mecanismos de poder en mala yerba
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Ensayo acerca de los mecanismos de poder en Mala Yerba, novela de Mariano Azuela.TRANSCRIPT
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Profesor: Dr. Víctor Manuel Díaz Arciniegas Alumno: Víctor Manuel Banda Monroy Aproximación a algunos mecanismos del poder presentes en Mala yerba,
de Mariano Azuela (1873-1952) El poder es un ídolo construido con la sangre y con las pieles de los sometidos, pues
el poderoso tiene miedo de perder su dominio sobre los otros. En el microcosmos síntesis
que Mariano Azuela construye en la novela Mala yerba (1909) para que lo gobiernen los
Andrade, queda claro que el poder se gana y se ejerce por medio de la violencia y el
crimen. Sometidos y dominadores saben, además, que es el único camino para conservarlo.
Los primeros Andrade, según cuenta la novela, fueron asesinos, bandidos, ladrones,
traidores. De esa manera se hicieron de dinero y poder. También así lo conservaron. Se
espera que los descendientes de esos Andrade sean de la misma manera, que conserven el
poder mediante el asesinato, el robo, la violencia sádica y la crueldad extrema.
En el tejido de la novela, como marco de la historia pasional de Julián Andrade,
Gertrudis y Marcela, se evidencia —en las historias de los actos violentos de los Andrade—
que quien mantiene el poder debe ser “muy macho” y sólo así los demás reconocen que lo
merece e incluso les tributan admiración. La decadencia de los poderosos va ligada a una
disminución de sus poderes de violencia y crimen, a la lentitud en las reacciones para
cobrar una afrenta. El machismo y la impulsividad se muestran como una faceta más de los
mecanismos del poder. Macho parece sinónimo de cruel, violento, sin conciencia. El más
macho de los machos dominará a todos los demás y los someterá a las humillaciones con
que un todo poderoso domina a su grupo.
Quien ejerce el poder lo mantiene mediante actos casi teatralizados, un teatro de la
crueldad cuyos espectadores son un coro de seres sometidos, que se horrorizan y, a la vez,
se fascinan por los actos de desmesurada violencia de quienes los dominan. Un ejemplo de
este mecanismo del poder como una representación para otros es la historia que le cuenta
Marcelino a Julián Andrade, en busca de estimularlo a repetir las hazañas de violencia de
sus mayores:
Mire, niño, ahí donde se mira ese nopal manso nos jallamos una vez, su papá y
yo, a un muchachillo que andaba apiando tunas. El amo su papá era retetravieso.
“Chelino —me dijo— agárrame a ese muchacho; ya verás la diablura que le voy
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a hacer; no le quedarán ganas de volver a robarse mis tunas”. Me bajé de mi
caballo y en dos por tres lo pepené. Un mocito de diez años, un demonche que
chillaba, loco de miedo. El amo, a risa y risa, le quita la cuchilla y le tumba los
calzones... ¡zas... zas...! de donde somos lo que mero semos... ¡ni rastro... Me
acuerdo y echo el estómago de pura risa. (108)
Si bien la escena es contada de una manera nebulosa, sin muchos detalles,
resolviendo las partes estruendosas con frases alusivas, queda claro lo terrible de la acción
del poderoso Andrade. ¿Para quién se realiza ese acto? El espectador no es sólo Marcelino,
ni a él se dirige únicamente. Tampoco es un castigo o una advertencia sólo para el niño.
Todo acto de poder va más allá de quienes aparecen en la escena, sean verdugos, víctimas o
ayudantes fascinados. El cuerpo del niño se convierte en una señal hacia los otros hombres,
los otros machos, de lo que el amo tiene la capacidad de realizar, su ausencia de límites
morales, de lo que haría con todos y cada uno de los cuerpos si rompieran la frontera de su
poder. Un recordatorio de que es dueño de los otros y puede mutilarlos, romperlos,
quebrarlos, sin que una moral o una ley lo detenga, porque él es capaz de romper con esa
moral y esa ley para mantener su dominio sobre los cuerpos. De esos actos terribles
depende su poder, tal como lo analiza Elías Canetti1:
Como cualquier otra cosa, el poder también tiene fin. Quien niega obediencia
presenta combate. Ningún gobernante está definitivamente seguro de las
obediencia de su gente. Mientras se dejen matar por él puede dormir tranquilo.
Pero en el momento en que uno se sustrae a su juicio, el gobernante corre peligro.
El sentimiento de ese peligro está siempre vivo en el poderoso. (228-229)
En esta lógica, quien mantiene poder sobre un grupo humano debe estar emitiendo
mensajes a los dominados, para que ellos (y él mismo) no duden de que él lo controla todo.
La mutilación del niño toca el centro de la masculinidad, al núcleo del poder de
cada macho: “de donde somos lo que mero semos..”. Le arranca al niño la posibilidad de
ser, de dominar o de amenazar con su virilidad al poder. Le indica a los otros que también
podría ir por ellos y destrozarlos, si rompieran las fronteras simbólicas del poder. El cuerpo
1 Elías Canetti. Masa y poder. Barcelona: Muchnik Editores, 1981.
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del niño se transforma en un mensaje múltiple. El poderoso se mantendrá como tal en la
medida en que pueda ir más allá que cualquier otro en sus actos de violencia y crueldad. Es
una marca, como seguramente habrá muchas otras, que indica el lugar del poder y las
maneras de ejercerlo y conservarlo. Los sometidos se aterrorizan ante estas historias, pero
también se fascinan y llaman hombría a estos elementos sádicos.
Los más fascinados se convierten en cómplices, ríen de los extremos crueles, se
satisfacen también con la práctica del poder. Le exigen a los herederos del poder que sean
como sus padres o que vayan todavía más allá. Sus risas acompañan la justicia narcisista de
quienes ejercen el poder. Parecen de alivio porque a ellos, por esta vez, no les ha tocado
morir de esa manera. Por supuesto, algo de placer necrófilo tienen, pero sobre todo resalta
que encuentran en la orilla del poder, en la complicidad, su posibilidad de salvación, de que
no los quiebre el ejercicio del poder sobre los cuerpos.
Admiración y desprecio se otorgan en relación directamente proporcional a la
capacidad de violencia, sadismo y crueldad que pueda desplegarse para los otros, ante los
otros. Los sometidos son los espectadores del poder y de las señales de fortaleza o debilidad
parece depender el grado en que se sentirán dominados o con la esperanza de derruir al que
tiene en ese momento el poder, para sustituirlo por otro más cruel y violento. Quienes más
viven esta admiración son los secuaces cercanos, los que aspiran a las migajas de poder y
seguridad que caigan de la mesa de los dueños de vidas y haciendas.
El personaje de Marcelino representa las diferentes posibilidades de esa admiración
y fascinación por los actos del poderoso. El no realizarlo, el permitir que los dominados (¡y
sobre todo las mujeres!) levanten un poco la voz, es la peor de las debilidades. Para estos
espectadores, sólo el gesto violento e impune mantiene la hombría y el poder: “Marcelino
sonríe despectivamente. ¡En lo que han quedado los Andrades! ¡Qué esperanzas que uno de
aquellos viejos, de veras hombrecitos, hubiera aguantado semejante chifleta! Este infeliz,
insultado por una mujer, todo lo compone con reírse, sí, con reírse como un imbécil, como
Tico el bienaventurado; y no sabe qué contestar”. (102) Para el criado cómplice Marcelino,
los extremos se han tocado: al no ejercer el poder con violencia a cada paso, el patrón se
asemeja a Tico, el idiota del pueblo.
En la visión del poder ancestral que tienen los peones de la hacienda, Julián
Andrade no es para nada parecido a los gigantes sádicos de su pasado, porque se deja
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dominar por las mujeres (crimen capital en la concepción machista del poder). Apenas
alcanza a responder los insultos de Mariana y se deja poseer por la pasión hacia Marcela.
Los espectadores, tanto los aterrorizados como los fascinados, piden que el poderoso sea
capaz de actuar como se les ha acostumbrado durante siglos.
Marcelino da testimonio de esa naciente debilidad: “Marcelino, helado, piensa: ‘Oh,
de los Andrades no queda ya más que el nombre’ ”. Este peón necesita que vuelva la
violencia desmesurada de los poderosos Andrade tanto como Julián, que se siente
impotente al no igualar a sus mayores. Marcelino requiere de su complicidad para
revitalizarse. Cuando le propone a Julián Andrade el modo de asesinar al caballerango
Gertrudis, se transforma con la simple idea:
(...) le castañetean los dientes; un raudal de juventud y vida nueva circula por sus
ventanas. Aunque está frontero a los sesenta, ¡caramba!, todavía se siente capaz de
gozar... a su modo; cada cual tiene el suyo. Sus dientes entrechocan y el placer se
hace tan intenso que supera las pobres fuerzas del viejo, quien, para ocultarlo y
poder resistirlo mejor, vese constreñido a buscar pretexto que le sincere ante sí
mismo. (104)
A pesar de que también son sus víctimas, los espectadores de la violencia exigen
que el poder conserve sus maneras, porque de otra manera ellos se sentirán impulsados a
sustituirlo, a reemplazarlo, mínimo a burlarse de quienes ahora ya no saben dominar, de
quienes están decayendo. Los poderosos lo saben y dominan su miedo a fuerza de
provocarlo en los otros.
Al trazar el microcosmos de haciendas, peones y patrones en Mala yerba, Mariano
Azuela no narra una situación excepcional. Los Andrade simbolizan a cualquiera que ejerza
el poder. Violencia, crueldad, asesinatos, avidez por los bienes materiales, indican rasgos
compartidos por muchos de los poderosos de ese y de todos los tiempos, puesto que —
como afirma Canetti—: “Cada ejecución de la que es responsable (el poderoso) le confiere
algo de fuerza”. (229) Al filo de la tempestad de la Revolución Mexicana, algunos
hacendados decaían y los sometidos esperaban su momento de tomar su tajada de poder.
Atrapado entre sus propios deseos, la violencia y las tendencias criminales de su
clase social, Julián Andrade encuentra la manera de ejercer su poder hasta sus últimas
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consecuencias asesinando a quienes lo han desafiado o despreciado de una u otra manera:
Gertrudis, Marcela e incluso a Marcelino, cómplice fascinado de crímenes y sadismos,
testigo de un pasado que se sabe incapaz de repetir en todo su esplendor y sangre. Será uno
de sus últimos actos para mantenerse en el poder. Otros lo reemplazarán, pero no serán
menos crueles que él y realizarán tantas o más ejecuciones que las suyas. Quienes lo
ejercen cambian, pero los mecanismos del poder continúan, preservados por verdugos,
víctimas y fascinados cómplices.
OBRAS CONSULTADAS
Azuela, Mariano. Mala yerba y Esa sangre. Colección popular número 106. México: FCE,
1984.
Canetti, Elías.Masa y poder. Barcelona: Muchnik Editores, 1981.