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Los Cuadernos de Literatura MERCE RODOREDA, UN DIAMANTE OCULTO ENTRE EL BULLICIO DE LA PLAZA Blanca Alvarez «Si yo tuviera que producirme como corifeo en una imaginaria tragedia antigua, me acer- caría al público y empezaría así mi recitativo: 'Ante el sol, las nubes y las estrellas puedo asegurar que mis padres me hicieron ino- cente'». M. Rodoreda U na boca grande entre orgullosa y tier- na; ojos de lago capaces de engullir en su quietud toda la Atlántida, la nariz casi perctamente clásica, me- diterránea; la ente amplia, como liberada de os- curantismos; pero sobre todo la voz, una voz clara, erte en el tono bajo, inalterable, de todas sus palabras -medidas, concisas, precavidas. Es como un ntasma sutil, una sombra agapada tras la lúcida luminosidad de sus novelas, tras el encanto poético de sus cuentos breves e imposi- bles, acuclillada en un simil de exilio voluntario que la aleja de la enfebrecida carrera de auto- bombo publicitario a que nos tienen tan acostum- brados otros narradores, ora buenos, ora menos buenos. La timidez confesa de esta gran figura literaria, imagen de gran dama en cuadro renacen- tista, de ademanes reposados, ajena a la violencia incluso en el gesto, la convierte en un diamante oculto entre el bullicio de una plaza demasiado poblada de mercachifles, de lsos protas, de grandes mediocridades. Merce Rodoreda nace poco después que el si- glo, 1909, en Barcelona, una ciudad que aparecerá en sordina o con el nombre propio de sus calles, de sus fiestas, de su gente, en la mayor parte de sus escritos, con un localismo de color, de sabor, de olor que se transpira salado y soleado. Una ciudad que se estanca petrificada en el recuerdo amable que precede a la degollina, que se recons- truye fiel a sí misma una y otra vez, imposible de destruir porque ella es su gente, la misma que transita por la Pla�a del Diamante, por la calle de las Camelias, por el laberinto de callejas portua- rias. Pubca su primera novela «Aloma» en 1937 y habrían de pasar veinte años para que viesen la luz sus «Vint dos contes», porque, como ella misma dijo «... escribir requiere eserzo y yo te- nía cosas más importantes que hacer, como por ejemplo sobrevivir». Sobrevivir a una guerra que desgó a una gene- ración floreciente, prepada para la vida y la be- 34 lleza; sobrevivir al caos cultural que convirtió a este país en una isla ensombrecida por la barbarie de la más irracional incultura, capaz de hacer añi- cos el apato institucional, especialmente bo- llante en el caso de la cultura catalana; sobrevivir al exilio de un paisaje, una lengua, una idiosincra- sia que son la sangre misma de sus personajes, perdidos de sus raíces en la lejana Ginebra. Y, por encima de todo, escapar al radical compromiso inmediato, capaz de vulgiz, de concretizar, sino toda, parte importante de la obra, como su- cedió con tantos otros exiliados (la maldición a la poesía concebida como un hijo recaerá en una pobreza estilística por mor de la inmediatez, de- jando huérnos de cultura, privados del lujo a la belleza a todos los hijos de la postguerra, un ham- bre cruel, cómplice de otras hambres). Ser capaz de extemporizarse, de universalizarse, de dej una laguna paciente de años que tamizaran el re- cuerdo e hicieran posible la serenidad, la obra maestra sin cha, es decir, el compromiso de turo pa un legado de arte en el más priscilino sentido de la palabra. LA PLA C A NO ERA VIRGINIA... Como casi todos los autores, su nombre rma maridaje indisoluble con una de sus obras -«con- fieso que, a veces, me cansa ese circunloquio constante, ese empezar y terminar siempre en 'La Pla�a'»-: «La piafa del Diamant», escrita casi de corrido por entre los capítulos de otra en polo opuesto «Mirall trencat», es, con toda seguridad, la más rebuscada, la parábola cansada hecha para catarsis de un marisma doloroso que el tiempo parece haber vuelto alucinada visión de una impo- tencia. Fue calificada por la crítica reciente como la mejor novela catalana de postguerra y lanzada por el cine a la barbarie del desconocimiento general, porque, mal que pese, determinados matices, es- peciales grados de comunicación son sólo posibles a través de la palabra, capaces de ser recreados únicamente por el adjetivo, por el desgarro o la calma de un verbo. 'La pla�a· aparece en 1962, el mismo año que «Tiempo de silencio» de Luis Mtín Santos, no- vela que significó un revulsivo en la narrativa es- pañola estancada por entonces en la moda del realismo social. Sin proponérselo, venida de otro tiempo, sin el impacto que tuvo entonces la obra de Mtín Santos, Merce Rodoreda marcaba el camino que, con mejor o peor acierto, seguirían, de manera muy especial, las novelistas catalanas posteriores: la descarga testamentaria del otro sexo sobre una historia no escrita pa ellas, sobre las reservas de un tiempo específicamente oscu- rantista para las mujeres. Quizás e en España la piedra de toque para la «otra literatura», pa la contestación de los personajes meninos en ma- nos de mujeres. Aun cuando sea lso hablar de una literatura menina como cruz de otra mascu- lina (existe simplemente buena o mal literatura), si

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Los Cuadernos de Literatura

MERCE RODOREDA, UN DIAMANTE OCULTO ENTRE EL BULLICIO DE LA PLAZA

Blanca Alvarez

«Si yo tuviera que producirme como corifeo en una imaginaria tragedia antigua, me acer­caría al público y empezaría así mi recitativo: 'Ante el sol, las nubes y las estrellas puedo asegurar que mis padres me hicieron ino­cente'».

M. Rodoreda

U na boca grande entre orgullosa y tier­na; ojos de lago capaces de engullir en su quietud toda la Atlántida, la nariz casi perfectamente clásica, me­

diterránea; la frente amplia, como liberada de os­curantismos; pero sobre todo la voz, una voz clara, fuerte en el tono bajo, inalterable, de todas sus palabras -medidas, concisas, precavidas. Es como un fantasma sutil, una sombra agazapada tras la lúcida luminosidad de sus novelas, tras el encanto poético de sus cuentos breves e imposi­bles, acuclillada en un simil de exilio voluntario que la aleja de la enfebrecida carrera de auto­bombo publicitario a que nos tienen tan acostum­brados otros narradores, ora buenos, ora menos buenos. La timidez confesa de esta gran figura literaria, imagen de gran dama en cuadro renacen­tista, de ademanes reposados, ajena a la violencia incluso en el gesto, la convierte en un diamante oculto entre el bullicio de una plaza demasiado poblada de mercachifles, de falsos profetas, de grandes mediocridades.

Merce Rodoreda nace poco después que el si­glo, 1909, en Barcelona, una ciudad que aparecerá en sordina o con el nombre propio de sus calles, de sus fiestas, de su gente, en la mayor parte de sus escritos, con un localismo de color, de sabor, de olor que se transpira salado y soleado. Una ciudad que se estanca petrificada en el recuerdo amable que precede a la degollina, que se recons­truye fiel a sí misma una y otra vez, imposible de destruir porque ella es su gente, la misma que transita por la Pla�a del Diamante, por la calle de las Camelias, por el laberinto de callejas portua­rias.

Publica su primera novela «Aloma» en 1937 y habrían de pasar veinte años para que viesen la luz sus «Vint dos contes», porque, como ella misma dijo « ... escribir requiere esfuerzo y yo te­nía cosas más importantes que hacer, como por ejemplo sobrevivir».

Sobrevivir a una guerra que desgajó a una gene­ración floreciente, preparada para la vida y la be-

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lleza; sobrevivir al caos cultural que convirtió a este país en una isla ensombrecida por la barbarie de la más irracional incultura, capaz de hacer añi­cos el aparato institucional, especialmente bo­llante en el caso de la cultura catalana; sobrevivir al exilio de un paisaje, una lengua, una idiosincra­sia que son la sangre misma de sus personajes, perdidos de sus raíces en la lejana Ginebra. Y, por encima de todo, escapar al radical compromiso inmediato, capaz de vulgarizar, de concretizar, sino toda, parte importante de la obra, como su­cedió con tantos otros exiliados (la maldición a la poesía concebida como un hijo recaerá en una pobreza estilística por mor de la inmediatez, de­jando huérfanos de cultura, privados del lujo a la belleza a todos los hijos de la postguerra, un ham­bre cruel, cómplice de otras hambres). Ser capaz de extemporizarse, de universalizarse, de dejar una laguna paciente de años que tamizaran el re­cuerdo e hicieran posible la serenidad, la obra maestra sin fecha, es decir, el compromiso de futuro para un legado de arte en el más priscilino sentido de la palabra.

LA PLACA NO ERA VIRGINIA ...

Como casi todos los autores, su nombre forma maridaje indisoluble con una de sus obras -«con­fieso que, a veces, me cansa ese circunloquio constante, ese empezar y terminar siempre en 'La Pla�a'»-: «La piafa del Diamant», escrita casi de corrido por entre los capítulos de otra en polo opuesto «Mirall trencat», es, con toda seguridad, la más rebuscada, la parábola cansada hecha para catarsis de un marisma doloroso que el tiempo parece haber vuelto alucinada visión de una impo­tencia.

Fue calificada por la crítica reciente como la mejor novela catalana de postguerra y lanzada por el cine a la barbarie del desconocimiento general, porque, mal que pese, determinados matices, es­peciales grados de comunicación son sólo posibles a través de la palabra, capaces de ser recreados únicamente por el adjetivo, por el desgarro o la calma de un verbo.

'La pla�a· aparece en 1962, el mismo año que «Tiempo de silencio» de Luis Martín Santos, no­vela que significó un revulsivo en la narrativa es­pañola estancada por entonces en la moda del realismo social. Sin proponérselo, venida de otro tiempo, sin el impacto que tuvo entonces la obra de Martín Santos, Merce Rodoreda marcaba el camino que, con mejor o peor acierto, seguirían, de manera muy especial, las novelistas catalanas posteriores: la descarga testamentaria del otro sexo sobre una historia no escrita para ellas, sobre las reservas de un tiempo específicamente oscu­rantista para las mujeres. Quizás fue en España la piedra de toque para la «otra literatura», para la contestación de los personajes femeninos en ma­nos de mujeres. Aun cuando sea falso hablar de una literatura femenina como cruz de otra mascu­lina (existe simplemente buena o mal literatura), si

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... puedo asegurar que mis padres me hicieron inocente».

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supuso una revisión, una puesta en telas de axio­mas establecidos por quienes atisban a la mujer desde la atalaya de otro sexo. Indudablemente la novela es mucho más, pero es también el relato de una mujer sobre otra símbolo de muchas eterna­mente silenciadas.

Algunos críticos y comentaristas, ciertamente los menos, han equiparado a Mercé Rodoreda con la fría y aristocrática Virginia Woolf, en un mo­mento en que la inglesa retomó vigencia en los círculos literarios y fue, es, reivindicada por las mujeres como «la» escritora por excelencia. Mu­cho más cerca de esta comparación siempre odiosa y poco imaginativa, se encuentra Aurélia Capmany, pero nada tiene que ver con la autora de maravillas como « Viajes y flores», está llana­mente en las antípodas de la gélida racionalidad, del intelectualismo burgués, de la cerrazón intran­sigente propia del grupo de Blomsbury, atrinche­rándose entre los elegidos del cenáculo como la élite de las élites; a mil millas de ese asomarse ambiguo a los personajes, a la vida, sin inmis-cuirse, no lejos de la cobardía.

Nada tiene que ver Colometa con Mrs. Da­loowqy; Woolf, distribuye, domina, co�enta y elabora los sentimientos, los estados de ámmo, se recrea en una invención desde afuera, alrededor del personaje, dicotomizándose con él: « ... Se tra­taba de un sentimiento completamente desintere­sado, y además tenía la característica especial que sólo puede darse entre mujeres ... » (V. Woolf «Mrs. Daloowqy»). Por contra, la constelación roderiana se autositúa, se autodefine con su pro­pio lenguaje, describiendo su propio ser con ins­consciencia de su definición, haciéndose por fuerza creíble.

Sus personajes no definen el amor, la soledad, la tristeza, el cansancio, tan siquiera existe un pensarlos concreto: « Y si a mí me venía el re­cuerdo algunas veces, hacía un gran esfuerzo para quitármelo, porque llevaba un cansancio tan grande dentro que no lo puedo explicar, y había que vivir, y si pensaba demasiado el cerebro me dolía · de una manera rara como si lo tuviera po­drido» (Mercé Rodoreda «La plaza del Dia­mante»). Este desarrollo de la narración en pri­mera persona forma parte del acierto, de la dificul­tad que humaniza y hace. cálidos a los personajes, porque ella está convencida de que « Un autor no es Dios», anteponiendo el convencimiento de que los dioses y titanes son ciertamente los personajes de cartón-piedra, de papel-tinta, que caminan so­bre el cadáver del autor, que lo asesinan en cada nacimiento suyo.

LAS CLAVES, LAS OBSESIONES

Imposible de comparar, genial,. sus escritos es­tán impregnados de claves, de fijaciones incluso, de monomanías obsesivas que establecen un cor­dón umbilical, un rastro capaz de seguirse en los distintos nombres, las distintas epopeyas, los dis­tintos escalones que encierran cada título, como

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hermanos diferentes que guardan el mismo re­gusto de leche amamantada en la ?oca. Cualqu�er historia es, en el fondo, convenc10nal, cualqmer situación trágica o cómica, está ya relatada, pers­pectivizada por alguien anterior y otros seguirán haciéndolo después; el truco está en hacer que parezca nuevo, un regalo aún sin abr½", con l.avirginidad de la primera lectura, de la pnmera rm­rada, capaz de crear en el lector el pasmo, la maravilla, la sorpresa.

« Una novela se hace con una gran cantidad de intuiciones, con cierta cantidad de imponderables, con agonías y con resurrecciones del alma, con exaltaciones, con desengaños, con reservas de memoria involuntaria... toda una alquimia». De esa extravagante olla de bruja extrae Mercé Rodo­reda sus novelas, sus relatos, esa forma suya de escribir con la cristalidad de un lenguaje exacto, conciso, tan pulcro como lo exigía Machado, tan esencial en su difícil sencillez, tan transcendente como la mirada violeta y rocío de alguna de sus criaturas de ficción. Es ese estilo luminosamente claro la más perfecta definición de esta notable catalana, ese logro de frases perfectas, sin barro­quismos; la desnudez absoluta de la palabra en­frentada a la prueba del encaje único en cada sucesión oracional: «Sólo el gran trabajo, un poco de frescor dentro y un cementerio azul» («Viajes y flores»). Ella lo resume en una frase lapidaria: «Por escribir bien entiendo decir con la máxima simplicidad las cosas esenciales». Sólo los elegi­dos pueden conseguir rellenar el hueco de una idea con el sustantivo que le es propio y no otro, sin recurrir al ruido de excesivas palabras que la entorpezcan y la vacíen de contenido.

Mercé Rodoreda es también el gran personaje femenino perfilado y vuelto a ver en cada una de las mujeres que son el centro de su narrativa. De forma constante sus personajes son ellas y cuando, excepcionalmente, no lo son -Adriá Gui­nar en «Tanta, tanta guerra», mutación de Or­lando en busca de identidad a través de ese.campo de batalla que es siempre la adolescencia indefi­nida, el llanto de la infancia por una adultez dolo­rosa y solitaria-, se convierten en efebos tocados por el ángel de lo andrógino. Ellas son siempre mujeres esenciales, sin sofisticadas neurosis, víc­timas de su sexo, acorraladas como Colometa « ... se acercó más que los otros y dijo, está buena. Como si yo fuese un plato de sopa. Todo aquello no me hacía ninguna gracia. Claro que era verdad, como mi padre siempre decía, que yo había nacido exigente ... pero lo que a mí me pasaba es que no sabía muy bien para qué estaba en el mundo».

Casi crisálidas de cristal fragmentadas por un tiempo y unos hechos tan lejanos como inexplica­bles: la guerra en forma de palomas que abruman con sus ruidos y su olor a excrementos a Colo­meta; otras veces son la metáfora de un sueño inaprensible para el hombre, Ada Liz escurrién­dose sin puerto, ¡mulándose conscienteme�te para ser un recuerdo de lo que ama; enloquecidas en

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silencio como Cecilia en medio de la sordidez de quien no entiende su deseo de un balcón con grandes flores perfumadas o ignora a la niña ves­tida de rosa tan sólo para gustarse. La Teresa de «Mirall trencat» supone la excepción que se en­frenta al sino probable de su vida para imponerle su voluntad, para abrir la verja demasiado alta de un jardín preparada para otra.

Los grandes mitos de siempre están en sus no­velas: la búsqueda del padre desconocido que lleva a cabo Cecilia en «El carrer'de les Camelies»; la búsqueda del amor -amor-abando­no-, incansable de Ada Liz sobre los torsos de todos los marineros ( «Parecía de seda»); la inde­fensión humana ante el poderoso e incontrolable destino ... Todos, pero sin el planteamiento docto­ral, apriorístico, pseudofilosófico y deificante del escritor que controla los hilos de la historia para demostrar la tesis expuesta; están más bien como un susurro para oídos atentos, como un secreto escondido que da vida y motiva 'per se' la acción, apareciendo inevitablemente.

Y también la guerra, tanta, tanta, que resulta imposible borrarla: « ... mi tiempo histórico me in­teresa de modo muy relativo. Lo he vivido dema­siado». No es una cronista de su tiempo, es una maga, un hada capaz de crear lo aparentamente inexistente. Pero nadie resulta un ente en blanco, sin recuerdos, sin miedos, sin alegrías; cualquiera que intente escribir algo ajeno a sí mismo llevará inevitablemente el lastre de su historia, de su tiempo, que asomará como un enano entrometido, como una esquirla dolorosa por cualquier brecha, deslabazada por entre cualquier párrafo. La gue­rra es el telón de fondo, subyacente de «La playa», sin 5er una crónica, un testimonio de he­chos; aparecerá como final de la saga familiar de

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los Valladura en «Mirall trencat», truncando una forma de estar, de vivir; se convertirá en el sím­bolo dolorido tras la odisea de Adriá Guinar; que­dará siempre un deje fatalista provocado por el absurdo acontecimiento de la guerra que burlará la guardia en el primer abandono.

Tropezar con la obra de Mercé Rodoreda es darse de bruces con un extraño pseudopersonaje abrumador: el ángel. Ella misma reconoce el ori­gen de esta obsesión en la leyenda infantil del ángel de la guarda, personal y único, que cada uno tenía en exclusiva propiedad de por vida. Son ángeles que aletean aprovechando la confusión, buscando el momento propicio de dar unos pasos: «¿ Qué hacen los ángeles? -Se disfrazan de estre­lla» («Aloma»); «Le soplé en las fosas de la nariz y le dije que era mi ángel» ( «El carrer de les Camelies» ). Y así una y otra vez, sonriendo en el recodo de una página cualquiera, convirtiéndose incluso en el personaje estelar, como en el relato «Parecía de seda», que da título al libro que lo contiene, un ángel hermosamente negro, suave como un beso mortífero. Son seres fugaces que velan la inocencia de todos los personajes ama­dos, porque Mercé Rodoreda, siente debilidad y ternura por los seres inocentes.

Ha sido, es, trabajo de tesis analizar la obra de este diamante silencioso; aún quedan en el tintero muchas claves imprescindibles ... , las metamorfo­sis más o menos claras: Aloma es Angela, Natalia es Colorneta, cambiar el nombre para significar el trastueque simbólico del personaje, hacer que en la mutación sea otro; metamorfosis kafkianas corno la transformación de otro en salamandra. Habría que pararse en los jardines, abandonados o esplendorosos: el parque ideal de los Valladura, espejo de su auge cuando está recamado de flores y árboles, reflejando en su ruina de abandono, malezas y ratas el fin de la saga; en las flores de nombres densos y sonoros; en la reiteración que da importancia a los detalles rituales que superpo­nen las secuencias del tiempo.

Tan sólo una última consideración a la diferen­cia expresiva de su obra: desde 'La playa' o 'El carrer', de las que Lloreny de Villalonga llega a decir «lo mismo, pero distinto», hasta ese «Mirall trencat» con un lejano regusto a novela folleti­nesca del siglo pasado que transpira su osamenta, una pequeña novela-río (tan al uso en la narrativa catalana) hecha a retazos, en los huecos espacia­dos de muchos años. Llegar por último a sus obras más recientes « Viajes y flores», «Parecía de seda», pensadas en paradoja-cuento rebosante de poesía, puro simbolismo en un regodeo por alejar de su obra todo lo feo, lo desagradable, porque, aunque el relato sea cruel, triste, agobiante, pre­fiere presentarlo en papel de pétalos perfumados.

Posiblemente este escueto vistazo a su obra pu­diera parecerle desmesurado, inadecuado a su silencio y su mesura. Sirva tan sólo

� la excusa de una admiración ilimitada por .---.. la autora imprescindible de este siglo. �