mi vida no es autobiográfica

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Cuentos para inteligencias superiores

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Mi Vida No Es AutobiográficaLibro de cuentos

Fran Avilés Pérez

Prólogo de Jéssica Cavalcanti

Ilustraciones de Laura Menéndez

K d

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Diseño e ilustración de cubierta: Mónica García Koewandhono

Ilustraciones de cuentos: Laura Menéndez González

© Francisco José Avilés Pérez© de ilustraciones: Laura Menéndez

2013 Ediciones Koe, S.L.,MadridCalle Montserrat 16

Primera edición: febrero 2013Printed in Spain

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Índice

Prólogo 11

Mi espejo 17

Bailando 21

Vida profesional 25

Diario de mi armario empotrado 31

En la izquierda molestas 47

Interrupción 53

Mantas calientes 57

Expectativas 81

Gulas con huevo 85

Intrahistoria 89

Invasión cancelada 95

John y Jake 97

La luna en una noche profunda 101

Mientras respiro 105

Cincuenta 107

Fluorescentes 143

Cuento de chaqueta y sombrero 147

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Expectativas razonables 151

Asco 155

Libros para llegar muy alto 169

Listado de situaciones en las que la voz no lo

traspasa todo (incluido las paredes) 173

Ojos 179

Mónica 183

Manifiesto elefantista 195

Chispa 199

A la minoría siempre 205

Misión 209

3D 213

Pequeñas diferencias 219

Tu risques de te faire pincer très fort 227

Haciendo planes 241

Libre interpretación 247

No será que... 253

Pecado venial 257

Pantalones cortos 261

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Prólogo

Es mucho más complicado escribir esta introducción de lo que fue en su día aceptar la propuesta de hacerlo. Más aún si el tiempo apremia por previa procrastinación, la arena está cerca y, de fondo, pero muy alto, un vecino pone canciones que conozco. Pese a todo, y como en el soneto que mandó hacer Violante, éste prólogo se irá escribiendo solo, mientras yo te cuento, querido lector de Fran, lo difícil que ha sido.

Quien ya tenga este libro en posesión, lo leerá y nada de lo que yo escriba le hará cambiar de opinión (¿tonto el que lo lea?). De vosotros no me ocupo, disfrutadlo. Tampoco me voy a preocupar

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por quienes duden de su interés, pues es un libro de cuentos y bastará con leer uno para querer empezar otro. Los que nunca han oído hablar de Mi vida no es autobiográfica seguramente no puedan adquirirlo, y mucho menos leer estas palabras, así que todo lo que les diga está de más. Y toda la población está contendida en estas tres casillas.

No teniendo pues, nadie a quien dirigirme ni nada que añadir que vaya a hacer este libro mejor, y convencida de que lo bueno, si breve, dos veces bueno, y de que todo lo demás, si breve, mejor, me dispongo a terminar, no sin antes mandar un fuerte abrazo a Fran antes del Nobel, y a Mónica, por guapa.

Jéssica Cavalcanti Rodríguez

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Mi espejo

Apenas recuerdo la primera semana que pasé tras perder la mano, sólo conservo algunas imágenes. En cambio, recuerdo todo lo sucedido a partir de aquel día en que estuve más de diez minutos lavándome los dientes frente al espejo. No sé por qué se me ocurrió esa idea, pero decidí girar el espejo y poner el extremo superior abajo. El primer inconveniente fue que, lógicamente, no había nada en la antigua parte inferior que sirviera como sujeción. Tras meditar y buscar por la habitación, me serví de un cordel deshilachado para conseguirlo.

El espejo reflejó entonces mi gesto de satisfacción, pero no sólo con la habitual inversión horizontal,

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sino que a ésta se le sumaba una inversión vertical. Me resultó muy cómico ver mi rostro del revés. Pronto empecé a hacer monerías, a sacar la lengua y moverla de arriba a abajo, a levantar los brazos,... Entonces pensé que sería muy divertido saltar para ver cómo mi reflejo iba hacia abajo. Cogí mucho impulso para que mi primer salto fuera espectacular y salté con todas mis fuerzas. Ante mi asombro, en cuanto me levanté mínimamente del suelo, la imagen volvió a girar y adoptó su antigua y aburrida normalidad.

Me senté un tiempo en la cama, pensativo y taciturno. Pero pronto volví a intentarlo. Giré el espejo -con el secreto temor de que mi reflejo no se invirtiera de nuevo- y lo colgué. Para mi alivio, la cabeza volvía a apuntar al suelo. Salté más tímidamente, pero el resultado fue el mismo: al instante, mi reflejo volvió a la normalidad. Aquel día repetí el mismo proceso infinidad de veces, todas tuvieron el mismo resultado. Yo empecé a desear conseguirlo cada vez más.

A los pocos días me di cuenta de que debía perfeccionarme. Compré una ruedecilla que uní a la

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pared y al espejo a través de un mecanismo que yo mismo diseñé. Así podía girar el espejo siempre que quisiera y sin la dificultad que generaba la ausencia de mi mano izquierda. Me marqué un horario que llegó a ocupar la mayor parte de mis días.

Y así sigo aún, con la esperanza de poder ver alguna vez a mi reflejo saltando a la inversa. No he obtenido demasiados logros de cara a mi objetivo. Aunque, una vez, cuando estaba intentándolo con un salto a la pata coja sobre mi pie derecho después de haber soplado tres veces, me pareció que mi reflejo no se giró inmediatamente, sino que se mantuvo, al menos, unas décimas de segundo.

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Bailando

- No, por favor, no sé bailar.

- ¿Cómo que no? Todo el mundo sabe bailar. Ven, levántate.

La música era suave y dulce, lo envolvía todo.

- Acércate y agárrame -había tanta ternura en sus ojos. Me estremecí al rodear su silueta perfecta, dibujada con toda la pasión. Pero me serenaron sus manos suaves -. ¿Ves como es muy fácil? Sólo déjate llevar, sigue la música, siéntela.

Llegué incluso a cerrar los ojos, meciéndome abrazado a ella, con la melodía acariciándonos. No sé si estaba tocando el suelo, pero estaba claro que

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no era necesario. Aquel piano continuaba emitiendo notas claras y serenas. Las luces giraban alrededor y cada adorno del salón parecía cobrar vida. Y el maravilloso olor que lo impregnaba todo me embriagaba.

De repente sentí un escalofrío. Con la emoción, la situación, la música,… con ella; había olvidado que no sabía bailar. Siempre lo había hecho fatal. Entonces noté que me faltaba el aire. Intenté tranquilizarme pero el piano tocaba ahora notas agudas y punzantes que rebotaban dentro de mi cabeza. Me movía, pero sentía que no tenía el control de mi cuerpo, que podía caer. Seguí bailando y le mostré a ella una sonrisa desesperada.

El resto de parejas nos rodeaban y empecé a sentir que no tenía espacio suficiente. Ella parecía no alarmarse, me miraba con dulzura. Y seguimos bailando. Y el piano continuaba tocando esas notas agudas y dolorosas. Y entró el violín, acelerado y extraño. Cada vez me movía más torpemente y no paraba de mirar alrededor. En el momento en que eché la cabeza hacia atrás, vi a una pareja desplomarse. Nadie se dio cuenta y continuaron

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bailando, yo también seguí, impulsado por ella. Dos parejas más cayeron como abatidas por un rayo. La miré desesperado mientras el resto de parejas continuaban cayendo muertas. En poco tiempo, no quedaba nadie más.

La miré con lágrimas en los ojos.

- Te lo dije -el llanto me ahogaba-, bailo muy mal. Ahora todos han muerto por mi culpa.

Bajé la cabeza y las lágrimas salpicaron el suelo. Pero la levanté inmediatamente.

- Espera. ¡Tú lo sabías! Tú sabías que, si yo bailaba, todos morirían. Tú lo que quieres es…

No pude terminar la frase, no podía soportar perder aquel rostro que me hizo volver a vivir. Incliné la cabeza desesperado, escuché el violín aún chirriante, el piano tocaba notas extremadamente graves y vibrantes y los pies de ella se movían… ¡con torpeza!

La miré de nuevo y ella sonrió.

- Eso no es lo que quiero, te equivocas. Tu amor te ciega, ni siquiera te has fijado en que yo bailo peor.

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Vida profesional

Recuerdo cómo, cuando mi madre me mandaba a por agua, yo aprovechaba para, de camino, mirar por el ventanuco que daba al semisótano de la carpintería. Era un niño, pero ya entonces me sentía inexplicablemente atraído por los movimientos precisos y armónicos de aquel hombre que trabajaba la madera.

No tardé mucho en entrar como aprendiz y, en poco tiempo, tenía la confianza total de mi jefe. Para cuando cumplí veinte años, ya me ocupaba de los trabajos más complejos; y a los treinta y cinco, había reunido el dinero suficiente para comprar la carpintería. Luego, llegó su muerte.

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Tuve mis propios aprendices (muchos se fueron) y trabajé durante décadas hasta que ya no tenía sentido seguir. Aun así, hoy, anciano y habiendo pasado dos años desde mi retiro, no entiendo por qué la gente me llama –y siempre me ha llamado– “el carpintero”.

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Diario de mi armario empotrado

Día 1

Noche del viernes

Mi dormitorio tiene una pequeña alfombra en el medio; a su lado, una cama de las que son más grandes que las normales de noventa pero que no llega a ser de matrimonio; también tiene una mesita y estantes unidos a la pared aquí y allá sobre un escritorio que hace esquina cuya curva interna tiene una forma que me gusta mucho y que me encantaría dibujar, pero aquí no puedo; ah, y un sillón blanco que antes estaba en el salón y fue sustituido pero no eliminado. Para que nos ubiquemos: una esquina la

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ocupa la cama, en la esquina más cercana a ésta (la habitación tiene forma rectangular), está el escritorio y, la pared de enfrente la forma en su totalidad un armario empotrado.

El armario tiene cuatro partes: una horizontal, tan ancha como el armario, en lo alto y tres verticales. En la horizontal se guardan las maletas y ese tipo de cosas (es normal, porque está muy alto, sería incómodo guardar el colacao y tener que cogerlo para desayunar todas las mañanas). Las “dependencias” verticales cumplen tres funciones distintas:

1ª.- Almacén de ropa que no se está usando en ese momento (su contenido varía en función de la estación).

2ª.- Ocupa el puesto central y tiene la función contraria, es decir, contiene la ropa en uso.

3ª.- A diferencia de las anteriores, no se usa para guardar ropa sino cosas tan diversas como los libros de texto de bachillerato, una raqueta de tenis y otra de ping-pong, posters enrollados, carpetas con papeles cuyo origen es en ocasiones insondable,

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coleccionables, la orla de la ESO, algunas revistas, peonzas de las que se dan la vuelta mientras giran de cuando fui al parque de las ciencias,...

Toda esta descripción sirve para que el lector pueda hacerse una idea del lugar donde se desarrollaron los hechos. Y es que ayer por la noche no podía dormir. Estuve horas tumbado en la cama y mi mente iba de un sitio a otro sin conseguir caer en el sueño. En estas idas y venidas, recordé unos dibujos que había hecho hace mucho tiempo. Pensé que, si esos dibujos seguían con vida, tendrían que estar en el armario y, por algún motivo, a pesar de ser las cuatro de la mañana, sentí unas ganas irrefrenables de volver a verlos. Me levanté de la cama y encendí la luz del flexo porque pensé que la lámpara del techo me iba a hacer daño después de tanto tiempo en la oscuridad. Me dirigí hacia el armario y abrí la puerta correspondiente. Para mi sorpresa, allí no había nada, absolutamente nada. La imagen era chocante porque las objetos que anteriormente he citado formaban una gran montaña donde ahora sólo había aire. Abrí las otras puertas del armario y allí estaba la ropa de invierno y la de verano. Las

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cerré. Encendí la luz de la lámpara. Seguía sin haber nada tras la primera puerta que abrí. Cerré la puerta, apagué la luz de la lámpara, apagué el flexo y me fui a la cama. Soñé muchas cosas, pero ya no me acuerdo. Esta mañana, cuando me he levantado, el armario estaba otra vez lleno de las mismas cosas de siempre.

Día 2

Noche del sábado

Durante todo el día, no tuve valor de contarle a nadie lo que pasó la noche anterior: no le dije nada a mis padres. Por la noche salí a tomar algo con los amigos y casi ligué. Volví a las cuatro y me dije a mí mismo que lo hacía porque ya estaba cansado, pero supongo que la curiosidad lo puede todo. En el momento en que cerré la puerta (con cuidado para no hacer mucho ruido) y estuve dentro, mi corazón empezó a latir a ritmo creciente. La suave luz producida por la pantalla del móvil acarició primero el pasillo y después la puerta de mi dormitorio; entonces ya no hacía falta, pulsé el interruptor. Cuando me hallé en mi cuarto iluminado, no abrí la

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puerta del armario enseguida; al menos, me pareció que dejé pasar una eternidad hasta que conseguí completar el recorrido de aproximadamente noventa grados. Todo estaba en su sitio, como siempre. Me acosté y dudé un tiempo que alguna vez hubiera estado vacío; luego me dormí.

Día 3

Noche del domingo

Estoy empezando a recordar algunos de los sueños que tuve la primera noche y, sin embargo, cada vez se vuelve más borrosa la imagen del armario vacío: es demasiado fácil confundirlo todo. De todos modos, me considero cuerdo y, aunque hice un trabajo para clase en el que afirmaba rotundamente que las diferencias entre lo que se sueña o piensa y lo que se vive son mínimas, yo sé que aquello sucedió. No sabría a quién contárselo - necesitaría que alguien lo creyera conmigo- bueno, sí lo sabría; pero “sabría” es un tiempo condicional y la condición sería que Lucía no me hubiera dejado hace dos semanas.

Anoche puse el despertador del móvil a las 4.00.

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Sonó y yo lo estaba esperando aunque estuviera dormido (o esa sensación tuve cuando me despertó). Encendí la luz del flexo (está en el borde del escritorio porque lo uso para estudiar, en la posición “a”, y para leer en la cama, en la “b”). Me levanté y andé hacia el armario y mis movimientos fueron bruscos y nerviosos y abrí la puerta del armario y allí seguía todo y me da rabia (y eso que sé que me asustaría encontrármelo vacío). Y me acosté y menos mal que por lo menos escribo esto.

Día 4

Noche del lunes

Era cuestión de confianza: si no puedes creerte ni a ti mismo... Estuve todo el día pensando en qué habría fallado. El sábado llegué a las cuatro y abrí la puerta: no es igual que levantarse a las cuatro. En cuanto al domingo, las diferencias eran mínimas, aunque no supe de su importancia hasta la noche. Sinceramente, cuando a la una más o menos caí rendido, no esperaba que fuera a conseguirlo. Los nervios ayudaron porque a las tres y media pasadas me desperté inquieto. En esa situación,

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no fue difícil resistir un poco más (lo complicado habría sido dormirse). Antes de acostarme concluí con una certidumbre irracional que era necesario que no utilizara ningún despertador; y cuando me hube levantado y encendido el flexo y caminaba con normalidad hacia el armario, tuve la impresión de que algo era distinto. Al abrir la puerta, sentí lo que llevaba dos días esperando sentir: alegría e incertidumbre. Dentro de la tercera puerta del armario no había nada y, ahora que no tenía por qué dudar de mí, podía centrarme en el fenómeno en sí.

Lo único que se me ocurrió es meterme de lleno. Fui hasta la cama, cogí la almohada y me introduje en el armario. Estaba tan cansado que, aunque parezca mentira, me dormí. Esta mañana he despertado sobre la montaña de cosas cuya composición conocerá el lector (al final del diario podría adjuntar la lista completa de objetos, pero dudo de su interés).

Día 5

Noche del martes

Hoy escribo por mantener el diario, pero no

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hay nada nuevo que contar respecto del armario. Al parecer, tenía razón cuando dije que el sábado casi ligué. Ayer se hizo efectivo, nació de su parte y entre semana, nada de desvaríos nocturnos, lo que es, cuanto menos, notable. Por eso acepté, por eso y porque era guapa. La noche fue extraña. Al deseo de escapismo habitual, se unió la desazón de no estar en mi cuarto sabiendo más acerca de lo que ocurre en mi armario. Finalmente, dormí con ella. Esta mañana me he levantado temprano y me he ido; de eso hace unas horas.

Día 6

Noche del miércoles

He tardado mucho en escribir estas líneas y, encima, otra vez para nada. No me sirve de excusa, pero desde que todo esto empezó no he dormido ni una sola noche del tirón: ayer, como en las noches del lunes y del viernes, me levanté de la cama a las cuatro y encontré la tercera puerta de mi armario vacía. Cogí la almohada y me introduje en él -pensé que con esa postura tan forzada seguro que roncaba-, pero, esta vez, llevé conmigo una linterna. Quería

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ver el modo en que todo aquello reapareciera. No sé cuánto aguanté, pero esta mañana me he levantado sobre el montón de cosas; al abrir la puerta, la linterna rodó por el suelo.

Día 7

Noche del jueves

Esta tarde dormí una siesta antológica: sabía que no iba a volver a quedarme dormido, pero quería estar seguro de que el sueño no me afectara lo más mínimo . Por la noche, me levanté a las cuatro y, de nuevo, el armario estaba vacío. Tras reflexionar un rato, tuve una especie de iluminación. Corriendo fui al baño y abrí uno por uno los cajones y puertas del mueble; como sospechaba, el cajón donde guardo todo lo relacionado con las lentillas (éstas incluidas) estaba vacío. En ningún momento comprendía lo que sucedía, pero parecía ir entendiendo la lógica del mecanismo motor del suceso. Al llegar a la cocina, hice lo propio con cada cajón y puerta. En el armario de las sartenes, ocurría algo de la misma naturaleza, pero con matices: a todas las sartenes les faltaba la sartén en sí y, de todas ellas, quedaba el mango.

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Cinco mangos suspendidos en el vacío unos sobre otros en dos columnas (una con tres y la otra con dos) flotaban en el interior del mueble. Volví a mi cuarto, estaba inquieto, creo que temblaba. Entonces, decidí descorrer la cortina y subir la persiana -siempre está totalmente bajada, no me gusta que haya luz cuando duermo-. De la farola que hay delante de mi casa, quedaba la luz, pero ni rastro de la farola. Incrédulo, decidí avisar a mis padres. Al irrumpir en su cuarto, necesité un tiempo, el suficiente para que mis pupilas se adaptaran, para notar que no estaban. Ahogué un grito y volví a mi cuarto. Me tiré en la cama y empecé a girar compulsivamente.

Unos minutos más tarde, sentado en la cama, intenté pensar con tranquilidad; pero un millón de cosas torturaban mi cabeza. Sentí ganas de salir de allí. Me vestí rápido y poco después ya pisaba el suelo de la calle. La farola seguía igual. Sin meditarlo caminé hacia la derecha, por el paseo. Al poco descubrí que a los bancos les faltaban las patas. Tuve miedo y corrí; pero pronto frené: no sabía de qué huir. Tras andar unos minutos más,

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reparé en el edificio de enfrente. La casa de Lucía no tenía puerta (también le faltaba el número). Mis pies me introdujeron en el edificio y, casi solos, subieron las escaleras. El pulso me palpitaba en las sienes mientras me movía por las estancias de su casa. Entré en su habitación. Una luz pálida lo acariciaba todo. Con mucho cuidado, quité la sábana con que se tapaba y me quedé paralizado ante lo que vi (o ante lo que no vi). Sólo la mitad de su cuerpo dormía plácidamente, con la respiración acompasada. Era como si una enorme cuchilla hubiera caído sobre su entrecejo, nariz, boca, ombligo y sexo: el resultado era una mitad perfecta.

Creo que todo lo que había visto con anterioridad, ayudó a que saliera de mi ensimismamiento con mayor presteza. Era asombroso, podía ver su sección como en los libros de medicina. Veía el cerebro, el estómago, el intestino,... De repente, me paré a mirar con más atención. Después de un rato observando con detenimiento su cuerpo, confirmé que, a pesar de que la parte que tenía al completo era la izquierda, no había ni rastro del corazón.

Salí de la casa intentando hacer el menor ruido

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posible. Con el paso rápido y la cabeza baja, no quería ver ni los bancos sin patas, ni las luces suspendidas ni nada más. Volví a casa y cerré la puerta de mi habitación al entrar. Cogí la almohada, la linterna, un bolígrafo y este cuaderno, me metí en el armario y me puse a escribir esto a la espera de que todo reaparezca y pueda encontrar un tren, o lo que sea, que me saque de aquí.

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En la izquierda molestas

Ayer posé mis pies sobre la negra y estriada superficie de uno de los escalones que componía una escalera mecánica. Salía del metro. Estaba cansado; y levanté la cabeza muy lentamente, al ritmo de la propia escalera. Cuando hube formado un ángulo adecuado, la vi. Con una sonrisa ligerísimamente torcida que parecía reírse del mundo, bajando por la escalera contraria, allí estaba, la mujer de mi vida. No soy de amores a primera vista, no piensen mal, soy un hombre inteligente. Pero se leer las caras, y aquella, además de ser sorprendentemente hermosa, decía mucho, sabía mucho, vivía mucho, veía mucho y sabía de lo que reía.

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Pero no era sólo eso porque era todo. Sus más mínimos gestos me embelesaban. Deseé conversar con ella. Me dio tiempo a imaginar una vida sin tenerla nunca demasiado lejos. Entonces sentí un ligero pero brusco empujón detrás. “Oiga, si no va a andar, póngase en la derecha”. Me retiré muy rápido, estaba avergonzado. A mí también me molesta la gente que hace eso, pues, no sabes la prisa que puede tener la otra persona y no te cuesta nada acomodarte en el otro lado. Cuando llegué arriba me prometí no hacerlo más y, tras leer el cartel luminoso, me miré para ver si llevaba dinero suficiente para renovar el abono del metro.

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Interrupción

Ella, de pie, organizaba algunos papeles junto a la estantería. Enfrente estaba él, acostado en la cama. Su cabeza se apoyaba sobre la almohada y el cuerpo, sobre el colchón; pero las piernas colgaban por uno de los lados de la cama, tocando el suelo con la punta del pie izquierdo.

Fuera llovía un poco, lo suficiente para que se escuchara el goteo constante en la habitación callada. Él alzó el brazo derecho extendiéndolo hacia ella.

- ¿Me das un abrazo?

Ella no respondió, parecía no haber escuchado nada. Continuó ojeando los papeles con atención.

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- Por favor, dame un abrazo -esta vez lo dijo en tono suplicante.

- Ahora no -contestó ella sin inmutarse-, tengo que organizar todo esto.

- Es sólo un abrazo, luego podrás seguir.

Ella no contestó. Él se removió en la cama soltando un suave gruñido.

- Lo necesito. Si no me abrazas, me desharé.

- Ajá -dijo ella totalmente inexpresiva y centrada en sus papeles.

Pasaron algunos minutos y ella siguió inmersa en su labor. Entonces la lluvia arreció. Levantó la vista para mirar hacia la ventana. El agua golpeteaba con fuerza los cristales, apenas se veía la calle. Reparó de repente en que él no estaba, en su lugar, había aparecido un montoncito de arena blanca y fina. Ella arqueó las cejas.

- Ya sabía yo que no merecía la pena. Ahora tengo que limpiar todo eso. Y el recogedor está fuera. -Hizo una pausa mirando hacia abajo-. Mejor me espero a que escampe.

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Continuó organizando los papeles como lo estaba haciendo antes de que él la interrumpiera.

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Mantas calientes

A

“Recuerdo los días en que mi mente sólo pensaba en acabar con mi cuerpo. Aquellos días en que la pregunta de si todo tiene algún sentido se repetía con insistencia machacona. Los días en que deseaba la muerte, las noches de tibias lágrimas en la almohada. Recuerdo que al respirar me quemaba el aire porque sentía que no era mío, recuerdo los estertores de la soledad. Eran, sobre todo, días de dolor, desesperación y una indescriptible angustia que me envenenaba poco a poco; que destrozaba cada tejido de mi ser; que colapsaba mis sentidos; que quitaba la vista a unos ojos que no querían ver,

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cansados de mirar y no encontrar.

Recuerdo aquellos días y ahora se me antojan felices. Y es que no pensaba nada más que en morir, cansado de tanto llanto; es cierto, pero todo era fruto de mi desconsuelo y eso quiere decir que al menos sentía. Ya no hay ni desesperación ni angustia, ya no hay nada. No es indiferencia, ojalá, creo que es mucho más grave. Asustado, como cualquier horrible ser vivo, no tuve el valor para suicidarme, pero hace poco noté que mi subconsciente lo había hecho por sí solo. Ya no hay nada. Pasan el tiempo y mi vida y yo puedo percibirlo, pero no soy dueño de ellos. Me he convertido en un gris espectador de mi existencia. Experimento la indescriptible sensación de vivir mi vida en tercera persona. Ayer caí en la cuenta de que habían pasado varias semanas y sé lo que en ellas sucedió, pero no recuerdo haberlas vivido, no son mías; como cada acto, como cada momento que sucede sin que yo pueda agarrarlo y sin que me importe el no poder hacerlo. Nada es mío de hecho, pues nada soy y nada tengo.

He perdido hasta las ganas de morir: no me duele una vida que no es mía. Ya ni siquiera necesito

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gritar de rabia. ¿Para qué? Simplemente he dejado de sentir, nada noto, sólo frío, mucho frío.

Pero, más por conciencia que por sentimiento, he recapacitado y llegado a la conclusión de que esta situación no puede prolongarse más, ya no caben prórrogas. Debo dar el último paso, aunque sea sólo un mero trámite formal. Debo intervenir por última vez en mi destino. Debo acabar lo que ya acabó. Debo quitar vida de donde no la hay”.

Antón releyó estas palabras por tercera vez con el sabor amargo del acero de la pistola extendiéndose por su boca. Apretaba la mandíbula con fuerza y sus dientes a veces rechinaban con el contacto del metal. Ni músculos en tensión ni una sola gota de sudor, nada perturbaba su rostro. “Ya está” pensó “Sólo hay que acabar lo acabado”. Flexionó ligeramente el dedo y un ruido reverberó en la habitación: el teléfono estaba sonando. Por el rostro imperturbable de Antón se deslizó una lágrima, una de las pocas que aún conservaba.

El teléfono paró de sonar y comenzó a hacerlo de nuevo en varias ocasiones. Antón no se levantaba de la silla para cogerlo, pero hacía tiempo que había

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soltado la pistola sobre la mesa. Por fin se decidió. Se puso en pie y agarró el teléfono.

- Tengo una noticia para ti -dijo una voz exultante de euforia.

- Dime, Guillermo -contestó Antón con voz plana.

- ¡Les han encantado tus cuadros! Dicen que los van a exponer.

- ¿Estás seguro?

- Por supuesto. Me han dicho que hacía mucho tiempo que ninguna pintura les sorprendía y que tú lo habías conseguido. Dicen que es asombrosa la fuerza con que late el sufrimiento dentro de tus pinturas -Guillermo rió.-Como lo oyes, palabras textuales.

Antón estaba aturdido. ¿Reconocimiento a estas alturas? Es lo último que podía esperar. No sabía cómo tenía que reaccionar.

- Bueno, mañana te veré y me lo cuentas todo -dijo Antón titubeando.

- Vale, bien. Pero, ¿te pasa algo? Es una noticia

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estupenda.

- Lo sé, lo sé. Tranquilo, no me sucede nada. Mañana hablamos.

Como espectador de la película en la que se había convertido su vida, Antón sentía cierta curiosidad por saber qué iba a pasar a continuación. Decidió no acabar aquella noche su vida, no porque la noticia le hiciera ilusión, sino, simplemente, porque le había sorprendido lo acontecido y quería saber cómo iba a acabar todo.

G

El espejo parecía reflejar la cara de siempre. Quizás no era nada, quizás se había preocupado en vano. Aquella sensación… hacía bastantes días que creía haberla sentido, ni siquiera estaba seguro de que hubiera sido real. No lo había comentado con Antón y ahora se alegraba. Soltó una sonora carcajada contra el espejo. Seguro que Antón se habría desternillado ante esa niñería. Bien mirado, eso no hubiera estado mal, ya no recordaba la última vez que había visto reír a Antón. “Es extraño que apenas se haya alegrado cuando le he contado lo

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de la galería” pensó “Es imposible que no le haga ilusión”. Era probable que no lo hubiera asimilado bien; siempre se ha dejado la vida en su pintura y el reconocimiento ha sido tan escaso como para desesperar a cualquiera. De hecho, de un tiempo a esta parte lo había visto terriblemente decaído. Guillermo esperaba que, a partir de esto, todo empezara a marchar mejor para su amigo. “Se lo merece”.

A

Antón salió a la calle temprano. El viento helado le acarició el rostro, no había podido evitar que se dibujara un tímido asomo de sonrisa en él. Y es que no podía remediarlo: era demasiado tiempo esperando algo que parecía que nunca iba a suceder.

Recorrió las calles con paso rítmico. Junto a un lado de la acera corría agua cristalina cuya procedencia no estaba muy clara, pero que servía de entretenimiento a unos niños que chapoteaban entre sonoras carcajadas. “¡Pedro!” dijo una madre desde una ventana cercana “¡Sal ahora mismo de ahí! Será posible con el frío que hace y el niño poniéndose

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empapado… ¡Que vengas ahora mismo, te digo!” Antón sonrió al ver al niño cabizbajo avanzando hacia su castigo; sabía que sucedería algo así, pero la tentación fue superior a sus infantiles fuerzas.

Antón torció la penúltima esquina que debía pasar antes de la cafetería, donde se encontraría con Guillermo, con un fundado buen humor. Continuaba salpicando el suelo con su pisar rítmico cuando notó que su pie derecho no recibía el apoyo de una baldosa. Su pierna se hundió varios centímetros provocando el inevitable desequilibrio en todo el cuerpo que cayó bruscamente. Como Antón llevaba cierta velocidad en su caminata, tras la caída, rodó varios metros hasta detenerse. Tras un traspiés, la primera reacción que suele manifestar todo ser humano es la de comprobar el número de personas que han sido testigo de él y, por tanto, el tamaño del ridículo realizado. Al mirar hacia atrás, además de ver a dos espectadores, comprobó que en el suelo no faltaba una baldosa sino un recuadro completo de al menos diez baldosas, era increíble que no se hubiera fijado. Cuando iba a hacer la misma operación, pero hacia delante, una voz hizo que no cupiera duda de

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si había sido observado en su tropiezo.

- Hola, ¿estás bien? ¿Te has hecho daño? -dijo una voz dulce con sincera preocupación.

- No, tranquila -dijo Antón levantándose de un salto-. Ah, eres tú. ¿Qué tal? -preguntó con voz seca.

- Muy bien. Siento muchísimo no haber podido ir a la exposición, no sabes cuánto me apetecía, de verdad.

- Sí, ya vi -dijo Antón bajando la mirada.

- Créeme, te llamé muchas veces, pero no lo cogías. Te mandé varios mensajes, ¿no los leíste?

- ¿A mí? Yo no recibí nada.

La chica sacó con presura el móvil del bolso. Le mostró sus llamadas y mensajes enviados como presentándolos ante el juez. Tras mirar durante unos instantes, Antón le dijo:

- El último número no es un dos, es un siete.

- ¿No me digas? Ya decía yo… -al escucharle hablar, Antón recordó lo que le gustaban aquellos ojos.- Lo siento muchísimo, ¿te apetecería que

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quedáramos otra vez?

Antón asintió y fecharon una nueva cita. La sensación era genial. Hace una semana pensaba que no había ido porque le aburría, repugnaba, agobiaba o cualquier cosa por estilo. Pensaba que no le apetecía ni lo más mínimo quedar con él y que simplemente había aceptado por cortesía. Y, sin embargo, estaba claro que no era así, se lo había visto en los ojos. Y habían vuelto a quedar, de hecho, iban a cenar juntos. Antón llegó a la cafetería casi rozando la euforia.

G

Guillermo tamborileaba con los dedos en el servilletero. “¿Qué había sido eso? Por Dios, ¿había vuelto a pasar?” Volvía a no estar seguro de si había o no sentido lo que creía. “Puede que sea únicamente una paranoia, desde que sucedió lo que quiera que sucediera la primera vez no dejo de pensar en ello, es lógico que crea que pasan cosas que en realidad no han sucedido. Sí, no hay vuelta de hoja, tiene que ser eso. Simplemente, me estoy obsesionando y ya no sé ni lo que veo ni lo que siento. ¡Qué tontería!

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Mira que asustarse así otra vez por nada. No tiene sentido, es de niños. Por ahí viene Antón y sonríe, me alegro. Debo dejar de pensar en eso, es imposible y carece de fundamente. Está total y absolutamente claro que no ha pasado nada.”

“Pero… ¿y si ha pasado?”

A/G

- ¿Qué tal va todo, pintor reconocido? -preguntó Guillermo con una amplia sonrisa.

- Pues no me puedo quejar. Pero, ¿estás seguro de que no era una broma?

- En absoluto, la exposición comienza la semana que viene. Me han dicho que va a tener mucha publicidad. ¡Vas a salir en todas las publicaciones especializadas!

Antón no podía creerse este vuelco en su vida. Quizás para otra persona no sería tan importante, pero esto que le estaba contando Guillermo lo era todo para él. Cada momento, cada leve resto de ilusión lo había derramado y mezclado con pintura.

- Un café solo, por favor.

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Él siempre había aspirado a llegar a lo más alto, sabía que eso era prepotencia, pero todo artista es entonces prepotente por definición. Tampoco pensaba que fuera mejor que nadie, únicamente era una punzada en las entrañas, algo que sentía y necesitaba sacar y mostrar, y que sólo sabía hacer con pintura.

La camarera se acercó con el café caminando dubitativa, tres pasos más tarde tropezó y la taza cayó sobre Antón que se levantó de un salto. Mientras la camarera, horrorizada, se tapaba la boca con ambas manos, Antón se sacudió el jersey para limpiarse. Le dijo a la camarera que no se preocupara, que no sucedía nada; y era cierto, porque no había dejado mancha alguna. Notó a Guillermo mucho más preocupado de lo normal, no solía ser alguien muy reflexivo, al contrario, se tomaba la vida con ligereza y alegría. Ya se le pasaría, momentos malos tenemos todos.

A

Para Antón la tarde pasó volando, como cuando era niño. Antes de dormir permaneció durante largo

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tiempo mirando al techo, ya no recordaba la última vez que se había acostado esperando con ilusión el día siguiente. No recordaba cómo era la ilusión del que anhela, hasta hace poco no la necesitaba: no iba a haber día siguiente.

G

Entraba muy poca luz por la ventana, aún estaba amaneciendo y los tímidos rayos sólo permitían vislumbrar la cama de Guillermo, estaba vacía.

- ¡Ah! -gritó con voz ronca y desgarradora dentro del baño.

Levantó con rabia el puño derecho y golpeó el espejo. El estallido de cristales salpicados de sangre fue atronador. Guillermo se cogió la nuca con ambas manos y volvió a gritar con más fuerza, con más ira y con más desconsuelo que antes.

- ¡No! -el grito se interrumpió por las lágrimas que brotaban sin control.

Guillermo cayó de rodillas sobre los cristales. Ha sucedido, lo he visto, ya no hay duda. ¿Qué es esto? ¿Por qué me tiene que pasar a mí? Guillermo

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se aferraba con la mano derecha a la muñeca del brazo izquierdo. No sabía si mirar su mano con pena o con miedo. Los cristales esparcidos por el suelo empezaron a brillar, algunos con luz roja: ya había amanecido. Guillermo se acurrucó. El sol acababa de salir, aún hacía frío.

A

Que hubieran vuelto a quedar ya era estupendo, que Sara se deshiciera ahora entre sus besos era algo increíble para Antón. Y mientras recorría sus labios recordaba lo que ella le había dicho apenas unos minutos antes, recordaba su suave voz hablándole de deseo, casi se estremecía de emoción y de incredulidad: todo era perfecto.

Sara recorría el cuello de Antón con sus finos dedos. Y pensar lo que estuvo a punto de hacer. Ahora jugueteaba con el pelo de su nuca. Acabar con su vida, perderse todo lo que puede ofrecerle. Sara mordió su labio con delicadeza y soltó una carcajada. Debía estar ciego para no ver todo lo bueno que le rodeaba, para no darse cuenta de que podía ser feliz. Pero nada de eso sucedió, estaba ahí, estaba vivo. Y

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Sara le estaba besando.

Los días siguientes los llenó Antón con Sara y la galería. Se pasaba el tiempo junto a sus cuadros atendiendo a los visitantes. Podía explicarlos durante horas una y otra vez a cualquiera que estuviese interesado y le preguntase. Fue incluso un chico, que trabajaba para una revista de arte joven, para hacerle una entrevista. Antón desbordaba ilusión, en cada uno de sus actos había vitalidad y entusiasmo.

G

Guillermo salió a la calle con una gabardina sobre los hombros cubriéndole el cuerpo. Su cara pálida miraba con extrañeza a todo lo que le rodeaba, parecía no ser parte de ello. “¿Qué soy yo entonces? ¿Qué quedará cuando no haya nada? ¿Para qué era necesario todo lo anterior, para qué mi vida si ahora sucede esto? No entiendo nada y lo peor es que siento que eso no importa. No importa porque a nadie le importa, se acaba y nadie lo nota. Y no sé por qué me invade la amarga certeza de que no hay un después. Algo dentro de mí me dice que allá al fondo, a lo lejos, me espera la nada. Y, además,

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he notado que, desde hace un tiempo, he dejado de preguntarme por qué.

A

Antón se sentía tan a gusto que podía recordar sin dolor todos los momentos de exclusión. Aquellos días en que se veía a sí mismo fuera del mundo en que vivían los demás. Contar sus ideas y ver las caras contraídas mirándolo incrédulo, días de rechazo. La rabia y la impotencia de verse en círculos fáciles de comprender por su extrema simpleza y en los que, sin embargo, le era imposible entrar con normalidad. La exclusión por vanidoso de los más vanidosos, el miedo de los que creen y odian a los que les intenten hacer que comprendan.

Ahora daba igual. Mala suerte y malas coincidencias, nada más. Ahora el mundo le quería, se había girado y se había fijado en él. Antón sonreía mostrando los dientes al pensar en esto. Y es que ya no cabían lloros, ahora nacía una vida que vivir.

Envuelto en vida entró en la galería, una ligera brisa de aire frío le rozó las mejillas. Caminó oyendo el resonar de sus pasos huecos rebotando en las

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paredes blancas. Se sorprendió al ver que la puerta de madera que daba a la sala donde se encontraban expuestos sus cuadros había desaparecido, en su lugar sólo quedaba el hueco vacío en el tabique. Pero se sorprendió más al entrar en la estancia.

- Hola, Jesús -saludó al encargado de la exposición-. ¿Dónde están esos tres cuadros?

- Esto… ¿cómo te lo digo? -Dijo frotándose la cabeza-. No sé qué ha pasado, de repente están así. Se han vuelto blancos, no lo entiendo.

- Vamos a ver -dijo Antón con sonrisa nerviosa-. ¿Es una broma? ¿Me estás diciendo en serio que se han vuelto blancos?

Antón fue andando hasta el centro de la sala. Los tres cuadros blancos reflejaban la luz de las lámparas. Escuchó que el encargado estaba hablando, trataba de explicarle algo. Pero Antón no pudo hacerle caso, repentinamente, la pintura del resto de los cuadros empezó a derramarse lentamente. Antón se quedó paralizado viendo cómo se formaban arroyos de colores que descendían por las paredes. No podía pronunciar una palabra, ni siquiera había respirado

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desde que comenzó el extraño fenómeno. Lo más sorprendente fue que la pintura, al llegar al suelo, no continuaba su camino sino que desaparecía.

En poco más de un minuto Antón estaba rodeado de brillantes lienzos blancos. Miró con la boca entreabierta al encargado, pero ya no estaba. Caminó parsimoniosamente hacia uno de los cuadros y puso su mano sobre la suave superficie; instantes después colocó la otra mano y pegó la cara. No pudo evitar mancillar la impoluta blancura con una espesa lágrima.

Estuvo tan aturdido que tardó varias horas en reaccionar. Finalmente, optó por ver a Sara, esperaba que al contarle lo ocurrido todo cobrara sentido y se solucionase. La llamó por teléfono y decidieron quedar cuando ella saliera del trabajo, en el parque situado junto al gran edificio del centro.

Como no quedaba demasiado tiempo para la cita y el lugar estaba lejos, se puso inmediatamente en marcha. En su caminar contempló extrañado que la densidad de las edificaciones era menor, había huecos vacíos entre los edificios. Eso provocaba que el viento helado corriera con libertad entre las calles

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de la ciudad sacudiendo a los escasos viandantes que poblaban las aceras. Escuchó un ruido ronco y miró a la derecha. Atónito contempló cómo un edificio de diez plantas se reducía a una pequeña bola y desaparecía. Miró a su alrededor intentando encontrar las cómplices caras de incredulidad del resto de transeúntes. Pero no vio a nadie. Segundos más tarde un edificio fue perdiendo uno a uno sus pisos hasta desaparecer por completo.

Sólo se le ocurrió correr. Atravesó las calles viendo desaparecer los edificios a ambos lados. Delante de él la ciudad se vaciaba. Pero no paró de correr. No le importaba que ya no quedaran apenas edificios y que ahora el suelo estuviera empezando a despegarse. Las baldosas de las aceras subían disparadas varios metros y desaparecían. El asfalto de la calle se envolvía como inmensas alfombras grises que terminaban por desaparecer. Poco tiempo después estaba corriendo sobre la tierra y ni una sola edificación le rodeaba.

G

Guillermo ya no podía caminar. Tumbado sobre la tierra seguía cubierto por su gabardina. “Y cuando

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yo desaparezca, ¿qué quedará?” Apartó la gabardina descubriéndose el cuerpo, bueno, lo que quedaba de él. Miró hacia donde antes estaban sus piernas, ya no sabía ni que pensar. Luego dirigió la vista hacia su brazo izquierdo, allí faltaba la mano, lo primero en desaparecer. “Lo que haya detrás, supongo.”

Sintió algo extraño y comprobó que su brazo derecho había desaparecido por completo. Le siguió lo que quedaba del izquierdo y, en pocos segundos, no era más que un triste busto pálido. Sintiéndose desvanecer, contempló por última vez el mundo. Esto provocó que su último sentimiento fuera de vergüenza porque, al ver derrumbarse y desaparecer todo lo que le rodeaba, no pudo evitar sentir cierto placer y regocijo: al tiempo que él dejaba de existir también lo hacía el resto del mundo.

- Al menos -dijo antes de desaparecer para siempre-, al menos no me voy solo.

A

Antón ya podía ver el parque a lo lejos. Allí estaba Sara. Alternaba movimientos compulsivos mirando a un lado y a otro, las rodillas flojeaban

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y, al igual que el resto del cuerpo, no dejaban de temblar. Cuando Antón estuvo más cerca, pudo ver su rostro contraído y horrorizado. El pánico se tornó esperanza cuando vio a Antón corriendo hacia ella.

Sus piernas recobraron las fuerzas y avanzaron a zancadas hacia Antón que, a su vez, había acelerado la marcha. Fueron al encuentro corriendo sobre una cada vez más fina capa de tierra que iba lentamente desapareciendo. Las lágrimas desesperadas llenaron la cara de Sara cuando Antón casi podía rozarla. Antón abrió los brazos y Sara se introdujo entre ellos. Un instante después, cuando Antón ni siquiera podía haberse complacido en su contacto, Sara se fundió con el aire y desapareció.

Antón ahogó un terrible grito quebrado y desesperado. Y volvió a hacerlo sin obtener respuesta. Sus lágrimas aguardaban listas para explotar, pero estaban contenidas por una extraña barrera que no hacía más que generar dolor. Intentó buscar dentro de sí, pero allí no encontraba nada, era incapaz incluso de incubar rabia.

Alzó la vista y miró en derredor. Lo que vio le dejó asombrado: no imaginaba que aún pudiera

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pasar algo que le sorprendiera. En medio del paisaje vacío y desolado sólo había una figura que rompía la línea del horizonte. El edificio donde vivía se alzaba como único vestigio de la ciudad. Inmediatamente una idea se adueñó de su mente, tenía que hacerlo. Se puso en pie y corrió. Avanzando en línea recta hacia su piso a toda velocidad, cortaba el aire gélido. Cuando llevaba un buen trecho recorrido su pecho empezó a resentirse dolorido, pero no hizo caso, tenía que seguir, tenía que llegar y hacerlo.

Subió de tres en tres los escalones del edificio y no tardó mucho en estar frente a la puerta de su piso. Sacó las llaves, que tintinearon burlonas tras varios intentos nerviosos para abrir la cerradura. Finalmente lo consiguió. Entró acelerado, dando un portazo, y fue hacia su dormitorio. Sacó un cajón con tanta fuerza que cayó al suelo rompiéndose. Apartó los papeles que había por encima y apareció reluciente. Agarró la pistola y, sin pararse un segundo a pensar, la colocó apuntando a su cabeza y apretó el gatillo.

Un suave polvo le acarició la tez. Miró atónito hacia la pistola, instantes después no sujetaba

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nada en su mano. Ahora sí, las lágrimas brotaron cubriéndolo todo.

- ¡No! -gritó con un hilo de voz y cayendo de rodillas.

Pronto el techo también desapareció, al igual que el suelo. Pero no cayó a ninguna parte porque no había dónde caer. Era una figura triste en medio de nada. Acurrucado y balanceándose lentamente susurró:

- ¿Por qué? -Las lágrimas seguían empapando su mirada perdida-. ¿Por qué no me queda nada?

Una voz resonó en su mente. Era una voz equilibrada: ni muy grave ni chirriante, ni melosa ni áspera.

- ¿Qué pasa? ¿De qué te quejas, de haberlo perdido todo? Serás necio. -Dijo con más fuerza-. ¿No ves que nunca tuviste nada? Estuviste en medio del frío eterno y creíste poder salir envuelto en mantas calientes. Idiota… siempre son mantas traidoras.

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Expectativas

Nota 1

Conocí una vez a un hombre cuya vida habría sido descrita por todos como perfectamente normal. Y, a sus 48 años, viendo a su mujer, a su trabajo y a sus hijos; parecería difícil decir lo contrario. Sin embargo, una vez sucedió algo en su existencia que calificaría como extraordinario, desechando cualquier otro adjetivo.

Cuando el hombre al que me refiero no lo era, cuando tenía cinco años, jugaba al balón con otros niños en un bonito parque rodeado de los padres de los respectivos niños y de los paseantes que allí se

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daban cita. En una de éstas, el balón llegó hasta él y lo golpeó como de costumbre (inclinó la cabeza, apretó los puños y lanzó su pierna derecha) con la diferencia de que, esta vez, el balón salió propulsado con tal fuerza que fue encontrado varios kilómetros al sur de la ciudad. Los niños suspendieron su juego, los paseantes su paseo y los padres su tranquilidad.

Nada fuera de lo común ha vuelto a ocurrir en toda su vida. Nada más allá de pensar en una canción y que instantes después la pusieran en la radio (fenómeno que pierde aún más fuerza si sabemos que sus gustos musicales son eminentemente comerciales y las emisoras que escucha, consecuentes con tales gustos). Pero, por mucho que esto haya sido así, no tienes más que ganarte su confianza para comprender que su vida ya nunca ha sido normal.

Nota 2

Al releer la historia del hombre y el balón me ha venido a la cabeza una asociación que siento la necesidad de poner por escrito. No lo había pensado hasta ahora, pero la melancólica sonrisa de aquel

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hombre me recuerda a la de otro de naturaleza muy distinta. Este segundo hombre era el hijo de un genio de nombre por todos conocido. Su padre (como reconocerían si lo hubiera nombrado) poseía muchas cualidades entre las que destacaban: inteligencia, atractivo físico, espontaneidad, carisma, originalidad y seguridad en el propio éxito. Su hijo, por caprichos de la genética, heredó únicamente la última de las cualidades citada.

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Gulas con huevo

- Pero, ¿se da cuenta de lo que ha dicho?

- Señor...

- Indignante, vergonzoso. ¿Cómo se le ocurre preguntarme eso?

- No pretendía ofenderle.

- Lo ha conseguido, y sobradamente. Tal falta de respeto ante una persona que apenas conoce me asombra. A pesar de estar tan ocupado, accedo a comer con usted y así me lo paga, con tal sinvergüencería.

Alzó tanto la voz que el camarero que se

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acercaba con las bebidas dio media vuelta y se fue para aguardar hasta un mejor momento.

- Esta juventud es deleznable. Pero usted ya tiene la edad suficiente para saber qué tipo de cosas no se pueden preguntar. ¿No ha recibido usted educación alguna? ¿Se crio en la calle, al amparo de los cubos de basura? Sé bien que no, conozco a su familia y ellos estarían tanto o más indignados de lo que lo estoy yo. Se hizo un silencio expansivo que afectó al resto de las mesas. El joven, rojo de vergüenza, tuvo fuerzas para hablar.

- Señor, yo sólo le pregunté su plato preferido.

- ¡Y le parece poco! Ese plato va ligado a un momento, acaso uno de los pocos que disfruto ya, un momento de intimidad, un momento para mí y no para ir aireándolo ante preguntones indiscretos.

Terminaron la comida en silencio. El joven estaba tan avergonzado que se refugió pensando en la sensación balsámica que le generaba la tortilla de su madre.

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Intrahistoria

Tengo 42 años y actualmente no trabajo. Estoy haciendo un curso de ofimática, pero en mis ratos libres recorto fragmentos de obras literarias que yo catalogaría como underground. Cuando lo hago, me parece una buena idea; pero con frecuencia, acto seguido, pienso (y no consigo entender) por qué destrozo libros a los que le tengo tanto cariño.

Más allá de las dudas que pueda tener sobre mi propia función en este circo que es la vida, me gustaría ceñirme a mi labor en sí. Aunque tampoco hay que explicar demasiado, sólo que normalmente recorto conversaciones y que no suelo pasar de las tres intervenciones -prefiriendo

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las dos-. El fragmento que presento hoy procede de una obra de teatro italiana, de los años 60, en la que los personajes son en su mayoría animales de la sabana africana y material de oficina. En contra de mis principios, he hablado demasiado. Así que, sin dilatar más mi intervención textual de manera innecesaria, os dejo con el fragmento. Abajo dejo mi correo electrónico por si queréis consultar o preguntarme algo; puede que tarde en contestar, pero no es mi culpa, es que, a veces, no me llegan los correos. Me dijeron que podía ser porque me los clasificaba directamente como Correo no deseado.

- Míralo, qué confianza. Conozco a pocas personas que crean tanto en sí mismos. Qué envidia, ojalá yo dejara de tener tantas dudas y fuera como él en ese aspecto. Me iría mucho mejor.

- Confía en sí mismo porque es consciente de sus cualidades y las utiliza en su beneficio. Pero eso no sirve para todos. ¿Cómo te lo explico? ¿En qué cualidad de ti confiarías para que te fuera mejor? ¿En que eres imbécil?

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Invasión cancelada

Cuando apareció el agujero en la pared de mi dormitorio y de él comenzaron a salir aquellas cosas extrañas, no pensaba que, tiempo después, echaría tanto de menos que siguieran saliendo.

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John y Jake

John y Jake disfrutaron de una maravillosa amistad desde que se conocieron. Surgió ésta a una edad madura y, por tanto, era de esas amistades “que se eligen”; nacida y desarrollada de manera racional y sustentada en el mutuo aprecio y admiración que se profesaban.

Sin embargo, un día, Jake, mientras miraba cómo John preparaba aquel powerpoint que serviría como apoyo a la explicación de su nueva teoría sobre asociación molecular que, a la postre, revolucionaría la química y física modernas, y al comprobar los problemas que tenía con el proyector, recordó aquel día en que conoció a John y supo que sería su amigo

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cuando, al terminar la orgía, dijo con tono solemne: “muchas gracias, esto no habría sido posible sin todos vosotros” y ya no le pareció aquello tan gracioso ni él tan inteligente. En los minutos que tardó en venir un técnico para ayudar con el problema del proyector, Jake se planteó muchas cosas acerca de la amistad en la que había basado sus últimos años y, en definitiva, acerca de la vida.

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La luna en una noche profunda

- ¿Ya has vuelto?

- Aquí me ves.

- ¿Y qué tal?

- Me ha encantado. Los habitantes de aquel lugar son extraordinarios.

- ¿Sí? ¿Qué les hace diferentes?

- Te explico. Sus ojos son muy peculiares, son opuestos a los ojos que tú conoces. La parte que en nuestros ojos es blanca, en los suyos es enteramente negra, del color de nuestra pupila. Y el lugar que ocuparía nuestra negra pupila es en ellos blanco.

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- Increíble, debe de ser alucinante contemplarlos.

- Sí, así es.

Hizo una larga pausa, evocadora al parecer. Continuó.

- Son gente feliz.

-Pero, ¿la diferencia con nuestros ojos es sólo cuestión de colores?

- No, no, que va. Son totalmente opuestos a los nuestros. Igual que cuando nosotros movemos nuestras pupilas seleccionamos lo que queremos ver; cuando sus pupilas blancas se mueven como la luna en una noche profunda, ellos eligen lo que no quieren ver.

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Mientras respiro

Podría darse la situación de que un hombre mirara en la misma dirección en la que se desarrolla una frase concreta. Si esto sucediera, nosotros, al leer la frase, veríamos algo así:

“Recuerdo el día en que escribí la crónica del final del mundo.”

Sin embargo, la visión subjetiva del hombre en cuestión sería algo así:

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Cincuenta

No puedo detenerme ahora. Corro sin cesar. Los portales de los edificios se suceden a gran velocidad a ambos lados. Pero no puedo parar y mi corazón no deja de ametrallar mi pecho. Ni siquiera noto mi aliento, hace tiempo que lo perdí. Y sigo sin parar de correr. Tuerzo a la izquierda en la primera bocacalle con las sirenas de policía rechinando a mi espalda. Su sonido es lo único que perturba la noche, junto con las campanas del reloj del ayuntamiento que retumban al fondo. Odio esos relojes.

Pero no hay tiempo para pensar en eso. Debo correr y lo estoy haciendo, mis largas zancadas salpican el asfalto mientras avanzo como una

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exhalación calle arriba. Tengo la negativa sensación de que me van a alcanzar pero…

¡¡Suishhhh!!

¿Lo habéis escuchado? Es una peculiaridad de mi vida que quería contaros, algo que la diferencia de la del resto del mundo. Mi vida lleva, por decirlo así, otro compás. Ese ruido que habéis oído suena cada vez que mi reloj de arena termina de vaciarse. Así es, mi vida se rige por un reloj de arena. Un reloj un poco extraño, porque no siempre cada vuelta dura el mismo tiempo. Pero los efectos que causa sí que son siempre los mismos. Cuando cae el último grano de arena de mi reloj, todo, absolutamente todo, se detiene. Excepto una cosa: mi mente. Puedo seguir pensando y observando a mi alrededor, mientras que lo demás queda congelado. Como por arte de embrujo: las personas se paralizan, el viento deja de soplar; hasta el agua queda inmóvil. El mundo entero en calma.

Esta vez me ha pillado en plena zancada, mis pies se encuentran suspendidos sobre el suelo encima de un grupo de hormigas que esperan su muerte. A mis

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espaldas, los dos coches de policía acaban de torcer la calle tiznando el pavimento de negro con la goma de sus ruedas. Han sobrecogido a un vagabundo que se encuentra justo enfrente y cuyo cartón de vino está apunto de precipitarse al suelo. A lo lejos, bajo una persiana a medio subir, se vislumbra una chica…

¡¡Clac!!

Ese es el ruido que me devuelve a la realidad -lo siento por las hormigas, no pude evitarlo. Sigo corriendo sin mirar atrás. Cuando se escucha ese “clac” es porque, al fin, alguien le ha dado la vuelta al reloj, cuyo contenido empieza a fluir de nuevo. Todo vuelve a fluir. Como lo está haciendo la adrenalina por mi cuerpo. Esos coches están a sólo unos metros. Acabo de ver la entrada de un callejón a mi derecha, no lo dudo ni un instante y en cuanto me encuentro a su altura me interno en él. Cuando mis pies se turnan varias veces más para tocar el suelo, el callejón se ensancha. Se ha convertido en un cuadrado de grandes dimensiones. Un cuadrado cuya única salida está comenzando a ser tapada por

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los dos coches de policía. Pego mi espalda a la pared, estoy perdido, no tengo escapatoria. Los coches se detienen y comienzan a salir dos policías de cada uno de ellos. No tardo en tener cuatro pistolas apuntándome a escasos veinte metros.

No puedo dejar de temblar mientras miran fijamente hacia mi posición.

¡¡Suishhhh!!

Mi tiempo se vuelve a detener. Creo que debería aprovechar este momento para explicaros por qué estoy aquí y cómo sucedió todo.

La calle estaba prácticamente desierta cuando llegué. Pronto divisé el imponente bloque que formaba el hotel. Aparqué el coche muy cerca de la puerta y cuando, por fin, me encontraba en la base del edificio, quedé impresionado por su altura. Su fachada gris salpicada de ventanas que miraban amenazantes, con los ojos entreabiertos, se mostraba imponente. Pero bajé la cabeza y me dispuse a entrar en el edificio. Nada más poner el primer pie dentro, me invadió una enorme sensación de agobio.

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Aquella mole inmensa de hormigón con función de hotel tenía una diminuta recepción. Sus dimensiones me producían claustrofobia, aunque, por suerte, dos recepcionistas, una mujer que solicitaba habitación, su hijo que jugaba con un coche utilizando los pantalones de su madre como pista de carreras y una palmera, eran todos los seres vivos que ocupaban dicha estancia.

- Buenos días caballero -me recibieron una rojiza cabellera y un par de ojos verdes

- Buenos días, querría una habitación.

- Muy bien, ¿tiene usted reserva?

- Sí, por supuesto, aquí tiene -dije a la vez que lo depositaba en el mostrador.

La chica lo observó un momento y algo cambió en su rostro. Se acercó a su compañera cuando de repente.

¡¡Suishhhh!!

El tiempo se detuvo. La mujer que deseaba una habitación ya se estaba marchando, pero su hijo se

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entretenía pegando un moco, que supongo acabaría de extraer de su nariz, en la parte de abajo del coche. Mientras tanto, la chica pelirroja le propinaba a su compañera un discreto codazo con la mano en clara intención de querer mostrarle mi reserva. La palmera no estaba haciendo nada. Y no tuve tiempo de observar ningún detalle más cuando se escuchó.

¡¡Clac!!

Ambas recepcionistas se cuchichearon algo al oído.

- Imanol Vico Castellanos -empezó a decir con voz temblorosa mientras escribía en el ordenador-. Muy bien señor, habitación 808. Aquí tiene la tarjeta.

La puso en mi mano y la soltó súbitamente, como temiendo que pudiera quemar. Sin mediar palabra alguna, me adentré en el ascensor dispuesto a subir las ocho plantas.

Un suelo enmoquetado de azul me recibió al entrar en la habitación. A pesar de que sabía que tenía mucho que hacer por delante, estaba agotado por el viaje y decidí dejarme caer un tiempo en la

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cama. Me vacié los bolsillos para estar más cómodo, tiré el móvil y las llaves encima de la cama; pero la cartera no, era demasiado importante, estaría mejor a buen recaudo, dentro de mi chaqueta. Quedé embobado un tiempo mirando el techo. Una lámpara de forma cónica me observaba tranquila, oscilando levemente.

Sólo hacía unos instantes que estaba tumbado cuando un estruendo me sobresaltó. Me levanté de un salto y, cuando quise darme cuenta, tres fusiles estaban apuntando directamente a mi cabeza. Justo detrás de los tres hombres armados, se encontraba la mirada serena y calculadora de otro, éste sin arma y enfundado en un elegante traje oscuro. Comenzó a hablar:

- Imanol Vico Castellanos, o como quiera que se llame, queda usted detenido. Tiene derecho a guardar silencio, todo lo que diga podrá ser usado en su contra… -y continuó con la retahíla a la vez que los policías me agarraban y tiraban de mí hasta sacarme de la habitación.

Lo cierto es que tuvimos un agradable viaje en ascensor los cinco juntos. Los policías miraban

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impasibles hacia la puerta con tanta fuerza que temía que se abriera. El hombre del traje oscuro observaba cada detalle con su mirada penetrante. Yo elegí el techo.

- Pues está el tiempo loco -dije- ni calor ni frío, ¿verdad?

Creo que no les hice gracia porque la situación no cambió hasta que el ascensor se detuvo. Salimos con rapidez. Yo apenas tocaba el suelo agarrado por dos de los policías. Justo cuando íbamos a pasar por delante del mostrador, todo se interrumpió.

¡¡Suishhhh!!

La chica pelirroja estaba mostrándole un papel a su compañera. Era un aviso de la policía:

“Un peligroso individuo puede andar suelto por la ciudad. Rogamos que extremen su atención. No podemos dar una definición de su apariencia física porque la cambia constantemente. También usa identidades falsas, pero conocemos varios nombres que está utilizando recientemente:

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Manuel López Hurtado

Imanol Vico Castellanos

David Llanos Ruiz

Por favor, avisen a la policía si tienen alguna sospecha. Y no intenten detenerlo, es violento y puede ir armado.”

¡¡Clac!!

“Maldita sea” -me dije mientras atravesábamos la puerta de salida.

- Señores -dije- no quiero importunarles pero yo no soy la persona a la que buscan.

- Sí, claro. Buscamos a Wally -inquirió uno de los policías- no te digo.

Sin atender mucho a lo que les decía, me introdujeron en un furgón. Me sentaron atrás con dos de los hombres armados. Mil pensamientos rondaban mi cabeza. No paraba de darle vueltas a lo sucedido la noche anterior. Todo era demasiado bonito, y cuando algo así sucede, seguidamente otra cosa tiene que salir mal. Toda mi vida tiende a

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equilibrarse bruscamente, alterno grandes pesos en el lado bueno con otros en el lado malo.

Llevaba todo el viaje mirando mis manos unidas por las esposas, comenzaban a ponerse moradas por la falta de circulación. Los dos policías se encontraban enfrente de mí sin quitarme ojo en ningún momento. Sujetaban el fusil contra el suelo con la mano derecha.

- Señor -comencé a hablar con voz tranquila- tengo un problema. Me aprietan las esposas, ¿cree usted que podría hacer algo al respecto?

El más corpulento miró a su compañero, éste asintió. Se acercó hacia mí.

- Te advierto que no hagas ninguna tontería, mi compañero tiene el gatillo flojo -me amenazó inclinando la cabeza hacia el otro policía, quien ya me tenía encañonado.

Sacó una llave del bolsillo que tenía bajo el pecho y abrió las esposas. Y, aunque rara vez suceda, en ese momento la suerte se alió conmigo. Mientras el policía sujetaba las esposas en la mano, se escuchó un ruido atronador acompañado del temblor del furgón.

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Debido al gran golpe, yo caí hacia atrás, al mismo tiempo que la escopeta del policía se disparó contra su compañero. El portador de la escopeta se golpeó contra la puerta quedando inconsciente. El tambaleo fue muy brusco y me hizo chocar contra el asiento. A pesar de mi dolor de espalda, no lo dudé ni un instante. Abrí la puerta y salté del furgón. Corrí sin pensármelo, a toda velocidad, y, sólo cuando estuve a varios metros, miré hacia atrás. Había habido un accidente, el furgón estaba volcado y el revuelo era impresionante, parecía haber al menos tres coches implicados. Pero no podía quedarme a verlo, seguí corriendo sin volver la vista, lo más rápido que pude.

Cuando logré alejarme lo suficiente del accidente, vagué por las calles, sin rumbo. La situación se había vuelto impredecible, incluso para un hombre con mi profesión.

Después de pasar un buen tiempo sin saber a dónde ir, decidí que tenía que aclarar lo sucedido y para ello necesitaba realizar una llamada. Una fuerte desazón me invadió cuando imaginé mi móvil tranquilamente acostado en una cama de cinco estrellas mientras me palpaba los pantalones. Seguí

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avanzando por la calle, arropado por los edificios y los transeúntes, todos ellos ligeramente teñidos de naranja por el día que ya agonizaba. El original cartel de “Bar La Esquina” apareció delante de mí. Por suerte, tenía unas monedas sueltas.

Entré en el bar, dos hombres vestidos con un mono de trabajo tiznado de negro miraban la televisión desde la barra. Tras ella, una mano secaba un vaso ayudada por un paño. El portador de la mano era un hombre de pelo escaso, pero de barriga más abundante, que también miraba de soslayo la televisión. Me acerqué a la barra.

- Buenas noches -comencé- ¿un teléfono por favor?

- Ahí, al fondo -dijo señalando con el paño.

Recordé otros tiempos girando la rueda del aparato. No sabía que todavía quedaran este tipo de modelos. Terminé de marcar y miré la televisión que se encontraba justo enfrente.

- ¿Sí?

- Soy yo -contesté seco.

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- ¡Hombre! ¿Qué tal todo? ¿Salió bien?

- ¿Qué está pasando? Me ha detenido la policía, he escapado de milagro -las palabras brotaban a toda velocidad de mi boca.

- Tranquilo, tranquilo -me dijo intentando apaciguarme.

- ¿Qué hago? Estoy sin nada, todo se quedó en el hotel y no puedo volver. Además…

- ¿Qué pasa? ¿Por qué te quedas callado? -preguntó con curiosidad.

- Espera.

- ¿Te pasa algo? -dijo intrigado.

- Mierda - dije con rabia - acaba de salir la noticia en la televisión, me están buscando y hasta han dado una descripción.

- No te preocupes…

-¿Cómo no me voy a preocupar? -grité. Observé a mi alrededor, los tres inquilinos del bar estaban mirando con torpe disimulo hacia donde me encontraba – joder creo que la gente se ha dado

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cuenta, tengo que salir de aquí en seguida.

- Mira, nos vemos en la cafetería donde lo acordamos todo, esta noche a las once.

- Vale, pero…

¡¡Suishhhh!!

Los dos hombres de la barra miraban hacia el techo fingiendo distracción. En la televisión aparecía un retrato robot del perseguido. El dueño del bar se encontraba en la habitación que había detrás de la barra, su dedo estaba pulsando el 9.

¡¡Clac!!

- ¡Joder, me voy de aquí! -solté el teléfono y corrí.

Salí chocando contra la puerta y avancé a zancadas calle arriba. ¿En qué me había metido?

Dejé de correr cuando la música que componían mis constantes jadeos y los latidos de mi corazón desbocado era ya insoportable. Me arrodillé en el suelo, sumiso ante la ciudad que se estaba convirtiendo en mi tormento.

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El odioso ruido de las campanas del reloj me informó de que ya eran las diez. Dentro de una hora me encontraría con él en el mismo lugar que la vez pasada. Para entonces no imaginaba nada de esto, nunca había tenido ningún problema con sus trabajos, “sería uno más”- pensaba. Caminé por la ciudad rumbo a la cafetería, tenía tiempo de sobra para llegar.

Me levanté el cuello de la chaqueta tapándome la cara, dispuesto a esperar en la puerta el cuarto de hora que todavía quedaba para su llegada. No hizo falta tanto tiempo, cuando llevaba cinco minutos apoyado en la pared, apareció un coche negro. La puerta trasera se abrió y sus impecables zapatos negros se fundieron con el asfalto. Se encaminó hacia la puerta. Tuve que chistarle varias veces para que reparara en mi presencia.

- Ah, estas ahí -dijo con sorpresa- ¿por qué no entras?

- ¿Estás loco? Mi retrato ha salido en los telediarios, no me apetecería mucho que me reconocieran.

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- Es cierto, no lo recordaba -dijo mirando hacia el suelo.

- Prefiero que hablemos aquí mismo -sugerí.

- Muy bien, tú mandas, ahora explícame qué ha sucedido - me preguntó a la vez que se apoyaba en la pared junto a mí.

- Yo hice lo de siempre, me dijiste que podía quedarme con lo que llevara encima.

- Claro -comenzó a decir- sabes que ese es un extra que siempre te llevas en mis trabajos. ¿Se resistió mucho?

- No -dije meditabundo- lo maté sin ningún problema y discretamente, todo fue a la perfección. Y mejor aún cuando miré su cartera -comenté mientras la sacaba del bolsillo de la chaqueta. La abrí. - No tenía nada de dinero en efectivo, pero sí una importante cantidad de tarjetas y de reservas para hoteles de lujo ya pagadas. Pensé que iba a disfrutar un buen tiempo a su costa, pero cuando llegué al hotel todo se estropeó.

- ¿Qué pasó? -me invitó a continuar.

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Le conté todo lo ocurrido. Mientras, él me miraba con atención acariciándose cada cierto tiempo su cabellera, que ya se estaba tornando cana.

- … Y nunca me creerían si les dijera que no soy yo. ¿Qué puedo contarles, que yo no soy culpable, que esa reserva no era mía, que era del tío al que maté? -dije agobiado.

- Está claro que están convencidos de que tú eres él -dijo pensativo.

- ¿A quién me mandaste asesinar? ¿En qué estaba metido? -dije interrogándole con la mirada.

- No tengo ni idea, simplemente era alguien que me molestó. No sabía que estaba metido en nada gordo, lo siento.

- ¿Y ahora qué hago yo? -dije mesándome el pelo con ambas manos lleno de desesperación.

- Tranquilo, yo te he metido en esta y yo te sacaré -a la vez que hablaba se dirigió hacia el coche que todavía se encontraba enfrente de nosotros.

Abrió la puerta trasera y estuvo inclinado buscando algo. Al poco tiempo volvió con un móvil

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en la mano y me lo entregó.

- Aquí tienes. Debo contactar con varias personas. Tú, mientras tanto, sólo tienes que estar atento al móvil, te llamaré en cuanto tenga algo, pero no me llames tú a mí, ¿entendido? -me dijo inclinando la cabeza.

- Muy bien, pero intenta no tardar mucho, alguien me podría reconocer en cualquier momento. Y ya estoy cansado de huir.

- No te preocupes, encontraré una solución rápida –dijo a la vez que comenzaba a alejarse– ahora debo irme. Permanece atento al teléfono.

- Lo estaré.

Entró en el coche y cerró la puerta, quedando escondido tras las lunas tintadas. Me metí el móvil en el bolsillo y comencé mi caminata hacia ninguna parte.

¿Qué hacer en esa situación, con miedo a encontrarme con cualquiera, temiendo ser reconocido? Supongo que lo que haría cualquier persona, intentar alejarme de la gente, andar en la

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oscuridad y vagar de calle en calle, solo conmigo mismo. Y en estos casos es inevitable no parar de pensar.

Creo que toda persona se replantea a menudo su vida, pero quizá se acrecienta en mi caso, debido a mi profesión. Aunque lo cierto es que soy bastante bueno en ella. Si no recuerdo mal, este ha sido el primer problema que he tenido. No sé si por habilidad, astucia o por la peculiaridad del compás en el que se mueve mi tiempo, siempre he sido eficiente. Por suerte, todas las personas que he asesinado se encontraban al mismo nivel en un juicio moral que yo. Y es que el tema de los juicios es el único que a veces me aturde. No los juicios corrientes, por ahora no me he visto ni creo que me veré en ninguno. Me refiero a los juzgados no terrenales, si es verdad lo que dice aunque sea solo una de las religiones, me espera una vida eterna bastante dificultosa. Pero ya no tiene sentido torturarse con ninguna de esas cosas, debo centrarme en hacer bien lo que hago.

Llegué hasta un parque. Al ver los bancos de madera, me di cuenta de lo cansado que estaba. En muy poco tiempo, me habían sucedido demasiadas

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cosas, y el agotamiento se hacía notar. Caminé por delante de los bancos. El primero, en el que aparecía escrito “María te quiero”, estaba demasiado iluminado, así que decidí sentarme en el siguiente, el de “María te sigo queriendo”.

La tensión por todo lo sucedido atenazaba mi aliento, pero, aun así, somnolientas cabezadas no dejaban de acecharme. Hasta que finalmente sucumbí y el sopor se convirtió en un sueño profundo.

Mi sueño de ayer comenzó conmigo cerca de un río. Recuerdo que el agua era cristalina, se podían distinguir con claridad los peces nadando a favor de la corriente. La verde hierba frondosa dominaba los márgenes, acariciada por el agua. Me acerqué hasta la orilla, mis pies casi podían tocar el líquido elemento. De repente, saqué una pistola de la chaqueta, la cargué con tranquilidad, extendí mis brazos y comencé a disparar a los peces. Uno a uno, iban muriendo todos. Sabía que lo que estaba haciendo no era bueno en absoluto y tenía una fuerte sensación de que podía ser castigado; sin embargo, me sentía seguro, poseía la certeza

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que no me iba a pasar nada. Esto se debía a que la corriente arrastraba a los peces muertos río abajo y, por tanto, nadie sabría que yo los había matado, el agua limpiaba mis daños. Así que, continué haciéndolo sin temor. Pero algo sucedió, miré hacia mi derecha y vi a una persona, no logré descifrar su identidad. Aunque, lo que sí percibí es que él estaba haciendo lo mismo que yo. Con la única diferencia de que utilizaba una escopeta y no paraba de matar peces, a un ritmo frenético, tiñendo de rojo el agua. En un instante, miró hacia mí y se alejó corriendo a toda velocidad. Me quedé solo durante un corto espacio de tiempo y, un momento después, apareció un policía enfurecido. Se dirigía hacia mí a buen ritmo, no supe por qué lo hacía hasta que volví a mirar al río. Todos los peces que había matado el otro hombre, se encontraban a mi altura, rodeados de sangre que manchaba mis zapatos. Intenté explicárselo al policía, pero descubrí que no me había desprendido de la pistola, que continuaba en mi mano. Me sobrevino una sensación de agobio e impotencia mientras el policía, ahora montado a caballo, se abalanzaba sobre mí.

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Y desperté sobresaltado entre explicaciones en vano. Me agarré el cuello con ambas manos, un intenso dolor me torturaba bajo la cabeza. El banco sería cómodo para sentarse y echar de comer a las palomas, pero no para pasar una noche.

Cuando la luz del sol luchaba por inundar todo mi cuerpo, recibí una llamada.

- ¿Me escuchas?

- Claro -contesté.

- He contactado con algunas personas que podrían ayudarte –hizo una pausa–. Casi con total seguridad, podrás abandonar la ciudad esta misma noche.

- ¿Qué gente es esa y qué debo hacer?

- Tengo un contacto en la cúpula de la policía. Debes reunirte con él a la hora de comer. Lo preparará todo para tu huida.

- ¿Y ya está? ¿Todo tan sencillo? -pregunté escéptico.

- ¿Dudas de mi capacidad? -dijo sin esperar escuchar respuesta.

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- Espera -dije al instante- no me has dicho dónde debo verme con el policía.

- Es cierto. Os veréis en el metro. Estación de Machado, a las 15:10. Hay que ser precavidos, el hombre que te va a ayudar es conocido en la ciudad, no lo pueden ver al lado de un sospechoso.

- Está bien -dije. Al instante oí como colgaba.

En el metro. Lo primero que debía hacer es buscar la estación. Supuse que mi única opción era preguntar a la gente que pasara por la calle. Ya no temía tanto ser reconocido. Al fin y al cabo había salido en el telediario, tampoco tiene tanta audiencia, debería andar más preocupado si hubieran puesto mi imagen en un reality-show. Además, era un retrato, y no de los más fieles.

Continué caminando por las vespertinas calles de la ciudad. Un muchacho joven, de pelo rizado y gafas redondas se acercaba por mi derecha.

- Bueno días -dije educado- ¿me podría decir dónde…?

- I am sorry but …

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- ¡Vaya suerte! -Dije empezando a caminar de nuevo - venga gracias.

Y seguí andando por las calles aún semidesiertas. De repente, de la calle que se abría veinte metros por delante de mí, apareció una chica que siguió andando en el mismo sentido que yo. Aceleré el paso para ponerme a su altura y poder preguntarle.

- Buenos días, mire -dije y comenzó a girarse. Dos millones de habitantes y tuvieron que ser los ojos verdes y pelo rojizo, de la recepción del hotel, los que aparecieron ante mí. - ¡Maldita suerte!

A la vez que sus ojos se abrían como platos, instintivamente la agarré tapándole la boca y la metí en la calle de la que segundos antes había salido.

- Te ruego que no grites -dije con voz tímida y proseguí con más aplomo- o tendré que hacerte daño.

Se percibía miedo en sus ojos. Por su tez, blanca de pánico, escurría una gota de sudor frío.

- Aunque no lo creas -intentaba transmitirle serenidad con un tono tranquilo- yo no soy esa

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persona a la que buscan. Debes creerme, todo está siendo un error.

Supongo que estaba tan desesperado que tenía ganas de contarle mi historia a todo el mundo. Los ojos inteligentes de la chica atendieron a cada palabra de mi relato, en el que sustituí el asesinato por robo. Lo cierto es que ese hecho le quitaba casi toda la credibilidad a la historia, pero estaba demasiado sobresaltada como para analizarla.

- Entonces, -dije al terminar- ¿piensas llamar a la policía?

- Mira, no se si debo creerte o no -dijo con una vez increíblemente dulce, que acariciaba mis oídos-. Sólo me gustaría salir de aquí sin que m pase nada. Te puedo decir dónde se encuentra la estación.

- Por favor.

- Lo haré con la promesa de no avisar a la policía, pero te lo ruego - dijo y empezaron a brotar lágrimas verdes -déjame ir.

- Tienes mi palabra.

Y así lo hice, la dejé ir. Una vez recibí la

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información que buscaba, quedé totalmente inmóvil, viendo como su silueta se alejaba con paso nervioso, para acabar confundiéndose con la ciudad.

Llegué muy pronto a la estación, por lo que tuve que esperar más de media hora. Sentado, miraba con nerviosismo el reloj. A las 15:09 escuche el sonido lejano del tren. Unos instantes después, se detenía en un andén totalmente abarrotado de personas que, por un motivo u otro, volvían a casa en ese momento. “¿Pero qué es esto? “-me pregunté escandalizado- “¿quiere que nadie le reconozca y queda conmigo en plena hora punta?”

Los vagones se abrieron y comenzaron a descargar su contenido. Una riada de personas se dirigía hacia la salida, situada a mi lado. Pronto lo inundaron todo a mi alrededor. De repente, un hombre con abrigo alto y sombrero, del que ni siquiera pude distinguir el rostro, se acercó entre la multitud. Se puso frente a mí, casi tocándome, y acercó su cara a mi oído.

- Esta noche a las nueve y media, aquí mismo, en salida de la estación –dijo con voz susurrante mientras metía algo en el bolsillo interior de mi

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chaqueta-. Quizás la necesites.

Y se marchó sin más, perdiéndose entre la gente que avanzaba haciendo caso omiso de todo lo que sucedía a su alrededor.

Salí de la estación cuando todo se hubo despejado y me adentré en las callejuelas cercanas. Únicamente cuando estuve completamente solo, metí la mano en la chaqueta.

- ¿Qué noche me espera? -dije en voz alta, sin poder evitarlo, cuando extraje cogida por el mango una pistola de pequeño calibre.

***

¿Por qué hace tanto frío en las noches importantes? Hasta las hojas amarillentas, agolpadas en las aceras, temblaban cuando llegué a la entrada de la estación.

Estos dos días han estado cargados de irritantes e interminables esperas. Sin embargo, no tardó en aparecer a lo lejos la silueta oscura de abrigo y

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sombrero. Avanzaba con paso tranquilo y firme, cortando el aire gélido que envolvía la escena. Cuando, por fin, estuvo a mi altura, comenzó a hablar.

- Ya está todo listo. ¿Llevas la pistola? -dijo en un tono monótono, sin alterarse ni lo más mínimo.

- Aquí está -dije tras sacarla del bolsillo y asirla con fuerza.

- Lo lógico es que no tengas que utilizarla, así que no te preocupes -hizo una pausa-. Debes seguir mis normas al pie de la letra y todo estará solucionado en poco tiempo.

Se alejó unos metros de mí. Miró hacia la calle de atrás y, de nuevo, hacia mi posición. Y entonces gritó:

- ¡Ya lo he encontrado! ¡Lo tengo! ¡Corred!

Me quedé un instante paralizado. Entonces, vi aparecer a lo lejos dos coches de policía. Miré hacia el hombre del sombrero.

- Pero, ¿por qué…? -dije casi sin voz.

Se giró y, con parsimonia, se quitó el sombrero

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y se bajó el abrigo. Ante mí apareció la penetrante mirada del hombre trajeado que me detuvo en el hotel.

- ¿Por qué? -Me observó fijamente-. Supongo que únicamente por un puñado de billetes-. Dejó de hablar mostrando una extraña mueca que parecía disfrutar con mi situación. Yo lo miraba con ojos vacíos- Por cierto, esta tarde una chica ha llamado diciendo que habíamos cometido un error, que no eras culpable, qué tierno…

Los dos coches de policía estaban cada vez más cerca, así que, sin pensármelo más, comencé a correr con todo mi ser. Afortunadamente, estábamos cerca de una zona de calles estrechas. Me interné rápidamente, olvidando el frío que despedía la noche. No tenía apenas tiempo para pensar, sólo corría entrando y saliendo de calles para intentar despistarlos. No se cómo lo conseguí, pero, al terminar de subir una cuesta insufrible, miré hacia atrás y vi que nadie me seguía.

Me adentré en una calle estrecha y oscura. Tenía el corazón en la garganta y casi sufro un infarto cuando el móvil iluminó mi bolsillo y comenzó a

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sonar. Lo cogí y contesté con jadeos.

- Te veo cansado -dijo con sorprendente lentitud - ¿te pasa algo?

- ¿Algo? -Contesté casi histérico- ¿Qué narices ha pasado con tu contacto? Me ha delatado y ahora me persigue la policía.

- Tengo una duda -dijo como si no hubiera escuchado nada- ¿a cuántas personas has asesinado por encargo?

- ¿Qué?

- Dime el número.

- Cuarenta y nueve, bueno, con el último encargo, cincuenta - dije y espeté- ¿Qué importa eso ahora?

- Cincuenta… esa siempre es una cifra para celebrar. Me alegra que hayas concluido en un buen número.

- Pero, ¿a qué quieres llegar? -dije irritado.

- No se si sabrás que a lo largo de mi vida he sido un poco malo. Al principio, no importaba, no había nada que no se pudiera tapar. Pero últimamente

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estaba harto, ya era demasiado. La presión me atenazaba día y noche, estaba muy perseguido. Así que decidí que me mataras. Y, como siempre, fuiste eficiente en tu trabajo. En tres días, todo habrá terminado. Antesdeayer murió un pobre desgraciado ajeno a todo esto, que sólo cometió el error de llevar una cartera equivocada. Y hoy morirán mi identidad y tú con ella, haciéndolo todo más creíble.

- ¡Hijo de Satanás! -La rabia se desbordaba por mi boca-. Esto no va a quedar así.

- Tranquilo, ya no vale la pena sulfurarse. ¿Estás seguro de que no va a acabar así? ¿Quién va a echar de menos a un asesino? Además, piensa que tu vida ya estaba perdida. Son daños colaterales, tú mueres para que yo viva.

Al salir de la calle tiré el móvil, descargando toda la tensión de estos dos días y la ira contenida contra una fachada. Pero el ruido del golpe se ahogó con el de las sirenas que se acercaban a toda velocidad. No tenía otra elección, sólo podía correr.

Y así lo hice, sin mirar atrás. No llevaba ni tres zancadas cuando comenzó a sonar una de las diez

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campanadas que debía dar el reloj. El resto de la historia hasta donde me encuentro ya lo sabéis.

Aquí sigo, con las firmes miradas de los policías encima. Todo continúa quieto, incluidas las cuatro pistolas y las balas que contienen. En el coche que se encuentra a mi derecha, están apoyados dos agentes, uno de los cuales recuerdo de mi arresto en el hotel. A mi izquierda, un policía de uniforme acompaña al hombre del abrigo. Su malévola mirada, ahora congelada, está clavada en mí. Tengo la impresión de que pronto…

¡Clac!

La vida vuelve a fluir.

- Tened cuidado chicos -ha comenzado a hablar, sin sombrero pierde su aspecto enigmático y simplemente muestra un rostro macabro - sé que va armado. Al menor gesto, abrid fuego.

No sé qué hacer. Los nervios agarrotan mis manos, tragar saliva se convierte en un reto. Tengo que gritar.

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- ¡No le hagáis caso! ¡Mirad quién soy en realidad!

Sin pensarlo, llevo mi mano al bolsillo del pecho, donde se encuentra mi verdadera identidad. Al instante escucho cuatro estallidos.

¡¡Suishhhh!!

Interesante momento para que se detenga el tiempo. Cuatro balas se encuentran suspendidas en el aire a escasos dos metros de mí. Se vislumbra una sonrisa en la cara de ese asqueroso policía.

Cincuenta muertes sin remordimiento alguno. Cincuenta vidas que concluyeron en mis manos. Y, paradójicamente, se hace justicia. Estoy a punto de morir como merezco. Sin embargo, lo haré pagando crímenes que nunca he cometido. ¿Destino? Yo creo que…

¡¡Clac!!

¡¡Crash!!

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Fluorescentes

Aquel día, María llevaba tanto tiempo subrayando que perdió el control y, cuando su rotulador se deslizaba por la línea undécima del texto, no supo parar. Abandonó los límites de la hoja y continuó subrayando por el libro, la mesa, el suelo, la calle,… en poco tiempo María había conseguido una línea de muchos metros que partía al pueblo en dos.

Todos repararon en ella porque era fluorescente y se podía percibir hasta de noche. Al principio parecía un juego, la gente bromeaba acerca de la línea y los niños la saltaban felices; al tercer día comenzaron las miradas de desconfianza y las amenazas dirigidas desde un lado al otro de la línea;

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al cuarto día respondieron los del otro lado. Los niños ya no podían saltar la línea.

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Cuento de chaqueta y sombrero

- Te aseguro que no hay ninguna historia que no haya sido ya contada.

- Eso es ridículo, tiene que existir alguna ¡Tiene que haber montones de ellas!

- Yo te digo que no.

- Mira, voy a salir ahora mismo a la calle en busca de una.

Fue hasta la esquina y cogió la chaqueta y el sombrero del perchero. La parsimonia con que se los puso contrastó con la celeridad con que abandonó la habitación. Instantes después, cuando a su amigo apenas le había dado tiempo a sentarse, volvió.

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- ¿Qué sucede? ¿Ya has encontrado una historia jamás contada?

- No -dijo quitándose el sombrero-. Es que esta situación, lo que nos ha pasado, ya sabes lo que tú has dicho y yo he hecho…

- Sí, dime, ¿qué pasa?

- Que recuerdo haber leído algo similar una vez.

Se sentó, tomaron un café y conversaron. En ese tiempo, contaron antiguas y divertidas historias.

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Expectativas razonables

Es innegable que defraudó a muchos. Su vida fluyó con desenfreno, se pasó el tiempo corriendo a toda velocidad, rozando la locura con los codos. Cuando se supo que tras morir iba a poder regresar a menudo a nuestro lado, las expectativas generadas en torno a sus futuras apariciones eran razonables. Sin embargo, nadie imaginaba que justo al morir, precisamente en ese momento, iba a decidir dar tal giro a su personalidad. Nadie pensaba que iba a convertirse en un muerto melancólico de los de eternos sollozos en las noches de cielo raso. Para un muerto que conozco... Yo tampoco pensaba que sería uno de esos muertos que se sientan en la esquina de la cama durante horas reflejándose en el espejo.

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Asco

“Qué asco”. Eso fue lo primero que dijo Lucía, la niñita de siete años al ver a Imanol nacer. Lucía había quedado huérfana de madre a los dos años de edad. Su padre Arturo, tras tres años de depresión, consiguió volver a ver la luz, el halo provenía de Olaya, su nueva esposa. Olaya no tardó en quedarse embarazada ilusionando a Lucía con la idea de un hermano, la niñita quiso ver el parto.

“Qué asco”. Fue lo que dijo cuando vio a aquel diminuto ser con el gesto arrugado y cubierto de una sustancia gelatinosa. Su padre rio y ella lo repitió: “Qué asco”.

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Curiosamente fueron las mismas palabras que se dijeron cuando Imanol murió 57 años después. Un “qué asco” escapó de la boca de uno de los presentes sin que pudiera evitarlo mientras sacaban a Imanol del tanque de ácido.

Tras su corta vida, Imanol legó un hijo varón y una máquina para pelar gambas que fue el regalo predilecto “durante tres navidades consecutivas” como a él le gustaba repetir. Trabajaba de ingeniero, pero lo que le llenaba personalmente era el tiempo de su ocio que dedicaba a inventar. Hubo muchas más creaciones, todas ellas destinadas a resolver los escollos que aún se presentaban en la vida del hombre actual, pero ninguna como la del pelador de gambas: “durante tres navidades consecutivas”.

Su hijo se enteró de la noticia ese mismo día, el lunes por la mañana. Estaba sentado en un banco del parque cuando lo llamaron:

- Imagen y Marketing Duritz, dígame.

Hacía tres semanas que Imanol hijo no tenía trabajo, pero seguía fingiendo que lo conservaba mientras encontraba otra cosa. Le avergonzaba

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comunicar otro fracaso más. Pasaba las “horas de trabajo” en el parque, sentado; normalmente comía pistachos. Ese día había comprado un cappuccino para cuando se cansara de los pistachos.

- Imanol, tengo algo que decirte.

- Dime, dime -dijo echándose un pistacho a la boca.

- Algo grave.

Imanol hijo peló dos pistachos más a la vez y los introdujo en la boca.

- Ha habido un accidente y tu padre ha muerto.

Justo en ese momento, sin saber bien lo que hacía, Imanol tomó un gran trago de su cappuccino. El sabor de la mezcla con los pistachos en la boca fue horrible. No pudo contenerse:

- ¡Qué asco!

- ¿Cómo lo sabes? -preguntó su interlocutor asombrado.

Por la noche, Imanol tuvo que pasar un buen rato con un grupo de personas que conocía en mayor

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o menor medida y que resultaban ser amigos o conocidos de su padre. “Un gran hombre” le decían acompañando la frase con palmaditas en el hombro. “Tan pronto se fue… aún no le tocaba”. Un grupo compuesto por cuatro mujeres con abrigos gruesos que imitaban las pieles de distintos cadáveres de animales se acercaron. “Qué desgracia, hijo mío” dijo una de ellas “no somos nadie”. “Tiene usted razón” contestó Imanol y bajó la voz hasta hacerla inaudible “no lo son”.

El cadáver no estaba a la vista y ni siquiera quisieron mostrárselo a Imanol hijo, al parecer, el estado era lamentable. La gente se acercaba al féretro y dibujaba un gesto de situación, aguantaban unos segundos con él y se giraban (Imanol creyó ver a la mayoría resoplar tras hacerlo). Su hermana mayor le contó que al día siguiente sería el entierro.

Nunca había estado en ninguno y no sabía bien en qué consistía la ceremonia. Se informó y descubrió que todo era simple: un hombre que no conocía de nada a su padre, pero que era un contacto directo entre un ser supremo y el mundo de los mortales, hablaba de él como si fueran íntimos, alabando sus

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bondades y su impecable trayectoria cristiana que será recompensada. Pero aún había más. Al final consolaba a sus familiares explicando cómo sería la existencia del difunto a partir de ahora. En primer lugar diría que Imanol no estaba realmente muerto sino que su alma había dejado su cuerpo para ir al cielo. Diría que su padre se situaría al lado de Dios (esto extrañó a Imanol hijo, pues su padre no solía hablar bien de ese dios. Y cuando, por ejemplo, en las cenas de navidad venía su cuñado, del que tampoco hablaba bien, siempre evitaba sentarse a su lado) y que estaría mirando a los vivos y velando por ellos, por los que quería. La idea le pareció tan interesante a Imanol hijo que no podía esperar al momento del entierro.

Pero tuvo que esperar. Y esperó sentado en aquella silla incómoda en la que si se relajaba, iba resbalando por el respaldo hasta llegar a una posición ridícula de la que conseguía salir con esfuerzo. Todo el mundo a su alrededor estaba quieto, sentado e inexpresivo. El aire allí dentro no se movía, tanto es así que Imanol hijo movió la mano para comprobar si había algo de ese gas por la habitación. Entonces

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se levantó El Muerto. Se levantó y habló (El Muerto es como llamaba Imanol padre a un compañero de trabajo, tenía una piel blanquecina, sobre todo en la cara, y unos pómulos inusualmente marcados que le daban una forma de calavera a su rostro):

- Si algo fue Imanol, señores, es un hombre alegre. Recuerden cómo sobrellevó la pérdida de su mujer. Flaco favor le estaríamos haciendo si ahora nos mantuviéramos todos serios ante su féretro, él no lo haría ante sí mismo porque siempre sabe ver el lado positivo de las cosas. Eso no lo podrá negar nadie. Varios de los presentes en el lamentable accidente que le arrebató la vida coincidimos en haber observado que, incluso cuando el ácido estaba a punto de precipitarse sobre él, esbozó Imanol una sonrisa.

Muchos asintieron aprobando las palabras de El Muerto que hablaba del muerto. Un rumor de aprobación se escuchó procedente del grupo de las mujeres cubiertas con abrigos que simulaban las pieles de cadáveres de animales.

Imanol hijo conocía algo sobre la vida de casi todos los presentes, su padre se lo había contado.

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El Muerto era un hombre nacido del interés. Nadie tendría queja alguna sobre él si lo conociera durante poco tiempo porque era un hombre de tres meses. Durante ese tiempo, es el compañero más fiel que puedas imaginar. Antes de que algún problema te atormente lo suficiente como para necesitar ayuda, ya tendrás su ofrecimiento de prestártela. Su padre hablaba muy bien de él al principio de conocerle, de hecho, estaba hasta ilusionado, no paraba de enumerar sus bondades. Una noche, cuando Imanol hijo era pequeño, le invitó a cenar a casa; su madre preparó pollo con una salsa de almendras cuyo olor aún recordaba Imanol hijo. Su padre estuvo hablando buena parte de la cena sobre algunos de sus inventos más recientes, le brillaban los ojos al hablar con El Muerto pues era alguien digno de comprender sus inquietudes. Al terminar la cena, su padre fue a la buhardilla a por los inventos de los que había estado hablando. Su madre, mientras, fue a la cocina y El Muerto le acompañó portando la fuente donde una hora antes descansaba plácidamente el pollo. Imanol hijo se quedó recogiendo los platos, uno a uno los fue apilando, pero cuando cogió el de su padre se le derramó toda la salsa de almendras encima. Pensó

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que su madre se iba a enfadar, pero comprendió que no había escapatoria y que podría existir una reducción de pena por arrepentimiento: se dirigió a la cocina a relatarle el suceso. Entonces, entre olores a salsa de almendras, vio como el muerto se acercaba a su madre -que enjuagaba la fuente en el fregadero-, apegaba sus pómulos picudos contra su pelo y apretaba el cuerpo con vehemencia contra ella, colocando las manos abiertas sobre su trasero.

A veces una duda es peor que una afirmación rotunda y malintencionada. Una duda puede ser horrible, nefasta y acongojar más almas que cualquier otra cosa. Y es que aquello que hizo Imanol puede considerarse el mayor error de su vida (aunque quizás lo igualara al colocarse bajo el tanque de ácido) y es posible que nunca se lo perdonara a sí mismo. Hubo gritos y llantos, hubo una fuente rompiéndose, hubo infinidad de pedazos de cristal saltando por el suelo, hubo ruidos rebotando en las paredes, había frío afuera (era otoño), hubo una mirada maliciosa, hubo más ruidos (esta vez de pasos bajando escaleras) hubo un niño escondido, hubo una mujer intentando articular lo que había sucedido, hubo un abusador

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con cara de bueno, hubo un pedestal muy alto y hubo un tiempo de duda por parte de Imanol que su mujer nunca olvidó.

Imanol recordó el día en que su padre le enseñó a montar en bicicleta, la semana mejor dicho, pues Imanol no fue muy rápido en el aprendizaje. Su bicicleta aún estaba en camino y tuvo que practicar con la de su hermana mayor; en ese momento, en el velatorio de su padre, se paró a recordar cómo se balanceaban al viento los flecos rosas que colgaban de los mangos de la bicicleta. Cayó tantas veces que terminó con las rodillas completamente peladas, su padre acudía diligente a consolarle tras cada caída.

“Hagamos lo que él habría querido” dijo una de las mujeres mirando hacia la mesa de aperitivos “comamos gambas en cantidad, fácilmente y sin mancharnos las manos”. Todos se levantaron al unísono provocando un ruido inusual para el lugar, que consiguió que se acercara un empleado para ver si sucedía algo. Lo que encontró fue a un gran grupo de personas devorando los aperitivos que había traído Andrea, la tía abuela de Imanol hijo, auxiliándose con el pelador de gambas diseñado

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hacía ya más de 17 años por el difunto. En el otro extremo de la habitación vio a Imanol hijo solo y tan hundido en la silla que la cabeza no asomaba tras el respaldo. Sus piernas estaban giradas hacia adentro, con las rodillas mirándose enfrentadas, y sus pies rozaban el suelo con los empeines.

El empleado desplazó su mirada de un lado a otro varias veces: de la mesa de los aperitivos a la silla con piernas y sin cabeza. No se escuchaba ni una voz y eso permitía percibir con sorprendente nitidez el ruido de las masticaciones, se podía escuchar cómo la saliva rodeaba las gambas, cómo chapoteaban en ella con los dientes y tragaban. Hasta se escuchaba a la gamba resbalando con dificultad (por estar insuficientemente masticada) por el primer tramo de esófago. El empleado entornó los ojos con la ayuda de unos pómulos en ascenso.

- ¡Qué …! -fue a decir.

- Venga, González. Dese prisa, tiene que ir a las sala 3, hay problemas con las sillas -le interrumpió el gerente.

Y González se marchó ahogando el ruido de las masticaciones con el de sus pasos.

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Libros para llegar muy alto

Los pies colgados se balancean de un lado a otro como en un reloj de pared. Desde abajo, Ramón y Cipriano miran el tranquilo vaivén. Tienen los ojos entreabiertos porque el sol, que ya va hacia abajo, está en el lado opuesto y sus rayos sólo se interrumpen levemente (y sólo de vez en cuando) por la soga en su pasar.

- Se ha colgado -observa Cipriano.

- Por dinero no será...

- Hay quienes se preocupan de otras cosas -replica Cipriano golpeando el hombro de Ramón.

- Pues por mujeres tampoco creo yo, no se ha

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visto nunca al señor muy interesado por ese tema.

Hace calor, mucho calor: las chicharras consiguen con su sonar cansino que se pueda percibir hasta por oído.

- Y se ha colgado desde bien alto -dice Ramón a la vez que se levanta ligeramente la gorra descubriendo una zona de su cabeza donde debería haber pelo.

- Lo que no sé es cómo ha llegado hasta ahí -concluye.

El árbol tiene un tronco fino y muy alargado sin ramas que sirvan para su posible escalada.

- ¿Es que estáis ciegos? -Irrumpe Manuela. - ¿No veis que se ha subido por esa montaña de libros?

- Ni me había fijado -reconoce Ramón con Cipriano asintiendo.Sin que le pregunten, Manuela explica:

- Esos libros que veis, y que ha colocado escalonadamente, son todos los que ha leído en su vida.

- ¡Debe de haber miles! -exclama Cipriano asombrado.

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- Sí, había leído mucho -le confirma Manuela meneando la cabeza.

- ¿Y por qué se cuelga alguien que sabe tanto? -se ve intriga en la cara de Cipriano.

Manuela, consciente de tener la respuesta, da unos pasos en redondo haciéndose de rogar.

- Al parecer, hace unos días conoció a un joven que sólo había leído un libro.

- ¿Y...? -preguntan ambos invitándole a continuar tras su pausa.

- Pues que tras un tiempo de conversación descubrió que le había aprovechado más ese libro al joven que a él los miles que había leído.

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Listado de situaciones en las que la voz no lo traspasa todo (incluido las paredes)

Llevo doce años trabajando en una tintorería, los últimos cinco como encargado de edredones. Me decidí a hacer este estudio (entiéndase el término con toda la modestia que pretendo otorgarle) al escuchar en repetidas ocasiones esta afirmación que me pareció, desde la primera vez, arriesgada por su osadía: “a la voz no hay quien la encierre, lo traspasa todo”. No se manifiesta la fórmula de una única manera, claro está, pero muchas de ellas son equivalentes. Un día, por azar, escuché algo parecido al inicio de una canción: ya no podía dejarlo más para mañana, pensé, y, en consecuencia, actué.

Quiero dejar claro que esto no es mi estudio en

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su totalidad, sino un resumen que he decidido hacer para el gran público, al ser consciente del frenesí que envuelve al hombre moderno y su consiguiente falta de tiempo, sobre todo para invertirlo en actividades de índole humanista. Antes de que se adelante un lector avispado, me gustaría dejar claro yo mismo que el estudio, evidentemente, imita la metodología de la Teoría de los colores de Johann Wolfgang von Goethe, obra que admiro por su observación rigurosa y meticulosa de la realidad.

Y sin más dilación, procederemos a exponer situaciones en las que la fórmula tratada no se cumple:

1.- Si la voz emitida no es suficientemente fuerte puede llegar a no ser escuchada por un interlocutor que se encuentre en la misma estancia, sin necesidad de que medie muro alguno. (Hay que matizar que no se incluyen los casos en los que el receptor dice “¿qué?” con la clara intención de manifestar que no ha oído lo que el otro le ha dicho y dejando entrever su deseo de que éste lo repita; pero que, cuando esta repetición se va a producir, una iluminación le hace decir “ah, ya, las llaves del coche”, por ejemplo. A

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este fenómeno lo he denominado eco de cráneo, ya que nos devuelve algo que en principio no hemos oído).

2.- Cuando tenemos la boca llena de comida que estamos masticando, el chorro de voz que salga de nuestra boca no tiene por qué ser, ni mucho menos, asimilable para el receptor.

3.-Sin pensar aún en recursos arquitectónicos, una persona con un cubo en la cabeza puede hablar con una potencia normal y, sin embargo, no ser escuchada por los que hay a su alrededor.

4.- En un lugar en el que se ponga música alta para el desarrollo de bailes o simplemente para su disfrute pasivo, puede suceder que las ondas sonoras de dicha música dificulten la recepción del mensaje sonoro humano, de la voz, llegando incluso a imposibilitarla.

4.1- Todos hemos vivido situaciones en las que, ante tal suceso, el receptor ha respondido con una sonrisa o un gesto de afirmación a pesar de no haber entendido lo que le querían comunicar. Nunca hay que confundir este fenómeno social con el eco de

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cráneo. Puede suceder algo similar en el ejemplo tratado en el punto 2, sin embargo, se producirá en este caso para evitar la visualización del contenido en ciernes digestivas de la boca del hablante.

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Ojos

- Era estúpido pensar que unos ojos pudieran cambiarlo todo.

- Pero, ¿de qué estás hablando ahora?

- De que volví a engañarme, otra vez lo mismo. Sólo por ver algo bello…

- ¿Qué momento es este para hablar de mis ojos? ¿Soy la única que se da cuenta de que vamos a morir los dos?

- ¿Soy el único al que no le importa?

- Claro que sí.

- ¿Ves? Ahí está el problema.

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Ella miró hacia abajo mordiéndose al tiempo el labio inferior. Al poco, decidió hablar.

- ¿Y va a resultar que todo es culpa de mis ojos?

- No. También están tus pestañas, que son inmensas.

- Oh, por favor… -respondió con desdén.

- Es la verdad.

- ¿Entonces estás diciendo que sólo te enamoraste de mí por mis ojos? Por unos ojos bellos.

- Sí. –dijo él asintiendo.

- Bellos y vacíos.

Él se llevó la mano a la cabeza para rascarse la cabellera y decir:

- No es que estén vacíos; están llenos, pero de cosas que no me interesan.

Ella no pudo evitar resoplar:

- Tú sabrás, pero hasta hace bien poco decías que me querías.

- Y te quería, ¡vaya si te quería! Nunca lo negaré,

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el que todos amemos equivocados no quiere decir que no amemos. El tema es que te quería, es cierto, pero no por lo que eras sino por lo que me habría gustado que fueras.

Ella levantó sus pupilas y dibujó una mueca con los ojos casi en blanco. Él concluyó:

- Por lo que quería que fueras.

- Es increíble. Fíjate en lo que me estás diciendo mientras estamos aquí, a punto de morir y, encima, por una situación que tú provocaste.

- Oh, genial –dijo él con teatralidad– muy bonito, échame la culpa de todo. Consigues darme más argumentos cada vez que hablas. Harías bien en cederle esos ojos a alguien que bien los mereciera.

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Mónica

1

Llevaba varios minutos tumbado sobre la cama. Uno de mis brazos sobresalía del colchón y colgaba; tenía los ojos abiertos, pero no estaba mirando nada. En mi mente, jugaba a descomponer en planos mi habitación. Me imaginaba a todas las superficies que me rodeaban separándose e individualizándose. Yo creía flotar con ellas. Así llegué a la conclusión de que todas las superficies horizontales (la madera superior de la mesita, la de la mesa, las baldas de las estanterías,...) tenían una utilidad inmediata, obvia; mientras que las maderas verticales desempeñaban un papel meramente de sustentación o, en el mejor

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de los casos, ornamental.

Cuando ya había asumido este sistema de clases entre las superficies de la habitación, la puerta sonó con firmeza tirando por tierra mis teorías. Me incorporé con una presteza aceptable si tenemos en cuenta mi estado anterior y fui a abrir. Ante mis ojos apareció un perfecto desconocido. Como es lógico, le tendí una mano abierta a la espera de una presentación. Él, sin embargo, sólo extendió uno de sus dedos y lo utilizó para señalar (primero a mí y luego a él mismo) mientras decía: “tú me has matado”. Cuando su dedo (el índice, no estaba para innovaciones) le señaló, pude ver un orificio sangrante en el pecho. Instantes después, se desplomó hacia mí y apenas pude suavizar su caída.

1.1

No tengo zapatos, pienso, no puedo salir así (porque, en ese momento, nada me parece más evidente que el hecho de que tengo que salir de allí). No me queda otra opción que arrastrar el cuerpo hacia el interior de la habitación y buscar calzado.

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Mientras me ato los cordones del primer zapato miro fijamente al cuerpo inerte que se desparrama sobre el suelo de la habitación. ¿Por qué está allí?

Pienso en muchas opciones y lo hago de manera rápida y algo atropellada, pero sin perder mi gusto por la clasificación. De tal modo, primero analizo la posibilidad de que el desconocido no haya venido por propia voluntad, sino enviado por alguien. Se me hace muy difícil concebir que aceptara hacer cualquier tipo de recado teniendo en cuenta que lo iban a matar. Entonces se desarrolla en mi mente, por unos segundos, una historia peliculera en la que el desconocido escuchaba de boca del líder de una banda palabras parecidas a éstas: “Tú vas a morir, no le des más vueltas. Haz lo que te pedimos si no quieres que también mueran ellos”, señalando a su esposa e hijo.

Que la idea de venir a verme saliera de él mismo no es menos rocambolesco. Es normal que quiera dejar todo claro antes de partir a donde quiera que se vaya, pero me parece raro que gaste sus últimos esfuerzos agónicos en hacérmelo saber a mí y no a alguien que pudiera hacer algo contra mí.

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A no ser que consiguiera hacer ambas cosas, en cuyo caso, debía darme prisa atándome los cordones del segundo zapato.

2

Me levanto y lo miro. ¿Por qué había venido? ¿Quién era? En uno de los bolsillos de los pantalones, hallo su cartera. Miro su documento de identidad. Qué tontería, ¿para qué me sirve saber quién era? ¿Qué me importa un nombre?

Guardo la billetera y me dispongo a salir. Entonces, no sé por qué, el camino que recorro deja poco a poco de ser mío. Empiezo a sentir el camino inverso, el del desconocido. Estoy confuso, o es el quien lo está. Empiezo a ser el desconocido acercándome a la puerta. Me da miedo dejar mi cuerpo atrás, temo que sea para siempre. Pero el miedo se disipa tan pronto como dejo de ser su dueño. Soy el desconocido. No. No lo soy. No soy dueño de su cuerpo, ni siquiera de su tiempo. Pero siento su mente y me estoy dirigiendo a mi puerta. Curiosamente, en ese momento, no estoy pensando

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nada relacionado conmigo.

3

El desconocido se dirige hacia mi puerta, pero yo sólo soy testigo de su mente. Sorprendentemente, él no está pensando en mí, sino en algo que le ocurrió a alguien que conoció hace tiempo.

Ese alguien caminaba en línea recta, pero no lo hacía de manera automática (como es habitual), sino que meditaba cada paso que daba; en parte porque llevaba zapatos nuevos pero, también, por ser aquélla la primera vez que recorría esa calle. Era desconocida para él, por lo demás, era bonita y limpia. La calle era blanca, casi resplandeciente y no tenía salida: acababa en la fachada de una casa con una puerta de color azul oscuro. El conocido del desconocido redujo la marcha hasta quedar detenido ante la puerta. Miró el marco blanco que la rodeaba, en el que el reflejo de luz dejaba claro que estaba atardeciendo. Quizás buscara el timbre, no lo había. Cuando, por fin, se decidió a tocar, la puerta se abrió antes de que pudiera hacerlo.

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Dos hombres salieron y se colocaron a ambos lados de la puerta mirando al conocido del desconocido. Un tercero quedó frente a él, con los dedos de ambas manos entrelazados a la altura de la cintura. Los separó para decir: “pase, hombre, no se quede ahí”.

3.1

“Siéntese”. La habitación era sencilla. Lo que tuviera de ornamental estaba, en todo caso, impregnado de clasicismo. Se sentó en la mesa central. No se dio cuenta hasta entonces de lo bien que olía. Los tres hombres tomaron asiento en las tres sillas que quedaban libres y, así, cada uno de los presentes ocupó un lado de la mesa.

“¿Estás cómodo?” Él asintió y acompañó el gesto con una murmuración afirmativa. Hubo un momento de silencio que le sirvió para ver mejor la habitación. Había cuatro puertas: por la que habían entrado y tres más, una a la espalda de cada uno de los hombres que le recibieron.

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“Pues no hay mucho que decir. Nada tiene que inquietarte. Nosotros nos iremos en unos minutos. Tú puedes volver por donde has venido, si lo deseas; o salir por la puerta que tengo a mis espaldas. También puedes irte por la de allí” y señaló a la que el conocido del desconocido tenía a la derecha. “O, si lo prefieres, puedes quedarte aquí todo el tiempo que quieras.” Otra brisa de buen olor le inundó. “Lo único destacable es que si cruzas esa puerta” y señaló a la de la izquierda “morirás”.

De nuevo, estuvieron un tiempo sin hablar. Por fin, el conocido del desconocido se atrevió a decir: “¿pero va a venir ella?”

- Sí. Vendrá cuando nosotros nos hayamos ido.

3.2

Cuando ella entró en la habitación, sorprendió al conocido del desconocido jugueteando con los dedos sobre la mesa.

Hola -dijo un poco azorado. Luego le preguntó

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por el contenido de lo que llevaba en las manos.

Ah, ¿esto? -dijo ella sonriendo. Desplegó la tela y su contenido sobre la mesa al tiempo que explicaba- He traído algo para picar, ¿te apetece?

Él asintió sonriendo. Comieron emparedados de queso y frambuesas, pero pronto se sintió inquieto.

¿Te pasa algo? -pregunto. Él insistió- Te noto ausente.

No, no es nada -dijo ella con voz ensoñadora-. Qué bien huele aquí, ¿no?

Luego miró al techo y se perdió en un suspiro.

4

Claro que estaba ausente. No dejaba de pensar en la historia del saltamontes mejor dotado de la charca. Era un saltamontes que podía permitirse llevar sombrero sin que aquello fuera demasiado pretencioso. Mientras que la mayoría de los saltamontes de la charca saltaba aproximadamente un metro de altura, el saltamontes que ocupaba sus

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pensamientos podía llegar hasta los dos metros (dos metros y medio si las condiciones eran favorables). Un día, debido a un temporal, llegó a la charca una hola de diez metros de altura. Murieron todos.

5

Por algún motivo, el pensamiento de esa chica me hizo volver en mí. Pero ya no era el mismo, lo había comprendido todo. Miré allí donde el desconocido había señalado antes de apuntar a su propia herida mortal. En efecto, un orificio sangrante se había abierto en mi pecho. Apenas tuve fuerzas para gatear hasta la ventana. Pude ver el cielo una última vez.

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Manifiesto elefantista

(...) Las trompas alzadas y atronadoras anuncian el nacimiento de una nueva era. La única. Quien no comprenda que la poesía es elefante y que el elefante es poesía, quedará excluido. Cada obra será dura e impenetrable como la piel del paquidermo (como siempre fue), deberá poseer buena parte de sus surcos y, además, asomarse a la tristeza de sus ojos. Y, en cada una de ellas, se ahondará en el entendimiento de ese animal veloz pero casi estático, que muchas veces vive en seco y que siempre ama el agua (...)

Todo lo anterior carece de validez. Todo poeta que haya escrito sin ser el elefante su objetivo y a la vez su base no habrá comprendido nada. Para

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no continuar llamando a estas personas poetas, utilizaremos la fórmula antiguos elaboradores de textos con intenciones artísticas. “Ese momento en que el elefante puede arrollar o masacrar con su trompa y, sin embargo, come ramas y mira desde lejos” (...)

ANTOLOGÍA ANIMALISTA

Capítulo 1.3 Nuevos aires llegan a Polonia

Texto 3

- Se te va a pasar marzo y no vas a haber hecho nada- le dijo un elefante al otro.

- Déjame, estoy con otras cosas -dijo y reinó el silencio junto a la charca-. Oye ¿tú crees que hay diferencia entre que yo, como elefante, consiga no necesitar respirar a que tenga que hacerlo una vez cada cien años?

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Chispa

Había tanta sutileza en aquella postura... Estoy seguro de que habéis visto a bastante gente dormir y que muchos de ellos adoptan una posición fetal o similar. Pero os hablo de algo distinto, seguramente necesitarais verlo para entenderlo. Daba igual si poco antes había recibido una mala noticia o si esperaba algo bueno para el día siguiente o si, por ejemplo, había leído un cuento en el que se contaba la historia de un hombre parapléjico que conducía un coche que no necesitaba de los pies para su manejo, que lejos de su hogar sufría un accidente y que este suceso le provocaba una amnesia que, al no conocer el médico su caso, le hiciera pensar que acababa

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de quedar parapléjico y esto le hiciera pasar por el mismo sufrimiento que había pasado cuatro años antes (cuando realmente ocurrió).

Todo esto daba igual. La persona de la que os hablo siempre se entregaba al sueño como nadie que haya conocido nunca. En ella, el dormir era un acto elevado, superior y puro. Se acostaba y se echaba hacia un lado, luego subía las rodillas -todo movimiento sucedía al anterior de manera armoniosa-, los brazos acariciaban la almohada y, finalmente, dormía. Quien comprenda la magnitud de lo que hablo, la calidad de su dormir, pensará que esta persona no haría otra cosa más que eso. Se equivoca quien piense así: nunca abusó del sueño, pero tampoco era de los que se conforman con pocas horas. Todo sucedía en su justa medida.

Una noche cualquiera, quien nos ocupa se acostó y realizó con virtuosismo los movimientos que le llevaron al sueño. Tal fue la calidad y la pureza de su acción que, al tiempo, se redujo hasta convertirse en poco más que un punto. Hoy echo de menos ver ese espectáculo que me hacía creer en la divinidad. Por lo que sé, ahora

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esta persona es una de esas chispas que saltan del mechero cuando lo accionamos pero no conseguimos que prenda la llama.

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A la minoría siempre

Cuando iba caminando, me detuvo aquel cartel:

Y recuerdo cómo, sin sacar las manos de la gabardina, sonreí con secreta satisfacción y remprendí la marcha.

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Misión

Formo parte de la última generación de seres humanos mortales en la Tierra. Era un adolescente cuando las tensiones entre la población destinada a envejecer y morir y aquella cuyas células se mantendrían jóvenes eternamente se hizo insoportable. Viví el inicio de la guerra sintiendo que era inevitable. Aún lo pienso.

Una serie de sucesos atropellados me llevaron a realizar esta misión. Me introdujeron en la mente de uno de los líderes de los humanos que nacieron inmortales gracias a la ciencia. Quizás viajando por su memoria encontrara algo que pudiera utilizarse en nuestro favor.

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Supe que habíamos perdido la guerra instantes antes de quedar aislado del el exterior. Quedé atrapado para siempre en un recuerdo de infancia del líder enemigo. Un recuerdo en extinción inevitable que me llevará con él. En ese momento, cuando fui consciente de mi irremediable situación, no pensé que quedaría tanto tiempo para aburrirme.

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3D

Existía un poeta que vivió la bendición de ser más inteligente que los demás. El éxito le seguía casi sin esfuerzo. Muchos eran los que valoraban y ensalzaban tal genialidad. Aunque inteligente, el poeta no carecía de vanidad (difícil huir de ella cuando generas tanta admiración fundada). Una noche, ante algún tipo de alarde, la chica que dormía a su lado le dijo:

- La arrogancia suele ser castigada por lo que sea que equilibra este mundo.

- ¿Y qué se me va a hacer? ¿Me van a arrebatar la inteligencia de la que extraigo mi genialidad?

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Esa persona resultante (menos inteligente) no sería yo, así que no me podría sentir castigado desde mi inteligencia y entendimiento.

- No sé -dijo ella bostezando y girándose- alguna manera habrá.

A la mañana siguiente, no tardó en comprobar que todo el mundo se había vuelto prácticamente subnormal y, evidentemente, imposibilitado de comprender su genialidad. Así el poeta vivió la maldición de ser mucho más inteligente que los demás.

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Pequeñas diferencias

Hace tiempo, tuve la suerte de vivir (no llegó a dos meses) en un mundo alternativo o paralelo. En realidad, era muy parecido al que habitamos; de hecho, tardé un tiempo en darme cuenta de la diferencia principal entre uno y otro mundo. No accedí a este conocimiento (del detalle que distinguía los dos mundos), además, a través de un relato, sino de manera anecdótica y ciertamente dolorosa. Como mis intenciones, si bien son claramente testimoniales, no ocultan un gusto por lo narrativo (teniendo en cuenta la modestia con que abordo tal género, tan antiguo como el ser humano), comenzaré refiriendo el suceso en cuestión:

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No llevaba mucho tiempo en aquel mundo alternativo, cuando ya empecé a cogerle el gustillo. Una rubia de proporciones notables (por su armonía) tuvo la decencia de charlar conmigo durante horas en un bar; sentados uno enfrente del otro, con la única separación visible del humo del cigarro de no sé quién, abordamos casi todos los temas posibles. Como podréis imaginar, la cosa no acabó ahí. La chica insistió en que tomáramos la última en su casa (demostrando de manera práctica el conocimiento de las artes cinematográficas que antes había expuesto de manera teórica). Todo salía pedir de boca. No mucho más tarde, ella se encontraba sobre mí moviéndose rítmicamente -a mi derecha, una cristalera nos otorgaba una visión privilegiada de la ciudad encendida- y disfrutando por lo menos tanto como yo.

En una de éstas, mientras contemplaba su excepcional torso, golpeé con pasión (usando mi mano izquierda) su lado derecho de la cadera. ¡Plas! Instantes después, aquel torso cayó sobre mí, como un peso muerto, rompiéndome la nariz con un ruido de cristales.

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Inciso: en este punto, me parece conveniente hacer una aclaración. No querría que, por licencias poéticas como la de la última oración, perdiera credibilidad mi historia. Muy al contrario, quisiera ayudarme del pacto narrativo que estamos estableciendo para que se comparta mi experiencia. En todo caso, las imágenes “extrañas” - a saber, “rompiéndome la nariz con un ruido de cristales”- responderán a metáforas sensoriales y no a desvaríos creativos, como demostraré a continuación.

Nos habíamos quedado en el momento justamente anterior al de descubrir cuál era la diferencia entre el mundo paralelo en el que estaba viviendo por una temporada y el nuestro. Doloroso descubrimiento. Me quité su cuerpo de encima y me levanté con la mano tapándome la nariz. Litros de sangre escurrían por los pliegues de las sábanas y caían al suelo -casi nada de todo eso era mío- donde iban poco a poco dando color a los cristales de la ventana recientemente rotos. Sobre la cama, el cuerpo de la rubia yacía en dos mitades. La parte que me había quitado de encima, la que va desde la cintura a la cabeza, había rodado hasta quedar

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formando un ángulo recto con la otra parte, la de las piernas: la imagen era trágicamente cómica.

No tardó mucho en aparecer la policía. Me hicieron unas preguntas y yo estaba asustado aún sin sentirme culpable. Pero pronto comprendieron que no pertenecía a ese mundo y sonrieron. “Ya la han encontrado, jefe” dijo uno de ellos. Tras esas palabras de uno de los policías, aparecieron dos hombres de lo que parecía ser la policía científica. Uno de ellos llevaba una bolsa. La abrió para mostrársela al jefe, el que me hacías las preguntas. Pude distinguir una cadera humana. El jefe asintió y se marcharon.

No sé cuándo entraron, pero un equipo médico me ayudó con lo de mi nariz. Mientras, el policía me explicó que en su mundo si golpeas en un determinado punto del costado a una persona, su cadera sale disparada del cuerpo, dejando al individuo en cuestión en dos mitades. “Es la segunda causa más frecuente de muerte” aseguró sin decirme cuál era la primera. “Por eso sería el ruido que oí antes de que algo rompiera los cristales” dije recordando que había escuchado un sonido como de caja registradora.

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Tuve que seguir ciertos formalismos, pero fueron muy comprensivos con mi situación y, en unos días, volví a mi vida normal y pude continuar aprovechando los días de estancia que me quedaban en ese mundo. Soy de esas personas que gustan de conocer a fondo el lugar que visitan, por eso, dediqué mi tiempo, principalmente, a ahondar en el fenómeno de la expulsión de cadera. Fui a bibliotecas y leí y también vi documentales. Es curiosa la forma en que tal hecho cambia la manera de ver la realidad: allí, supongo que por la delgada línea que la separaba de la vida, la muerte no era algo tan serio.

Aprendí muchas cosas. Leí notas escritas por románticos momentos antes de expulsar su cadera. También una de algún excéntrico escritor vanguardista que había tenido la osadía de quitarse la vida y que pedía que enterraran las dos partes por separado. Supe que la quinta causa más frecuente de muerte era por impacto de una cadera. Y luego leí con detenimiento historias de suicidas japoneses que habían matado a decenas de enemigos a golpe de cadera dando su vida por el país. Gracias a un

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libro científico, comprendí tal cosa: en él analizaban la velocidad a la que salía una cadera y la fuerza del impacto. Era asombroso. El estudio había sido realizado gracias a enfermos terminales que se habían ofrecido a ayudar a la ciencia. No podría ser de otro modo puesto que también supe que la expulsión de cadera sólo se produce cuando la persona está viva. Incluía un vídeo espectacular: primero se veía la expulsión de cadera de una mujer en tiempo real. ¡Cachín! (ruido de máquina registradora) Seguido de una increíble propulsión que dejaba a la mujer en dos mitades. Después podía verse lo mismo pero en cámara superlenta. El momento en que ambas mitades permanecen aún en vertical pero con un vacío entre ellas...

Todo este asunto me apasionó. Cuando sabía que mi tiempo allí se acababa, fui a una tienda para comprar algunos libros de recuerdo. Allí hice un nuevo descubrimiento en lo que se refiere a diferencias con nuestro mundo. No lo había pensado, pero, al ir a pagar, comprobé que las máquinas registradoras no sonaban como lo hacen en nuestro mundo. Sonreí. El ruido era algo parecido

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al que haría una gota de agua cayendo justo en el mismo centro de un inmenso estanque de zumo de melocotón.

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Tu risques de te faire pincer très fort (Te expones a una magulladura)

Me equivoqué en la manera de contarlo. O en la manera de empezar. Está claro que no podía ser así. Nadie llegaría a comprenderlo, como mucho escucharían una larga sucesión de acontecimientos en la vida de un hombre desgraciado. Eso no es lo importante. Pienso que a veces estoy ciego, que se me niega lo evidente. Lo realmente crucial era la situación del conejo rosa con los dedos de la mano derecha cortados. ¿Acaso debería esperar él a la segunda o, quién sabe, a la tercera página para despertar como acontecimiento? Por suerte, ya sé que no.

Puedo contar cómo el conejo rosa, apoyado en

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la esquina que formaban una máquina expendedora de refrescos y la pared, sujetaba, con tanta fuerza que temblaba, su mano derecha. La sangre salía a borbotones con toda la discontinuidad que eso conlleva.

El conejo rosa estaba aterrorizado. En ocasiones se mordía el labio y miraba hacia la luz verdosa que impregnaba el techo para intentar olvidar la sangre. Sin embargo, un nuevo chorretón le traía de golpe a la realidad. Parte de la sangre derramada comenzaba a secarse apelmazando los pelos de unas de sus patas. Pero, incluso en esta situación, el conejo sabía que la sangre y sus dedos perdidos eran un tema secundario. No tardó mucho en escuchar unos pasos y, al mirar al frente, vio cómo una sombra encogida intentaba extenderse por los escalones. Apretó la mano derecha (ayudándose de la izquierda) contra su camiseta amarilla para crear un tapón (psicológico, más que nada). Debía olvidarse de todo y centrarse en recibir a aquel hombre que ya formaba parte de París.

Apóyate en mi hombro, le dijo el conejo al hombre que descendía ya el último escalón. Al notar

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la dirección de su mirada, el conejo lo tranquilizó con: ah, no te preocupes, no es demasiado grave. E intentó esconder la mano en la medida de lo posible. La altura del conejo rosa era idónea para hacer de muleta al hombre que parecía a punto de desfallecer con cada paso.

Avanzaron unos metros en los que sólo se oyó el ventilador de la máquina expendedora de refrescos y el arrastrar cansino del hombre. Yo venía a coger el metro, dijo claramente desubicado. Pont Neuf, añadió, línea 7, la rosa claro. Jiji, rió el conejo con demasiada efusividad teniendo en cuenta la situación. Además, su risa destilaba una ridícula complicidad consigo mismo de las que tanto molestan a las personas que hacen sudokus en el tranvía. La risa no era más que el prólogo para decir: eso me recuerda a cuando yo llegué aquí. Todo empezó cuando encontré una de las flores más bonitas que nunca he visto, pero que, en revanche (le dio un toquecito con el codo, “¿Llevas ya un año en París, no?”), pues eso, que olían a mierda. Pero no a mierda de conejo, a mierda de la vuestra. No es por ofender pero...

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Oiga, dijo el hombre con una cara que no podía no provocar ternura, no quiero ser descortés, pero es que mi novia acaba de morir. ¿Cree que es el momento? Mientras lo decía mostró el móvil que sujetaba con la mano izquierda. El gesto podría parecer ridículo, pero era comprensible. Quizás el conejo ni siquiera pensó en ello: sólo amagó las orejas y continuó andando.

Ya casi llegamos, dijo el conejo que jadeaba con la misma intensidad que el hombre. Es aquí, y con la cabeza señaló una puerta. Cuando estaban justo delante, tuvo que hacer una maniobra muy complicada para que el hombre quedara colgado de su cuello y recayera sobre su espalda. Así pudo dejar libre la mano izquierda para poder tocar. ¡Noc, noc, nocadelante! Abrió la puerta. Aquí está señor. Tráelo hasta la silla. El conejo empleó sus últimas fuerzas en conseguirlo y no fue menos complicada que la anterior la maniobra que le llevó a sentar al hombre. ¿Qué haces otra vez sin pantalones? Gritó el señor gordo que había dado permiso para entrar. Acto seguido abrió un cajón lleno de telas amarillas. Al sacar una de ellas, quedó claro que se trataba de

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unos pantalones. Los tiró de tal modo que le cubrió la cabeza. El conejo los retiró con la mano izquierda, inclinó el torso y se fue, medio saltando medio andando, hasta una de las esquinas del despacho.

Toma, bebe agua. Le dijo el señor gordo al hombre desgraciado. El hombre bebió y pronto (sorprendentemente pronto) se sintió mejor. Bueno, bueno, bueno; dijo el señor gordo y cruzó los dedos de ambas manos sobre su barriga. Cuando el hombre desgraciado levantó la mirada, pudo ver a un señor efectivamente gordo que llevaba una camisa de delgadísimas líneas azules y fondo blanco. El único detalle inusual era la colocación de su corbata. En lugar de partir del cuello, lo hacía desde el tercer botón de la camisa si empezamos a contar desde arriba. Daba - o al hombre desgraciado le dio - la impresión de que fuera una corbata para la barriga.

Ya estás aquí. ¿Cuál es tu caso? El hombre desgraciado, aún aturdido, recorrió toda la estancia con la mirada. No había más que una mesa con una silla a cada lado; una la ocupaba él mismo. La bombilla que les alumbraba no hacía ningún ruido, aunque tenía toda la pinta de hacerlo. Por último, el

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conejo seguía en una esquina ya con los pantalones puestos (eran exactamente del mismo color que la camiseta). Apretaba la mano sangrante y miraba hacia abajo, esquivando la visión de la sangre, con los ojos clavados en el suelo.

¿No habría que ayudarle? Dijo entonces. ¿Al conejo? Nah... No se le puede ayudar. ¿Por qué no? Porque él es así. ¿Cómo que es así? ¡Se acaba de cortar los dedos de una mano! Dijo incorporándose, pero muy lejos de llegar a levantarse. Nunca se cortó los dedos, contestó el gordo con aire aburrido, él es eso. Es un conejo rosa en el momento posterior a haberse cortado los dedos, nada más.

Nada más sonar el “nada más” el conejo levantó la cabeza como un resorte y miró al gordo. Dos lágrimas ridículamente grandes comenzaron a caerle de los ojos.

Ahora no es momento de eso, concluyó el gordo poniéndose más serio. Cuéntame de una vez tu caso. El hombre desgraciado comprendió que no tenía opción y, a la vez, le apetecía contar lo que había sentido. Así fue como, esta vez sí, se levantó y empezó a hablar.

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Venía de comprar... nada importante, un perchero de los que se colocan en las puertas. Encontré uno y caminaba pensando si el color sería apropiado teniendo en cuenta el del resto de muebles de la entrada. Entonces recibí una llamada y por el prefijo pude contestar “¿sí?” Escuché lo que tenía que escuchar y cerré el móvil. Luego el tiempo se volvió confuso y nada lineal. Hace más de un año que vivo en esta ciudad, pero nunca la había sentido como en aquel momento. A gatas, arrastrando las piernas entre la calzada y la acera, fui parte de París. El móvil seguía aferrado a una de mis manos. A través de la otra me llegaba la ciudad: el tacto áspero de las baldosas, las ranuras entre ellas y los trozos minúsculos de cemento desprendido que las poblaban. Respiré por primera vez de manera consciente el polvo mezclado con humo proveniente del contacto de las gomas de las ruedas con el suelo. Escuchaba el ruido que éstas producían como si antes no hubiera existido. Llegué a apoyar la espalda en una barandilla de piedra. Sabía que detrás estaba el Sena y comprendí su humedad. Entonces un frío aterrador me penetró hasta los huesos y encontró aún más frío. Ella estaba muerta y yo no era más

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que una partícula de París.

Qué poéticos os ponéis todos, dijo el señor gordo. Me recuerdas al tipo del espejo. Usted no lo comprende, le interrumpió el hombre desgraciado. De nueve a siete, de nueve a siete. Cada día eso. Eso cada día. A veces encontraba charcos distintos, pero siempre veía el mismo reflejo. Y ella no estaba aquí ni de nueve a siete ni de siete a nueve; y, sin embargo, era lo único que me ataba a la vida. Era mi sola fuente de calor. ¿Cómo se puede arrancar eso a un hombre?

Quedaron todos callados, el hombre desgraciado todavía temblaba tras su intervención. Amigo, dijo con tono afectado el señor gordo, tengo que decirte una cosa. Hizo una pausa. Tu novia nunca ha existido.

La cara del hombre desgraciado perdió todo su color. Parecía como si quisiera provocar algún tipo de ruido, pero claro estaba que no lo consiguió. La bombilla que alumbraba el cuarto seguía también muda. A los cinco segundos, la corbata del señor gordo comenzó a temblar. El hombre desgraciado entendió que el señor gordo había comenzado a

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reír. Y poco después lo hizo el conejo con otro “jiji” nervioso y excesivo. El señor gordo se inclinó y dio una palmada en el brazo del hombre desgraciado. Claro que existía, hombre, le dijo riendo. ¿Cómo te crees esa chorrada? Vamos, supongo que existiría, el que se sabe la vida de la gente es el conejo, pero no tienes pinta de volado inventa-novias. Sí, existía, sí... y siento que se haya muerto, dijo cambiando el gesto de manera artificial. Tras golpetear un poco el suelo con el pie, el señor gordo miró su reloj, se levantó y empezó a hablar.

No te diré que te alegres, pero ya no hay más “de nueve a siete”. Y también va a haber muchas otras cosas más que no necesites. ¿Qué quieres decir? Preguntó el hombre desgraciado a la vez que giraba los ojos (que no la cabeza) para intentar conocer el origen de un eco que despertaba en la lejanía. Ahora eres parte de París, amigo. Como comprenderás, eso lo cambia todo. El ruido aumentó hasta ser claramente audible. Al hombre desgraciado le parecía tan extraño el propio ruido como el hecho de que el señor gordo y el conejo ni se inmutaran. No se puede decir que vayas a cambiar de vida porque no

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sé si lo que toca ahora puede considerarse una vida; pero tampoco podemos afirmar, según me cuentas, que la tuvieras antes. El ruido ya era escandaloso y estaba compuesto de golpes rítmicos. El gordo y el conejo permanecían ahora callados y lo miraban. De repente, el hombre desgraciado identificó con absoluta certitud (para su propia sorpresa) que lo que escuchaba era el ruido de un ejército que andaba cabeza abajo en el espacio existente entre el techo y la calle, donde pisaban.

¿Qué es ser parte de París? Gritó para que le oyeran. Lo sabrás, contestó el gordo todavía con una sonrisa. ¿Tendré que defenderla? Insistió. ¿De qué? dijo el gordo como respuesta. El ruido ya casi no dejaba que existiera nada más. ¿Destruirla, entonces? Sin pedir la sonrisa, el gordo dijo: ¿quién querría destruir París? El hombre entendió que ya no serviría de nada hablar. El ruido se hizo tan potente que sentía vibrar la sangre que corría por cada capilar de su cuerpo. Intentó gritar, pero no pudo. Lo mismo sucedió cuando quiso llorar. Unos segundos más tarde, cuando el ruido disminuyó mínimamente, se descubrió a sí mismo de pie y sonriendo.

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Haciendo planes

- Ya podrían haber avisado antes.

- No sé qué decirte. A lo mejor sería hasta peor.

- Con lo que es la gente.

- Ya se sabe.

- Bueeeno -dijo alargando la e al mismo tiempo que se levantaba del sillón. Dio unos pasos y miró por la ventana. “En la tele no...” “No, no” le contestaron “ya no ponen nada”.

Los cuatro que ocupaban el salón se quedaron un rato callados. Una de las sillas crujía como respuesta al más mínimo movimiento.

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- La abuela y que va a lo del rezo ese que van a montar en la plaza. - Si a ella le apetece.

- A ver, que haga lo que quiera.

- Así se quedará más tranquila.

Se escuchaba una música muy suave procedente del piso de arriba. A pesar de la lejanía, si alguien lo intentaba, podría distinguir la melodía de la trompeta y el rumor del contrabajo.

- Bueeeno -dijo desde la ventana con los brazos en jarra.

- ¿Y a qué van a rezar...?

- Pues he oído por ahí, no sé dónde, que en París van a quemar todos los fuegos artificiales del país.

- Joder.

- Sí. El estallido del fin del mundo o algo así lo iban a llamar.

- No está mal pensado.

- Con el tiempo que se ha tenido para organizar...

- En muchos sitios aprovecharán cosas de las que

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tuvieran pensadas para la celebración de año nuevo.

-Los carteles de Feliz 2013 no, supongo -dijo uno como riéndose. Estaban sentados en torno al centro que constituía la pequeña mesa. Sin embargo, ninguna de sus miradas se cruzaba.

- Por lo menos, no llueve.

Otra vez se quedaron callados. Alguien tamborileó en el brazo del sillón con los dedos.

- ¿Vosotros tenéis pensado hacer algo?

- Pss.

- A mí me dijeron algo de quedar en...

- Yo de ganas de fiesta, regular.

- Pss.

Se escuchó otra vez el tamborileo.

- Al final, se nos pasa y no hacemos nada.

En la calle se veía gente dispersa aquí y allá. Algunos estaban sentados en el suelo. Todavía sonaba la trompeta.

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- Bueeno -dijo con un ligero temblor en la e alargada y miró al sillón porque estaba pensando en volver a sentarse.

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Libre interpretación

Mentiría el que dijera que aquello eran las afueras de la ciudad. No lo eran. Sin embargo, por algún motivo, no abundaban en esa zona los bloques de edificios: casas de dos pisos, dos pisos más buhardilla, alguna de tres... era lo común. Precisamente nos fijaremos en una buhardilla; una tan inclinada que si se alargara la teórica línea que forma su tejado (con un trazado discontinuo, por ejemplo, para que quede claro que no es parte de la imagen) ésta caería sobre los niños que jugaban en la calle a lanzar piedras a los pájaros con el tirachinas.

Poco después de pasar entre los niños, un hombre se quitó el sombrero y miró hacia la citada buhardilla.

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El sol dejó ver su arrugada cara de preocupación. Durante treinta y ocho años seguidos -concretamos nosotros. Pues, el hombre del sombrero, mientras subía las escaleras, pensaba sobre su amigo: “¿cuánto tiempo llevará pintando ahí arriba?” Escasas fueron las veces en que salió de aquella buhardilla ¿acaso las hubo? No quería separarse de sus cuadros. El señor del sombrero pensaba en las temporadas en las que iba a visitar a su amigo pintor con frecuencia y en las que, por un motivo o por otro, lo hacía menos. Ahora era inexcusable; había cogido un tren sólo para venir. Su amigo estaba muy enfermo.

“Pasa” escuchó. Y entró. El aire parecía poder tocarse. ¿Era aquello el color de la muerte? Pasó y cerró la puerta tras de sí. Su cabeza giró de izquierda a derecha. Ni un hueco sin un cuadro; no sólo en la pared, apenas se podía andar. En una esquina, su amigo levantó la mano: estaba acostado en una cama. “Amigo mío” dijo con voz áspera y feliz.

El pintor estaba iluminado por la luz de una ventana latera y, sobre todo, por la que caía por la gran cristalera del techo. Se sonrieron. Tras algunas palabras de rigor:

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- Aquí está mi vida.

Su amigo miró los cuadros. Eran grandiosos. Después hablaron y hablaron. Cosas muy concretas, teniendo en cuenta la situación. Y es que el amigo se había comprometido a ser el difusor de su obra una vez que el pintor muriera. El pintor le estrechaba la mano mientras hablaba. “Yo ya he hecho lo que tenía que hacer” miró a sus cuadros y lloró. En ese momento (triste, no cabe duda), un ruido les sobresaltó.

Primero fue un crujido hueco y, poco después, el ruido que sólo saben hacer los cristales rompiéndose. Una piedra (salida de algún tirachinas) había golpeado con fuerza sobre la cristalera del techo rompiéndola. Cuando superó el susto, el pintor abrió los ojos como platos y comenzó a mover la cabeza frenéticamente mirando a sus cuadros. Al romperse la cristalera, había entrado en la estancia una luz clara, muy clara (¡la luz de la calle!). Rápido, cogió uno de los fragmentos de cristal del suelo: casi le da un soponcio. El cristal de la ventana era ligeramente azulado.

Gritó muchas cosas. Miró a sus cuadros. Gritó

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más cosas. Y lloró todo el tiempo. “Cada color era perfecto” decía. Estuvo un tiempo con la cabeza hundida entre las manos. Su amigo no sabía qué hacer.

Tras un rato de lamentos como “mi vida para esto” tuvo una última esperanza (¿no se merece eso un moribundo?).

- Amigo mío -dijo- Prométeme, prométeme -siguió y cogió un trozo de cristal del suelo- que, cuando se expongan mis cuadros, se hará con una luz que tenga esta tonalidad.

A continuación hicieron una especie de juramento en el que se cortaban con el cristal y otras cosas que, como narrador, considero excesivas. El tema es que su amigo aceptó. Y así lo hizo. ¡Qué exposición! Fue todo un éxito. ¿Ayudaba que el pintor hubiera muerto? Yo qué sé. Aquellos cuadros eran magníficos. Su amigo miró a los filtros colocados por la estancia, sonrió y por su mejilla corrió una lágrima ligeramente azulada.

Habría sido un final feliz, pero ¡maldita descendencia! A su amigo le llegó la hora demasiado

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pronto. Y quedó la obra de nuestro pintor a cargo de sus hijos. Vergonzosa fue la falta de preocupación que demostraron por la misma. ¡Y les dio mucho dinero! Un día, el pintor tuvo la suerte de poder asomarse al mundo de los vivos. Hubiera muerto si no lo estuviera ya al ver cómo se exponían sus cuadros. “¿Pero qué hacen?” decía “Una vida para esto...”.

“Me tengo que aparecer”, resolvió. Es mi obra y tiene que hacerse mi voluntad”. Esperó a que uno de los hijos fuera al baño y se quedara solo para tomar impulso y...

- ¿Qué haces? -le espetó una voz tan potente como un tifón.

- Voy a aparecerme.

- ¿Pero quién te crees que eres para aparecerte? ¡Vuelve con los muertos, donde te corresponde!

Y lo empujó al vacío con fuerza. En su caída, al pintor se le escuchó gritar de incomprensión: “¡Pero si el arte me ha hecho eternooo!”

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No será que...

- Fíjate -dijo la chica de pelo corto mientras señalaba-. ¿Ves aquel coche de reparto?

- Lo veo.

- Pues tiene exactamente los mismos horarios que yo.

- ¿A qué te refieres?

- A que, en mi primera etapa de trabajo, coincidía que las tres veces que tenía que pasar por delante de la ventana y miraba hacia la calle, el coche estaba aparcado ahí, haciendo una de sus paradas de reparto, supongo.

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- Ah, qué casualidad.

- Pero ahí no queda la cosa. Cuando me cambiaron los horarios, y las tres veces que pasaba por la ventana cambiaron a su vez, los horarios del repartidor debieron ser alterados al mismo tiempo. Pues, cuando pasaba por la ventana (las tres veces) podía ver el coche aparcado como antes.

- Es curioso.

Se quedaron callados un tiempo. Una vez transcurrido éste, el interlocutor meneó la cabeza y llevó su dedo índice hasta la sien, donde dio unos golpecitos.

- Pero no será que...

Paró un momento ante la mirada atenta de la chica de pelo corto.

- No será que, en realidad, tus horarios nunca llegaron a cambiar. ¿Eh? Replantéatelo. No todo es tan seguro como creemos.

La chica de pelo corto arrugó los labios y giró la cabeza hacia el coche de reparto. Estuvo un rato replanteándose la vida mientras sus ojos vagaban perdidos entre el óxido de la carrocería.

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Pecado venial

Johnny Cash canta sirviéndose de la voz de alguien al que Johnny Cash ya casi no le sirve de nada y, mientras tanto, allí abajo, una inmensidad de agua pretende ser el Sena; pero parece que lo más que consigue es desembocar en un cielo tan gris y espeso como ella misma. Yo miro hacia el suelo y recuerdo cuando creía tener fuerza suficiente como para detener este tren si me lo propusiera. Ahora sé que no podría, de ninguna de las maneras, y me asomo al desolador pensamiento de que quizás nunca pude.

Yo soy el mismo que escribió la semana pasada:

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Por qué es eterna

- Si quisiera, podría parar el viento.

- A ver.

- Ahí lo tienes, ya no se mueve.

Ahora puedes hablar de los adornos dorados de los tiradores o incluso de la avaricia humana que hace que sólo te quiera para mí.

- ¡Pero sólo has cerrado la ventana!

Y pensaba sobre una suerte de teoría (por no encontrar otra palabra menos pretenciosa) de la narración como una linterna. Una linterna que alumbra lo que quiere y cuando quiere el narrador: una linterna que te permitiría contar una tierna historia de amor entre dos individuos sentados en el suelo y cogidos de la mano y, sólo en el último momento, aclarar que estaban rodeados de ratas aterrorizadas por la visión de gusanos que andan hacia atrás.

Soy también el mismo que hace muchos años pensaba en los enlaces covalentes entre los átomos

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para olvidar de una vez aquella intervención inoportuna que provocó su mirada de desprecio. Sin embargo, ahora miro a mis manos y son tan grises como las del hombre que viaja a mi lado y las de la mujer de enfrente.

Soy el mismo que temía al éxito fácil por si éste me alejaba del éxito verdadero. Ahora veo al fracaso con tanta vergüenza que ninguna estructura molecular o formación de galaxia me permite dormir sin tener que levantarme constantemente a beber agua.

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Pantalones cortos

Junto a un camino de tierra había un banco de madera y, a su lado, una piedra de gran tamaño. En el banco, sentados, pasaban la tarde tres niños. Los tres llevaban gorras abombadas marrones, y de las gorras de los tres asomaban cabellos morenos, los tres vestían pantalones cortos por el buen tiempo que ya había llegado y los tres miraban callados hacia sus zapatos marrones.

- ¿Lo oís? -dijo de repente el niño sentado del lado de la roca.

- No, ¿qué pasa?

- Callad un momento.

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Fran Avilés Pérez

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Los tres ladearon la cabeza esperando percibir algún sonido.

- No oigo nada -dijo uno- ¿ya ha parado?

- No, se sigue oyendo.

- ¿Seguro? Pero, ¿qué es?

- Es el trote furioso de un caballo acercándose a lo lejos, ¿no lo oís?

Volvieron a ladear la cabeza durante unos instantes y finalmente uno de los chicos formó un gesto de disgusto.

- ¡No se escucha nada!

- Es verdad, no hay ningún sonido. Estará en tu cabeza.

- Estará -dijo el niño sentado cerca de la piedra.

Y siguieron sentados en el banco hasta que llegó la oscuridad y trajo consigo un frío molesto para aquellas piernas tempranamente descubiertas.

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Especiales agradecimientosa

Laura Menéndezpor las fabulosas ilustraciones y

aJéssica Cavalcanti

por aportar un prólogo a esta recopilación de cuentos

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