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Colección LO REALdirigida por Jorge Carrión

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M ARK DANNER

MASACRE

L A GUERR A SUC IA ENEL SALVADOR

T R A D U CC I Ó N D ERO CÍ O G ÓM E Z D E LOS R I SCOS

BARCE LONA MÉX ICO BUENOS A IRES NUEVA YORK

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A Sheila

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NOTA DEL AUTOR

Casi todas las entrevistas previas a la redacción de este libro se realizaron du-rante un viaje a El Salvador en noviembre de 1992 y varios a Washington durante los tres meses siguientes. A los individuos que vivían en lugares más lejanos los entrevisté por teléfono; así ocurrió con Todd Greentree, por aquel entonces responsable de asuntos políticos en la embajada de Katmandú, y con el coronel John McKay, luego destinado a la sede de la otan en Bruselas. El úni-co personaje clave que se negó a hacer declaraciones fue Deane Hinton, antiguo embajador estadounidense en El Salvador y, después, en Panamá. El gabinete de prensa del Ejército salvadoreño no prestó ninguna colaboración significati-va, pero algunos oficiales accedieron a hablar conmigo cuando me puse en contacto con ellos, los menos abiertamente y la mayoría de forma confidencial.

El objeto de las notas a pie de página no es ofrecer un registro exhaustivo de las fuentes, sino complementar el relato y proponer nuevas lecturas a quienes estén interesados en El Salvador y Centroamérica en general.

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1.

LA EXHUMACIÓN

Cuando viajas a las cumbres de Morazán envuelto en la lumino-sa claridad del aire, ya cerca de la frontera conHonduras, cruzasel río Torola por un estrecho puente de madera cuyos tablonescrujen al paso de las ruedas y te adentras en la más violenta delas antiguas zonas rojas salvadoreñas (ése era el término que em-pleaban los militares durante la larga década de guerra civil).Tras un rato de ascenso abandonas el castigado asfalto para con-tinuar varios kilómetros por un áspero camino de tierra quebordea una ladera recorriendo poblaciones en ruinas que lenta ypenosamente regresan a la vida. Entre ellas hay una aldea, aho-ra apenas un montón de escombros, que la naturaleza se apre-sura a recuperar: los muros de adobe se agrietan y desmoronanabriéndose a una invasión de hierbajos alimentada por los agua-ceros de la tarde y la espesa niebla nocturna del valle.Cerca deallí, en los pueblos tanto tiempo deshabitados, se aprecian indi-cios de vida, incluso en Arambala, como a un kilómetro y me-dio, con su amplia plaza cubierta de hierba rodeada por edificiosderrumbados y dominada, donde una vez hubo una hermosaiglesia, por un campanario acribillado a balazos y un arco den-tado de adobe que se alzan contra el cielo: un niño lleva unavaca baya atada a una cuerda; un hombre con gorra y vaqueroscamina fatigado cargando madera a sus espaldas; tres niñas seasoman de puntillas tras la barandilla de un porche y sonríen aun coche que pasa.Pero si sigues por el camino pedregoso, que serpentea y

se retuerce por el bosque, en pocos minutos entras en un granclaro y, allí, todo está tranquilo. Nadie ha vuelto a El Mozote.Vacío y salpicado por la luz del sol, el lugar sigue siendo es-

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La zona roja de Morazán en .

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pantoso,* comomedijo estremecido un joven guerrillero que pa-trulló por aquí durante la guerra: espeluznante, pavoroso, horri-ble. Después de echar un vistazo, seis estructuras (sin techo, sinpuertas y sin ventanas,medio engullidas por lamaleza) apuntana una cierta pauta: las cuatro ruinas de la derecha debieron dedelimitar la calle principal, la quinta, el principio de un carril la-teral y, en el lado opuesto de un claro, a pesar de que no se veiglesia alguna, debió de haber una plaza pública, ahora apenasun montículo irregular, una especie de plataforma de tierra casiinvisible debido a una granmaraña demaleza ymatorrales.En este tranquilo claro, a mediados de octubre de ,

irrumpió un convoy de todoterrenos y camionetas de los quese apearon una veintena de desconocidos. Algunos de estoshombres ymujeres (la mayoría, jóvenes vestidos demanera in-formal, con camisetas y vaqueros o pantalones de trabajo) co-menzaron a tirar al suelo polvoriento un brillante amasijo demachetes, picos y azadas. Otros se situaron alrededor del mon-tículo, consultaron portafolios, cuadernos y mapas y escudri-ñaron los altosmatorrales. Finalmente, agarraron unosmache-tes y empezaron a cortar las malas hierbas, teniendo cuidadode no arrancar ninguna, no fuera que el movimiento de las raí-ces alterase lo que había debajo. Poco a poco, mientras corta-ban y talaban bajo el sol de lamañana, descubrieron una parce-la de tierra de color marrón rojizo y en poco tiempo dieron conuna pequeña elevación que sobresalía varios centímetros delsuelo, como un promontorio inclinado apenas sustentado porun murete de piedra.Clavaron estacas en el suelo y delimitaron el terreno con cinta

de color amarillo brillante para después dividirlo en cuadrículascon cuerda; sacaron cintas métricas, reglas y niveles para anotar

* Las palabras o frases marcadas con letra cursiva aparecen en castellano en eltexto original.

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susmedidas y trazar sus contornos. Y entonces empezaron a ex-cavar. Primero removieron la tierra con azadas, la sacaron conpalas, la pusieron en cubos de plástico y fueron echándola enuna criba lo suficientemente grande comopara que fueran nece-sarias varias personas para agitarla. A medida que excavabanmás hondo, cambiaban las herramientas por otrasmás pequeñasy precisas: palas de mano, paletas, cepillos, recogedores, ceda-zos... Poco a poco y con cuidado, excavaron y cribaron, abrién-dose camino a través de los varios centímetros de tierra y restosde adobe (vestigios de las paredes de una construcción) y, al ter-minar el segundo día, encontraron astillas de vigas de madera yfragmentos de tejas, ahora ennegrecidos por el fuego, que ha-bían formado parte del techo. Después, al final de la tarde deltercer día, sentados en cuclillas para apartar las partículas depolvo rojizo con pequeños pinceles, empezaron a emerger de latierra formas oscuras que parecían fósiles incrustados en piedray pronto advirtieron que se habían topado, en la esquina norestede la sacristía en ruinas de la Iglesia de Santa Catarina de El Mo-zote, con los cráneos de quienes antaño habían orado allí. Aplas-tados por los ladrillos desprendidos, tras once años de sueñobajoel suelo ácido, aquellos cráneos estaban teñidos de un pálidomarrón café con leche, pero no había duda de su procedencia.Para la tarde siguiente, los trabajadores ya habían descubiertoveinticinco y, excepto dos, todos era cráneos de niños.Ese mismo día, los jefes del equipo (cuatro jóvenes expertos

del Equipo Argentino de Antropología Forense,* de reputación

El Equipo Argentino de Antropología Forense nació en Buenos Aires, en, durante la exhumación de las fosas comunes de quienes «desaparecie-ron» a lo largo del mandato de las juntas militares. En febrero de , invita-dos por la organización de derechos humanos salvadoreña Tutela Legal, cuatromiembros el equipo (Mercedes Doretti, Claudia Bernardi, Patricia Bernardi yLuis Fondebrider) viajaron a El Salvador. En octubre, los cuatro fueron nom-brados «asesores técnicos» de la Comisión de la Verdad de Naciones Unidas.

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mundial por haber exhumado fosas en Guatemala, Bolivia, Pa-namá e Irak, así como en sus propios países) montaron en sutodoterreno blanco y fueron por el camino que salía de El Mo-zote. Despacio, atravesaronArambala saludando a las niñas son-rientes que estaban de puntillas en el porche y salieron a la callenegra, que trazaba su recorrido hacia arriba por la columna ver-tebral de la zona roja, extendiéndose hacia el norte desde SanFrancisco Gotera hasta el pueblo de Perquín, bastante cerca dela frontera hondureña. En la calle negra, los argentinos gira-ron a la izquierda, como hacían todas las noches, para dirigirsehacia Gotera, pero esa vez, después de conducir más allá de losirregulares cerros con plantaciones de sorgo, maíz y agave (unarbusto espinoso con aspecto de cactus que parece una marañade pelo verde oscuro) y de pasar los edificios bajos de maderaque albergaban la fábrica de botas y el taller de artesanía, asícomo los otros establecimientos que los exiliados habían traídoconsigo desde los campos de refugiados de Honduras hacía dosaños, pararon delante de una pequeña casa. Se trataba, en rea-lidad, de una cabaña hecha con restos de madera y láminas dechapa situada entre bananeros, a unos catorce metros de la ca-rretera. Salieron del vehículo, saltaron la alambrada de espino(había una especie de entrada hecha con un tronco en forma detenedor) y llamaron a alguien. Enseguida apareció por la puerta

Cuando por fin empezaron a excavar, después de una serie de frustrantes retra-sos, el Instituto de Medicina Legal de El Salvador y la Unidad de InvestigaciónEspecial enviaron a varios técnicos para que los ayudaran. Los restos se lleva-ron a un laboratorio situado a las afueras de San Salvador, donde un equipo fo-rense estadounidense dirigido por Clyde Snow (reconocido experto que parti-cipó en la creación del equipo argentino) examinó las muestras. Los textoscompletos están a disposición del lector en «Documentos», al final del libro.Para saber más sobre los antropólogos, véase el informe anual del Equipo Ar-gentino de Antropología Forense de (, Buenos Aires, ), espe-cialmente las páginas -.

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unamujer demediana edad, fornida, con pómulos altos, rasgosmarcados y muchísima dignidad. Los argentinos le contaronsus hallazgos. La mujer escuchó en silencio y, cuando termina-ron, se detuvo y habló: «¿No les dije? —preguntó—. Si sólo se oíaaquella gran gritazón».Durante once años, Rufina Amaya Márquez había sido la

testigo más elocuente de lo que había sucedido en El Mozote,pero, a pesar de haber contado su historia una y otra vez, lamayoría de la gente se había negado a creerla. En el mundo po-larizado e inhumano de El Salvador en tiempos de guerra, laprensa y la radio ignoraron lo que Rufina tenía que decir comosolían ignorar los incómodos relatos sobre cómo el Gobiernoestaba gestionando la guerra contra los rebeldes izquierdistas.

Al final de la tarde del tercer día, sentados en cuclillas para apartar las partículasde polvo rojizo con pequeños pinceles, empezaron a emerger de la tierra formasoscuras que parecían fósiles incrustados en piedra y pronto advirtieron que sehabían topado, en la esquina noreste de la sacristía en ruinas de la Iglesia de San-ta Catarina de El Mozote, con los cráneos de quienes antaño habían orado allí.

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Y, para los destinados a saber lo que pasó en El Mozote (los re-beldes salvadoreños y los posibles campesinos simpatizantes),los testimonios directos bastaban.Sin embargo, en Estados Unidos, la versión de Rufina de lo

que había sucedido en El Mozote apareció en las portadas delWashington Post y el New York Times, coincidiendo con el amargodebate en el Congreso sobre si debían retirarse las ayudas al ré-gimen salvadoreño, tan desesperado que, al parecer, había re-currido a los más salvajes métodos de guerra. El Mozote parecíaencarnar esos métodos y, en Washington, la historia condujo alclásico debate de finales de la Guerra Fría entre quienes soste-nían que, dados los intereses geopolíticos en Centroamérica,Estados Unidos no teníamás remedio que brindar su apoyo a unrégimen «amigo», a pesar del posible descrédito, ya que la al-

Durante once años, Rufina Amaya había contado lo que pasó en El Mozote atodo aquel que quisiera escucharla, pero el Gobierno de Estados Unidos se negó

a creerla.

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ternativa (otra posible victoria comunista en la zona) era clara-mente peor, y quienes insistían en que el país tenía que estardispuesto a lavarse lasmanos frente a lo que se había convertidoen una luchamoralmente corrupta. La historia de Rufina llegó aWashington justo cuando las primordiales preocupaciones deseguridadnacional en cuanto a la Guerra Fría discrepaban (de unaforma tan clara y patente que no se repetiría en cuatro décadas)del noble respeto a los derechos humanos.La libertad de prensa no se cuestiona en Estados Unidos: se

informó sobre El Mozote, se habló de la historia de Rufina yse intensificó el acalorado debate en el Congreso, pero la Admi-nistración republicana, bajo la presión de sus deberes con la se-guridad nacional, negó que existieran pruebas fiables de unamasacre y el Congreso, tras denunciar una vez más los abusoscriminales del régimen salvadoreño, acabó aceptando la «ga-rantía» de la Administración de que su aliado estaba haciendoun «esfuerzo coordinado significativo para respetar los dere-chos humanos internacionalmente reconocidos». Las ayudascontinuaron y, al poco tiempo, aumentaron.A principios de , cuando finalmente se firmó un acuerdo

de paz entre el Gobierno y los guerrilleros, los estadounidenseshabían invertido más de cuatro mil millones de dólares en la fi-nanciación de una guerra civil que duró doce años y acabó con lavida de setenta y cinco mil salvadoreños. Para entonces, comocabía esperar, hacía ya tiempo que la amarga lucha por El Mozo-te había quedado relegada al olvido. Washington miraba haciaotros lugares y otros asuntos y lamayoría de los estadounidenseshacía tiempo que se habían olvidado de El Salvador, pero aquellamasacre bien puede haber sido la mayor en la historia modernade Latinoamérica. El hecho de que en Estados Unidos llegara aser conocida y de que saliera a la luz para después dejarla caer enla oscuridad convierte la historia de El Mozote (cómo llegó a su-ceder y cómo se olvidó) en una gran parábola de la Guerra Fría.

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2.

MUERTE EN LA ZONA ROJA

En las semanas siguientes al descubrimiento de los cráneos delos niños, cada día de trabajo en El Mozote revelaba una nuevaremesa, de forma que la cifra inicial pareció quedarse corta,pero bastaron esos primeros cráneos para desatar una nocivapolémica en San Salvador, a cinco horas por carretera hacia eloeste, donde el presidente Alfredo Cristiani, los generales y losguerrilleros convertidos en políticos debatían sobre si debía lle-varse a cabo una purga del cuerpo de oficiales, cláusula que ha-bía resultado ser la más compleja del acuerdo de paz firmadohacía diez meses* (es decir, un debate sobre qué tipo de «re-conciliación» podría darse en El Salvador tras más de una dé-cada de guerra despiadada). El naciente cuerpo político salva-

Alusión a los Acuerdos de Chapultepec (así llamados por el castillo en Ciu-dad de México en el que se firmaron el de enero de ) entre el Gobiernosalvadoreño y el , el paso culminante de una negociación de tres añospara poner fin a la guerra civil. Los acuerdos estipulaban la creación de la Co-misión de la Verdad y la Comisión Ad-Hoc; la primera la formaban tres respe-tados estadistas extranjeros a quienes se les asignó el objetivo de investigar«graves hechos de violencia ocurridos desde , cuya huella sobre la socie-dad [reclamaba] con mayor urgencia el conocimiento público de la verdad», yla segunda estaba formada por tres políticos salvadoreños a los que se les enco-mendó analizar el historial de derechos humanos de los oficiales del Ejército deEl Salvador para «poner en marcha [...] una purga del cuerpo de oficiales».Mientras los expertos excavaban en El Mozote, la Comisión Ad-Hoc preparabasu informe para Naciones Unidas; la expectación por dicho informe generómuchas tensiones entre el Ejército salvadoreño y el Gobierno de Cristiani. Parauna explicación breve a la par que interesante del proceso que llevó hasta Cha-pultepec, véase Terry Lynn Karl, «El Salvador’s Negotiated Revolution», Fo­reign Affairs, primavera de , páginas -.

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doreño se tomó la noticia de esos cráneos, junto con casi uncentenar más que se descubrieron los días siguientes, de dosmaneras. Por un lado, los miembros de grupos defensores delos derechos humanos (es decir, hombres ymujeres que habíansobrevivido a la guerra) y los políticos de la izquierda (muchoshabían abandonado la guerrilla recientemente) recibieron el des-cubrimiento como una prueba concluyente de que en Morazánhabía tenido lugar una matanza: por fin se había demostradoque era cierto aquello que llevaban once años diciendo. Por otrolado, miembros del Gobierno y varios militares se vieron forza-dos a admitir que realmente había pasado algo enMorazán, peroinsistieron en que la situación era más complicada de lo queparecía. El doctor Juan Mateu Llort, director del Instituto deMedicina Legal de El Salvador, declaró que los cráneos por sísolos no demostraban nada porque «hubo numerosos niñosarmados que participaron en las guerrillas». Diario de Hoy, uninfluyente periódico de derechas, publicó una reconstrucciónsegún la cual los guerrilleros se habían «atrincherado en lo queparecía haber sido un centro religioso y, desde allí, abrieronfuego contra las tropas, por lo que era posible que hubieranmuerto niños, mujeres y ancianos». El Gobierno del presiden-te Cristiani, que ya estaba en el punto de mira por impedir ladestitución de altos mandos, mantuvo la posición de que nohabía registros de ninguna operación del Ejército llevada a caboen Morazán a principios de diciembre de .*

Y, sin embargo, el día de aquel mes, cualquier lector de LaPrensa Gráfica, uno de los principales periódicos de San Salva-

En concreto, el presidente Cristiani dijo que su gobierno «no encontróningún registro» sobre quién era el responsable. «No podemos olvidar —dijo—que en esemomento había un gobierno de hecho [...] y una reestructuración delas fuerzas armadas. Respondimos a lo que pudimos, pero no podemos inven-tarnos la información». Véase Diario Latino, de octubre de . La «recons-trucción» de Diario de Hoy se publicó el de octubre de .

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dor, podría haber leído lo siguiente: «Todas las carreteras conacceso a Gotera y otras poblaciones en el departamento de Mo-razán se hallan bajo estricto control militar [...]. Queda prohi-bida la entrada de vehículos o individuos a las zonas de conflic-to con el fin de evitar accidentes omalentendidos [...]. Tambiénqueda prohibida la entrada de periodistas». Se había aislado eldepartamento de Morazán del resto del país. Cuatro mil hom-bres de las fuerzas de seguridad (la Guardia Nacional y la Policíade Hacienda) y de unidades regulares del Ejército salvadoreñoestaban trabajando duro. La zona situada al norte del río Toro-la, el corazón de la zona roja, bullía con el ruido sordo de losmorteros, el repiqueteo de armas cortas y el estruendo intermi-tente de los helicópteros. Hacía dos días que había comenzadola Operación Rescate.Muchos pueblos ya estaban vacíos: a raíz de las operaciones

llevadas a cabo por el Ejército en la primavera y el otoño ante-riores, miles de campesinos habían abandonado sus hogares ycomenzado un largo éxodo a través de las montañas hacia lafrontera con Honduras y los campos de refugiados. Para los ve-cinos que se quedaron se convirtió en una rutina abandonar suspueblos a la primera señal de acercamiento del Ejército y es-conderse en las cuevas, los barrancos y las quebradas de aque-lla región montañosa, pero El Mozote estaba abarrotado, pueslos días anteriores a la Operación Rescate la gente de las zonascercanas había llegado a la aldea de forma masiva.Mientras observaba desde la cinta amarilla a los expertos

inclinados sobre la tierra marrón de la sacristía de Santa Cata-rina, un viejo campesino llamado Sebastiano Luna me dijo losiguiente: «Muchas personas que pasaban por delante de casadecían “vamos, vengan a El Mozote”». Bajo los pies de los ex-pertos se extendían escombros oscuros, un paisaje en minia-tura de cerros, crestas y valles de todas las tonalidades posi-bles de marrón. Costaba un poco distinguir los cráneos y los

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pequeños fragmentos óseos entre los montículos de aquel co-lor marrón sucio; todo estaba marcado con un trocito de cin-ta adhesiva roja y un número y, debajo de los cráneos, losfragmentos y los escombros de tierra, se apilaban decenasde pequeños bultos marrones entrelazados e impregnados desangre y tierra de tal forma que costaba reconocer que se tra-taba de ropa.En medio de los escombros del rincón noreste del pequeño

habitáculo llamado el convento (en realidad, se trataba de unamezcla de sacristía y casa parroquial donde, cuando iban sacer-dotes itinerantes a la aldea, éstos se cambiaban y, a veces, pa-saban la noche), se encontraba arrodillada una joven de cabellooscuro vestida con un mono vaquero. Se inclinó hacia delantepara extender una cinta métrica sobre los escombros y llamó alos coordinadores con su suave acento argentino, mientras quea unos centímetros de ella otra joven posaba una regla en sucuaderno e inscribía un punto rojo para colocar el número entre los otros puntos ya agrupados que llenaban la página. En-tonces, la mujer del mono se agachó y tiró con cuidado de unode los bultos alisando con delicadeza pliegues y arrugas y des-haciendo aquella maraña. Sacó al fin lo que parecía un puñadodepequeñas ramas. Finalmente comenzó a extraer los trocitos decolor marrón con una delicadeza casi agonizante y a colocarlossobre un cartón: «Tibia izquierda, sólo fragmentos —dijo envoz baja y monótona—. Vértebras: una, dos, tres... seis en to-tal... Tibia; izquierda, creo... Metacarpos...».Cerca, sentado en el murete de piedra, un hombre con gorra

escribía con diligencia en su portafolio. Tras unos minutos, elnúmero empezó a tomar forma sobre el cartón. Sí, estaba in-completo, pero se podía reconocer: un esqueleto pequeño, deunos cuarenta y cinco centímetros.Ella empezó a desenmarañar los jirones de tela descompuestos:

«Camisa, color claro, retazos, conbotones... Cinturóndepielma-

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rrón, hebilla metálica... Pantalones, color claro, con parches azu-les y verdes en la parte trasera... En el bolsillo hay... a ver...».Su voz fuerte empezó a sonar más baja, hasta detenerse. Ob-

servé por encimade ella cómomiraba lo que tenía en la palmadelamanoy, entonces, la oímaldecir en voz alta: «¡Hijo de puta!».Se giró y abrió lamano paramostrar una figurita: un caballito deplástico de color naranja brillante. El número había sido unniño afortunado, pues su familia había sido lo suficientementepróspera como para poder regalarle un juguete de la suerte.Poco después, la antropóloga Mercedes Doretti se pronun-

ció: «Normalmente podríamos usar esto para su identificación;es decir, incluso después de once años cualquier madre reco-nocería un juguete de su hijo, ¿no?—preguntó volviendo lami-rada hacia el número y luego hacia los escombros—, peroaquí... aquí también mataron a las madres».

El cuarto día, los investigadores habían encontrado los restos de veinticincohabitantes de El Mozote, todos niños excepto dos.

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Detrás de la cinta amarilla, Sebastiano Luna y Alba Ignacia delCid, su esposa, permanecían en silencio, observando en mediode la multitud de campesinos. Habían ido caminando desde supequeña casa, situada a varios kilómetros de El Mozote, dondeel camino de tierra se cruza con la calle negra. Hacía ya onceaños, a principios de diciembre de , decenas de personashabían pasado por delante de su casa, arrastrando a sus hijos dela mano, tambaleándose bajo el peso de sus pertenencias.«¡Vengan con nosotros! ¡Vengan con nosotros a El Mozote!»,decía la gente a la pareja de ancianos.La víspera, los habitantes de El Mozote se habían reunido a

unos cincuenta metros de la iglesia, frente a la tienda de Mar-cos Díaz. (En la actualidad es fácil identificar el edificio, ya quetodavía se intuye, a pesar de las polvorientas ruinas de adobe,la división entre la vivienda y la tienda; sin embargo, no seaprecia tan bien que aquella casa había sido la más grande de laaldea, no se ve que Díaz había sido el hombremás rico del pue-blo.) Marcos Díaz había convocado a toda la gente del pueblo,vecinos y clientes, y cuando ya estaban reunidos (quizá unosdoscientos campesinos: los hombres, con gorras y sombrerosde paja; las mujeres, con faldas de colores vivos y niños en losbrazos), se dirigió a ellos desde la entrada de su casa. Segúndijo, acababa de llegar tras un viaje de aprovisionamiento a SanMiguel y, mientras esperaba en el puesto de control de Gotera,a la entrada de la zona roja, un oficial lo saludó (Marcos Díazera un hombre importante que tenía amigos entre los milita-res). Después lo llevó aparte para tener una pequeña charla conél. El oficial le dijo que hacía bien en abastecerse porque elEjército estaba a punto de comenzar una gran operación enMorazán y «nada ni nadie» podría entrar o salir de la zona.«Pero mi amigo Díaz no tiene de qué preocuparse», le asegu-ró. Los habitantes de El Mozote no tendrían problemas si no semovían de donde estaban.

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Aquel día, las palabras de Marcos Díaz abrieron un debate enla calle. Algunos querían irse a las montañas de inmediato yaque últimamente la guerra se había ido acercando a la aldea:hacía apenas una semana, un avión había dejado caer dos bom-bas cerca de El Mozote (el colegio, un edificio que contaba conuna sola aula, había sufrido daños) y, aunque nadie resultó he-rido, la gente estaba aterrorizada. «Muchos querían irse, tenía-mos mucho miedo. Y algunos así lo hicieron. Mi padrino se fuecon su familia. Mis hijos lloraban y me decían “mamá, vámo-nos”», me contó Rufina Amaya cuando la visité en noviembrede , pero Marcos Díaz, hombre influyente, había puesto suprestigio en juego e insistió en que sus vecinos estarían a salvosólo si se quedaban en sus hogares; si se iban de la aldea, ellos ysus familias correrían el riesgo de verse atrapados en la opera-ción. Elmilitar había sidomuy claro. «Aquello eramentira. Fueun engaño. De lo contrario, la gente se habría ido»,me dijo Ru-fina. Al final se impuso el prestigio de Marcos Díaz. Aunque ladiscusión aún continuó durante la tarde y la mañana del día si-guiente, lamayoría de los habitantes de El Mozote aceptó final-mente sus garantías.Después de todo, ya habían visto soldados antes, era normal

verlos atravesar el pueblo en patrullas y a veces compraban su-ministros en El Mozote. Justo hacía un mes, los soldados se ha-bían presentado allí y se habían apostado en El Chingo y LaCruz, dos cerros que dominan la población. Aunque en El Mo-zote se podían oír morteros y disparos dispersos a lo lejos, lossoldados no los molestaron. En el abigarrado Morazán septen-trional de , una región donde los pueblos «pertenecían» alGobierno, a la guerrilla, a ninguna de las dos partes o a ambas,donde los militares clasificaban pueblos y aldeas con distintostonos de rosa y rojo, El Mozote no era conocido por ser un pue-blo de guerrilleros. «El Ejército pasómucho tiempo aquí. Todosles vendíamos alimentos. No nos importaba que los soldados

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buscaran guerrilleros porque nosotros no teníamos nada quever con ellos. Y los guerrilleros eran conscientes de la relaciónque teníamos con el Ejército», me contó Rufina.Los guerrilleros lo sabían y los soldados también: a princi-

pios de los ochenta, el norte deMorazán era unmundomuy pe-queño donde la identidad, o la manera como se percibía ésta, amenudomarcaba la diferencia entre la vida y lamuerte.Que, a fi-nales de , El Mozote no era una aldea de guerrilleros es unhecho central en la historia de Rufina y en ello radica el miste-rio de lo que sucedió allí; sin embargo, aunque aquello fuera unhecho (que casi todo el mundo de la zona corrobora), pareceque fue un poco más complicado de lo que Rufina cuenta. Aligual que en muchas otras comunidades del norte de Morazán,los habitantes de El Mozote luchaban por mantener el equili-brio enmedio del peligrosamente inestable terreno de una gue-rra brutal, se esforzaban por permanecer en términos amisto-sos con los soldados y, al mismo tiempo, temían enemistarsecon los guerrilleros. Joaquín Villalobos, comandante del EjércitoRevolucionario del Pueblo (), el principal grupo guerrillerode Morazán, durante la entrevista que le hice en San Salvador,me dijo rotundamente que el pueblo de El Mozote nunca losapoyó, para reconocer veinte minutos después que sus comba-tientes habían comprado suministros en la aldea en algunaocasión. «Su relación con nosotros era mínima, meramentecomercial», señaló Villalobos. Licho, un comandante rebeldecriado en Jocoaitique, a pocos kilómetros de El Mozote, reco-noció durante una entrevista en Perquín que, a finales de losaños setenta, algunas personas de El Mozote los habían apoya-do, pero que, mucho antes de , esos partidarios ya se ha-bían unido a ellos. Y añadió rápidamente que las personas quetodavía vivían en El Mozote les tenían miedo.Pero, al parecer, la razón no era sólo el miedo (el verdadero

terror que a muchos aldeanos de la zona les provocaba la idea

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de estar expuestos a las represalias del Ejército), sino tambiénsu ideología. Si bien en Morazán el apoyo a los guerrilleros ha-bía crecido en gran medida sobre suelo abonado con la obra dela teología de la liberación (con las enseñanzas de sacerdotescatólicos de izquierdas), El Mozote se había mostrado poco re-ceptivo a este tipo de propaganda, pues la aldea era conocidaen toda la zona por ser un baluarte del movimiento evangélicoprotestante. La gente ya había empezado a convertirse a me-diados de los sesenta,* y, hacia , la mitad de la poblaciónde El Mozote se consideraba cristiana renacida; los evangelistastenían su propia capilla y su propio pastor y eran conocidos (aligual que los otros protestantes de toda Centroamérica) por suanticomunismo. «Todo el mundo sabía que había muchosevangelistas en El Mozote y esa gente no nos apoyaba. A vecesnos vendían cosas, sí, pero no querían tener nada que ver connosotros», me dijo Licho.Así, a diferencia demuchas otras aldeas de Morazán, El Mo-

zote era un lugar donde los guerrilleros sabían que no podíanbuscar reclutas, pero ambas partes habían logrado coexistiren base a un acuerdo tácito por el que las dos miraban haciaotro lado. Los guerrilleros sólo pasaban por El Mozote de no-che y, según Rufina, cuando lo hacían, los vecinos oían a losperros ladrar y sentían miedo. Sólo recuerda haber visto gue-rrilleros a plena luz del día en una ocasión: unos jóvenes an-drajosos, desarmados y vestidos de civil entraron en la aldea eintentaron celebrar una asamblea en la pequeña Iglesia deSanta Catarina. Rufina no acudió, casi nadie del pueblo fueentonces a la iglesia. «La gente decía “no hay que involucrar-

Para un apunte conciso pero interesante sobre el crecimiento del movimien-to evangelista en El Salvador, véase Marlise Simons, «Protestant Challenge inEl Salvador», en Gettleman et al. (eds.), El Salvador: Central America in the NewCold War (Grove Press, Nueva York, ).

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se, tenemos que seguir con nuestras vidas, trabajar... sin com-prometernos”. La gente no quería relacionarse con todo aque-llo. Yo tenía cuatro hijos que cuidar. Lo único que te preocupaes dar de comer a tu familia, tratas de no prestar atención a lodemás», recuerda Rufina.Así que, cuando Marcos Díaz contó las noticias de Gotera;

cuando transmitió las duras palabras del oficial y presentó lasopciones (abandonar la aldea y correr el riesgo de «involucrar-se» en la operación o quedarse donde estaban y permanecer asalvo), nadie dudó de la decisión que tomarían los vecinos. Esamisma tarde, a instancias de Marcos Díaz, la gente comenzóuna batida por las áreas circundantes para difundir el mensajede que todo el mundo tenía que ir rápidamente a El Mozoteporque sólo allí estaría segura. Para ayudar, Marcos Díaz anun-ció que ofrecería a crédito todos los alimentos y provisionesque fueran necesarios a los recién llegados. «Pidió que se co-rriera la voz de que todos tendrían comida aquí, que estarían asalvo», cuenta Rufina.Y llegaron tantísimos campesinos a la aldea que éstos ocupa-

ron todos los rincones de la aldea. Rufina recuerda que todas lashabitaciones de la casa deMarcos Díaz se llenaron de gente. To-dos los hogares acogieron a personas de fuera. Y, como las po-cas casas que había no eran suficientes para todos, la plaza de laiglesia también se llenó de gente.«“Vengan a El Mozote”, sí, eso es lo que todo el mundo de-

cía»,me contó el anciano campesino Sebastiano Luna. Alba Ig-nacia del Cid y él habían visto a la gente pasar por delante de sucasa, pero decidieron no ir. Continuó: «Yo tenía el presenti-miento de que algo malo podía pasar, así que le dije —señalan-do a su esposa— que fuera ella si quería, pero que yo no iba air». A lo que Alba le respondió: «No, no, no iré sin ti porquemepreguntarán dónde estámimarido. Dirán que no está porque esguerrillero y despuésmematarán. O vamos los dos o no va nin-

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guno». Así que Sebastiano y Alba se escondieron en las monta-ñas que se elevaban por encima de su casa. Vieron a los solda-dos pasar y vieron un helicóptero dar vueltas y descender.Y más tarde vieron densas columnas de humo saliendo de ElMozote: se podía oler algo que parecía carne quemada.

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LA MISIÓN DE MONTERROSA

Unos seis kilómetros y medio al sur de El Mozote, a las afuerasde la aldea de La Guacamaya, los guerrilleros del tambiénaguardaban a los soldados. Gracias a sus infiltrados en la capi-tal, sabían que habían estado llegando grandes cargamentos demunición estadounidense al aeropuerto de Ilopango, así comoque varios camiones cargados de tropas circulaban por la ca-rretera Panamericana hacia Morazán. El de diciembre, Jonás,el comandante principal de la zona, se había llevado a un lado aSantiago, el director de la emisora clandestina del , RadioVenceremos, para informarle de que se estaba planeando «unaoperación de gran magnitud llamada “yunque y martillo”».Santiago recuerda que «fuentes de la inteligencia dentro delpropio Ejército» habían pasado un informe sobre una reuniónclave en el alto mando.* De acuerdo con la reconstrucción delas fuentes, el ministro de Defensa, el general José GuillermoGarcía, dijo a sus oficiales que la operación debía «neutralizarla ofensiva del (Frente Farabundo Martí para la Libera-ción Nacional)» (una agrupación de guerrillas de la que forma-ba parte el junto con otros cuatro grupos). Su viceminis-tro, el coronel Francisco Adolfo Castillo, añadió que las tropasdebían avanzar costara lo que costara hasta llegar al puesto demando y a Radio Venceremos. Entonces intervino el teniente

El director de Radio Venceremos, Santiago, recordó esta versión de la reunióndurante una entrevista en San Salvador. Carlos Henríquez Consalvi (el verdaderonombre de este periodista e hijo de diplomático venezolano) incluye un relato si-milar en susmemorias, La terquedad del Izote (Editorial Diana,México, ), pági-nas-.Dichasmemorias, cuyosubtítuloes«LahistoriadeRadioVenceremos»,ofrecen una valiosa versión de la guerra desde el bando guerrillero.

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coronel Domingo Monterrosa Barrios, el enérgico comandantedel batallón de élite Atlacatl, para decir que también él consi-deraba que hasta que no acabaran con Radio Venceremos se-guirían teniendo aquel grano en el culo. Todo el mundo sabíaque el coronel Monterrosa, por aquel entonces el soldado máscélebre del Ejército salvadoreño, estaba obsesionado con RadioVenceremos. Y no era el único: la radio, especializada en lapropaganda ideológica, los comentarios mordaces y la ridicu-lización del Gobierno, exasperaba a la mayoría de los militaresya que en todas sus emisiones recordaba al mundo la inutilidaddel Ejército en gran parte de Morazán. Y lo peor es que resulta-ba divertido. «Incluso representaban a diario una serie, unaespecie de radionovela en la que salía el embajador Hinton

*

(recuerda un agregado de Defensa estadounidense de la épo-ca). Se referían al embajador como “el gringo prometido conuna salvadoreña” (Deane Hinton estaba a punto de casarsecon una mujer de una familia local adinerada) y terminabandiciendo: “Sintonízanos de nuevo mañana”. No se podía hacernada al respecto. En la embajada, a casi todo el mundo le gus-taba escucharlo, incluso al embajador.» Los humillados mili-tares salvadoreños sostenían que las emisiones procedían deNicaragua u Honduras.El coronel Monterrosa también se sentía humillado por

Radio Venceremos, pero, a diferencia de sus colegas, habíadecidido, movido por la rabia y la frustración, hacer algo alrespecto. Los asesoresmilitares estadounidenses llegaron a re-conocer que Monterrosa pertenecía a una clase de oficial pocofrecuente en El Salvador. A finales de , con la firme opo-

En la obra de Ignacio López Vigil Las mil y una historias de Radio Venceremos( Editores, San Salvador, ), páginas -, se ofrece una entreteni-da narración sobre este programa. Aunque la obra cubre prácticamente lo mis-mo que lasmemorias de Santiago, su tono esmás ligero y consigue dar una vivaimagen del día a día entre los guerrilleros.

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sición del Congreso y de la ciudadanía estadounidenses a en-viar fuerzas de combate a Centroamérica, se había hecho muyevidente que el único modo de evitar otro caso como el de Ni-caragua era, de alguna manera, «reformar» el Ejército salva-doreño. «Estábamos en las últimas. O llevábamos a cabo unareforma o perdíamos, y no porque los guerrilleros fueran muybuenos, sino porque el Ejército era malísimo», me contó unasesor militar estadounidense que estaba por entonces en elpaís. Las tropas salvadoreñas enviadas al campo de batallaapenas contaban con entrenamiento; los soldados rara vezsalían del barracón pasadas las cinco de la tarde, menos aúnlos oficiales. «La institución simplemente no respaldaba que loshombres fueran buenos comandantes, es decir, nunca se rele-vó a nadie. Habría dado igual que te rindieras con ochenta ycinco hombres porque no te habría pasado nada», me dijo esemismo asesor.Sin embargo, los estadounidenses pronto se dieron cuenta

de que «reformar» significaba rehacer un cuerpo de oficialesque había desarrollado unos criterios propios muy especialesen cuanto a promoción y retribución. Aquello no tenía que vercon la competencia militar, sino con la política, con mostraruna lealtad sin límites a la «institución» y, sobre todo, a loscompañeros de la academia militar (a la tanda, como se la lla-maba). Si un centenar de adolescentes entraban en la EscuelaMilitar Capitán General Gerardo Barrios,* después de cuatro

Las singularidades del Ejército salvadoreño se abordan, entre otras, en las si-guientes obras: Joel Millman, «A Force Unto Themselves: The Salvadoran Mili-tary», The New York Times Magazine, de diciembre de ; en ChristopherDickey, «I Obey but I Do Not Comply»; en Leonel Gómez, «The Army (marzode )», y en Richard Millet, «Praetorians of Patriots», todos en Leiken yRubin (eds.), The Central American Crisis Reader (Summit, Nueva York, ).También resulta útil «El Salvador’s DividedMilitary», de Shirley Christian, in-cluido en Gettleman et al. (eds.), El Salvador: Central America in the New Cold

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años quizá salieran de allí unos veinte hombres duros y curti-dos; durante los siguientes veinticinco años, esos hombresascenderían juntos, se harían ricos juntos y ganarían gradual-mente poder juntos. Si entre ellos hubiera perfectos incompe-tentes, por no hablar de asesinos, violadores y ladrones, suscompañeros de promoción los protegerían y defenderían acapa y espada. Finalmente, quizá veinte años después de lagraduación, uno o dos de la tanda (los que destacaron desde elprincipio como presidenciables, los destinados a convertirse enlíderes del país) se las arreglarían para intrigar en el cuerpo deoficiales y hacerse con la presidencia de El Salvador.Monterrosa se graduó en y, aunque en los registros

aparece el cuarto de su promoción de alumnos, muchos ofi-ciales lo recuerdan como el primero, prueba del respeto que in-fundía. En la academia era unpersonajemagnético, carismáticodesde el primer momento. Bajo, con la cara y la nariz caracte-rísticas de los campesinos salvadoreños, caminaba como ellos,a grandes zancadas, por lo que sus andares, que nada tenían demilitares, hacían que lo reconocieran desde lejos. El generalAdolfo Blandón, exjefe del Estado Mayor, en su último año deacademia cuando Monterrosa estaba en el primero, recuerdaque el joven «se posicionó enseguida como el mejor de su pro-moción: los mejores puestos en estudio, en condición física yen conocimiento sobre los conceptos de la guerra».

War, citado anteriormente. Para un testimonio oral con abundantes contribu-ciones de oficiales tanto estadounidenses como salvadoreños, así como de em-bajadores y políticos, véase Manwaring y Prisk (eds.), El Salvador at War: AnOral History of Conflict from the Insurrection to the Present (National DefenseUniversity Press,Washington, ). Por último, en Del ejército nacional al ejér­cito guerrillero (Ediciones Arcoíris, San Salvador), del capitán Francisco EmilioMena Sandoval, se ofrece un testimonio de primeramano único sobre la forma-ción y la disolución del movimiento de la «juventudmilitar» en el Ejército sal-vadoreño y sobre las operaciones militares de los guerrilleros.

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Como es normal, dicho prestigio y el respeto de sus compa-ñeros lo señalaban como presidenciable, pero, al contrario quesus compañeros,Monterrosa era, en palabras de Blandón, «unarareza: un soldado cien por cien puro, un líder natural, un mi-litar de nacimiento con la cualidad poco común de ser capaz deinfundir lealtad en sus hombres».En los años siguientes a su graduación,Monterrosa dio clases

en la academia, se apuntó a cursos impartidos por estadouni-denses en Panamá, viajó a Taiwán para estudiar tácticas de con-trainsurgencia y sirvió en las tropas paracaidistas como partedel primer equipo de caída libre de El Salvador. Después de laspolémicas elecciones de , en las que una facción radical delos militares se impuso a los democristianos, que parecíanser los ganadores, Monterrosa se fue acercando al nuevo presi-dente, el coronel Arturo Armando Molina, gracias al alcalde deSan Salvador, José Napoleón Duarte.El Ejército intervenía activamente en política y los conflictos

sociales estaban dividiendo cada vez más tanto al país* como al

Hay una literatura muy extensa sobre la situación política de la época en ElSalvador, pero el lector puede empezar por las dos recopilaciones ya mencio-nadas, en concreto, por el capítulo «Origins of the Conflict in El Salvador», enThe Central American Crisis Reader (Leiken y Rubin), y por «Social Forces andIdeologies in the Making of Contemporary El Salvador», en El Salvador: CentralAmerica in the New ColdWar (Gettleman et al.). También destaca la obra de JamesDunkerley Power in the Isthmus: A Political History of Modern Central America(Verso, Londres y Nueva York, ), junto con «El Salvador, -», enPolitical Suicide in Latin America (Verso, Londres y Nueva York, ), del mis-mo autor. También resulta útil Inevitable Revolutions: The United States in CentralAmerica (Norton, Nueva York, ), de Walter LaFeber, así como la obra, decorte más periodístico, Inside Central America: Its People, Politics, and History(Touchstone, Nueva York, ), de Clifford Krauss. Por último, Endless War:How We Got Involved in Central America and What Can Be Done (Vintage, NuevaYork, ), de James Chace, ofrece un excelente relato sobre la política esta-dounidense en El Salvador, Nicaragua y otros países de Centroamérica.

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cuerpo de oficiales. A finales de los setenta, después de queMolina colocara al general Carlos Humberto Romero tras unascuestionables nuevas elecciones, la situación se había vueltoincluso más contradictoria. En la extrema izquierda, pequeñosgrupos de guerrilleros secuestraban a empresarios, robabanbancos y, a veces, incluso asesinaban a importantes líderes dela derecha. Los activistas de la izquierda moderada, despuésde que la habitual manipulación electoral por parte del Ejércitoles cerrara el camino electoral hacia la presidencia, se unierona fuerzas populistas para organizar manifestaciones multitudi-narias y lograron que cientos demiles de personas salieran a lascalles. Generalmente, las fuerzas de seguridad respondían a es-tas manifestaciones con implacable violencia, matando a mu-chos salvadoreños, a veces incluso a cientos.Entre los militares, la crisis política del país había reabier-

to una falla que, por periodos, se había prolongado a lo largodel siglo. Ya en , una facción de militares «progresistas»había organizado un golpe de Estado que se vio truncado rá-pidamente por un contragolpe conservador; en , cuandolos militares conservadores le robaron la victoria a Duarte, losprogresistas intentaron dar otro golpe, con igual resultado. Fi-nalmente, en octubre de , con el apoyo tácito de EstadosUnidos, un grupo de jóvenes «reformistas» que se hacían lla-mar «juventud militar» derrocaron al general Romero y esta-blecieron en su lugar una junta «progresista» que contaba conpolíticos de la izquierda. Sin embargo, comohabía ocurrido ha-cía dos décadas, los conservadores del Ejército recuperaron elpoder casi inmediatamente y, ahora, al amparo de un Gobierno«reformista» con mayor aceptación en el ámbito internacio-nal, se sentían libres para combatir la «agitación comunista» asu particular manera: intensificando la «guerra sucia» contrala izquierda.

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Las señales más visibles de la «guerra sucia»* eran los cuerpos

mutilados que todas las mañanas cubrían las calles de las ciu-dades. A veces, los cuerpos no tenían cabeza, les faltaba el ros-tro o sus rasgos estaban totalmente irreconocibles por culpa deun disparo de escopeta o por ácido sulfúrico; otras veces teníanlosmiembrosmutilados, lasmanos o los pies cortados o los ojosarrancados; los genitales de las mujeres estaban desgarrados yensangrentados, indicio de violaciones repetidas; a menudo,los miembros de los hombres aparecían dentro de sus bocas.Unos cortes en la espalda o en el pecho de los cadáveres proba-blemente fueran la firma de alguno de los «escuadrones de lamuerte» que cometían aquellos actos, entre los que la Unión deGuerreros Blancos y la Brigada Anticomunista de MaximilianoHernández Martínez eran los más temibles.Este último se llamaba así por un general que tomó el poder

en , durante una época de creciente agitación izquierdista

La derecha salvadoreña y la «guerra sucia» se abordan ampliamente en lasrecopilaciones ya citadas, especialmente, en «Roots of the Salvadoran Right:Origins of the Death Squads» y «’s Bid for Power», ambas de CraigPyes e incluidas en El Salvador: Central America in the New Cold War, y, en la mis-ma recopilación, «: The Salvadoran Right’s Conception of Nationalismand Justice», del mayor Roberto D’Aubuisson; «Recording the Terror», de Tu-tela Legal, y «Communiqué from a “Death Squad”», de Maximiliano Hernán-dez Martínez. También «Murder of the Leaders (November )», delembajador Robert White, en The Central American Crisis Reader. Entre otrasobras generales, recomiendoWeakness and Deceit: U.S. Policy and El Salvador (Ti-mes Books, Nueva York, ), de Raymond Bonner. La obra de Joan DidionSalvador (Washington Square Press, Nueva York, ; reimpresión de Vintage,Nueva York, ) ofrece una viva imagen del sentimiento nacional en .La «guerra sucia» también está debidamente documentada en informes quetratan sobre los derechos humanos, entre los que cabe destacar Report on Hu­man Rights in El Salvador (Vintage, Nueva York, ), de Americas Watch y laAmerican Civil Liberties Union, junto con sus diferentes suplementos bajo eltítulo The Civilian Toll, y El Salvador’s Decade of Terror: Human Rights Since the As­sassination of Archbishop Romero (Yale University Press, New Haven, ).

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entre los campesinos, quienes sufrieron una campaña de repre-sión tan violenta que llegó a ser conocida como «la matanza».*

En la parte occidental del país, donde tuvo su foco una rebeliónfallida, miembros de la Guardia Nacional junto con civiles ar-mados, ponían a los campesinos contra un muro y les dispa-raban. Asesinaron a más de diez mil personas. (Según algunasestimaciones, la cifra era cuatro veces mayor.) El argumentosubyacente a la represión era muy simple: sin piedad y a con-ciencia, había que cortar de raíz los «brotes» de rebelión quehabían surgido. Y esa técnica demostró ser muy eficaz: mediosiglo después, cuando los brotes surgieron de nuevo en El Sal-vador, aquellas áreas donde hacía cinco décadas las matanzashabían sido descontroladas permanecían en calma.

Ahora, los militares de derechas que se consideraban orgullo-sos herederos de Martínez estaban decididos a atajar de raízeste nuevo brote izquierdista con el mismo rigor. Con el dine-ro de empresarios ricos que se habían ido a Miami para evitarel secuestro o el asesinato y apoyándose en las directrices teó-ricas de sus compinches ideológicos de la vecina Guatemala,los militares desataron una eficaz campaña de terror en lasciudades. Dicha campaña se intensificó dramáticamente des-pués del golpe de Estado «progresista» de octubre de . Secalcula que a finales de ese año se producían ochocientos ase-sinatos al mes.

Un relato clásico de los acontecimientos acaecidos entre y es Ma­tanza: The «slaughter» that traumatized a nation, shaping U.S.­Salvadoran po­licy to this day (Curbstone, Willimantic, Connecticut, ; publicado por pri-mera vez en ), de Thomas P. Anderson. La obra de Dunkerley Power of theIsthmus, citada anteriormente, ofrece una crónica concisa, aunquemuy buena,de estos acontecimientos. Por último, A Brief History of Central America (Univer-sity of California Press, Berkeley, ), de Héctor Pérez Brignoli, sitúa esteepisodio en un contexto histórico más amplio.

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Esta técnica resultó devastadora para la infraestructura ur-bana de la izquierda (la red de organizadores políticos, líderessindicales, defensores de derechos humanos, profesores y acti-vistas de todas las ramas progresistas que habían puesto enmarcha las masivas manifestaciones de finales de los setenta).«Estas personas no estaban organizadas militarmente, lo quelas convertía en blancos fáciles», me contó William Stanley,profesor de Ciencias Políticas en la Universidad de Nuevo Mé-xico, en una entrevista que tuvo lugar en San Salvador. La re-presión continuó y, con el transcurso de los meses, fue vol-viéndose cada vez menos selectiva. «Hacia el final, la matanzadesbordó la capacidad analítica del Ejército y los servicios deseguridad y se empezó a matar a la gente en función de unosperfiles muy toscos—me contó Stanley—. Por ejemplo, recuer-do escuchar que una mañana descubrieron una enorme pila decadáveres formada principalmente por mujeres jóvenes conpantalones vaqueros y zapatillas deportivas. Al parecer, al-guien de la inteligencia había decidido que ese “perfil”, es de-cir, mujeres jóvenes vestidas de esa manera, facilitaba la cribade “izquierdistas”, por lo que se convirtió en uno de los crite-rios utilizados para acorralar a los presuntos “rebeldes”.»Aunque con excepciones, fueron los oficiales de inteligencia

de los diferentes servicios de seguridad y de las brigadas del Ejér-cito quienes organizaron los escuadrones de la muerte contra-tando a guardias nacionales, policías de Hacienda y soldados co-munesinteresadosensacarseundineroextra;lesproporcionabanlistas con los nombres de las personas que tenían que encontrarpara interrogarlas y torturarlas. Algunos civiles estabanmuy in-volucrados, sobre todo en la cuestión de la financiación, pero nohabía duda de que eran los militares, principalmente, quienesorganizaban y dirigían la «guerra sucia» (ni de que la embajadade Estados Unidos era bien consciente de ello). En una entrevis-ta, Howard Lane, encargado de las relaciones públicas de la em-

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bajada entre y , me dijo lo siguiente: «No era ningúnsecreto quiénes eran los responsables de la matanza, es decir,cualquiera se percataba de ello en cuanto llegaba al país y paranada era un secreto, excepto, quizá, en la Casa Blanca». En pú-blico se mantuvo firmemente la farsa de que la identidad de losasesinos era un misterio, que los asesinatos eran obra de «jus-ticieros derechistas». Esta campaña de mentiras se concibióen parte para transigir con los remilgos de la Administración enWashington, que tuvo que hacer frente a la creciente preocupa-ción en el Congreso por las «violaciones de los derechos huma-nos», especialmente después de varios casos escandalosos: elasesinato, enmarzo de , del arzobispo Óscar Romeromien-tras decía misa; la violación y el asesinato, en diciembre de esemismo año, de cuatro religiosas estadounidenses, y el asesinato,en enerode , del director del Instituto SalvadoreñodeTrans-formación Agraria y de dos de sus asesores estadounidenses.

La tarde del de diciembre de , Santiago, el director de Ra-dio Venceremos, después de que Jonás, el comandante, le habla-ra de la inminente operación, partió a pie desde la base de laguerrilla en La Guacamaya, unos seis kilómetros y medio al surde El Mozote. Cuando cayó la noche, Santiago subió hacia eleste por los cerros atravesando las quebradas, cruzó el río Sapoy bajó hacia el boscoso barranco de El Zapotal. Allí, excavadoen un nicho de la roca a unos dos metros bajo tierra, estaba el«estudio» de Radio Venceremos, que consistía en un pequeñotransmisor, un pesado generador de gasolina, varias grabado-ras, micrófonos y demás parafernalia y una antena flexible queserpenteaba hacia arriba atravesando la maleza. Santiago reu-nió a su joven plantilla y, al poco rato, la noticia de la inminen-te operación ya se había emitido en toda la zona.De vuelta en el campamento de La Guacamaya, unos doscien-

tos hombres y mujeres jóvenes, vestidos con unamezcla de ropa

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campesina y prendas de camuflaje (en el segundo caso, segura-mente se habían apropiado de ellas, las habían robado o se las ha-bían comprado al Ejército salvadoreño), estaban preparándose.

Algunos limpiaban sus armas, en su mayoría viejos M- y máu-seres, además de algunos G- alemanes y M- americanos delos que se habían apropiado. Muchas mujeres estaban agacha-das enmatotesmoliendomaíz, haciendo la comida que serviríade sustento a la compañía los próximos días, pues, ante la lle-gada de miles de soldados, los guerrilleros del se estabanpreparando no para luchar, sino para huir.Lamovilidad y la rapidez siempre habían sido fundamentales

en la fortaleza de los guerrilleros,* tanto como su familiaridadcon el terreno montañoso. Al igual que pasó con los otros gru-pos radicales de El Salvador, el surgió entre jóvenes inte-lectuales que fundaron la organización en Ciudad de México en y que, a mediados de los setenta, financiaron principal-mente atracando bancos y secuestrando a empresarios ricos porlos que luego pedían un rescate, mientras luchaban entre ellospor su liderazgo esgrimiendo abstractos argumentos izquierdis-tas salidos de tono quemás de una vez acababan en violentas es-cisiones. (El conflicto más conocido tuvo lugar en , cuandoVillalobos y otros líderes del acusaron a uno de los suyos, el

Para una introducción sobre los rebeldes, véanse «The Salvadoran Rebels», enEl Salvador: Central America in the New Cold War, y los diferentes documentos del recopilados en The Central American Crisis Reader, especialmente los rela-cionados con el caso Dalton. En «Enemy Colleagues», de Gabriel Zaid, extraídode la recopilación de Leiken y Rubin, se puede leer un relato brillante a la par quedespiadado sobre los guerrilleros salvadoreños y las luchas internas que llevarona ejecutar a Dalton; si al lector le interesa, también puede remitirse al texto com-pleto, en la revista Dissent (primavera de ). La obra de Manwaring y Prisk ElSalvador at War: An Oral History, citada anteriormente, presenta otra perspectivade los guerrilleros, especialmente en las páginas -.

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famoso poeta Roque Dalton, de ser un contrarrevolucionario yagente de la ; lo ejecutaron tras un simulacro de juicio.)En las montañas del norte, el movimiento guerrillero arraigó

algo más tarde. «El proceso revolucionario comenzó en Mo-razán entre y , con la toma de conciencia de las «co-munidades cristianas de base» dirigidas por sacerdotes radi-cales»,me contó Licho, el comandante rebelde, cuyos padreseran campesinos residentes en El Mozote. «Nosotros, los jóve-nes, leíamos la Biblia para aplicarla a nuestra propia situacióny, poco a poco, empezamos a tomar conciencia política», aña-dió. Cuando los chicos alcanzaban la mayoría de edad, los líde-res de la guerrilla los instaban con frecuencia a alistarse en elEjército (así le ocurrió a Licho) para recibir entrenamiento mi-litar y conocer de primeramano al enemigo, así como para pro-porcionar información útil hasta que pudieran volver a sus

Santiago, el director de Radio Venceremos, emitió la noticia de la inminenteoperación en toda la zona.

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provincias de origen para tomar las armas. (Estas filtracionesgeneralizadas en sus filas casi provocan el pánico entremuchosmilitares salvadoreños. En un extenso telegrama confidencialenviado al Departamento de Estado a principios de , FrankDevine, el embajador estadounidense, mencionaba que los ofi-ciales temían que entre los nuevos reclutas llegaran sujetos...de organizaciones izquierdistas cuyo propósito fuera infiltrarseen las tropas... y, en última instancia, acabar con el Ejércitodesde dentro.)Hacia había pequeños grupos de jóvenes guerrilleros

operando en todo el norte deMorazán. Esos jóvenes conseguíanalimentos y apoyo de los campesinos simpatizantes y, de vez encuando, lanzaban ataques contra las bases urbanas de la GuardiaNacional. Atacaban de repente, mataban a algunos guardias na-cionales, se apropiabande sus armas y desaparecían por elmon-te. Después de reforzar las bases, los guardias respondían, comollevaban años haciéndolo, dando palizas o matando a los cam-pesinos que sospechaban que estaban«contaminados» de sim-patías comunistas. Eso aceleró el flujo de hombres y mujereshacia las montañas. Pronto, algunos pueblos empezaron a estarhabitados casi exclusivamente por ancianos ymadres con hijos.Los guardias nacionales abandonaron por completo algunospueblos y, así, prácticamente se los cedieron a los guerrilleros. Yla gente también abandonó otros pueblos, ya fuera para huir ha-cia los campos de refugiados que había más allá de la fronteracon Honduras, ya fuera para unirse a los guerrilleros, de mane-ra que, con el paso del tiempo, se formó un convoy demasas (ci-viles simpatizantes) casi permanente. «Las personas que nosapoyaban nos seguían y nos cubrían las espaldas, proporcio-nándonos comida y otra ayuda; en algunas zonas, los simpati-zantes eranmayoría; en otras, no»,me dijo Licho. La diferenciaentre combatientes y civiles, nunca muy clara en la guerra deguerrillas, se volvió más imprecisa todavía.

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