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1 Memoria 9º FORO DE SOLIDARIDAD CONFIAR REFLEXIÓN CRÍTICA DEL BICENTENARIO Auditorio de la Salud del Hospital General de Medellín Jueves 26 de octubre de 2010 7:30 am a 1:00 pm Instalación del foro por parte de Oswaldo León Gómez, Gerente Corporativo de CONFIAR. La tierra del suelo natal, antes que nada, ha moldeado nuestro ser con su sustancia. Nuestra vida no es otra cosa que la esencia de nuestro pobre país. -Simón Bolívar (Citado por William Ospina. “En busca de Bolívar”) En buena hora esta cita anual de CONFIAR, a propósito de su ya tradicional Foro de Solidaridad, que arriba ya a su novena versión, constituyendo un legado extraordinario de aporte a la construcción de pensamiento y cultura de la solidaridad en nuestro medio, una solidaridad que entendemos como un elemento sustantivo y vital para transformar, para cambiar la matriz de producción, acumulación y dominación, esa que se basa en la idea del crecimiento infinito obtenido a partir de la sujeción de las practicas y saberes a la lógica mercantil o del negocio y que niega de tajo la lógica de una racionalidad solidaria afincada en la sustentabilidad, la reciprocidad y la complementariedad, elementos que trascienden las cifras alucinantes y halagadoras de los balances, para darle foco a un proyecto de desarrollo realmente humano. Aquí estamos para reafirmar nuestro compromiso con el proyecto solidario, un proyecto que se debe entender más grande y sustancial que el de la economía solidaria, una economía que finalmente termina adjetivada, confusa y amoldada, en la mayoría de los casos, al modelo de economía tradicional que todo lo regula y que con su conocimiento totalizador y en el desarrollo de sus subjetividades (monocultura) termina por excluirnos e invisivilizarnos, llevándonos a lo que el investigador social Boaventura de Sousa Santos denomina la sociología de las

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Memoria

9º FORO DE SOLIDARIDAD CONFIAR REFLEXIÓN CRÍTICA DEL BICENTENARIO

Auditorio de la Salud del Hospital General de Medellín Jueves 26 de octubre de 2010

7:30 am a 1:00 pm

Instalación del foro por parte de Oswaldo León Gómez, Gerente

Corporativo de CONFIAR.

La tierra del suelo natal, antes que nada, ha moldeado

nuestro ser con su sustancia. Nuestra vida no es otra cosa

que la esencia de nuestro pobre país. -Simón Bolívar

(Citado por William Ospina. “En busca de Bolívar”)

En buena hora esta cita anual de CONFIAR, a propósito de su ya tradicional Foro de Solidaridad, que arriba ya a su novena versión, constituyendo un legado extraordinario de aporte a la construcción de pensamiento y cultura de la solidaridad en nuestro medio, una solidaridad que entendemos como un elemento sustantivo y vital para transformar, para cambiar la matriz de producción, acumulación y dominación, esa que se basa en la idea del crecimiento infinito obtenido a partir de la sujeción de las practicas y saberes a la lógica mercantil o del negocio y que niega de tajo la lógica de una racionalidad solidaria afincada en la sustentabilidad, la reciprocidad y la complementariedad, elementos que trascienden las cifras alucinantes y halagadoras de los balances, para darle foco a un proyecto de desarrollo realmente humano.

Aquí estamos para reafirmar nuestro compromiso con el proyecto solidario, un proyecto que se debe entender más grande y sustancial que el de la economía solidaria, una economía que finalmente termina adjetivada, confusa y amoldada, en la mayoría de los casos, al modelo de economía tradicional que todo lo regula y que con su conocimiento totalizador y en el desarrollo de sus subjetividades (monocultura) termina por excluirnos e invisivilizarnos, llevándonos a lo que el investigador social Boaventura de Sousa Santos denomina la sociología de las

 

 

ausencias o de la no existencia, porque se nos considera ignorantes, atrasados, inferiores, locales e improductivos.

Nuestro reto definitivamente es grande, se trata de transformar objetos y sujetos imposibles en objetos y sujetos posibles, derrotando las ciencias sociales convencionales. Y esto es posible porque la diversidad del mundo es infinita, una diversidad que incluye modos muy distintos de ser, pensar y sentir, de concebir el tiempo, la relación entre seres humanos y entre humanos y la naturaleza, de mirar el pasado y el futuro, de organizar colectivamente la vida, la producción de bienes y servicios y el ocio. Otro mundo es posible, siempre que seamos capaces re reconstruir nuestro misterio y tomemos distancia de la teoría crítica eurocéntrica que nos enseñó, en términos familiares del socialismo, de derechos humanos, democracia o desarrollo y que, en las lenguas de los que habitan las alturas de Los Andes o de la selva amazónica, hoy nos hablan de dignidad, respeto, territorio, comunidad, autogobierno, buen vivir y madre tierra.

Por eso tiene sentido encontrarnos aquí para hablar del Bicentenario con un sentido reflexivo y crítico, porque el proyecto solidario de que les hablo debe asumir un compromiso serio con la resignificación de nuestra historia y nuestra memoria, una memoria que se esconde y se diluye por la pérdida de los sustantivos críticos que convergen, en una modernidad que es esclava del “eterno” instante, inconexo con la historia, y que tiene como objetivo esconder y ayudar a olvidar los momentos, los sucesos, los hombres y los nombres vitales y determinantes de nuestros procesos de resistencia, de derrotas, independencias y conquistas.

Memoria frente al olvido histórico para romper el legado clerical y leguleyo que llevamos encima, esa arteria infeliz del conservadurismo que históricamente nos atraviesa, y la brutal discriminación que heredamos y practicamos todavía.

Colombia es un país tremendamente fragmentado que se encubre en un discurso vago que simplemente lo llama “diverso”, un adjetivo aséptico y conveniente, que parece a veces más como una máscara de festejo que encubre la historia de su tristeza, una tristeza que se pinta de cuerpo entero con la muerte violenta de tantos compatriotas y que para muchos ni siquiera fue posible realizar el ritual funerario.

Que la perdida de los sustantivos críticos nos lleve a asumir estas palabras con un mensaje de pesimismo, otro antídoto para cortar de tajo la posibilidad de reflexionar frente a nuestra compleja realidad, y todo porque el lenguaje del discurso crítico también esta cooptado por el sentido eficientista del optimismo, el

 

 

sustantivo critico está condicionado por la patente o franquicia social del adjetivo que todo lo relativiza como es eso que hoy llaman “consumo responsable” o “comercio justo”.

El ejercicio del Foro de Solidaridad y tantos espacios que se proponen con estas reflexiones son una espiral sin fin, un círculo virtuoso que busca validar en la cotidianidad saberes y conocimientos, nuevos conocimientos que nos permitan romper el cerco y pensar mejor, para que los ojos tengan otro alcance, el alcance que tuvo Alejandro Humboldt cuando visitó a América, que vio con sus ojos en tres años lo que no habían visto los españoles en tres siglos, y que de manera bella nos relata William Ospina en su reciente libro “En busca de Bolívar”: “El sabio alemán combina lucidez y pasión, había sido capaz de asombrarse con América en tanto que otros sólo la habían codiciado, y acababa de ver con ojos casi espantados un mundo virgen, un mundo exuberante, el milagro de la vida resuelto en millones de formas, flores inverosímiles, selvas inabarcables, ríos indescriptibles, de modo que lo que Bolívar vio surgir ante él no fue la América maltratada por los españoles sino la desconocida y desaprovechada por los propios americanos, el bravo mundo nuevo que sería su destino liberar de las cadenas del colonialismo y despertar al desafío de la nueva edad.”

La conquista por la nueva edad sigue vigente, y los hermanos del sur indígena, campesinos, afrodescendientes, piqueteros, desempleados y sin tierra nos muestran el camino para que reconozcamos una América, doscientos años después, todavía desconocida, pero que conserva en lo más alto el resplandor fresco de un sol solidario.

Para finalizar los invito a una acción inmediata: mirarnos con nuestros propios ojos, sin olvidar nuestras raíces más profundas.

Medellín, octubre 26 de 2010

*****

Más allá de celebrar una fecha que ha inspirado orgullos gratuitos o eventos espectaculares por parte de la farándula política de nuestro país, el 9º Foro de Solidaridad quiso ser un espacio plural para la inusual tarea de reflexionar sobre nuestra historia, sus sentidos y sus sinsentidos, y así dio curso a interrogantes e

 

 

interpretaciones, es decir, a pensamientos diversos que sin duda aportan a nuestra comprensión del Bicentenario como una conmemoración que exige balances críticos de nuestros procesos históricos como colombianos y latinoamericanos.

El historiador Frank Bedoya1, moderador del foro, propuso las siguientes cuestiones a los ponentes:

‐ ¿Qué clase de bicentenario celebra una sociedad que no tiene historia, que vive una suerte de eterno presente, que no relaciona sus problemáticas actuales con procesos que vienen del pasado?

‐ Colombia cumple doscientos años como Estado Nación en el mundo moderno, un Estado fallido y una Nación que no ha cumplido su propósito de crear una comunidad que aspire a la felicidad de la mayoría de sus habitantes. Una reflexión crítica sobre el Bicentenario tiene que hacer un balance de por qué ese Estado Nación no ha surgido, o en todo caso por qué lo que existe tambalea y no podemos sentirnos seguros de lo que se ha construido. Evidentemente, recordando unas palabras de Bolívar, nos falta el pacto social, quizá ésta es una pista para entender por qué nuestro Estado Nación adolece.

‐ ¿Cuál es el significado de Simón Bolívar en el contexto de la independencia y en la actualidad?

‐ Es preciso hacer un balance del destino de América Latina, es preciso pensarnos como región y no solamente como Colombia, incluso evocando aquella idea de Bolívar de la “Nación Latinoamericana”…

Intervención de Patricio Rivas2

El tema de la memoria y del segundo centenario evidentemente es un asunto polémico y un territorio de disputa, no sólo teórico sino también intelectual, pero no sólo teórico e intelectual sino también moral y político, porque no es neutral                                                             1 Historiador de la Universidad Nacional. 2 Sociólogo chileno, Doctor en Filosofía de la Historia del Instituto Latinoamericano de la Academia de Ciencias de Rusia.

 

 

para nada la forma en que nos aproximemos, ordenemos los datos y saquemos algunas conclusiones, así sean provisionales, de qué se trata esto del segundo centenario. Hace poco celebramos los quinientos años, entonces por lo menos tenemos una confusión de cumpleaños entre quinientos años, doscientos años o cuarenta mil años –me diría alguien en México–. Y entre todos estos cumpleaños posibles y todas las tramas de historias que allí discurren, nosotros con cierta turbación vamos armando un relato, un relato que de muy distintas maneras apela a un sentido no logrado, pero siempre deseado de aquello que llamamos (que es un nombre que tampoco nos pusimos nosotros, al igual que los cumpleaños) América Latina.

Mi aproximación al tema que voy tratar ahora procurará ordenar algunos procesos y sacar algunas conclusiones provisionales y, luego, en el cruce de las reflexiones que tengamos los panelistas y a lo largo del conversatorio, podremos proponer algunas otras miradas sobre el tema que hoy nos ocupa.

Creo que es bastante sorprendente, cuando se mira la historia larga de lo que va a conocerse como el desarrollo del capitalismo a escala mundial, que nosotros seamos resultado ambiguo y tremendamente contradictorio de un sueño, de unos programas, de unos planes que se fraguaban entre Venecia, Madrid, París y Londres a propósito del porte que tenía el mundo; que seamos resultado de las turbaciones de unos cartógrafos que ponían en la lontananza, al horizonte, dragones y monstruos, más allá de las fronteras de ultramar; que seamos resultado del apetito de banqueros de Ámsterdam y Rotterdam; que seamos resultado de aventureros que lucharon en las guerras de liberación de España contra el mundo islámico, y que seamos resultado inconcluso, al mismo tiempo, de pueblos prehispánicos (aunque no debiera denominárselos de esa manera), pueblos que construyeron civilizaciones enormemente complejas desde Tierra del Fuego hasta la zona central de lo que hoy día conocemos como Norte América. Es decir, que seamos un resultado tan asombrosamente extraño de múltiples civilizaciones, de infinitas manos y de varios proyectos, casi todos ellos fallidos, incluido el proyecto de la conquista. Que seamos resultado de lo infructuoso dentro de lo dinámico y que seamos resultado con futuro dentro de la aparente derrota.

Esas ambigüedades que quedan expresadas, más que en los ensayos de ciencias sociales de América Latina, en nuestra literatura, en nuestra poética, en nuestra visión de esta territorialidad tanto social como geográfica que denominamos nuestro espacio y que de manera bastante lúdica y notablemente rigurosa llevó a Neruda a hacer el mejor libro de geografía que por lo menos yo conozco, que es el

 

 

“Canto general”: la narrativa de las territorialidades, ríos, pájaros y animales desde Alaska hasta Chile. No hay mejor libro de geografía de América Latina que el “Canto General” de Neruda. Y Neruda transformado en cartógrafo y también en candidato a la presidencia de la república, es decir, un lugar donde los poetas se atreven (antes lo había hecho Huidobro) a postularse a la presidencia de la república, y no sólo con la fuerza de su prosa, sino con la inteligencia de su política. Un continente que inaugura la primera revolución social del siglo XX, más de una década antes que la rusa, la revolución mexicana. La primera revolución donde se hace reforma agraria y se levanta el grito del programa de Zapata: “¡la tierra, para el que la trabaja!”. Un continente donde un candidato a la presidencia que dice ser marxista llega por la vía electoral a la presidencia de la república: Allende. Un continente donde la palabra fue exquisitamente expandida a través de su literatura y donde, al fin de cuentas, la vida cotidiana de nuestros habitantes fue narrada no desde la lógica enciclopedista, de naturaleza eurocéntrica, sino desde la lógica del sentido, de naturaleza americana, como lo hizo García Márquez. Un continente donde nos encontramos con un escritor ciego que es capaz de deambular por los relojes del tiempo y que aun con una distancia con su propio continente lo termina amando: Borges. Un continente donde Octavio Paz nos lleva desde las ruinas aztecas hasta los jarrones de la Dinastía Ming. En suma, lo alucinante es parte de nuestra reflexión, lo alucinante y lo barroco son parte de nuestra hechura, y por tanto creo que desde ahí también hay que analizar este segundo centenario.

Tratando de instalar algunas hipótesis de trabajo me arriesgaría con las siguientes aproximaciones:

En primer lugar, si nadie nos dice que vamos a cumplir doscientos años, muchos –entre ellos yo– no nos hubiéramos dado cuenta. Es decir, la lógica discursiva en la cual fue construida la fecha de este aniversario no tiene un sentido profundo, completamente arraigado en la región latinoamericana, por tanto este segundo centenario, al igual que el primero (los invito a revisar el primero), no fue el segundo centenario de los pueblos, fue el segundo centenario –en muchas partes– de los Estados. Fue un segundo centenario hecho espectáculo o industria del espectáculo más que un pensarse ciudadano desde abajo. Insisto en un punto: si no nos avisan no vemos el cumpleaños. Tuvieron que insistir una y otra vez en una suerte de construcción de una modélica del segundo centenario. Si este segundo centenario hubiera sido parte de un diálogo ciudadano a lo largo de América Latina, no tendría fin, no tendría fecha exacta, porque sería parte de un diálogo ciudadano amplio, complejo, diverso y, en todo caso, jamás concluido.

 

 

Creo, entonces, que una de las principales ironías de esto que se ha llamado segundo centenario es que, al igual que el primero, nos ha sido expropiado. Y nosotros, de muy distinta manera, tratamos de recuperarlo y tratamos de recuperarlo porque es una fecha real, porque constituyó un momento magnífico de la historia de la construcción de los países de América Latina. Pero no sería el segundo centenario al que vendrían ni San Martín ni Bolívar (me refiero a las invitaciones oficiales que se hicieron desde Chile hasta México para la celebración de esta fecha). No sería el segundo centenario donde los 5530 hombres que cruzaron la Cordillera de Los Andes con San Martín y O´Higgins y derrotaron a los españoles en la Batalla de Chacabuco serían invitados, sería demasiado pueblo; no sería este segundo centenario.

En la ambigüedad de quiénes son los invitados, quiénes invitan y cuál es la partitura de la invitación, hay un juego de poder inmenso que hay que desmontar en sus condiciones discursivas y analíticas. Éste es el segundo centenario más extraño del mundo: lo celebran los reyes Borbones; valdría la pena preguntarles si no se enteraron de que les ganamos la guerra: muy raro lo que ocurre entre los gobiernos latinoamericanos, Madrid y los borbones, que aparecen en Santiago y en Buenos Aires y en México, invitados al segundo centenario. Conste que no es gente que me caiga mal per se (ser Borbón no constituye ningún delito), lo que digo es que no invitas a celebrar contigo a quien derrotaste, a no ser que sea un juego de masoquismo poscolonial, que podría ser. Aquí hay unas tensiones curiosas que aluden a la ambigüedad de aquello que llamamos el ser latinoamericano; probablemente sea un ejercicio nuestro de venganza o revancha histórica invitarlos, pero no deja de ser curioso (por decir lo menos) que contemos con los Borbones y no con los nuestros. Un cumpleaños con reyes y al que no asisten los campesinos de nuestros pueblos, donde su palabra no es escuchada y a lo sumo se los admite de espectadores. Entonces seguimos con las mismas ambigüedades que impidieron hace doscientos años articular una suerte de unidad política en esta región que llamamos América Latina, seguimos con la mismas tareas pendientes, no realizadas o, lo que es peor aún, creyendo haberlas realizado, sin percatarnos realmente de que están truncadas.

En segundo lugar, considero que alrededor del modelo de corriente principal en el cual se instaló la noción de segundo centenario, va a circular un ethos de lealtades blandas, es decir, un intento de reconstruir la alianza social, política y particularmente cultural que articula o define aquello que llamamos nación en América Latina. Y aquello que llamamos nación aquí bien poco tiene que ver con lo que los girondinos y lo jacobinos llamaban nación desde la Revolución Francesa.

 

 

Éstas son naciones muy extrañas, en donde el sentido de la nación, de lo que se comparte, está profundamente tensionado desde muchos ángulos y muchos lados. Pero alrededor de esta visión que se instaló (insisto que no es la única; lo que me interesa es cuestionar la corriente principal, pero hay otras reflexiones sobre el segundo centenario que postulan un discurso más sensato, crítico y profundo) vamos a encontrar en este segundo centenario, al igual que en el primero, la noción de fiesta que inventaron los griegos; sólo que en la tradición helénica la fiesta remitía siempre a la posibilidad crítica, de ahí que los helenos inventaran la fiesta a partir del concepto de teatro y utilizaran la dramaturgia como una forma de legislación de las cosas que se pueden hacer y las que no. Entonces el teatro griego, que duraba veinticuatro o cuarenta y ocho horas, implicaba el lugar donde se legislaba, y ahí se decía lo que se debía y no se debía hacer a través del juego de la imagen y la palabra.

Aquí también, en el segundo centenario, hay un intento de legislación de cómo debemos portarnos bien y por qué no debemos portarnos mal en el futuro concebido, es decir, hay un intento de disciplinamiento cultural alrededor de la imagen de un segundo centenario, donde los padres y las madres (y no lo digo en sentido irónico) de las patrias latinoamericanas quedan como un episodio pretérito, extraño, con el cual tenemos alguna filiación genética, pero que no está vinculado con nuestras condiciones contemporáneas de existencia. O sea, es lo que ocurrió allá, porque lo que ocurre acá es completamente distinto. Lamentablemente cuando me hablan del allá de padres y madres de la independencia y del acá contemporáneo, cuando me sitúan como contemporáneo, entonces me están situando de una manera muy extraña (esto daría para una reflexión un poco más larga) en el ejército de los realistas y no en el de la independencia. Cuando me construyen en el hoy contemporáneo, me construyen como la figura realista y dominante; cuando me hablan desde la historia, yo podría hacer parte de las huestes que liberaron a América. Es decir, aquí hay un extraño juego con la noción de fiesta y de cómo te construyen tus imaginarios colectivos y tus circunstancias actuales y contemporáneas de estar parado en esta tierra, en este tiempo y en este mundo y no en otro.

En cuanto a la compleja noción de lealtad, que proviene de la tradición romana de República, que planteaba la idea de que el ciudadano era resultado de la lealtad, poco importa que a uno le digan que lo que menos tiene que ver con la lealtad en este sentido es la noción de ciudadano: el ciudadano nace conspirando por la democracia; la lealtad es otro cuento, de otro libro en todo caso, no de éste; el ciudadano es en esencia un disidente de todo lo que oprime. Entonces nos entregan

 

 

otra noción de ciudadanía que es muy extraña, porque parece dar cuenta de ciudadanos lobotómicos, y la lobotomía ciudadana es un ejercicio de una perfección notable en América Latina, y hay cirujanos de la política, que son capaces de cortarte el lóbulo frontal sonriendo y hacerte acrítico. Bueno, nos entregan una idea romana de la lealtad que, por supuesto, los romanos, como eran también un pueblo bastante astuto (me refiero al senado romano después de Cesar), eran ciudadanos capaces de ser disciplinados, pero al mismo tiempo se divertían inmensamente en el circo: o sea, lealtad y circo; no es pan y circo, nunca lo fue, porque a veces no hay ni pan; a veces simplemente hay lealtad y circo. Entonces yo digo, bueno, nos estamos moviendo en la tradición, en los formatos, en la astucia de la construcción de la ciudad griega y de la ciudad romana.

Y como si esto fuera poco, nos llegó el espíritu de la aceptación española, el espíritu de la resignación. La fiesta española ya no se hace en el teatro griego, ni se hace en el ejercicio de la ciudadanía romana y mucho menos en el circo; la lealtad política española se demuestra en la iglesia. Entonces tenemos de las tres cosas: tenemos la dramaturgia griega, el modelo romano y el incienso español. Particularmente en este último caso, esa noción según la cual el creyente es el leal y por tanto es el ciudadano, de tal modo que el que va a misa se encuadra en la estructuración del buen Estado, siendo así una persona confiable y cooptable para las estructuras del poder, según todo esto que llamamos América Latina.

América Latina no es sólo resultado de un poder político manifiesto, sino también de una forma de entender la religión católica que se puso en crisis en la década del sesenta en esta región y particularmente en Colombia. Es decir, de una forma de entender la religión, que es la religión del sometimiento y del disciplinamiento. Y eso pesa. Que levante la mano en esta sala aquel que nunca se ha sentido culpable. Estamos todos directos para el diván del psicoanálisis: todos sentimos culpa, culpa por luchar por libertades, culpa por reclamar. En últimas, tenemos la culpa clavada como el estandarte totémico más interesante de lo que dejó España en América Latina.

Insisto que todo lo dicho da para mucho más. Pero es el momento de discernir dos modelos de construir Estado: está el modelo europeo, que demora de cuatrocientos a quinientos años en construirse, que se hace de abajo hacia arriba y que implica que las comunidades van aportando a la construcción de una cosa muy extraña, de la cual no tienen idea al principio cuando lo hacen, sino cuando lo terminan, y que va generando un cierto tipo de derechos que derivan en la carta de Juan en Inglaterra, en la revolución de los Ironsides británicos o en esa extraña forma de

 

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equilibrio político que en América Latina no se produjo, que exista una cosa que se llama la cámara de los lores y, asimismo, la cámara de los comunes, los cuales pactan una forma de poder político bajo cierto equilibrio. Y uno dice: ¿pero cómo se juntaron los lores y los comunes en una cámara después de una revolución? Bueno, firmaron un pacto. Pero se demoraron unos cuatrocientos años en construir un cierto tipo de realidad que permite esa gestación.

En el caso de América Latina no: la forma del Estado en América Latina, si ustedes la analizan en el tiempo, no va a demorar más de cuarenta años. Se impone. Si le preguntaras a un ibérico en el año 1450 cómo se forma un Estado, él te diría: “con una plaza, una cruz y un regimiento”, y tu le dirías: “y tú no sabes que Cromwell y los Ironsides se demoraron...”. Y él te contestaría de inmediato: “sí, pero aquí se hace de arriba hacia abajo y no al contrario”. Esto explica las formas despóticas de la política, las formas sospechosas del accionar colectivo y la cultura oligárquica en la relación con los demás.

Esa manera de construcción del Estado latinoamericano, en las condiciones del proceso de colonización tuvo otra astucia que es inmensamente trascendente en términos contemporáneos y que nos obliga a unos extraños giros teóricos y políticos para tratar de resolver un tema pendiente: la inscripción política se hacía por la fe, o sea, entre fe y adscripción política había una relación intrínseca. Los ingleses cuando ocuparon la India, al igual que los romanos cuando ocuparon otros territorios, no se preocuparon de la fe de los pueblos. Había dos cosas más interesantes para ellos: el pago de impuestos y la capacidad para movilizar sus ejércitos. Acá se intentó conquistar, y en alguna medida se logró durante un tiempo, la subjetividad de los pueblos originarios: integrarlos como territorialidad colonial. No sólo se trataba de dominar el comercio, de poseer las materias primas, sino de conquistar el alma, y ése es un lío grande, ¿qué diría Freud? Aquí se intentó hacer, afortunadamente, en mi opinión, de manera infructuosa, porque las astucias de los oprimidos son infinitas.

Pero el modelo que se impone acá, en consecuencia, tiene tres características: en primer lugar, es desde arriba; en segundo, es de territorialidades complejas, es decir, implica y supone no sólo el territorio físico sino también el territorio subjetivo, y en tercer lugar, se recrea a través de la fiesta en el modelo griego, en el modelo romano y en el modelo castellano. Estas son las tensiones que de alguna forma no poco evidente están en este segundo centenario. Entonces, extraño cumpleaños al que nos invitan desde las corrientes oficiales. Un segundo centenario al que están invitados los reyes borbones y la Telefónica de España al

 

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mismo tiempo. Está claro. De verdad que me parece un juego de la sinceridad maravilloso: los borbones y la Telefónica de España celebrando un segundo centenario de unos pueblos que dijeron que se habían liberado. Un evento literariamente de gran anchura y como una suerte de mezcla de ácido ribonucleico de memorias pasadas, presentes y futuras genéticamente extrañas; o sea, si América Latina tiene cola de chancho ya entendemos por qué, aquí hay una mezcla rarísima. Y nosotros celebramos el segundo centenario en muchas partes como una fiesta trivial y cualquiera, sin caer en la cuenta de que no es una celebración propia.

Lo tercero. Creo que de forma un poquito difícil tenemos que explicar que aquí hubo una doble torsión: por un lado el conflicto sobre el cual la narrativa ha avanzado inmensamente en el campo científico, histórico e incluso filosófico (y ahí hallamos unos ciertos modelos): qué es el tema de la independencia. Por otro lado, descubrir que los sujetos de los cuales nos independizamos estaban siendo sometidos en ese momento. O sea, aquí está todo Freud junto: el padre, la madre, el Edipo, todo junto; nos independizamos de unos tipos que fueron invadidos; es como romper con la mamá cuando descubro que tiene un amante y que además se enamora del amante. O sea, el lío es complejo, por eso tenemos todos estos tics nerviosos como civilización latinoamericana.

La ambigüedad no es un rasgo exclusivo de la independencia latinoamericana; lo mismo podría decirse de la norteamericana, sino que de ésta hay un mejor relato, un relato más cohesionado. En Latinoamérica nos independizamos de unos tipos que habían vivido un periodo realmente breve. Analicen ustedes cuántos siglos van desde la expulsión de los árabes hasta las invasiones napoleónicas. O sea, unos tipos que tampoco habían logrado cumplir su tarea de construir un Estado en forma, unos tipos que inventaron la contrarreforma y que influyeron decisivamente en los discursos políticos de América Latina, además de habernos legado una cierta tradición política e intelectual que es bastante compleja en términos de lo que señalaba antes: la lealtad, vinculada a la iglesia y a la política, la ausencia de pensamiento crítico y de comunidad democrática. Unos tipos de los cuales nos independizamos como yéndonos por la puerta de escape, y ellos se dieron cuenta a poco andar de que nos habíamos ido de verdad, y nosotros a poco andar que hoy íbamos a tener que enfrentarnos porque ya nos habíamos ido. Entonces ahí hay una situación que cubre unos cuatro o cinco años (dice Gabriel Salazar, un historiador) y que es de tal complejidad que me permite introducir otro rasgo de nuestra independencia: cómo los que nos liberan no logran cumplir la tarea de construir una nueva élite democrática. San Martín muere en el exilio, en París, O´Higgins en Lima.

 

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¿Qué nos pasó? ¿Por qué una vez construido aquel proyecto imaginario de la independencia nos empezamos a pelear entre nosotros, impidiendo la articulación de lo que es la Carta de Jamaica y todo el gran proyecto? ¿Cuál es el peso de las logias lautarinas, de los masones, en la independencia de América Latina? San Martín y O´Higgins eran masones. San Martín pensaba construir una realeza porque la forma república era para pueblos maduros. Entonces si no ponemos todos los datos encima de la mesa (y aquí menciono sólo algunos), incluso desde el amor y el afecto, nos cuesta mucho entender por qué llegamos a la situación en que estamos hoy día, en donde el primer pueblo que se libera en América Latina, Haití, está viviendo actualmente casi una pandemia. Pero también podríamos preguntarnos en qué momento los mexicanos perdieron Texas; bueno, pues les cuento, por lucha interna. En qué momento nuestra territorialidad comenzó a ser constreñida y los españoles perdieron las Filipinas y Florida. Bueno, se los dije antes: ellos tenían el problema de ser un pueblo imperial joven; diría Maquiavelo que por fortuna y no por virtud. Y no estoy queriendo decir que hubiera sido mejor que nos conquistaran holandeses o ingleses, simplemente se trata de que quienes nos dominaron nos dejaron la impronta de su propia derrota, de sus propios conflictos internos, nos dejaron la semilla de la sospecha política, de las oligarquías en las culturas políticas y nos impregnaron de eso y al mismo tiempo del miedo romántico y del amor sensual con la muerte, que es propio de la península ibérica y de la relación que ésta ha tenido con los etruscos a lo largo de toda su historia. En fin, aquí hay unos juegos muy difíciles y todos circulan en un relato que hay que desmontar en sus condiciones de existencia.

Desde este ángulo, los intentos que han existido en la región latinoamericana desde fines del siglo XIX, pero especialmente a partir de la década del veinte del siglo pasado por cambiar y alterar los órdenes de la realidad han sido magníficos. Pero también pesa todo el relato anterior, o sea, ese gesto que está filmado yo sé que tiene muchas lecturas y particularmente Francisco Pineda, un gran historiador mexicano, se ha metido mucho en eso; ese gesto de Zapata y Villa en el palacio de gobierno, después de que el ejército del sur de Zapata entra por las calles insurgentes y el ejército de Villa entra por el otro lado y se juntan en el palacio de gobierno luego de derrotar a los federales y establecer un plan de gobierno, el Plan de Ayala: reforma agraria, educación libre, o sea, un programa que cualquier gobierno reformista de Latinoamérica hoy día lo compraría y la Flacso probablemente se encargaría de difundirlo, ya que no hace otros reconocimientos. El asunto es el siguiente: esos dos hombres, uno considerado bandido, ladrón de ganado, cuyo nombre verdadero no era Pancho sino Doroteo y el otro campesino,

 

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pequeño propietario de la tierra, sumamente ilustrado, y los dos atípicos entran al palacio de gobierno y Villa le dice a Zapata: “siéntese usted compadre”, y Zapata le dice: “no, siéntese usted”, y no se sienta ninguno de los dos, se sienta el PRI. Entonces vemos la ironía en ese imaginario o esa ingenuidad, que tiene que ver con la otra cara de la sospecha ibérica que narraba antes. Cuando Zapata va a conversar con Pablo González (cuando lo asesinan), un gran asesor político formado en el anarquismo norteamericano, éste le dice: “General, puede ser una emboscada”, a lo que responde Zapata: “entre los hombres, los luchadores y los libertarios no nos hacemos trampa” y, bueno, lo matan, que es lo que le pasa a Sandino. Este tipo de ingenuidad de parte de quienes intentan subvertir el orden constituido y transformarlo en un orden democrático, frente a la extraordinaria astucia de quienes son parte de los órdenes reproductivos dominantes, no corresponde a que unos sean demasiado listos y los otros bobos, sino que el sueño de unos no encaja en el de los otros, son como países distintos, son situaciones en las que el relato de la oligarquía dominante es capaz de subsumir las bondades del sueño de los otros. Entonces te da una sensación entre bronca y extrañeza que ese tipo de eventos ocurran. Comenzamos el siglo XX con la revolución mexicana, con un plan de reforma que es el Plan de Ayala, escrito por Zapata y sus asesores, y cerramos el siglo XX sumidos en una enorme cantidad de conflictos y tensiones.

Siento que el avance o el intento que podría ser sintetizado alrededor de esta tartamudeante analítica que estoy exponiendo, podría ser lo siguiente: nosotros en la región latinoamericana no hemos salido de la trampa que se mueve entre el estado del poder y el poder del estado; nos movemos en esa trampa, o sea, hacemos política mirando hacia arriba; antes mirábamos a Dios (y eso es la tradición hispánica), pero ahora miramos al Estado; siempre miramos hacia arriba; o sea, tenemos tortícolis histórica. Nos movemos entre el estado del poder y el poder del estado y jamás introducimos la variable de la democracia, la comunidad, la ciudadanía, la nación (hablamos de país y no de nación). Y en estos juegos de lenguaje habita una estrategia evidentemente de dominio.

Considero que el oscilante cuadro de la política latinoamericana desde la década del veinte en adelante se configuró en torno a las tres reformas: reforma agraria, en muy pocas partes bien resuelta; reforma universitaria, inconclusa, turbada, que se pisa los cordones de los zapatos (la universidad con la nación, con el desarrollo, con el Estado; pocas veces hemos escuchado que la universidad está con la democracia, exceptuando los periodos de reforma); reforma urbana (la gente necesita casas dignas para vivir). Y alrededor de estas tres reformas se produjo algo en América Latina como pensamiento propio de buena factura, que llamamos la “teoría de la

 

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dependencia”. Y se intentó pensar a América Latina localizada en el mundo, no aislada, en términos de unas ciertas lógicas de la economía internacional y de los circuitos comerciales que situaban una suerte de fatalidad histórica en América Latina, susceptible de ser rota.

Hoy muy poca gente se acuerda de la teoría de la dependencia, parece que siempre hubiésemos vivido en un individualismo posesivo y liberal. Hoy parece que no hubiésemos tenido una larga data de pensadores latinoamericanos desde Raúl Prebisch en adelante, Aníbal Pinto, Osvaldo Sunkel y otros. Hoy bebemos de ciertos autores mínimamente críticos que conviven en las universidades europeas o norteamericanas con el pensamiento de corriente principal, y lo que construimos en América Latina durante cuarenta años como modelo de la economía mundial (que no era un tema local, era cómo se localiza América Latina en la economía mundial) está olvidado, y está olvidado porque la segunda de las reformas que he referido se revirtió, la reforma universitaria: las universidades empezaron a beber de otras fuentes, lo que no constituye un error por principio, al contrario, pero se lee más a Amartya Sen que a Gunder Frank o a Theotonio dos Santos. Es una historia nuevamente de locos.

Tenemos desde ese ángulo, en relación a una mirada muy rápida del siglo XX, una lectura que podríamos llamar edípica: pasamos de una madre difícil que era España, a una madre autoritaria pero un poquito más liberal que era Inglaterra y, finalmente, pasamos al primo más pesado que nos puede haber tocado en el mundo, pasamos a la cultura del imperio norteamericano. Pero hemos vivido tres edipos y ninguno lo hemos resuelto bien en términos de una analítica histórica rigurosa. A propósito del cumpleaños, hemos tenido en doscientos años tres padres y ninguno ha sido bueno.

En el ejercicio de construir nuestro propio relato, yo diría que tenemos los siguientes déficits globales, los cuales pueden dar pie a la reflexión de nuestra realidad latinoamericana.

El primer déficit que me parece relevante es una suerte de simbiosis muy poco lograda en el campo de la filosofía política latinoamericana: al hablar de democracia y de comunidad, de nación y de república, ¿de qué demonios estamos hablando? Si me salgo por la puerta de la erudición y digo: “aquí hay algo de Hobbes, de Mostesquiev… no sé”. Pero vamos a hablar en serio, vamos a hablar de los procesos nuestros; entonces tenemos unas cosas que han sido progresivas, ambiguas, extrañas y, en todo caso, poco comprendidas, que son los populismos

 

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latinoamericanos. Y por ahí dicen: “para ser populista hay que ser listo y hay que tener dinero”. El populismo es algo muy serio para dejárselo a quienes se creen populistas. Populista fue Perón que con el impuesto de la carne modernizó a Argentina, gracias a la segunda guerra mundial. Eso es populismo: universidades gratuitas, educación gratuita, salud gratuita, reforma urbana y universitaria (no agraria, porque en Argentina no te metes con los dueños de la tierra; pregúntenle a Cristina Fernández; pero eso es otro rollo). Segundo populismo en serio, el General Cárdenas en México, que nacionaliza el petróleo, moderniza la UNAM, los servicios de salud. Populismo es también Vargas en Brasil. Hablo de populismo en serio, aquello que tiene que ver con una alianza entre los de arriba, particularmente los del medio, con los de abajo para construir mercado interno y desarrollo. Uno se extraña de cómo, existiendo esta tradición del pensamiento político latinoamericano, alguien puede mirarte con odio y decirte: “¡Populista!”, y tú además te sientes triste, en lo cual hay una adopción de roles muy rara.

Y cuando hablamos de los socialismos latinoamericanos, nos encontramos con un hombre que llega a la presidencia –como les decía– luego de declararse marxista y en un momento que no es cualquier momento: durante la Guerra Fría, y gana las elecciones. Después sabemos lo que pasa, pero da lo mismo. Entonces no me vengan a decir que esta región que se llama América Latina no tiene originalidad política… Si alguna vez ganaba las elecciones la izquierda italiana estaba asegurada la invasión de la OTAN. Aquí se logró. Pero también está la situación de Cuba, que da para una discusión muy larga, así que tomen esto en beneficio de inventario. Cuba es la dictadura de los revolucionarios; no alcanzó a ser la democracia de los revolucionarios; es como la revolución francesa en el primer periodo. Pero es de una complejidad bestial. Y está eso que llamamos revolución nicaragüense, que fue una reforma armada, no una revolución en el sentido social, es mucho más en el sentido político. Está que un obrero metalúrgico (Luiz Inácio Lula da Silva) sea presidente de la octava potencia mundial, autodidacta completo, con un sentido del humor que siempre lo acompaña como buen presidente que es.

Entonces hay una originalidad pero, a la vez, hay una anemia muy cargada y muy evidente de análisis de nuestras propias realidades, en una orfandad entre política y universidad que es grave. Lo que está ocurriendo en América Latina es que tenemos políticos no ilustrados (por decirlo de alguna manera) y una cultura política que se disminuye fuertemente. Aquí veo un déficit grave: el tema de filosofía y cultura política latinoamericana. Si bien hay quienes dicen que no hay filosofía latinoamericana, yo creo, en cambio, que hay una filosofía de portentosa calidad y es muy extraño, por lo demás, que nos pasamos leyendo en las facultades

 

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a Hegel, a Kant, a Shopenhauer y desconociendo la producción de latinoamericanos que no hacen una redefinición de la corriente principal, sino que presentan creaciones propias. Y además que creo que la filosofía y las ciencias políticas latinoamericanas también han discurrido por la literatura.

Creo que un segundo déficit es el de la adición y no la simbiosis del mundo afro y del mundo indígena. Pareciera que los volvemos a descubrir en las últimas décadas, dejándolos reaparecer en los imaginarios teóricos, políticos, programáticos, epistémicos. Pero tanto los indígenas como los afros estuvieron siempre ahí, sino que no quiso vérselos. Y aún así, como la integración de estos grupos siempre ha sido problemática y desigual, sigue habiendo desconfianza en los lazos sociales que se proponen en la actualidad. Al no existir un balance crítico de ese “tercero ausente” (como dirían los cursos de teoría política), que no tendrían que hacerlo las oligarquías sino nosotros, sigue simplemente sumándoselo a nuestro relato, pero no se permite su integración a una cosmovisión de cultura por lo menos dialógica; por lo cual trabajamos una lógica de retazos, o sea, avanzamos por pedacitos en una suerte de archipiélago analítico.

El tercer déficit que veo es lo que señalaba al principio de la exposición como el sentido de la culpa, de clara tradición católica hispánica, o sea, el sentido de la culpa como parte de una falta de construcción de nuestra propia identidad. Nosotros somos culpables de hablar fuerte, de criticar, de polemizar, de escribir, de diferenciar; vivimos una situación de una larga culpa. A propósito de lo que se señalaba del tiempo alargado, el nuestro ha sido una larga culpa. Este sentido de la culpa ha producido o vertebrado una idea de la resignación y aquí curiosamente se articulan discursos no políticos sino culturales. Entonces la resignación como tema es una fatalidad, es uno de los problemas más graves que tenemos. Somos sujetos resignados, porque en ese largo tiempo siempre pensamos que las cosas cambiarán, de tal modo que volvemos al discurso teológico y político que señalé al principio. El tema de la resignación, de verdad, es una de las dificultades de la libertad y la democracia política en América Latina. La resignación siempre contiene ontológicamente la culpa: o sea, yo me resigno porque de alguna manera me asumo como culpable. Y así, resignación y culpa se vinculan en nuestra tradición política.

En resumen, diría que estamos sedientos de una filosofía social y política propia y que tenemos todos los elementos para armar una analítica rigurosa y contundente en este capítulo. Estamos al mismo tiempo divorciados de una tradición democrática en América Latina que ha ido más por la comunidad y por la base que por la cúspide, porque no la hemos entendido, y aunque parezcamos ignorarlo, la

 

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democracia de los comuneros desde México hasta Chile, la democracia de la comuna, de la comunidad, por decirlo de una manera más amplia, ha sido parte intrínseca de nuestra historia social. Y, sin embargo, no hay una recuperación de esa tradición en términos de su valor político, sino más bien desde una suerte de valor humanístico genérico: “qué buenos somos los latinoamericanos. Si hay terremoto todos nos ayudamos” (no sé cuál es la sugerencia que podría venir después de una reflexión de esta naturaleza). Aunado a esto, estamos gravemente desactualizados respecto a cómo ingresamos al siglo XXI.

Estoy convencido de que las cartas de América Latina se juegan grandemente en los próximos veinte o treinta años. Estoy convencido de que por el hecho de que América Latina pese hoy día bastante menos que en la década de 1970 en la economía mundial, los futuros de nuestros mercados laborales, materias primas y calidad de vida –que de eso se trata el asunto– son delicados. Estoy convencido de que si no usamos pensamiento crítico y si no investigamos en ciencias duras en nuestras universidades, la situación va a ser aún más delicada (vamos a seguir comprando computadores y jamás vamos a producir uno). Estoy convencido de que si no somos capaces de reconciliar no una sola historia, sino todas las historias en un discurso abierto, vamos a seguir dependiendo de los autoritarismos de moda, por más modernizantes que éstos parezcan. Estoy absolutamente persuadido de que si ponemos todas nuestras fuerzas morales e intelectuales en juego tenemos algo más que una esperanza, tenemos un futuro.

Intervención de William Ospina3

NUESTROS DOSCIENTOS AÑOS

En los días pasados tuve la oportunidad de visitar la Mojana. Tantos años viviendo en mi país y no tenía idea de lo que significa esa región de la que han brotado algunas de las músicas y algunas de las historias más famosas de nuestra tierra. Ahora tienen para mí otro sentido el país de las aguas, la rosa momposina, la gran depresión, la región de las ciénagas, y me he dicho que tal vez leyendo en una significativa fracción del territorio sea más fácil intentar un balance de estos dos siglos de nuestra Independencia.

Lo primero que habría que señalar es que una región completamente coherente en términos naturales, económicos y culturales está hoy fragmentada en cuatro o

                                                            3 Poeta y ensayista colombiano.

 

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cinco mapas distintos, el de Bolívar, el de Sucre, el de Córdoba, el de Antioquia. Los mapas administrativos de la modernidad fragmentan los viejos y lúcidos mapas de la memoria y de la cultura.

Y allá, en esa región, un gran dibujo primigenio, sobre la superficie estremecida de las aguas, el trazo de los canales con que los zenúes controlaron durante cientos de años el régimen de las inundaciones. ¿Por qué, de toda la vastedad del país, sólo esta cultura llegó a desarrollar un tan complejo sistema hidráulico, con una ingeniería tan ingeniosa como eficaz, y en unas dimensiones tan asombrosas? Seiscientas cincuenta mil hectáreas en las cuencas del río San Jorge y del río Sinú, surcadas de canales, les permitieron tener una relación armoniosa con el agua y el clima, producir y vivir en una alianza sorprendente del trabajo con el conocimiento.

Una de las respuestas es que sobre esa región convergen las aguas de Colombia. El río Cauca recoge las aguas de toda la región occidental entre dos c0rdilleras, el río Magdalena recoge las aguas de toda la región central entre dos cordilleras, y la Mojana es el punto donde se unen las aguas de esos dos grandes ríos de Colombia. Toda el agua que ha recorrido el país se explaya en ese vórtice donde terminan las montañas, y pesa de tal modo sobre la tierra que acaso a eso se deba la depresión momposina, esa región de tierras cálidas abrumada por el agua y por todas sus manifestaciones.

Este es un planeta de agua: es importante señalar que casi todo aquí es agua, los arboles, los animales y los seres humanos. Agua sembrada que florece, agua que vuela y canta, agua que sueña y piensa. Ya en esa época primera fue necesario el conocimiento para controlar un poco el poder de los elementos, que, si no se dialoga con ellos, se convierten para nosotros en lo que Álvaro Mutis llama “Los elementos del desastre”.

Lo asombroso es que con la conquista española lo que hicimos fue reemplazar el saber milenario de los zenúes sobre su tierra por el dudoso saber de una cultura que tenía una relación con el agua mucho menos intensa. Yo no sé si es cierta la leyenda de que a comienzos de la Edad Media una ardilla podía correr de un extremo a otro de la península ibérica sin bajar de los árboles, no sé si es verdad, como lo afirma Aldous Huxley, que fueron los rebaños de cabras de la Edad Media los que convirtieron en un desierto buena parte de la cuenca del Mediterráneo, el sur de Italia, toda Grecia y toda el Asia Menor, porque esos animales de labios delgados arrancan hasta las más finas raíces y van dejando a su paso un rastro de desiertos, pero lo que sí sé es que España tendría muy poco qué enseñarnos en el

 

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arte de manejar estas moles de agua dulce, la tumultuosa vegetación de estas regiones equinocciales, la abundancia de sus criaturas y el concierto de sus pájaros.

El triunfo de España, más que la derrota de los pueblos indígenas, fue sin duda la derrota de la naturaleza por mucho tiempo, no en el sentido de que fuera dominada, pues esta naturaleza por fortuna no se dejará dominar, sino en el sentido de que instauró una lógica infernal de la lucha contra la tierra en lugar del diálogo fecundo y productivo con ella.

La secuencia económica de la Mojana es curiosa: primero la codicia sobre el reino mineral, después, sobre el reino vegetal, y finalmente sobre el reino animal. Primero el oro, después los árboles, después el ganado. Y después todos los saqueos mezclados. Se derribaban los árboles, ceibas y hobos corpulentos, para acceder a las tumbas de oro que había bajo ellos. Porque tendríamos que decir, en el espíritu de Quevedo, que las ceibas eran el epitafio de los señores de los valles. Después, agotado el oro de las tumbas, se derribaban los árboles, buscando sus valiosas maderas. Y los bosques se convirtieron en casas y en mesas y en sillas, en artesonados y en envigados. Y después se derribaban los bosques para convertir la región en potreros.

Y cuando volvieron los humanos a vivir en el territorio, ya se habían olvidado los saberes indígenas, dónde construir y donde no, por donde pasa la memoria del agua, cómo dialogar con esa memoria. Nuestra arrogancia unida a nuestro olvido construyó los pueblos sobre el surco de las grandes inundaciones, así como en el Tolima construimos Armero sobre el surco de las grandes devastaciones del pasado, porque ya en las páginas de Fray Pedro Simón es posible leer una descripción minuciosa de la avalancha de Armero ocurrida tres siglos antes de que Armero fuera arrasada. Por eso no sólo lo que ocurrió en Sucre sino todo lo que ocurre aquí podría llamarse la “Crónica de una muerte anunciada”, y García Márquez se revela como una gran voz chamánica que acuña con precisión el nombre de nuestras tragedias.

Pero queda el trazado de los canales de los zenúes, que todavía es posible ver desde el aire, como la vasta huella dactilar de una cultura que nos recuerda que tuvimos conocimiento, que tuvimos voluntad, que tuvimos capacidad de dialogar con el mundo, y que lo que fue incluso podría de nuevo ser, sólo si por momentos siquiera actuamos como una comunidad y no como individuos aislados enfrentados a la naturaleza y también los unos a los otros, en una suerte de locura furiosa. Pero es que, como bien lo dijo Schopenhauer, “la locura es la pérdida de la memoria”.

 

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Queda ese trazado, que hoy podemos asimilar a los grandes grafismos del arte moderno, y queda la pregunta de por qué, como se lo oí decir ayer a un gran conocedor de nuestro país de las aguas, nos conmueven las pirámides de Tenochtitlán, y las alturas de Machu Picchu, y las líneas de Nazca, y no sabemos respetar, y recordar, y conservar, y mostrar al mundo ese dibujo exquisito de un arte milenario que es también ingeniería y religión.

Estos dos siglos de Independencia nos dieron una relación precaria con el territorio. Recordemos aquí que todavía hace ciento veinte años ni siquiera sabíamos cómo nos llamábamos, y que la palabra Colombia, soñada por Miranda y heredada por Bolívar, sólo se convirtió en el nombre definitivo de nuestro país con la Constitución de 1886. Esa constitución ya comenzaba esas fragmentaciones arbitrarias de las que hablaba inicialmente. Pero obró muchas otras cosas, unas útiles y otras dañinas. Su redactor, Miguel Antonio Caro, era un gran erudito, un gran latinista, un gramático notable, un poeta esforzado, un traductor insigne, un orador admirable pero un colombiano muy precario. Y no por falta de amor por su tierra sino por falta de conocimiento. No salió nunca de la Sabana de Bogotá, no sabía o no quería saber que le tocó vivir en la región equinoccial de América, vivía en la Roma de Virgilio, en las conjugaciones y en los gerundios, sabía qué era una hipálage y un oxímoron pero no sabía qué era la Mojana, y creo que, como buen castizo, no le gustaba la palabra Orinoco. Y ese curioso señor redactó la Constitución que gobernó a Colombia durante cuatro generaciones. Esos cien años de soledad fueron suficientes al menos para crearnos una mínima conciencia nacional, porque la Independencia, de la que Bolívar esperaba tanto, apenas alcanzó para formar en todos estos países una vaga conciencia nacional. En algunos más fuerte que en otros, no por la voluntad sino por la mayor o menos facilidad para reconocerse en una tradición. Un país mayoritariamente indígena, como México, encontró en esa memoria y en esa tradición un sustento suficiente para la construcción de su imaginario nacional, e incluso fue más lejos. Avanzó en el camino del mestizaje cultural desde las instituciones de un modo muy notable. El hecho de que la independencia tuviera un alto contenido indígena, familiarizó a los indios mexicanos con los ideales de la Ilustración: tampoco en México se abría camino en sueño imposible de la reconstrucción de una ilusoria arcadia indígena. La Independencia se hacía contra la Edad Media, contra el absolutismo español, y a favor de la modernidad. Por eso, cuarenta años después de la Independencia, se dio en México la Reforma, un paso de avanzada hacia la sociedad liberal. México se dio el lujo de derrotar a los ejércitos de Napoleón III, fusiló a un extraviado emperador de la casa de Habsburgo Lorena, rechazó la imposición de los modelos europeos,

 

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tuvo un presidente indígena ilustrado en la segunda mitad del siglo XIX, y en cuanto hubo expulsado a los franceses, en defensa de su orgullo nacional, entonces sí dialogó con Francia con holgura y con dignidad. Manuel Gutiérrez Nájera leyó a Verlaine y a Víctor Hugo, y recibió su influencia. Y empezó a escribir en español con esas nuevas libertades de los parnasianos y de los simbolistas, con esas sonrisas verlenianas.

Toco, se viste, me abre, almorzamos con apetito los dos tomamos un par de huevos y un buen beafsteak media botella de rico vino y en coche juntos vamos camino del pintoresco Chapultepec.

Había nacido el modernismo latinoamericano. Y de la palabra mariage surgió la palabra mariachi, y después Diego Rivera avanzó en el ejercicio de combinar la memoria estética mexicana con los lenguajes de la modernidad, y después Alfonso Reyes puso a dialogar su conciencia de mexicano con el rigor profundo de la lengua y con sus fuentes helénicas, y después Juan Rulfo alió para siempre los descensos al Hades de Virgilio y de Dante y de Poe con la fiesta de los muertos del primero de noviembre.

Aquí fue mucho menos visible ese proceso, porque las instituciones se encargaban de negar día a día a la gente y a sus creaciones. Si todavía en los años cuarenta, en los clubes sociales de Barranquilla, sólo se podía bailar al ritmo de las orquestas internacionales que tocaban fox trot, y estaban prohibidos los porros, la expresión musical del alma popular. Aquí la cultura insistía en sus creaciones, pero la alta sociedad y el estado procuraban no darse cuenta. Esas son las consecuencias de la falta de una revolución liberal. O siquiera de una Reforma liberal, para no usar palabras tan fuertes. Nuestra Independencia no redimió a los indígenas, no liberó a los esclavos, no reconoció el territorio, no derrocó las leyes coloniales, y el paso de la encomienda a la hacienda no obró las transformaciones modernizadoras a las que podía y debía aspirar una sociedad basada en los Derechos Humanos y el ejemplo de la Ilustración. Las tareas pendientes fueron muchas y eso no significa que lo que se hizo no haya sido necesario e importante. Tener una patria es ya una ganancia, aunque uno esté todavía desterrado del festín de la vida. Todavía no era posible Gaitán gobernando pero ya era posible Gaitán sembrando su discurso en el alma de un pueblo. Todavía no era posible Benito Juárez o Emiliano Zapata, pero

 

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ya eran posibles Barba Jacob, y José Barros, y Aurelio Arturo, y Gabriel García Márquez.

Luchábamos por la modernidad, y llegó la modernidad. Esa época traía beneficios y desgracias para todos los seres humanos, pero a nosotros nos llegó en una versión rudimentaria. Basta poner un ejemplo: llegaron los automóviles, pero no llegaron las carreteras. Ni siquiera después de los ocho años de continuidad del gobierno del doctor Uribe llegaron las carreteras. En cambio sí llegaron las retroexcavadoras que convierten una llanura en un campo bombardeado para buscar el oro que sobrevivió a la conquista. Y las aguas que convergen sobre la Mojana desde el comienzo de este mundo, llevan ahora los desechos industriales del país entero, lo que arrojan a los ríos todas las grandes ciudades. Sí llegó la contaminación. Sí llegó el mercurio que arranca el oro de la escoria y envenena los arroyos y baja por los ríos y envenena a los peces, y contamina la Mojana, y envilece el medio ambiente por siglos, y hace nacer a los niños con el paladar hendido. Llegamos al mercado mundial pero de contrabando, y vendiendo sustancias ilícitas, y desarrollando industrias que no siempre cumplen con las mínimas responsabilidades ambientales, y sacrificando los bosques en una vasta depredación, y sacrificando nuestra juventud en sórdidas guerras de supervivencia.

Y aún así tenemos un país, y una cultura, y los mestizajes dan su flor de mil maneras distintas, y la cultura se va convirtiendo ante el mundo en el emblema de un pueblo tenaz que no se rinde, que no renuncia a buscar su grandeza y su concordia y, por qué no decirlo, también su felicidad. Muchas cosas faltan. No hemos acabado de construir el relato necesario que nos permita la certeza de tener una nación y ya nos llegan con la prédica de que no existen las naciones. Estábamos a punto de creerlo cuando vimos que los países que más hablaban de globalización empezaban a alzar muros en sus fronteras, entonces comprendimos que la globalización era más para los capitales que para las personas, que cada vez se hacía más difícil cruzar las fronteras, y que cuando lo lográbamos, cada vez nos recibían peor más allá de nuestro suelo.

Ello no sería tan grave si la patria fuera una patria, no un suelo que te expulsa de la parcela y del centro de las ciudades y del propio territorio. Las naciones que Bolívar dirigió en la lucha por la Independencia hoy con frecuencia expulsan a muchos de sus habitantes. Estos, en cambio, con una generosidad que sólo el amor explica, responden a ese destierro trabajando duro para enviar divisas que gobiernos indignos exhiben sin pudor como parte de la prosperidad nacional. Exigua prosperidad acumulada sumando suspiros y lágrimas.

 

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Hace dos siglos fuimos pioneros en la lucha contra el colonialismo. Fundamos repúblicas en un suelo, como diría Víctor Hugo “todavía blando y mojado del diluvio”, cuando en Europa ese sueño de las repúblicas apenas pugnaba por abrirse un camino. Hubo aquí provincias que les dieron el voto a las mujeres cuando en el mundo nadie soñaba con dárselos. Empresarios nuestros fundaron la segunda aerolínea comercial del mundo. Algunos ejemplos positivos y negativos podemos mostrar de grandes aventuras de la iniciativa y de la audacia, de la inteligencia y de la sensibilidad. Y no tenemos los cinco mil años de civilización continuada que puede mostrar la China, sino cinco siglos de desmemoria, y dos siglos de esfuerzos por alcanzar la modernidad, que nos ha traído sobre todo sus venenos y sus armas destructoras. Y a pesar de su horror, un siglo de nuestra violencia no ha producido el millón de muertos que produjeron en España tres años de Guerra Civil. Pero todavía tenemos que hacer desde aquí una lectura de la modernidad y de sus locuras, de esta vasta conspiración contra el mundo, contra la noche, contra el silencio, contra la austeridad, contra el contacto real entre seres vivos, de este proceso ya alarmante que nos aparta de la realidad natural y nos virtualiza el mundo para vendernos sólo sus simulacros.

Vuelvo a pensar en la Mojana, y en las navegaciones y las fiestas y los hermosos actos humanos que pudimos vivir en estos días previos. Pienso en los muchos colores del cielo de las ciénagas, las nubes azules sobre horizontes rosados, las inmensas y fugaces esculturas del agua. Y el vuelo moroso de las garzas, y los grupos de cormoranes que se alejan rayando el agua con su vuelo. Es una inmensa flor de agua, la rosa momposina que le hizo decir a José Benito, “mi vida está pendiente de una rosa”. Ejemplo de una riqueza natural que todavía sobrevive a pesar de los peligros y de los asedios, de los ejércitos y de las industrias, tiene una memoria que recuperar, una riqueza que salvar, una comunidad humana extraordinariamente llena de afecto, de ingenio y de creatividad, un espíritu de fiestas y rituales, una suma de leyendas y ceremonias, que pueden hacer de ella una de las regiones mágicas del futuro. No por azar entre sus ríos y sus relatos surgió el destino y el universo verbal de García Márquez, el más visible de los escritores del siglo XX.

Por todo eso la valoración de lo que somos y lo que hemos sido no se puede agotar en grandes palabras abstractas, requiere de matices y de detalles. Como decía Estanislao Zuleta, no necesitamos respuestas definitivas sino más y mejores preguntas. No estamos leyendo el final del relato, a lo sumo, el libro está abierto en la mitad.

 

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A modo de síntesis, que incluye el conversatorio posterior a las intervenciones.

En su intervención Patricio Rivas problematizó el tipo de relaciones de poder que heredamos de la vida colonial y que, de sinuosas maneras, fueron entreverándose con los nuevos procesos de las naciones declaradas independientes, dando a luz realidades ambiguas y complejas que es menester discernir para situarnos en el presente siglo con perspectivas esperanzadoras y libertarias. A pesar de que dos siglos de independencia no signifiquen un destino armonioso y próspero, vale celebrar el bicentenario, pero sin hacer de él una oportunidad para la industria del espectáculo y, en vez de esto, propiciar espacios de diálogo ciudadano, de crítica, de tal manera que sea posible reconocer las plurales historias que han discurrido en estos siglos, lo cual serviría a las construcciones democráticas que aún tenemos en mora.

Consciente de que el destino político de nuestros pueblos deviene de las elaboraciones de sentido que se hacen en los diferentes ámbitos de la sociedad (y desde lo privado, lo cotidiano, hasta lo público), Patricio Rivas invitó a una apropiación de nuestra historia, de la pasada y de la futura, sin miedos, sin culpas, sin resignación, con voluntad creativa, para romper la tradición autoritaria y dejar de ver nuestra historia (la de los pueblos, no la de los Estados) como una continua expropiación de sentidos, ante la que permanecemos atemorizados o quejumbrosos. A cambio de esto último, apareció en el discurso de Patricio esa bella palabra que es la “invención”, que bien pudiera tomársela como principio de la historia, pues ella exige cada vez la disposición a hacer algo en el mundo, a apostar creativamente por una humanidad más propia, más digna y más justa.

Por su parte, William Ospina nos hizo pensar que la historia, que a veces nos parece un saber abstracto y lejano, en verdad se encuentra imbricada en nuestro territorio, es nuestra geografía: ríos, montañas, llanuras, fauna, vegetación, formas de producción. Su evocación de La Mojana, una región prodigiosa en términos naturales y fragmentada en los mapas políticos, puso de presente que la memoria no consiste en la mera enumeración de los acontecimientos o de las cosas que han dejado de existir con “el paso del tiempo”, sino que está impresa en las formas mismas de los relieves que habitamos, y que hemos de descubrirla y darle su lugar en el presente.

 

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Y es cierto que la historia vivida puede ser en buena medida la historia de la arrogancia y de la ignorancia ante saberes pasados –tal el caso del saber de los zenúes sobre el agua en la región de La Mojana–, a los cuales renunciamos, venciendo las tradiciones a los intereses desmesurados del capital, que pasan por alto el conocimiento que diversas culturas tienen de la naturaleza, imponiendo no más que la racionalidad de la explotación y del lucro.

Según comentó William Ospina, no se trata en la contemporaneidad de enjuiciar la voracidad de los españoles, pues su sangre, igual que la indígena y la afro, corre por nuestras venas. La lógica del resentimiento es infructuosa y aunque haya pérdidas y ruinas hay también logros y, en todo caso, hilos de sucesos que condicionan nuestra historia presente y que sería un error desconocer. Si hablamos de América Latina, hemos de ver en el mestizaje su principal característica, y en vez de buscar discursos legitimadores que partan del desprecio de lo que no nos parece, de lo que nos viene de ultramar, habría que ponderar aquello que pudiera denominarse nuestro “pecado original”, el de ser hijos de víctimas y verdugos (si quiere vérselos de ese modo), asumiendo desde aquí la responsabilidad de “la cara que tenemos” en la actualidad.

En fin, siguen abiertas algunas preguntas sobre aquello que denominamos memoria histórica: ¿Por qué la invocamos diciendo que es necesaria? ¿Cómo se construye? ¿Cuáles son los mecanismos de olvido y de recuerdo, cuáles los vínculos con el pasado que ayudan a explicar nuestra existencia presente? Ante todo hay que declarar el carácter político de la memoria, pues sumidos en la ignorancia de nuestro pasado difícilmente podremos apostar creativa y libremente a un mejor futuro para nuestras sociedades latinoamericanas. Es responsabilidad de los pueblos, de los ciudadanos, hacerse a una memoria colectiva que no se conforme con los relatos de las élites dominantes ni de las instituciones, que se muestran demasiado coherentes, desestimando así las realidades variopintas dibujadas por nuestros singulares procesos históricos, realidades que exigen imaginación y pensamiento auténticos, no dogmas ni sistemas que pretendan resolverlo todo.