mendel el de los libros

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Stefan Zweig Mendel el de los libros Mendel Mendel el de los libros el de los libros STEFAN ZWEIG STEFAN ZWEIG TRADUCCIÓN DE BERTA VIAS MAHOU TRADUCCIÓN DE BERTA VIAS MAHOU 1

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Stefan Zweig Mendel el de los libros

Mendel Mendel

el de los librosel de los libros

STEFAN ZWEIGSTEFAN ZWEIG

TRADUCCIÓN DE BERTA VIAS MAHOUTRADUCCIÓN DE BERTA VIAS MAHOU

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Stefan Zweig Mendel el de los libros

De vuelta en Viena tras una visita a los barrios de la periferia,me vi inmerso de improviso en un chaparrón que, conhúmedo látigo, perseguía a la gente obligándola a correr hastalos portales de las casas y otros refugios. Yo mismo busquétambién, a toda velocidad, un techo que me amparara. Porfortuna, en Viena le espera a uno en cada esquina un café. Demodo que huí al que se encontraba más próximo, con elsombrero que ya goteaba y los hombros empapados. Unavez en el interior, se reveló como el típico café de arrabal, conese estilo casi esquemático, burgués, de los de la antiguaViena, lleno a rebosar de gente normal que consumía másperiódicos que bollería, y sin los artificios tan de última modaen los cafés cantantes que en el centro de la ciudad imitaban alos alemanes. En aquel momento—estaba empezando aoscurecer—, la atmósfera ya de por sí sofocante se veíajaspeada por espesos anillos de humo azul. Y, sin embargo,aquel café daba la impresión de estar limpio, con sus sofás deterciopelo visiblemente nuevo y su caja registradora dealuminio reluciente. Con las prisas no me había molestado enleer el nombre que ponía fuera. Por otro lado, ¿para qué? Demodo que me senté en aquel lugar cálido, mirandoimpaciente a través de los ventanales cubiertos de chorrosazules a la espera de que la lluvia, inoportuna, tuviera a bienalejarse un par de kilómetros.

De modo que allí estaba yo, sentado sin hacer nada; apunto de caer en esa pasividad indolente que, como un

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narcótico, irradia todo auténtico café vienés. Con aquellasensación de vacío, me dediqué a contemplar a las distintaspersonas que se encontraban a mi alrededor. La luz artificialde aquel espacio lleno de humo marcaba unas sombras de ungris muy poco saludable en torno a sus ojos. Observé a laseñorita de la caja, que con movimientos mecánicos alcanzabaal camarero el azúcar y las cucharillas para cada taza de café.Medio dormido, de manera involuntaria leí los carteles deltodo anodinos que colgaban de las paredes. Aquella especiede letargo casi me sentó bien. Pero, súbitamente, una extrañatensión me sacó de mi somnolencia. Una imprecisa inquietuddespertaba en mi interior, como lo hace un pequeño dolor demuelas del que aún no sabe uno si procede de la parte de laizquierda o de la derecha, de la mandíbula inferior o de lasuperior. Tan sólo sentí una sorda impaciencia, unaintranquilidad espiritual, pues de pronto—no sabría decirporqué—fui consciente de que ya debía haber estado allí enalguna ocasión, hacía años, y de algún recuerdo debía deunirme a aquellas paredes, a aquellas sillas, a aquellas mesas,a aquel espacio envuelto en humo.

Pero cuanto más me esforzaba por alcanzar aquelrecuerdo, con mayor malicia y de modo más escurridizo seme escapaba, como una medusa, brillando incierto en elestrato más profundo de la conciencia y, sin embargo,imposible de atrapar. En vano fijé la mirada en cada objetoque había en aquel local. Es cierto que algunas cosas no lasconocía, como la caja registradora con su resorte tintineante.O el revestimiento marrón de las paredes de falsa madera depalisandro. Todo aquello debían de haberlo colocado mástarde. Pero, sí, sin duda. Yo había estado allí en algunaocasión, hacía veinte años o más. Allí perduraba, oculto en loinvisible como el clavo en la madera, una parte de mi propioyo hace tiempo soterrada. Haciendo un esfuerzo, dilaté yempujé todos mis sentidos por aquel espacio, y al mismo

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tiempo por mi interior. Y, sin embargo... ¡Maldita sea! Nolograba alcanzar aquel recuerdo desaparecido, ahogado en mimismo.

Me enfadé, como se enfada uno siempre que un fallo lehace ser consciente de la insuficiencia e imperfección de lasfuerzas mentales, pero no perdí la esperanza de recuperaraquel recuerdo. Tenía claro que tan sólo necesitaba unminúsculo ancho al que poder aferrarme, pues mi memoria esde una índole particular, buena y mala al mismo tiempo. Porun lado, obstinada y tenaz, pero por otro tambiénincreíblemente fiel. Se traga lo más importante, tanto en loque respecta a los acontecimientos como a los rostros, tanto loleído como lo vivido, dejándolo con frecuencia en lo máshondo, en la oscuridad, y no devuelve nada de ese mundosubterráneo sin que uno ejerza presión, sólo porque así lorequiere la voluntad. Sin embargo, me basta el más fugazasidero, una postal, los trazos de una caligrafía en el sobre deuna carta, una hora de periódico amarilla por un tiempo, yenseguida lo olvidado, como pez en el anzuelo, resurge de unbrinco de la fluida y oscura superficie, vivo y coleando.Entonces reconozco cada detalle de una persona: su boca y, ensu boca, el hueco de un diente, a la izquierda, cuando se ríe. Yel tono ronco de su risa, y cómo al reírse se le contrae elbigote. Y cómo con esa risa surge otro rostro, diferente. Todoesto lo veo entonces de inmediato, en una panorámicacompleta, y años después recuerdo cada palabra que aquellapersona me dijo en cierta ocasión. Pero, para percibir con lossentidos algo ocurrido en el pasado, necesito siempre unestímulo sensorial, una mínima ayuda de la realidad. Así quecerré los ojos para poder reflexionar de modo más intenso,para da forma a aquel anzuelo misterioso y asirlo. Pero,¡nada! Estaba enterrado y olvidado. Y tanto me irrité por lochapucero y caprichoso del aparato retentivo que tengo entrelas sienes, que habría podido golpearme la frente con los

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puños, tal y como se sacude una máquina tragaperrasestropeada que, desleal, retiene lo que le pedimos. No, nopodía seguir por más tiempo sentado tranquilamente. Hastatal punto me excitaba aquel fracaso íntimo. Y de puro enojadome levanté para despejarme. Pero, es curioso, apenas habíadado los primeros pasos por el local, cuando en mi interior seprodujo, reverberando y centelleante, un primer resplandorfosforescente. A la derecha de la caja registradora, recordé,debía de haber una habitación sin ventanas, iluminada tansólo con luz artificial. En efecto. Así era. Y allí estaba,empapelada de un modo distinto y, sin embargo, exacta ensus proporciones, aquella habitación interior cuadrada, decontornos impreciso: la sala de juego. De manera instintiva,miré en derredor los diferentes objetos, con los nervios que yavibraban de alegría. Enseguida la sabría todo, sentí. Dosmesas de billar holgazaneaban allí como verdes ciénagas ensilencio. En las esquinas había mesas de juego agazapadas, auna de las cuales estaban sentados dos consejeros ocatedráticos jugando al ajedrez. Y en un rincón, justo al ladode la estufa de hierro, por donde se iba a la cabina deteléfonos, una pequeña mesa cuadrada. Y de improviso mevino a la memoria como un relámpago. Lo supe deinmediato, al instante, con una única y ardiente sacudida queme hizo estremecer de felicidad. Dios mío, si aquel era el sitiode Mendel, de Jakob Mendel, Mendel el de los libros. Veinteaños después había ido a parar de nuevo a su cuartel general,de café Gluck, en la parte alta de la Alserstrabe. JakobMendel. ¿Cómo había podido olvidarle? Era impensable.Durante tanto tiempo. A aquel ser humano de lo másparticular, a aquel hombre legendario. A aquel peculiarportento universal, famoso en la universidad y en un círculoreducido y respetuoso... Cómo había podido olvidarle, a él, elmago, el corredor de libros que, imperturbable, se sentaba allídía tras día, de la mañana a la noche. Símbolo delconocimiento. ¡Gloria y honra del café Gluck!

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No necesité más que volver la vista hacia mi interior,tras los párpados, durante un segundo, y enseguida, de lasangre iluminada por las imágenes, ascendió suinconfundible figura. Le vi de inmediato en cuerpo y alma, taly como solía sentarse a aquella mesita cuadrada con lasuperficie de mármol de un sucio gris, siempre repleta delibros y documentos. Cómo se sentaba allí, invariable eimpertérrito, la mirada tras las gafas fija, hipnóticamenteclavada en un libro. Cómo se sentaba allí y cómo, susurrandoy rezongando durante la lectura, mecía su cuerpo y su calvamal pulida y salpicada de manchas hacia delante y haciaatrás, una costumbre adquirida en el cheder, el parvulario delos judíos del Este. Allí, en aquella mesa y sólo en ella, leía élsus catálogos y sus libros, tal y como le habían enseñado ahacer en la escuela talmúdica, canturreando en voz baja ybalanceándose: una cuna negra, bamboleante. Pues así comoun niño cae en el sueño y se olvida del mundo por medio deese rítmico vaivén hipnotizador, también el espíritu, enopinión de aquellos devotos, se sume de manera más fácil e lagracia de la abstracción gracias a ese oscilar y columpiarse delcuerpo ocioso. Y en efecto, Jakob Mendel no veía ni oía nadade lo que ocurría a su alrededor. Junto a él alborotan yvociferan los jugadores de billar, corrían los marcadores,repiqueteaba el teléfono. Barrían el suelo, encendían laestufa... Él no se enteraba de nada. En una ocasión, un carbónal rojo vivo cayó fuera de la estufa; y ya olía a chamuscado yhumeaba el parqué a dos pasos de él, cuando, alertado por eltufo infernal, uno de los parroquianos se dio cuenta delpeligro y a toda velocidad de abalanzó para extinguir lahumareda. Pero él, Jakob Mendel, a tan sólo dos pulgadas dedistancia y ya tiznado por el humo, no había notado nada,pues leía como otros rezan, como juegan los jugadores, tal ycomo los borrachos, aturdidos, se quedan con la miradaperdida en el vacío. Leía con un ensimismamiento tanimpresionante que desde entonces cualquier otra persona a la

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que yo haya visto leyendo me ha parecido siempre unprofano. En Jakob Mendel, aquel pequeño librero de viejo deGalitzia, contemplé por primera vez, siendo joven, el vastomisterio de la concentración absoluta, que hace tanto al artistacomo al erudito, al verdadero sabio como al loco de remate,esa trágica felicidad y desgracia de la obsesión completa.

Hasta él me llevó un colega de la universidad, algomayor que yo. Por entonces yo estaba realizando unainvestigación sobre el médico y magnetizador paracélsicoMesmer, aún hoy poco conocido. Por cierto, con poco éxito,pues la bibliografía sobre el tema en cuestión se revelóinsuficiente, y el bibliotecario, al que yo, cándido neófito,había pedido información, me gruñó en términos pocoamables que la documentación era cosa mía, no suya.Entonces aquel colega me dijo por primera vez su nombre.<<Iré contigo a ver a Mendel>>, me prometió. <<Él lo sabetodo y lo consigue todo. Él te trae el libro más singular delmás olvidado de los anticuarios alemanes. Es el hombre máscapaz en toda Viena y además auténtico, un ejemplar de unaraza en extinción, un saurio antediluviano de los libros>>.

De modo que fuimos los dos al café Gluck, y, mira pordónde, allí estaba sentado Mendel el de los libros, con lasgafas puestas, la barba desaliñada, vestido de negro. Leyendo,se balanceaba como un oscuro matorral al viento. Nosacercamos, pero él no se dio cuenta. Se limitaba a estar allísentado, leyendo y balanceando el torso como si fuera unapagoda, hacia delante y hacia atrás, por encima de la mesa.Tras él, de un gancho, colgaba su negro y raído paletó,asimismo atiborrado de revistas y apuntes. Para anunciarnos,mi amigo tosió con fuerza. Pero Mendel, las gruesas gafasaplastadas contra el libro, seguían sin percatarse de nuestrapresencia . Por fin mi amigo dio sobre la superficie un golpetan fuere y enérgico como cuando llama uno a una puerta...

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Entonces Mendel levantó la vista y, con un movimientomecánico y rápido, se subió hasta la frente las toscas gafas demontura de acero. Bajo las erizadas cejas de un gris ceniza,dos extraños ojos pequeños, negros, despiertos, de miradaágil, aguda y temblequeante como la lengua de una serpiente.Mi amigo me presentó, y yo expuse mi demanda, para lo cual—la argucia me la había recomendado expresamente miamigo—empecé por quejarme, en apariencia furioso, delbibliotecario que no me había querido dar informaciónalguna. Mendel se echó hacia atrás y escupió con cuidado.Después soltó una breve risa y, en la marcada jerga de losjudíos orientales, exclamó: <<¿Que no ha querido? No. ¡No hapodido! Es un parch, un burro apaleado con el pelo gris. Leconozco, para mi desgracia, desde hace veinte años largos,pero sigue sin haber aprendido nada. Embolsarse el sueldo...es lo único que saben hacer esos doctores. Deberían acarrearpiedras en lugar de andar metidos entre libros>>.

Con esta enérgica descarga afectiva se había roto elhielo, y un bondadoso ademán de su mano me invitó porprimera vez a acercarme a aquella mesa de mármol cuadradarepleta de notas, a aquel altar de revelaciones bibliófilas aúndesconocido para mí. Expliqué al instante mis deseos: lasobras contemporáneas sobre magnetismo, así como todos loslibros y polémicas posteriores a favor y en contra de Mesmer.En cuanto terminé, Mendel cerró durante un segundo el ojoizquierdo, igual que un arcabucero antes de disparar. Pero, deverdad, aquel gesto de concentrada atención duró tan sólo unsegundo. Después enumeró de inmediato y con fluidez, comosi estuviera leyendo en un catálogo invisible, dos o tresdocenas de libros, cada uno de ellos con el lugar depublicación, la fecha y el precio aproximado. Me quedéperplejo. Aunque venía preparado, no me esperaba algo así.Sin embargo, mi estupefacción pareció agradarle, pues alinstante siguió tocando en el teclado de su memoria las más

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asombrosas variaciones sobre mi tema. Me preguntó si queríasaber también algo sobre el sonambulismo, sobre los primerosensayos con la hipnosis y sobre Gabner, sobre exorcismo, laCiencia Cristiana y la Blavatsky. De nuevo los nombres, lostítulos, las descripciones estallaron chisporroteando. Sóloentonces comprendí con qué prodigio único de la memoriahabía topado en la persona de Jakob Mendel. Realmente, setrataba de una enciclopedia, de un catálogo universal sobredos piernas. Obnubilado por completo, me quedé mirando aaquel fenómeno bibliográfico, camuflado bajo la envolturainsignificante, incluso algo grasienta, de un pequeño librerode viejo de Galitzia, el cual, tras haberme soltado unosochenta nombres, al parecer sin darle importancia, pero en suinterior satisfecho por el triunfo jugado, se limpiaba las gafascon un pañuelo de bolsillo que quizá en otro tiempo fuerablanco. Para disimular un poco mi asombro, le pregunté contimidez cuáles de entre todos aquellos libros podríaconseguirme. <<Pues veamos lo que se puede hacer>>,refunfuñó. <<Vuelva por aquí mañana. Mendel entretanto leconseguirá algo. Y lo que no se encuentre, lo hallaré en otrositio. Cuando uno tiene sechel,1 también tiene suerte>>.

Le di las gracias con educación y, acto seguido, por puraamabilidad, cometí una enorme estupidez, pues le propuseapuntarle en una hoja los títulos de los libros que deseaba. Enel mismo instante noté que mi amigo me daba un codazo deadvertencia. Pero era demasiado tarde. Mendel ya me habíalanzado una mirada—¡qué mirada!—a un tiempo triunfal yofendida, burlona y de superioridad, una mirada francamenteregia, la mirada del Macbeth shakespeariano cuando Macduffpretende que el héroe invencible se entregue sin combatir. 1 Según los judíos, existen dos poderes en el alma: el de la fe (emunah) y el delintelecto (sechel). (Las notas son de la T.).

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Después dejó escapar otra breve carcajada. La gran nuez en sugarganta gorgoteó arriba y abajo de una manera curiosa. Alparecer se había tragado con esfuerzo una palabra grosera. YMendel, aquel hombre bueno y formal, habría tenido razónde haber soltado cualquier ordinariez que se le hubieraocurrido, pues sólo un extraño, un ignorante—un amborez,2

como él decía—podía hacerle a él, a Jakob Mendel, unaproposición tan humillante. Anotarle a él, a Jakob Mendel, eltítulo de un libro, como si fuera el aprendiz de una librería oel bedel de una biblioteca, como se aquella inigualable mentelibresca, diamantina, hubiera tenido que echar mano jamás deun recurso semejante, tan vulgar. Sólo más tarde comprendíhasta qué punto había ofendido su genio singular con aquelamable ofrecimiento, pues Jakob Mendel, aquel judío deGalitzia, pequeño, comprimido, envuelto en su barba yademás jorobado, era un titán de la memoria. Tras aquellafrente calcárea, sucia, cubierta por un musgo gris, cadanombre y cada título que se hubieran impreso alguna vezsobre la cubierta de un libro se encontraban, formando partede una imperceptible comunidad de fantasmas, comoacuñados en acero. De cualquier obra que hubiera aparecidolo mismo hacía dos días que doscientos años antes conocía deun golpe el lugar de publicación, el editor, el precio, nuevo ode anticuario. Y de cada libro recordaba, con una precisióninfalibre, al mismo tiempo la encuadernación, lasilustraciones y las separatas en facsímil. Veía cada obra—lomismo daba que hubiera tenido en sus manos o que sólo lahubiera entrevisto en una ocasión y de lejos en un escaparateo en una biblioteca—con la misma claridad con que el artistave sus creaciones interiores, aún invisibles para el resto delmundo.

2 En hebreo la palabra am-ba'arez se utiliza para designar a un hombreanalfabeto o lego, por contraposición al sabio e instruido. La palabra amborez es eltérmino yiddish correspondiente.

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Recordaba, por ejemplo, que un libro aparecía en oferta en elcatálogo de un anticuario de Ratisbona por unos seis marcosy, de inmediato, que ese mismo libro se habría podidoadquirir en un ejemplar diferente hacía dos años en unasubasta en Viena por cuatro coronas. Y a la vez se acordabatambién del comprador. No, Jakob Mendel no se olvidabanunca de un título, de una cifra. Conocía cada planta, cadainfusorio, cada estrella del cosmos perpetuamente sacudido ysiempre agitado del universo de los libros. Sabía de cadamateria más que los expertos. Dominaba las bibliotecas mejorque los bibliotecarios. Conocía de memoria los fondos de lamayoría de las casas comerciales, mejor que sus propietarios,a pesar de sus notas y ficheros, mientras que él no disponíamás que de la magia del recuerdo, de aquella memoriaincomparable que, en realidad, sólo había podido ejercitarse yformarse de aquella manera diabólicamente infalible pormedio del eterno secreto de cualquier perfección: laconcentración. Dejando a un lado los libros, aquel hombresingular no sabía nada del mundo, pues todos los fenómenosde la existencia sólo comenzaban a ser reales para él cuandose vertían en letras, cuando se reunían en un libro y, comoquien dice, se habían esterilizado. Pero tampoco leía aquelloslibros para entenderlos, en su contenido espiritual onarrativo. Tan sólo su título, su precio, su aspecto, la páginade créditos atraían su atención. Aquella memoria específicade anticuario de Jakob Mendel, en último términoimproductiva y no creativa, mero inventario de cientos demiles de títulos y nombres grabados en la blanda cortezacerebral de un mamífero, en lugar de, como en otro tiempo,escritos en un catálogo en forma de libro era, no obstante, ensu perfección, única, un fenómeno de no menor importanciaque la de Napoleón para las fisonomías, la de Mezzofantipara los idiomas, la de Lasker para las aperturas de ajedrez ola de Busoni para la música. En un seminario, en un puestopúblico, aquel cerebro habría enseñado y sorprendido a miles,

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a cientos de miles de estudiantes y eruditos. Habría sido deprovecho para las ciencias, una adquisición sin igual paraesas cámaras del tesoro público que llamamos bibliotecas.Pero ese mundo superior, a él, el pequeño libreo de viejo deGalitzia sin formación, que apenas había pasado más allá dela escuela talmúdica, le estaba para siempre vedado. Así,aquellas dotes fantásticas tan sólo podían practicarse comouna ciencia oculta sobre la mesa de mármol del café Gluck.Pero si alguna ocasión aparece el gran psicólogo—esa obraaún falta en nuestro mundo del espíritu—que, de una maneratan metódica y paciente como Buffon ordenó y clasificó lasdiferentes especies de animales, describa por separado cadavariedad, género y forma primitiva de esa mágica potenciaque llamamos memoria y exponga sus distintas variantes,debería aludir a Jakob Mendel, aquel genio de los precios y delos títulos, aquel maestro anónimo de la ciencia anticuaria.

A causa de su oficio, y para los ignorantes, JakobMendel pasaba sin duda por ser tan sólo un pequeñocomerciante de libros. Todos los domingos aparecían en laprensa, en el Neue Freie Presse y en el Neues Wiener Tagblatt, losmismos anuncios estereotipados: <<Compro libros viejos.Pago los mejores precios. Acudo de inmediato. Mendel, ObereAlserstrabe>>. Y a continuación, un número de teléfono, queen realidad era el del café Gluck. Revolvía los almacenes,todas las semanas, ayudado por un viejo ordenanza de barbaimperial, acarreaba un nuevo botín hasta su cuartel general y,desde allí, otra vez de vuelta, pues no disponía de laconcesión necesaria para abrir un negocio como es debido. Demodo que se limitó al pequeño trapicheo, a una actividadmenos lucrativa. Los estudiantes le vendían los libros detexto, que por sus manos pasaban de un curso al siguiente.Además, por un pequeño coste adicional, gestionaba yconseguía cualquier libro que uno buscara. Con él un buenconsejo era barato. El dinero no tenía espacio alguno dentro

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de su mundo, pues nunca se la había visto más que con lamisma chaqueta raída, por la mañana, por la tarde y por lanoche, consumiendo su leche y sus dos panes, comiendo almediodía algún bocado que le traían de la casa de huéspedes.No fumaba, no jugaba. Sí, se puede decir que no vivía, tansólo aquellos dos ojos tras las gafas estaban vivos yalimentaban con palabras, títulos y nombres el cerebro deaquel ser enigmático. Y la masa blanda, fértil, absorbía conansia aquella plétora, como una pradera las miles y miles degotas de la lluvia. Las personas no le interesaban, y de todaslas pasiones humanas tal vez sólo conocía una, por cierto, lamás humana de todas, la vanidad. Cuando alguien acudía a élpara que le proporcionara una información, cansado yhabiendo buscado ya en otros cien lugares, y él podía darle ala primera aquel dato, sólo eso le suponía una satisfacción, unplacer. Y tal vez también el hecho de que en Viena y en elextranjero hubiera una docena de personas que respetabansus conocimientos y los necesitaban. En cada uno de esostoscos conglomerados formados por millones de seres quellamamos metrópolis, hay siempre, diseminadas en unospocos puntos, algunas pequeñas facetas que en unaminúscula superficie reflejan uno el mismo universo, invisiblepara la mayoría, precioso tan sólo para el conocedor, para elhermano en la pasión. Y todos esos expertos en librosconocían a Jakob Mendel. De la misma manera que cuandouno quería un consejo sobre una partitura se dirigía a laSociedad de Amigos de la Música para ver a EusebiusMandyczewski, que, amable, estaba allí sentado, con sugorrilla gris, en medio de sus documentos y notas, y encuanto alzaba los ojos resolvía sonriendo el problema másdifícil; de la misma manera que hoy en día cualquiera quenecesite una aclaración sobre al antiguo teatro y la culturavieneses se dirige de manera indefectible al omniscientepadre Glossy, los pocos bibliófilos ortodoxos de Viena, encuanto se les presentaba un hueso especialmente duro de

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roer. Peregrinaban con la misma confiada naturalidad hasta elcafé Gluck para ver a Jakob Mendel. Contemplar a Mendeldurante una de aquellas consultas me proporcionó, siendo youn joven curioso, un placer de un tipo especial. Mientras que,por lo general, cuando se le presentaba un libro menorcerraba la cubierta con desprecio y sin más murmuraba <<doscoronas>>, ante cualquier rareza o algo único se echaba haciaatrás lleno de consideración, poniendo debajo una hoja depapel, y uno podía ver cómo de pronto se avergonzaba de susdedos sucios, cubiertos de tinta, y de sus uñas negras.Después, tierno, cuidadoso, hojeaba el raro ejemplar con unenorme respeto, página por página. Nadie podía molestarleen un instante como aquel, como tampoco a un verdaderocreyente durante la oración. Y de hecho, aquella manera demirar, de rozar, de olfatear y sopesar, cada una de aquellasacciones por separado, tenía algo de ceremonial, de lasucesión regulada por el culto en un acto religioso. La espaldaencorvada se movía de acá para allá, al tiempo que élmurmuraba y refunfuñaba, se rascaba la cabeza, soltabaextraños y primitivos sonidos vocálicos, unos prolongados,casi estremecidos <<¡ah!>> y <<¡oh!>> de absorta admiración, ydespués de nuevo un rápido y horrorizado <<¡ay!>> o un <<¡ayva!>>, cuando faltaba una página o resultaba que una hoja sela había comido la carcoma. Por fin, respetuoso, acunaba elmamotreto sobre su mano, olisqueaba y husmeaba el toscoparalelepípedo con los ojos semicerrados, no menosconmovido que una muchacha sentimentaloide frente a unnardo. Durante aquel procedimiento algo prolijo, elpropietario, desde luego, tenía que conservar la paciencia.Pero una vez terminado el examen, Mendel daba de buenagana—sí, casi entusiasmado—toda la información, a la que seañadían inevitables y abundantes anécdotas, además deinformes dramáticos sobre los precios de ejemplaressimilares. En aquellos momentos parecía más lúcido, másjoven y más vivo, y sólo una cosa podía irritarle de un modo

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desmesurado: cuando un novato pretendía, por ejemplo,ofrecerle dinero por aquella tasación. Entonces retrocedíaofendido como el conservador jefe de una colección de arte alque un viajero americano hiciera ademán de darle unapropina por su explicación, pues el hecho de poder tener unvalioso libro entre las manos significaba para Mendel lo quepara otros el encuentro con una mujer. Aquellos instanteseran sus noche de amor platónico. Tan sólo el libro, jamás eldinero, tenía poder sobre él. Por eso, los grandescoleccionistas, y entre ellos también el fundador de laUniversidad de Princeton, intentaron en vano ganárselo parasu biblioteca como consejero y comprador. Jakob Mendel senegaba. Sólo cabía imaginarlo en el café Gluck. Treinta y tresaños antes, todavía con la barba suave, de negras guedejas, ylos ensortijados tirabuzones en las sienes, un jovenzueloencorvado de corta estatura, había venido del Este a Viena aestudiar para rabino, pero pronto había abandonado alriguroso Dios único, Jehovah, para entregarse al politeísmobrillante y multiforme de los libros. Por entonces habíaencontrado el café Gluck, que poco a poco se convirtió en sutaller, en su cuartel general, en su puesto de trabajo, en sumundo. Solitario como un astrónomo que en su observatoriocontempla cada noche, por la diminuta abertura de sutelescopio, las miríadas de estrellas, sus misteriosasevoluciones, su cambiante confusión, cómo desaparecen yvuelven a encenderse, Jakob Mendel miraba a través de susgafas y desde aquella mesa cuadrada ese otro universo de loslibros, que asimismo gira eternamente y renace transformado,aquel mundo sobre nuestro mundo.

Es obvio que en el café Gluck—cuya fama se unió paranosotros aún más a su cátedra imperceptible que a la figuraque le daba nombre, el eminente músico Christoph WillibaldGluck, compositor e Alcestes y de Ifigenia—Se le tenía en muyalta consideración. Formaba parte del inventario, igual que la

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vieja caja registradora de madera de cerezo, los dos billaresmal remendados o la cafetera de cobre. Protegían su mesacomo si fuera un santuario, pues cada vez que aparecían susnumerosos clientes e informadores eran instadosamablemente por el personal a hacer alguna consumición, demodo que la mayor parte de su margen de ganancia fluía enrealidad hacia la voluminosa cartera de cuero que Deubler, eljefe de camareros, llevaba en torno a las caderas. Por elloMendel gozaba de múltiples privilegios. El teléfono para élera gratis. Le llevaban el correo y le hacían los recados. Labuena mujer encargada de los aseos le cepillaba el abrigo, lecosía los botones y cada semana le llevaba un pequeño hatilloa lavar. Sólo a él le traían de la vecina casa de huéspedes elalmuerzo de mediodía, y cada mañana el señor Standhartner,el propietario, venía en persona hasta su mesa y le saludaba.Por cierto que la mayoría de las veces sin que Jakob Mendel,enfrascado en sus libros, se diera cuenta. Entraba cadamañana a la siete y media en punto, y sólo abandonaba ellocal cuando se apagaban las luces. Jamás hablaba con losdemás parroquianos. No leía periódico alguno. No reparabaen modificación alguna. Y cuando el señor Standhartner lepreguntó cortésmente en una ocasión si no leía mejor con laluz eléctrica que antes bajo el pálido y vacilante resplandor delas lámparas de gas, él levantó la vista y, asombrado,contempló las bombillas. Aquel cambio, a pesar del bullicio ydel martilleo de una instalación que había durado varios días,le había pasado por completo desapercibido. A través de losdos orificios redondos de las gafas, a través de aquellas lentesresplandecientes y succionantes, únicamente se filtraban ensu cerebro los millares de infusorios negros de las letras. Todolo demás que pudiera ocurrir a su alrededor fluía junto a élcomo un ruido sordo. En realidad, había pasado más detreinta años, es decir, toda la parte consciente de su vida,leyendo en aquella mesa cuadrada, comparando, calculando,

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e un estado de somnolencia constante que tan sólointerrumpía para irse a dormir.

Por eso, cuando vi la mesa de mármol de JakobMendel, aquella fuente de oráculos, vacía como una losasepulcral, dormitando en aquella habitación, me sobrevinouna especie de terror. Sólo entonces, al cabo de los años,comprendí cuánto es lo que desaparece con semejantes sereshumanos. En primer lugar, porque todo lo que es únicoresulta día a día más valioso en un mundo como el nuestro,que de manera irremediable se va volviendo cada vez másuniforme. Y además, llevado por un hondo presentimiento, eljoven inexperto que fui había sentido un gran aprecio porJakob Mendel. Gracias a él me había acercado por primeravez al enorme misterio de que todo lo que de extraordinario ymás poderoso se produce en nuestra existencia se logra sólo através de la concentración interior, a través de unamonomanía sublime, sagradamente emparentada con lalocura. Que una vida pura en el espíritu, una abstraccióncompleta a partir de una única idea, aún pueda producirsehoy en día, un enajenamiento no menor que el de un yoguiindio o el de un monje medieval en su celda, y además en uncafé iluminado con luz eléctrica y junto a una cabina deteléfono... Este ejemplo me lo dio, cuando yo era joven, aquelpequeño prendero de libros por completo anónimos más quecualquiera de nuestros poetas contemporáneos. Y, sinembargo, había capaz de olvidarle. Por supuesto, en los añosde la guerra y entregado a la propia obra de una manerasimilar a la suya. Pero entonces, delante de aquella mesavacía, sentí una especie de vergüenza frene a él, y al mismotiempo una curiosidad renovada.

Porque, ¿adónde había ido a parar? ¿Qué había sido deél? Llamé al camarero y le pregunté. No, lo lamento, noconozco a ningún señor Mendel. Por el café no viene ningún

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señor con ese nombre. Pero tal vez el jefe de camareros sepaalgo. De inmediato su prominente barriga se aproximóavanzando con torpeza. Vaciló, reflexionó un poco. No,tampoco él conocía a ningún señor Mendel. Aunque tal vezyo me estuviera refiriendo al señor Mandl: el señor Mandl dela mercería de la calle Floriani. Sentí un regusto amargo en loslabios. El regusto de la fugacidad. ¿Para qué vivimos, si elviento tras nuestros zapatos ya se está llevando nuestrasúltimas huellas? Durante treinta años, tal vez cuarenta, unapersona había respirado, leído, pensado, hablado, en aquellahabitación de unos cuantos metros cuadrados, y bastaba conque pasaran tres o cuatro años, que viniera un nuevo faraón,y ya no se sabía nada de José. En el café Gluck ya no sabíannada de Jakob Mendel. ¡De Mendel de los libros! Casi conrabia pregunté al jefe de camareros si no podría hablar con elseñor Standhartner; oh, Dios mío, hace tiempo que vendió elcafé. Ha muerto. Y el anterior jefe de camareros vive ahora ensu pequeña propiedad cerca de Krems. No, no queda nadie...¡O sí! Sí, claro. Aún está la señora Sporschil. La encargada delos aseos (alias la vendedora de chocolate). Pero ella seguroque no puede acorarse de los distintos clientes. Penséenseguida que a un Jakob Mendel no se le olvida, e hice quela llamaran.

La señora Sporschil, con el cabello blanco, desgreñada,llegó de sus arcanos aposentos dando pequeños pasoshidrópicos y frotándose aún las manos rojas con un trapo atoda prisa. Era evidente que acababa de restregar su turbiocubil o de limpiar las ventanas. Por su manera insegura decomportarse me di cuenta enseguida que le resultabadesagradable que la llamaran así, de repente, para que salierabajo las grandes bombillas a la parte noble del café. Losvieneses husmean de inmediato detectives y policías encuanto alguien desea interrogarles. De modo que al principiome miró con desconfianza, con una mirada de abajo arriba,

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con una mirada muy cauta, sumisa. ¿Qué de bueno podía yoquerer de ella? Pero apenas había yo preguntado por JakobMendel, clavó la vista en mi con unos ojos llenos, se podríadecir, rebosantes, y los hombros se le levantaron dando unrespingo. <<Dios mío, pobre señor Mendel. Y que aún quedealguien que piense en él. Sí, pobre señor Mendel>>. Estaba apunto de llorar. Hasta ese extremo se sentía conmovida, comoles ocurre siempre a las personas mayores cuando se lesrecuerda a su juventud, alguna feliz experiencia común yaolvidada. Le pregunté si aún vivía. <<Oh, Dios mío, pobreseñor Mendel, ya va para cinco o seis años, no, siete, quemurió. Un hombre tan amable, tan bueno, y cuando piensodurante cuanto tiempo le conocí, durante más de veinticincoaños... Estaba ya aquí cuando entré a trabajar. Y fue unavergüenza como le dejaron morir>>. Se la veía cada vez másnerviosa y me preguntó si era un pariente—nadie se habíainteresado jamás por él—y si sabía lo que había ocurrido.

Le aseguré que no, que no sabía nada, y le pedí que melo contara. Que me lo contara todo. La buena mujer me mirótímida y avergonzada y volvió a restregarse las manos con sutrapa húmedo. Comprendí que, como encargada de los aseos,le resultaba penoso estar allí en medio del café, con sudelantal sucio y el cabello blanco revuelto. Además, mirabade continuo a derecha e izquierda, para asegurarse de queninguno de los camareros la escuchaba. De modo que lepropuse que nos metiéramos en la sala de juego, junto allugar que en otro tiempo había ocupado Mendel. Allí me locontaría todo. La vieja y ya un poco vacilante mujer seadelantó, y yo fui tras ella. Los dos camareros, asombrados,nos siguieron con la mirada. Percibieron que allí había algunaextraña conexión. Y también algunos de los parroquianos sesorprendieron ante aquella pareja tan desigual. Allí, junto a lamesa de Mendel, me relató—algún detalle me lo proporcionó

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más tarde otro informe—el final de Jakob Mendel, de Mendelel de los libros.

Pues sí, también después, me contó, durante la guerra,siguió viniendo, día tras día, a la siete y media de la mañana.Y se había sentado exactamente como siempre, estudiandodurante el día entero. Sí, a todos les había parecido, y amenudo lo comentaron, que no era consciente de que estabanen guerra. Como ya sabía yo, jamás se había asomado a unperiódico, ni había hablado nunca con otra persona. Pero,incluso cuando los vendedores ambulantes de periódicosarmaban aquel escándalo para anunciar las ediciones extra ytodos los demás se arremolinaban a su alrededor, él nunca selevantó ni prestó atención. Tampoco se percató de que faltabaFranz, el camarero, que había caído en Gorlice, y no sabía queal hijo del señor Standhartner lo habían cogido prisionero enPremysl. Nunca dijo una sola palabra acerca de que el pan sevolviera cada vez más miserable, ni de que en lugar de lechetuvieran que traerle aquel horrible brebaje de café de higos.Sólo en una ocasión le había extrañado que vinieran tan pocosestudiantes. Eso fue todo. <<Dios mío, pobre hombre, fuera desus libros nada le alegraba ni le preocupaba>>.

Pero entonces, un día, ocurrió la desgracia. Hacia lasonce de la mañana, a plena luz del día, vino un gendarme conun miembro de la policía secreta que mostró la insignia en elojal y preguntó si por allí solía ir un tal Jakob Mendel.Después se habían dirigido hacia la mesa de Mendel, y él, aúnsin darse cuenta de nada, había creído que querían venderlealgunos libros o preguntarle algo. Pero enseguida leconminaron a acompañarlos y se lo llevaron. Fue unavergüenza para el café. Todo el mundo se colocó en torno alpobre señor Mendel, tal y como estaba, allí entre aquellos doshombres, con las gafas sobre el cabello, mirando a un lado y aotro, de un hombre al otro, y sin saber lo que querían de él.

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Pero ella de sopetón, le había soltado al gendarme que debíade tratarse de un error, que un hombre como el señor Mendelno podía haberle hecho daño ni a una mosca. Entonces el dela policía secreta le había gritado que no se inmiscuyera en losasuntos oficiales. Después se lo habían llevado y durantemucho tiempo no volvió a aparecer por allí. Durante dosaños. Aún hoy ignoraba ella qué era lo que entonces habíanquerido de él. <<Pero le juro>>, dijo emocionada la vieja mujer,<<que el señor Mendel no pudo haber hecho nada malo.Aquellos dos cometieron un error. Sobre eso pongo la manoen el fuego. Fue un crimen contra el pobre hombre inocente.¡Un crimen!>>.

La buena y conmovedora mujer tenía razón. Es verdadque nuestro amigo Jakob Mendel no había cometido delitoalguno. Tan sólo—no fue sino hasta más tarde que me enteréde todos los detalles—una terrible estupidez por completoinverosímil justo en aquellos años demenciales, algo que sólose explica por el perfecto ensimismamiento en que se sumía,porque aquel personaje único estaba en la luna. Habíaocurrido lo siguiente. En la oficina militar encargada de lacensura, de vigilar toda la correspondencia con el extranjero,habían interceptado un buen día una postal escrita y firmadapor un tal Jakob Mendel, franqueada al extranjero de acuerdocon la normativa vigente, pero—caso increíble—dirigida a unpaís enemigo. Una postal a la atención de Jean Labourdaire,Librero, Quai de Grenelle, París, en la que el tal Jakob Mendelse quejaba de que no había recibido los ocho últimos númerosdel Bulletin bibliographique de la France a pesar de haberabonado previamente su suscripción anual. El empleado de lacensura, un subalterno de servicio, profesor de institutoespecializado en filología románica, al que le habían planadoel uniforme azul de la reserva, se quedó perplejo cuandoaquel escrito llegó a sus manos. Una broma estúpida, pensó.Entre las dos mil cartas que cada semana registraba y

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examinaba en busca de notificaciones poco claras y girossospechosos de espionaje, jamás hasta entonces habíadescubierto un hecho tan absurdo como aquel de que alguienenviara desde Austria una carta a Francia de manera tandespreocupada, es decir, que alguien echara al buzón, asícomo así, una carta dirigida a una potencia enemiga, como sila frontera desde 1914 no estuviera ribeteada con alambradasde espino y como si cada día que Dios ha creado, Francia,Alemania, Austria o Rusia no redujeran sus respectivaspoblaciones masculinas en un par de miles de hombres. En unprincipio, había guardado la postal como una curiosidad enuno de los cajones de su escritorio, sin informar a sussuperiores de aquel absurdo. Pero al cabo de unas semanasllegó otra postal del mismo Jakob Mendel dirigida a unlibrero llamado John Aldridge, en Holborn Square, Londres,preguntando si no le podría enviar los últimos números deAntiquarian. De nuevo estaba firmada por el mismo extrañoindividuo, Jakob Mendel, quien con una ingenuidadconmovedora había añadido su dirección completa. Pero estavez aquel profesor de instituto cosido al uniforme se sintióincómodo. ¿Acaso se ocultaba algún misterioso sentidocifrado tras aquella broma chapucera? En cualquier caso, selevantó y, tras choca ambos tacones, le puso al comandanteaquellas dos postales sobre la mesa. El comandante levantólos hombros. ¡Un caso singular! Por lo pronto, avisó a lapolicía para que investigará si de verdad existía aquel JakobMendel. Una hora después, Jakob Mendel ya había sidoarrestado y conducido, tambaleándose aún por la sorpresa,ante el comandante, que le presentó las enigmáticas postales yle preguntó si reconocía ser el remitente. Excitado por el tonosevero y, sobre todo, porque le habían sacado de sumadriguera durante la lectura de un importante catálogo,Mendel se puso a vociferar casi de un modo grosero que claroque había escrito aquellas tarjetas. Tenía uno derecho areclamar una suscripción que ya había pagado. El

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comandante, inclinándose hacia delante en el sillón, se dirigióal teniente de la mesa contigua. Ambos se miraronguiñándose los ojos en un gesto de complicidad. ¡Un loco deremate! Después el comandante reflexionó sobre si debíalimitarse a gruñirle al mentecato aquel y echarlo de allí o sidebía tomarse el caso en serio. En cualquier oficina públicacuando se presentan semejantes apuros, ante los que no sesabe qué hacer, suelo uno decidirse casi siempre por abrir unexpediente. Un expediente siempre está bien. Si no sirve paranada no importa. Tan sólo se ha rellenado un pliego de papelmás entre millones.

Pero en este caso se perjudicó por desgracia a un pobrehombre despistado, pues al hacerle la tercera pregunta salió ala luz un dato de consecuencias funestas. Se le pidió enprimer lugar que diera su nombre. Jakob, para ser exactos,Jainkeff Mendel. Profesión. Vendedor ambulante. Es decirque no tenía licencia como librero, sólo un carné de vendedorambulante. Con la tercera pregunta se produjo la catástrofe.Lugar de nacimiento. Jakob Mendel dio el nombre de unapequeña localidad cerca de Petrikau. El comandante alzó lascejas. Petrikau, ¿no está eso en la Polonia rusa, cerca de lafrontera? Sospechoso. ¡Muy sospechoso! De modo que en untono aún más severo inquirió cuándo había obtenido lanacionalidad austriaca. Las gafas de Mendel se clavaron en él,una mirada oscura, asombrada. No acababa de comprender.Demonios, que si tenía sus papeles, sus documentos. Ydónde. No tenía más que el carné de vendedor ambulante. Elcomandante alzó cada vez más las arrugas de la frente. Debíaaclarar de una vez el asunto de su nacionaliad. Y, ¿qué habíasido su padre, austríaco o ruso? Con toda calma, JakobMendel contestó que, naturalmente, ruso. ¿Y él? Ay, él habíapasado la frontera rusa de contrabando hacía treinta y tresaños para no tener que prestar el servicio militar. Desdeentonces vivía en Viena. El comandante se impacientó cada

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vez más. ¿Cuándo había obtenido la nacionalidad austriaca?¿Para qué?, preguntó Mendel. Nunca se había preocupadopor esas cosas. ¿De modo que seguía siendo ruso? Y Mendel,al que hacía rato que aquellas continuas preguntas le aburríanen lo más hondo, respondió con indiferencia: <<La verdad esque sí>>.

El comandante, asustado, se echó hacia atrás de unamanera tan violenta, que el sillón crujió. ¡De modo que estopodía ser! En Viena, en la capital de Austria, en plena guerra,a finales de 1915, después de Tarnów y de la gran ofensiva, unruso se paseaba sin que nadie le molestara, escribía cartas aFrancia e Inglaterra, y la policía no se preocupaba de nada. Yen los periódicos los muy idiotas se sorprendían de queConrad von Hötzendorf no hubiera llegado directamentehasta Varsovia. Y en el Estado Mayor se asombraban cada vezque un movimiento de tropas era comunicado por espías aRusia. También el teniente se había levantado y se colocó antela mesa. La conversación se transformó de manera brusca enun interrogatorio. ¿Por qué no se había presentado deinmediato como extranjero? Mendel, aún sin malicia, replicóen su cantarina jerga judía: <<¿Por qué iba a presentarme, derepente?>>. En aquella pregunta invertida el comandantepercibió una provocación y, amenazador, preguntó si nohabía leído las proclamas. ¡No! ¿Es que tampoco leía losperiódicos? ¡No!

Asombrados, como si la luna hubiera caído en mitad desu despacho, los dos oficiales miraron a Jakob Mendel, quede pura incertidumbre ya empezaba a sudar un poco.Entonces repiqueteó el teléfono, las máquinas de escribircrepitaron. Los ordenanzas corrieron. Y Jakob Mendel fueconducido a la prisión militar, para ser transferido con lasiguiente hornada al campo de concentración. Cuando se leindicó que siguiera a los dos soldados, se quedó parado sin

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saber qué hacer. No entendía qué era lo que querían de él,pero en realidad no sentía ninguna preocupación. Al fin y alcabo, ¿qué podía tramar contra él el hombre del cuello doradoy la voz ordinaria? En su mundo superior de los libros nohabía guerras, ni malentendidos, tan sólo el eterno saber yquerer saber aún más números y palabras, títulos y nombres.De modo que, apacible, marchó entre los dos soldadosescaleras abajo. Sólo cuando le quitaron todos los libros quellevaba en los bolsillos del abrigo y le exigieron que entregarala cartera, en la que había metido cientos de notas ydirecciones de clientes, sólo entonces, comenzó, furioso, a dargolpes a su alrededor. Tuvieron que sujetarle, Y, pordesgracia, sus gafas cayeron al suelo. El mágico telescopioque le permitía contemplar el mundo del espíritu se rompióasí en mil pedazos. Dos días después lo enviaron con su finachaqueta de verano a un campo de concentración deprisioneros civiles rusos cerca de Komorn.

Los sufrimientos espirituales que tuvo que padecerMendel durante esos dos años en el campo de concentración,sin libros, sin sus amados libros, sin dinero, en aquellainmensa jaula humana en medio de sus compañeros,indiferentes, ordinarios, la mayoría analfabetos, lo que hobode sufrir allí, separado de su mundo, el mundo superior yúnico de los libros, como un águila con las alas cortadasrespecto de su elemento, el éter, sobre esto no haytestimonios. Pero poco a poco este mundo, desengañado porsu propia demencia , sabe que de todas las atrocidades yabusos criminales de esta guerra ninguno ha sido másabsurdo, más infundado y, por lo tanto, menos disculpabledesde el punto de vista moral que la detención yconfinamiento tras alambradas de espino de civilesdesprevenidos, muy lejos ya de la edad reglamentaria paraprestar servicio en el ejército, personas que durante muchosaños habían vivido en un país extranjero como en una patria

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y que por creer en el derecho de hospitalidad, sagrado hastapara los tungusos y los araucanos, perdieron la oportunidadde escapar a tiempo... Un crimen contra la civilizacióncometido sin sentido alguno en Francia, en Alemania y enInglaterra, en cada terruño de esta Europa nuestra que perdiópor completo la razón. Y quizá Jakob Mendel, como otroscientos en aquel cercado, habría sucumbido de maneramiserable ante el desvarío, bien de disentería, de inanición opor trastorno mental, si justo a tiempo una casualidad, unacasualidad auténticamente austríaca, no le hubiera llevado denuevo a su mundo. El caso es que en numerosas ocasiones,tras su desaparición, habían llegado a su dirección cartas declientes distinguidos: el conde Schönberg, en otro tiempogobernador de Estiria, coleccionista fanático de obrasheráldicas, el antiguo decano de la Facultad de Teología,Siegenfeld, que estaba trabajando en uno de los comentariosde san Agustín, el antiguo almirante de la flota, Edler vonPisek, un jubilado de ochenta años que seguía corrigiendo susmemorias. Todos ellos, sus fieles clientes, habían escritorepetidas veces a Jakob Mendel en el café Gluck, y algunas deaquellas cartas fueron enviadas al desaparecido hasta elcampo de concentración. Allí cayeron en manos del capitan,un hombre casualmente de buenas intenciones, que se quedóadmirado de la relaciones de aquel sucio judío medio ciegoque, desde que le habían roto las gafas—no tenía dinero paraconseguir unas nuevas—, se quedaba en un rincón,acurrucado como un topo, gris, sin ojos y mudo. Quien teníasemejantes amigos debía de ser algo especial. De modo quepermitió que Mendel respondiera a aquellas cartas ysolicitara una recomendación a sus protectores. No se hizoesperar. Con la apasionada solidaridad de todo coleccionista,tanto Su Excelencia como el decano pusieron en marcha suscontactos, y su aval conjunto consiguió que Mendel el de loslibros, tras más de dos años de confinamiento, pudiera volvera Viena, por supuesto con la condición de presentarse

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diariamente a la policía. Sí, podía regresar al mundo libre, asu vieja, pequeña y estrecha buhardilla. Podía volver a pasarpor delante de sus queridos escaparates llenos de libros y,sobre todo, al café Gluck.

La buena de la señora Sporschil pudo describirme elregreso de Mendel desde aquel submundo infernal al caféGluck por propia experiencia. <<Un día, Jesús, María y José,no puedo creer lo que ven mis ojos, se abre la puerta, ya sabeested, de refilón, tan sólo una redija, como solía abrir elsiempre, y el pobre señor Mendel entra en el café dando untropezón. Llevaba puesto un raído capote militar lleno dezurcidos, y en la cabeza algo que alguna vez debió de ser unsombrero, uno que habrían tirado. No tenía cuello de camisa,y parecía la muerte, con el rostro y el pelo grises, y tan flacoque daba lástima. Pero entra, directo, como si nada hubieraocurrido. No pregunta nada, no dice nada. Va hacia su mesa,allí, y se quita el abrigo, pero no como en otro tiempo, conagilidad y sin esfuerzo, sino respirando con dificultad.Aquella vez no traía ningún libro. Se limita a sentarse y nodice nada. Tan sólo clava la vista ante él con los ojos vacíospor completo, resecos. Sólo poco a poco, cuando le llevamostodo el paquete con los escritos que habían llegado para éldesde Alemania, se puso de nuevo a leer. Pero ya no era elmismo>>.

No, no era el mismo. Ya no era el miraculum mundi, elmágico archivo de todos los libros. Todos aquellos que levieron por entonces, tristes, me contaron lo mismo. Algo ensu mirada, en otro tiempo tranquila, en aquella mirada quetan sólo leía como en sueños, parecía destruido de manerairremediable. Algo había quedado reducido a escombros. Elatroz cometa de sangre, en su loca carrera, debió de golpeartambién, retumbando, la apartada y pacífica estrella alciónicade su mundo de los libros. Sus ojos, acostumbrados durante

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décadas a las delicadas y silenciosas letras del tamaño depatas de insecto, debieron de ver cosas terribles en aquelcorral para hombres entre alambradas de espino, pues lospárpados caían pesados ensombreciendo las pupilas que enotro tiempo habían brillado de manera tan ágil e irónica.Somnolientos y con los bordes enrojecidos, los ojos antes tanvivos dormitaban tras las gafas reparadas con esfuerzo yatadas con unos finos cordones. Y lo que es aún peor, en elfantástico edificio de su memoria debía de habersederrumbado algún pilar, y toda la estructura se había venidoabajo, pues nuestro cerebro, ese mecanismo de conexióncreado con la más sutil de las sustancias, ese fino instrumentode precisión mecánica acorde con nuestro saber, es tandelicado que una venilla obstruida, un nervio afectado, unacélula cansada, una molécula un poco desplazada bastan parahacer enmudecer la armonía más extraordinariamentecompleta, la armonía esférica de una mente. Y en la memoriade Mendel, en aquel teclado único del conocimiento, lasteclas, a su regreso, estaban atascadas. Cuando de vez en vezalguien venía a recabar información , él se quedaba sentado,inmóvil, agotado, y ya no comprendía con exactitud, no oíabien, y olvidaba lo que le habían dicho. Mendel ya no eraMendel, como el mundo ya no era el mundo. Elensimismamiento completo ya no le mecía hacia delante yhacia atrás durante la lectura, sino que la mayoría de las vecesse quedaba sentado con la mirada fija, las gafas sólomecánicamente dirigidas hacia el libro, sin que se supiera sileía o si se quedaba aletargado. Muchas veces, así lo contó laseñora Sporschil, la cabeza, pesada, se le caía sobre el libro, yse quedaba dormido a plena luz del día. En ocasiones mirabaabsorto durante horas y horas la extraña y fétida luz de lalámpara de acetileno que en aquella época de carestía delcarbón le pusieron sobre la mesa. No, Mendel ya no eraMendel. Ya no era una de las maravillas del mundo, sino unfardo inútil, formado por una barba y un montón de ropa,

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que respiraba con fatiga, depositado sin sentido sobre el sillónen otro tiempo pítico. Ya no era la honra del café Gluck, sinouna vergüenza, una mancha de mugre maloliente,desagradable a la vista, un parásito incómodo, inútil.

Eso es lo que le pareció al nuevo dueño, de nombreFlorian Gurtner, originario de Retz, quien se habíaenriquecido durante el año de hambruna de 1919 con elestraperlo de harina y mantequilla, y que había persuadido alprobo del señor Standhartner para que le vendiera el caféGluck poniéndole encima de la mesa ochenta mil coronas enbilletes. Con sus recias manos de campesino actuó conenergía, reformó a toda prisa el viejo y venerable café paraennoblecerlo, compró con letras sin valor, en el momentojusto, sillones nuevos, instaló una entrada de mármol yempezó a negociar con el local contiguo para añadir una salade baile. En ese precipitado proceso de embellecimiento,como es natural, le molestaba mucho aquel parásito deGalitzia que cada día desde primeras horas hasta la nochemantenía una mesa ocupada, y que sólo bebía dos tazas decafé y se tragaba cinco panecillos. Es verdad queStandhartner le había encomendado en especial a su viejocliente y había intentado explicarle hasta qué punto aquelJakob Mendel era un hombre notable e importante. Por asídecir, se lo había entregado en el traspaso con el resto delinventario, como una servidumbre que formaba parte delnegocio. Pero Florian Gurtner, con los nuevos muebles y labrillante caja registradora de aluminio, había adquiridotambién la grosera mentalidad de aquellos tiemposacaparadores, y sólo esperaba un pretexto para barrer fuerade su local, ahora tan distinguido, aquel último e incómodoresto de roña arrabalera. Pronto pareció presentarse unabuena oportunidad, pues a Jakob Mendel le iban mal lascosas. Sus últimos billetes de banco habían quedadopulverizados por la trituradora de papel de la inflación. Sus

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clientes se habían dispersado. Y para volver, como unpequeño vendedor ambulante, a subir escaleras para recogerlibros de casa en casa, a aquel hombre cansado le faltaban lasfuerzas. Las cosas le iban muy mal. Se notaba en cientos dedetalles. Rara vez se hacía ya traer algo de la casa dehuéspedes, y hasta el más pequeño pago de café o de pan lodejaba siempre a deber durante mucho tiempo. En unaocasión, incluso durante tres semanas. Ya por entonces el jefede los camareros quiso ponerle en la calle, cuando la buena dela señora Sporschil se apiadó de él y se hizo cargo de sudeuda.

Pero al mes siguiente se produjo la desgracia. Ya enmuchas ocasiones el nuevo jefe de camareros había observadoque la cuenta nunca coincidía con los bollos consumidos.Cada vez había más diferencia entre los panes servidos ycobrados. Sus sospechas, como es obvio, se dirigieron deinmediato hacia Mendel, pues el viejo y tambaleanteordenanza había venido muchas veces a quejarse de queMendel hacía seis meses que le debía la paga, y de que noconseguía sacarle ni un centavo. De modo que el jefe de loscamareros empezó a fijarse, y dos días después consiguió,escondido tras la pantalla de la estufa, sorprender a Mendelmientras se levantaba en secreto de su mesa, se dirigía haciala sala de delante, cogía con rapidez dos panecillos de uno delos cestos y los engullía con avidez. A la hora de pagar,aseguraba que no había comido ninguno. Las desaparicionesya tenían explicación. El camarero comunicó enseguida elincidente al señor Gurtner quien, contento por haberencontrado el pretexto que buscaba desde hacía tanto, bramódelante de todo el mundo contra Mendel, le culpó del robo eincluso se jactó de que no iba a llamar de inmediato a lapolicía, aunque le ordenó que en el acto se marchara alinfierno y para siempre. Jakob Mendel se limitó a temblar, nodijo nada, tropezó al levantarse de su mesa y se marchó.

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<<Fue una calamidad>>, dijo la señora Sporschil aldescribir su despedida. <<Nunca olvidaré cómo se levantó,con las gafas sobre la frente, blanco como un pañuelo debolsillo. No se tomó el tiempo necesario para ponerse elabrigo, a pesar de que estábamos en el mes d enero, ya sabeusted, durante aquel año tan frío. Y del susto, se dejó el librosobre la mesa. Sólo me di cuenda más tarde, y quisellevárselo, pero ya había salido por la puerta dando traspiés.Y yo no me atreví a seguirle por las calles, pues el señorGurtner se apostó junto a la puerta y le gritó de tal modo quela gente se paró a mirar. Sí, fue un escándalo. Me sentíavergonzada hasta lo más profundo de mi alma. Algo así nohabría ocurrido jamás con el viejo señor Stanghartner: que auno le echaran por un par de panecillos. Con él habría podidocomer gratis toda su vida. Pero la gente de hoy en día no tienecorazón. Expulsar a alguien que se había sentado allí día trasdía durante más de treinta años... Realmente es unavergüenza, y no me gustaría tener que responder por ello anteDios... No>>.

La buena mujer se había alterado mucho y, con laapasionada locuacidad propia de la edad, volvió a repetir lode la vergüenza y lo de que el señor Stanghartner no habríasido capaz de una cosa así. De modo que al final tuve quepreguntarle que había sido de nuestro Mendel, y si habíavuelto a verle. Entonces perdió los estribos y se excitó aúnmás. <<Cada día, cuando pasaba junto a su mesa, cada vez,puede usted creerme, el corazón me daba un vuelco. Mepreguntaba siempre dónde estaría entonces el pobre señorMendel. Y si hubiera sabido donde vivía, habría ido hasta allípara llevarle algo caliente, pues, ¿de dónde habría podidosacar el dinero para pagar la calefacción y para comer?Además, por lo que yo sé, no tenía parientes en el mundo.Pero al final, como no supe nada más de él, pensé que debíade haber muerto, y que no iba a volver a verle. Y me dio por

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pensar si no debía mandar que leyeran una misa por él, puesera un buen hombre. Y porque nos conocíamos. Durante másde veinticinco años>>.

<<Pero un día, muy temprano, a la siete y media—fue enel mes de febrero—, estaba yo justo limpiando el latón de lasbarras de las ventanas, y de pronto creí que me daba unataque, de pronto se abre la puerta y entra Mendel. Ya sabeusted que siempre caminaba torcido hacia delante ydesorientado. Pero esta vez de algún modo era diferente.Enseguida me di cuenta, algo le arrastraba de aquí para allá,tenía los ojos muy brillantes y, Dios mío, qué aspecto. ¡No eramás que huesos y barba! De inmediato se me ocurre, ¡quéespanto!, en cuanto le veo pienso enseguida que no sabenada, que va a plena luz del día dando dando vueltas comoun sonámbulo. Se ha olvidado de todo, de lo de los panecillosy de lo del señor Gurtner y de qué manera vergonzosa lehabían echado fuera. No sabe siquiera quién es. ¡Gracias aDios que el señor Gurtner aún no había llegado! Y el jefe delos camareros estaba tomando su café. A toda prisa di unbrinco para explicarle que no podía quedarse allí y dejarseexpulsar por aquel tipo grosero—al pronunciar estaspalabras, la señora Sporschil se volvió con timidez yrápidamente se corrigió—, quiero decir, por el señor Gurtner.De modo que le llamé: señor Mendel. Levantó la vista. Yentonces en aquel instante, Dios mío, fue horrible, en aquelmismo instante debió de acordarse de todo, pues deinmediato se sobresaltó y empezó a temblar, pero no sólo letemblaban las manos, no, todo él tiritaba, se le notó hasta enlos hombros y empezó a correr dando trompicones hacia lapuerta. Allí se desplomó. Enseguida llamamos al servicio desocorro, y se lo llevaron, febril, tal y como estaba. Murió porla noche. Pulmonía muy avanzada, dijo el médico. Y tambiénque entonces, cuando volvió al café, no sabía ya lo que hacía.La fiebre le había llevado hasta allí, como a un sonámbulo.

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Dios mío, cuando se ha pasado uno así treinta y seis añossentado cada día a una mesa, entonces esa mesa es como suhogar>>.

Aún estuvimos bastante tiempo hablando de él, las dosúltimas personas que habían conocido a aquel ser humanoextraordinario. Yo, a quien, siendo joven, y a pesar de miinsignificante existencia de microbio, había encendido unprimer atisbo de lo que es una vida por completo volcada enel espíritu. Y ella, aquella mujer pobre y consumida, laencargada de los aseos, que jamás había leído un libro, peroque se sentía unida a aquel camarada de su pobre mundoinferior tan sólo porque durante veinticinco años le habíacepillado el abrigo y le había cosido los botones. Sin embargo,nos entendimos de maravilla junto a su vieja mesaabandonada, compartiendo aquella sombra a la que habíamosconjurado entre los dos, pues el recuerdo siempre une. Y unrecuerdo afectuoso, doblemente. Y de pronto, en mitad de laconversación, la mujer se acordó de algo: <<Jesús, quédespistada... Si aún tengo el libro que dejó entonces sobre lamesa. ¿Dónde habría podido llevárselo? Y después, como nose presentó nadie, después pensé que podría quedármelocomo recuerdo. ¿Verdad? No he hecho mal>>. A toda prisa, lotrajo de su cuchitril en la parte trasera . Y me costó reprimiruna ligera sonrisa, pues al destino, siempre dispuesto al juegoy a veces irónico, le gusta mezclar, malicioso, lo estremecedory lo cómico. Se trataba del segundo tomo de la BibliothecaGermanorum erotica et curiosa, de Hayn. Un compendio deliteratura galante bien conocido por todo coleccionista.Precisamente aquel catálogo escabroso—habent sua fata libelli—había ido a parar, como último legado del magodesaparecido, a aquellas manos ignorantes, ajadas y llenas deestrías rojas, que lo más probable es que no hubieransostenido jamás otro libro fuera del de oraciones. Tuve queesforzarme por apretar los labios para resistir la sonrisa que,

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involuntaria, trataba de escapar desde mi interior. Y aquelleve titubeo confundió a la buena señora. ¿Se trataba al finalde algo valioso o me parecía que podía quedárselo?

Le di afectuoso la mano. <<Quédeselo tranquila. Anuestro viejo amigo Mendel le habría encantado que al menosuna entre los muchos miles de personas que le deben un libroaún se acuerde de él>>. Después me marché y sentí vergüenzafrente a aquella anciana y buena señora que, de una maneraingenua y sin embargo verdaderamente humana, había sidofiel a la memoria del difunto. Pues ella, aquella mujer sinestudios, al menos había conservado el libro para acordarsemejor de él. Yo, en cambio, me había olvidado de Mendel elde los libros durante años. Precisamente yo, que debía saberque los libros sólo se escriben para, por encima del propioaliento, unir a los seres humanos, y así defendernos frente alinexorable reverso de toda existencia: la fugacidad y el olvido.

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