más vale pájaro suelto - goytisolo

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Más vale pájaro suelto  Juan Goytis olo / El País / 8 de abril de 2006 La difícil relación de la obra novelística de Julián Ríos con la institución literaria española es el ejemplo más nítido de lo que acaece si un autor, en lugar de seguir l os caminos trillados, reconocidos tanto por el público como por la crítica biempensante, se lanza a la aventura de explorar territorios nuevos e investir una fuerza genésica en las palabras muertas del diccionario. Su opción artística y el resultado venturoso de esta ruptura creadora son vistos con sospecha e incluso con animadversión. Aunque en el ámbito de la novela existen muchas moradas, la forjada por el palmo a palmo le concita la reacción defensiva y alérgica de quienes se sienten amenazados por su riqueza y radical novedad. Por dicha razón será condenado al hispanísimo ninguneo; a sufrir una “conspiración de silencio” como la que exigía para mí el editorialista de un magacín, no en tiempos de Franco sino de Felipe González; a un exilio intelectual y, si las circunstancias se prestan, también físico. El navegante que abre rutas desconocidas y orilla en tierras lejanas sufrirá la suerte reservada al infractor: la de convertirse como dijo recientemente Gregorio Morán, en una “anomalía cultural” y ser barrido por consiguiente a los márgenes de lo que puede y debe ser leído. Así ha ocurrido a lo largo de la historia literaria española del pasado siglo y tiene todas las t razas de suceder en el que comenzamos. La singularidad artística de Julián Ríos le ha acarreado el odio de los misoneístas y puede resumirse en el comentario de Joseph Brodsky a la poesía de Osip Mandelstam: cuanto más clara es una voz más disonante suena a oídos de quienes cantan o s almodian en coro. La concepción reductivista de un género trazado con regla y compás, aunada al nacionalismo de campanario que ignora las novedades y descubrimientos realizados fuera de nuestras fronteras lingüísticas e incluso de Iberoamérica, convergen en un consenso mortífero: el de la reiteración de lo consabido, de la recompensa oficial o corporativa a la mediocridad. Por fortuna, Julián Ríos vive y crea fuera de estos predios. No busca la cúpula protectora de las instituciones, partidos políticos ni grupos empresariales. Rehúsa ponerse la camiseta con la marca de uno o varios patrocinadores (algunos las acumulan en el pecho y la espalda, como los campeones ciclistas o el heroico ganador del rally París-Dakar). Permanece a la intemperie, con una fe inquebrantable en el itinerario de su senda creadora, en los brotes y ramales con los que enriquece el árbol de la literatura. Consciente de su soledad de corredor de fondo, desdeña  pactos y componendas. Su rigor literario ex ige un condigno rigor moral . Fuera de las luces mediáticas, crea y nos recrea a nosotros, sus lectores, pues toda lectura atenta es un ejercicio de recreo y de recreación. La publicación de Larva en 1983, en una bella edición de Llibres del Mall, culminaba una minuciosa labor emprendida quince años antes y fue recibida por el aplauso de algunos escritores más significativos de Iberoamérica y de un sector de nuestra crítica no obcecado con los prejuicios inherentes a una institución concebida como un código penal de delitos y faltas. Pero, apercibido para la defensa tras tan inesperado tanto en el marcador, el gremio continuista y hostil a toda innovación audaz se movilizó. Aquella exploración de zahorí por el ámbito cultural y literario de diversas lenguas -no sólo de la española, inglesa, francesa o italiana s ino también del árabe y el turco- revelaba, a través de unas ilaciones y juegos que imantan al lector, unos conocimientos y lecturas de cuya enjundia creadora adolece cruelmente nuestro Parnaso. Como aficionado que soy a la lengua de nuestros vecinos de la orilla sur del Estrecho, disfruté de la hilarante inventiva del capítulo titulado 'Algarabía' en el que el personaje anónimo de la novela discurre como el Simbad el Marino joyciano hasta dar con Nora en un café de su

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Más vale pájaro suelto Juan Goytisolo / El País / 8 de abril de 2006

La difícil relación de la obra novelística de Julián Ríos con la institución literaria española es el

ejemplo más nítido de lo que acaece si un autor, en lugar de seguir los caminos trillados,

reconocidos tanto por el público como por la crítica biempensante, se lanza a la aventura de

explorar territorios nuevos e investir una fuerza genésica en las palabras muertas del

diccionario. Su opción artística y el resultado venturoso de esta ruptura creadora son vistos con

sospecha e incluso con animadversión. Aunque en el ámbito de la novela existen muchas

moradas, la forjada por el palmo a palmo le concita la reacción defensiva y alérgica de quienes

se sienten amenazados por su riqueza y radical novedad. Por dicha razón será condenado al

hispanísimo ninguneo; a sufrir una “conspiración de silencio” como la que exigía para mí el

editorialista de un magacín, no en tiempos de Franco sino de Felipe González; a un exilio

intelectual y, si las circunstancias se prestan, también físico. El navegante que abre rutasdesconocidas y orilla en tierras lejanas sufrirá la suerte reservada al infractor: la de convertirse

como dijo recientemente Gregorio Morán, en una “anomalía cultural” y ser barrido por 

consiguiente a los márgenes de lo que puede y debe ser leído. Así ha ocurrido a lo largo de la

historia literaria española del pasado siglo y tiene todas las trazas de suceder en el que

comenzamos.

La singularidad artística de Julián Ríos le ha acarreado el odio de los misoneístas y puede

resumirse en el comentario de Joseph Brodsky a la poesía de Osip Mandelstam: cuanto más

clara es una voz más disonante suena a oídos de quienes cantan o salmodian en coro. La

concepción reductivista de un género trazado con regla y compás, aunada al nacionalismo de

campanario que ignora las novedades y descubrimientos realizados fuera de nuestras fronteraslingüísticas e incluso de Iberoamérica, convergen en un consenso mortífero: el de la reiteración

de lo consabido, de la recompensa oficial o corporativa a la mediocridad.

Por fortuna, Julián Ríos vive y crea fuera de estos predios. No busca la cúpula protectora de las

instituciones, partidos políticos ni grupos empresariales. Rehúsa ponerse la camiseta con la

marca de uno o varios patrocinadores (algunos las acumulan en el pecho y la espalda, como los

campeones ciclistas o el heroico ganador del rally París-Dakar). Permanece a la intemperie, con

una fe inquebrantable en el itinerario de su senda creadora, en los brotes y ramales con los que

enriquece el árbol de la literatura. Consciente de su soledad de corredor de fondo, desdeña

 pactos y componendas. Su rigor literario exige un condigno rigor moral. Fuera de las luces

mediáticas, crea y nos recrea a nosotros, sus lectores, pues toda lectura atenta es un ejercicio de

recreo y de recreación.

La publicación de Larva en 1983, en una bella edición de Llibres del Mall, culminaba una

minuciosa labor emprendida quince años antes y fue recibida por el aplauso de algunos

escritores más significativos de Iberoamérica y de un sector de nuestra crítica no obcecado con

los prejuicios inherentes a una institución concebida como un código penal de delitos y faltas.

Pero, apercibido para la defensa tras tan inesperado tanto en el marcador, el gremio continuista

y hostil a toda innovación audaz se movilizó. Aquella exploración de zahorí por el ámbito

cultural y literario de diversas lenguas -no sólo de la española, inglesa, francesa o italiana sino

también del árabe y el turco- revelaba, a través de unas ilaciones y juegos que imantan al lector,

unos conocimientos y lecturas de cuya enjundia creadora adolece cruelmente nuestro Parnaso.

Como aficionado que soy a la lengua de nuestros vecinos de la orilla sur del Estrecho, disfruté

de la hilarante inventiva del capítulo titulado 'Algarabía' en el que el personaje anónimo de la

novela discurre como el Simbad el Marino joyciano hasta dar con Nora en un café de su

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recorrido de topógrafo y tipógrafo londinense, capítulo del que no resisto a la tentación de leer 

unos párrafos cuando estoy de malhumor.

Al terremoto literario y lingüístico de Larva y de su aguijadora prolongación en Poundemonium

han seguido unas obras más accesibles al lector aturdido por la bien orquestada estereofonía de

su Babel de lenguas. Dejando de lado ahora las extraordinarias incursiones de Julián Ríos en el

campo de la pintura (Kitaj, Antonio Saura) y de la poesía (Octavio Paz), me referiré aunque sea

 brevemente a tres novelas que leí y releo a menudo con verdadera delectación: Sombreros para

 Alicia, Monstruario y Amores que atan.

A Sombreros y Nuevos sombreros para Alicia me une la común devoción con Julián Ríos por el

reverendo Charles Lutwidge Dodgson, alias Lewis Carroll, a quien homenajeé a mi manera en

 Paisajes después de la batalla. Como dije en su día, el autor pasea con la sabiduría y ligereza de

un Borges por el rico surtido de la sombrería del reverendo en su sahrazadesca captación de la

nínfula desvanecida y sin cesar reencarnada por espacios reales o inventados por Melville,

Joyce, Kafka o el propio Lewis Carroll, en los que Alicia se muta y transmuta, cambia de nexo y

sexo a cada quita y pon el sombrero del prestidigitador o ilusionista de la palabra.

Los vagabundos del inveterado rompesuelas urbano de Julián Ríos en Monstruario nos invitan a

calar en el palimpsesto de París, Londres, Nueva York o Berlín de la mano de autores, pintores,

artistas o arquitectos, cuya ficción es una forma superior de realidad. Autores y personajes

literarios se entrecruzan en sus páginas y tejen una red de complicidades, locuras y disparates

que abarca a Bouvard y Pécuchet, Rimbaud, Van Gogh, Cézanne, Leopold Bloom, la

 polifacética y seductora Rosa Mir -la coleccionista errante émula del Jusep Torres Campalans

de Max Aub- y ese niño Mons, cuya afición a los monstruos es el hilo conductor de esta feraz y

estimulante novela de la cultura urbana que, como las otras novelas de Julián Ríos, confirma las

observaciones del gran lingüista Iuri Lotman en Semiótica de una ciudad “en cuanto mecanismo

que engendra perpetuamente su propio pasado, el cual dispone así de la posibilidad de

confrontarse con el presente de un modo prácticamente sincrónico. Bajo este concepto, la

metrópolis, como la cultura, es un mecanismo que se opone al tiempo”.

En cuanto a Amores que atan, imitado por escritores de segunda fila que hilvanan nombres de

escritores y artistas famosos y lugares de pedigrí artístico para elaborar una muestra mediocre

de la llamada literatura sobre la literatura, es quizá la obra más atractiva y cómica del autor,

dueño de un lenguaje que contamina al lector enfermo de lo que el genial Quevedo llamaba

libropesía, como evidencian estas líneas que le dediqué: “Su librodinámica no es la de un

 patoso y estólido libropedaleador de mar llana: con poderosa energía libroeléctrica salta de

gentildama en gentilmundana, de villa en ciudad, de lecho en cama y de lengua en lengua. Las

criaturas soñadas por otros apetecen obligatoriamente a un buen librófilo, capaz de dispensar su

libromiel a la inocente Lolita o instruir en sus artes de libroterapia a la Wanda de Sacher-

Masoch”.

Julián Ríos, el ninguneado en España o Spanndereta, pero semilla creadora en otros ámbitos

más vastos y fecundos que el nuestro, es el mejor ejemplo de una muy deseable guía para

 perplejos en la encrucijada literaria en la que nos hallamos. La de forjar algo nuevo o

acomodarse a la reiteración de lo ya dicho y redicho: “Cuando se domina una técnica o se ha

llegado al final de una experiencia, hay que dejarlas en busca de lo que se ignora; en el campo

del arte y la literatura, valen menos cien pájaros en mano que el que, para encanto y tortura

nuestros -versátil, inspirado, ligero- sigue volando”.