de otro modo, si uno no teme recurrir a una fórmula anticuada pero sumamente juiciosa: era un hermoso día de agosto de 1913.

Del fondo de angostas calles, los autos corrían en la claridad de sitios sin profundidad. La sombría masa de los peatones se dividía en nebulosos cordones. En los puntos en que las rectas más potentes de la velocidad cruzaban su flotante prisa, aquellos se espesaban, para luego fluir más deprisa, y reencontraban, tras algunas vacilaciones, su pulso normal. El intrincamiento de innumerables sonidos creaba un estruendoso alambrado de aristas ora arpadas, ora embotadas, confusa masa de donde brotaba una punta aquí o allí y de donde se desprendían como destellos algunas notas más claras, para perderse luego. Sólo por este ruido, aún sin poder definir su singularidad, un viajero hubiera sabido con los ojos cerrados que se encontraba en Viena, capital y residencia del Imperio.

Como los humanos, las ciudades se reconocen por sus andares. Ese mismo viajero, al reabrir los ojos, hubiese confirmado su impresión por la naturaleza del movimiento de

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las calles, mucho antes de que algún detalle característico se lo asegurara. Y aunque sólo imaginara que podría serlo, ¿qué importaba? La cuestión del sitio donde uno se encuentra comienza a sobrevalorarse desde el tiempo de los nómadas, en que era necesario memorizar los lugares de pastoreo. Sería importante aclarar por qué, cuando se habla de una nariz roja, uno se contenta con la afirmación sumamente imprecisa de que es roja, cuando sería posible precisarlo casi al milésimo de milímetro mediante las longitudes de onda; y por qué, al contrario, respecto a esta entidad asaz compleja como es la ciudad en que se habita, siempre se quiere saber exactamente de qué ciudad particular se trata. Así, uno es distraído de cuestiones más relevantes.

No hay pues que dar al nombre de la ciudad ninguna significación especial. Al igual que todas las grandes ciudades, estaba hecha de irregularidades y cambios de cosas y asuntos deslizándose uno delante de otro, negándose a caminar a paso lento, entrechocándose; intervalos de silencio, vías de paso y dilatado latido rítmico, eterna disonancia, eterno desequilibrio de los ritmos; en suma, una especie de líquido en ebullición en algún recipiente hecho con la sustancia duradera de las casas, las leyes, las prescripciones y tradiciones históricas.

Por supuesto, las dos personas que subían por una de las arterias más animadas de esta ciudad no tenían en grado alguno esta sensación. Visiblemente pertenecían a una clase privilegiada; sus vestimentas, sus modales y sus maneras de hablar eran «distinguidos»; así como llevaban bordadas sus iniciales en su ropa interior, también sabían, no tanto exteriormente, sino en las más finas interioridades de su conciencia, quiénes eran, y que su sitio estaba, merecidamente, en una capital de Imperio. Suponiendo que estas dos personas se apelliden Arnheim y Hermeline Tuzzi, y siendo el hecho imposible puesto que la señora Tuzzi, en agosto, se encuentra en Bad-Aussee en compañía de su marido, y que el Dr. Arnheim aún está en Constantinopla, surge una pregunta: ¿de quién se trata? Son éstas las preguntas que a menudo se plantean, en la calle, las mentes despiertas. De hecho, se resuelven singularmente, es decir que las olvidamos en caso de que no logremos recordar, en los cincuenta metros siguientes, en qué lugar hemos podido ver aquellas caras. Las dos personas de las que hablo se detuvieron de pronto ante una aglomeración. Ya, un momento antes, algo se había desviado, en movimiento oblicuo; algo

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había girado, resbalado: era un enorme camión, brutalmente frenado, tal como se lo podía ver ahora ahí tumbado, con una rueda en la acera. En el acto, como las abejas rondando la entrada de la colmena, la gente se había aglutinado alrededor de un pequeño círculo todavía libre. Ahí estaba el conductor, fuera de la máquina, gris como papel de embalaje, explicando el accidente con gestos torpes. La gente que se había acercado lo fijaba con su mirada, hundiéndola luego con cautela en la profundidad del hueco donde un hombre, que parecía muerto, había sido tendido en el borde de la acera. El accidente se debía, al parecer de la mayoría, a su negligencia. Uno tras otro, la gente se arrodillaba a su lado, queriendo hacer algo; le abrían la chaqueta, la cerraban, intentaban sentar al herido, y volver a tenderlo; de hecho, lo que se quería era ocupar el tiempo en espera de la ayuda autorizada y competente de la Policía Urbana.

También la señora y su acompañante se habían aproximado y, por encima de las cabezas y espaldas encorvadas, habían considerado al hombre tendido. Entonces, turbados, dieron un paso atrás. La señora sintió en la boca del estómago un malestar que bien podía tomar por piedad; era un sentimiento de irresolución paralizadora. Tras quedarse un tiempo sin hablar, el señor le dijo:

—Los camiones que usamos en este país tienen un tren de frenado demasiado largo.

Esta frase alivió a la señora que agradeció con mirada atenta. Sin duda había oído el término una o dos veces, pero no sabía lo que era un tren de frenado y por otro lado tampoco le interesaba saberlo; le bastaba que el horrible accidente pudiese ser integrado en un orden cualquiera y convertirse en un problema técnico que no la afectaba directamente. A más, ya se oía la estridente bocina de una ambulancia, y la rapidez de su intervención llenó de alivio a todos aquellos que la esperaban. Estas instituciones sociales son admirables. Se levantó al accidentado para tenderlo en una camilla y empujarlo con ella dentro del vehículo. Se encargaron de él unos hombres, vestidos con una especie de uniforme, y el interior de la máquina, al entreverse, apareció tan limpio y bien ordenado como una sala de hospital. La gente se fue, y poco faltaba para que tuvieran el sentimiento, justificado, de que acababa de ocurrir un acontecimiento legal y reglamentario.

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—Según las estadísticas americanas —observó el señor—, habrá allí anualmente unas 190.000 personas muertas y 450.000 heridas en los accidentes de tráfico.

—¿Cree usted que estará muerto? —preguntó su compañera que persistía en el sentimiento injustificado de haber vivido un acontecimiento excepcional.

—Espero que aún esté vivo —respondió el señor—. Cuando se lo llevaron en el coche, así lo parecía.

Robert Musil, El hombre sin atributos

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Exacta y humana

Boston, 17 de enero de 1950, cielo cubierto con 38 % de humedad, cirrocúmulo. Se anunciaba una depresión encima del Atlántico; se desplazaba del oeste al este y en dirección de un anticiclón localizado encima de Rusia y no manifestaba todavía ninguna tendencia a evitarlo por el norte. Los isotermos y los isóteros cumplían con sus obligaciones.

Robert Musil publica en 1931 el primer volumen de El hombre sin atributos. Del primer capítulo, cosa notable, nada se sigue. Por una consecuencia predicha pues, aunque ampliamente aleatoria, la novela permanece inconclusa. Norbert Wiener publica, en 1947, en lengua inglesa, pero en Francia, la célebre Cibernética, prologada por él mismo, y fechada o localizada en México. Desde el inicio, anuncia el estado del tiempo en Boston para el 17 de enero de 1950. Musil mide la relación de las temperaturas y describe el frente frío en un día de agosto de 1913. La cuestión del sitio donde uno se encuentra comienza a sobrevalorarse desde el tiempo de los nómadas, en que era necesario memorizar los lugares de pastoreo. Se hubiera pensado, más bien, que son los sedentarios quienes sobrevaloran el lugar de su estancia: no, lo hacen los errantes, los emigrados, los caminantes. Robert Musil pronto deja Viena por Berlín, luego Austria por Suiza, donde fallece, en Ginebra, en 1942. Ignoro dónde se encontraba entonces Wiener, y nadie sabe, asimismo, dónde estaba en el momento en que Hermann edita su obra. Cuál es la importancia de Viena en esta coyuntura, ya no lo sé, aunque sea posible y fácil informarse sobre este punto. E incluso escribir una tesis, una historia, sobre el mismo. Viena, donde los peatones forman cordones nebulosos, Viena-nube. Nubes de la depresión que corre sobre el Atlántico, nubes que desfilan, y que Dios contaría, en la pequeña canción alemana, en las primeras líneas de Cibernética. Nubes témporoespaciales. ¿Dónde están? ¿Qué hacen? ¿Qué harán de

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aquí a poco? Divertido esparcimiento de la crítica académica, aquella que hace la historia, o que así lo cree.

He aquí dos comienzos con condiciones iniciales semejantes. Se llama condiciones iniciales a un conjunto de coerciones, parámetros, proposiciones en general, de los que podemos esperar que nos permitan prever el desarrollo singular de un proceso regulado por una ley general. En las mismas condiciones iniciales se dice que las mismas causas producen los mismos efectos. En las mismas circunstancias dicho encadenamiento es previsible. Las circunstancias aquí son el juego de las nubes. Ahora bien, a esta nube que está volando encima de mi cabeza la esparce un turbulento golpe de viento, y al rato, no hay más que cielo azul. De donde, cosa notable, nada se sigue. Extraña circunstancia. Wiener: «No existe término tal como nube, definido como algo casi permanente; topológicamente, quizá sea una región del espacio donde tal densidad de agua es tal o tal, pero esta definición no tiene ningún valor y representa a lo sumo un estado por completo transitorio.» La nube es sin atributos. Ulrich tiene el sentido de lo posible mucho más que el sentido de lo real. Quien tiene esta última noción cuenta los árboles por metros cúbicos de tal o tal calidad. Quien posee el primer sentido persigue el bosque, no los árboles. Ahora bien, el bosque sigue siendo a duras penas definible: una región del espacio donde ... Bosque-nubes, Ulrich-nubes. ¿Dónde está? ¿Qué hace? ¿Qué va a hacer de aquí a poco?

Otro comienzo, escogido como referencia. Balzac, 1839, Béatrix ou les amours forcés. Basta con señalar dichas condiciones iniciales. Principio del relato, y, por lo general, principios de los párrafos, en los capítulos del comienzo. Francia —y Bretaña en particular— posee aún hoy algunas ciudades... Francia es un conjunto, un espacio global. Contiene, relación de inclusión, una provincia, Bretaña. Subconjunto que contiene, nueva inclusión, algunas ciudades... Cadena de encajes, como muñecas rusas, vinculada por la inclusión o por la pertenencia: posee. Bretaña pertenece, ahora, a Francia. La serie continúa, por iteración del vínculo: algunas ciudades, la mayoría de esas ciudades, muchas de esas ciudades, una de las ciudades. Aquí está Guérande, circundada por sus murallas, con fosos llenos de agua, sus almenas

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enteras, sus troneras no atestadas con arbustos, y con los puentes levadizos de las tres puertas que aún podrían alzarse. Dicho de otro modo, Guérande, bien definida y cerrada, por límite y borde, tanto como lo están Bretaña y Francia por su frontera, tanto como cada subconjunto en el conjunto en el que está incluido, como cada espacio local en el espacio global en el que está inmerso. En el gráfico de representación, contamos ya, creo, con seis curvas cerradas. El proceso no se detiene, he aquí sus nuevas etapas: ahí, no en una ciudad cualquiera, sino en Guérande; en ella, las calles; en las calles, esta calle; al final de un callejón, una puerta; próxima a la iglesia, una casa; en la casa, el patio, el jardín, el comedor, mesas y ventanas; aquí, entonces, el barón. El barón en pleno centro del blanco. En su hotel, o: de cómo se alojaba este hombre de calidad.

Alojado, localizado. En este hotel, en tal mansión, en tal calle, que forma parte de las calles de Guérande, que es una ciudad, de esas ciudades, de las cuales muchas, la mayoría, gozan de tal propiedad: estar en Bretaña, provincia de Francia. Si usted busca al barón, lo encontrará ahí, inmóvil, sin error ni temblor posible: árbol definido y determinado por eliminación de los demás árboles del bosque. Del relato se diría que está escrito como una carta, encerrada en una envoltura en la que están impresas estas sucesivas envolturas espaciales que llamamos dirección. El mensaje sólo se lee o es legible después de descifrar o desgarrar estas cajas donde yace. La carta sólo se escribe o se despacha después del cierre de estas cajas.

Se ha construido o constituido aquí un espacio en el que lo local está efectivamente inmerso en lo global, en cada eslabón de la cadena. Ahora bien, esta relación de inclusión no deja de plantear dificultades. Aquellas ciudades de las que se trata, entre ellas Guérande, están fuera del movimiento, del tiempo, de la historia que transcurre y de la industria; estacionarias, inmóviles y como inmutables, pues los caminos que conducen a ellas están cortados. Éstos existen, pero son escasos y sin flujo. Por un puerto sin muelle hay que cruzar el Loira, donde la desembocadura es ancha, donde la barra es harto caprichosa. El espacio es menos homogéneo de lo que se creía, por las rupturas o, mejor, por la pobreza de comunicación. Pero, de hecho, ¿adónde van estos caminos? A la subprefectura, a la capital de un departamento, a París. Guérande es pues un municipio de un distrito, en un departamento, etc., y de nuevo aparecen la partición espacial y

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la serie de encajes y la jerarquía del poder de la República. Fuera de la historia y casi fuera del espacio, la ciudad ha permanecido idéntica a lo que era bajo un Luis, rey de Francia. Su posición geográfica explica este fenómeno, las carreteras están casi cortadas. Ahora bien, el antiguo espacio es descrito del mismo modo y bajo las mismas leyes que el nuevo. La democracia jacobina y la burguesía industrial. han diseñado localidades y globalidades sobre el modelo de la centralización monárquica. El espacio presentado se ausenta y se representa, idéntico a sí mismo. Aquí nada ha cambiado, pero tampoco en París. Salvo la diferencia del reposo y del movimiento. ¿Retomó la palabra revolución su sentido astronómico?

La ley de este espacio está dicha en el texto. Próxima a la iglesia de Guérande se ve una casa que es en la ciudad lo que la ciudad es en el país. La cadena considerada se despliega según una serie de proporciones. Sin duda la ciudad es en la región lo que la provincia de Bretaña es en Francia. La inclusión se vuelve más precisa, aquí. ¿Sería pues el espacio de las similitudes? Sí. En efecto: allí, las casas no han sufrido ningún cambio, no han aumentado ni disminuido. Exactamente como si, en este espacio, el cambio no pudiera concebirse más que bajo la relación de la dimensión. Eso es: se trata en efecto de homotecia y transporte, de crecimiento y decrecimiento. EI espacio de las similitudes es por cierto el de la geometría corriente, de ahí la pérdida de movimiento, lo inmutable es estacionario. Es el espacio del como, y el de los modelos. Guérande es así la Herculano de la Feudalidad, salvo la mortaja de lava; usted diría un jardín inglés; un desierto de África bordeado por el océano, pero sin árbol, hierba ni pájaro; los que trabajan en las salinas parecen árabes envueltos en su albornoz; Guérande es silenciosa como Venecia. Espacio de modelos, espacio de imágenes, espacio del espectáculo, el espacio de las similitudes es, efectivamente, el de la representación.

Propuse antaño una ley de este espacio, que podemos llamar clásico. Por ella, el conjunto, lo global, produce un subconjunto local que produce una ley que reproduce el conjunto. Verifiquémosla aquí. Al final del callejón se ve el dintel de una puerta, es ahuecado, presenta el escudo. Ahora bien, el espacio del escudo es ciertamente, por su propia ley, el de las particiones, y el ciclo se cierra. Lo puesto en abismo aquí es el mismo escudo. A partir de ahí, la industria soberana

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puede perfectamente destruirlo todo, sin dejar piedra sobre piedra en esas ciudades de historia, siempre se las hará ver en el texto, muy idóneamente denominado iconografía literaria. El relato, porta escudo, ofrece los iconos a la mirada, por el cierre de la ley es, pues, indestructible.

Troya destruida, queda la Iliada; Jerusalén destruida, quedan los textos proféticos. Delenda est Cartago. Lisboa destruida, queda Voltaire. Atenas apestada, queda Lucrecio. Londres perece en el incendio, San Francisco desaparece bajo la violencia del seísmo. Esto matará aquello, el libro matará el edificio, el poema requiere Moscú humeante. ¿Está quemándose París? ¿Qué odio es éste, el del iconógrafo o el del escritor hacia lo que el arquitecto ha edificado, viga bajo techo? ¿Qué detestación milenaria es ésta, la de la grafía literal contra la grafía de los ideogramas? ¿Contra el diseño de los constructores? Esta exasperación recorre la historia, no la entiendo. ¿Por qué esta violencia y estas tumbas de piedras? Espero escribir sin destruir muros ni planos. La paz.

El espacio de las similitudes, bien encajado en la cadena de las inclusiones, bien señalado por la ley de las relaciones, y donde lo local responde a lo global, este espacio de representación y de imágenes, de escudo e iconografía, sigue siendo, claro está, un esquema de orden. La cadena está estructurada por la relación de orden. La casa en la calle y el callejón en Guérande, la ciudad en su provincia y Bretaña en Francia, todo eso no es reflexivo, asimétrico y transitivo. He aquí pues el orden estructural, que puede desplegarse en un carillón de modelos. Es el orden jerárquico y es el orden del mundo. La economía del universo organizada por la observación y la razón. Extrapolemos un poco, aunque bien poco: Francia es territorio de la Tierra, y la revolución de la Tierra, equilibrio y movimiento, está comprendida en la de los planetas exteriores, incluye las revoluciones de los astros interiores. El sol está en el centro mismo del esquema, repetido. El espacio de Balzac es el de Laplace, el espacio de la representación y de la iconografía es el de la mecánica celeste, el espacio de Laplace es por cierto el del Rey Sol, el de la monarquía jacobina: centrado en el punto fijo, invariante de las similitudes. El orden astronómico del mundo se reproduce, en modelo reducido, en el departamento de Guérande. El cielo y la tierra están colmados con la gloria del texto.

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El orden no sólo es el del espacio o el del ver del observador. También es un orden de razones, por cadena de relaciones, o por consecuencia. La ley de una serie por causa y efecto sigue siendo una relación de orden, no reflexiva, asimétrica y transitiva. Supongamos una ley única, sucede que se expande, sencilla y fácil, en lo homogéneo donde lo local no es más que un pequeño global, modelo reducido del conjunto, ella recorre la causalidad, como una estrella de secuencias y de consecuencias que parten del punto de origen, fuente o referencia. y así pues, todo es previsto o previsible en este universal regulado, el observador está situado en el mismo lugar del dios de Laplace. De donde, cosa corriente, todo se sigue. El relato del dios laplaciano es tan determinista como el cálculo del dios Balzac. El escrito está predicho. La novela se encadena de causa a efecto, de condiciones iniciales a su desarrollo, es el desarrollo de las envolturas precitadas. Es por secuencias y consecuencias. Lo mismo con el cálculo astronómico. El mismo espacio y la misma legislación, en una palabra, el orden. Ahora bien, dado que, en el seno de este orden del mundo, el tiempo es reversible, siempre queda abierto un retorno al pasado, henos aquí en Guérande, en tiempos muy remotos. También Laplace se vuelve barón, una vez pasada la Revolución: aún hoy ocurren estas cosas.

De tales condiciones iniciales todo se sigue, por deducción clara y distinta: Francia —y Bretaña en particular— posee aún hoy algunas ciudades ... Es así como se escribe la historia, aquella que confunde las condiciones necesarias y las condiciones suficientes.

De donde, cosa notable, nada se sigue. Musil no ha pasado

por alto a Laplace, ni a Newton, ni a ninguno de los ordenadores de esta clase: la salida, la puesta del sol y de la luna, las fases de la luna, de Venus y del anillo de Saturno, así como otros muchos fenómenos importantes, se ajustaban a las predicciones hechas por los anuarios astronómicos. Aquí, se invierte el orden: la nube, la depresión y el anticiclón, el desplazamiento del oeste al este y la tendencia hacia el norte preceden a la astronomía y a la mecánica celeste, a la que siguen inmediatamente la tensión de vapor y la humedad relativa. No obstante, el meteoro y la atmósfera están incluidos en el cielo de los planetas. Si bien Musil se encuentra con Laplace, evita sin embargo a Copérnico: el sol se levanta y se pone, ya no está en el centro del mundo. Las condiciones

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iniciales están bien planteadas, no obstante están alteradas respecto al texto paralelo. Alteradas también respecto al otro texto paralelo: Wiener empieza por una canción, ¿cuántas estrellas en el cielo, cuántas nubes encima del mundo, lo sabe usted? Dios, el Señor, lleva la cuenta. Alteradas respecto a su orden espacial. Dicho de otro modo: las previsiones meteorológicas preceden a la predicción astronómica. ¿Por qué?

Porque son más fuertes, epistemológicamente hablando, porque movilizan un saber más complejo, conceptos más ricos y menos abstractos. He aquí llegado el momento indatable, he aquí el lugar sin lugar donde el orden clásico se desvanece como un espectáculo superficial y obsoleto. Aplaudan ustedes, ciudadanos.

Wiener empezó como Musil. Su pequeña canción alemana ha señalado estrellas y planetas en el cielo. Es el comienzo de Kant: la revolución copernicana para una razón pura, en que el sujeto fijo permanece en el medio, y el espectáculo de las estrellas para la razón práctica, con la ley moral en su corazón. Kant, así lo creo, sólo ha mirado el cielo en días claros. La depresión del Atlántico, al dirigirse del oeste al este hacia Rusia, pasa quizá por encima de Königsberg, donde entonces los astros ya no son visibles. La condición de posibilidad para admirar a Copérnico y la ley moral por astros interpósitos, condición de la experiencia en el espacio y no en el sujeto, es que por allí no pase una depresión. Además de las galaxias, las estrellas y los planetas, hay otros objetos del cielo: los meteoros. De ahí las nubes de Wiener. Las de Musil. Que, de repente, obstruyen la representación. Boston, cielo cubierto. Cirrocúmulo. Königsberg, techo bajo, nimbo, no más gente. Para ese tiempo, bastante frecuente, del buen tiempo y del mal tiempo, se necesita un Copérnico.

Wiener: en meteorología, el número de partículas en cuestión es tan cuantioso que es del todo imposible un catálogo exacto de sus posiciones y velocidades iniciales; y si, en la práctica, se realizara este catálogo, si se calculara su posición y velocidad futuras, no obtendríamos nada más que una masa impenetrable de figuras que requeriría una reinterpretación radical antes de que pudiera sernos útil. Los términos «nube», «temperatura», «turbulencia», etc., son términos que no se refieren a ninguna situación física singular, sino a una distribución de situaciones posibles de las que solamente una se realiza de hecho. La depresión de Robert Musil lanza

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múltiples brazos sobre Europa central, y algunos de esos puentes, algunos de esos caminos, están cortados. Callejones sin salida. Nada se sigue pues de dichas condiciones iniciales. Hermoso día de agosto de 1913, en tal impreciso lugar del paso de la depresión, Viena por ejemplo, pero, ¿cómo saber que es Viena?

Ahora ¿qué es una señal? Musil: el intrincamiento de innumerables sonidos creaba un estruendo alambrado de aristas ora arpadas, ora embotadas, confusa masa de donde brotaba una punta aquí y allí, y de donde se desprendían como destellos, para perderse luego, algunas notas más claras. Sí, la señal se destaca sobre el ruido de fondo, como una púa afilada sobre una curva estocástica, puede usted ver su dibujo en cualquiera de los teóricos de las comunicaciones. El ruido forma nube, de él se desprende la señal, figura singular sobre fondo distribuido. ¿Cuál es el sujeto de la señal, o del relámpago sobre la nube? Uno. El «uno» sin atributos. Pasivo. De nuevo, ¿puede usted prever una señal singular sobre un ruido aleatorio de fondo? No. Del ruido de fondo, nada se sigue. O a veces. Pero ésta es otra historia. Aquella, precisamente, que hemos de contar.

Peatones en cordones nebulosos, cruces de flotantes prisas, flujos y pulsos, resis* y ritmos. ¿Quién está ahí, en ese tiempo, en pleno centro de la turbulencia, quién está ahí y quién no debería estar, o quién podría estar? ¿Qué mejor para preverlo que una señal sobre el ruido o que un hermoso día de agosto, en Viena, en el recorrido del nebuloso frente frío?

El barón de Guaisnic, en medio del blanco de cien aureolas, localizado, alojado en su hotel. Representado por su escudo en la puerta y por los retratos de Van Ostade, Rembrandt, Miéris o Gérard Dow, semejantes en el espacio de las semejanzas. Está dibujado el hotel —no nos olvidemos de un solo detalle valioso—, minuciosamente registrado, fechado, definido, tan nítido en la proximidad de sus bordes como Guérande por sus murallas y puentes levadizos, como la provincia de Bretaña por sus fronteras o límites. Hotel anunciado por el escudo y que pone en abismo el análogo de los retratos flamencos, casa de la iconografía literaria.

* «Resis» procede del griego rein: fluir. (N. de la T.)

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¿Está Ulrich, hijo de un erudito ambicioso y «rassoté»* a quien concedieron la nobleza hereditaria, en su hotel, en Viena, en 1913? Busque usted pues su locación en la calle, sinuosa arteria que sale del centro como el radio de una rueda. Cuando los radios son sinuosos, ¿cuál es la forma de la rueda? Pronto, embeleso, el hotel. Será un pequeño castillo, una «locura», un pabellón de caza, no está del todo claro. En cuanto al jardín, salvaguardado sólo en parte, es del siglo XVII, no es seguro. Planta baja tal vez del XVII, pisos XVIII, fachada rehabilitada pero deslustrada en el siglo pasado, el conjunto, compuesto, tenía aquel aire «movido» de las sobreimpresiones fotográficas. El espacio de los iconos y de los escudos se desvanece, la imagen tiembla, y lo definido ha perdido sus bordes. Si la historia se detuvo en Guérande, ha continuado en Viena. Ha lanzado un camino que bifurcó, otro que degeneró y otro más, privado de consecuencias. A la postre, la reliquia, el monumento, ha olvidado muchas de sus condiciones iniciales. De donde, cosa notable, se remonta difícilmente hacia los predecesores. Así es en lo irreversible. Detenga usted pues la descripción y grite «¡Oh!», ya no es más que una señal. Una señal que destaca sobre ese temblor, sobre ese ruido de la forma, y sobre lo nebuloso flotante de la sobreimpresión.

No, no es impresionismo, es estocástica, y es muy distinto. En todo caso, puede usted contar las estrellas, están catalogadas desde la antigüedad. Pero si pide un catálogo de las nubes, se burlarán de usted. No existe el término nube, definido como permanente, definido por sus bordes o sus términos O sus terminaciones. Esto lo afirma Wiener, pero está por ver.

* El autor ha tenido la gentileza de informarme sobre este término inusual: Rabelais lo usaba para referirse a los eruditos a quienes los estudios excesivos no habían vuelto más inteligentes sino más tontos (sot). (N. de la T.)

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Sólidos,fluidos,llamas

He hablado de borde para un objeto o un fenómeno. Supongamos un punto cualquiera de este objeto: para que este último aparezca como definido por sus bordes o entre ellos (lo que, bien pensado, no es más que redundancia sobre la palabra definir, mejor, sobre el término definir) es preciso que reine una cierta estabilidad en la proximidad de este punto, que los puntos más cercanos no sean muy distintos del primero. Supongamos que éste, ahora, se desplace hacia el borde, a lo que accede cuando cesa esta estabilidad en su más cercana proximidad; Aquí se produce una especie de rotura, una discontinuidad: el punto más próximo es de naturaleza completamente distinta. La descripción, aquí, ya no es global como la que precede, donde el fenómeno aparece figura sobre fondo, sino que es meramente local. Ya no requiere como condición un espacio de inmersión o de prolongación.

Por otra parte, no es ni tan matemática (globalmente, como decía Pascal) ni tan reciente como parece. Cuando los clásicos piden un conocimiento o una idea distinta, dicen esto en el lenguaje natural. Distinguir posee su correspondiente latino en stinguere, del campo semántico de stimulus y de stylus,aguijón, púa, punta; estilo, punta acerada que pica unpunto; instigareesserpicadohacia, comoporunaguijón,de donde el francés toma instigación e instinto. El griegoστιγµα ,puntuación,yστιζω ,tatuar,confierealestigma otro contenido. Así todo el campo va hacia el punto, o el dibujo señalado punto por punto, o el origen puntual ycomo espinoso de un movimiento. Entonces el prefijopróximo dibuja lo que ocurre en la proximidad de estepunto. En ese lugardistinguido, el fenómeno, al pie de laletra,seextingue.Laluzylassombrasentran enelcampo,lateralmente. Nuevo ejemplo singular de lo que otroraintentéestablecer:lasemióticaesantetodounatopología.A la inversa, la topología es un buen camino hacia lasemiótica. Supongamos pues una forma precisa:previamente incisa, recortada y zanjada. Permaneceestable, excepto posterior desgarro. Si es distinta, dispone de

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un límite dibujado o señalable punto por punto. La lengua natural y la matemática, en ese lugar, convergen y se convienen.

Un ejemplo clásico de esta conveniencia. En la tercera «Regla para la dirección de la mente», Descartes define la intuición y da un ejemplo. Así, dice, cada uno puede intuir que existe, que piensa, que el triángulo se termina (terminari) sólo por tres líneas, la esfera por una sola superficie, etc. La intuición ejemplar es por lo tanto un problema de borde, de término y de límite. Las idealidades geométricas llevadas en paralelo al cogito no son la definición requerida; sin embargo, están definidas en el sentido espacial y topológico del término. Supongamos ahora la definición: por intuición, dice, entiendo no la fe fluctuante (fluctuantem) de los sentidos, ni tampoco el juicio falaz de una imaginación mal compuesta (male componentem), sino, de una mente pura y atenta, la concepción tan fácil y tan distinta que a partir de ella no queda duda alguna, etc. El ejemplo, por los bordes, es la definición, y ésta, por lo distinto; contiene el ejemplo, hasta puede pasar por él. Sólo el límite se distingue. Ahora bien, dudar, el acto que se elimina, confirma justamente los dos resultados paralelos. Dubitare, en efecto, no es más que un frecuentativo de duo-habere, tener por dos, y, más tarde, Oscilar entre dos posiciones. El punto se desplaza en el borde, o, si se quiere, Descartes desplaza elστιγµα ,el stylus, o el estilo, sobre la frontera del triángulo. Escribe su reglar al dibujarlo; en resumen, traza lugares geométricos, nada más. Describe una regla, en el sentido usual de regla y compás. Sus palabras son el lenguaje del trazo, el álgebra de la geometría, la lengua natural de la geometría algebraica que él trajo a la historia. Si a la intuición le queda una duda, es porque la concepción no es distinta, es porque el borde no es único. La duda (duo-habere) es el doble, es la conducción doble, es la bi-furcación. La regla se ha movido. Hay que borrar, hay que eliminar la bifurcación. Pronto habrá que destruir el doble, en la prosopopeya del espíritu maligno, sacrificado en pro del Dios veraz. Por la bifurcación, el borde se desdobla y el camino forma encrucijada. Hércules oscila entre el vicio y la virtud. Decidir es cortar, lo indecidible es ahorquillado. El método hace de golpe un camino bífido. El camino, justamente, es él mismo un borde, separa dos regiones del espacio, izquierda y derecha. Separa el interior del triángulo del exterior, el adentro de la esfera y el afuera. Si el camino bifurca, el borde no es único, es fluctuante. Descartes elimina lo dudado, el dos, y excluye la fe fluctuante de los sentidos. Estos no entregan más que

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"bordes flotantes, cuyo conocimiento es confuso. Esta mezcla de la confusión, donde dos cosas llegan a unirse, es ante todo una fusión, un camino desemboca en el otro, como se suele decir de dos ríos, se vierte y se derrama en el segundo. Confusión, difusión. Descartes también excluye, por la imaginación, lo compuesto, la quimera hecha con pedazos disyuntos y reencolada sin esmero, donde lo yuxtapuesto aparece como proximidad defectuosa, donde el cobordismo no ensambla: algo como un jirón. No hay conformidad. En suma, Descartes excluye lo líquido, lo fluido, por consideración de los bordes, y excluye el tejido mal cortado, mal remendado de la composición imaginaria, en virtud de la misma consideración.

Partamos de lo que Descartes descarta. Aquello que separa los sentidos, la imaginación y la mente no es diferente de lo que separa los objetos del mundo. No hay aquí conocimiento, ni teoría del conocimiento, en el sentido en que ésta plantea por un lado un sujeto y por el otro un objeto. Así como para la teoría escolástica de la adecuación, el intelecto conforme se reifica, bajo la mirada del tercer hombre, también aquí lo que ha podido llamarse facultades se divide y se clasifica como las cosas. Los sentidos no proporcionan más que un conocimiento confuso porque flotan o fluctúan, redundancia sobre lo fluido. y la mente pura y atenta proporciona un conocimiento distinto porque un borde es estable y único. El objeto debe ser sólido, y eso basta. La esfera es un sólido en el espacio, el triángulo un trazo de dos dimensiones en el espacio de representación. Todo el campo a: terminar, definir, distinguir, dudar, fluctuar, componer, todo este campo semántico induce una topología de los bordes que no deja ninguna duda, justamente, sobre aquello de lo que se trata, delimitar con exactitud cuerpos en el espacio. Haga usted derretir un pedazo de cera en el fuego, éste fluctúa en la confusión. Aquí, el gesto consiste en experimentar sobre la tábula rasa de la tradición, en hacerse cargo de la pastilla de cera, en saber el intelecto. El idealismo cartesiano es un realismo, las cosas del mundo no se desvanecen en el sujeto que piensa; por el contrario, el sujeto retrocede indefinidamente en provecho de los objetos. La física está fundada. Sólo se trata de sólidos, y el mayor teorema de geometría cartesiana sigue siendo hoy el descubrimiento del invariante topológico de los sólidos regulares del espacio, mediante el recuento de sus bordes: vértices, aristas, caras. La mente es mente de los sólidos, los sentidos son sentidos de los líquidos, la imaginación compone los bordes sin conformidad, la mente, los sentidos y la

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imaginación permanecen dirigidos hacia el trazado de los limites. Así el alma y el cuerpo tienen un borde común, en la singularidad puntual de la pequeña glándula pineal: cicatriz de su distinción y de su unión. El fluido va a volver por medio de la circulación de los espíritus animales y de los remolinos.

En resumen. En virtud de lo que, aquí, está excluido, sólo quedan los sólidos. Supongamos pues uno de sus puntos; en su más cercana proximidad, los demás puntos son estables, hasta lo discontinuo de su superficie. Supongamos, en particular, que sean idénticos, perfectamente iguales. Entonces el volumen es geométrico, transparente como un prisma o como una esfera, ¿Pero en concreto y como físicamente? Si existe, es liso, casi idealmente uniforme y unido. Y aquí entran el espejo o los instrumentos ópticos. De ahí que lo claro se asocie con lo distinto, el lenguaje de la luz con el lenguaje de los bordes. Pero la óptica es siempre un problema de bordes, véase la reflexión, la refracción, donde bifurca el rayo a través de los medios y así sucesivamente. El Spinoza de la leyenda realiza el gesto cartesiano por excelencia: pule cristales de gafas, borra los bordes fluctuantes, mediante fluctuación de la mano, que toca y trabaja, obtiene un borde liso para un instrumento de tecnología sensorial. Por este trabajo en los límites, la vista se convierte en modelo de la: mente. Lo fractal desaparece en lo liso. Sólido de bordes perfectos, claro, distinto, riguroso, cristal. El ideal del conocimiento es el sólido cristalino. Frío como la cera antes de pasar por el fuego. El ideal del sistema clásico es el cristal. Por sus límites, por sus prestaciones ópticas, par su equilibrio, por su larga estabilidad, Esto se ve hasta Schrödinger. Lo excluido es lo fluctuante, lo excluido es lo compuesto. En el primero de los casos, queda borrada una gran parte del mundo, tal vez el mundo entero, por olvido del tiempo. En el segundo, el mito queda excluido de la ciencia, el mito definido como jirón remendado y, a su vez, flotante1, el discurso del reencolado que ahora redescubre la topología. Pensamos y trabajamos desde ahora en las exclusiones cartesianas, casi las mismas que las de Auguste Comte, en el entierro o en la coronación de la edad clásica. El positivismo prohíbe, entre otros, el cálculo de las posibilidades y la vaga flotación de un conocimiento que no fuera consistente, sólido, o sea las fluctuaciones en los dos sentidos principales del término.

1 Hermes IV. La distribution, págs. 197-210. Penélope, la tejedora de las

reglas cartesianas, está en el puesto teórico de los mitos.

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Hasta aquí no he hecho más que señalar una proposición de Bergson: nuestros conceptos han sido formados a imagen de los sólidos2. Constantes, estables y consistentes, volúmenes duros y traslúcidos, de bordes distintos y distinguidos. El trabajo de Bergson comienza en el campo de las prohibiciones positivistas y cartesianas. Pues el ámbito del que la filosofía toma sus valores y en el que se apoya ya no es la geometría corriente de la esfera o del triángulo, ya no es la óptica, aquella que se reduce a la geometría, ya no es la mecánica de poleas, cuerpos y pesas, ya no es, en general, esa física general de los cuerpos inertes que hacía la ciencia de los sistemas clásicos. La filosofía, desde entonces, me refiero a esa época, toma como ámbito de referencia el campo de la vida y, más tarde, el de las llamadas ciencias humanas. Todo el conocimiento es transformado por ello. «Donde existe una fluidez de matices huidizos que se entreveran unos con otros (nuestra atención), dice, percibe colores nítidos, sólidos por así decirlo, que se yuxtaponen como las cuentas múltiples de un collar: deberá entonces suponer un hilo no menos sólido que mantendría juntas las cuentas.» Crítica elemental del método cartesiano cuyo, eslabón es una cuenta, clara y distinta, vista por una mente pura y atenta. Entrada en el campo de las fluctuaciones, de la fluidez, de las nubes y los matices, donde la luz deja paso a los colores que la dividen de manera compuesta, y donde toda la cuestión, una vez más, regresa a los mismos bordes en los que fue dejada.

Supongamos el borde de una nube, nuevo conjunto a considerar, el límite de un matiz, luz coloreada, supongamos la frontera de la ola, la cual, en el embate de la resaca, deposita el guijarro sólido en la playa. El volumen sólido no es más que un estado de la evolución, ella misma fluida. Volvemos a la fluctuación. Ahora bien aquí el concepto es el de un solapamiento. Bergson no proporciona una teoría del conocimiento confusa, o de la fusión, ofrece un método casi doble, justamente el del solapamiento. Los bordes considerados bifurcan. Toma el ejemplo de la gavilla: la

2 «La inteligencia humana se siente como en casa mientras la dejamos entre

los objetos inertes, y en especial entre los sólidos, donde nuestra acción encuentra su punto de apoyo y nuestra industria sus instrumentos de trabajo; nuestros conceptos han sido formados a imagen de los sólidos" nuestra lógica es sobre todo la lógica de los sólidos; por ello mismo, nuestra inteligencia triunfa en la geometría, donde se demuestra el parentesco del pensamiento lógico con la materia inerte.

»Depositado por el movimiento evolutivo, ¿cómo iba a aplicarse nuestro pensamiento a lo largo del propio movimiento evolutivo? Es como pretender que el guijarro arrojado en la playa dibuje la forma de la ola que lo trajo.»

L'évolution créatrice, Édition du Centenaire, P.U.F., 1959, págs. 489-490.

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gavilla crea, por el solo hecho de su crecimiento, direcciones divergentes entre las que se repartirá el impulso 3. Toda la exposición, en Les deux sources, de la doble ley de dicotomía y de doble frenesí, puede ser enteramente inferida desde la topología descrita por el frecuentativo duo-habitare de la duda cartesiana, siempre y cuando, por supuesto, se introduzca una energética allí donde no existía más que una mecánica, o, mejor dicho, una estática. Bajo la tradicional pareja figura-movimiento está la pareja fundamental topología-energética. Discurso de los bordes, discurso del fuego. La duda misma se convierte en conocimiento. El elemento principal del espacio es ahora la multiplicidad en sentido riemaniano, la variedad espacial. Localmente, el espacio es abigarrado, cromático. De ahí los matices bergsonianos, y el ejemplo, aquí mismo, del color, del anaranjado doblemente amarillo y rojo. Este es el juego de fantasía y la imaginación compuesta. El anaranjado no es más que un collage, un reencolado del espacio, de una variedad amarilla y de otra variedad roja no recortadas, no decididas. Quiasmo espacial y luminoso, quiasmo energético y topológico. La distinción no es la eliminación del segundo camino nacido de la bifurcación. Es el resultado de la propia bifurcación. De pronto, todo bifurca. «Reflejo y voluntario materializan dos enfoques posibles sobre una actividad primordial indivisible que no era ni uno ni otro, sino que deviene, retroactivamente, por ellos, ambos a la vez. Lo mismo diríamos del instinto y de la inteligencia, de la vida animal y de la vida vegetal, de tanta otra pareja de tendencias divergentes y complementarias. No obstante, en la evolución general de la vida, las tendencias así creadas por vía dicotómica se desarrollan las más de las veces en especies distintas; cada una por su lado van a buscar fortuna en el mundo 4 ( ... ). No es así en la evolución de la vida psicológica y social. Es en el mismo individuo, o en la misma sociedad, donde evolucionan las tendencias que se han constituido por disociación y por lo general sólo pueden desarrollarse sucesivamente. Si son dos, como suele ocurrir con frecuencia, el interés se dirigirá primero hacia una de ellas: con ella se llegará más o menos lejos, generalmente lo más lejos posible; luego, con lo ganado durante esta evolución, se volverá a buscar aquella que se habrá dejado atrás. El progreso se ha realizado por una oscilación entre los dos contrarios.» Bergson prevé, por supuesto, la regulación de una por la acción

3 Les deux sources de la morale et de la religion, ibid., 1225-1228. 4 Las cursivas son nuestras.

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antagonista de la otra, pero también prevé que se pueda caminar por una de las dos ramas hasta la catástrofe. Ésta «decide» los dos conjuntos, modulo el tiempo. La topología, de las leyes de dicotomía y de doble frenesí habría hecho decir a Descartes que, de seguirla en el bosque, uno se perdería irremediablemente. ¿Pero quién le ha revelado al filósofo clásico el secreto de que ese bosque tiene bordes, que está inmerso en un espacio en el que ya no sería posible estar perdido? Dios, supongo. Ahora bien, en el supuesto de que yo no forme parte de su consejo divino, ¿quién me dice que no haya más que bosques, que no esté embarcado, perdido para siempre? Dicho de otro modo, ¿existen de veras, fuera de la matemática, objetos con bordes distinguidos? Bergson intuye que, salvo los sólidos perfectos, escasos por cierto, las cosas tienen bordes fluentes. La teoría del conocimiento difuso ve fronteras borrosas. Es el fuera de foco o lo movido de la sobreimpresión fotográfica, al estilo de Musil o de los impresionistas. Las ninfeas espejean en el agua. El sólido ha desaparecido en el fluido, la luz en los colores. Al soporte epistemológico de lo viviente corresponde una teoría de los bordes con bifurcación. Un camino límite desemboca en el otro sin cesar de existir por él mismo, ambos oscilan y vibran entre sí, y las horquetas del árbol pronto se multiplican. Aquí, la malla elemental de la red es el duo-habitare, el doble, pero pronto deviene boscosa como para que el borde fluctúe. Comienza la era de los fluidos. Toda la lógica o el método bergsoniano está construido por quiasmos y su objeto, la gavilla, el chorro de agua, el flujo, el stream of consciousness, es acuático.

Claro que sería absurdo y falso, demostrablemente, señalar dos eras, la de los sólidos, la de los fluidos, por un lado el dibujo distinguido y por el otro el jirón fluctuante en torno a un rostro, un cuerpo o un objeto cualquiera. Una lectura de Lucrecio ya había mostrado a Bergson, y a otros, la importancia de las turbulencias, y los mecánicos de la astronomía no dejaron de notar que la Tierra, objeto sólido en movimiento, estaba arropada por un manto de oscilaciones, los mares, y por una mantilla de atmósfera gaseosa, donde se arremolinaban las nubes.

Pero si la historia no tiene corte o bruscos cambios de fase, salvosisepiensa,justamente,lahistoriamismacomounamecánica de sistemas sólidos en movimiento bajo coerciones de fuerzas y de relaciones de fuerzas, ¿puede uno decidir, una

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vez más, acerca de la adecuación o la conformidad de estas dos teorías?

Empecemos por su caso singular, la luz: espejo de bordes perfectos o temblor del espejeo. Cualquier óptico le dirá que la división claro-oscuro no es distinta más que en circunstancias excepcionales. Y con precisión, cuando no hay atmósfera, cuando no hay fluidos turbulentos. En la luna reina lo claro y la negrura es absoluta detrás de tal obstáculo que intercepta los rayos. Tórrido aquí, y helado allí. ¿Por qué? Por ausencia de refracción, por ausencia total de bifurcación. En la atmósfera, nunca homogénea, nunca isótropa, los medios locales están distribuidos de forma múltiple, de suerte que los rayos, así puede decirse, buscan fortuna en el mundo. Se quiebran por doquier y ejecutan un recorrido caprichoso. Contornean pues los obstáculos y producen un claro-oscuro, un confuso-distinto. Y así es como se ve lo más comúnmente del mundo. No se necesita, donde sea y siempre, la presencia del sol. La luz se difunde. Si el ver es un modelo del saber, el conocimiento es, casi siempre, difuso. En absoluto confuso ni oscuro, sino multiplicado por franjas y difracciones. La oposición distinta de lo claro y de lo oscuro no cabría más que para una filosofía del vacío, o sea del espacio geométrico. No son más que singularidades locales, excepcionales. Por ejemplo, en el claro de la luna. En el interior de la caverna negra nos convertiríamos en estatuas de hielo, frente al sol nos quemaríamos como antorchas. Filosofía del cristal flameante, olvido de la fluctuación condicional.

De modo más general, en los clásicos, el conocimiento claro y distinto se encadena al hilo de las relaciones y de las proporciones. Es la tecnología de una medida. Para medir, lo hemos visto, conviene aplicar, uno sobre otro, una regla y el objeto. Entonces, la conformidad exige un borde a borde, una alineación. Ahora bien, ya se sabe5 que las medidas aproximadas, que el conocimiento aproximado, en su avance hacia lo preciso, se encuentran, de golpe, con un obstáculo o una paradoja. Supongamos que quisiéramos una medida exacta, necesitaríamos una infinita cantidad de información para obtenerla, lo cual sobrepasa ampliamente las condiciones de la experiencia. El punto de la distinción, el punto extremo del borde más allá del cual se desvanece el objeto, es demostrablemente inaccesible. Solamente existe en algunas matemáticas de la tradición. El sólido más liso tiene grano,

5 Hermes IV, La distributión, págs. 33 y siguientes.

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nunca podrá usted pulir con exactitud un cristal de gafas mediante ese aleatorio movimiento de la mano que intenta recobrar la distribución estocástica de las asperezas. Además, en lo local más pequeño, su límite vibra con fluctuación particular. El borde está inmerso en el ruido, en su propio ruido, y la distinción sería una tarea infinita. El teorema de Brillouin vuelve improbable y milagroso el cartesianismo, reside por entero en el milagro griego, el de la geometría. Los objetos tienen bordes fluctuantes, inclusive los sólidos, inmersos todos en sus propias franjas como en múltiples aureolas quebradas. Toda cosa del mundo, en su género, es nube, remolino y espejo. Un organismo, por ejemplo, es un sistema abierto y, más que un arte, es un saber el dibujarlo con límites borrosos y fluentes. Así pues la evidencia no es de aquí, así pide un recuento infinito. ¿Qué concepto quiere usted que cumpla?

Todo conocimiento es «adela» *.

El texto inicial de Descartes señala dos exclusiones: lo fluctuante y lo compuesto. Por la bifurcación, el camino conduce a Bergson y al conocimiento borroso y quiástico. Volvamos al tejido abigarrado de la imaginación. Ello nos lleva de nuevo a la topología.

Si en Descartes la imaginación, es compuesta, en Pascal lo es, directamente, el espacio. En este último no hay transposición de los sucesos del espacio en teoría del conocimiento, o más bien, la hay pero está reconocida. Otrora mostré el isomorfismo de estructura entre los escritos científicos y los Pensamientos. En los textos legados por la demostración puede encontrarse la reserva de ciencia, en el sentido en que antaño hice uso de esta palabra. Pascal introduce en filosofía la idea de variedad, de variedad témporoespacial, de donde la ciencia no tendrá más que tomarla. Es la crítica más aguda, en pleno siglo clásico, de los sistemas clásicos. El punto fijo de estabilidad, el centro de Arquímedes y de gravedad, el punto fijo de visión, el punto en general de certeza, no se puede encontrar en el espacio. Por

* El autor explica así su neologismo, en francés «adèle»: la palabra griega

délos quiere decir claro, luminoso, transparente, evidente. Su opuesto adélos significa sombrío, oscuro, difícil de ver y de conocer. La isla de Delos está casi siempre envuelta en brumas y vientos violentos que la hacen de difícil acceso. Los antiguos griegos decían que, de hecho, se llamaba Adelos y que se la había consagrado al culto de Apolo, dios de la luz y de la claridad, para conjurar todas esas brumas. El adjetivo «adèle» intenta designar un conocimiento no evidente, no tanto luminoso como sombrío, en un sentido óptico. No se ven las mismas cosas con tiempo nublado o con cielo despejado. (N. de la T.)

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este descentramiento, el fundamento cede y huye. Esta proposición es global, por la prolongación analítica de los infinitos. Consecuencia: el espacio es variado, vuelta a lo local. Todo ocurre como si el inventor del cálculo infinitesimal captara oscuramente sus condiciones, por un lado la prolongación, por el otro el sutil y topológico análisis de las variedades.

De ahí, una teoría de los bordes y del moto. Graciosa verdad bordeada por un río. Los Pirineos limitan, más aquí, más allá, una variación brusca del pro al contra, de la verdad al error. El espacio es coloreado, abigarrado, aquí mismo bifurca del blanco al negro. Es el coloreado de los mapas. Meridiano, elevación de los polos. A la izquierda del borde, la moral es tal, a la derecha es otra, a la izquierda la palabra es tal, a la derecha también es otra. El espacio es, condición del sentido y de los valores, topología bajo semiótica, el espacio local recortado en región. Respecto al espacio global, nada se puede decir de él, no tiene ni sentido ni valor de verdad, es silencioso. El eterno silencio de esos espacios infinitos me aterra. Si usted habla, fuera del silencio, en el sentido y en los valores, se necesita una topología local. Entonces la pregunta se transforma: ¿cómo volver a pegar estos pedazos? Se puede leer ese recorte como un programa de ciencias humanas, se ha leído en él la relatividad de las costumbres, de las instituciones y de las leyes. Y esta variación y este descentramiemo fundamentan lo que podría llamarse una antropología. Pero también anuncia una estética del espacio, una nueva geometría, un sutil análisis de las variedades locales, no inmersas en un espacio global, de donde ha desaparecido el referencial. Ahora bien, hay discontinuidad, por la barra de la montaña, entre dos variedades, por ejemplo, el error y la verdad. Esta discontinuidad nos impide el descubrimiento de un invariante por variaciones. Lo esencial, el invariante, es justamente la variedad. Estamos pegados a ella, encadenados, no la abandonamos por lo global de inmersión. Estamos embarcados sin poder dejar esta barca. Si usted imparte moral, sólo se encuentra en una variedad moral, incluso si usted pronuncia un discurso elocuente o si usted hace filosofía. El reencolado de esos pedazos plantea problemas. Y desde hace poco el problema del reencolado se ha vuelto nuestro: en matemáticas y en ciencias humanas. El discurso mítico y religioso es un reencolado topológico.

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Pascal se libra del problema al inventar una forma distinta

de invariante. La verdad moral se burla de la moral, la verdadera elocuencia se burla de la elocuencia, hacer verdaderamente filosofía es no filosofar: tres ecuaciones en las que lo verdadero permanece invariante y en las que los demás elementos se eliminan casi por sustracción. Es porque existe un punto de reencolado.

La operación de fragmentación y reencolado es el signo de la imaginación cartesiana para Pascal, es nuestra situación en el mundo y en el discurso. Ahora bien, en su caso, la imaginación, maestra de error y falsedad, sigue siendo tanto más falaz cuanto que no siempre lo es. Lo falso es una sucesión de ceros, lo verdadero una sucesión de unos, el resto es una mezcla, bastante aleatoria, de ceros y de unos. Esto es el azar y lo que, en Bergson, salía a buscar fortuna en el mundo. La temeridad del azar que sembró las leyes humanas. Lo cual no quiere decir, ni mucho menos, las únicas leyes que los hombres hayan promulgado, sino simple y llanamente las leyes de las ciencias.

Bergson solía decir de Descartes que consideraba como general, en el mundo y en el conocimiento, los sucesos muy particulares que ocurren en geometría o en mecánica, que, de hecho, había inferido una filosofía de una región singular y local de la enciclopedia.

Lo mismo diría yo del propio Bergson. Su crítica de la ciencia es la de un saber histórico y datado, su promoción de una metafísica encuentra, una vez más, sus valores en regiones particulares, aunque históricamente cruciales, del saber enciclopédico. Se las puede señalar y lo he hecho en otra parte: energética, tronco común de una biología y una sociología. Nuestras teorías contemporáneas casi siempre repiten los resultados que a partir de ahí obtuvo Bergson.

El objeto de la filosofía, de la ciencia clásica, es el cristal, y en general, el sólido estable, de bordes distintos. El sistema es cerrado, está en equilibrio. El segundo objeto-modelo es de bordes fluentes, es la gavilla o el banco de nubes. Y el sistema es oscilante. Oscila entre bordes amplios, también tiene bordes.

He aquí ahora un tercer objeto. Busco un objeto, busco un modelo. Existe un abordaje, una escala, un tiempo respecto al cual un objeto cualquiera del mundo no aparece entre los bordes que acabo de señalar, uniformes u oscilantes.

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Supongamos que una cámara haya podido filmar durante millones de años la costa oeste de Bretaña, con sus riscales y sus islas, y que podamos proyectar esta película en pocos minutos. Veríamos una llama. Veríamos el borde del sol. Las protuberancias de su corona tienen la forma de una costa en el mar. El Iroise tiene el perfil de un fuego que arde, helado por el océano o bien por la lentitud del tiempo que es el nuestro.

Ya no es el espejo, ni el espejeo, es la luz en su fuente y en su producción nuclear.

Los bordes de la llama varían con tal velocidad para nosotros que no se puede decidir si está, ahí, presente. De repente se ausenta, se desplaza a otra parte o se representa aquí mismo, y ya no es la misma llama. Lenguas, cortina o cabellera. La misma sin embargo —supongo— pero sin relación alguna con lo que era en el instante inmediatamente anterior. Que sea inestable es decir demasiado poco, es más que inestable o menos. Se desgarra súbitamente, es la misma dentro y por el desgarramiento. Topología paradójica. Continua y discontinua. Fluctúa, pero no como una gavilla, un flujo, ni como el embate del oleaje que oscila en el borde de la playa, en la múltiple conjugación de los vientos y corrientes de la marea. Su borde —¿pero no es la llama un borde en sí misma?— no es flotante como lo movido vago del matiz, parece fluctuar al azar. Danza imprevisiblemente como transportado por una música estocástica. El temblor del borde bergsoniano es continuo, se lo puede escribir siguiendo la malla elemental de la horqueta dicotómica, haciéndola vibrar con doble frenesí. Las franjas del matiz oscilan, en suma, en una zona más o menos limitada. Lo movido, lo difuso, tiemblan en un margen, el espacio de transición, que es, podría decirse, el borde de los bordes. El objeto del sistema clásico dispone de un límite lineal, el objeto fluido a la manera bergsoniana tiene un margen de maniobra, y su borde tiene juego. Sin embargo, aun amplio, no es más que un intervalo, una proximidad. Lo movido oscilante es casi estático. La llama, ella, fluctúa sin frontera y como al azar, alta, nula, gigante, sin franja ni margen. Siempre desviada de su propio equilibrio. Lanza brazos que van a buscar fortuna en el mundo, produce islas independientes de ella y que, pronto, se desvanecen, parece cambiar de estado por la temeridad del azar que sembró las leyes. Algunos de estos brazos quedan de repente sin sucesores, otros continúan lejos su frenesí, ese borde no tiene juego, es un juego del cual no se está seguro de saber algún día las reglas.

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Hiele usted de golpe la forma estocástica de la llama, como en un mapa de geografía. ¿Cuáles son los objetos del mundo que ahí aparecen, modulo el tiempo o el enfoque? ¿Orden o desorden, quién puede decidirlo? Orden desordenado inmerso en un desorden asaz cercano.

Los objetos son llamas heladas por tiempos diferentes. Mi cuerpo es una llama un tanto más lenta que esta cortina chamuscada que consume los leños. Otras cosas son aún más lentas, piedras, otras más fulminantes, soles. Mil tiempos hacen batir sus bordes.

El ciclón que se desplaza hacia el anticiclón precede, en el texto, el movimiento de los astros, salidas, puestas, fases, anillos. ¿Acaso sus ciclos regulares no son más que círculos límites de movimientos en torbellino? Eso demostró precisamente Poincaré6. La regla que establece el orden de nuestro mundo es sólo una singularidad con fondo de fluctuaciones. Equilibrio en medio de las desviaciones.

Desde el mundo hasta Viena, la nube condicional no cesa. La multitud fluye en cordones nebulosos, como la depresión, flota, y su viscosidad varía, según las corrientes y los nudos, espesa o desleída, pero, a veces, el fluir adquiere ritmo. De donde se reencuentra, por análogas turbulencias, el vínculo por un momento olvidado entre el ρετν y el ρυθµος . El pulso normal que sigue la circulación de la multitud es una singularidad sobre fondo de hesitaciones. Equilibrio por medio de las desviaciones.

Ruido. Por complejo que sea el sonido que produce una cuerda vibrante, ésta vibra por vientres y nodos de manera ordenada, mientras que el alambre de púas del ruido vibra al azar, confuso y caprichoso en lo local más pequeño. Es un hilo fractal, diría Mandelbrot. Alboroto innumerable que sobrepasa toda medida, enredado. De golpe, cortante, una punta sobrepasa al azar la fluctuación. Clara señal, estallido, nota. Singularidad sobre un fondo de salto de agua, o sentido que se desprende del sinsentido. El sinsentido es ese azar, ese ruido molecular. Y la señal es ese nuevo azar que sobrepasa, brutalmente el alambrado de lo falto de sentido. El lenguaje se adosa al alboroto, antes está inmerso en el rumor. ¿Cómo nace? De una fluctuación. Es fluctuación sobre fondo de fluctuaciones.

6 Véase Minorsky, Non-linear Oscillations (capítulo 3, «Limits Cyeles of Poincaré»); Van Nostrand, 1962.

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Nubes, remolinos, flujos, ruidos, todas masas primeras sin atributos. o sin propiedades definidas.

Supongamos pues un líquido en ebullición. Parte de la ciudad es el recipiente: casas, leyes, tradiciones de la historia. Hay tiempo, helado, cristalizado, en la parte sólida o, como se dice, duradera, de la ciudad. Ahora, el resto es líquido que hierve. Aquí están el fuego y el fluido. A la Sazón, no había otra manera de producir potencia, energía, fuerza. El Imperio austrohúngaro es una potencia, la capital es máquina de fuego, hecha para desarrollar, para producir potencia. Balzac modelizaba ya París con una caldera. Ambos textos calientan la energía de su fuerza y de su movimiento, producen la potencia de sus propias señales. Es la alquimia del verbo en los tiempos de la industria, de la termodinámica. En Balzac, la capital es una máquina de vapor, descrita en su funcionamiento global, como vista desde afuera, en su tecnología. Era la época de Carnot ¿Cómo poner en marcha la máquina, cómo mejorar sus prestaciones, cómo comprender los ciclos que sigue? En Musil, Viena-caldera está descrita localmente, ya no en su construcción ni en su dinámica general, sino en los complicados acontecimientos, turbulentos y numerosos, que suceden en el seno de sus flancos, en el interior del recipiente. Es la época de Boltzmann y de Gibbs. ¿Qué ocurre pues en el líquido? Respuesta en el texto: choques, deslizamientos, irregularidades, cambio, disonancias, desorden; pulsaciones, ritmo, orden. Una mezcla de orden y desorden: eterno desequilibrio de los ritmos. El resultado es bien exacto. Balzac, al igual que Carnot, está fuera de la caldera y por lo tanto su máquina es, de nuevo, determinista. Musil, igual que Boltzmann, y siguiendo a Turner, entra en la caldera: su máquina es aleatoria. Aquí o allí se forman orden y ritmo, y de ese pulso normal algo se sigue. Un líquido en ebullición tiene ritmos y períodos, como remolinos casi ordenados, los elementos de la caldera danzan al azar.

Resulta pues más difícil hacer un balance, como en el caso del hotel de Guénic, en Guérande, en Francia. Balzac instala, como condiciones iniciales de Béatrix, una serie de referenciales que se encajan. ¿Dónde está pues el barón? Aquí mismo. El señalamiento es exacto, sin error. ¿Quién es el barón? Éste mismo, por tal o tal atributo. Balzac, como el Dios de Laplace, dispone de la totalidad de la información. Él la da, el lector la recibe, hasta el más sutil detalle. Lo demás se seguirá en consecuencia, y creo que hasta por redundancia. El dios de Laplace es sabio solamente en lo inicial, solamente en

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la visión y la previsión. Cuando el mundo se desenvuelve y se deduce de condiciones, de alguna manera él las repite. Ese mundo es tonto, tonto sin imprevisto, y tonto por redundancia, ese mundo está muerto por repetición. Tonto como un planeta, tonto como un método y tonto como un muerto. Sí, el dios de Laplace es tonto como un autómata, tonto, sí, como un ordenador.

Entre usted en la caldera donde el orden y el desorden mezclan los ritmos e irregularidades, los equilibrios y desviaciones, es de temer que el punto se pierda. ¿En la nube o en el remolino, dónde estoy pues? Respuesta: se sobrevalora demasiado la cuestión del lugar donde uno se encuentra. ¿De dónde habla usted, Robert Musil? Desde el interior de la caldera, en la que nunca conozco conjuntamente mi posición y mi velocidad. Dicho de otro modo, desde Viena, ese líquido en ebullición. ¿Desde dónde habla usted, Sr. Heisenberg? Respuesta, como entonces se decía, indeterminada.

Aplicación inmediata. Dos elementos en el fluido caliente, o sea dos personas en una arteria animada de la ciudad. ¿Dónde están? Aquí mismo. ¿Están ahí realmente? Es imposible. Hermeline Tuzzi, en agosto, está en Bad-Aussee en compañía de su marido, Arnheim está de negocios en Constantinopla. Las informaciones son contradictorias y la respuesta no es determinable. ¿Quién es pues? He aquí el movimiento. Un observador, en la calle, estaba delante de la pareja, avanzaba hacia ella y la pareja iba a su encuentro; los tres se cruzan y, cincuenta metros después de entreverse, el tercer hombre ya no recuerda el lugar donde ha podido ver aquellas caras. El movimiento hace perder los lugares y si se encuentran en Turquía o en los baños, no pueden caminar ahí. Balzac ha perdido las huellas del barón, el sistema de representación se ha desvanecido.

Ahora, desde el observador. Desde su posición y desde su memoria. Vista del exterior, Viena, la capital, pero qué importa su nombre, parece un líquido en ebullición. Entremos pues en la caldera: inmersos en el interior de recipiente, Arnheim y la señora Tuzzí no tienen en grado alguno esta sensación. Conservan localmente una referencia, una pertenencia. Localmente, en la más cercana proximidad del cuerpo. Basta con observar, de cerca, su ropa interior, para saber que pertenecen a una clase privilegiada. Ellos mismos, observadores de sí mismos, saben, en las más finas interioridades de su conciencia, quiénes son y dónde están. Sería preciso pues; para obtener la información total, que

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existiera un observador por elemento. El observador lejano tiene poca información, ésta crece con el acercamiento, hasta la ropa interior señalada con las iniciales y el escudo sólo llega a su máximo cuando el lugar observante se confunde con el lugar observado. Ahora bien, en un líquido en ebullición hay miles de millones de elementos. La exigencia, entonces, sobrepasa en mucho las condiciones de la experiencia. En cualquier posición que esté el observador, la información no es más que parcial, y, por lo tanto, generalmente, bastante escasa. La pérdida de la distinción está en el sujeto como en el objeto. No solamente en el mundo existen nubes o flujos que danzan bajo el efecto del fuego, sino también en aquel que habla de las nubes y que ve el fuego. La mezcla al azar de orden y desorden, de información y falta de información atraviesa la antigua separación del cognoscente y de lo conocido, vale para ambos territorios que ya no interesa distinguir. El viejo problema de las condiciones y los límites del conocimiento no debe ya tratarse en lo objetivo puro y simple, ingenuo, o en lo trascendental del sujeto, sino en los bordes fluctuantes del orden y del desorden, donde siempre está puesto entre paréntesis el borde común al sujeto, al objeto. Lo nuevo arropa a lo viejo.

(Por otra parte, hay una multiplicidad de observadores con informaciones parciales, Juntos constituyen una red fluctuante, trabajan en memorizar o presentificar sus observaciones. Esta red es informacional en sí misma. También es energética por los trabajos de transformación de los objetos. Si aún existe una cuestión trascendental, es la de la intersubjetividad.)

Esos dos observadores de sí mismos saben quiénes son y dónde están. Excepto que no saben que están inmersos en la caldera. Su conocimiento no es más que local y ultrafino. No pueden observar el azar y el orden globales. ¿Qué es pues lo que pueden ver y saber en la proximidad de sus posiciones? Una aglomeración, formada por algún choque. Un momento antes (el intervalo de tiempo es breve) algo se había desviado, en movimiento oblicuo. Esto es el azar local. Y con mayor precisión, el clinamen. Y más exactamente, el desvío respecto al equilibrio. La inclinación, el relámpago que barra la nube, o la señal que zanja, clara, sobre el alboroto alambrado. Se forma enseguida un pequeño círculo, un pequeño agujero, en torno al cual se amontona la gente, como las abejas. Turbulencia local en la caldera, generada por un choque de elementos, desviados por inclinación. Pequeña depresión infinitesimal en el cordón nebuloso de los peatones y el muerto está en el centro. Orden

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en el desorden o desorden en el orden, y el muerto en medio de la gente, como el ojo del ciclón.

Nubes globales, depresión en movimiento, desorden y ordenación de grandes dimensiones. Nebulosos cordones locales, irregularidades, pulso normal, ritmo, ordenación y desorden pequeños.

¿Cómo señalar el borde del orden y del desorden? En una singularidad estable, en medio de ese círculo, en medio de ese agujero. El cadáver tendido en el centro de las espaldas encorvadas. Angustia. Malestar, irresolución, parálisis, el accidente es azar, pero un azar producido por la multitud o por el gran número, sus choques, sus entrechoques, su desorden, su anonimato. ¿Quién soy, dónde estoy, quiénes son, dónde están?, ignorancia primaria. Y de repente el desgarramiento, una muerte individual entre el colectivo inmerso en el alboroto, el fuego y el bullicio. ¿Accidente o crimen, quién lo sabrá? ¿Accidente de circulación o crimen colectivo? ¿Es verdaderamente determinable? Nada podemos saber, salvo lo que acaba de suceder. El desorden era tal que su saber era nulo. ¿Qué ocurre por saber? Esto: la muerte.

Y bruscamente, todo cambia: del malestar al bienestar, de la angustia al alivio. El capítulo concluye repitiendo perdidamente palabras de orden: técnica; instituciones sociales admirables; hombres de uniforme; interior de una ambulancia limpio y bien ordenado; impresión, justificada, de que acaba de producirse un acontecimiento legal y reglamentario. De pronto todo se precipita del desorden al orden, de la irregularidad a la ley, de lo indeterminado al reglamento y de la nube a las estadísticas. Éstas muestran la regularidad anual de tales accidentes. Por fin reinan el orden y la ley Diótima se tranquiliza, así como la gente agolpada. ¿Acaso es aliviada por el discurso técnico de Arnheim sobre los camiones y el tren de frenado, que ella no entiende y que reintegra el horrible accidente al centro de un orden cualquiera? No es seguro, ese discurso ya está ordenado. El texto dice algo muy distinto. No cesa de presentar lo nebuloso, lo indeterminado, el choque; cesa en la cadena de las palabras del orden. Y, en medio, el muerto. Aquella muerte es el punto en el que el desorden se vuelve orden, en el borde donde uno se convierte en el otro.

La ley acaba de aparecer allí, donde el azar era el amo. La señal sobre el ruido, la turbulencia en el fluir, el clinamen sobre el caos, el relámpago sobre la nube, bifurcación y catástrofe. Se diría el fiat en medio de la nada.

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Eso puede decirse con dos discursos. Pero no estoy seguro de que no sean los mismos. Primero, con el de la ciencia que llaman exacta: he citado a Wiener y Boltzmann, Heisenberg, la teoría de la información, Lucrecio y los desvíos respecto al equilibrio, todo un corpus que proporciona un fiel modelo del texto, y que puede terminar, si se quiere, en el problema reciente de la fluctuación y del orden. Luego, con el de la ciencia que llaman humana. La que se construye en la obra de René Girard sobre esas cosas ocultas desde la fundación del mundo. Aquí, una vez más, el desorden está primero, se borran las diferencias, la crisis explota en una nube de indeterminaciones. El orden se forma a partir del desorden, sobre la cabeza del primero que llega, la víctima emisaria. Aleatorio global, aleatorio local, paso a lo no aleatorio. Origen del sonido a partir del ruido, por ejemplo, de la amplia pulsación rítmica sobre el fondo de las irregularidades. Ahora bien, la probabilidad de que aparezca el primero que llega es una certidumbre, ya que se trata de una tautología7. La probabilidad de que sea tal o cual la hija de Jefté, la de Agamenón, es muy cercana a cero. El primero que llega tiene, sobre este punto, un valor doble, es el azar casi puro, es la certidumbre. En este núcleo bivalente, todo se vuelca y la regla aparece sobre un fondo no legal. Entre estos dos discursos los esquemas son comunes, concurren aquí, en ese círculo, en ese hueco, al pie de ese cadáver.

Del desorden a un orden, he aquí el punto crítico, dice múltiplemente el primer discurso. Del desorden a un orden, he aquí el crimen, dice múltiplemente el segundo. Y es la misma palabra, prevista en ese lugar, en el borde del desequilibrio y del ritmo, del ruido y de la señal, de la indeterminación y de lo determinado, etc., prevista en ese lugar por la lengua llamada corriente. Ese punto de decisión y de bifurcación, ese umbral crítico donde las cosas cambian de estado puede ser denominado crimen sin mayor inconveniente.

La crítica es efectivamente una ciencia de los bordes. Es ciencia de la muerte. El accidentado, muerto o aún no muerto, es Moosbrugger. Y es el propio Ulrich, asaltado en una calle sombría, salvado por poco de esa riña.

7 Pierre Pachet, Le premier venu, Denoël, 1976.

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¿Se reconoce ahí el paso del Noroeste? Robert Musil, al igual que Ulrich, abandona las ciencias, deja sus problemas a su tecnicidad, se dedica, como suele decirse, a la literatura. ¿El darles la espalda no sería resolverlos? Intuye de pronto, aquí, una síntesis que se levanta hoy, en la cual, ya en Lucrecio, había intentado formarse. Su nube a la Boltzmann, su alboroto alambrado a la Shannon, su meteorología comparada con el sistema del mundo a la Wiener, sus inecuaciones de posición a la Heisenberg, su caldera a la Gibbs, su cibernética social, su desviación a la Prigogine, todo ese saber exacto e inexacto de las cosas mismas, valorado en su relación con un observador y con la cantidad de información de la que dispone, todo aquel saber a la Brillouin, se abre bruscamente, por el pequeño estrecho del accidente en una calle de Viena, que mata al primero que llega, muerte certera habida cuenta del número, muerte incierta para quien ha de padecerla, por lo tanto muerte colectiva en el sentido preciso del término, por el estrecho de la angustia perdida; de ese malestar convertido en bienestar, se abre bruscamente, por un orden cualquiera construido sobre el saber de las ciencias humanas, nuevamente fundadas sobre un tal esquema. Será el paso del Noroeste, aquel que ya no se esperaba descubrir entre dos tipos de saber, o bien sigue tratándose de los hombres y del mundo, pero separados por una barra, como si hubiera dos mundos, el de los despiertos, el de los dormidos, como si hubiera dos humanidades, la que se preocupa por transformar las cosas y la que se deleita con sus propias relaciones. Este paso del Noroeste lo habían encontrado los salvajes, con esto quiero decir que, en la vida cotidiana, los trabajadores lo pasan todos los días. ¿Cuántos pescadores vascos, en la caza de la ballena, cuántos noruegos, griegos, fenicios, bretones desconocidos habían descubierto América y el agujero hacia el Pacífico antes que el sabio erudito Cristóbal Colón, representante de los Reyes? No lo escribieron, ésa es simplemente la cuestión. Después de todo, la cosa no es un milagro, estamos en un mundo del cual somos tal vez singularidades.

¿Cree usted que estará muerto? preguntó la compañera. Espero que aún esté vivo, respondió el señor. Cuando se lo llevaron en el coche; así lo parecía.

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Aquellas cosas se esconden en cuanto aparece un orden, la ciencia no culpable y esas instituciones, admirables. No piense más en eso. Ponga usted los cimientos ten otra parte. No hay cadáver en nuestros armarios. Donde Tales funda. La geometría, no hay muertos, las Pirámides no son tumbas. No hay naufragio en los números, la historia de Hipaso de Metaponte es un mito. Así pues olvídese de eso. De ahí, nada se sigue. O, por el contrario, todo. En fin, todo lo que tiene un orden.

¿Acaso implica la historia humana un olvido siempre residual de sus condiciones iniciales? La historia humana, pues, se sumerge en el flujo de las cosas mismas, y el paso está bien abierto.

Un cadáver local anónimo, al principio. Ocultado con celeridad, llevado con celeridad por la ambulancia, disimulado con celeridad en el desbarajuste de las estadísticas y en el cálculo de la norma. Ifigenia forzada al secreto, la culpa es de la religión, antes que de la física atomista, la cual, sin embargo, se acaba con la peste. Innumerable, innominable osario de la guerra mundial, al término de este relato interminable, perdido y esparcido en sus propios pedazos, papeles dispersos, cuerpo estallado, desorden, nube de señales, nueva depresión que atraviesa Europa. Ulrich, de nuevo, ya no sabrá si es o no Ágata, Ágata no sabe si, sí o no, ella es Ulrich. A los pies del padre muerto se falsificó el testamento. Nuevo olvido de las condiciones iniciales. Vuelve la indeterminación, los militares son pacifistas y a la inversa; la Acción paralela declina. Deseo gemelo de los dos gemelos, odio de las nacionalidades en el Imperio doble, húngaro y austriaco. Los dos discursos no cesan, mismos y parecidos, las dos ciencias son sólo una.

El mismo resultado aquí que la antigua física dejaba ver, reconducido al saber moderno: la ciencia exacta entre el sacrificio y la peste de violencia. Musil, en el mismo punto y en el mismo paso que Lucrecio, hace dos mil años.

El mar es violento, en el paso del Noroeste. Los dos saberes, rumbo uno hacia el otro, reconocen su borde común. Es el estrecho, el umbral crítico de la muerte.

Nuestro problema es la complejidad. Ésta caracteriza un

estado, un sistema, cuyo número de elementos y cuyo número de enlaces en interacción es inmensamente grande o inaccesible. Nuestros objetos suelen ser sistemas de esta índole, casi siempre variables según un tiempo o el tiempo,

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casi siempre medio de inmersión de aquel o aquellos que hablan de él. Así vale para cualquier cosa del mundo, así para la enciclopedia y el lenguaje, así para nuestros grupos y sociedades, así para la economía, así para esa multiplicidad témporoespacial en transformación, la cual es, sin duda, la más fuertemente compleja, y que llamamos la historia.

En la época en que el saber es todavía bastante sencillo y en que, sobre todo, se propone el trabajo de simplificación, Leibniz encuentra ya el problema de la complejidad. En medio de la era clásica, se convierte en su primer filósofo y su primer lingüista. Construye un sistema basado en mónadas y multiplicidades, en implicaciones y explicaciones, mediante un arte combinatorio que denomina arte de las complexiones, y mediante una multiplicidad de unidades sin puertas ni ventanas, ellas mismas complejas. Realiza así la variación regulada más amplia y más completa posible de lo uno a lo diverso, del principio de identidad al de los indiscernibles. Su filosofía de lo múltiple esboza las escenografías y proyecta la inaccesible iconografía de los caminos practicables entre lo único inimitable y la infinita variedad de la diferencia.

Así es como junto a Leibniz, reflexionando sobre sus invenciones tanto o más que sobre su metalenguaje, se aprende a construir el modelo en red. Una red es justamente la grafía de un sistema complejo. Traza el conjunto de los enlaces o interacciones entre los elementos de un sistema, es su simplex. Como consecuencia, la armonía preestablecida resulta demostrable, pues no es más que el cálculo, por máxima y mínima, del número de enlaces de un haz centrado comparado con el de los enlaces de una red corriente. Curiosamente, había omitido señalarlo, el haz divino cuenta con tantos enlaces como lados tiene la red, o sea bordes. El punto de vista de Dios se basta con los bordes. Y estamos inmersos en el enrevesado tejido de la red. La metafísica cierra el conocimiento. Integra la enciclopedia en el riguroso sentido en que cumple su perímetro.

Una vez puesto entre paréntesis el punto fijo exterior, por los motivos ya mencionados, subsiste el hecho de que el saber clásico nunca cesará de confirmar la excelente conformidad del modelo en red. Desde el problema de los n cuerpos, a continuación de Newton, hasta la constitución química de los elementos simples y de los cuerpos compuestos, grandes o pequeños sistemas, se trata siempre de elementos y enlaces. A partir de ahí, y de manera regular, los planteamientos atañen al

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análisis y a la determinación del centro local de la estrella, y a la existencia y evaluación de los caminos que conectan esos lugares. Atañen, globalmente, al equi1ibrio resultante del sistema así constituido. El modelo es formal, y esto significa que los puntos son en él objetos cualesquiera, estatua de dios, mesa o cubeta, con esto quiero decir número, letra, átomo o planeta, célula, función o sujeto, y que también los enlaces son cualesquiera, desde el movimiento hasta el trazado de una línea, desde la fuerza de interacción hasta el canal por donde se comunican los polos. El orden clásico está edificado sobre este grafo a la vez muy simple y complejo, que llegó hasta nosotros, a través del siglo XIX. En la modernidad se ha reproducido recientemente al menos dos veces: por la teoría de las comunicaciones, y la otra, general, de los sistemas; sobre todo, por el estructuralismo. Estos dos nuevos esfuerzos eran embrionarios en Leibniz. Por un canal dado pasa una información, de la que resulta una nueva aprehensión de las relaciones entre los hombres, pero también de las relaciones entre polos distintos de una red informacional, por ejemplo, el organismo vivo. Y, por otra parte, el isomodismo de estructura, mejor aún, los morfismos en general constituyen, por cierto, la relación más poderosa que la historia de las ciencias haya concebido jamás: lugares otrora aislados, geometría y mecánica, o religión romana y ritos védicos, se encontraron vinculados por un puente de una nueva solidez. El camino cartesiano se ha vuelto pista. de despegue. Bourbaki, Shannon, Dumézil, repiten el mismo gesto formal y leibniziano, en un paradigma nuevo y clásico. La red reaparece, sea cual sea el elemento, el polo o el subconjunto, sea cual sea el canal, el camino, el vínculo. De nuevo se pensaba en la enciclopedia como un trabajo posible y, quizá, no sin esperanza.

Pero el trabajo, ya muy avanzado, de análisis de elementos y reconocimiento de relaciones, imponía, al menos desde el final del siglo XIX, una cierta idea de multiplicidad en desorden. Las grandes poblaciones se anuncian tanto en Darwin, Boltzmann o Zola. El observador entra por fin en la caldera, en la que sólo encuentra informaciones parciales. El objeto sistema, el modelo en red, se funden en sentido literal bajo la energía de la revolución industrial, bajo el calor y el saber que la trabaja y la piensa, se ahogan bajo el diluvio del gran número. Paradójicamente, la tecnología que nos asegura y nos promete un nuevo y completo dominio del mundo es contemporánea de un saber que apenas dominamos y sólo

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controlamos a medias. La complejidad que era nuestro objeto se vuelve nuestro problema. Frente al orden clásico llegado hasta nosotros y llevado a una potencia jamás conocida en el campo de los métodos estamos obligados a reconocer la realidad del desorden. El modelo que, entonces, debía servirnos como base, había de hacer crecer el número de -sus elementos hasta perderse toda cuenta posible y útil, cuestiona la existencia misma y la naturaleza de sus relaciones. La red, en cortocircuito, fundida, se fluidificaba. Pasado Boltzmann, Bergson retoma el lugar que, por aquel tiempo y en avance sobre su tiempo, había perdido como epistemólogo. El fluido, a veces lo he nombrado nube, para decir el caos, el desorden y el ruido de fondo, cuya complejidad rebasa en mucho la competencia de las redes instaladas. Esta nube tiene bordes distintos de los del sistema clásico, distintos y lisos. Fluctúan según el tiempo, como los de un enjambre de abejas que vuela, como los de una población grande en la historia en general o en su propia historia. El desorden inunda el mundo y la visión del mundo, como observadores y como trabajadores, estamos inmersos en él. Figura de esta revolución los meteoros, olvidados, vuelven, el orden del mundo no es más que medio entre la profusión del universo y la de las nubes, el orden de la tierra es medio entre la profusión de las turbulencias y la de los remolinos en la caja negra de las cosas.

Hoy debemos proponer un modelo nuevo para nuestros nuevos problemas. Hay orden en el desorden, hay desorden en el orden. Nuestras redes están inmersas localmente en las nubes, nuestras estructuras en las distribuciones, como archipiélagos en el mar. Pero también hay nubes en las redes, y mar entre las islas. Este modelo es sin embargo demasiado escenográfico, parece aún inmerso en un espacio global del que nada sabemos, es también casi estático. Una vez más debemos meditar sobre el tiempo. De hecho, en los bordes comunes del sistema ordenado, casi estable, y el desorden que lo rodea y lo penetra, y del que quizá jamás sabremos si se debe a las cosas o a nuestra ignorancia, en los bordes comunes del ruido de fondo y de la señal, de lo confuso falto de sentido y del lenguaje, en los bordes comunes de lo indiferenciable y de lo diferenciado, de la diseminación y de la siembra, en la costa entre tierra y agua, ocurren procesos anabólicos o catabólicos, o metabólicos, procesos que son nuestros primeros problemas. El orden cae en el desorden, y a veces nace de él. El océano desgarra la orilla, modela las playas. Suave escultura del cabo Cod. El caos acuario crea ritmos,

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temporales que se esparcen. El orden se hace, desaparece, recomienza, se desvanece, allí, aquí, antaño, mañana, otrora, como el borde de Bretaña en millones de años, o como la llama en algunos segundos. La fluctuación no es una flotación.

Creer como Bergson que el límite es oscilante; que la bifurcación dicotómica vibra por doble frenesí, es construir una vez más un modelo espacial donde el tiempo es casi periódico entre topes extremos asignables. Esta estática es algo más compleja, pero, después de todo, no es más que una estática. Tomemos otro ejemplo: en su Historia natural y teoría general del cielo, Kant esboza un modelo cosmogónico. Arroja orden en el desorden y a la inversa, anillos de sistemas en coronas de distribución nebularia, y así sucesivamente. Parece pues haber intuido el nuevo modelo, red en una nube, nube en una red. El desorden allí genera el orden, y el orden, el desorden, en los bordes exteriores, interiores, de las coronas. Pero, en total, el modelo sigue siendo oscilante, permanece oscilante como el sistema cosmológico de Laplace, para quien un mundo de desigualdades irregulares acaba, finalmente, por traducirse en equilibrio periódico. Cuando el propio Laplace proporciona, como Immanuel Kant, un modelo cosmogónico, y genera el sistema a partir de una nebulosa, sea la red a partir de la nube, Auguste Comte lo retoma y lo lleva a oscilar. ¿Por qué? Porque el borde común del orden y del desorden está estrictamente sometido a las mismas leyes que las que reinan, justamente, en el propio orden. En verdad, el desorden no está pensado más que como un cuasi-orden o como un pre-orden. La nebulosa en rotación es ya, para Laplace, un sistema solar cercano al estado de fluidez o de calor, las leyes de Newton y otras trabajan, para Kant, en la distribución primera. Ahora bien, si se aplican sin cautela las leyes de sistema en los bordes del sistema y del no-sistema, se llega fatalmente al Eterno Retorno. Es toda la aventura del siglo XIX, comienza con Kant, no termina con Nietzscne. Los sistemas, y no sólo los sistemas del mundo, que no escogí más que como grandes imágenes o modelos, reencuentran la estabilidad clásica, modulo una oscilación. Rayano al tiempo, rayano a una historia, el equilibrio, el cierre, físico o metafísico, aún están ahí. Atrapados en un tiempo que no se pensó realmente en su vinculación con el desorden como tal, con el desorden asumido como tal. Ahora bien, no tenemos leyes y no conocemos funcionamiento más que en, por y para lo local del orden, y no tendría sentido alguno el aplicarlas, incambiadas, en los bordes comunes del orden y del desorden.

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Así el cierre y el Eterno Retorno no son más que artefactos filosóficos Así nos debemos a un nuevo esfuerzo teórico. Las teorías de las que creemos disponer hoy en día han caído en desuso y resultan obsoletas. Por ellas, el siglo XIX nunca termina de morir.

Se suele decir a menudo que en las mismas circunstancias, las mismas causas producen los mismos efectos. Pero ¿qué son ese «en» y esas dichas circunstancias, dónde están inmersas aquellas viejas cadenas de orden? Atañen ante todo al espacio y al tiempo.

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Espaciosytiempos

Lo que sabemos del espacio, se lo debemos a las ciencias puras. Se lo debemos también a los mitos. Lo que sabemos del espacio, se lo debemos quizás al lenguaje, del más puro y más refinado al más denso y más compacto.

Lo que sabemos del tiempo, se lo debemos al cuerpo y a las cosas mismas; al nacimiento y a la muerte, a la siembra y las cosechas, al trabajo, al envejecimiento, a la fatiga y al desgaste, al consumo y a las basuras, a los astros que pasan por encima de nosotros. Lo que sabemos del tiempo, se lo debemos a nuestras prácticas y nuestras ciencias aplicadas.

La historia de las ciencias es invariante en este punto, cosa rara. Nuestro saber a priori jamás nos instruye sobre el tiempo. Todo el corpus matemático es independiente de él. y todo el resto del saber depende únicamente de él, desde la mecánica hasta la historia y desde la astronomía hasta las ciencias de lo viviente.

Ahora bien, la historia de la filosofía es muy variable sobre este punto, cosa muy usual. No sé qué es de la división tradicional entre el sujeto cognoscente y el objeto conocido. Pero debo constatar que el espacio y el tiempo, acoplados, ora están del lado de los objetos del mundo, ora del lado del sujeto. Si no están acoplados, el espacio puede ser del sujeto, el tiempo de los objetos o, con más frecuencia, a la inversa, el espacio del mundo, el tiempo de la conciencia.

Ahí hay una dificultad. Somos herederos de dos historias de las que una es estable y otra fluctuante. No se trata, por supuesto, de instituir un tribunal para decidir o juzgar cuál de las dos panes resulta vencedora, de las que, al menos una se disemina en subpartes.

La pregunta está dos veces mal planteada. Primero, debemos confesar que no sabemos mucho del conocimiento, de su funcionamiento, de sus divisiones, con anterioridad o

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exterioridad al saber. Podemos por lo menas debatir sobre los maravillosos palacios donde antaño y otrora estuvo inmerso. Segundo yen particular, siempre que se habla del tiempo y del espacio se lo hace constantemente en singular. Ahora bien, ¿qué sabemos, hoy, del espacio? Nada, en rigor. El espacio como tal, único y global, es, mucho me temo, un artefacto filosófico. Y, de nuevo, ¿qué sabemos del tiempo, desde entonces? Nada, en rigor. El tiempo, como tal, único y universal, es, él también, un artefacto. Cuando hablamos de esta célebre pareja, monogámica, bendecida por la filosofía, o en ocasiones divorciada, ni siquiera hacemos una síntesis entre tiempos. diversos o espacios separados, emitimos un sonido privado de sentido.

A las ciencias puras les debemos una gran multiplicidad de espacios. Hemos vivido y pensado largo tiempo bajo el imperio del espacio euclidiano. Antes de su institución, es bastante probable que ya estuvieran ahí otros espacios, pensados por una ciencia, practicados en algunas tecnologías, hablados en los discursos míticos. La revolución griega de la geometría y su coronamiento alejandrino borraron esas diferencias. Por cierto, uno es libre de no confiar plenamente en las arqueologías, en las prehistorias de este tipo, siempre sospechosas, con razón, de futuro anterior. Pero hemos perdido la libertad de creer, de tener la certeza de que el espacio en el que estamos inmersos, de manera natural, es único por esencia o euclidiano por naturaleza. Esta fe inmediata, esta seguridad sobre el mundo es una cristalización cultural, una producción de la historia, no sólo, tal vez, de la geometría. También de las teologías y vaya usted a saber si no también de las políticas.

Lo seguro ahora es la múltiple proliferación de los espacios. Pasemos rápidamente sobre aquellos que se llamaron no euclidianos, cuya importancia fue muy sobreestimada. No hay duda de que su denominación les valió aquel exceso de honor y, pronto, aquella indignidad de verse reconducidos, como simples contrarios, a ser casi-gemelos. No, dos revoluciones decisivas sucedieron en esos lugares. Primero se comprendió que el espacio euclidiano, prejuzgado puro a priori del lado de las matemáticas, y juzgado como único real del lado del mundo, no era, a fin de cuentas, otro que el de las similitudes, o sea de una métrica y de un grupo de desplazamientos. De inmediato, se concibieron espacios en los que no intervenía métrica alguna. La antigua pureza se volvía

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una aplicación, la antigua realidad se refugiaba en lo particular de una tecnología. El antiguo origen, el de la división de las tierras, pasadas las crecidas del Nilo, el de los constructores de Pirámides, fue transportado sobre la definición. Y el espacio euclidiano es efectivamente el de los geómetras, en el viejo sentido, aquellos que practican el catastro de los campos, el de los arquitectos y albañiles. El del dominio, por la métrica, de las ciudades y del campo. De esa cáscara casi empírica se desprendían espacios que, desde Leibniz, pudieron llamarse cualitativos, es decir libres de cantidades implicadas por una medida, relaciones, proporciones, particiones y desplazamientos. La vieja historia vivía únicamente de la confusión mantenida de lo puro y lo métrico. Lo cual dice mucho acerca del Real Tejedor de Platón, en el Político, y sobre su métrica superior. Fue el comienzo de la topología y de su lujoso despliegue de espacios, caóticos, densos, compactos, conexos, y así sucesivamente, y de sus finos análisis de lo continuo, proximidades, intervalos, bordes, de abiertos y cerrados, de la orientación y de transformaciones sin desgarramiento. ¿Qué sucedía, entonces, con nuestro espacio, éste en el que vivimos y trabajamos? Resultaba muy claro que el antiguo no era más que el de ciertos trabajos y que ni siquiera era ya integralmente el de la vista, y tampoco el de la representación. Desde Poncelet, desde Desargues quizá, el espacio perspectivo, luego proyectivo, se desprendía de la métrica. Veíamos, en cierto modo, fuera del espacio históricamente consagrado. Pero ya Poincaré, seguido pronto por otros, declaraba, sin que nadie pensara en oponérsele, que tal espacio topológico es justamente el del tacto. Y así sucesivamente. Los espacios cualitativos, perfectamente denominados, son a la vez a priori y sensoriales. Descubrimos entonces que vivimos en una multiplicidad de espacios de esta índole, y que trabajamos, de vez en cuando, como el tejedor o la mujer que hace punto, que ponen en marcha sus dedos sin verlos, en ellos y por ellos, y no vivimos en ese cubo euclidiano que sólo constituye mi protección, en mi habitación. Nuestro cuerpo, y el grupo, en sus redes de comunicación, se aprovechan ciegamente de esta multiplicidad que asocian en lo corriente de sus vidas y sus acciones. Esa estética no está escrita. Y sin embargo se ve y se vive, en las artes y los oficios, tanto como en lo cotidiano y en lo formal de elevada pureza. De ahí el artefacto residual del problema clásico de la representación, que no supone más que un solo espacio, hoy en día relativizado.

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La segunda revolución resultó del problema, que yo trato, de lo global y lo local. Es casi más decisiva que la anterior. Se relaciona con un procedimiento fácil de intuir, que consiste en reencolar pedazos para hacer un objeto cualquiera. Si se dispone por ejemplo de pedazos de planos, y puesto que la superficie de una esfera admite, en cada uno de sus puntos, un plano tangente, es fácil considerar esta esfera por un reencolado de esas localidades de plano. A partir de aquí, aparece la paradoja: la esfera es construible localmente por un reencolado de planos; pero, globalmente, es imposible desarrollarla sobre un plano. La estructura global y la estructura local son contradictorias entre sí. Este ejemplo, que traspongo un tanto fuera de su lengua nativa, es tan considerable que su lección aparecerá de nuevo en numerosos lugares, a veces inesperados. La definición de la mencionada esfera por reencolado de pedazos de planos no exige que esté inmersa en un espacio ambiente. Por el contrario, así lo exige su definición corriente: lugar de los puntos equidistantes de un centro. La superficie, la sobrefaz, está inmersa en un homogéneo que la rodea por todas partes. Todo pues cambia profundamente según que este «objeto» espacial dependa o no de cualquier inmersión de este tipo. Se puede así comprender la existencia de espacios localmente euclidianos que globalmente no lo son. Hermann Weyl, al comienzo de este siglo, y según intuiciones de Riemann, denominó variedad abstracta a un continuum así reencolado, independiente de la inmersión. Así el análisis fino de la cosa misma, en su constitución o en su construcción casi elemental, no siempre proporciona los mismos resultados que otro análisis, igualmente fino por otra parte, pero que toma sus referencias fuera del objeto o que, al menos, conserva su condición en ese afuera. Este espacio ambiente no deja de ser coactivo, ya no es, como se suele decir a veces, inocente respecto al objeto. A partir de aquí, toda nuestra antigua intuición del Espacio se encuentra conmocionada. De él se extrae la variedad abstracta, Esta se libera, se desprende, o se desarraiga de él —para ser exactos, se desengasta de él. Nuestra intuición bifurca, ya no sé si hay que conservar el vocablo intuición, pues el acto de ver supone ya uno o varios espacios.

El objeto como tal cambia en su estructura y su definición según que se extraiga o se sumerja, se engaste o desengaste, este cambio ya no depende del lugar del observador ni de la

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representación, dado que ésta, justamente, supone un espacio global de definición tal y cual.

Nuevo retorno a la realidad física, la práctica común de las ciencias aplicadas nos confirma, salvo excepción, que el espacio es localmente euclidiano. Esta evidencia no es más que una tautología, ya que aquí se trata de medir. Pero no hay razón alguna para que así sea con el espacio global. Este, para nuestra intuición, en el sentido cartesiano o kantiano, no es más que una dilatación, por extensiones u homotecias continuadas, de ese pedazo local. El teorema inaugural de Tales lanza, al mismo tiempo que la geometría, es decir, aquí, la métrica corriente, una aventura cultural, que hemos encontrado igualmente en Balzac. La más pequeña de las tres Pirámides se dilata por similitud en la mediana y ésta en la grande. El nomon plantado en la tierra, para medir su sombra, o mi cuerpo plantado ahí por la misma razón, se dilata por homotecia en la altura de la pequeña. Y esta operación ya no se detiene: allí se hunde todo el espacio. Pensamos, desde entonces, dentro de esta pirámide en serie, hemos quedado atrapados en ella como en la vieja caverna. Toda nuestra intuición permanecerá congelada en la visión de las alineaciones luminosas de Tales, en su sucesión de proporciones. Platón estará en lo cierto al decir, en el Timeo, que el mundo global está construido por los cinco poliedros regulares del espacio, ya que el espacio no es otro que su dilatación. La extracción, la abstracción de Riemann o de Weyl nos libera, o libera nuestra intuición; de las tumbas en que Tales la encerró, o del mundo caverna en el que fue acerrojada. Pues la similitud, o sea la representación, no es más que una operación entre otras. Y nada nos dice o nos asegura que el espacio global esté o pueda ser construido sólo por tales extensiones. De lo local a lo global, existe de hecho un camino, el camino cartesiano precisamente, por cadena de relaciones y proporciones, pero no es más que un camino entre otros posibles de los que muchos están cortados. Existen variedades que presentan fenómenos irreductibles de obstrucción a su inmersión en el espacio corriente. Ahora bien, las cosas se encuentran descongeladas o desengastadas de esa atmósfera global en la que eran mantenidas, que pensábamos dada y que no era más que construida, que poníamos a priori y que no era más que un monumento. Incluso no pueden ya entrar en ella. Todo ocurre como si hubiéramos encontrado una puerta de salida a un universal milenario. Como si todo no

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pasara más allá del umbral de esta puerta. Ese viejo universal no es más que un particular. Las cosas ya no son las mismas, brillan con una nueva presencia. El mundo entero cambia por completo, he aquí jardines sin pórticos9. El antiguo espacio era sólo una cosa desmesuradamente hinchada, la rana que revienta. He aquí variedades, en el más estricto sentido, con diferencias no globalmente reductibles. Se funda con rigor un pluralismo.

Esta liberación, ocurrida ya hace mucho, pero no oída todavía en los discursos pronunciados por la sordera filosófica, esta liberación fue y sigue siendo difícil. porque, sin duda, nada es más difícil que pensar lo riguroso bajo la categoría de lo cultural. Lo riguroso tiende a lo universal, tiende a lo a priori o a lo trascendental, ahí está su mayor tendencia. Lo cultural tiende a lo relativo, a lo temporal, a lo singular, a lo fantástico, ahí está también su mayor tendencia. Lo riguroso tiende a lo global, muy justamente, lo cultural no es más que local. De ahí la extrema dificultad de pensar como cultural una globalidad producida por una operación rigurosa y produciendo nuevos rigores, soporte de medidas exactas y por lo tanto de nuestro dominio, consagrado, coronado, por la filosofía trascendental. ¿Cómo volcar hacia la historia lo que es forma a priori del sentido externo? Siempre se la puede volcar de nuevo en el discurso filosófico reconduciéndola al concepto. Eso no era más que una decisión y no un análisis en sentido propio. Para conducir este último, era necesario un rigor nuevo en el tratamiento intuitivo de los objetos en el espacio. Hacía falta no menos que una ciencia de lo cualitativo. La topología, preparada por Leibniz, vislumbrada por Euler y fundada por Riemann y otros, se instala paulatinamente como estética rigurosa. Abre el cerrojo que mantenía juntos, dentro y por esta forma, lo puro y lo métrico, las variedades diversas y el medio global en donde parecían engastadas, pluraliza radicalmente la unicidad tradicional de esta forma a priori. Quizá. justamente, porque es una ciencia de la deformación. De ahí este resultado nítido que la hace aparecer como a posteriori. El antiguo rigor, con todo, no es más que una exactitud, la condición de algunas medidas precisas o aproximadas. El antiguo espacio es propio de cierra física, no es más que el imperio del empirismo, universalmente hinchado, como cualquier imperialismo. Es

9 La naissance de la physique dans le texte de Lucrée, pág 214-237.

(Edición española: SERRES, M., El nacimiento de la Física en el texto de Lucrecio. Ed Pretextos, Valencia, 1994.)

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pues reconducido a un cierto local, y se vuelca finalmente en lo histórico y en lo cultural. Ese no es solamente uno de los efectos muy corrientes en la historia de las ciencias, en que un empuje inventivo vuelve obsoletas las teorías que la preceden, dentro de la región donde tiene lugar. Lo que se torna caduco aquí es, de hecho, una visión del mundo, o mejor, lo que creíamos condición de esta visión. No es pues inmodestia ver ahí un mundo totalmente nuevo, y un paso inesperado. Nuevo no significa necesariamente que no haya sido nunca percibido, sino más bien que fue excluido. Dos de los más relevantes matemáticos del siglo XVII habían intuido el problema al margen de las matemáticas. Para Leibniz, la multiplicidad de las mónadas, infinitamente variadas, no tenían más que una coherencia local, por ejemplo, en torno a la dominante; pero la monadología permanecía fuera de alcance. Sólo Dios recelaba su dominio. La ordenación global estaba desvinculada de cualquier organización singular, y reclamaba una teología. El ejemplo de Pascal es más interesante, si cabe. En muchos de los Pensamientos se describen, como dije, variedades témporoespaciales que plantean el problema de su reencolado, y en él se pierde para siempre el problema de una verdad global. No es sólo el hecho de los Pirineos, del río, de un grado de elevación del polo o de la entrada de Saturno en Leo. Es un hecho distributivo que también volvemos a encontrar en la moral, o en la elocuencia o en la filosofía. También es un hecho del texto, que se encuentra en los propios textos de Pascal, así dispersos como tales, y cuyo reencolado plantea problemas. El verdadero pensamiento se burla de los huecos e hilos que intentan conectar, aquí o allí, sin fin, los Pensamientos. Como si de un puerto atravesando los Pirineos se tratara, o de un puente sobre el río, o de un reloj que marca el paso del tiempo. ¿De qué me sirve el reencolado local entre el pro y el contra? Entre esto y aquello. No es más que un errar. La ordenación global está en el espacio sobrenatural, y en el cristianismo. El sabio es local, el cristiano es global.

¿Serán estos dos casos un índice de una ley general? Dicho de otro modo, el espacio único en el que todo parece inmerso, tanto los objetos como los observadores, ¿no será, justamente, más que un remanente de la teología? ¿No habrá hecho Kant otra cosa que llamar forma a priori de nuestro sentido externo al sensorium Dei de Newton?

Propuse, otrora, una ley que mostraba que textos considerados no científicos estaban escritos sin embargo en un

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espacio tal. El conjunto producía en ellos un subconjunto que producía una ley, la cual, a su vez, reproducía el conjunto. Hay que cambiar de ley. Lo global, desde ahora, no necesariamente produce un local, el cual, a su vez, es portador de una ley que no reproduce lo global, ni siempre, ni por doquier.

Ya estamos. Vivimos aquí, ahora, todos en familia, en

grupo, taller, profesión, sindicato, iglesia y cuántas cosas más, en un intervalo corriente de lo que llamamos la historia. Allí producimos trabajos, pescar arena, cultivar avena, escribir, votar, preparar próximas transformaciones. Nuestro campo de actividades no nos parece exento de objetivos claros y, en lo posible, nuestra acción tiene una meta. Ahora bien, en cuanto ésta va a buscar fortuna en el mundo, nosotros, aquí, ahora, en el jardín local que la vio nacer, pronto somos incapaces de prever sus efectos. Cada uno persigue una felicidad y todos son infelices, no lo quisieron. Cada uno quiere la paz, todos, no obstante, gastan quinientos mil millones de dólares al año, cifra concebible pero inimaginable, exactamente el precio de una utopía, para destruirse recíproca y meticulosamente. La suma de hombres y divisas sigue siendo negra como la de las metas. El efecto puede ser nulo, he aquí la causa sin efecto. Puede ser mediocre. Puede ser contrario a la causa que lo buscaba. Puede ser aterrador, formidable, un efecto que rebasará en mucho su causa, a través de varias lupas positivas de retomo. A lo sumo, cada uno domina su acción y sus efectos locales, en una proximidad que es, a menudo, pequeña. Pero, a fin de cuentas, ¿quién domina la integración global de esa red, de ese sistema hipercomplejo de fuerzas, energías, conflictos o efectos en retomo? La respuesta a esta pregunta siempre se da, justamente, en el espacio unitario de representación. La respuesta a la pregunta ¿quién? nombra a alguien que se presenta como dominador de las leyes globales y que nos representamos como tal. Ahora bien, esta comprensión, esta capacidad, o esta posibilidad clara y distinta de una práctica de lo global nunca se dan. Las ideologías, las filosofías de la historia, las teorías del Estado, las morales universales están todas escritas en el espacio de representación, donde, de lo local a lo global, las secuencias y consecuencias son racionales y dominables. Ahora bien, esto no es cierto. Sólo es teatro. Un teatro que busca espectadores bastante poco sagaces como para creerlo. No es algo imaginario, es sólo un error. Nunca nadie pudo integrar lo

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local en lo global, en las acciones humanas individuales y colectivas, hay por doquier fenómenos irreducibles de obstrucción a su inmersión en un universo racional. Esta inmersión nunca es sino ilusoria, y esto porque el hecho de creer que aquellos que actúan en los escenarios de ese teatro monopolizan la violencia es un puro y simple error. La violencia es uno de los dos o tres instrumentos que permiten que lo local entre en lo global forzándolo a expresar la ley universal a hacer en fin que lo real sea racional. De hecho, como en geometría, lo que se hace pasar por un universal global no es más que una variedad desmesuradamente hinchada. La representación es sólo este hinchamiento. Hinchazón o inflación. Usted aún dirá a los violentos: ignoras, olvidas la geometría.

,

Prevemos el momento exacto de un eclipse. Decimos: mañana, a las doce treinta, el sol o la luna empezarán a ocultarse. ¿Qué significa: mañana? Para mí, quiere decir que un día más pesa sobre mi pasado o acorta mi futuro, y que así, por desgaste y fatiga, la muerte se vuelve más cercana. En el orden de los planetas, esto atañe solamente a una configuración tal como ya se produjo y se reproducirá un numero considerable de veces. La predicción de este eclipse, para mañana, es la cuenta de un ciclo cerrado, la medida de un ritmo. Por lo tanto, prevemos futuro o pasado, indistintamente. El tiempo de esta astronomía es reversible. Que se dirija en el sentido habitual o en el opuesto no afecta al orden del mundo. Cuadrantes solares o relojes miden aquel tiempo que es el de la estabilidad del sistema de nuestros planetas. Es el tiempo de las revoluciones, en el sentido astronómico, no lo ha transformado ninguna revolución tolemaica ni copernicana. Por eso la mencionada revolución copernicana, en el sentido que solemos dar a este término, no es tal. El tiempo reversible la ha atravesado basta Newton, sin que ello afecte a nuestra historia, sin que ello, tal vez, afecte profundamente a nuestro espacio.

Es posible que llevemos adentro un reloj que acompase este tiempo. El electrocardiograma de un individuo sano presenta unos ritmos muy regulares. Suponiendo que desplegáramos sus proyecciones en la dirección contraria al despliegue habitual, nada cambiaría notablemente. Sólo la enfermedad vuelve falso este razonamiento. Pero, con todo, cuando mi reloj se gasta, envejece y se oxida, su arritmia deja

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oír un tiempo nuevo. La idea de que el tiempo reversible no nos concierne, que es reductible al espacio y se ha refugiado en los objetos, técnicos o cualesquiera, es menos que una aproximación. Es, por supuesto, el tiempo de ciertas cosas, el de la molécula de amoníaco, por ejemplo, en la cual una cúspide de la pirámide golpea con regularidad en ambas partes de su base, pero también es el de nuestro nicho máximo, ese largo equilibrio del mundo, condición, en última instancia, del delgado vestido de vida que arropa nuestra tierra, condición, en última instancia, de la supervivencia humana, es el tiempo de nuestro corazón. Somos reversibles en las tres cuartas partes de nuestras acciones. Las de nuestro empleo del tiempo. La mayoría de las prácticas sociales, desde el calendario hasta la organización del trabajo, están inmersas en el tiempo reversible. De él se puede decir lo que se dijo del espacio de las similitudes, a saber, que nuestra cultura y nuestra historia se han sumergido y congelado en él, pues los desplazamientos en el espacio de representación son independientes de sus direcciones. Es también por lo tanto el tiempo de representación. Es el tiempo del empleo y de la explotación. Por él, nuestra cultura nos da la ilusión de la inmortalidad. De la clausura del convento hasta la jornada laboral ininterrumpida de la fábrica, la ardilla humana hace dar vueltas a su jaula creyendo que galopa, es la noria del burro. Al precipitarnos en la reversibilidad, nuestras sociedades de trabajo y distribución de las horas y de los días intentan hurtarnos la muerte 10, hacernos olvidar o perder nuestros otros tiempos. Vivimos drogados de semejanza y de reversibilidad. Como se trata del tiempo de nuestro mundo, seguimos persuadidos de que nuestras organizaciones sociopolíticas imitan la economía del universo. Permanecemos acerrojados en esta armonía transparente.

El hecho bruto de la muerte rompe lo reversible. El electrocardiograma, el electroencefalograma, tienden a aplanarse. La escritura se erosiona y la señal desaparece en el ruido. Sé que moriré, que las letras formadas, aquí y ahora, bajo el espasmo del corazón y los innumerables estremecimientos de la corteza, irán dispersándose en la amplia fortuna de las mezclas, y esta ciega certidumbre me libra del tiempo que creía universal. ¿Acaso nuestra desgracia reside en el hecho de que esta celda transparente sólo se abre en la

10 La nueva definición de la muerte como electroencefalograma plano

muestra que se remite lo viviente a su tiempo reversible.

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agonía? ¿Que no tengamos más que un breve minuto de sabiduría? Ahora bien: ya sabemos que no somos los únicos mortales. El equilibrio del mundo es solamente largo, no es eterno. El retorno de lo reversible no es más que un intervalo, fulminante, mediocre o inmenso. El sol, enano amarillo, desaparecerá en su nova. El sistema del mundo se derrumbará bajo el tedero. El orden, fatalmente, corre hacia el desorden. El nuevo tiempo, irreversible, no es sólo el del río patético, sino que se desenvuelve, señalizado, en el cerco de los sistemas objetivos. Ha salido de las calderas de la revoluci6n industrial, y de la revolución de Carnot, la cual, por esta vez, merece su denominación. Paradoja: en el momento en que un nuevo trabajo, la producción de fuerzas y potencia; empieza a quemar, con aceleración vertical, todos los depósitos almacenados con lentitud durante la historia de la tierra, en que este nuevo trabajo se decide a quemar el tiempo, no siendo las materias primas más que tiempo, en el mismo momento en que el nuevo trabajo, por esta regresión, refuerza lo irreversible, la organización social y política se contrae rígida y bruscamente en la antigua idea del trabajo, en el eterno retorno de lo reversible11. Nos parecemos mucho a la máquina de Boltzmann en la que una rueda gira regularmente y desorganiza hasta lo indiferenciado un orden determinado de canicas coloreadas12. Nos parecemos mucho a la máquina de Bergson en la que una cuchara girada en una taza derrite el azúcar. Trabajamos con la mayor regularidad en la mezcla desordenada. Que yo sepa, nunca se le ha objetado a Bergson que el tiempo de un trabajo determinado hubiese sido aquel que permitiera extraer el azúcar de la mezcla indiferenciada.

El tiempo irreversible va del orden al desorden, es tanto el de las cosas mismas como el tiempo newtoniano, es tanto el de mi organismo mortal como puede ser el tiempo de mi corazón, es tanto el de nuestros trabajos y nuestra potencia como lo es

11 El trabajo, en el sentido mecánico, es el desplazamiento de una masa. En

el sentido humano del término, corresponde a los trabajos que preceden a la revolución industrial: tornos, poleas, cuerdas, velas de viento y máquinas de agua. También corresponde al mundo creado pondere, mensura, numero. Tras la mencionada revolución, la transformación de las cosas no es ya un trabajo, en ese sentido. Al remontar la cadena de las unidades mecánicas, se llega a los conceptos de fuerza, de producción de fuerzas, energía y potencia. Es una lástima que se haya seguido llamando trabajo a lo que ya no lo era, sino que era un conjunto de producciones que condicionaban un trabajo eventual. Así corríamos el peligro de perpetuar el mecanismo clásico mucho más allá de su desaparición. Lo que ocurrió en muchos casos.

12 Hermes IV, La distribution, pág. 142.

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el tiempo de nuestro empleo del tiempo. No es fácil comprender esta coexistencia: que estemos inmersos en dos tiempos distintos hasta lo contradictorio. Y, sin embargo, es así. El mundo y nuestros cuerpos se las arreglan como pueden. Pero no es del todo seguro que nuestros grupos y su historia hayan aceptado alguna vez esta doble inmersión sin terror ni violencia. El tiempo reversible es orden, lo irreversible es tendencia al desorden: es asaz probable que la violencia de la historia nazca en su borde común.

Resulta todavía menos fácil entender que aún existe un tercero. Éste aparece, al menos, en una clase específica de objetos, aquellos que denominamos seres vivientes, de los que formamos parte, creo. Siguen desde su emergencia, y sabemos desde Charles Darwin que siguen una evolución que Bergson llamaba creadora, de la que se puede, decir por lo menos que corre a contrapelo de la flecha termodinámica. Del orden al desorden, ésta hace crecer lo indiferenciado, al contrario de aquella que hace emerger diferencias. Nada nuevo bajo el sol de lo reversible, donde todo, período más período menos, se vuelve principio de identidad. Nada nuevo bajo la llama de la entropía, donde todo se degrada, por el segundo principio. Ahora bien, he aquí algo nuevo en la evolución de los vivientes, algo llega a la existencia en vez de esas nadas. La segunda irreversibilidad dice no a lo reversible y al primer irreversible. El sexo atraviesa la muerte. La muerte suspende el habla del sexo pero no acalla su lengua. El lenguaje del sexo, por el contrario, vuelve taciturna la muerte. Ésta no hace más que cebrear con guiños relampagueantes su irreprimible discurso.

Podemos intentar mostrar que estos tres tiempos son compatibles, que islas de neguentropía se siembran en la entropía creciente, podemos hacer que un reloj químico lata a partir de una estructura disipativa. Ninguno de ellos, en cualquier caso, es universal. No hay espacio universal, por sí, en sí, no hay tiempo universal. Cada uno es relativo aun sistema, depende de su clausura o abertura.

Lo cierto es que, una vez más, lo viviente, al menos, se las arregla con su copresencia o su sirresis, y que nuestro organismo, por ejemplo, puede llamarse intercambiador de tiempos. Camina hacia el desorden y su disolución, y obedece, por eso mismo, al segundo principio de los sistemas aislados cerrados, bate lo reversible como un sistema en equilibrio, sobrevive a las degradaciones por múltiples intercambios de materia, luz e información, con el exterior, como un sistema

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abierto, se reproduce y se sumerge en la evolución como si contuviera bolsas de neguentropía. No sólo es un sistema complejo por el número de sus elementos e interacciones, o por sus múltiples y sucesivas integraciones, sino que es varios sistemas a la vez, está regulado por varias leyes locales, las del aislamiento, del cierre y de la abertura. De ahí aquellos tiempos tan diversos que desembocan en mí como en un confluente, mi cuerpo vive con sencillez este complicado sincronismo. Sí, soy a la vez mortal e inmortal, constante e inconstante, homeoestático y homeorrético, desordenado, repetitivo, fuente de novedades, saturado de muerte desde mi nacimiento y saturado de sexo como el chorro de un géiser, este viejo fiel que me lleva desde la emergencia de los primeros vivientes y me lanza hacia la abertura de soluciones imprevisibles. Invariante por el código, frágil, en agonía, improbable por mi lenguaje y mis hijos. Este confluente de tiempo es complicado, remolinea. Aquí baja, sube allá, y vibra aquí y allá. Aquí desorganiza y todo se desarticula* 13, allá retoma los escombros esparcidos para reordenarlos, hace un doble trabajo de zapa y reconstrucción sobre los materiales circundantes que transitan por los bordes, trabajo contemporáneo o sincrónico en sentido fuerte: no al mismo tiempo, sino que anuda varios tiempos. Vivir de muerte, morir de vida, poema y ciencia, es una exacta rapsodia. Sea para reconciliar metáforas y teoría, sea para reconciliar varias ciencias entre ellas. La vida puede denominarse ese remolino abierto que rueda cuesta abajo, que baja, que sube y que vibra, ritmado. La vida es esa recuperación fallida, retomada, en vilo, de la continua destrucción, recuperación que relanza la desviación, un zozobrar que se desploma por fin para ser: levantado de nuevo por una descendencia. Anda porque no anda. No es exactamente una imagen, no es exactamente una descripción de sistema en el espacio-tiempo corriente, por ejemplo, el de la hidrodinámica. La diseminación del orden es un tiempo en sí mismo, original, el de la termodinámica usual. La reconstrucción de los pedazos es un tiempo en sí mismo, original, el de la neguentropía. El lanzamiento de la desviación es también, sin duda, otro tiempo, el de la termodinámica de

* Traducción que trata de aproximarse al término déglinguer, respecto al

cual el autor ofrece la siguiente nota. (N. del T.) 13 Me complace señalar que esta bella palabra es marítima y dice al instante

lo que Lucrecio, a quien atemorizaba el mar, dice en seis libros: déglinguer es deshacer un ensamblaje de bordas de una embarcación, en la que los extremos de las jarcias se encabalgan unos a otros. Es desanudar la inclinación y la turbulencia anudada sobre sí que ésta produce.

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los sistemas abiertos. Asimismo el del ritmo, inducido por la resis y la desviación. ¿Qué es la vida? Empezamos a entender un poco su arquitectónica, mediante los niveles de integración de la complejidad. No sé explicar los detalles de su dinámica, pero creo comprenderla. La vida es idénticamente la sincronía de varios tiempos. La intuición de Bergson de que la vida es duración emergente, productora de novedades, me parece ahora menos de un tercio o un cuarto del estado de las cosas. De hecho, la vida integra, cómo, aún no lo sabemos, pero empezamos a vislumbrarlo un poco, la duración bergsoniana o la evolución a la Darwin, la precipitación hacia el desorden a la Boltzmann, la desviación a la Prigogine, y el ritmo de lo reversible, tiempo más remotamente conocido. La vida es multitemporal, polícrona, es una sirresis. Se baña en el río de varios tiempos. El flujo de la disolución está en precesión sobre los demás para la ontogénesis, mi cuerpo sobrevive a la agonía hasta la consumación de mis años; el flujo de la negentropía está en precesión sobre los demás para la filogénesis, la evolución atraviesa la agonía hasta la consumación de los siglos. La vida está en agonía. desde su propia fundación. Llevo dentro de mí las dos desviaciones. Mi organismo reúne varias termodinámicas y la agonía es el combate de salidas compartidas entre el orden y el desorden que se compenetran. El instante de la muerte no es más que un punto singular de este tiempo agónico sin tregua. En nosotros los tiempos están mezclados entre sí como lo están por doquier, en el espacio, en una multiplicidad de espacios, el orden y el desorden, el archipiélago y el mar, la red y la nube, las señales y el ruido de fondo. Los bordes de esta mezcla son localmente complicados, bordes de una llama en agonía. Desde ahora la intuición requerida para esas duraciones entreveradas, o mejor, distribuidas unas en otras, es la intuici6n requerida para este modelo difícil. Ella es conocimiento, con ello quiero decir que así funciona el conocer en los bordes de la información y del ruido de fondo, es también la intuición inmediata que se desvela en nosotros: pues sabemos y experimentamos que somos eternos, olvidamos y nos acordamos que vamos a morir, y vivimos en la evidencia de la novedad, todo junto, en bloque, en la intermitencia casi simultánea de señales emergentes de esa cortina de niebla que es lo propioceptivo. Hablamos, estables, en la lengua, hablamos, victoriosos sobre el ruido, o este ruido, victorioso, nos reduce a un semáforo mudo, al borde metabólico donde la invención se lanza, al azar, en lo sin sentido. Conocimiento, intuición y palabra, en desviación

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sobre ese borde, fluctuaciones aleatorias en la noche de nuestros tiempos.

Quizá un día tendremos que descubrir que esa sincronía, tomada enunnuevosentido,noessólounacaracterísticapropiadelos seresvivientes,yqueexistenotrossistemasquedisponentambiéndeuntejidopolicrono.

Si el tiempo de lo viviente es una sirresis y si los sistemas vivos son sistemas de sistemas, dotados, de manera' ambigua, de propiedades aferentes a sistemas diferentes, ¿cómo pensar el tiempo de sistemas que, a primera vista, parecen aún más complejos, grupos o colectividades, en transformación, por transformación de sus propias relaciones y de sus relaciones con el mundo que los rodea? Si ya varios tiempos forman turbulencias, nodos, ayustes, en los que unos y otros se imbrican más apretadamente aún que una hélice o que el caduceo de Hermes, en resumen, si para empezar a entender tales lugares hay que entender varias cronías juntas, ¿cómo puede uno hablar del sentido de la historia? Este concepto está privado de sentido. En una primera observación, el tiempo de la historia también debe ser una sirresis muy compleja. Tal vez aún no hemos empezado a pensarlo, ni hemos empezado siquiera a comprenderlo de modo global. Lo cierto, al menos, es que siempre se lo ha proyectado en la sencillez de uno de los tiempos, componentes. Sea el eterno retorno de lo reversible, la trayectoria de un sistema mecánico, el descenso decadente respecto a un estado inicial valorizado, divino o mítico, sea el proyecto indefinido de una neguentropía que nos damos como suplemento o desviación. Supongamos que lo desconozca todo de las complejidades o multiplicidades históricas, no veo motivo alguno para definir su tiempo como el de un sistema particular ya conocido. Es una decisión sin fundamento. Hay que volver a empezar desde cero.

Funciona porque no funciona. Lejos estamos de los autómatas cartesianos, de las cajas de música leibnizianas o de las tortugas cibernéticas. Su diferencia notoria respecto a la vida es que todas aquellas máquinas funcionaban. Cuanto más perfecto es su funcionamiento, menos simulan el estado de las cosas. Dicho de otro modo, ¿qué es la contingencia?

Por extraño que parezca, la contingencia es ante todo la tangencia a un borde, y a un borde común. Hay contingencia cuando se tocan dos variedades. Hay contingencia cuando se tocan dos tiempos. Y si el tiempo puede ser pensado según el

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orden y el desorden, he aquí que la contingencia aparece en los bordes comunes del orden y del desorden, donde reencontramos su sentido habitual de aleatorio y no necesario. Así la contingencia es la envoltura de los sistemas, en el sentido en que se dice que una curva es la envoltura de sus tangentes. En la más cercana proximidad de sus bordes, los sistemas lindan con la contingencia. Están rodeados por ella. Y dado que los sistemas son estables, estáticos, homeoestáticos, homeorréticos, etc., llamaré a lo que les rodea circunstancia.

Una filosofía de la historia, instruida por las ciencias, exactas y humanas, deberá, mañana, examinar, describir, y con rigor, las circunstancias.

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Historia:eluniversoyellugar.Obstrucción

Escribimos historias del globo, del cielo, de las cosas, de lo viviente, de los intervalos temporales y de las localidades del espacio, tanto como del dinero, de las lenguas, de la vestimenta, de los ritos, de las fiestas y de lo sexual Ya nadie soñaría con cambiar la Historia universal, drama único de la humanidad, trama unitaria sometida a una ley o una razón. Pero todo el mundo trabaja en agotar los campos y objetos locales cuya historia es posible. Es decir que lo universal ha cambiado de sentido, de alcance, de figura. Antes se trataba de su comprensión, ahora se trata de su extensión. Antes se trataba de la unidad global de un espectáculo, ahora se trata de una multiplicidad que intentamos cubrir. Para resumirlo, al pasar los clérigos de las Iglesias a las Ciencias, la historia pasó de Dios a la enciclopedia. Lo universal sigue ahí, pero bajo forma de distribución. O bajo el signo del cuantificador.

El cuantificador universal sigue ahí. Todo ocurre, de hecho, como si a la pregunta: ¿de qué hay historia? contestáramos: de todo, de todo lo que se presenta, de todo lo que existe. Por supuesto, hay que agregar: lo que hemos olvidado, lo que aún no ha tenido historia, lo que el antiguo trabajo reprimió, relegó al silencio, lo que ha dejado pocas huellas, trazas o marcas. Ahora bien, no existe una mejor definición de lo global, ya que a un conjunto se lo une con su propio complementario, definido por la propiedad contraria: a saber, lo histórico más lo no-histórico hasta hoy. Cuando se haya terminado de escribir sobre cosas y seres abandonados por los predecesores, entonces se escribirá sobre el olvido como tal y sobre las condiciones de la pérdida. ¿De qué, entonces, no hay historia? En principio, de nada. No veo nada que sea anhistórico, no dispongo de ningún criterio que permita decidir sobre ello. El referido complementario del conjunto no es más que temporal o momentáneo. No cabe duda de que escribimos la historia de las idealidades

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abstractas, así como la de las religiones cuyos dioses están ausentes, y que producimos también la historia de la historia. Y el criterio falta, efectivamente. ¿De qué no puede haber historia? Pues, de nuevo, de nada. Siempre se puede hacer historia de todo.

He ahí, como mínimo, un operador común, algo así como un factor común; he ahí nuestro discurso global de las cosas y de los discursos; he ahí, como máximo, lo que antaño se denominaba la ciencia de las ciencias. Y el hecho de que la epistemología haya sido alcanzada hoy por la historia de las ciencias es un signo manifiesto de ello. ¿Quién no es, más o menos, historiador, esté donde esté? ¿Qué disciplina escapa a la dimensión histórica, o sea a la reducción a lo histórico? Usted alegará que es algo natural, pues ningún estado de cosas, ningún estado de signos, ninguna transformación de estado suele ser independiente del tiempo. Cierto. Yen él todo está inmerso. Sin duda. Sería tan difícil quitar lo que fuese de lo histórico o de la historia como sacar un objeto del espacio. ¿Pues dónde lo colocaría usted?, se lo pregunto.

Que yo sepa, nunca se ha expresado inquietud alguna

respecto a esta extensión, a esta propensión a lo universal, mejor, a esta ocupación virtualmente llena y completa. Y sin embargo. Cuando, de este modo, una disciplina no conoce terreno exterior, cuando rechaza hasta anularlo su propio negativo, cae bajo el peso de un famoso criterio. Nunca es falsificable. Entendámonos sobre esta palabra. Se puede criticar, sin duda indefinidamente, tal o cual contenido local de una historia, señalar en él insuficiencias, sorprender hipocresías, encantamientos, fantasmas, ferocidades, se puede, tanto como se quiera o se pueda, ponerlo bajo sospecha de error, hacer patente su falsedad. Más aún, esta crítica es casi siempre la historia misma. Soy lo bastante viejo, he trabajado lo bastante como para saber o para adivinar que no hay una sola palabra verdadera en todas las historias que me han hecho leer, entender y ver, desde la escuela primaria obligatoria hasta el servicio militar obligatorio. Y, más allá, hasta el oficio, obligatorio para sobrevivir. Pero no se trata de eso. No se trata de enunciados parciales, no se trata de aquellos relatos locales encadenados bajo categorías de causalidad. Que eso pueda ser error o falsedad, ya se sabe, se sabe desde hace mucho tiempo, aún se sabe más: que error y verdad tal vez no tengan nada que hacer en este asunto. Pero no se trata de eso. Se trata del gesto

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global. Se trata del hecho de que no hay fenómeno, ni estado de cosas, ni orden de cosas de los cuales no sea posible hacer la historia, de derecho y demostrablemente. Este gesto siempre es positivo, nunca es falsificable. Y eso es lo que resulta inquietante. Y por ahí es por donde huye el sentido.

Usted se reiría de mí si le confesara el proyecto o si publicara el programa de una mecánica cuántica de las pasiones o sentimientos. Bastante se han reído de los sansimonianos. O de una sociología de los poliedros regulares. O de cualquier otra intersección igualmente poco plausible. Si el efecto de absurdidad así obtenido procede de la mezcla de los géneros, eso prueba que hay géneros. Nunca se tiene la suficiente destreza para manejar su interfase o su interferencia. Los hay previsibles, los hay muy improbables; los hay impracticables. De los primeros procede la ciencia normal, en el sentido de Thomas Kuhn, de los segundos surge una formidable información, y es la invención, y de los últimos aquella futilidad nula que le hace reír. En todo caso, las regiones del saber están delimitadas, conexas o no conexas. Y su extensión es circunscrita. Su programa se detiene y no sobrepasa ese recorte. Pero el programa de una historia, cualquiera que sea su objeto, siempre parece muy razonable. Y más aún, lo es. Usted no obtendrá nunca un efecto de absurdidad por variación de campo: escriba pues la historia de las pasiones y de la mecánica, del colectivo y de los poliedros, y de cualquier cosa. Eso no plantea problema previo, no está bajo condición. Siempre es posible, siempre se tiene el derecho. Esta situación de universalidad no es propia quizá de la historia, pero sin duda la historia es un ejemplo eminente de ello. Es sobre todo el ejemplo del cual no se habla.

En el curso de su trabajo, un historiador se preocupa por lo que puede omitir. Se pregunta cuáles son los territorios que su filtro, consciente o involuntario, ha eliminado. Cuáles son los nuevos fenómenos que aún debe registrar y de los cuales debe dar cuenta. Cuáles son las variables ocultas cuya pérdida sería decisiva. Cuáles son los parámetros de los que aún no se ha percatado. Siempre está en busca de lo otro. Trabaja en colectar, en recolectar, en sumar. Añade, adiciona, reúne. Mejor, conecta, produce. Sus operadores favoritos son los de reunión e intersección. Cuanto más materiales maneja, más posibilidades tiene de encontrar los parámetros explicativos. Cuanto más minerales se trabajan, más crece la posibilidad de que aparezca la pepita de oro. En otros términos, es un

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trabajador positivo. Todos sus operadores son positivos, hasta la integración. Nunca sustrae, nunca resta, nunca elimina. Todo tiene un sentido. O, si lo hace, precisamente ése es el error. Es la censura y el encubrimiento, la hipocresía. Y la omisión es, de hecho, su preocupación. A la inversa, nunca pregunta, nunca debe preguntarse cuáles son los territorios que escapan, de derecho, a su jurisdicción ya su investimiento.

Eso lo distingue fuertemente de un sabio corriente: a este último usted lo reconocerá por el signo de que fatalmente le dirá, de alguna cosa, en algún momento: eso no me interesa. Yo, físico, no tengo nada (pertinente) que decirle sobre la sociología electoral; yo, biólogo, no tengo interés en las «adelas» ni invisto en ellas. Quizá estén equivocados, pero es así. La ciencia es, en su trabajo, esa distribución o esa partición. Ante todo, trabaja en lo negativo. Elimina, sustrae, resta. No hubiera podido formarse sin ese recorte. No hubiera podido emerger sin esa división. Así, sus operadores iniciales son todos negativos, hasta la diferenciación. En el curso de su trabajo, siempre analítico, un sabio se preocupa más por las sobrecargas. Se pregunta dónde yace el parámetro parásito que perturba la descomposición, cómo detectar la variable oculta que vuelve confuso el problema. Pero, ante todo, cierra su territorio. No es poco decir que entra en el laboratorio. Es el encierro en la distinción, en la determinatio negatio. Una ciencia está sumergida en un universo de silencio que rodea su cierre, que limita por doquier el lugar desde donde habla, o el lugar del que habla. Y habla una lengua muy precisa: el tecnolecto monosémico. Habla por términos, calla palabras.

Sería demasiado poco decir entonces que la historia está inmersa en el universo del discurso. Pues tiende a devenir el universo del discurso mismo. No hay, de derecho, silencio histórico. Lo hay de hecho: cuando la palabra se sustrae por la fuerza, cuando los conservatorios azarosos del código o cuando los lugares de memoria han sido, a hierro y fuego, asolados y convertidos en desiertos donde pacen las cabras, cuando una cultura, como se dice por antífrasis, devuelve a la barbarie aquellas que mata. Hay conspiraciones del silencio, no hay, en principio, obligación de reserva. Quizá la historia no detente sola esa universalidad del discurso, quizá la tenga en común con la filosofía. En cualquier caso, incluso las religiones nunca la han conocido: nunca nadie oró al dios de la caída de los cuerpos, nunca nadie vio rito o mito respecto a la gravedad. Hasta las religiones dejaban zonas de silencio, o

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placas de ausencia, la más universal tiene lagunas, viste con jirones. La historia no los tiene y su túnica es sin costura. Aun cuando no se entienda nada de alguna cosa, o no se invente nada en algún lugar, siempre se puede hacer la historia de esa cosa o de ese lugar.

Cuando otrora se intentaba mostrar que la historia no es una ciencia, se usaban argumentos locales. La versatilidad del testimonio, la posición del observador y su visión caballera, la ignorancia o la ceguera de los transmisores de información, la subjetividad de los informadores, la humillación de los vencidos, la ferocidad de los vencedores, lo estocástico de lo acontecedero, lo imaginario de las reconstituciones, el reflejo enceguecedor de las ideologías, el peso, imposible de levantar, de los sistemas existentes. Y lo inalcanzable, en suma, de un saber absoluto. Y la ingenua sencillez de las leyes y los modelos hasta ahora propuestos. Ahora bien, dichos argumentos, justos, agudos, lúcidos, se aplican asimismo a cualquier otra ciencia. A la física, la química, las matemáticas, etc. Cada una, en su región de exactitud o rigor, debió y debe combatir palmo a palmo, en los mismos terrenos de lo patético y lo parcial, del azar y lo observable, de lo complejo y lo reprimido, del dominio adquirido y de la marginalidad. Desde los números primos hasta el movimiento browniano hay aleatorio por doquier, hay relaciones de fuerza en todos lados y se plantea la cuestión del observador como la de la complejidad. La metodología y la historia de las ciencias duras se tejen con esos argumentos y problemas. Y puesto que contribuyen a hacer de un saber cualquiera una ciencia, uno no ve cómo mostrarían que un saber distinto no pueda de alguna manera alcanzarlo. Nada nuevo, aquí, respecto a cualquier otra empresa de conocimiento. Historia y ciencias auténticas comparten realmente la misma suerte. Y por lo tanto la decisión no se juega en el nivel de los procesos locales, de las aclaraciones tácticas, tiene lugar en los preliminares. La historia sería una ciencia si (y no: solamente si) pudiera ser falsificable en su estrategia global.

Aquel, si existe, que dijo por primera vez: todo es historia, nada escapa a la historia, y que nos encontró a todos ahí, para creerle, es el verdadero fundador del último de nuestros discursos universales, y sin duda de la última de nuestras ideologías.

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Desde la era clásica, el triunfo de las ciencias exactas o experimentales debióse, principalmente, al análisis. No empleo este término en su sentido amplio y habitual, lo empleo, aquí, en el sentido riguroso que le confiere la expresión «función analítica». En los comienzos de la mecánica y de la física, sucedió que usaron una clase muy particular de tales funciones, o la formaron, es lo de menos. El conocimiento local de un número finito de puntos basta para reconstruir globalmente su grafo, tal es su propiedad eminente.

En otros términos, se han descubierto instrumentos muy potentes y excepcionales que permitían resolver un problema cuyo alcance quizá aún no sospechamos: el del pasaje de lo local a lo global. Y por tanto, pasar, por ejemplo, de la gravedad, de la caída de los cuerpos, a la atracción universal, y por tanto servirse impunemente de la inducción, y por tanto prever, y por tanto. a fin de cuentas, concebir con rigor una Razón que es, justamente, ese pasaje que sólo es ese pasaje, que sólo es esa prolongación. La historia es una prolongación del mismo tipo. Ahora bien, esta razón atañe a instrumentos de cuya excepcionalidad siempre nos olvidamos. Las más de las veces, el conocimiento de lo local no permite el conocimiento de lo global. El creer que lo permite es la definición de la razón clásica para la que, ya lo dije en otra parte, un subconjunto comporta una ley que reproduce el conjunto. El admitir que en general no lo permite es una lección muy corriente de nuestros trabajos contemporáneos, sean cuales fueren sus objetos. Sobre este punto, de nuevo, todas las ciencias comparten la misma suerte, exactas, inexactas o anexactas. Es, por supuesto, la lección de las ciencias humanas en particular la lección del discurso de la historia, en el que todas se proyectan. Seamos lúcidos: no tenemos operador que nos permita pasar de lo local a lo global, a veces lo formamos, pero, en suma, es asaz infrecuente. No siempre lo tenemos. A menudo solemos adquirir una información suficiente sobre campos limitados (la cuestión de los límites dista mucho de ser sencilla), pero no sabemos, por lo general, integrarlos entre ellos, como tampoco sabemos cómo pasar al siguiente nivel de integración, caso de que exista. Hacemos como que lo sabemos, tanto en la acción como en el conocimiento, pero no podemos producir un operador distinto, suficiente, eficaz, de ese pasaje. En resumen, no sabemos cómo eso funciona. En tanto que vivimos en esa idea clásica tan particular de que existe una razón común a lo local y a lo global.

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Tenemos ahí, creo, una situación interesante. Esto es un discurso realmente no falsificable, bajo cuantificador universal: todo lo que existe es histórico. Eso se justifica tantas veces como se quiera, pero cae bajo el peso del criterio de exterioridad. He aquí pues un discurso global, discurso de fondo de nuestros saberes, ruido de fondo como se dice. He aquí, por otra parte, discursos locales, que carecen cruelmente, como tantos otros, de las articulaciones elementales que posibilitarían esas operaciones de extensión de región en región, sin las cuales, sin duda, no hay historia. Por lo universal huye la ciencia. Por la prolongación, tan a menudo imposible, se constituye con un máximo de dificultades, a veces en lo imaginario. Quizá no hemos empezado aún a entender las relaciones paradójicas que mantienen entre sí el universo y el lugar.

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RANDONNÉE

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Dondeelpaseoponeenentredicholoscuadrosdelaexposición

Zenón partió de Atenas para ir a embarcar hacia Elea. Aquello ocurrió hace mucho tiempo, aquello ocurrió hace un momento. Sabio griego que partió con buen pie y paso regular. He aquí pues que al tercio (digamos) del recorrido, una montaña, arrojada allí por los dioses, hizo obstáculo a su avance. Tuvo que desviarse para volver a encontrar su verdadero camino, a los dos tercios del recorrido. Este desvío formaba como un ángulo alrededor de la montaña. Adentróse sin más en la primera de las dos vías quebradas. Ahora bien, al tercio del nuevo recorrido, una colina, arrojada allí por un dios, le hizo obstáculo. Tuvo que desviarse para encontrar su camino, a los dos tercios del nuevo recorrido. Aquello formaba un ángulo alrededor de la colina. Adentróse en la primera de las dos vías quebradas. Al tercio de esta vía, se opuso un montículo arrojado allí por algún héroe. De ahí un desvío hacia los dos tercios, de nuevo. De nuevo un ángulo alrededor del montículo. Adentróse en esta vía quebrada. Al tercio, una mota de tierra, arrojada allí por un campesino, está delante. Desvío por un ángulo alrededor de la mota. Se adentra. Al tercio, una partícula de polvo, arrojada allí por el viento, enfrente. Pequeño ángulo, aún, rodeando la partícula. Avanza. Al tercio, un átomo, arrojado allí por azar, a sus pies. Ángulo, contorno de átomo. Camina. ¿Quién va a arrojar aún ante Zenón alguna pequeña partícula para desviarle de su curso, de su retorno al país natal? Zenón ya no pasa. No, Zenón pasa. ¿Pasa? ¿Pero qué es del propio Zenón ante la talla de Von Koch? 1.

Su camino, otrora, rompíase, quebrábase sólo en longitud. Aquí se fragmenta en longitud y en dirección. Al andar, Zenón también se dicotomiza, para visitar la tierra punto por punto, para entrar en un nuevo mundo. Para levantar un mapa fiel. Cada punto es un hueco, cada punto es un pozo por donde Zenón, al bajar a los infiernos, se pierde.

1 Benoît Mandelbrot, Les objets fractals, Flammarion, 1975.

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Quiero dibujar el mapa de los viajes del nuevo Zenón, de los nuevos Viajes extraordinarios. Este es el mapa de Grecia, del Peloponeso, del sur de Italia, no lejos de Elea. Zenón sale de viaje en las costas del mar Jónico. O Egeo. ¿Cuánto tiempo va a durar su viaje, cuánto mide de longitud, por ejemplo, el Peloponeso? Este mide, con exactitud, el número de los pasos de Zenón multiplicado por el valor medio de su paso. Pero la costa tendría que ser recta. El paso de Zenón siempre es una cuerda para un arco de curva. La medida pues no es fiel. Peor, es falsa. Por lo tanto hay que fragmentar el paso para amoldarse al máximo a las anfractuosidades de la orilla. Pero todo el mundo ve casi enseguida que a medida que Zenón se empequeñece, a medida de pequeños pasos, la anfractuosidad crece también en complicación, que el paso sigue siendo una cuerda para un arco complicado. Que la longitud del paso decrece con gran regularidad, pero el número de pasos crece muy rápido. y por lo tanto que la longitud de la orilla del Peloponeso tiende al infinito. Así para Ítaca, así para Sicilia y así para Creta; así para Lesbos, Quíos, Naxos, Ítaca, en sentido decreciente, así para la más pequeña espora sembrada en el agua, Patmos, que se sabía inmensa, así para la más mísera roca, apenas emergida, donde se abandonó a Ariadna. Ariadna desaparecida antes de haber entregado el ovillo de hilo que nos libraría de la orilla. Éste es el interminable hilo que nos pierde, pero que nos hace comprender.

Supongamos que pasamos el ovillo de hilo. Visto desde Sirio, éste es un punto de dimensión cero. Visto desde aquí es una bola, de dimensión tres. Visto desde muy cerca, es un hilo conexo muy doblado, de dimensión uno. Visto desde más cerca aún, cada hilo es un grueso cilindro de dimensión tres. Visto en sección, cada hilo está formado por fibras de dimensión uno, tejidos en un plano de dimensión dos. Visto desde más cerca aún, éste es un conjunto de átomos de dimensión cero.

Lo que varía no es la dimensión como tamaño o medida, es la dimensión en sentido topológico. Por consiguiente, el espacio tal cual.

El mundo fuera del agua es pues de superficie finita, pero sus bordes son de una longitud que tiende al infinito, las fronteras como las costas, quebradas por doquier o fragmentadas, hasta el más pequeño detalle. La cosa resulta paradójica para una representación, como se suele decir habitualmente, de este mundo en un mapa.

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Zenón no sólo mide longitudes, es también un geómetra de superficies. ¿Cuál es pues la superficie del Peloponeso? La misma razón recomienza. Supongamos un paso al cuadrado. La superficie de la península es el producto del número de tales cuadrados por su superficie media. Pero este cuadrado bien plano, bien llano, raras veces se pone de plano sobre el suelo. Si es grande, las montañas le hacen obstáculo; si es más pequeño, las colinas; si es aún más reducido, las rocas; y las motas de tierra, justamente, a escala del paso. Y en lo muy pequeño, las partículas de polvo, los cristales, y así sucesivamente. Idéntico resultado pues: ¿acaso tendría el mundo un volumen finito para una superficie infinita? La cosa resulta paradójica para su representación, como se suele decir, en el mapa.

El viejo Zenón era cruel para los viajeros y los arqueros; el nuevo, al parecer, acomete contra los geógrafos. Aquellos cuyo pan de cada día es la representación del mundo. Nunca se había generalizado la dicotomía. Retómela usted, varíe sobre las proporciones y los sentidos de la marcha, introduzca un sorteo de variables, usted escribirá al menos siete variaciones hasta la excursión a pie. Era nuestra abertura.

El viaje del nuevo Zenón no va de un punto a otro como cualquier viaje corriente. Zenón no parte de Atenas para ir a embarcar hacia Elea. Aquí hace algo muy distinto. No pasa. No pasa a través de un lugar que menosprecia o teme, como el bosque, el de los malhechores o el de Descartes. No va de una ciudad a otra, donde suceden cosas importantes, pasando por el espacio donde no pasa nada interesante. Quiero decir: cuando la línea es recta, la información es nula, y por lo tanto, el método estéril. No, Zenón visita el espacio, lo visita bien. Lo visita incluso con tal esmero que va a pasar por todos sus puntos. No, Zenón no viaja en el sentido corriente, levanta un mapa de la región. Para ello, ha encontrado un camino que divide la dificultad en tantas parcelas como se podría o como se necesitaría para mejor resolverla. La dificultad, aquí, consiste precisamente en levantar un mapa. La dificultad, aquí, no es ni más ni menos que la representación. El mapa de Quebec que suelo usar traza una línea recta de Riviere-du-Loup a Trois Pistoles, bordeando el San Lorenzo. Confiese usted que esto es absurdo. Cualquiera sabe, por haber estado allí, que se ha de sustituir el tercio central de ese segmento por un promontorio, eliminado por dicha representación. Supongamos pues la representación del promontorio. ¿Es bueno el mapa, o sea, fiel? En absoluto. Cualquiera sabe, por haber estado allí, que se ha de sustituir el tercio central de la primera ladera de este promontorio por un cabo. ¿Acaso el mapa se vuelve fiel? No,

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desde luego. Cualquiera sabe que al tercio central del cabo ... Zenón no plantea aquí el problema del tránsito, sino el de la figura. Ésta aún sigue siendo infiel. Aquí el viaje no va de un punto a otro, desciende los grados de la escala. Apila unos sobre otros los mapas en un espacio hojaldrado. Busca el límite de lo representable, busca lo real en las anfractuosidades del fragmento.

Zenón no viaja desde un punto, la salida, hacia otro, su llegada, no pasa a través del espacio. Si se desplazara en sentido corriente, por ejemplo en un sentido, podríamos seguirle las huellas, en un mapa, o podríamos localizarlas en una pantalla de radar. Haría falta, aquí, para seguirle, cambiar de mapa continuamente, cambiar continuamente la escala del mapa o de la pantalla, o cambiar, como suele decirse, de representación. Supongamos que tengamos de una región del espacio varios mapas de distintas escalas; dispongámoslas unas encima de otras en un volumen hojaldrado. Zenón ya no sigue direcciones y sentidos a lo largo de uno de aquellos mapas, sino que desciende normalmente a las hojas sucesivas, perfora un pozo en el espesor de las representaciones. Al retomar, al reiterar su curva, encadena de hecho la sucesión de hojas. De la infidelidad de las representaciones sucesivas extrae. una serie exacta. Y desciende infinitamente hacia lo local. Su recorrido conecta las escalas.

De momento, eso sólo parece que atañe al tamaño o a la dimensión en el sentido que tiene este término en el uso corriente. Pero pronto se desprende otro sentido. Se suele decir de buen grado que el mapa, el plano, son a dos dimensiones, y el recorrido o la línea a una sola dimensión. Que los objetos, como el espacio, representados en el mapa son a tres de esas dimensiones. Benoît Mandelbrot calculó la dimensión de esa curva de Von Koch seguida por el nuevo Zenón, en la prosopopeya de ese día. La llama un objeto fractal, un objeto cuya dimensión es una fracción, comprendida entre uno y dos. La cosa es intuitiva, puesto que se trata efectivamente de uña curva y que pasa por todos los puntos del plano o de un subconjunto del plano.

Zenón de hecho viaja de la dimensión uno del camino, de la ruta que sigue, a la dimensión dos, planar, de la variedad de la cual está levantando el mapa. Su viaje pasa el espacio, su viaje le hace atravesar espacios. Lanza un puente de la línea al plano.

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Y ahí, ante todo, descubre dos cosas. La primera no le es propia, pertenece a Jean Perrin. Ya la decía, en Les atomes. Se refiere al grafismo. En el dibujo convencional, en la representación, el trazado, que así se llama por esta razón, no es más que un sustituto, lo que he denominado una cuerda. Ahora bien, esta cuerda es continua, regular, lisa, mientras que lo que sustituye es quebrado, irregular, granoso. Fragmentado, lacunario. El grafismo puentea las lagunas, acorta y pone derivaciones. Es sin duda una economía, y sin economía, no podríamos ni hablar ni pensar, pero implica errores perfectamente mostrables: sustituye lo infinito por lo finito, lo discontinuo por lo continuo, lo vacío por lo lleno, lo azaroso por lo regular, lo contingente por la ley (la ausencia probable de tangente por la tangente), y finalmente lo real por lo racional. Cuando usted haya vertido una capa lisa de hormigón a lo largo de la costa bretona, ésta ya no tendrá una longitud inacabable, sino finita. Eso mismo es la tecnología, la sustitución de lo infinito por lo finito, eso mismo es el dominio. Lo real no se agota, se cubre. Se cubre de letras. Los muros leprosos de nuestras ciudades en ruinas están devorados por la escritura. Lo fractal, no tayloriano, está recubierto por lo tayloriano, liso, indefinidamente, la esponja está en la bolsa, transparente o no, de plástico.

La segunda pertenece a Benoît Mandelbrot. Por cierto,

nunca nadie había visto eso. Para ello, hacían falta dioses y héroes. Ni el cabo ni el promontorio se presentan de manera regular en ese tercio de la costa cada vez que se emprende un nuevo recorrido. Las cosas no se fragmentan a medida. Olvidémonos de esta regla y del refrán del cuento. Eso se quiebra un tanto al azar, y el plato que cae no se rompe en pedazos regulares. Zenón deberá a veces girar a la mitad de su ruta y otras bifurcar en el mismo momento de la partida, y a ratos desviarse a las puertas de la llegada. Digamos que detenta en mano un dado o la espada de Gordion, echa a la suerte y decide así, o zanja, la longitud y la dirección de sus pasos, según las coerciones ya existentes. Es la última variación del poema cálculo. Inyecta lo aleatorio en lo ordenado. Convierte su recorrido, no en un éxodo, sino en una excursión, en el sentido que ya he dado a este término. Entonces, y cualquiera que sea la barahúnda, siempre quedará que hay cabos y bahías. Promontorios tan considerables como Europa o África mismas, y golfos que por sí solos ya son mares. Otros menos grandes, como el Peloponeso, otros aún

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menores, como el cabo Sunion, y así hasta las piedras y los átomos. Cualquiera que sea la escala del mapa, la representación traza formas análogas, estadísticamente homotéticas. Siempre cabos, siempre bahías. Aquello se reproduce en cada representación. Lo que aquí es estable no es la representación, ni la forma representada, es la distribución azarosa pero analógica de las cosas a través de todas las escalas. El mapa es, al tiempo, inestable e infiel. ¿Acaso sería lo real estocásticamente regular? Y el grafismo es demostrablemente falso: demostrablemente, es decir para el conjunto de las hojas por debajo de él. Y, sin embargo, como transversalmente a todos los grafismos posibles de los cuales se sabe que ni uno es retenible, el conjunto de representaciones deja algo estable y fiel. Cada mundo es un mundo de istmos y estrechos, todo mundo es de golfos y penínsulas. De la cadena de escalas se desprende una regularidad vaporosa en lo caótico global. Aquello no se rompe a la medida, pero hay similitud «adela» en el seno del quebrantamiento.

Entonces un nuevo Tales resuelve los problemas del nuevo Zenón. La destrucción o la segmentación por dicotomías' repensadas deja ver por fin la reconstrucción. He aquí una vez más un origen de la Geometría. Donde finalmente este término significa el mundo, el mundo siempre olvidado en lo continuo del grafismo, el mundo olvidado del mapa, mundo desconocido y sin embargo familiar. El de las estrellas y las montañas, de las orillas del mar y del relieve de las islas, el mundo en fin, aquel cuya belleza cansa. Al igual que un día Tales introdujo, además de uno de los orígenes de la geometría, una teoría del conocimiento en la que la similitud y la analogía desempeñaban el papel principal, o, mejor, el mimo principal, teoría de la que, desde Platón, ningún filósofo supo librarse, también este nuevo Tales nos introduce en este conocimiento que llamo «adela», no evidente.

Así como se vuelca un iceberg, la matemática, globalmente, viró al formalismo a principios de siglo. Abandonó la intuición. Olvidó la intuición. Incluso, a veces, condenó la intuición. Los maestros de la mitad del siglo decían sin vacilar que la geometría había nacido de la axiomática hilbertiana. Que antes no existía. Ahora bien, algunos atrasados murmuraban que había muerto, que había muerto a causa de tales decires.

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Inmediatamente después de ese vuelco, y quizá por él, sobrevino un formidable maremoto. La oleada logística, axiomática, formal, no correspondió sólo a las matemáticas. En todos lados no se hablaba más que de rigor, y a veces en lugares donde ni siquiera tenía razón de ser. Durante un tiempo no se discurrió más que sobre lenguas y lógicas. Período por entero dedicado a los signos y al nominalismo, perdido el referente, perdido el mundo, perdida la intuición del espacio. El tsunami alcanzó todas las orillas del mar Enciclopedia. Físicos o filósofos, sociólogos o biólogos, todos éramos formalistas. Hasta el rigor, claro, y luego, hasta el exceso. Cuando quería conocer un animal, leía un libro acerca de este animal, en el que nunca, jamás, veía el animal. Estamos cansados ya de no ver nada. Quiero ver por fin detrás de esos logogrifos, y quemar esas pantallas de palabras y de signos. Eso es. Vuelve la intuición. Vuelve el espacio. No la vieja geometría que, muerta, permanece muerta, no los antiguos discursos que, marchitados, caen en el polvo, sino algo bellamente visible y nuevo que colma nuestros ojos. Las catástrofes a la Thom, o los fractales de Mandelbrot. Sí, por fin volvemos a ver el animal. Desde hace cinco o diez años ha vuelto la fiesta. El domingo del mundo.

Desde hace por lo menos medio siglo, el más olvidado, el más despreciado, el más descuidado de los objetos usuales de la filosofía es el Mundo, este mundo en el que ya no vivimos, del cual vamos a visitar, a veces, los escombros fósiles en los lugares más alejados de nuestro saber-hacer, este mundo vencido, mutilado, repelente, que podemos por fin conmocionar a nuestro antojo, sin saber demasiado lo que resultará de eso. Lo que el siglo XVII había previsto, que lo domináramos, lo que el siglo XIX había prescrito, que lo transformáramos, esos decires filosóficos son hoy día juegos de niños que conducimos según nos plazca. Vamos hasta los límites de esas lecciones, sabemos, podemos destruirlo, y algunos se están preparando para ello, en el método y la razón. Ya no es el fondo de nuestras necesidades, aún menos el telón de fondo de nuestras existencias. Lea usted lo que, a título de filosofía, se publica en Francia desde mi nacimiento, no encontrará ahí ni una raíz de árbol, ni una cascada, ni un río, ni la llanura y nunca la sonrisa del Océano. Esto podría denominarse «acosmismo»: nuestras tiranías no necesitan del mundo.

Hay calles, carteles escritos, el rumor de los discursos. Unas cuantas relaciones brutales. Hay pocos objetos, aún menos grandes objetos: Lo que parece perdido, por ese

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idealismo triunfante, en este mundo nuevo que ya no es más que nuestras representaciones o nuestras prácticas, lo que parece perdido, sí, quizá sea la grandeza, y es, sin lugar a duda, la belleza. Pues la belleza no es otra cosa, quizá, que el mundo en su grandeza. Queda, es triste, la riña.

No es sólo la filosofía la que pierde el mundo, como se

dice que se pierde el norte. La ciencia que, sin embargo, tenía el propósito de decirlo, darlo, entenderlo, preparar sus producciones, también lo ha perdido, tan recientemente como la filosofía, quizá por las mismas razones. Y tan completamente como cada uno de nosotros. Estallada como la metralla en múltiples especialidades, no despeja ningún lugar desde donde ver en grande. Una miríada y más de refinados haces de luz registran aislados cada vez más ajustados, introducen en ellos tanto mayor claridad cuanto que ahuyentan sus tinieblas hacia la periferia, de ahí el efecto de luciérnagas danzantes en su oscuridad global espesa; a fin de cuentas, se percibía mejor la caverna por el viejo fuego humoso que escocía los ojos.

Hace mucho que, una vez cerrado un libro de ciencia, no había vuelto a ver o visto de nuevo lo que los griegos denominaban la sonrisa innumerable de las aguas, que, instruido por ellos, no había vuelto a sentir de otro modo las ráfagas de viento, que no había vuelto a encontrar, cambiado, el caos de las estrellas, y que no había vuelto a leer la diseminación de los archipiélagos, el encaje de las orillas y la sierra de las cumbres. No se trata, claro está, del mundo como nueva totalidad o como universal, idea que ya descartaron nuestros bisabuelos, sino del mundo como grandes conjuntos de fragmentos, del mundo como lotes de formas. Tan a menudo se habían confinado en la poesía intimista o en un arcadismo festivo los decires del mar, del aire y de las islas, que el reencontrarlos, de repente, en las matemáticas y en la historia, me dio sofocos. Hacía mucho tiempo, desde Perrin, desde Lucrecio, que la ciencia no me había empujado afuera. Afuera, para volver a ver lo que nunca había visto. Afuera, como sin duda lo hacían los físicos de Jonia.

Salgamos, dejémonos llevar por Benoît Mandelbrot. El mundo terráqueo regresa a nosotros, gracias a él, por pedazos inmensos, el viento, el océano, la orilla. Pronto será la fiesta del mundo o el retorno de lo olvidado.

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Como es habitual, la más antigua de las historias regresa a nosotros al mismo tiempo que el más viejo de los mundos. Los físicos de Jonia, ya citados por Jean Perrin, veían así a ratos el mundo.

El primer objeto fractal con el que me he encontrado,

antes de leer a Mandelbrot, y antes de saber, por lo tanto, que se llamaba fractal, es justamente el mundo. Al leer a Kant y su Historia natural y teoría general del cielo, construía un triángulo o infinitas coronas concéntricas con homotecia interna, donde el retorno de lo regular se producía con el concepto más general posible del orden, a saber el sistema, donde la remoción al azar se producía con el concepto más general posible del desorden, a saber la distribución. De modo que el objeto fractal construido finalmente podía merecer dos veces la denominación de universal: representaba el universo y era objeto fractal del cual todos los demás son realizaciones fragmentadas, así como aquella curva señalada al comienzo del siglo pasado era la curva universal. Mandelbrot mismo dice que Cantor tuvo la idea de su curva que pasaba por todos los puntos del plano después de leer ese texto de Kant. Y yo había logrado el mismo resultado sin nombrarlo así, dibujándolo de otro modo 2.

Se vio antaño una batalla de ranas que los carteles hicieron pasar por La gigantomaquia. Algunos tomaban partido por lo discontinuo, otros por lo continuo. Puesto que nada es tan interesante como el combate, eso aturdió a más de uno. Lo cual no impidió que los planetas giraran a lo largo de orbes continuos, ni que los quanta dieran pequeños saltos. Esto nos recuerda una querella, en las postrimerías de la era clásica: los ovistas pretendían que nos reprodujéramos con óvulos y ovarios, en tanto que los vermistas abogaban por los machos y los espermatozoides. Nunca a nadie se le ocurrió que el gusanito tenía que encontrarse con el huevito. Está lo continuo y lo discontinuo, así es, no puedo remediarlo. Están las funciones analíticas, dicen bastante sobre el mundo, otras no lo son y también lo hacen. No todas las francesas son pelirrojas, no todos los trazados son taylorianos.

Las querellas son el freno de la historia y el motor de la necedad. La libido dominandi excluye toda invención, toda intuición, el descubrimiento. Lo nuevo es incomparable. Nada

2 Hermès IV, La distribution, págs. 115-124.

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es más viejo que la comparación, nada más repetitivo que la polémica, ni más conservador que el combate.

He aquí materias regularmente continuas: los cristales como el diamante, los líquidos como el agua, los gases. He aquí materias indefinidamente cavernosas, como decía Perrin, que había leído la física de Lucrecio: las rocas a orillas del mar, yo como ser vivo, las esponjas y los árboles, aquel humo. ¿Por qué habría de haber una batalla entre el equipo del diamante y el de la esponja? Un poco de deporte, para reír, si acaso.

Es mejor decir fractal, con Mandelbrot, que discontinuo. Ahí la intuición global es la de las curvas continuas inderivables.

Para los antiguos, en torno a Epicuro, un simulacro era

como una piel que revestía los objetos, dejada por ellos como una muda de serpiente, que volara en los espacios de comunicación, que reencontrara nuestros ojos en el acto de ver, por ejemplo. Los objetos, para ellos, son complejos lacunarios, llenos, saturados de huecos, cuevas, hiatos, agujereados como esponjas.

En torno a Anaxágoras, se debatía sobre la homeomería: como si la parte de una cosa reprodujera el todo, al igual que la parte de la parte, y así sucesivamente. Leibniz hubiera dicho que el pez, en el lago, está él mismo lleno de lagos llenos de peces, y así sucesivamente.

Esto es el retorno de las esponjas, otrora menospreciadas. Esto es pues el retorno de las homotecias internas. Tal

objeto se divide en partes que tienen entre ellas relaciones de similitud asignadas. Volveremos sobre esta intuición sencilla que nos hace ver hasta perderse de vista la curva de Von Koch, et alia. Pero esta relación de homotecia que, hasta ahora, llena el espacio localmente, hasta sus ínfimas partes, también puede vaciarlo. De tal segmento sustraigo el tercio central y reitero la operación en todos los segmentos residuales. Al cabo de una cuenta interminable, queda un conjunto fuertemente lacunario. Puedo dedicarme a gusto a tales sustracciones, en un cubo, un adoquín, un volumen del espacio corriente. Le quito, aquí o allí, un cubo parcial de lados determinados, luego recomienzo la operación para cada uno de los cubos restantes en el cubo global, de idéntico volumen que el agujero practicado. Con suma rapidez, el

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adoquín se volverá muy lacunario. Mandelbrot lo llama una esponja de Sierpinski. Ya no es más un fantasma precientífico, es un buen objeto, claro y preciso, aun cuando el azar trastorna la iteración regular de semejantes operaciones de pasajes. Creo incluso que necesito esta esponja para comprender el mundo. La idea de homeomería, en hueco, valga la expresión.

Volvamos por un momento a lo largo de las costas de Bretaña. Supongamos la bella paradoja del mapa o del trazado: a medida que su escala se vuelve más fina, más precisa y más aproximada, crece la longitud de la costa. Este crecimiento no tiene límite alguno, puesto que el decrecimiento del paso elemental de medida tampoco lo tiene. En una bahía entre dos cabos, hay cien cabos y la mitad de bahías, algo que nunca termina en la orilla siempre recomenzada. Las orillas tienden al infinito. Si quisiera dar una vuelta fiel al mar Mediterráneo, no podría cercarlo por más larga que sea la historia. Zenón de Elea está de vuelta. Ahora bien, los relieves de la tierra también tienden al infinito, en superficie y en volumen, por las mismas razones. En cualquier valle entre dos sierras, siempre hay tantas eminencias y surcos como se quiera. El mundo, bajo nuestros pies, ante nuestros ojos, entre nuestras manos, pierde sus límites y su finitud, no porque, de golpe, se vuelva inmenso en su amplio horizonte, sino porque, localmente, cede, se fractura, se frange, se vuelve disparatadamente lacunario. Ahí donde veo un cabo y una bahía, ahí donde bordeo un golfo y un promontorio, adivino más y los hay por miríadas intercaladas. Ahí donde siento punta y laguna, hay, indefinidamente, agujas que brotan y lugares que faltan. Bernoulli le hacía decir otrora a su espiral eadem resurgo, resucito idéntico a mí mismo, e hizo escribir teorema y esquema en su propia tumba, así surgiré de entre los muertos, yo mismo. Mandelbrot bien diría de sus objetos fractales que resurgen sin cesar semejantes a ellos mismos, por reiteradas relaciones de homotecia interna, por formas repetidas variadas, por laguna de laguna 3. Este borde de mar y esa roca

3 La cita de Cesaro, ibid. (pág. 29), retoma textualmente Bernoulli. Si

estuviera dotada de vida, la curva de Von Koch no podría ser aniquilada sin ser suprimida de golpe. Renacería constantemente desde las profundidades de sus triángulos como la vida en el universo. No es por azar, creo, que la primera idea que viene a la mente es la de destruir o matar esto. Esto que prolifera y no se detiene.

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desgarrada son fuentes de metáforas sencillas, sorteadas al azar, un caprichoso manantial de homeomerías. Desde la escala actual, otras formas están como de parto, en otras direcciones, en otras longitudes, anchuras o alturas. Pero siguen siendo picos y calas, homotecia continuada, aunque en desorden, de presencia y ausencia. La orilla siempre es forma, y bajo cualquier escala: cabo, bahía; la roca es forma: llena, vacía; el cielo es forma: punto brillante, espacio negro; etc., o sea: presencia y ausencia, uno y cero. Cero y uno, cala y pico para la orilla, lleno y vacío para la roca y el firmamento. Objetos como una sucesión aleatoria de ceros y unos. Entre dos números sucesivos, otra sucesión aleatoria y así sucesivamente. Es decir, una interminable sucesión aleatoria de una gigantesca cantidad de información. Es la estructura de una esponja o de un queso gruyere, con perdón de mis abuelos de la mano derecha racional. A ellos no les gustaban los cuerpos esponjosos, ni los poros, ni las cavernas, nunca leyeron a Epicuro ni a Lucrecio de quienes Descartes y Réaumur, al igual que Franklin, extraen sus metáforas. Aquéllos, más que nada, creían poder decir: eso no es, eso nunca será ciencia. Ante cualquier nuevo hontanar, van del corte a la exclusión, de la exclusión a la ceguera. No hay nada que excluir, venas de oro se ocultan bajo rocas consideradas estériles por doquier. Vuelta de la esponja en la orilla del mar. Heme de nuevo aquí en esos bordes donde mis antepasados me dejaron: nunca terminaré de trazados por contraseñas y faltas. Empleo expresamente estas palabras con doble voz, topología y probabilidad. Esta orilla real, esta misma, es aleatoria, sí claro, al azar, improbable, y es lacunaria. Su topografía, su calco es una tarea infinita, una idea ya de la razón pura. Aquella roca es una esponja. a la Sierpinski, un objeto fractal. El cero puenteará la falta, el uno punteará la contraseña. Un cero por vacío, un lleno por uno.

No, el hidrógrafo, el topógrafo no delinean así. Nadie ve ni siente así, ni que decir tiene. Si así fuera, nos desvaneceríamos. La fuente de lo real nos dejaría encantados, extáticos, fascinados, helados, inmóviles. Todo el mundo comete negligencias. Ya es algo confesar negligencias. ¿Negligencias o exclusiones? El trazo, basto, puentea tales exclusiones. Barra la entrada del detalle, desempolva, ahuyenta a los parásitos. En lugar de esta barra, a escala más fina, encontrará usted una singular ramificación. La barra la acepilla. Acepille usted lo extrínseco, decía Cavaillès, uno de mis abuelos, muerto en el campo de gloria. Pero aquello. recomienza, pues la ramificación, por el contrario, si se la acepta, descuida a su vez otra floración de complejidades de detalle. Este detalle es un

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resto ineliminable. Siempre vuelve, sea cual fuere la exactitud que podamos pretender, pulula indefinidamente en el seno de mi precisión. Precisión sigue siendo escindir, detalle sigue siendo tallar. Despedazo para refinar un análisis, dicotomizo. Al hacerlo, vuela y cae polvo, se esparcen astillas, nunca terminaré de recogerlas con palita y escobita. En la caverna con fuego nunca hay humo; por la dicotomía, o la distinción, no hay escamas ni huesitos. Todo está siempre tan limpio. No, así no es. El aserrrín pulula. Y la escobita siempre acaba por dispersar el resto. Esto ya lo dije. Y es el teorema de Brillouin: se necesitaría una cantidad infinita de información para la perfecta exactitud, para dar cuenta al fin de todo detalle residual, a cualquier nivel que sea. Brillouin dice entonces lo real fractal. Demuestra un real fractal. Hace ver, hace concebir un real las más de las veces no tayloriano. Lo real es pleno, saturado de detalles. Lo real es una talla frontal con sus recortes y sus conos de deyección. Lo real es fractal, tomizado, tallado, pululante de fragmentos, de átomos divididos en partículas y en quarks, de detalle. Esta talla parece provenir de un antiguo término olvidado que significaba: esqueje. Lo real se fragmenta o bifurca, se planta de nuevo, arraiga de nuevo en sí mismo para siempre resurgir. Nunca se dan por terminados sus reinicios, sus invaginaciones. Lo racional clásico es una empresa en que las cosas se acaban, en que tienen un fin y un cierre. Definición y definitivo. El racionalista es un hombre limpio, virtuoso y limpio, puesto que trabaja tiene manos, manos limpias que trabajan en la limpieza. Aquí todo es exacto y puro, peinado, tirado a cordel. Un jardín bastante limpio y el cerco contiguo. El racionalista aborrece lo sucio. Purifica, define, trabaja en excluir esta suciedad de detalle 4.

Por fuerza, el cordel es negligente, no podría pasar por todas partes, traza un trazo y tacha el hormigueo de contraseñas y faltas. El sentido también es negligente. Pone derivaciones y puentea. El dibujo del hidrógrafo pierde un tanto los detalles de la orilla, ahuyenta la ramificación fractal. El trazo se desliza continuo por los pliegues y se asienta en puntas elegidas. El puente tirolés sobre la garganta encajonada tensa su cuerda sobre el arco irregular de los rápidos y cascadas. Si dijera todo, si escribiera todo, mañana todavía

4 Si el mundo fuera, en realidad, como lo preveían las ciencias clásicas y a

menudo la filosofía, la historia se hubiera acabado hace mucho. Por otra parte, estaba previsto que terminara pronto. O se completara, o se extrapolara por eterno retorno.

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estaríamos aquí. Zenón, convertido en escritor, se hunde en Dublín, no ya su vida por veinticuatro horas, sino por una hora, un minuto, un nanosegundo. Aquel golpe de luz anaranjada en el matorral invernal me requiere para el fin de la historia, y los primeros mil millones de años de mi eternidad prometida. Siempre se necesita la cuerda sobre el arco. Por más atento que esté, paso por alto una falta. Dibujar tan sólo una miseria de lo real. Ni siquiera un esqueleto, ni siquiera un pequeño maniquí de madera. Jean Perrin, en un texto célebre, según Lucrecio, habla de los cuerpos indefinidamente cavernosos. Difícilmente se puede hablar —añade— de una viga de madera, de su superficie; pero se habla con utilidad de la misma si se quiere pintar su superficie; como si se tratara de una lámina de estaño envolviendo una esponja, algo así como una bolsa de plástico. Es el gran retorno de los físicos de la antigüedad, ¿acaso el gran Pan no estaba muerto? Vuelvo a empezar: al complejo fractal, el mapa sustituye un continuo regular; cada trazo establece una derivación, clasifica, puentea, disimula una ramificación. Ya no es la esponja. El tejido global de tales trazos es la bolsa de plástico traslúcida. Ahora bien, así sucede con todo mapa, sea cual fuere la escala. Cualquiera que sea el mapa, por más fiel que sea su finura, siempre hay cuerdas que toman el lugar de los arcos. Ahora bien, existe una infinidad de mapas, tanto como escalas, una infinidad de bolsas de plástico, una infinidad de envolturas alrededor del cuerpo indefinidamente cavernoso. Es el retorno de los simulacros.

Las pieles sobre lo fractal. Pronto volveré a lo representado. ¿Pero acaso percibimos de otro modo? La vista, el tacto, el olfato, el gusto, hasta el oído nunca llegan a las invaginaciones aleatorias y sin fin. Si así fuera nos desvaneceríamos, el tiempo se congelaría al paso de un hálito, bajo el salto de agua de una voz, en las caricias de una semilla. Nuestros sentidos corren, puentean ellos también. Nunca se percibe lo indefinidamente cavernoso; no se percibe más que el conjunto de las puertas, el tejido de los atajos, la bolsa de plástico. Ahuyentamos el detalle, y nos quedamos sólo con las pieles. Percibimos un tanto las superficies, puntos singulares en un continuo. Lucrecio es exacto, en el espacio de comunicación vuelan las mudas. Vivimos de manera perceptible en medio de simulacros, de simulaciones del mundo. Nuestros sentidos simulan los objetos, en el mejor sentido técnico.

La técnica también puentea lo fractal. Alisa las paredes con enlucido o argamasa grumosa, talla las piedras y las alinea

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con plomada y nivel, vierte hormigón en las anfractuosidades, purifica el mineral, pule las barras y las trefila. Rectifica. Trabaja en rectificar. Ofrece al racionalista el modelo, el ejemplo, la metáfora de la rectificación. Por suerte, los filósofos desconocen la tapia gracias a la cual se normalizan superficies y volúmenes. Las costas de Bretaña y otras, convenientemente hormigonadas, rectificadas, tapiadas, al fin correctas, tendrían una longitud, finita, Por fin, lo real sería racional, es decir, finito. La tapia, aquí, es simulacro, la rectificación es al trabajo lo que el trazo, la barra eran al dibujo. La técnica nunca ha obrado de modo distinto al de la representación. El universo de artefactos en el que vivimos, esa mayonesa de racionalidades clásicas cuajadas desde hace poco, es el triunfo advenido del idealismo: por fin el universo es nuestra representación. Ya no tenemos objetos ni relaciones sino racionalizados. Trabajados, rectificados, producidos, puenteados, tapiados. Mundo propio del racionalismo aplicado o del materialismo racional que, con un ademán, relega a otro lugar las vesanias o los poemas.

Que arroja a los desperdicios los recortes de la talla, raspaduras, barreduras, escorias. Hay que encontrar un lugar o un campo de estiércol para todos los residuos de rectificación. Se necesita un infierno para lo no-racional. Ya Platón no quería cabellos ni lodo ni mugre. La dicotomía deja raeduras, el cepillo raspaduras, la división aserrín, polvo, toda una suciedad de detalle. El detalle es el resto de lo real cuando ya ha pasado por ahí lo racional, cuando el racionalista ha recortado, distinguido, dividido. La división de las cosas forma una nube pulverulenta de escombros y cenizas. Y cuanto más racional es el mundo, más basuras produce. Entramos en el infierno puritano de la separación del paraíso y del infierno. Espacio propiamente teológico recubierto de trabajos y teoremas. División primera de lo sucio y lo limpio, lo falso y lo verdadero, lo oscuro y lo claro, lo imposible y lo cierto, lo contrario y lo idéntico, lo oponente y lo mayoritario, el mal y el bien, lo impuro y lo puro, el Diablo y Dios, la cual ya produjo el todo de la exclusión. Esta división también es fractal, no cesa, lanza por doquier su homotecia interna, reticula el espacio, tal vez imita lo real, tal vez digo lo real fractal empujado por ella. De golpe, ella levanta un montón de escombros, con su trabajo de despedazamiento. Tenemos

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ejemplos de ello por doquier 5. El menosprecio por la hez del pueblo está vinculado a su división en clases sociales. La más baja población no es la de la clase ínfima. pues ya es una ventaja inmensa el pertenecer a una célula, a un subconjunto cualquiera, ya dividido y por consiguiente reconocido y señalado; ello satisface esa libido de pertenencia, tan potente y desconocida, que condiciona la voluntad de potencia o la libido de dominación. La población más baja es el residuo de la división, y el polvo que ha producido. Bien lo dice la lengua: la escoria, la raspadura6 la hez. Eso no está contemplado por la teoría; la cual no existe más que por divisiones, eso no está considerado por nadie, puesto que cada uno no existe más que por sus divisiones. ¿Dónde está pues la raspadura residual de la división del trabajo? ¿Dónde los escombros de la división del saber y de las ciencias? Algún día se encontrará usted conmigo en los campos de estiércol, es ahí, también, donde se tiene la posibilidad de hallar maravillas perdidas por el proceso de talla, por el trabajo de producción. Algún día, los epistemólogos hurgarán en los cubos de basura. Algún día los sabios, hartos de un terreno aséptico donde ya nada crecerá, irán en busca de una nueva fecundidad en las tierras mismas por ellos hoy despreciadas. Hasta en las habladurías de mujeres, hasta en lo que llaman cháchara, literatura, imaginación. A nosotros, los literatos o filósofos, cada vez más se nos percibe como residuos de la división del saber. De hecho, somos la reserva del saber. Sí, la fecundidad de la ciencia por venir.

En las basuras de la talla, reencontraremos el mundo mismo. Preso en el viento. Empujado, forzado por su dominio, por

la brisa, arrojado al suelo, arrojado cuanto que el cabeceo y balanceo rompen irregularmente la sustentación antepuesta. El grano, la brisa, sopla muy fresco (grand frais)*. Todos los bordes llamean en las franjas. No se es acosado por el viento.

5 Así como ahuyenta a los parásitos, el racionalista determina un espacio

limpio. En virtud de la teoría estercolar, este espacio limpio es de todos. Ya que sólo la suciedad, o cualquier fenómeno invadiendo el espacio, asegura la propiedad. Este espacio es hostelero, hospitalario. Esto se llama aquí universalidad de la ciencia.

6 Bajo el pecho del dragón, bajo el pecho del caballo de san Jorge, ambos divididos por la lucha en contrafuerte, yacen los residuos de la división, hombre y mujer despedazados, miembros dispersos, escombros. Lleve esto pues al cementerio, a la fosa común, al vertedero municipal.

* En lo que sigue, se da un juego irreproducible en torno a las expresiones grand frais, «muy fresco», y a grands frais, traducida según el caso como «a mucha costa», «en grande». (N. de la T.)

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Como por una mano ancha y constante, continua, opresiva, sino asido violentamente por la ráfaga, algo soltado luego, y, en el intervalo, guanteado, abofeteado, sopapeado por pequeñas manos vivas, agudas, rápidas. La gran turbulencia es un rosario casi circular de granos. Hace mucho que los hombres de mar hablan de granos, por economía supongo, ya que se trata de un grano de granos de granos, hace mucho que los hombres de lengua creen que los marinos dicen granos cuando están al caer copos borrosos o granizos. Afuera, hombres de lengua, toquen ustedes con su cuerpo el grano del viento, como decimos el grano de la piel o el grano de un metal, y como debería de decirse el grano de las costas de Bretaña. Sí, el viento es la brisa, quebrada (brise, brisée)*. Otra etimología oscura, dicen ellos. Afuera, hombres de lengua, reembolso hoy al mar y a Bretaña aquello que me dieron, en mi corta juventud a mucha costa (a grands frais). El viento está lleno de subvientos, se quiebra en vientecillos, donde los pequeños sopapos son un poco más suaves. ¿Muy fresco, dice usted? Cambiemos los apartados del viejo diccionario, pongámosle por fin un gorro de mar. Ya no el fresco, de fresquito, el viento fresco puede ser ardiente. ¡Pero sí los costos, del dinero, de los gastos y de la carga, sí, los gastos corrientes, de frangere, fractum, fractal! Decían ante las turbulencias acuáticas: pasamos sobre un montón de piedras. Oiga, Mandelbrot, los marinos sabían de lo que usted habla, hasta lo habían denominado como usted. Gracias por haber sabido reescuchar el viento como ellos y haberlo sentido de nuevo en la piel. Hoy, huracán fractal, sus señorías, vamos a llevar nuestra vida en grande (à grands frais). Bien lo valen esos hallazgos, esas voces del viento. ¿Acaso estaría el viento quebrado como un lenguaje, como la mañana en que llegó el Paracleto? ¿Acaso la lengua, cualquier lengua, se articula como un viento, una turbulencia? No solamente las palabras del viento, no solamente el sentido de las palabras del viento, sino el soplo de las voces, en todas las lenguas o, mejor dicho, en lenguas. En la mañana de Pentecostés, el viento se divide en pequeñas lenguas, sabemos ahora que el viento se fracta, así, siempre. Toda lengua, toda voz se fracta en vocales, por la interrupción de las consonantes. La barrera de los dientes, del paladar, de la lengua, detalla, rompe, embrida la emisión del soplo, nuestro propio viento. El viento del Paracleto habla en lenguas, seguro, todos los vientos, de hecho, tañen todas las

* Juego irreproducible con: briser, «quebrar»; brise, «brisa y quiebra»; bise,

«vientecillo» y «besito». (N. de la T.)

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lenguas. La lengua es un soplo intermitente; como ella, el viento es un objeto intermitente.

¿Acaso la lengua es una sucesión parasitaria que impide que el soplo sea laminar? El grito es laminar, el alarido, el llamado, el lamento, el clamor, el vagido, la aclamación son laminares. Y luego, el aleluya y el evohé. Barrados, cortados, fractados, intermitentes, interrumpidos, troceados en pequeñas voces. Que impide el grito, que prohíbe el llamado, que obliga al lamento a dejar pasar riñas.

El lenguaje se levanta como el viento. El lenguaje es intermitente, está al azar en la homeomería.

La homotecia es diferenciada por el azar, pero el azar es temperado por la combinatoria. Apenas temperado.

Es el momento de retomar el ritmo y la resis. No les había dado más que una solución fluvial, la de los marineros. He aquí la solución marina, la de los marinos de mar: el flujo que corre no corre laminar por mucho tiempo, no sólo entra en turbulencias, sino que se fractura, se reparte. Así, las turbulencias son fractales. Así, el mundo formado desde la espiral turbulenta está lleno de objetos indefinidamente cavernosos. Lucrecio sigue siendo coherente bajo la mira de Mandelbrot. Suave mari magno, de nuevo.

El hecho de que sea un atomista quien dé la turbulencia, y que ésta esté formada de átomos y por átomos, lo confirman los contemporáneos, quienes ven en la turbulencia un fenómeno intermitente.

El mar se levanta con el viento. Oleaje amplio del océano,

o corto en el mar Jónico. Entre las crestas o las cabezas de cresta, el agua no es lisa y suave, se frunce y se franja. La risada imprime la brisa en el oleaje. Es una risa llena de sonrisas, la sonrisa multiplicada de la gran algarabía, un rizo lleno de risotadas, ¿habrá que decir sonrisada? ¿Cómo no haber visto ya el viento o las turbulencias fractales, puesto que eso se escribe cada día en grandes faldones de la llanura alta? El fresco, la brisa, el grano franjado escriben en risada bajo oleaje, en crestas sobre sonrisas, en el pergamino verde.

La turbulencia es una espiral, véase la física en su nacimiento griego. Aquellos griegos eran marinos. El término griego original en este asunto es una hierba, una retama, el esparto con que desde siempre se trenzan sogas y jarcias,

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guindalezas y meollares, el marino hace lo que toca y ve, tuerce, trenza hilos, cabos de cabos, y así sucesivamente. ¿Cuántas vueltas para llegar a las fibras en un cordaje serio? Un cordaje es fractal, es homeómero. Es así como resiste a las fuerzas fractales, a las ráfagas. La turbulencia es una espiral: eadem resurgo. De la trenza también puede decirse que resurge de sí misma.

Ahuyente usted a los parásitos y volverán con más fuerza.

Resurgen indefinidamente de ellos mismos. Ahuyentad los demonios, dice san Lucas.

Y ahora, tome usted el mapa de esa ensenada y ese cabo,

rada ferial. No es lo bastante precisa, dice usted, lo bastante recortada. Entonces levante un mapa mejor, con una escala más refinada. Todavía no me satisface, dice usted. Levante un tercer mapa. Y así sucesivamente. Pronto, para la rada o la ensenada, para el cabo o la península, habrá apilado un gran número de grafos, número que puede crecer tanto como usted quiera. Considere esa variedad hojaldrada, ese libro. Puede usted, si acaso, barajar sus páginas, como cartas. Cada una de esas hojas, dice usted, es una representación de la rada. Es relativa, es falsa, y debemos desconfiar de ella. Sí, cierto, sabemos eso desde que el mundo es mundo, o mejor desde que el mundo levanta mapas. Pero, a propósito, ¿qué decir del volumen infinito hojaldrado aquí presente? ¿Y qué decir del recorrido transescalar que apunta todo recto a través del libro? Tomo un punto en un mapa de cualquier grado, y procuro encontrarlo de nuevo en el mapa siguiente, y así sin descanso. Este recorrido es a la Péano o a la Von Koch, este recorrido es una curva que construye todavía otro espacio al tiempo que lo llena. ¿De qué otro modo nombrar esos procesos sino transrrepresentativos? Es decir presentativos.

¿Y cómo nombrar esas nuevas variedades cuya dimensión no es entera, como la de un punto, un plano o un volumen, sino fractal? ¿Puede uno representarse espacios de dimensión fraccionaria, entre el plano sobre el que se dibuja y el volumen que se ve, se toca o se siente? El camino fractal de representación pasa por estos espacios en que la cuestión se pierde y se ilumina, es decir se resuelve.

Recordemos los conjuntos borrosos: la cuestión de la pertenencia caía entre uno y cero y también la cuestión de la

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verdad. Aquí, la cuestión de representación flota igualmente entre los valores enteros tradicionales. No corresponde al orden de la decisión sino al orden del pasaje. Es el viaje de Zenón. Lo que quería mostrar.

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SEGUNDOSPASAJES

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Obstrucción:laepistemología

Se puede dar vuelta en torno a la ciencia como en torno a una cosa para percibirla mejor. No por ello se nos entregan la ciencia o la cosa tales como son, pero al menos aprehendemos sus múltiples perfiles.

Hará apenas veinte años, un único discurso se arrogaba el derecho de hablar de ciencia: los manuales que lo sostenían se titulaban lógica, vaya usted a saber por qué. La lógica antigua, la de Aristóteles, de los estoicos o del Medioevo, es, en efecto, una disciplina formal de larga vigencia; la lógica matemática, la de Leibniz, Boole o Russell, es una segunda lógica; pero la lógica en el sentido de los cursos franceses de filosofía, hasta mediados de siglo, en el sentido de las oposiciones y de los inspectores, lejos de ser una lógica no era más que una charla de comentarista sin exactitud ni consistencia. Una charla, sin embargo, que describía los resultados y métodos, suministraba normas a las teorías y demostraciones, juzgaba el valor del saber, trataba de fundar el conocimiento y concluía con una moral que hoy nos haría reír si no fuera para llorar.

La situación de esta lógica, por más abusiva que ahora nos parezca, no era, no obstante, tan extraña. Si, en vez de la ciencia, usted coloca textos de literatura, si los comenta a la manera en que dicha lógica discurría con suma seriedad sobre teorías y métodos, obtendrá de pronto el curso de francés. En él también se resume, también se escogen fragmentos, se describe, se clasifica, se enjuicia y se acaba por moralizar. En él se contempla la vida de los grandes hombres. Son cursos de comentarios, cursos de explicación: por un lado, la crítica en el sentido de Bayle y Richard Simon, la crítica en el sentido de Immanuel Kant, deriva paulatinamente hacia un estado lánguido y produce lo que se llama crítica literaria; por el otro, la lógica, en los bellos sentidos de que hablé, termina en aquellos manuales de preparación para el bachillerato. Lo esencial aquí es preservar un oficio, profesionalizarlo

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mediante repetición y reproducción: quien no puede, quien nunca pudo inventar un teorema, un protocolo, una experiencia, quien no sabe, quien nunca supo escribir un poema, un guión, un relato, puede y sabe, en última instancia, explicar, comentar algo ya producido. O contar la vida de los autores, o editar fragmentos escogidos y obras completas. O describir las condiciones del descubrimiento. Así es como los profesores, amparados contra todo riesgo por el espesor de la crítica, matan decididamente toda creación.

La «lógica» era a la ciencia, teorías y métodos, lo que el análisis lógico a la lengua y a la gramática. Principales y subordinadas; hipótesis y conclusiones. Era el mismo intitulado, el mismo tipo de operaciones, era la misma pantomima de rigor. En ambos casos, se clasificaba elementos de sintaxis. Con medio siglo de intervalo, impacientes por esos esquemas, algunos buenos espíritus hicieron una pequeña revolución de palacio: se trataba de sumergir en la historia esas clasificaciones abstractas en demasía, de ahí un muy logrado efecto de concreto. Así nació la historia literaria, así nació, algo más tarde (o más temprano) la historia de las ciencias. El objeto-texto es captado en el tiempo, el de su autor, su clase, su grupo, su lengua y así sucesivamente, el objeto-ciencia es captado en el mismo tejido o el mismo flujo. Nuevo modo, del todo paralelo, de discurrir sobre dos objetos perfectamente sustituibles. Muy pronto se nota, aunque todo tiende a ocultarlo, que las polémicas suscitadas en y por la historia de las ciencias reproducen aquellas que ocurrieron u ocurren a propósito de las literaturas: papel y lugar de las ideologías, súbita emergencia de escuelas o paradigmas, determinaciones externas de núcleos sólidamente definidos, independencia o no de determinados núcleos internos, etc. Vea usted cómo se parecen los propios residuos: en ambos casos, se acumulan condiciones necesarias sin que nunca se alcance la suficiencia, en ambos casos todo se explica, salvo por qué es bello, salvo por qué es verdadero. La historia de las ciencias, la última nacida en el campo de las historias, a pesar de la especificidad de su objeto, no se ha distinguido mucho de todas sus predecesoras.

Todo sucede como si las opciones del comentario se movieran muy poco por el cambio de lo comentado. El ritual de los comentaristas es crasamente invariante, aunque el texto a leer se extraiga de las Santas Escrituras, de las escrituras ilustradas, geniales y laicas, de los archivos o artículos de ciencias, aunque el objeto sea sagrado, bello, exacto, riguroso,

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preciso, verificable o que sólo exista como huella, y marca. Siguen peleándose más o menos por las mismas razones y detrás de las mismas armas. Así usted encontrará sin dificultad a los Richard Simon, Lanson y Brunetiere en historia de las ciencias, a los Bayle y los Monsieur Langlois. Los había en igual cuantía, y de las mismas escuelas, en la hermenéutica sagrada o en la historia general. Al arrebatar el sitio a los sacerdotes, los profesores adoptaron de inmediato su lenguaje, y aunque los nuevos cabalistas hayan cambiado de pretexto, no por eso cambiaron de costumbre. La misma distribución de escuelas y puntos de vista se halla por doquier: aquellos que formalizan, aquellos que prefieren historicizar, los de la condición, los del número, los del sentido, los del discurso tal como está escrito, los del signo, los del referente ... Desde la enseñanza rabínica o las escuelas medievales cristianas hasta el tratamiento docto de las historias, literaturas o ciencias, cambian por cierto las cosas, pero quizá no las maneras de darles la vuelta, las maneras de «aprehenderlas».

Se puede dar vuelta en torno a la ciencia. La «lógica» y la historia son dos estaciones de ese recorrido. Pero ya hemos aprendido que el viaje no es original, que muchos otros, que daban vueltas en torno a un objeto muy distinto, ya lo han hecho. Hay que saber también que esos puntos de vista son compatibles entre ellos, pero quienes los sostienen son inconciliables. Como decía Rousseau, los expertos tienen menos prejuicios que el hombre de la calle, pero se aferran a ellos con más furor. Nada más opuesto a un historiador que un formalista, y a la inversa. Nadie más hostil a un teólogo que otro teólogo, a un comentarista que otro comentarista. Cuando no se inventa, ha de investirse la energía en alguna parte. La excomunión y la herejía son conducta o estado de parásitos y no de productores: ya existe un objeto y todo el problema radica en ponerle la mano encima impidiendo que otro lo haga. Si se tratase de producir el objeto, no habría tantas polémicas. De hecho, se trata de «aprehenderlo», apropiárselo. Cierto es que se da la vuelta al objeto: pero también, pero sobre todo para saber exactamente por dónde cogerlo, por dónde asegurarse su propiedad exclusiva. Los expertos o especialistas tienden a volverse poseedores. El lógico habla de ciencia, el historiador de la ciencia también, pero ninguno de los dos la produce.

La situación interior del productor le prohíbe ver las cosas globalmente, le quita tiempo para hacer algo más que no sea

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producir, le impide pensar en los fines de su estado y su función. A este respecto, el positivismo, esa filosofía donde se pregunta cómo y se evita el porqué, es la filosofía que se vuelve necesaria en la situación del trabajador, del investigador, del hombre de pruebas o de laboratorio. En cambio, basta con escoger uno de los puntos de vista del exterior para estar en situación de intervenir. En vez de encontrarse en el grupo que está evolucionando, el comentarista, a distancia, tiene tiempo, espacio, vista, está en el proyecto más que en el producir. Lo llamo comentarista por comodidad. Lo he visto lógico u hombre de historia. Pero puede ser sociólogo, puede ser sociohistoriador. En tal caso analiza la comunidad científica y las colectividades locales que la componen como si de grupos o clases cualesquiera se tratase. Cómo se forman y encuentran coherencia, cómo se divide el trabajo, cuáles son las leyes de competencia que asolan, qué tipos de desigualdades irrumpen en su seno, etc.. He aquí un nuevo punto de vista, una nueva captación mucho más fuerte que las evidenciadas por el historiador, de los períodos muertos, o por el epistemólogo. En efecto, ese colectivo dedicado a la razón o que ostenta más bien el monopolio de la definición de la razón, está a su vez inmerso en el colectivo corriente. De él le llegan todas las determinaciones concebibles e intenta, a cambio, otorgar eficacia a su fuerza, a sus coerciones originales. A fin de cuentas, se comporta como cualquier otro grupo, cualquier otro grupo de presión. En el interior de este colectivo corriente, y no excepcional, la toma de poder, la carrera de los honores, la competencia, el sometimiento de los más débiles y la exclusión de los marginales, son condiciones ordinarias que sólo diferencian a los científicos de los demás hombres en el hecho de que, a veces, éstas son más refinadas, más astutas, más crueles. Que no sean bestias no significa que aquellos hombres sean ángeles. Pero puede suceder que lo sean para cubrir sus pasiones banales con razones teóricas sublimes: es su lado sacerdotal o pastoral. Nada más usual para un sociólogo, nada más prosaico para un novelista. El acceso a los cargos superiores recompensa siempre a los más dotados por la naturaleza o por el medio para el ascenso social, y raras veces al mejor cualificado en su especialidad, de ahí pues dos poblaciones: los que trabajan y no hacen más que esto, ésos saben y son sabios, y los que administran y corren tras los cargos, se reúnen y se unen, éstos gobiernan, sin saber nada más. La situación interna reproduce la situación exterior. No es para asombrarse del parecido entre los príncipes de la

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ciencia y los príncipes corrientes del mundo. Tan incultos y bárbaros, tan hinchados de suficiencia y de voluntad de poder. La ciencia como colectividad traza un campo de fuerzas en lo colectivo, y a su vez está atravesada por un campo de fuerzas de esta índole. Al igual que un pueblo corriente por donde pasean los acostumbrados profesionales del poder. Es interesante, aunque del todo escandaloso a los ojos del lógico, ver cómo se desprenden invenciones y resultados a lo largo de esas líneas de fuerza. El viejo dogma inexpreso de la independencia del saber exacto, riguroso, respecto a la historia de su emergencia y a las relaciones, de aquellos que lo producen, se topa con tantos contraejemplos como se quiera. Pero también encuentra su contradogma reductor: para él, todo el saber podría ser inducido o deducido de sus condiciones sociohistóricas. A lo que puede replicarse lo que se debe objetar a cualquier dogma: ¡hágalo pues! Induzca, deduzca usted, no se detenga. Si aquellos que lo detentan fuesen capaces de ejecutar en la práctica su teoría, he ahí que serían inventores en historia de las ciencias y en ciencias. Créame, eso se sabría. En ese sitio lloverían premios y medallas. Todo el mundo acudiría allí donde la inteligencia hubiese sido, al fin, trivializada. En suma, tan cierto como que la ciencia no baja del cielo es que no se ha encontrado aún guía o mapa alguno para la invención. Y la producción de conceptos sigue siendo escasa. Pero, entre ambos dogmas, si no sé con certeza por dónde pasa la ruta exacta, sé, en cambio, por dónde pasa la del poder y la de lo operatorio. Basta con seguir las huellas del hombre político, aquel que quiere apropiarse de un factor de poder. Su práctica muestra que no cree en el dogma de la independencia. Decide y financia aquí y no allí. Pues da por descontado la obtención de ciertos resultados. Apuesta al contradogma. No estoy diciendo que tenga razón, le veo actuar. Le veo convocar expertos. Veo cómo los elije. Coge unos cuantos Nobel para cartel, para que su reunión sea plaúsible y legitimada, los rodea de consejeros y financieros. La política de la ciencia queda en mano de los políticos, de los sociopolíticos. Sé de algunos que fallarían en una de las cuatro reglas. La ley de la ignorancia regresa una vez más. Podíamos, a gusto, reímos de los epistemólogos que hablan sin saber, o de esos historiadores que estudian la mecánica del siglo XVII a falta de entender la del XVIII, esto no tiene secuelas, el ridículo nunca mató a nadie, a pesar de lo que se diga; ya no se puede reír tanto de los consejeros y ministros que afirman sin pestañear que la ciencia es un asunto demasiado serio para dejarla en manos de los científicos. ¿Y qué clase de seriedad

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es la suya? ¿Cuál es la seriedad de sus reuniones y sus discursos? La de las estadísticas y del gancho de las finanzas, las armas, la bomba y el apocalipsis. Gestionan, rigen, financian, deciden, dirigen. Éste es el reto del poderío y del poder. Todos los maestros dijeron siempre que la fábrica es un asunto demasiado serio para que esté en manos de los obreros, que la tierra es demasiado grave y pesada para los campesinos; es el argumento de la esclavitud. Es el argumento del dominio. Hay que saber ciencia para dominar el mundo, no es necesario saberla para dominar la ciencia. Y así es como los que tienen entre manos el dominio pueden ser fantoches o monigotes, cuando en ese lugar peligroso se requerirían sabios entre los sabios.

Cuando nos propusimos dar vuelta en torno a la ciencia, al comienzo no se trataba más que de lenguaje. Me parece que ahora puede entenderse por qué la disciplina de partida se titulaba «lógica». Sólo era cuestión de lengua, en efecto, de logos, y quienes hablaban de ella ostentaban el título y la función de profesores. Nada más. Se hubiera podido —se ha hecho, aún se hace— llevar la estrategia hasta la lingüística de la ciencia. Estudiar sus discursos como discursos, refinar el análisis del sentido, de las significaciones. Las escuelas no han faltado en esto, hasta la semiótica. El paralelismo con el comentario literario o con cualquier discurso segundo, reflexivo o crítico, como vemos, se renueva. Todo el arte del comentario se desplaza en bloque, al margen de lo comentado: arte o ciencia, política o religión. En resumen, sólo se trataba de lengua, o de hablar de la ciencia (respectivamente, de cualquier otro objeto textual). No se trataba más que de juzgar, a lo sumo, en valor de verdad o en términos de sentido. Pero cuando los políticos o consejeros hablan de la ciencia (o, respectivamente, de otros objetos) las apuestas se vuelven más pesadas. Ellos organizan, financian, deciden. La cosa aquí es demasiado seria para dejarla en manos de los profesores.

Así pues, el recorrido no sólo ha reconocido lugares teóricos, disciplinas o instancias, sino que también se ha encontrado con hombres: el lógico en el sentido tradicional, moderno o contemporáneo, el lingüista y el analista, el historiador en el sentido corriente, y así sucesivamente. Supongamos pues la serie canónica de los comentaristas: cada uno es a su escuela lo que un animal a su nicho ecológico, dueño exclusivo, señor propietario, celoso y desdeñoso para con el vecindario. Esto reproduce perfectamente las

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situaciones usuales de la enciclopedia, imperio dividido entre generales. De modo que quienes pronuncian el discurso crítico no son muy distintos en su comportamiento de los individuos o grupos que pronuncian el discurso directo. Pero surge todavía una segunda serie: la antigua ciencia de las ciencias se divide, de hecho, en lingüística, sociología, psicosociología, historia, prehistoria, antropología, y qué sé yo. En otros términos, el discurso segundo, crítico, no es sostenido por una metaciencia, una instancia o colectividad exterior a la ciencia, sino por una parte de ella misma, la que solemos llamar ciencia humana. Y el discurso segundo, reflexivo o crítico, quizá esté usurpado. Pues, ¿en nombre de qué ésta u otra parte del saber se arrogaría el derecho de hablar de todas las demás? Mejor aún, cuanto más estatuto científico tiene la sociología de la ciencia, por tomar un ejemplo al azar, tanto más es ciencia como aquella de la cual habla, y más se puede reiniciar sobre ella la operación que acaba de intentar. Muchas de las ciencias humanas, cuyo pórtico está atestado de escombros, barren con esmero el umbral de las demás ciencias, donde escasea desde hace lustros la basura. El vago e inexperto discurso sobre la falta de exactitud o rigor de saberes rigurosos o exactos es habitual y sin embargo nadie puede clavar un clavo de hierro con un martillo de lana. No veo ahí únicamente problemas de método. Veo sobretodo un conflicto de facultades. En cuanto nacieron, dichas ciencias humanas empezaron a ocupar el espacio de la enciclopedia. A conquistar su lugar y sitiar los lugares vecinos. Cierto es que en aquellos tiempos las ciencias naturales, por decirlo rápido, eran dueñas de esos lugares. Dueñas del saber y dueñas del mundo. Desde el Renacimiento hasta Renan habían conquistado, con lucha de alto vuelo, todo el espacio. Lo que ahora denominamos crisis del saber es este conflicto de facultades Las recién nacidas acometen contra las ciencias naturales, las interrogan, las critican, les piden cuentas. El sabio héroe del siglo pasado fue el físico, hoy es el economista. Fue químico o biólogo, ahora es jurista o historiador. Ahora bien, si la física poco dice de la economía, a la inversa se puede, se debe estudiar la economía de la física; la bioquímica nada sabe decir del colectivo o de la historia, apenas empieza a hablar de ellas, pero la historia o la sociología de la química y la biología son inmediatas y operativas. El conflicto, de repente, es asimétrico. Por un lado, la crítica sólo se ejercita sobre su terreno autóctono, por el otro la crítica es el ejercicio mismo del nuevo saber. El poder, entonces, comprende de qué lado se inclina la balanza. El

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dominio del mundo es bien poca cosa comparado con el dominio de los hombres. En los comienzos de las ciencias naturales, se había anunciado para mañana el amo y poseedor de la naturaleza. Al albor de las ciencias humanas, nadie grita de espanto ante la idea del amo y poseedor de los hombres. Y sin embargo, viene como vino el otro. Peor, se le espera. Tanto más esperado cuanto que el dominio completo de las cosas del mundo comienza a transgredir nuestras esperanzas, que no es lo que Descartes había querido, lo que nuestra era clásica había proyectado, cuanto que el mesianismo sansimoniano o cientista hoy nos parece ingenuo y peligroso, que la ciencia está fracasando en su vieja vocación civilizadora, que Hiroshima no es un accidente fortuito, que el dominio racional del mundo en nada modificó la servidumbre de los hombres sino que la ha agravado, puesto que se ha convertido en su instrumento. Las ciencias humanas nos hacen esperar el dominio de este dominio. No sea usted ingenuo dos veces. Considere, por el contrario, cómo el hombre político se forma ante todo en la economía, la sociología y las estadísticas. Se acerca a las ciencias humanas, en donde hoy yace el poder. Vea usted el mundo después de tres siglos de saberes y tecnologías físicas... ¿ Puede decir en qué estado se encontrará el grupo humano después de tanto tiempo de ciencias sociales? ¿Después de que los dominadores hayan ejercido el poder en nombre de ese saber?

Las ideologías, las teorías, las religiones, las ciencias han acunado siempre nuestras esperanzas mientras cumplían una función crítica; siempre fueron atroces en cuanto tuvieron el poder. Lúcidas y generosas, primero, implacables luego. Esta ley no tiene excepciones, hemos pagado lo suficiente por haberla aprendido. ¿Por qué quiere usted que las ciencias humanas sean, precisamente, una excepción?

¿Ha concluido el recorrido? No, tal vez apenas comience. Hemos reconocido y encontrado hombres y grupos. Inmersos en conflictos cada vez más acuciantes, con retos más agobiantes, con problemas más graves. Raras veces la palabra del profesor ha matado a hombres; la del político se compromete a hacerlo, por definición, puesto que ejerce exactamente la violencia legitimada. Mientras la ciencia sea objeto de un discurso, el trabajo es una obra, un recreo, una

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diversión, casi un arte; si se convierte en instrumento de poder, ahí está la muerte.

Un lugar, entonces, permanece vacío, y aquellos que lo ocupan siempre están ausentes. Ahí donde surge la pregunta más banal y rara, la más apremiante y la más eludida: ¿porqué? O también: ¿para qué? No espere usted que aquellos que hemos visitado en su nicho fijo la planteen jamás, con ello peligrarían su oficio o su extorsión. Y sin embargo, hay que decidirse a plantearla. ¿Qué hemos ganado con una empresa iniciada hace ya dos milenios y medio en la luz griega de las idealidades geométricas, reiniciada en el Renacimiento, acelerada, exasperada, universalizada desde la revolución industrial hasta el presente? ¿Hacia qué se dirige? ¿Y acaso podemos orientarla? Si pudiéramos, si tuviéramos que orientarla, ¿hacia qué objetivos? En otros términos, ¿qué hacer? Liberación o muerte, independencia o esclavitud, existencia o aniquilación: cuando se nos pregunta si hay que darlas, intercambiarlas (suponiendo que nos pertenezcan, suponiendo también que se nos permita dar o intercambiar), más nos valdría saber lo que se da.

Trátase de finalidades. ¿Quién puede decidir sobre esas finalidades? ¿Quién puede conocerlas? Todo concurre a cerrar el lugar y expulsar a quien lo ocupa. Por la mera e interna razón, primero, de que el curso de la ciencia es imprevisible. Afortunadamente. Ningún método condujo jamás a una invención. Más bien la bloquea. Cuando éste existe, explota las posiciones adquiridas, acentúa el conservadurismo. Nadie pues sabe hacia qué se dirige el descubrimiento. En la ciencia, todo puede preverse, administrarse: la ganadería, las oposiciones, la financiación, el correo, la jerarquía, las aplicaciones, el secreto ... , todo salvo la invención, todo salvo su propio genio. Eso es tan cierto que de ello se pueden sacar buenas definiciones: el núcleo residual de la ciencia es sencillamente lo que no se puede prever ni administrar; la ciencia no es más que lo nuevo; habría que encontrar otro vocablo para designar lo previsible, y para movilizar al mayor número. En pocas palabras, ahí la invención resulta a menudo desfasada respecto a la esperanza. Eso describe una historia, lo que tengo ganas de llamar una verdadera historia, con sus azares y sus circunstancias. Y que, por lo tanto, escapa a las finalidades decididas. Pero todavía no se trata de eso. Aun cuando la historia se congelara, la otra pregunta quedaría entera: ¿por qué?

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Podemos en parte responder a esto. Podemos asignar finalidad local. Claro está, incluso demasiado claro, que la hidrodinámica y sus aplicaciones, sondeos y bombeos, pueden suministrar agua donde no la hay, que la técnica de la vacuna puede erradicar tal o cual enfermedad, que la química de abonos puede mejorar el rendimiento de tal o cual cultivo hortícola, está claro incluso que éstos son avances. No se necesita, para valorar cosas semejantes, un moralista profundo o un sabio. Hay que actuar, y rápido. Si no se tratase más que de cuestiones locales, apenas se plantearían. No es el caso. Las finalidades locales se combinan entre ellas de modo muy complejo, de suerte que el dominio singular, aquí y ahora, se pierde y plantea problema. Sucede a veces que de una solución nazca un nido de problemas. Inclusive en los casos más favorables: agronomía, medicina, física de suelos. Y aquí no contemplo las condiciones reales, sociales, económicas, políticas de la solución. Digo reales por tradición, quería decir humanas. Las condiciones naturales, por supuesto, son igualmente reales. A fin de cuentas, somos remitidos a la finalidad global. Es la que nos interesa. Y es la que está en juego. Si bien es cierto que la intervención científica ha contribuido sobremanera a transformar las sociedades industriales, es dudoso que haya cambiado la naturaleza de sus problemas fundamentales. No ha habido menos masacres en la Europa docta del siglo XX que en los mismos lugares, cuando estaban cubiertos por el antiguo bosque. Todo sucede más bien como si la intervención científica, a la manera de un coeficiente, hubiera acelerado su carrera, reforzado su urgencia. Hubo muchas más masacres en la Europa docta, más rápidas y sin errar el golpe. Todo sucede como si la ciencia, cuantitativa, produjera más crecimientos que transformaciones. La rana se vuelve una rana enorme, mientras que su deseo era volverse buey. La cantidad crece, las soluciones son más eficaces, pero los problemas aumentan en vez de desaparecer, se trasladan en vez de ser resueltos.

Lo que acabo de escribir es discutible. Se puede discutir pero no decidir. Eso equivale a decir que las finalidades globales están fuera de alcance. ¿Quién puede juzgar, quién puede zanjar la cuestión? Los que parecen faltar en el lugar vacío. ¿Moralistas? ¿Deontólogos? Títulos y personajes irrisorios, que no sirvieron sino como máscara para la fuerza. Quien todo lo tiene, también es dueño, como suele decirse, de su conciencia, de la moral y de la razón prudente. Quien pudiera juzgar, quien supiera decidir, podría combinar las finalidades locales y dominar los procesos. Y este es el Dios de Laplace, de los

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sabios y los filósofos. La pregunta ¿qué hacer? ¿porqué? en esas materias como en otras, encuentra respuestas locales, diferenciales, limitadas, no es integrable. No tenemos, quizá nunca tendremos, respuesta global. El lugar vacío es el del Saber Absoluto. El filósofo lo abandonó poco después del teólogo.

El lugar vacío es el de lo Universal. Pedimos que se ocupe; también pedimos que sea exterior a la ciencia, puesto que planteamos la pregunta por qué, puesto que esta pregunta hace del saber global un medio. Ahora bien, la ciencia era justamente la que ocupaba este lugar de lo universal, sólo la ciencia lo había conquistado, desde el advenimiento de la modernidad. Sólo ella es universal, en su teoría pura y su lenguaje, logos matemático comprensible de derecho por doquier, por doquier decible, sean cuales fuesen las lenguas positivas, y por doquier persuasivo sin violencia. Sólo ella es universal, por su práctica de un tipo de real verificado, puesto que libera las propias leyes del universo, bajo cualquier latitud. Así es como la vieron nuestros padres, así es como la hemos creído. Y por ello el siglo XVIII europeo celebró las Luces. Y por ello el siglo XIX escribió sobre el Saber Absoluto. El Dios de los clásicos, el de los sabios y los racionalistas ya no deposita en la historia más que uno de sus viejos atributos, el Pensamiento. Lo Absoluto ya no lo es más que bajo la especie del saber. Lo Absoluto no es más que la Ciencia.

¿Cómo juzgarla, puesto que detenta el último lugar, desde donde todo se enjuicia? Ella lleva pues en su flanco sus propias finalidades (es decir las nuestras). Ella piensa, dice lo cierto, sabe, como se dice, adónde va. Y por lo tanto, nos guía. El cogito pasa del individuo al saber. Si bien la Historia, con sus determinaciones, sigue siendo su condición, eso no cambia mucho las cosas: la historia misma comporta sus propias finalidades. El optimismo de nuestros predecesores románticos cabe en una palabra, el Movimiento. Nunca se vio movimiento alguno que no conlleve su propio fin. Un sistema global, como el Saber o la Historia, lo es en tal medida que no posee ninguna referencia exterior. Y es, por consiguiente, autorreferenciado. Lleva pues en sí mismo su finalidad. Los fines están implicados en el propio movimiento, en el saber mismo, en sus transformaciones, en las transformaciones de la historia. Y eso es exactamente lo Absoluto. Nuestros padres no sólo inventaron el movimiento perpetuo, sino también el movimiento absoluto.

La emergencia de las ciencias humanas y el conflicto de facultades resultante asestó un golpe mortal a un optimismo

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que puede llamarse laplaciano. El presente de la ciencia es asaz conforme con lo que preveía Renan cuando escribió su Porvenir. Pero no sólo se trata de Academia, o de ideas muy puras. Hay que reconocer que la economía ofrece más medios para conducir y engañar a los hombres que la física o la química. La retórica del poder ha perdido sus cartas para ganar sus cifras. El príncipe del día ya no pide sus luces a Newton más allá de Maupertuis o Voltaire, sino a la sociología en el sentido de Auguste Comte. Es positivista, rodeado por positivistas. Esto revela su época. Así son por doquier. Ello les permite sobre todo no plantearse nunca la pregunta por qué, sino siempre, indefinidamente, la pregunta cómo. La política es positivista, también ha eliminado toda finalidad. No sabe qué hacer ni por qué, sabe (?) cómo funciona. La política de la ciencia, en particular. Pero todo el mundo sabe ya que no es porque eso ande que uno puede fiarse ciegamente de aquello hacia lo cual eso anda. La política, no hace mucho, preveía un poco. Ahora, gana tiempo. Gana seis meses, o tres semanas, o el fin de semana. ¿Sobre qué pérdida gana esos días? ¿Sobre qué pérdida irremediable?

Antes de que se le expulsara de su lugar, el Saber

Absoluto nos había dejado en herencia, y como fruto de su paso en el espacio de nuestras esperanzas, un segundo atributo del Dios de los clásicos, la infinita potencia, el Arma absoluta. Lo universal como saber había generado lo universal como poder, o sea como destrucción. En tanto el primero permanecía inalcanzable, el segundo se volvía alcanzable. Y, sin embargo, a este último no se le expulsa tan fácilmente de su lugar como se hace con una sencilla idea de filósofo o de sabio. Muy al contrario, es este absoluto, el último en aparecer, el que nos expulsa del futuro, contra el cual los príncipes de este mundo intentan ganar tiempo.

Ya no podemos ocultarnos que el futuro pertenece a la destrucción universal. Ahora el saber ha vuelto transparente su finalidad. Esta no se veía en los tiempos de optimismo, era lo ignoto de la ciencia, era precisamente lo que volvía absurda la idea de Saber Absoluto. Al legar al poder su universal, la ciencia ha vuelto absoluta la violencia. En esta cosa, en este objeto: el arma absoluta, concurren la ciencia y la potencia. Ahí está, ante nosotros, es nuestro futuro. Ella es ese dios de los contemporáneos que prohíbe, amenazándonos con sus rayos, que jamás planteemos la pregunta ¿para qué? Sí, para

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eso era. Para someternos a este dios, que por fin puede llamarse el Mal radical, por emplear todavía la lengua de los clásicos. O, simplemente, la muerte.

Desde entonces, pululan los lugares en torno a la ciencia. El del teólogo que lee por doquier los atributos de los viejos dioses monstruosos, el del metafísico que hoy sabe del peso de los antiguos juegos sobre lo absoluto y lo universal, el lugar, en fin, del filósofo según Los Álamos.

Éste habla con prudencia del saber. Ha perdido confianza. Ha perdido confianza en aquellos que hablan del saber y en aquellos que lo administran. Ha perdido confianza en sus propietarios. De ellos, la ignorancia es el defecto menor y la voluntad de poderío su exceso corriente.

La ciencia ha empujado al poder hasta los últimos límites de su lógica. Hoy día los déspotas universales son paradójicos: sólo pueden serlo con la condición de su destrucción. La historia entera vacila y retiene sus novedades ante ese muro incontorneable. Al pie de este muro todos somos esclavos, sin distinción de etnias, continentes o culturas. O bien, con relación a ese futuro, lo más desarrollado no es, en verdad, sino lo más avanzado, como decimos de las frutas y de las carnes.

Ahora veo lo que hace obstrucción al paso hacia lo global. Me salta a los ojos.

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Historiadelasciencias

Consideremos un muelle y señalemos que Turgot lo consideraba en estos términos: «Ocurrirá con la fertilidad de la tierra como con un muelle que uno intenta tensar cargándolo con pesos iguales. Si este peso es ligero y si el muelle no es muy flexible, la acción de las primeras cargas podrá ser casi nula. Cuando el peso sea lo bastante fuerte como para vencer la primera resistencia, veremos cómo el muelle, de un modo sensible, cede y se dobla; pero cuando se haya doblado hasta cierto punto, resistirá más a la fuerza que lo comprime, y un peso cualquiera que lo hubiera doblado una pulgada ya no lo hará doblar más que media línea. El efecto disminuirá así más y más. Esta comparación no es del todo exacta pero basta para dar a entender mi idea: cuando la tierra se acerca a lo máximo que puede producir, un gasto muy elevado aumenta sólo muy poco la producción.» Olvidemos la tierra y la agricultura, al menos de momento, y conservemos el modelo mecánico y su ley aproximada que denominamos el modelo y la ley de los rendimientos no proporcionales, desde las Observations sur la mémoire de Saint-Péravy.

He ahí una máquina, descrita en la era de las máquinas y los equilibrios estáticos. He aquí ahora un motor, para la era de los motores. Es bien sabido que, al alcanzar una velocidad determinada, un gasto de carburante que lo hubiera elevado al régimen de un intervalo tal o cual ya no lo eleva más que una leve parte de este intervalo. Una vez más disminuyen los efectos al crecer los gastos. El rendimiento no es proporcional. Para un modelo dinámico, y tal vez termodinámico, nos aproximamos a una circunstancia semejante. Podemos trazar una primera curva de rendimientos llamados decrecientes.

De buen grado llamo a la aeronave Concorde un final de serie. En el supuesto de que quisiéramos ir más rápido, pronto deberíamos expulsar a todos los pasajeros para dejar lugar a los tanques de queroseno. Dicho de otro modo, para adquirir

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un poco de velocidad hay que consentir mucho más gasto. Y este «un poco» decrece mucho, cuando este «mucho» crece enormemente. A lo sumo, transportaremos de manera óptima, con la condición de no transportar nada en absoluto. Y esto es lo que sucede en la aviación militar, mucho más rápida y avanzada que su homóloga civil, pero que no lleva nada más que un operador y la muerte. Es sabido que en pro de la muerte ningún sacrificio se rehúsa. Así, el Concorde no puede tener hijos, al menos de descendencia directa, a causa de una relación de máximo a mínimo. Este utensilio sólo progresa con la condición de que olvide su utilidad y borre paulatinamente aquello para lo que está hecho. Que funcione por funcionar. O para ser vector de muerte. Esterilidad o guerra. Es sabido que, en materia de producción militar, ya no cuentan la rentabilidad, el rendimiento. La contrapartida, por desgracia, es menos sabida: cuando un rendimiento decrece en grado sumo, la producción se lanza entonces hacia la muerte, y ya no interesa más que al arte militar.

¿Es general la ley Concorde? Supongamos que, en una ciencia determinada, por ejemplo las matemáticas, quisiéramos demostrar un teorema fino, una conjetura antigua, probable pero hasta ahora dejada sin prueba. Supongamos también que, para establecerlo, tuviéramos que construir una tecnología muy pesada, tal vez nueva pero muy compleja y difícil, y sobre todo exclusivamente destinada a dicha demostración. Se produciría un gasto máximo para un rendimiento local. Esto ha sucedido, al contrario de ciertas épocas en que un método relativamente sencillo devoraba en un santiamén inmensas áreas de la disciplina. Y se trata, una vez más, de un teorema Concorde.

Consideremos la inversión de lo máximo y lo mínimo. Al comienzo de una generación —empleo este término a propósito por sus múltiples sentidos—, muy pocas ideas, muy pocas hipótesis, o un modelo con un mínimo de complejidad producen un máximo de rendimientos en un tiempo muy corto y procuran con igual rapidez la adhesión de los investigadores (volveré sobre este último punto). Desde entonces, el rendimiento es excelente. Leibniz decía que la creación del mundo tuvo lugar según esta ley del mínimo de gasto para el máximo de efecto. Hablaba como teólogo. Si traducimos esta ley científica, devolviéndola a su lugar de origen, la ciencia,

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vemos de inmediato que hay que decir: cuando existe esta relación de máximo a mínimo entre unos resultados y la tecnología que los hace factibles, entonces y sólo entonces hay creación. Y dado que sólo se usa este término para la relación, por completo indeterminada, entre la producción del Todo y lo dado de Nada, nos limitamos a decir: invención, sin darle mucho peso a esta palabra. Dicho de otro modo, el comienzo de una generación es asimismo ese lugar donde la curva de los rendimientos se encuentra lo más cerca del eje vertical.

Poco a poco la curva tiende a arquearse. Pasa a través de una fase media, en la que el gasto crece para resultados aún importantes. Debe entenderse el gasto en todos los sentidos posibles: no sólo la metodología o la tecnología, su complejidad en cuanto al número de elementos en juego y sus combinaciones, sino también la masa de investigadores movilizados, el volumen financiero invertido, el tiempo dedicado a este trabajo. etc. Asimismo, hay que contar como resultados no sólo la explicación, la aplicación y la publicación, sino también, quizá, y volveré a hablar de esto, la parte del público interesada, o apta, si acaso, para comprender su perfil. Su importancia decrece como el rendimiento. La curva, entonces, se aplana mucho y se dirige hacia lo que he llamado finales de serie. Sigue creciendo, pero más lentamente que cualquier función potencia. El esfuerzo se maximaliza para una fecundidad decreciente, y en esta generación como en esta referencia, deben de consentirse unos costes cada vez más fuertes para obtener rendimientos cada vez menos relevantes. No por ello el proceso se detiene; otras coerciones, y a veces de las más fuertes, pueden hilar su perpetuación. Cuando el número de investigadores ha aumentado mucho, cuando una o varias instituciones se han organizado para explotar el filón, cuando una jerarquía se ha impuesto por la cizaña, la inercia de este movimiento es enorme, y sirve de relevo a la dinámica inicial. Todo induce a proseguir un camino que se ha vuelto estéril por la inversión de la relación motora máximo-mínimo. Y la ideología es esta misma inercia, O, por lo menos, su discurso.

La curva propuesta indica las producciones en ordenadas. Contabiliza, en las abscisas, el conjunto de sus condiciones. El término condición disimulaba un verdadero problema al impulsar el análisis hacia una lógica en la que difícilmente se diferenciaban suficiencia y necesidad, hacia una lógica lineal en todo caso. En cuanto se despliega este intento de evaluación sobre un plano, vemos cómo varía esta lógica y la

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propia eficacia de las condiciones. Ya no nos contentamos con regresar a lo condicional, lo cual nunca es decisivo para lo condicionado. Ahora bien, estos varían juntos, y de manera paradójica, puesto que el primero crece y el segundo decrece. Y la curva puede denominarse curva de las condiciones de producción.

Este modelo extremadamente sencillo y escogido con desenfado da cuenta de una cantidad de cosas, al menos, para empezar, en historia de las ciencias y las técnicas. El explicar el progreso por un decrecimiento tiene su chispa. Si volvemos, una vez más, a la revolución copernicana, debemos admitir la múltiple pesadez del modelo tolemaico final, y el alto costo que se requería de esa empresa para salvar los fenómenos. A cada acontecimiento local, por una circunstancia de detalle, casi por cada observación, se le había de sumar un nuevo álabe, un nuevo excéntrico y otro epiciclo, y volver a poner el sistema en obra. Lo puntual llevaba a retomar las cosas en su conjunto. El sistema global cambiaba de forma en cada ocasión: trabajo máximo, puesto que cada vez se comprometía el todo por un mínimo de explicación, la cual, esta vez, concernía a lo local. La curva de rendimientos decrecientes se situaba entonces en su última fase. Con la llegada del heliocentrismo o su retorno, dado que ciertos griegos lo habían propuesto, una sola idea, un modelo sencillísimo, hizo notar, como decimos, la diferencia. Ahora bien, esta diferencia es enteramente contable. Es, aquí, relación de lo uno, enunciado como hipótesis, y de lo múltiple en cantidad, aquellos fenómenos que se han de salvar. La relación se invierte respecto a la diferencia tolemaica: el único fenómeno a salvar mediante una rectificación de la multiplicidad del sistema. Tal diferencia se vuelve motriz, y el dinamismo del nuevo modelo es muy fuerte, aun cuando se sigue planteando el problema de su fidelidad a las cosas. Sabemos cuánto tendieron a perpetuar a Tolomeo las imposiciones socioculturales. Me inclino menos a pensar en una perversidad ideológica singular, que nos halaga porque ciertas polémicas siguen abiertas para algunos, según la época, que en un proceso totalmente corriente, el cual siempre y por doquier se reencuentra en las fases terminales de la curva. Una masa excesiva de personas, intereses, poderes, está involucrada en el asunto. Si los resultados objetivos, por así decirlo, son, de hecho, escasos y caros, el edificio que los administra y los parasita es enorme. Hasta podría denominar a esta tercera fase parasitismo y

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administración. Un inmenso edificio, incluso si ya no sirve de nada, exige perpetuación por su misma enormidad. De él dependen demasiados buscavidas. Hoy, como todo el mundo, sé de instituciones que hace mucho se despidieron de su fecundidad, inútiles, estériles, pero también de la dimensión de la Iglesia de aquellos tiempos, y que perpetúan con fuerza y sutileza la producción de discursos perfectamente improductivos. La defensa del universo tolemaico se hace menos por oscurantismo que por «economía». El parasitismo y la administración no son más que soluciones, malas pero existentes, al problema del paro. A veces bastan algunos trabajadores para salvaguardar las apariencias. Todos, efectos corrientes de la explotación. Para resumir: se sabe que la ciencia clásica se desarrolla con suma rapidez en el camino copernicano, desde Newton hasta Laplace. Newton está en la primera fase, y es la explosión, Laplace está en la segunda, y es el equilibrio construido. Pero se sabe menos que el problema de los n cuerpos, desde el caballero de Arcy hasta Poincaré, lleva la curva a su última fase, la complejidad máxima. Y volvemos al golpe a golpe: como testigo, la trayectoria de las naves del espacio. De ahí, las tablas de las que podemos decir que se parecen en mucho a las alfonsinas, o toledanas. Cierto es que la revolución copernicana no murió de eso pero sí llegó al final de serie respecto a la fecundidad. Si no hubiese sido por el relanzamiento de los militares, y la solicitación de fondos para las armas y para la muerte, podemos preguntarnos si todavía los astrónomos se hubiesen interesado por el antiguo sistema del mundo. Estos se abalanzaron en tropel sobre las cuestiones de astrofísica, es decir a otro lugar, sobre un problema distinto y un proceso totalmente nuevo. Y, precisamente, esta ciencia de relevo debe concluir en este momento su primera fase. Así, la sencilla curva de rendimientos decrecientes expresa bastante bien el triple desarrollo de la astronomía en un largo intervalo, y los tres renaceres que la escanden: Tolomeo, Copérnico-Newton y la astrofísica.

En la historia de las matemáticas, si se efectuara una valoración global de la relación entre métodos y resultados, debería construirse la misma curva. La ciencia griega utiliza como instrumentos las relaciones y proporciones. Por medio de eso que le servía de álgebra, ésta explora el campo de una geometría. De ahí nace una floración de resultados, de Tales a Euclides, pero se observa también con toda claridad cómo, a medida que nos acercamos a los últimos textos, crece la

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dificultad: para un teorema un tanto fino y sofisticado, la demostración requiere un gran número de mediaciones, una cadena de proporciones de tal longitud que no es, por parodiar una frase demasiado celebrada, ni sencilla ni fácil. El rendimiento de la razón griega decrece. La geometría helénica se pierde en las arenas por esta caída esencial de eficacia. Descontando a algunos destacados genios, desaparece en el comentario, él mismo extremadamente complejo. Después de Proclo, se hubieran, tenido que cerrar las puertas de la escuela de Atenas. La aparición de nuevos métodos permite resolver los mismos problemas con menos gasto, y a continuación plantear nuevos recorridos. He aquí la geometría algebraica o cálculo infinitesimal. Nueva explosión, en la era clásica, en la que se amontonan los resultados; le sucede la madurez del siglo XVIII, hasta Euler y Lagrange. Muy poco después, Galois describe el estado de las cosas en términos de desorden y dificultad para ir más allá. La matemática clásica se perdía de nuevo en los rendimientos decrecientes. El hecho de que continúe en su avance durante más de cien años no impide que, desde Gauss y Abel, se encuentre en posición de salida otra generación cuya madurez conocimos en el siglo XX. Ahora bien, al leer hoy en día ciertas novedades en que la tecnología vence, y de lejos, frente a resultados ya alcanzados y conocidos, o, por lo menos, conjeturados, se evoca acto seguido a los geómetras griegos posalejandrinos. Para no multiplicar sin necesidad los ejemplos, basta con examinar el estado contemporáneo de la física para admitir que ésta se encuentra en la fase extrema de rendimientos decrecientes: la inversión es enorme, aplastante la literatura, pero la historia marca el paso.

La primera parte de la curva es, históricamente, tan clara

como la última. Todo el mundo reconoce sin dificultad a los genios epónimos, Copérnico, Galois u otros, que irrumpen bruscamente en la complicación y esterilidad de los modelos con excéntrico o de un álgebra que jadea. Estos grandes epónimos son, por supuesto, prosopopeyas. Todo el mundo ha descrito esas revoluciones, sin tener en cuenta, a veces, la inercia de anteriores generaciones, sin medir, a veces, la amplitud del salto. Este puede ser nulo, puede ser inmenso. Puede que exista y puede que no. Entre el último griego y el reinicio de los clásicos, e incluso teniendo en cuenta la aportación árabe o helenística, el foso excede el milenario. Por

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el contrario, las fallas marcadas por Copérnico o Abel y Galois tienen una amplitud nula, ya que la antigua generación persiste largo tiempo antes de que toda la invención posible acarreada por las nuevas estrategias se vuelva productiva, incluso patente o eficaz. Los casos, referidos por doquier, de Mendel olvidado o de Wegener despreciado, lejos de ser excepcionales, son corrientes. Ocupan un foso colmado por el continuo de la antigua curva. Y la transformación se encuentra diferida. A veces porque la novedad no es todavía decidible y no, como se ha dicho a menudo, por la necedad o la maldad de los hombres. Es el caso, en efecto, de Copérnico, o el de Wegener. Tuvo que esperarse el advenimiento de la óptica en un caso, y el del paleomagnetismo en el otro. De ahí el tiempo de latencia que separa a Copérnico de Bradley, a Wegener de Fred Vine. Hay ahí como un corte colmado, como un recubrimiento inicial. Si usted elige un modelo discontinuo, se muestra ciego ante Tycho Brahe, Descartes y Leibniz, lo cual no es poco; si opta por lo continuo, permanece víctima de la apariencia, pues el encabalgamiento de las curvas puede dar un perfil casi plano. La visión recurrente en la curva de última fila puede deslizarse en superficie, o, por el contrario, ir en busca de un inicial sepultado. Hasta podría decirse que la excepción se vuelve regla, y que la invención es siempre subyacente. Nunca ocupa la rampa de lo visible. En los puntos de unión, lo que se ve es la emergencia de la nueva curva. Y, en general, se señala o se ilustra al antecesor por un fenómeno de remisión. Vine remite a Wegener, Bradley a Copérnico, Bourbaki a Galois y así sucesivamente. Cabe señalar, no obstante, otro tipo de encabalgamiento. Si consideramos la distancia del primer tipo, aquella que separa, por así decirlo, a los últimos geómetras griegos de los primeros clásicos, se observa un foso gigante. Sin embargo, lo muestro en otra parte, el Renacimiento, hasta Galileo incluido, es arquimédico de cabo a rabo. Como si en el ocaso del recorrido griego Arquímedes explotara la geometría hasta los confines de la mecánica, como si, en el recomienzo del siglo XVI, los mecánicos de Occidente retomaran a Arquímedes en otro terreno que el de la ciencia pura. La solución de continuidad linda con la cronología, la conexión linda con el cruce de disciplinas. A la inversa, por recurrencia, nos vemos forzados a reconsiderar algunas físicas antiguas. De ahí el resultado bruto: la vieja problemática de lo continuo o discontinuo, en historia, nunca es pertinente. Esto depende de la medida: si la separación o el salto es nulo en un sentido horizontal, puede

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ser inmenso en sentido vertical y si en el primer caso es inmenso, puede ser nulo en el segundo.

Al igual que se suelen analizar casi por doquier estas dos partes de la curva considerada, se suele también desatender un poco la segunda fase. La caracterizaría de buen grado como la edad de los grandes tratados. La distinción de Kuhn entre los manuales escolares y los actos originales, procedente en línea recta de Auguste Comte, y sobre la que descansa el aprendizaje del paradigma, o sea del estado en sentido positivista, pasa por alto el gran tratado. Los Elementos de Euclides, así como la Mecánica analítica de Lagrange, no son, ni de lejos, manuales en sentido pedagógico; y tampoco son, ni tan de lejos, originales que entregan, recién salida, una idea, una teoría o una hipótesis. Para ser exactos, presentan Recapitulaciones, en las que caben tanto lo arquitectónico como la invención, en las que la ordenación de un segmento de historia es tan importante como la novedad. Son monumentos, en las dos acepciones del término, admirable construcción y huella de toda una época. La historia de una ciencia está sembrada de esos grandes tratados. Su distribución es significativa. Siempre se sitúan en la segunda fase de la curva, cierran la primera y anuncian la última. Es el momento de la síntesis, o de la sinopsis, de dogma y de tiempo. Es el momento de calma entre el flujo y el reflujo, el equilibrio alcanzado antes de la inversión de las tendencias. Durante la primera fase, pocas tesis producen grandes resultados, durante la tercera, muchas inversiones proporcionan unos pocos efectos, aquí, en este medio casi diagonal, el gasto compensa lo adquirido y recíprocamente. Los actos originales forman el material de aquellos edificios, de ellos se extraen los manuales escolares, como calderilla. De ahí su especificidad de presentación: ofrecen la ordenación, retórica, deductiva, coherente, del espacio renovado por. el momento de la invención y de la historia así producida. Es allí donde debe leerse un estado de la disciplina, en el verdadero sentido estático de ponderación entre el movimiento acelerado, a la izquierda, y el movimiento retardado, a la derecha, o de equilibrio, o de régimen, o de vagancia, entre la formación del motor y las limitaciones de contención; estado de equilibrio entre dos separaciones; es ahí donde debe leerse el paradigma, que entonces ya no es una noción vaga, en contra de lo que el término significa; sino que es simplemente un libro. Mostrado, publicado, a plena luz. Si no temiera el

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pleonasmo, escribiría de buena gana que ahí se lee la disciplina en estado de sistema.

Claro está, la posición del gran tratado en el recorrido de la segunda fase puede variar según la disciplina, el momento de la historia e incluso el acabado de su construcción. Las tablas alfonsinas o toledanas que recapitulan globalmente la época tolemaica son utilizadas en el siglo XIII (1252) e impresas sin interrupción hasta el Renacimiento, tales como las dejó Isaac ben Said. Pero la Mecánica celeste de Pierre Simon Laplace corona y culmina la época copernicana y newtoniana. Laplace precede por poco a Herschell con su análisis espectral y la entrada del universo en la astronomía. Así, lejos de Tales u otros precursores, los Elementos de Euclides son una construcción posclásica y bastante próxima del fin, y sin embargo muy alejada del encuentro de un nuevo modelo. Por el contrario, el gran tratado de Lagrange sobre la Teoría de las funciones analíticas puede considerarse casi contemporáneo del nacimiento de las matemáticas llamadas modernas, en el intervalo Gauss-Galois. Pero, también por el contrario, la Mecánica analítica, recapitulación deductiva e histórica de lo que se denominará mecánica clásica, dista bastante de la relatividad o de los quanta, aunque esté próxima a Carnot y la termodinámica. ¿Por qué no decido? ¿Quién pondrá de manifiesto la distancia entre Bourbaki y su reconstrucción de las matemáticas modernas, empresa asaz lejana de sus precursores, y el momento en que todo se reconsiderará a partir de nuevas bases? Parece, no obstante, que esta torre inacabada no se encuentra muy distanciada de la fase de los rendimientos decrecientes, cuando se recorre el mismo movimiento. Vemos cómo el gran tratado se desplaza ligeramente en la fase media, con relación a la emergencia de una curva totalmente nueva.

Todo esto clarifica los acostumbrados debates sobre el momento de una revolución. Pues el gran tratado presentifica el estado, hace existir el paradigma, lo muestra y lo demuestra, logra desde entonces formar escuela. O, si se quiere, la escuela o el grupo lo produce aunque la causalidad siga siendo cíclica. El gran tratado es la teoría de la revolución, su Biblia. Pero la Biblia no siempre se escribe en momentos de revelación. Puede ser largamente ulterior. ¿Quién empieza? Tales, por ejemplo. Pero siempre se escribe como si Tales hubiera leído a Euclides, o como si Galileo tuviera en mente el movimiento lagrangiano, o como si Galois hubiese formado parte del cenáculo de Bourbaki. Con razón hablaba Bergson de movimiento

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retrógrado de lo verdadero o de historia recurrente: Wegener ya no existiría sin Vine, Smith o Le Pichon, no habría Tales sin Euclides. ¿Quién empieza? ¿Pero quién empieza qué? Sin duda Euclides comienza la geometría euclidiana, pero, de ese modo, señala a Tales como el iniciador. No sólo es una historia intelectual. La curva de los rendimientos decrecientes marca en abscisa el gasto, o el esfuerzo invertido. He aquí que puede calcularse en número de hombres. Al comienzo, en este origen, que por otra parte no es más que el origen en el sentido del modelo matemático —es únicamente sobre él que estoy reflexionando en este momento—, al comienzo, digo, ese número es próximo a cero. En el límite, existe. un hombre solo. Wegener está solo, al igual que Tales, Carnot, Galois u otros. Solo en la muerte que encuentra en Groenlandia, en casa de Esquirol, de una estocada, o de su propia mano en la orilla del Adriático. No hay ni un ápice de romanticismo, allí, contemple usted la curva, no se trata más que de crecimiento. Wegener está completamente solo. Du Toit es su discípulo. Ya van dos, luego tres. Carnot más Mayer. Prosiga usted. En el momento de Platón, luego en el momento de Euclides, aquello forma escuela. Entonces ocurre lo que se quiera, la dinámica de grupo, la política. Lagrange vive en el Louvre, Laplace es senador, Fourier tiene una prefectura. Es la época de los barones. Está la escuela activa y productiva, y luego los puestos. El gran tratado hace las grandes poblaciones. Grandes escuelas y grandes universidades. Es la época de las instituciones, el saber se mira hacer en vez de hacer, se parasita, se jerarquiza, se burocratiza, complejo, enorme, derrochador, derrochador para subsistir, ya no produce mucho. Se celebra a sí mismo y organiza su celebración. Se reúne para elegir presidentes. Los parásitos de la ciencia hormiguean en torno a la invención. Entonces, si queda alguna esperanza, es que la ciencia productora y viviente se sitúe fuera de la ciencia. Supongamos que se deba encontrar un individuo que no esté formado, bien formado por la fábrica, el monopolio o la administración. La novedad, entonces, procede del bárbaro. Visto desde la fase institucional, el precursor, entonces, ocupa el lugar de un santo, un genio, un héroe. Lo patético, entonces, procede de la religión. La población, hinchada en grado sumo, concelebra a su propio profeta. De hecho, ¿qué hubiese sido de ella sin él? Y, a la inversa, ¿qué sería de él sin ella? Es el número creciente que produce su historia y su ideología, como se suele decir. Nos percatamos de que se considera a Galileo por ejemplo como a un Mesías. Un mesías antimesías, claro,

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como todos. El que hizo frente a la Iglesia. Pero es otra Iglesia la que lo canta y lo inmortaliza: una determinada apoteosis ahuyenta a otra. Ahora bien, al hacerlo, expulsa de su seno a algún otro salvaje o bárbaro que puede, llegado el momento, constituir un nuevo mesías muy adecuado. Lo grave, y creo que puede ocurrir hoy en día, sería que la Universidad respondiera de golpe a su nominación: que ésta se volviera universal, como la Iglesia de antaño se quería católica. Ya no tendría exterior. Ya no habría ciencia fuera de su institución, acondicionaría en su funcionamiento a las fuerzas de oposición y disidentes. En cuanto que el revolucionario funciona, aclimatado, en el interior, su energía no trabaja más que para la perennidad de la institución. Es funcionario. La dinámica global del proceso se encaminaría pues hacia su extinción, dada la imposibilidad de encontrar a uno cualquiera del otro lado de sus bordes. Se fundan potentes instituciones para criticar a las instituciones. Llegará el día, cercano sin lugar a duda, en que buscaremos con angustia a alguien que no sea instruido, o que lo sea de modo muy distinto: tan potentes y monótonas resultan las multinacionales del pensamiento.

En resumen, todo sucedería como acabamos de decirlo si se supone que no hay ciencia. El movimiento global no es específico de su historia. Es sociología corriente, dinámica de grupo o historia de las religiones. La curva canónica de los rendimientos decrecientes deja ver un notable desdoblamiento. En ella decrece la invención y crece el gasto. Esto significa, con exactitud, que decrece la ciencia y crecen juntas todas las determinaciones propiamente sociales u otras, que estarían ahí lo mismo que si se tratara de cualquier otra cosa. Mucha ciencia aleja de estas últimas, poca ciencia conduce a ellas. Cuando más, ya no hay ni un ápice, ni un centavo, ni un gramo de ella. La historia de las ciencias se convierte en historia de la pérdida de las ciencias. Cuando el saber es dinámico y muy fuertemente productivo, se encuentra bastante desvinculado de la institución; cuando se relaciona con ésta de manera muy conexa, pierde su dinamismo y su productividad, se vuelve insignificante. No he dicho que en eso haya causa o efecto, digo que en el tiempo sucede así. El resultado parece severo, sin embargo es fiel al estado de las cosas. En el momento mismo en que triunfa la llamada Escuela francesa, en la Politécnica y otros lugares, a comienzos del siglo pasado,

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en el momento mismo en que se enseñan los resultados y métodos a un porcentaje escogido por y para el poder, se acaba con su fecundidad: llega la decadencia, fulminante. Pero la instalación está asentada. Todo ocurre como si el poder de prestación sociopolítico de un texto o de una institución estuviera en razón inversa de su capacidad de descubrimiento. Y recíprocamente. La institución transforma en dogma el pensamiento.

Esta historia vale tanto como otra cualquiera. Del mismo modo que la ley de decrecimiento valía tanto como la ley de progreso. Aun cuando la especificidad de la ciencia, o sea la invención, se diluye en el número de los convictos o en las leyes de lo colectivo, eso no impide que siga siendo verdadera la ley universal del parasitismo. Siempre que en algún lado haya productores y algo que llevarse a la boca, pululan los buitres. Dado que éstos proliferan con celeridad, hacen historia. Tristemente, todo sucede como si la historia de las ciencias empezara verdaderamente en cuanto la ciencia viva termina su curso inventivo. Cuando se sabe, por otra parte, que la división del trabajo en los laboratorios o instituciones de investigación no es distinta de la que organiza cualquier fábrica de calzados, banco, manufactura o casa de comercio, cuando se ha acordado igualmente que los procedimientos selectivos no son diferentes, aquí o en los, juegos olímpicos, elecciones senatoriales o pruebas de ingreso en la Armada, cómo. Y por qué entonces la sociedad docta, la escuela de vanguardia o el grupo de élite habrían de tener costumbres distintas de las de cualquier colectividad, patrocinio, convento, círculo de truhanes o partido político. Una secta entre tantas otras, en la que, como en cualquier otra parte, todo es presión. Y el poder mata la invención. Esto se deduce sencillamente del ejercicio de la norma; se ve y se experimenta cada día. Una vez más, están en razón inversa.

A partir de ahí, siempre se puede hacer historia. y proponer curvas, esquemas o procesos. Estos salvan los fenómenos, incluso mediante hipótesis paradójicas, como acabamos de ver. Son modelos, relativos, como antaño los modelos del mundo, no son más verdaderos que otros, por equivalencia de hipótesis y cambio de punto de vista. Los mejores son aquellos que aseguran gloria y poderío a su autor ... Aquí, la curva y la ley de rendimientos decrecientes, de fidelidad relativa, como otra cualquiera, tienen al menos el mérito de hacer ver, cómo se constituye y crece lo colectivo. Este último está sujeto a sus

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coerciones de costumbre. Ni esta ley ni estas coerciones son específicas de la ciencia y, por consiguiente, no lo son tampoco de su historia. Todos los modelos usados hasta ahora son pues indeterminados, transportables donde sea, como veremos.

Ahora bien, de la invención propiamente dicha, o sea de la producción, aún no ha habido historia. No se han planteado más que sus condiciones necesarias, las cuales distan mucho, muchísimo, de ser suficientes. La creo vinculada con procesos ergódicos, hablaré de ello más adelante. Retomemos, de momento, los modelos posbergsonianos que circulan en la actualidad. Y consideremos el extremo, a la izquierda, de la curva de rendimientos decrecientes, el origen que las otras dos fases producen retroactivamente y magnifican con sus cánticos. Aquí están los genios, en términos bergsonianos, los otros, los del exterior, los solitarios, jóvenes, locos, los profetas, qué sé yo. ¿Quién no ve el hecho tan sencillo de que siempre son sacrificados? No hay aquí romanticismo ni pathos, sino una dinámica ahora conocida. La crisis de una ciencia no difiere de cualquier crisis corriente, es decir sacrificial. La llamada crisis de los irracionales hizo naufragar a Hipaso de Metaponte, e hizo que el texto de Platón cometiera un parricidio de sobra .célebre: el asesinato de Parménides. Sin duda la tormenta en el mar es tan metafórica, pero en sentido distinto, como este asesinato de papel. Algún soldado romano, al término de la geometría griega, da muerte a Arquímedes en la toma de Siracusa, defendida, como se sabe, con mecánicas concebidas por él mismo. Había introducido estos instrumentos en sus demostraciones, palancas en las parábolas. Ahí, sin duda, concluía una historia, y con mucho se inauguraba otra. La muerte al comienzo o la muerte al final, la muerte; en cualquier caso, en el estado de crisis. Será verdad, será falso, en historia o en imágenes, no se trata de eso. Escrito está y nada puedo en contra. Le sigue una contabilidad, pronto impresionante, que va desde Empédócles hasta Majorana y que entrega a Galois, Carnot, Boltzmann y unos cuantos más, a la sangre o a la locura. Las crisis de la ciencia tampoco parecen jugarse al ajedrez o en un empíreo de categorías. No es la danza elegante del adentro y del afuera, ni una reestructuración de buena compañía. La de los sabios es tan mortal como otra cualquiera, y la razón a secas, tan implacable como la razón de Estado. Ni Galileo ni Bruno están aislados en su género, forman ley: no arcaica, como tiende a creerse, sino tan eficaz en Sicilia, hará unos tres milenarios, como hoy en cualquier parte. Tomo en serio, tomo a lo trágico este resultado

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reciente, aunque de estado antiguo: a la ciencia de los átomos, en Lucrecio, le precede un sacrificio humano y le sigue la peste de Atenas. Vislumbro que la peste es una figura con sentido idéntico al del naufragio en el que desapareció cierto pitagórico. Y tomo en serio este texto y su marco porque nuestra propia física atómica, analizada por los filósofos de las ciencias como un triunfo polémico sobre los obstáculos del sentido común, como una victoria sobre la escuela contraria, va desde el suicidio destino de Boltzmann hasta la bomba de Hiroshima, o, sea desde un sacrificio a orilla del mar hasta una peste de la cual no estamos seguros de poder salir con vida. Los epistemólogos están tranquilos y las historias son calmas. Pero éstas cortan en el lugar adecuado, para salvaguardar el silencio del gabinete. Ahora bien, en este lugar como en cualquier otra parte, la violencia parece fundadora, pues acompaña y sanciona las crisis de transformación.

Relea ahora las historias corrientes. Su modelo es bastante constante. Ellas describen un proceso relativamente canónico, Supongamos un sistema establecido que domine una disciplina. Sus modelos, al cabo de un tiempo, pierden su eficacia. Ya no producen tanto y chocan, localmente, con problemas no resueltos. Llega, desde afuera, otro modelo, una nueva estrategia, traídos generalmente por un iniciador epónimo, que resuelven dichos problemas en ruptura con lo que precede, y reestructuran con nuevos costos el área de la disciplina, la cual, de golpe, invade tierras más amplias. El epónimo es expulsado o beatificado por una apoteosis, la revolución nunca se impone sin dificultad o sin un plazo de tiempo, variable según los casos. Kuhn ofrece este modelo para la gloria, pero es eficaz para todos aquellos que usan operadores análogos: crisis y retos, polémica y dialéctica, filosofía del no, cortes y discontinuidades, topología global de lo interior y de lo exterior, etc. Se demuestra con facilidad que el conjunto de este esquema es isomorfo con aquel que Bergson había establecido en Les deux sources de la morale et de la religion. Sospecho incluso que fue trasladado sin variación del campo en que se formó a mil lugares distintos. He aquí pues lo cerrado y lo abierto, formalmente hablando. Ya no se trata de religión ni de moral, se trata de un lugar, se trata de un grupo. O de un espacio en general. Que puede ser, según se desea, el hospital del enfermo, o el manicomio, o determinada escuela de razón, o la cárcel de los condenados. Un medio cerrado se encuentra bajo el dominio de una norma. Norma racional. de nuevo, o de costumbres, de salud, de

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poder, y así sucesivamente. De dogma. Lo cerrado, decía Bergson, está supeditado a procesos de exclusión, adquiere actitudes violentas, es sede de combates. Los ejemplos son claros: asesinato, saqueos, guerras. Ahora bien, sucede a veces que debe superar dificultades insuperables. Advienen entonces individuos, genios, sabios, profetas, héroes o santos: anormales, sencillamente, respecto a la norma. En todo caso, individuos fuera de la frontera de lo cerrado. Por ellos, la norma cambia, lo cerrado se abre, y el grupo se reestructura. No por cambios cuantitativos o continuos, o acumulativos, no por grados, sino por un salto, un brinco, una discontinuidad cualitativa, una transformación de naturaleza. Es el corte. Les deux sources, por otra parte, no rehúsa aplicar este esquema canónico a la historia de las ciencias, ni a la norma concebida como salud, física, mental o adaptada a lo colectivo: es un esquema formal y general que cita expresamente estos casos. Así pues, el traslado resultaba fácil por estar previsto. El propio Bergson sigue la dura ley de los iniciadores: aquellos que lo repiten lo excluyen, dicen, si se tercia, que se oponen a él. Es cierto que su lengua, académica y fina, fechada, dificulta el reconocimiento. Pero los esquemas o modelos no dejan por eso de ser menos isomorfos. Desde ahora y en todas partes trabajan bajo el olvido de su origen. Y por lo tanto, nada nuevo desde entonces. La propia historia de las ciencias está subordinada a tales rendimientos decrecientes.

Ahora bien, y ahí está el punto, el iniciador construyó el modelo primero en la región de lo religioso. ¿Se ha de relacionar pues la reciente biblioteca de historia de las ciencias con el apartado de historia de lo sagrado? Sería un retorno extraño y mordaz de lo que llamamos ideología, no precisamente por los conceptos sino, de modo inesperado, por la dinámica de los funcionamientos. Ahora bien, y aquí está el segundo punto, el esquema de Bergson, difundido por doquier en la literatura, es, a su vez, isomorfo con el de René Girard. Supongamos un grupo en estado de crisis. Cerrado sobre sí mismo, helo aquí confrontado con un obstáculo insuperable, la violencia, insuperable porque su dinámica puede llevar el grupo a extinguirse. Éste expulsa en el acto el chivo expiatorio y lo lincha o lo sacrifica, tras una fina dialéctica entre lo Mismo y lo Otro. Exorcizada por sí misma, la violencia acaba por extinguirse, el grupo deifica a aquel que ha matado, su historia es renovada. Puede, de nuevo, vivir en paz o cerrarse. Los operadotes son de hecho análogos, funcionan con precisión según una dinámica similar, con la leve diferencia de

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que Girard encontró el motor donde los otros sólo esbozan una topografía, o se limitan a describir un movimiento: por ejemplo, mediante las leyes de dicotomía y doble frenesí. Desde entonces, se cierra el círculo de la demostración. El modelo está construido en el terreno inicial de lo religioso, con vista a la génesis de lo sagrado, de lo que es, o de las energías que lo mueven. Ahora bien, es precisamente éste, con una o dos isomorfías de diferencia, el que siempre se utiliza en historia de las ciencias —e historias afines—, es decir en un campo que tradicionalmente aborrece del primero. Esta transferencia podría denominarse profanación al revés, o paso del Noroeste al revés, de las ciencias humanas a las ciencias exactas. Ahora bien, justamente no hemos omitido la lista impresionante de aquellos que señalan los cortes o revoluciones, en las historias corrientes, o sea los genios extramuros en términos bergsonianos, es decir los sacrificados según el último modelo. La crisis científica es una crisis de cierre, y ésta, una crisis sacrificial. La especificidad del saber parece desvanecerse, y no hemos avanzado más allá del siglo de Lucrecio. Comte no se equivocaba al vincular fetichismo y positivismo: los fetiches surgen en masa, invisibles, en los lugares donde menos se lo espera, incluso, y quizá sobre todo, entre aquellos que repudian la filosofía positiva, o 'Creen haberla repudiado para siempre. Es el retorno de lo religioso, el retorno de lo sagrado, como se dice de lo reprimido. «Corte», en griego, se dice con una palabra que ha generado en nuestra lengua el término templo1.

Pero hay que seguir un poco más" adelante. Ya he dicho y lo demostraré una vez más, en detalle, que Bergson produjo una filosofía bien ubicada. A fines del siglo pasado, la ciencia estaba en crisis, como de costumbre; al parecer, había que elegir entre Ostwald y Boltzmann. Los problemas de la materia, y pronto, de la vida, por usar como entonces términos de metafísica, ya pasaban por la energía y la potencia, el discurso mayor emergente rondaba la termodinámica. En esta bifurcación, Bergson apostó por Ostwald, y perdía temporalmente; la ciencia oficial, más tarde, apostó por

1 El término «tiempo» tiene, a su vez, una doble etimología. Procede posiblemente de τεµνω «cortar», de la misma familia que «templo» y «átomo». O bien de τεινω, «tensar», «estiran, que dice exactamente lo contrario. Por un lado, la discontinuidad algebraica; por el otro, lo continuo topológico. La tradición remota que asocia en una sola palabra estos dos sentidos es admirable y razonable.

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Boltzmann. Por paréntesis, no estamos lejos, hoy, de una bifurcación en dirección contraria, donde ambos caminos se encuentran y confluyen, síntesis lo bastante paradójica para que podamos leer esa vieja polémica como si fuera prehistórica. En suma, el lenguaje termodinámico es pues aquel en el que las cosas se mueven; de donde resulta una cierta deriva con respecto al positivismo, dado que Auguste Comte había ignorado la revolución de Camot. Pero la bifurcación alejaba mucho a los ostwaldianos, tipo Bergson, del positivismo; por el contrario, ésta no alejaba tanto a los partidarios de Boltzmann, siempre fiel a la Escuela francesa, más allá de los interdictos del filósofo en materia de probabilidades. De modo que bastaba, anteayer, con invertir, el discurso bergsoniano, el mismo opuesto a Comte, para reencontrar por doble negación la estrecha proximidad del positivismo. En eso consistió la aventura de Bachelard. Lo que cegaba respecto a esta genealogía es el paulatino desvanecimiento del discurso termodinámico como lugar decisivo donde se transformaba el paradigma. Primero, por los desplazamientos o la metafórica bergsoniana que lo visten hasta lo irreconocible; luego, por el desconocimiento de Bachelard que en él no vio más que un ejemplo complementario, ya que sus ciencias de elección no fueron otras que las de Comte; por último, por la llegada en masa de las ciencias humanas. Ahora bien, dos circunstancias acaban de despertar este olvido. La primera es el gran retorno de la termodinámica en las disciplinas con fuerte capacidad de invención: teoría de la información, biología, estudio general de los sistemas abiertos, etc. La segunda es la certeza, cada vez mayor, de que los modelos dominantes en las ciencias humanas están a menudo, por no decir siempre, modelados a su vez según esquemas fundamentales de termodinámica. De ahí una revisión de la filosofía bergsoniana, por ejemplo. Ésta anticipa repetidas veces los problemas científicos de hoy, no en su designación, sino en su trabajo efectivo. Eso no se había visto desde hace mucho tiempo y nunca se vio desde entonces en los discursos epistemológicos, siempre concebidos como descripción, repetición o comentario. Esta filosofía construye por otra parte modelos sumamente fieles a los esquemas termodinámicos. Es por lo que dije que estaba bien ubicada, como intuición aguda de los desafíos del tiempo, y como previsión de los problemas que debemos encarar ahora. De ahí la lectura, con nuevos costos, de lo cerrado y lo abierto, y de la metáfora de las, dos fuentes. En un sistema cerrado, la entropía se acrecienta hasta lo que antes se denominaba la

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muerte energética. Bergson no es el único que generaliza, que exporta este resultado. Pura que un sistema de este tipo se perpetúe, o siga funcionando, tiene que tomar fuera de su cierre una nueva energía, de hecho, una diferencia. En este caso, sigue siendo dinámico, pero ya no es cerrado, está abierto. En el caso contrario, se encamina hacia el desorden y la diseminación. En él, pues, el equilibrio es el caos máximo. Todo cierre equivale, por lo tanto, a término, a la detención, al equilibrio o al reposo estático, y respectivamente, a la muerte. Toda falla abre a una desviación con respecto al equilibrio, a un reinicio posible de un movimiento producido, y respectivamente, a la vida. De este modelo sencillo, pronto refinado, trabajado, vuelto complejo, ya ni se cuentan las aplicaciones a todos los campos, próximos o distantes, de las ciencias de la vida a las del lenguaje, de las ciencias «exactas» a las «ciencias» humanas. Ya antes de la repentina expansión de la teoría de la información, Bergson la había desprendido del suelo termodinámico donde parece haber nacido, para probar su capacidad heurística en otras áreas. Así realizaba un gesto que se volvió común desde entonces, aunque ciego a menudo a su sentido de origen.

Se reinicia la demostración, pero se desplaza. El modelo corriente usado por los historiadores de ciencias u otros es isomorfo con el de Bergson. Hace poco éste resultaba reductible, en el ámbito de lo sagrado, al de Girard. Pero ahora son todos juntos isomorfos con el esquema primitivo de la termodinámica. Existe, en general, un sistema cerrado que deriva hacia el desorden. Este término es vertido a múltiples lenguas, y por ende, ampliamente polisémico. No de derecho, pues eso lo ignoro, sino de hecho, en los textos aquí tratados. Este sistema evoluciona, de suyo, hacia la máxima entropía. Es cada vez menos diferenciado, y por lo tanto, cada vez menos productivo. Cada palabra, aquí, cubre una tesis. Cada tesis es tributaria del modelo. Los elementos del sistema, puede decirse, se asemejan cada vez más. Poco a poco, nadie puede dividirlos en clases. Trasládese el modelo de ámbito de sentido a ámbito de sentido y se dirá ora que aquellos tienen la misma velocidad, ora la misma cara, que el sistema se encamina hacia la muerte, o hacia el fin, o hacia su propia destrucción, o hacia una no producción. Hacia el equilibrio exacto o hacia el fin del tiempo: en efecto, ¿qué es el tiempo sino esta propia deriva? Entonces, si el sistema escapa a lo ineluctable, es porque reconstituye previamente una diferencia. Sólo hay una solución y es el sentido mismo de la palabra solución: para reencontrar la desviación respecto al

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equilibrio, hay que atravesar la frontera, practicar una hendidura, abrirse. O producir la solución de continuidad. El sistema cerrado debe negar su propio cierre y superarse como abierto, en y por esta negación, como se decía en mi juventud. Ahora vemos cuántas lenguas descubren aquí su comunidad. De ahí retomo la lista, aquella de los nombres propios: los esclavos, los locos, los damnificados, he aquí los genios, los héroes, en términos bergsonianos, los sacrificados, en el sentido de la crisis, todos son epónimos de la exterioridad o del sistema abierto, y Maxwell, en este lugar, los bautizó demonios. El conjunto de la demostración anterior se vuelca en esta última. No habíamos entendido, hace un rato, que se trataba, sencillamente, de construir un motor. Y que funcione.

Si todos estos modelos son conjuntamente isomorfos, la vieja querella de la ciencia y de lo religioso dista mucho de estar resuelta. Tan lejos como en aquella hora lejana en la que Lucrecio oponía ambas áreas dándoles idéntica estructura, tan lejos como en la fecha cercana en que los oponentes se valen de las mismas armas y hacen gestos en espejo. ¿Acaso hace falta decir, con Nietzsche, que un determinado hipódromo vuelve sobre sí? He aquí grandes progresos, dice. Hemos superado, libres y cultos, los supersticiosos terrores y las angustias de lo sagrado. El más intenso esfuerzo de la reflexión nos llevó a triunfar sobre la metafísica. La ciencia está hecha, se hace. Entonces, sentimos la necesidad de un movimiento retrógrado: estos avances proceden de allá, teníamos que pasar por estas etapas. He aquí lo mejor, no cabe la menor duda, pero esto mejor no lo es sino por la evolución susodicha. La ciencia ha de completarse por su justificación histórica. En el extremo de la pista; un poco más allá de nuestras apreciaciones contemporáneas, el hipódromo se cierra. Este eterno retorno local no es más que el de Comte, para quien el fetichismo es matricial y la religión terminal, pasados los tres estados, teológico, metafísico y positivo. Nietzsche delinea un contorno semejante y lo puntúa con las mismas etapas.

No estoy muy seguro de la validez del círculo, ni del discurso evolutivo por retrogradaciones, grados o progresos, por estaciones, etapas, estados. Uno juraría por el movimiento aparente de los planetas, por su entrada en las constelaciones del zodíaco. Estábamos en lo religioso o metafísico, y hoy estamos en ciencia, como un astro se encuentra en Virgo o en Tauro. El filósofo o el historiador perpetúan el oficio de mago. Salvan los fenómenos, como dije anteriormente. Recortan

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categorías culturales tan poco pertinentes como el área de la Lira o de Orión en el espacio sitiado por la astrofísica. Ahí no residen las diferencias; si es que las hay. Se descubren vetas de oro en el seno de rocas llamadas estériles, del mismo modo que tierras prometidas, donde se creía que corrían la miel y la leche, resultan tan poco fecundas como el desierto. En lo que a veces se designa bajo el nombre de ideología pueden hormiguear profundos problemas, lo que se aísla como ciencia puede acabar por mostrar su aridez. La mayoría de las veces, estos cortes esbozados con un gesto análogo al del sacerdote que recorta un espacio del cielo, son repartos de poder, y los problemas que generan tienen menos de epistemología que de política. Nunca nadie cerró un campo más que para decir: esto es mío. Lo maravilloso es que siempre se encuentre gente lo bastante ingenua como para creerlo. Aun cuando hemos encontrado el espacio ya recortado de esta manera y todos estos artefactos nos han obligado a una inmensa labor. Aun ruando hemos tenido que poner a prueba, en cientos de lugares del saber y en cientos de fechas de la historia, la analogía de funcionamiento y la isomorfia de estructuras entre lo que suponíamos ser ciencia y lo que poníamos como siendo religioso: no sólo para la conducta de los individuos y la dinámica de sus grupos, lo cual no es más que evidente, sino para el conjunto de especificidades o categorías que éstos manipulan. A medida que las estrategias se vuelven más complejas y las miras más globales en el terreno epistemológico, a medida que nos distanciamos respecto al segundo, que aparece cada vez más como el de las ciencias humanas arcaicas, ambos caminos parecen inflexionarse hacia una convergencia, lo hace todo poco inimaginable. Se avecina un saber nuevo en el que podremos forjar una síntesis cuyas aproximaciones estamos viviendo. Por fin podremos aprehender una cultura, la nuestra por ejemplo, en su bloque y su masa, historia incluida, sin hojaldrado artificial o arbitrario, o, más bien, abusivo. Entonces la propia demostración de isomorfia parecerá menos un resultado que la afloración de falsos problemas, de dificultades inducidas por una clasificación convencional o discrecional.

Quizá, en el fondo, no se trate más que de un conflicto de facultades. Vuelva usted a considerar dicha división de tierras. La ciencia, tal y cual, la historia y la teología, la filosofía y la literatura, la lingüística y la antropología, y cuántas cosas más. Toda disciplina está formada como una flexión o un, redoblamiento, ostenta su genitivo. Fabricamos historia de las

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ciencias, historia de las religiones, historia de las literaturas, etc. Esto significa que los propietarios de la región historia se apoderan, por robo e invasión, de los enclaves de los vecinos. A éstos se los ve desde el lugar dominante, se los reescribe en el lenguaje de la historia, entran dentro de sus categorías. Lo que equivale a decir bajo sus Horcas caudinas. Lo mismo fabricamos filosofía de la historia, de las ciencias, y así sucesivamente. El lugar y el lenguaje dominantes. se desplazan. Hacemos lingüística aplicada a la filosofía, la historia, las ciencias, etc. Nuevo desplazamiento del saber considerado mayor. A la inversa, hemos hecho filosofía de las religiones, de la historia de las religiones, de la antropología o de la lingüística religiosas, y así tanto como se quiera. Se puede dar vuelta a la flexión o invertir la instancia. Descubrir una dinámica global de lo sagrado, luego discurrir sobre la historia, las ciencias, las lenguas, hasta sobre la psicología según las categorías de la nueva lengua. Basta con repartir el bloque cultural en lugares y continentes para inventar, partiendo de este recorte, genitivos que son las huellas de una hegemonía. Ora la detenta Esparta, ora Atenas y ora Tebas. O la economía, o la historia, o bien la lengua, y así tanto como se quiera. Es el conflicto de las facultades. O la de teología se adueña del poder, o es la de filosofía, o bien la de historia. No es porque hoy la presidencia esté en manos de la historia que se conoce mejor la cultura. Ésta se encuentra simplemente atravesada en un sentido unívoco y hay que pagar en las distintas aduanas. Según quien triunfe en este conflicto, cambia el uniforme de los aduaneros, o la divisa bajo la cual se han de presentar las especies. Si realmente existe una ideología, es la siguiente: dividir para reinar o para hacer la guerra o para embolsarse los beneficios. Distribuir con arbitrariedad para que algo ocurra en los límites, algo que hará la felicidad de alguien. Es un teatro de ilusiones, como se suele montar en política al atribuirse adversarios para que el pueblo se quede boquiabierto ante la acción. Es un teatro de sombras, donde lo que se cree saber no es más que un redoblamiento, sombras proyectadas por sombras propias. A medida que se multiplican las flexiones y aplicaciones, los pliegues y explotaciones, aumenta la negrura y se amplifica la comedia. Ésta se vuelve real, por el espesor. Ahora bien, una vez demostrado que los modelos construidos en un lugar cualquiera, para aprehender y comprender los lugares vecinos o lejanos, siempre son isomorfos unos con otros, sean cuales sean los lugares de objetos o de expansión, entonces las particiones o

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clasificaciones caen por sí solas, y los puestos de aduana se quedan vacantes. Al igual que no hay, en las ciencias exactas y rigurosas, disciplina dominante que pueda imponer sus razones y sus normas, tampoco hay una primera, una última instancia en las ciencias humanas, ni en el saber en general, ni en la cultura en general. Hay interferencias fecundas y combinaciones abortivas. Mejor aún, en un momento u otro, cuando un saber local toma el poder global, entonces puede usted estar seguro, por esta señal y este trabajo, que acaba de afirmarse como algo muy distinto de un saber. La cultura no se reparte, las ciencias no se dividen nada de todo esto se clasifica. ¿Una última prueba? Intente usted definir cada una de estas instancias. La palabra misma lo dice, si usted parte, recorta, divide, puede definir. Ahora bien, no puede hacerlo. Las disciplinas forman juntas un nudo gordiano que sólo pudo cortar el sable de un guerrero que quería invadir Asia. Sólo el poder recorta el saber. En estado apacible, es denso. Estoy en busca de la paz.

No necesito un círculo, ni un hipódromo, ni un estadio de espectáculos para saber que los modelos de historia también lo son de religión, o que ambos lo son de ciencia, y así tanto como se quiera. Estos calificativos me parecen astrológicos y los modelos o procesos, relativos, sustituibles por equivalencia de las hipótesis. Por ejemplo, crecimiento o decrecimiento. En el espesor del cielo, hay galaxias por doquier. Con ello quiero decir que los objetos están distribuidos. Así es y nada puedo en contra. Así es en el cielo y así es en la producción de grupos e individuos.

Así es en el paso del Noroeste.

Hace poco tracé una curva de rendimientos decrecientes.

La que intuyó Turgot y que usan, a veces, los economistas. Es empírica, encadena perfectamente ciertos estados de cosas. Es fiel a lo que sabemos de la historia de las ciencias: la fecundidad de los aislados, la edad mayor de los grandes tratados, el hormigueo de los parásitos cuando la administración gestiona las impotencias y esterilidades. Es un modelo tan posible como los modelos de crecimiento. Salva los fenómenos, como se dice de los modelos del mundo.

Una ciencia, considerada según lo que produce, evoluciona pues de lo improbable hacia lo probable. Y esto es su historia y su tiempo. Cuando se habla de «ciencia normal» hay que entender que toda producción es ahí del orden de lo

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probable. Vuelvo con ello al esquema termodinámico o por lo menos a la ley de la información, a su definición por la escasez.

Así, algunas cualidades, flotantes o patéticas, se vuelven rigurosas. Así, algunos adjetivos reencuentran su concepto. Ya no diremos de la invención que es imprevisible, inesperada, insólita, incluso anormal; ya no hablaremos del nuevo espíritu, donde el adjetivo cualifica un nombre tan vago como él. Diremos de la invención que es una fuerte improbabilidad, noción dada por un cálculo, el de las probabilidades. Así para verbos usuales: descubrir, encontrar; éstos traducen gestos banales que se realizan al buscar un objeto perdido. La crítica pronto monta en cólera: no se descubre un teorema o una ley como si de una aguja de oro en medio de un pajar se tratase, puesto que no se sabe de antemano si hay una joya en la hierba. Si así fuera, no se buscaría más que lo que ya se sabe. y el saber preexistiría pues a sí mismo, como si estuviera en alguna parte, fuera de nosotros. Sin embargo, puede darse el caso de que se sepa sobre el lugar global o la dirección de la búsqueda. Pero en realidad no es ése el problema. El gesto evocado ahí no actúa sobre la petición de principio ni sobre una historia invertida. Actúa sobre la multip1icidad de estados de cosas. La aguja en el pajar es, por ejemplo, una cifra en medio de miles de millones de cifras en las ruedecillas de un candado, es, en general, un determinado en medio de un posible innumerable. Esto produce una relación muy cercana a cero que evalúa, con precisión, lo improbable. El arte de inventar, como lo concebía Leibniz, supone un inventario, y este último supone los grandes números. Muy a menudo, pues, el inventario supera, y con mucho, nuestra capacidad práctica, o las condiciones generales de la experiencia y la teoría. Dicho de otro modo, estamos inmersos en una profusa multiplicidad de estados de cosas, estamos desbordados por este caos. Nuestro cuerpo, ya, selecciona, elige, recorta, decide. De aquí a poco volveré sobre esta actividad. La invención científica no procede de otra manera. Elige un estado de cosas entre un enorme número de tales estados. Como decían los griegos, procuramos salvar los fenómenos. Y por ello entendemos que hay que explicarlos, dar cuenta de ellos, o simular su producción. Es cierto, pero con ello se salta un eslabón. Ante todo conviene, al pie de la letra, salvarlos, es decir sacarlos del naufragio, en el caos indescriptible de los estados de cosas, separarlos del tejido fluctuante que los aprisiona, preservarlos, conservarlos, relativamente invariantes.

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Esta acción de salvamento los produce o los hace aparecer. Antes de esta operación no son fenómenos. Permanecen ahogados en el ruido de fondo, encadenados, fundidos en un posible inventario, perdidos, extraviados en el pajar en que el cuerpo, el grupo, o incluso los sabios se debaten, ellos mismos extraviados, perdidos. Entonces, lo que está recortado, separado, salvado, parece insólito, inaudito. Detrás de esta apariencia o la psicología patética de las facultades de asombro, sólo hay esto, muy sencillo: la determinación de tal estado de cosas en medio de la multiplicidad posible de estados se evalúa por una relación tan cercana a cero que no se la puede llamar sino improbabilidad. Dado que la ciencia ante todo selecciona sus fenómenos, tiene como correlato lo improbable. Su objeto, aquí, en primer lugar, no es lo general, como suele decirse a menudo, sino lo excepcional. Y sencillamente por eso es rica en información.

Por ello tomo en serio, pero con nuevos costos, la vieja categoría de milagro. Ya en el siglo XIX retomó vigencia en el léxico de las ciencias: hablábase del milagro griego, para la invención de la geometría, del de Pinel en el manicomio, del milagro de Jeans en el horno termodinámico, del milagro de los monos mecanógrafos en la prosopopeya de Borel. ¿Cuál es la probabilidad de que un litro de agua se enfríe y congele en un horno cerrado? Es extremadamente baja, pero no nula. ¿Cuál es la probabilidad de que una pandilla numerosa de cuadrumanos que se agita frenéticamente en máquinas de escribir acabe por producir un texto sensato o genial? Es, por supuesto, muy cercana a cero, pero no igual a cero. Todo lo que sucede en esta cercanía, en lo más cercano posible a lo imposible, lo llamaremos milagro. Esta improbabilidad se calcula, ya se ve, y parece todo lo distante que se quiera del vocabulario de la teología. La invención, tal como la hemos evaluado hace poco, es el milagro mismo. Y Renan, al escoger esta palabra para hablar del inicio, en Grecia, de las matemáticas, se encontraba, sin saberlo, en lo calculable. ¿Acaso sería el inventor ese antropoide que arranca del teclado la página inolvidable? Que sea único en su especie, y que eso no se ve todos los días, nos lo enseña muy pronto el cálculo. De esos juegos límites Borel sacaba la idea, en última instancia bastante razonable, de que los acontecimientos más improbables nunca suceden y que la ciencia no tiene por qué ocuparse de tales excepciones. Ahora bien, acabamos de vivir una completa transformación de esta concepción.

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El caos, el desorden, son de lo más probable. Si existe un fondo de las cosas y del mundo, es el ruido de fondo. Un orden o una forma cualesquiera son, a la inversa, poco probables. La vieja distinción entre fondo y forma, tan poco pertinente en los campos en que fue aplicada, resurge aquí bajo la definición precisa del ruido y la información, del desorden y el orden, de lo probable y lo improbable. Acontecimientos como una unión de partículas o átomos, la disposición de una molécula o la construcción de una trama cristalina, son ya altamente improbables en medio de la nube de fondo o el desorden estocástico. La formación, concepto que solía citarse con frecuencia, no es una operación frecuente, es, por el contrario, un acontecimiento inhabitual. Toda formación es sin duda ergódica: el efecto caprichoso de una operación al azar se encuentra regularizado cada vez más por una repetición suficiente de esta operación. Volveré sobre esto, que es considerable. Asimismo, la constitución de un cristal aperiódico, de una molécula gigante, de una proteína plegada, como también su asociación en sistemas relativamente estables y autorregulados, son acontecimientos literalmente milagrosos. Todo esto es tan improbable, tan próximo o cercano a cero, que parecería que se puede pasar al límite: eso nunca ocurre, eso no existe, eso es imposible. En otros términos, es tan excepcional que la ciencia no tiene por qué ocuparse de ello. Y sin embargo, eso existe, y sin embargo gira, y sin embargo es turbulento... Mejor aún, si algo existe, y mejor que nada, es precisamente este orden y esta forma, que emergen del caos y del ruido, es precisamente este milagro improbable más que ese caos desordenado. Existen más bien estados de cosas que el clamor de fondo: mejor, es decir en desviación respecto a él. Y mejor aún, la ciencia, y no sólo la ciencia, sino también la cultura, el trabajo, la teoría y la práctica, en general, no se ocupan más que del orden y de las formaciones, y se atienen a esta desviación. ¿Acaso sería su objeto, justamente, lo improbable? ¿O ellos mismos serían a su vez órdenes y formaciones? La ciencia, al menos, empuja delante de ella el caos en desorden, como límite y cierre más allá de lo cual ya no tiene nada que decir ni hacer. Sea que lo tenga como objetivo, sea que lo retenga como problema, relativo a la ineficacia temporal de sus realizaciones, siempre está puesto por delante, excluido del orden: ob-jectum, pro-blema, un único término para dos lenguas, un mismo gesto para dos filosofías. Y sin duda una misma cosa para este mismo término, en cuanto se ve que la ciencia es más un orden en sí que el sujeto del cual orden y desorden serían los problemas o los objetos. De ahí viene la inversión, más allá de las

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contradicciones. Hace un rato, lo improbable no era más que esta excepción imposible que, al no ocurrir nunca, no podía concernir a la ciencia. Ahora bien, hoy es el único terreno que le concierne, por órdenes, formas, formaciones, estados de cosas y cosmos, lenguaje bien formado más allá del ruido. Y esto, no aquello, es bien evidente en cuanto que la ciencia es una formación, en cuanto que es un orden, tan improbable como un milagro emergiendo del caos. Tiene como correlato lo improbable que ella misma es. Información, escasa, de formas, escasas.

Lo real no es racional: esta proposición es la más probable, se emite en la proximidad de lo cierto. Lo real es racional: esta proposición es la más improbable, se emite en la proximidad de lo imposible. Como si hubiera dos tipos de real acumulándose en cada extremo, en cada borde del segmento unitario: el del desorden y el de las formas, el del ruido y el de la información, el de la frecuencia y el de la escasez, el de la desviación y el del equilibrio. El primero no es racional y el segundo es improbable. El desorden está en el orden de las cosas y el orden en su excepción. No se trata aquí de una dicotomía, de una pareja de contrarios, se trata de lo que ocurre en la más cercana proximidad de un punto y que nada tiene que ver con el resto del área. Lo que emerge de una isla, en medio del océano, es lo que rodea la cresta; el resto, inmenso, está inmerso. Así se realiza la partición: por un lado, casi todo, por el otro casi nada. Lo que existe, desviándose del caos, pasa, para emerger, por el más estrecho puerto concebible, por la adherencia al cero de probabilidad. Que lo racional sea real, es una proposición tan improbable como su recíproca. Pero ambas designan juntas un estado de cosas: existen formas realizadas, respecto al cual nada puedo hacer. Esta existencia es literalmente milagrosa. Es una isla rara, por encima del mar que ocupa el espacio. Y la ciencia tiene el mismo estatuto: su límite y su borde es ese real, numeroso en desorden, donde su lenguaje se dispersa y se disuelve en ruidos, su terreno es la isla de lo real informado, dominio improbable, punta de aguja en que se insemina el logos.

Esta isla es afortunada, como se decía en los relatos ilustrados. Y lo repito con precisión: la ciencia ha sacado el gordo en una lotería en la que las ganancias son tan enormes como raras. Es lo que existe tal cual: antaño, cuando todavía uno se sabía insular, ahí se distinguía la materia, la vida, el lenguaje, se hacía metafísica. La isla es lo que existe, y la existencia es, sin más, una suerte increíble.

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Es aquello respecto a lo cual cualquier otro acontecimiento es improductivo y sólo hace ruido: la resaca en la costa. ¿Por qué no bautizarla con el nuevo e insólito nombre de metafísica? La ley de la física, su principio regulador, indican la deriva hacia el desorden. Así lo real, y su tiempo, y quizá la historia, van de lo improbable a lo probable. El segmento está orientado, todo huye de la escasez. Desde entonces, Roma ya no está en Roma; cuando la destrucción amenaza su ciudad, Temístocles fuerza a los atenienses a abandonarla a su suerte, para fundar en el mar, en otro elemento, una nueva Atenas. La física era ciencia de los estados ordenados supuestamente corrientes. Pero acaba por demostrar que son extraordinarios, en los límites de lo imprevisible. Sus leyes ya no son más que leyes de excepción. Huyendo hacia el desorden en catarata, la física huye de sí misma, se destruye en el solar de sus antiguas fundaciones. Lo real probable se encuentra fuera de su poder. Ahora bien, respecto a este desorden ya usual, el de la física, o el de lo real previsto por la física, los estados ordenados, los estados existentes, improbables y milagrosos, están al lado, pero más allá, están por cierto sobre el mismo segmento, pero en su lugar límite. Son literalmente meta-físicos. La física me impone decir que la existencia, en general, es metafísica. Lo cual, quizá, no quiere decir más que tomada en cuenta por una nueva física, ella misma en desviación respecto a la antigua. O sea, pues, por un nuevo saber.

Entonces ya no veo la diferencia entre la actividad de invención y la propia existencia. La invención como tal, milagro raro e improbable, desborda el sujeto cognoscente, teórico y práctico. Lo imprevisible tiene lugar, se hace, se forma, es la isla a la que yo, isla, estoy aferrado, donde hablo mi lengua rara, donde informo mediante mi trabajo inesperado formas ya extrañas, dándoles forma. La invención absorbe tanto a los sujetos como a los objetos, al lenguaje como al mundo. Una vez producida, empieza el desgaste, la deriva, y el arrastre hacia el mar. Lo que existe, se piensa y se habla, surge, vertical, del pequeño intervalo cercano a cero, y en cuanto lo adelanta un poco, tiende largamente, muy largamente, hacia lo diseminado. La isla se erosiona y los ríos brotados de la cresta arrastran hacia el mar las arenillas innumerables de su deriva. Esto vale para el mundo, vale asimismo para mi cuerpo y el de todos los seres vivos, vale también para cualquier lenguaje y —en particular para la ciencia. ¿Pero por qué hablar según distribución y por clasificaciones? Eso puede decirse en lengua universal. Lo

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improbable es originario y la historia declina. Hay milagro en el horno de Jeans.

De quien inventa y de lo que ha descubierto solemos decir,

con suma naturalidad: pero ¿adónde fue a buscar eso? Nada, aquí, se le parece. Lo mimético fracasa, eso es inimitado. El primer interrogante es la cuestión de lugar. ¿Adónde? Es esta ingenuidad tan sencilla, que retoman con gran sabiduría los modelos arriba indicados. ¿Adónde pues? En el exterior. ¿En el exterior de qué? De aquí, respondo, del saber del grupo corriente y normalizado, del lenguaje usual y codificado, de la ciencia normal, de la formación en escuelas reputadas como superiores, en pocas palabras, del sistema cerrado en general. Fuera de lo cerrado, la tautología no es mala imagen para una ingenuidad. Pero es expresiva sino explicativa: fuera de las trivialidades, fuera de la red cerrada de las opiniones, de la policía, de la cortesía, fuera de los muros, fuera de la ley. Es preciso que haya muros de clausura para que los mosqueteros entren en el convento, después de haber abierto un corte. ¿Qué significa este exterior? Siempre es más o menos una metáfora. Veo, experimento lo que es un sistema cerrado en física. O lo que es para un convento, una cárcel, un manicomio, una escuela o, un jardín privado. Destierro, cuarentena, profanación. Pero ¿en el espacio cultural o categorial? En él únicamente se construyen muros para abrirlos mejor. Es ahí donde la invención resulta más fácil. Basta con destruirlos o tacharlos de artificiales. Y sin embargo.

He aquí pues el fulgor del relámpago el gran despegue, hace casi tres milenios, el milagro griego, la invención de las matemáticas. Todos nosotros percibimos el mundo mediante los terminales sensorios y la piel, lo esbozamos con nuestros gestos, lo soportamos y lo disfrutamos, lo transformamos por el trabajo, lo significamos por el lenguaje, al menos con ello lo designamos, lo soñamos y lo fantaseamos, por el mito y lo patético. Para el grupo de los despiertos existe un mundo real, incluso franjeado por el sueño y los ensueños, incluso inmerso en la demencia y la belleza. O, más bien, lo real nunca ha sido sino ese mundo, concreto, flotante, sólido, frágil, preciso y fundido, resistente y inaprensible. Pronto mostraré que nada hay en los sentidos que pase al intelecto. Tales, Pitágoras o cualquiera de estos nombres inaugurales, se coloca de repente fuera del mundo. Fuera de este mundo, fuera de lo real. He aquí la exterioridad máxima, la utopía radical, la anomalía, de

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la que, sin duda, todas las demás serán meras variedades. Lo que aquí es inventado no pertenece a este mundo, ni al mundo objetivo ni al universo del discurso. Aquí no hay punto, recta, ángulo ni triángulo. Asimismo, no hay demostración ni univocidad en lo que se dice, o en lo que circula entre nosotros. Platón no dice otra cosa, en su lengua, y nosotros decimos lo mismo, convencidos de afirmar algo muy distinto. El lugar noético o inteligible está separado como con hacha del espacio o del mundo sensible, y este último, sin embargo, participa del primero, como si no pudiera existir sin él, atravesado como está por el torbellino relativista y las contradicciones discursivas del juicio de percepción. Ahora preste usted nuevos oídos a nuestros historiadores de la invención: el iniciador se sitúa en el exterior, nos llega desde fuera de la clausura, donde fue dejado, abandonado, repudiado, desde allí reestructura con novedad el conjunto normal en crisis. La distancia entre ambos discursos es nula. He aquí el antiguo mundo, he aquí el epónimo de otro mundo que va a transformar el viejo, transido de crisis y de crítica, supongo que lleva el hacha para practicar un corte. Redistribuimos la moneda de cambio del viejo discurso platónico. Y científico y religioso, una vez más. Todo ocurre como si el milagro griego, primera invención de la ciencia, hubiera radicalizado de golpe nuestros esquemas. Como si estos esquemas distribuyeran en el tiempo el discurso platónico. Como si la historia de las invenciones hubiera seguido la misma curva que cada historia de una ciencia. El primero de los milagros atraviesa el modelo en su máximo alcance. Lo cerrado, lo normal, lo usual en desgaste o lo corriente en crisis, es el mundo entero como tal, lenguajes y objetos. El exterior es entonces el lugar en términos absolutos. Inodoro, insensible, inaudito, incoloro, intangible. ¡Cuánto habremos odiado y ridiculizado este otro mundo, mientras alabábamos a los escasos héroes de aquel lugar otro! ¿Dónde quiere usted que esté ese exterior, sino en el límite, en los bordes de este mundo de aquí tomado en general? Teníamos que ser cruelmente etnocentristas para colocarlo, más cerca de nuestros fosos o nuestras murallas. La invención de las matemáticas es aquí invención absoluta, desgarramiento de la historia, aquella que ha vuelto posible todas las demás, no sólo por la técnica, sino por el gesto fundador.

A partir de ahí, ella responde a los dos criterios propuestos. Al de exterioridad, ante todo, responde de manera radical, primera, insuperable. Y, en particular, al subcriterio de

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la crisis: este mundo no deja de estar en crisis; indefinidamente relativo y siempre transformado; la crisis es el propio mundo. El lenguaje, cualquiera que sea nuestra manera de actuar, conduce a la crítica o es crítico; la crítica es el propio lenguaje. Y nunca nadie saldrá de crisis ni de crítica, a menos que abandone el mundo donde los invariantes están ausentes, a menos que abandone el mundo y el lenguaje. Los invariantes venidos de fuera, regresados, estabilizan entonces variaciones, los estados de cosas pueden considerarse como invariantes por variaciones. Y el concepto se vuelve decible. ¿Seguiremos siendo, en nuestros esquemas repetitivos, platónicos incorregibles? La invención responde, en segundo lugar, al criterio de improbabilidad, responde a ello de manera radical. Las formalidades matemáticas, formas de la intuición o formas del discurso, por utilizar una distinción pertinente a la sazón, son del todo inexistentes y no construibles: cada vez que las construyo, en la arena o en la tablilla de cera, debo, bajo riesgo de salir de la geometría, decir, pensar o hacer como si no fuera más que algo informal. Es absolutamente improbable que algún día trace una recta. Eso no ocurre, nunca ocurrirá. Incluso es demostrablemente imposible. Respecto al lenguaje público, la necesidad de lo demostrativo. es totalmente improbable, bloquea una dialéctica de la cual es sabido que no se detiene, lima la polisemia de la cual se sabe mejor aún que es la carne de las palabras. Por primera vez, bajo las nubes y la luz del día, dos hombres pueden por fin entenderse y comprenderse, lo cual es, todo el mundo está de acuerdo, el colmo de lo impensable. Eso no ocurre, nunca ocurrirá. No obstante ocurrió, en Grecia, en aquellos tiempos. En su totalidad, la ciencia emerge, improbable, de otro mundo, de modo tan radical que cualquier otra invención no consiste más que en retomar ese doble trabajo, de manera tan perfecta que imita hasta la propia existencia.

Así, la producción empieza por la mayor rareza (rareté).

Por ello compruebo que en la cercanía del origen (hablo del modelo), la variable probabilidad es, efectivamente, la más baja que se pueda encontrar. Compruebo localmente la fidelidad de la curva. En este lugar cercano a cero la información es máxima, el rendimiento brota, cuasi vertical. Y es casi verdad que allí todo está dicho. Todo ocurre como si no quedara más que mostrar con paciencia la veracidad del decir inicial. Fuerzo un tanto las cosas, pero no es tanto forzarlas como impulsarlas. Queda por reclutar a miles de especialistas

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y fletar cuarenta barcos, invertir dinero, construir una maquinaria muy sofisticada, recorrer millas de océanos, mares y continentes, organizar el Año Geofísico Internacional, perforar la corteza mediante una prodigiosa hazaña tecnológica, someter indefinidamente a prueba el paleomagnetismo de las rocas, etc., todo para verificar la hipótesis de Wegener. La idea de Wegener que, por una vez, y por haberse situado en otro lugar, en Groenlandia, según dicen, donde observó la ruptura de los hielos en el mar (otra vez la historia de una manzana que cae o de un herrero que golpea sonidos afinados), concibió un lugar otro tan diferente del mundo (en el sentido geográfico, ahora) que lo bautizó con un nombre nuevo: Pangea. Era, una vez más, la isla de Utopía, un supercontinente que generalizaba el Gondwana de Suess, que, al completarlo con una Laurasia, era otro mundo. A la vez nuevo, para la ciencia, y tan antiguo como el mesozoico. No se puede satisfacer mejor el criterio de exterioridad. Dicho esto, la Pangea no era nada menos que improbable, ya que hacía falta desplazar masas enormes. Y no es la huida lejos de los polos, o una fuerza vinculada a las mareas que podían convertirse en el motor de semejante deriva. El criterio de escasez (rareté) no es menos satisfecho. Volver móvil lo que desde siempre era el referente de la fijeza es otra revolución copernicana.

Para explicar la hostilidad de los especialistas ante la hipótesis de Wegener sobre la deriva de los continentes, debo decir que siempre se ha olvidado la importancia metafórica de su dibujo en una especie de inconsciente cultural. Ya a comienzos de la edad clásica, se dividía las ciencias o se las clasificaba por comparación con continentes separados 2 ; es de esta imagen que Leibniz se befaba, alegando que, para clasificar las ciencias, más valía tomar la metáfora del mar que con tanta facilidad, decía, podía dividirse en océanos o cuencas, por medio de una espada. Ahora bien, si los continentes se encuentran alejados entre sí, los especialistas, en su nicho, están en paz, respectivamente, como buenos propietarios. Pero si hay deriva a partir de una Pangea, nadie está ya tranquilo. Existiría una ciencia como espacio no partitivo, en un tiempo asignable. Así, la idea de Wegener

2 Ya en el Novum organum scientiarum, de 1620, Francis Bacon delinea, a

la vez, una geografía de esta índole y la metáfora enciclopédica. Toda la prehistoria de la geofísica enfrenta a los partidarios de la continuidad, tipo Lyell, con los que, por el contrario, disfrutan de las rupturas catastróficas. Esto se reproduce en la historia de las ciencias.

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configura además alguna nueva epistemología, que mucho se cuidan de excluir o reprimir las divisiones sociohistóricas de las ciencias. La Pangea se fragmenta y el mundo se parece al paso del Noroeste.

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El primer libro de los Elementos no se abre con los cinco postulados y los cinco axiomas clásicos. Empieza con veintitrés definiciones: del punto, de la línea, del ángulo, y así sucesivamente. Como si de una gramática tradicional se tratara: en primer lugar, la morfología, luego la sintaxis. Si se considera sobre todo la sintaxis, estamos en presencia de un sistema cuyo rigor y pureza formal han causado la admiración de sus oficiantes durante casi dos milenios. Así es como se ha leído y se relee a Euclides, derecho al hilo y con pleno derecho. Quisiera considerar aquí unas definiciones en sus sentidos. ¿Se ha observado que la primerísima palabra del texto era σηµείον, el signo? Bajo la métrica dicha, bajo la topología no dicha, ¿llevan los Elementos algo que atañe al sentido?

Cuando a principios de siglo Hilbert reconstruía la geometría mediante objetos ideales para los que proponía, con burla, los nombres de mesa, vaso o botella, indistintamente, criticaba de hecho lo que, en Euclides, tiene sentido o un sentido. Y, al eliminarlo, llegaba a la Geometría, aquella que desde entonces consideramos como tal. También era como decir, al menos por preterición, que, en los Elementos, de ningún modo se trataba todavía de geometría. O no del todo. ¿De qué se trataba, pues? Si se trabaja el sentido en las definiciones, creo que no resulta imposible contestar a esta pregunta.

La observación irónica de Hilbert es el fin de una larga historia y el comienzo de una nueva ciencia. Lleva el sentido a cero. Si la geometría de Euclides no es totalmente, o no es todavía, pura, abstracta o formalizada, es porque arrastra, en su vocabulario y su morfología, núcleos de sentido inanalizados. Esto lo sabemos desde hace por lo menos un siglo, cuando nuestros predecesores inmediatos registraron, por ejemplo, hechos de topología ahogados en la métrica. Procedieron a uno, a varios filtrados, que produjeron los

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resultados clásicos de hoy. Es menos sabido que la' historia de la matemática griega, anterior a Euclides, funcionó como una sucesión de filtros. No se limitó a acumular invenciones. Los Elementos forman un sistema deductivo, constituyen un balance histórico de resultados conocidos en la fecha en que fueron escritos, pero son asimismo, en parte, el residuo de elecciones y análisis previos. La escuela platónica, por ejemplo, depuró el antiguo léxico de la geometría, intentó, como dijo Mugler, desensibilizarlo. Los pitagóricos llamaban color a la superficie; el Menón prefiere el término límite. He ahí un caso de análisis del sentido y rectificación del vocabulario. Una variedad del espacio se define de otro modo que por la percepción, excepto que se piense que pasamos de la vista al tacto. No obstante, la finalidad explícita es formar una idealidad. Así, Platón no estaba a favor del propio vocablo geometría, sin duda porque recordaba prácticas de agrimensura. Estas discusiones y análisis no se ciñen solamente a la Academia, muchas de ellas están presentes en Aristóteles: no terminan con los Elementos de Euclides, ya que las perpetúa Proclo, en las postrimerías de la escuela de Atenas. Hilbert señala el final de una historia del sentido, Euclides escribe en un momento determinado de su curso. Así me otorgué el derecho de analizar el sentido de los términos euclidianos, dejando de lado deducción, sistema y sintaxis, a imitación de los geómetras y filósofos griegos. Retomo un hilo olvidado de la historia, abandonado por la Geometría pura y abstracta en los cubos de basura donde Hilbert arrojó los vidrios y las botellas.

Supongamos en primer lugar, en las Definiciones, dos idealidades, dos objetos o dos seres geométricos, el plano y el trapecio. No planteo ninguna hipótesis sobre su realidad ni sobre su modo de existencia ni, como se dice sin pensar, sobre su estatuto. Son palabras.

El plano, έπίπεδοζ, y el cuadrilátero definido como no siendo ni un cuadrado ni un rectángulo, ni un rombo ni un romboide, τραπέξιον. En el primer caso se trata, literalmente, de lo que está colocado sobre el suelo. A nivel mismo del terreno llano, sin inclinación. En el segundo, de lo que se apoya sobre cuatro pies, tetrápodo, por ejemplo una mesa. Todos los puntos, relativamente altos, de la mesa, todos los puntos, los más bajos, de lo que está en el suelo, están en reposo. Y hay tanto más reposo cuanto que el plano o lo llano se introduce antes del ángulo o la inclinación. Lo que aquí se

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apoya o se coloca permanece estable de todas formas. Las dos palabras así vinculadas, los dos «seres» así designados, son figuras de estática. Aún no sé nada de sus modos de existencia, pero sí sé de su estatuto, que hace tautología con, estática. Son estados estables. Eso es confirmado en las Definiciones 4 y 7 con .el uso del verbo κειται empleado después del verbo έστιν, y empleado antes del ángulo y la inclinación. En el referencial geométrico designa la situación, como por ejemplo el inglés to lie. Pero, al igual que él, se emplea para decir que algo está tendido, colocado horizontalmente, extendido. De todas formas, siempre se trata de reposo, de inmovilidad, de estado estable. Verbo de estado, en un referencial primero de estática. De repente, ya no hablo de geometría.

Pero si nunca habló usted de ella, dirá usted. Pues su análisis es oblicuo, considera plano y trapecio fuera de la geometría, desde el inicio. Por lo tanto no habla de Euclides, sino del perro, animal ladrador, mientras que se trata del Can, constelación celeste. Empiezo de nuevo: la escuela platónica y el conjunto de los filtros griegos no procedieron de un modo distinto del mío, no abrieron otra vía que la que sigo y que conduce a Hilbert. Si el color se difunde en el espacio, la superficie y el plano, si el color, invariante del espacio, pues nunca aparece sin él ni éste sin aquél, molestó sin embargo a Eudoxo, Platón, Teeteto, ello es seguramente por una cola de sentido olvidada hace mucho por la geometría que ellos practicaban. Ellos eliminan un residuo fuera del sistema, se empeñan en borrar la mácula del sentido. De ahí mi cuestión del suelo y de la mesa, incluso si el plano ha abandonado la tierra de origen, incluso si el proceso de la geometría le ha vuelto la espalda a este sentido desde su propio amanecer. A veces, a menudo, las palabras son fósiles. Y la traducción enmascara el estado fosilizado. Reinicio pues la operación platónica. Está claro, por ejemplo, que el término έπιϕανεία, para superficie, súbita aparición a la luz, epifanía, es un fósil muy reconocible del tiempo pitagórico del color. La palabra superficie traduce mal a la vez esta apariencia y esta memoria. Asimismo, el término plano traduce muy mal έπίπεδοζ, lo que está sobre el suelo, y trapecio no es más que una traslación. Ha olvidado los cuatro pies de su infancia.

Prosigamos. El término κλίσιζ, inclinación, utilizado para la definición del ángulo es, como se sabe, nuevo en Euclides, quien lo retoma en el libro XI, donde comienza la estereometría. Arquímedes, por supuesto, Papo y Proclo

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también, lo usan constantemente, pero es ignorado por la tradición geométrica griega, desde Tales hasta el léxico de Aristóteles incluido. Para ella, un ángulo evocaría más bien una línea quebrada: aquí, el término sería más bien κλἁσιζ, y el verbo, κλἁν, a menudo empleado en el vocabulario de la óptica. En la definición 8, donde aparece κλίσιζ, ya figura έπίπεδοζ y κειµένων. La proximidad de estos tres términos es instructiva. Algo se inclina, o se mantiene en desviación respecto al equilibrio. La balanza inclina, baja y sube al mismo tiempo. Proclo leía sin duda en ello un esquema de este tipo, puesto que criticaba la definición como productora no de un ángulo sino de dos. La estática reaparece, pero acompañada esta vez por un comienzo de cinemática. En efecto, κλίνω, de nuevo, designa un apoyo, pero también una caída, una situación extendida sobre un lecho o una mesa. Mejor, sobre un lecho de mesa, cuando los griegos se sentaban a la mesa. Pero, por la inclinación, un desvío, una flecha y ya casi un movimiento. Eπίπεδοζ, κλίσιζ, τραπέζιον, equilibrios sucesivos y construidos en niveles crecientes.

La semejanza de κλίσιζ con κλἁσιζ es del mismo orden que la de έπίπεδοζ, con έπυρἁνεια. Su diferencia es la distancia entre la estática y la óptica. Platón rehúsa adoptar el término έπυρἁνεια, demasiado luminoso, demasiado visible, demasiada apariencia. Euclides rehúsa κλἁσιζ. por motivos similares, seguramente, ya que escribe ἁπτοµένων que atañe al área del tacto, pero al introducir por primera vez κλασίζ, confiesa, sin decirlo, y tal vez sin saberlo, motivos muy distintos, del orden de la mecánica. La inclinación no es ante todo un acontecimiento del espacio, sino la ruptura de un equilibrio ya existente y la búsqueda de una nueva estabilidad. Me inclino y me tiendo. Kείται desaparece, σταθείσα, la palabra que necesitaba, aparece ahora con su corolario epistemológico, έϕεστηκυία o έϕέστηκευ. He aquí el ángulo recto, norma de métrica, por supuesto, pero también esquema de equilibrio. Lo epistemado es ante todo el equilibrio.

Así, lo recto puede inclinarse. Lo recto, es decir εύθύζ, εύθεία. Ahora bien, εύθύζ, que es el buen recorrido, se opone a πλἁγιοζ, oblicuo, a στρογγύλοζ, lo redondo o redondeado, a καµπύλοζ, lo curvo o recurvado, a περυρερηζ, que gira, que rueda, que se mueve circularmente. No aquí, en el texto o en la palabra euclidiana, sino en la lengua en general. Dicho de otro modo, tenemos tres formas y tres movimientos: lo que es recto y va en línea recta; lo que ladea y se inclina; lo que es

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redondo, que gira en circulo. Este orden es precisamente el del conjunto de las Definiciones. Primero lo recto, línea recta y plano llano; luego el ángulo y su inclinación con desviación respecto al equilibrio, ángulo que a su vez puede ser recto, pero también obtuso o agudo según dicha desviación; e inmediatamente después, el circulo. Señalemos de paso que lo agudo, όξεία, significa tanto vivo como rápido, y que ἁµβλεία, lo obtuso, se aproxima mucho al verbo ἁµβλύνω, que a veces designa la desaceleración de determinado movimiento. Pasamos sencillamente de la estática a la foronomía. El movimiento de rotación aparece con el ángulo o la inclinación, ellos mismos aparecidos en el recorrido recto. Este resultado no se obtiene únicamente por los sentidos laterales en las distintas áreas semánticas, sino que también se obtiene en el orden y por la propia construcción del texto. Señalemos, por último, que, desde la introducción del círculo, en la definición anterior y en la suya propia, aparece el término σχηµα, cuyo vínculo con ρυθµόζ conocemos, en el linaje democríteo y aristotélico. Se usa aquí, por supuesto, la circunferencia de la cual he partido. El primer esquema, en Euclides, es el círculo, o sea, de algún modo, el ritmo. Volvemos al equilibrio, o más bien alcanzamos un equilibrio nuevo, más allá de la inclinación y del movimiento circular o angular. El diámetro configura esta estabilidad, al igual que el centro.

Ahora bien, una inclinación nueva aparece con la segunda figura del plano, el triángulo o, mejor, el trilátero. Euclides, como es sabido, define tres de ellos: el equilátero, el isósceles y el escaleno en general. Esta clasificación se suele leer por género y diferencias. Pero, de nuevo, ¿qué es el sentido? Iσοσκελέζ , designa literalmente dos piernas iguales. Platón emplea esta palabra en el Eutifrón (12d) para decir un número par, la retórica lo retoma para un discurso a partes iguales o equilibradas. Este es el período. Otra vez el ritmo. Pero σκέλοζ, dice la pierna. En el mismo lugar platónico, σκαληνόζ dice lo impar, pero designa, en general, algo o a alguien que cojea. Proclo lo acerca a σκολιόζ, oblicuo o tortuoso, y a σκἁζω, cojear, ser desigual. A partir de ahí vuelve la estática, el escaleno se inclina, el isósceles recupera el equilibrio perdido, y perdido en un movimiento, el del andar. Señalemos a este respecto que γωνία, el ángulo, agudo, recto u obtuso, gracias a lo cual podremos clasificar los triángulos en rectángulos y demás, es un rincón, el pilar de un puente, pero sobre todo se emparenta con γόνυ, la rodilla.

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Concluyo en parte volviendo a mi punto de partida, por uno de los cuadriláteros. Aquí lo más interesante no es, creo, el trapecio o la mesa tetrápoda, equilibrada en todos los casos, sino el rombo y el romboide. En efecto, el término ρόµβοζ procede de ρέµβω, girar o más bien dar vueltas, como un remolino. Y ρόµβοζ es una peonza, o cualquier objeto de forma circular capaz de girar alrededor de un eje. Arquímedes, por supuesto, atribuye a esta figura una serie estereométrica y denomina rombo sólido a dos conos con base circular común y con vértices opuestos sobre el mismo eje. Aquí tenemos la peonza y, en Euclides, una peonza planar. Ahora bien, sabemos, por un conocido pasaje de la República (IV, 436d), que el espín de la peonza le había planteado a Platón el difícil problema del reposo y el movimiento. Porque dando vueltas es estable, contradicción. Platón se las ingenia para afirmar que ésta está en reposo en relación con lo recto, y en movimiento en relación con lo redondo, lo cual es verdadero sólo a condición de ignorar que su eje es tanto más estable cuanto más rápido gira. Los mecánicos griegos no conocían, por cierto, el teorema, pero el hecho, supongo, jamás fue ignorado por los niños. Éstos juegan con la contradicción que retrasa al filósofo. Gozan del reposo en y por el movimiento circular. De ahí que se pueda gozar de lo que da miedo, para volver al texto de Platón. La peonza no es un mal fármacon, veneno y remedio. Ella construye una contradicción. Y las Definiciones de Euclides, más infantiles que la República, también la construyen. Vosotros, los griegos, siempre seréis niños, dice el viejo sacerdote egipcio del Timeo. Niños de ciencia y de geometría, emancipándose de las tradiciones repetitivas. En pocas palabras, las Definiciones terminan, o casi, con dos casos de figura, trapecio y rombo, en que se trata del equilibrio, sea sobre un lugar alto, sea sin base sobre una sola punta, y con un movimiento, casos finos, complejos, difíciles y sofisticados. En algún modo, todo conduce al rombo: el punto donde se coloca, la punta aguda (el antiguo στιγµη, el όξεία del ángulo, la aguja o el aguijón del κέντρον) sobre la que se apoya el ángulo formado por esta punta, el círculo descrito por la peonza en rotación, el doble triángulo visible como estable en el movimiento, y el cuadrilátero plano denominado rombo. Nada es recto, todo es recto, nada es estable, todo es estable. El texto construye pieza por pieza el rombo que se arremolina, en resumen, construye el remolino, antes que el dibujo principal del haz de paralelas que nunca se encuentran mientras se continúen en las dos direcciones. Se diría que es, de nuevo, el modelo que saqué a la luz en la física de Lucrecio; modelo matematizado en el sistema

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arquimediano: turbulencias y catarata. Aquí se lee tanto la tradición democritea como la que remonta a Platón.

Todo ocurre, entonces, como si las Definiciones construyeran término a término, caso por caso, y parte por parte, equilibrios, estabilidades cada vez más complejas a partir de las más sencillas. Desde el punto bajo más bajo, de lo que está colocado sobre el suelo mismo, hacia el punto más alto o el caso más fino, más difícil, exactamente el caso contradictorio, por sucesivas rupturas de los equilibrios anteriores y accesos a nuevas estabilidades: inclinación, movimiento, rotación, andar desigual de los cojos (dos pies, cuatro pies, un solo pie... ), en fin, todas esas rupturas conjuntas. Ya no es el anuncio de una Geometría. Son los prolegómenos de una Mecánica. Se diría que Lagrange aparece en Euclides. La Mecánica analítica parece emerger de los Elementos, la idea de que la estática domina la foronomía, y hasta casi el principio de las velocidades virtuales. Entendemos al menos por qué el espacio euclidiano siempre nos ha parecido el espacio familiar de nuestras tecnologías habituales, más que un espacio abstracto, formal y puro. Es porque ya es, o todavía es, un espacio lagrangiano o un espacio arquimediano, en suma, un espacio de estática. El espacio del suelo, de las paredes en ángulo recto, de las mesas, de los apoyos y de las puertas. No, 1ª geometría euclidiana no era ni pura ni abstracta, y Hilbert tiene razón, y Klein, antes de él, más aún: era una matemática todavía aplicada. El grupo de desplazamientos todavía está ligado a adherencias prácticas.

No podía ser de otra forma. Tenemos ahí el mayor monumento de la ciencia griega, su realización ejemplar. Ahora bien, esta ciencia, έπιστηµη, sigue siendo, en su sentido y su proyecto, un saber del equilibrio, este término de conjunto nos lo dice. Euclides vuelve a decirlo con έϕεστηκυια o έϕέστηκεν. La ciencia como tal, en su definición, está inscrita en las Definiciones. El monumento lleva en su fachada la inscripción. Este saber de las estabilidades perdura desde los griegos hasta Lagrange, y probablemente más allá, a través del positivismo y después de él, esta ciencia homónima del equilibrio llega hasta nosotros, hasta el momento reciente en que el saber se convierte en el de las desviaciones respecto a este equilibrio. La ciencia occidental es la de las estabilidades, el sistema euclidiano no lo oculta. Es sistema sintáxico y sistema para la semántica.

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Consideremos una bola cuyo contorno está mal definido, cuya frontera o periferia no es precisa. Una bola cuyo όροζ, el πέραζ al principio no están bien recortados. El problema general de la definición puede representarse por esa forma que puede delinearse en un espacio como el área semántica de una palabra. En la lengua usual, este área tiene bordes fluctuantes. Señalemos, en la bola, una bolita cerrada, por ejemplo un punto, basta con que este punto se encuentre en el interior. Consideremos así dos, tres, etc., varias bolas y, respectivamente, el mismo número de puntos señalados en su interior. De puntos a puntos, tracemos tantas líneas como sea posible. Tenemos en total una red conexa. Las relaciones entre los puntos determinan los puntos en el interior de las áreas semánticas y, recíprocamente, los puntos en el interior de las áreas determinan las relaciones. Esta doble definición estabiliza y resuelve en la práctica el problema de la definición. Las Definiciones forman una red bien conectada, que puede construirse y dibujarse. Señalemos por último que, para construirlo, no hemos necesitado más que tres palabras presentes en el texto mismo: όροζ, o πέραζ, el límite, οηµείον, el punto, y γραµµη la línea. Volveremos sobre estas tres palabras.

El método utilizado hasta ahora consiste en elegir una bola y desplazarse en su área a partir del punto señalado por el texto. Lo esencial, por supuesto, es no acercarse nunca a la frontera fluctuante, y menos aún sobrepasarla. Supongamos pues este desplazamiento, que podríamos denominar, grosso modo, cambio de sentido. Adopta en el área una cierta dirección, un cierto sentido. Pregunta: ¿en cuántas bolas puede uno operar este desplazamiento, con la condición de que sea el mismo, en la misma dirección y en el mismo sentido? Respuesta: únicamente en un subconjunto. En efecto, es imposible, en el área έπιϕἁνεια, de έτερόµηκεζ, o de παρἁλληλοι, por ejemplo, señalar un punto que pueda referirse al movimiento o al reposo. Y si eso fuera posible para el conjunto de la red de las Definiciones, éstos resultarían ambiguos. Siempre se hubiera leído la estática en la Geometría. Y, por consiguiente, si se unen los nuevos puntos del subconjunto al igual que antes, se obtiene una subrred. La subrred sacada a luz hasta ahora es la de la mecánica. Algo de Lagrange o de Arquímedes inmerso en Euclides, para fijar las ideas. Ahora bien, la subrred está construida sobre la lengua

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usual. Y reconstruida de tal modo que estamos convencidos, tras los sucesivos filtrados operados por la escuela platónica, por ejemplo, en el vocabulario de la geometría, que hubiese sido reducida o eliminada por un cambio local del léxico, si hubiera tropezado con la práctica de los geómetras griegos. Así pues Euclides todavía sustituye κλισίζ por κλἁσιζ, con el propósito de borrar cualquier referencia a la óptica o a lo visible, de suerte que έπιϕἁνεια es un fósil o un resto de esta evolución. Ahora bien, la subrred mecánica sigue estando presente, no ha sido sometida a un filtrado, se ha conservado. ¿Por qué?

El motivo ha sido explicado, en parte, cuando se ha invocado el término έπιστηµη. La idea global de la ciencia, inscrita en su propio vocablo, es la del equilibrio. El léxico la restituye. Pero no la deja ver directamente. En algún modo, la oculta. Bajo la definición de identidades abstractas oculta un esquema que, quizá, es democriteo, puesto que se lo ha podido releer en la física de Lucrecio, la cual, no cabe duda, permanece ligada a la idea griega de la ciencia. Desde entonces, lo mismo que en un cuadro, se lee el original bajo los retoques. Partiendo de ahí, quizá damos con algo relacionado con el origen de la geometría, el residuo considerable de un muy antiguo filtrado. La cuestión del origen es más sencilla de resolver en la lengua misma que a través de la historia o, peor, de la metafísica.

Ahora bien, la subrred de la mecánica, desde el equilibrio hasta la peonza que remolinea, tiene mucha extensión en la red global. ¿Acaso podemos iterar esta operación y descubrir subrredes, menos extensas que aquélla, y, por lo tanto, más soterradas? ¿Habrá retoques que nos oculten algo más que la mecánica? Habría que traducir trapecio por mesa de banco o mesa de cambio, después de haberlo traducido solamente por mesa, y construir la subrred asociada. ¿Podría leerse una antropología en el segundo nivel de este palimpsesto? Así lo creo.

Otros caminos conducen a un resultado semejante.

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Aristóteles escribe que Egipto fue la cuna de las matemáticas. Demócrito sitúa sus rigurosas demostraciones por encima del arte de los harpedonaptas. El Timeo hace que Solón dialogue con un viejo sacerdote egipcio. Herodoto cuenta las divisiones agrarias de Sesostris y la importación en Grecia de la geometría. Diógenes Laercio y Plutarco informan que Tales midió la gran Pirámide. Ése es el corpus de los orígenes, que ha de leerse en bloque.

Aunque las fuentes que informan del milagro griego, a saber, la invención de la geometría «abstracta», son escasas, muestran, al menos, una concordancia: esta relación entre la Grecia antigua y la civilización egipcia. De ahí la discusión tradicional, ya viva en la antigüedad, retomada por Montucla, Bailly, en los siglos XVIII y XIX, y hasta nuestros días. Enfrenta los dos lugares de nacimiento. La geometría apareció, bien en el valle del Nilo, bien en las orillas del mar Jónico. Ruptura o legado. Controversia y disyunción. Esto implica razonar sobre el hilo unitario que es el tiempo monódromo: algo ocurre en ese punto, o antes, o después. A lo largo de un modelo lineal no hay medio. Hay que zanjar. Esto implica también zanjar en los textos: o Demócrito o Herodoto. Si uno de ellos tiene razón, el otro se equivoca. Dualismo de lo verdadero y lo falso, de lo fiel y lo infiel. No hay medio, hay que zanjar. Cuando la historia es lineal, antes o después hay partición de lo auténtico y lo erróneo. Ello implica desatender la masiva lección de las fuentes, su concordancia. Y también desatender aquello mismo de lo que se trata, la geometría.

La geometría nació de un transporte por mar, en el diálogo de los griegos y los egipcios y entre sus relaciones. ¿La geometría? No. No existe la geometría. Una geometría. ¿Cuál? No la de Hilbert, no la del programa de Erlangen, ni incluso la

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de Euclides. Sencillamente, la de Tales. Donde el sol escribe en la arena del desierto el perfil triangular de Keops, donde el sol proyecta jeroglíficos. ¿Qué es esta geometría en la práctica? No en las «ideas» que supone, sino en la actividad que plantea. En primer lugar, es un arte gráfico, un arte del dibujo. Luego, es un lenguaje que habla del dibujo trazado, presente o ausente. Eso no sólo es verdadero en una geometría arcaica, también lo es en el propio Descartes. Cuando éste inventa la geometría algebraica, una cierta aplicación de la ciencia denominada «álgebra» a la ciencia llamada geometría, o al saber de los esquemas espaciales, descubre tan sólo un lenguaje particularmente fiel para expresar con fórmulas lo visible de estas variedades. Habla del dibujo, mejor que Euclides, pero como él, mejor que Tales, pero como él. Su plano es el desierto de Egipto donde la luz escribe todos los dibujos posibles. Hay un esquematismo y una lengua, hay un grafismo y el organon que habla de él. Antaño, los matemáticos habían perdido la actividad gráfica, hoy vuelven a ella. De ahí las sístoles y diástoles de las filosofías vinculadas a esta práctica, las de la intuición. Y los movimientos conjuntos de filosofías opuestas, los formalismos. Intuicionismos y formalismos son sin duda las teorías más fuertes derivadas de esta práctica: una lengua habla de un grafo.

Platón no obra de otro modo, sea al meditar o al demostrar. El invariante más reiterado de su lengua es el demostrativo. El matematon es abstracto: no hablo de ese cuadrado, de esa diagonal, de aquello mismo que se encuentra ante nosotros, de aquello que acabas de trazar en la arena con la punta del palo o dibujar de cualquier otra manera. Hablo de igual modo del conjunto de los grafos. Dicho de otro modo, los dibujos de la familia participan de un único discurso. No hablo de esto, sino que hablo en particular de esto. De ahí la filosofía del no y la filosofía de lo otro: el discurso pertinente no es completo si no designa el simpleto y su complementario en el conjunto considerado, él y lo que no es él, los otros que no son el mismo. Hasta pronto. Sócrates interroga al esclavo. ¿Sabes que este espacio es cuadrado (τοιουτον)?, ¿que las cuatro líneas que ves son iguales (ταζ γραµµαζ ταυταζ) ?, ¿que estas líneas lo atraviesan? Dice: un espacio de esta índole, este lado, esta nueva figura, una superficie como ésta, empezando por aquí, este rincón que permanece vacío, y así sucesivamente. Ahora, aquí se trata, fijaros, del origen de los conocimientos. ¿De dónde saca el esclavo ignorante su saber? Si la geometría es ejemplar en esta cuestión, se trata en efecto, lateralmente al menos, del

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origen de la geometría. Y tanto en su contenido problemático, la diagonal, como en su forma lingüística. Ahora bien, ésta demuestra por acumulación de demostrativos. La «cosa» está ahí, mostrada, demostrable. La lengua raya hasta lo más próximo su adaptación, su fidelidad. Habla de un grafo. Y la pregunta es: ¿cómo dibujar, cómo hablar adecuadamente de un trazado?

¿Y qué decir ahora respecto a las artes gráficas, en Egipto? Nos quedan algunas reproducciones de edificios, como el de Tell al-Amama, donde plano, construcción y sección se mezclan sin el dominio de lo que llamamos perspectiva, en la que, además, puede variar la escala. Pero el papiro Gur'ab muestra una reproducción del mismo tipo, en su perfección. Es el plano de un naos dibujado con tinta negra en un cuadriculado rojo exactamente ortonormalizado. Lo que llama la atención, al margen de la precisión del trazado lineal, es el referencial a la manera cartesiana: visiblemente, el arquitecto y el constructor saben de geometría, si por ello se entiende una técnica exacta de dibujo a escala, un arte de la reproducción. Los levantamientos topográficos, incluso bastos, que han llegado hasta nosotros, confirman este sentimiento. Eso da la razón a Herodoto y a las viejas historias de los harpedonaptas: el valle del Nilo dominaba la métrica. Entonces los griegos pudieron importar todo aquello que, a los ojos de Platón como a los nuestros, es a la postre poca cosa; todo aquello que, a los ojos de Auguste Comte, es lo esencial: para él, la geometría es una ciencia natural, una estrategia de la medida. De ahí la necesidad de decidir.

Si la geometría es una métrica, regresamos a las cuestiones tradicionales que bloquearon por tres siglos o más la discusión sobre el origen de la geometría. Se confundía lo puro con lo métrico, uno se fatigaba en pasar de las medidas precisas a la pureza de lo abstracto. Ahora bien, el paso de lo exacto a lo riguroso es infinito, por la cantidad de información, o imposible. Pues la matemática nada tiene que ver con la exactitud; la física, las ciencias aplicadas, son exactas o inexactas; la matemática es anexacta. Si bien los egipcios trasmitieron a los griegos estrategias de medida, por más finas que se quiera, les frenaron más bien en el camino de las matemáticas. Los habrían lanzado a la ruta infinita de la aproximación. En esta ruta, los historiadores procuraban detectar, en la naturaleza o en el arte,

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formas perfectas: la del círculo, del cono, etc. Que las encuentren o no, no cambia mucho. La geometría, en el sentido griego, o sea en el verdadero sentido, no necesita en absoluto de su presencia: razona, como se dice, con rigor sobre trazados cualesquiera. Con necesidad, no con precisión. Platón tiene razón al detestar el vocablo geo-metría, esta agrimensura de la tierra en la que los egipcios fueron maestros. Es el positivismo o el cartesianismo del papel milimetrado que nos oculta la solución. Los harpedonaptas son los antepasados de los politécnicos, de Monge, por ejemplo, no así de Teeteto o Eudoxo, no así de la escuela platónica. La ruta de la medida justa al razonamiento puro estaba cortada por el mar Mediterráneo. De hecho, por todos los océanos del mundo.

Tales midió pues la gran Pirámide. No directamente: por su reproducción. El objeto, sí, pero ante todo su sombra, la sombra proyectada, la proyección en el plano desértico áspero. Tales mediatiza la relación por el dibujo del borde. Platón dibuja un esquema en la arena y dice esto, esta esquina y esta línea. Muestra y demuestra. Aquí, el sol escribe sobre el desierto el jeroglífico del monumento. Y Tales habla de un trazado. Volvemos a nuestras premisas. Por el estilo, del rayo de sol, por la marca de Ra, del bien, de la luz, del más allá del bien, la escritura de dios.

Lo que está en juego en el corpus de las fuentes, por tratarlo

como un conjunto sin división, es una concordancia. El encuentro de los griegos con los egipcios: Demócrito, Solón, Tales. Los sabios viajan. Atraviesan el Mediterráneo. Los textos relatan la circunstancia. El acontecimiento: un sabio, éste, este sabio griego y este sacerdote egipcio. También ellos recortan una masa, y la rellenan con nombres propios. Pero este plural distributivo es en realidad un colectivo. Una cultura se encuentra con otra, un sistema cultural descubre a otro, un sistema signalético está en presencia de otro. Otro: el más opuesto. Dialogan, cada uno en su lengua. Ahora tenemos que traducir. Y esta traducción es la geometría.

Sistema cultural, eso se dice rápido. Seamos más precisos.

Egipcios y griegos hablan entre ellos de ciencia: la antigua y la nueva, una emblanquecida por el tiempo, y una a punto de nacer. Ahí yace una ciencia tradicional, todo un saber memorizado, capitalizado en biblioteca, durmiendo en papiros.

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Conjunto de adquisiciones almacenadas, información señalada, su valor no importa, por el momento. De ahí resulta, como mínimo, un sistema elaborado para conservar la información. Justamente, un sistema gráfico.

El sistema egipcio se encuentra ya por entero en el plano del naos, el levantamiento de las minas de oro. Es un sistema de representación. Domina la reproducción. Agrupa emblemas directamente objetivos. De ahí su abundancia, opuesta a la reducción numérica de los alfabetos. Los jeroglíficos exhiben el objeto, lo muestran. Las cursivas hieráticas, demóticas, lo sepultan. He aquí el pájaro, el buey, el jarrón y la casa. Puede que la antigua leyenda de Tales establezca una etapa importante en la evolución de los medios de comunicar. En vez de transmitir objetos, como parece confirmado que se hacía antaño, se transmite la reproducción gráfica de esos objetos, su esquema fiel. Ya está allí lo inaccesible de Auguste Comte: hay objetos incomunicables. Pasamos de Keops al jeroglífico prismático. El logógrafo es efectivamente una proyección planar. Por supuesto, si dibujo un jarrón para significar este jarrón, no sólo comunico la palabra o la cosa, sino también la forma y el tamaño de esta cosa. Al contrario, si escribo alfabéticamente las seis letras del término jarrón, el dibujo ha perdido forma y tamaño de objeto, debo encontrar una nueva lengua para comunicar esta información, para decir la relación del trazado en la arena y de la tumba de pie, la relación del jeroglífico y el objeto representado, relación patente, o sea muda en el dibujo logográfico. El sistema egipcio acerroja esta relación que no puede ser dicha en su propio grafismo, destinado por entero a mostrarla al ojo. Al igual que no puede evaluarse el rigor de un sistema en su lengua de rigor autóctona, tampoco puede evaluarse la fidelidad a la cosa en la lengua autóctona de un sistema construido para exhibirla desde sí mismo.

Los sistemas signaléticos en juego son los más diferentes entre aquellos que habían establecido la Media Luna fértil o el Mediterráneo oriental. Es este desfase enorme el que descubrieron los griegos al desembarcar de su travesía. La escritura jeroglífica es representativa, pictográfica, logogramática, en suma, un dibujo. Sí, en este sentido es una proto-geometría. Y también lo es en esto: que la conocida evolución de lo que se llamaba ideograma muestra una tendencia a eliminar el detalle, a depurarse en un esquema. Cada trazo representa una palabra, o sea una cosa, por lo menos en su origen. Por lo menos en lo que ve alguien que no descifra, un

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griego, por ejemplo3. Imagen, intuición, realismo. La escritura griega se opone a ese sistema. No se ha hecho bastante hincapié en que la notación alfabética es de origen helénico. Los fenicios llevan su escritura, aún consonántica, a las factorías comerciales diseminadas en la periferia del mundo griego. Una vez más, pasamos el mar. De los sistemas semíticos al nuevo, aparece la nota de las vocales, es decir el alfabeto finito que luego iba a propagarse por doquier y permanecer más o menos estable. Felizmente llamado así, alfabeto, para designar su origen, y mejorando como por compensación ciertas notaciones semíticas. El alfabeto griego es el primero definitivo, es decir exactamente el último, el nuestro. El pueblo que todo lo inventó, el desnudo, la risa, el logos y lo patético, había forjado antes la herramienta fundamental. Ya no reproduce el objeto, este objeto, sino que analiza el flujo fónico en elementos. La historia de la escritura, tal como la expone Gelb4, por ejemplo, ve funcionar un proceso dicotómico que llegó, aquí, a su término. El logograma dibuja la palabra, la cosa. El sistema logo-silábico se vuelve silábico y recorta la palabra, ahora hablada; pronto se vuelve consonántico, luego un verdadero alfabeto en el que las sílabas se reparten en letras. Desde entonces, el dibujo, en la página, la tablilla o el pergamino, analiza algo muy distinto del objeto que se supone debe designar. Es un signo de signo. Y este sistema simplificado funciona exactamente como una protoálgebra5. Discurso, convención, formalismo.

Salón, Tales, llegan a Egipto: un sistema cuasi algebraico entra en cortocircuito con un sistema cuasi geométrico. Un discurso se encuentra con una imagen. Un formalismo

3 Que el dominio de un sistema impide absolutamente reconocer otro, se

mide, ciertamente, con el genio de Champollion, por ejemplo, es decir por el tiempo de trabajo que requirió el descifrado de los jeroglíficos. Pero también por pequeños bloqueos: ¿quién ve, por ejemplo, la oreja dibujada por nuestro signo de interrogación como un residuo del antiguo sistema? Al final de una pregunta, traza la espera del Cuerpo y el pabellón deseoso: escucho.

4 l. J. Gelb, A Study of Writing, The University of Chicago Press, 1952. 5 De algún modo, el sistema alfabético corresponde a un sistema cualquiera

de numeración. Ambos se basan en un conjunto finito de signos atómicos. Como la tabla de los elementos de Mendeléiev, o el código genético de la bioquímica. O la familia restringida de átomos diferenciados, en Lucrecio. O los seres geométricos elementales en Euclides. Esta relación entre las letras y los números asumida por los griegos en su propia escritura es tan sólida que se acaba en el mismo punto: por un lado, la numeración binaria reducirá el conjunto a dos elementos, el cero y el uno; por el otro, el código Morse reducirá el alfabeto a dos signos, el punto y el guión. Es pues la misma evolución, aunque por un lado la combinatoria esté completa y, por el otro, presente lagunas. Esta diferencia tiene inmensas consecuencias.

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descubre una forma. Una convención entra en contacto con una fidelidad. Es todo el problema de Cratilo. ¿Qué es la geometría? He dicho: el discurso de un dibujo. Ahí estamos: cómo alfabetizar un jeroglífico. Cómo analizar, dicotomizar este signo que designa un esquema,

¿Pero de qué hay que dar cuenta? De la emergencia de lo abstracto. No de lo métrico exacto, sino de lo puro. Observe usted lo que sucede en el cortocircuito de la concordancia, en el fuego del encuentro expresado por el corpus. Tenemos aquí un lenguaje, un sistema signalético fiel a los objetos, pero que no puede evaluar por sí mismo esta fidelidad. Repetitivo, por consiguiente, y muerto, pues incapaz de tematizarse él mismo. He ahí ahora un sistema de signos que designa signos. El desfase entre ellos es perfectamente valorable con rigor: ambos sistemas forman juntos como un lenguaje y un metalenguaje. Uno describe las palabras-cosas, el otro analiza las palabras-signos. Sea cual fuere la traducción que usted imagine entre ambos sistemas, queda, como residuo, el prefijo meta. El encuentro ha producido la abstracción. Lo que había que demostrar. En la más cercana proximidad de una fidelidad pedregosa que no puede volverse sobre sí misma, la convención se descubre como convencional, levanta acta de su formalismo, emerge como abstracción. Pero sigue fascinada por la fidelidad, su contrario, se levanta y coge su palo en un intento de alcanzarla.

¿De qué hay que dar cuenta? De la abstracción como desfase respecto al objeto. La diferencia entre ambos sistemas da cuenta de ello, y su encuentro la produce. Del logos como relación, de la unidad como elemento, de sus remisiones a una forma. Una vez concluida la dicotomía, dan cuenta de ello el paso al elemento alfabético, la referencia, por mediaciones controladas, de este sistema analizador a esquemas jeroglíficos. No es suficiente. Cuando analicé a Tales, concluí con una pregunta difícil: ¿qué es un discurso interminable? y sólo di una respuesta patética6. De hecho, la matemática es un discurso interminable, sin que esta definición sea recíproca. Hay pues que encontrar el motor de lo que ahí se engendró, indefinidamente continuado hasta nosotros y sin riesgo de límite. El cortocircuito, la concordancia, que ha producido lo abstracto, ése es el motor mismo. La meta del sistema en esquemas, del conjunto plural de la reproducción, es reagrupar, uno intuito, de una ojeada, la máxima información, tota simulo

6 Hermes II, L'interférence, pág. 180.

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Todo de un único y mismo golpe. El sistema griego, limitado, no tiene Ja misma meta, tiene, quizá, el efecto inverso. Hay miríadas de veces más información en el plano, el esquema o el jeroglífico, que en la secuencia lineal de letras. Sobre todo si éstas están aquí, como puntos o guiones, sin tener en cuenta su dibujo, así formado con el único propósito de reconocerlas, distinguirlas unas de otras. El ojo recibe mucha más información que la oreja. Como es sabido. Se necesitan centenares de líneas para definir una imagen televisual. Se la recorta en secciones, como hacía Demócrito con el cilindro o el cono, cuando inventó a la vez el primer cálculo infinitesimal y el atomismo elemental. El sistema alfabético, pobre y abstracto, lineal y convencional, se encuentra con un sistema rico y objetual, planar e intuitivo. El primero, resultado final de una dicotomía fundamental, se pone de nuevo a dicotomizar en cuanto consigue un campo donde relanzar su funcionamiento propio. El sistema cultural griego es la dicotomía. El motor está instalado. Una pobreza encuentra un expediente y se va de viaje: en pos de una fortuna, una fortuna que, de por sí, no se reconoce como tal. El discurso devana indefinidamente el esquema. El triángulo, la diagonal y el cuadrado... La figura es este cuerno de la abundancia de donde fluyen sin tregua las infinitas combinaciones de un alfabeto abstracto que no sabe, que no puede alcanzarla. Del mismo modo que si uno quisiera rellenar con puntos un intervalo. Carrera del alfabeto hacia el jeroglífico, carrera del discurso hacia la intuición, carrera de lo formal hacia lo real, carrera de lo abstracto hacia lo concreto, carrera de la flecha hacia el blanco. Aquiles inmóvil a paso rápido. Zenón, desde la fundación de las matemáticas 7.

El sistema griego es incapaz de intuición. Sólo puede representarla como un fin. Como cualquier cultura alfabética, algebraica. De ahí su fascinación por Egipto y la geometría. La filosofía de Platón, el ver, el modelo, la idea, el sol, los sólidos estereométricos, todo esto está construido sobre la más negra carencia del sistema signalético. Sobre la reminiscencia egipcia. Sobre el viaje de Tales, de Solón y de los otros. Sobre el diálogo inicial con el viejo sacerdote emblanquecido por el tiempo.

7 El sistema pictográfico se basa en variedades continuas. El alfabeto, en la

discontinuidad atómica. Cuando esta última se pone a discurrir sobre aquél, de inmediato surge la cuestión de lo continuo y lo discontinuo. De ahí resultan las paradojas de lo infinito, desde la fundación. El discurso interminable fluye por la abertura histórica de la dificultad.

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El tiempo. Algo se lanza que ya no acabará más. La

linealización incalmable de la cosa. Un movimiento interminable que se tartamudea por átomos de signos. La diferencia y el contacto entre ambos sistemas produce lo abstracto, por supuesto, produce sobre todo algo parecido a un movimiento perpetuo. Lanza la ciencia, lanza la historia de las ciencias, lanza la historia. Ese espacio en el que se quiere hablar de lo real más real. La historia corno historia no nació con la escritura, según dicen los historiadores, sino en la concordancia mediterránea entre dos sistemas de signos, el realista y el convencional, la intuición y el formalismo.

Las querellas filosóficas se desprenden de esto. Una lluvia de secuencias negras bajo el sol de la intuición.

Quite usted la medida. Las letras no son sólo corno en el alfabeto Morse, puntos, guiones. También son unos abiertos, cerrados, trazos intermedios, nudos, bordes, grafos en general. Esta es la topología. El tejedor, yo ya lo sabía, es un artesano pre-geométrico. Pero también lo es el escriba de cursivas.

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Origendelageometría,5

Renan tenía las mejores razones del mundo para llamar milagro el advenimiento de las, matemáticas en Grecia. La construcción de las idealidades geométricas o el comienzo de la demostración era, en efecto, un acontecimiento muy improbable. Si nos pudiéramos hacer una idea de lo que sucedió en torno a Tales y Pitágoras, estaríamos un poco más avanzados en filosofía. Los principios de la ciencia moderna, en el Renacimiento, son una circunstancia mucho menos difícil de entender, pues, a lo sumo, no se trató más que de un reinicio. Para testimoniar este milagro griego disponemos de dos grupos de textos. Por una parte, el propio corpus matemático, tal como se encuentra en los Elementos de Euclides, o en otros lugares, tratados o fragmentos. Por otra, la doxografía, las historias dispersas a la manera de Diógenes Laercio, Plutarco o Ateneo, algunas, observaciones de Aristóteles, o las notas de comentaristas como Proclo o Simplicio. Es poco decir que aquí se trata de dos grupos de textos, se trata en realidad de dos lenguas. Ahora bien, plantearse la pregunta del comienzo griego de la geometría es, precisamente, preguntarse cómo se pasó de una lengua a otra, de un tipo de escritura a otro, de un lenguaje conocido como natural y de su notación alfabética al lenguaje riguroso y sistemático de los números, las medidas, los axiomas y los razonamientos in forma. Lo que nos queda de toda esta historia no es más que la presentación tal cual de estas dos lenguas, los relatos o leyendas y las demostraciones o figuras, los términos y las fórmulas. Así pues, nos encontramos como ante dos paralelas que, como bien se sabe, jamás se juntan. Este origen huye hacia adelante, inaccesible, inalcanzable. El problema está abierto.

Tres veces he intentado resolver esta cuestión. Primero, insertándola en la tecnología de las comunicaciones. Cuando dos interlocutores dialogan o discuten, el canal que los une debe ser dibujado con un diagrama de cuatro polos, cuadrado

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completo provisto de sus dos diagonales 8. Por más fuerte e irreductible que sea su controversia, por más calmo o tranquilo que sea su consentimiento, ambos están asociados, de hecho, dos veces: necesitan, primero, una determinada intersección de repertorios sin la cual seguirían siendo extraños; luego, se ligan contra el ruido que obstruye el canal de escucha. Ambas condiciones son necesarias para el diálogo, pero no suficientes. Tienen por consiguiente un interés común en excluir un tercer hombre e incluir un cuarto, ambos prosopopeyas de los poderes del ruido o de la instancia de la intersección. Ahora bien, este esquema funciona así, exactamente, en los Diálogos de Platón y es de fácil comprobación, por el juego de personas y su nominación, sus semejanzas y diferencias, sus preocupaciones miméticas y la dinámica de su violencia. Ahora bien, los lugares matemáticos, y ellos en especial, a partir del Menón y así hasta el Timeo, a través del Político y otros, son todos reductibles, geométricamente, a este diagrama. Desde entonces aparece el origen, se pasa de una lengua a otra, el lenguaje llamado natural supone un esquema dialéctico y este último, dibujado o escrito en la arena, tal cual, es la primera de las idealidades geométricas. La matemática se presenta como un diálogo logrado o una comunicación con riguroso dominio de su repertorio y depurada al máximo de ruido. Por supuesto, no es tan sencillo, en el detalle, donde yace lo irracional o lo indecible, donde la escucha siempre requiere un cotejo, o sea un resto, o un residuo, indefinidamente. Pero entonces el esquema sigue siendo abierto, y la historia, posible. La filosofía de Platón, por su presentación y sus modelos, es pues inaugural o, mejor, capta lo inaugural.

Aquí retendremos este primer intento, la expulsión y la depuración. ¿Por qué el parricidio del viejo padre Parménides que hubo de formular, por primera vez, el principio de contradicción? Se observará también cómo dos interlocutores, adversarios irreductibles, por ejemplo, se ven forzados a unirse contra un tercero, para que el diálogo siga siendo posible. Para que sea posible la trama elemental de las relaciones humanas. Para que se vuelva posible la geometría. Cállate, no hagas ruido, húndete bajo tierra, sal o muere. Extraña diagonal que uno creía pura del todo, y que es agonal y que sigue siendo una agonía.

8 Hermes I, La communication, págs. 39-46 y Diametre et dialogue, en

curso de publicación.

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El segundo intento consideraba a Tales al pie de las Pirámides, bajo la luz del sol. Contenía varias génesis, con una de ellas ritual 9. Pero yo no había tenido en cuenta que las Pirámides son tumbas y que, bajo el teorema de Tales, yacía, oculto, un muerto. El espacio en que el geómetra interviene es el espacio de las similitudes: ahí está, evidente, alrededor de las tres tumbas, con forma idéntica y dimensión distinta, e imitándose una a otra. Y es el espacio puro de la geometría, aquel del grupo de las similitudes, que vio la luz con Tales. De suerte que el teorema y su inmersión en la leyenda egipcia dice, sin decirlo, que yace bajo el operador mimético, concretamente construido y teóricamente representado, un muerto real, oculto. Había visto lo sagrado, arriba, en el sol de Ra y en la epifanía platónica, donde el sol, llegado a la idealidad del volumen estereométrico aseguraba por fin su diafanidad, no lo había visto, abajo, oculto bajo la piedra sepulcral, en el cadáver incestuoso. Pero quedémonos aún en Egipto.

El tercer intento consiste en considerar la doble escritura de la geometría. Mediante figuras, esquemas y diagramas, mediante letras, palabras y frases del sistema, organizados según una semántica y una sintaxis propias. Leibniz ya observaba esta doble grafía, consagrada por Descartes y los pitagóricos, doble grafía que se representa y se expresa una por medio de otra, y le placía, como a muchos, privilegiar a veces la intuición, clarividente o ciega, solicitada por la primera, respecto a las deducciones producidas por la segunda. Hay, como es sabido, o como de costumbre, dos escuelas en la materia. Sucede a veces que éstas intercambian su poder a lo largo de la historia. Queda no obstante que el esquema contiene más información que varias líneas de escritura, que éstas despliegan indefinidamente lo que sacamos del esquema, como de un pozo o de un cuerno de la abundancia. El álgebra antigua escribe, dilatándolo, lo que la figura de la antigua geometría le dicta y que cela de golpe. El proceso nunca se detuvo, todavía estamos hablando del cuadrado o de la diagonal. Incluso no es seguro que no sea eso mismo la historia.

Ahora bien, muchas historias cuentan que los griegos cruzaban el mar para ir a instruirse en Egipto. Demócrito lo dice, también se dice de Tales, Platón lo escribe en el Timeo. Hasta hubo, y como de costumbre, dos escuelas enfrentadas sobre esta cuestión. Una consideraba a los griegos como los

9 Hermes II, L'interférence, págs. 163-180.

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fundadores de la geometría, mientras que para la otra lo eran los harpenodaptas. Esta disputa hizo olvidar lo esencial: que los egipcios escribían en ideogramas y los griegos con un alfabeto. La comunicación entre ambas culturas es concebible en la relación entre esas dos signaléticas. Ahora bien, ésta es precisamente la misma que la que separa y une, en la geometría, figuras y diagramas por una parte, escritura algebraica por otra. ¿Acaso serán el cuadrado, el triángulo, el círculo y las demás figuras lo que queda, en Grecia, de los jeroglíficos? Que yo sepa, son ideogramas. De ahí la respuesta: la relación histórica de Grecia con Egipto es concebible en la relación de un alfabeto con un conjunto de ideogramas, y, como no existe geometría sin escritura, como la matemática es escrita más que hablada, esta relación es reconducida a la geometría como trabajo de doble grafía. He ahí pues un paso cómodo entre dicha lengua natural y la nueva lengua, paso practicable bajo la múltiple condición de considerar dos lenguas distintas, dos escrituras distintas, y sus relaciones comunes. Y esto resuelve de rebote la cuestión histórica: la brutal detención de la geometría en Egipto, su congelación, su cristalización en los ideogramas fijos, y el irreprimible desarrollo de la nueva lengua, tanto en Grecia como entre nosotros, este inagotable discurso de la matemática y del rigor que es su propia historia. La relación inaugural del ideograma geométrico con el alfabeto, palabras y frases, abre un camino sin límites.

Esta tercera solución borra una parte de los textos. El viejo sacerdote egipcio, en el Timeo, compara el saber de los griegos, niños, con la ciencia emblanquecida por el tiempo de su propia cultura 10. Evoca, para compararlos, crecidas, incendios, el fuego del cielo, catástrofes. En esta solución están ausentes el sacerdote, la historia, sea mítica o real, en el espacio y el tiempo, la violencia de los elementos que oculta el origen, y de la que se dice expresamente que siempre ha ocultado este origen. Salvo, justamente, por el sacerdote, quien posee el secreto de la violencia. El sol de Ra es relevado por Faetonte, y la contemplación mística por la catástrofe de la desviación.

Hay que volver a empezar. Volver a esas paralelas que no se

juntan. Por un lado, las historias, leyendas y doxografías, 10 Platón, Timeo, 22b y siguientes.

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redactadas en lengua natural. Por el otro, todo un corpus de geómetras, de aritméticos, escrito en signos, en símbolos matemáticos. No se trata pues de ensamblar dos conjuntos de textos, hay que intentar reencolar dos lenguas. Una cuestión que siempre se planteó en la relación de la experiencia y de lo abstracto, de los sentidos y de la pureza. Vaya uno a saber qué es de lo puro, que es impuro cuando la historia cambia. No. ¿Puede uno imaginar (si existiese) una piedra de Rosetta en la que estén escritas en una cara algunas leyendas, en la que esté escrito en la otra cara un teorema? Aquí, ninguna lengua es desconocida ni indescifrable, ninguna cara de la piedra plantea problema, lo que está en cuestión es la arista común a las dos caras, su borde común, lo que está en cuestión es la piedra misma.

Leyendas. Uno cualquiera que concibió alguna nueva solución sacrificó un buey, un toro. El célebre problema de la duplicación del cubo se plantea para la piedra de un altar en Delos. Tales, en las Pirámides, raya con lo sagrado. Aún no estamos, quizá, en los orígenes. Pero, con certeza, lo que separa a los griegos de sus posibles predecesores, egipcios o babilónicos, es el establecimiento de una demostración. Ahora bien, la primera que conocimos es la demostración apagógica, sobre la irracionalidad de √2.

Y por lo tanto, de nuevo, leyendas. Euclides, Elementos, libro X, primer escolio. Quien demostró, por primera vez, dicha irracionalidad, fue un pitagórico. Tal vez se llamaba Hipaso de Metaponte. Tal vez la Secta había prestado juramento de no divulgar nada. Ahora bien, Hipaso de Metaponte habló. Quizá fue expulsado. En cualquier caso, parece confirmado que pereció en un naufragio. El escoliasta anónimo prosigue: «Los autores de esa leyenda quisieron hablar por alegoría. Todo aquello que es irracional y privado de forma debe quedar oculto, esto es lo que han querido decir. y que si algún alma quiere penetrar en esta región secreta y dejarla abierta, entonces es arrastrada en el mar del devenir, se ahoga en sus corrientes sin descanso.»

Leyendas y alegorías y, ahora, historia. Pues leemos un acontecimiento de importancia a tres niveles. Lo leemos en los escolios, los comentarios, los relatos. Lo leemos en los textos filosóficos. Lo leemos en los teoremas de geometría. El acontecimiento es la crisis. La famosa crisis de los irracionales. De esta crisis, la matemática, apenas nacida, estuvo a punto de morir. Por ella, el platonismo hubo de ser refundido. La crisis afectaba al logos. Si logos significa proporción, relación o

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medida, lo irracional, o alogon, es la imposibilidad de medir. Si logos significa discurso, el alogon prohíbe hablar. Entonces, la exactitud se derrumba, la razón enmudece.

De esta crisis, Hipaso de Metaponte, u otro cualquiera, muere, es la leyenda, y su recubrimiento alegórico en el escolio de los Elementos. De esta crisis, Parménides, el padre, muere, es el sacrificio filosófico perpetrado por Platón. Pero, de nuevo, la historia: Platón nos muestra a Teeteto muriendo, al regreso del combate de Corinto (369), Teeteto, el fundador, precisamente, de la teoría de los irracionales tal cual la retoma el libro X de Euclides. La crisis, tres veces leída, da a leer una triple muerte, la muerte legendaria de Hipaso de Metaponte, el parricidio filosófico de Parménides, la muerte histórica de Teeteto. Una crisis, tres textos, una víctima, tres relatos. Ahora bien, del otro lado de la piedra, en la otra cara y en otra lengua, he aquí la crisis y la muerte posible de la propia matemática.

Sea que tengamos que explicar una demostración como se explica un texto. Ante todo la demostración, sin duda la más vieja de la historia, aquella que Aristóteles denominará reducción al absurdo. Supongamos un cuadrado de lado AB = b, del que una diagonal es AC = a. Queremos medir AC respecto a AB. Si esto es posible, significa que las dos longitudes son conmensurables entre sí. Escribimos entonces AC = a . Suponemos a reducido a su expresión más simple. AB b b

Entonces, los enteros a y b son números primos entre ellos. Ahora bien, por el teorema de Pitágoras : a2 = 2b2. Así pues, a2 es par, así pues a es par.

Y si a y b son primos entre ellos, b es un número impar. Si a es par, se puede establecer : a = 2c. De donde a2 = 4c2. De donde 2b2 = 4c2, o sea b2 = 2c2.

Por consiguiente, b es un número par.

La situación es intolerable, el número b es a la vez par e impar, lo cual, por supuesto, es imposible. Por lo tanto, es imposible medir la diagonal respecto al lado. Ambos son inconmensurables entre sí.

Lo repito, si logos es la proporción, aquí a ó 1 , el alogon

b √2

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es lo inconmensurable. Si logos es discurso o palabra, ya nada se puede decir de la diagonal, y √2 es irracional. Es imposible decidir si b es par o impar.

Establezcamos la lista de las nociones aquí utilizadas:

1. ¿Qué significa, para dos longitudes, ser conjuntamente conmensurables? Esto quiere decir que tienen partes alícuotas comunes. Existe o puede formarse una regla, dividida en unidades, respecto a la cual estas dos longitudes podrán, a su vez, ser divididas en partes. Dicho de otro modo, son distintas cuando están a solas, cara a cara, pero son idénticas, poco más o menos, respecto a un tercer término, la unidad de medida tomada como referencia. La situación es interesante, y de sobra conocida: dos diferentes irreductibles son llevadas a la similitud por un punto de vista exterior. Es una suerte (o una necesidad), aquí, que el vocablo de medida tenga, en la tradición, al menos dos sentidos, el de la geometría y el de la metrética, y el de la no-desmedida, la serenidad, la no-violencia, la paz. Estos dos sentidos cubren una situación semejante, una operación idéntica. A la crisis violenta de Calicles, Sócrates opone la frase célebre: ignoras la geometría. El Tejedor Real del Político es portador de una ciencia suprema: la metrética superior, de la que tendremos que volver a hablar.

2. ¿Qué significa, para dos números, ser primos entre sí? Esto quiere decir que son radicalmente distintos, que no tienen divisores comunes fuera de la unidad. Nos aseguramos así de la primera situación, de su total alteridad, excepto si consideramos la unidad de medida.

3. ¿Qué es el teorema de Pitágoras? Es el teorema fundamental de la medida en el espacio de las similitudes. Pues es invariante por variación de los coeficientes de los cuadrados, por variación de las formas construidas en la hipotenusa y los dos lados del triángulo. Y el espacio de las similitudes es aquel en que las cosas pueden ser de igual forma y de diferente dimensión. Es el espacio de los modelos y de las imitaciones. El teorema de Pitágoras funda la medida en el lugar representativo de la imitación. Ahí, Pitágoras sacrifica un buey, dice de nuevo el texto legendario.

4. ¿Qué es, ahora, lo par? ¿Y qué es lo impar? Los términos ingleses que les corresponden dicen en una palabra los largos discursos griegos; even, par, significa igual, unido, llano, mismo; odd, impar, significa extraño, desparejo, además, de sobra, desigual, breve, otro. Decir de un número

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este absurdo, que es a la vez par e impar, es decir que es a la vez mismo y otro.

Conceptualmente, el teorema o la demostración apagógica no hace más que variar sobre las nociones de mismo y otro, por la medida y la conmensurabilidad, por el hecho de que dos números son primos entre sí, por el teorema de Pitágoras, por lo par y lo impar.

Es una demostración rigurosa, y la primera en la historia, sobre la mímesis. Dice esto muy sencillo: si suponemos la mímesis, ella es reductible al absurdo. Entonces la crisis de los irracionales echa abajo la aritmética pitagórica y el primer platonismo.

Hipaso divulgó esto, y murió por ello, fin del primer acto. Hay que decir hoy que eso se dijo hace ya más de dos

milenios. ¿Por qué jugar todavía a un juego decidido? Pues si la diagonal o √2 son inconmensurables o

irracionales, sigue siendo evidente como mil soles que son construibles sobre el cuadrado y que su modo de existencia geométrica no es diferente de el del lado. Hasta el pequeño esclavo del Menón, ignorante, va a saber y poder construirla. Así también, los niños saben jugar con la peonza que la República analiza como estable y móvil a la vez. ¿Cómo es pues que la razón demuestra como siendo irracionales hechos que los niños más ignorantes saben establecer y construir? Debe de haber una razón de esta misma irracionalidad.

Dicho de otro modo, demostramos lo absurdo de lo irracional. Lo llevamos a lo contradictorio o a lo indecidible. Pero existe y nada podemos en contra. O, como dirá el otro y sin embargo, gira. La peonza gira, incluso si demostramos con argumentos irrefutables que es, indecidiblemente, móvil y fija. Es así. Por lo tanto, toda la teoría que precede y fundamenta la demostración ha de ser revisada, transformada. No es la razón la que manda, es el obstáculo. Lo que se vuelve absurdo no es aquello cuyo absurdo hemos demostrado, sino la teoría que condicionó la demostración. Éste es el movimiento tan corriente de la ciencia: cuando llega a un callejón sin salida de esta índole, transforma de inmediato sus presupuestos.

Traducción: la mímesis es reductible a la contradicción o a lo indecidible. Pero existe, y nada podemos en contra. Gira. Funciona, como se dice. Es así. Siempre se puede demostrar que no se puede ni hablar: ni caminar, o que Aquiles nunca alcanzará la tortuga.

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Ahora bien, hablamos, caminamos, Aquiles, el del pie ligero, se adelanta a la tortuga. Es así. Por lo tanto, toda la teoría que precede ha de ser transformada. Lo que se vuelve absurdo no es aquello cuyo absurdo hemos demostrado, sino el conjunto de la teoría que condicionó la demostración.

De ahí la historia, que sigue. Teodoro prosigue en el camino legendario de Hipaso. Multiplica las demostraciones de irracionalidad. llega hasta √17. De esos absurdos hay tantos como se quiera. Incluso sabemos que los hay en mayor número, por hablar en la lengua usual, que relaciones racionales. A partir de ahí, Teeteto retoma el pitagorismo arcaico y presenta una teoría general que fundamenta, en una nueva razón, los hechos de irracionalidad. El libro X de los Elementos podrá ser escrito. La crisis cesa, las matemáticas reencuentran un orden, Teeteto muere, fin de esta historia, técnica en la lengua del sistema, histórica en la lengua usual, aquella que narra el combate de Corinto. Platón refunde su filosofía, el padre Parménides es sacrificado durante el Parricidio, en el altar del principio de contradicción, pues es preciso que, de algún modo, el Mismo sea Otro. Entonces, ya se encuentra fundada la Realeza. El Tejedor Real combina en una red ordenada las proporciones racionales y las irracionales, superada la crisis del retorno, superada la tecnología de la dicotomía, fundada en el cuadrado, en la iteración de la diagonal. La sociedad, por fin, está en orden. Este diálogo, fatalmente no se titula el Geómetra, sino el Político.

La piedra de Rosetta está construida. Supongamos que la

leamos en todas sus caras. En la lengua de la leyenda, en la de la historia, la de las matemáticas, la de la filosofía. El mensaje que entrega pasa de lengua a lengua. Lo mismo sucede con la crisis. Esta crisis es sacrificial. Una serie de muertos acompaña sus traducciones a las lenguas consideradas. A continuación de esos sacrificios, reaparece el orden: en matemática, en filosofía, en historia, en la sociedad política. El esquema de Girard no sólo permite mostrar la isomorfia de esos lenguajes, sino también, y sobre todo, su ensamblaje, su reencolado. Pues no basta con narrar, hay que hacer aparecer los operadores de ese movimiento. Ahora bien, estos operadores, todos construidos sobre la pareja Mismo-Otro, se descubren, en su rigor, desplegados en la primerísima demostración de geometría. Así como el cuadrado provisto de su diagonal aparece en la primera solución como el objeto

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temático de la relación intersubjetiva completa, formación de la idealidad como tal, así también la demostración rigurosa aparece como tal, manipulando todos los operadores de la mímesis, a saber, la dinámica interna del esquema propuesto por René Girard. El origen de la geometría está inmerso en la historia sacrificial y las dos paralelas se encuentran desde ahora en conexión. La leyenda, el mito, la historia, la filosofía y la ciencia pura tienen bordes comunes sobre los que el esquema unitario construye puentes.

Metaponte, el geómetra, era el Pontífice, el Real Tejedor. Su muerte violenta en la tormenta, la muerte de Teeteto en la violencia del combate, la muerte del padre Parménides, son asesinatos. Lo irracional es mimético. La piedra que hemos leído era la piedra del altar de Delos. Y la geometría comienza en la violencia y lo sagrado 11.

11 Véase otro origen de la geometría en Le parasite, Ed. Grasset, 1980,

págs. 235-243, y aún otro, aquí mismo, págs. 156-158. Y otro más, siempre aquí, págs. 97-98.

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ÍndiceRANDONNÉE . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9 El nuevo Zenón . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11 El paso del Noroeste . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .15 PRIMEROS PASAJES . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 25 Exacta y humana . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. 31 Sólidos, fluidos, llamas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. .. . 41 Espacios y tiempos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 67 Historia: el universo y el lugar. Obstrucción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 83 RANOONNÉE . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . 91 Donde el paseo pone en entredicho los cuadros de la exposición. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . 93 SEGUNDOS PASAJES . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .113 Obstrucción: la epistemología . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 115 Historia de las ciencias . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 129 Origen de la geometría, 3 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 161 Origen de la geometría, 4 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . ..171 Origen de la geometría, 5 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. 181