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1 XIV ENCUENTRO DE LA FEDERACIÓN ICARIA Pedagogías de la memoria. Historia y didáctica crítica Madrid, 30 de junio, 1 y 2 de julio de 2011 MATERIALES PARA LA PONENCIA CENTRAL Texto principal Historia con memoria y didáctica crítica Raimundo Cuesta……………………………… 2 Problemas y cuestiones en torno al texto………………………………………………. 34 Textos complementarios Los escenarios de la memoria: historia, recuerdo y visualidad Javier Gurpegui……………………………….. 35 Problemas y cuestiones en torno al texto………………………………………………. 58 La fotografía, el espejo con memoria Jesús Á. Sánchez……………………………… 59 Problemas y cuestiones en torno al texto………………………………………………. 67

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XIV ENCUENTRO DE LA FEDERACIÓN ICARIA

Pedagogías de la memoria. Historia y didáctica crítica Madrid, 30 de junio, 1 y 2 de julio de 2011

MATERIALES PARA LA PONENCIA CENTRAL

Texto principal Historia con memoria y didáctica crítica Raimundo Cuesta……………………………… 2 Problemas y cuestiones en torno al texto………………………………………………. 34 Textos complementarios Los escenarios de la memoria: historia, recuerdo y visualidad Javier Gurpegui……………………………….. 35 Problemas y cuestiones en torno al texto………………………………………………. 58 La fotografía, el espejo con memoria Jesús Á. Sánchez……………………………… 59 Problemas y cuestiones en torno al texto………………………………………………. 67

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XIV ENCUENTRO DE LA FEDERACIÓN ICARIA Pedagogías de la memoria. Historia y didáctica crítica Madrid, 30 de junio, 1 y 2 de julio de 2011

Historia con memoria y didáctica crítica Raimundo Cuesta

Son demasiados los que esperan fuera. Al que no tiene nada y se conforma con ello se le quita además lo que tiene. Pero el impulso hacia lo que falta no cesa jamás. La carencia de aquello en lo que se sueña no causa menos, sino más dolor. Y ello impide acostumbrarse a la miseria. Lo que causa siempre dolor, oprime y debilita tiene que ser eliminado (E. Bloch, El principio esperanza. II, 1979, 11).

0.-Introducción A menudo ocurre que la cumbre del éxito es la etapa anterior al fracaso. Algo de eso sucedió en las relaciones entre historia (la explicación del pasado a cargo de los historiadores) y memoria (la experiencia recordada y narrada). Aquélla, en efecto, tras un largo caminar, alcanza su consagración académica y científica en el siglo XIX, lo que legitima su radical divorcio de la memoria, con la que había mantenido una cohabitación muy estrecha y duradera. Pero el actual derrumbamiento de las certezas sobre las que la ciencia historiográfica había erigido su triunfo, la crisis de los paradigmas de las ciencias sociales de los años setenta del siglo XX, y el posterior giro cultural y lingüístico contribuyeron a replantear los supuestos de las antiguas vinculaciones. A más abundamiento, los abusos “progresistas” de la historia científica (el progreso como marco y horizonte determinista) y los graves acontecimientos del siglo XX, el de las catástrofes irreparables, el colonialismo, el totalitarismo, las guerras mundiales y las transiciones a la democracia, han puesto en el centro de la atención el uso de la memoria, han convertido a la rememoración del pasado desde la experiencia en una nueva e indispensable categoría cognitiva y ética. En cierto modo, el regreso de la memoria a la escena representa una venganza de aquélla respecto a los aires de superioridad de la historiografía. Claro que, por su parte, la memoria, en tanto que razón anamnética (razón rememorante), comparece en el nuevo escenario negando su pasado como disciplina mnemotécnica, expediente de celebración monumentalista del pasado y exaltación reaccionaria de las esencias nacionales al servicio de las clases dominantes. Para lo que aquí interesa, el regreso de la memoria debe situarse dentro de la impugnación del modelo de la razón ilustrada, propio de las concepciones del mundo que se interrogan sobre la superación y transformación del tipo de sociedad en la que vivimos. En este artículo se defenderá precisamente, como sustancia inseparable de una didáctica crítica una nueva forma de conciliación, en el terreno de la educación, entre la historia y la memoria. A esa suerte de nueva aleación, muy diferente a la de antaño, le llamaremos historia con memoria. 1.- Historia de la memoria: una tardía mutación conceptual Existe una sutil, relevante y duradera imbricación entre genealogía, memoria e historia conceptual. De donde se infiere que la historia del concepto memoria constituye una suerte de obligada y pertinente pesquisa a la hora de defender una nueva enseñanza de la historia fundada, a su vez, en una renovada concepción de la memoria como herramienta de educación crítica (y de crítica de la educación). Considerada la genealogía y etimología de la palabra, nuestra hipótesis de partida, que aquí y ahora sólo

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se puede explayar con el esquematismo al que obliga el espacio disponible y la esperable paciencia del lector o lectora, sostiene que este término, vetusto vestigio de larga duración, a diferencia de otros como educación, historia, cultura y demás heraldos conceptuales de la modernidad, persiste en su prístino “ser” durante mucho más tiempo1 sin sufrir las mutaciones semánticas acaecidas en el resto, lo que retrasa notablemente la inserción de sus usos más innovadores en la mayoría de los diccionarios que normalizan la lengua castellana. Y ello es así por el hecho de que la memoria, considerada desde antiguo como una capacidad mental que guía la virtud de la prudencia y como un abanico de técnicas mnemónicas para evitar el olvido, atraviesa la transición de las sociedades orales a otras en las que reina la escritura, y llega, con muchas de sus viejas vestimentas, a las puertas de la era digital, donde finalmente y merced a motivaciones no principal ni meramente tecnológicas, deviene, desde el periodo de entreguerras del siglo XX, en categoría que alberga nuevos horizontes conceptuales y prácticos2, que empiezan a mellar su tradicional unión/separación con la historia, mordiendo y restando contenido semántico a ésta. Por lo demás, memoria es, en verdad, palabra de larga vida y dura resistencia a la mutación conceptual de la modernidad. Sus raíces latinas son transparentes y su uso castellano se remonta a la baja Edad Media, donde, según Corominas (1974), ya comparece en los escritos de Berceo, aunque la forma más empleada y popular se vincula al verbo membrar (de latín memorare) en el sentido de “acordarse” o “recordar algo a alguien”. Con el tiempo se impondrá la forma culta “memorar” (y “rememorar”) y “memoria”, pero ya desde antiguo el espacio semántico enlaza sutilmente el recuerdo con la prudencia, no en vano, membrado aparece en el Poema de Mío Cid como “prudente, entendido” (Corominas, 1974). Desde entonces el término va puliendo su significado y perfilando la acepción de la memoria como capacidad mental. Todavía en el diccionario de Covarrubias (1611) se aporta una definición muy lata: “memoria est firma animi rerum et verborum dispositionis perceptio” (o sea, “la memoria es la percepción firme del espíritu de las cosas y del orden de las palabras”). Pero ya en 1732 el Diccionario de autoriades de la Real Academia Española da cabida y acoge una definición, cuya primera acepción, va a convertirse en canónica, pues su empleo llega hasta nuestro tiempo:

“Una de las tres potencias de alma en la cual se conservan las especies de las cosas pasadas, y por medio de ella nos acordamos de algo que hemos percibido por los sentidos. Reside esta potencia en el tercer ventrículo del cerebro, donde los espíritus vitales imprimen las imágenes o figuras de los objetos que entran por los ojos. Es voz puramente latina” (Diccionario de autoridades, 1732).

1 La historia de esos otros conceptos la hemos estudiado en otra parte (Genealogía y memoria. Educación e historia, Salamanca, 2010), donde he ensayado una alianza táctica y metodológica entre genealogía y la historia conceptual al estilo de R. Koselleck. Ese atraso relativo no empece para que el mismo concepto de memoria en sentido amplio experimente una continua expansión conforme se convierte en objeto y motivo de reflexión de ciencias como la psicología, la biología, la cibernética, la neurociencia y otras disciplinas. 2 Los conceptos historia, educación, cultura, civilización y otros se convirtieron en el siglo XVIII en herramientas del cambio de perspectiva que trae la razón moderna. Los nuevos usos de memoria, en cambio, van a constituir un nuevo concepto-heraldo de la crítica de esa misma modernidad que se forja en el seno de la razón ilustrada. Más adelante citaremos algunas de las fuentes intelectuales (sociológicas, etnográficas, filosóficas, historiográficas, etc.) de este giro crítico, entre las que destacamos el peso de la Teoría Crítica de la Escuela de Frankfurt y, en menor medida, la teología política de J. B. Metz y discípulos.

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“Potencia de alma por la cual se retiene y recuerda algo del pasado” (RAE, 1992).

Más allá de las curiosidades acerca de la topografía cerebral y el lenguaje del tiempo, habla el primer texto con elocuencia de la memoria como potencia del alma, siguiendo la vieja tradición ciceroriana reapropiada por el cristianismo y asociada, como luego se verá, a la virtud (a la prudencia su inseparable aliada en la iconografía y en los escritos que se remontan al mundo clásico). Si nos fijamos, por un momento, en otras acepciones de segundo orden (fama, monumentos, obras pías, relación de gastos, escritos y disertaciones, recados, saludos, relación para ilustrar la historias, anillos que se ponen para recordar algo, etc.), los diccionarios de la Real Academia de finales del siglo XX, como el de 1992 citado más arriba, no recogen otra novedad que incluir un conjunto de nuevos usos estrechamente vinculados con la informática (“dispositivo físico, generalmente electrónico, en el que se almacenan datos e instrucciones para recuperarlos y utilizarlos posteriormente”)3. Otra vez queda en evidencia que la pereza conservacionista de los autores de los diccionarios lleva a seguir llamando a la memoria “potencia de alma” y a obviar cualquier repertorio de significados procedentes de la neurociencia o las nuevas ciencias sociales. Por lo tanto, olvídese el lector de toparse con los nuevos usos y, desde luego, los nuevos sintagmas, como memoria colectiva o memoria histórica, expresiones emblemáticas de los renovados horizontes de la memoria4. Lo más innovador que se puede encontrar es, una vez más, en el Diccionario de usos del español de María Moliner (2007), donde la voz memoria hospeda en su interior no sólo a una facultad psíquica (pasa a mejor vida lo de “potencia del alma”), sino también una “conciencia del pasado histórico”. Justamente pensamos que una historia crítica ha de ser una historia del presente, una historia que haga uso de la memoria, no como potencia del alma o mero artilugio para insertar recuerdos, sino como instrumento de crítica del presente. Claro que tal pretensión ha de luchar con la caudalosa herencia de la memoria, cuya historia es ya necesario abordar. La historia de la memoria divaga entre dos caudales que siempre se cruzan y a menudo son difíciles de distinguir: el río de la mnemotecnia y el río la ética. Técnica y virtud desembocan en la misma facultad del alma. Ya en la escolástica la dimensión ético prudencial de la memoria había triunfado, como demuestra el siguiente fragmento de la Suma Teológica de Tomás de Aquino: “La Prudencia se sirve de la experiencia y del pasado para la posesión del futuro. Luego la memoria es parte de la Prudencia” (Yates, 1974, p. 95). Este singular enlace lógico y ético entre los tres tiempos de la historia, cultivado por los clásicos y reforzado por las reflexiones de san Agustín, constituye un lugar común de la tradición occidental, que, desde la antigüedad hasta el mundo moderno, se expresa frecuente y transversalmente en la literatura y las representaciones iconográficas de la historia del arte. E. Panofsky (2003) estudió magistralmente la genealogía icónica que vincula la virtud de la Prudencia con los tiempos y edades del hombre (la vejez como pasado, la madurez como presente y la 3 Una suerte de contaminación léxica entre memoria e informática se percibe hasta en las canónicas definiciones de memoria a cargo de especialistas en el tema, como por ejemplo en la de este manual de psicología de la memoria: “capacidad para adquirir, almacenar y recuperar muy diferentes tipos de conocimientos y habilidades” (Ruiz Vargas, 2010, p. 22). 4 Que, sin embargo, sí suelen estar presentes en repertorios profesionales de las ciencias sociales. Desde hace algo más de treinta años, por ejemplo, empiezan a emplearse entre los historiadores profesionales y, por poner un caso, mémoire colective comparece en el interesante léxico recopilado por André Burgière (1986) como un término innovador.

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juventud como futuro). Su interpretación del sorprendente e inquietante cuadro de Tiziano, Alegoría de la Prudencia, como síntesis de la tradición occidental sobre las tres edades del mundo y de los hombres5 plasma el sustrato formal y material y los densos estratos del tiempo sobre los que vive y se reproduce un concepto- la memoria- de larga sedimentación semántica. Conviene insistir, si quiera por un momento, en los lazos profundos entre la Prudencia, la memoria y la historia. Cicerón, el máximo tratadista de la oratoria romana y fuente nutricia del pensamiento cristiano posterior, atribuía a la Prudencia (una de las cuatro partes de la virtud junto a la Justicia, la Fortaleza y la Templanza) la capacidad de discernir entre lo que es bueno, lo que es malo y lo que no es ni una cosa ni otra (Yates, 1974, p. 35). Ahora bien, esta faceta prudencial de la memoria, como una de las virtudes capitales, siempre estuvo flanqueada de otra de carácter más bien técnico, en virtud de la cual se predica el ejercicio del recuerdo como memoria artificial, una suerte de ars memoriae al servicio de las capacidades del buen orador (que jamás debe olvidar los meandros de su discurso). Las imágenes espaciales dirigidas a memorizar el tema de una disertación llegaron a generar un auténtica género iconográfico que se prolongará con toda su fuerza hasta bien entrada la edad moderna en preceptivas mnemónicas donde se sistematizaban este tipo de artefactos6. Se atribuye a Simónides de Ceos (556-468 a. C.) el mérito de haber inventado la memoria artificial. Se cuenta con reiteración la anécdota en todos los tratados de Retórica de cómo, gracias a las dotes de este legendario bardo, se pudo identificar los cadáveres de un accidente ocurrido en un banquete en el que había recitado sus poemas. La asociación en su mente de personas y lugares permitió congelar la realidad en los momentos previos al trágico acontecimiento. Y de este modo esa ingeniosa alianza entre espacios, imágenes y personas estaría en el origen de las técnicas de ejercitación de la memoria, que darían lugar a multitud de tratados mnemónicos, muy especialmente antes que se generalizara el uso de la imprenta. Esta huella nmemotécnica se prolonga y llega hasta los umbrales de los primeros manuales escolares de historia del siglo XVIII, donde las estratagemas contra el olvido se realizan mediante versos artificiales y artilugios visuales de vieja progenie. En plena cultura de lo oral es fama que había hombres-memoria especializados en la custodia del patrimonio de recuerdos comunes a la comunidad. Todavía en tiempos de Sócrates, como subraya A. Manguel (2006, p. 124), el texto escrito no era una

5 Esta pintura glorifica la Prudencia mediante un lenguaje cifrado y jeroglífico que se remonta a los esotéricos cultos al dios egipcio Serapis y al Apolo de los griegos. En el óleo comparecen tres cabezas humanas, dos de perfil (un viejo, el propio pintor y un joven, su nieto) y una de frente (un adulto, el hijo del artista); debajo una tríada de animales en la misma posición: frontalmente y bajo el adulto un león (el fiero presente), y de perfil, un lobo (animal devorador de la memoria y los restos del pasado) y un perro (anuncio grato del futuro). Esta combinación de elementos antropomórficos y zoomórficos representa, al decir de Panofsky, una síntesis visual de la tradición occidental con la egipcia y, tras ser revitalizada y resucitada por Petrarca, configura el repertorio iconológico que ha procurado plasmar la percepción humana del tiempo y la historia como la sucesión de tres lapsos, estados o edades. 6 El libro de Yates (1974) es un excelente ensayo, ya clásico, sobre el tema. Allí la figura de Simónides, el inventor fabuloso de la mnemotécnica, figura como un normalizador de un uso que se desarrollará al máximo en el mundo medieval. Su autora desentraña las tramas expresivas de la memoria artificial desde el mundo antiguo hasta el Renacimiento, y sus prolongaciones en las artes esotéricas y el ocultismo. Véase también, la síntesis, hasta la actualidad, del devenir de la memoria según J. Le Goff (1991). Y, por su puesto, consúltese la documentada génesis de la concepción de la memoria en P. Ricoeur (2003).

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herramienta habitual y el conocimiento y el aprendizaje se adquiría principalmente por la palabra de los grandes maestros orales. En aquel tiempo, a pesar de existir los textos escritos, la palabra y la cultura oral ostentaban la primacía y precisamente la necesidad de conservar en la mente los poemas, canciones y narraciones obligaba al uso de tretas mnemónicas más o menos sutiles, que, mientras no se impuso del todo la escritura y sobre todo la imprenta (y eso tardó mucho en ocurrir), dieron lugar al género de los tratados sobre memoria artificial. En cierto modo, la tenaz y larga pugna entre lo oral y lo escrito y su relación con la memoria quedó perdurablemente ilustrada en un célebre pasaje de uno de sus no menos celebrados diálogos de Platón (Fedro, o la belleza), donde se aborda el mito del origen de la escritura7. La escritura queda allí descrita como una suerte de sucedáneo de la memoria. No obstante, el texto escrito y luego leído en público se convirtió en una imbatible e ineluctable prolongación de la memoria. En las culturas orales y en la larga transición hasta el pleno triunfo de lo escrito, la memoria poseía una función social de conservación y reproducción de primer orden. De ahí que en la mitología griega comparezca un cierto culto a la memoria bajo la figura de Mnemósine y su hija Clío8. Madre e hija sostienen el recuerdo de las glorias de la comunidad. Ahora bien, la estrecha y duradera relación ente Mnemósine y Clío, el cemento funcional que asocia memoria con historia, se debe al común uso de ambas por la Retórica en el mundo grecorromano y al duradero molde mnemotécnico y prudencial (la historia como magistra vitae), que posteriormente es objeto de permanente replicación en las sociedades precapitalistas occidentales. Por lo tanto, los usos de la memoria se prolongan, sin excesivas variaciones, en el extenso camino que lleva de la oralidad hasta la primera cultura escrita y de ésta a revolución de la imprenta en la época moderna. En cierto modo, hasta la invención de Gutenberg en el siglo XV, que ocasiona una revolución en los modos de comunicación y de leer, las producciones simbólicas europeas se mantuvieron adheridas a algunas de las pautas de las culturas orales y a las añejas formas de la cultura escrita sin imprenta9,

7 Allí se narra cómo el dios inventor de la escritura y otras artes defendió ante el rey Thamus de Egipto sus benéficos efectos sobre la memoria, a lo que éste replicó que, era preciso distinguir entre la memoria viva que ejercita cada cual en su pensamiento y la rememoración silenciosa que facilita la escritura. Los temores y prevenciones del egipcio ante esa memoria externa y silenciosa que suponía la escritura se han multiplicado exponencialmente tras la imparable influencia de la imprenta, los archivos digitales y la red de redes. 8 La titánide hija de Gea (La Tierra) y Urano (el Cielo), hermana de Crono (personificación del tiempo que enarbola una hoz) y madre de las nueve musas concebidas al yacer con Zeus durante igual número de noches en una gruta del monte Citerón. Esta madre de las musas (“¡Dichoso aquél a quienes la musas aman!”, dice Hesíodo en la Teogonía) y señora de la memoria es engendradora de un perpetuo recuerdo de las artes que sus hijas inspiran. Una de ellas, Clío (representada al modo clásico con un rollo de escritura en las manos), será la musa de la historia, un saber entonces difuso y casi indistinguible de la poesía. Aquí el genealogista debe hacer etimología y evocar que la raíz originaria de Clío es kleo, o sea, un verbo que abarca un campo semántico relacionado con la acción de cantar, alabar, celebrar…Basta recordar el comienzo de la Ilíada: “Canta, oh diosa, la gloria del Pelida Aquiles…”. 9 Al decir de A. Briggs y P. Burke (2002, p. 20) en la Europa del mundo clásico y medieval, la literatura se escribía para ser oída y la cultura era esencialmente oral. La imprenta empezó a cambiar las cosas y aunque se discute acerca de hasta qué punto las cambió, lo cierto es que se inicia un nuevo continente y un nuevo molde de pensar, leer y trasmitir el conocimiento, que afectó, sin duda, al papel de la memoria. Sobre las relaciones entre el modo de pensamiento y las tecnologías de la comunicación existen obras muy importantes y lúcidas, aunque no exentas de polémica. La escuela de teoría de los medios de Toronto, asociada a la figura de M. McLuhan, y sus colegas W. Ong, H. Innis o E. Havelock, señala la estrecha relación entre los medios y los mensajes, y la vinculación entre culturas, medios y formas de

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lo que conllevaba un uso determinado de la memoria (principalmente mnemotécnico y prudencial), el primero de los cuales se va erosionando y debilitando conforme los soportes externos al sujeto (la escritura tipográfica y luego electrónica) fijan nuevos medios de retención de la información al servicio del pensamiento y las actividades humanas. Auque no sólo a causa de esta impresionante revolución tecnológica, desde la época moderna, se asiste a un declive de la memoria artificial que cada vez más se refugia en tareas menores como eran los primeros libros pedagógicos y los modelos iconográficos que dan sentido a los emblemas e ilustraciones barrocos (Eisenstein, 1994, p. 46). Este proceso de decadencia se refuerza ante el comienzo del imparable desarrollo del pensamiento científico desde el siglo XVII, momento en el que el estatuto de la historia asociado a la memoria dejaba lugar a más de una duda. Precisamente, en la misma taxonomía del conocimiento pergeñada por el canciller de F. Bacon (De la dignidad y desarrollo de las ciencias, 1623), que, luego pasa al discurso preliminar de la Encyclopédie, la memoria se presenta como facultad humana bajo cuya potestad se refugian saberes como la historia, pero también como una facultad susceptible de ser estudiada, en cuanto parte del cerebro, dentro de la los conocimientos que se acogen bajo la jurisdicción de la razón. En todo caso, durante el siglo XIX, al convertirse la historia en ciencia, la memoria fue expulsada del nuevo territorio, de forma que aquí la rebelión freudiana cobró la forma de insurrección de la hija contra la madre, de Clío contra Mnemósine. Así pues, gracias al nuevo régimen de verdad sustentado en el método científico, la memoria, arrancada de su viejo regazo, disputará a la historia la alabanza de los gestas del nuevo Estado nacional, confundiéndose o diluyéndose en la misma historia monumental. Pero su vida permanecerá en situación de irreversible descrédito, que se ve acrecentado cuando los pedagogos renovadores, desde el Renacimiento (Erasmo es un caso muy notable)10, emprenden una cruzada de desprestigio del saber meramente memorista, cuyo ecos son recogidos y ampliados por todo el movimiento de la Escuela Nueva de los siglos XIX y XX. La evolución de la tecnología de la información, la proliferación de memorias externas mecánicas y luego electrónicas agravará el declive y predicamento del que la memoria, en su versión convencional, gozó durante tanto tiempo en la cultura occidental. Y, sin embargo, hoy, desde el punto de vista de su uso público, vivimos en una etapa de revalorización de la memoria hasta el punto de que se habla de una hiperinflación y de una banalización, merced al cual los aspectos más trágicos del siglo XX han devenido

pensamiento. W. Ong en su seminal obra Orality and Literacy (1982; edición española en FCE; 1987) distingue entre pensamiento de base oral, de base quirográfica, de base tipográfica y de base electrónica. Por su parte, el antropólogo J. Goody (La domesticación del pensamiento salvaje, Akal, 1985) habla de “amnesia estructural” como característica de algunas culturas orales incapaces de separar el pasado del presente, y sostiene que la mnemotécnica es disciplina desconocida en las cultura totalmente orales (cuya lógica era más narrativa que de fidelidad estricta a las palabras) y sí, en cambio, viene asociada a la escritura. De ahí que los textos homéricos sean producto de una memoria creativa y no sólo reproductiva. Véase al respecto también, Le Goff (El orden de la memoria, Paidós, 1991). Igualmente son muy útiles las reflexiones de A. Viñao (1999) sobre la lectura y la escritura como prácticas culturales en el entorno escolar. 10 Dice en su De ratione studii (1512):”a pesar de que la memoria pueda ser ayudada por lugares e imágenes, también la mejor memoria reposa sobre tres cosas de máxima importancia: estudio, orden y preocupación” (citado por Le Goff, 1991, p. 162). En realidad, no sólo Erasmo consideraba el memorismo como parte del oscurantismo medieval. También el reformador Melanchton en su Rhetorica elementa (1534) prohibirá a sus alumnos hacer uso de los trucos mnemotécnicos porque “para él la memoria forma una unidad con el normal aprendizaje del saber” (Ibidem).

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en parque temático y motivo del turismo cultural11. Un nuevo y trivial espectáculo de la cultura de masas, una parte cada vez más sustancial de la sociedad del espectáculo. No obstante, este resurgimiento de la memoria posee también otras razones más valiosas y raíces de muy profunda meditación, que son consustanciales a nuestra idea de historia con memoria. El concepto, que había permanecido impermeable a las mutaciones conceptuales de la modernidad12, ahora renace bajo nuevas cargas semánticas y dentro de un contexto de crítica y ruptura con la lógica imperante en la modernidad. 2.- Cambio conceptual, pensamiento crítico y razón anamnética En efecto, se diría que el surgimiento, en el curso del siglo XX, de los nuevos usos (los críticos) de la memoria es fenómeno que se inscribe dentro de la producción de algunos de los discursos impugnadores de la razón moderna, de ese metarrelato que, fundado en la Ilustración, había dominado el mundo capitalista occidental entre los siglos XVIII y XX. Las huellas del cambio conceptual del término memoria, mutación estratégica en la revisión de la modernidad, implica indagar cómo una facultad individual (una potencia del alma al servicio de la prudencia), y una artificiosa tecnología del recuerdo cada vez más desvinculada de la ciencia de la historia, deviene en herramienta cognitiva y política de primer orden con vistas a debelar la racionalidad del mundo social del capitalismo y sus justificaciones históricas. A tal fin, convendrá, pues, efectuar una breve incursión genealógica en los rastros que orlan ese itinerario que eleva la memoria desde una existencia técnico-mecánica y prudencial hasta las cumbres de un horizonte de pensamiento crítico. Desde luego, este renacimiento, iniciado en el periodo de entreguerras del siglo XX, no ha sido fruto de un día y ha contado con fuertes resistencias por parte del gremio de los historiadores, que hasta avanzados los años setenta (como pronto) no empieza, por parte de su sector más avanzado, a prestar atención a los nuevos enfoques sobre las relaciones entre la memoria y la historia. Por ejemplo, la idea de memoria colectiva sostenida en la obra de M. Halbawchs, excepto una primerizo interés de M. Bloch, no mereció la atención de la Escuela francesa de los Annales hasta su tercera generación, cuando en el curso 1977-1978, P. Nora la introduce, de la mano de la historia del presente, en su seminario de la parisina Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales. Todavía en 1978, ese mismo historiador, en un artículo emblemático sobre mémoire collective, que en cierto modo sirvió de carta de presentación del concepto en sociedad, publicado dentro del muy relevante diccionario enciclopédico del saber histórico (La nouvelle histoire, CELP, Paris, 1978) comenta cómo el uso de mémoire collective está encontrando las mismas dificultades y desafíos que treinta años antes tuvo que afrontar la entrada en el vocabulario historiográfico de la palabra mentalité, pero augura, como así fue, un fecundo futuro al término (Nora, 1978, p. 398)13. Todavía hoy muchos

11 Véase, por ejemplo, una descripción muy atinada de este asunto, lo que otros llamaron “americanización de la memoria”, en A. Lozano (2010), El Holocausto y la cultura de masas, Melusina, asunto que traté más ampliamente en Cuesta (2007). 12 Me refiero al entendimiento social de la memoria y no a la gran expansión semántica que sufre como consecuencia de la incorporación de nuevas ciencias como la biología (el código genético como memoria de la especie) o la psiquiatría freudiana (memoria latente), o la cibernética (memoria digital), por citar algunos campos. Y eso por no mencionar, desde los tempranos estudios sobre la amnesia o los más recientes sobre la enfermedad de Alzheimer, el conjunto de patologías de la memoria que hoy, en pleno reinado de la edad provecta, están tristemente de moda. 13 Los trabajos de J. Cuesta (1993 y 2008) explican el proceso constituyente de estas miradas atentas a la memoria colectiva, dentro y fuera de España. En Francia, bajo el impulso de P. Nora y de otros historiadores próximos a la historia reciente, historia inmediata o historia del tiempo presente, los

Juan Mainer BaquéComentario: un

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cultivadores hispanos de la historiografía muestran muchos escrúpulos y copiosas resistencias a dejar que la memoria, hija pequeña de la historia, al decir de S Juliá (2007), traspase las puertas de las impolutas estancias donde habita Clío. El mismo E. Traverso (2007) da noticia de la indiferencia que la ciencia histórica en particular y los científicos sociales en general, han mostrado respecto a la memoria hasta hace poco, recordando que, aún en los años 60 el concepto memoria no aparecía en la edición de la norteamericana International Enciclopedia of the Social Sciences de 1968. No obstante, transcurridas dos décadas más, en las bases de datos de información bibliográfica la situación se torna totalmente distinta, haciéndose desbordante el volumen de menciones en los dos últimos decenios del siglo pasado, tiempo coincidente con una suerte de take off de la presencia de la memoria en la filosofía y las distintas ciencias sociales. En todo caso, poco a poco, antes en la sociología y en la antropología, y luego en la historia, ya apunta y comparece tempranamente un papel, como objeto de estudio y como método de indagación, cada vez más destacado de la memoria. En un principio, sin embargo, sólo en los márgenes de la historiografía oral y popular es donde se asienta su primer cultivo. Pero, tras la crisis de los paradigmas estructurales en los años setenta, y en el contexto del debate sobre la modernidad y dentro del giro subjetivista y culturalista de los modelos explicativos dominantes en las ciencias sociales, es cuando asistimos a la forja de prácticas discursivas impregnadas de una nueva lógica anamnética que reclama la experiencia y el recuerdo como parte insoslayable del mismo acto de pensar y entender el mundo. Ello ha supuesto una reordenación de las fronteras epistemológicas entre memoria e historia, volviéndose cada vez más borrosas al punto de que historiadores culturales como R. Chartier (2005) consideran tales delimitaciones territoriales como falsos dilemas del pasado incompatibles con las nuevas orientaciones de la historiografía. Desde el campo filosófico, donde la recuperación del instrumental cognitivo de la memoria ha colonizado los espacios del pensar antipositivista, también se han hecho incursiones en el discernimiento y diferenciación entre historia y memoria. Autores como R. Mate (2009, p. 21), sin embargo, prefieren no afrontar directamente la contraposición entre ambas y dan en practicar una suerte de “entrada irónica” en este asunto, un mirada, siguiendo a Benjamin, atenta al “pasado ausente del presente” (el de

estudios sobre la memoria colectiva logran una gran expansión en los años ochenta, en los que se registra la publicación de la monumental Les Lieux de la mémoire (1984-1992). En España esa expansión empieza a brotar en la década siguiente y ha tenido un crecimiento exponencial en relación a los estudios sobre la guerra civil y la transición a la democracia, siendo la obra de P. Aguilar, en 1996, un hito extraordinariamente significativo. Incluso un tipo de historiografía y de ocupación como la de J. Aróstegui (2004), con su historia vivida, ha merecido la creación de una cátedra de Memoria del siglo XX en la Universidad Complutense, y este hecho, junto a la proliferación de publicaciones periódicas sobre el tema a lo que debe añadirse la emergencia, desde finales del siglo XX, de un movimiento asociativo, vinculado a la excavación de las fosas de las víctimas del franquismo, por la recuperación de la memoria histórica. No obstante, en el estricto campo académico, los trabajos historiográficos sobre la memoria están lejos de ser algo parecido a lo que nosotros reclamamos. Para P. Nora y los que siguen sus huella, la memoria se ha convertido en un objeto de conocimiento, sucedáneo del ya manido término de mentalidades, nuevo vocablo que permitiría hacer un renovado tipo de historia simbólica o de las representaciones imaginarias de las naciones u otras colectividades más restringidas. En cierto modo, en P. Nora (1998) sería una forma de completar los intentos de hacer una historia nacional de Francia y, por consiguiente, de apresar “lo francés” dentro de un nuevo régimen de verdad de profunda raíz idealista. Este restringido propósito nada tiene que ver con nuestra idea de historia del presente, tal como lo expusimos con algún detalle (Cuesta, Mainer y Mateos, 2008), cuya razón de ser estriba no tanto en convertir la memoria en objeto de estudio, sino concebirla como método crítico-político de aproximación a la realidad.

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los vencidos de ayer y los olvidados de hoy), de modo que ahí el espacio entre historia y memoria queda como el de una borrosa superposición14. No obstante, nos tenemos que remontar muy atrás para escudriñar las primeras miradas y aportaciones que rompen con el uso convencional de la memoria. Debemos a la magnífica obra de M. Halbwachs, pensador francés que acabó sus días en 1945 en el campo de concentración de Buchenwald, un replanteamiento radical de la concepción de la memoria. Este discípulo de H. Bergson, rebelándose contra su maestro, impugnó la vieja y tradicional concepción idealista e individualista de la memoria que hasta entonces reinaba. En su libro Les cadres sociaux de la mémoire (1925) refutó a su maestro y explicó, siguiendo los imperativos de su formación durkheimiana que la memoria era un fenómeno social, una forma de representación colectiva de la conciencia individual: “el individuo recuerda cuando asume el punto de vista del grupo y la memoria del grupo se manifiesta y se realiza en las memorias individuales” (2004 a, p. 11). En cambio, H. Bergson, en su obra Materia y memoria (edición española en 1921 en Librería Victoriano Suárez de Madrid), dibujaba la memoria como un depósito individual de imágenes acumulado en el curso de la vida de cada persona, de modo que recordar consistía en buscar en lo recóndito de la conciencia individual esas imágenes preexistentes. Frente a esta “memoria pura” bergsoniana, idealista, individualista y platónica, y frente al recuerdo propio del psicoanálisis, motivo también de su atención, Halbwachs afirmaba que la memoria individual y la colectiva comparten los mismos marcos sociales, hasta el punto de que el acto de recordar era una construcción que siempre va desde el presente hacia el pasado: “el pasado, en realidad, no se manifiesta tal cual es, sino que era reconstruido desde el presente (2004a, p. 10), y, añade, en su obra póstuma La memoria colectiva, subrayando las diferencias con Bergson, que “lo que queda en la galería subterránea de nuestro pensamiento, no son imágenes hechas, sino todas las indicaciones necesarias de la sociedad para reconstruir nuestro pasado” (2004 b, p. 77). A pesar de todo, esta decisiva aportación del sociólogo francés seguía distinguiendo, como hacían los guardianes y cultivadores oficiales de Clío, entre la historia (que es fría como la ciencia) y la memoria (que es cálida como la conciencia), pero, además de las evidentes consecuencias epistemológicas que comporta la idea de memoria como construcción social, el discurso de Halbwachs arrebata el valor de la tradición y del pasado de las manos del pensamiento contrarrevolucionario y contrailustrado, y sitúa a la memoria, al decir de Reyes Mate (2008a), en una perspectiva “progresista”, tal como también hará W. Benjamin: “en cada época hay que esforzarse por arrancar de nuevo la tradición del conformismo que pretende avasallarla” (tesis VI Sobre el concepto de historia). Tal horizonte de progreso, si bien se mira, se integra dentro de un proyecto intelectual imperante, desde el último cuarto del siglo XIX, en los maestros de la sociología y de la historia de la III República francesa, la armada intelectual presidida por E. Durkheim, que miraba el presente republicano como un perfeccionamiento del pasado y como un trampolín hacia una mayor y mejor grado de racionalidad y de

14 En la obra de R. Mate, empero, se juega con una ambigüedad calculada al referirse a las relaciones entre memoria e historia. Si bien él no tiene empacho en denunciar el déficit de utilización del instrumental cognitivo de la memoria de los historiadores españoles, como indica en la entrevista concedida a Con-Ciencia Social, nº 12 (2008), véase C. López, D. Séiz y J. Gurpegui (2008), no obstante tiende a establecer una diferenciación entre ambas: “La ciencia y la memoria se comportan respecto al pasado de una manera diametralmente distinta. La que aquélla da por cancelado; ésta lo entiende como pendiente” (La razón de los vencidos, 2008, 210).

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eticidad. Una memoria racional, ética y de progreso que negaba el valor de la memoria como añoranza y nostalgia de los moldes políticos legitimistas inspiradas en la las formas de vida y las mentalidades de la tradición conservadora, y ponía el acento en la faceta colectiva del vivir y convivir en sociedad. Una memoria colectiva que era condición necesaria de socialización democrática bajo las alas paternales del Estado laico y republicano. Por otra parte, la obra de Walter Benjamin, aunque coetánea, se sitúa en otra galaxia y completa, enriquece y, en buena parte, enmienda las aportaciones de M. Halbawchs. Sin duda, sus tesis Sobre la historia (1940) destilan un nuevo régimen verdad y una diferente perspectiva desde donde contemplar las relaciones entre historia y memoria. Mientras el sociólogo francés, a la hora de pensar los vínculos entre ambas, quedaba apresado en las redes del marco positivista y funcionalista conforme al cual ubicaba la historia en el reino de lo objetivo, es decir, allí donde terminaba la memoria (lo subjetivo y vivido), tratando de no confundir historia con memoria colectiva (Halbwachs, 2004b, p. 80), el pensador alemán, ajeno a las constricciones académicas, fue capaz, siguiendo la tradición rememorante judía, de hacer indistinguibles la memoria de la historia, otorgando a ambas una nueva dimensión revolucionaria y rompiendo abruptamente con el modelo epistemológico y la idea de progreso inherentes a la ciencia social de raigambre positivista. Ciertamente, en el sociólogo francés y el pensador alemán la memoria se presenta como realidad social dinámica y fluyente, porque la memoria, además de constituirse como realidad social, se construye históricamente. Pero en W. Benjamin el modelo de la memoria, confundida a propósito con la historia, es el del despertar, el de una conciencia crítica que rescata el pasado ausente, el pasado ignorado de los vencidos, de modo que el pasado deja de ser un depósito inerte de experiencias y hechos y se convierte en un objeto de confrontación dialéctica con el presente. De ahí que, como señala, se pueda afirmar que “la política ostenta el primado sobre la historia”.

“Hasta ahora se tomaba el pasado como punto fijo y se pensaba que el presente tenía que esforzarse para que el conocimiento se asiera a ese sólido punto de referencia. Ahora, sin embargo, esa relación debe cambiar en el sentido de que el pasado se convierte en envite dialéctico, en acontecimiento de la conciencia despierta. La política ostenta el primado sobre la historia. Los hechos son algo que nos golpea; asirles es tarea de la memoria. El modelo de la memoria es el despertar; una experiencia en la que nos gozamos con el recuerdo de lo familiar, de lo ordinario, de lo que más importa. Lo que Proust significaba con los cambios que sufren los muebles de una habitación semioscura en el momento del despertar, lo que Bloch entiende por el oscuro instante vivido, todo eso es lo mismo que hay que asegurar aquí, en el ámbito de lo histórico y colectivo. Existe un todavía-no-saber consistente del pasado cuya exigencia tiene la estructura de un despertar”. W. Benjamin, Obras completas…, citado por R. Mate (2005, p. 271).

La memoria, en efecto, no es un pasivo y mero recordar el pretérito, es un acto que conmueve y mueve, es, siguiendo la distinción aristotélica entre mneme (acordarse pasivamente) y anamnesis (poner la intención de recordar), un ir a buscar el recuerdo. De donde se infiere que esa búsqueda, que implica un despertar, queda atada a una labor hermenéutica en tanto en cuanto el pasado deviene en texto susceptible de interpretación

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cambiante. Un texto, sin embargo, que no posee un argumento preestablecido o un destino oculto, sino que, por el contrario, requiere un cepillado a contrapelo, que permita hacer emerger, el relato del pasado ausente en las habituales narrativas de la historia. “Hay que basar el concepto de progreso en la idea de catástrofe” (Tesis IX, Mate, 2006, 162; Benjamin, 2005, p. 476), como se verifica en esa alegoría del ángel de la historia que al volver su vista atrás sólo podía distinguir desolación y ruinas15. Esa mirada desolada del ángel comprende una cierta obligación de memoria situada, de recuerdo comprometido a mil leguas de los supuestos objetivistas e historicistas de la ciencia normalizada académicamente. Y lo peor, añadiríamos, es que, bajo las apariencias del escaparate de la idea de progreso, se produzca el olvido de que hemos olvidado. Ahora bien, existe unas permanente dialéctica memoria/olvido. A escala social, a diferencia de las patologías individuales, la desmemoria es siempre inducida y generada dentro de un campo de fuerzas en el que, como gustaba decir W. Benjamin, pugnan, desde y en el presente, el pasado y el futuro, entre la historia previa y la historia posterior, entre el pasado y el futuro16. La memoria colectiva (o mejor las memorias sociales) se configuran en ese campo de fuerzas dentro de una economía política del recuerdo y de una lógica de gestión del pasado. La historiografía y la educación histórica escolar constituyen puntos de apoyo, no exclusivos, del campo donde se juega el recuerdo del pasado. La ruptura benjaminiana con la visión historicista del pasado significa una reconciliación entre historia y memoria como indisociable par interactivo, una concertación, no obstante, muy alejada de sus primigenias vinculaciones y al servicio de nuevos proyectos de futuro. Esa aleación de nuevo tipo es lo que, trasladado al mundo de la educación, concebimos como proposición y práctica de una historia con memoria. A menudo se juzga a F. Nietzsche como un exponente del pensamiento contrario a la memoria y a la historia. Con ello se confunden sus cargas de profundidad contra el empacho de historia y el exceso de recuerdo, que según él, significarían una desvitalización, una separación de la vida, con el menosprecio de la memoria. Pero en su célebre opúsculo, De la utilidad y los inconvenientes de los estudios históricos para la vida (1874), existe una denuncia, más que razonable de las patologías de lo histórico, cuando el mirar con delectación hacia el pasado se corrompe la vitalidad y se paralizan las tareas del ser humano en el presente. De la triple distinción de las caras de Clío (monumental, anticuaria y crítica) efectuada por Nietzsche (1932), la última, la historia crítica, comporta para nosotros una historia con memoria. Esa memoria, como categoría emergente, contiene, siguiendo el pensamiento de R. Mate, una triple carga: cognitiva, hermenéutica y ético-política. Nos permite, pues, conocer, interpretar y valorar el mundo (no sólo el pasado). De la última dimensión de la historia con memoria que defendemos se desprende el valor educativo inherente a un cierto imperativo o deber de recordar determinados momentos y situaciones del pasado. De algún modo la 15 El penetrante y raro pensador de la Escuela de Frankfurt guardó siempre consigo, como una representación de esa idea de la historia, el cuadro de Paul Klee titulado Angelus novus, en el que se muestra, en clave alegórica, cómo el viento huracanado de la historia (del progreso) empuja, contra su voluntad, a un ángel que vuelve su rostro hacia atrás y sólo puede ver desolación y muerte. 16 En el impresionante Libro de los pasajes (Benjamin, 2005, p. 472) deja dicho: “La historia previa y posterior de un hecho histórico aparecen en virtud de su exposición dialéctica, en él mismo. Más aún: toda circunstancia histórica que se expone dialécticamente se polariza convirtiéndose en un campo de fuerzas en el que tiene lugar el conflicto entre su historia previa y su historia posterior. Se convierte en un campo de fuerzas en la medida que la actualidad actúa en ella”

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subjetividad humana posee una vertiente constitutivamente valorativa y la relación educativa sólo puede ser genuinamente educativa a partir de la ética (Mèlich, 2000, p. 88). Hasta cierto punto se diría que el nuevo imperativo categórico enunciado por Adorno (que Auschwitz no se repita) se trasmuta y convierte en una guía para educar contra la barbarie, lo que conduce a cultivar y propugnar unos determinados deberes de la memoria. Hoy los nuevos usos de la memoria se sitúan, por añadidura, dentro de la labor más amplia de la crítica a la razón moderna desde la razón, un proyecto pendiente y vigente tras el siglo de las catástrofes, mientras, parafraseando a Z. Bauman, el Holocausto siga siendo una posibilidad de la modernidad. La comparecencia de una razón rememorante atraviesa, con diversos énfasis, el pensamiento crítico desde mediados del siglo XX. Fue J. B. Metz (1993), padre fundador de la “teología política” y maestro de R. Mate, quien, ya hace algo más de dos décadas, acuñó el término de “razón anamnética” (Anamnetische Vernunft) como nueva vía de salvación de la razón ante las limitaciones y horrores de la razón de la modernidad, y como alternativa a la razón comunicativa habermasiana17. Pero, antes de descubrir el nombre, su significado ya estaba vigente dentro de la mejor tradición crítica que se opuso a los desmanes realizados en nombre de la diosa Razón, de esa razón en abstracto, idealista e instrumental, que amparó bajo sus alas un fallido desencantamiento del mito y una pretendida liberación de la inmadurez humana mediante la kantiana apelación al sapere aude! En efecto, mucho antes que el teólogo bávaro acuñara el término, en 1944, en su Dialéctica de la Ilustración, M. Horkheimer y T. W. Adorno (1998) señalaron magistral y radicalmente los límites de una racionalidad instrumental, y más tarde la tradición de la Escuela de Frankfurt reencarnada en la figura de J. Habermas, retomó, desde una perspectiva menos ácida y más procedimental, la crítica de la razón moderna. Pero el hilo de revalorización de la memoria como principio emancipador tiene que ver, según nuestro parecer, con una doble fuente nutriente de la razón anamnética: la nueva concepción de la historia de W. Benjamin que reclama la rememoración de los vencidos y la pretensión

17 Johann Baptist Metz (Baviera, 1928) funda una nueva teología postidealista, que denomina “política”, a mediados de los años sesenta del siglo XX. Bajo el impacto principalmente de la filosofía de E. Bloch trata de teologizar, desde su creencia católica, el profundo legado filosófico de este pensador marxista y el de la primera generación de la Escuela de Frankfurt (Benjamin, Horkheimer, Adorno). Todo ello mezclado con las aportaciones religiosas y filosóficas de otros intelectuales inscritos en la tradición judeocristiana. A Metz corresponde el mérito, por el procedimiento de amalgama y síntesis de las fuentes citadas, de haber acuñado el concepto de razón anamnética como saber añorante, como razón determinada por la memoria, como razón fundada en el recuerdo del sufrimiento humano (“dejar que el sufrimiento hable con elocuencia” en una suerte de “solidaridad rememorativa” con los vencidos). Su pensamiento se resumiría en la idea de Denken als Andenken, als geschichtliches (pensar como recordar, como memoria histórica). El término fue inventado en dos artículos escritos entre 1988 y 1989, este último, elaborado con motivo de sesenta aniversario de J. Habermas, polemizaba brillantemente con su compatriota y defendía, frente a la razón comunicativa, una forma superior: la razón anamnética. Una breve pero expresiva noticia de ese debate puede verse en M. Tafalla (2003, 202). La importancia, trascendencia y significado de la obra de Metz está fuera del alcance de este texto, por lo que remitimos a dos de sus obras más expresivas en castellano (1999 y 2007). Quede, no obstante, constancia brevísima de nuestro juicio: se trata de una explotación lúcida y sistemática de un pensamiento revolucionario y progresista con el fin último de restaurar la idea de Dios y de la religión en una sociedad, como la nuestra, a la que se denomina como postsecular. En el fondo, la crítica de la razón moderna se pone al servicio de la reparación de la achacosa razón religiosa bajo la forma de razón anamnética, ya que, según Metz, el desencanto de los valores de la modernidad (valores que tendrían un fondo religioso premoderno) requiere una revalorización de algunos de los supuestos olvidados (la tradición judía) de la religión. Tras la primera ilustración habría que dar una segunda oportunidad a la razón sin olvidar los fundamentos religiosos de la misma.

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de T. W. Adorno de postular una nueva ética contra la lógica de la barbarie plasmada en la experiencia de Auschwitz, que ha de ser traída a la conciencia en el presente para que no se repita. Esta apelación comporta la obligación de recordar y no separar la verdad del sufrimiento humano, rompiendo así con la racionalidad cientificista y tecnocrática que sitúa la objetividad y la neutralidad valorativa en el núcleo del discurso de la modernidad. Esta suerte de abrupta irrupción de la memoria en el terreno de la filosofía alcanza también, qué duda cabe, a los saberes y quehaceres relacionados con la educación. Una didáctica crítica no puede permanecer ignorante del nuevo y nada idealista imperativo moral adorniano de educar contra la barbarie, porque llevamos sobre nosotros, cual código genético de la especie humana, el peso del acontecer pretérito y por ello cualquier acción educativa no puede ignorar que “el pasado sólo habrá sido superado el día en que las causas de lo ocurrido hayan sido eliminadas. Y si su hechizo todavía no se ha roto hasta hoy es porque las causas siguen vivas” (Adorno, 1998, 29). 3.- Didáctica crítica: las dimensiones educativas de la memoria Las causas de la barbarie, como los mismos errores humanos, se manifiestan históricamente como resistentes y tenaces obstáculos que, una y otra vez, frustran los mejores sueños hacia un mundo mejor. ¿Qué didáctica interesa defender y proponer mientras prosigan vivas y actuantes las razones de la sinrazón? ¿Qué lugar corresponde a la memoria dentro de una educación crítica? Algunos fedicarianos hemos venido sosteniendo la idea de considerar la didáctica crítica como actividad teórico-práctica dentro de las pugnas por la hegemonía en el terreno de las relaciones de saber-poder que se despliegan dentro del espacio de apuestas y posibilidades que llamamos política de la cultura (Cuesta, 1999; Cuesta y otros, 2005). Tal consideración aleja la didáctica de un mero territorio de conocimiento academizado y oficiado por su correspondiente campo profesional. Así, pues, dentro de esta perspectiva, la educación escolar y la enseñanza de la historia, se conciben como una tarea propia de aquellas que, en la esfera pública, contribuyen a modificar las asimetrías de poder que reinan en los espacios públicos de la vida democrática. El concepto de esfera pública, nacido en el siglo XVIII como oposición al monopolio de producción de ideas del absolutismo, fue acuñado por J. Habermas (2004) para designar los lugares de ejercicio de la libertad civil en donde es factible el intercambio, comunicación y confrontación de ideas. En esa misma dirección, el concepto de uso público de la historia, pergeñado por el mismo autor dentro del debate de los años ochenta del siglo pasado sobre las dimensiones del nazismo y la autoconciencia histórica de la nación alemana, encierra la idea de que el saber histórico ha de poseer un dimensión deliberativa y comunicativa más allá del gremio de historiadores profesionales. En estas grandes coordenadas, además, se inscribe nuestra consideración de la función de los profesores como intelectuales específicos18, o sea, en tanto en cuanto portadores de un saber especializado susceptible de ser reconvertido, dentro de las instituciones como la escuela, en práctica contrahegemónica rompiendo, al introducir momentos de nueva conciencia social, la racionalidad de la dominación que impera en el mundo de la educación y lugares adyacentes. 18 Término que empleaba Foucault para diferenciarlo del intelectual universal, vanguardia y luz de los movimientos sociales, que apareciera a finales del siglo XIX H. Giroux (1990) prefiere el concepto de “intelectuales transformativos”.

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Bajo el punto de vista de la didáctica crítica, la historia no puede dejar de aspirar a ser un conocimiento público, al que hay que otorgar un uso social dentro de la institución escolar, uno de los baluartes de construcción y transmisión de las memorias colectivas. Parece razonable pensar, en consecuencia, que una didáctica crítica haya de dirigirse a dejar asentado un armazón cognitivo y afectivo capaz de transformar al ser humano en ciudadano susceptible de tomar parte, habitar y participar en ese espacio de formación de la opinión pública. Ortega y Gasset, en un célebre escrito de juventud, defendía la equiparación entre popular, laico y público: “para un Estado idealmente socializado lo privado no existe, todo es público, popular, laico. La moral misma, se hace íntegramente moral pública, moral política” (1910, p. 60). En verdad, empero, habría que tratar de no confundir, como a menudo se hace tocante a temas educativos, “público” con “estatal”, y, asimismo convendría distinguir entre esos dos niveles y el privado. Por otra parte, lo público alude a una realidad dinámica, en perpetuo fluir y en constante construcción. La esfera pública, la Öffentlichkeit, nuevo espacio de relaciones sociales nacido en el siglo XVIII, posibilita, en opinión de Haberlas (2004), la formación de una opinión civil independiente (en los salones, la prensa y los emergentes espacios de circulación de las ideas) del poder estatal radicado en las cortes reales y se va convirtiendo en el punto de partida de una configuración ciudadana del saber y el poder. Ya en la polis griega se alcanza a diferenciar entre koiné, ámbito común de la ciudadanía libre, y oikos, espacio de cuidado de los intereses domésticos. Ese primer ámbito, que se expresa y desenvuelve en el agora, quintaesencia de los flujos humanos de relación abierta, y que luego se prolonga, en el mundo occidental, en las ciudades medievales y más tarde en nuevos lugares de asentamiento de la soberanía y autonomía de la sociedad civil (desde los movimientos sociales hasta Internet), dibujando líneas de convergencia del deseo hacia un ideal de sky line democrático del que gustaba hablar Vázquez Montalbán (1991). En esta topografía donde se esculpe la ciudadanía libre es donde imaginamos el hogar donde tienen lugar los múltiples procesos, abiertos y controvertidos, de construcción de las memorias sociales. La escuela debe ocupar un lugar en ese espacio deliberativo y formativo donde se ventila la hegemonía. R. Williams (1997, p. 131) consideraba la hegemonía como una cuestión de “prácticas y expectativas” y las pedagogías críticas ha venido reflexionando sobre este concepto que tan lúcidamente desarrollara A. Gramsci19 para explicar cómo, en la vida social, la dominación se ejerce mediante una mezcla de violencia más consenso. Hegemonía (momento de condensación cultural de las relaciones de poder), esfera pública (espacio, como la escuela, abierto a la deliberación) y didáctica crítica (actividad teórico-práctica con interés emancipador) dibujan los tres vértices de un triángulo 19 En efecto, pensadores como M. Apple o H. Giroux, por citar dos de los más conocidos de la tradición crítica norteamericana, reutilizaron el concepto gramsciano y propusieron formas alternativas de resistencia y de acción pedagógica. La “pedagogía de lo posible” de H. Giroux (1996), basada en el trípode “esfera pública”, “intelectuales transformativos” y “voz”, no deja de tener más de una correspondencia con nuestras ideas sobre lo que ha de ser la didáctica crítica.

Juan Mainer BaquéComentario: Habermas

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interactivo dentro del que se ha de mover la práctica y el pensamiento del docente. Dentro de este dúctil y dinámico trípode fuerzas la historia con memoria reclama como idea central el uso público de la historia. Como es bien sabido, este concepto se utilizó por primera vez en 1986, con motivo de la llamada disputa de los historiadores alemanes (la Historikerestreit)20. En esas circunstancias de controversia abierta, Habermas plantea que más allá del debate académico, existe una nueva cualidad de la historia: la dimensión pública en la formación de la identidad democrática de los ciudadanos. Y así acude a la idea de uso público de la historia, que es término descriptivo de lo que estaba pasando: la historia al hablar de las relaciones entre el hoy y el ayer, y el futuro, devino asunto de interés común, pasó a la esfera donde se forja la opinión pública. Además, el concepto servía a su mentor para sostener algo así como que la historia era un asunto demasiado serio para dejarlo sólo en manos de historiadores. En su célebre artículo Sobre el uso público de la historia (Habermas, 2000), distinguía dos destinatarios de la historiografía: el gremio de historiadores y el público en general, sujetos y beneficiarios que, además, con distinta intensidad y profesionalidad, coadyuban a la fabricación, rememoración y representación del pasado. Sin embargo, siendo de innegable valor este uso público de la historia, no parece condición suficiente que el debate de los historiadores alcance solamente a los medios de difusión, porque, siendo éstos parte de la esfera pública, no obstante, se encuentran atravesados por posiciones de poder desiguales y nada democráticas. Es, pues, deseable y defendible una concepción más amplia del uso público (que no hay que confundir con lo publicado)21, y de esta suerte extender el concepto, por ejemplo, al mundo de la educación escolar, en tanto que espacio civil deliberativo donde se confrontan memorias sociales. De donde se infiere que una didáctica crítica que se fundamenta en la problematización del presente y en pensar históricamente el pasado, deba acudir a la memoria (a la historia con memoria) y a su uso público con vistas al ejercicio pleno de la ciudadanía. En ese sentido, la didáctica crítica asume con todas las consecuencias las presuposiciones filosóficas y éticas de la razón anamnética (la memoria como método de conocer, de interpretar y de valorar) y el hecho de que la memoria sea, como vimos, una construcción social colectiva que se genera en el espacio social, de modo y manera que la acción educativa asuma la

20 La polémica de los historiadores alemanes, primero, en los años ochenta y luego en los noventa (tras la publicación en 1996 del libro de D. J. Goldhagen, Los verdugos voluntarios de Hitler. Los alemanes corrientes y el Holocausto; y más recientemente los asuntos que, en el año 2006, salpicaron el pasado de G. Grass, por confesión autobiográfica, o las acusaciones que J. Fest lanzó en sus memorias contra el itinerario biográfico del mismo J. Habermas), ilustra espléndidamente cómo a menudo la construcción de una cambiante memoria se ocasiona en mitad de batallas públicas por el significado del pasado. 21 N. Gallerano en su La verità della storia. Scritti sull´uso publico del passato, texto protagonista de la batalla contra el revisionismo historiográfico italiano a propósito del fascismo, quien propuso un empleo menos restrictivo que el habermasiano (Pasamar, 2003; Peiró, 2004). Para él había que multiplicar las plataformas a las que llevar el debate sobre el pasado, no dejando los media en manos del revisionismo interesado o de la mera trivialidad de la historia como entretenimiento.

Juan Mainer BaquéComentario: coadyuvan

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autoconciencia de esa realidad y se arrogue la tarea susbsiguiente de contribuir voluntariamente a la formación de las memorias sociales. Ahí cabría situar hoy, la dimensión teórico-práctica de esa didáctica crítica que propende a convertir los centros, merced a programas como Los deberes de la memoria, que algunos fedicarianos hemos seguido en varios establecimientos educativos22, en polos de la esfera pública de la democracia donde se practican usos educativos de carácter alternativo. Existe ya en España y otros países toda una tradición investigadora acerca de la memoria, fronteriza entre la filosofía, la pedagogía y la historia, que se inspira en un vasto abanico de tradiciones intelectuales, especialmente las que beben en la hermenéutica y el pensamiento crítico-dialéctico23. En buena parte, las pedagogías de la memoria están aquejadas de una fuerte proclividad hacia una inane embriaguez discursiva en virtud de la cual cualquiera puede decir cualquier cosa sin sonrojarse, dado que, en el terreno del idealismo pedagógico la moralina y los consejos ad usum magistri contribuyen a espantar el horror vacui. Tras ello se suele cobijar la presunción de que existe una “buena memoria” frente a una “mala memoria”, convirtiendo así la tarea del educador en descubrir la primera y desterrar de las mentes la segunda. Esta concepción cosificada de la memoria, a menudo una mezcla de dogmatismo histórico-político y de ingenuo idealismo pedagógico, suele conllevar, como corolario, la intención de confeccionar una memoria común y consensuada, un suerte de emplasto bienintencionado (o malintencionado) con virtudes taumatúrgicas y terapéuticas capaces de superar las heridas (las miradas situadas hacia el pasado) que deja la división clasista en el tejido social. Si embargo, una pedagogía crítica ha de erigirse a partir de una crítica de la pedagogía y no montarse en el vacío de la circulación y rotación de las palabras. Las ideas, especialmente las buenas ideas, si no se refieren a las bases materiales e institucionales donde se pretenden aplicar, conducen ineluctablemente al idealismo24. La escuela de la 22 Principalmente en el IES Fray Luis de León de Salamanca y el IES Ramón y Cajal de Huesca, a cargo de R. Cuesta y J. Mainer, respectivamente. Y también más recientemente en algunos centros de la comunidad madrileña, bajo el impulso de D. Séiz. 23 El más importante programa de investigación sobre la memoria en España ofrece un perfil marcadamente filosófico y ético. Se trata del proyecto titulado La filosofía después del Holocausto, del Instituto de Filosofía del CSIC, cuyo investigador principal es M. Reyes Mate, programa de investigación del que, en sus casi ya veinte años de vida, se han ocasionado frutos muy importantes. La seminal obra de R. Mate, que ya cuenta con ya dos ediciones (La razón de los vencidos, 1991 y 2008), abrió el campo a una cultura de la memoria en España que entonces no existía y que alcanza, desde diversas ciencias humanas y plataformas sociales , una auténtica eclosión en los años finales del siglo anterior. El año 2006, setenta aniversario del comienzo de la guerra civil, conoció la declaración parlamentaria de “año de la memoria”. La tarea divulgadora de la editorial y la revista Anthropos ha resultado especialmente relevante para proyectar estas indagaciones en los países de habla española. Otros estudiosos de esta temática, procedentes de la filosofía de la educación y colaboradores del mismo proyecto, como, por ejemplo, F. Bárcena La esfinge muda. El aprendizaje después de Auschwitz, Barcelona: Antrhopos, 2001) o J. C. Mèlich (La lección de Auschwitz, Barcelona: Herder, 2004) han aportado sugerencias de interés, pero dentro de un marco discursivo excesivamente proclive la idealismo pedagógico por sus reiterados énfasis en la dimensión antropológica y ética del problema. Por lo demás, las aportaciones de P. Ricoeur o T. Todorov han tenido un notable influjo en los tratadistas hispanos de estos asuntos. En la historiografía y la ciencia política también se ha apreciado un vuelco hacia la memoria y el tiempo presente. Véase al respecto la obra de J. Aróstegui (2004), de J. Cuesta (2008) o de P. Aguilar (2008). 24 A menudo decimos que una didáctica deviene en meramente declarativa si no se enfrenta con las constricciones institucionales y cronoespaciales que reinan en la escuela. De ahí la habitual ingravidez de

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era del capitalismo no es un espacio vacío de significados y funciones sociales a la espera del príncipe valiente que escancie en su seno buenas iniciativas “críticas”. La enseñabilidad del pasado reciente y más conflictivo, y la gama de recuerdos de los que se nutre, depende de factores y variables no voluntarios, que tienen que ver con los códigos disciplinares del conocimiento escolar y con la gramática de una cultura institucional que constriñen y marcan el campo de juego dialéctico entre la necesidad y el deseo. Sin estos prenotandos difícilmente se puede conceder el beneficio de la confianza a cualquier propuesta educativa que se formule. Habitualmente las pedagogías de la memoria olvidan la caja negra de la escuela y la misma complejidad de los mecanismos que sirven para ir construyendo las memorias sociales. Desde luego, no es suficiente que la historiografía académica haya ido descubriendo y conquistando territorios nuevos como la historia reciente, del presente o inmediata25, o que los pedagogos profesionales, proclives a cultivar con generosidad digna de mejor causa la ética y el razonamiento fenomenológico, hayan encontrado en la memoria un filón inagotable de sugerencias para que las pongan en práctica los docentes, los cuales, por su parte, como demuestra la investigación empírica, no se suelen entregar con pasión a las nuevas exigencias historiográficas y pedagógicas. Por lo demás, la didáctica crítica no tiene por qué excluir el pasado no reciente de la formación ciudadana, ya que los problemas que nos atañen y su recuerdo social no tienen etiqueta de caducidad ni fronteras temporales a priori. Las memorias sociales no sólo son consecuencia de experiencias vividas, sino también de situaciones históricas, que, aunque no vividas, acaban recordadas colectivamente y, transmitidas de generación en generación, se encarnan en las vivencias de los individuos. De modo que la relación entre historia con memoria y nuestro postulado de “pensar históricamente”, no predetermina la escala temporal de lo que interesa estudiar. Dependiendo del problema que abordemos (otro de los postulados críticos consiste en “problematizar el presente”), así deberá ser el horizonte temporal considerado. Es razonable que si el tema elegido son los crímenes contra la humanidad de la dictadura chilena26 haya de predominar el tiempo corto y el testimonio oral de los testigos, pero si el problema estudiado se refiere a las formas de explotación y desigualdad de clase de nuestro tiempo, o a las relaciones de dependencia colonial, el procedimiento de acceso no sería el tiempo corto o reciente, y la memoria de esos fenómenos, muy larga, iría mucho más allá del testigo inmediato, como puede suponerse de la lectura del anexo de este texto dedicado, a modo de ilustración de nuestras ideas, a la pugna de memorias en conflicto ocasionadas con motivo del bicentenario de la emancipación americana de España. En definitiva, dentro de la concepción de didáctica crítica que propugnamos, la cuestión no estriba tanto en las propuestas pedagogistas. Por nuestra parte, hemos pretendido oponer a ello una reflexión y un conjunto de propuestas de trabajo sobre centros de aquí y ahora. Es lo que hice en mi libro Los deberes de la memoria en la educación. 25 En el caso español quien más lejos, historiográficamente hablando, ha llevado la reflexión teórica sobre esta corriente es el profesor J. Aróstegui (La historia vivida. Sobre la historia del presente, Alianza, Madrid, 2004). Pues bien, esa historia del presente que propone Aróstegui posee, sin duda, previa decantación de sus ingredientes más valiosos, un gran interés pedagógico, pero es mucho mayor, en nuestra opinión, el poder educativo y crítico de una historia del presente entendida al modo Nietzsche-Foucault, como genealogía de los problemas que nos afectan. Véase un desarrollo amplio de esta argumentación en Cuesta, Mainer y Mateos (2008). 26 Que ha sido uno de los objetos preferentes de esta oleada memorialista, acaecida después de la caída de las dictaduras del cono sur. Al respecto, la tesis doctoral de G. Rubio (2010), autora que colabora en este número de Con-Ciencia Social, es una muestra muy expresiva y cualificada de ese renacido interés, y de muchas de las virtudes y algunos de los defectos de esa nueva y emergente pedagogía de la memoria.

Juan Mainer BaquéComentario: ¿cabría brevísima nota explicativa para público no fedicariano de la revista?

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considerar la temporalidad como un problema como en entender que la crítica supone una negación o problematización del presente y que la explicación de cualquier problema social no se puede realizar de espaldas a su dimensión histórica. Y en esa problematización e historización la memoria adquiere la virtualidad de devenir en una herramienta cognitiva, interpretativa y política de primera magnitud, que en España ha generado un campo de estudio e interés, lo que también se ha reflejado en el seno de Fedicaria27. No obstante, a la hora de plantear una educación crítica de y a partir de la memoria conviene pararse a analizar, evitando al máximo planteamientos idealistas, aquellas facetas o dimensiones de la memoria que son susceptibles de desplegar su potencial en una perspectiva de carácter crítico. En un obligado ejercicio de simplificación podríamos señalar, desde el punto de vista formativo, cinco aspectos interactuantes y estratégicos de la memoria, a saber: el individual, el social, el histórico, el conflictivo y el selectivo. La primera posibilidad es la de contemplar la memoria desde su dimensión individual, al punto de que suele establecerse una equiparación entre la dotación cerebral de cada individuo para producir, almacenar y gestionar sus recuerdos y la memoria. Para quienes extreman este supuesto, la memoria, por tanto, sólo podría ser individual y términos como memoria histórica serían un oxímoron28, una auténtica contradicción en los términos. Es bien cierto que la memoria es un flujo inagotable, por decirlo así, que abarca y comprende al sujeto, a través de la cual se descifra e interpreta a sí mismo, interpela a los demás, se explica el mundo, y por lo tanto, contribuye de manera sustancial a la acción constituyente de la subjetividad de cada individuo, lo que no quita para que entendamos la memoria como algo que trasciende a la mera capacidad y arbitrio del sujeto, porque “el sujeto no es el ego instantáneo de una suerte de cogito singular, sino la huella individual de toda una historia colectiva” (Bourdieu, 1996, p. 112).

27 La reciente reaparición del libro, pionero en 1996, de Paloma Aguilar Fernández (Políticas de la memoria y memorias de la política; nueva edición en Alianza, 2008), o el de Josefina Cuesta Bustillo (La odisea de la memoria. Historia de la memoria en España del siglo XX. Madrid: Alianza Editorial, 2008) dejan huella notable de esa realidad. En Fedicaria también se aprecia ese interés, especialmente en los números 12 (2008) y 13 (2009) de nuestra revista Con-Ciencia Social. En el número 12 Carlos López, Javier Gurpegui y David Séiz se encargaron de abordar y contrastar las aportaciones de Manuel Reyes Mate. En el siguiente D. Séiz hace una reseña valorativa de algunas novedades historiográficas y educativas sobre el tema. Entre ellas mi propia obra (Los deberes de la memoria, Octaedro, Barcelona, 2007). A la hora de escribir estas líneas está en prensa un libro colectivo (Lecciones contra el olvido, Barcelona: Octaedro), en el que se desarrolla el tema desde variadas perspectivas, pero muy ceñidas al mundo de la educación. Entre ellas se recoge las aportaciones del Grupo Eleuterio Quintanilla, autores, entre otras obras, de una interesante guía recursos didácticos para el estudio del Holocausto (Pensad que esto ha sucedido. San Sebastián: Gakoa, 2007).

28Este es el planteamiento de G. Bueno (2003): “No hay «memoria histórica». La Historia, sencillamente, no es memoria, ni se constituye por la memoria. La Historia no es sencillamente un recuerdo del pasado… Dicho de otro modo, la memoria histórica sólo puede aproximarse a la imparcialidad cuando deje de ser memoria y se convierta simplemente en historia”. Este tipo de razonamientos incurren en el mismo tipo de formalismo individualista y escolasticista que también afecta a la ortodoxia historiográfica representada por gentes como el ya citado S. Juliá (2007).

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Claro que la dimensión individual (voluntaria e involuntaria) del acto de recordar incorpora una importante carga pedagógica, pues la memoria subjetiva es el punto de arranque de toda experiencia de educación crítica. El sujeto es un sistema resultante, en un momento dado, de la suma de un amplísimo abanico de yoes construidos en contextos muy variados, entre ellos las situaciones de aprendizaje escolar. La “experiencia vivida” y el “mundo vivido”, tan empleados en la tradición fenomenológica, componen los filtros que modelan la subjetividad y la memoria del mundo externo y la identidad del yo. De modo que la consideración de la memoria individual es prerrequisito pedagógico y su escrutinio plasma, a modo de síntoma, cómo las relaciones de hegemonía se interiorizan subjetivamente y se materializan en las estructuras del sentir individual que ordenan la vida social. Pero también la memoria individual indica una precondición del aprendizaje. En su momento, L. S. Vygotski, en un memorable artículo publicado en 1934, acertó a expresar magistralmente la dialéctica, en el nivel de la conciencia y en el curso del desarrollo humano, entre lo inter e intrapsíquico: “todas las funciones intelectivas superiores aparecen dos veces en el curso del desarrollo del niño: la primera vez en las actividades colectivas, en las actividades sociales, o sea, como funciones interpsíquicas; la segunda en las actividades individuales, como propiedades internas del pensamiento del niño, o sea, como funciones intrapsíquicas” (Vygotski, 1984, p. 114). La educación anamnética, consciente se ese binomio irreductibe entre lo social y lo individual, también ha de trabajar para situar la tareas de enseñanza y aprendizaje algo más allá de lo que ya saben los estudiantes (“la única buena enseñanza, decía el psicólogo soviético, es la que se adelanta al desarrollo”), engendrando ese óptimo desfase entre lo que se sabe y los que se puede saber, situando la enseñanza en el área de desarrollo potencial. La expresión narrativa de la memoria ofrece grandes posibilidades de ubicar los aprendizajes en el área de desarrollo potencial, generando desarrollo cognitivo y favoreciendo pensamiento crítico. Una pedagogía crítica debería insistir en la dimensión narrativa de la memoria del sujeto, en el relato espontáneo y no espontáneo de los modos de recordar el pasado vivido y el pasado “aprendido”. Siguiendo la tradición de los estudios culturales y de las pedagogías críticas, al estilo de H. Giroux (1990 y 1996), la relevante y pertinente posibilidad de trabajar educativamente con la rememoración del pasado nos faculta para poner en práctica una “pedagogía de la representación”, a saber, una acción que facilite la confrontación del estudiante con su propia memoria y con la de los demás (con la memoria viva de testimonios personales o con la memoria inerte registrada en los textos de la industria cultural). En esta línea, la tarea educativa consistiría en generar un conjunto de situaciones de aprendizaje que permitieran, a través de la producción narrativa del alumnado (relatos progresivamente más complejos en diversos soportes escritos, verbales e icónicos) y desembocaran en contranarrativas capaces de poner en cuestión el discurso dominante y la propia identidad rememorativa de los sujetos. La razón anamnética, como no se cansa de repetir Metz (1999 y 2007), posee una estructura esencialmente narrativa, pues toda rememoración aboca a un relato. Desde luego, la elaboración y confrontación de autobiografías, y, recurriendo a las entrevistas, el análisis de historias de vida se presentan como dos procedimientos de aunar la narratividad y la memoria crítica (y la crítica de la memoria). De esta suerte, la reflexión sobre la propia memoria individual y sobre la de otros individuos se erige en un procedimiento adecuado para distanciarse de lo subjetivo desde la subjetividad y entrar en la comprensión de lo que las memorias individuales tienen de fijación cosificada e ideológica de la vida social. En suma, tal expediente nos permite alcanzar a divisar la propia vertiente social de la memoria y de nosotros mismos. Y ello nos ayuda

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a desentrañar la falsa transparencia y “naturalidad” de los recuerdos normalmente “recibidos”, construidos e interiorizados por cada uno. Más allá de toda pretensión terapéutica, la experiencia mnemónica y su expresión narrativa puede disparar el deseo hacia un conocer, un sentir y un relatar mejor nuestros propios estados de conciencia. De esta suerte memoria, narratividad y educación del deseo se alimentan entre sí y comparecen, en la didáctica crítica, como un recordar, como un expresar y como un desear más y mejor en un contexto de relación dialógica con los otros agentes que intervienen en el espacio público escolar. La misma voluntad estética, deseable en la narración de nosotros mismos y los demás, alberga, como alcanzó a ver la tradición que preconiza lo que Nietzsche llamaba la “alegría del conocimiento”, un fuerte potencial y contenido críticos29. Ahora bien, como ya mencionamos, la gran aportación de M. Halbwachs en los años veinte del siglo pasado fue descubrir la dimensión social de la memoria. Con ello se abría y se abre un nuevo horizonte filosófico, político y educativo. En el terreno epistemológico, el giro marcado por el sociólogo francés implicaba romper amarras con las valetudinarias ataduras entre memoria e idealismo individualista, que, como poco se remontaban a la idea platónica de conocer como acción reminiscente de ideas innatas. Gracias al sociólogo francés, la memoria se trasmutaba en un ente social construido en el curso y las modalidades de interacción de los grupos, cuya gestación y expresión eran susceptibles de ser conocidas con los métodos de las nuevas ciencias sociales. A la par, la memoria sufría una metamorfosis política, pues dejaba de estar subordinada a las maneras de veneración del pasado y a la tradición entendida como modo de esencializar los valores y las instituciones de un pretérito inalterable. Recordar, socialmente hablando, ya no equivaldrá a conservar. Se fragua así una ruptura irreparable entre memoria y tradición reaccionaria, de modo que, en la nueva concepción de la memoria, en tanto que representación colectiva, comparece como un factor cohesión y socialización progresista de las sociedades avanzadas (como lo era la de la III República francesa). Desde entonces, pues, se abre una nueva ruta en la historia y el valor de la memoria. Ahora la memoria deviene una construcción social, producto de una elaboración colectiva. Y esta característica de proceso no predeterminado abre las puertas de par en par al horizonte educativo de la memoria como forma de representación social, en virtud de la cual se hace factible trabajar con ella en sentido progresivo y transformativo. Frente a la concepción bergsoniana de la memoria como depósito individual o las más 29 La educación del deseo ha sido esgrimida por alguno de nosotros como uno de los postulados centrales de una didáctica crítica (véase Cuesta, 1999). En Fedicaria, la vertiente narrativa fue tratada en ese mismo trabajo de 1999 y más recientemente en las aportaciones de J. Mateos al XIII Encuentro de Fedicaria (2010). En este terreno queda abierto un camino planteado a través de conceptos como “imaginación moral”, que vinculan cultivo literario de la subjetividad a sus implicaciones cognitivas y éticas (Véase por ejemplo, Jonson Moral imagination. Implications of cognitive science for ethics, Chicago: The Chicago University of Chicago Press; o W. C. Booth, Las compañías que elegimos. Una ética de la ficción, México: FCE.; y M. Nussbaum, Justicia poética, Barcelona: Andrés Bello de España).Por su parte, P. Gimeno (2009), ha esbozado un desarrollo del “aprender dialogando” mediante el método dialéctico-negativo, que estaría en la raíz de una educación fundada en la tradición de la Escuela d Frankfurt y de la razón comunicativa promovida por J. Habermas. En las páginas del nº 11 (2007) de Con-Ciencia Social, dedicado monográficamente a La educación crítica de la mirada, las aportaciones de J. A. Sánchez y J. Gurpegui, resultan muy complementarias respecto de lo que estamos aquí diciendo por cuanto que una “pedagogía de la representación” sólo es factible si partimos de una educación acerca de cómo mirar los productos audiovisuales de la industria cultural y del espectáculo en la que vivimos. Entonces, qué duda cabe, la educación de la mirada es parte de la educación del deseo.

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recientes resistencias ultraliberales, como las de Koselleck (2006, p. 6), a aceptar su sustrato social30, la memoria y su ejercicio deja de ser una ocupación meramente individual, y, por el contrario, nuestros recuerdos adquieren inevitablemente la categoría de fragmentos de la vida social, representaciones sociales, elaboraciones vinculadas a la clase, género, etnia, y a un conjunto de prácticas determinadas social e históricamente. La disección de las formas de recordar individual y socialmente, la economía política de la memoria en cada momento histórico, impulsa y conduce a una tarea educativa muy valiosa, pues a través de ella una didáctica que se pretenda crítica puede poner de relieve la complejidad de percibir desde lo subjetivo e individual los marcos sociales que objetivan la vida de las instituciones y la acción humana dentro de ellas. Pero, además, otra faceta complementaria, es el hecho de que la memoria posea una dimensión histórica, como no podría ser de otra manera. El valor educativo de este supuesto es altamente interesante. La memoria discurre como un flujo en constante devenir, susceptible de interpretación y, por tanto, las memorias sociales-individuales configuran un texto cambiante, un fluir sin descanso en el que nosotros podemos y debemos introducir la labor hermenéutica. Imposible, pues, bañarse en el mis texto pues, parafraseando a Borges, la idea de texto definitivo no es sino fruto de la religión o del cansancio (Manguel, 2010, p. 139). El postulado de didáctica crítica “pensar históricamente” se enriquece al entrar en contacto con la hermenéutica de la memoria entendida como análisis de los discursos sobre las formas de rememorar el pasado desde el presente. Por consiguiente, no sólo se trata de estudiar el pasado como tal, como un depósito inerte y como un tiempo continuo y vacío, sino de comprender las formas en que ese pasado ha sido traído hasta nosotros por diversas generaciones, por diversas clases, por diversos componentes de género, cultura, etc. Este es un componente fundamental para problematizar el presente. El pasado no es un objeto o cosa disponible ahí, que está ahí y que solamente hay que capturar, el pasado es algo que construimos cada vez que lo evocamos desde el presente. Esta dimensión histórica y variable de la memoria conlleva una cuestión capital porque la genealogía del recuerdo social nos permite analizar la mitogénesis de los valores dominantes en la actualidad. Al respecto, el estudio escolar de la memoria de los momentos traumáticos, lo que llama J. Aróstegui (2004) los “momentos matriciales de la historia de un país” (en España la guerra civil, el franquismo y la transición), implica un cierto deber de memoria ya que favorece el despertar de una conciencia histórica y una educación para la democracia dentro del espacio público escolar31. En el estudio y rememoración de esos momentos cruciales se encienden y resplandecen esas imágenes dialécticas que, al decir de W. Benjamin, funden el pasado ausente con el presente para imaginar y alumbrar el futuro. Otra de las vertientes de esta enunciación casi tipológica de la memoria es la dimensión conflictiva. El recuerdo del pasado no es unívoco, el recuerdo del pasado siempre se da

30 “Me desagrada cualquier memoria colectiva porque sé que la memoria real es independiente de la memoria colectiva, y mi posición al respecto es que mi memoria depende de mis experiencias, y nada más” (Koselleck, 2006, 6). Para el célebre historiador de los conceptos la memoria colectiva es una invención, una ideología suministrada por los jefes (E. Durkheim y M. Halbwachs) de una supuesta iglesia nacional francesa. En sus días de gloria M. Thatcher opinaba, junto a los miembros de la secta neoliberal, que la sociedad no existía que sólo tenían existencia los individuos. 31 Precisamente estos momentos matriciales han servido, en buena parte, para trazar el programa de Los deberes de la memoria, programa de enseñanza que he venido desarrollando en los últimos ocho años con mis alumnos de Historia de España de segundo de bachillerato en el IES Fray Luis de León. El desarrollo de estas experiencias en Cuesta (2007).

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en un campo de fuerzas. Otra vez W. Benjamin nos ayuda a comprender la memoria como un espacio de tensiones contrapuestas en el que están actuando siempre de una forma u otra, no solo el presente y el pasado, que se puede decir que son los dos elementos con los que se construye la memoria, sino también el futuro; el futuro, el tercero en discordia, es el otro elemento que juega, de modo que lo que queremos nosotros que sea el futuro está interviniendo sobre aquella manera en que problematizamos el presente y miramos al pasado. Ese campo de fuerzas del presente, entre pasado y futuro, no permite ni aconseja buscar o desear una memoria consensuada. La finalidad educativa de la enseñanza de la historia no es llegar, tras el diálogo y la deliberación habermasiana, a un consenso basado en la fuerza del mejor argumento, sino que, desde una posición crítica (como la reinvindicada por Benjamin) el papel heurístico y pedagógico de la memoria reside en su imposible concertación32. En verdad, es posible erigir una memoria oficialista del Estado, es factible intentar, como se hizo con la España de la transición, una memoria política armonizadora conforme al modelo del consenso constitucional, pero el futuro de tales operaciones tiene fecha de caducidad, como puede verse a poco que se consulte la bibliografía especializada33. El actual derrumbe de la memoria feliz de la transición española a la democracia representa un inmejorable ejemplo de los límites de la memoria consensuada, porque el consenso, parafraseando a Moulian (1998), suele ser la fase superior del olvido. Una sociedad está dividida socialmente está también escindida en el ámbito de la memoria. Además la dimensión educativa de la historia no reside en enseñar a los alumnos una historia que sea la media de todas las interpretaciones, una “buena memoria” que sea el fruto de una conformidad uniforme, sino justamente lo más pertinente y formativo de la educación histórica es la exploración de la diversidad de estas representaciones y autoexplicaciones de la realidad social, la comprensión, la interpretación de la memoria como conflicto, como problema sin happy end. Ahí reside el principal potencial del uso público de la historia, en el contexto de una didáctica crítica, en una sociedad que aspire a encontrar lugar y espacios para la realización de prácticas democráticas más allá de la lógica funcional de la actual democracia de mercado. Justamente aquello que a veces más se evita en las instituciones escolares, el conflicto de ideas sobre el pasado, el presente y el futuro, me parece que, sin embargo, significa un sobresaliente e inevitable elemento de la educación crítica. Finalmente, la quinta dimensión de la memoria radica en su carácter selectivo. La dimensión selectiva nos lleva a considerar que la memoria es siempre, por definición, un fenómeno que implica elegir información. La memoria es selectiva. Un acto de 32 Extremo que, por ejemplo, pone de relieve R. Vinyes al tratar algunos de los periodos más traumáticos del pasado español. Véase R. Vinyes (2009 El Estado y la memoria (ed.), RBA, Barcelona; y 2010. “La reconciliación como ideología”. El País, 12 agosto, 2010, p. 23)) 33 He tratado este asunto en un reciente artículo que aparecerá en la revista Pliegos de Yuste (Cuesta, 2010). Allí apunto cómo se aderezaron los esfuerzos televisivos (por ejemplo, Cuéntame cómo pasó y el docudrama 23-F, el día más difícil del Rey) por construir y fijar una narrativa de baja calidad histórica pero de meliflua intensidad emocional marcaron el patrón interpretativo ad usum populi. Así pues, en mitad de una tempestad de debates historiográficos y políticos en torno a las partes más traumáticas de nuestro pasado, la cultura industrial de masas (principal forja de la conciencia colectiva e identidades en la era del totalcapitalismo) cinceló una nueva/vieja imagen consensual basada en los retazos de la memoria historiográfica, pero principalmente de los fragmentos de la memoria periodística. La Transición, al nivel de la cultura de masas, ha quedado petrificada y convertida en un interminable serial de emociones. .

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memoria individual implica inmediatamente un acto de olvido. Lo mismo ocurre en la vida social. Fernando Pessoa decía que “recordar es olvidar”. Efectivamente, cuando recordamos algo estamos omitiendo otra cosa, porque el ser humano se rige por una delicada economía del olvido y del recuerdo. Esta economía de la memoria la trata excelentemente Nietzsche (1932) en su De la utilidad y los inconvenientes de la historia para la vida, un opúsculo escrito en 1874, donde alerta sobre las patologías del abuso de memoria. Estas intempestivas consideraciones nietzscheanas, como ya señalamos, no invitan al olvido, más bien avisan de los estragos de algún émulo del borgseiano Funes, el memorioso, de las patologías, individuales o sociales, de los cultivadores de una hipermemoria cacotópica34. El tema de la memoria voluntaria, la que proyecta, desde el presente, el deseo de conocer hacia el pasado, se rige por criterios que deben actuar a la hora de cribar lo que debe ser recordado del pretérito. Reducir un pasado oceánico a un pasado relevante y educativamente manejable no es cuestión de poca monta ni de fácil solución. Ciertamente, en la misma tradición marxista se han confrontado ideas sobre qué y cómo recordar la historia, lo que, en última instancia, llevaba a debatir sobre el peso del pasado en la revolución social que mira hacia el futuro. C. Marx en El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte (1852) y W. Benjamin en sus tesis Sobre el concepto de historia (1940) expresa dos concepciones difícilmente reconciliables de la memoria. Para Marx “la revolución proletaria no puede sacar su poesía del pasado, sino solamente del porvenir. No puede comenzar su propia tarea antes de despojarse de toda veneración supersticiosa por el pasado. Invita y recomienda, que los muertos entierren a sus muertos”35. Pero esta lúcida y sencilla admonición marxiana choca de frente con la idea de recuerdo y, en cierto modo, con el significado de lo histórico que preconiza W. Benjamin. Éste, por el contrario, apela a la actualidad revolucionaria del pasado, al interés de traer a la memoria un pasado cargado de actualidad. Marx, hijo de su tiempo, configura el devenir como una imparable línea de desarrollo hacia el comunismo, que vendrá mediante rupturas revolucionarias en un tracto lineal. En cambio, Benjamin el tiempo es un campo magnético de fragmentos sin dirección predeterminada. En Marx la historia es una epopeya hacia la sociedad sin clases; en Benjamin es una rotación de momentos relampagueantes. En uno no conviene perder el tiempo mirando hacia atrás; en otro, la mirada hacia atrás, si se fija en los vencidos y en sus intentos de superar su opresión, es redentora y emancipadora. Mas allá del significado de las antiguas maldiciones sobre los que miran atrás y se convierten en piedra, estatua de sal o sufren otros terribles castigos, en realidad, hay que tener mucho cuidado acerca de cómo se recuerda y qué se recuerda voluntariamente, y sobre todo, en la finalidad que queremos otorgar al recuerdo. Dentro de los supuestos de una razón anamnética, educar en la memoria es ir al encuentro y no sólo esperar que llegue el recuerdo (anamnesis), no sólo aguardar a que venga, como el olor y sabor de la magdalena de Proust36, tout d´un coup, como un disparador sensorial que desencadena 34 La cacotopía es una utopía no deseable, como la de apresar todo el pasado, enlatándolo en grandes mausoleos de la memoria (museización memorialista de la memoria), o proponiendo como imposible bandera de la rememoración de todo y de todos. 35 Esta última expresión, de origen bíblico, está en Hegel en sus Lecciones sobre Filosofía de la Historia Universal, que recoge las palabras de Cristo dirigidas a un hombre que quería sepultar a su padre: “deja a los muertos que entierren a sus muertos y sígueme”. Véase, J. Mayorga (2003, p. 86). 36 La memoria en la literatura alcanza una encarnación magistral en la saga proustiana A la búsqueda del tiempo perdido, que, coetánea de M. Halbwachs, anuncia, en cierto modo, un género luego en alza permanente. El propio W. Benjamin apreció en la eclosión deslumbrante del recuerdo las señas de su idea

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la memoria. La finalidad del recuerdo voluntario y nacido de la razón no puede residir en una finalidad fetichista, desvinculada de las necesidades humanas de la colectividad, que comporte simplemente una ofrenda a la nostalgia, a ese azúcar de la memoria que es el recordar aquello que fue nuestra juventud y nuestra infancia37. Todo ese endulzamiento y cosificación del pasado está impregnado de un almíbar empalagoso y peligroso. Decía Nietzsche: exijo ante todo que el hombre aprenda a vivir, y efectuaba esa apelación a la vida porque la memoria y la historia no pueden quedar desvitalizadas. La memoria y la racionalidad anamnética, deben convertirse en un instrumento de vida, de recoger aquello que nos importa más como seres humanos que estamos viviendo en una determinada sociedad. Y ello nos obliga a postular criterios de selección y más aún en la educación. Por definición, la educación crítica contiene también una voluntad de discernir y discriminar. Por tanto, siempre y en todo lugar es pertinente practicar el cuidadoso arte de separar, elegir y seleccionar, de modo que ayudemos a comprender al alumnado que todo recuerdo consciente implica una búsqueda de algo que previamente hemos pre-sentido, intuido y deseado saber. En suma, la didáctica crítica es selectiva y educa el deseo a través de la memoria. De tal esmerado cultivo trata la historia con memoria, o sea, del deseo de futuro y del futuro del deseo.

ANEXO 4.- Anexo: Los deberes de la memoria en un centro educativo. El bicentenario americano, los problemas del presente y la construcción de memorias conflictivas A modo de ilustración expresiva, sin pretensiones de ejemplaridad alguna, de lo que entendemos por historia con memoria incluimos en esta parte final algunos documentos que sirvieron de base para el desarrollo del programa Los deberes de la memoria en el IES Fray Luis de León de Salamanca durante el curso 2009-2010, programa que, inspirado en los principios que hemos expuestos en este artículo, tomó como motivo y pretexto la conmemoración del bicentenario de la emancipación americana de España. Con colaboración externa de una profesora mejicana, Sofía Corral, alumna mía en los cursos de doctorado, y de Antonio Molpeceres, catedrático de matemáticas jubilado, y con la ayuda de algunos profesores del propio centro, se puso en marcha un programa de actividades que, como en años anteriores, pretende introducir en paralelo del currículo oficial, a modo de cortes en el circuito lógico de la institución escolar, actividades alternativas guiadas por la racionalidad de una didáctica crítica. Por lo demás, la metodología propuesta supone un alejamiento de las didácticas declarativas y

de la memoria como un despertar. No obstante, el modelo proustiano es también, a nuestro modo de entender, un ejemplo de una memoria acrítica ensimismada y atravesada sólo por la nostalgia. Es, para seguir a Ricoeur (2003), más evocación pasiva que rememoración activa. Recientemente la muy creativa novela de H. Abad Faciolince (Traiciones de la memoria, Madrid: Alfaguara, 2010) juega con la idea, tomada del Lichtenberg, célebre acuñador de aforismos en el siglo XVII, cuando afirma que el pasado “es un cuchillo sin hoja al que le falta el mango”. En esa frase se encierra la idea de un pasado que no es nada fuera de las palabras con las que lo construimos, de un ayer que carece de mango y de hoja a no ser que se lo pongamos desde el presente, porque, como dice el novelista, “ya somos el olvido que seremos”. 37 No obstante, lo que aquí se sugiere sobre la concepción “magdaleniense” del recordar proustiano, no agota una exégesis del rico significado que, por ejemplo, W. Benjamín atribuía al mecanismo de recuerdo del novelista, como despertar, como momento y mecanismo de un disparador de la conciencia sobre el pasado, como ese momento anunciador que favorece la comparecencia de la imagen dialéctica entre presente y pasado.

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de esas pedagogías de la memoria que se llenan la boca de palabras sin entrar en los contextos reales de los centros en donde hipotéticamente habrían de materializarse las ideas innovadoras. En efecto, los textos que se añaden a modo de anexo sirven para captar las intenciones del programa y apreciar parte de su desarrollo, pero en modo alguno deben leerse al margen de las transformaciones espaciales y temporales que acompañan a esta experiencia y que han sido ampliamente especificados en mi libro Los deberes de la memoria en la educación (Cuesta, 2007). La experiencia se inserta, pues, en una reordenación y diversificación de los marcos cronoespaciales conforme a la idea de sacar la reflexión histórica del orden disciplinar tradicional proyectando el estudio de las percepciones y memorias conflictivas del pasado fuera del recinto estrecho de las aulas, promoviendo, también en la escuela, un uso público de la historia dentro de un proceso de construcción social de la memoria. 4.4.1 Planteamiento del problema La prensa española del 11 de agosto de 2009 se hacía eco del discurso del presidente de Ecuador, quien en el acto de toma de posesión de su segundo mandato, aprovechando la fecha en se celebraba el primer grito emancipador lanzado desde Quito, afirmaba que su política representaba la continuación de una tarea histórica inacabada, que había comenzado doscientos años antes. Esta apelación a la continuidad entre recuerdo del pasado, política del presente y construcción del futuro no es una excepción, pues a menudo los dirigentes políticos, muy especialmente aquellos que se sienten ungidos del sagrado deber de una misión, buscan la legitimidad de sus acciones acudiendo a explorar y desenterrar las profundas raíces de un pasado de identidad común y, a menudo, legendario cuando no espúreo. Y es que, se mire como se mire, todo uso consciente de la memoria y de la historia, exige algún tipo de compromiso e imagen previa respecto al pasado, el presente y el futuro. Por lo demás, los deberes de la memoria contienen igualmente un imperativo ético y educativo que exige hacer justicia a quienes fueron objeto de abusos e iniquidades en el pretérito. De modo que por eso, aprovechando la ocasión del bicentenario y quitando de él todo sello ditirámbico, el recuerdo de las relaciones entre España y América Latina constituye un motivo de una didáctica de la historia atenta siempre a los problemas de las desigualdades y asimetrías que, a escala mundial, han conllevado los diversos sistemas de dominación colonial en el curso de la evolución del capitalismo. Sin duda, el “libro negro” (o “blanco”, según se mire) de Occidente (o al menos uno de los más oscuros) ha sido el colonialismo, cuya plasmación en el caso iberoamericano, primero en el Estado imperial absolutista español y luego en el Estado nacional liberal, tuvieron una enorme responsabilidad política, jurídica y moral en actos que hoy se tipificarían como delitos de lesa humanidad. Con motivo de la oficial celebración del bicentenario a ambos lados del Atlántico, se han pretendido, desde algunas plataformas de poder, suavizar las aristas más afiladas de los viejos contenciosos entre las colonias y la metrópolis. El avance de un espacio jurisdiccional de derecho humanitario, con el asentamiento, entre otras iniciativas de Tribunal Penal Internacional, ha sido ocasión para recordar los precedentes de un derecho hispano de alcance mundial con ocasión del debate, en el siglo XVI, sobre los justos títulos de la conquista. Al tiempo, la memoria del oprobio de la conquista y la colonización (y de las resistencias contra ambas) ha sido retomada como bandera reivindicativa por los actuales gobiernos progresistas que tratan de liberarse del remozado dominio neoimperialista acudiendo a la historia de las luchas antiimperialistas, y dentro de ellas muy especialmente a la ruptura política con el

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Estado español. La forma de recordar estos fenómenos históricos, como toda verdad, posee su propia historia y además se verifica siempre merced a una construcción efectuada desde el peso que el pasado todavía tiene en nuestros presentes. En estas memorias de la dominación y las resistencias, como no podría ser de otra manera, se ha procedido a una selección interesada del devenir histórico, en la que los énfasis y omisiones configuran las dos caras de la moneda con la que circula la gestión social del pasado. A fin de estudiar fórmulas de gestión y producción de ese pasado es preciso practicar algo parecido a lo que T. Todorov llama una “historia ejemplar” (2007, p. 14), una historia en que el presente importa más que el pasado y en la que, manteniendo el máximo rigor científico, nunca se pierde el sentido moral. Esa es la historia del tiempo presente, “aquella que juzga y condena”, que gustan practicar los pensadores ocupados en indagar la genealogía de los problemas que nos afectan. 4.4.2. El interés educativo del tema Ahora bien, desde el punto de vista educativo el bicentenario se convierte en un problema relevante y significativo para analizar lo que “realmente” ocurrió, sino principalmente para comprender cómo se elaboran diversas memorias del pasado, cómo desde nuestro presente construimos diferentes relatos en función de los intereses y circunstancias que nos invitan a mirar desde el hoy hacia el ayer. La historia es una de esas memorias que construyen el recuerdo social. Se trata, pues, de estudiar una historia con memoria, una historia llena de los significados que las gentes de hoy, según el punto de mira en el que se sitúen, atribuyen al ayer. Y en esa plenitud del significado consiste comprender los mecanismos que históricamente generan la barbarie y la violencia masiva de unos pueblos frente a otros, las causas y efectos y que, a lo largo del desarrollo histórico, hacen que una y otra vez hacen posible la destrucción del otro. Decía Adorno, tras la tragedia del Holocausto, que el imperativo de toda educación es que Auschwitz no se repita. Ciertamente, una educación histórica inspirada en el espíritu democrático está obligada a cerrar las puertas mentales que abrieron los caminos del exterminio y el genocidio. Ello enlaza con nuestro reiterado interés por una formación contra la guerra y otras formas de destrucción humana: si quieres la paz, para la guerra. Este estudio implica un tipo de racionalidad “compasiva” y ejemplar, pendiente del sufrimiento humano. Es una suerte de esa razón anamnética en virtud de la cual el relato explicativo del pasado no ignora, mediante una operación de aséptica ocultación, las derivaciones subjetivas y emocionales de las experiencias históricas. Razones, experiencias y emociones que siempre se construyen desde un lugar y, en la circunstancia latinoamericana que nos ocupa, su misma posición “excéntrica” y marginal posibilita su trascendencia universal, porque:

América Latina no parará su loca carrera hacia la marginación creciente tratando de seguir la agenda cultural, económica o política que imponen los países ricos, herederos del espíritu universal hegeliano, sino reflexionando sobre la universalidad desde el margen, desde su experiencia de marginación. El margen sabe lo que el centro olvida, seguramente porque la memoria es el poder del vencido. El triunfador sabe que, como decía Nietzsche, <<para ser feliz hay que olvidar>>, pero ese olvido, aunque le haga feliz, no le hace verdadero. Lo iberoamericano: ¿memoria del logos?

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Manuel Reyes Mate (2008). Herencias del olvido. Ensayos en torno a la razón compasiva. Madrid: Errata Naturae, p. 34

Sobre esta base se propone una educación histórica comprometida con los valores del derecho humanitario internacional que hoy defiende una ciudadanía democrática postnacional. Para ello es preciso comprender los discursos, las prácticas del colonialismo / anticolonialismo, y las memorias que han engendrado en el curso de la historia. En todo ello confluyen la memoria como relato histórico de los historiadores, la memoria como bandera política del Estado; la memoria como instrumento de resistencia de los pueblos; la memoria como experiencia personal; la memoria como expresión artística; los lugares de la memoria, etc… 4.4.3. Materiales y grupos de trabajo *DOCE PERSONAJES ELEGIDOS POR LOS ALUMNOS PARA UNA PRIMERA ENTRADA EN SITUACIÓN La entrada en el campo de los asuntos tratados se produce en el primer trimestre, recurriendo al estudio biográfico y a la realización de un relato (normalmente en power point) sobre estos personajes: -Padre Las Casas (2) -Sor Inés de la Cruz (1) -Celestino Mutis (1) -Simón Bolívar (1) -Ernesto Che Guevara (1) -Frida Kahlo (3) -Diego Rivera (1) -Pablo Neruda (1) -Lula da Silva (1) -Isabel Allende (2) -Chavela Vargas (1) -Paulo Coelho (1) Entre paréntesis se señala el número de alumnos que eligieron. Los tres últimos personajes fuera de la lista inicial presentada por el profesor. *GRUPOS Y PROYECTOS DE TRABAJO En el segundo trimestre se prepara un proyecto de trabajo, que se presenta a finales de curso en el salón de actos, a partir de un abanico de temas que se ofrecieron y de los el alumnado seleccionó los siguientes. *Encuesta: La percepción de Iberoamérica desde España. Las ideas de los alumnos del IES Fray Luis de León de Salamanca. Trabajo de campo en el Instituto, bajo la coordinación y asesoramiento de Antonio Molpeceres. Juan Pablo Amador, María Puerto Gutiérrez, Cristina Cañedo y M. rosario Díez del curso 2º.3.

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*La inmigración latinoamericana en España I: Judit Martín, Adelaida García, Natalia Torres, Raquel Tejedor y Vera González, alumnas de 2º.3. Asesor: Raimundo Cuesta. *La inmigración latinoamericana en España II: Sara Gil, Lidia del Brío, Patricia Calderón y Eva Riesco. Asesor: Raimundo Cuesta. *La defensa de los derechos de los indios americanos como precedente del derecho internacional humanitario, a cargo de Virginia Martín y Prisca Chasinga, alumnas de 2º1. *México: El bicentenario de la independencia y el centenario de la revolución, a cargo de Marta Rodríguez, Aida Sanz y Jaime Villalón, alumnos de 2º.1. Asesora: Sofía Corral. *La violencia y narcotráfico en América Latina: México, a cargo de Carolina Santos, Andrés Bermejo, Leticia Valverde, Anarbella Palacios y Rocío González, alumnos de 2º.1. Asesora: Sofía Corral * La violencia contra las mujeres (Ciudad Juárez) y los movimientos feministas, a cargo de Jorge Cortina, Marta Plata, Ana Cristina Dios y Carlos Mesonero, alumnos de 2º.1. Asesora: Sofía Corral. *La emancipación americana y la figura de Simón Bolívar, cargo de Mónica Bernal, Mario Álvarez, pablo Gigosos y José Manuel Pereira, alumnos de 2º.1. Asesor: Raimundo Cuesta. *Diego Rivera, Frida Kahlo y el muralismo como arte de educación histórica, a cargo de grupos de historia de Arte. Asesor: Juan De Manuel Alfageme. *OTRAS ACTIVIDADES SEMANA CULTURAL (FIN DEL SEGUNDO TRIMESTRE) Biblioteca y salón de actos. EXPOSICIÓN TRABAJOS DE LOS ALUMNOS Patio del instituto y salón de actos CICLO: IBEROAMÉRICA EN LA LITERATURA, EL CINE Y EL ARTE Salón de actos y patio del instituto. EXCURSIÓN Museo de América en Madrid. INTERCAMBIO DE IDEAS Y OTRAS ACTIVIDADES CON CENTROS LATINOAMERICANOS Internet.

TEXTOS COMPLEMENTARIOS

El bicentenario y la recuperación de una tradición olvidada y marginada La novedad de ese nuevo pensamiento [el promovido por Franz Rosenzweig] estriba en relacionar pensar con sufrimiento, y marginalidad con universalidad. Se trata de repensar la razón abriendo los ojos a su historia, de revisar la historia de la filosofía ilustrada desde una perspectiva crítica que tiene como guía la memoria, mas no cualquier memoria, sino precisamente la memoria passionis, la memoria del sufrimiento. El nuevo pensamiento nos ayuda a rescatar la perspectiva de las víctimas de la racionalidad moderna a partir de la experiencia de la marginación.

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(…) No se trata, desde luego, de un rescate de la racionalidad ilustrada a la manera de la dialéctica de la ilustración, ni tampoco de una propuesta antilustrada; se trata de hacer presente una tradición que siempre ha estado ahí, pero que ha sido olvidada y que, de darle oportunidad de resurgir, puede ayudarnos en el intento de darle sentido a nuestra experiencia. María Teresa de la Garza (2002). Política de la memoria. Una mirada sobre Occidente desde el margen. Barcelona/México: Anthropos/Universidad 2002, p. 3.

El Bicentenario como espejo de las identidades y discurso nacionales El Bicentenario, como momento simbólico de conmemoración, enfrenta-o debiera enfrentar-la nación a sí misma, convirtiéndose en una suerte de situación-espejo para todos quienes hacen suya la pertenencia ala comunidad imaginada. La retrospectiva que propicia el Bicentenario permite que desde el simbolismo pertinente a la conmemoración surjan diversas evaluaciones, en forma d crítica o celebración, generando un reflejo de la postura que asumen distintos actores frente a esta situación conmemorativa. En una situación de esta naturaleza, debieran estimularse múltiples y diversos análisis referidos a la evolución y evaluación de la nación y su identidad. (…) De cualquier modo que se plantee la conmemoración del Bicentenario, un peligro es caer en esencializar los lugares comunes y en vez de hacer de este rito nacional el espacio y escenario idóneo para construir y reconstruir, para pensar y repensar la nación y la identidad, convertirlo en un espectáculo vacío de contenido, poblado de palabras que suenan importantes, que parecen ser profundas y que en realidad no son más que la aprobación de un léxico determinado, aceptado como reflexivo y consistente, sin que necesariamente lo sea.

Bárbara Silva (2008). Identidad y nación entre dos siglos. Patria Vieja, Centenario y Bicentenario. Santiago de Chile: LOM Ediciones, pp. 180-181.

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XIV ENCUENTRO DE LA FEDERACIÓN ICARIA Pedagogías de la memoria. Historia y didáctica crítica Madrid, 30 de junio, 1 y 2 de julio de 2011 PROBLEMAS Y CUESTIONES EN TORNO A LA PONENCIA HISTORIA CON

MEMORIA Y DIDÁCTICA CRÍTICA, DE RAIMUNDO CUESTA

Con vista a fundamentar y mejor formular lo que pueda significar la didáctica crítica, es posible hacerse algunas preguntas respecto a lo que dice y no dice la ponencia:

*¿Hasta qué punto es pertinente problematizar las relaciones entre historia y memoria? ¿Conviene mantener la escisión clásica establecida por la historiografía? ¿Es preciso, por el contrario, romper esa escisión en nombre de un pensamiento que se diga crítico? ¿Es indiferente, con vistas a pensar críticamente, repensar las relaciones entre historia y memoria?

*La razón anamnética se inscribe en una crítica de la razón moderna, ¿hasta qué

punto se puede relacionar con una historia social crítica y con una didáctica del mismo nombre? ¿Es consistente o inconsistente la vinculación entre este tipo de racionalidad y los postulados de una didáctica crítica?

*El giro del pensamiento crítico hacia la memoria obliga a un “deber de memoria”

en la educación. ¿Hasta qué punto la memoria así entendida puede ser una obligación moral o puede llegar a ser un abuso? ¿Sigue teniendo validez el imperativo adorniano de una nueva forma de pensar y educar después de Auschwitz?

*La memoria posee varias dimensiones educativas (individual, social, histórica,

conflictiva, selectiva…). ¿Qué aspectos de las mismas podrían mejorar o impugnar lo que se dice en el texto?

*La didáctica crítica no busca “la” alternativa, busca plantear problemas. Uno de

los problemas clásicos es la relación entre ideas y acciones pedagógicas. El programa deberes de la memoria (del que se da un esbozo parcial al final de la ponencia) tiene ya ocho años de vida en el IES Fray Luis de León, ¿existe alguna necesidad o concatenación entre ese programa y la ponencia? ¿De qué tipo y hasta dónde?

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XIV ENCUENTRO DE LA FEDERACIÓN ICARIA Pedagogías de la memoria. Historia y didáctica crítica Madrid, 30 de junio, 1 y 2 de julio de 2011 Los escenarios de la memoria. Historia, recuerdo y visualidad. Javier Gurpegui Vidal. (Fedicaria-Aragón-I.E.S.-“Pirámide”, Huesca). Que un político analfabeto, sea del partido que sea, que no ha leído un libro en su vida, me hable de memoria histórica porque le contó su abuelo algo, no me vale para nada. Yo quiero a alguien culto que me diga que el 36 se explica en Asturias, y se explica en la I República, y se explica en el liberalismo y en el conservadurismo del XIX... Porque el español es históricamente un hijo de puta, ¿comprendes? En esta cita, de forma involuntaria, el novelista Arturo Pérez-Reverte (2010) establece con claridad –pero a la contra- lo que se ha dado en llamar memoria colectiva del pasado histórico, ya que siendo analfabeto y no habiendo leído nunca un libro, perfectamente se puede tener una representación intuitiva del pasado histórico. No se trata, en todo caso, ni de afirmar la infalibilidad de la historia como conocimiento contrastado, ni la pureza incontaminada de la memoria como depositaria del espíritu inefable del pueblo. Con la historia y con la memoria estamos ante dos discursos cuyos efectos tangibles en el seno de una sociedad podemos comprobar, condenados a entrar, de una forma u otra, en interacción o conflicto. En la ponencia de Raimundo Cuesta a la que acompaña este texto –Historia con memoria y didáctica crítica (2010)- se pasa revista a las reticencias que desde la esfera académica se contempla la memoria colectiva del pasado. Tras la consagración científica en el siglo XIX de la historia como una “explicación del pasado a cargo de los historiadores”, la memoria entendida como “la experiencia recordada y narrada”, queda relegada a un estatus extremadamente débil, desde el punto de vista del conocimiento válido y desde su legitimidad social. Incluso a partir de los años setenta, cuando las investigaciones retoman las relación entre ambas, la desconfianza de los historiadores respecto al saber no sistemático sigue siendo patente, confiándose por consiguiente en una domesticación, una permanente tutela de la memoria por parte de la disciplina académica. Si esto ha sido así con la historia y la memoria sustantivas, ¿qué no será cuando nos referimos a la historia de los medios audiovisuales, y a la correspondiente memoria colectiva audiovisual que podemos tener del pasado? Cuando la especificidad de la historia mediática tiene problemas para hacerse sitio en la historia académica ¿a qué lugar se relegará la memoria? Quizá algo haya contribuido a este puritanismo iconoclasta, a esta desconfianza respecto a las posibilidades de la imagen para transmitir memoria colectiva fiable, una polémica que ha desembocado en un callejón sin salida de dudosa rentabilidad. Se trata del enfrentamiento sobre la representación del holocausto, entre los defensores de su imposibilidad –Claude Lanzmann, Gérard Wajcman, Élisabeth Pagnoux…- y entre los partidarios de lo contrario, con todas las matizaciones que se quiera -Tzvetan Todorov, Imre Kertész, Georges Didi-Huberman…-. Aquí, no vamos a entrar al trapo de esta polémica; intentaremos profundizar en las formas de la memoria colectiva visual, desde una perspectiva problemática, no ingenua. En esa experiencia recordada y narrada que es la memoria tiene un protagonismo innegable la esfera pública, entendida por Habermas, en su raíz burguesa como “la esfera en la que las personas privadas se reúnen en calidad de público” (1981, p.65). En

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ella circulan los discursos sobre el pasado, constitutivos de la memoria colectiva, cuya entidad textual resulta enormemente heterogénea, ya que se entremezclan lo icónico y lo verbal, lo intuitivo y lo racional, con una coherencia variable según los medios, y las fuerzas sociales en conflicto. Esta circunstancia ha llevado a autores como Eagleton (1999, pp. 136-37) a señalar que la esfera pública se ha visto prostituida por su caricatura, la cultura de masas, que se apropió de los discursos de la experiencia social para dispersar a los sujetos a los que iba dirigida, homogeneizando las articulaciones colectivas que éstos producían. Desde este punto de vista, la memoria colectiva debería rescatarse de la nefasta influencia de la cultura de masas, para ser devuelta a la ciudadanía en un contexto público no alienante. Sin embargo, este planteamiento presenta varios problema; uno es que se ha decidido, a priori, connotar negativamente el concepto de cultura de masas, y positivamente el de esfera pública, cuando ambos resultan problemáticos. Otro, más medular, es que parecería que la memoria colectiva equivale a un discurso ancestral preexistente a su difusión por los medios de comunicación, cuando en realidad son éstos los que hoy la constituyen. En cierto modo, la cultura de masas es la consecuencia lógica de la existencia de una esfera pública. Ésta se conforma en el siglo XVIII, en ámbitos como los coffe houses, los salones literarios o la incipiente prensa escrita, a partir de la relación entre “iguales” (burgueses), sin mediación de la autoridad, a través de un discurso que aspira a ser racionalmente comprendido y difundido en el contexto de un mercado. La cultura de masas, por su parte, se apoyará en un conjunto de avances tecnológicos que arrancan alrededor del 1800, y que a partir de 1830 se consolidarán como medios destinados a la producción, transmisión y recepción de imágenes y sonidos analógicos (Alonso García, 2008, pp. 219-21). Por todo ello, aparte de seguir cuestionando las relaciones de poder en el seno de la cultura de masas, también asumiremos que “[n]o existe un espacio puro, exterior a la cultura de la mercancía, por mucho que deseemos que exista. Por lo tanto, es mucho lo que depende de las estrategias específicas de representación y mercantilización y del contexto en que ambas son puestas en escena” (Andreas Huyssen, citado en Feld, 2009, p. 106). En las siguientes páginas vamos a profundizar en estas cuestiones, fundamentalmente a través de caso cinematográfico, sin despreciar alusiones concretas a la fotografía. En el primer apartado apuntaremos al germen de la memoria visual moderna, en el segundo profundizaremos en el discurso visual en sus diferentes niveles, para pasar, en el tercero, a analizar el papel de los discursos verbales que facilitan la comprensión e interpretación de lo visual, como son la historia y la crítica cinematográficas. Finalmente, en un último bloque abordaremos las implicaciones educativas de todo lo anterior. 1.- El viaje de la memoria hacia la modernidad Dejé de sentirme mediocre, contingente y mortal. ¿De dónde podría venirme aquella alegría tan fuerte? Me daba cuenta de que iba unida al sabor del té y del bollo, pero le excedía en mucho, y no debía ser de la misma naturaleza (Proust, 1995, p. 61). Nos falta una “visión panorámica” de cómo era la memoria visual antes de la existencia de la cultura de masas. Si rastreáramos algunos hitos, pondríamos sobre la mesa, por ejemplo, el culto a los antepasados en la antigüedad, con casos sorprendentes, como los retratos de colonia romana de El Fayum (Egipto, siglos I y II), cuyo prodigioso nivel de detalle parece adelantarse al retrato “burgués” moderno, en su intento por guardar un recuerdo nítido del desaparecido (Bailly, 2001). También podríamos pensar en las

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imágenes bíblicas de los frescos y capiteles románicos, cuyo carácter didáctico no evita una voluntad de conmemorar un pasado congelado en el tiempo, invocado a través de la eucaristía. Sin embargo, más que improvisar una perspectiva coherente que nos falta, nos disponemos a seguir un hilo posible en nuestra búsqueda, que se nos antoja fecundo: el de la memoria en su paso de ser elemento integrante de la retórica a virtud cristiana (R. de la Flor, 1996). A lo largo de la antigüedad grecolatina, la memoria forma parte de la institución retórica, junto a pronuntiatio, dispositio, inventio, elocutio, como podemos comprobar en los principales referentes de este género, como son el anónimo Ad Herennium, De Oratore de Cicerón o la Institutio Oratoria de Quintiliano. Hay que aclarar que la retórica implica algo más que el método de utilizar la palabra para mover al oyente, sino que constituye un importante dispositivo para la articulación de la vida psíquica. En este contexto, la memoria, como “tesorera de lo inventado” –en palabras de Cicerón-, se estructura a través de imagines (“imágenes”) que se insertan en loci (“lugares”) un sistema de organización del conocimiento que no sólo tiene la función mnemotécnica de facilitar el recuerdo. Se trata también de plasmar los conceptos abstractos en figuras emblemáticas de aspecto concreto, o de procurar, entremezclándose con la argumentación, no sólo convencer al oyente, sino sojuzgarlo, como señala seudo Longino en De lo sublime. Sin embargo, a partir de la antigüedad tardía asistimos a la “reconversión de la memoria retórica hacia una Memoria que, junto al Entendimiento y la Voluntad, forme parte de la superior virtud de la Prudencia” (R. de la Flor, 1996, pp. 29-30). Las Confesiones de San Agustín será el primer hito en este sentido, al que seguirán durante toda la Edad Media los comentarios de Santo Tomás a Aristóteles o la obra de Alberto Magno. Este trabajo de la memoria tiene un fuerte componente platónico; San Agustín se dirigirá a Dios diciendo: “desde que te conocí, no me he olvidado de ti”, pero la búsqueda no tiene lugar en un pasado que se presenta de forma narrativa, sino el interior del ser humano, en el seno oscuro de la memoria. Progresivamente, se configura un método de meditación a través de imágenes y lugares, que adquiriría su máximo esplendor con la Contrarreforma y el Barroco, denominado compositio loci (“composición de lugar”), cuya forma más acabada viene propuesta por Ignacio de Loyola, que establece en sus Exercicios la “contemplación para alcanzar amor” de la pasión de Cristo o de las penas del infierno. En 1658, un jesuita misionero en China señalaba: “la práctica nos ha enseñado muchas cosas; tarde, es verdad, pero no para aquellos que vendrán después que nosotros. Hemos venido cargados con muchos libros cuando hubieran bastado las imágenes” (citado en R. de la Flor, Ob.Cit., p. 113). En aquellos momentos, este uso de las imágenes se había extendido no sólo a los tratados espirituales, sino también a la práctica devocional de los fieles y a los talleres de imaginería religiosa. La misma teatralidad y artificiosidad de los retablos barrocos se corresponde con ese interior abstracto de la memoria individual, donde residen las imágenes de todas las cosas procedentes de los sentidos o expresadas con palabras. Estamos, por consiguiente, ante una memoria artificial, de carácter mnemotécnico, que pasa de ayudar al orador en su ejercicio retórico, a ser un instrumento devocional, que se posiciona en contra de la estética iconoclasta del protestantismo, basada en el vacío de imágenes, vinculada al libre examen y a la idea de la salvación a través de la gracia. Pero hay otra cuestión: se trata de una memoria no experiencial -en el sentido autobiográfico que hoy le daríamos- que no busca el recuerdo en el tiempo, sino en el espacio de la interioridad, semejante a un templo o a un escenario teatral –de ahí la expresión “teatro de la memoria”; Teresa de Jesús se referiría a “las moradas”-. A pesar

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de que el siglo XVIII volvería a contemplar intentos de organización del conocimiento almacenado a través de imágenes, los embates del método científico clausuraron su vigencia. No obstante, habría que esperar al ascenso de la burguesía para percibir una mayor conciencia de historicidad, no sólo basada en la existencia de un tiempo pasado –cosa que ya se conocía, distintas formas de crónicas del pasado existían hace milenios-, sino en la inserción biográfica del individuo en él. Un individuo depositario de emociones intransferibles que aparecen vinculadas a un nuevo sujeto político, autónomo para decidir racionalmente el voto (Hunt, 2009, pp. 35-69), que viene a ser el sujeto de la modernidad (no tan diferente, por cierto, en su versión burguesa respecto al sujeto revolucionario configurado por Marx). Será el romanticismo el que rompa con las formas clásicas vigentes hasta la Ilustración neoclásica, y el que genere, muchas veces impulsado por ideologías nacionalistas, la idea del “color local” de lugares y épocas lejanas, en cuyo contexto nacen la novela histórica o la pintura historicista. En ese momento, cambia la sede de la memoria: ya no será el espacio interior, sino la línea del tiempo pasado. La vertiente más optimista de todos estos cambios a los que asiste el siglo XIX se vertebrará alrededor de la idea de progreso. Por ello no es de extrañar que un autor como Walter Benjamin pretenda romper con esta narratividad lineal del progreso profundizando precisamente en el teatro barroco y en un recurso característico como es la alegoría. ¿Qué son, si no, para Benjamin, tanto el Ángel de la Historia, como los pasajes parisinos, sino una especie de emblemas barrocos que pretenden generar significados desde el tiempo detenido? La perspectiva consolidada por San Agustín, de una interioridad, sede de la memoria, donde el alma (re)encuentra a Dios no desaparecerá, pues, sustancialmente con la Ilustración o el Romanticismo. La memoria visual seguirá constando de unas imágenes que pasarán ahora de habitar un espacio a insertarse en un tiempo pasado que las narrativiza. Por ello, cuando hablemos de memoria colectiva visual, tendremos que atender esas dos dimensiones, la icónica y la narrativa: imágenes vinculadas a un relato. El “sentido común” derivado del romanticismo, así como el enfoque historiográfico tradicional, insistirán en la autonomía del sujeto y del pasado respecto al acto de recordar; habrá una cierta resistencia a reconocer que el sujeto que recuerda configura su identidad, entre otras cosas, a través del acto de recordar; y que el pasado se construye precisamente a través del recuerdo (o, en su caso, a través de la reconstrucción historiográfica). Sin embargo, frente al internismo –el alma o el “yo” operando en la interioridad del ser humano- también resulta insuficiente, como método de observación, el escepticismo, el constructivismo radical, que parte de considerar que, a fin de cuentas, todo son signos, insertos en el mismo nivel de realidad y sujetos a similar mecanismo interpretativo (Rubio Marco, 2010, p. 149-54). En la contemporaneidad, la memoria del pasado se diversificará al menos en tres dimensiones: el recuerdo experiencial, el recuerdo de los otros transmitido de manera interpersonal y el recuerdo que nos proporciona la representación o el relato canónico del arte o la historia. Los sufrimientos de Cristo crucificado, que para Ignacio de Loyola eran parte del recuerdo personal, que no distingue entre la experiencia personal y la ajena, serán ahora el contenido de un discurso de carácter literario. Estas distinciones, que enfrentan la memoria experiencial con la oficial, la individual con la familiar, van a ser el caldo de cultivo preferente de los discursos del recuerdo, a lo largo del siglo XX. 2.- La memoria de los medios

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Hemos hablado de la memoria visual colectiva como un discurso híbrido, de imágenes vinculadas a un relato. Por un lado, las imágenes no se producen como el mero recuerdo de nuestro desayuno de esta mañana, sino que su memoria se constituye en una “disposición mental”, “de carácter permanente, como los conocimientos, creencias, emociones, deseos, hábitos, vicios, virtudes o habilidades” (Rubio Marco, 2010, p. 109). Las disposiciones tienen historia, tienen que ver con los hábitos en los que el individuo se educa en interacción con su medio social, a través de los discursos de la comunicación. Recordar una imagen como una bandera nazi o el gesto de Arias Navarro en su anuncio de la muerte de Franco recrea semivoluntariamente en nosotros todo un ámbito del pasado, en el que unas imágenes llaman a otras, y se entremezclan con otro tipo de discursos, memoria de sensaciones e ideas. Ese ámbito aparejado a las imágenes, hoy por hoy tiene un carácter narrativo; no obstante, en la memoria la narración tiene un carácter menos coherente y trabado que en la historiografía, especialmente porque este relato no se basa en la separación científica entre el sujeto y el objeto de la investigación histórica, sino en su apertura y heterogeneidad, en que cada cual nos incorporamos a él como un personaje más (Cruz, 1986, p. 117). En este apartado recurriremos a diversos ejemplos de investigaciones recientes sobre la memoria visual en distintos medios de comunicación, eligiendo preferentemente el cine, pero sin desdeñar la fotografía o la televisión. Esta precisión es importante, porque aunque la historia de cada medio es contingente según factores sociohistóricos, y no responde al despliegue de una esencia, una vez constituidos, tienen un desarrollo diferenciado, según el lugar social que ocupan, sobre el que se pueden apreciar, sin embargo, homogeneidades y correlaciones38. 2.2.1.- La ruptura del tema tabú y la ampliación de los posibles narrativos En nuestro “sentido común”, el recuerdo del pasado se representa como un contenido, que no tiene especialmente en cuenta sus circunstancias textuales o contextuales. Quizá por ello, al poner en relación cine y memoria, la primera idea que nos viene a cabeza es el tratamiento del pasado histórico como argumento que desde las películas se ha elaborado. En los últimos años, se han sucedido publicaciones caracterizadas por analizar contenidos históricos desde la perspectiva de su tratamiento cinematográfico. Quizá, lo que a veces lleva a privilegiar el contenido frente a la toma de conciencia del

38 Compárese, sin ir más lejos el estudio de Claudia Feld (2009) sobre el tratamiento televisivo de las desapariciones en Argentina, con el estudio de da Silva Catela sobre las fotografías de los desaparecidos en el mismo periodo (2009). Durante los meses inmediatos a la caída del régimen militar argentino (1976-82), y como resultado de la tramitación de las denuncias por parte de familiares de desaparecidos, los medios de comunicación se hicieron eco exhumaciones en más de cuarenta cementerios de todo el país. Este “destape” mediático cristaliza en lo que se llamó el “show del horror”, es decir, un llamativo énfasis en la información macabra e hiperrealista, donde proliferan las imágenes de fosas abiertas y manipulación de huesos. Cuestionado este régimen de representación por los mismos protagonistas de las denuncias, en el contexto de recogida de testimonios por parte de la CONADEP (Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas) y del proceso judicial a los ex comandantes, entre 1984 y 1985 se difunden imágenes demostrativas de los sucesos ocurrido, como si la lógica pericial impregnara el medio televisivo. Una vez superada esa fase, cuando no es precisa esa voluntad de certificación, alrededor de 1988-99 eclosionan un conjunto de imágenes emblemáticas, que aspiran a evocar lo que se da por sabido, trascendiendo cada caso específico y cristalizando en imágenes cliché que evocan de forma rápida los sucesos de cara al gran público. Finalmente, alrededor del trigésimo aniversario del golpe en 2006, se escenifican imágenes literales, vinculadas a individuos concretos, dentro de una lógica ritual que sugiere la irreductibilidad simbólica de lo ocurrido. En la etapa visualmente más austera sobresalió el protagonismo de un canal estatal, que con frecuencia se presentaba como enunciador de las actividades de la CONADEP; en etapas posteriores, por el contrario, las imágenes se desarrollan en el marco de los canales privados.

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acto del recuerdo sea la urgencia, producto de la represión o la censura, con la que queremos conjurarlo. Así, lo que hace un tiempo se titulaba, por ejemplo, 1936-39. La guerra de España en la pantalla (1986), de Román Gubern, hoy incluye la alusión al recuerdo, como podemos observar en Cine y Guerra Civil española. Del mito a la memoria (2006), de Vicente Sánchez Biosca, o La memoria cinematográfica de la Guerra Civil española (1939-1982) (2008), de Jorge Nieto. Por ello, en relación a la producción de documentales sobre el pasado colectivo, Laura Gómez Vaquero (2010) establece dos etapas, desde la transición política español, separadas por una gran “sequía mnemónica” que se extendería a lo largo de los ochenta y la primera mitad de los noventa. La primera de ellas, claro está, eclosionaría en el momento de la muerte del dictador, instante en el que harían acto de presencia mediática los momentos desplazados por el discurso dominante. Poseen entonces especial impacto las propuestas que ofrecen una narraciones alternativas, como es el caso de La vieja memoria (1977), de Jaime Camino, e incluso ¿Por qué perdimos la guerra? (1978), de Diego de Santillán y Luis Galindo, donde la narración que se propone como alternativa tiene un carácter anarquista, frente a la versión comunista, triunfante en el exilio. La otra veta rememoradora la encontramos en el exorcismo de aquellos “demonios familiares”, que reproducían en el ámbito privado las estructuras de opresión de la dictadura: es el caso de El desencanto (1975) –sobre el oscuro trasfondo familiar de Leopoldo Panero, poeta oficial del régimen- o Función de noche (1981) –confesión de las miserias sexuales por parte de la actriz Lola Herrera-. Procesos como éste no son privativos de las sociedades occidentales; también se pueden ejemplificar con el cine postcolonial (González García, 2010), a través del itinerario del cineasta senegalés Ousmane Sembène. En un primer momento, los nuevos cines toman conciencia de la dependencia económica y tecnológica que todavía les une a la metrópoli, y la referencia al colonialismo casi siempre es indirecta. Películas demasiado explícitas con las prácticas coloniales, como Afrique 50 (1957), de René Vautier, permanecieron prohibidas en Francia durante 47 años. En estos momentos, Sembène dirigirá un cortometraje como Borom Sarret (1966), en el que la tradición prohibición colonial de acceder al centro de la ciudad para los nativos, la reproducirá la clase dirigente hacia los senegaleses pobres; otro mediometraje del mismo autor, La noire de… (1966) recreará la desdichada vida de una empleada doméstica en la metrópoli, donde es objeto de prejuicios racistas y de clase. En una segunda fase, se recurre para construir una cinematografía propia al proteccionismo y a las coproducciones entre países africanos. Ejemplo de lo primero es Emitaï (El dios del trueno, 1971), donde Sembène recrea la masacre de todo un poblado, que se había negado a que el ejército colonial requisara su cosecha de arroz, acontecimiento que tuvo lugar cuando Pétain es reemplazado por De Gaulle. Emitaï no pudo distribuirse en Francia durante seis años, y fue prohibida en varios países francófonos. La opción a favor de la coproducción, en este caso entre -Argelia, Túnez y Senegal- está representada por Camp de Thiaroye (1987), donde la protesta salarial de un regimiento de senegaleses del ejército francés se saldó con la muerte de 35 hombres y otras 34 penas de cárcel. Este hecho ocurrió en el momento de la liberación de Francia en 1944, y recuerda a otras situaciones similares que se dieron en otros tres campamentos de Costa de Marfil y Marruecos, entre 1940 y 1944. La película fue rechazada en Cannes para cualquiera de sus secciones, y no se estrenó en Francia hasta 1998. La cuarta etapa, finalmente, presenta un punto de confluencia entre la memoria de los colonizadores y los colonizados, en el contexto de interés común por parte del sector audiovisual por acogerse a la “excepcionalidad cultural” ante la amenaza de un libre

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mercado progresivamente globalizado. Aunque se sale del lapso de esta etapa, Gelwaar (1992), coproducción entre Francia, Alemania y Senegal, dirigida por Sembène y centrada en la peripecia de un héroe de la resistencia anticolonial, sería un buen ejemplo de esta modalidad. A pesar de su popularidad en el África subsahariana la obra de Sembène, es un buen ejemplo de “cine de autor”; sin embargo, a veces la oportunidad de aludir con contundencia a episodios del pasado, cristaliza especialmente en el cine comercial; es el caso de producciones alemanas recientes sobre episodios históricos del siglo XX (nazismo, guerra, terrorismo…). Es el caso también, y con un significativo éxito de público, del cine surcoreano del último decenio (Lee, 2007), donde a través del formato de superproducción se exhuman momentos dramáticos de la guerra entre las dos coreas -Lazos de guerra (Taegukgi hwinalrimyeo, 2004)-, episodios ocultos de la posterior guerra fría -Silmido (2003), JSA. Joint Security Area (2000), The President’s Barber (Hyojadong Ibalsa, 2004)- o los efectos aún persistentes de la separación -Repatriation (Songhwan, 2003)-. Salvo en este último caso –película documental- estamos ante dramas bélicos o thrillers políticos que llegan a las salas con la clara vocación de llegar a un público mayoritario. Evidentemente, como se ve en los siguientes apartados, esta sensación de percibir un “contenido” sobre el pasado histórico no pasa de ser una mera ilusión; quizá, la reflexión sobre las formas y los contextos donde tienen lugar las prácticas comunicativas tienen lugar en otros momentos históricos, desde otros ámbitos de la producción como pueda ser el cine más minoritario. 2.2.2.- La forma es el mensaje - Tú no has visto nada en Hiroshima, nada. - Lo he visto todo, todo. El hospital, por ejemplo, estoy segura. Hay hospital en Hiroshima. ¿Cómo podría evitar verlo? (…) Cuatro veces, en el museo de Hiroshima, he visto a la gente paseando. La gente pasea, pensativa, entre las fotografías, las reconstrucciones, a falta de otra cosa (...), las explicaciones, a falta de otra cosa (...). Cuatro veces, en el museo de Hiroshima, he mirado a la gente. Yo también he mirado, pensativamente, el hierro, el hierro quemado, el hierro roto, el hierro que se hizo vulnerable como la carne. He visto tapones de refrescos en racimos. ¿Quién lo habría imaginado? He visto pieles humanas flotando, supervivientes, todavía en la flor de su sufrimiento. Piedras, piedras quemadas, piedras reventadas. Cabelleras anónimas, que las mujeres de Hiroshima descubrían caídas, enteras, por la mañana, al despertarse. He sentido calor en la Plaza de la Paz, diez mil grados en la Plaza de la Paz; ya lo sé, la temperatura del Sol en la Plaza de la Paz. ¿Cómo ignorarlo? (…) - Tú no has visto nada en Hiroshima, nada. - Las reconstrucciones se han hecho lo más seriamente posible. Las películas se han hecho lo más seriamente posible. La representación, claro, es tan perfecta, que los turistas lloran. Siempre habrá quien se burle, pero ¿qué puede hacer un turista, sino justamente llorar? Yo siempre he llorado el destino de Hiroshima, siempre. Estas líneas pertenecen al diálogo con el que arranca la película de Alain Resnais Hiroshima, mon amour (1959). Los dos amantes, Emmanuelle Riva y Eiji Okada, intercambian caricias y discursos sobre la bomba, de tal forma que ambas esferas se superponen: “como en el amor, existe ese espejismo, de no poder olvidar nunca; yo tuve el espejismo ante Hiroshima de que nunca la olvidaré”. En ese diálogo, él insiste en que ella “no ha visto nada”, mientras que ella en realidad, “a falta de otra cosa”, ha visto el museo, las películas, las reconstrucciones… De esta forma, un diálogo entre amantes se

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convierte en una reflexión sobre la posibilidad de conocer el desastre. Con posterioridad a Hiroshima, mon amour, otro autor cercano a la novelle vague, Chris Marker, ha prolongado la reflexión de Resnais con Level 5 (1997) escalofriante documental experimental sobre la caída de Okinawa, que recuerda en ocasiones a Cartas de Iwo Jima (Letters from Iwo Jima, 2006) de Clint Eastwood, y que superpone el relato de la masacre en el momento de la toma estadounidense de la isla con su presente, como destino turístico (Kear, 2007). De una manera especialmente explícita, en estas propuestas, la forma es el mensaje. El “contenido” histórico se nos presenta a través de la pugna entre la memoria oficial, basada en la documentación disponible, y los resquicios de ese relato, que dejan entrever un horror mayor y, sobre todo, infecundo y carente de sentido. Tampoco es una coincidencia que ambas propuestas, la de Resnais y la de Marker, profundicen en “la otredad”, y nos pongan en contacto con la “memoria del enemigo” perdedor, Japón. En el momento en el que Resnais dirige su película, comenzaba a formularse a nivel internacional un nuevo género documental, basado en la suspensión de las garantías de verdad y la emergencia de lo privado como material histórico. Dentro de la producción documental nipona, se distingue especialmente el cineasta Kazuo Hara, que planteará en El ejército de Dios sigue su marcha (Yuki yukite Shingun, 1987) un ajuste de cuentas con el relato oficial de la guerra mundial, y en particular, sobre los casos de canibalismo entre soldados en el frente de Nueva Guinea. Enormemente provocadora, la cámara sigue las andanzas de su protagonista, el veterano de guerra Kenzo Okuzaki, en su intento por depurar responsabilidades ante los oficiales retirados. El espíritu de este tipo de documental, algo tardío respecto a los hechos sucedidos, se podría plasmar con la frase “Cuéntamelo de nuevo, pero cuéntalo todo” (Miranda, 2010). Una dinámica semejante, salvando las distancias, se genera en el documental español de fin de siglo (Gómez Vaquero, Op.Cit.). Años después de la transición se da un resurgir, coincidiendo con el estreno de Asaltar los cielos (1996) –sobre la figura de Ramón Mercader- y con el reestreno de La vieja memoria en 1997. Si en la etapa anterior primaba la nueva oportunidad para aludir a unos contenidos prohibidos en el pasado, ahora cobra protagonismo no sólo la insuficiencia de la historia oficial para reconstruirlo, sino los obstáculos para recordarlo. En este sentido, es innegable la referencia que proporciona la obra de Joaquim Jordá, que en Monos como Becky (1999) y en Más allá del espejo (2006) sitúa la enfermedad neurológica como metáfora de esta imposibilidad. Así, en Bucarest, la memoria perdida (2008), Albert Solé reconstruye el pasado de su padre, Jordi Solé Tura, seriamente afectado por el Alzheimer; en la más radical Nadar (2008), Carla Subirana colaboradora de Jordá y ahora directora, reconstruye las circunstancias de la condena a muerte de su abuelo, militante de la CNT, a partir de las lagunas en el recuerdo de su abuela enferma. La metáfora neurológica se muestra transparente en el momento en el que el militante anarquista Abel Paz interrumpe la entrevista explicitando la dificultad para el diálogo intergeneracional: “No entiendo nada. No sé nada. Y todo lo que sé es como si no lo supiera” (Gómez Vaquero, Op.Cit., p. 114). Como consecuencia de todos estos ejemplos, podría decirse que junto a determinados contenidos referentes al pasado, el cine –y los medios audiovisuales- transmite unos determinados modelos sobre cómo ejercer el acto de la memoria. Cuando el estilo narrativo adoptado es clásico, la reflexividad resulta implícita; cuando es rupturista, se obtiene una reflexión más explícita sobre los mecanismos de la memoria. 2.2.3.- La memoria de las prácticas

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Hasta aquí hemos hablado de los textos, de las películas como agentes de memoria colectiva. Pero la comunicación audiovisual no es un intercambio de signos que se desenvuelve en la pura abstracción, sino en un contexto social que forma parte sustantiva del hecho comunicativo. Dicho de otra forma, la comunicación sería “el proceso y el producto resultante de la construcción cultural de la realidad a través de la apropiación textual y la circulación social de los discursos y representaciones” (Alonso García, 2008, p. 161). Si el cine no sólo es un trabajo específico de “apropiación textual”, sino también una forma determinada de circulación social, lo que lo define como medio será el cruce específico “entre los rasgos otorgados a una forma expresiva (por ejemplo, en el hecho fílmico de la película) y los atributos asignados a una práctica comunicativa (en el hecho cinematográfico de ir al cine)” (Alonso García, Op. Cit., p. 256). Lo nos lleva a que esa memoria colectiva audiovisual de la que hablamos debe contemplar el recuerdo que tienen las personas de las prácticas audiovisuales del pasado, vivido por ellas o no. El siguiente testimonio no habla directamente de la imagen fílmica, aunque sí del entramado de relaciones sociales que rodea la exhibición cinematográfica. La informante en esta investigación llevada a cabo en Buenos Aires, “Elsa I.” refleja las condiciones de vida cotidiana en un estado policial, y los riesgos de un espacio público como el cine: Estaban dando Un sombrero de paja de Italia en el cine largo, largo, que está en Corrientes, y de pronto pararon la proyección. Unos tipos de particular, como iban siempre, empezaron a llevarse gente del cine, a dedo, y se llevaron a mi noviecito de entonces. Yo tenía 16 ó 17 años, fue antes de Perón. Fui a verlo a la seccional que estaba frente al hospital Ramos Mejía. (…) me di cuenta de que lo habían picaneado. Eran funciones que organizaba el PC para recaudar fondos, pero en el cine no sé si lo sabían (Di Tomaso, 2005, p. 68). En otros casos, el acto social de ir al cine se imbrica más claramente en los usos culturales de un momento dado. Sería el caso siguiente, en el que el informante hace coincidir el fin de sus prácticas religiosas con la asistencia a determinado tipo de cine; todo un ritual de paso hacia la madurez: “En la iglesia Jesús de Nazaret, de Avenida la Plata y Caseros, una forma de atracción para que el chico estudie catecismo era que después había una proyección, generalmente de cowboys. Pero te la terminaban en el momento culminante para que a la semana siguiente fueras otra vez al catecismo y al cine. Yo corté. No fuimos al catecismo, no fui más a la proyección, ni tomé la comunión” (Di Tomaso, 2005, p. 18). También proporciona un punto de vista interesante el testimonio de exhibidores y proyeccionistas, personajes que ganan en protagonismo, sin abandonar en general el anonimato de quien se sitúa tras la cámara de proyección, como se puede ver en este ejemplo sobre la memoria del público turolense: “Entonces teníamos que poner un tanto por cien de películas españolas. Cuando veías que ponía ‘película acogida al crédito sindical’, malo, ya nos olía mal. Todas esas eran flojas, mal. Como a las casas les exigían poner películas españolas pues no se preocupaban y hacían películas baratas para cubrir el cupo y poder poner las americanas, las hacían casi sin presupuesto. A la gente le gustaban más las películas americanas” (Arturo Zorraquino, citado en Gonzalvo, 2008, p. 155). Con todo, a pesar de la existencia de estas investigaciones de carácter etnográfico, se echan en falta propuestas interpretativas realizadas a partir de este tipo de testimonios, que permitan la articulación de un discurso más global sobre el cine como práctica comunicativa. Finalmente, este punto de vista puede resultar especialmente fecundo para trabajar con el alumnado. Es fácil partir de experiencias no muy lejanas, y la aparente naturalidad del

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recuerdo fácilmente se puede convertir en síntoma de procesos de hondo calado, como se puede observar en el siguiente fragmento de narración, que presenta el contraste intergeneracional en la asistencia al cine: Para mi generación el cine ha sido y es un edificio donde vas, pagas seis euros y te dan una bolsa de palomitas, te sientas en una butaca durante una hora o dos a ver una historia más o menos entrañable, pero para nuestros padres, el cine era algo más, el cine era el desahogo. (…) Casi todas las películas que se proyectan en el cine suelen ser norteamericanas y muy pocas son europeas. Además, una gran parte de las norteamericanas tienen el típico argumento de la historia de amor con toque de humor, que ya están más que vistas. (Victoria Barreu, 1º de Bachillerato del I.E.S. “Pirámide” de Huesca, Curso 2007-08). 2.2.4.- El testigo, productor del registro La vocación primera del invento de los Lumière no fue la de convertirse en el espectáculo de feria que acabó siendo hasta la Gran Guerra, sino que aspiraban a que el nuevo medio se convirtiera en un álbum de fotografías vivientes, que recogiera las vistas domésticas y exóticas (vida cotidiana y países “extraños”, dominados por las metrópolis europeas) que en aquel momento conformaban el imaginario burgués (Alonso García, 2009, pp. 31-34). No obstante, aquel camino abandonado aflora con posterioridad, en medio de un itinerario histórico que se había convertido en otra cosa. Así, es conocida la afición del zar Nicolás II al cinematógrafo, de manera que la corte disponía de un camarógrafo, que registraba fiestas de cumpleaños, paseos en lancha, partidas de tenis y demás rituales aristocráticos de entonces. Tras la revolución soviética, estos materiales tuvieron una difusión, dotada de ideología diametralmente opuesta. Así, fue la montadora Esther Shub quien obtuvo permiso para elaborar una crónica que recogiera parte de estos materiales en la película La caída de la dinastía Romanov (Padeniye Dinasty Romanovikh, 1927) (Barnouw, 1998: 63-64). Este recurso de incorporar filmaciones domésticas en un largometraje documental comercial fue retomado recientemente, como podemos comprobar con Capturing the Friedmans (2003) –reconstrucción de la vida de una familia acusada de abusos sexuales- y Un instante en la vida ajena (2003) –selección de filmaciones de Madronita Andreu, que retratan la vida de la alta burguesía catalana a lo largo del siglo XX-. Con el paso del tiempo, a medida que se difunden las cámaras tomavistas a precios asequibles para la clase media, a semejanza de lo ocurrido con la fotografía, los usuarios contribuyeron a producir sus propios documentos visuales; y también fue frecuente que unos materiales destinados a la memoria privada de la propia familia, tarde o temprano entraran en contacto con la esfera pública, pasando así a engrosar la memoria colectiva. El trabajo de Guy Westwell (2007) reflexiona sobre este proceso a partir de una recopilación de materiales amateur, en formato Super 8 mm, editada en Estados Unidos a mediados de los ochenta, Vietnam Home Movies, realizados por marines estadounidenses entre 1956 y 1975. Entre estos materiales, Westwell centra su análisis en The Smiling Tiger (1967-68, 190-71), filmada por el capitán Alfred Demalio, y The Gunsligers (desde 1968-69), a cargo del capitán James R. Powell, ambos pilotos de helicóptero. El rescate de estas cintas se lleva durante el liderazgo del presidente Reagan, para quien “las familias son las unidades básicas que mantiene unida la sociedad”. Por ello no es extraño que el retrato de la vida cotidiana de los marines perfile a los protagonistas como una “gran familia” masculina: partidos de béisbol con la población local, bromas e incluso banalización de los disparos desde el helicóptero, ante los cuales exclama el operador: “ésta por papá y mamá”.

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Las investigaciones de Patricia Zimmermann sobre las home movies norteamericanas desde su proliferación, a mediados de los 50, señalan la función unificadora de las diferencias familiares por parte de estas filmaciones, que obvian los aspectos más conflictivos. Recordemos que es tan importante lo que el testigo narra como lo que no recuerda, o elige olvidar. A pesar de estar filmadas durante la guerra, Vietnam Home Movies se puede asimilar a las películas de ficción de los ochenta, más conservadoras que en los setenta. Está más cerca de Jardines de piedra (Gardens of Stone, 1987), de Coppola, que de El regreso (Coming Home, 1978), de Hal Ashby. Y es que las home movies proporcionan una oportunidad para el diálogo entre el pasado de la filmación y el presente de su lectura o interpretación, que permite ahondar en la distancia entre palabras y silencios. En la mísma línea más crítica se lleva a cabo el documental Hearts and Minds (1974), de Peter Davis, donde un soldado de Vietnam reflexiona en voz alta sobre sus sentimientos si alguien arrojara napalm sobre su propia familia. Enfoques como éste retratan la realidad de manera compleja, presentando al soldado al mismo tiempo como agente y víctima de la política imperialista. Otro caso de estudio, que podemos incorporar a este apartado se refiere al uso de las fotografías para el reconocimiento de los desaparecidos durante el gobierno militar argentino (da Silva Catela, 2009). Partimos de la base de que “quedan fotos de lo que hubo antes, pero no se pudo fotografiar una desaparición en sí” (Victoria Langland, citada en da Silva Catela, Op.Cit.: 341). La intención primera de estas fotos era de uso práctico y cotidiano: procedían de carnés de bibliotecas o universidades, aunque minoritariamente había algunas situadas en la vida cotidiana del individuo. El primer paso hacia su uso público llega cuando se constituyen en instrumento para la búsqueda y denuncia de desaparecidos. De las oficinas de las administraciones pasan a ocupar un lugar destacado en los actos protesta (como cartel o sobre el cuerpo de las madres) y en los legajos de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos o la CONADEP. Con el paso de los años, esta presencia en lugares públicos ha adquirido un valor conmemorativo, que busca contribuir a la construcción de una memoria colectiva sobre la represión. Al mismo tiempo, la fotografía se reincorpora al espacio doméstico ya no para su uso práctico como parte de un carnet, o como souvenir vacacional, sino como recuerdo de su desaparición. Finalmente, una tercera esfera que construyen estas fotos se vincula a la documentación derivada de las “políticas estatales de la memoria”, como libros, folletos o listas de desaparecidos. 3.- Los discursos de la memoria Cuando hablamos de memoria colectiva (o de memoria visual colectiva) se corre el peligro de elaborar una imagen idealizada del ejercicio del recuerdo por parte de un grupo humano, de remitir la memoria a la “intrahistoria”, que es -según Unamuno en En torno al casticismo (1895)- ese ámbito donde “millones de hombres sin historia” desarrollan “la oscura y silenciosa labor cotidiana y eterna, esa labor que como la de las madreporas suboceánicas echa las bases sobre las que se alzan islotes de la historia”. Discurso éste que, como se puede ver, resulta difícilmente objetivable. Sea como narración u otras formas genéricas que aquí repasaremos, la memoria colectiva está condenada a articularse como discurso comunicativo que se produce y difunde en sociedad. Por ello, al referirnos a la memoria visual, conviene revisar no sólo los mismos textos audiovisuales, sino también la trayectoria de algunos géneros textuales reguladores de

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la mirada, como son la historia y la crítica de cine. La historia como instancia académica condenada a mantener con la memoria una relación dialéctica de amor/odio, a pesar de la imbricación de sus respectivos orígenes –o quizá precisamente por eso- y a pesar de los escarceos que han menudeado en los últimos años. La crítica como género híbrido, al que se otorga la autoridad del saber experto pero se difunde en la esfera pública, con los rasgos temático-formales que ello conlleva. Si la memoria visual viene a ser el proceso de producción de conocimiento sobre el pasado a partir de un documento audiovisual, por parte de sujetos “profanos”, está condenada a converger con la crítica como discurso formal e institucionalizado. 3.1.- Primera fase: la constitución de los discursos sobre la memoria 3.1.1.- Nacimiento e identidad académica de historiografía del cine Los expertos en la materia asimilan con frecuencia la consolidación de la historia del cine a su institucionalización académica, en un proceso que se han llegado a distinguir cuatro etapas: “los biógrafos primitivos (el parto), los cronistas antiguos (la infancia), los eruditos clásicos (la adolescencia) y los académicos modernos (la madurez)” (Alonso García, 1999: 19). La primera alcanzaría hasta 1920, y su soporte principal estaría formado por textos donde cada autor, generalmente “testigo implicado”, a veces “pionero” en el nuevo medio, deja constancia para la posteridad de su experiencia. Serán los cronistas antiguos (1920-1940) quienes testimonien la evolución desde la mera fascinación ante la innovación técnica hacia el cine entendido como arte y lenguaje. Para ello se establecerá una línea del tiempo que constate la maduración universal del cine (aunque en general éste se reduzca a Hollywood u Occidente). Sobre ese eje, una vez cumplidos los primeros cincuenta años del medio, los eruditos clásicos (1940-70) aportarán el rigor académico de rango universitario y desarrollarán los grandes proyectos enciclopédicos con pretensiones de totalidad. Este proceso es correlativo al caso español, con algunos matices. Respecto al franquismo se ha señalado por parte de historiadores como Juan Antonio Cabero, Carlos Fernández Cuenca o Fernando Méndez-Leite Von Haffe un intento de enmudecer los proyectos historiográficos previos a la guerra, de autores como Juan Piqueras o Florentino Hernández (Diez Puertas, 2003, pp. 13-16). Sus métodos cronísticos de acumulación de títulos y sus análisis ideológicamente sesgados predominarán, hasta que en los setenta, la llamada “generación de los profesores” proceda al desmantelamiento de esta mitología conservadora, a partir de la docencia universitaria y la producción de las primeras tesis doctorales. Una siguiente generación, aparecida en los noventa, a diferencia de la anterior, ya no precisará de un paso previo por el ejercicio de la crítica, sino que tendrá el punto de partida del trabajo académico. Como se puede apreciar, la institucionalización académica de la historia del cine es el final de un proceso que arranca en el ámbito indiferenciado de la esfera pública, con géneros como la crónica, la autobiografía o la crítica. Quizá por ello son frecuentes las reticencias a ese caos originario, del cual la historia ha surgido. Así, se ha llegado a decir que “existan alérgicos a la teoría en las filas de los estudios cinematográficos es algo a lo que estamos acostumbrados, sobre todo si consideramos que este campo ha estado en manos de cinéfilos, periodistas y críticos de actualidad durante muchos años” (Sánchez-Biosca, 1998, p. 115). Afirmación que presupone que los “cinéfilos, periodistas y críticos de actualidad” pertenecen a colectivos incapacitados para el ejercicio la teoría y que su existencia es la causa de esta alergia, general en los estudios sobre cine. Y sin embargo, como acabamos de ver, el origen de la historia del cine no

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está tan lejano de los escritos “a ras de tierra” de los pioneros, de la crítica y de la divulgación. Por ello no es de extrañar que se presente como un enemigo a combatir en el terreno historiográfico la llamada cinefilia, ese conocimiento intuitivo y asistemático que vendría a ser una “verdadera idolatría (…) cuyo fruto es la construcción de un discurso repetitivo y autoalimentado que impide ‘otras formas de pensar el cine’” (Alonso García, 1999, p. 17), y que instaura el relato visual y la película comercial como bases exclusivas y excluyentes del cine. Sin embargo, la cinefilia no es un mal privativo del conocimiento intuitivo del profano; también se cuela en el taller del historiador, a través de “la tradición de los anticuarios y los arqueólogos enamorados de los ‘hermosos objetos del pasado’”. La excesiva cercanía, la filia cegadora del estudioso por su objeto de estudio le lleva a obviar la reflexión teórica sobre los objetos y conceptos en cada momento y cultura. Quizá para evitar que la cinefilia desprofesionalice el ejercicio del historiador, se ha establecido que el hecho histórico es siempre un hecho historiográfico, es decir, que “toda historia que podamos escribir o leer (del cine, de la comunicación, de la cultura) es siempre una historiografía de dichos objetos, según unas perspectivas y unos objetivos definidos por el historiador y su época” (Alonso García, 2008, p. 36). Se evita así pensar que existe independencia entre una historia-objeto, que sería la materia prima de la disciplina, equivalente a “la totalidad de los sucesos ocurridos en el curso de lo real” independiente de la historia-disciplina, también llamada historiografía, equivalente al ejercicio de los historiadores. Y es que esta independencia no es posible porque los objetos históricos del pasado –da igual que hablemos de diplomacia, guerra, cine o cultura- son definidos desde el presente de la historiografía; ignorarlo supone reificar, cosificar estos objetos. Sin embargo, este planteamiento no evita un problema: vemos en Alonso García la misma desconfianza que encontrábamos en Sánchez-Biosca ante el discurso a ras de tierra de periodistas y cronistas; y ni una sola alusión a un conocimiento válido sobre el pasado del cine producido en el ámbito de la esfera civil. De esta forma, a la ciudadanía no-experta le quedan dos alternativas: o caer en los brazos de la denostada cinefilia, o confiar en el conocimiento de los historiadores, que establecerán cómo elaborar este pasado adecuadamente. La afirmación de Alonso de que no hay un hecho histórico que no sea historiográfico se desliza peligrosamente hacia otra, que vendría a decir: “no hay un hecho del pasado que se pueda recuperar fiablemente, si no es desde la historiografía”. 3.1.2.- El nacimiento de la crítica ¿Cuál ha sido, por otro lado, la trayectoria del discurso de la crítica cinematográfica? Recordemos que, en cuanto al caso español, lo que caracteriza a la última generación de historiadores es precisamente no haber precisado de “un paso previo por la crítica” (Diez Puertas, 2003, p. 16). En este sentido, la crítica de cine pareciera asimilarse a uno de esos discursos carentes de rigor y reflexión teórica, y destinado por ello a diferenciarse claramente de la historiografía o de la teoría del cine. Sin embargo, la crítica de cine ofrece a priori una interesante potencialidad: su medio de difusión suele ser precisamente la prensa, es decir, un instrumento de primera magnitud en la conformación de la esfera pública. Frente a los ritmos del campo académico, la prensa se constituye en un sismógrafo enormemente sensible a los movimientos de la sociedad cuando repercuten en la opinión pública (con toda la complejidad y carencias que esta repercusión presenta). Las “batallas por la memoria” donde se imbrica un medio o un texto audiovisual, son antes reflejadas por la prensa que por la teoría o la historia. En la

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esfera pública, es la crítica la que hace propuestas de interpretación y comprensión de una película (por muy pedestres que éstas puedan llegar a ser). Es la crítica la destinada a difundir una memoria del pasado elaborada a partir del cine. Y es que para el discurso de la teoría, como para la filosofía según Hegel, “la lechuza de Minerva sólo alza su vuelo en el ocaso”, es decir, cuando los problemas se han manifestado en el tejido social. Pero abordemos una panorámica posible sobre el origen de la crítica de cine. En relación al nacimiento de la crítica en la esfera pública argentina (Maldonado, 2006, pp. 133-38) se establece la siguiente genealogía. Una primera fase abarcaría hasta 1910, y comprendería un momento en el que alrededor del cine se difunden anuncios publicitarios, crónicas que dan cuenta de noticias que surgen alrededor del medio (estrenos, contratos, adelantos técnicos, etc…) y las llamadas protocríticas, que describen las imágenes exhibidas, dando cuenta de su espectacularidad o fidelidad fotográfica. La configuración del lenguaje cinematográfico, en la forma que se atribuye a Griffith, conduce al nacimiento de una crítica primitiva, donde se aprecian juicios de valor sobre elementos como actuación, argumento y fotografía. Esta segunda fase llegaría hasta 1919, momento en el que aparecen análisis cinematográficos que priorizan un discurso argumentativo y se fundamentan en preceptivas de carácter teórico, y no meramente en el gusto personal. En este momento se profesionaliza la figura del crítico, individualizándose en autores públicamente conocidos como el narrador uruguayo Horacio Quiroga. El germen de esta crítica profesional, que se propagará al resto de la prensa generalista, se encuentra en las revistas especializadas, y no en los grandes periódicos. Publicaciones como Caras y Caretas, donde colaboró Quiroga, fueron la cuna de la crítica en un azaroso proceso donde no finalmente triunfó la vertiente más comercial, poniéndose al servicio de la difusión del espectáculo facilón y a publicitar un incipiente star system. En este panorama, retengamos un dato importante: la consolidación de la crítica tiene lugar en la medida en que prioriza un discurso argumentativo (y no de simple afirmación del gusto personal) y se fundamenta en preceptivas de carácter teórico. A este abandono de la teoría por parte de la crítica se suele atribuir la deplorable situación actual de la crítica de cine en la prensa, ya que “si se la comprende como un metadiscurso privilegiado del lenguaje cinematográfico en general, las notas mediocres que resaltan o exageran cualidades inexistentes, escritas sin un mínimo grado de control de la función connotativa del lenguaje y que de alguna manera condicionan la lectura del espectador, no hacen más que despreciarlo” (Maldonado, 2006, p. 8). Si la historia académica cuestionaba el “poco rigor” de la crítica, hay quien sueña con que ésta se asemeje lo más posible a la teoría del cine. Un problema de la crítica actual es su poco rigor, sí, pero fundamentarlo en preceptivas de carácter teórico resulta enormemente espinoso. Piense el lector o lectora en si el placer que siente al leer una crítica de cine realmente radica en el rigor meramente intelectual. Por otro lado, el gusto personal es insuficiente, claro está, pero también es necesaria la intuición estética del crítico, así como su capacidad para “crear opinión” a través de textos que provoquen la reflexión, el debate polémico y prácticas alternativas de comunicación. En el terreno en el que estamos, de configuración mediática de la memoria colectiva, todas estas virtudes son necesarias. 3.2.- Segunda fase: una propuesta retroprogresiva 3.2.1.- La historia, discurso sui generis

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Hay un antiguo proverbio indio que dice todo sigue vivo hasta deja de ser recordado. Mi pueblo siempre ha confiado más en la memoria que en la historia. La memoria, como el fuego es radiante e inmutable, mientras que la historia sirve sólo para quienes pretenden manejarla, para quienes tratan de apagar la llama de la memoria con el fin de extinguir el peligroso fuego de la verdad. Tened cuidado de esos hombres, pues son peligrosos e ignorantes. Su falsa historia está escrita con la sangre de quienes pueden recordar y quienes buscan la verdad. Estas palabras, tan diametralmente opuestas a las de Pérez-Reverte, pertenecen en la ficción al discurso de un anciano indio navajo, protagonista de tres episodios de la serie Expediente X (X Files, 1995). Y las traemos aquí porque sirven para ilustrar esa venganza que, respecto a los aires de superioridad de la historiografía, implica el regreso de la memoria, en el contexto del cuestionamiento de la razón moderna y del consiguiente giro lingüístico y culturalista de las ciencias sociales (Cuesta, 2010). Esta misma crisis es la sufrida también por la historia del cine (y podríamos decir que el resto de las disciplinas de lo visual, académicamente consolidadas). Recordando la frase de Giorgio Agamben, “sólo cuando la casa está en llamas se hace visible por primera vez el problema arquitectónico fundamental” (1998, pp. 17-18). Traída esta idea a nuestro terreno, se puede decir que la crisis de la historiografía tradicional facilita que veamos, en pleno incendio, el entramado de vigas y columnas en el que se asentaba; curiosamente, los problemas arquitectónicos así detectados, originan crisis, es cierto, pero también abren puertas que antes permanecían en un segundo plano. Precisemos algo más las anomalías internas que generan la crisis. En pleno triunfo de la edad de los “académicos modernos”, anteriormente mencionada, se inicia la disolución de ese objeto estable que parecía el cine, debido a factores tanto externos (la aparición de los nuevos cines y de producciones del tercer mundo) como internos (nuevos soportes audiovisuales) (Alonso García, 1999, pp. 21-22). Además, cuando los historiadores sistematicen su reflexión teórica, se producirá un doble movimiento: por un lado, hacia la integración, porque se acuñarán conceptos híbridos entre lo social y lo textual (el Modo de Representación Institucional, acuñado para aludir al cine clásico); por otro, hacia la dispersión, porque proliferarán diversas especialidades temáticas y temporales (los géneros cinematográficos, cine y estudios feministas, aspectos ideológicos en general…). Como resultado de todo ello, se rebajarán los afanes universalistas y enciclopédicos de otros tiempos, y se preferirán las monografías sectoriales y particulares. Si el objeto de la historiografía es el estudio del ser humano, sus obras e ideas, considerados en su devenir (Alonso García, 2008, pp. 40-50), nos enfrentamos a unas pretensiones de totalidad especialmente complejas debido a tres factores: la gran diversidad de lo humano, que se expande en relación a lo natural y lo social; la variabilidad de lo humano a lo largo del tiempo; y, finalmente, la continuidad de lo humano entre los sujetos historiados e historiadores. Si el conocimiento científico tradicionalmente parte de la doble objetualización del sujeto y el objeto del conocimiento, una historia alternativa al historicismo ingenuo partiría de una doble subjetivación. Por una parte, del historiador, ya que no queremos una ciencia del pasado, sino un conocimiento que nos sirva para el presente (y no desde un pretendido desinterés cognitivo); por otra, del ser humano historiado, ya que el objeto estudiado es a su vez el sujeto activo en la historia, difícilmente reducible a una formalización. Ello no evita que el conocimiento historiográfico pueda ser objetivable intersubjetivamente, inteligible e incluso falible en función de determinados criterios.

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Sin embargo, el intento de no tratar al ser humano (historiado e historiador) como objeto sino como sujeto inobjetualizable desde la ciencia, necesariamente nos debe conducir a una concepción atemperada del método39. Todo ello incidirá directamente en el estatuto epistemológico otorgado a la historia. Generalmente, se plantea que la historiografía procede del desarrollo de tres estadios: el género literario, un conocimiento específico sui generis y, finalmente, la disciplina científica. Si con la historia no se aspira a alcanzar una ciencia del pasado, sino un conocimiento para el presente, es preciso plantearse la necesidad de volver a la consideración de un conocimiento sui generis, lo que significa en cierta forma volver al pasado de la disciplina, pero con la conciencia reflexionada de lo que el “progreso” significó; algo parecido a lo que Salvador Pániker (1987) denominó retroprogresivo. No se trata de claudicar ante el fracaso de las ambiciones cientifistas de la Historia. Se trata de vincular este fracaso a los problemas sociales que se dan en el contexto de la disciplina, aprovechando una formalización metodológica más flexible, derivada de la doble subjetivación. Una historia “interesada” -no neutra- alimentada por una memoria que indaga activamente en el pasado del sufrimiento humano, que juzga críticamente -ya que se vincula a un deber moral- y que contribuye a problematizar nuestro presente (Mainer, 2010, pp. 23-25) no debe derivar meramente en un nuevo paradigma académico. Recientemente, nuevos enfoques han cuestionado la existencia estable unos objetos de reflexión disciplinar esencialmente visuales, y se ha reivindicado la existencia de actos visuales, basados en los distintos modos de hacer que regulan en sociedad “el ver y el ser visto, el mirar y el ser mirado, el vigilar y el ser vigilado, el producir las imágenes y diseminarlas o el contemplarlas y percibirlas” (Brea, 2005: 9), en el contexto de las relaciones de poder que todo ello conlleva. José Luis Brea ha reivindicado los estudios visuales como los que se dedican a esta “producción de significado cultural a través de la visualidad”, señalando que, frente a las disciplinas “dogmáticas” de la Estética y la Historia -cómplices con el punto de vista interno al campo visual- aquéllos aportan un enfoque desvelador, externo y crítico. Sin embargo, nosotros aquí queremos problematizar una presuposición: que de la mera exterioridad respecto al acto de mirar se deduzca el ejercicio de la crítica. La supuesta perfección de un método no garantiza nada, si tan sólo se vincula a un supuesto interés “desinteresado” por conocer. Se incurre entonces en el círculo supuestamente “virtuoso” (más que “vicioso”) de un método cuya finalidad básica es del desarrollo coherente de la disciplina. También resulta insuficiente esa imaginación que debe reivindicarse para romper este círculo (ver nota 2) si no se conecta con un lugar moral, en un ámbito socialmente externo pero interpelante del acto de conocer. En esa exterioridad social, la memoria colectiva, y la esfera donde ésta circula, tienen mucho que decir. 3.2.2.- Por una crítica ilustrada Constatábamos antes la queja acerca de la falta de fundamentación teórica de la crítica de cine, y sus efectos negativos. Pues bien, en la misma línea de lo afirmado hasta ahora sobre la historiografía, y si querer defender la incapacidad teórica de muchos críticos, querríamos matizar este descontento, señalando que el problema no es exactamente ése. En primer lugar, porque no debe asimilarse la crítica al análisis fílmico. Mientras que

39 Además, el método considerado de forma desnuda, no genera en sí mismo nuevo conocimiento, sino que tan solo justifica o valida el conocimiento ya dado. Para que el método no constituya un camino tan constreñido que sólo conduzca al punto de origen, Alonso García (2008, pp. 65-68) propone que la centralidad del proceso de investigación esté ocupada por el sujeto (historiado e historiador) a través de la imaginación como disparadora de las hipótesis, conductora de las interpretaciones y coordinadora de los relatos y de los argumentos.

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éste se dirige a desmenuzar una película con el objetivo de dilucidar cómo dice lo que dice, adoptando un protocolo basado en el rigor metodológico, la crítica viene a ser “una actividad palpitante, pegada al orden del día, que se solventa en caliente (a la estela, valga la expresión, de la puesta de largo comercial de la película de marras) y a bote pronto (plasmado en textos de media o corta extensión, a veces telegráficos) sin grandes apoyaturas metodológicas ni aparato teórico” (Zumalde, 2008: 84; la cursiva es nuestra). La crítica propone un juicio de valor razonado sobre la calidad ética y estética de la película, dirigido a aportar una hoja de ruta al espectador, un criterio selectivo con el que orientarse en la oferta audiovisual, pero sin por ello obturar el gusto subjetivo o la intuición del crítico, al que se le otorga una autoridad muchas veces reconocida. Por ello su profesionalización venga acompañada de un conocimiento público de su individualidad, pues los lectores habituales “se fían” –o no- de él. A esta concepción de la crítica se le podría objetar que nos presenta al espectador como un mero cliente de la oferta audiovisual, cumpliendo así una función semejante a la de la publicidad: informar a los potenciales compradores. Aunque desgraciadamente la crítica con frecuencia se ve reducida a eso, queremos llamar la atención sobre su vertiente dirigida a la comprensión e interpretación de la película, es decir, a la producción de significados, desde unas coordenadas sociales donde es posible generar prácticas de comunicación antihegemónicas. Para profundizar en esta opción deberemos retrotraernos al origen dieciochesco de la crítica literaria. En unos momentos en los que los salones literarios impulsan un intercambio libre entre iguales (Habermas, 1981), cuando la novela –género burgués por excelencia- se convierte en difusora de una nueva sensibilidad cívica, la crítica literaria se difunde como ensayo de opinión en publicaciones periódicas como The Tatler (1709-11) o The Spectator (1711-12), donde “ilustrados” como Richard Steele o Joseph Addison se empeñan en que la filosofía salga “de las estanterías y las bibliotecas, de los colegios y facultades para que resida en las reuniones, clubs, mesas de té y cafés” (Addison, citado en Raquejo, 1991, p. 21). No es azar que este episodio dieciochesco suponga la consolidación del ensayo como género literario y expositivo. Siglos después, Theodor W. Adorno lo revindicaría como molde para un discurso filosófico depositario de una nueva objetividad, cuya medida no sería “la verificación de tesis asentadas mediante su repetida comprobación, sino la coherente experiencia humana que el individuo tiene de la esperanza y la desilusión. Esta experiencia es la que, confirmándolas o refutándolas en el recuerdo, confiere relieve a unas observaciones” (2003, p. 17-18). En este contexto, la crítica se convierte en la perfecta excusa para tratar temas culturales, sociales y políticos. Desgraciadamente, esta tesitura no duró mucho tiempo; si en el XVIII la crítica era un instrumento dirigido a debatir política cultural, “en el siglo XIX, su preocupación fundamental era la moralidad pública; en nuestro propio siglo es una cuestión de ‘literatura’” (Eagleton, 1999, p. 121). Ello implica retomar los objetivos primigenios, “volviendo a conectar lo simbólico con lo político, comprometiéndose a través del discurso y de la práctica con el proceso mediante el cual las necesidades, intereses y deseos reprimidos puedan asumir las formas culturales que podrían unificarlos en una nueva política colectiva” (Eagleton, Op. Cit., p. 139). Ya sabemos que la crítica de cine no es la mera derivación de la crítica literaria. Sin embargo, estas formulaciones de Eagleton, demandando la conexión de lo simbólico y lo político es plenamente vigente para el cine. Y muy especialmente cuando hay voces que parecen insinuar que todo se soluciona con la simple profesionalización de críticos e historiadores. Tanto la historia como la crítica de cine son elementos fundamentales en construcción de un modelo u otro de memoria colectiva visual; debemos recordar, en todo caso, que ambos discursos no se imponen socialmente a través de la mera

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coherencia y profundidad intelectual, sino que se despliegan a través de los medios de comunicación en un contexto de prácticas sociales. 4.- Algunas implicaciones educativas de la memoria visual De lo dicho hasta ahora se deducen bastantes cosas, al menos referidas a esa faceta educadora, que desde el punto de vista informal el cine tiene respecto al público. Sin embargo, sin apartarnos del ámbito de lo público, querríamos ahora hablar brevemente de la Escuela como institución reproductora de la memoria. Para ello partiremos de la revisión crítica de una serie de practicas de memoria histórica, que consideramos frecuentes en nuestros centros. a) Actos celebrativos y simbólicos La reivindicación de la memoria del pasado a veces viene acompañada de actividades que no se vinculan directamente al trabajo de aula, y que proporcionan una dimensión lúdica. Es el caso de exposiciones, decoración de los espacios escolares (externos o internos), representaciones teatrales o proyección de películas. Se celebran también determinados eventos, basados en la presencia pública de informantes que dan testimonio de su experiencia, sobre los que volveremos luego. Centrándonos en las imágenes, es fácil advertir que este uso acaba adquiriendo un carácter ritual, según el cual se reiteran fotografías o películas ya conocidas, o al menos acontecimientos históricos que se dan por sabidos o explicados, en clase. Esta ritualidad, evidentemente, se dirige a refrendar el valor simbólico de todas estas representaciones; simbólico no sólo porque operan con signos, sino porque la celebración del acto es un mensaje que la comunidad educativa se envía a sí misma. La misma realización de la actividad, por consiguiente, se convierte en un fin en sí misma, y se desgaja de los enojosos indicadores de evaluación de los contenidos curriculares. Todo este envoltorio lúdico-celebrativo, aporta un acompañamiento estético al recuerdo del pasado, en el que las imágenes adquieren un cierto protagonismo. Ahora bien, el sentido de este acompañamiento o la orientación otorgada a este protagonismo, pueden ser muy variados. Las imágenes pueden verse reducidas al papel de mero “adorno”, una especie de descanso relajante respecto de las actividades consideradas “fuertes”. Generalmente, a falta de una teoría sobre cómo utilizar las imágenes, éstas adquieren una función epidérmica y decorativa, y acaban viéndose escindidas al discurso intelectual. Esta separación desemboca en un modelo conservador desde el punto de vista epistemológico, donde se piensa ingenuamente que lo audiovisual y lo verbal-intelectual nunca se encuentran. Y sin embargo, en la práctica comunicativa, como ya hemos visto dicho antes, es imposible escindir las imágenes y las palabras; siempre hay una relación. Los discursos que banalizan o denigran la importancia de la imagen, fingen sencillamente que eso no ocurre. Trabajar en una línea alternativa puede implicar algo tan sencillo como tomar conciencia del papel activo que queremos que tengan las imágenes, ya que alguno van a tener de todas formas. Dicho de otra manera, dotarnos explícitamente de una teoría estética (igual que nos preocupamos de la ética, y de otras esferas de valor). En esa teoría de la que queremos dotarnos es la misma que necesitamos para comprender e interpretar los textos audiovisuales a la luz de la memoria histórica; textos que, como hemos hecho en el segundo apartado de este trabajo, se despliegan en una heterogénea variedad, buscando conseguir distintos efectos en la audiencia.

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b) El protocolo académico de las disciplinas escolares En El Conde Lucanor (1335) el infante Don Juan Manuel consideraba que el ejemplo narrativo que formaba el grueso de sus cuentos, venía a ser el dulce con el que se acompaña una medicina amarga, que venía a ser la moral contenida en el cuento. El puritanismo de este enfoque atraviesa siglos de historia, y sobrevive en nuestros días, de una forma peculiar respecto a la cultura visual. Una vez superada la primera fase de iconofobia por parte del mundo educativo, las imágenes son consideradas como un buen “apoyo” –o “acompañamiento”, que decíamos antes- respecto a la educación. Este uso subsidiario se une a la idea de que lo importante son los contenidos que el cine transmite, y desemboca en un reforzamiento de los contenidos de las programaciones, y más particularmente de sus aspectos conceptuales. De esta forma, se puede llegar a (mal)entender que las imágenes ilustran, y no construyen, los fenómenos históricos. En realidad, este enfoque resulta perfectamente complementario del cuestionado en el apartado anterior: si las imágenes tan sólo ilustran, lo verdaderamente importante está en algún lugar fuera de ellas. De esta forma, nunca nos preguntaremos qué tipo de sentido queremos construir con las imágenes, qué sentidos queremos construir con ellas, ya que ellas vienen “después”. Así, los discursos que construyen el significado de las imágenes se reducen a convencionales ejercicios académicos, como resumen del argumento de una película, análisis de la composición de un plano fílmico o reconocimiento razonado de los hechos históricos a los que la narración alude. c) Empatía hacia las víctimas y condena de los verdugos “Considerar todo aquel día [el séptimo] cuanto más frecuentemente podrá, cómo el cuerpo sacratísimo de Cristo Nuestro Señor quedó desatado y apartado del ánima y dónde y cómo sepultado. Asimismo considerando la soledad de Nuestra Señora con tanto dolor y fatiga; después por otra parte, la de los discípulos”; estas líneas, pertenecientes a los ejercicios de San Ignacio de Loyola (citado en R. de la Flor, 1996, p. 85), nos pueden servir para explicar una práctica frecuente también en la Escuela: la que procura construir una mirada piadosa respecto a las víctimas del pasado histórico, confiando en las bondades que automáticamente de ello se derivan. Se constituye así un santoral laico, en que pueden figurar las víctimas en cuanto a tales –Sacco y Vanzetti, Puig Antich- o bien en cuanto a víctimas ilustres: Giordano Bruno, Antonio Machado, Federico García Lorca, Miguel Hernández… Y como tal santoral, se basa más en la confirmación de una creencia previa que en la construcción crítica de un conocimiento sobre el pasado. No se trata ahora de “compensar” las bondades de estos personajes históricos, aludiendo a sus zonas de sombra, como por ejemplo, a la amistad de Machado con el dictador Primo de Rivera, quien, se dice, impulsó su entrada en la Academia. Siendo ése un ejercicio interesante, tiene también el riesgo, inherente a determinado pensamiento reaccionario, de presentar el pasado como el escenario de unos conflictos que terminaron en empate, cuyas víctimas se reparten equitativamente, entre las fuerzas enfrentadas: “las dos partes hicieron cosas mal; todos tuvieron su parte de culpa”. Es preciso reconocer la existencia de unas víctimas en el pasado que no fueron resultado de una catástrofe natural, y repartir, en consecuencia, las correspondientes responsabilidades entre los verdugos. Sin embargo, insistir machaconamente en esos dos polos, de una bondad o maldad cuasiabsolutos, obstaculiza la comprensión dialéctica de los intereses sociales e históricos, cuyos efectos alienantes no son el despliegue de esencias, sino que están sujetos En parte, una percepción mas dialéctica y crítica procede de la consideración de, en palabras de Primo Levi, esa zona gris existente entre los dos extremos: “la exigencia de

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dividir el campo entre ‘nosotros’ y ‘ellos’ es tan imperiosa –tal vez por razones que se remontan a sus orígenes de animales sociales- que ese esquema de bipartición amigo/enemigo prevalece sobre todos los demás (…) Este deseo de simplificación está justificado; la simplificación no siempre lo está (…) la maraña de contactos humanos en el interior del Lager no era cosa sencilla; no podía reducirse a los bloques de víctimas y verdugos” (Levi, 1989, pp. 42-44). Esta zona gris no es el ámbito opaco en el que todos son culpables (cuando todos tienen culpa, nadie la tiene en realidad), sino el ámbito para la reflexión ética donde se pueden comprobar las tensiones históricas e ideológicas, empíricamente comprobables, en las que nos movemos como personajes históricos. Las imágenes de ficción, y en cierto modo también las documentales, nos proporcionan una “apertura de sentido”, según la cual las formas de comprensión e interpretación no tienen un significado unívoco, sino que resultan enormemente heterogéneas. d) Usos críticos de la memoria visual - Barley, habéis estado jugando con la paz nuclear. - Tonterías, ¿qué paz? Pregúntenle a los checos, a los vietnamitas, a los coreanos, incluso a los afganos... Si existe alguna esperanza, es la de que todos traicionemos a nuestros países. Tenemos que salvarnos los unos a los otros, porque las víctimas son todas iguales. Nadie es más igual que otro. Nuestro deber común es comenzar la avalancha. - Un pensamiento heroico, Barley. - Cierto, hoy en día hay que pensar como un héroe. Así al menos puedes comportarte como un ser humano decente. Tras todo lo dicho hasta ahora, quizá se espere de este documento que exponga “su” alternativa a los enfoques anteriormente criticados. Y sin embargo, nos resistiremos a dar ese paso, por varios motivos. En primer lugar, porque las prácticas arriba retratadas, no son en sí mismas negativas, siempre que no se produzca un abuso o una aplicación totalitaria de las mismas. Dicho de otra forma: es casi inevitable que la vertiente más celebrativa no adquiera protagonismo; rehuirla a toda costa –“nunca celebremos nada, nunca bajemos la guardia; hagamos que todo sea siempre dialéctico y crítico”- sería incurrir en un rigorismo puritano bastante estéril. Por otro lado, profundizar en esa zona gris de la ética no debe obviar que hubo un momento inevitable en el que víctimas y victimarios asumieron desnudamente ese papel. Por otro lado, obviar cualquier alusión a un contenido curricular es tan irreal como fingir que la lógica escolar no impregna nuestras prácticas, de tan liberadoras que son. Pero por otro lado, nos resistimos a proponer un modelo bien trabado de trabajo con la memoria de la imagen, dotado de unas características positivas. Más bien aspiramos a perfilar un modelo basado en la sospecha, dotado de una metodología heterogénea, que no se blinde ante la crítica, sino que se alimente de ella. Cabría calificar nuestro modelo de “negativo”, porque debe ser dinamizado desde un ejercicio de continuo cuestionamiento, a la luz de la percepción del trabajo que realmente se desarrolla. Este desarrollo no es azaroso, sino que se basa en una serie de principios de procedimiento, que se podrían formular de la forma siguiente: - Problematizar las formas cinematográficas, narrativas y visuales, a partir del cuestionamiento de la existencia de un supuesto estilo transparente, neutramente depositario de las informaciones que deben ser recordadas. Lo que implica el trabajo de manipulación y recepción crítica de discursos audiovisuales heterogéneos, que trasciendan el cine clásico, y se extiendan al experimental, al vanguardista o al doméstico. Lo que implica la reflexión activa y teórica sobre estas prácticas.

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- Problematizar las referencias éticas que contienen las películas, presentándolas como contingentes y sujetas a los intereses ideológicos de cada momento. Dejar de operar solamente con modelos éticos positivos, asentados en una pedagogía de las “vidas ejemplares”, aceptando que su bondad no es absoluta, y trabajando también sobre “textos del enemigo”, así como sobre toda la gama intermedia de grises. - Problematizar el conocimiento organizado alrededor tanto de las disciplinas escolares como de las académicas. La memoria colectiva, como recuerdo del pasado cultural y colectivamente mediado, está condenada a entrar en contacto y colisión con estas disciplinas, pero tiene una dimensión independiente de ellas. - Formular críticamente los condicionantes que la institución escolar impone, de cara a una reflexión crítica sobre la memoria visual, convirtiéndolos en contenido de reflexión curricular. Si se considera que esta reflexión es demasiado ardua, bastaría con caer en la cuenta de que la vida sigue fuera de las paredes del aula, y que en ese ámbito exterior está el campo de batalla social donde se dirimen cuestiones medulares. - Situar en el eje vertebrador de nuestra didáctica visual los problemas sociales que se generan en el ámbito de la imagen: amnesia intencionada y estratégica, espectacularización del recuerdo, manipulación del pasado, protagonismo de la nostalgia en las imágenes pretéritas… Estos problemas no deben considerarse aspectos marginales del trabajo con la imagen, sino medulares, a partir de los cuales se produce el conocimiento. En la cita que encabeza este último apartado un personaje de La casa Rusia (1990), Bailey, interpretado por Sean Connery, reivindica la necesidad de la traición a los propios países como el único camino para emancipación respecto a la “razón de estado”; también señala que el pensamiento heroico es la principal obligación para todo ser humano decente. Cualquier didáctica surgida alrededor de una razón anamnética debe partir del cuestionamiento de la moral humanista tradicional, incluso en aspectos que pudiéramos considerar más evidentes. Se ha dicho que la razón de la memoria debe basarse en “una crítica a la metafísica de la presencia, una crítica a la filosofía de la inmanencia, una crítica a la subjetividad centrada en el principio de libertad y autonomía, una crítica, en definitiva, del humanismo clásico” (Mélich, 2001: 12). Las imágenes abren una brecha en un humanismo cuya fundamentación tiene un carácter eminentemente teórico, intelectual y verbal. A nosotros nos compete sacar partido de esa brecha. Referencias ADORNO, Th. W. (2003). El ensayo como forma, en Notas sobre literatura. Tres Cantos: Akal, pp. 11-34. AGAMBEN, G. (1998). El hombre sin contenido. Barcelona: Áltera. Alonso García, L. (1999). El extraño caso de la historia universal del cine. Valencia: Ediciones Episteme. ALONSO GARCÍA. L. (2008). Historia y praxis de los media: elementos para una historia general de la comunicación, Madrid: Ed. Laberinto. ALONSO GARCÍA, L (2010). Lenguaje del cine. Praxis del filme: una introducción al cinematógrafo. Madrid: Plaza y Valdés. BAILLY, J.-C. (2001). La llamada muda. Los retratos de El Fayum. Tres Cantos: Akal. BARNOUW, E. (1998). El documental. Historia y estilo. Barcelona: Gedisa. BREA, José Luis (2005). Los estudios visuales: por una epistemología política de la visualidad, en BREA, José Luis (Ed.), Estudios visuales. La epistemología de la visualidad en la era de la globalización, Tres Cantos: Akal, pp. 5-14. CRUZ, M. (1986). Narratividad: la nueva síntesis. Barcelona: Península.

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XIV ENCUENTRO DE LA FEDERACIÓN ICARIA Pedagogías de la memoria. Historia y didáctica crítica Madrid, 30 de junio, 1 y 2 de julio de 2011

PROBLEMAS Y CUESTIONES ALREDEDOR DE LA PONENCIA LOS ESCENARIOS DE LA MEMORIA. HISTORIA, RECUERDO Y VISUALIDAD DE

JAVIER GURPEGUI.

Sujeto y hecho histórico. La ponencia parte del cuestionamiento de la existencia

autónoma de un sujeto que recuerda, así como de unos acontecimientos previos al acto de recordar, exentos de un proceso de interpretación y comprensión.

Este cuestionamiento, ¿queda reducido al rango de un mero ejercicio de radicalidad epistemológica, o tiene unas implicaciones político-ideológicas concretas? ¿Cuáles son éstas?

Memoria versus historia y crítica teóricamente fundamentada. En la ponencia

se alerta contra una esfera pública permanentemente tutelada desde esferas académicas o profesionales. Dicho de otra forma, una memoria colectiva visual del pasado vigilada desde la historia del cine o desde una crítica cinematográfica dotada de una fundamentación altamente teórica.

¿Es razonable esta advertencia, o surge de una excesiva prevención ante estas esferas?

Si situamos bajo sospecha el conocimiento disciplinar de la historia ¿no la estamos inhabilitando también como discurso con potencialidades críticas?

¿Cuál sería el sentido de un diálogo, o de una mutua interpelación, entre historia y memoria cinematográficas?

Los temas relacionados con la memoria colectiva visual, ¿tienen especialmente difícil hacerse un sitio en el ámbito académico, dadas las reticencias a considerar los textos audiovisuales como parte la Cultura con mayúscula?

La memoria de la Escuela. El trabajo en la Escuela con cuestiones de memoria

histórica, también en el ámbito visual, se impregna, inevitablemente, de la lógica escolar.

¿Es posible adoptar posiciones críticas en ese entorno? ¿Puede nuestro análisis crítico, realizado desde dentro de la institución escolar,

franquear las puertas del centro educativo? ¿Hay posibilidades de trabajar en el aula con materiales procedentes de la esfera

pública, o automáticamente éstos se subordinan totalmente a los mecanismos del desarrollo curricular y de la evaluación dominantes?

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XIV ENCUENTRO DE LA FEDERACIÓN ICARIA Pedagogías de la memoria. Historia y didáctica crítica Madrid, 30 de junio, 1 y 2 de julio de 2011

LA FOTOGRAFÍA, EL ESPEJO CON MEMORIA.

Jesús Ángel Sánchez Moreno Fedicaria-Aragón

“Lo que pierde el olvido y lo que la memoria transforma”

J. Berger Prueba de ser. En el filme Blade Runner, uno de sus personajes, Rachel, no acepta

su condición de androide y reclama la autenticidad de su humanidad. Como argumento de fuerza se sirve del siguiente encadenado de ideas: soy humana porque tengo un pasado; sé que tengo un pasado porque guardo memoria de él; y la prueba de esa memoria, los recuerdos vívidos, reside en este puñado de fotos. Es mi historia. Soy yo en mi infancia. Luego no puedo ser una máquina, ni siquiera una máquina perfecta. Soy un ser humano. Un argumento que no nos es extraño, pues al fin y al cabo una de las primeras dimensiones de la fotografía es su condición de memoria, de testimonio de historia. Antes de descalificar el argumento de Rachel por simplista pensemos en las palabras de alguien con más significación: “la fotografía no dice (forzosamente) lo que ya no es, sino tan sólo y sin duda alguna lo que ha sido” (Barthes. 1990; 149) Casi como si se tratara de un slogan de la defenestrada CNN+, para Barthes toda fotografía “es el testimonio de que lo que veo ha sido” (Barthes. 1990; 145). Testimonio irrefutable porque a diferencia del lenguaje, que es ficcional por naturaleza, “la Fotografía (sic) es indiferente a todo añadido: no inventa nada; es la autentificación misma” (Barthes, 1990; 150). Dos versiones de una misma afirmación: la intelectualizada, vía Barthes, y la que podríamos denominar común, expuesta en este caso por un personaje de ficción que, como muchos de ellos, acaban por decir lo que el común de los humanos haría suyo. Víctor Burgin (1997) señala que el poder de la fotografía, tanto como vehículo ideológico como en su dimensión de elemento de mediación social de primer orden, se basa precisamente en “su aparente ingenuidad”. Y al abordar en el presente artículo la problematización de la relación entre fotografía y memoria resultaba indispensable partir de un argumento, aparentemente ingenuo, que sin embargo no cesa de reproducirse desde los mismos orígenes de la fotografía hasta nuestros días.

Espejo con memoria. La fotografía, que irrumpe en la vida social en un momento histórico decisivo40, lo hace marcada por dos pilares desde los que edificará todo su potencial retórico. En primer lugar su condición de “lápiz de la naturaleza” que apuntala el valor de documento-prueba-testimonio veraz (y no sólo verosímil como podría ser cualquiera de las representaciones de lo real realizadas por un ser humano hasta el advenimiento de esta máquina de visión) que se atribuye a la fotografía. En segundo lugar la consideración de la fotografía como un “espejo con memoria” la vincula de forma ya indisociable con su papel social en cuanto que memoria objetiva de todo cuanto merece la pena ser recordado. Documento, testimonio, huella, recuerdo..., todo apunta en una misma dirección y, lo que es más importante, todo esto cala hondamente tanto en los sectores sociales más cultivados como en el común de los mortales que, una 40 Tal y como apuntábamos en el artículo publicado en Con-Ciencia Social nº 12? y en la reseña sobre la obra de Jhon Tagg en el mismo número.

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vez superado el asombro (y miedo) ante las virtudes de ese espejo, no dejara de aspirar a recopilar recuerdos visuales como prueba de que lo que ha sido sigue vivo en un presente etéreo, pero innegable. Al posar ante ese espejo que posee memoria, y además una memoria mecánica sin las patologías o afecciones que aquejan a la memoria humana, todo hecho, toda persona, todo acontecimiento queda fijado41 para siempre. Se convierte en historia, bien sea historia personal, familiar, nacional... Sin duda una de las grandes contribuciones de la fotografía al proceso de construcción de las sociedades liberales y sus sistemas económico-políticos radica en su condición de máquina de memoria. Toda sociedad en un proceso de transformación que parte de la anulación del sistema vigente y de la imposición de nuevos modelos o patrones, ha de cuajar una identidad colectiva, y como bien sabemos gran parte del período que iría desde los años 30 del siglo XIX hasta finales de esa centuria se invierte en la tarea de construir la identidad colectiva llamada pueblo o nación. Sin memoria no existe la identidad. Para que ésta sea es necesario que eso que llamaremos ciudadanos o pueblo compartan una memoria. De forma harto simplista podríamos decir que el proceso de desarrollo de las sociedades de la modernidad liberal-mercantil en todas sus advocaciones han ido a la par que el desarrollo experimentado por las máquinas de visión de las que la fotografía es el primer gran paso. Y una de las primeras tareas de la fotografía se situará, precisamente, en el ámbito de la construcción de identidades, en la forja de memorias. Al mismo tiempo que otras manifestaciones creativas como las artes plásticas o la música y la literatura se dedican a crear la memoria inventada de un pasado que nunca existió de esa manera, la fotografía decimonónica se embarca en la labor de alimentar la memoria que será, el pasado que aún no es, pero que habrá de ser. “El conocimiento y la verdad de los que la fotografía se convirtió en guardián eran inseparables del poder y control que engendraban” (J. Tagg; 2005, 106) Quien domina la memoria de alguien, le posee, le controla, le maneja. De ahí que a la hora de dar forma a un régimen de verdad dominante que representara los intereses de las nuevas clases hegemónicas en los tiempos de la construcción de las sociedades liberales, la fotografía fuera utilizada como espejo fabricante de memorias.

Fabricantes de espejos productores de memoria. En el marco de un artículo como

éste hemos de acotar necesariamente la reflexión sobre un tema harto complejo y en el que intervienen numerosos factores. Confío que lo que aquí expresamos se avenga a la función de dinamizar preguntas, abrir cauces de reflexión más que se convierta en un intento vano por agotar un tema desde un repertorio de afirmaciones excesivamente solidificadas. Las sociedades de la modernidad, como hemos dicho, han caminado a la par que el proceso de evolución de las máquinas de visión. Si hasta finales del XIX la fotografía está construyéndose tanto en lo relativo a fundamentos técnicos como en lo que afecta a su poder retórico, a partir de entonces se abre a otros momentos que compartirá (sin competir) con el resto de máquinas de visión que van siendo. En el tramo final del siglo XIX la fotografía inicia la conquista del mercado doméstico. Estamos ante algo más que una gran operación mercantil. Por un lado configuramos a los individuos en un nuevo modelo de control basado en la progresiva colonización de las miradas. Por otro, y en estrecha relación con lo anterior, sentamos las bases y elevamos el imponente edificio que hoy conocemos como sociedad del espectáculo, último devenir (por ahora) del proceso histórico que conocemos como modernidad. La

41 Los términos distan mucho de ser inocentes y no en vano si al ojo de la cámara se le llama objetivo, al líquido que permitía consolidar la imagen sobre el papel se le denominaba fijador. Cierto, fijaba, pero no sólo en un sentido técnico.

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fotografía va a ser el arma sutil que nos conforma como perfectos individuos acomodados a los requerimientos de una sociedad del espectáculo basada en la mercantilización de todo cuanto existe y en el uso de la imagen como mediadora incontestable en el juego de las relaciones sociales (G. Débord42). En el campo del control de las memorias la operación, como todo lo que acontece con la fotografía, se va a basar en eso que V. Burguin va a señalar como el núcleo del poderío de la retórica fotográfica: “su aparente ingenuidad” (Burguin; 1997). La fotografía al inventar el instante lo convierte en algo material, objetivado, objetivable. Toda fotografía es, antes que nada, una instantánea. Bazin, citado por P. Sorlin, señalaba que, por ejemplo, la fotografía de una persona “antes de ser un retrato, es una huella, inmoviliza un instante y lo hace durar” (2004; 59). Instantes perdurables. Porque todo instante es, en sí mismo, un momento paradójico, una operación aparentemente imposible en la que todos los tiempos del tiempo se superponen: cuando tomo una foto lo hago siempre en un presente que se detiene en fragmentos que se nos presentan como un todo43 en sí mismos; en el momento mismo de la toma ese instante construido pasa a ser pasado en un futuro que ya intuimos. Tomó una foto y dentro de veinte años volveré a esa toma y negando a García Márquez cuando señalaba que la memoria no tenía caminos de regreso, retornaré a lo que fue. Casi a la par se va produciendo una evolución tecnológica que no sólo facilitará la apertura de la fotografía a todo un amplio abanico de usos (del estatismo al fotoreportaje; del álbum y el marco a la página de la prensa diaria o de las revistas gráficas) sino, sobre todo, su accesibilidad para el gran público44; y la construcción de la retórica de la fotografía, esa retórica que no deja de ser, como es natural, el exponente de los intereses creados en torno a los usos admisibles y deseables de la fotografía. En esa retórica la fotografía emerge como una máquina del tiempo que nos permite superar las limitaciones de la memoria en todo el proceso evolutivo de la cultura humana hasta entonces. La memoria oral, la memoria escrita o la memoria basada en las ejecuciones artísticas aparecen como poco creíbles, demasiado mediatizadas por lo humano. La memoria visual se convierte en la memoria exacta, precisa; no en vano en castellano usamos la expresión memoria fotográfica para caracterizar a una persona de rápida, fiable y gran retentiva. Y nadie lo discute. Memoria de un tiempo. Memoria de un reinado. Memoria de un individuo. Memoria de un grupo. Memoria, por lo demás, portable, transportable, algo de gran valor en un tiempo, como el de la modernidad, abierto a incesantes movimientos de población que entienden que las fotografías les mantienen cerca, vivos, del grupo del que se han alejado, de la tierra en la que nacieron.

Sí. Espejos con memoria. Pero si en lugar de reírnos de la metáfora jugamos con ella hasta forzarla nos encontraremos en el camino adecuado al pensamiento crítico. Los espejos son productos fabricados. Los espejos no reproducen sin más; reproducen la realidad en función de unas características concretas que los han producido. Así, un espejo de feria, deformante, no es un espejo fallido, es justamente un espejo.Volvamos a “Blade Runner”. Las fotos que muestra Rachel como prueba de su historia, como memoria de su existencia y humanidad, existen; sólo que no le pertenecen a ella. Alguien, el creador de ese androide llamado Rachel, para consolidar su obra le ha forjado un pasado, le ha dado una memoria, le ha provisto de unas fotografías. La

42 http://www.sindominio.net/ash/espect.htm 43 Sólo cuando quiera que ese instante se convierta en una sucesión, es decir, en movimiento, transformaré las fotos en fotogramas que desfilarán a una velocidad determinada delante de los ojos de los espectadores. 44 Accesibilidad en cuestiones de coste económico, pero también en lo que implica el dominio del proceso de realización de tomas (“usted apriete el botón, nosotros haremos el resto”, que diría la casa Kodak)

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fotografía es un medio de gran capacidad para inocular memorias adecuadas a la construcción y sostenimiento de identidades individuales, de clase, nacionales... Cada una asociada a una memoria..., inoculada. Cada una resultante de un espejo producido desde el interés concreto de mostrar aquello que queremos que se muestre, de retener, guardar, aquello que consideramos debe de ser guardado y de, como la memoria, una de cuyas funciones no hemos de ignorar es el olvido, invisibilizar lo que nunca ha de ser mostrado, recordado. No hay que llegar al tándem Stalin-Beria y a sus operaciones de eliminación de la memoria pública de presencias inaceptables. Desde el primer día que alguien toma una foto para conservar un recuerdo ese alguien se toma la molestia de prepararlo todo para que ese recuerdo coincida con lo que él quiere que sea recordado.

En relación con esto M. Joly (2003, 212) nos sitúa en una encrucijada de enorme importancia: “podemos considerar la imagen bien como conformación de la memoria, bien como contenido de la memoria” Pensemos bien en los términos que expresa la autora, pues ellos reducen, sintetizan, concretan el campo de la reflexión sobre el tema que nos ocupa. ¿Qué es lo que hacemos cuando hacemos una foto? ¿Fabricamos un recuerdo que será o captamos-capturamos-construimos un ahora eternizado?. Es evidente que la respuesta oficial y compartida por la mayoría de la población, al menos hasta el advenimiento del universo virtual y sus redes, se sitúa en que cuando tomamos una foto estamos escribiendo la verdad de un contenido de la memoria, es decir, estamos captando un souvenir. Nuestra obligación, desde el pensamiento crítico, va en la dirección opuesta: demostrar que toda fotografía, lejos de ser un simple recuerdo, se convierte en un medio para construir, modelar a medida una memoria que expondremos a los demás. Uno de los itinerarios posibles para demostrar esto aparece recogido en diversos autores de los que se citan en la bibliografía que acompaña a este texto. Son, en palabras de Joly, las fotografías ausentes. O las políticas del archivo que otros autores traen a colación. Dicho de otra manera, la mejor forma de demostrar que las fotografías son medios de conformación, de construcción de una memoria interesada radica en los procedimientos seguidos para recopilar y compartir esa memoria. Nos adentramos en el territorio de los álbumes fotográficos.

El álbum fotográfico o la memoria expuesta. Primero fueron las clases dominantes,

los sectores económicamente pudientes los que atesoraron recuerdos visuales, fotografías que o bien se exponían en marcos de todo tipo (normalmente retratos más o menos oficiales de los miembros de la familia) o bien se organizaban en álbumes que, en ocasiones señaladas, eran ofrecidos a la contemplación de otros. Es importante que pensemos en la función social que cumplían estos álbumes, pues no se limitaban a ser un simple archivo de uso privado. Lo que ellos contenían y ofrecían a la contemplación era el exponente de algo. De ahí que no todas las fotos tomadas llegaran a encontrar su sitio en ese espacio que debía ser público: las fotos ausentes45 eran esas que se obviaban no tanto por ser fallidas como por no ajustarse a la intencionalidad del dueño-organizador del archivo. La memoria producida por la fotografía se parece más a un archivo perfectamente organizado que a un acto natural, ingenuo. Y todo el mundo es partícipe de esta puesta en escena. Y por ello nadie osa denunciar al otro por ofrecer una memoria pre-fabricada. El uso, por lo tanto, de la fotografía en el terreno de la memoria va claramente dirigido a instrumentalizar una herramienta para hacer posible la conformación del pasado y, desde ella, todas las operaciones necesarias para construir individuos o grupos que crean lo que se estime necesario. Si las memorias prefotográficas pecaban de una falta de credibilidad y una acusación de propensión a la

45 Una denominación más que acertada debida a Martine Joly.

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literaturización cuando no a la total ficcionalización de los recuerdos; la fotografía ofrece memorias tan engañosas como las imágenes que un espejo pueda dar de cada uno de nosotros, imágenes que nunca serán el fruto de una copia mecánica, sino el efecto de toda una serie de operaciones que tienen detrás, siempre, un interés concreto. Si uno quiere saber de los productos de ese espejo debe preguntar por los intereses de quienes los han fabricado y colocado. El álbum como representación, pero no en el sentido de copia, de mimesis, sino de actuación, de puesta en escena. Puesta en escena de la familia, siempre unida, sólida, raíz y herrumbre de la vida que somos. Puesta en escena de esa historia relatada en una serie de acontecimientos seleccionados para configurar la imagen adecuada de esa otra gran familia, la Nación, el Estado. La memoria como conmemoración más que como acto de justicia. En este sentido la fotografía aporta una poderosa retórica a una operación que no tiene en sí nada de nuevo, a no ser la de extender la construcción de la memoria como espectáculo en el sentido que Debord dio a este término.

El álbum público. La memoria expositiva. Situándonos ya más próximos a la significación de la fotografía como memoria en el momento actual son relevantes estas palabras: “los rasgos más destacados de la apodada cultura de la memoria parecen contraseñar un régimen de musealización mediática de la memoria protagonizado por la industria cultural, cuya producción remite <<al marketing masivo de la nostalgia (...) a la difusión de las prácticas de la memoria en las artes visuales, con frecuencia centradas en el medio fotográfico, y el aumento de los documentales históricos en televisión>>46 (F. Cossalter; 2002). Asistimos desde hace unos años a la eclosión de las exposiciones que explotan esas llamadas fuentes visuales de la memoria, a la recuperación de archivos fotográficos y su mostración o su puesta en escena. Cuando nos adentramos en algunas de las numerosas muestras fotográficas que se presentan como la recuperación o el acercamiento a un pasado que se presentiza en carne de foto, estamos introduciéndonos en un álbum fotográfico perfectamente estructurado y organizado para servir a un fin concreto, sea éste la conmemoración o la beatificación de un tiempo o, lo más común, la desvitalización de un proceso histórico. Pasear por una de estas exposiciones es convertirnos en el androide de “Blade Runner” que asume que las fotos que le ofrecen, que le dan, son la prueba de algo. Añadamos a esto un factor que no suele aparecer en los álbumes familiares: el texto contextualizador que más conforma el itinerario de sentido en el que hemos de creer. Porque a la postre se trata de eso: creer. Más aún: sumemos a esta predisposición impuesta el analfabetismo en relación con la lectura crítica del sentido de las imágenes que ya denunciaran Benjamin y Moholy-Nagy. Pasamos delante de iconos-instantáneas-tiempo suspendido-memoria desvitalizada surfeando por esas fotos y de la mano de la nostalgia somos conducidos al redil de esa memoria impuesta, de eso que ha de recordarse y, además, ha de recordarse con éste y no otro sentido. Publio López Mondéjar, al que posiblemente hay que considerar el pilar de la eclosión de la foto-historia en nuestro país, en su discurso de ingreso a la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando (Mondejar, 2008) no dudaba en iniciar sus palabras con este alegato: “A mí siempre me ha cautivado su carácter narrativo, su cualidad de espejo del pasado, su extraordinaria capacidad para consolarnos de la desconsideración del olvido. Por eso quiero hablar hoy del ese poder evocador que tiene la fotografía que la convierte en el lenguaje más adecuado para recomponer nuestra devastada memoria común”. Todos los tópicos decimonónicos siguen vivos, en pie, en este discurso que cimenta el poder de una fotografía para conformar cualquier memoria. Tal y como Adorno y Horheimer señalaran de la razón

46 El autor cita aquí a A. Huyssen, y su obra “En busca del futuro perdido”

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ilustrada, también la fotografía, y cómo no, la memoria, se convierten en esas herramientas que acaban sirviendo para cualquier fin. Pero va más allá el citado autor cuando no duda en afirmar “que (todo) lo que escapó a su mirada (de la fotografía), se ha perdido para siempre en el vértigo del olvido”. Éste, y no otro, es el vértice desde donde hemos de situar el trabajo desde una didáctica crítica que ajuste cuentas con ese tándem peligroso memoria-foto (cine documental)-historia.

Desmontando el álbum. Crítica de la fotomemoria. “La fotografía no es ya una cita de la realidad sino una historia puesta en escena” (Soulages; 2005, 85) A la hora de relacionar fotografía y memoria conviene volver a una imprescindible reflexión crítica sobre el significado mismo de acto fotográfico. Volver a algo que no ha cesado de ser materia de reflexión que viene acompañando a la fotografía en su devenir como máquina moderna de producción de lo real y de fabricación de memorias. Detrás de toda foto hay un creador. Los álbumes fotográficos no son sino el relato ordenado, encuadrado, interesado producido por alguien que gestiona adecuadamente qué conviene recordar y qué conviene recluir en el olvido. El álbum como archivo. Como gestión interesada de una información que se estructura desde unos parámetros en nada casuales, naturales o accidentales. Una vez más nos encontramos ante una operación crítica que tiene su campo de batalla en la impuesta naturalización de determinados procesos sociales. Desvelar al creador. Hacer emerger al otro lado de esa colección de fotos que parecen gajos incuestionables de lo real que ha sido, toda la maraña de un proceso de producción nada ingenuo. El que crea la foto. Quien ordena y selecciona para el álbum (o para colgar en la red). Las instituciones que gestionan ese capital-imágenes que se invierte en los procesos sociales de conformación de individuos estabulados. “Desde que la fotografía sembró el convencimiento de que nos hallábamos ante un modo de representación objetivo, los fraudes han acompañado su historia. Al principio, fabricando mundos fantásticos, después fabricando la realidad” (A. Hispano; 2007, 58)47. Nada más simple. Nada más complejo. La tarea que se nos abre desde el pensamiento crítico no es otra que insistir en la diferencia esencial entre una concepción de la fotografía como simple medio de representación/reproducción objetiva, y la idea del acto fotográfico como un proceso de producción inscrito en un régimen visual, en un régimen de verdad que no es otra cosa que una imposición institucional derivada de la articulación del poder en cada momento histórico y de la instrumentalización que éste hace de los medios técnicos a su alcance. Hay que volver a M. Jolie para subrayar que cada vez que hacemos una fotografía estamos construyendo una memoria determinada. El trabajo histórico, pensar históricamente, pasa por interrogar a cada fotografía para ir hasta el otro lado del espejo y dar con el artífice de esa memoria que se va a ofrecer como recuerdo ingenuo. Y el aula es un terreno privilegiado para abordar esta tarea. Aunque mucho me temo que no hemos elegido el camino más adecuado. Nos servimos de las fotos como cromos que afirman lo que nosotros, o quien ha organizado la serie48. Mostramos. Pero no se incita a la interrogación. No profundizamos para llegar hasta desvelar el proceso de producción. Sacralización del producto. Olvido del proceso. Pasa con la memoria en una era que se define por su propensión a la conmemoración entendida en clave de espectáculo cultural. Pasa con la fotografía como fuente visual de la memoria. Atesoramos fotos. Ignoramos las condiciones sociales de su producción. “Toda fotografía está habitada por la experiencia de otro”, escribe S. Tisseron (2000; 95). ¿Quién es ese otro? ¿Qué intenciones pudo albergar en el momento de proceder a la producción de esa imagen? Y al final llegar a la constatación de lo obvio: la fotografía 47 En el libro coordinado por A. Monegal (2007) 48 Una foto aislada tiene el mismo sentido, ninguno, que el que nos da un recuerdo solo, sin filiación con otros.

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es encuadre / la memoria es selección. Ambas, unidas, son un relato, una narrativa sostenida por una red de intereses que son, en última instancia, lo que merece la pena desvelar.

Volver a insistir en la necesidad de enseñar a mirar y volver a insistir en la conveniencia, desde la didáctica crítica de las Ciencias Sociales, de tomar como punto de partida el cuestionamiento radical de ese acto rutinario que es hacer fotos para ir hacia otros cuestionamientos, la memoria, la historia, lo real, la información... Cuando Debord insistía en el papel predominante de la imagen en las sociedades del espectáculo nos estaba lanzando el reto: desmontemos la puesta en escena, cuestionemos el espectáculo. Bien es cierto que en este momento se abren otros interrogantes y campos de actuación derivados de los cambios que se vienen operando en la imagen y sus redes de sentido con la irrupción del todo digital. Pero esto, si bien urge, es otra historia que habrá que abordar en otro momento. Contribuir a que el dogma-kodak (usted apriete el botón, nosotros haremos el resto) acabe sucumbiendo ante la emergencia de un sujeto que es consciente de qué hace cada vez que aprieta el botón para, así, hacerlo consciente de qué es lo que debe hacer cada vez que alguien le ofrece una imagen como prueba de, como relato cerrado en lo que su superficie encierra, como conjunto articulado, pero sin mostrar evidencia del cosido, en un álbum, en una exposición basada en esas llamadas fuentes visuales de la memoria. Cuanto más pienso en esto, más seguro estoy de la conveniencia de un uso didáctico, crítico, de la fotografía que nos ayude a formar sujetos capaces de pensar históricamente.

Didáctica crítica y foto-historia-memoria. Pensar históricamente es algo más que un concepto clave en el pensamiento de Fedicaria. Nunca como ahora es tan urgente reclamar ese pensar la situación que nos define desde la genealogía y para la acción. Recuperar el control del presente es clave para poder albergar proyectos de futuro. Y esa recuperación pasa, entre otras muchas cuestiones, por ajustar cuentas con la historia-memoria. La fotografía ha servido, como hemos señalado, para eclipsar aún más un sentido de memoria en clave crítica. Para alejarnos de esa memoria entendida tal y como en este mismo número de Con-Ciencia Social nos apuntala R. Cuesta. Pura nube de instantaneidad fútil, smog tóxico, fragmentos para alimentar una nostalgia que es siempre grieta por donde se introducen los hilos de quien acabará manejándonos convertidos en marionetas que no saben que lo son. Musealización. Espectáculo. Pero la fotografía también nos puede servir como punto de apoyo y emulando a Arquímedes mover el mundo, tan sólido él, al menos en apariencia. Desde la didáctica crítica de las Ciencias Sociales emerge una tarea atractiva, interesante y, sobre todo, fructífera: empezar por cuestionar el sentido mismo de qué es una foto y qué es lo que implica el acto fotográfico para avanzar hacia la puesta en cuestión de eso que llamamos memoria y memoria histórica y desde allí introducirnos en otra forma de abordar el pensar históricamente la realidad que nos envuelve. Introducir el malestar en unas conciencias demasiado estabuladas puede pasar por, como viene haciendo Joan Fontcuberta49 cuando insiste en que “el principal malestar de la cultura contemporánea no proviene de lo que concebimos como ficción sino de aquello que percibimos como verdad”. Confrontar a personas, sujetadas a un ocularcentrismo (M. Jay; 2003) como mecanismo dominante en las proposiciones de verdad, a esa máquina doméstica que nos sirve para producir lo real, para producir el acontecimiento, para producir los recuerdos, para, por lo tanto, conformar la memoria. No se trata tanto de reflexionar sobre el acto fotográfico en abstracto. Tampoco es preciso proceder a una revisión crítica de la historia de la fotografía en sus producciones. Basta con confrontar a cada uno de nosotros con aquello

49 http://www.fontcuberta.com

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que se ha convertido en acto rutinario en todo el sentido de este término. Basta con que ante los productos fotográficos creados por nosotros destilemos una secuencia calmosa de interrogantes, de preguntas afiladas. “No dejes al azar la contingencia / de un recuerdo dorado en el futuro”, versos de F. Ruiz Noguera50 que pueden acudir en nuestro camino para subrayar que las fotos son productos y que los productos responden, desde su ser artificio, a los intereses, a menudo encontrados, de quienes los ponen en circulación y quienes los consumen e incluso el mismo producto. La fotografía como medio de producción de tantas cosas, entre ellas la memoria y, desde ella, la historia que deja así de ser lo que ha sido para reafirmarse en ser el relato que alguien construye sobre lo que ha sido para poder mejor dominar lo que está siendo. La propuesta de actuación sobre ese eje fotografía-memoria-historia, tiene mucho que ver con el camino iniciado por Bourdieu en sus trabajos sobre este instrumento moderno en manos de eso que se da en llamar el gran público. Entrometernos en ese mundo aparentemente inocente de apretar el disparador y capturar un momento que puede que posteriormente lo ofrezcamos como momento decisivo, como memoria incuestionable, como fragmento de una historia esencializada desde el régimen escópico que ha ido construyendo la modernidad. Es algo frecuente en estos tiempos conmemorativos llevar al alumnado a exposiciones de fotografías que nos desvelan el pasado (¿para adormecer mejor el presente?). Los acompañamos en ese paseo inane por la superficie de viejas fotos sin interpelarlas, surfeando por el espejo sin intentar descifrar el sentido inscrito en su azogue. Hay muchas formas de iniciar en las aulas este proceso de reflexión crítica sobre los caminos que nos llevan desde la fotografía hasta la memoria, la que aquí se indica http://web.mac.com/utk1957/iWeb/web_utk/A6C2C27E-EF9E-415C-A218-DE47730895E8.html) es tan sólo un principio.

ANEXO: LA FOTOGRAFÍA Y LA MEMORIA EN LA ERA DE LA NUBE DE TAGS. Es imposible cerrar este sucinto recorrido por un tema que da para mucho más que lo que puede acoger este artículo sin referirnos al momento actual, un tiempo en el que la fotografía, sus productos y sus procesos de difusión, han sufrido notables transformaciones, en nada anecdóticas. Hoy el lema todos somos fotógrafos tiene un sentido que va más allá del que podía latir en los estudios de Bourdieu y su equipo. El problema es que esa afirmación no se ajusta a la realidad: la capacidad, entre otras cosas propiciada por la multiplicación de los artefactos técnicos, para convertir el acto fotográfico en una rutina insustancial es evidente, pero no podemos ignorar el hecho de que cuantas más fotografías se hacen, menos consciente es el que las produce del sentido de su acto. Lo mismo ocurre con la mutación del álbum fotográfico en esa proliferación desmesurada, automatizada, de fotos en la red. Fotos en las redes sociales. Pero sin rastro de sentido. Álbumes a la vista de todos, archivos que han perdido su condición de narrativa organizada para convertirse en la suprema banalización del instante. La producción de memoria se diluye en una situación que se define por estrategias de control que aún debemos desvelar y por la alienación de unos sujetos que ya no tienen tiempo para otra cosa que para satisfacer una glotonería visual o un pensamiento tan soluble, tan instantáneo que pierde por entero toda su condición. No podemos extendernos en este apartado, y no sólo por cuestiones de espacio sino ante todo porque aún estamos obligados a reflexionar serenamente sobre las nuevas claves de la sociedad del espectáculo derivada de estas nuevas condiciones técnicas de producción. Sea como sea, y uniendo este anexo al apartado anterior, la tarea por hacer tiene un sentido claro. En el terreno de la fotografía como acto de producción de realidad y de memoria, el reto que hemos de asumir desde una perspectiva crítica no es

50 En la revista Litoral, “Escribir la luz. Fotografía & Literatura”

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nuevo: nos toca insistir en la tarea de desvelar, de objetivar los mecanismos de producción y sus claves económicas, ideológicas, sociales. Nos toca dirigir el foco a esa persona que al otro lado de la cámara produce, no capta, construye, no registra, imágenes que son todo menos un texto inocente. Demoler la idea de que una foto es la representación de algo, llamémoslo acontecimiento, realidad o memoria, y sí la construcción, tras una puesta en escena bien cuidada, de algo, llamémoslo como nos plazca.

En el momento mismo que seamos capaces de comprender hasta sus últimas consecuencias el sentido que late en las palabras de F. Soulages (2005, 109), “la fotografía es más un producto que interroga lo visibles que un objeto que lo da” / “La fotografía no es ya una cita de la realidad sino una historia puesta en escena” (2005, 85), habremos abierto una vía de acceso crítico al papel de la imagen en los procesos de conformación de la memoria.

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Universidad de Salamanca. Salamanca. 2000

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XIV ENCUENTRO DE LA FEDERACIÓN ICARIA Pedagogías de la memoria. Historia y didáctica crítica Madrid, 30 de junio, 1 y 2 de julio de 2011

PROBLEMAS Y CUESTIONES ALREDEDOR DE LA PONENCIA FOTOGRAFÍA Y MEMORIA DE JESÚS ÁNGEL

SÁNCHEZ.

1) ¿De qué forma el hecho de que veamos a la fotografía como un artefacto plenamente integrado en nuestra cotidianeidad nos impide tomar conciencia de lo que implica el acto fotográfico? 2) ¿Cuando tomamos una fotografía registramos un recuerdo o conformamos la

memoria? 3) El papel asignado a la fotografía como prueba de historia y su reducción a mera

ilustración de un suceso configura un modo de sentir la historia que se aleja notablemente de lo que desde posiciones críticas se entiende por pensar históricamente. ¿Cuál es el peso real que creemos tiene asignado la fotografía en la sociedad actual? 4) La integración de la fotografía en la didáctica de las Ciencias Sociales. Estado de

la cuestión. Del cromo a la imagen con sentido. 5) Usos de la fotografía para ir hacia un cuestionamiento de los usos de la memoria

y de la instrumentalización de la historia. 6) Un tema abierto: la fotografía en los tiempos en los que todos somos fotógrafos.

La era de Internet, y de los dispositivos móviles para crear y transmitir fotografías.