mas alla hay monstruos - margaret millar

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Page 1: Mas Alla Hay Monstruos - Margaret Millar
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SINOPSIS

En un rancho de California,Robert Osborn, sale a buscar a superro y nunca más se le vuelve a ver.Algunos rastros de sangre, elhallazgo de una probable armaasesina, hacen que su esposa,Devorn, crea que han asesinado a

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Robert.Un año después, su madre y su

mujer protagonizan un duelo frente afrente en un juicio para declarar o nolegalmente muerto al rancherodesaparecido. La madre no quiereque el juez dictamine la muerteporque está onvencida de que siguevivo y la viuda espera que lo hagapara poder seguir adelante con suvida.

¿Lo mataron? ¿No lo mataron?¿Quién? ¿Por qué?

Pero es la policía, a través de lacorrespondiente investigación, la que

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debe aclarar este punto.Accidentes que fueron en

realidad asesinatos, amorestempestuosos y secretos, relacionespromiscuas, violentas escenas quehabían quedado ocultas comienzan asalir a escena a medida que lainvestigación progresa.

Al final, se hace patente en todasu siniestra evidencia la monstruosarealidad de una familia terrible, quese esconde celosamente tras el poderdel dinero.

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——oOo——Título Original: Beyond this

point are monsters (1970)Traductor: Gustavino, Marta

IsabelAutor: Millar, Margaret©1970, RBA LIBROSColección: Serie negraISBN: 9788498677126

——oOo——

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Margaret Millar

MÁS ALLÁ HAYMONSTRUOS

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1 En el sueño de Devon estaban

otra vez rastreando el estanque enbusca de Robert. Era casi igual quecomo había sucedido la primera vez,cuando Valenzuela, el policíamejicano, les gritaba órdenes a sushombres y los jóvenes buceadoresesperaban, enfundados en los trajesde goma y con las botellas de airecomprimido atadas a la espalda.

En el sueño, silenciosa ydesvalida, Devon miraba desde la

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vivienda del rancho. En la realidad,se había adelantado a protestar,diciéndole a Estivar, el capataz:

—¿Por qué lo están buscandoahí?

—Tienen que buscar en todaspartes, señora Osborne.

—Pero el agua está sucia, yRobert es una persona muy pulcra.

—Sí, señora.—Nunca se metería en ese agua

tan sucia.—Tal vez no le dejaron dar su

opinión, señora.El agua se usaba únicamente

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para riego y estaba demasiadofangosa para que los buceadorespudieran trabajar, de modo que lapolicía terminó por usar una enormedraga de cuchara. Estuvieron horasrastreando el fondo, pero lo únicoque encontraron fueron piezasmetálicas herrumbrosas, neumáticosviejos, trozos de madera y los huesosllenos de barro de un recién nacido.Valenzuela, el policía, se habíaconmovido más al encontrar al niñosin rostro y sin nombre que si sehubiera tratado de una docena deRoberts. Era como si pensara que los

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Roberts de este mundo siemprehabían hecho algo para merecer sudestino, por más cruel, febril odesatinado que fuera. Pero el niño, elbebé...

—Maldito sea —farfullóValenzuela. Después se persignó y sellevó la diminuta pila de huesos enuna caja de zapatos.

Devon se despertó al oír queDulzura golpeaba la puerta deldormitorio.

—¿Señora? ¿Está despierta? —la puerta se entreabrió un poco—. Esmejor que se levante. El desayuno

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está listo.—Es temprano —objetó Devon

—. No son más que las seis y media.—Pero hoy es el día. ¿Lo ha

olvidado?—No —Devon había firmado

personalmente el recurso mientras elabogado la observaba, al parecertranquilizado porque se hubieradecidido. No era probable que loolvidara.

La pequeña mano regordeta deDulzura tembló sobre la puerta.

—Estoy asustada. Todo elmundo me estará mirando.

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—No tienes más que decir laverdad.

—Y después de todo estetiempo, ¿cómo voy a estar segura decuál es la verdad? Y Estivar dice quesi miento después de jurar sobre laBiblia me meterán en la cárcel.

—Lo decía en broma.—Pero no se reía.—No te van a meter en la cárcel

—le aseguró Devon—. Dentro dediez minutos bajaré a desayunar.

Pero se quedó inmóvil mientrasescuchaba los pesados pasos deDulzura en las escaleras y el rugir

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del viento, que daba vueltas y másvueltas alrededor de la casa como sitratara de entrar. La noche otoñalhabía sido calurosa, el corto cabellocastaño de Devon estaba húmedo y elcamisón se le pegaba al cuerpo comosi a ella misma la hubieran pescadoen el estanque y la hubieran puesto asecar sobre la cama como a unasirena semiahogada.

Claro que Dulzura diría laverdad. Era demasiado sencilla paradeformarla: después de comerRobert había salido a buscar a superro, pasando por la cocina para

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ver a Dulzura. Le había deseado felizcumpleaños, le había gastado bromasdiciéndole que ya era una muchachamayor y se había dirigido al garaje,saliendo por la puerta del fondo.

El automóvil de Robert seguíaallí, con la capota quitada y la llavepuesta. Estivar decía que no eraseguro dejar el automóvil así, queera demasiada tentación para lospeones eventuales mejicanos quevenían a cosechar limones en laprimavera y a embalar tomates enverano, y que en otoño recogían losmelones. Sin duda, todos los grupos

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de peones que habían llegado yhabían vuelto a irse durante el añoanterior se habían enterado de lo delautomóvil, pero jamás habíanintentado robarlo. Tal vez Estivar leshabía hecho alguna advertencia muysevera, o quizá pensaran que eseautomóvil debía estar maldito. Seacomo fuere, el hecho es que seguíaallí, inmóvil y tranquilo bajo sumanto de polvo.

Las mareas de peones que ibany venían se regían por el sol, delmismo modo que las mareas delocéano se regían por la luna. Estaban

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en octubre, en el mes más activo delaño, y el cobertizo estaba lleno.Devon no tenía ningún contactopersonal con los peones eventuales,que no hablaban inglés, y Estivar lahabía disuadido de intentarcomunicarse con ellos en su españolde bachillerato. Devon no conocíasus nombres ni sabía de dóndevenían. Menudos y hambrientos,pululaban por los campos comoratones. «Habrán sido un par demojados —comentó uno de losagentes—. Debieron haberleasaltado, y después lo mataron y

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enterraron en alguna parte.» «Aquíno tenemos mojados», interrumpiótajantemente Estivar. Y después lehabía explicado a Devon que elagente era un hombre muy ignoranteporque el término mojado sólo eraaplicable en Texas, donde el límiteentre Méjico y Estados Unidos era elRío Grande; aquí en California,donde la línea divisoria erankilómetros y kilómetros de alambrede espino, a los que entrabanilegalmente se les llamaba alambres.

Devon se levantó y se acercó ala ventana para apartar las cortinas.

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Hacía ya mucho tiempo que se habíamudado del dormitorio quecompartía con Robert al cuarto máspequeño que había en el segundopiso de la casa. Las habitacionespequeñas eran menos solitarias, másfáciles de llenar. Esta daba al sur,tenía una espléndida vista del valledel río y a lo lejos se podían ver lasardientes colinas de Tijuana con suscabañas de madera y la cúpula de lacatedral, del mismo color de lamostaza que vendían para salchichasen la pista de carreras y en la plazade toros. Tijuana se veía mejor de

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noche, cuando se convertía en unracimo de estrellas sobre elhorizonte, o al amanecer cuando lacúpula de la catedral se teñía de rosay las cabañas todavía se arrebujabanen la oscuridad.

A través de la ventana abiertaDevon oyó el teléfono de la cocina yla voz de Dulzura, aguda como la deuna cotorra porque los teléfonos laponían nerviosa. Tardó un minuto envolver a la puerta del dormitorio,con la respiración alterada por laagitación y el fastidio.

—Es la madre de Robert y dice

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que es urgente.—Dile que la llamaré.—Es que no le gusta esperar.No, pensó Devon, a la madre de

Robert no le gustaba esperar. Perohabía esperado, como todos, elsonido del timbre, el del teléfono, elruido de un automóvil que seacercara o de unos pasos en elvestíbulo; había esperado una carta,un telegrama, una tarjeta, cualquiermensaje de amigos extraños.

—Dile que la llamaré —repitió.Desde la ventana también podía

ver las hileras de setos que habían

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plantado para contener el viento eimpedir que la arena fuera anegandoel estanque. Hacia el este, seco, seveía el lecho del río y al oeste seextendían los campos de tomates, yacosechados. Los campos hervían debandadas de pájaros. Se precipitabanentre las hileras de plantas,revoloteaban entre las hojasamarillentas, picoteaban los restosde fruta putrefacta y recorrían elsuelo en busca de semillas einsectos. Estivar podía identificarlosuno por uno, con los nombresmejicanos que a Devon le parecían

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ajenos y exóticos hasta que se diocuenta de que muchos de ellos eranpájaros que había conocido desdeniña y que chupamirto, cardelina ogolondrina eran viejos conocidoscuando los asociaba con sus nombresen inglés.

También había otras cosas quetenían nombres familiares, pero queno eran familiares. Para Devon,nacida y criada en la costa atlántica,la lluvia era algo que podía echar aperder una excursión o un paseo alzoológico, no una cosa que la gentemedía en milímetros como hacen los

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avaros con el oro. Y un río era unacosa estable y permanente, como elHudson, el Delaware o el Potomac.Pero este río que veía ahora desde laventana de su cuarto estaba seco lamayor parte del año, aunque a vecesse convertía en un torrentedevastador capaz de llevarse uncamión con la turbulencia de susaguas. Tenía pocos puentes, porquepor lo general se suponía que sillovía mucho la gente tenía elsuficiente sentido común como paraquedarse en su casa o seguir por lacarretera principal; y cuando estaba

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seco simplemente lo atravesaban apie o en automóvil, como si fuera uncamino especial por el que nopagaban impuestos y que no exigíagastos de mantenimiento.

El otro lado del río era el límitedel rancho vecino, que pertenecía aLeo Bishop. Cuando Robert habíatraído a su novia a casa, un año ymedio atrás, Leo Bishop había sidoel primer vecino que conoció Devon,y su marido le había pedido quefuera especialmente cordial con él,porque durante el invierno habíaperdido a su mujer de forma tan

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inesperada como trágica. Habíahecho todo lo posible, pero todavíahabía veces en que Leo resultaba tanajeno como cualquiera de losalambres.

Devon se duchó y empezó avestirse. Hacía una semana que teníapreparada la ropa que iba a usar.Había ido hasta San Diego aencontrarse con la madre de Robert yella le había elegido el conjunto, untraje de piel de tiburón tostado, algomás claro que el pelo de Devon yalgo más oscuro que su piel doradapor el sol. Parecía como si ella y el

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traje hubieran salido juntos de latintorería, pero Devon no objetó laelección. Era un color tan adecuadocomo cualquier otro color para unamuchacha joven a quien iban adeclarar viuda en un soleado día deotoño.

Bajó por las escaleras delfondo, que iban directamente a lacocina.

Dulzura estaba junto al fuego,removiendo algo en una sartén con lamano izquierda y abanicándose conla derecha. Tenía menos de treintaaños, pero su juventud, como el

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banco en el cual estaba sentada,estaba escondida bajo innumerablespliegues de grasa.

—Estoy preparando unoshuevos revueltos para acompañar alchorizo —anunció sin volverse.

—Gracias, no voy a tomar másque zumo de naranja y café.

—Al señor Osborne leenloquecía el chorizo. Él sí teníaestómago mejicano... De todosmodos tendría que probar los huevos.Mire qué buen aspecto tienen.

Devon echó un vistazo a lahúmeda pasta amarilla herrumbrosa

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de chile en polvo y se dio la vuelta.—Muy bueno.—Pero no los quiere.—No, hoy no.—La señora Osborne no, el

perrito no, me lo voy a tener quecomer todo yo. Obalz.

Era la expresión favorita deDulzura y durante mucho tiempoDevon supuso que era alguna palabraespañola que indicaba disgusto, hastaque terminó por preguntárselo aEstivar, el capataz.

—Esa palabra no es de miidioma —había respondido Estivar.

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—Pero algo debe querer decir.Dulzura la usa todo el tiempo.

—Claro que quiere decir algo,seguro.

—Ya veo, es inglés.—Sí, señora.Dulzura era una de las supuestas

primas de Estivar. El capataz teníamontones de primos. Si hablabaninglés, decía que eran de la ramafamiliar que había en San Diego o enLos Ángeles; si no hablaban más queel español, venían de la rama deSonora o de la de Sinaloa, aunquetambién podían ser de Jalisco o de

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Chihuahua, según lo que mejor seacomodara a su fantasía, ya que no alos hechos. En épocas de muchotrabajo los primos de Estivar acudíanen enjambres al valle, como unejército de ocupación. Plantaban,cultivaban y regaban; podaban,raleaban, recogían y fumigaban;seleccionaban, envasaban yexpedían. Y de pronto desaparecíancomo si la tierra de que habíanextraído tal abundancia de productoshubiera absorbido a los mismospeones como fertilizante.

Dulzura pasó los huevos de la

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sartén a un bol.—La madre me dijo por

teléfono que era mejor que mepusiera medias. El único par quetengo es el que estoy guardando parala boda de mi hermano.

—Pero seguramente te laspuedes poner más de una vez.

—Si me hacen arrodillarcuando tenga que jurar sobre laBiblia, no.

—Nadie se arrodilla en untribunal —Devon jamás había estadoen un tribunal, pero hablaba conseguridad porque sabía que Dulzura

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estaba a la pesca de cualquier signode vacilación, mirándola con susojos oscuros y húmedos comoaceitunas maduras—. Las mujeresvan a ir con medias y los hombrescon chaqueta y corbata.

—¿Estivar y el señor Bishoptambién?

—Sí.El teléfono volvió a sonar y

Devon se dirigió al vestíbulo parahablar por el aparato del estudio.

El estudio había sido el cuartode Robert y durante mucho tiempohabía quedado, como su automóvil en

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el garaje, exactamente como él lodejó. A Devon le resultabademasiado doloroso entrar allí yhasta pasar junto a la puerta cerrada.Ahora la habitación había cambiado.Tan pronto como se había fijado lafecha de la audiencia. Devon empezóa embalar las cosas de Robert encajas de cartón, con la idea deguardarlas en el desván; las raquetasde tenis y los trofeos que habíaganado, la colección de monedas deplata, los mapas de los lugares dondequería ir y los libros que habíapensado leer.

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Devon había llorado tanamargamente cuando se embarcó enesa tarea que también Dulzura sehabía puesto a llorar y ambas sehabían lamentado juntas como un parde viejas irlandesas en un velatorio.Después, cuando Devon pudo volvera abrir sus ojos hinchados, cogió unrotulador y empezó a escribir«Ejército de Salvación» en cada unade las cajas. Cuando Estivar estaballevando la última de ellas alvestíbulo de delante llegó la madrede Robert, sin avisar, como a veceshacía.

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Devon se imaginaba que laanciana señora Osborne se iba aemocionar al ver las cajas, o por lomenos que se opondría a deshacersede ellas. En cambio, se ofreció contoda tranquilidad a entregarlaspersonalmente al Ejército deSalvación y hasta ayudó a Estivar acargar con ellas el portaequipajes yel asiento trasero de su automóvil.Era media cabeza más alta queEstivar y casi tan fuerte como él y losdos trabajaron con rapidez yeficacia, sin decir una palabra, comosi en el pasado hubieran hecho

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muchas veces, juntos, tareas comoésa. La anciana estaba sentada alvolante y dispuesta a partir cuando sedio la vuelta hacia Devon paradecirle con voz suave pero firme:«Hace tiempo que Robert queríalimpiar el estudio. Se va a alegrar deque le hayamos ahorrado el trabajo.»

Devon cerró la puerta delestudio y descolgó el teléfono.

—¿Sí?—¿Por qué no me has llamado,

Devon?—No había prisa. Todavía es

muy temprano.

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—Eso ya lo sé. He pasado lanoche mirando el reloj.

—Lamento que no haya podidodormir.

—No quería —expresó laanciana—. Estuve intentando pensarbien las cosas y decidir si está biendar este paso.

—Tenemos que hacerlo. Es loque le dijeron el señor Ford y losotros abogados.

—No tengo por qué creer lo queme dice la gente.

—El señor Ford es un experto.—En asuntos legales sí. Pero

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cuando se trata de Robert, la expertasoy yo. Y lo que vas a hacer hoy estámal. Tendrías que haberte negado afirmar esos papeles. Tal vez todavíaestemos a tiempo. Podrías llamar aFord y decirle que consiga unaplazamiento porque necesitas mástiempo para pensarlo.

—He tenido un año entero parapensarlo y nada ha cambiado.

—Hasta ahora. Pero encualquier momento puede sonar elteléfono o pueden llamar a la puertay ahí estará él, perfectamente, comonuevo. Tal vez lo secuestraron y lo

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tienen cautivo en alguna parte, al otrolado de la frontera. O puede que lehayan dado un golpe en la cabeza ytenga amnesia. O que...

Devon apartó el receptor de laoreja. No quería volver a oír ningunode los quizá que la señora Osbornehabía soñado durante largas noches yelaborado durante larguísimos días.

—¿Devon? Devon —era lo másparecido a un grito que la anciana sepermitía, salvo cuando estaba sola—. ¿Me estás escuchando?

—La audiencia está fijada parahoy y no la puedo detener y si

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pudiera lo haría.—Pero y si...—Nadie llamará a la puerta ni

telefoneará. No pasará nada.—Qué cruel es, Devon, qué

cruel es destruir así las esperanzasde alguien.

—Más cruel sería que laanimara a esperar algo que no puedesuceder.

—¿Que no puede? Es unapalabra muy fuerte. Ni siquiera Fordla usa. Todos los días hay milagros.Mira los trasplantes de órganos queestán haciendo en todo el país.

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Imagínate que a Robert le hubieranencontrado muriéndose y le hubieranpuesto su corazón a alguien. Seríamejor que nada, ¿no es cierto?, saberque su corazón está vivo. ¿No teparece?

Y la madre de Robert siguiórepitiendo las mismas cosas quehabía estado diciendo durante todo elaño, sin molestarse siquiera enprocurar que pareciesen nuevascambiando una palabra aquí, unafrase allá.

Los dos relojes de la casaempezaron a dar la hora: el reloj de

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pie que estaba en la sala de estar, yen la cocina el cucú que Dulzuratenía en la pared, encima del fogón.Dulzura sostenía que era un regalo desu marido, pero nadie creía quejamás hubiera tenido marido, nimenos uno capaz de hacerle regalos.El reloj de pie era de la ancianaseñora Osborne. En la base teníagrabadas unas palabras queacompañaban su repique:

God is with you.Doubt Him never,While the hours

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Leave forever.1

Cuando la anciana señora se fuedel rancho para permitir que Devon yRobert tuvieran la casa para ellossolos, se llevó su antiguo escritoriode madera de cerezo y el piano decaoba, el servicio de té de plata y eljuego de porcelana inglesa, pero leshabía dejado el reloj. Ya no creíaque Dios estuviera con ella, ni legustaba que le recordaran que lashoras se van para siempre.

Las siete.Los peones mejicanos salían del

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cobertizo y del antiguo edificio demadera que antes había sido establoy que ahora estaba arreglado comocomedor de los obreros. Rápida ysilenciosa, se apelotonaron en la cajadel gran camión que iría dejándolosen los campos que esperaban loscosechadores. No tenían mucho en lavida, salvo el trabajo duro y lacomida necesaria para trabajar.

A mediodía se sentaron en losbancos de madera que los hijos deEstivar habían construido junto alestanque y allí almorzaron a lasombra de los tamariscos. A las

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cinco volvían a comer tortillas yalubias en el comedor de los peonesy para las nueve y media todas lasluces del cobertizo tenían que estarapagadas. Las horas que parasiempre se van eran una buenaevasión.

Agnes Osborne seguíahablando. Desde que Devon habíadejado de escucharla hasta quevolvió a prestarle atención, laanciana se había reconciliado dealgún modo con el hecho de que laaudiencia se llevaría a cabo a la horaconvenida y empezaría a las diez de

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la mañana.—Probablemente sea mejor que

nos citemos directamente en la salade audiencias para no perdernos —dijo—. ¿Te acuerdas del número?

—Cinco.—¿Vas a ir en tu automóvil?—Leo Bishop me pidió que

fuera con él.—¿Y aceptaste?—Sí.—Será mejor que le llames y le

digas que has cambiado de idea. Noquerrás que desde hoy la genteempiece a murmurar sobre ti y Leo.

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—No tiene por qué murmurar.—Si estás demasiado nerviosa

para conducir, ve con Estivar en eljeep. Ah, y fíjate que Dulzura seponga medias, ¿quieres?

—¿Por qué? No es un proceso,ni para Dulzura ni para nosotros.

—No seas ingenua —dijoásperamente la señora Osborne—.Claro que es un proceso para todos.Es natural que Ford haya tratado dehacer todo con la mayor discreciónposible, pero hubo que citar testigosy a mucha gente se le notificólegalmente la hora y el lugar de la

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audiencia, de modo que no es unsecreto. Ni tampoco va a ser unaexcursión. Firmar unos papeles esuna cosa, pero ir a una sala deaudiencias y tener que volver a viviren público aquellos días espantososes otra. Claro que tú tienes quedecidir, ya que eres la mujer deRobert.

—No soy la mujer de Robert —concluyó Devon—. Soy su viuda.

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2 Los dos automóviles avanzaban

lentamente por el camino de tierra,levantando polvo detrás de elloscomo si hicieran señales de humo.

Abría la marcha el jeep queconducía Estivar. El capataz teníacasi cincuenta años, pero todavíatenía el pelo oscuro y abundante ydesde cierta distancia su cuerpo ágily delgado parecía el de un muchacho.Para esa ocasión se había puesto eltraje de gabardina azul, el único que

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tenía y que reservaba para losbanquetes anuales de la Asociaciónde Agricultores y para cuando teníaque presentarse ante las autoridadesde inmigración porque la policía dela frontera había detenido a algunode sus hombres por haber entradoilegalmente al país.

El traje azul con el que tratabade parecer respetable y hasta quizáirreprochable, no hacía otra cosa quesubrayar su incomodidad y ladesconfianza que le inspiraba esteúltimo giro de los acontecimientos.Si es que había que reconocer

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oficialmente la muerte de RobertOsborne, no habría que hacerlo en eltribunal sino en la iglesia, conplegarias y letanías llenas depalabras largas y tristes, entonadaspor sacerdotes de rostro sombrío.

Estivar había traído a su mujer,Ysobel, para que le sirviera deapoyo moral; además, porque sehabía negado a quedarse sola encasa. Era una mestiza, aindiada, derojos pómulos bronceados y salientese inexpresivos ojos negros queparecían ciegos y a los cuales no seles escapaba nada. Llevaba el cuello

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rígido y el cuerpo erguido,resistiéndose a dejarse ganar por elmovimiento del jeep.

En el asiento trasero, detrás deYsobel, Dulzura se había sentado delado y con las piernas extendidashacia delante para que las medias nose le estropearan en las rodillas.Llevaba un vestido sensacional, concaballitos que galopaban por eldobladillo y los bolsillos. Se lohabía comprado para pasar un fin desemana en las carreras, en AguaCaliente, pero el hombre que lepropuso el paseo no había aparecido.

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Dulzura únicamente se amargaba porsu desaparición cuando se acordadadel dinero que podría haber ganado.

—Quinientos pesos, tal vez —se lamentó en voz alta sin dirigirse anadie en particular—. Son comocuarenta dólares.

Junto a Dulzura estaba sentadoLum Wing, el viejo chino quecocinaba para los peones. Nunca semezclaba entre ellos; se limitaba allegar cuando ellos llegaban,llevando una bolsa con su ropa y unestuche de madera cerrado concandado, en el cual guardaba su

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colección de cuchillos, la piedra deafilar y un juego de ajedrez; y cuandolos hombres se iban él partía, perono con ellos, ni siquiera en la mismadirección si podía evitarlo.

Lum Wing chupaba una pipa sinencender, sin saber exactamente quéera lo que se esperaba de él. Unhombre uniformado le habíaentregado un trozo de papel y lehabía dicho que era mejor que sepresentara, por las buenas o por lasmalas. El chino tenía la premonición,basada en algunos hechos que en suopinión nadie conocía, de que

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terminaría en la cárcel. Y cuando unbuen cocinero iba a dar en la cárcel,según le había enseñado laexperiencia, nadie se daba muchaprisa en ponerlo en libertad. Elnerviosismo le había hecho tragaraire durante toda la mañana y de vezen cuando el exceso se le escapabaen un largo eructo.

—Dile que deje de hacer esosruidos repugnantes —le dijo Ysobela su marido en español.

—No lo puede evitar.—¿No te parece que está

enfermo?

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—No.—Me parece que está más

amarillo que la última vez que le vi.A lo mejor es contagioso. Me pareceque yo tampoco me siento muy bien.

—Ni yo tampoco —intervinoDulzura—. Creo que tendríamos queparar en alguna parte de Boca delRío para tomar algo que nos calmelos nervios.

—Ya sabes lo que quiere decircon algo. Café no, seguro. Y qué bienquedaríamos entrando en la sala deaudiencias con ella a rastras,borracha.

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Estivar frenó bruscamente eljeep y les ordenó que se callaran. Elviaje continuó durante algún tiempoen silencio. Pasaron por losbosquecillos de limoneros con sudulce aroma de azahar, por loscampos de rastrojo donde ya habíancortado la alfalfa y por el campo decalabazas ya maduras que habíacultivado Jaime, el hijo de Estivar,para llevarlas a Boca del Río y hacerlinternas en la víspera de Todos losSantos o preparar pasteles para eldía de Acción de Gracias.

Jaime tenía catorce años e iba

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tirado boca abajo en la parte de atrásd e l jeep, mordiéndose la uña delpulgar derecho y pensando si loschicos en la escuela sabrían dóndeestaba y qué tenía que hacer. A lomejor ya estaban exagerando lascosas y pensando algún disparate,como que era amigo de la policía.Esas eran las cosas que podíanhundir a un tipo durante el resto de suvida.

Y todo había sido por lascalabazas. Durante la última mañanade octubre había entregado algunasen la escuela, para la feria, y las

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demás las había llevado a unalmacén de Boca del Río. El sábadosiguiente Jaime había recibido ordende su padre de que tomara uno de lostractores pequeños para arar yenterrar el rastrojo de las calabazas.La máquina desenterró el cuchillomariposa en el ángulo sudeste delcampo, un elegante cuchillo condoble mango que se abría como unpar de alas y se doblaba hacia atrásla hoja en medio. Uno de los amigosde Jaime tenía un cuchillo mariposa.Si uno practicaba mucho en sutiempo libre, podía llegar a poner la

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hoja en posición de ataque casi tanrápidamente como con una navaja deresorte, que era ilegal.

Jaime estaba encantado con suhallazgo, hasta que observó lacostura oscura que había alrededorde las bisagras. Entonces dejócuidadosamente el cuchillo en elsuelo, se limpió las manos en losvaqueros y fue a contárselo a supadre.

Al sur de Boca del Río elcamino se encontraba con lacarretera principal que iba de San

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Diego a Tijuana. Las dos ciudades,tan diferentes por su aspecto, subullicio y su atmósfera, estabanvinculadas por la geografía y laeconomía, como dos hermanastras deformación totalmente distintas que seven obligadas a convivir bajo elmismo techo.

En cuestión de minutos Estivar ye l jeep se perdieron en medio deldenso tráfico. Leo Bishop conducíapor el carril de tránsito lento, con lasdos manos firmemente aferradas alvolante que parecía como si losnudillos fueran a salírsele de la piel.

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Era un hombre alto y delgado querondaba la cuarentena y tenía un airede perplejidad y derrota, como sitodas las normas que habíaaprendido en la vida estuvierancambiando una por una.

Si la juventud de Dulzura estabaencubierta por la grasa, años de sol yviento exageraban la edad de Leo. Supelo rojo, descolorido, tenía el colorde la arena y el rostro estabamarcado en los pómulos y en la narizpor las cicatrices de repetidasquemaduras. Tenía ojos de colorverde claro que protegía del sol

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entrecerrándolos, de modo quecuando estaba a la sombra y susmúsculos faciales se relajaban,aparecían en torno de los ojos finaslíneas blancas que se formabandonde no habían llegado los rayosultravioletas. Esas líneas le dabanuna curiosa intensidad de expresiónque hacía que algunos de losmejicanos hablaran furtivamente demal de ojo y de azar o mala suerte.

Desde que su mujer se ahogó enel río las habladurías aumentaron;tuvo problemas con los peones, se lerompió la maquinaria, la helada le

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quemó los pomelos y dañó losdatileros... y todo era mal de ojo odemonios de la muerte. Bishopsospechaba que Estivar cultivaba losrumores, pero nunca le habló de sussospechas a Devon. A ella lecostaría creer que los demonios y elmal de ojo seguían siendo parte delmundo de Estivar.

—Devon.—¿Sí?—Pronto se terminará.Se movió, incrédula.—¿Qué hora es? —preguntó.—Las nueve y diez.

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—Pero Ford dijo que hoy nopodríamos acabar. Aunque interroguea todos los testigos habrá un plazomientras el juez estudia las pruebas.Puede que no anuncie su decisióndurante una semana, según el trabajoque tenga.

—Por lo menos su parte habráterminado.

Devon no estaba segura de cuáliba a ser su parte. Su abogado lehabía dado instrucciones de que nose limitara a responder las preguntas,sino que diera voluntariamente másinformación cuando sintiera

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necesidad de hacerlo; que hablara delas cosas personales, hogareñas, quepodían ayudar a mostrar a Robert talcomo realmente era. «Queremoshacerle revivir», había dicho Ford,sin disculparse por la desdichadaelección de la frase, como siestuviera poniendo a prueba lacompostura de Devon para ver si lamantendría en el tribunal.

El camino doblaba hacia eloeste, rumbo a la bahía de SanDiego. En el agua se veían velerosque se movían lentamente comograndes mariposas que se hubieran

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posado para beber. En el borde de labahía, una delgada franja de playa,mojada por la marea que retrocedía yplateada por el sol, mantenía a rayael mar abierto.

—Es mejor que me deje amedia manzana de la sala deaudiencias —pidió Devon—. Laseñora Osborne cree que no debenvernos juntos.

—¿Por qué?—La gente podría hablar.—¿Y eso qué importa?—A ella le importa.Durante un tiempo siguieron sin

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hablar. En la bahía desaparecieronlos veleros y aparecieron buques dela armada, las mariposas blancascedieron el paso a los grisescascarones de acero con antenas deaspecto feroz y fantasmagóricassuperestructuras.

—Cuando esto se acabe —observó Leo— no tendrá quepreocuparse tanto por las opinionesde Agnes Osborne. No será más quesu ex suegra. Mañana o pasado, o lasemana próxima, será libre.

—¿Y qué es ser libre, Leo?—Tomar decisiones.

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Para Devon había sido un añosin decisiones; las decisiones lashabían tomado los demás. Ella habíapagado las cuentas que Estivar ledecía que pagara, había firmado lospapeles que Ford, su abogado, leponía delante, había respondido a laspreguntas del policía Valenzuela ycomido lo que cocinaba Dulzura yusado la ropa que sugería AgnesOsborne.

Pronto el año habría terminado,oficialmente, y las decisiones seríansuyas. Ya no habría trajes de piel detiburón tostada, ni chorizo con

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huevos revueltos sepultados por elchile en polvo; Valenzuela nisiquiera seguía estando en la policíay después de que el juez diera suveredicto Devon no tendría razonespara ver a Ford. Podría vender elrancho y entonces también Estivar seconvertiría en parte del pasado.

Ysobel se inclinó hacia adelantepara observar el cuentakilómetros.

—Así que estamos en unacarretera —comentó con una vozdensa de ironía—. No sabía que lacarretera fuese una pista.

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—El límite de velocidad esciento cinco —respondió Estivar— yyo tengo que adaptarme al tráfico.

—Parece que vamos a algunafiesta por la prisa que tienes enllegar. El señor Bishop es mássensato. Está a kilómetros detrás denosotros ¿y por qué no? Bien sabeque no hay ningún premio que leespere a la llegada.

—En eso tal vez te equivocas—respondió con una risita ásperaEstivar, que había estado toda lamañana de ánimo huraño.

—Cállate. A ver si alguien te

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oye y empieza a sumar dos y dos soncuatro.

Ysobel no se preocupaba porJaime, que la mayor parte del tiempoparecía sordo como una tapia, ni porLum Wing cuyo español, hasta dondeella sabía, se limitaba a algunasobscenidades y unas pocas yesporádicas expresiones de cortesíacomo «buenos días».

—Tendrías que tener cuidadocon la lengua cuando Dulzura estápresente —agregó Ysobel—. Eschismosa de nacimiento.

Dulzura abrió la boca con

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exagerado asombro. No era ciertoque fuera chismosa, ni de nacimientoni de ningún otro modo. No le decíanada a nadie, principalmente porqueen ese maldito lugar dejado de lamano de Dios no había a quiéndecirle nada, salvo a la gente que yalo sabía. Dulzura estaba pensandocuál sería el premio que esperaba alseñor Bishop y qué valor tendría y sisería cosa de preguntárselo a laseñora Osborne.

—La señora joven —prosiguióYsobel en voz baja—. ¿A ella terefieres con lo del premio?

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—¿Y a qué si no?—Jamás se casaría con él. Es

demasiado viejo.—Pues no están haciendo cola a

su puerta.—Todavía no, porque

legalmente es una mujer casada y lagente educada es muy rara para esascosas. Pero espera a ver si despuésde hoy no hay bastantes hombres, yhombres jóvenes también. Sinembargo, no se quedará con ninguno.Venderá el rancho para volverse a laciudad.

—¿Cómo lo sabes?

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—Lo soñé anoche. En colores.Y cuando fui a la adivina de Bocadel Río me dijo que prestara muchaatención a los sueños en coloresporque, buenos o malos, siempre secumplen... ¿Tú no sueñas en colores,Estivar?

—No.—Bueno, no importa. La cosa

es así: la señora joven va a vender elrancho y se va a volver al sitio dedonde vino.

—¿Y qué va a pasar conmigo?—El nuevo patrón estará

encantado de tener un capataz con

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veinticinco años de experiencia,naturalmente.

—Eso del nuevo propietario,¿también estaba en el sueño?

—No, pero a lo mejor no mefijé bastante. Esta noche voy a mirarbien a ver si anda por ahí en algúnrincón.

—Si se parece a Bishop —dijoásperamente Estivar— despiértaterápido.

—Bishop no tiene con quécomprar el rancho.

—Pero puede casarse con él.—No, no, no. La señora está

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harta de este lugar y se volverá a laciudad, como en mi sueño. La vicaminar entre enormes edificiosgrises, con un vestido color púrpuray flores en el pelo.

El mal humor se agravó despuésde la conversación con su mujer. Lasiguiente vez que Lum Wing eructó ledijo a gritos que dejara de hacer esosmalditos ruidos o que se bajara y sefuera a pie.

Lum Wing habría preferidobajar e ir a pie, pero el jeep no sedetuvo para que pudiera hacerlo yademás estaba ese ominoso papelito

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en el bolsillo de su camisa, mejorque se presente por la buenas o porlas malas... Bien sabía el viejo queno era el dueño de su destino.Cuando había otra gente cerca, eranellos los que decidían lo que teníaque hacer. Únicamente cuando estabasolo tenía posibilidad de elegir:entre hacer solitarios o jugar alajedrez, entre ponerle lima o limón ala ginebra o no tener ginebra ycomerse una docena de semillas deginseng. Para preservar su intimidady sus posibilidades de elección, elchino se había reservado un rincón

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del edificio que se usaba comocomedor del personal en la época enque había peones. Entre el fogón y elarmario había colgado una mantadoble, que había cogido de uno delos cobertizos, y cuando su jornadade trabajo terminaba, se retiraba a surincón a jugar al ajedrez conoponentes imaginarios, todos muyastutos y despiadados, aunque nuncatanto como el propio Lum Wing.

En una mitad del fogón se usababutano como combustible y en la otramitad, madera o carbón mineral.Incluso en las noches cálidas Lum

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Wing mantenía un pequeño fuegoencendido con restos de madera oramitas podadas de los árboles oarrancadas por las tormentas. Legustaba el ruido impersonal peroactivo de la madera al quemarse,porque le ayudaba a cubrir otrosruidos que salían de la oscuridad, alotro lado de su precaria pared;susurros, gruñidos, retazos deconversación, risas.

Lum Wing procuraba ignoraresos ruidos vulgares de la gentevulgar y fijar la atención en elsilencio marfileño de reyes, damas y

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alfiles. Pero a veces, muy a su pesar,reconocía alguna voz en las tinieblasy cuando eso sucedía se fabricabadiminutos tapones de papel y se losmetía lo más adentro posible en losoídos. Sabía que la curiosidad habíamatado más gente que gatos.

Volvió a tragar más aire y aregurgitarlo.

—...probablemente sea elhígado —decía Ysobel—. Me handicho que hay enfermedadescontagiosas del hígado —sacó unpañuelo del bolso y se lo apretócontra la nariz y la boca, diciendo

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con voz ahogada—: ¡Jaime! ¿Meoyes, Jaime? Contéstale a tu madre.

—Contéstale a tu madre, Jaime—le dijo bondadosamente Dulzura—. Eh, despiértate.

Los párpados de Jaime seestremecieron levemente.

—Estoy despierto.—Bueno, contéstale a tu madre.—Le estoy contestando. ¿Qué

quiere?—No sé.—Pregúntale.—Quiere saber qué es lo que

quieres —transmitió Dulzura

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inclinándose hacia el asiento dedelante.

—Dile que no deje que estechino le eche el aliento en la cara.

—Dice que no dejes que elchino te eche el aliento en la cara.

—No me lo está echando en lacara.

—Bueno, si lo hace no le dejes.Jaime volvió a cerrar los ojos.

La vieja se estaba volviendo cadadía más chiflada. Él, personalmente,esperaba tener la suerte del señorOsborne y morirse antes de hacerseviejo.

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En las escalinatas del tribunal

había palomas que se arreglaban lasplumas al sol y se paseaban de unlado a otro con el aire deimportancia de guardiasuniformados. Junto a una de lascolumnatas, Devon vio a su abogado,Franklin Ford, rodeado de mediadocena de hombres. Él la vio, leechó una rápida mirada deadvertencia y se dio la vuelta otravez. Al pasar, Devon le oyó hablarcon su voz pausada y suave,pronunciando cuidadosamente cada

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sílaba como si se dirigiera a ungrupo de extranjeros o de idiotas.

—...recordad que en este casono hay litigio. Por ejemplo, no hayoposición de ninguna compañía deseguros que tenga que pagar unapóliza grande por la vida de RobertOsborne, ni hay parientes que noestén satisfechos con lo dispuestorespecto a las propiedades del señorOsborne. La suma del seguro esdesdeñable, ya que no consiste másque en una pequeña póliza quehicieron sus padres cuando él erapequeño. Los términos de su

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testamento están claramenteenunciados y no han sido recusados;y de sus deudos, su esposa solicitóesta audiencia al tribunal y su madreestá de acuerdo. De modo quenuestro propósito en la audiencia dehoy es establecer el hecho de lamuerte de Robert Osborne ydemostrar en la forma másconcluyente que sea posible cómo,por qué, cuando y dónde se produjo.Nadie ha sido acusado, nadie estásometido a proceso.

Mientras Devon entraba en eledificio, se preguntaba quién estaba

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más cerca de la verdad, si Ford alafirmar que nadie estaba sometido aproceso o Agnes Osborne al decir:«Claro que es un proceso, para todosnosotros.»

La puerta de la sala deaudiencias número cinco estabaabierta y los bancos destinados a losespectadores se encontraban casillenos. Hacia el lado derecho, cercade las ventanas, sola, estaba sentadaAgnes Osborne. Llevaba unsombrero azul posado como unpájaro sobre sus cuidados rizosrubios y un vestido tejido del mismo

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tono gris oscuro de sus ojos. Sinotaba que estaba en un proceso, lodisimulaba muy bien. Su rostro nomostraba expresión alguna, salvo unángulo de la boca que tenía unasemisonrisa estereotipada, como siestuviera algo divertida, aunque conun leve matiz desdeñoso, por lasituación y la compañía en que seencontraba. Era el rostro quemostraba en público. El otro erainseguro, trastornado, muchas vecesmojado de lágrimas y manchado decólera.

La anciana vio cómo Devon se

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acercaba por el pasillo y pensó quéincongruente parecía aquel lugar deviolencia y muerte. Devon todavíadebería andar por los salones dealgún colegio en compañía de otraslindas ratoncitas como ella y demuchachos serios y granujientos.Tengo que ser más buena con ella,tengo que esforzarme más por serlo.Si está aquí es por mi culpa.

La señora Osborne habíapensado que si conseguía apartar aRobert del rancho durante un par demeses, el escándalo provocado porla muerte de Ruth Bishop se

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desvanecería. Había sido un error.Su ausencia no había servido másque para intensificar las habladurías,y al volver, Robert había traídoconsigo a Devon, su esposa. Agnesse había sentido afrentada y herida.Claro que quería que alguna vez suhijo se casara, pero no a losveintitrés años, ni con esa extrañacriatura que venía de otra parte delmundo. «¿Robert, por qué? ¿Por quélo hiciste?» «¿Y por qué no? Lamuchacha me quiere y piensa que soyun gran tipo. ¡Qué te parece!»

Devon se inclinó y las dos

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mujeres se rozaron levemente lasmejillas. Había cierto aire de cosadefinitiva en el frío abrazo, como siambas supieran que sería uno de losúltimos.

En el fondo de la sala deaudiencias, sentado entre su padre yDulzura, Jaime era como un pacienteque vuelve de la anestesia y descubreque todavía puede mover todas suspartes móviles. Hizo un par deejercicios isométricos secretos, sedespejó la garganta, tarareó algunoscompases de un anuncio de televisión

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—«Cállate», le dijo Estivar—, semetió otro pedazo de chicle en laboca, se subió los calcetines, hizocrujir los nudillos —«¡Termina deuna vez!»—, se rascó la oreja, sefrotó la mandíbula, se pasó un peinegrasiento por el pelo. —«Por Dios,¿quieres estarte quieto de una vez?»

Jaime cruzó los brazos sobre elpecho y se quedó quieto, salvocuando movía rítmicamente un piehasta tocar el banco que estabadelante de él y hacía rechinar casiimperceptiblemente los dientes. Laescena no era lo que había esperado.

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Había pensado que todo estaría llenode policías pero en la sala deaudiencias no se veía más que uno,un tipo de unos treinta y cinco añosque estaba bebiendo en elrefrigerador de agua.

El asiento del juez y el sitio deljurado estaban vacíos. Entre ellos,puesto sobre un caballete, había ungran dibujo. Ni siquiera reduciendolos ojos a meras rayitas y usandotoda su capacidad de concentración,Jaime pudo darse cuenta de qué erael dibujo. Tal vez había quedado ahídel día anterior o de la semana

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pasada y no tenía nada que ver con elseñor Osborne. Pese al aire detranquilidad que Jaime exhibía antesus amigos y a la pose soñolienta queasumía dentro del círculo familiar,seguía teniendo la despiertacuriosidad de un chico.

—Eh, muévete, que no puedosalir —le susurró a Dulzura.

—¿Dónde vas?—Fuera.—Pasa.—No puedo. Estás muy gorda.—Eres un mocoso con la lengua

muy larga —observó Dulzura y,

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levantándose penosamente, salió alpasillo.

Con aire casual y las manos enlos bolsillos, Jaime fue hacia la partede delante de la sala de audiencias yse sentó en la primera hilera debancos. El policía ya no estababebiendo y le miraba como sisospechara que Jaime pudiera haceralguna travesura. El muchacho tratóde tener el aspecto de un chico capazde hacer cualquier travesura si ledaba la gana, pero que en esemomento no estaba para esas cosas.

El dibujo que había en el

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caballete era un mapa. Lo que desdeel fondo de la sala le había parecidoun camino era el lecho del río quemarcaba los límites del rancho aleste y al sudeste. Los triangulitoseran árboles que indicaban el huertode limoneros al oeste, el bosquecillode aguacates en el noroeste y al nortelas hileras de palmeras datileras acuya sombra crecían los pomelos. Elcírculo mostraba la situación delestanque, y los rectángulos, cada unode los cuales tenía una letra, eran losedificios: la vivienda del rancho, elcomedor de los peones, el cobertizo

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dormitorio y los depósitos, el garajepara la maquinaria y al otro lado delgaraje la casa donde vivía Jaime consu familia.

—¿Busca algo, amigo? —preguntó el policía.

—No. Quiero decir, no, señor.Estaba mirando el mapa nada más.Representa el lugar en que vivo. Ahídonde está la C, ésa es mi casa.

—Nada de bromas.—Soy testigo en el caso.—No me digas.—Conducía el tractor cuando de

repente miré al suelo y ahí estaba

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tirado el cuchillo ese.—Bueno, bueno. Será mejor que

vuelvas a tu asiento. Ya va a venir eljuez y le gusta ver todo en orden.

—¿No quiere saber como era elcuchillo?

—Puedo esperar. De cualquiermodo tengo que estar presente todoel tiempo, porque soy el ujier.

El empleado del tribunal, unhombre joven que llevaba gafas yvestía un traje de sarga azul, selevantó para hacer el primero de suscuatro anuncios diarios:

—El Tribunal Superior del

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Estado de California en y por elCondado de San Diego está reunido.Preside el juez Porter Gallagher.Tomen asiento, por favor.

El empleado ocupó su lugar enla mesa que compartía con el ujier.Las audiencias de validacióntestamentaria eran, por lo común, losprocedimientos judiciales másaburridos, pero ésta prometía serdiferente. Antes de guardarla en elarchivo, el empleado releyó parte dela presentación.

En el asunto de las propiedades

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de Robert Kirkpatrick Osborne,fallecido, Devon Suellen Osborneexpone respetuosamente:

Que es la esposa supérstite deRobert Osborne.

Que la supradicha estáinformada y cree y por talinformación y creencia alega queRobert Osborne está muerto. No seconoce el momento preciso de sumuerte, pero la supradicha cree y porlo tanto alega que Robert Osbornemurió el decimotercer día de octubrede 1967. Los hechos sobre cuya basese presume la muerte de Robert

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Osborne son los siguientes:La supradicha y su esposo,

Robert Osborne, convivieron comomarido y mujer durante seis mesesaproximadamente. La noche del 13de octubre, después de cenar con sumujer, Robert Osborne salió de lacasa del rancho en busca de su perroque se había escapado en el curso dela tarde. Cuando vio que Robert nohabía vuelto a las nueve y media, suesposa despertó al capataz delrancho y se organizó la búsqueda.Fue la primera de muchas que serealizaron durante un período de

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muchos meses y abarcando unasuperficie de cientos de hectáreas. Sehan reunido pruebas que demuestranmás allá de toda duda razonable queentre las ocho y media y las nueve ymedia de la noche del 13 de octubrede 1967 Robert Osborne encontró lamuerte a manos de dos o máspersonas...

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3 El juez Gallagher se tiró con

impaciencia del cuello de la negratoga. Aunque hacía quince años queocupaba su sitial, todavía le asustabael momento en que tenía que entrar ala sala de audiencias y la genteelevaba la vista hacia él como siesperaran que la toga le invistiera decualidades mágicas, como la capa deBatman. En ocasiones, cuando seencontraba con una miradaespecialmente ansiosa, tenía ganas de

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detenerse a explicar que la toga noera más que un trozo de tela quecubría un traje común de calle, unacamisa de las que no se planchan yun hombre como todos, que no sepodía hacer milagros por más faltaque hicieran.

Gallagher echó una mirada porla sala y observó con sorpresa quelos únicos asientos vacíos eran losdel recinto del jurado. Hasta dondesabía, la audiencia no había recibidomás publicidad que los anuncioslegales de los periódicos. Tal vez elpúblico de los anuncios legales era

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mayor de lo que se imaginaba. Peroera más probable que parte de lagente fueran visitantes casuales queno tenían verdadero interés en elcaso: la señora que había salido decompras y quería descanar los piesentre dos visitas, el infante de marinaque parecía estar saliendo de unaborrachera; un grupito de alumnas debachillerato con cuadernos ycarpetas; una muchacha adolescentedelgada como un junco, que tenía enbrazos un bebé dormido y llevabapeluca rubia y unas gafas de sol tangrandes como platos de té.

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Algunos espectadores eranasistentes habituales a la sala deaudiencias; iban allí porque lesresultaba emocionante y porque notenían otro lugar donde ir. Unaalemana de mediana edad hacíapunto con rapidez y ecuanimidad a lolargo de procesos por desfalco,divorcios, robos a mano armada yviolaciones. Un par de ancianosjubilados, uno de ellos con muletas yel otro apoyado en un bastón blanco,aparecían aunque cayera piedra parapresenciar los casos más aburridos.Llevaban bocadillos en los bolsillos

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y a mediodía se los comían en lasescalinatas y les daban las migas alas palomas. A Gallagher, que losveía desde las ventanas de sudespacho, le parecía una excelentemanera de pasar el mediodía.

Aunque no hubiera tenido tantosaños de práctica, a Gallagher lehabría resultado fácil distinguir a lagente que tenía estrecha vinculaciónen el caso: la mujer y la madre deOsborne, que trataban de teneraspecto fresco y tranquilo en lacalurosa mañana; algunos rancheroscon la piel que parecía de cuero y

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que se sentían incómodos y fuera delugar con ropas de ciudad; el expolicía Valenzuela, casiirreconocible con un llamativo trajea rayas y corbata anaranjada; ysentado en la mesa de los letrados, elabogado de la señora Osborne, Ford,un hombre de palabra lenta ymaneras suaves pero con un genioferoz que le había costado cientos dedólares en multas por desacato.

—¿Está listo, señor Ford?—Sí, Señoría.—Proceda, entonces.—Este es un procedimiento

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para establecer la muerte de RobertKirkpatrick Osborne. En apoyo delos alegatos contenidos en lapresentación de Devon SuellenOsborne me propongo exponer unaconsiderable cantidad de pruebas.Solicito la indulgencia del tribunalrespecto de la manera de presentarlas pruebas.

»Señoría, el cuerpo de RobertOsborne no ha sido encontrado. Parala ley californiana, la muerte es unapresunción irrefutable después deuna ausencia de siete años. Lapresunción de muerte antes de que

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haya transcurrido ese período desiete años requiere primero lapresentación de pruebascircunstanciadas, es decir, que debehaber pruebas suficientes a partir delas cuales pueda llegarserazonablemente a la conclusión deque la muerte se ha producido; y ensegundo lugar exige que la ausenciapor cualquier otra causa que lamuerte sea incongruente con lanaturaleza del ausente.

»Lo que sigue es una cita delcaso del Pueblo contra L. EwinScott: Cualquier prueba, hechos o

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circunstancias concernientes alpretendido difunto, referentes alcarácter, larga ausencia sincomunicación con amigos oparientes, hábitos, condición,afectos, vinculaciones, prosperidad yobjetos de la vida que habitualmentecontrolan la conducta de una personay son motivo de las acciones dedicha persona, y la falta de cualquierprueba que muestre el motivo o causadel abandono del hogar, la familia olos amigos, o la riqueza por parte delpretendido difunto, son pruebacompetente de la cual puede inferirse

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la muerte del ausente de quien no setienen noticias, sea cual fuere laduración o brevedad de tal ausencia.Fin de la cita.

»Nos proponemos demostrar.Señoría, que Robert Osborne era unjoven de veinticuatro años, biendotado mental y físicamente, que sumatrimonio era feliz y que erapropietario de un próspero rancho;que su relación con familia, amigos yvecinos era buena y que disfrutaba dela vida y tenía la vista puesta en elfuturo.

»Si pudiéramos seguir a un

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hombre durante un día cualquiera desu vida llegaríamos a saber muchosobre él, su carácter, su estado desalud, sus finanzas, intereses,aficiones, proyectos y ambiciones.No se me ocurre mejor manera depresentarles un fiel retrato de RobertOsborne que reconstruir, en la formamás completa que me sea posible, suúltimo día. Ruego a Su Señoría quetenga paciencia conmigo si solicito alos testigos detalles que puedanparecer impertinentes y opiniones,suposiciones y conclusiones queserían inadmisibles como prueba en

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un caso de litigio.»El último día fue el 13 de

octubre de 1967. Comenzó en elrancho Yerba Buena, donde RobertOsborne nació y vivió la mayor partede su vida. El tiempo era caluroso,como había sucedido desdecomienzos de la primavera, y el ríoestaba seco. Estaban recogiendo unacosecha tardía de tomates yembalándolos para despacharlos yestaba ya programada la recolecciónde dátiles. El rancho era un lugaractivo y Robert Osborne un hombreactivo.

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»El 13 de octubre se despertó,como de costumbre, antes de queamaneciera y empezó a prepararsepara el día. Mientras se duchaba, suesposa, Devon, también se despertó,pero se quedó en la cama, ya queestaba en los primeros meses de unembarazo difícil y tenía orden delmédico de hacer tanto reposo comole fuera posible... Quisierapresentarles a mi primer testigo,Devon Suellen Osborne.

La sala de audiencias seestremeció, comentó, susurró,cambió de postura y de pronto todo

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volvió a sosegarse, cuando Devon seadelantó hacia el estrado. «¿Jurausted...?» Devon juró con vozinexpresiva, levantando sin vacilar lamano derecha. A Ford le costabarecordar a la muchacha llorosa ydesesperada de un año atrás.

—¿Quiere darme su nombrepara que conste, por favor?

—Devon Suellen Osborne.—¿Dónde vive?—Rancho Yerba Buena,

Carretera Rural número 2.—En el caballete hay un mapa.

¿Lo ha visto antes?

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—Sí, en su oficina.—¿Tuvo oportunidad de

examinarlo?—Sí.—¿Es la auténtica reproducción

de parte de la propiedad conocidacomo Rancho Yerba Buena?

—En mi opinión, sí.—¿Es usted propietaria de parte

del Rancho Yerba Buena, señoraOsborne?

—No. Se escrituró a nombre demi marido cuando cumplió losveintiún años.

—¿Cómo se llevaron los

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asuntos del rancho durante la primeraparte de la ausencia de señorOsborne?

—No se hizo nada. Seamontonaban las cuentas, los chequesno se podían cobrar, las comprasestaban paralizadas. Fue entoncescuando busqué su ayuda.

—Señoría —relató Fordvolviéndose hacia el juez Gallagher—, le aconsejé a la señora Osborneque esperara a que hubierantranscurrido noventa días desde lafecha en que habían visto por últimavez a su marido y entonces solicitara

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al Tribunal que la designaran albaceade la propiedad del ausente. Ladesignación fue concedida, y a partirde entonces la señora Osborneinformó periódicamente al Tribunal,por intermedio de mi oficina, de loscobros, desembolsos y todomovimiento financiero.

—Su situación actual, señoraOsborne, ¿es la de albacea de lapropiedad? —interrogó el juezGallagher.

—Sí, Señoría.—Prosiga, señor Ford.Ford se dirigió al mapa y señaló

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el pequeño rectángulo que llevaba laletra O.

—¿Esta es la vivienda delrancho, señora?

—Sí.—¿Fue allí donde vio usted por

última vez a su marido antes delamanecer del 13 de octubre del añopasado?

—Sí.—¿Tuvieron ustedes alguna

conversación en ese momento?—Nada que tuviera

importancia.—En la reconstrucción del

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último día de un hombre, es difícildecidir qué es lo más importante.Díganos las cosas que recuerde,señora Osborne.

—Todavía estaba oscuro. Medesperté cuando Robert volvió deducharse y encendió la lámpara delescritorio. Me preguntó cómo meencontraba, y le dije que muy bien.Mientras se vestía hablamos dedistintas cosas.

—¿Hubo algo fuera de lo comúnen la forma en que se vistió esamañana?

—Se puso pantalones y

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chaqueta de sport en vez de ropa detrabajo, porque iba a ir a la ciudad.

—¿Aquí, a San Diego?—Sí.—¿Quiere describirnos la ropa

que se puso, señora Osborne?—Era un pantalón ligero de

gabardina gris y una chaqueta dedacron con dibujo escocés en gris ynegro.

—¿Y por qué venía a SanDiego?

—Por varias razones. Por lamañana tenía que ir al dentista,después iba a pasar a ver a su madre,

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y más tarde tenía que recoger unaraqueta de tenis que había encargado,una de esas nuevas de acero. Lerecordé que era el cumpleaños deDulzura, nuestra cocinera, y quetendría que comprarle un regalo.

—¿Y en realidad hizo todasesas cosas?

—Sí, salvo el regalo, que loolvidó.

—¿No tenía también una citapara comer?

—Sí.—¿Sabe usted sobre qué iban a

tratar?

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—Sobre los problemas de lamano de obra eventual en laagricultura californiana.

—¿Asistió a ella?—Sí. Robert tenía la idea de

que el problema había que resolverloen su origen, en la cosecha misma.Pensaba que si se podían regular lascosechas con medios químicos, conhormonas por ejemplo, tal vez se laspodría convertir en un trabajoestable, de todo el año, quepermitiera dar ocupación permanenteal personal agrícola y terminar con lamano de obra eventual.

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—Muy bien, señora Osborne,¿qué hizo su marido esa mañanadespués de vestirse?

—Se despidió de mí y me dijoque estaría de vuelta en casa paracenar alrededor de las siete y media.También me pidió que vigilara a suspaniel Maxie, que se habíaescapado la noche anterior. Yo creíaque Maxie debía de haber olidoalguna perra en celo y se había idotras ella, pero Robert sospechabaque podía ser algo más siniestro.

—¿Por ejemplo?—No lo dijo. Pero a Maxie

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nunca le dejaba acercarse alcobertizo, ni al comedor de lospeones, y por la noche dormía dentrode casa.

—¿Lo hacían para proteger alperro o para protegerse ustedes?

—Las dos cosas. En ciertasépocas del año había bastantesextraños por el rancho. Maxie eranuestro perro guardián y nosotros...bueno, me figuro que se podría decirque éramos su «gente guardiana».

La desacostumbrada expresiónprovocó algunas risas, que sedifundieron por la sala y resonaron

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levemente en las paredes.—¿Así que el perro no era

amigo de ninguno de los peones delrancho? —interrogó Ford.

—No.—Si alguien hubiera atacado a

su marido, ¿cree usted que el perro lehabría defendido?

—Estoy segura.Ford se sentó a la mesa de los

letrados y extendió las manos delantede sí, con las palmas hacia arribacomo si intentara leer en ellas tantoel pasado como el futuro.

—¿Cuándo y dónde se casaron

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usted y Robert Osborne? —prosiguió.

—El 24 de abril de 1967, enManhattan.

—¿Qué edad tenía entonces elseñor Osborne?

—Veintitrés años.—¿Hacía mucho que le conocía

usted?—Dos semanas.—Si estaba usted dispuesta a

casarse con él después de unarelación tan breve, debo suponer quele había hecho una impresión muygrande.

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—Sí.Una impresión muy grande.Se habían encontrado un sábado

por la tarde en un concierto de laFilarmónica. Devon había llegadodurante el primer número delprograma y sé había deslizado en suasiento, silenciosamente y con airede disculpa. Cuando sus ojos seacostumbraron a la oscuridad se diocuenta de que el asiento de suizquierda estaba ocupado por unmuchacho de pelo rubio, que llevabagafas y cada dos minutos se girabapara mirarla. En el descanso la

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siguió hasta el vestíbulo. Devon noestaba acostumbrada a manejar esetipo de situación que no habíaprovocado; que le hizo sentirse unpoco incómoda y le despertó bastantecuriosidad. El muchacho daba laimpresión de haber entrado en la salade conciertos por error, o quizáporque alguien le había regalado unaentrada y quería aprovecharla.

«—¿Por qué me mira de esemodo? —le abordó Devon.

»—¿De qué modo? No me hedado cuenta.

»—Pero lo sigue haciendo.

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»—Disculpe —rogó con unasonrisa tímida y casi melancólica—.No me daba cuenta. Es que merecuerda a alguien.

»—Alguien agradable, espero.»—Sí, era agradable.»—¿Ya no?»—No.»—¿Por qué?»—Murió —y después de un

momento de vacilación agregó—:Mucha gente piensa que la maté. Noes cierto, pero cuando la gente quierecreer algo, no es fácil evitarlo.»

Entonces fue Devon quien se le

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quedó mirando, y algo empezó alatirle rápidamente en la nuca comouna señal de alarma.

«—No debería andar diciendocosas así a desconocidos.

»—Es la primera vez que lodigo. Quisiera...

Pero Devon ya había empezadoa alejarse.

»—Espere, por favor —pidió elmuchacho—. ¿La asusté? Lo lamento.Fue una tontería, pero es que desdeque llegué a Nueva York no hablocon nadie y usted parecía tansimpática y dulce como Ruth.

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Se llamaba Ruth, pensó Devon.Parecía simpática y dulce y muchagente piensa que este muchacho lamató y tal vez estén en lo cierto.

»—Lamento haberla asustado—se disculpó—. ¿Quiere esperar unmomento, por favor?

»—Las apariencias engañan —respondió Devon dándose la vueltapara mirarle—. No soy simpática nidulce, así que es mejor que deje depensar cosas raras.

»—Pero...»—Y le sugiero que por el

placer del concierto se vaya a sentar

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a algún otro sitio.»—De acuerdo.»Durante la hora siguiente el

asiento de la izquierda de Devonpermaneció vacío. Sintió impulsosde mirar a su alrededor para ver si élestaba sentado en las inmediaciones,pero se obligó a mantener los ojosfijos en el escenario, a concentrarseen la música y a aplaudir cuandotodos aplaudían.

Terminado el concierto, leesperaba en el vestíbulo.

«—Señorita, ¿me permite unminuto? Estuve pensando que cometí

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una estupidez y que no es raro que sehaya asustado.

»—No me asusté, me molesté.»—Lo lamento. La única excusa

que tengo es que quería jugar limpiocon usted desde el comienzo.

»—¿Qué comienzo? —interrogóella—. No ha habido ningúncomienzo. Y ahora, por favor...

»—Me llamo Robert Osborne,Robert Kirkpatrick Osborne.

»—Devon Suellen Smith.»—Bonito nombre. Me gusta.»Mientras le explicaba que sus

padres habían querido ponerle un

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nombre diferente que compensara elSmith, Devon se dio cuenta de que sehabía equivocado y el muchachotenía razón: había un comienzo.

La cosa siguió mientras tomabancafé con éclairs en Schrafft, y a lamañana siguiente se encontraron paradar un paseo por Central Park. Era elprimer domingo caluroso del año y elparque debía estar lleno de gente,pero Devon sólo se acordaba dehaber visto a Robert, que seadelantaba hacia ella a través delcésped, con los bolsillos rebosantesde cacahuetes que había comprado

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para dárselos a las ardillas. Le hablóde su rancho en California, que enrealidad era una granja, y le contóque allí las ardillas vivían en hoyoscavados en el suelo, y no en losárboles. Le habló de Maxie, elspaniel; de su padre, que habíamuerto años atrás al caerse de untractor; de la tierra, que era undesierto irrigado, y del ríoenloquecido que tan pronto era unainundación como un erial. Cuando eldía terminó Devon sabía que su vidahabía cambiado repentinamente y quenunca volvería a ser la misma.

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—...responder mi pregunta, porfavor, señora Osborne.

—Disculpe, no le escuchaba.—¿Su marido era un hombre

corpulento?—Medía un metro ochenta y

cinco y pesaba cerca de ochentakilos.

—¿Estaba sano?—Sí.—¿Activo y fuerte?—Sí.—¿Tenía alguna incapacidad

física? Por ejemplo, ¿llevaba gafas?—Sí.

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—¿De qué clase?—Era corto de vista... creo que

miope es la palabra exacta.—¿Tenía más de un par?—Sí. Además de las corrientes

usaba gafas de sol graduadas,especialmente cuando conducía. Acomienzos de verano se habíaacostumbrado a las lentes decontacto y las usaba para nadar yjugar al tenis y en otras ocasiones enque las gafas corrientes le habríanresultado molestas.

—Las lentes de contacto ¿se lasrecetó y adaptó un oculista?

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—Sí.—¿Recuerda usted su nombre?—El doctor Jarrett.—¿Dónde tiene el consultorio?—Aquí en San Diego.Ford consultó algunos papeles

que tenía sobre la mesa.—Muy bien, señora Osborne,

usted nos dijo que una de las razonesque tenía su marido para venir a laciudad era recoger una nueva raquetade tenis que había encargado. ¿Llegóa probar la raqueta durante la tarde?

—Sí, jugó varios sets en uno delos campos de Balboa Park.

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—¿Usó las lentes de contacto?—Sí.—¿Está segura?—Estoy segura de que las tenía

puestas cuando volvió a casa.—¿Y las siguió usando durante

la cena?—Sí.—Y después de cenar, cuando

salió a buscar a su perro, Maxie,¿todavía llevaba las lentes decontacto?

—Sí.—¿Quién tiene esas lentes

actualmente, señora Osborne?

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—La policía.—Y las gafas de sol graduadas,

¿dónde están ahora?—En la guantera del automóvil.—¿Donde las dejó él?—Sí.—¿Y qué hay de sus gafas

corrientes? ¿Dónde están?—No lo sé.—¿Quiere decir que se

perdieron o desaparecieron?—Nada de eso.—¿Cuándo fue la última vez que

las vio, señora?—Hace tres semanas. Si le

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interesa el momento exacto, fue eldía que usted me llamó por teléfonopara decirme que se había fijado laaudiencia. Las gafas de mi maridoestaban con las demás cosas suyasque había embalado en unas cajasque pensaba guardar en el desván.Después me di cuenta de que con esono hacía más que postergar loinevitable, de modo que decidí darlotodo al Ejército de Salvación con laesperanza de que pudiera serles dealguna utilidad. Sé que Robert habríaestado de acuerdo.

—¿Lo entregó usted

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personalmente al Ejército deSalvación?

—No. La madre de Robert seofreció para hacerlo.

—Cuando usted guardó lascosas en las cajas, ¿estaba segura decuál sería el resultado de estaaudiencia?

—Estaba segura de que mimarido había muerto. Hace muchotiempo que estoy segura de eso.

—¿Por qué?—Porque nada impediría que

Robert se pusiera en contactoconmigo, si estuviera vivo.

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—¿El matrimonio de ustedesera feliz?

—Sí.—¿Y estaban esperando un

hijo?—Sí.—¿Llegó a su término el

embarazo, señora Osborne?—No.

Devon evocó el viaje al

hospital, en la parte de atrás del jeepde Estivar, con Dulzura sentadasilenciosamente a su lado con unextraño aire de dignidad y un coche

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patrulla que le abría paso con elaullido de la sirena. Pasó muchotiempo hasta que volvió a su casadesde el hospital. El otoño casi habíaterminado, los peones eventuales sehabían ido, las cosechas ya habíansido recogidas.

El viaje de regreso fue mástranquilo. No hubo escolta policiacay Devon volvió en un taxi y no con eljeep, acompañada por AgnesOsborne y no por Dulzura. La señoramayor se dirigía a ella con una vozbaja e inexpresiva que no dabaindicación alguna de que la pérdida

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del niño hubiera sido para ella ungolpe más doloroso que para Devon.Devon tendría otras oportunidades,pero para la anciana era el final de lalínea. Le dijo a Devon todo lo quetenía que hacer, con el aire de estarleyéndolo en alguna lista que hubieraescrito en algún rincón del cerebro:dormir mucho y tomar aire fresco,evitar las preocupaciones, servaliente, hacer ejercicio, buscar laayuda de alguna persona másresponsable que Dulzura, buscarentretenimientos, comer muchasproteínas...

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«—...estás prestando atención,Devon.

»—Sí.»—Tal vez sea mejor que este

año no celebremos la Navidad, quede todos modos es una fiesta tanemotiva. Puede que te convengatomarte unas vacaciones sola. ¿Notienes una tía en Buffalo?

»—Por favor, no sé preocupepor mí.

»—Me espanta que te quedessola en el rancho. No es nada seguro.Dulzura no es de confianza, deberíassaberlo.

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»—Sé que bebe un poco de vezen cuando.

»—Bebe una enormidad cadavez que puede echar mano de unabotella. Y en cuanto a Estivar, ¿cómose puede saber de qué lado va a estaren una emergencia? En los últimosveinticinco años aprendió inglés ysabe manejar el rancho y mejoró susmodales, pero sigue siendo tanmejicano como cuando cruzó lafrontera... ¿Qué pasó con tu tía deBuffalo?

»—Murió.»—Todo el mundo se muere.

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Ay, Dios, no lo puedo aguantar. Todoel mundo se muere...»

Ford se levantó, contorneólentamente la esquina de la mesa delos letrados y se paró, reclinándosecontra la barandilla del vacío recintode los jurados. Lo hacíadeliberadamente, para darle a Devontiempo de dominarse.

—Señora Osborne, usted nosdijo que antes de salir de casa por lamañana del 13 de octubre su maridole dijo que volvería a las siete ymedia para cenar. ¿Volvió a esa

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hora?—Sí.—Y cenaron ustedes juntos.—Sí.—¿La cena fue agradable?—Sí.—Y al terminar de comer, el

señor Osborne salió en busca de superro Maxie.

—Eso mismo.—¿Qué hora era?—Más o menos las ocho y

media.—¿Qué hizo usted después de

que él saliera de casa?

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—Ese día nos había llegado porcorreo un nuevo álbum de discos yme puse a escucharlo.

—¿Era un álbum grande?—Tres discos, o sea seis caras.—¿Qué tipo de música?—Sinfónica.—En la mayor parte de las

sinfonías hay pasajes durante loscuales hay que dar bastante volumensi uno quiere escucharlos bien.¿Subió usted el volumen, señora?

—Sí.—Pero entonces los pasajes

más elevados se oirían muy fuertes,

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¿no es cierto?—Sí, señor.—¿En qué parte de la casa está

instalado el equipo estereofónico?—En el salón principal.—¿Y allí se sentó usted a

escuchar el álbum?—Me quedé allí pero no estuve

solamente sentada. Anduve dandovueltas, pasé el plumero, ordené unpoco y di un vistazo al diario de latarde.

—¿Las ventanas estabanabiertas o cerradas?

—Cerradas. La noche era

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calurosa y la casa se mantiene másfresca cuando está cerrada.

—¿Y las cortinas?—Las había abierto cuando se

puso el sol.—¿Hacia dónde dan las

ventanas del salón?—Al este y al sur.—¿Qué se ve desde las

ventanas que dan al este?—De día se puede ver el lecho

del río, y más allá el rancho de LeoBishop.

—¿Y de noche?—Nada.

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—¿Y desde las ventanas quemiran al sur?

—Se puede ver Tijuana, tantode día como de noche.

—Y el camino arbolado queconduce al rancho, ¿también se vedesde el salón principal?

—No, porque queda al oeste dela casa. Se ve desde el estudio y lacocina, y desde dos de losdormitorios del piso superior.

—Pero no desde el salón dondeusted se había quedado escuchandomúsica.

—No, desde allí, no.

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Ford volvió a la mesa de losletrados y se sentó.

—A medida que pasaba eltiempo y su marido no volvía,¿empezó usted a preocuparse, señoraOsborne?

—Primero me dije que no habíade qué preocuparse, que Roberthabía nacido en el rancho y loconocía palmo a palmo. Peroalrededor de las diez decidí mirar enel garaje para ver si Robert se habíallevado el automóvil para buscar aMaxie, en vez de ir a pie como solía.Desde la cocina encendí las luces de

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fuera. Dulzura estaba en su cuarto,que está junto a la cocina, y oí quetenía la radio puesta.

—¿La puerta del garaje estabasin llave?

—Sí.—Y el automóvil del señor

Osborne estaba dentro.—Eso es.—¿Qué hizo usted entonces,

señora?—Volví a entrar en la casa y

llamé por teléfono a Estivar.—¿El capataz?—Sí. Tiene su casa al otro lado

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del estanque.—¿Contestó inmediatamente?—No. Se acuesta alrededor de

las nueve y en ese momento eran casilas diez, pero dejé que el teléfonosonara hasta despertarlo. Cuandocontestó le dije que Robert no habíavuelto y él me dijo que me quedaraen cama con puertas y ventanascerradas mientras él y Cruz salían abuscarlo con el jeep.

—¿Cruz?—Es el hijo mayor de Estivar y

tiene un jeep con luces buscahuellas.—¿Hizo usted lo que le decía

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Estivar?—Sí. Esperé junto a la ventana

de la cocina. Desde ahí podía ver lasluces del jeep mientras recorría loscaminos de tierra que atraviesan elrancho.

—¿No observó ninguna otraactividad, vehículos en movimiento,gente, luces?

—No.—¿Desde alguna de las

ventanas de la casa se pueden ver elcomedor y el cobertizo de lospeones?

—No, porque una hilera de

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tamariscos separa la casa principalde los locales para el personal.

—¿Cuánto tiempo estuvoesperando en la cocina, señora?

—Unos cuarenta y cincominutos, hasta las once menos cuarto.

—¿Qué pasó después?—Volvió Estivar.—¿Estaba solo?—Sí.—¿Qué le dijo?—Dijo que era mejor avisar a

la policía.—¿Lo hicieron?—Estivar llamó a la oficina del

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comisario de Boca del Río.—¿A qué hora llegaron los

hombres del comisario, señoraOsborne?

—Poco después de las once.Los dirigía Valenzuela y había otrohombre más joven. No recuerdo sunombre, pero fue el que encontrótoda esa sangre en el comedor de lospeones.

—¿Le informaron a usted deeso?

—Indirectamente. A eso de lasonce y media Valenzuela volvió acasa y preguntó si podía usar el

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teléfono para hablar con la comisaríade San Diego. Le oí decir que habíanencontrado sangre, que daba laimpresión de que hubiera habido unhomicidio.

—¿Qué hizo usted entonces,señora Osborne?

—Dulzura se había levantado ypreparó café. Creo que tomé un poco.Pronto se oyó una sirena. Nuncahabía oído una sirena en el rancho,que es tan silencioso durante lanoche. Miré por la ventana de lacocina y vi destellos de luces rojas yvarios automóviles que se acercaban

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por el camino.

Además de la sirena había oídoa Dulzura, que rezaba en español, envoz muy alta, como si tuviera algomal conectado. Después, de pronto,el reloj de cuco que había sobre elfogón empezó a dar la medianoche,como si les recordara burlonamenteque hacía tres horas que Robert sehabía ido y que tal vez fuerademasiado tarde para plegarias ypolicías.

Devon fue al estudio y seencerró, procurando aislarse del

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ruido de la casa. Por primera veztomó conciencia, físicamente, delniño que llevaba en las entrañas,pesado e inerte como un querubín demármol.

Marcó el número de la casa deAgnes Osborne en San Diego y susuegra atendió a la tercera llamada,con voz ligeramente fastidiada, comosi hubiera estado viendo algúnprograma nocturno de TV y lemolestara la interrupción de unallamada, posiblemente equivocada.

«—¿Madre?»—¿Eres tú, Devon? ¿Por qué

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no estás acostada a estas horas? Elmédico te dijo...

»—Creo que le ha pasado algoa Robert.

»—...que durmieras mucho.¿Qué has dicho?

»—La policía está aquí,buscándolo. Salió a buscar a Maxie yno ha vuelto y en el comedor depeones hay sangre, una enormidad desangre.»

Después de un largo silenciovolvió a oírse la voz de la ancianaseñora, obstinadamente optimista.

«—No es la primera vez que

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encuentran sangre en el comedor depeones. Vaya, recuerdo que hahabido una docena de camorras yalgunas bastante graves. Es frecuenteque los hombres se peleen entreellos, y todos llevan cuchillo. ¿Meoyes, Devon?

»—Sí.»—Lo que pasó probablemente

es esto: mientras Robert andababuscando al perro oyó que en elcomedor había alguna pelea y entró aver qué pasaba. Y si alguno de loshombres estaba mal herido debehaberlo llevado en el automóvil al

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médico de Boca del Río.»—No.»—¿Qué quieres decir con no?»—Que no salió con el

automóvil. El automóvil está aquí.»Hubo otra larga pausa.«—Voy para allá —resolvió

Agnes Osborne—. Piensa en el niñoy no te alteres demasiado. Estoysegura de que debe haber unaexplicación lógica y de que Robertse va a divertir mucho cuando sepaque la policía le ha estado buscando.¿Tienes algún tranquilizante paratomar?

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»—No.»—Te llevaré alguno.»—No quiero.»Qué necesidad había de

tranquilizar a la petrificada madre deun querubín de mármol...

—...más preguntas por ahora —decía Ford—. Está libre por elmomento, señora Osborne.

La observó con interés mientrasDevon descendía del sitio de lostestigos y volvía a su lugar entre losespectadores. Su larga experienciaen asuntos testamentarios había

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hecho que Ford sospechara de esasmujercitas insignificantes. Por logeneral, si no se quedaban con latierra, tendían a heredar suculentastajadas de bienes terrenales.

—El testigo señor SegundoEstivar —llamó.

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4 —Por favor, deme su nombre

completo para que conste —pidióFord.

—Segundo Alvino Juan Estivar.—¿Dirección?—Rancho Yerba Buena.—¿Es el lugar señalado en el

mapa que hay a su izquierda?—Sí, señor.—¿Está usted empleado allí?—Sí.—¿En qué condición?

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—Capataz.—¿Es el responsable del

funcionamiento del rancho?—El Tribunal decidió que la

señora joven estuviera a cargo detodo durante la ausencia del señorOsborne, y yo recibo órdenes de ella.Si no hay órdenes, me arreglo sinellas lo mejor que puedo —un tinteescarlata se extendió por las mejillasde Estivar y le invadió incluso elblanco de los ojos—. Cuando elrancho da beneficios no reclamonada, y cuando hay un robo y unasesinato, la culpa no es mía.

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—Nadie le está echando laculpa.

—Nadie lo dice. Pero lo hueloa un kilómetro y medio de distancia,así que me parece mejor aclararlodesde ahora. Contrato a la gente debuena fe, y si resulta que los nombresy direcciones son falsos y lospapeles están falseados, no es cosamía. No soy policía. ¿Cómo puedodecir si los papeles son falsos o no?

—Tenga la bondad de calmarse,señor Estivar.

—No es fácil calmarse cuandolas patatas queman.

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—Pues inténtelo —insistió Ford—. Hace un par de semanas, cuandohablamos de que usted compareceríaaquí como testigo, le expliqué queesto es un procedimiento paraestablecer el hecho de que ha habidouna muerte y no para hacer a nadieresponsable de ella.

—Sí, me lo explicó. Pero...—Entonces téngalo presente,

¿quiere?—Sí.—¿Cuándo llegó por primera

vez al rancho de los Osborne, señorEstivar?

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—En 1943.—¿De dónde venía?—De una pequeña aldea cerca

de Empalme.—¿Y dónde queda Empalme?—En Sonora, Méjico.—¿Tenía papeles que le

permitieran cruzar la frontera?—No.—Al no tener papeles ¿tuvo

alguna dificultad para encontrarempleo?

—No. Era la época de la guerray los agricultores necesitaban ayuda,así que no podían permitirse el lujo

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de preocuparse por pequeñecescomo las leyes de inmigración.Centenares de mejicanos como yoatravesaban la frontera todas lassemanas y encontraban trabajo.

—Y muchos siguen haciéndolo,¿no es así?

—Sí.—En realidad, en Méjico hay un

jugoso negocio clandestino queconsiste en proporcionar transporte ydocumentos falsos a esa gente.

—Eso dicen.—Este asunto lo veremos más a

fondo un poco más adelante —

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anunció Ford—. En 1943, ¿quién lecontrató para trabajar en el rancho delos Osborne?

—John Osborne, el padre deRobert.

—¿Y desde entonces trabajóallí sin interrupción?

—Sí, señor.—De modo que su relación con

Robert Osborne se remontaba amucho tiempo atrás.

—Al día en que nació.—¿Era una relación muy

estrecha?—Desde que aprendió a

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caminar me seguía como si fuera uncachorrito. Le veía más de lo queveía a mis propios hijos, y mellamaba «tío».

—¿Y esa relación se mantuvodurante toda su vida?

—No. Él tenía quince añoscuando su padre se mató en unaccidente, fue durante el verano ydesde entonces las cosas cambiaron.Supongo que para todos, peroespecialmente para el muchacho. Enotoño le mandaron a una escuela deArizona, porque la madre creía quenecesitaba influencia masculina...

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claro que se refería a hombresblancos —Estivar echó una rápidamirada hacia donde estaba AgnesOsborne, como si esperara que ellale desmintiera públicamente, pero laanciana había girado la cabeza ymiraba por la ventana un trozo decielo—. Estuvo dos años en laescuela y cuando volvió ya no era unmuchacho que anduviera pisándomelos talones y haciéndome preguntas oque se diera una vuelta por mi casa ala hora de las comidas. Era el patróny yo era el asalariado, y así siguieronlas cosas hasta el día en que murió.

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—¿Había mala voluntad entreusted y el señor Osborne?

—De vez en cuandodiscrepábamos en cuestiones detrabajo, nada personal. Entrenosotros no quedaba nada personal,sólo estaba el rancho. Los dosqueríamos llevarlo de la manera másprovechosa posible, y esosignificaba que a veces tenía querecibir órdenes que no me gustaban,y el señor Osborne tenía que aceptarconsejos contra su voluntad.

—¿Diría usted que entre amboshabía respeto mutuo?

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—No, señor. Interés, sí. Elseñor Osborne no sentía respetoalguno por mí, ni por ninguno de losde mi raza. Fue esa escuela dondeella..., donde lo mandaron. Eso lecambió. Le llenaron de prejuicios.Estoy acostumbrado a los prejuicios,y aprendí a vivir con ellos, pero¿cómo podía explicarles a mis hijosque su amigo Robbie ya no existía?Y no sabía la razón. Muchas vecespensé preguntárselo a su madre, peronunca lo hice. Y cuando murió meperturbaba la idea de no habermeesforzado más por descubrir por qué

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había cambiado; tal vez hubierapodido hablarlo con él como en losviejos tiempos. Era como si muy enlo profundo esperara que élterminaría por decírmelo por sucuenta y yo no tuviera que acelerarlas cosas porque, total, había tantotiempo... Pero no lo había.

Estivar se detuvo a secarse elsudor que le perlaba la frente. Unextraño silencio pesaba sobre la salade audiencias, como si cada uno delos presentes se esforzara por oír elrumor del tiempo que pasa, el lentoarrastrarse de los minutos, el rápido

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latido de los años.—La mañana del 13 de octubre

de 1967 —prosiguió Ford—, ¿viousted a Robert Osborne?

—Sí, señor.—¿En qué circunstancias?—Muy temprano, cuando

todavía estaba oscuro, había oídoque andaba silbándole a su perro,Maxie. Una media hora más tarde mimujer y yo estábamos tomando eldesayuno cuando el señor Osborne seacercó a la puerta del fondo y meordenó que saliera. Por la voz senotaba que estaba alterado y furioso,

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así que salí lo más rápido que pude.El perro estaba echado en el suelocon la boca llena de espuma y losojos un poco nublados, como si lehubieran dado un golpe en la cabezao algo así.

—Usted ha dicho que el señorOsborne estaba «alterado y furioso».

—Sí, señor. Y dijo que algunode esos roñosos del diablo le habíaenvenenado el perro. Sólo que nodijo «del diablo», sino que usó untérmino muy insultante y despectivopara un mejicano. No es que measusten las palabrotas, pero mi

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familia lo oyó, porque mi mujer y loschicos menores todavía estabandesayunando. Le ordené al señorOsborne que se fuera y no volvierahasta que no hubiera dominado sumal genio.

—¿Y le hizo caso?—Sí, señor. Levantó al perro en

brazos y se fue.—¿Volvió usted a verle más

tarde?Estivar se frotó la boca con el

dorso de la mano.—No —respondió.—¿Quiere hablar más fuerte,

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por favor?—Esa fue la última vez que le

vi, cuando se dirigía hacia la casacon el perro en brazos. Las últimaspalabras que nos dijimos fueronbruscas, y me pesa que la despedidahaya sido así.

—Me lo imagino. Pero no eraculpa suya.

—Un poco sí. Sabía cuántosignificaba el perro para él. Era unregalo que le había hecho años antesalguien que..., un amigo.

En parte por hábito, en parte porimpaciencia, Ford empezó a pasearse

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frente al vacío recinto de losmiembros del jurado.

—Muy bien, señor Estivar —continuó—. No tengo intención deque en el curso de esta audienciaestudiemos el complicado asunto dela mano de obra eventual en laagricultura californiana. Sinembargo, debemos establecer ciertoshechos que afectan al caso, teniendoen cuenta que usted, en su condiciónde capataz, está en el centro mismodel problema. Por una parte ustedrepresenta a los agricultores, cuyonegocio consiste en obtener beneficio

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de la venta de las cosechas. Por otrolado usted sabe bien que el sistema(o la falta de sistema) actual estimulaa los mejicanos a violar las leyes y,al mismo tiempo, hace que losmismos mejicanos sean explotadospor los agricultores. ¿Enunciocorrectamente su situación, señorEstivar?

—Muy correctamente.—De acuerdo. Prosigamos. A

finales del verano y comienzos delotoño de 1967, ¿quién estabaempleado en el rancho de losOsborne, aparte de usted?

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—En agosto estaban allí mistres hijos mayores, Cruz, Rufo yFelipe. Mi prima Dulzura Gonzálezera el ama de llaves de los Osborney mi hijo menor, Jaime, trabajabavarias horas al día. Empleábamos amedia docena de border-crossers,que son ciudadanos mejicanos conpermisos que les autorizan aatravesar la frontera todos los díaspara trabajar en los ranchos máspróximos. También teníamos unmecánico que venía por horas desdeBoca del Río para atender lasmáquinas.

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—En agosto, dice usted.—Eso mismo.—¿En ese momento trabajaban

con mano de obra eventual?—No. Era imposible

conseguirla. En Delano había huelgade vendimiadores y usaban a losmejicanos como rompehuelgas. Amuchos les habían engatusado con lapromesa de mayores salarios en losviñedos del norte y otros estabantrabajando con los grandesagricultores. El rancho de losOsborne es un negocio familiarrelativamente pequeño.

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—¿Qué pasó en septiembre conrespecto al negocio?

—Muchas cosas y todas malas.Rufo, mi segundo hijo, se casó y sefue a vivir a Salinas para que lamujer estuviera cerca de su familia.El tercero, Felipe, se fue a buscarotro tipo de empleo y hasta me quedésin Jaime, porque empezaron lasclases y sólo podía ayudarme lossábados. A los border-crossers lesrobaron su pequeño autobús en unacalle de Tijuana y como no teníantransporte no podían venir a trabajar.A finales de mes el único que estaba

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conmigo trabajando de sol a sol eraCruz, mi hijo mayor. Estábamoshaciendo jornadas de dieciséis horashasta que llegó el viejo camión G.M.con los hombres.

—Se refiere a los hombres quedespués contrató usted para lacosecha de tomates y de dátiles.

—Al decir «después» parececomo si primero me hubiera quedadosentado pensándolo, lo que no escierto. Los contraté tan pronto comobajaron del camión. Después llamépor teléfono a Lum Wing a casa de suhija en Boca del Río y le dije que

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había trabajo de cocina para unanueva cuadrilla de peones.

—¿Cuántos hombres había en lacuadrilla, señor Estivar?

—Diez.—¿Todos forasteros?—Sí.—Por lo que usted sabía, ¿no

había entre ellos mojados oalambres?

—No. Eran viseros, que sonmejicanos registrados comotrabajadores de granja y tienenvisados que les permiten trabajar eneste país. Los suelen llamar tarjetas

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verdes porque los visados tienen laforma de una tarjeta verde.

—¿Los hombres le presentaronsus visados a usted?

—Sí.—¿Qué hizo usted entonces?—Les dije que estaban

contratados y anoté los nombres ydirecciones en mi registro. Mi hijoCruz les enseñó dónde iban a comer,dormir y guardar sus cosas.

—¿Llevaban muchas cosas?—Esa gente viaja con poco —

observó Estivar—. Y vive con poco.—¿Examinó usted atentamente

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los visados que le presentaron?—Les di un vistazo. Ya le dije

antes que no soy policía; no puedomirar un visado y decir si esauténtico o no. Si no contrataba aesos hombres, se habrían ido alrancho del señor Bishop, al otro ladodel río, o al de Polks, más al este.Todos los pequeños agricultoresestaban desesperados por conseguirayuda, por la huelga devendimiadores y porque era elmomento más duro de la cosecha.

—¿Había un jefe en lacuadrilla?

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—No sé si se le puede llamarjefe, pero el que habló fue el hombreque conducía el camión.

—Usted dijo que era un camiónviejo.

—Sí.—¿Muy viejo?—Sí. Quemaba tanto aceite que

parecía una chimenea.—¿Quién era el dueño del

camión?—No sé.—¿No comprobó la matrícula?—No.—¿Por qué?

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—No se me ocurrió. ¿Para qué?Si usted fuera en automóvil al ranchoy pidiera trabajo como cosechadorde tomates, no comprobaría lamatrícula de su automóvil.

—¿Me daría trabajo, señorEstivar? —interrogó Ford,levantando una ceja con aire zumbón.

—Es posible. Pero no duraríamucho —Estivar no se unió a lacarcajada de los espectadores. Surostro había vuelto a sonrojarse,salvo una delgada línea blancaalrededor de la boca—. Es usted muyalto, y a los hombres altos les resulta

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pesado un trabajo en que hay queagacharse.

—¿Qué día era cuando llegó esacuadrilla al rancho en el viejocamión G.M.?

—El 28 de septiembre, unjueves.

—Así que el 13 de octubre,cuando desapareció Robert Osborne,los hombres llevaban dos semanastrabajando en el rancho.

—Sí, señor.—¿Llegó usted a conocer

personalmente alguno de ellos?—El rancho no es un club

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social.—Así y todo es posible que

alguno le haya hablado de su mujer ysu familia, o algo así.

—Tal vez sea posible, pero nosucedió. No se les pagaba enefectivo y tenían tantas ganas dehablar como yo de escuchar.

—¿Cuándo se les pagaba, señorEstivar?

—Una vez por semana, como atodas las cuadrillas.

—¿Qué día?—El viernes. El jueves por la

noche el señor Osborne preparaba

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los cheques y yo se los entregaba enel comedor mientras los hombresdesayunaban.

—Los días de pago, ¿qué hacíanuna vez terminado el trabajo?

—No estoy seguro.—Bueno, ¿qué es lo que hacen

por lo general?—Van a Boca del Río a cobrar

los cheques. Como el banco cierralos sábados, el viernes por la tardeestá abierto hasta las seis. Loshombres arreglan sus cuentas entreellos y algunos mandan giros a sucasa. Después van a la lavandería a

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llevar su ropa, al almacén, al cine o aalgún bar. Generalmente se organizauna partida de dados en alguna parte.Algunos se emborrachan y se ponenpendencieros, pero por lo común sonbastante tranquilos porque no quierenllamar la atención de la policíafronteriza.

—¿Qué tipo de pelea buscan?—Generalmente a cuchillo.

Necesitan el cuchillo para el trabajo.Es una herramienta, no sólo un arma.

—Muy bien, señor Estivar. Eltrece de octubre de 1967, ¿lacuadrilla que trabajaba con usted

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salió del rancho después de terminarel trabajo?

—Sí, señor.—¿En el camión?—Sí.—¿Regresaron esa noche?—Cuando estaba acostándome,

poco después de las nueve, oí quellegaba el camión y aparcaba al ladodel cobertizo de los peones.

—¿Cómo sabe que era el viejoG.M.?

—Porque los frenos tenían unchirrido especial. Además, ¿qué otrovehículo iba a aparcar en ese lugar?

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—Pero las nueve de la noche esmuy temprano para terminar una farraen la ciudad, ¿no es así?

—Al día siguiente tenían quetrabajar, y eso significa estar en elcampo antes de las siete. En unrancho no hay horario de ejecutivos.

—Y a la mañana siguiente antesde las siete, ¿los hombres estaban enel campo, señor Estivar?

—No.—¿Por qué no?—No tuve ocasión de

preguntárselo —respondió Estivar—. Jamás volví a ver a ninguno de

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ellos.

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5 A las once, el juez Gallagher

anunció el descanso de la mañana. Elujier abrió las pesadas puertas demadera y la gente empezó a salir alcorredor, los viejos con el bastón ylas muletas, las colegialas llevandosus cuadernos como si fueranescudos, la señora que iba decompras, el trío de rancheros, laalemana con su labor en la bolsa,Valenzuela, el ex policía, lamuchacha adolescente que llevaba en

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brazos a su bebé, ahora despierto amedias, que pataleabaperezosamente.

Estivar, que sudaba y se sentíaobservado, se reunió con su familiaen la última hilera de asientos.Ysobel se dirigió a su marido en unespañol entrecortado, para decirleque era un tonto por admitir más delo necesario y responder a preguntasque ni siquiera le habían sidoformuladas.

—Creo que Estivar ha estadomuy bien —opinó Dulzura—,hablando tan claro y sin siquiera

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ponerse nervioso.—Nadie te ha preguntado nada

—la detuvo Ysobel—. No te metas.—Tengo que meterme, porque

soy su prima.—Segunda. Prima segunda.—Mi madre y su madre eran...—Señor Estivar, tenga la

bondad de decirle a su primasegunda, Dulzura González, que seguarde su opinión mientras no se lapidan.

—Creo que estuvo muy bien —insistió obstinadamente Dulzura—.¿No te parece, Jaime?

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Jaime se hizo el tonto, fingiendoque no oía nada, como si ni siquieraperteneciera a esa familia extranjeray gritona.

En el extremo opuesto de lasala, Agnes Osborne y su nuera sehabían quedado en su sitio, perplejasy silenciosas como dos extranjeras aquienes se procesara por algúncrimen misterioso, ni descrito en ladenuncia, ni mencionado por el juez.No se había designado ningún juradoque diera un veredicto deculpabilidad; la culpa se daba porsupuesta y se cernía pesadamente

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sobre las dos mujeres,inmovilizándolas en sus asientos.Devon tenía sed y quería ir a beberun vaso de agua a la galería, perotenía la sensación de que el ujier laseguiría y de que el crimen sinnombre de que se la acusaba la habíaprivado incluso de un derecho tanbásico como el de apagar la sed.

La señora mayor fue la primeraen hablar.

—Te dije que no se podíaconfiar en Estivar cuando las cosasse pusieran mal. ¿Has visto lo queestá tratando de hacer, no?

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—No me doy cuenta.—Nos está echando tierra. Está

tratando de hacer parecer que, sea loque fuere lo que le pasó a Robert, selo merecía. Todo el asunto ese delprejuicio no es cierto. Ford nodebería haberle dejado decirmentiras.

—Vamos fuera a andar un pocoy respirar aire fresco.

—No. Tengo que quedarme aquía hablar con Ford. Tiene que arreglaresas cosas.

—Lo que dijo Estivar consta enacta. Ni Ford ni nadie lo puede

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cambiar.—Algo podrá hacer.—Bueno, me quedaré con usted

si quiere.—No, vete a dar un paseíto.Para llegar a la puerta principal

Devon tenía que pasar cerca de lahilera de asientos donde estabaEstivar con su familia. No parecíanestar muy seguros de lo que era undescanso, ni de lo que tenían quehacer mientras durara. CuandoDevon se acercó todos ellos, hasta lamisma Dulzura, levantaron la vistahacia ella como si la hubiesen

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olvidado y les sorprendiera verla ensemejante lugar. Después Estivar selevantó y, a un gesto de su padre,Jaime hizo lo mismo.

Devon observó al muchacho,pensando cuánto había crecido en elcorto tiempo transcurrido desde quelo vio por última vez. Jaime debía detener catorce años. A esa edadRobert solía andar detrás de Estivarpor todas partes, llamándolo tío,acosándolo con preguntas yapareciendo a comer en su mesa. ¿Ono? ¿Por qué nadie se lo habíacontado nunca, ni el mismo Robert,

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ni Estivar o Agnes Osborne, oDulzura? Tal vez el nombre, tío, y elchico, Robbie, y su relación, jamáshubieran existido fuera de la mentede Estivar.

—Hola, Jaime —saludó Devon.—Hola, señora.—Has crecido tanto que casi no

te conocía.—Sí, señora.—No te he visto desde que

empezó la escuela. ¿Te gusta máseste año?

—Sí, señora.No era más que una mentira

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cortés, como lo serían todas lasrespuestas de Jaime a cualquierpregunta suya. Los diez años dediferencia que había entre ellospodrían haber sido cien, aunqueparecía ayer cuando la gente le decíaa Devon cuánto había crecido y lepreguntaba si le gustaba la escuela.

En la galería había pequeñosgrupos de hombres y mujeres entodas las ventanas, como si fueranprisioneros que intentaran tener unavisión del mundo exterior. Enalgunas partes se veía humo decigarrillos, que se elevaba al

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cielorraso. La muchacha de la pelucarubia salió del lavabo de señoras; elbebé estaba totalmente despierto ypataleaba, se movía y tiraba de lapeluca de la chica hasta que se laechó sobre la frente y le hizo caer lasgafas de sol. Antes de que apartara lamano del bebé y volviera a colocarsela peluca y las gafas, Devon atisboun pelo negro muy corto y unosperturbados ojos oscuros que seentornaban incluso en la atenuada luzde la galería.

—Hola, señora Osborne.—Hola.

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—Me parece que no merecuerda, ¿no?

—No.—Es por el peso. Perdí casi

siete kilos. Y también por la peluca ylas gafas. Claro, y el nene —y miróal bebé con una especie de lejanointerés, como si todavía no estuvieramuy segura de dónde había venido—.Soy Carla, la que el penúltimoverano ayudó a la señora de Estivarcon las mellizas.

—Carla —repitió Devon—.Carla López.

—Eso mismo. Estuve casada

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durante un tiempo pero era un horror,¿sabe? Así que nos separamos yvolví a usar mi apellido de soltera.¿Por qué me voy a marcar toda lavida con el apellido de un tipo queme revienta?

Carla López, has crecido tantoque apenas te conozco.

Devon recordaba a unacolegiala regordeta y sonriente, nomucho mayor que Jaime, que salía alcamino a esperar al cartero, con unafalda a medio muslo que hacíaparecer sus piernas todavía máscortas. «Buenos días, Carla.»

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«Buenos días, señora Osborne.»Carla solía plancharse el largo

pelo negro en la cocina de lavivienda del rancho, con ayuda deDulzura, a medias admirada porquehabía oído decir que era la últimamoda, y resistiéndose a mediasporque sabía que al final Devonvendría a investigar qué era el olor acabello quemado que invadía la casa.«¿Qué diablos están haciendoustedes dos?» Y Dulzura explicabaque las ondas y rizos ya no sellevaban, mientras la chica seguía derodillas, con el pelo extendido sobre

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la tabla de planchar como unamadeja de seda negra...

Otras veces, al crepúsculo,Carla se sentaba bajo los tamariscos,junto al estanque.

«—¿Por qué estás aquí fuerasola, Carla?

»—Es que en la casa de Estivarhay mucho ruido cuando todo elmundo habla al mismo tiempo yademás tienen encendido el televisor.El verano pasado, cuando trabajé conlos Bishop, todo era tranquilo. Alseñor Bishop le gustaba mucho leer yla señora salía a dar largos paseos a

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pie para que se le pasara el dolor decabeza. Tenía unos dolores decabeza espantosos.

»—Es mejor que te vayas paradentro antes de que los mosquitosempiecen a picarte. Buenas noches.

»—Buenas noches, señoraOsborne.»

—¿Por qué estás hoy aquíCarla? —interrogó Devon.

—Creo que fue idea deValenzuela, que me mandó buscar.

—Quieres decir que te citaron.—Eso es.—¿Por qué razón?

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—Ya se lo he dicho, Valenzuelame mandó buscar, y a mi familiatambién.

—Pero Valenzuela no tienenada que ver con las citaciones —observó Devon—. Ya ni siquiera espolicía.

—Algo le debe de quedar.Pregúntele a cualquiera en Boca delRío, y le dirán que todavíafanfarronea como si llevara uniformede policía —Carla se pasó el bebédel brazo derecho al izquierdo,dándole golpecitos en la espaldapara tranquilizarle—. Y los Estivar

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tampoco me quieren, aunque claroque es recíproco, cien por cien... Oídecir que Rufo se casó y Cruz está enel ejército.

—Sí.—Fue con el otro con quien yo

me acosté..., con Felipe. Me imaginoque nadie sabe nada de él.

—No sé —Devon sólorecordaba a los tres hijos mayores deEstivar como un terceto. Cuando losencontraba por separado nuncaestaba segura de si estaba viendo aCruz, a Rufo o a Felipe. Todos eranigualmente callados y corteses, como

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si su padre les hubiera indicadoexactamente cómo debíancomportarse en presencia de Devon.Pero había rumores, que a Devon lellegaban principalmente por mediode Dulzura, según los cuales cuandono estaban en el rancho los hijos deEstivar eran bastante más vivaces.

Debajo de la peluca dorada dela muchacha, la angosta frentemorena brillaba de sudor.

—Se suponía que tenía queencontrarme aquí con mi madre; meprometió cuidarme el nene mientrasdeclaraba. Tal vez se haya perdido.

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Es la historia de mi vida..., la gentecon que cuento se pierde.

—Si puedo ayudarte, dímelo.—Ya aparecerá. Tal vez se ha

metido en alguna iglesia y se hapuesto a rezar. Es muy rezadora, peronunca sirve para nada, al menos a mí.

—¿Por qué a ti no?—Tengo yeta.—Pero ya nadie cree en la yeta.—No. Pero es igual, yo tengo

yeta —Carla miró al bebé,frunciendo el ceño—. Espero que elnene no se contagie. Bastantes líos vaa tener con toda la gente que muere a

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su alrededor, o desaparece o seahoga o la apuñalan como al señorOsborne.

—Pero el señor Osborne nomurió por tu yeta.

—Bueno, la sensación que tengoes que si no fuera por mí todavíaestaría vivo. Y ella también.

—¿Quién?—La señora Bishop. Se ahogó.La señora Bishop tenía unos

dolores de cabeza espantosos ysalía a dar largas caminatas y seahogó.

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La mesa reservada a losperiodistas cuando el tribunal estabareunido había sido desalojadadurante el descanso. Por encima desu superficie de caoba lustrada seenfrentaban Ford y la anciana señoraOsborne. La señora todavía tenía lacara de estar en público y el vistososombrero azul, pero Ford empezabaa tener aspecto de irritación y su vozdulce se había enronquecido un poco.

—Le repito, señora Osborne,que Estivar habló con más libertadde la que yo preveía, pero de todosmodos no es nada irreparable.

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—Para usted no, porque no leafecta. Pero ¿y yo? Toda esa charlasobre prejuicios y mala voluntad fuemuy desagradable.

—Un asesinato es un asuntodesagradable, y ninguna ley exime ala madre de la víctima.

—Me niego a creer que hayahabido un asesinato.

—De acuerdo, de acuerdo, cadacual tiene derecho a sus opiniones.Pero por lo que se refiere a laaudiencia de hoy, su hijo está muerto.

—Razón de más para que ustedno hubiera dejado que Estivar

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ofendiera su nombre.—Le dejé hablar —explicó

Ford— igual que pienso dejar hablaral resto de los testigos. El juezGallagher no es ningún tonto y lellamaría muchísimo la atención quetratara de presentar a Robert como unjoven perfecto, sin ningún enemigoen el mundo. A los jóvenes perfectosno los asesinan, porque ni siquierallegan a nacer. Y al presentar losantecedentes de un asesinatoimportan mucho más los defectos dela víctima que sus virtudes y susenemigos tienen más importancia que

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sus amigos. Si Robert no se llevababien con Estivar, si tenía problemascon los peones eventuales o con susvecinos...

—Los únicos vecinos conquienes alguna vez tuvo un mínimoproblema eran los Bishop. Meimagino que no va a volver aescarbar en eso... Ya hace casi dosaños que Ruth murió.

—¿Y Robert no tuvo nada quever en su muerte?

—Claro que no —la ancianasacudió la cabeza y su sombrero dioun salto hacia adelante, como si

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quisiera agredir a su inquisidor—.Robert trataba de ayudarla. Era unamujer muy desdichada.

—¿Por qué?—Porque era bueno.—No, lo que quería decir es

por qué era desdichada.—Tal vez porque Leo (el señor

Bishop) tenía más interés en lascosechas que en su mujer. Estabamuy sola y solía venir a charlar conRobert. No hubo más que eso entreellos, charlas. Ella tenía edadsuficiente como para ser su madre yél tenía compasión de ella, era una

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poca cosa muy patética.—¿Es lo que le contó su hijo?—No tenía que contármelo, era

evidente. Día tras día Ruth arrastrabasu problema hasta casa como si fueraun animal enfermo que no podíacurar, ni se animaba a matar.

—¿Cómo iba hasta la casa deustedes?

—A pie. Le gustaba decir queera por hacer ejercicio, pero noengañaba a nadie, ni siquiera a Leo—se detuvo y pasó la manoenguantada por la superficie de lamesa, como para comprobar si

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estaba limpia—. Me imagino quesabe como murió.

—Sí, lo busqué en los archivosdel periódico. Intentaba cruzar el ríodurante una lluvia invernal, unacrecida repentina la pillódesprevenida y se ahogó. Un juradode médicos forenses dictaminó quese trataba de muerte accidental.Había indicios de que estabadeprimida, pero se descartó la ideadel suicidio porque encontraron sumaleta más o menos un kilómetro ymedio río abajo, empapada perointacta. Estaba preparada para un

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viaje, así que se dirigía a algunaparte.

—Tal vez.—¿Por qué únicamente tal vez,

señora Osborne?—No había nada que

demostrara que Ruth y la maletacayeron al agua al mismo tiempo. Esbastante fácil preparar una maletacon ropas de mujer y arrojarla al río,sobre todo para alguien que tuvieraacceso a sus cosas.

—¿Como un marido, porejemplo?

—Por ejemplo.

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—¿Y por qué haría algo así unmarido?

—Para que la gente creyera quesu mujer iba a encontrarse con otrohombre y escaparse con él. Elmétodo más seguro de evitar que auno le culpen es culpar a algún otro.Esa maleta convertía a Leo en unpobre viudo dolorido y a Robert enel seductor irresponsable.

—¿Y qué había de cierto?—¿Exactamente, quiere decir?—Claro.—No sé. ¿Qué diferencia hay?—Una mujer que se prepara

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para una cita con su amante no poneen la maleta las mismas cosas quepondría alguien que la hiciera en vezde ella, aunque fuese el marido. Meimagino que el contenido de lamaleta sería explicado en lainvestigación criminal.

—No estuve en la investigación.En esa época había dejado de salir,por los chismes. Claro que nuncadijeron nada en mi presencia, ni en lade Robert, pero se le notaba en lacara a todo el mundo, hasta a la genteque trabajaba con nosotros. Si ellano hubiera muerto, habría dado risa

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la idea de que Robert se escaparacon una mujer que le doblaba laedad, una cosa pálida y flaca queparecía un niño envejecido.

—¿Qué cree usted que le pasó aRuth Bishop, señora Osborne?

—Sé qué es lo que no le pasó.No hizo la maleta y empezó a cruzarel río para ir a una cita con mi hijo.Estaba lloviendo antes de que ellasaliera de su casa y conocía bien elpeligro de las crecidas repentinas.

—¿Cree que se metiódeliberadamente en el río?

—Tal vez.

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—¿Y que Leo Bishop hizo lamaleta y la tiró al agua para que laencontraran luego?

—Tal vez, repito.—¿Por qué?—Si una mujer se suicida el

marido queda en muy mala situacióny la gente empieza a hacer preguntasy a escarbar bajo lo que ve. Tal ycomo fueron las cosas, los quequedamos en mala situación fuimosnosotros. Mandé a Robert a quehiciera un viaje al este, para que elescándalo se fuera atenuando, seencontró con Devon y se casó con

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ella a las dos semanas. Es graciosocomo se repiten las cosas, ¿no? Loprimero que me sorprendió de Devonera cómo se parecía a Ruth Bishop.

La gente había empezado avolver a la sala; estaban lascolegialas, Leo Bishop y losrancheros, los Estivar, Lum Wing,que se arrastraba tras ellos como uncachorro a quien hubieran regañado.Carla López acababa de peinarse yno llevaba a su bebé, como si depronto hubiera decidido que erademasiado joven para andar cargadacon una criatura y la hubiera dejado

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por algún lado, en la galería o en ellavabo de señoras.

La única reacción de Ford alver volver a la gente fue bajarlevemente la voz.

—Usted también mandó deviaje a Robert después de la muertede su padre, ¿no es así?

—Sí.—¿Cómo murió el padre,

señora Osborne?—Ya se lo he dicho.—Dígamelo otra vez.—Se cayó de un tractor y se

fracturó el cráneo. Estuvo varios días

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en coma.—Y después de su muerte a

Robert le inscribieron en una escuelade Arizona.

—Deprimida como estaba, yono era buena compañía para unmuchacho de esta edad. Y Robertnecesitaba la influencia de hombres.

—Estivar afirma que lainfluencia fue perniciosa.

—Exagera, como la mayoría delos mejicanos.

—¿Está de acuerdo con Estivaren que Robert había cambiadocuando regresó a casa?

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—Claro que había cambiado.De los quince a los diecisiete sonaños de cambio. Cuando Robert sefue era un niño, y al volver era unhombre que tenía que hacerse cargode la dirección de un rancho. Lerepito que Estivar exagera y que larelación entre él y Robert nunca fuetan estrecha como le gustaimaginarse. ¿Qué motivo habríahabido para eso? Robert tenía unpadre excelente.

—¿Se llevaban bien?—Por supuesto.—¿Cómo se cayó su marido del

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tractor, señora Osborne?—No lo presencié, y mi marido

no me lo contó porque nuncarecuperó el conocimiento. De todasmaneras, ¿qué es lo que está tratandode demostrar? Primero sale con elasunto de la muerte de Ruth Bishop yahora con la de mi marido. No hayninguna relación entre ambos, y estánseparadas por media docena de años.

—Yo no he sacado el tema deRuth Bishop —objetó Ford—. Fueusted.

—Usted me ha empujado a ello.—De paso, no es tan fácil

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caerse de un tractor.—No sé; nunca he hecho la

prueba.—Hay rumores de que su

marido estaba borracho.—Algo de eso oí.—¿Era cierto?—Le hicieron la autopsia y el

informe no decía nada de alcohol.—Hace un momento, usted dijo

que el señor Osborne estuvo variosdías en coma. Durante ese tiempotodo rastro de alcohol habríadesaparecido del torrente sanguíneo.

—Si no soy médico, ¿cómo

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puedo saberlo?—Creo que usted sabe muchas

cosas, señora Osborne. El problemaes que no quiere admitirlo.

—Esa observación no es nadacaballerosa.

—Mis antecedentes no son nadacaballerosos —reconoció Ford—.Mejor es que vuelva a su sitio. Eldescanso ha terminado.

El juez Gallagher volvía aentrar lentamente en la sala deaudiencias, con su capa negra que lecolgaba de los hombros como lasquebradas alas rotas de un cuervo.

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—Permanezcan sentados y enorden —indicó el empleado—. ElTribunal Superior está reunido.

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6 Cuando llamaron al testigo John

Loomis, uno de los hombres con ropade ranchero se adelantó a prestarjuramento: John Sylvester Loomis,calle Paloverde, 514, Boca del Río;ocupación, veterinario. El doctorLoomis atestiguó que en la mañanadel 13 de octubre de 1967 dormía enel apartamento situado en el piso deencima de su consultorio cuando ledespertó alguien que daba fuertesgolpes en la puerta de abajo. Cuando

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bajó se encontró con RobertOsborne, que llevaba a su perroMaxie atado con una correa.

—Le mandé al demonio, porqueel nacimiento de un potrillo me habíatenido ocupado hasta las tres de lamañana, y ahora venía a despertarmetan temprano. Pero al parecerpensaba que era urgente y quealguien le había envenenado el perro.

—¿Cuál era su opinión?—No vi pruebas de

envenenamiento. El perro estabaanimado, tenía los ojos claros ybrillantes, la nariz fría y no se le

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notaba mal aliento. El señor Osbornedijo que había encontrado a Maxie enel campo antes de amanecer, quetenía violentas convulsiones en laspatas, la boca llena de espuma y quehabía perdido el control de losintestinos. Le convencí de que medejara el perro durante unas horas yquedamos en que lo recogería alvolver de San Diego, por la tarde o aprimera hora de la noche.

—¿Lo hizo?—Sí, alrededor de las siete de

la tarde.—Mientras tanto usted había

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examinado al perro.—Sí.—¿Y qué encontró?—Nada positivo, pero estaba

bastante seguro de que había tenidoun ataque epiléptico. No son raros enlos perros a medida que envejecen.Y los spaniels como Maxie sonespecialmente susceptibles. Una vezpasado el ataque, el perro serecupera inmediatamente y en formatotal. En realidad, la rapidez de larecuperación es lo que ayuda a hacerel diagnóstico.

—¿Usted le explicó eso al

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señor Osborne, doctor Loomis?—Lo intenté, pero se le había

metido en la cabeza lo del veneno yestaba convencido de que el perrohabía sido envenenado.

—¿Tenía alguna base paracreerlo?

—Ninguna, que yo sepa —aseguró Loomis—. Pero no me pusea discutir. Parecía un tema espinoso.

—¿Por qué?—A veces la gente se identifica

con su animal favorito, y tuve laimpresión de que el señor Osbornepensaba que alguien intentaba

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envenenarle a él.—Gracias, doctor Loomis.

Puede retirarse.El testigo siguiente fue Leo

Bishop. La lentitud de susmovimientos y la mirada de disculpaque le dirigió a Devon al pasar juntoa ella daban pruebas de la renunciacon que se presentaba ante elTribunal. Cuando respondió a laspreguntas de Ford sobre su nombre ydirección, lo hizo en voz tan baja queincluso el taquígrafo, tuvo quepedirle que hablara más alto.

—¿Quiere repetir, por favor,

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señor Bishop? —le pidió Ford.—Leo James Bishop.—¿Y la dirección?—Rancho Obispo.—¿Usted es el propietario del

rancho a la vez que se encarga de suexplotación?

—Sí.—¿Qué situación tiene su

rancho en relación con el de losOsborne?

—Está hacia el este y elsudoeste, separado por el río.

—En realidad, usted y losOsborne son vecinos inmediatos.

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—Si quiere, puede llamarlo así,porque ese «inmediatos» significauna buena distancia.

Una buena distancia y un río.—Naturalmente, usted conocía a

Robert Osborne.—Sí.—Le conocía desde hacía años.—Sí.—Señor Bishop, ¿quiere decir

al Tribunal cuándo y dónde le viopor última vez?

—Durante la mañana del 13 deoctubre de 1967, en el pueblo.

—¿En el pueblo de Boca del

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Río?—Sí.—¿Quisiera explicarnos en qué

circunstancias se produjo elencuentro?

—Uno de mis peones mejicanosvino a trabajar con contracciones deestómago. Como temía que lossíntomas pudieran ser resultado de uninsecticida que habíamos usado eldía anterior, le llevé en mi automóvila ver a un médico en Boca del Río.Por el camino vi el automóvil deRobert, aparcado frente a un café enla calle principal. Él estaba parado

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en la acera, hablando con una mujerjoven.

—¿Usted no tocó la bocina, nile saludó, ni nada de eso?

—No. Como parecía ocupadono le quise interrumpir. Ademásllevaba un enfermo en mi automóvil.

—Así y todo, lo natural hubierasido detenerse un momento parasaludar a un amigo.

—No era tan amigo —dijo Leoen voz baja—. Nos separaba unageneración. Y algunos viejosproblemas.

—¿Esos «viejos problemas»

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tendrían algo que ver con este caso?—Creo que no.Ford hizo como que consultaba

las hojas del legajo amarillo queestaba en la mesa delante de él, paratomarse el tiempo de decidir siseguía con el tema o si sería másprudente quedarse en el aspecto quehabía resuelto presentar. Demasiadaviveza podía ser un error, con lamentalidad escéptica del juezGallagher.

—Señor Bishop —prosiguió—,¿usted estuvo toda la mañanapresente en la sala, no es cierto?

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—Sí.—Entonces oyó declarar al

señor Estivar que a finales deseptiembre contrató a una cuadrillade mejicanos para trabajar en elrancho de los Osborne y que la nochedel 13 de octubre esos hombresdesaparecieron... Como agricultor,usted está familiarizado con lapiratería en cuestión de cuadrillas depeones, ¿es así, señor Bishop?

—Así es.—De hecho durante el verano

de 1965 usted comprobó que unacuadrilla que había contratado para

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la cosecha de melones desapareciódurante la noche siguiente al día depago.

—Exactamente.—Ahora bien, aparentemente lo

que pasó con esa cuadrilla y lo quesucedió con la del señor Estivar esmuy semejante. Sin embargo, hubouna importante diferencia, ¿no es así?

—Sí. A mis hombres loslocalizaron al mediodía siguiente. Unagricultor, de la zona de Chula Vistales había convencido de que estaríanmejor en sus tierras y por eso sefueron. Pero a los hombres del

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rancho de Osborne no se les encontrónunca. Es posible que cruzaran lafrontera antes de que la policía seenterara siquiera de que se habíacometido un crimen.

—¿Cuándo se enteró de que sehabía cometido un crimen, señorBishop?

—Más o menos a la una y mediade la noche me despertó un agente dela comisaría. Dijo que noencontraban a Robert Osborne y queestaban registrando los ranchos delos alrededores a ver si había rastrosde él.

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—¿Qué hizo usted entonces?—Me vestí y traté de ayudar en

la búsqueda, pero el agenteencargado de hacerlo me hizo volvera casa.

—¿Cómo se llamaba?—Valenzuela.—¿Por qué no aceptó su

ofrecimiento de ayudar?—Dijo que muchas veces una

búsqueda se echaba a perder porculpa de los aficionados, y que sidependía de él, no quería que pasaralo mismo con ésa.

—Muy bien, gracias, señor

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Bishop. Puede retirarse.Ford esperó a que Leo volviera

a ocupar su sitio en el sector de losespectadores y después pidió alempleado que llamara a comparecera Carla López.

Carla se levantó y se adelantóperezosamente hacia la partedelantera de la sala. En el aire seco ycálido, la camisa de nilón rosa yamarillo se le adhería como un imánal cuerpo húmedo. Si se sentíaincómoda o nerviosa se las arreglópara no demostrarlo. Prestójuramento con voz aburrida, mientras

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las enormes gafas redondas de sol ledaban un aire totalmente indefenso deAna, la huerfanita.

—Diga su nombre, por favor —indicó Ford.

—Carla Dolores López.—¿Es su apellido de casada o

de soltera?—De soltera. Como estoy en

trámite de divorcio, lo he vuelto ausar.

—¿Dónde vive usted, señoritaLópez?

—Calle Catalpa, 431,departamento nueve, San Diego.

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—¿Está empleada?—Dejé mi trabajo la semana

pasada y estoy buscando algo mejor.—¿Conocía a Robert Osborne,

señorita López?—Sí.—Hace unos minutos el señor

Bishop declaró que durante lamañana del 13 de octubre vio alseñor Osborne hablando con unamujer joven en las inmediaciones deun café, en Boca del Río. ¿Era ustedesa joven?

—Sí.—¿Quién inició la

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conversación?—¿A qué se refiere?—¿Quién fue el primero en

hablar?—Él. Iba yo sola por la calle

cuando se acercó y me preguntó sipodía hablar un momento conmigo.Como no tenía nada mejor que hacer,le dije que sí.

—¿De qué le habló el señorOsborne, señorita López?

—De mis hermanos —respondió Carla—, porque mis doshermanos mayores solían trabajarpara él y el señor Osborne quería

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saber si querrían volver a hacerlo.—¿Le dio algún motivo?—Dijo que la última cuadrilla

que había contratado Estivar noservía, que no tenían experiencia ynecesitaba que alguien como mishermanos les enseñaran a hacer lascosas. Le dije que a mis hermanos noles iba a volver a agarrar nidormidos para hacer ese tipo detrabajo y que no tenían por quévolver a agacharse y ponerse encuclillas como monos, si podíantrabajar como personas en unaestación de servicio.

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—¿El señor Osborne hizoalguna otra observación referente ala cuadrilla que estaba trabajandocon él?

—No.—¿No dio ningún indicio, por

ejemplo, de que sospechara quepudieran haber entrado al país sinpapeles?

—No.—¿No usó las palabras mojado

o alambre?—Que yo recuerde, no. El resto

de la conversación fue personal,sabe, entre él y yo.

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Las largas uñas plateadas de lamuchacha recorrieron su cuello comosi procuraran calmar alguna comezónmuy fuera de su alcance. Era elprimer signo de nerviosismo quedaba.

—¿Hubo algo en laconversación que pudiera tenerrelación con la presente audiencia?—interrogó Ford.

—No lo creo. Me preguntó porel bebé, todavía no se me notabanada, pero en un pueblo como ésetodo el mundo lo sabía, y me dijo quesu mujer también iba a tener uno.

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Pero parecía que la cosa le tenía unpoco inquieto. Tal vez temiera queresultara como él.

—¿Qué quiere usted decir coneso?

—Bueno, se habló muchísimode él cuando la señora de Bishop seahogó. Tal vez hubiera algo decierto, o tal vez fuera un yetatorecomo yo. Soy experta en esas cosas.Desde que nací tengo yeta.

—Ajá.—Por ejemplo, si bailara la

danza de la lluvia probablementehabría un año de sequía o un

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temporal de nieve.—Señorita López, el tribunal

tiene que ocuparse de hechos, no deyetas y danzas de la lluvia.

—Ocúpese usted de sus hechos—concluyó Carla—, que yo meocuparé de los míos.

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7 A la hora de comer, el éxodo de

la sala de audiencias fue más rápidoy más completo que en el descansode la mañana. Devon esperó hastaque no quedó más que el ujier, que lamiró con curiosidad.

—Esta sala se cierra amediodía, señora.

—Está bien, gracias.—Si no se siente bien, hay un

cuarto de descanso para señoras enel sótano y allí puede conseguir café

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y cosas parecidas.—Estoy bien —le aseguró

Devon.Agnes Osborne, más fatigada

que hambrienta, había vuelto a suapartamento a descansar. Al no estarella por medio, Devon pensó que Leopodría estar esperándola en lagalería para comer juntos, pero nohabía ni rastro de él. La galeríaestaba desierta, salvo una pareja deturistas que tomaban fotos de una delas ventanas enrejadas; en un huecoque había más allá de la hilera decabinas telefónicas estaba

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Valenzuela, el ex policía, hablandocon una mejicana baja y fornida quesostenía un niño con el brazoizquierdo. La criatura tenía unchupete en la boca y observaba aValenzuela con distraído interés.

Después de haberse mostradoapuesto y elegante por la mañanatemprano, Valenzuela empezaba amostrar los efectos del calor y latensión. Se había quitado la chaquetay la corbata y, bajo los brazos, sucamisa a rayas mostraba oscurossemicírculos, como la mancha de unasecreta culpa. Cuando Devon pasó a

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su lado, le saludó con la cabeza, sinhablar. Entre ellos estaba todo dicho:

«—Hice lo que pude, señoraOsborne. Recorrí los campos, draguéel estanque, busqué de un lado a otroen el lecho del río. Pero hay ciencampos más, y una docena deestanques, y el lecho del río tienekilómetros y kilómetros.

»—Tiene que intentarlo otravez, haga la prueba.

»—No servirá de nada. Creoque se lo llevaron a Méjico.»

A la primavera siguiente,Valenzuela llamó por teléfono a

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Devon y le dijo que había dejado detrabajar en la oficina del comisario yque estaba haciendo seguros. Lepreguntó si quería hacerse alguno, yella, muy cortésmente, se negó...

A unas pocas manzanas deltribunal encontró un pequeño puestodonde vendían hamburguesas. Sesentó en una mesa algo más grandeque un pañuelo y pidió unahamburguesa con patatas fritas. Elolor de la grasa rancia, la botella deketchup llena de espesoschorretones, el tenue bistec de carnepicada, idéntico a los que había

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comido en Filadelfia, Boston oHaven, todo era tan normal y familiarque Devon se sintió como unamuchacha cualquiera que almuerza enun puesto de venta de hamburguesas,sin tener nada que ver con jueces niujieres, y comió lentamente paraprolongar su papel de muchachanormal.

Después del almuerzo, de malagana, echó a andar hacia la sala deaudiencias, deteniéndose de vez encuando para mirar el mar. «Creo quese lo llevaron a Méjico», había dichoValenzuela. «O quizá lo arrojaron al

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mar y una marea alta lo devolverá.»Cien mareas subieron y bajaron antesde que Devon dejara de esperar, y susuegra esperaba todavía. Devonsabía que la anciana llevaba en elbolso una tabla de mareas, que aúnseguía andando kilómetros ykilómetros por la playa todas lassemanas, atenta a cada mancha que seveía en el agua y que resultaba seruna boya, un ave marina o algúntrozo de madera flotante. «En aguasalada y con este frío pueden pasaruna o dos semanas hasta que seformen en los tejidos los gases que

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llevan un cuerpo a la superficie.» Laprimera semana pasó, pasó lasegunda y pasaron cincuenta más.«No todo lo que va a parar al marvuelve a salir, señora Osborne.»Cada marea llevaba a la costa milcosas flotantes y las extendía sobrela playa: maderas, medusas, huevosde tiburón, colimbos, cormoranes yaves con las plumas pegoteadas depetróleo, nasas de langostas, botellasde plástico, zapatos, prendas devestir... Cada fragmento de tela ycada zapato había sido recogido yllevado a una habitación del sótano

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del departamento del comisario parasecarlo y examinarlo. Nadapertenecía a Robert.

Devon se apartó del mar yapretó el paso. En ese momentodescubrió a Estivar, sentado en unbanco de la parada del autobús, bajoun álamo plateado. Al más levemovimiento del aire los discosplateados de las hojas se movían ysaltaban, y su rápido desplazamientoalteraba luces y sombras, de modoque desde cierta distancia el rostrode Estivar parecía muy animado. Alacercarse, Devon vio que en realidad

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no era más animado que el banco decemento. El hombre se levantólentamente cuando ella se aproximó,como si lamentara verla.

—¿No ha ido a comer, Estivar?—preguntó Devon.

—Más tarde. Los demás queríanhacer una comida campestre en elzoológico y me dejaron un bocadilloy un aguacate. ¿Quiere sentarse,señora Osborne?

—Sí, gracias —al sentarse,Devon pensó si el banco estaríahecho de cemento porque era unmaterial duradero o porque su áspera

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frialdad desalentaría a cualquieraque quisiera quedarse allí demasiadotiempo—. ¿No le gusta el zoológico?

—Lo que está vivo no debeestar enjaulado. Prefiero mirar elmar. Toda esa agua, imagínese lo quepodríamos hacer en el rancho contoda esa agua... ¿Dónde está laseñora mayor?

—Se fue a su casa a descansarun rato.

—Sé que se molestó poralgunas de las cosas que declaré estamañana. Pero no tenía más remedio,porque son la verdad y estaba bajo

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juramento. ¿Qué esperaba? Tal vezalguna de esas bonitas mentiras enlas que ella cree.

—No tiene que ser tan duro conella, Estivar.

—¿Por qué? Ella es duraconmigo. En el descanso de lamañana la oí hablar con el abogado.Desde el otro lado oí quepronunciaba mi nombre como sifuera una palabra fea. ¿Qué tienecontra mí? Bien que me ocupé dehacer funcionar el rancho cuando suhijo era demasiado pequeño parapoder ayudar y su marido

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demasiado... —Estivar retuvobruscamente el aliento, como alguiena quien le han dado un codazo deadvertencia en el estómago.

—¿Demasiado qué?—Está muerto, ya no importa.—A mí me importa.—Pensé que a estas alturas lo

habría descubierto sola.—Lo único que sé es que murió

en un accidente.—Ese fue el veredicto.—¿Y no está de acuerdo?—Si uno anda buscándose los

accidentes y provocándolos, ya no se

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les puede llamar accidentes. El«accidente» del señor Osbornesucedió antes de las diez de lamañana y ya había bebido bastanteaguardiente como para paralizar acualquiera —Estivar separó lasmanos con un gesto de desaliento—.No fue mala suerte que se mataracuando apenas tenía cuarenta y tresaños, fue buena suerte queconsiguiera vivir hasta entonces.

—¿Desde cuándo eraalcohólico?

—No estoy seguro. Entre losdos se las arreglaron para mantenerlo

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en secreto durante muchos años, perofinalmente llegó a tal punto quecuando se contrataba una nuevacuadrilla les bastaba mirarlo paratildarlo de borrachín.

—¿Por eso de pequeño Robertpasaba tanto tiempo con usted?

—Sí. Solía venirse a mi casacuando las cosas se poníandemasiado mal. No iba a declararnada de eso como testigo, pero lasemana pasada se lo conté al señorFord. Me estuvo preguntandocantidad de cosas sobre los Osborney tuve que decirle la verdad. Sé que

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ella jamás lo haría, jamás se lo contóa nadie. Era como si jugara un juego.Si el señor Osborne estabademasiado bebido para ir a trabajar,ella decía que tenía gripe, o dolor decabeza, o que le dolía la espalda, olas muelas. Una vez que hubo quellevarlo desde el campo, helado yapestando a whisky, ella pretendíaque tenía una insolación, aunque eraun día de invierno con un solpaliducho y frío. Ella pagaba a mihijo, Rufo, para que se llevara lasbotellas vacías todas las semanas,pero así y todo era incapaz de

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admitir la verdad —Estivar levantóla cabeza y miró con aire ceñudo lasredondas hojas plateadas, como sifueran los dólares que le habíanpagado a Rufo para que se deshicierade las botellas—. Todo ese asuntodel encubrimiento era una estupidez,pero uno no podía dejar de admirarlapor la seriedad con que se lo tomabay las agallas que tenía, especialmentecuando él se ponía pendenciero.

—¿Y cómo le manejaba ellaentonces?

—Intentó muchísimas cosas, lomismo que cualquier mujer casada

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con un borracho, pero finalmentellegó a una rutina. De un modo o deotro se lo llevaba al salón, cerrabalas puertas y ventanas y corría lascortinas. Entonces empezaba ladiscusión, y si las voces subíandemasiado se sentaba al piano yempezaba a tocar, para cubrirlas, unapieza con acordes muy sonoros,como la «Marcha del torero». Asícomo no podía admitir que él bebía,tampoco podía admitir que sepeleaban. Claro que todo el mundose daba cuenta. Hasta los hombresque trabajaban en las inmediaciones,

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cuando oían el piano, se miraban y sereían.

—¿Y Robert?—Muchas discusiones eran

sobre él y cómo había que educarlo,con qué disciplina y todo eso. Peroaunque el chico jamás hubiera nacidohabrían discutido igual. No era másque una percha que les servía paracolgarle cosas. Cuando fue mayor, alos diez u once años, traté deexplicárselo. Le dije que no era lacausa del problema y no podíaresolverlo, de modo que lo mejorque podía hacer era aprender a vivir

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con él.—¿Y cómo podía entender

semejante cosa un chico de diezaños?

—Creo que lo entendió. Detodos modos, solía aparecer por micasa cuando sentía que se acercabauna tormenta. A veces no se dabacuenta a tiempo y se encontrabaatrapado entre los dos. Un día oí quela música del piano empezaba muy,muy fuerte y esperé que Robbieviniera, hasta que al fin me fui hastala casa para ver qué era lo quepasaba. Ella se había olvidado de

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correr las cortinas de una de lasventanas laterales y pude verlos a lostres en el cuarto. Ella estaba sentadaal piano, con Robbie a su lado en labanqueta, con aspecto de sentirse maly muy asustado. El señor Osborneestaba erguido ante la chimenea y lasvenas del cuello se le notaban comosi fueran cuerdas. Él movía la boca yella también, pero todo lo que se oíaera el «bang, bang, bang» de esepiano, tan fuerte como para despertara un muerto. «Adelante, soldadoscristianos».

—¿Cómo dice?

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—Es lo que ella tocaba y tocabasin parar, «Adelante, soldadoscristianos». Ahora parece cómicoque usara ese himno, pero le aseguroque entonces no era nada cómico. Lapelea era igual que todas las demás,larga, mezquina, a muerte, de ese tipoen que nadie puede ganar y todo elmundo pierde, especialmente losinocentes. Quería sacar a Robbie deese cuarto y de esa casa, hasta quelas cosas se tranquilizaran, así queentré y empecé a golpear con todasmis fuerzas sobre la puerta del salón.Más o menos un minuto después el

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piano se calló y la señora Osborneabrió la puerta. «Ah, Estivar», dijo,«teníamos un pequeño concierto.» Lepregunté si Robbie podía venir aayudar a mi hijo Cruz a hacer losdeberes, y ella respondió que sí, quede todos modos no creía que aRobbie le interesara mucho lamúsica... A veces, cuando medespierto por la noche juraría queoigo el sonido de ese piano, aunqueya no está allí y yo mismo ayudé alos de la mudanza a sacarlo de lacasa.

—¿Por qué me cuenta todo

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esto?—Nadie más se lo va a contar y

es hora de que lo sepa.—Pero yo no quería saberlo.—Señora, usted quería saber

mucho más de lo que quería contarle,y especialmente hoy. Pero ¿quiénsabe? Tal vez no tenga otraoportunidad de hablarle de estamanera.

—Lo dice como si fuera asuceder algo.

—Siempre sucede algo.—El rancho seguirá siendo el

mismo —aseguró Devon—. Y usted

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seguirá siendo el capataz. No piensocambiar nada.

—La vida es algo que le pasa auno mientras piensa hacer otrascosas. Lo leí en alguna parte, y escomo la música del piano, no se meva de la cabeza.

Toda la vida de Robbie estabaprogramada: el instituto, launiversidad, una profesión. Ydespués el padre se cae de un tractory las cosas cambian antes de haberpodido siquiera empezar.

El silencio se instaló entre losdos, subrayado por todos los ruidos

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que les rodeaban: el rugido de losaviones que aterrizaban ydespegaban en el aeropuertoLindbergh y en el aeropuerto militar,al otro lado de la bahía. En la cimade una palmera próxima, un sinsontehabía empezado a cantar. Octubre noera época para cantar, pero de todosmodos el pájaro cantaba conestridente placer, y el rostro deEstivar se suavizó al oírlo.

—Escuche el sinsonte —dijo.—¿Por qué canta ahora? —

preguntó Devon.—Porque quiere. Para un pájaro

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es razón suficiente.—Tal vez piense que es

primavera.—Tal vez.—Qué suerte tiene.Una campana empezó a dar el

primer cuarto de hora, y Estivar selevantó apresuradamente.

—Es hora de que vaya a buscara mi familia.

—Pero no se ha comido elbocadillo.

—Me lo comeré en el jeep.Devon también se levantó.

Tenía calor y sentía los ojos secos y

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cansados, como si hubieran vistodemasiadas cosas muy rápidamente ynecesitaran descansar en algún lugartranquilo y sombreado.

—Lamento haber tenido quedecirle cosas que no quería saber —se disculpó Estivar.

—Usted tiene razón. Necesitotoda la información posible parapensar algo sensato.

La vida, señora Osborne, es loque le pasa a uno mientras estápensando en hacer otras cosas.

Devon echó a andar lentamentehacia la sala de audiencias, como si

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al retrasar su regreso pudieraretrasar el proceso y el veredicto. Nodudaba de cuál sería el veredicto.Robert, que había muerto una docenade veces ahogado por la melodía de«Adelante, soldados cristianos» y la«Marcha del torero», moriría estavez ahogado por el murmullo neutroy anónimo de la sala y los esfuerzosdel juez por silenciarlo.

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8 El tribunal volvió a reunirse con

diez minutos de retraso porque eljuez Gallagher se encontróbloqueado por un embotellamientode tráfico cuando regresaba de suclub, pero incluso con esa inesperadatolerancia de tiempo, AgnesOsborne, que debía ser el primertestigo de la tarde, todavía no sehabía presentado a la una y cuarentay cinco. El tribunal deliberó ydecidió no retrasar los

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procedimientos esperando a laanciana señora y llamar al testigosiguiente.

—Dulzura González.Dulzura oyó su nombre, pero no

respondió hasta que Jaime le dio uncodazo en el costado, diciéndole:

—Oye, eres tú.—Ya sé que soy yo.—Bueno, date prisa.Sofocada por el miedo, a

Dulzura le costó ponerse de pie ysalir al pasillo, pero una vez enmovimiento caminó tan rápidamenteque su enorme vestido se arremolinó

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a su alrededor como una carpasacudida por una tormenta.

—¿Jura usted que el testimonioque va a dar en el asunto pendienteante este tribunal será la verdad, todala verdad y nada más que la verdad?

Dulzura juró y su manoizquierda dejó húmedas huellassobre la baranda de madera querodeaba el asiento de los testigos.

—Su nombre completo, porfavor —pidió Ford.

—Dulzura Inés María AmataGonzález.

—¿Apellido de casado o de

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soltera?—De soltera —la risita

nerviosa que acompañó a larespuesta se expandió por la sala,despertando pequeños accesos derisa y una ráfaga de duda.

—¿Dónde vive usted, señoritaGonzález?

—En el mismo lugar que losdemás..., ya sabe, en el rancho de losOsborne.

—¿Qué es lo que hace allí?—Bueno, montones de cosas.—Me refiero a qué es lo que le

pagan por hacer, señorita González.

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—En principio la cocina y ellavado. Y de vez en cuando un pocode limpieza.

—¿Cuánto hace que trabaja paralos Osborne?

—Siete años.—¿Quién la contrató?—La señora mayor. En ese

momento no había nadie más queella. El señor Osborne había muertoy el muchacho estaba en la escuela.Estivar, que es primo mío, me diouna buena recomendación en unpapel.

—Señorita González, quiero

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que intente recordar los sucesos del13 de octubre del año pasado.

—No hace falta que lo intente.Me acuerdo.

—¿Hubo circunstanciasespeciales que grabaron ese día en sumemoria?

—Sí, señor. Era micumpleaños. Por lo general lo tengolibre para celebrarlo y puede ser queme vaya a Boca con uno o dos de losmuchachos después del trabajo. Peroese día no se podía porque eraviernes 13 y no me permiten salir decasa en viernes 13.

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—¿No le permiten?—Uno que lee las manos me

dijo que no lo hiciera porque tengounas líneas raras en las manos, asíque me quedé en casa como si nofuera ningún día especial; preparé lacena y la serví.

—¿A qué hora?—A eso de las siete y media, un

poco más tarde que de costumbreporque el señor Osborne habíaestado en la ciudad.

—¿Vio al señor Osbornedespués de cenar?

—Sí, señor. Vino a la cocina

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mientras estaba lavando. Me dijo quese había olvidado de comprar miregalo de cumpleaños, como le habíadicho la señora, y me preguntó siaceptaría el dinero, y le dije queclaro que sí.

—¿El señor Osborne llevabalas gafas puestas cuando entró en lacocina?

—No, señor. Pero veía bien, asíque me imagino que tenía esospedacitos de cristal sobre los globosde los ojos.

—Las lentes de contacto.—Sí.

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—¿Qué le dio como regalo decumpleaños, señorita González?

—Un billete de veinte dólares.—¿Lo sacó de la cartera en su

presencia?—Sí, señor.—¿Le llamó la atención algo en

la cartera?—Estaba llena de dinero. Nunca

había visto la cartera del señorOsborne y me sorprendió y hasta mepreocupó. A los muchachos no lespagan mucho.

—¿Los muchachos?—Los peones que van y vienen.

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—¿Los eventuales?—Sí. Para ellos sería una

tentación descubrir cuánto dinerollevaba encima el señor Osborne.

—Gracias, señorita González.Puede...

—No digo que ninguno de elloslo haya hecho, que lo hayan matadopor el dinero. Lo único que digo esque un montón de dinero es unatentación muy grande para un pobre.

—Lo entendemos, señoritaGonzález. Gracias... Que pase elseñor Lum Wing, por favor.

Lum Wing, a quien la hora de

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sol que había pasado en el parque lehabía levantado el ánimo, dio sunombre en voz alta y clara, conrastros de acento sureño.

—¿Dónde vive usted, señorWing?

—A veces en un lado, a vecesen otro. Donde hay trabajo.

—Pero tiene una dirección fija,¿no?

—Cuando no tengo nada mejorque hacer me quedo en casa de mihija, en Boca del Río. Tiene seiscríos y comparto la habitación condos de mis nietos, así que lo evito

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todo lo posible.—¿Cuál es su profesión, señor

Wing?—Solía ser cocinero de un

circo, pero me jubilé, como les dicemi hija a los vecinos. En realidad, elcirco se deshizo.

—Y en su condición dejubilado, ¿hace chapuzas de vez encuando?

—Sí, señor, para salir de casa.—¿Ha estado en diversas

ocasiones en el rancho de losOsborne por razones de trabajo?

—Sí.

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—En este momento trabaja allí,¿verdad?

—Sí, señor.—Y hace un año, el 13 de

octubre, ¿estaba allí también?—Sí.—¿Qué alojamiento tiene

cuando trabaja en el rancho?Lum Wing describió su vivienda

en el encortinado rincón del antiguogranero que servía como comedor delos peones. Al atardecer del 13 deoctubre había preparado la comidacomo de costumbre. Cuando loshombres se fueron a celebrar el día

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de pago en Boca del Río, Lum Winghabía corrido la cortina, preparadoel tablero de ajedrez y abierto unabotella de vino. Cuando el vino ledio sueño, se había echado en sucatre y debía haber dormitado,porque su recuerdo siguiente erahaber oído voces que hablaban enespañol, alto y rápido, al otro ladode la cortina. A veces las mesas delcomedor servían para satisfacer otrasnecesidades básicas, aparte de lacomida, y Lum Wing se habíahabituado a ignorar lo que sucedía.Se movió silenciosamente en la

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oscuridad para comprobar quépasaba con su estuche de cuchillos,su reloj de bolsillo y su juego deajedrez; también se fijó en el resto dela botella de vino y en el cinturón enque guardaba su dinero y que no sequitaba ni para dormir. Como todoestaba en orden, se volvió a su catre.Las voces seguían oyéndose.

—¿Reconoció usted alguna deellas? —preguntó Ford.

Después de un momento devacilación, Lum Wing sacudió lacabeza.

—¿Logró oír lo que decían?

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—Hablaban demasiado rápido,y además yo no escuchaba.

—¿Entiende usted español,señor Wing?

—Cuatro o cinco palabras.—Y me imagino que en esa

ocasión no llegó a oír ninguna deesas cuatro o cinco palabras.

—Soy un anciano. Me ocupo demis cosas. No escucho, no oigo, nome meto en líos.

—Pero esa noche hubo mucholío, señor Wing. Escuchara o noescuchara, usted tiene que haber oídoalgo. Aparentemente tiene la

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audición normal para una persona desu edad.

—A veces no tan normal —LumWing enseñó al Tribunal cómo sehacía tapones para los oídos controcitos de papel—. Y además de lostapones estaba el vino que me habíadado sueño. Estaba cansado. Trabajomucho, de pie desde antes de lascinco, todas las mañanas, haciendoesto y aquello.

—Está bien, señor Wing, lecreo... Usted ha trabajado variasveces en el rancho de los Osborne,¿no es así?

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—Seis o siete.—¿Robert Osborne hablaba

español?—Conmigo, no —Lum Wing

miró al cielorraso con aire ausente.—Bueno, ¿alguna vez le oyó

hablar en español con los hombres?—Quizá dos o tres veces.—¿Y tal vez con más

frecuencia? ¿Con bastante másfrecuencia?

—Quizá.—En realidad, ¿no habría sido

muy posible que usted reconociera lavoz del señor Osborne aunque

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estuviera hablando una lenguaextranjera?

—No quisiera decir eso. Noquiero liar las cosas.

—Las cosas ya están liadas,señor Wing.

—Podría ser peor.—Para Robert Osborne, no.—Había otros —acotó el

anciano, parpadeando—. Otra gente.El señor Osborne no hablaba solo.¿Por qué iba a estar solo hablando enespañol?

—Entonces, ¿usted reconoció lavoz del señor Osborne esa noche?

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—Tal vez. Pero no lo juro.—Señor Wing, tenemos razones

para creer que ésa no, en el mismocuarto donde usted dice haber estadodurmiendo, tuvo lugar una pelea queterminó con un asesinato. ¿Se dacuenta de eso?

—No cometí ningún asesinato niintervine en ninguna pelea. Dormíatan inocentemente como un niño conmis tapones en los oídos, hasta que elseñor Estivar me despertósacudiéndome por el brazo yalumbrándome la cara con unalinterna. Le pregunté qué pasaba y me

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dijo lo que pasaba, que noencontraban al señor Osborne y quehabía sangre por todo el suelo y lapolicía estaba en camino.

—¿Y qué hizo usted entonces,señor Wing?

—Me puse los pantalones.—Se vistió.—Es lo mismo.—Me imagino que para

entonces se había sacado los taponesde los oídos.

—Sí, señor.—¿Y podía oír perfectamente?—Sí, señor.

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—¿Qué oyó, señor Wing?—Nada. Pensé, qué raro tanto

silencio, ¿dónde estarán todos? ymiré por la ventana. Y vi luces portodo el rancho, en la viviendaprincipal, en la casa de Estivar, elgaraje donde guardan la maquinariapesada, el cobertizo, hasta en algunostamariscos cerca del estanque. Penséde nuevo qué pasaría, con tantasluces y sin ruido, y entonces vi que elcamión grande donde vinieron loshombres no estaba y que el cobertizoestaba vacío.

—¿A qué hora fue eso, señor

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Wing?—No lo sé.—Pero usted dijo antes que

tenía un reloj de bolsillo.—Ni se me ocurrió mirarlo.

Estaba asustado, quería irme de allí.—¿Se fue?—Abrí la puerta..., hay dos

puertas en el edificio, la de delante,que usan todos los hombres, y la deatrás, que es la mía. Salí fuera y ahíestaba Cruz, el hijo mayor deEstivar, entre el cobertizo y yo y conun rifle al hombro.

—¿Habló con él?

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—Él me habló. Me dijo que mevolviera dentro y me quedara allíporque la policía estaba en camino yque cuando me preguntaran si habíatocado algo era mejor que pudieradecirles que no. Entonces me sentéen el borde del catre y cinco o diezminutos después llegó la policía.

En la sala de audiencias se oyóun movimiento repentino, como si lallegada de la policía marcara el finalde un período de tensión y diera a lagente libertad para cambiar depostura. Tosieron, se movieron,hablaron en voz baja con sus

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vecinos, suspiraron, bostezaron, seestiraron.

Ford esperó que los ruidos seapagaran. Sin tener que darse lavuelta hasta situarse frente alpúblico, lograba ver que el lugar quehabía ocupado durante la mañanaAgnes Osborne seguía vacío. Laincomodidad que le producía suausencia estaba teñida de culpa;quizá le había hablado condemasiada aspereza. Las mujeresbruscas como la anciana señora, queparecían provocar la brusquedad delos otros, eran a veces las menos

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capaces de tolerarla.—¿Qué sucedió después de la

llegada de la policía, señor Wing?—preguntó Ford.

—Mucho, mucho ruido,automóviles por todos lados,portazos, gente que hablaba y gritaba.En seguida uno de los agentes vino ahacerme preguntas como las que mehizo usted, si vi algo, si oí algo, perosobre todo sobre mis cuchillos.

—¿Cuchillos?—Llevo conmigo mis cuchillos

de cocina: la cuchilla, cuchillos depicar, de pelar, de trinchar... siempre

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limpios y afilados, en un estuchecerrado, y la llave la tengo en elcinturón del dinero. Abrí el estuche yle mostré que estaban todos, nadahabía sido robado.

—¿Alguna vez oyó hablar de uncuchillo mariposa?

—¿Un cuchillo para matarmariposas? —el rostro impasible deLum Wing mostró toda la sorpresa deque era capaz.

—No, uno que cuando la hojaestá abierta se parece a unamariposa.

—Esas tonterías son para los

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mejicanos. Por aquí todos andan concuchillos, cuanto más raros mejor,como si fueran alhajas.

—Cuando el agente le interrogóesa noche, ¿no pudo darle másinformación que la presentada estatarde al tribunal?

—No, nada más.—Gracias, señor Wing. Puede

volver a su asiento... Que se presenteJaime Estivar, por favor.

Cuando se encontraron en elpasillo, el viejo y el muchachocambiaron una mirada de perplejidady resignación: se encontraban en un

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mundo en que imperaba una edad queLum Wing ya había pasado y queJaime no había alcanzado aún, unmundo que a ninguno de los dos leimportaba y que no comprendían.

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9 —Para que conste —aclaró

Ford—, ¿quiere darme su nombre,por favor?

—¿El de bautismo o el de laescuela?

—¿Hay diferencia?—Sí, señor. Me bautizaron con

cinco nombres, pero en la escuela nouso más que Jaime Estivar porque sino ocuparía demasiado espacio en ellibro de notas y de asistencia y cosasasí —Jaime había jurado decir la

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verdad, pero lo primero quearticulaba era una mentira que,además, escapó de su lengua sin uninstante de vacilación. Losmuchachos a quienes admiraba en laescuela se llamaban Chris, Pete, Tim,o a veces Smith, McGregor o Jones;Jaime no podía permitir quedescubrieran que se llamaba enrealidad Jaime Ricardo SalvadorLuis Hernando Estivar.

—Con tu nombre escolar esbastante —respondió Ford.

—Jaime Estivar.—¿Qué edad tienes, Jaime?

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—Catorce años.—¿Y vives con tu familia en el

rancho de los Osborne?—Sí, señor.—Háblanos de tu familia,

Jaime.—Bueno, hum..., no sé qué decir

—Jaime echó una mirada haciadonde estaban sus padres, Dulzura yLum Wing como si buscarainspiración, y no la encontró—.Quiero decir que no es más que unafamilia, nada en especial.

—¿Tienes hermanos yhermanas?

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—Sí, señor. Tres de cada.—¿Todos viven en tu casa?—Sólo yo y mis dos hermanas

menores que son mellizas. Mihermano mayor, Cruz, está con elejército en Corea. Rufo se casó yvive en Salinas y Felipe encontró unbuen trabajo en una planta de avionesen Seattle. Para Navidad me mandódiez dólares y quince para micumpleaños.

—Cuando tus hermanos estabanen casa, todos tenían tareas que haceren el rancho, ¿no es cierto?

—Sí, señor.

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—¿Y tú?—Ayudo después de la escuela

y durante los fines de semana.—¿Y te pagan?—Sí, señor.—¿Cuánto?—Mi papá me da el dinero y me

dice que me vaya a comprar unCadillac.

—Lo que quería decir es si tepagaban por hora o por tarea.

—Generalmente por tarea. Ydurante los tres últimos años, partedel tiempo administré mi propionegocio. Calabazas.

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—Eres bastante joven paratener tu propio negocio.

—Bueno, no gano mucho dinero—admitió Jaime con seriedad.

—¿Y cómo fue que te iniciasteen el negocio de las calabazas,Jaime? —interrogó Ford con unasonrisa.

—Lo recibí de Felipe, lo mismoque él de Rufo y Rufo de Cruz. Todoempezó cuando el viejo señorOsborne le prestó a Cruz un campopara que cultivara algo que lepermitiera ahorrar dinero para sueducación. Cruz y Rufo plantaron un

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montón de cosas distintas, y a Felipese le ocurrió lo de las calabazas.Crecen rápido y no dan muchotrabajo y para comienzos de octubrese las cosecha todas juntas.

—¿Y eso fue lo que hiciste acomienzos de octubre de 1967?

—Sí, señor.—Después de recoger y vender

las calabazas, ¿enterraste losrastrojos?

—Cuando mi padre me dijo quemás valía que lo hiciera.

—¿Qué día era?—Un sábado por la mañana, el

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4 de noviembre, tres semanasdespués de que desapareciera elseñor Osborne. Para entonces lostallos se estaban secando y muchosestaban rotos, sabe, porque lospisoteaba la gente que andababuscando pistas y cosas por el estilo.

—¿Y alguien encontró «pistas ycosas por el estilo»?

—No creo, por lo menos en elcampo de calabazas.

—¿Y tú?—Encontré el cuchillo —evocó

Jaime—. El cuchillo mariposa.—¿En qué parte del campo

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estaba?—En el ángulo sudoeste.—¿El que está más próximo al

camino que sale del rancho?—Sí, señor.—¿Estaba enterrado?—No, señor. Parecía como si

alguien lo hubiese tirado desde laventanilla de un automóvil paradeshacerse de él y como si medio sehubiese clavado en uno de los tallos.

—Te voy a enseñar un cuchillopara que me digas si es el queencontraste —Ford sostuvo en alto elcuchillo, que llevaba ahora un rótulo

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de identificación—. ¿Es éste, Jaime?—No estoy seguro.—Cógelo y fíjate.—No quiero..., sí, está bien.—¿Es el cuchillo que

encontraste?—Creo que sí, sólo que ahora

parece más limpio.—En el laboratorio de la

policía le sacaron algunas manchasde sangre para analizarlas. Salvo esadiferencia, ¿dirías que es el cuchilloque encontraste en el campo decalabazas?

—Sí, señor.

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—¿Estaba abierto y la hojafuncionaba como ahora?

—Sí, señor, estaba abierto.—¿Antes de entonces habías

visto un cuchillo como éste?—Hay un par de chicos que

llevan cuchillos mariposa a laescuela.

—¿Para presumir? ¿En broma?—No, señor, en serio.El cuchillo fue presentado como

prueba, numerado y vuelto a colocarsobre la mesa del empleado deltribunal. Dos de las muchachas delinstituto que había entre el público se

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pusieron de pie para ver mejor elarma, pero el ujier no tardó enordenarles que se sentaran.

—Ahora, Jaime —prosiguióFord—, quiero que vayas hasta elmapa que está sobre el tablero y quecon uno de los indicadores de colorseñales la situación del campo decalabazas.

—¿Cómo?—Dibujas un rectángulo y junto

a él pones las palabras «campo decalabazas».

Jaime hizo lo que se leindicaba. Le temblaba la mano y los

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límites del campo de calabazassalieron desiguales, como si el viejoseñor Osborne los hubiera trazadopersonalmente en uno de sus días deborrachera y nadie se hubierapreocupado de rectificarlos. Jaimeseñaló la zona donde habíaencontrado el cuchillo con un círculodentro del cual trazó una letra C.Después volvió al sitio de lostestigos y Ford siguió interrogándole.

—Jaime, entiendo que elnegocio de las calabazas sólo te teníaocupado durante un par de meses delaño.

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—Sí, señor. A fines del veranoy comienzos del otoño.

—Y durante el resto del añotenías otras tareas en el rancho, ¿noes así?

—Sí, señor.—¿Y esas tareas te ponían en

contacto con las distintas cuadrillasde peones eventuales?

—No mucho. Trabajo sobretodo después de la escuela y durantelos días de fiesta y los fines desemana. Y mi padre me ordenabamantenerme lejos del comedor y delcobertizo de los peones.

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—¿Así que no conocíaspersonalmente a ninguno de loshombres?

—No, señor. Por lo menos, noera frecuente.

—Ahora, respecto de lacuadrilla que fue contratada durantela primera mitad de octubre de 1967,quisiera saber si conocías por sunombre a alguno de los hombres.

—No, señor.—¿Recuerdas algo en especial

sobre esa cuadrilla?—Únicamente el viejo camión

en que vinieron. Estaba pintado de

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color rojo oscuro y me fijé porqueera el mismo rojo de la camionetaque usaba Felipe para enseñarme aconducir. Ya no está, así que meimagino que el señor Osborne lavendió porque muchas veces se leestropeaba la caja. Los chicos queaprenden a conducir en la escuelausan automóviles con cambioautomático —concluyó Jaime, conaire entre despectivo y envidioso.

—No tengo más preguntas quehacerte, Jaime. Gracias.

El muchacho volvió a su sitiocon tanta prisa como si temiera que

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el abogado cambiara de parecer,pero la atención de Ford se dirigía aotra cosa: el asiento vacío que habíajunto a Devon.

—Mi testigo no se hapresentado aún —le explicó al juezGallagher—. Es la madre de RobertOsborne.

—¿Dónde está?—Lo ignoro.—Bueno, averígüelo.—Lo intentaré. Necesito un

breve descanso.—¿Diez minutos?—Media hora sería mejor.

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—Señor Ford, en algún lugardel condado de San Diego hay eneste mismo momento por lo menos uncontribuyente enfurecido que estácalculando exactamente cuánto lecuesta cada minuto de este caso. ¿Séda cuenta de eso?

—Sí, Señoría.—El tribunal hace un descanso

de diez minutos.Mientras la sala empezaba a

vaciarse. Ford se dirigió al lugardonde estaba sentada Devon. Lehabría gustado sentarse junto a ella.Notaba las piernas cansadas y en la

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parte superior del cuerpo tenía lasensación de que las vértebras se lehubieran ablandado y se le hubieranaflojado los discos que las unían.

—¿Dónde está la señoraOsborne? —preguntó.

—Se fue a su casa a descansaral mediodía, pero iba a volver a launa y media.

—Le avisé que después deldescanso de la comida la iba apresentar como testigo. Puede_ quese haya olvidado.

—Yo no diría eso. Es unapersona muy meticulosa para esas

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cosas, y muy puntual.—Entonces tal vez sea mejor

que alguno de nosotros vaya a verpor qué de repente ha dejado de sermeticulosa y puntual.

—Pero le pone enferma que laanden buscando. Le hace sentirsevieja.

—Es hora de que se vayaacostumbrando —interrumpió Ford—. Al final de la galería hayteléfonos públicos.

—Tal vez no se lo tome tan amal si la llama usted.

—No lo creo. Yo soy el hombre

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malo que le hace preguntasdesagradables, y usted es su nueraque la quiere.

—¿De veras?—Hasta que termine este juicio,

sí.Cinco de los seis teléfonos

públicos que había en la galeríaestaban ocupados y las cabinasparecían ataúdes puestos en posiciónvertical, sin que sus ocupantesestuvieran muertos en realidad, sinoque hubieran sido puestos en unestado de animación suspendida, a laespera de un mundo mejor. La sexta

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cabina tenía la puerta abierta, comosi invitara a Devon a que tambiénentrara a esperar. La joven cerró lapuerta de cristal y, como había hechocincuenta o cien veces en el cursodel último año, empezó a marcar elnúmero de la casa de AgnesOsborne, pero la mano se le quedóinmovilizada sobre el disco. Nopodía recordar más que las dosprimeras cifras y tuvo que buscar elnúmero en la guía como si hubierasido el de algún extraño. «Usted essu nuera que la quiere... Hasta quetermine este juicio, sí.»

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El timbre del teléfono se oía,alto y agudo, y Devon apartó elreceptor de la oreja hasta que elruido pareció un poco másimpersonal y remoto. Seis llamadas,ocho, diez. La casa de AgnesOsborne era pequeña y desdecualquier habitación donde estuviera,o desde el patio de atrás, la ancianapodía llegar hasta el teléfono enmenos de diez timbrazos, en menosde cinco si se daba prisa. Y duranteel último año, cuando cualquierllamada podía referirse a Robert,siempre se daba prisa.

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En la cabina hacía calor y elaire olía a tabaco rancio, comida ygente. Devon abrió unos cuantoscentímetros la puerta, y con lapequeña corriente de aire fresco lellegó el sonido de las voces de dospersonas que hablaban en el nichoadyacente a la hilera de cabinastelefónicas. Una era una voz dehombre, áspera y baja:

—Te juro que no sabía nada deeso hasta hace unos minutos.

—Mentiroso. Lo has sabidosiempre y no querías decírmelo,igual que ellos. Sois todos unos

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mentirosos.—Escucha, Carla, por tu bien te

advierto que te mantengas lejos delrancho.

—No tengo miedo a los Estivar,ni tampoco a los Osborne. Mishermanos se van a ocupar de quenadie me manosee.

—Esto no es juego de niños.Quédate fuera.

—Mira quién está dandoórdenes otra vez, como si llevara suviejo traje de policía con chapa ytodo.

—Lo único que me has traído,

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desde que se me ocurrió ponerte losojos encima, son líos.

—Algo más que los ojos mepusiste encima, chicano.

Devon esperó medio minutomás, seis llamadas, sin que hubierarespuesta de la señora Osborne ni seoyeran más voces en el nicho. Abrióla puerta y salió al vestíbulo.

La chica se había ido.Valenzuela estaba solo, de pie juntoa la ventana enrejada del nicho, conlos ojos sombríos y enrojecidos.Cuando vio a Devon movióligeramente la boca, como si

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estuviera dando forma a palabras queno quería pronunciar. Cuando habló,lo hizo con una voz completamentediferente de la que había usado paradirigirse a Carla, una voz suave ytriste, sin rastros de autoritarismo.

—Lo lamento, señora Osborne.—¿Qué?—Todo, la forma en que

ocurrieron las cosas.—Gracias.—Quería decirle que esperaba

que las cosas fueran diferentes y quea estas horas el caso estuvieraresuelto. Aquella primera noche,

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cuando me llamaron al rancho parabuscar al señor Osborne, estabaseguro de que aparecería. A cadapaso que daba, a cada puerta queabría, a cada esquina que doblabaesperaba encontrarlo..., tal vez conuna paliza o enfermo o hasta herido.Lamento que las cosas resultaran así.

—No es culpa suya, señorValenzuela. Estoy segura de queusted hizo todo lo posible —Devonno estaba segura, ni lo estaría nunca,pero ya era demasiado tarde paradecir otra cosa.

—Tal vez podría haber hecho

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algo más si me hubieran dado másdinero. No más salario. Dinero extra.

—¿Dinero extra?—No se escandalice, señora.

En un país pobre todo se vende, hastala verdad. Creo que alguien vio elviejo camión rojo en la frontera, o enla carretera que va al sur, haciaEnsenada, o al este, a Tecate; alguiense fijó en los hombres que iban en ély tal vez hasta reconoció a uno o dosde ellos; quizás alguien haya vistocómo enterraban el cuerpo en eldesierto o lo arrojaban al mar.

—La señora Osborne ofreció

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una excelente recompensa.—Las recompensas son

demasiado oficiales, intervienemucha gente, hay demasiado papeleo.Un arreglo es otra cosa, es algofamiliar y sencillo.

—¿Por qué no me dijo esto haceun año?

—Un policía no puede pedirdinero extra a un particular. Noquedaría bien si saliera en losdiarios, y hasta podría provocar unescándalo internacional. Después detodo, a ningún país le gusta admitirque buena parte de su policía, de sus

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jueces y sus políticos son gentecorrompida... En fin, ya ha pasadotodo. Lo único que le digo ahora esque lo lamento, señora.

—Sí, claro. Yo también.Devon giró sobre sí misma y se

dirigió a la sala de audiencias,manteniéndose muy erguida paracontrarrestar la sensación íntima deque había en ella cosas vitales que sehabían aflojado y sangraban. Alguienvio el camión, se fijó en los hombres,vio cómo enterraban el cuerpo o loarrojaban al mar. Devon pensó en lasdocenas de veces que había

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observado a los hombres inclinadossobre los campos, siempre lejanos,siempre anónimos. Hubiera queridoconocerlos un poco, hablar con ellos,llamarlos por su nombre ypreguntarles por su hogar y sufamilia, pero Estivar no se lopermitió. Decía que no era seguro yque los hombres interpretarían malcualquier signo de amistad de suparte. Era evidente que también lospeones habían recibido órdenes.Cuando pasaba en su automóvil poralguno de los campos que estabancosechando, solían inclinarse más

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sobre la tarea, con el rostro ocultopor el enorme sombrero de paja queno se quitaban desde la aurora hastael crepúsculo.

Una luz encendida iluminaba elcartel que había sobre la puerta:Silencio. El tribunal está reunido.Cuando Devon entró la sala estabacasi llena, como antes del descanso,pero ahora, además de la ancianaseñora Osborne, faltaba Carla López.

En el pasillo, junto al asientoque Devon había ocupado desde queempezó la audiencia, estaba Fordhablando con Leo Bishop. Los dos

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hombres la miraron con impaciencia,como si hubieran estado esperándolacon la expectativa de que volvieraantes.

—¿Y bien...? —preguntó Ford.—No contesta.—Pero ¿lo ha dejado sonar unos

minutos, por si hubiera salido o seestuviese duchando o algo así?

—Sí.—Entonces me parece mejor

que vaya hasta su casa a buscarla. Elseñor Bishop se ha ofrecido allevarla o a prestarle el automóvil,como quiera.

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—¿Y qué es exactamente lo quetengo que hacer?

—Averiguar si se encuentrabien y cuándo piensa venir a prestardeclaración.

—¿Por qué la obliga adeclarar?

—No la obligo; cuando saqué eltema parecía perfectamente dispuestaa ser testigo.

—No era más que apariencia —afirmó Devon—. Usted no debiódejarse engañar.

—De acuerdo, no distingoapariencia y realidad. Soy una

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persona sencilla y cuando la genteme dice algo lo creo, y no llego enseguida a la conclusión de que lo quequieren decir es lo contrario.

—Es que... no está dispuesta aadmitir la muerte de Robert.

—Pues ha tenido un año paraacostumbrarse. A lo mejor es que nose empeña mucho.

—Su actitud parece bastantecínica.

—Será mejor que se fije —leadvirtió Ford con una sonrisitaperversa—. Está empezando aparecer una encantadora y amante

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nuera.La puerta que daba a la cámara

del juez acababa de abrirse y elempleado con voz monótona decía:

—Permanezcan sentados y enorden. El Tribunal Superior vuelve areunirse.

—Llame a Ernest Valenzuela.—Ernest Valenzuela, a declarar,

por favor.

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10 Cuando llegaron al automóvil,

que estaba en el aparcamiento, Leoabrió la portezuela delantera yDevon subió sin protestar. No legustaba depender de Leo, pero menosaún le gustaba la idea de conducir unautomóvil al cual no estabaacostumbrada en una ciudad quetodavía le era desconocida.

Leo se sentó al volante, puso elcoche en marcha y conectó elacondicionador de aire.

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—Me he mantenido alejado deusted todo el día, tal como me lopidió.

—Fue idea de la señoraOsborne —aclamó Devon—.Pensaba que si nos veían juntos lagente murmuraría.

—Ojalá tuvieran algo quemurmurar... ¿Tienen?

—No.—¿No y punto, o todavía no?La única respuesta de Devon fue

un pequeño movimiento de cabezaque podría haber querido decircualquier cosa.

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Se había quitado los cortosguantes blancos que había usado casicontinuamente desde la mañanatemprano y ahora las falsas manos,pasivas e inmaculadas, que habíamostrado a la gente en el tribunal, enla galería y en la calle descansabaninmóviles sobre la falda. Devon sólomostraba sus verdaderas manos,ásperas y morenas por el sol, con laspalmas callosas y las uñas mordidas,a los amigos como Leo, a quieneseso no les importaba, o a la gente queveía todos los días, como los Estivary Dulzura, que no se fijaban.

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—Me preocupa usted —dijoLeo.

—Oh, basta. No quiero que sepreocupe por mí.

—Yo tampoco quiero, pero esasí. ¿Ha comido como es debido?

—Una hamburguesa.—No es bastante, está

demasiado delgada.—No se preocupe tanto por mí,

Leo.—¿Por qué no?—Me pone nerviosa, hace que

me sienta rara. Quisiera estarcómoda con usted.

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—De acuerdo, no mepreocuparé. Se lo prometo —elzumbido del acondicionador ahogó laaspereza de su voz.

Leo se dirigió hacia el norte; elvolumen del tráfico había hecho quela velocidad disminuyera hasta la deuna calle. Sin rostro, sin nombre, lagente pasaba sin otra identificaciónque la de su automóvil, un Mustangrojo con matrícula de Florida, unChevelle azul, un Volkswagendecorado con margaritas, unContinental plateado que despedíapor el tubo de escape un humo

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plateado haciendo juego, un Dartamarillo con techo de vinilo negro,una camioneta blanca Mónaco queremolcaba un bote. Era como si losseres humanos no existieran más quepara mantener los vehículos enmovimiento, y la significación realhubiera pasado de los Smith y losJones al Cougar y al Corvair, alTornado y al Toyota.

—Gire al oeste en Universidad—indicó Devon—, porque vive en lacalle Ocotillo, 3117, tres o cuatromanzanas hacia el norte.

—Sé donde es.

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—¿Se lo dijo Ford?—Ella me lo dijo. Un día me

llamó y me pidió que fuera a verla.—Creía que ustedes apenas se

hablaban.—Así era —asintió Leo—.

Mejor dicho, así es. Pero fui.—¿Cuándo fue eso?—Hace unas tres semanas, tan

pronto como ella descubrió que laaudiencia estaba programada parahoy. Bueno, después de muchacháchara finalmente llegó a lo quequería..., asegurarse de que durantela audiencia no se volvería a hablar

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sobre la muerte de mi mujer. Dijoque no venía al caso y yo estuve deacuerdo. Me ofreció algo de beber,no acepté y me volví al rancho. Esoes todo, por lo menos en lo que a míse refiere. No puedo estar seguro dequé era lo que se proponía: tal vezalgo muy diferente de lo que enrealidad dijo.

—¿Por qué supone eso?—Si lo que realmente quería

era que el nombre de Ruth semantuviera fuera de todo esto, habríallamado a Ford y no a mí. Yo no soymás que un testigo, él es quien lleva

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la batuta.—Puede que también le haya

llamado.—Tal vez —Leo deslizó la

mano izquierda por el festoneadoborde del volante como si anduvierapor un camino accidentado que nuncahubiera recorrido antes—. Creo quelo que quería era asegurarse de queno dijera nada en contra de su hijo.Tiene que creer que Robert eraperfecto... y hacer que los demás locrean.

—¿Y qué podría haber dichocontra él, Leo?

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—No era perfecto.—Usted se refería a algo

específico.—A nada que ahora signifique

alguna diferencia para usted. Algoque había terminado antes de queusted supiera que existían losOsborne —y después de una pausacontinuó—: Ni siquiera fue culpa deRobert. Simplemente resultó que erael muchacho de la casa de al lado. YRuth... también resultó la muchachade la casa de al lado, sólo que yaandaba por los cuarenta y teníamiedo de envejecer.

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—Así que lo que se dijo deellos era cierto.

—Sí.—¿Por qué no me lo ha dicho

antes?—Muchas veces empecé, pero

nunca pude terminarlo. Parecía unacrueldad. Ahora..., en fin, sé queahora es necesario, sea cruel o no.No puedo permitir que crea laversión que da la señora Osborne deRobert. No era perfecto; teníadefectos y cometió errores. Y Ruthresultó uno de los errores másgrandes, pero él no podía haberlo

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previsto. Era muy conmovedora en elpapel de mujercita desvalida, yRobert era justo para ella. Nisiquiera tenía novia que le sirvierade defensa, gracias a su madre. Selas había arreglado para librarle detodas las muchachas que no eran lobastante buenas para él..., es decir,de todas las muchachas. Así queterminó con una mujer casada quecasi le doblaba la edad.

Devon se mantuvo en silencio,procurando imaginárselos juntos, aRuth que veía en Robert otraposibilidad de juventud, a Robert

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que veía en ella su posibilidad dehombría. ¿Cuántas veces se habíanencontrado, y dónde? ¿Junto alestanque o en el bosquecillo depalmeras datileras? ¿En el comedorde los peones o en el cobertizo,cuando en el rancho no había manode obra eventual? ¿En la viviendamisma del rancho, cuando la señoraOsborne se iba a la ciudad? Seencontraran donde se encontraran, lagente debía de haberlos visto y sehabrían escandalizado o divertido otal vez simpatizado con ellos..., losEstivar, Dulzura, el personal del

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rancho, hasta quizá la ancianaseñora, antes de decidir cerrar losojos. Todas las referencias de laseñora Osborne a Ruth habían sidosimilares y en el mismo tono:«Robert era bondadoso con la pobremujer...» «Hizo lo posible para seratento...» «Era lamentable elespectáculo que daba ella, peroRobert fue siempre paciente ycomprensivo.»

Robert... bondadoso, paciente,comprensivo y atento. Muy, muyatento.

—¿Cuánto tiempo duró? —

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interrogó Devon.—No estoy seguro, pero creo

que mucho tiempo.—¿Años?—Sí. Probablemente desde que

él volvió del colegio de Arizona.—Pero entonces era un niño,

tenía diecisiete años.—A los diecisiete años ya no se

es un niño. No desperdiciecompasión en él. Es posible que Ruthle hiciera un favor al apartarla de lamadre.

—¿Cómo puede decir con esatranquilidad algo tan espantoso?

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—Tal vez no sea tan espantoso,ni yo esté tan tranquilo —respondióLeo, pero su voz sonaba serena, yhasta lejana—. Esta mañana, cuandoEstivar ocupó el lugar de lostestigos, echó la culpa a la escuelapor inculcarle prejuicios a Robert yapartarlo de la familia Estivar. Perono creo que fueran prejuicios.Simplemente, Robert tenía algonuevo en su vida, algo que no podíadarse el lujo de compartir con losEstivar.

—Y si estaba al tanto de todo,¿por qué no trató de impedirlo?

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—Lo intenté. Al principio Ruthlo negó todo. Después empezamos atener peleas periódicas, largas, agritos, sin control alguno. Después dela última ella hizo la maleta y se fuea pie a la casa de los Osborne, peronunca llegó.

—¿Entonces lo de escaparsecon Robert no había sido nadaplaneado?

—No. Creo que para él habríasido un verdadero golpe mirar por laventana y ver que Ruth iba hacia sucasa con una maleta. Pero no la vio;había empezado a llover mucho y

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Robert estaba en su estudiorepasando sus cuentas. La madreestaba arriba, en su dormitorio. Losdos cuartos dan hacia el oeste, endirección contraria al río, así quenadie estaba mirando, nadie supo lahora exacta de la inundaciónrelámpago, nadie Vio que Ruthintentara cruzarlo. Era menuda ydelicada, como usted, y no senecesitaba mucho para derribarla.

Menuda y delicada... «Usted merecuerda a alguien que conocía», lehabía dicho Robert la primera vezque se encontraron. «Es..., era

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agradable. Ahora está muerta ymucha gente cree que yo la maté.»

—Leo.—Sí.—¿La muerte fue accidental?—Eso dijo el médico forense.—¿Y usted qué dijo?—A mí —articuló lentamente

Leo— me pareció una manera muyloca de morir eso de ahogarse enmedio de un desierto.

La casa de la calle Ocotillo,3117 estaba construida en estilomisionero californiano, con techo de

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tejas, gruesas paredes de adobe y unaarcada que daba al patio. La arcadaestaba decorada con cerámica y delpunto más alto colgaba una calesitaen miniatura, con caballos de bronceque se sacudían, saltaban y repicabanuno contra otro cada vez que soplabael viento.

El patio interior estabapavimentado con piedras planas deimitación y adornado con arbustos yarbolitos que crecían en macetasmejicanas de barro. El anaranjado delas hojas de los nísperos, el rosa delos hibiscos en flor, el púrpura de las

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fucsias, el carmesí de las bayas decrategus, todos los colores resultabanopacos y palidecían comparados conel brillante esmalte de las macetas.La palabra bienvenido que se leía enla estera colocada ante la puerta deentrada daba la impresión de quenadie la hubiera pisado jamás. Lassandalias de Devon se hundieron enla espesa fibra aterciopelada, hastaque sólo quedó visible el empeine,formado por dos tiras cruzadas en Xque parecían marcar el lugar: Aquíestuvo parada Devon Osborne.

La joven tocó el timbre de la

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puerta. Sentía el brazo pesado yrígido como si fuera un cañón deplomo que tuviera enganchado en elhombro.

—No sé qué pensar —comentó—. Quisiera que no me hubieracontado nada.

—A veces es fácil convertir, enhéroe a un muerto, especialmente conayuda de su madre. Claro que yo nopuedo competir con los héroes. Y sitengo que poner las cosas en su lugarpara ganar, lo haré.

—No debe hablar de esamanera.

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—¿Por qué?—Puede oírlo.—No oye más que lo que

quiere. Y no es probable que incluyanada de lo que yo diga.

Una ráfaga de viento atravesó elpatio y los caballos de la minúsculacalesita danzaron al son de su propiamúsica. Las fucsias dejaron caerseñorialmente algunos pétalos y losbambúes rasparon y arañaron laventana del salón.

Las cortinas se abrieron ydejaron ver la mayor parte de lahabitación y de su contenido.

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Alineadas a lo largo de una paredestaban las pertenencias que laanciana señora Osborne se habíallevado de la vivienda del rancho: elpiano de caoba y el antiguoescritorio de madera dé cerezo,abiertos ambos, como si su dueñahubiera estado tocando algo yescribiendo alguna carta antes dedesaparecer. El resto del mobiliariolo había adquirido con la casa y laseñora no se había molestado encambiar nada; había un par dehistoriados sillones que seenfrentaban a través de una mesa de

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chaquete, una biblioteca con puertasde cristal, y en las paredes se veíancuadros al óleo que evocaban lainfancia de alguien, el recuerdo deríos claros y tranquilos, prados coloresmeralda y dorados bosques dearces.

Leo había dado la vuelta a lacasa, en busca del garaje. Cuandovolvió parecía irritado ypreocupado, como si sospechara queel destino iba a jugarle otra malapasada, que había puesto en marchaun mecanismo que no podría detenery había instalado trampas en lugares

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que desconocía.—El automóvil está —anunció

—. ¿Por qué no empuja la puerta?—Pero aunque no esté cerrada

con llave, no podemos entrar.—¿Por qué no?—No le gustaría.—Puede que no esté en

situación de que le guste, ni ledisguste.

—¿Qué quiere decir con eso?Leo no respondió.—Leo, ¿insinúa que podrían

haberla...?—Lo que insinúo es que

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hagamos algo para salir de dudas.El picaporte giró sin dificultad

y la puerta se abrió hacia dentro,retenida por su propio peso y lavacilación de Devon. Una corrientede aire hizo volar algunos papelesque estaban sobre el escritorio. Alinclinarse para recoger uno, Devonvio que estaba cubierto de letras deimprenta hechas con un gruesorotulador negro. Había frases yfragmentos de frases, palabrassueltas, algunas en inglés, algunas enespañol.

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Recompensa Premio(¿Remuneración? Preguntarle a Ford)

Se pagarán diez mil dólares acualquiera que proporcioneinformación

(No, no. Más sencillo)El 13 de octubre de 1967Robert K. Osborne, veinticuatro

años, rubio, ojos azules, un metroochenta y tres de altura, setenta ysiete kilos

(¿Más dinero? Preguntarle aFord)

¿Ha visto usted a este hombre?(Usar tres retratos, de frente, perfil,

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tres cuartos)¡Atención!Por favor, ayúdenme a encontrar

a mi hijo.

Devon se quedó de pie con elpapel en la mano, escuchando cómoLeo se movía por el comedor y lacocina, y pensó cómo iba a decirque, después de todo, ése no iba aser el último día. La señora Osbornese proponía ofrecer otra recompensay el asunto iba a empezar de nuevo.Habría otra ronda de llamadastelefónicas y de cartas, la mayoría de

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una tremenda ridiculez, pero algunasbastante razonables como paradespertar de nuevo débilesesperanzas. Claro que no había quetomar en serio a la señora quepretendía haber visto aterrizar aRobert en un platillo volante, en uncampo cerca de Omaha, pero sinembargo, alguna atención había queprestar a los informes de que lohabían visto trabajando comomarinero en un yate anclado en lasproximidades de Ensenada, orecogiendo una maleta en eldepartamento de equipajes de la

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TWA en el aeropuerto internacionalde Los Ángeles, o tomando coca colay ron en un bar de San Francisco, oempleado como ascensorista en unhotel de Denver. Todos los informesrazonables habían sidocomprobados. Pero Valenzueladecía: «No está trabajando, nibebiendo, ni viajando, ni nada por elestilo. Perdió demasiada sangre,señora.»

Por favor, ayúdenme aencontrar a mi hijo.

Devon volvió a colocar la hojasobre el escritorio con tanto cuidado

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como si estuviera contaminada ysiguió a Leo a la cocina, que acababade ser usada. Había una cafeterasobre el fuego, con la llama baja, ysobre la mesa, junto al fregadero,había medio corazón de lechuga, dosrebanadas de pan que se arqueabanun poco en los bordes y un boteabierto de mantequilla de cacahuete,del cual asomaba un cuchillo. Era uncuchillo común de mesa, de puntaredondeada y sin filo, pero a laseñora Osborne, como a Devon,podía haberle hecho pensar en otrocuchillo más letal, un recuerdo del

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que quería huir.—Parece que haya empezado a

hacerse un bocadillo —comentó Leo— y que algo le haya interrumpido...,tal vez el timbre de la puerta o elteléfono.

—Pero nos había dicho queestaba muy cansada para comer y queno quería más que descansar.

—Entonces miremos en losdormitorios. ¿Cuál es el de ella?

—No sé. Cambiacontinuamente.

El dormitorio de delante teníauna ventana que daba al patio; estaba

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protegida por una reja de hierro yenmarcada por mil flores debuganvilla que a la más leve brisa seagitaban como trozos de papel deseda escarlata. El cuarto estabacompletamente amueblado, perotenía un aire de abandono que hacíapensar que sus verdaderos dueños lohabían dejado hacía mucho tiempo.La puerta del armario estaba a medioabrir y dentro se veían media docenade grandes cajas cuidadosamenteguardadas; sobre cada una de ellas,escrito con rojo, se leía «Ejército deSalvación». Devon reconoció su

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propia letra y se dio cuenta de quelas cajas eran las que había llenadocon las cosas de Robert y habíaentregado a la señora Osborne paraque las hiciera llegar al Ejército deSalvación.

El otro dormitorio estabaocupado. Atravesado boca abajo enla cama, alguien dormía envuelto enuna desteñida bata de seda azul.Tenía los brazos doblados y ambasmanos apretadas contra la cabezacomo si intentara disimular loslugares donde el cabello escaseaba.Sobre el escritorio había una cabeza

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de material plástico que sostenía lospulcros rizos que la señora Osbornellevaba en público. El sombrero azulque había usado en el tribunal estabacaído o había sido arrojado sobre laalfombra y el vestido colgaba de unasilla con el aire desvalido de unapiel abandonada.

Las dos ventanas estabanherméticamente cerradas y en el aireinmóvil se sentía el olor débilmenteácido del pesar, de los pecadosmenudos y los fracasos queenmohecen en armarios y rinconeshúmedos y olvidados.

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—Señora Osborne —llamóDevon, pero el nombre sonaba raro,como si la mujer silenciosa ydesvalida fuera una extraña que notuviera derecho a usarlo.

»Señora Osborne, conteste. SoyDevon. ¿Se encuentra bien?

La extraña se movió,desconociendo su identidad,protestando por la invasión de suintimidad, cuando Devon se inclinósobre ella para tocarle las sienes ytomarle el pulso cogiéndola por lafrágil muñeca blanca. El pulso eralento, pero tan regular como el tictac

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de un reloj. Sobre la mesa de nochese veía un frasquito con cápsulasamarillas, a medio vaciar. Laetiqueta lo identificaba comoNembutal, de cincuenta miligramos,recetado por el médico de la familiaOsborne en Boca del Río.

—¿Me oye, señora?—Ve... te.—¿Ha tomado pastillas para

dormir?—Pastillas.—¿Cuántas tomó?—¿Cuán...? Dos.—¿Nada más? ¿Nada más que

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dos?—Dos.—¿Cuándo se las ha tomado?—Cansada. Vete.—¿Las ha tomado cuando ha

llegado a casa a mediodía?—Mediodía.—¿Se ha tomado dos píldoras a

mediodía, es así?—Sí. Sí.Leo abrió las ventanas y entró

un aire que olía a cosechasolvidadas, a naranjas demasiadomaduras cuya cáscara densa y picadade viruela cubría una pulpa que

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estaba seca y fibrosa. La anciana sedio la vuelta de lado, con las rodillasencogidas y las manos sobre lacabeza, como un feto que procuraeludir el dolor del parto.

—Si no miente, no tomó más decien miligramos —explicó Devon—.El efecto se le pasará pronto. Mequedaré con ella hasta entonces.

—Yo también me quedaría sisirviera de algo.

—Mejor que no. Se va amolestar si se despierta y leencuentra aquí. Es mejor que vuelvaal tribunal y le explique a Ford lo

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que ha pasado.—No sé qué ha pasado.—Bueno, dígale lo que sabe...,

que está bien, pero que no va a poderprestar declaración, por lo menosesta tarde.

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11 Ford se dirigió al tribunal.—Señoría, la declaración de

este testigo, Ernest Valenzuela,presenta gran cantidad de problemas.Como ya no es empleado deldepartamento del comisario, no tieneacceso a los archivos del caso. Sinembargo, conseguí una autorizaciónpara que el señor Valenzuelaconfirmara sus recuerdos revisandolos archivos en presencia de unpolicía y tomando las notas

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necesarias para presentarse hoy aquí.También conseguí que un agentetrajera al tribunal ciertos informes ypruebas que me parecenfundamentales para esta audiencia.

—Esos informes y pruebas —puntualizó el juez Gallagher—, ¿seencuentran ahora en su poder?

—Sí, Señoría.—De acuerdo, prosiga.Valenzuela prestó juramento: el

testimonio que iba a ofrecer en elcaso sometido al tribunal sería laverdad, toda la verdad y nada másque la verdad.

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—Su nombre, por favor —pidióFord.

—Ernest Valenzuela.—¿Dónde vive, señor

Valenzuela?—Calle Tres, 209, Boca del

Río.—¿Trabaja en la actualidad?—Sí, señor.—¿Dónde y qué tarea

desempeña?—Soy corredor de la America

West Insurance Company.—¿Cuánto hace que ocupa ese

puesto?

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—Seis meses.—¿En qué trabajaba antes?—Era agente, en Boca del Río,

de la comisaría del Condado de SanDiego.

—¿Durante cuánto tiempo?—Desde que salí del Ejército

en 1955, hace poco más de doceaños.

—Describa brevemente cuál erala situación en la comisaría de Bocadel Río, el 13 de octubre de 1967.

—El jefe, el teniente Scotler,estaba dado de baja por enfermedady yo estaba como interino.

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—¿Qué pasó el viernes por lanoche, señor Valenzuela?

—A las once menos cuarto hubouna llamada del rancho de losOsborne pidiendo ayuda para buscaral señor Osborne. Por la noche, unpoco más temprano, había salido abuscar a su perro y no había vuelto.Fui a buscar a su casa a micompañero Larry Bismarck y nosdirigimos al rancho. Para entonces yahacía una hora que estaban buscandoal señor Osborne, a las órdenes delseñor Estivar, el capataz, y de su hijoCruz. No habían podido localizar al

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señor Osborne, pero en el suelo delcomedor de los peones había unacantidad considerable de sangre.Llamé inmediatamente al cuartel deSan Diego para pedir refuerzos.Mientras tanto mi compañeroencontró pequeños fragmentos decristal en el suelo del comedor de lospeones y un trozo de manga decamisa, que también tenía sangre,enganchado en la hoja de una yuca,junto a la puerta principal.

—¿Recogió usted muestras desangre?

—No, señor. Eso se lo dejé a

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los expertos.—¿Qué hicieron los expertos

con las muestras de sangre querecogieron?

—Las enviaron al laboratoriode policía de Sacramento paraanalizarlas.

—¿Ese es el procedimientohabitual?

—Sí, señor.—¿Y en fecha posterior recibió

usted un informe de ese análisis?—Sí, señor.—Su Señoría —invocó Ford

dirigiéndose hacia el tribunal—, le

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presento aquí una copia del informecompleto para que usted pueda leerloa conciencia. Como es natural, esdetallado y técnico, y para ahorrartiempo, sin hablar del dinero de loscontribuyentes, sugiero que sepermita al señor Valenzuela exponercon sus propias palabras los hechosque son esenciales para estaaudiencia.

—Concedido.—Le entregaré una copia del

informe también al señor Valenzuela,para el caso de que necesiterefrescarse la memoria.

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Ford extrajo de su portafoliosdos sobres de papel manila y leentregó uno a Valenzuela, que loaceptó de mala gana, como si nonecesitara o no quisiera refrescar lamemoria.

—El informe del laboratorio depolicía —explicó Ford— se ocupade las muestras de sangre obtenidasen cuatro áreas principalmente: elsuelo del comedor de los peones, eltrozo de manga de camisaenganchado en la hoja de yuca, elc uc h i l l o mariposa que Jaimeencontró en el campo de calabazas y

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la boca del perro muerto. ¿Es así,señor Valenzuela?

—Sí, señor.—Vamos a cogerlas en el orden

mencionado. Primero, la sangre quehabía en el suelo del comedor de lospeones.

—Se encontraron dos grupos encantidad considerable, grupos Bpositivo y grupo AB negativo.Ambos grupos son raros, ya que elAB negativo, por ejemplo, sólo seencuentra en un cinco por ciento dela población.

—¿Qué hay de la sangre que se

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encontró en el trozo de manga decamisa?

—También había dos grupos.La cantidad menor pertenecía algrupo B, como parte de la sangre quehacia en el suelo, y el resto era delgrupo O. Es el grupo más común, quese encuentra aproximadamente en uncuarenta y cinco por ciento de lapoblación.

—¿Qué grupo sanguíneo seencontró en el cuchillo?

—AB negativo.—¿Y en la boca del perro?—Grupo B positivo.

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—La cantidad de sangre que seencontró y el hecho de queperteneciera a tres grupos diferentes,¿le permitió llegar a algunaconclusión?

—Sí, señor.—¿Por ejemplo?—Que tres personas

intervinieron en una pelea. Dos deellas resultaron gravemente heridas,y una tercera en menor grado.

—La sangre del grupo O que seencontró en la manga de la camisa,¿pertenecía a ese tercer hombre?

—Sí, señor.

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Ford extrajo de su portafoliosuna bolsa de plástico transparenteque contenía un trozo de telaescocesa azul y verde.

—¿Es ésta la manga a la que serefiere usted? —interrogó.

—Sí, señor.—La presento como prueba.Algunos de los espectadores se

inclinaron hacia delante para vermejor, pero no tardaron en volver arecostarse en sus asientos. La sangredel año pasado no era mucho másinteresante que las manchas de cafédel año pasado.

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—Ahora, señor Valenzuela,dígame qué hechos se pudieronestablecer gracias al contenido deesta bolsa de plástico.

—La manga pertenece a una delas miles de camisas similares queSears y Roebuck venden por catálogoo en sus sucursales al por menor. Lacamisa es de algodón puro y existeen cuatro combinaciones de colores yen tamaño pequeño, mediano ygrande. El precio de catálogo es detres dólares y noventa y cincocentavos. Los números de modelo yde lote figuran en el informe de mi

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investigación.—¿Cuántas camisas de ese

modelo, color y tamaño cree usted,señor Valenzuela, que vendieronSears y Roebuck durante el añopasado y el anterior?

—Miles.—¿Trató usted de individualizar

la venta de esa camisa en particular auna persona determinada?

—Sí, señor, pero fue imposible.—Pero se pudieron establecer

algunos hechos referentes al hombreque usó la camisa, ¿no es así?

—Sí, señor. Por un lado, era

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pequeño; medía tal vez menos de unmetro sesenta y siete y pesaríaalrededor de los cincuenta y ochokilos. Algunos pelos que estabanadheridos al interior del puño de lacamisa indican que era de pieloscura, pero no de raza negroide.

—Dada la proximidad de lafrontera mejicana y el hecho de queun gran porcentaje de la población dela zona es mejicana o tieneascendencia mejicana, ¿hay unaconsiderable probabilidad de que eldueño de la camisa fuera de esanacionalidad?

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—Sí, señor.—¿Examinó usted mismo el

puño de la camisa, señorValenzuela?

—Sólo superficialmente. Elverdadero examen lo hicieron en ellaboratorio de policía deSacramento.

—¿Se descubrió alguna otracosa significativa además de lospelos?

—Bastante suciedad y aceite.—¿Qué clase de suciedad?—Partículas de tierra arenosa y

alcalina, del tipo que se encuentra en

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los sectores desérticos irrigados delEstado, como es el nuestro. En lamuestra había un elevado contenidode nitrógeno que indicaba querecientemente se le había adicionadoun fertilizante comercial que se usaen la mayoría de los ranchos de lazona.

—¿Y el aceite mezclado con lasuciedad?

—Era sebo, la secreción de lasglándulas sebáceas humanas. Por locomún es una secreción abundante enla gente más joven y más activa, ydisminuye con la edad.

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—De manera que empezamos atener una imagen del hombre que usóla camisa —expresó Ford—. Eramenudo y moreno, probablementemejicano. Trabajaba en uno de losranchos de la zona. La sangre quehabía en su camisa era del grupo O.Y se metió en una pelea en la cualintervinieron por los menos otras dospersonas. ¿Sería posible reconstruirla parte que desempeñó ese hombreen la pelea?

—Creo que sí. Las pruebasparecen indicar que en la primeraparte de la pelea resultó lo bastante

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herido como para sangrar y que se ledesgarró la manga de la camisa.Entonces decidió escapar antes deque las cosas se pusieran peor ymientras lo hacía la manga rota se leenganchó en una de las hojas de unayuca y se le acabó de romper.

—¿Y los otros dos hombres?—Terminaron la pelea —

respondió secamente Valenzuela.—¿Qué puede decirnos de

ellos?—Como ya dije, pertenecían a

grupos sanguíneos diferentes, B yAB, y los dos sangraron

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considerablemente, sobre todo el delgrupo AB.

—¿Sobre el suelo del comedorde los peones?

—Sí, señor.—¿Se recogieron muestras de

sangre del suelo para llevarlas allaboratorio de policía deSacramento?

—No, señor. Se recogió y seenvió al laboratorio un trozo delsuelo mismo, porque con ese métodoel análisis es más preciso.

—Para simplificar las cosas mereferiré a cada uno de los tres

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hombres designándolos por su gruposanguíneo. ¿De acuerdo, señorValenzuela?

—Sí, señor.—Entonces O sería el muchacho

moreno que llevaba camisa escocesaazul y verde y que abandonó la peleadespués de haber recibido una heridasuperficial.

—Sí.—Ahora vamos a ocuparnos de

B. ¿Qué sabemos de él?—En la boca del perro se

encontraron rastros de sangre delgrupo B.

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—¿Se refiere a Maxie, el perrode Robert Osborne?

—Sí.—Como es muy improbable, si

no imposible, que Robert Osbornehaya sido atacado por su propioperro, lo primero que sabemos esque B no era Robert Osborne.

—Hay otra prueba en esesentido.

—¿Cuál es?—Los fragmentos de tejido, piel

y pelo humano que se encontraron enla boca del perro señalaban que Bera de piel morena y pelo oscuro, y

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el señor Osborne no era ninguna delas dos cosas. Además, entre losdientes del perro había un trocito detela, que era una sarga rústica dealgodón azul marino, del tipo que seusa para los vaqueros Levis. Cuandoel señor Osborne salió de casallevaba pantalones de gabardina grisy, en realidad, no tenía ningún Levis,porque la ropa de trabajo que usabaera de telas más ligeras y de colormás claro, ya que en el valle hacemucho calor.

—Volviendo un momento alperro, ¿cuándo y dónde lo

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encontraron?—Lo encontraron por la mañana

del lunes siguiente, el 16 de octubre,cerca del ángulo donde el camino delrancho de los Osborne se une alcamino que lleva a la carreteraprincipal. El punto exacto no figuraen el mapa que hay sobre el tablero.

—¿En qué circunstancias?—Algunos chicos del rancho de

los Polks, que es vecino del señorBishop, iban al sitio donde lesespera el autobús escolar cuandoencontraron el cuerpo del perrodebajo de un arbusto de creosota. Le

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avisaron al conductor del autobús yéste nos llamó.

—¿Se le hizo la autopsia alperro?

—Sí, señor.—Infórmenos brevemente de los

hechos.—Había fracturas múltiples del

cráneo y de las vértebras queseñalaban que el perro había sidoatropellado y mortalmente herido porun vehículo en movimiento, quepodía ser un automóvil.

—O un camión.—Así que sabemos con

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seguridad —enumeró Fordconsultando otra vez sus notas— queel hombre a quien llamamos B eramoreno y de pelo oscuro, que llevabaLevis y que el perro le mordió. ¿Quémás?

—Era el dueño del cuchillomariposa, o por lo menos fue el quelo usó.

—¿Cómo puede estar seguro deeso?

—La sangre que había en elcuchillo pertenecía al otro hombre, aAB.

—¿Sabe usted quién era el otro

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hombre?—Sí, señor. Robert Osborne.Aunque en la sala no había

nadie que no se hubiera imaginado larespuesta, la verbalización delnombre pareció provocar unareacción de sorpresa en el grupo:profundas inhalaciones simultáneas,movimientos súbitos, susurros ycuchicheos.

—Señor Valenzuela, informe altribunal por qué está tan seguro deque el tercer hombre era RobertOsborne.

—Los fragmentos de cristal que

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se encontraron en el suelo delcomedor de los peones fueronidentificados por el oculista doctorPaul Jarrett como pertenecientes alas lentes de contacto que le habíarecetado a Robert Osborne durante laúltima semana de mayo de 1967.

—¿El informe del doctor Jarrettconsta en acta?

—Sí, señor.—Sin entrar en detalles

técnicos, ¿puede informar al tribunalhasta qué punto se pueden distinguirunas lentes de contacto?

—No son absolutamente únicas

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como lo son, por ejemplo, las huellasdigitales. Pero cada lente tiene queser adaptada al ojo con tal precisiónque es muy improbable que puedacometerse un error de identificación.

—Ya que ha hablado usted dehuellas digitales, señor Valenzuela,sigamos con el tema. Al leer elinforme del caso me sorprendió lapoca atención que se presta a lashuellas digitales. ¿Quiereexplicármelo?

—Se tomaron gran cantidad dehuellas de las puertas, paredes,mesas, bancos y demás. Ese era el

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problema. Todo el mundo y alguienmás había estado entrando y saliendoen el comedor de los peones —Valenzuela se detuvo un momentocon aire culpable, como si hubieracometido un delito punible alexpresarse en un lenguaje noautorizado en los códigos oficiales—. Había demasiadas huellasdigitales en el edificio y susalrededores para que fuera posibleclasificarlas y compararlas en formaadecuada.

—Ahora bien, señorValenzuela, el 8 de noviembre, casi

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cuatro semanas después de ladesaparición de Robert Osborne,arrestaron a un hombre llamado JohnW. Pomeroy en un bar de ImperialBeach. ¿Cierto?

—Sí, señor.—¿De qué se le acusaba?—Embriaguez y desorden.—Cuando registraron al señor

Pomeroy, ¿se encontró entre susefectos algo vinculado con este caso?

—Sí, señor.—¿De qué se trataba?—De una tarjeta de crédito

emitida por el Pacific United Bank a

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nombre de Robert Osborne.—¿Cómo llegó a poder del

señor Pomeroy?—Dijo que la había encontrado

y comprobamos la historia. Acomienzos de esa semana se produjola primera lluvia de la estación en elvalle. El río se desbordó, o se hizover, que es más exacto, y arrastrócantidad de basuras que se habíanido acumulando durante meses.Pomeroy era un vagabundo de toda lavida y buscar en los montones debasuras era algo así como su segundanaturaleza. Encontró la tarjeta de

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crédito a unos quinientos metros delrancho de los Osborne, río abajo.

—¿Se puede interrogar al señorPomeroy sobre este caso?

—No, señor. A la primaverasiguiente murió de neumonía en elhospital del Condado.

—Salvo la tarjeta de créditoque se encontró en su poder, ¿hayalguna otra cosa que le relacione conla desaparición de Robert Osborne eltrece de octubre?

—No, señor. El trece deoctubre Pomeroy estaba en la cárcelde Oakland.

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—Presentamos como prueba elobjeto número cinco, la tarjeta decrédito emitida a nombre de RobertOsborne por el Pacific United Bank...Hay otro punto que quisiera ver eneste momento, señor Valenzuela.Hace un momento usted dijo que lasangre que había en el cuchillomariposa era del grupo AB negativo,muy poco común y que se encuentraaproximadamente en un cinco porciento de la población. ¿PertenecíaRobert Osborne a ese cinco porciento?

—Sí, señor.

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—¿Puede usted probarlo?—En el verano de 1964 el

señor Osborne fue sometido a unaoperación de apendicitis. Se hicieronlos exámenes de sangre preparatoriosde rutina y los archivos del hospitalindican que la sangre de RobertOsborne era AB negativa.

El juez Gallagher había idohundiéndose más y más en su silla,mientras los brazos cruzados sobre elpecho daban a su vestimenta negra elaspecto de una camisa de fuerza.Durante la mayor parte del tiempomantenía los ojos cerrados. La luz de

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la sala de audiencias había sidohábilmente graduada por losexpertos: era demasiado brillantepara mirarla y demasiado tenue parapoder leer.

—No hay jurisprudencia sobreeste punto, señor Ford —anunció eljuez Gallagher sin abrir los ojos—,pero cuando se trata de establecer lamuerte de una persona ausente, es depráctica general incluir una orden debúsqueda diligente.

—A eso iba. Señoría —respondió Ford.

—Muy bien. Adelante.

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—Señor Valenzuela, ¿llevóusted a cabo una búsqueda diligentede Robert Osborne?

—Sí, señor.—¿Qué tiempo abarcó?—Desde las once de la noche

del 13 de octubre de 1967 hasta lamañana del 20 de abril de 1968, enque presenté mi renuncia encomisaría.

—¿Y el área cubierta?—¿Por mí personalmente, o por

todos los que estuvieronrelacionados con el caso?

—Toda el área cubierta durante

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la investigación.—Los detalles están en mi

informe. Pero puedo resumirdiciendo que la búsqueda del señorOsborne y la búsqueda de los peonesdesaparecidos terminaron por ser lomismo. La investigación se extendiódesde el rancho de los Osborne atodos los grandes centros agrícolasde California donde se trabaja conmano de obra eventual; abarcamoslos valles de Sacramento y SanJoaquín y el Valle Imperial, algunossectores de diversos condados, comoSan Luis Obispo, Santa Bárbara y

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Ventura. Fuera del Estado seincluyeron lugares que habíanservido como centros de recepcióndurante el programa de braceros,como Nogales, en Arizona, y ElPaso, Hidalgo y Eagle Pass, enTexas.

—¿Hubo alguna parte concretade la investigación de la cual fuerausted personalmente responsable?

—Comprobé los nombres ydirecciones que le habían dado alseñor Estivar los hombres quellegaron al rancho de los Osbornedurante la última semana de

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septiembre.—¿Tiene usted consigo una lista

de esos nombres y direcciones?—Sí, señor.—¿Quiere leerla en voz alta?—Valerio Pinedo, Guaymas;Osvaldo Rojas, Saltillo;Salvador Mayo, Camargo;Víctor Ontiveras, Chihuahua;Silvio Placencia, Hermosillo;Hilario Robles, Tepic;Jesús Rivera, Ciudad Juárez;Isidro Molina, Fresnillo;Emilio Olivas, Guadalajara;Raúl Gutiérrez, Navojoa.

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Se produjo una breve pausamientras el taquígrafo del tribunalcomprobaba con Valenzuela laortografía de algunos nombres. LuegoFord prosiguió:

—¿No había en la lista nada quele llamara la atención desde elprimer momento?

—Sí, señor.—Explíqueselo al tribunal.—Bueno, los mejicanos dan

mucha importancia a la familia y mepareció raro que no hubiera doshombres del mismo apellido osiquiera que vinieran del mismo

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pueblo. Viajaban juntos en un solocamión y, sin embargo, venían delugares tan alejados como CiudadJuárez y Guadalajara, que están casia mil doscientos kilómetros. Loprimero que pensé fue cómo habíallegado a formarse un grupo tanheterogéneo, y además cómo eraposible que el camión en queviajaban recorriera semejantesdistancias. Desde Ciudad Juárez alrancho de los Osborne, por ejemplo,hay cerca de quinientos kilómetros.Varias personas me dijeron que elcamión era un viejo G.M., y esta

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mañana el señor Estivar declaró quequemaba tanto aceite que parecía unachimenea.

—Al ver la lista, ¿le pareció austed inmediatamente que algo no ibabien?

—Sí, señor. Normalmente ungrupo así, de diez hombres, estaríaformado por dos o tres familias,todas de la misma zona, yprobablemente próximas a lafrontera.

—Así que cuando usted pasó aMéjico para encontrar a los hombresque habían desaparecido,

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¿sospechaba que los nombres ydirecciones que le habían dado alseñor Estivar eran falsos y queviajaban con documentaciónigualmente falsa?

—Sí, señor.—Y pese a eso, ¿llevó a cabo

una búsqueda diligente en todas esaszonas?

—Eso mismo.—¿Sin encontrar rastros de

Robert Osborne ni de los hombresque habían trabajado en el rancho delos Osborne?

—Ninguno.

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—Durante ese tiempo hubootras comisarías de policía delsudeste del país que se unieron a labúsqueda y se hicieron circularboletines por todo el territorio.

—Sí, señor.—A fines de noviembre, la

madre de Robert Osborne ofrecióuna recompensa de diez mil dólarespor cualquier informe que hicierareferencia a su hijo, vivo o muerto.

—De eso sabe usted más queyo, señor Ford.

—Señoría —explicó—, esarecompensa fue ofrecida por

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mediación de mi oficina a peticiónde la señora Osborne. Se le diopublicidad en edificios públicos y sepusieron anuncios en dos idiomas enlos periódicos de este país y deMéjico. También se informóabundantemente por radio y TV,sobre todo en la zona de Tijuana ySan Diego. Alquilé un apartado decorreos para recibir lacorrespondencia e hice instalar unteléfono especial en mi oficina paraatender las llamadas. La recompensadespertó mucho interés, como suelepasar cuando son diez mil dólares.

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Recibimos cantidad de cartas yllamadas en broma, un par de falsasconfesiones, informacionesanónimas, cartas astrológicas, ideassobre cómo gastar mejor el dinero yalgunas enseñanzas. Hasta aparecióen el estudio una mujer que llevabaen el bolso una bola de cristal. Comoni de la bola de cristal ni de ningunaotra fuente se obtuvo informaciónútil, aconsejé a la señora Osborneque retirara la oferta y se cancelaronlos avisos y anuncios.

El juez abrió los ojos y dirigió aValenzuela una mirada breve y

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penetrante.—Por lo que veo, señor

Valenzuela, desde el 13 de octubre,fecha de la desaparición de RobertOsborne, hasta el 20 de abril en queusted presentó su renuncia en laoficina del comisario, se dedicó conintensidad a tratar de localizar aRobert Osborne y a los hombressupuestamente responsables de sudesaparición.

—Sí, Señoría.—Aparentemente eso constituye

una búsqueda diligente por su parte.—Intervinieron muchas otras

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personas, y algunas siguen en eso. Uncaso así nunca se cierra oficialmente,aunque a los agentes se les hayanasignado otras tareas.

—Creo que es legítimo que lepregunte si su renuncia se debió enparte a la imposibilidad de localizaral señor Osborne y a losdesaparecidos.

—No, Señoría. Tenía razonespersonales. —Valenzuela se frotó lamandíbula como si hubiera empezadoa dolerle—. Claro que a nadie legusta fracasar, y si hubieraencontrado lo que estaba buscando,

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tal vez habría vacilado antes decoger otro trabajo.

—Gracias, señor Valenzuela —el juez Gallagher se recostó en susilla y volvió a cruzar los brazossobre el pecho—. Puede continuar,señor Ford.

—La búsqueda diligente, ¿hasido probada a satisfacción de SuSeñoría?

—Naturalmente, naturalmente.—Pues bien, señor Valenzuela,

durante los seis meses en que estuvotrabajando en el caso usted debióllegar a alguna conclusión respecto

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de lo que pasó con los diez hombresque desaparecieron.

—En mi opinión, no cabe dudade que cruzaron la frontera,probablemente antes de que llegarana echarles de menos en el rancho yantes de que la policía supiera que sehabía cometido un crimen. Tenían uncamión y documentos. Una vez quehubieran regresado a su país estabana salvo.

—¿Cómo a salvo?—Vamos a expresarlo en cifras

—aclaró Valenzuela—. En aquelmomento Tijuana tenía una población

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que superaba los doscientos milhabitantes y una fuerza de policía quesólo contaba con dieciocho cochespatrulla.

—A todos los vehículos losdetienen en la frontera, ¿no es así?

—Dicen que la frontera entreTijuana y San Diego es la que tienemás movimiento del mundo y que laatraviesan unos veinte millones depersonas al año. Eso da un promediode cincuenta y cuatro mil al día, peroen realidad el tránsito de entresemana es mucho menor y el de losfines de semana más intenso. Entre el

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viernes por la tarde y el domingo porla noche pasan entre los dos paísesunas trescientas mil personas o más.Ya la cantidad presenta por sí solaun grave problema para losorganismos que controlan laaplicación de las leyes, pero hayotros factores también. Las leyesmejicanas difieren de las de EstadosUnidos, en muchas zonas suaplicación no es rigurosa, el sobornode funcionarios es prácticageneralizada, los policías sonescasos y por lo común no están bieninstruidos.

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—¿Qué posibilidades calculóusted que tenía de localizar a loshombres desaparecidos una vez quehubieran cruzado la frontera paradirigirse a su país?

—Cuando empecé creí que teníaalguna posibilidad, pero a medidaque el tiempo pasaba se fue haciendoevidente que no había ninguna. Ya leexpliqué las razones: corrupcióngeneralizada, exceso de viajeros ydéficit de personal en la frontera,falta de instrucción, disciplina ymoral entre los oficiales de policíamejicanos. Decirlo no me va a hacer

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muy popular entre cierta gente, perolos hechos son los hechos. No estoyinventando nada para justificar elhecho de que haya fracasado en estecaso.

—Su sinceridad es de apreciar,señor Valenzuela.

—No todos piensan lo mismo.La sonrisa de Valenzuela

apareció y se esfumó con tal rapidezque Ford no estaba seguro de haberlavisto, y de ninguna manera seguro deque hubiera sido una sonrisa. Tal vezno había sido más que una mueca quetraducía una punzada de dolor en el

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estómago, en la cabeza o en laconciencia.

—Hay otro punto que meinteresa, señor Valenzuela. Se hablómucho de la sangre que se encontróen el suelo del comedor de lospeones. Entre el comedor y elcobertizo hay una superficie cubiertade hierba. ¿Se encontró sangre allí?

—No, señor.—¿Y en las proximidades?—No, señor.—¿Y en el cobertizo?—El cobertizo era un caos,

como se ve bien en las fotografías

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del archivo, pero no había manchasde sangre.

—¿Fue posible establecer sihabían sacado algo del cobertizo?

—Esa noche, no. Al díasiguiente se realizó una cuidadosabúsqueda en presencia del señorEstivar y se descubrió que de una delas literas faltaban tres mantas, unade franela rayada que parecía másbien una sábana grande y dos de lana,excedentes del Ejército.

—¿Relacionó usted el hecho deque no se encontraran manchas desangre fuera del comedor de los

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peones con el hecho de que faltarantres mantas en el cobertizo?

—Sí, señor. Parecía razonablesuponer que el cuerpo del señorOsborne había sido envuelto en lasmantas antes de que lo sacaran delcomedor de los peones.

—¿Y por qué tres mantas? ¿Porqué no dos, o una?

—Una o dos probablemente nohabrían bastado —explicóValenzuela—. Un hombre joven, dela talla y el peso del señor Osborne,tiene entre seis y medio y siete litrosde sangre. Aunque se hubieran

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encontrado dos litros en el suelo delcomedor de los peones, quedababastante como para crearles muchascomplicaciones a los otros hombres.

—¿Se refiere a los otros doshombres que intervinieron en lapelea?

—Sí, señor. A O, que abandonóla pelea al comienzo, y a B, queperdió una buena cantidad de sangre.

—Usted demostró antes queambos eran hombres pequeños.

—Sí, señor.—¿Conocía usted

personalmente a Robert Osborne,

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señor Valenzuela?—Sí, señor.—¿Cómo describiría su físico?—Era alto, y sin ser pesado era

musculoso y fuerte.—¿Es posible que dos hombres

pequeños, los dos heridos y uno deellos de bastante gravedad, hayanpodido envolver en mantas el cuerpodel señor Osborne para transportarloa un vehículo?

—No puedo dar una respuestadefinitiva. A veces la gente encircunstancias especiales puedehacer cosas que de ordinario les

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sería imposible realizar.—Dado que no puede dar una

respuesta definitiva, tal vez puedadecir su opinión al tribunal.

—Mi opinión es que O, elhombre que estaba levemente herido,fue a pedir ayuda a sUs amigos.

—¿Y la consiguió?—La consiguió.—Señor Valenzuela, en la

jurisprudencia californiana sesostiene que cuando la ausenciadebida a cualquier otra causa que nosea la muerte es incompatible con lanaturaleza del ausente, y los hechos

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señalan la razonable conclusión deque la muerte se ha producido, eltribunal está justificado al considerarla muerte como un hecho. Sinembargo, si en el momento en que sela vio por última vez, una personaestá huyendo de la justicia o seencuentra en bancarrota, o si porcualquier otra causa fueraimprobable que se tuvieran noticiasde ella aun cuando estuviera viva,entonces no se llegaría a lainferencia de la muerte. Está claro,¿no es así?

—Sí, señor.

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—Pues bien, como abogado delseñor Osborne puedo atestiguar queno se encontraba en bancarrota. ¿Eraun fugitivo de la justicia, señorValenzuela?

—No, señor.—¿Había, que usted sepa,

alguna otra causa o causas capacesde impedir que el señor Osborne sepusiera en contacto con susfamiliares y amigos?

—No, que yo sepa, no.—¿Se le ocurre a usted alguna

razón por la cual no se deba llegar ala inferencia de la muerte?

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—No, señor.—Gracias, señor Valenzuela.

No tengo más preguntas que hacerle.Mientras Valenzuela

abandonaba el sitio de los testigos, elempleado del tribunal se puso de piepara anunciar el habitual descansovespertino de quince minutos. Fordpidió que se ampliara a media horapara darle tiempo a preparar suresumen, lo que le fue concedidodespués de algunas discusiones.

El ujier volvió a abrir laspuertas. Se sentía cansado yaburrido. Los muertos le llevaban

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demasiado tiempo.

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12 Como un animal que en sueños

hubiera percibido el peligro,repentinamente la señora Osborne sedespertó por completo. Al abrirse,sus ojos estaban alertas y dispuestosa divisar un enemigo, y su vozsonaba clara y desafiante.

—¿Qué haces tú aquí?—Como usted no contestaba el

teléfono —explicó Devon, volviendodesde la ventana—, vine a ver quéocurría. La puerta de delante estaba

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abierta y entré.—A vigilarme.—Sí.—Como si fuera una vieja

decrépita.—No. El señor Ford me pidió

que viniera a ver por qué no volvíaal tribunal. Pensaba que habíaquedado claro que tenía que prestardeclaración.

—Sí que quedó claro —laanciana se sentó en la cama,pasándose los dedos por el mentón,las mejillas y la frente como unaciega que volviera a familiarizarse

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con su cara—. Pero no siempre hagolo que esperan que haga, sobre todocuando no me parece justo. No podíaimpedir la ausencia, pero por lomenos podía no intervenir en ella.

—¿Y le parece que eso es unavictoria?

—Es lo mejor que puedo hacerpor el momento.

—Por el momento —repitióDevon—. ¿Entonces está pensandoen algo más?

—Sí.—¿Algo como una nueva

recompensa?

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—Así que has visto el papelsobre mi escritorio. Bueno, de todosmodos te lo iba a decir —se levantó,ajustándose a la garganta el cuellodel salto de cama azul, como siprocurara proteger un sitiovulnerable—. Claro que tú lodesapruebas. Pero es demasiadotarde; ya he encargado el primeranuncio en el diario.

—Me parece un gesto inútil.—Diez mil dólares no son

únicamente un gesto; son unarealidad bastante sólida.

—Únicamente si compran algo

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—objetó Devon—, y no hay nada quecomprar. La otra recompensa no trajoninguna información aprovechable.

—Con ésta será distinto. Porejemplo, ordenaré que la distribuciónde los carteles anunciando larecompensa sea mucho más amplia.Y se volverán a hacer carteles. Estavez usaremos por lo menos dosfotografías de Robert, una de frente yotra de perfil, tú puedes ayudarme aelegirlas, y la redacción será muysencilla y directa para que laentiendan hasta en los pueblos máspequeños de Méjico, donde casi

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nadie sabe leer —dejó escapar unabreve carcajada, casi como la risa deuna colegiala—. Vaya, si sólo dehablar de eso me siento mejor.Siempre me levanta el ánimoemprender algo positivo por micuenta en vez de esperar que losdemás tomen las decisiones. Voy ahacer café para celebrarlo. ¿Tomarásun poco, querida?

Sin esperar respuesta, salió dela habitación y, después de vacilar unmomento, Devon la siguió al lacocina. La anciana echó agua en lacafetera y midió el café con una

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cucharilla de plástico, tarareando unamelodía monótona, útil paradisimular silencios incómodos yfrenar preguntas embarazosas. Eracomo el piano del que le habíahablado Estivar durante el descansodel mediodía, pensó Devon: «Ellaempezaba a tocar algo que cubrieratodo, una pieza con acordes muysonoros como la “Marcha deltorero”... o “Adelante, soldadoscristianos”... Bang, bang, bang... Lejuro que a veces todavía oigo elsonido de ese piano, aunque sé queno está allí. Yo mismo ayudé a los

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de la mudanza a sacarlo de lacasa.»

De pronto el tarareo se detuvo yla señora Osborne con el ceñofruncido, se apartó de la ventana.

—No veo tu automóvil —acotó—. ¿Cómo viniste?

—Me trajo Leo.—Ah.—No le costó nada encontrar la

casa —comentó Devon con tonomesurado—. Parece que había estadoantes.

—Hace dos o tres semanas lepedí que viniera para hablar de un

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asunto personal.—De Ruth.—Entonces te lo dijo.—Sí.La anciana se sentó a la mesa,

quedándose frente a Devon con unasonrisa dura en un ángulo de la boca.

—Probablemente te repitió esahorrible historia de Ruth y Robert.

—Sí.—Claro que no la habrás

creído. Vaya, si Robert podía habertenido chicas jóvenes, ricas y bonitaspor docenas. A quién se le ocurreque se haya metido con una mujer

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como Ruth, que no tenía nada. Nisiquiera tiene sentido, ¿no es cierto?

—No —respondió Devon,porque eso era lo que esperaba deella. Ya no sabía qué creer, ni quéera lo que tenía sentido o dejaba detenerlo. Cada información nuevadaba sombra en vez de luz; Robertiba perdiéndose gradualmente en laoscuridad y los meses que habíanpasado juntos perdían sus contornosy cambiaban de forma como lasnubes en un día de tormenta.

El café había empezado afiltrarse y durante un rato sólo se oyó

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en la habitación su alegre borboteo.Después la señora Osborne volvió ahablar.

—Después de la muerte de ella,los chismosos tuvieron tela paracortar, está claro. Lo gracioso fueque no hablaban de Leo porquedescuidara a su mujer, ni de Ruthporque buscara la compañía de otrohombre. Hablaban de Robert.

—¿Por qué?—Porque era joven y

vulnerable.—No es motivo suficiente.—El hecho de que existiera era

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un motivo para cierta gente. Acualquier parte donde Robert y yoíbamos había murmuraciones.Sonaba el teléfono, descolgábamos yno respondía nadie, sólo se oíarespirar. Llegaban cartas sin firma.Terminé por llamar a la oficina delcomisario y mandaron a Valenzuelaal rancho para discutir la situación.Hablamos, pero no pudimosentendernos. El también tenía la ideade que Robert era un seductor y undestructor de mujeres y no huboforma de hacérsela cambiar. Desdeel primer momento tuvo prejuicios en

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contra de Robert y por eso realmentenunca trató de encontrarle, porque noquería. Claro que montó bien elespectáculo, con todos esos viajes aMéjico y a los campamentos depeones. Durante cierto tiempoengañó a sus superiores, pero al finalse dieron cuenta y lo echaron.

—Lo que oí decir fue quevolvió a casarse y que a su esposa nole gustaba que trabajara en la policía.

—Tonterías. Jamás hubieraabandonado la autoridad que dasemejante trabajo, por no hablar delsalario y del grado, por hacer caso a

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una holgazana.—¿Cómo sabe que era una

holgazana? Podría...—Las cosas se saben. A

Valenzuela le despidieron. Lo decíanpor todas partes.

—Hablé con él esta tarde —dijo Devon—. Se disculpó por elgiro que habían tomado las cosas yparecía muy sincero. No puedo creerque no haya hecho todo lo posiblepor encontrar a Robert.

—¿No puedes...? ¿Cómoquieres el café?

—Solo, por favor.

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—Me parece que está muyflojo.

—Está bien.La anciana sirvió el café con

mano firme.—¿Y qué más te dijo? —

interrogó—. Me imagino que no seacercó únicamente para decirte quelo lamentaba.

—Dijo que el caso haterminado.

—Por lo que a él se refiere,hace tiempo que terminó.

—No. Quería decir que yo...,que usted y yo no debemos seguir

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teniendo esperanzas.—Bueno, pues el consejo no

nos sirve a ninguna de las dos, ¿no?Tú nunca has tenido esperanzas y yono pienso dejar de tenerlas.

—Ya lo sé —reconoció Devon—. Vi las cajas.

—¿Las cajas?—Las que están en el armario

del dormitorio. Las que me dijo queiba a entregar al Ejército deSalvación.

—No lo prometí. Accedí allevárselas porque no quería discutircontigo, ya que estabas tan ansiosa

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por sacarlas de la casa. Me pareciólo más natural traérmelas aquí en vezde dárselas a extraños. En esas cajashabía cosas muy personales. Susgafas... —su voz tropezó en lapalabra, cayó y volvió a elevarse—.Devon, ¿cómo pudiste hacer eso...,deshacerte de sus gafas?

—Podrían haberle servido aalguien, y Robert habría estado deacuerdo.

—Me entristeció horriblementepensar que un extraño pudiera usarlas gafas de Robert y que tal vez lasusara para ver cosas feas que Robert

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jamás habría visto, tan buenmuchacho como era. No lo pudesoportar y guardé las gafas para estarsegura.

—¿Y qué va a hacer con elresto de las cosas?

—Pensé, arreglar el dormitoriode delante de la misma forma queRobert tenía arreglado su cuarto en elrancho, con el tipo de cosas que lesgustaba a los chicos..., losbanderines del colegio en lasparedes, sus carteles de esquíacuático y los mapas, por supuesto.¿Robert nunca te enseñó sus mapas

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antiguos?—No.—Mi hermana se los mandó una

vez para su cumpleaños. Eran copiasenmarcadas de mapas medievales,que mostraban el mundo comoentonces se suponía que era, plano yrodeado de agua. En el borde de unmapa había una leyenda donde decíaque las zonas más alejadas erandesconocidas e inhabitables, debidoal calor del sol. En otro decíasimplemente: «Más allá haymonstruos». A Robert le gustó lafrase; hizo un letrero y lo puso en la

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puerta de su cuarto: MÁS ALLÁHAY MONSTRUOS. A Dulzura leaterraba el letrero y no quería nipasar cerca, porque creía en losmonstruos y es probable que sigacreyendo. Si no me quedaba en lapuerta para protegerla, ante la duda,se negaba a limpiar la habitación deRobert. Es una suerte para Dulzura.Todos tenemos monstruos, perotenemos que darles algún otronombre o hacer como que noexisten... El mundo de los mapas deRobert era hermoso, plano y sencillo.Había sitios para la gente y sitios

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para los monstruos. Es durodescubrir que el mundo es redondo yque los sitios se superponen y no haynada que nos separe de losmonstruos; que todos estamosgirando juntos en el espacio y no haysiquiera una manera elegante desepararnos. El saber puede ser algomuy tremendo.

Devon sorbió el café, queparecía agua caliente levementecoloreada y apenas aromática.

—¿Qué edad tenía Robertcuando le regalaron los mapas? —preguntó.

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—No estoy segura.—¿La edad de Jaime?—Creo que un poco más.—Quince años, entonces.—Eso es, ahora me acuerdo.

Fue el año que creció tanto... Hastaentonces había sido más bienmenudo, no mucho más alto que loshijos de Estivar, y de pronto empezóa crecer.

Tenía quince años , pensóDevon. Era el año que murió supadre y que ella lo mandó a laescuela. Y en realidad nunca volvió.Su madre sigue esperando que

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vuelva a un cuarto decorado conbanderines del colegio y carteles deesquí acuático y con una señal deadvertencia sobre la puerta.

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13 Por última vez ese día el ujier

anunció que el tribunal estabareunido, y Ford inició su alegato.

—Señoría, en este momentoquisiera resumir los hechos queindujeron a Devon Suellen Osborne apresentar el escrito en que sostieneque su marido, Robert KirkpatrickOsborne, encontró la muerte durantela noche del 13 de octubre de 1967, ya solicitar al tribunal que declareoficialmente la muerte y la designe

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administradora de sus propiedades.Se han presentado nueve testigos y sutestimonio nos ha ofrecido un cuadrobastante completo de RobertOsborne.

»Robert Osborne era un jovende veinticuatro años, felizmentecasado, sano y en excelentedisposición de ánimo, que hacíaplanes para el futuro; para un futurotan próximo como esa mañana en quefue a San Diego para comprar unaraqueta de tenis, asistir a una comidade negocios, visitar a su madre ycosas semejantes, o para un futuro

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lejano, pues sabemos que su esposaesperaba un hijo. Era el únicopropietario de un rancho que, si bienjamás le habría hecho millonario, ledaba beneficios y del cual sólotenían que vivir él y su mujer, ya quesu madre había heredado dinero deuna hermana. En su vida no tenía másque problemas menores, que, sereferían principalmente a ladirección del rancho, la dificultad deconseguir mano de obra adecuada enépocas de cosecha y cosassemejantes.

»El 13 de octubre de 1967

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Robert Osborne, como era sucostumbre, se levantó antes de queamaneciera, se duchó y se vistió. Sepuso un pantalón ligero de gabardinagris y una chaqueta de dacronescocés, en gris y negro. Se despidióafectuosamente de su mujer,pidiéndole que estuviera atenta alregreso de su perro, Maxie, quehabía pasado la noche fuera, y le dijoque volvería a las siete y media de latarde. Por orden del médico, ella sequedó en cama y, antes de volver adormirse, oyó que su marido llamabaal perro.

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»El testigo siguiente, el señorSegundo Estivar, declaró que RobertOsborne se presentó en su casamientras desayunaba con su familia.Llevaba consigo al perro y parecíamuy alterado porque pensaba quehabían envenenado al animal. Entrelos dos intercambiaron algunaspalabras ásperas y Robert Osbornese alejó, llevando el perro en brazos.Todavía era temprano cuandoapareció en la clínica veterinaria quedirige John Loomis. Dejó allí alperro para tener un diagnóstico ysiguió viaje a San Diego. Mientras

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conducía su automóvil vio en la callea Carla López y se detuvo parapreguntarle si era posible que susdos hermanos mayores volvieran atrabajar con él. Le comentó que lacuadrilla de peones con que contabaen ese momento no le servía porqueno tenían experiencia.

»La cuadrilla a que se referíaestaba compuesta de diez viseros;mejicanos nativos cuyo visado lespermitía efectuar tareas agrícolas enEstados Unidos. El señor Estivartomó nota de los nombres ydirecciones de los hombres pero no

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examinó con cuidado los visados nicomprobó la matrícula del camión enque habían llegado. En aquelmomento esas cosas no parecíantener importancia. Había que recogery embalar la cosecha de tomates y lanecesidad de cosechadores se veíaagravada por otras circunstancias.Durante el mes anterior uno de loshijos de Estivar, Rufo, se habíacasado y se había mudado al norte deCalifornia; otro de ellos, Felipe, sehabía ido a buscar trabajo fuera delsector agrícola y a los peonesfronterizos que habían estado

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trabajando en los campos les habíanrobado el vehículo en Tijuana y notenían medios de transporte. Era unmomento crítico para el rancho y elseñor Estivar y su hijo mayor, Cruz,se veían obligados a trabajardieciséis horas diarias para saliradelante. Cuando aparecieron losd i e z viseros se les contratóinmediatamente y sin hacerpreguntas.

»Los hombres se quedaron dossemanas. Durante ese tiempo semantuvieron aislados, porimposición y por decisión. Como

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declaró el señor Estivar, él no está acargo de un club social. El cobertizodonde duermen los viseros y el lugardonde se les sirven las comidas notienen ningún contacto con la esposade Estivar ni con Jaime y sushermanas menores, como tampococon la señora Osborne, con DulzuraGonzález, la cocinera, y ni siquieracon el perro de los Osborne. Eseaislamiento no sólo dificultó la laborde comisaría, sino que la hizoimposible, como se vio luego. Loshombres a cuya búsqueda el señorValenzuela dedicó seis meses no

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eran más que sombras. No habíandejado rastro ni imagen en lamemoria de nadie, ni vacíos enninguna vida. Su única identidad eraun viejo camión G.M. rojo.

»El camión salió del rancho aúltima hora de la tarde, el 13 deoctubre. Hacia las nueve de la noche,cuando el señor Estivar se preparabapara acostarse, lo oyó volver. Loreconoció por el peculiar chirrido delos frenos y porque aparcó junto alcobertizo. La familia de Estivar seajusta a los horarios de la gente quetrabaja en el campo y poco después

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de las nueve estaban todos dormidos:el matrimonio, los dos hijos quetodavía compartían la casa, Cruz yJaime, y las dos mellizas de nueveaños. Tenemos razones para creerque dormían mientras se cometía unasesinato.

»La víctima, Robert Osborne,había vuelto a su casa a eso de lassiete y media, después del viaje a laciudad. Llevaba consigo al perro,que se había recuperado porcompleto y estaba ansioso porcorretear después de haberse pasadoel día encerrado en la clínica

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veterinaria. Osborne lo dejó suelto yentró en su casa, donde cenó con sumujer. Según el testimonio de ella,fue una cena agradable que seprolongó durante una hora más omenos. Aproximadamente a las ochoy media Robert Osborne entró a lacocina para entregar a DulzuraGonzález algún dinero como regalode cumpleaños, ya que se habíaolvidado de comprarle algo en SanDiego. Sacó de su cartera un billetede veinte dólares y la cocineraobservó que llevaba encima muchodinero. No sabemos cuál era en

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realidad la suma, pero eso no tienemucha importancia, puesto que se hancometido asesinatos por veinticincocentavos. Lo que sí importa es quecuando Robert Osborne salió de lacasa llevaba dinero suficiente paraconstituir lo que Dulzura Gonzálezllamó “una verdadera tentación paraun hombre pobre”.

»Mientras Robert Osborneestaba fuera buscando a su perro, suesposa Devon pasó al salón principalpara escuchar un álbum de músicasinfónica que les habían enviadorecientemente por correo. La noche

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era tibia, el día había sido caluroso ylas ventanas todavía estabancerradas. Después de la puesta de solse habían descorrido las cortinas,pero las ventanas daban al este y alsur, sobre el lecho del río, el ranchode Bishop y la ciudad de Tijuana.Sólo se veía la ciudad. DevonOsborne ordenó un poco el cuartomientras escuchaba música yesperaba el regreso de su marido. Eltiempo pasó; demasiado tiempo. Ellaempezó a inquietarse, por más quesabía que Robert Osborne habíanacido en el rancho y lo conocía

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palmo a palmo. Por último fue hastael garaje, pensando que quizá sumarido había ido en automóvil hastaalguno de los ranchos de lasinmediaciones, pero el automóvilseguía allí. Entonces telefoneó alseñor Estivar.

»Eran casi las diez de la nochey la familia de Estivar estabadurmiendo, pero la señora Osbornedejó que el teléfono sonara hasta queEstivar contestó. Al enterarse de lasituación le pidió a la señoraOsborne que permaneciera en casacon las puertas y ventanas cerradas

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mientras él y su hijo Cruz salían conel jeep a buscar al señor Osborne. Laseñora se ajustó a las instrucciones yesperó en la cocina. A las oncemenos cuarto Estivar volvió a la casapara llamar por teléfono a lacomisaría de Boca del Río. El señorValenzuela y su compañero el señorBismarck llegaron al rancho al cabode una hora. Descubrieron grancantidad de sangre en el suelo delcomedor de los peones y llamaron ala oficina de San Diego pidiendorefuerzos.

»Esa misma noche se encontró

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más sangre en un trozo de telaenganchada en una hoja de yuca juntoa la puerta del comedor de lospeones. Era un pedazo de manga decamisa de un hombre de tamañopequeño. El lunes siguiente unoschicos que esperaban el autobúsescolar dieron con el cuerpo delperro de Robert Osborne, que segúndemostró posteriormente la autopsia,había sido atropellado por unautomóvil o un camión. Unas tressemanas más tarde, el 4 denoviembre, Jaime Estivar descubrióel cuchillo mariposa entre los

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rastrojos de las calabazas. Losprincipales sitios donde se encontrósangre y de donde se tomaronmuestras que fueron enviadas aanalizar al laboratorio de la policíade Sacramento fueron el suelo delcomedor de los peones, la manga, laboca del perro y el cuchillomariposa. La sangre fue clasificadaen tres grupos, A, AB y O. El grupoO sólo se encontró en la manga; tantodel grupo B como del AB habíaconsiderable cantidad en el suelo; enla boca del perro se encontró sangredel grupo B, y AB en el cuchillo

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mariposa.»En el laboratorio se hallaron

otros indicios. Unos minúsculosfragmentos de cristal que seencontraron en el comedor de lospeones fueron identificados como laslentes de contacto que usaba RobertOsborne cuando salió de su casa. Eltrozo de camisa contenía partículasde tierra arenosa y alcalina, cuyoelevado grado de nitrógeno indicabaque se había utilizado recientementeun fertilizante comercial. Es un tipode tierra típico de la zona del valle.Mezclado con la muestra que se tomó

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de la manga había sebo, la secreciónde las glándulas sebáceas humanasque fluye con más abundancia en lagente joven, y una cantidad decabellos negros y lacios,pertenecientes a una persona de pieloscura pero no de raza negroide. Enla boca del perro se encontraroncabellos similares, fragmentos detejido humano y también un trozo detela burda de algodón azul, del tipoque se usa para hacer pantalones detrabajo.

»Así, de un laboratorio depolicía situado a ochocientos

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kilómetros de distancia empieza asurgir una imagen de losacontecimientos que se sucedieronesa noche en el rancho de losOsborne y de los hombres queparticiparon en ellos. Había treshombres, de los cuales sólo sabemosel nombre de Robert Osborne. Comohicimos antes, nos referimos a losotros dos designándolos por un gruposanguíneo. El de grupo O era unhombre de corta estatura, joven, decabello oscuro y piel morena,probablemente mejicano, quetrabajaba en un rancho de la zona.

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Llevaba camisa escocesa de algodónverde y azul, de un tipo que se vendea millares en Sears y Roebuck.Levemente herido al comienzo de lapelea, la abandonó y mientrasescapaba se arrancó un trozo demanga con una hoja de yuca quehabía junto a la puerta. Es posibleque el único propósito de O fueraevitarse más complicaciones, peroparece más probable que hubiera idoa buscar ayuda para su amigo, al verque las cosas se ponían feas. Elamigo, B, también era de piel morenay cabello oscuro y probablemente

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mejicano. Llevaba Levis y tenía uncuchil lo mariposa. Lum Wing serefirió a esos cuchillos llamándolos“alhajas”, pero son alhajasmortíferas. Un cuchillo mariposa enmanos que sepan usarlo puede ser tanrápido y fatal como una sevillana.Sabemos que B fue mordido por elperro y también que salió bastantemalherido de la pelea.

»No intentaré reconstruir elcrimen como tal, ni referirme a cómoy por qué empezó, si fue algoplaneado como asesinato o robo o unencuentro casual que terminó en

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homicidio. Eso, simplemente, no losabemos. El mismo laboratorio quenos dice la edad de un hombre, suraza, su estatura, su grupo sanguíneoy la forma en que viste, nada puededecirnos de lo que pasa por sucabeza. Nuestro único indicioreferente a los sucesos previos alcrimen proviene del cocinero LumWing, que se alojaba en un áreaaislada de un extremo del comedorde los peones. El señor Wing declaróque estaba dormitando en su catredespués de haber bebido un poco devino y que le despertaron voces que

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hablaban en español, en tonocolérico. No reconoció las voces nientendió lo que decían, porque él nohabla esa lengua. Tampoco intentóintervenir en la discusión. Se hizotapones para los oídos con unostrocitos de papel, se los colocó yvolvió a dormirse.

»Por más que las circunstanciasque desembocaron en el crimen sonoscuras y probablemente seguiránsiéndolo, lo que sucedió después esun poco más claro. Está primero laprueba de las mantas que faltaban enel cobertizo, una manta doble de

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franela, semejante a una sábana, ydos de lana provenientes de losexcedentes del Ejército, sumada alhecho de que fuera del comedor delos peones no se encontraronmanchas de sangre. El señorValenzuela declaró que el cuerpo deun hombre joven de la contextura deRobert Osborne tiene entre seis ymedio y siete litros de sangre. Esrazonable suponer que el cuerpo fueenvuelto en las tres mantas paratransportarlo al viejo camión G.M.rojo, en el que habían llegado losdiez hombres. Los que partieron en él

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fueron once.»Mientras el vehículo se dirigía

a la carretera principal sucedierontres cosas: arrojaron el arma asesinaen el campo de calabazas;atropellaron y mataron al perro quecorría tras el camión en persecuciónde su amo; y arrojaron al lecho delrío parte del contenido de la carterade Robert Osborne, o tal vez lacartera misma. Uno de los papelesque contenía, una tarjeta de crédito,se encontró posteriormente, corrienteabajo, en un montón de basuras quese formó después de la primera

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lluvia importante de la estación. Adiferencia de otras tarjetas queRobert Osborne llevaba en lacartera, ésa estaba hecha de unplástico grueso y resistente al agua.Si los hombres hubieran sidoladrones comunes, lo más probablees que la hubieran conservado ytratado de usar. Pero lo más probablees que los viseros ni siquierasupieran de qué se trataba, y muchomenos que podía serles de algunautilidad.

»En este tipo deinvestigaciones, como señaló Su

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Señoría, es menester incluir unaorden de búsqueda diligente. Labúsqueda fue realmente diligente.Comenzó la noche de la desapariciónde Robert Osborne y ha continuadohasta el día de hoy, abarcando unperíodo de un año y cuatro días.Cubrió una zona que va desde elnorte de California hasta el este deTexas, y desde Tijuana hastaGuadalajara. Incluyó la publicidadde una recompensa de diez mildólares ofrecida por la madre de lavíctima, recompensa que nunca sepagó porque ningún informe lo

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mereció de manera legítima.»Cuando un hombre desaparece

de la vista y quedan tras él pruebasde violencia, pero no su cuerpo, esinevitable que se plantee una serie depreguntas. ¿La desaparición fuevoluntaria y las pruebas fingidas?¿La presunción de la muertebeneficiaría al hombre o a quienes lesobrevivieran? ¿Tenía problemascon la ley, con su familia, con susamigos? ¿Estaba deprimido? ¿Estabaen quiebra? ¿Enfermo? En el caso deRobert Osborne es fácil responder aesas preguntas. Era un hombre joven

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y tenía todos los motivos para vivir.Tenía una esposa que la amaba, unamadre afectuosa, un hijo en camino,era dueño de un rancho productivo,su salud era buena, sus amigos lequerían.

»Terminaré este resumen conlas palabras de la propia DevonOsborne. Al prestar testimonio estamañana, declaró: “Estaba segura deque mi marido había muerto. Hacemucho tiempo que estoy segura deeso. Nada impediría que Robert sepusiera en contacto conmigo siestuviera vivo.”

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14 Mientras volvían a casa,

agotado por sus contiendas mentalescon la ley y su inesperada victoria,Lum Wing se quedó dormido en laparte posterior del jeep.

El día había tenido efectosopuestos sobre Jaime, que estabainquieto y excitado. En su cara seveían aparecer y desaparecer, comoseñales de advertencia que seencendieran y apagarancontinuamente, manchas de un color

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rojo brillante. Cuando se encontrabaentre su familia y sus amigos, solíaaparentar calma y limitar susreacciones a una mirada fija einexpresiva, un alusivo encogimientode hombros o algún movimiento decabeza apenas perceptible. Ahora,repentinamente, necesitaba hablar,hablar mucho y con cualquiera. Perono había nadie más que Dulzuradisponible, enorme y silenciosa en elasiento que estaba junto a él. En elasiento de delante hablaban mucho,en tono bajo y que no sonaba a pelea,pero Jaime sabía que en realidad se

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estaban peleando y prestó oídos paradescubrir por qué.

—...juez Gallagher, noGalloper.

—Está bien, Gallagher. ¿Cómoes que llegó a ser juez si no puededecidirse?

—Sí que puede —afirmóEstivar—, y probablemente ya se hadecidido.

—¿Y entonces por qué no lo hahecho?

—Porque es así como se hace.Se supone que va a revisar todos lostestimonios y estudiar los informes

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del laboratorio de policía antes detomar una decisión.

Cuando Ysobel se enfadaba seexpresaba con mucha precisión.

—Me parece —enunció— queel abogado estaba tratando dedemostrar que los viseros mataron alseñor Osborne. Acusar a hombresque no están presentes paradefenderse no es propio de la justicianorteamericana.

—No estaban presentes porqueno pudieron encontrarlos. Si loshubieran encontrado los habríanjuzgado en buena ley.

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—Los hombres no se esfumande esa manera.

—Algunos sí. Esos lo hicieron.—Así y todo, no me parece bien

que se lean sus nombres en voz altade la forma en que lo hicieron en eltribunal. Suponte que uno de losnombres hubiera sido el tuyo y no tehubieran dado la oportunidad dedecir: «Segundo Estivar soy yo, nosigan acusándome...»

—Los nombres que se leyeronen el tribunal no eran verdaderos,¿no puedes entender eso?

—Aun así.

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—De acuerdo. Si no te gusta laforma en que el señor Ford llevó lascosas, llámale para decírselo tanpronto como lleguemos a casa, perono me metas en nada.

—Ya estás metido —le increpóYsobel—. Si tú les diste losnombres.

—Tuve que hacerlo porque melo ordenaron.

—Lo mismo da.El asunto de los peones

eventuales era un tema peligroso, yEstivar sabía que su mujer no iba aabandonarlo mientras no le

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ofrecieran otro a cambio.—Naturalmente —la desafió—,

tú habrías llevado el caso muchomejor que Ford.

—En algunos sentidos esposible que sí.

—Bueno, pues te haces una listay se la envías, pero no pierdas eltiempo diciéndomelo a mí. Yo no...

—Creo que no tenía por quéhaber metido en esto a la chica,Carla López —Ysobel se frotó losojos como si tratara de borrar anaimagen—. Para mí fue un golpevolver a verle. Creí que se había ido

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de la ciudad, con viento fresco. Y derepente vuelve a aparecer, en eltribunal, y ya no es una chica, sinouna mujer... y una mujer con un niño.Me imagino que viste al bebé quetenía esta mañana.

—Sí.—¿No crees que se parecía...?—Se parecía a un bebé —dijo

concluyentemente Estivar—. Acualquier bebé.

—Qué tontos fuimos encontratarla aquel verano.

—Yo no la contraté. Fuiste tú.—Fue idea tuya buscar a

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alguien que fuera buena con loschicos.

—Y ya lo creo que fue buenacon los chicos, sólo que con losmayores, no con los más pequeños.

—¿Y cómo lo iba a prever?Parecía tan inocente, tan pura —sedefendió Ysobel—. Cómo me iba aimaginar que anduviera exhibiéndosedelante de mis hijos como una...,como una...

—Baja la voz.—¿Qué significa eso de

exhibirse? —susurró Jaime,inclinándose hacia Dulzura.

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No estaba muy segura, pero seguardó muy bien de admitirlo frente aun chico de catorce años.

—Eres demasiado pequeñopara saber esas cosas —respondió.

—Estúpida.—Si te pones grosero conmigo

se lo diré a tu padre, y te romperá elalma.

—Oh, vamos. ¿Qué quiere decirque se exhibía?

—Quiere decir —explicócautelosamente Dulzura— que sepaseaba por ahí sacando pecho.

—¿Como un tambor mayor?

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—Eso es. Sólo que sin música,ni tambores. Y sin uniforme nibastón, tampoco.

—¿Y qué le quedaba entonces?—El pecho.—¿Y qué pasa con eso?—Ya te he dicho que eres muy

pequeño.Jaime se estudió la serie de

verrugas que tenía en los nudillos dela mano izquierda.

—Ella y Felipe solíanencontrarse en el tinglado deembalaje —comentó.

—Bueno, no se lo digas a nadie.

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Es asunto suyo.—Entre las tablas hay rendijas

por donde podía verlos.—Debería darte vergüenza.—Pero ella no se exhibía —

concluyó Jaime—. No hacía más quequitarse la ropa.

El éxodo de las cinco de latarde hacia los alrededores habíaempezado y todos los accesos vertíanincesantemente automóviles que ibanhacia la carretera. Con lasventanillas abiertas, como le gustabaconducir a Leo, era imposible hablar.

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Por encima del estrépito del tránsitosólo se habrían podido oír ruidosmuy fuertes, gritos de cólera, deemoción o de miedo. Devon no sentíamás que una especie de pena gris ysilenciosa. Las lágrimas que se leacumulaban en los ojos se secabancon el viento y le dejaban en laspestañas un sedimento de sal, sin queella hiciera nada por enjugárselas.

Sólo cuando Leo cogió elcamino de salida hacia Boca del Ríointercambiaron las primeras palabrasdel recorrido.

—¿Quiere que paremos a tomar

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un café, Devon?—Si quiere...—Se lo pregunto. ¿No recuerda

que ahora es libre? Tiene queempezar a tomar decisiones.

—De acuerdo. Me gustaríatomar un café.

—¿No ve qué fácil es?—Así lo parece —asintió

Devon, sin decirle que su decisión notenía nada que ver con el café ni conél. Lo único que quería eraasegurarse de que no volvería a unacasa vacía, de que Dulzura tendríatiempo suficiente para llegar antes

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que ella.Se detuvieron en una pequeña

cantina junto a la carretera, en losalrededores de Boca del Río.Después de un locuaz intercambio desaludos en español con Leo, elpropietario les condujo a una mesajunto a la ventana. Era una ventanaque daba sobre un paisaje bastantepobre, un árbol achaparrado y unoshierbajos medio muertos por lasequía.

—Robert debió tener algunanovia —comentó Devon, como si nohubiera pasado el tiempo desde el

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viaje a la casa de la anciana señoraOsborne, en las primeras horas de latarde.

—Esporádicas. Ninguna durabamucho, después de algunosencuentros con la señora Osborne.

—Pero Robert no era un hombredébil ni tímido. ¿Por qué no le hacíafrente?

—Me imagino que ella era lobastante sutil para manejarlo. Tal vezél no se daba cuenta de lo quepasaba, o quizá no le importaba.

—Quiere decir que nonecesitaba a nadie más que a Ruth —

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Devon miró fijamente los hierbajosque se resistían a morir, como laesperanza—. Escuche, Leo. ¿No...,no hay duda razonable de que él yRuth...?

—Ninguna duda.—¿Todos esos años, desde que

era niño?—Le repito que a los diecisiete

años ya no se es un niño. A veces, alos quince tampoco.

—¿Qué quiere decir con eso?—Robert tenía quince años

cuando su madre le mandó a laescuela.

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—Pero eso fue porque el padremurió.

—¿Quién sabe? Lo más normalen esos casos es que la madre busqueapoyo en el hijo, no que lo mandelejos.

El dueño de la cantina trajo lastazas de café y un plato que conteníaralladuras de chocolate dulcemejicano para espolvorearlo encima.El chocolate se derretía al tocar ellíquido caliente y dejaba minúsculasy fragantes burbujas aceitosas quereflejaban el sol brillante con lairidiscencia de pequeños arcos iris.

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—Últimamente —evocó Leomientras los rompía con la punta dela cucharilla— he estado pensandomucho en esos dos años en que él noestuvo..., recordando cosas, algunasimportantes, otras triviales. Ruthestaba deprimida; de eso me acuerdobien, porque impregnó toda nuestravida. Me decía que cada hora eracomo una gran burbuja gris que no lepermitía ver a través de ella, ni porencima, ni por debajo.

—¿Y la señora mayor?—Se mantenía bastante aislada,

pero eso era normal en una mujer que

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acababa de perder a su marido. LosOsborne hacían muy poca vidasocial, por la forma en que él bebía,de modo que la reclusión de ella nollamó mucho la atención. En todocaso, nunca se la veía mucho, yentonces se la vio menos —en su tazahabían vuelto a formarse losdiminutos arcos iris, y Leo volvió aromperlos—. Recuerdo que en unaocasión le pedí a Ruth que fuera avisitar a la señora Osborne,pensando que a las dos podría irlesbien. Con gran sorpresa mía, Ruthestuvo de acuerdo y hasta preparó un

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bizcocho para llevárselo. Se fue apie al rancho de los Osborne, puesno sabía conducir y declinó miofrecimiento de llevarla. Se quedóvarias horas y como todavía no habíavuelto cuando terminé mi trabajo, fuia buscarla y la encontré sentada alborde del lecho del río. A su ladohabía una bandada de mirlos y lesestaba dando el bizcocho apedacitos. Parecía muy feliz; tan felizcomo hacía mucho tiempo que no laveía. Subió al automóvil sin deciruna palabra y volvimos a casa.Nunca me dijo lo que había

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sucedido, ni se lo pregunté. Esosucedió hace nueve años, y sinembargo es una de las imágenes másnítidas que me quedan de Ruth, verlatranquilamente sentada en la margendel río dando bizcocho a un montónde mirlos.

—¿Le gustaba dar de comer alos animales?

—Sí. A un perro, un gato, unpájaro..., cualquier cosa queapareciera.

—A Robert también —Devonmiraba el sol poniente—. Tal vez noeran más que buenos amigos, nada

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más que muy buenos amigos.—Tal vez.—Ahora quisiera ir a casa, Leo.—De acuerdo.

El penetrante olor a orégano que

se escapaba por las ventanas de lacocina le dio la bienvenida.

Dulzura estaba en la mesa de lacocina, picando queso para hacerenchiladas. Sin girarse, saludó aDevon.

—¿Cómo está? ¿Bien?—Sí. Gracias.—Pensé en comer temprano,

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con un poco de vino... ¿Qué leparece?

—Espléndido.—¿Estuve bien en el tribunal?

Estaba nerviosa y tal vez no se meoía.

—Sí se te oía.—¿Qué clase de vino quiere?Devon estaba a punto de

contestar: «Cualquiera», cuandorecordó la insistencia de Leo en quedebía empezar a tomar decisiones.

—Oporto.—No tenemos más que jerez. Se

lo he preguntado únicamente porque

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usted siempre dice que da lo mismo.Al diablo con las decisiones,

pensó Devon, y subió a ducharse.Después de cenar salió a pasear

sola en la noche quieta y cálida. Elsonido de sus pasos, imperceptiblepara el oído humano, alertó a unbúho, y éste silbó para advertir a supareja, que cazaba ratas en lasinmediaciones del tinglado deembalaje y debajo de los bancosdonde los peones se sentaban aalmorzar. Devon se sentó en elescalón que formaban los bancos ylos dos búhos volaron

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silenciosamente por encima de sucabeza y se perdieron entre lostamariscos que rodeaban el estanque.Muchas veces había oído a losbúhos, al crepúsculo o al amanecer,pero era la primera vez que lograbaverles con cierta claridad la cara, yle sorprendió descubrir que deningún modo tenían aspecto de aves,sino de monos o de niños feos, quepor algún accidente tuvieran alas.

El agua, que de día era fangosay apenas parecía servir para el riego,brillaba bajo la luz de la luna comosi fuera tan transparente que se

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pudiera beber. Devon recordó laenorme cuchara que había recorridolas cenagosas profundidades enbusca de Robert, extrayendoneumáticos viejos, botellas de vino ylatas de cerveza, trozos de madera yrestos de mecanismos oxidados, yfinalmente los huesos de este bebéque Valenzuela se había llevado enuna caja de zapatos. Meses despuésDevon le había preguntado aValenzuela por los huesos y éste lehabía respondido que probablementealguna de las muchachas que andabacon los peones eventuales había

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tenido el niño. Mientras mirabafijamente el agua, Devon pensó en elniño muerto y en la madre lejana yrecordó a Valenzuela, que se habíapersignado al mismo tiempo quemaldecía, mientras colocaba loshuesos en el pequeño ataúd que erala caja de zapatos.

De pronto, en el lado opuestodel estanque se vio el resplandor deun fósforo y momentos más tarde elolor del humo de un cigarrillo lellegó a través del agua. Devon sabíaque a los miembros de la familiaEstivar se les tenía prohibido fumar

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(«El aire», decía Estivar, «ya esbastante seco y sucio») y sintió ciertainquietud y algo más que ciertacuriosidad. Se levantó y empezó aandar silenciosamente por el senderopolvoriento. Tenía una linterna en lamano, pero no necesitó encenderla.

—¿Jaime?—Sí, señora.A la luz de la luna, el rostro de

Jaime mostraba la misma blancuraespectral que la cara de la lechuza.Pero no tenía alas ni era tan salvaje,y no intentó escapar. En cambio,volvió a aspirar profundamente el

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humo del cigarrillo y lo dejó salirpor la boca, rizándose en torno de sucabeza como si fuera un ectoplasma.Pero lo único que se materializó fuela voz:

—Dicen que el humo espanta alos mosquitos.

—¿Y es cierto?—Hasta ahora no me han picado

más que dos veces —Jaime se rascóel tobillo izquierdo con la punta delzapato derecho, y la jaula de maderasobre la cual se había sentado emitióun crujido reumático—. ¿No se lodirá a los de casa?

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—No, pero alguna vez se van adar cuenta.

—Hoy no, en todo caso. Ella seha acostado con dolor de cabeza y élha salido.

—¿Dónde?—No lo ha dicho. Le han

llamado por teléfono y ha salido conaire de estar contento por tener unaexcusa para irse.

—¿Y por qué iba a estarcontento, Jaime?

—Él y mamá se han peleadocontinuamente desde la audiencia.

—No sabía que tus padres se

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pelearan.—Sí, señora —Jaime volvió a

inhalar el humo y se lo echó lenta ycientíficamente, a un mosquito que lerevoloteaba sobre el antebrazo—. Else pone malhumorado y ella se ponenerviosa. A veces es al revés.

—Dinero —comentó Devon—.Me imagino que la mayoría de lasparejas se pelean por eso.

—Ellos no.—¿No?—Se pelean por las personas.

Sobre todo por nosotros, los chicos,pero esta noche fue por otras

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personas.Devon comprendía que no

debería estar allí en la oscuridad,arrancándole información a un chicode catorce años; pero no hizo nadapor apartarse de él ni por cambiar deconversación. Era la primera vez, enrealidad, que oía hablar a Jaime.Tenía un aire frío y racional, como elde un hombre mayor que hablara delos problemas de una pareja deadolescentes.

—¿Por qué otras personas? —preguntó Devon.

—Por cualquiera que llegaran a

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nombrar.—¿Y a mí me llegaron a

nombrar?—Un poco.—¿Cuánto?—Fue por usted y el señor

Bishop. El y mi padre no se llevanbien, y mi padre tiene miedo de quealgún día el señor Bishop llegue aser el patrón del rancho. Quierodecir, si se casa con usted...

—Sí, ya veo.—Pero mi madre dice que usted

nunca se casará con él, por el mal deojo que tiene.

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—¿Y tú crees en esas cosas?—Me parece que no. Sin

embargo, tiene ojos raros. A vecesvale más no arriesgarse.

—Gracias por el consejo,Jaime.

—Oh, no es nada.Los búhos volvieron a aparecer,

volando bajo sobre el estanque, en unsilencio estremecedor. Uno de ellosllevaba una rata en las garras y lacola de la rata, brillante de sangre, seencorvaba suavemente a la luz de laluna.

—¿Qué es lo que hace la gente

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con mal de ojo? —inquirió Devon.—No hacen más que mirarle a

uno.—¿Y entonces?—Y entonces uno tiene yeta.—Como Carla López.—Sí, como Carla López —

vaciló Jaime—. Ella también haservido para que mi padre y mimadre se pelearan esta noche.Discutieron muchísimo sobre quiénla había contratado para trabajar encasa el penúltimo verano y tambiénsobre quién había tenido la idea decontratarla. Mamá decía que era idea

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de mi padre, porque el veranoanterior Carla había trabajado conlos Bishop y mi padre no podía dejarque el señor Bishop le ganara de esemodo.

—Pero ¿es que Carla causóalgún problema cuando estuvo en tucasa?

—A mí no, pero se exhibíadelante de mis hermanos.

—¿Se qué?—Se exhibía, como un tambor

mayor.—Ah, ya comprendo.—Mis dos hermanos mayores,

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como los dos tenían novia, no lehicieron mucho caso. Pero a Felipele picó de veras, y al policíatambién.

—¿A qué policía?—A Valenzuela. Solía buscar

excusas para venir a casa, cosascomo que tenía que hablar con mipadre del problema de los mojados,pero venía a verla a ella —Jaimebajó la voz como si sospechara queen alguno de los árboles pudierahaber un micrófono escondido—. Enla escuela se corrió la voz de nometerse con nadie de la familia

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López porque estaban protegidos.Hasta Felipe se mantuvo a distanciade ellos.

—¿Por qué dices hasta Felipe?—Porque es un buen luchador,

siguió un curso de karate porcorrespondencia. De todas maneras,a finales del verano se fue. No queríapasarse el resto de su vidaensuciándose con fertilizantes ypulverizadores, así que se fue abuscar trabajo en la ciudad.

Esa era la historia que le habíancontado a Jaime, y era coherente,reforzada como estaba por la

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esporádica llegada de cartas queEstivar leía en alta voz a su familia ala hora de la cena: «Querida familia,aquí estoy en Seattle, trabajando enuna fábrica de aviones, ganandomucho dinero y sintiéndome muybien...» Fuera por las palabrasmismas o por la forma lenta ydeliberada en que Estivar las leía, aJaime las cartas no le sonabannaturales. Incluso el hecho de queFelipe escribiera no era natural. Erademasiado impaciente y las ideasque le revoloteaban en la cabeza nopodían ser atrapadas con una pluma

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para pincharlas en un papel. Pero lascartas seguían viniendo: «Queridostodos, como no voy a poder ir a casapara Navidad, ahí van diez dólarespara que Jaime se compre un jerseynuevo...»

Jaime no podía ver la expresióndel rostro de Devon, pero sabía quele observaba y se sentía vulnerable yculpable y deseaba que el tema deFelipe no hubiera aparecido. Eracomo si la noche, la voz suave de lamujer, el estanque que reflejaba losrayos de la luna como un gigantescoojo maléfico, le hubieran hecho caer

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en una trampa.Bruscamente se levantó,

dejando caer el cigarrillo yaplastándolo con el pie.

—Felipe no tenía nada que vercon los viseros que cometieron elcrimen. Ya se había ido antes de quelos contrataran. Y de todas maneras,mi madre dice que a lo mejor nofueron los viseros, y que es fácilacusar a la gente cuando no estápresente para defenderse.

Demasiado fácil, pensó Devon.Leo sólo había acusado a Ruth y aRobert de ser amantes cuando ambos

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habían muerto. No había ningunaprueba verdadera: a Robert le habíanmandado a la escuela... Ruth estabadeprimida y padecía dolores decabeza... Robert no tenía novia, niamigas... «Cuando trabajaba con losBishop», había dicho Carla, «todoera tranquilo. El señor Bishop leíamucho y la señora salía a andar porsus dolores de cabeza.» ¿Quécaminatas habían sido ésas, inocentesvagabundeos sin rumbo por lasinmediaciones? ¿O Ruth se dirigíasin vacilaciones hacia el río, elcamino más directo hacia Robert?

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—Bueno, es mejor que me vayaantes de que alguien salga abuscarme —decidió Jaime.

—Espera un momento, Jaime.—Sí, pero...—Quiero ponerme en contacto

con Carla López y no recuerdo cuálfue la dirección que dio esta mañanaen el tribunal.

—Puede preguntárselo a sufamilia en Boca del Río, peroprobablemente no se la darán.Creerán que quiere acarrearle algúnproblema. Son así..., desconfiados,sabe —y después de vacilar un

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momento, Jaime agregó—: Apuesto aque el policía sabe dónde está...,Valenzuela.

—Le preguntaré a él. Gracias,Jaime.

—No hay de qué —respondió elchico con voz insegura.

En la guía telefónica habíavarios Valenzuela, pero sólo uno deellos figuraba en las páginasamarillas bajo el epígrafe deSeguros. El número comercial y elparticular eran el mismo, y Devontuvo la impresión de que se trataba

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de un negocio de muy poco capital yde ningún modo del tipo de cosa quepodría inducir a un hombre a dejar untrabajo importante en eldepartamento del comisario.

La voz que contestó el teléfonoera áspera e insegura.

—¿El señor Valenzuela? —preguntó Devon.

—¿Quién es?—La señora de Robert

Osborne.—Si busca un policía se ha

equivocado de número. Estoyretirado. En realidad, además de

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retirado estoy cansado y un pocoborracho también. ¿Qué le parece?

—Una lástima. Esperaba quepudiera ayudarme.

—Ya no me dedico a ayudar.—Lo único que quiero es una

información —explicó Devon—.Pensaba que podía saber cómo puedoponerme en contacto con CarlaLópez.

—¿Por qué?—Quería preguntarle algo.—No tiene teléfono.—¿No puede decirme dónde

vive?

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—No está en su casa esta noche.—Ya veo. Bueno, lamento

haberle molestado. Mañana por lamañana buscaré su dirección en elarchivo del tribunal o se la pediré alseñor Ford.

El silencio que siguió fue tanlargo que Devon pensó queValenzuela había colgado o que sehabía alejado del aparato paraservirse otro trago.

—Es calle Catalpa —le oyódecir finalmente—. Calle Catalpa,431, apartamento 9.

—Gracias, señor Valenzuela.

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—A usted.Era la segunda vez en una hora

que alguien respondía a suagradecimiento con tanta desgana.

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15 Tan pronto como Estivar detuvo

e l jeep se encendieron las lucesexteriores de la casa, como si laanciana señora Osborne hubieraestado esperando en la oscuridad conla paciencia implacable de un animalde presa. La niebla había avanzadodesde el mar y la calesita que elviento hacía tintinear en lo alto de laarcada se mantenía silenciosa. Loscaballos de bronce que durante todala tarde habían saltado y galopado al

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sonido de su propia músicaguardaban silencio ahora, a no serpor la humedad que goteaba desdesus cascos para ir a caer sobre laslajas de abajo.

—Así que ha venido —articulóla anciana, como si le sorprendieraun poco el hecho de que mantuvierasu palabra.

—Por lo general obedezco lasórdenes, señora.

—No era una orden. Por favor,me parece que no ha entendido lasituación.

Con su peluca rubia y su vestido

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de terciopelo rojo cereza, parecíaque la señora Osborne fuera a ir auna fiesta, o que estuviera esperandoa sus invitados. Estivar no sentía deninguna manera que la situación fuerauna fiesta. La niebla le hacía sentirseincómodo; parecía que le separaradel resto del mundo para dejarle enese cuartucho frío y gris, a solas conesa mujer que le daba mucho miedo.

—Usted me mandó llamar —dijo.

—Claro. He pensado que erahora de que tuviéramos unaconversación amistosa, que podría

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ser la última... Ahora, no se imagineque estoy deprimida ni nada por elestilo. Soy realista, nada más. Ustedsabe que pasan cosas... La gente seva, se muere, a veces se convierte enalguien diferente. Pasan cosas —repitió—. ¿Quiere que entremos en lacasa?

—De acuerdo —Estivarprefería salir de la niebla. Por lomenos la casa era cálida, las lucesestaban encendidas y en la chimeneaardía un fuego de oro y coral.

La anciana se sentó en uno delos sillones que flanqueaban la

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chimenea, indicándole a Estivar queocupara el otro. Entre ellos había unamesa de chaquete. Los dados estabanechados y las piezas blancas y negrasdispuestas como si alguien se hubieralevantado en medio de una partida.Ella y Robbie solían jugar alchaquete, recordó Estivar. Ellasiempre le dejaba ganar, aunque paraeso tuviera que engañarle, de modoque cuando perdía al jugar con Rufoo con Cruz, el chico se encontrabaperplejo, sin poder entender el súbitofracaso conjunto de su habilidad y desu suerte.

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—Parece nervioso, Estivar —atacó la señora—, y culpable. ¿Sesiente culpable por algo?

—Por nada que puedainteresarle a usted, señora.

—Esta mañana cuando prestódeclaración hizo algunas referenciasno muy halagüeñas para mi familia.Por mí no me importa, pero dio a lagente una impresión equivocada demi hijo.

—No fue mi intención. Queríadar la impresión acertada.

A ella se le escapó la ironía, ohizo como que se le escapaba.

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—No importa cuáles hayan sidosus intenciones, el efecto fue elmismo; que mi hijo era un hombrecon prejuicios, que no se llevababien con su capataz, por no hablar delos peones eventuales. Ahora todoeso consta en acta y no hay más queuna forma de anularlo.

—¿Qué forma?—Toda la audiencia quedaría

invalidada si Robert volviera aaparecer vivo.

Estivar recordó la sangre en elcomedor de los peones, la sangre quese colaba entre las rendijas que

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separaban las tablas del suelo yempapaba la madera de pinoquedándose estancada como sihubiera goteado de alguna filtracióndel techo.

—Señora Osborne, Robert nova a...

—Basta. No quiero escucharlo.¿Qué sabe de eso, de todos modos?

—Nada —respondió Estivar,deseando que eso fuera cierto—.Nada.

La mujer miraba fijamente haciaabajo, observando la mesa dechaquete con el ceño fruncido, como

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si el juego hubiera vuelto a empezary le tocara jugar a ella.

—De ahora en adelante lapolicía ya no servirá para nada. Laaudiencia les da la excusa queesperaban para abandonarcompletamente el caso, de maneraque ahora es cosa de usted y mía.

—¿Cómo mía, señora?—Usted tiene muchos amigos.—Algunos.—Y parientes.—Unos pocos.—Quería que se ocupara de que

el mensaje les llegue lo antes

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posible.—¿Qué mensaje?—Respecto de la nueva

recompensa. He decidido ocuparmepersonalmente de los detalles, sinningún intermediario como el señorFord —en realidad, Ford se habíanegado a participar en el proyecto eincluso a discutirlo con ella—.Muchas veces se me ocurrió que laprimera recompensa fue una cosabastante torpe. Se refería ademasiadas cosas. Esta vez ofrezcodiez mil dólares por cualquierinformación referente a mi hijo desde

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que salió de casa esa noche.—Usted se está buscando

demasiadas complicaciones.—¿Y qué es lo que tengo ahora?

¿O le parece que no es complicaciónesto de no saber si el único hijo quetengo está vivo o muerto? Claro queno lo entendería. Si algo le pasara aCruz, le quedarían Rufo y Felipe, yJaime y las mellizas. Yo no tenía másque a Robert —se dirigió alescritorio de madera de cerezo yabrió uno de los cajones—. Estanoche estuve mirando algunas viejasfotos y encontré esta... ¿Se acuerda?

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Era una fotografía en color,ampliada y enmarcada, de unmuchacho alto y pelirrojo, de unosquince años, que sonreía. Sostenía uncachorro de spaniel apenas másgrande que su mano, y que tambiénparecía estar sonriendo. Era uncuadro de juventud, juventudencarnada en el chico y en elcachorro.

—Se la hice el día que trajo aMaxie a casa —recordó ella—. Ni alseñor Osborne ni a mí nos gustabanmucho los perros, pero Robertinsistió tanto e hizo tal alboroto que

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tuvimos que permitirle que sequedara con él. Adoraba a Maxie, ypensaba que era el chico másafortunado del mundo por haberseencontrado en la carretera uncachorro como ése.

—No lo encontró en lacarretera.

—Debió caerse de algúnautomóvil que pasaba.

—Se lo dio la señora Bishop.—Robert encontró el cachorro

en la carretera —repitió ella— y selo trajo a casa. Parece que los añosno le mejoran la memoria, Estivar.

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—No —respondió el capataz,pero sabía que no se la empeorabantampoco.

En su memoria, la escena eranítida y clara. A la caída de la tardese había dirigido hacia la casa pararevisar unas cuentas con el señorOsborne. No había llegado todavía algaraje cuando llegó a sus oídos elescándalo de una pelea. O la señorano había tenido oportunidad decerrar puertas y ventanas como solíahacerlo, o ya no le importaba sialguien les oía, ni qué era lo que se

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oía.«—Tiene que devolvérselo —

decía Osborne—. Ahora mismo.»—¿Por qué?»—Evidentemente el perro es

de raza y hasta puede que tengapedigree. Es posible que a ella lehaya costado cien dólares o más.

»—Pensará que Robbie es unexcelente chico y no hace más quedemostrárselo.

»—Siempre te pones de su lado,¿no?

»—Es mi hijo.»—Es mío también, aunque

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nadie lo creería; el ser debilucho quehas hecho de él... Tiene quince años,y a esa edad yo me ganaba la vida,tenía un par de amiguitas...

»—¿Pero en serio dices quequieres que Robert sea como tú?

»—¿Y qué tengo yo de malo?»—Si tienes tiempo te lo diré.»Entonces había empezado el

piano, con la «Marcha del torero» y«Adelante, soldados cristianos», laspiezas que ella tocaba mejor y másfuerte. Cuando Estivar se volvía a sucasa se había encontrado con Robert,sentado en el porche delantero con el

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cachorro en los brazos. Para ser unanimalito tan pequeño, estaba muytranquilo y silencioso, como sipercibiera que su presencia estabacausando un problema.

«—¿Se están peleando? —preguntó el chico.

»—Sí.»—Los Bishop nunca se pelean.»—¿Cómo lo sabes?»—Ella me lo ha dicho. Es muy

simpática. A los dos nos gustanmucho los animales.

»—Mira, Robbie. Ahora ya eresun muchacho mayor y...

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»—Es lo mismo que me, hadicho ella.»

La pelea se prolongóintermitentemente durante semanas.En la medida de lo posible, Estivarevitaba la casa, y Robbie también. Selevantaba mucho antes de la aurorapara hacer sus tareas temprano, ydespués se echaba a vagar por elcampo con el cachorro, que le pisabalos talones. Volvió de uno de esospaseos a contar que su padre se habíacaído del tractor y estaba tendido enel campo, inconsciente. El señorOsborne murió cinco días después.

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Tuvo un funeral imponente, peronadie le lloró...

—Ahora no importa de dóndesacó el perro —reflexionó Estivar—.Ha pasado mucho tiempo.

—Y le falla la memoria.—Si usted lo dice, señora.Ella volvió a colocar la

fotografía del muchacho y el perro enel cajón del escritorio, manejándolacon tanto cuidado como si todavíafuera un negativo que pudieradesvanecerse con la luz.

—Siempre andaba haciendo

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cosas así —comentó—, rescatandopájaros que se habían caído del nidoy trayendo perros perdidos a casa.En realidad, ésa será la peor parte.

—¿Cuál?—Cuando vuelva, decirle que

Maxie ha muerto. Eso me espanta, deveras que me espanta. ¿No querríahacerlo por mí, Estivar?

—Pero, escúcheme...—Se lo pido como un favor

personal.Durante un minuto, el silencio

en la habitación fue tal que Estivarpodía oír cómo la humedad caía de

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los aleros.—Está bien —respondió al fin

—. Cuando vuelva le diré que Maxieestá muerto.

—Gracias. Me quita un peso deencima.

—Pero ahora tiene que tratar depensar en su futuro, señora Osborne.

—Sí, ya sé. En realidad, estoyplaneando hacer un viaje a Oriente.

—Ah, me alegro.—A Robert siempre le ha

gustado la comida china, ynaturalmente no querrá volver alrancho. No es como para criticarle.

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Se pasó allí atado tantos años, que eshora de que vea un poco más de lavida y conozca otros países y otrasgentes.

—Se olvida usted de su mujer.—Robert no tiene mujer. Ella se

ha deshecho de sus cosas. Es lomismo que un divorcio. A los ojos deD i o s es un divorcio. Ella le harepudiado y se ha desprendido decasi todo lo que él tenía, hasta de susgafas. Por una casualidad he logradorescatarlas.

La anciana se dirigió a laventana y se quedó de pie frente a

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ella, aunque las cortinas estabancorridas y no se podía ver nada.Estivar observó que una de lascortinas estaba sucia y ajada en laparte media, como si la hubieranapartado docenas, tal vez centenaresde veces, para poder mirar hacia lacalle. La tremenda inutilidad del actole encolerizó y le forzó a discutir conla anciana.

—Usted ha sido siempre unamujer muy práctica —empezó.

—Si es un cumplido, se loagradezco.

—¿Qué cree usted que pasó la

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noche de la desaparición de Robert,señora?

—Pueden haber pasado muchascosas.

—Pero ¿cuál de ellas, en suopinión?

—¿Mi opinión particular, queno le repetirá a nadie?

—Su opinión particular que nole repetiré a nadie.

Siempre desde la ventana, ellase dio la vuelta para mirarle.

—Creo que se pelearon, él yDevon, y que él simplemente se fuede casa.

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—Eso no concuerda con lostestimonios.

—¿Qué testimonios? No es másque charla. La gente miente, mientepara protegerse o para salvar lasapariencias o por dinero o porcincuenta razones más. Que haya unjuez y una Biblia no quiere decirnada.

—Usted ha estado en el tribunalesta mañana, señora Osborne.

—Claro que sí. Usted me havisto.

—Entonces usted habrá oídodeclarar a la mujer de Robert que esa

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noche, cuando salió de casa, llevabalas lentes de contacto, que despuésaparecieron rotas en el suelo delcomedor de los peones:

—La oí.—También dijo que las gafas de

sol graduadas que usaba Robertseguían en la guantera del automóvil.

—Sí.—Y las que usaba

habitualmente las tiene usted.—Sí.—Así que usted debe saber que

Robert no se fue de casa. No podíahaber ido a ninguna parte sin algún

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tipo de gafas.Una oleada de sangre ascendió

desde el cuello de la anciana,manchándole todo el rostro deescarlata hasta inyectarle los ojos.

—Está de parte de ella.—No.—Está en mi contra.—No. Sólo con que usted...—Váyase de mi casa.—Está bien.Ninguno de los dos volvió a

hablar, y sólo se oyó en la habitaciónel ruido de un tronco que se movió enla chimenea como si le hubieran

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golpeado.

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16 La calle Catalpa estaba en una

de las zonas más viejas de la ciudad,donde Devon no había estado nunca.Casas de principio de sigloalternaban con construccionesrecientes de apartamentos baratos.

El número 431 correspondía auna casa de diseño moderno, de yesoy madera de pino californiano, casinueva, pero que ya se estabaviniendo abajo a causa del descuidoy del mal trato. La mayoría de los

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apartamentos rebosaban de niños. Amedida que el yeso de loscielorrasos se agrietaba, la pintura sedescascarillaba y se estropeaban lascañerías, nadie tenía interés, dineroni habilidad para hacer reparaciones.El deterioro traía consigo eldeprecio. Empezaban a apareceriniciales grabadas en la carpintería yepítetos escritos en las paredes. Losárboles eran arrancados antes de quehubieran podido crecer. Fuera de losedificios, los grifos goteabanformando charcos fangosos, mientrasa pocos pasos de distancia los

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arbustos se morían por falta de agua,retorciéndose al sol de la mañana. Eldiseño paisajista de la zona estabaformado por montones de basura. Alfondo del segundo piso, elapartamento número 9 tenía elnombre de Carla escrito sobre untrozo de cartulina pegado en lapuerta. C. López, garabateado conletras diminutas en tinta verdepálido, indicaba a las claras queCarla no tenía mucho interés en quela encontraran.

Devon apretó el timbre. Noestaba segura de si sonó en el

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interior del apartamento porque erademasiado el ruido que llegabadesde abajo. Aunque no era fiesta,había media docena de niños en edadescolar jugando en la entrada deservicio. Devon volvió a apretar eltimbre, y cuando por segunda vez noobtuvo respuesta, golpeó la puertacon los nudillos.

—¿Carla? ¿Estás en casa,Carla?

La puerta del apartamentoinmediato se abrió y se asomó unajoven negra, que llevaba en la manoun osito de juguete. Tenía los ojos

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hinchados y, por su actitud, parecíaque todo el cuerpo le doliera. Igualque el edificio, parecía víctima delmal trato y el descuido.

—No —dijo en voz baja yáspera.

—¿Cómo ha dicho?—Que no está en casa. ¿Usted

es asistente?—No.—López salió con un tipo esta

mañana temprano.—¿Y qué hizo con el niño?—Lo iba a dejar en casa de su

madre y entonces se iba a ir con el

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hombre... ¿Seguro que no es ustedasistente?

—Soy amiga de Carla.—Entonces sabe que se quedó

sin trabajo.—Sí.—Eso le hacía estar muy mal y

para colmo le llegó una especie decitación del tribunal. Pero anoche laoí que se movía y que andabacantando sola, como si estuvieracontenta, ¿sabe? Me imaginé quehabría encontrado trabajo, perodespués vino y me dijo que se iba devacaciones.

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—¿Dónde?—A alguna ciudad del norte.

Algún sitio al norte, fuera del Estado.—¿No se acuerda cómo se

llamaba?—Nunca salí del Estado.—Y si lo oyera de nuevo ¿se

acordaría?—Tal vez.—Seattle —aventuró Devon.—Seattle —repitió la

muchacha, pasándose los dedos porla boca como si quisiera tocar laforma de la palabra—. ¿Seattle eshacia el norte?

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—Es casi lo más lejos que sepuede ir sin salir del país.

—Me parece que ése puede serel sitio.

—¿Usted vio a Carla cuando seiba?

—No pude evitarlo. Estaba depie aquí mismo donde estoy.

—¿El hombre estaba con ella?—La esperaba abajo en la calle,

junto al automóvil —durante unmomento sus ojos se encendieroncomo carbones—. A lo mejor elautomóvil era robado, ¿no?

—¿Usted no le había visto

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antes?—No. Pero me pareció, por la

forma en que ambos se trataban, queera algún pariente, no un amigo. Talvez un tío.

—¿Entonces no era un hombrejoven?

—No. Se movía con dificultad.—Pero un tío no suele irse de

vacaciones con su sobrina.—Es que él no quería ir, eso es

seguro. No hacía más que apoyarsecontra el automóvil, como siestuviera borracho, o tal vez sólotriste. De cualquier manera era

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cómico verla a ella revoloteandocomo un pájaro y a él que no sesostenía sobre sus pies.

Una muchacha que revoloteaalegre como un pájaro , pensóDevon, y un tío borracho que no setiene en pie.

—Gracias, señora... —dijo.—Harvey. Leandra Harvey.—Muchas gracias, señora

Harvey.—De nada. Hasta cuando

quiera.Las dos mujeres se miraron

durante un instante, como si ambas

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supieran que sería la única vez.

Devon se detuvo en una estaciónde servicio para llamar por teléfonoa la oficina de Ford. Tuvo queesperar varios minutos antes de quese oyera en la línea la voz delabogado, suave y precisa.

—La escucho, señora Osborne.—Lamento molestarle.—No me molesta.—Es por la muchacha que

prestó declaración ayer por lamañana en la audiencia, Carla López.No tiene teléfono y quería

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preguntarle algo, así que he venido ala ciudad para verla.

—¿La ha visto?—No, y por eso le llamo. La

mujer que vive en el apartamento deal lado me ha dicho que Carla se haido esta mañana de vacaciones conun hombre.

—En eso no hay nada de ilegal.—Es que creo que sé quién es

el hombre y estoy bastante segura desaber dónde iban. En todo esto hayalgo raro, y estoy preocupada.

—De acuerdo, venga a verme ami oficina. De todas maneras, tenía

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que hablar con usted, por un par depreguntas que me hizo el juezGallagher y que tal vez usted puedaresponder. ¿Dónde está?

—En Bewick Avenue, a unastres manzanas de Catalpa.

—Siga hacia el sur y encontrarála carretera. Llegará en quinceminutos.

Devon, que no estabaacostumbrada a las carreterascalifornianas, necesitó veinte. Enotras ocasiones, cuando había ido aconsultar a Ford, alguien la habíallevado y no se había fijado mucho

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en el camino.En la oficina de Ford todo había

sido pensado para excluir la ciudad,como si su bullicio pudiera lesionarlas ideas y su aire contaminadosofocarlas. La ancha ventana quedaba al puerto tenía doble cristal, elcielorraso era de corcho y lasparedes y suelos estaban revestidosde espesa moqueta. Las sillas y lasuperficie del enorme escritorio erande cuero e incluso los ceniceros erande material antiacústico, de maderade arrayán. El único objeto metálicoque se veía en la habitación era la

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alianza de oro que llevaba Ford paraprotegerse de las clientes demasiadoentusiastas. En realidad, no estabacasado.

—Buenos días, Devon —lasaludó—. Siéntese, por favor.

—Gracias —respondió la joveny se sentó, un poco intrigada. Era laprimera vez que Ford la llamabaDevon y sabía que no lo había hechopor impulso, que sus años depráctica como abogado habíanreducido a un mínimo suespontaneidad. Todo lo que hacía ydecía, hasta sus gestos, parecía

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planeado teniendo en cuenta juecesocultos y solitarios jurados.

—Así que Carla López se haido de vacaciones —prosiguió—.¿Por qué le preocupa eso?

—Estoy segura de que se ha idoa Seattle.

—Seattle, Peoria, WallaWalla..., ¿qué más da? —de prontose interrumpió, frunciendo el ceño—.Espere un minuto. Alguien habló deSeattle durante la audiencia. El hijode Estivar.

—Jaime.—Por lo que recuerdo, no fue

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más que una observación incidentalen el sentido de que uno de sushermanos trabajaba en Seattle y lehabía mandado dinero para Navidad.

—El nombre del hermano esFelipe, y Carla tuvo un asunto con él,y todavía hay algo.

—¿Quién se lo dijo?—La misma Carla. Y Jaime

también, anoche cuando lo encontréjunto al estanque. Dijo que durante elverano que Carla trabajó con sufamilia montó un espectáculo paralos hermanos. Los dos mayores no leprestaron mucha atención, pero a

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Felipe le picó de veras.— ¿ L e picó? —Ford estaba

auténticamente sorprendido—. ¿Dedónde sacó...?

—Fue la expresión que usóJaime.

—Ya veo.—Felipe se fue del rancho, y de

la zona en general, hace más de unaño.

—¿Antes o después de que lachica quedara embarazada?

—Bueno, me imagino quedespués. Aparentemente, durantemucho tiempo ella intentó ponerse en

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contacto con Felipe sin que nadiequisiera darle ninguna informaciónsobre él.

—¿Eso también se lo dijoJaime? —interrogó Ford.

—No. Ayer oí por casualidaduna conversación en la galería,cuando salí a llamar por teléfono a laseñora Osborne. La cabina telefónicaresultaba tan sofocante que dejé lapuerta un poco abierta. Allí mismo,al lado, había dos personashablando. Una de ellas era Carla y laotra el policía Valenzuela.

—El ex policía.

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—Eso es. Dijo algo como que«no había sabido nada de eso hastahacía unos minutos». Pero ellasostenía que le estaba mintiendocomo le habían mentido los Estivar.Él le advirtió que se mantuviera lejosdel rancho y Carla le dijo que notenía miedo a los Estivar, a losOsborne ni a nadie, porque tenía asus hermanos para que laprotegieran.

—¿Y cómo llegó a laconclusión de que se referían aFelipe?

—No está muy traído por los

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pelos. Carla tuvo algo que ver conFelipe y lo más posible es que él seael padre del niño. Es muy natural queella se enfade si alguien sabe dóndeestá él y se niega a decírselo.

—¿Así que ahora hadescubierto dónde está y se va paraallá?

—Sí.—¿Con otro hombre? Parece un

poco torpe.—Pero es necesario. Ella no

tiene dinero para un viaje así. Hatenido que convencer a alguien paraque la lleve.

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—¿Y usted está bastante segurade la identidad de ese alguien?

—Sí. Era Valenzuela.Ford se inclinó hacia delante en

su asiento y el cuero exhaló unsuspiro suave y paciente.

—¿Quiere ver mi ficha de lamuchacha? —interrogó.

—Claro.—Señora Rafael, por favor,

tráigame la ficha de Carla López —pidió Ford por el intercomunicador.

La ficha era breve: CarlaDolores López, calle Catalpa, 431,dep. 9, dieciocho años. Camarera,

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actualmente sin empleo. Usa suapellido de soltera aunque todavía noestá divorciada. El 2 de noviembrede 1967 se casó en Boca del Río conErnest Valenzuela. El 30 de marzo de1968 tuvo un varón registrado comoGary Edward Valenzuela. El 13 dejulio de 1968 se separó de su maridoy se mudó a su actual dirección enSan Diego. Tiene antecedentes porhurtos reiterados y vagancia habitual.

—El niño —explicó Ford—puede ser o no ser de Valenzuela.Según la ley, se supone que el hijo deuna mujer casada es hijo de su

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marido, a menos que se pruebe locontrario. Nadie ha intentado probarlo contrario y quizá no haya nada queprobar en contra —dejó la ficha bocaabajo en su escritorio—. Si lamuchacha se fue esta mañana conValenzuela, eso puede indicarsimplemente que se reconciliaron.

—Pero van a Seattle, donde estáFelipe. No es fácil que le hayapedido a su ex marido que la ayude aseguir la pista de su antiguo amante.

—Mi estimada Devon, en estavida se llega a muchos arreglos queusted no podría entender, ni

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perdonar. La chica quería ir a Seattley de un modo o de otro estabadispuesta a pagarse el viaje.

—Así que usted cree que todoestá traído por los pelos.

—Creo que prácticamente nadaestá traído por los pelos. Pero...

—Estoy preocupada por Carla.Es muy joven y muy sensible.

—También es una mujer casadacon un hijo, no una chiquilla que seha escapado y a quien se puededetener y entregar al juez de menorespor su propio bien. Además, no tengorazones para creer que Valenzuela

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signifique una amenaza para ella, nipara nadie. Por lo que sé, susantecedentes durante los años quetrabajó en el departamento delcomisario son buenos.

—La madre de Robert me dijoque era incompetente.

—La madre de Robert piensaque casi todo el mundo esincompetente, incluyéndome a mí —respondió secamente Ford.

—También me dijo que norenunció, sino que le echaron.

—Cuando Valenzuela dejó lacomisaría circularon varias historias

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por los tribunales. La historia oficialera que había renunciado paratrabajar en una compañía de seguros,lo que hasta donde se sabe es cierto.Por lo bajo se comentaba que habíaempezado a perder pie, porque bebíademasiado, y su matrimonio nomejoró las cosas. La familia Lópezes grande y tiene tendencia a meterseen líos, y la vinculación deValenzuela con ellos no podía menosque causar roces en el departamento—Ford miró al cielorraso con elceño fruncido, como un astrólogo queintentara leer en los astros—. Cómo

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empezó a meterse con la muchacha escosa que no sé. Las cosas delcorazón son de una esfera que no mecompete. Ni me interesa.

—¿De veras? Pero usted mehizo bastantes preguntas personalesrespecto a mi vida con Robert.

—Únicamente porque tenía queprestarle al juez Gallagher la imagende Robert como un joven que llevaadelante un matrimonio feliz.

—Se diría que usted duda deque fuera así.

—Mis dudas, si las tengo, novienen al caso. Creo haber

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demostrado a satisfacción deltribunal que Robert está muerto.Claro que no voy a estarabsolutamente seguro mientras eljuez Gallagher no anuncie sudecisión en la audiencia.

—¿Y cuándo será eso?—Todavía no lo sé. Cuando me

llamó esta mañana temprano,esperaba que fijara el momento de ladeclaración, pero en cambio me hizoalgunas preguntas.

—¿Sobre qué?—Primero, sobre el camión.—¿Sobre el viejo G.M. que

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tenían los peones eventuales?—No. Era sobre la camioneta a

que se refirió Jaime, al prestardeclaración ayer por la tarde. Comoaparentemente lo que dijo Jaime noera más que una observación depasada, no le presté mucha atención,pero el juez Gallagher es unmaniático de los detalles, y me leyópor teléfono esa parte de latranscripción. Escuche:

P.: «Jaime, ¿recuerdas algo enespecial sobre esa cuadrilla?»

R.: «Únicamente el viejocamión en que vinieron. Estaba

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pintado de color rojo oscuro y mefijé porque era el mismo rojo de lacamioneta que usaba Felipe paraenseñarme a conducir. Ya no está,así que me imagino que el señorOsborne la vendió porque muchasveces se le estropeaba la caja.»

—De acuerdo —asintió Devon—, ¿pero por qué es tan importante?

—El juez Gallagher quieresaber qué pasó con la camioneta ydónde está ahora.

—A eso no puedo responder.—¿Quién puede hacerlo?—El responsable de los

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vehículos que se usan en el rancho esEstivar. Cuando vuelva a casa se lopreguntaré. Estoy segura de que hayuna explicación perfectamente lógicay de que la camioneta no tuvo nadaque ver con la muerte de Robert.

—¿Y en ese asunto va a aceptarla palabra de Estivar?

—Seguro.Ford la observó atentamente, a

ver si Devon mostraba signos deduda. No vio ninguno y después deun momento prosiguió:

—El juez Gallagher tambiénestá intrigado con el arma, el

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cuchillo mariposa. Y yo también. Setomaron muchísimo trabajo paradeshacerse del cuerpo, y podríanhaberse deshecho del cuchillo almismo tiempo y en el mismo sitio. Encambio, lo tiraron a un campo decalabazas. A comienzos de octubrelas calabazas habrían sidocosechadas para la venta y el campoestaría listo para limpiar y arar; esolo sabe cualquier trabajadoragrícola.

—Así que lo que querían eraque se encontrara el cuchillo —reflexionó Devon—. O si no, el que

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tiró el cuchillo en el campo no era untrabajador agrícola. Me inclino porla primera teoría.

—¿Por qué?—En esta zona todo el mundo

tiene algo que ver con la agricultura.Hasta los forasteros son mano deobra en los ranchos o peoneseventuales.

—Gallagher destacó otra cosa:ningún pobre peón mejicano sedeshace de un cuchillo como ése. Lolava bien y lo guarda, no importapara qué lo haya usado.

Un estampido sacudió el

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edificio como si fuera una explosión.Ford se levantó y corrió hacia lasventanas como si tuviera esperanzasde divisar al avión infractor. Comono lo vio, volvió a su escritorio yanotó en su agenda: informarestampido once y treinta y dos. Suinforme se sumaría a otros muchos,seguidos por otras tantas protestas deinocencia de todas las bases aéreasexistentes en un radio de mildoscientos kilómetros.

—La verdadera cuestión —puntualizó Ford— es por qué elcuchillo, si estaba destinado a que lo

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encontraran, nunca comprometió anadie. Jamás se comprobó a quiénpertenecía, y eso indicaba que algono anduvo bien, o si no, que alguienencubrió algo.

—¿Quién?—Valenzuela estaba a cargo del

caso. Supongamos que supiera quiénera el dueño del cuchillo o teníaacceso a él, pero se hubiera callado.

—¿Por qué iba a hacerlo?—Se lo preguntaremos cuando

vuelva de sus vacaciones.—Antes pueden pasar semanas

—observó Devon—. ¿Tenemos que

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esperar todo ese tiempo para que eljuez Gallagher tome su decisión?

—No. Extraoficialmente, ya laha tomado; está convencido de lamuerte de Robert, y los puntos queme ha planteado por teléfono nomodificarán su convicción. Pero yale he dicho que es un maniático delos detalles. También ha presididouna gran cantidad de procesos porasesinato, y si la audiencia de ayerhubiera sido un proceso, habría quehaber tenido muy en cuenta cualquierpregunta referente al cuchillo y a lacamioneta.

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—¿Esos fueron los únicospuntos que planteó?

—Los únicos en el sentidomaterial —contestó Ford—. El otroera psicológico y se refería a ladeclaración de Estivar. Recuerda quele pregunté cuánto tiempo hacía queconocía a Robert; dijo que le conocíadesde que nació, que Robert solíaandar detrás de él, que pasaba muchotiempo en su casa y que ese tipo derelación se mantuvo hasta que aRobert lo mandaron a una escuela deArizona después de la muerte delpadre. Dos años después, cuando

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volvió al rancho, se había producidoen él un cambio notable. Ya no iba acomer a casa de Estivar, evitaba alos hijos del capataz y su relacióncon el propio Estivar se redujo á loestrictamente laboral. Estivar echabala culpa del cambio a la escuela deArizona, afirmando que allí llenarona Robert de prejuicios. Al juezGallagher eso no le convence.Sostiene que un muchacho de quinceaños, criado entre mejicanos, quehabla su idioma y ha compartido sumesa, no puede llenarse deprejuicios contra ellos, y menos aún

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en esa escuela.—¿Por qué no en esa escuela?—El juez Gallagher la conoce

muy bien —explicó Ford—. Suspropios hijos fueron allí, y es unabuena escuela preparatoria detendencia liberal, así que, seancuales fueren las razones que teníaRobert para evitar a los Estivar, noeran los prejuicios que aprendió enla escuela. Como es natural,Gallagher tiene curiosidad por saberla verdadera razón, y yo también. Lacuestión es si el mismo Estivar estáconvencido de la historia que ha

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contado como testigo o si la haestado usando de pantalla. Tal vez leinterese preguntárselo.

—¿Por qué me habría deinteresar?

—Bueno, de todas maneras leva a preguntar por lo de lacamioneta.

—Si no dijo la verdad en eltribunal, estando bajo juramento,¿qué le hace pensar que me la va adecir a mí?

—Es probable que no se ladiga. Pero su reacción ante lapregunta puede ser interesante... Esta

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tarde cojo un avión para Los Ángelesporque tengo una reunión allí y novolveré hasta mañana por la mañana.Si para entonces tiene algunanovedad interesante, llámeme.

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17 Devon no vio a Estivar hasta

última hora de la tarde.Estaba en la cocina ayudando a

Dulzura a preparar la cena cuando, almirar por la ventana, vio a un hombreque atravesaba a pie un campo detomates. Según se acercaba, lospájaros se elevaban en el aire comohojas llevadas por el viento yvolvían a posarse revoloteandocuando había pasado. Aunque elhombre estaba demasiado lejos para

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reconocerle a simple vista, Devonsabía que debía ser Estivar porqueera el único en el rancho quecaminaba. Todos los demás cogíanalgún vehículo, cualquier cosa quetuviera ruedas, aunque sólo tuvieranque andar cien metros y sin cargaalguna.

Tan pronto como Devon saliópor la puerta del fondo se sintióatrapada entre el calor del sol y elque se levantaba de la tierra. Eracomo si dos ráfagas de fuegosimultáneas la atacaran desde arribay desde abajo, y durante un minuto la

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joven se quedó inmóvil, con elaliento detenido en la garganta.Después se echó a andar hacia elcampo de tomates, protegiéndose losojos con la mano. Ya se habíancosechado, pero algunos tomatescalcinados por el sol colgabantodavía de los tallos, como globosrojos llenos de agua.

Estivar vio acercarse a Devony, quitándose el sombrero, la esperó.Los pájaros pasaban velozmentejunto a él, sin miedo, como sisupieran que no era más que unespantapájaros.

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—¿Ha terminado su trabajo dehoy? —le preguntó Devon.

—Sí, señora Osborne.—Tal vez quiera venir hasta

casa a tomar un vaso de cerveza o deté helado.

—¿Ha ocurrido algo?—No. Sólo quería hacerle una

pregunta.—¿Sobre qué?—Sobre uno de los vehículos.—Muy bien.Comenzaron a andar, uno tras

otro, entre las hileras de plantasmoribundas que seguían oliendo a

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fecundidad y frescura. Cuandoentraron en casa, Estivar se quedó depie junto a la puerta, retorciendoentre las manos su polvorientosombrero de paja y desplazando elpeso del cuerpo de uno a otro pie.Había estado en esa casa centenaresde veces, pero así y todo tenía elaspecto de un extraño que hubieraentrado por error y quisiera escapar.

—Pase y siéntese —le invitóDevon—. Le serviré un trago.

—Gracias, señora, no tengosed. ¿Cuál de los vehículos?

—La vieja camioneta roja que

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mencionó Jaime ayer al declarar.Dijo que ya no está en el garaje.

—No.—¿Qué fue lo que le pasó?—Se..., me parece que se

estropeó.—¿Quién la estropeó?—No sé. Tal vez uno de mis

hijos. Siempre tienen prisa.—Pero creo que los vehículos

del rancho están asegurados.—Sí.—¿Entonces se da parte cuando

alguno se estropea?—Sí.

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—¿Y debe quedar constancia deesos partes?

—Claro que sí. ¿Por qué mehace esas preguntas?

—El juez Gallagher llamó alseñor Ford para verificar algunospuntos que se plantearon durante laaudiencia, y quería saber qué pasócon esa camioneta.

—Ya veo —sea lo que fuere loque Estivar veía, le hacía daño a losojos, y se frotó con el dorso de lamano—. La camioneta... no tuvo nadaque ver con la desaparición delseñor Osborne. Desapareció antes

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que él.—Hace un momento parecía que

supiera muy poco de eso. ¿Cómopuede estar tan seguro ahora?

—Estoy seguro.—¿Qué fue lo que pasó?—Se la llevó Felipe cuando se

fue del rancho. Tenía que irserápidamente porque le perseguían.

—¿Quiénes?—La muchacha, Carla López.

Estaba embarazada y echó la culpa aFelipe. No hacía más que amenazarlecon que si no se casaba con ella iba amandar a sus hermanos a que le

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dieran una paliza. Es una muchachade vida relajada y no podía permitirque obligaran a mi hijo a casarse conella cuando lo más posible era queno tuviera nada que ver con elembarazo. No tenía más quedieciocho años, era demasiado jovenpara atarse con una familia y sinfuturo. Le dije que se llevara lacamioneta y se fuera muy rápido. Erauna camioneta vieja y de muy pocovalor. No pensé que la echaran demenos.

Un rayo de sol, largo y oblicuo,entraba por la banderola que había

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sobre la puerta. En su interior semovían, avanzando y retrocediendocomo una escena en miniatura de unamultitud enfocada por un reflector,mil partículas de polvo. Estivarcambió ligeramente de posición, demodo que el dardo de sol le dabasobre un lado de la cara y loshombrecillos de polvo searremolinaban alrededor del ojo ydel oído izquierdos y saltaban através de los surcos que se veían ensus mejillas.

—Si quiere decir que fue unrobo...

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—No, claro que no.—...diga que lo cometí yo, no

Felipe. Yo hubiera robado muchomás que una camioneta para librarlode esa muchacha.

—Creo que ahora Carla se haido a Seattle, para buscarlo.

—No lo encontrará.—Parece muy decidida.—No importa. Felipe no está

allí, ni ha estado nunca. De vez encuando yo inventaba las cartas, porla madre y por Jaime... No, claro queno lo encontrará —repitió Estivar,pero en su voz había un eco de

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tristeza, casi como si deseara queFelipe se hubiera quedado, sehubiera casado con la muchacha yhubiera vivido feliz desde entonces.

Eran casi las ocho cuandoDevon vio salir del garaje el jeep deEstivar, perforando la oscuridad consus focos.

El café estaba en la calleprincipal de Boca del Río, y unpequeño letrero de neón rosaanunciaba que se llamaba Disco. Elpropietario era un escocés de

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apellido MacDougall, pero losmejicanos habían empezado allamarlo Disco cuando hizo instalarun tocadiscos automático, y él habíaaceptado el apodo por simpatía conla gente que se lo imponía.

Cuando Estivar llegó el caféestaba vacío, salvo el propio Disco,tres hombres y una pareja deadolescentes que compartían un botede chile en un extremo del mostrador.Estivar se sentó al otro extremo,moviéndose tan lenta ycautelosamente como si sospecharaque el lugar estuviera lleno de

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trampas.—¿Qué quiere? —preguntó

Disco.—Café y un buñuelo.—¿Con o sin azúcar?—Con.El buñuelo, servido sobre una

servilleta de papel, estaba rancio y elcafé sabía a achicoria. Después deprobar los dos, Estivar comenzó:

—Ando buscando a ErnestValenzuela. Alguien me dijo que esparroquiano de aquí.

—Así es.—Quería encontrarle para una

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póliza de seguros.—Llega tarde. Esta mañana ha

salido de la ciudad, y por lo que heoído decir, es posible que no vuelva.Anduvo hablando de irse a algunaparte para empezar de nuevo, peroestaba atado mientras no seresolviera el caso Osborne. Él era eltestigo principal. Supo ser policía,no sé si usted lo sabe.

—Sí.—Oiga, usted me resulta

conocido —enunció Disco,inclinándose por encima delmostrador—. ¿No nos habremos

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encontrado en alguna parte, hacetiempo tal vez?

—No creo. Me llamo Estivar.—Unos muchachos de apellido

Estivar solían venir bastante poraquí; trabajaban en el rancho deOsborne. ¿Son algo de usted?

—Mis hijos.—Ah —Disco lo pensó un

momento y después agregó—:Buenos muchachos.

—Sí.—Uno de ellos era bastante

camorrista..., Felipe. Le gustabapelear con los hermanos López.

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Salían por la puerta de atrás y semataban entre ellos. Todo eso eramás o menos una broma, cosa demuchachos, hasta que Luis Lópezempezó a andar con cuchillo.Entonces la cosa se puso seria.

—¿Qué clase de cuchillo?—Uno de fantasía, hecho en

Filipinas, que le llamaban cuchillomariposa. Se lo conté a Valenzuela,pero me dijo que no pensara más eneso, así que me olvidé del asunto. Enun negocio como éste uno aprende aolvidarse y recordar cuando hacefalta.

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Estivar dio un mordisco albuñuelo, que sentía áspero entre losdientes como si los granos de azúcarestuvieran convirtiéndose en arena.

—Y fíjese —continuó Disco—que ahora es un buen momento pararecordar. El caso Osborne se hacerrado y Valenzuela se ha ido delpueblo. De pronto me parece que seme aclarará la cabeza, ¿me entiende?

—Creo que sí.—No es que haya tenido nunca

información importante sobre el casoOsborne, apenas algunas cositas. Porejemplo la noche que mataron a

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Osborne, Luis López estuvo aquí, yllevaba encima un cuchillomariposa. Claro que eso no significaque fuera el cuchillo. Y aunque fuerael cuchillo... bueno, alguien pudohabérselo quitado. Era viernes, y elviernes es una noche importante enBoca del Río. Aquí hubo montonesde gente, entre ellos su hijo Felipe.

—Se equivoca. Felipe no.—Estoy seguro.—Felipe ni siquiera estaba

cerca de aquí en ese momento. Hacíatres semanas que se había ido delrancho.

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—Volvió.—No. Se fue a Seattle y estaba

en Seattle trabajando en una fábricade aviones. Nos escribía.Pregúnteselo a cualquiera de mifamilia si no escribía.

—Estaba aquí, señor Estivar,tan seguro como que usted está aquíen este momento. Me dijo que sehabía quedado sin dinero y que iba alrancho para que usted le diera algo,tan pronto como consiguiera quien lollevara. No sé qué sucedió después.

—Nada —reiteró Estivar—.Nada.

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—Todo lo que sé es que pasóLuis López y cuando miró por laventana y vio a Felipe sentado aquíal mostrador, entró y empezó adiscutir con él por su hermana Carla.En seguida se empezaron a pelear deveras y a Luis le sangraba la narizcuando les saqué a los dos a patadasa la calle.

Estivar se quedó mirando lataza vacía. No podía recordar quehubiera bebido el café o hubieracomido el buñuelo, pero los doshabían desaparecido y en mitad delpecho se le estaba formando un

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montón de plomo. A Luis lesangraba la nariz. Ahora sabía dedónde había salido la sangre delgrupo O que en opinión de Fordindicaba la presencia de un tercerhombre. Esa noche no había habidotres hombres en el comedor de lospeones. Sólo había dos... RobertOsborne y Felipe.

—No es que tenga ningunaimportancia —prosiguió Disco—, yaque el caso Osborne se ha cerrado yValenzuela ya no anda por aquí, nisiquiera sigue siendo policía. Perome imagino que, si sucedió, puede

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haber sucedido entonces. No es másque una teoría, quiero decir.

—¿Qué?—Luis sacó el cuchillo, y

Felipe se lo quitó.—No —dijo Estivar—. No.Pero ahora estaba seguro de que

era cierto y de que Valenzuela nohabía dicho una palabra del cuchilloporque creía que estaba protegiendoal hermano de Carla. En cambio,había protegido a Felipe. CuandoValenzuela volvió y descubrió laverdad, habría enloquecido de furia.Había salido en busca de Felipe y lo

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iba a encontrar. Por algo había sidopolicía; conocía todas las esquinas,los rincones, los escondrijos..., losbares y las callejas de Los Ángeles,los prostíbulos de Tijuana, losgaritos de Mejicali, las fondasbullentes de moscas de El Paso.

No había ningún lugar dondeFelipe pudiera estar seguro.

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18 Devon se despertó antes de

haber oído ningún ruido que llegaradesde la cocina. En lasemipenumbra, se puso rápidamentesu ropa de diario: vaqueros,sandalias de goma y una camisa dealgodón. Cuando descorrió lascortinas para cerrar la ventana yprotegerse del calor que traería eldía, pudo divisar Tijuana a lo lejos yver cómo la catedral iba pasando delrosa de la aurora al amarillo del día,

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y cómo las chozas de madera seaferraban ávidamente a las laderasde la colina, como niños hambrientosque se prendieran de una teta.También podía ver parte del ranchode Leo. Algo se quemaba en uno delos campos. Una columna de humo,gris y tenue, se elevaba como unaseñal de desesperanza.

La joven salió de la casa por lapuerta de delante, para no despertar áDulzura. Los campos de tomatesdesbordaban con el bullicio matutinode los pájaros hambrientos, pero alotro lado del camino el comedor de

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los peones y el cobertizopermanecían silenciosos y vacíos,como si jamás nadie hubiera vividoallí, ni nada hubiera sucedido. Haciael norte del comedor de los peonesestaban los huertos de melones dondetrabajaban los peones eventuales,con el cuerpo encorvado y la cabezainclinada y oculta por el sombrero depaja, todos iguales. Ninguno mirabahacia arriba ni a los lados; ladirección de la supervivencia erahacia la tierra.

Este año Jaime se habíaatrasado con la cosecha de calabazas

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para la fiesta de Todos los Santos yel campo estaba sembrado degrandes cabezas anaranjadas. Aunqueen ninguna de las cabezas habíantallado la clásica cara, Devon sesentía vigilada por centenares desonrisas sardónicas y porinnumerables pares de ojosgeométricos. En el cielo, por encimade ella, un buitre describía círculosen busca de carroña. Aleteando yplaneando alternativamente, seacercaba cada vez más a Devon,como si esperara que le condujerahasta donde había algo muerto..., un

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perro junto al camino, una mujerempapada por el agua del río, unhombre joven que se desangraba.Con un grito ahogado en que semezclaban la cólera y la pena, Devongiró sobre sí misma y empezó aandar rápidamente en dirección a lacasa.

Dulzura estaba en la cocina,descalza, haciendo café.

—Ha llamado el señor Ford —anunció—. He ido a buscarla, perousted se había ido.

—Sí. ¿Qué quería?—Ha dejado dos mensajes. Los

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he anotado.Los mensajes, escritos con letra

grande y cuidadosa, estaban junto alteléfono, en una hoja de papel:Encontrarse con Ford en el tribunal ala una y treinta para saber la decisióndel juez. Ver en el diario de lamañana la página 4, sección A, ypágina 7, sección B.

Sobre la información de lapágina 4 había una fotografía de unautomóvil destrozado hasta serirreconocible, y otra de Valenzuelaen uniforme, con aire de juventud,confianza en sí mismo y petulancia.

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El relato del accidente era breve:

«Un antiguo agente deldepartamento del comisario, ErnestValenzuela, cuarenta y dos años, y suex esposa Carla, dieciocho años, semataron en un accidente de automóvilayer a última hora de la tarde, a unoskilómetros al norte de Santa María.Según informó el agente JasonElgers, que iba en su persecución, elautomóvil corría a más de cientosetenta kilómetros por hora. Elgershabía sido avisado por un empleadode la estación de servicio de Santa

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María, donde Valenzuela se habíadetenido a echar combustible. Elempleado afirmó que había oído a lapareja discutir en voz alta y quesobre el asiento delantero había unabotella de whisky a medio vaciar.

»El ex policía fallecióinstantáneamente cuando suautomóvil se estrelló contra un pilarde cemento después de haberatravesado la verja de protección. Suex esposa murió mientras eraconducida al hospital. Dejan un hijode seis meses.»

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La otra noticia del diario era unanuncio aparecido en la página 7,donde se ofrecían diez mil dólares derecompensa por informaciónrespecto al paradero de Robert K.Osborne, visto por última vez en lasinmediaciones de San Diego el 13 deoctubre de 1967. Se guardaríareserva sobre toda respuesta recibiday ninguna de ellas sería utilizadapara presentar ningún tipo dedemanda. Se daba un número deapartado de correos y el númerotelefónico de la anciana señoraOsborne.

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—Se ha matado Valenzuela —comentó Devon, mientras volvía adejar el periódico.

—Sí, lo he oído por radio —respondió Dulzura, y ése fue el únicoepitafio que de ella obtuvoValenzuela.

Durante la mañana, Devonllamó media docena de veces a casade Leo antes de obtener contestación,a las once, cuando él regresó delcampo para comer. Por la voz,parecía cansado. Se había enteradode la noticia de Valenzuela y Carla

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—se lo había contado uno de sushombres—, pero no sabía nada delanuncio de la madre de Robert ni dela hora fijada para escuchar ladecisión del juez Gallagher.

—A la una y media de la tarde—repitió—. ¿Tiene que ir?

—No, pero voy a ir.—Está bien. La pasaré a

buscar...—No, no. No quiero que se...—...a eso de las doce y cuarto,

así que no hay mucho que discutir,¿no?

Devon estaba esperándole

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cuando llegó a la puerta delantera.Antes de subir al automóvil miróhacia arriba y vio que el buitreseguía describiendo círculos en elaire, por encima de la casa. Ahoravolaba tan alto que parecía unamariposa negra deslizándose sobre elazul.

—Los buitres traen buena suerte—comentó Leo, al observar que ellalo miraba.

—¿Por qué?—Limpian un poco la basura

que dejamos a nuestras espaldas.—Para mí, no significan más

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que muerte.Una vez que subió al automóvil,

aunque no podía ver el ave, Devontuvo la sensación de que cuandoregresara estaría esperándola, comoun animal doméstico.

—No sé ningún detalle de lamuerte de Valenzuela y de Carla —dijo Leo.

—El diario ha dicho que hasido un accidente y así quedaráarchivado, pero no es cierto. Élhabía estado bebiendo, ibanpeleándose, el automóvil iba a másde ciento setenta kilómetros por

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hora..., ¿cómo se puede llamar a esoun accidente?

—No se puede. Lo que pasa esque no saben qué otro Hombre darle.

—Fue un asesinato y unsuicidio.

—De eso no hay pruebas —afirmó Leo—, y nadie quiere que lashaya. Es más cómodo para todo elmundo..., la ley, la iglesia, los quequedan..., creer que así lo dispusoDios.

Devon recordó la seriedad conque Carla le había hablado al juez desu yeta —«Si bailara la danza de la

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lluvia habría un año de sequía o untemporal de nieve»— y la última vezque había visto a Valenzuela, junto ala sala de audiencias. Estaba solo, depie junto a la ventana enrejada delnicho, con los ojos sombríos yenrojecidos. Cuando habló, lo hizocon voz ahogada:

«—Lo lamento, señoraOsborne.

»—¿Qué?»—Todo, la forma en que

ocurrieron las cosas.»—Gracias.»—Quería decirle que esperaba

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que las cosas fueran diferentes...»Ahora Devon se daba cuenta de

que él había estado hablando de símismo y de su propia vida, no sólode ella o de Robert.

—Devon —Leo la llamó convoz un poco alta, como si la hubieranombrado antes sin que le oyera.

—Sí.—Estos últimos días, cada vez

que la veo estamos en un automóvil oen algún otro sitio donde no puedomirarla realmente. Y hablamos deotras personas, no de nosotros.

—Es mejor que sigamos así.

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—No. Hace mucho tiempo queespero para decirle algo, pero elmomento adecuado nunca llega y talvez nunca llegue, así que voy adecírselo ahora.

—No. Leo, por favor.—¿Por qué no?—Hay algo que tengo que

decirle antes. No voy a quedarmeaquí.

—¿Qué quiere decir con«aquí»?

—En esta región. Tan prontocomo pueda voy a vender el rancho.Estoy empezando a sentir lo que

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sentía Carla, tengo yeta y tengo queirme.

—Pero volverá.—No creo.—¿Dónde quiere irse?—A casa.«Casa» era donde los ríos

corrían todo el año y la lluvia eraalgo que estropeaba un paseo y lasaves no tenían nombres exóticosc o m o cardelinas, chupamirtos ogolondrinas.

—Si cambia de opinión —dijoél en voz baja—, ya sabe dóndeencontrarme.

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Como le había dicho Ford, su

breve reaparición ante el tribunal nofue más que una formalidad, y elmomento que Devon había temidodurante semanas llegó y pasó tanrápidamente que apenas si llegó aentender las palabras del juez:

«Respecto de la solicitud deDevon Suellen Osborne para lavalidación del testamento de RobertKirkpatrick Osborne, se concededicha solicitud y se designa a DevonSuellen Osborne administradora dela propiedad.»

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Mientras volvía por el pasillo,Devon notó cómo en sus ojos seamontonaban las lágrimas, no porRobert, porque esas lágrimas lashabía vertido hacía tiempo, sino porValenzuela y la muchacha que teníayeta y el niño sin padres.

—Esto es todo por ahora,Devon —le dijo Ford, tocándoleligeramente el hombro—. Habrá quefirmar papeles. Cuando estén listos,mi secretaria se los mandará.

—Gracias. Gracias por todo,señor Ford.

—De paso, es mejor que llame

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a la madre de Robert y le anuncie ladecisión del tribunal.

—No va a querer que se ladigan.

—Pero hay que decírsela. Eseanuncio la pone en una posición muyvulnerable. Si sabe que se hadeclarado oficialmente la muerte deRobert, no es tan probable que paguediez mil dólares por falsainformación a algún artistaaficionado.

—Siempre ha sido muy prácticacon el dinero, y cuando compra algo,obtiene lo que paga.

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—Eso es lo que me temo.Devon telefoneó desde la misma

cabina que había usado dos díasantes, pero esta vez la voz aguda eimpaciente de la anciana respondió ala primera llamada:

—¿Diga?—Soy Devon. Pensé que

debería decirle...—No dudo de que lo haces con

buena intención, Devon, pero elhecho es que me estás ocupando lalínea y en este mismo momentoalguien puede estar tratando decomunicarse conmigo.

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—Únicamente quería...—Voy a colgar porque estoy

esperando una llamada muyimportante.

—Escuche, por favor.—Adiós, Devon.La anciana cortó la

comunicación, sin apenas darsecuenta de que había mentido. Noestaba esperando la llamada; ya lahabía recibido y había dispuesto todolo necesario.

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19 El próximo paso era preparar la

casa para su llegada. No vendríaantes del anochecer. Tenía miedo deandar por la ciudad a la luz del día,por más que le había dicho que nadiele buscaba, que nadie queríaencontrarle. Estaba a salvo: el casose había cerrado y Valenzuela habíamuerto. Era una suerte increíble quehubiera decidido comprarprecisamente esa casa. El estilomisionero californiano se adecuaba a

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sus propósitos, con sus paredes deadobe de más de medio metro deespesor, su techo de pesadas tejas, elpatio tapiado y, lo más importante detodo, las rejas de hierro queprotegían las ventanas para que nadiepudiera entrar. O salir.

Volvió hacia el dormitorio dedelante y continuó la interrumpidatarea de prepararlo. Casi todas lascajas donde se leía Ejército deSalvación, escrito con la menudaletra de imprenta de Devon, habíansido vaciadas. El viejo mapa estabapegado sobre la puerta: MÁS ALLÁ

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HAY MONSTRUOS. La ropa deRobert estaba colgada en el armario,sus carteles de esquí acuático y losbanderines del colegio adornaban lasparedes, sus gafas sobre elescritorio, con los cristalesminuciosamente limpios, y junto a lacama se veían sus botas, como siacabara de quitárselas. AunqueRobert jamás lo hubiera visto, esecuarto le pertenecía.

Cuando terminó de desembalarlas cajas, las arrastró hasta el fondode la casa y las apiló en el porche deservicio. Después se hizo un poco de

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café y se lo llevó al salón, a esperarla puesta de sol. Se había olvidadode comer, y a la hora de la cenasintió la cabeza floja y un ligeromareo, pero así y todo no teníahambre. Volvió a preparar café ydurante mucho tiempo se quedósentada, escuchando cómo loscaballos de bronce danzaban en elviento y el bambú arañaba las rejasde hierro que protegían las ventanas.Llegado el crepúsculo, encendiótodas las luces de la casa, para que siél estaba fuera esperando pudiera verque estaba sola.

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Eran casi las nueve cuando oyógolpear en la puerta delantera. Fue aabrir y allí estaba él, de pie, tal comolo había visto cien veces en suimaginación durante ese día. Estabamás delgado de lo que recordaba,casi consumido, como si algúnparásito voraz se hubiera aposentadoen su cuerpo y sé estuvieraadueñando de su comida.

—Pensé que podrías habercambiado de opinión —dijo ella.

—Necesito el dinero.—Entra.—Podemos hablar aquí fuera.

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—Hace demasiado frío. Entra—repitió ella, y esta vez él laobedeció.

Parecía demasiado cansadopara discutir. Bajo sus ojos se veíansemicírculos azules, casi del colorde la ropa de trabajo que usaba, y nodejaba de resoplar y de frotarse lanariz con la manga como un chicoresfriado. Sospechó que en algunaparte se había acostumbrado a lasdrogas, tal vez en alguna cárcelmejicana, tal vez en alguno de losbarrios de la zona. Pero no le iba apreguntar dónde había pasado ese

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año tan largo, ni qué había hechopara sobrevivir. No le haría más quepreguntas importantes.

—¿Dónde está, Felipe?Felipe se volvió y miró

ansiosamente la puerta que secerraba tras él, como si sintiera elimpulso súbito de abrirla de unempujón y volver a perdersecorriendo en la oscuridad.

—No te pongas nervioso —dijoella—. Te prometí por teléfono queno voy a presentar ningunaacusación, ni siquiera voy a decir anadie que te vi. Lo único que quiero

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es la verdad; la verdad a cambio deldinero. Es un pacto honesto, ¿no teparece?

—Creo que sí.—¿Dónde está?—En el mar, lo tiré al mar.—Robert era un excelente

nadador. Podría haber...—No. Estaba muerto, envuelto

en las mantas.Las manos de ella se elevaron y

se palparon la cara, como si AgnesOsborne sintiera que algo se leaflojaba.

—Tú lo mataste, Felipe.

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—No fue culpa mía. Me atacó,iba a asesinarme como hizo...

—Después lo envolviste en lasmantas.

—Sí.—Robert era muy grande, no

pudiste hacerlo tú solo —su voz erafría y tranquila—. Ven, siéntatetranquilamente y cuéntamelo todo.

—Podemos hablar aquí.—Es mucho dinero el que pago

por esta conversación. Mientrasdura, quiero estar cómoda. Venconmigo.

Después de un momento de

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vacilación, la siguió al salón. Habíaolvidado lo bajo que era, apenas unpoco más alto de lo que había sidoRobert a los quince, hasta el año enque de pronto había empezado acrecer. Felipe tenía veinte años y erademasiado tarde para empezar acrecer. Siempre parecería un chico,un pobre chico raro, enfermizo ytriste, con un apetito de cuervo ymala digestión.

—Siéntate, Felipe.—No.—Como quieras.Pálido y tenso, se quedó de pie

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frente a la chimenea. Sobre la mesade chaquete que había entre los dossillones, el juego seguía planteadosin que nadie hubiera hecho unajugada en mucho tiempo. El polvocubría el tablero, los dados echadosy las piezas de plástico.

La anciana vio cómo miraba eltablero.

—¿Juegas al chaquete?—No.—Enseñé a jugar a Robert

cuando tenía quince años.E l chaquete no era el único

juego que Robert había aprendido a

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los quince años, pero los otros noeran tan inocentes. Los jugadoreseran de verdad y cada golpe dedados era irrevocable. Durante elúltimo año, ella se había pasado díasenteros pensando en la forma tandiferente en que manejaría las cosassi tuviera otra oportunidad; leprotegería, le mantendría alejado delas corruptoras como Ruth, aunquetuviera que encerrarlo con llave ensu cuarto.

—¿Dónde has estado viviendo?—preguntó.

—En Tijuana.

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—¿Y has visto mi oferta en elperiódico?

—Sí.—¿No tenías miedo de meterte

en una trampa al venir aquí estanoche?

—Un poco. Pero me imaginéque usted tenía tan poco interés comoyo en andar con la policía.

—¿Estás drogado, Felipe?No hubo respuesta.—¿Anfetaminas?Sus ojos habían empezado a

humedecerse y parecía como si lamirara a través de diminutas bolas de

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cristal. Ninguno de los dos teníafuturo.

—No es asunto suyo. Lo únicoque quiero es ganarme el dinero ysalir de aquí.

—No grites, por favor. Meespanta el ruido de la cólera. Hetenido que taparlo muchas veces. Sí,sí, todavía toco el piano —explicó,como si le hubiera preguntado, comosi a él le importara—. Cometobastantes errores, pero no importaporque nadie me oye, y las paredesson tan gruesas... ¿Por qué le mataste,Felipe?

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—No fue culpa mía, nada fueculpa mía. Ni siquiera vivía en elrancho cuando sucedió. Únicamentehabía vuelto ésa noche para pedirledinero a mi padre. Estaba un pococaliente por una pelea que habíatenido; en Boca del Río me encontrécon Luis López en un bar, y eso pusode mal humor a mi padre. No quisodarme un céntimo, así que decidí irhasta el comedor de los peones ypedirle un préstamo a Lum Wing. Simi padre me hubiera dado algúndinero como debía, jamás me habríaacercado siquiera a ese comedor de

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peones, jamás...—No me interesan tus excusas.

Cuéntame lo que pasó, nada más.—Rob... el señor Osborne vio

luz en el comedor de los peones yvino a ver qué pasaba. Me preguntóqué hacía allí y se lo dije. Me dijoque Lum Wing estaba durmiendo yque no tenía que molestarle, y lecontesté que por qué no, que a unviejo como él el dinero no le sirvepara nada y lo único que hace esandar paseándolo, y al finalempezamos a discutir los dos.

—¿Le pediste dinero a Robert?

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—Únicamente lo que me debía.—¿Robert te había pedido

dinero prestado?—No, pero me lo debía por mi

lealtad. Nunca dije a nadie unapalabra de que le vi volver delcampo, justo después del accidentede su padre. Llevaba en la mano ungrueso tirante, y sobre él se veíasangre. Había trepado a una de laspalmeras datileras a buscar nidos deratas y vi cómo lo arrojaba en elestanque. Yo no era más que unchico, tenía diez años, pero erabastante vivo como para callarme la

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boca —parpadeó al recordar—.Siempre andaba trepando a lugaresraros donde a nadie se le ocurriríamirar. Así me enteré de lo de él y laseñora Bishop; los veía cuando seencontraban. Y la cosa siguió duranteaños, hasta que se cansó de ella, yella se tiró al río. No fue unaccidente, como dijo la policía...Bueno, nunca le dije nada a nadie deesas cosas, y me imaginé que medebía algo por mi lealtad.

—En otras palabras, intentastehacerle chantaje.

—Le pedí que me pagara una

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deuda.—Y se negó.—Se me echó encima y me

hirió. Me habría matado, si no fuerapor el cuchillo que le había quitado aLuis López. Apenas me acuerdo de lapelea, salvo que de repente cayó alsuelo y todo estaba lleno de sangre.Sabía que estaba muerto. No supequé hacer, salvo irme de allí lo máspronto posible. Salí corriendo, perome enganché la manga con una hojade yuca que estaba junto a la puerta.Cuando estaba tratando de soltarmemiré a mi alrededor y vi a mi padre,

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que miraba el cuchillo que yo teníaen la mano. «¿Qué has hecho?», mepreguntó, y le dije que me habíametido en una pelea entre el señorOsborne y uno de los peoneseventuales.

—¿Y te creyó?—Sí, pero dijo que nadie más

me creería. Tenía mala reputaciónpor pendenciero, y el señor Osborneera un anglo y las cosas se iban aponer feas para mí.

—Y entonces te ayudó.—Sí. Pensó que lo mejor era

hacerlo pasar por un robo, así que

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me dio la cartera del señor Osborney me dijo que la tirara por ahí, lomismo que el cuchillo. Trajo algunasmantas del cobertizo, lo envolvimoscon ellas y lo pusimos en la parte deatrás de la vieja camioneta roja. Mipadre dijo que nadie la echaría demenos. Entonces fue cuando depronto apareció el perro. Le peguéuna patada para que se fuera y memordió, me mordió en la pierna.Cuando arranqué salió detrás de lacamioneta, pero no me acuerdo dehaberlo atropellado.

—¿Te fuiste del rancho antes de

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que volvieran los peones de Bocadel Río?

—Sí.—Y a Estivar le resultaba muy

sencillo manejarlos. Los habíacontratado, les pagaba y les dabaórdenes. Hablaba su idioma y era desu misma raza. No tenía más quedecirles que habían asesinado alpatrón y que lo mejor que podíanhacer, si no querían meterse en líos,era irse de allí lo más rápidoposible. Como los papeles que teníaneran falsos no podían permitirse ellujo de discutir y se fueron.

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—Sí.—¿Y tú, Felipe, qué hiciste?—Dejé caer el cuerpo en el

extremo de una escollera y despuésatravesé la frontera, sin ningunadificultad porque era el comienzo deun fin de semana y había centenaresde personas esperando cruzar. Nadieme buscaba y en el rancho nadie sedio cuenta de que faltaba lacamioneta. Y en todo caso, mi padreme habría protegido.

—Seguro que sí. Sí, Estivar estámuy apegado a sus hijos. Se le notaen la voz cuando dice mis hijos. Mis

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hijos, como si fuera el único que hatenido un hijo... —la voz habíaempezado a temblarle y la ancianahizo una pausa para dominarse—. ¿Yésa es toda la historia, Felipe?

—Sí.—No parece que valga el

dinero que ofrecí por ella,especialmente porque hay doserrores graves.

—Le dije la verdad. Quiero midinero.

—Son dos errores que serefieren a Robert. No se cansó deRuth Bishop. Al contrario, estaban

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haciendo planes para escaparsejuntos. Claro que yo no podíapermitirlo. Vamos, si tenía edadcomo para ser su madre. La saquécorriendo, como una perrainsaciable... El otro error es sobre eltirante que le viste arrojar alestanque. Es cierto que allí habíasangre y que era la sangre de Supadre, pero Robert no tenía nada quever con eso. Me estaba protegiendo.Tenemos que decir las cosas comoson.

—Quiero mi dinero —insistióél—. Me lo gané.

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—Lo tendrás.—¿Cuándo?—Ahora mismo. La caja fuerte

está en el dormitorio de delante. Túmismo puedes abrirla.

—No sé cómo se hace. Nunca...—No tienes más que hacer girar

el dial siguiendo mis instrucciones.Ven conmigo.

La caja estaba empotrada en elsuelo del armario, oculta por unrectángulo de alfombra. Apartó laalfombra y se hizo a un lado,mientras Felipe se arrodillabadelante de la caja.

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—Izquierda hasta el tres —indicó ella—. Derecha hasta elcinco. Izquierda hasta...

—No puedo ver los números.—¿Eres corto de vista?—No, está muy oscuro, necesito

una linterna.—Creo que eres corto de vista

—tomó del escritorio las gafas deRobert—. Mira, con esto vas a vermejor.

—No, no las necesito.—Pruébatelas, que te va a

sorprender la diferencia.—Tengo buena vista. Siempre

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he tenido buena vista.Pero mientras seguía

protestando, le puso las gafas. Se ledeslizaron sobre la nariz y volvió aponérselas en su sitio.

—Ahí está. ¿No es mejor?Empecemos de nuevo. Izquierda altres. Derecha al cinco. Izquierda alocho. Derecha al dos.

—Qué gracioso, espero nohaberme olvidado de lacombinación. Tal vez sea primeroizquierda hasta el cinco. Prueba otravez. No tengas prisa, que de todosmodos no puedo dejar que te vayas

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tan rápidamente —estiró la mano ymuy suavemente, le acarició lacabeza—. Hace muchísimo tiempoque no nos vemos, hijo.

Durante la noche, uno de losvecinos se despertó al oír el sonidode un piano y al cabo de un momentovolvió a dormirse.

notes

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Notas a pie de página 1 Dios está contigo / Nunca lo

dudes / Mientras las horas / Parasiempre se van. (N. del T.)