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Mary Shelley

El último hombre

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Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajolassanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra porcualquier medio oprocedimiento, comprendidos la fotocopia y el tratamiento informático.

ISBN 978-987-678-642-3

Publisher: Vi-Da Global S.A.Copyright: Vi-Da Global S.A.Domicilio: Costa Rica 5639 (CABA)CUIT: 30-70827052-7

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IntroducciónVisité Nápoles en 1818. El 8 de diciembre deese año, mi acompañante y yo cruzamos labahía a fin de conocer las antigüedades quesalpican las costas de Baiae. Las aguas cristali-nas y brillantes del mar en calma cubrían frag-mentos de viejas villas pobladas de algas, ilu-minadas por haces de luz solar que lasveteaban con destellos diamantinos. El ele-mento era tan azul y diáfano que Galatea hubi-era podido surcarlo en su carro de madreperlay Cleopatra escogerlo como senda más propi-cia que el Nilo para su mágica nave. Aunqueera invierno, parecíamos hallarnos más bienen el inicio de la primavera, y la agradabletibieza del aire contribuía a inspirar esassensaciones de calidez que son la suerte delviajero que se demora, que detesta tener queabandonar las tranquilas ensenadas y los radi-antes promontorios de Baiae.

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Visitamos los llamados Campos Elíseos y elAverno y paseamos por entre varios templosen ruinas, antiguas termas y emplazamientosclásicos. Finalmente nos internamos en lalúgubre caverna de la Sibila de Cumas.Nuestros lazzeroni portaban antorchas quealumbraban con luz anaranjada y casi crepus-cular unos tenebrosos pasadizos subterráneoscuya oscuridad, que las rodeaba con avidez,parecía impaciente por atrapar más y más luz.Pasamos bajo un arco natural que conducía auna segunda galería y preguntamos sipodíamos entrar también en ella. Los guíasseñalaron el reflejo de las antorchas en el aguaque inundaba su suelo y nos dejaron extraer anosotros nuestra propia conclusión. Con todo,añadieron, era una lástima, pues aquel era elcamino que conducía a la cueva de la Sibila. Laexaltación se apoderó de nuestra curiosidad yentusiasmo e insistimos en intentar el paso.Como suele suceder con la persecución de talesempresas, las dificultades disminuyeron al

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examinarlas. A ambos lados del caminohúmedo descubrimos «tierra seca para posarel pie».* Al fin llegamos a una caverna oscura ydesierta, y los lazzeroni nos aseguraron que setrataba de la cueva de la Sibila. Nuestra decep-ción fue grande, pero la examinamos con de-talle, como si sus paredes desnudas, rocosas,pudieran albergar todavía algún resto de su ce-lestial visitante. En uno de los lados se adivin-aba una pequeña abertura.

–¿Adónde conduce? ¿Podemos entrar?–preguntamos.

– Questo poi, no –respondió el salvaje queportaba la antorcha–. Apenas se adentra unpoco, y nadie la visita.

–De todos modos quiero intentarlo –in-sistió mi acompañante–. Tal vez conduzcahasta la cueva verdadera. Yo voy. ¿Quieresacompañarme?

Le mostré mi disposición a seguir, pero losguías se opusieron a nuestra decisión. Con

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gran locuacidad, en su dialecto napolitano–que no nos resultaba demasiado familiar–,nos dijeron que allí habitaban los espectros,que el techo cedería, que era estrecha en ex-ceso para alojarnos, que en su centro se abríaun hueco profundo lleno de agua y quepodíamos ahogarnos. Mi acompañante inter-rumpió la perorata arrebatándole la antorchaal hombre. Y los dos proseguimos a solas.

El pasadizo, por el que al principio apenascabíamos, se estrechaba cada vez más, volvién-dose más bajo. Caminábamos casi a gatas, peroinsistíamos en seguir avanzando. Al fin fuimosa dar a un espacio más amplio, donde el techoganaba altura. Pero, cuando ya nos congrat-ulábamos por el cambio, un golpe de aireapagó nuestra antorcha y nos sumió en la os-curidad más absoluta. Los guías disponían demateriales para encenderla de nuevo, peronosotros no, y sólo podíamos regresar pordonde habíamos llegado. A tientas buscamos laentrada, y transcurrido un tiempo nos pareció

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que habíamos dado con ella. Sin embargo, res-ultó tratarse de un segundo pasadizo, que sinduda ascendía. Tampoco éste presentaba otrasalida, aunque algo parecido a un rayo, que nosabíamos de dónde provenía, arrojaba unatisbo de ocaso sobre su espacio. Gradual-mente nuestros ojos se acostumbraron algo ala penumbra y percibimos que, en efecto, nohabía paso directo que nos llevara más allá,pero que era posible trepar por un costado dela caverna hasta un arco bajo en lo alto, queauguraba un sendero más cómodo. Al llegar aél descubrimos el origen de la luz. No sin difi-cultad seguimos ascendiendo, y llegamos aotro pasadizo más iluminado que conducía aotra pendiente similar a la anterior.

Tras varios tramos como los descritos, quesólo nuestra deter-minación nos permitió re-montar, llegamos a una caverna de techoabovedado. En su centro, una apertura dejabapasar la luz del cielo, aunque se hallaba mediocubierta por zarzas y matorrales que actuaban

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como un velo; oscurecían el día y conferían allugar un aire solemne, religioso. Se trataba deuna cavidad amplia, casi circular, con un asi-ento elevado de piedra en un extremo, deltamaño de un triclinio. La única señal de quela vida había pasado por allí era el esqueletoperfecto, níveo, de una cabra, que seguramenteno se habría percatado del hueco mientraspacía en la colina y habría caído allí dentro. Talvez hubieran transcurrido siglos desde aquelpercance, y los daños que hubiera causado alprecipitarse los habría borrado la vegetación,crecida durante cientos de veranos.

El resto del mobiliario de la caverna loformaban montañas de hojas, fragmentos detroncos, además de una sustancia blanca queformaba una película como la que aparece enel interior de las hojas del maíz cuando estáverde. Las fatigas que habíamos pasado parallegar hasta allí nos habían agotado, y nos sen-tamos en el trono de piedra. Llegaban hastanuestros oídos, desde arriba, los sonidos de los

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cencerros de unas ovejas y los gritos de unniño pastor.

Al cabo de un rato mi acompañante, quehabía recogido del suelo algunas hojas,exclamó:

–¡La cueva de la Sibila es ésta! ¡Esto sonhojas sibilinas!

Al examinarlas, descubrimos que todas lashojas, las ramas y los demás elementos es-taban cubiertos de caracteres escritos. Lo quemás nos asombró fue que aquellas palabras es-tuvieran expresadas en distintas lenguas, al-gunas de ellas desconocidas para mi acom-pañante; caldeo antiguo, jeroglíficos egipciosviejos como las pirámides. Y más extraño aúnera que otras aparecieran en lenguas mod-ernas, en inglés, en italiano. La escasa luz nonos permitía distinguir gran cosa, peroparecían contener profecías, relaciones detalla-das de eventos que habían ocurrido hacíapoco; nombres hoy bien conocidos, pero de

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fecha reciente; y a menudo exclamaciones deexultación o pesar, de victoria o derrota, es-critas en aquellas delgadas páginas esparcidas.Aquella era, sin duda, la cueva de la Sibila; nose hallaba en el mismo estado descrito por Vir-gilio, pero los terremotos y las erupciones vol-cánicas han convulsionado esa tierra de talmodo que los cambios no podían sorpren-dernos, por más que los restos de los desastreslos hubiera borrado el tiempo. Seguramentedebíamos la conservación de aquellas hojas alaccidente que había sellado la boca de la cuevay a la vegetación de rápido crecimiento, quehabía vuelto impermeable a la lluvia su únicaabertura Nos apresuramos a seleccionar lashojas escritas en una lengua que al menos unode los dos entendiera. Y a continuación, car-gados con nuestro tesoro, nos despedimos dela caverna hipaétrica y, tras muchas dificult-ades, logramos reunirnos con nuestros guías.

Durante nuestra estancia en Nápoles re-gresamos con frecuencia a la misma cueva, en

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ocasiones a solas, surcando el mar bañado porel sol, y aprovechábamos cada visita para re-coger más hojas. Desde entonces, siempre quelas circunstancias del mundo –y el estado demi mente– me lo han permitido, me he dedic-ado a descifrar estos restos sagrados. Su signi-ficado, maravilloso y elocuente, ha merecido amenudo el esfuerzo, me ha sumido en latristeza, ha excitado mi imaginación, lleván-dola a sus más altas cimas, a través de la in-mensidad de la naturaleza y de la mente delhombre. Durante un tiempo mi labor no fuesolitaria, pero ese tiempo ya pasó, y con la de-saparición de quien me acompañaba en misfatigas, persona selecta e incomparable, tam-bién se ha ido la mejor de sus recompensas...

Di mie tenere fronda altro lavorocredea mostrarte; e qual fero pianetaNe’nvidiò insieme, o mio nobil tesoro?*

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Me dispongo a dar a conocer mis últimosdescubrimientos sobre las escasas hojas sibili-nas. A causa de su estado disperso y frag-mentado me he visto en la obligación de añadirrelaciones, de dar una forma coherente al tra-bajo. Con todo, su sustancia se halla principal-mente en las verdades que estas rapsodiaspoéticas contienen, así como en la intuicióndivina que la doncella de Cumas recibía delcielo.

Me he preguntado a menudo sobre los tem-as de sus versos, así como sobre el vestidoinglés del poeta latino. Se me ocurre que si re-sultan arcanos y caóticos es por mí, que soyquien los ha descifrado; así como, si al en-tregar a otro artista los fragmentos pictóricosque forman la copia del mosaico de La Trans-figuración de Rafael , que se halla en SanPedro, aquél los uniera a su modo, reflejo de suinteligencia y su talento únicos, así, sin duda,al pasar por mis manos, las hojas de la Sibilade Cumas se han distorsionado y han

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menguado en interés. La única excusa con quepuedo justificar su transformación es que, ensus condiciones puras, resultabanininteligibles.

Mis trabajos han animado mis largas horasde soledad, me han alejado de un mundo quevolvió a un lado su rostro otrora benévolo parallevarme a otro iluminado por destellos deimaginación y poder. Se preguntarán mislectores cómo pude hallar solaz en una narra-ción llena de desgracias y pesarosos cambios.Éste es uno de los misterios de nuestra nat-uraleza, que se ha apoderado de mí por com-pleto y de cuya influencia no logro escapar.Confieso que no he permanecido impasible aldesarrollo del relato, y que ciertas partes de lahistoria, que he transcrito fielmente a partir delos materiales recogidos, me han llevado a ladesazón o, mejor dicho, a la agonía. Y sin em-bargo la naturaleza humana funciona de talmodo que aquella excitación mental me com-placía, y que la imaginación, pintora de

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tempestades y terremotos o, peor aún, de lastormentosas y frágiles pasiones del hombre,aliviaba mis penas verdaderas y mis lamentossin fin, al recubrir esas otras, ficticias, de unaidealidad que suprime el aguijonazo del dolor.

Dudo en verdad de que esta disculpa seanecesaria, pues serán los méritos de mi ad-aptación y traducción los que habrán de servirpara valorar si no he malgastado mi tiempo ymis imperfectas dotes al dar forma y sustanciaa las frágiles y escasas hojas de la Sibila.

Footnotes

* Génesis , 8, 9. (N. del T.)

* Soneto 322, Poemas líricos , Petrarca. «Pensé en mostrar algún

otro trabajo de mis jóvenes hojas. ¿Qué cruel planeta nos envidió al

vernos juntos, oh noble tesoro?» (N. del T.)

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VOLUMENPRIMERO

Capítulo I

Soy el hijo de un confín rodeado por el mar, deuna tierra ensombrecida por las nubes que, sien mi mente represento la superficie del plan-eta, con sus vastos océanos y sus continentesvírgenes, aparece sólo como una mota desdeñ-able en la inmensidad del todo, y que sin em-bargo, cuando la deposito en las balanzas de lamente, supera con creces el peso de países demayor extensión y población más numerosa,pues cierto es que la mente humana ha sido lacreadora de todo lo bueno y lo grande para elhombre, y que la naturaleza ha actuado sólocomo un primer ministro. Inglaterra, alzada enmedio del turbulento océano, muy al norte,

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visita ahora mis sueños adoptando la forma deun buque inmenso, bien comandado, quedominaba los vientos y navegaba orgullososobre las olas. En mis días infantiles, ella erami universo todo. Cuando, en pie sobre las co-linas de mi país natal, contemplaba las llanur-as y los montes que se perdían en la distancia,salpicados de las moradas de mis paisanos,que con su esfuerzo habían hecho fértiles, elcentro mismo de la tierra se hallaba, para mí,anclado en aquel lugar, y el resto no era másque una fábula que no me habría costado tra-bajo alguno olvidar en mi imaginación ni en mientendimiento.

Mi suerte ha sido, desde un buen principio,ejemplo del poder que la mutabilidad ejercesobre el variado tenor de la vida de un hombre.En mi caso, ello me viene dado casi por heren-cia. Mi padre era uno de esos hombres sobrequienes la naturaleza derrama con gran prod-igalidad los dones del ingenio y la imaginación

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para dejar luego que esos vientos empujen labarca de la vida, sin poner de timonel a larazón, ni al juicio de piloto de la travesía. Laoscuridad envolvía sus orígenes. Las circun-stancias lo arrastraron pronto a una vidapública, y no tardó en gastar el patrimonio pa-terno en el mundo de modas y lujos del queformaba parte. Durante los años irreflexivos desu juventud, los más distinguidos frívolos desu tiempo lo adoraban, lo mismo que el jovenmonarca, que escapaba de las intrigas de pala-cio y de los arduos deberes de su oficio real yhallaba constante diversión y esparcimientodel alma en su don de gentes. Los impulsos demi padre, que jamás controlaba, lo metíansiempre en unos aprietos de los que no eracapaz de salir recurriendo sólo a su ingenio. Yasí, la acumulación de deudas de honor y pecu-lio, que hubieran supuesto el derrumbamientode cualquiera, las sobrellevaba él con gran li-gereza e implacable hilaridad; entretanto, sucompañía había llegado a resultar tan

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imprescindible en las mesas y reuniones de losricos que sus desmanes se consideraban ve-niales, y él mismo los recibía como em-briagadores elogios.

Esa clase de popularidad, como cualquierotra, resulta evanescente, y las dificultades detoda condición con que debía contenderaumentaban en alarmante proporción com-paradas con los escasos medios a su alcancepara eludirlas. En aquellas ocasiones el rey,que profesaba gran entusiasmo por él, acudía asu rescate, y amablemente lo ponía bajo suprotección. Mi padre prometía enmendarse,pero su disposición sociable, la avidez con quebuscaba su ración diaria de admiración y,sobre todo, el vicio del juego, que lo poseía porcompleto, convertían en pasajeras sus buenasintenciones y en vanas sus promesas. Con laagudeza y la rapidez propias de su tempera-mento, percibió que su poder, en el círculo delos más brillantes, comenzaba a declinar. Elrey se casó. Y la altiva princesa de Austria, que

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como reina de Inglaterra pasó a convertirse enfaro de las modas, veía con malos ojos sus de-fectos y con desagrado el aprecio que el rey leprofesaba. Mi padre percibía que su caída seavecinaba, pero lejos de aprovechar esa calmafinal anterior a la tormenta para salvarse, sededicaba a ignorar un mal anticipado realiz-ando aún mayores sacrificios a la deidad delplacer, árbitro engañoso y cruel de su destino.

El rey, que era hombre de excelentesaptitudes, pero fácilmente gobernable, pasó aconvertirse en abnegado discípulo de su con-sorte y se vio inducido por ella a juzgar con ex-trema desaprobación primero, y con desagradodespués, la imprudencia y las locuras de mipadre. Cierto es que su presencia disipaba losnubarrones. Su cálida franqueza, sus brillantesocurrencias y sus complicidades lo hacían ir-resistible. Y sólo cuando, distante él, nuevosrelatos de sus errores llegaban a oídos reales,volvía a perder su influencia. Los hábilesmanejos de la reina sirvieron para dilatar

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aquellas ausencias y acumular acusaciones.Finalmente el rey llegó a ver en él una fuentede perpetua zozobra, pues sabía que habría depagar con tediosas homilías el placer breve desu frecuentación, y que a él seguirían llegandolos relatos dolorosos de unos excesos cuyaveracidad no era capaz de refutar. Así, elsoberano decidió concederle un último voto deconfianza; si le fallaba, perdería su favor parasiempre.

La escena hubo de resultar de gran interése intensamente apasionada. Un monarca po-deroso, conocido por una bondad que hastaentonces le había llevado a mostrarse voluble,y después muy serio en sus admoniciones, al-ternando la súplica con la reprimenda, rogabaa su amigo que se ocupara de sus verdaderosintereses, que evitara resueltamente esas fas-cinaciones que, en realidad, desertaban de élcon rapidez, y dedicara sus inmensos dones acultivar algún campo digno, en el que él, susoberano, sería su apoyo, su sostén, su

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seguidor. Toda aquella bondad alcanzó a mipadre, y durante un momento ante él desfil-aron sueños de ambición: pensó que seríabueno cambiar sus planes presentes pordeberes más nobles. De modo que, con sin-ceridad y fervor, prometió lo que se le requer-ía. Como prenda de aquel favor renovado,recibió de su señor real una suma de dineropara cancelar sus apremiantes deudas ycomenzar su nueva vida bajo buenos auspicios.Aquella misma noche, todavía henchido degratitud y buenos propósitos, perdió el doblede aquella suma en la mesa de juego. En suafán por recuperar las primeras pérdidas, real-izó apuestas a doble o nada, con lo que incur-rió en una deuda de honor que de ningúnmodo podía asumir. Demasiado avergonzadopara recurrir de nuevo al rey, se alejó de Lon-dres, de sus falsas delicias y sus miseriasduraderas y, con la pobreza por única com-pañía, se enterró en la soledad de los montes ylos lagos de Cumbria. Su ingenio, sus bon mots

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, el recuerdo de sus atractivos personales, per-duraron largo tiempo en las memorias y setransmitían de boca en boca. Si se preguntabadónde se hallaba aquel paladín de la moda,aquel compañero de los nobles, aquel haz deluz superior que brillaba con esplendor ultra-terreno en las reuniones de los alegres cortes-anos, la respuesta era que se encontraba bajoun nubarrón, que era un hombre extraviado.Nadie creía que le correspondiera prestarle unservicio a cambio del placer que él les habíaproporcionado, ni que su largo reinado de in-genio y brillantez mereciera una pensión trassu retiro. El rey lamentó su ausencia; le en-cantaba repetir sus frases, relatar las aventurasque habían vivido juntos, ensalzar sus talentos.Pero ahí concluía su tributo.

Entretanto, olvidado, mi padre no con-seguía olvidar. Lamentaba la pérdida de lo quenecesitaba más que el aire o el alimento: laemoción de los placeres, la admiración de losnobles, la vida de lujo y refinamiento de los

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grandes. La consecuencia de todo ello fueronunas fiebres nerviosas, que le curó la hija de ungranjero pobre, bajo cuyo techo se cobijaba. Lamuchacha era encantadora, amable y, sobretodo, buena con él. No ha de sorprender queun ídolo caído de alcurnia y belleza pudiera,aun en aquel estado, resultar elevado y mara-villoso a ojos de la campesina. Su unión diolugar a un matrimonio condenado desde elprincipio, del que yo soy el vástago.

A pesar de la ternura y la bondad de mimadre, su esposo no podía dejar de deplorar supropio estado de degradación. Nada acostum-brado al trabajo, ignoraba de qué modo podríacontribuir al mantenimiento de su crecientefamilia. A veces pensaba en recurrir al rey,pero el orgullo y la vergüenza se lo impedían.Y, antes de que sus necesidades se hicieran tanimperiosas como para forzarlo a trabajar, mur-ió. Durante un breve intervalo, antes de lacatástrofe, pensó en el futuro y contempló conangustia la desolada situación en que dejaría a

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su esposa y a sus hijos. Su último esfuerzo con-sistió en una carta escrita al rey, conmovedoray elocuente, salpicada de los ocasionales des-tellos de aquel espíritu brillante inseparable deél. En ella ponía a su viuda y sus huérfanos amerced de su regio señor y expresaba la satis-facción de saber que, de ese modo, suprosperidad quedaría más garantizada tras sumuerte de lo que había estado en vida suya.Confió la carta a un noble que, no lo dudaba, leharía el último y nada costoso favor de en-tregarla al monarca en mano.

Así, mi padre murió endeudado, y susacreedores embargaron inmediatamente su es-casa hacienda. Mi madre, arruinada y con lacarga de dos hijos, aguardó respuesta semanatras semana, mes tras mes, con creciente im-paciencia, pero ésta no llegó jamás. Carecía detoda experiencia más allá de la granja de supadre, y la mansión del dueño de la finca enque ésta se encontraba era lo más parecido allujo que era capaz de concebir. En vida de mi

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padre se había familiarizado con los nombresde la realeza y de la corte. Pero aquellas cosas,perniciosas según su experiencia personal, leparecían, tras la pérdida de su esposo –que eraquien les otorgaba sustancia y realidad– vagasy fantásticas. Si, bajo cualquier circunstancia,tal vez se hubiera armado del suficiente valorcomo para dirigirse a los aristócratas que éstemencionaba, el poco éxito obtenido por él ensu intento le llevaba a desterrar la idea de sumente. Así, no veía escapatoria a la penuria. Sudedicación perpetua, seguida del pesar por lapérdida del ser maravilloso por el que seguíaprofesando ardiente admiración, así como eltrabajo duro y una salud delicada por nat-uraleza, terminaron por liberarla de la tristerepetición de necesidades y miserias.

La condición de sus hijos huérfanos eraparticularmente desolada. Su propio padrehabía emigrado desde otra zona del país y llev-aba bastante tiempo muerto. Carecían de pari-entes que los llevaran de la mano; se habían

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convertido en seres descastados, paupérrimosy sin amigos, para quienes el sustento másparco era cuestión del favor de otros y aquienes se trataba simplemente como a hijosde campesinos, aunque más pobres que losmás pobres, unos campesinos que, al morir,los habían dejado –herencia ingrata– a mercedde la avara caridad de la tierra.

Yo, el mayor de los dos, tenía cinco añoscuando murió mi madre. El recuerdo de lasconversaciones de mis progenitores y el de laspalabras que ella se esforzaba por inculcarmeen la memoria en relación con los amigos demi padre, con la pobre esperanza de que, algúndía, llegara a sacar provecho de aquel conoci-miento, flotaban como un sueño indefinido enmi mente. Me figuraba que yo era superior amis protectores y compañeros, pero no sabía nien qué modo ni por qué. La sensación deherida, asociada al nombre del rey y a lanobleza, perduraba en mí, pero de aquellossentimientos no podía extraer conclusiones

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que me sirvieran de guía para mis acciones. Elprimer conocimiento verdadero de mí mismofue, así, el de un huérfano indefenso entre losvalles y páramos de Cumbria. Me hallaba alservicio de un granjero y, con un cayado en lamano y mi perro junto a mí, pastoreaba un re-baño de ovejas numeroso en las tierras altas delas inmediaciones. No he de cantar las excelen-cias de dicha vida, pues los sufrimientos queinflige superan con creces los placeres que pro-porciona. Existía, sí, una libertad en ella, lacompañía de la naturaleza, y una soledad de-spreocupada. Pero esas cosas, por másrománticas que fueran, se compadecían pococon el deseo de acción y el afán de ser aceptadopor los demás que son propios de la juventud.Ni el cuidado de mi rebaño ni el cambio de lasestaciones bastaban para domesticar mi es-píritu inquieto; mi vida al aire libre y el tiempoque pasaba desocupado fueron las tentacionesque no tardaron en llevarme al desarrollo deunos hábitos delictivos. Me asocié con otros

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que, como yo, también carecían de amistades ycon ellos formé una banda de la que yo eracabecilla y capitán. Pastores todos, mientraslos rebaños pacían diseminados por los pra-dos, nosotros planeábamos y ejecutábamosnumerosas fechorías, que nos granjeaban la iray la sed de venganza de los paisanos. Yo era eljefe y protector de mis camaradas, y comodestacaba sobre ellos, muchas de sus malasobras se me atribuían a mí. Pero si bien so-portaba castigos y dolor por salir en su defensacon espíritu heroico, también exigía, a modode recompensa, sus elogios y obediencia.

Con semejante escuela, fui adquiriendo uncarácter rudo y firme. El hambre de ad-miración y mi poca capacidad para controlarlos propios actos, que había heredado de mipadre, alimentadas por la adversidad, me hici-eron atrevido y despreocupado. Era duro comolos elementos, y poco instruido como las besti-as a las que cuidaba. Con frecuencia me com-paraba con ellas, y al hallar que mi principal

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superioridad se basaba en el poder, no tardé enconvencerme de que era únicamente en poderen lo que yo era inferior a los mayores potenta-dos de la tierra. Así, ignorante de la refinadafilosofía y perseguido por una incómoda sensa-ción de degradación producto de la verdaderasituación social en que me hallaba, vagaba porlas colinas de la civilizada Inglaterra tan in-dómito y salvaje como aquel fundador deRoma amamantado por una loba. Obedecíasólo a una ley, que era la del más fuerte, y mimayor virtud era no someterme jamás.

Permítaseme, con todo, retractarme de lafrase que acabo de enunciar sobre mí mismo.Mi madre, al morir, además de sus otras lec-ciones medio olvidadas y jamás puestas enpráctica, me hizo prometerle con gran solem-nidad que velaría fraternalmente por su otroretoño, y yo cumplía con ese deber lo mejorque podía, con todo el celo y el afecto del quemi naturaleza era capaz. Mi hermana era tresaños menor que yo. Me ocupé de ella desde su

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nacimiento, y cuando nuestra diferencia desexos, que nos llevó a recibir distintos em-pleos, nos separó en gran medida, ella siguiósiendo objeto de mi amor y mis cuidados.Huérfanos en toda la extensión de la palabra,éramos los más pobres entre los pobres, losmás despreciados entre los olvidados. Si mi os-adía y arrojo me valían cierta aversión respetu-osa, su juventud y su sexo, ya que no movían ala ternura, al hacerla débil eran la causa de susincontables mortificaciones. Además, su carác-ter le impedía atenuar los efectos perniciososde su baja extracción.

Se trataba de un ser singular y, como yo,había heredado mucha de la disposición pecu-liar de nuestro padre. Su rostro, todo ex-presión; sus ojos, sin ser oscuros, resultabanimpenetrables, por lo profundos. En su miradainteligente parecían descubrirse todos los es-pacios, y uno sentía que el alma que la habit-aba abarcaba todo un universo de pensami-ento. De tez muy blanca, los cabellos dorados

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le caían por las sienes y la intensidad de sutono contrastaba con el mármol viviente sobreel que se posaban. Su tosco vestido de campes-ina, que parecería desentonar con los sentimi-entos refinados que su rostro expresaba, lesentaba sin embargo, y curiosamente, de lomás bien. Era como una de esas santas deGuido,* con el cielo en el corazón y en lamirada, de manera que, al verla, sólo pensabasen el interior, y las ropas e incluso los rasgos setornaban secundarios ante la inteligencia queirradiaba de su semblante.

Y sin embargo, a pesar de todo su encanto ynobleza de sentimientos, mi pobre Perdita(pues tal era el fantasioso nombre que le habíaimpuesto su padre moribundo) no era del todosanta en su disposición. Sus modales res-ultaban fríos y retraídos. De haber sido criadapor quienes la hubieran contemplado conafecto, tal vez habría sido distinta, pero sinamor, abandonada, pagaba con desconfianza ysilencio la bondad que no recibía. Se mostraba

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sumisa con aquellos que ejercían la autoridadsobre ella, pero una nube perpetua fruncía suceño. Parecía esperar la enemistad de todo elque se le acercaba, y sus acciones se veían in-stigadas por el mismo sentimiento. Siempreque podía pasaba su tiempo en soledad.Llegaba a los lugares menos frecuentados, es-calaba hasta peligrosas alturas, con tal de hal-lar en los espacios más recónditos la ausenciatotal de compañía de la que gustaba envol-verse. Solía pasar horas enteras caminandopor los senderos de los bosques. Trenzabaguirnaldas de flores y hiedras y contemplaba eltemblor de las sombras y el mecerse de las ho-jas; a veces se sentaba junto a los arroyos y,con el pensamiento detenido, se dedicaba a ar-rojar pétalos o guijarros a las aguas y a vercómo éstos se hundían y aquéllos flotaban.También fabricaba barquitos hechos decortezas de árbol, o de hojas, con plumas porvelas, y se dedicaba a observar su navegaciónentre los rápidos y los remansos de los

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riachuelos. Mientras lo hacía, su desbordanteimaginación creaba mil y una combinaciones:soñaba «con terribles desgracias en el mar y encampaña»,* se perdía con delicia en aquelloscaminos por ella inventados, para regresar aregañadientes al anodino detalle de la vidaordinaria.

La pobreza era la nube que ocultaba sus ex-celencias, y todo lo que era bueno en ellaparecía a punto de perecer por falta del rocíobenefactor del afecto. Ni siquiera gozaba de lamisma ventaja que yo en el recuerdo de suspadres; se aferraba a mí, su hermano, como asu único amigo, pero esa unión le valía aúnmás el rechazo que le profesaban sus pro-tectores, que magnificaban sus errores hastaconvertirlos en crímenes. De haber sido edu-cada en esa esfera de la vida a la que, por her-encia, su delicada mente y su persona corres-pondían, habría sido objeto casi de adoración,pues sus virtudes resultaban tan eminentescomo sus defectos. Todo el genio que

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ennoblecía la sangre de su padre ilustraba lasuya; una generosa marea corría por sus ven-as; el artificio, la envidia y la avaricia sehallaban en los antípodas de su naturaleza. Susrasgos, cuando los alumbraban sentimientosbenévolos, podrían haber pertenecido a unareina; sus ojos brillaban y, en aquellos mo-mentos, su mirada desconocía todo temor.

Aunque por nuestra situación y disposi-ciones nos hallábamos casi del todo privadosde las formas usuales de relación social,formábamos un fuerte contraste el uno re-specto del otro. Yo siempre precisaba del es-tímulo de la compañía y el aplauso, mientrasque Perdita se bastaba a sí misma. A pesar demis malos hábitos, mi disposición era sociable,a diferencia de la suya, retraída. Mi vidatranscurría entre realidades tangibles, la suyaera un sueño. De mí podría decirse incluso queamaba a mis enemigos, pues al espolearme, el-los, en cierto modo, me proporcionaban feli-cidad. A Perdita, en cambio, casi le

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desagradaban sus amigos, pues interferían ensus estados de ánimo visionarios. Todos missentimientos, incluso los de exultación y tri-unfo, se tornaban en amargura si de ellos noparticipaban otros. Perdita huía hacia lasoledad incluso estando alegre, y podía pasarun día y otro sin expresar sus emociones nibuscar sentimientos afines a los suyos en otrasmentes. Y no sólo eso: era capaz de adorar elaspecto y la voz de alguna amiga y demorarseen ella con ternura, mientras su gesto expres-aba la más fría de las reservas. En ella, unasensación se convertía en sentimiento, y jamáshablaba hasta que había mezclado sus percep-ciones de objetos externos con otros que erancreación de su mente. Era como un suelo fértilque se impregnaba de los aires y los rocíos delcielo y los devolvía a la luz transformados enfrutos y flores. Pero, como el suelo, también semostraba con frecuencia oscura y desolada,arada, sembrada una vez más con semillasinvisibles.

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Perdita vivía en una granja de césped biencortado, que descendía hasta el lago de Ullswa-ter. Un bosque de hayas trepaba colina arriba,tras la casa, y un arroyo murmurante corríamanso, siguiendo la pendiente, sombreado porlos álamos que flanqueaban sus orillas hasta ellago. Yo vivía con un campesino cuya casa sehallaba más arriba, entre los montes. Tras ellase alzaba un risco en cuyas grietas, expuestasal viento del norte, la nieve perduraba todo elverano. Antes del alba conducía mi rebaño deovejas hasta los pastos, y lo custodiaba durantetodo el día. Se trataba de una vida muy dura,pues la lluvia y el frío abundaban más que losdías soleados. Pero yo me enorgullecía de de-spreciar los elementos. Mi perro fiel se ocu-paba del rebaño mientras yo me escapaba parareunirme con mis camaradas, con los que per-petraba mis fechorías. Al mediodía volvíamosa encontrarnos, y tras deshacernos de nuestrosalimentos de campesinos, encendíamos unahoguera que manteníamos viva para asar en

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ella las piezas de ganado que robábamos en laspropiedades vecinas. Después contábamos his-torias de huidas por los pelos, de combates conperros, de emboscadas y fugas, mientras, comolos gitanos, compartíamos la cazuela. Labúsqueda de algún cordero perdido, o los me-dios por los que eludíamos o pretendíamoseludir los castigos, ocupaban las horas de latarde. Al caer la noche mi rebaño regresaba asu corral y yo me dirigía a casa de mi hermana.

Eran raras las ocasiones en que cierta-mente escapábamos sanos y salvos, como sueledecirse. Nuestro exquisito manjar solía costar-nos golpes y cárcel. En una ocasión, con treceaños, me enviaron un mes a la prisión delcondado. Si moralmente salí de ella tal comohabía entrado, mi sentimiento de odio haciamis opresores se multiplicó por diez. Ni el panni el agua aplacaron mi sangre, y la soledad demi encierro no llegó a inspirarme buenospensamientos. Me sentía colérico, impaciente,triste. Mis únicas horas de felicidad eran las

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que dedicaba a urdir planes de venganza, queperfeccionaba durante mi soledad forzosa, demodo que durante toda la estación siguiente–me liberaron a principios de septiembre– nodejé nunca de obtener grandes cantidades deexquisitos alimentos para mí y para mis ca-maradas. Aquel fue un invierno glorioso. Lafría escarcha y las intensas nevadas aturdían elganado y mantenían a los ganaderos junto asus hogares. Robábamos más piezas de las quepodíamos comer, y hasta mi perro fiel se pusomás lustroso a fuerza de devorar nuestrassobras.

De ese modo fueron transcurriendo losaños. Y los años no hacían sino añadir a mi ex-istencia un amor renovado por la libertad, asícomo un profundo desprecio por todo lo queno fuera tan silvestre y tan rudo como yo. A losdieciséis años mi aspecto era el de un hombrehecho y derecho. Alto y atlético, me habíaacostumbrado a ejercer la fuerza y a resistir losembates de los elementos. El sol había curtido

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mi piel y andaba con paso firme, consciente demi poder. Ningún hombre me inspiraba temor,pero tampoco sentía amor por ninguno. Enépocas posteriores, al volver la vista atrás con-templaría con asombro lo que entonces era, loindigno que hubiera llegado a ser de haberperseverado en mi vida delictiva. Mi existenciaera la de un animal y mi mente se hallaba enpeligro de degenerar hasta convertirse en loque conforma la naturaleza de los brutos.Hasta ese momento, mis hábitos salvajes nome habían causado daños irreparables, misfuerzas físicas habían crecido y florecido bajosu influencia y mi mente, sometida a la mismadisciplina, se hallaba curtida por las virtudesmás duras. Con todo, la independencia de quehacía gala me instigaba a diario a cometer ac-tos de tiranía, y mi libertad se convertía en lib-ertinaje. Me hallaba en los límites del hombre.Las pasiones, fuertes como los árboles de unbosque, ya habían echado raíces en mí y

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estaban a punto de ensombrecer, con su des-bordante crecimiento, la senda de mi vida.

Ansiaba dedicarme a empresas que fueranmás allá de mis hazañas infantiles y me form-aba sueños enfermizos de acciones futuras.Evitaba a mis antiguos camaradas y no tardéen perder su amistad. Todos llegaron a la edaden que debían cumplir con los destinos que lavida les deparaba. Yo, un desheredado, sinnadie que me sirviera de guía o tirara de mí,me hallaba estancado. Los viejos empezaron aseñalarme como mal ejemplo, los jóvenes averme como a un ser distinto a ellos. Yo losodiaba a todos, y en la última y peor de mis de-gradaciones, empecé a odiarme a mí mismo.Me aferraba a mis hábitos feroces, aunque altiempo los despreciaba a medias. Proseguía miguerra contra la civilización y a la vez alber-gaba el deseo de pertenecer a ella.

Regresaba una y otra vez al recuerdo de to-do lo que mi madre me había contado sobre laexistencia pasada de mi padre. Contemplaba

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las pocas reliquias que conservaba de él, y quehablaban de un refinamiento mucho mayor delque podía hallarse en aquellas granjas demontaña. Pero nada de todo ello me servía deguía para conducirme a otra forma de vida másagradable. Mi padre se había relacionado conlos nobles, pero lo único que yo sabía deaquella relación era el olvido que le habíaseguido. Sólo asociaba el nombre del rey –alque mi padre, agonizante, había elevado susúltimas súplicas, bárbaramente desoídas porél– a las ideas de crueldad e injusticia, asícomo al resentimiento que éstas me causaban.Yo había nacido para ser algo más grande de loque era, y más grande habría de ser. Pero lagrandeza, al menos para mi percepción distor-sionada, no tenía por qué identificarse con labondad, y mis ideas más descabelladas no sedetenían ante consideraciones morales de nin-guna clase cuando se agolpaban en mis deliriosde distinción. Así, yo me hallaba en lo alto deun pináculo, sobre un mar de maldad que se

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extendía a mis pies, a punto de precipitarme ysumergirme en él, de abalanzarme como untorrente sobre todos los obstáculos que meimpedían alcanzar el objeto de mis deseos,cuando la influencia de un desconocido vino aposarse en la corriente de mi fortuna, alter-ando su indómito rumbo, transformándolo enalgo que, por contraste, era como el fluir apa-cible de un riachuelo que describiera me-andros sobre un prado.

Footnotes

*Guido Reni. (N. del T.)

*Otelo , acto I, escena III, William Shakespeare. (N. del

T.)

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Capítulo II

Yo vivía alejado de los tráfagos de los hombres,y el rumor de las guerras y los cambios políti-cos llegaba a nuestras moradas montañesasconvertido en débil sonido. Inglaterra habíasido escenario de importantes batallas durantemi primera infancia. En el año 2073, el últimode sus reyes, el anciano amigo de mi padre,había abdicado en respuesta a la serena fuerzade las protestas expresadas por sus súbditos, yse había constituido una república. Al monarcadestronado y a su familia se les aseguró lapropiedad de grandes haciendas; recibió eltítulo de conde de Windsor, y el castillo delmismo nombre, perteneciente desde antiguo ala realeza, con sus extensas tierras, siguióformando parte del patrimonio que conservó.Murió poco después, dejando hijo e hija.

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La que fue reina, princesa de la casa deAustria, llevaba mucho tiempo persuadiendo asu esposo para que se opusiera a los designiosde los tiempos. Se trataba de una mujer des-deñosa y valiente, apegada al poder y que sen-tía un desprecio amargo por el hombre que sehabía dejado desposeer de su reino. Sólo por elbien de sus hijos consintió en convertirse, de-sprovista de su rango real, en miembro de larepública inglesa. Tras enviudar, dedicó todossus esfuerzos a la educación de su hijo Adrian,segundo conde de Windsor, para que éste ll-evara a la práctica sus ambiciosos fines; laleche con que lo amamantó le transmitió ya elúnico propósito para el que fue educado: re-conquistar la corona perdida. Adrian habíacumplido ya los quince años. Vivía dedicado alestudio y demostraba unos conocimientos y untalento que excedían los propios de sus años.Se decía que ya había empezado a oponerse alas ideas de su madre y que compartía princi-pios republicanos. Pero por más que así fuera,

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la altiva condesa no confiaba a nadie lossecretos de su educación. Adrian se criaba ensoledad, apartado de la compañía que es nat-ural en los hombres de su edad y de su rango.Pero entonces alguna circunstancia descono-cida indujo a su madre a apartarlo de su tuteladirecta; y hasta nuestros oídos llegó que sedisponía a visitar Cumbria. Abundaban las his-torias en las que se daba cuenta de la conductade la condesa de Windsor en relación con suhijo. Probable-mente ninguna de ellas fueracierta, pero con el paso de los días parecíaclaro que el noble vástago del último monarcainglés viviría entre nosotros.

En Ullswater se alzaba una mansiónrodeada de terreno que pertenecía a su familia.Uno de sus anexos lo formaba un gran parque,diseñado con exquisito gusto y bien provistode animales de caza. Yo había perpetrado confrecuencia en aquellos pagos mis actos de de-predación; el estado de abandono del lugar fa-cilitaba mis incursiones. Cuando se decidió

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que el conde de Windsor visitara Cumbria,acudieron obreros dispuestos a adecentar lacasa y sus aledaños antes de su llegada. De-volvieron a los aposentos su esplendor originaly, una vez reparados los desperfectos, elparque comenzó a ser objeto de cuidadosanómalos.

Aquella noticia me turbó en grado sumo,despertando todos mis recuerdos durmientes,mis sentimientos de ultraje, que se hallaban ensuspenso, y que, al avivarse, dieron origen aotros de venganza. No era capaz de hacermecargo de mis ocupaciones; olvidé todos misplanes y estratagemas. Parecía a punto de ini-ciar un vida nueva, y no precisamente bajo losmejores auspicios. El embate de la guerra,pensaba yo, no tardaría en producirse. Él lleg-aría triunfante a la tierra a la que mi padrehabía huido con el corazón destrozado. Y enella hallaría a sus infortunados hijos, confiadosen vano a su real padre, pobres y miserables.Que llegara a saber de nuestra existencia, y que

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nos tratara de cerca con el mismo desdén quesu padre había practicado desde la distancia yla ausencia, me parecía a mí la consecuenciacierta de todo lo que había sucedido antes. Asípues, yo conocería a ese joven de alta alcurnia,el hijo del amigo de mi padre. Llegaría rodeadode sirvientes; sus compañeros eran los noblesy los hijos de los nobles. Toda Inglaterra vibra-ba con su nombre y su llegada, como las tor-mentas, se oía desde muy lejos. Yo, por miparte, iletrado y sin modales, si entraba encontacto con él, me convertiría en la pruebatangible, a ojos de sus cortesanos, de lo justi-ficado de aquella ingratitud que me había con-vertido en el ser degradado que era.

Con la mente ocupada por entero en esasideas, se diría que incluso fascinado por elproyecto de asaltar la morada escogida por eljoven conde, observaba el avance de los pre-parativos y me acercaba a los carros de los quedescargaban artículos de lujo traídos desdeLondres, que entraban en la mansión. Rodear

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a su hijo de una magnificencia principescaformaba parte del plan de la que fue reina. Yoobservaba mientras disponían las gruesasalfombras y las cortinas de seda, los ornamen-tos de oro, los metales profusamente cincela-dos, los muebles blasonados, todo acorde a surango, de modo que nada que no se revistierade esplendor regio llegara a alcanzar el ojo deun descendiente de reyes. Sí, lo observaba todoy luego volvía la mirada hacia mis raídas ropas.¿De dónde nacía esa diferencia? ¿De dónde,sino de la ingratitud, de la falsedad, del aban-dono, por parte del padre del príncipe, de todanoble simpatía, de todo sentimiento de gener-osidad? Sin duda a él también, pues por susvenas circulaba asimismo la sangre de su or-gullosa madre, a él, reconocido faro de lariqueza y la nobleza del reino, le habrían en-señado a repetir con desprecio el nombre demi padre, y a desdeñar mis justas pretensionesde protección. Me esforzaba en pensar quetoda esa grandeza no era sino una infamia

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indigna, y que, al plantar su bandera bordadaen oro junto a mi gastado y deshilachado est-andarte, no estaba proclamando su superiorid-ad, sino su caída. Y aun así lo envidiaba. Suspreciosos caballos, sus armas de intrincadosrelieves, los elogios que le precedían, la adora-ción, la prontitud en el servicio, el alto rango yla alta estima en que lo tenían, yo considerabaque de todo ello me habían despojado a mí porla fuerza, y lo envidiaba todo con renovada yatormentada amargura.

Para coronar la vejación de mi espíritu,Perdita, la visionaria Perdita, pareció desper-tar a la vida real cuando, transportada por laemoción, me informó de que el conde deWindsor estaba a punto de llegar.

–¿Y ello te complace? –le pregunté,ceñudo.

–Por supuesto que sí, Lionel –me re-spondió ella–. Ansío verle. Es el descendientede nuestros reyes y el primer noble de nuestra

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tierra. Todos le admiran y le aman y se diceque su rango es el menor de sus méritos; quees generoso, valiente y afable.

–Has aprendido una lección, Perdita –ledije– y la repites tan al pie de la letra que olvi-das por completo las pruebas de las virtudesdel conde; su generosidad se manifiesta sinduda en nuestra abundancia, su valentía en laprotección que nos brinda, y su afabilidad en elcaso que nos dispensa. ¿Su rango es el menorde sus méritos, dices? Todas sus virtudes de-rivan sólo de su extracción; por ser rico lo lla-man generoso; por ser poderoso, valiente; porhallarse bien servido se lo considera afable.Que así lo llamen, que toda Inglaterra crea quelo es. Nosotros lo conocemos. Es nuestro en-emigo, nuestro penoso, traicionero y arroganteenemigo. Si hubiera sido agraciado con unasola partícula de todas las virtudes que le at-ribuyes, obraría justamente con nosotros,aunque sólo fuera para demostrar que, si ha deluchar, no ha de hacerlo contra un enemigo

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caído. Su padre hirió a mi padre; su padre, in-alcanzable en su trono, osó despreciarlo, a élque sólo se inclinaba ante sí mismo, cuando sedignó asociarse con el ingrato monarca. Noso-tros, descendientes de uno y de otro, debemosser también enemigos. Él descubrirá que meduelen las heridas y aprenderá a temer mivenganza.

El conde llegó días más tarde. Los habit-antes de las casas más miserables fueron a en-grosar la muchedumbre que se agolpaba paraverle. Incluso Perdita, a pesar de mi recientefilípica, se acercó al camino para ver con suspropios ojos al ídolo de todos los corazones.Yo, medio enloquecido al cruzarme con gruposy más grupos de campesinos que, con sus me-jores galas, descendían por las colinas desdecumbres ocultas por las nubes, observando lasrocas desiertas que me rodeaban, exclamé:«Ellas no gritan “¡Larga vida al Conde!”»Cuando llegó la noche, acompañada de frío yde llovizna, no regresé a casa. Pues sabía que

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en todas las moradas se elevarían loas a Adri-an. Sentía mis miembros entumecidos y hela-dos, pero el dolor servía de alimento a mi aver-sión in-sana; casi me regocijaba en él, puesparecía concederme motivo y excusa para odi-ar al enemigo que ignoraba que lo era. Todo selo atribuía a él, ya que yo confundía hasta talpunto las nociones de padre e hijo que pasabapor alto que éste podía ignorar del todo elabandono en que nos había dejado su padre.Así, llevándome la mano a la cabeza, exclamé:«¡Pues ha de saberlo! ¡Me vengaré! ¡No piensosufrir como un spaniel! ¡Ha de saber que yo,mendigo y sin amigos, no me someteré dócil alescarnio!»

El paso de los días, de las horas, no hacíasino incrementar los agravios. Las alabanzasque le dedicaban eran mordeduras de víboraen mi pecho vulnerable. Si lo veía a lo lejos,montando algún hermoso corcel, la sangre mehervía de rabia. El aire parecía emponzoñadocon su sola presencia y mi lengua nativa se

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tornaba jerga vil, pues cada frase que oía con-tenía su nombre y su alabanza. Yo resoplabapara aliviar ese dolor en mi corazón, y ardía endeseos de perpetrar algún desmán que le hici-era percatarse de la enemistad que sentía. Erasu mayor ofensa que, causándome esas sensa-ciones intolerables, no se dignara siquiera de-mostrar que sabía que yo vivía para sentirlas.

No tardó en conocerse que Adrian se com-placía grandemente en su parque y sus cotosde caza, aunque nunca la practicaba, y sepasaba horas observando las manadas de ani-males casi domesticados que los poblaban, yordenaba que se les dedicaran los mayorescuidados. Allí vi yo campo abonado para miofensiva, e hice uso de él con todo el ímpetubrutal derivado de mi modo de vida. Propuse alos escasos camaradas que me quedaban –losmás decididos y malhechores del grupo– laempresa de cazar furtivamente en sus pose-siones; pero todos ellos se arredraron ante elpeligro, de modo que tendría que consumar la

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venganza en solitario. Al principio mis incur-siones pasaron desapercibidas, por lo que em-pecé a mostrarme cada vez más osado: huellasen la hierba cuajada de rocío, ramas rotas yrastros de las piezas libradas acabaron de-latándome ante los custodios de los animales,que incrementaron la vigilancia. Al fin me des-cubrieron y me llevaron a prisión. Entré en ellaen un arrebato de éxtasis triunfal: «¡Ahora yasabe de mí! –exclamé–. ¡Y así seguirá siendouna y otra vez!» Mi confinamiento duró apen-as un día y me liberaron por la noche, segúnme dijeron, por orden expresa del mismísimoconde. Aquella noticia me hizo caer desde elpináculo de honor que yo mismo había erigido.«Me desprecia –pensé–; pero ha de saber queyo lo desprecio a él, y que siento el mismo de-sprecio por sus castigos que por su clemencia.»Dos noches después de mi liberación volvierona sorprenderme los custodios de los animales,que me encarcelaron de nuevo. Y de nuevovolvieron a soltarme. Tal era mi pertinacia

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que, transcurridas cuatro noches, me hallaronde nuevo en el parque. Aquella obstinaciónparecía enfurecer más a los guardianes que asu señor. Habían recibido órdenes de que, sivolvían a sorprenderme, debían llevarme anteel conde, y su lenidad les hacía temer una con-clusión que consideraban poco acorde con midelito. Uno de ellos, que desde el principio sehabía destacado como jefe de quienes mehabían apresado, resolvió dar satisfacción a supropio resentimiento antes de entregarme a susuperior.

La luna se había ocultado tarde y la pre-caución extrema que me vi obligado a adoptaren mi tercera expedición me consumió tantotiempo que, al constatar que la negra nochedaba paso al alba, el temor se apoderó de mí.Me hinqué de rodillas y avancé a cuatro patas,en busca de los recodos más umbríos del soto-bosque; los pájaros despertaban en las alturasy trinaban inoportunos, y la brisa fresca de lamañana, que jugaba con las ramas, me llevaba

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a sospechar pasos a cada vuelta del camino. Micorazón latía más deprisa a medida que meaproximaba al cercado; ya tenía una manoapoyada en él, y me bastaba apenas un saltopara hallarme del otro lado cuando dos guardi-anes emboscados se abalanzaron sobre mí.Uno de ellos me abatió y empezó a azotarmecon un látigo. Yo me incorporé sosteniendo uncuchillo, se lo clavé en el brazo derecho, quetenía levantado, y le infligí una herida ancha yprofunda en la mano. Los gritos iracundos delherido, las imprecaciones de su camarada, queyo respondía con igual furia y descaro, res-onaban en el claro del bosque. La mañana seacercaba más y más, incongruente, en subelleza, con nuestra batalla tosca y ruidosa. Mienemigo y yo seguíamos peleando cuandoaquél exclamó: «¡El conde!» De un salto mezafé del abrazo hercúleo del guardián,jadeando a causa del esfuerzo y dedicandomiradas furiosas a mis captores, y me situé de-trás del tronco de un árbol, resuelto a

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defenderme hasta el final. Llevaba las ropashechas jirones y, lo mismo que las manos,manchadas de la sangre del hombre al quehabía herido. Con la izquierda sostenía las avesque había abatido –mis presas con tanto es-fuerzo obtenidas– y con la derecha el cuchillo.Llevaba el pelo enmarañado y a mi rostroasomaba la expresión de una culpa que tam-bién goteaba, acusadora, desde el filo del armaa la que seguía aferrado; mi apariencia todaera desmañada y escuálida. Alto y fornidocomo era, debía parecerles –y no se equivoc-aban– el mayor rufián que hubiera hollado latierra.

La mención al conde me sobresaltó, y todala sangre indignada que encendía mi corazónfue a agolparse en mis mejillas. Era la primeravez que lo veía y supuse que se trataría de unjoven altivo e inflexible que, si se dignaba diri-girme la palabra, zanjaría la cuestión con la ar-rogancia de la superioridad. Yo ya tenía lista larespuesta: un reproche que, según creía, se le

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clavaría en el corazón. Pero entonces se acercóa nosotros y su aspecto desterró al instante,como un soplo de brisa de poniente, mi som-bría ira: ante mí se hallaba un muchacho alto,delgado, de tez muy blanca, que en sus rasgosexpresaba un exceso de sensibilidad y refin-amiento. Los rayos matutinos del sol teñían deoro sus sedosos cabellos, esparciendo luz ygloria sobre su rostro resplandeciente.

–¿Qué es esto? –gritó. Los hombres seaprestaron a iniciar sus defensas, pero él losapartó–. Dos a la vez contra un muchacho.¡Qué vergüenza! –Se acercó a mí–. Verney–gritó–. Lionel Verney. ¿Es ésta la primera vezque nos vemos? Nacimos para ser amigos, yaunque la mala fortuna nos ha separado, ¿noreconoces el vínculo hereditario de amistadque confío en que, de ahora en adelante, noslleve a unirnos?

A medida que hablaba, con sus ojos sincer-os fijos en mí, pare-cía leerme el alma; micorazón, mi corazón salvaje y sediento de

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venganza, sintió que el manto de una calmadulce se posaba sobre él. Mientras, su voz apa-sionada, como la más dulce de las melodías,despertaba un eco mudo en mi interior y con-finaba a las profundidades toda la sangre demi cuerpo. Hubiera querido responderle, re-conocer su bondad, aceptar la amistad que meproponía; pero el rudo montañés carecía depalabras a la altura de las suyas; hubieraquerido extenderle la mano, pero la sangreacusadora que las manchaba me lo impedía.Adrian se apiadó de mi menguante aplomo.

–Ven conmigo –me dijo–. Tengo muchoque contarte. Ven conmigo a casa. ¿Sabesquién soy?

–Sí –le respondí–. Ahora creo conocerte, yque perdonarás mis errores... mi delito.

Adrian sonrió amablemente y, después detransmitir algunas órdenes a los guardianesdel coto, se acercó a mí, entrelazó su brazo almío y partimos juntos hacia la mansión.

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No fue su rango; tras todo lo que he dicho,no creo que nadie sospeche que fuera el rangode Adrian lo que, desde el primer momento,sedujo mi corazón de corazones y logró que to-do mi espíritu se postrara ante él. Ni yo era elúnico en sentir con tal intensidad sus perfec-ciones, pues su sensibilidad y cortesía fascin-aban a todos. Su vivacidad, inteligencia y es-píritu benévolo culminaban la conquista. Apesar de su juventud era un hombre muy in-struido e imbuido del espíritu de la más altafilosofía, que confería un tono de irresistiblepersuasión a su trato con los demás y lo ase-mejaba a un músico inspirado que tañera, conabsoluta maestría, la «lira de la mente» y deese modo causara una divina armonía. En per-sona apenas parecía ser de este mundo: a sudelicada figura se imponía el alma que la hab-itaba; era todo mente: «Dirige sólo un junco»*

contra su pecho y conquistarás su fuerza; peroel poder de su sonrisa hubiera bastado paraamansar a un león hambriento o para lograr

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que una legión de hombres armados posara lasarmas a sus pies.

Pasé todo el día con él. Al principio nomencionó el pasado ni se refirió a ningúnhecho personal. Tal vez deseara inspirarmeconfianza y darme tiempo para poner en ordenmis pensamientos dispersos. Me habló de tem-as generales y expresó ideas que yo jamáshabía concebido. Nos hallábamos en su bibli-oteca y me contó cosas sobre los sabios de laantigua Grecia y el poder que habían llegado aejercer sobre las mentes de los hombres gra-cias exclusivamente a la fuerza del amor y lasabiduría. La sala estaba decorada con los bus-tos de muchos de ellos, y fue describiéndomesus características. A medida que hablaba yoiba sometién-dome a él, y todo mi orgullo y mifuerza quedaban subyugados por los dulcesacentos de aquel muchacho de ojos azules. Elordenado y vallado coto de la civilización, quehasta entonces yo, desde mi densa jungla,había considerado inaccesible, me abría sus

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puertas por intercesión suya, y yo me adentréen él y sentí, al hacerlo, que hollaba mi suelonatal.

Avanzada la tarde se refirió al pasado.

–He de relatarte algo –me dijo–, y debodarte muchas explicaciones sobre el pasado.Tal vez tú puedas ayudarme a acotarlo. ¿Teacuerdas de tu padre? Yo no gocé nunca de ladicha de verlo, pero su nombre es uno de misprimeros recuerdos; y permanece escrito en lastablillas de mi mente como representación detodo lo que, en un hombre, resulta galante,cordial y fascinador. Su ingenio no se hacíanotar menos que la desbordante bondad de sucorazón, y con tal prodigalidad la esparcíasobre sus amigos que, ¡ah!, bien poca lequedaba para sí mismo.

Alentado por su panegírico, procedí, enrespuesta a su pregunta, a relatarle lo que re-cordaba de mi progenitor, y él me refirió el re-lato de las circunstancias que habían llevado al

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extravío de la misiva testamentaria de mipadre. Cuando, en momentos posteriores, elpadre de Adrian, a la sazón rey de Inglaterra,sentía que su situación se tornaba más pelig-rosa y su línea de acción más comprometida,una y otra vez deseaba contar con la presenciade su amigo, que hubiera supuesto un para-peto contra las iras de su impetuosa reina yhabría mediado entre él y el Parlamento.Desde el momento en que había abandonadoLondres, en la noche fatal de su derrota en lamesa de juego, el rey no había recibido noticiasde él. Y cuando, transcurridos los años, se em-peñó en saber de su paradero, todo rastro sehabía borrado ya. Lamentándolo más quenunca, se aferró a su recuerdo y encomendó asu hijo que, si jamás daba con su apreciadoamigo, le brindara en nombre suyo todo elauxilio que pudiera precisar y le asegurara que,hasta el último momento, su vínculo habíasobrevivido a la separación y el silencio.

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Poco antes de la visita de Adrian a Cum-bria, el heredero del noble al que mi padrehabía confiado su última petición de ayuda di-rigida a su real señor, puso en manos del jovenconde aquella carta, con el lacre intacto. Lahabía encontrado entre un montón de papelesviejos, y sólo el azar la había sacado a la luz.Adrian la leyó con profundo interés y en ellahalló el espíritu viviente del genio y el ingeniode aquél de quien en tantas ocasiones habíaoído elogios. Descubrió el nombre del lugar enque mi padre se había retirado y donde habíamuerto. Supo de la existencia de sus huérfanosy, durante el breve intervalo que transcurrióentre su llegada a Ullswater y nuestro encuen-tro en el coto, se ocupó de realizar averigua-ciones sobre nosotros, así como de poner enmarcha planes que redundaran en nuestro be-neficio, antes de presentarse ante nosotros.

El modo en que se refería a mi padrehalagaba mi vanidad: el velo con que cubría subenevolencia, alegando el cumplimiento de un

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deber para con las últimas voluntades delmonarca, constituía un alivio para mi orgullo.Otros sentimientos, menos ambiguos, los con-citaban sus maneras conciliadoras y la gener-osa calidez de sus expresiones, un respeto raravez demostrado por nadie hacia mí hasta esemomento, admiración y amor; había rozado mipétreo corazón con su poder mágico y habíahecho brotar de él un afecto imperecedero ypuro. Nos despedimos al atardecer. Me es-trechó la mano.

–Volveremos a vernos. Regresa mañana.

Yo apreté la suya y traté de responder, peromi ferviente «Dios te bendiga» fue la únicafrase que mi ignorancia me permitió pronun-ciar, y me alejé a toda prisa, abrumado por misnuevas emociones.

No hubiera podido descansar, de modo quevagué por las colinas, barridas por un vientodel oeste. Las estrellas brillaban sobre ellas.Corrí, sin fijarme en las cosas que me

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rodeaban, con la esperanza de aplacar la in-quietud de mi espíritu mediante la fatiga física.

«Ese es el verdadero poder –pensaba–. Noser fuerte de miembros, duro de corazón, ferozy osado, sino amable, compasivo y dulce.»

Me detuve en seco, entrelacé las manos y,con el fervor de un nuevo prosélito, grité:

–¡No dudes de mí, Adrian, yo también lleg-aré a ser sabio y bondadoso!

Y entonces, abrumado, lloré ruidosamente.

Una vez pasado ese arrebato de pasión mesentí más entero. Me tumbé en el suelo y,dando rienda suelta a mis pensamientos, re-pasé mentalmente mi vida pasada. Pliegue apliegue, fui recorriendo los muchos errores demi corazón y descubrí lo brutal, lo salvaje y loinsignificante que había sido hasta ese mo-mento. Con todo, en ese instante no podía sen-tir remordimientos, pues me parecía que acabade nacer de nuevo; mi alma expulsó la carga desus pecados anteriores para iniciar un nuevo

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camino de inocencia y amor. No quedaba nadaduro o áspero en ella que nublara los sentimi-entos dulces que las transacciones del día mehabían inspirado; era como un niño bal-buceando la devoción que siente por su madre,y mi alma maleable cambiaba por mano delmaestro, sin desear ni poder resistirse a ello.

Así comenzó mi amistad con Adrian, y deborecordar ese día como el más afortunado de mivida. Ahora empezaba a ser humano. Era ad-mitido en el interior del círculo sagrado quesepara la naturaleza intelectual y moral delhombre de aquello que caracteriza a los ani-males. Mis mejores sentimientos habían sidoconvocados para responder convenientementea la generosidad, sabiduría y cordialidad de minuevo amigo. Él, poseedor de una noblebondad, se regocijaba infinitamente al espar-cir, generoso, los tesoros de su mente y su for-tuna sobre el largamente olvidado hijo delamigo de su padre, el vástago de aquel ser

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excepcional cuyas excelencias y talentos habíaoído ensalzar desde su infancia.

Desde su abdicación, el difunto rey se habíaretirado de la esfera política, aunque hallabapoco placer en su entorno familiar. La reinadestronada carecía de virtudes para la vidadoméstica, y el valor y la osadía que sí osten-taba no le servían de nada tras el derrocami-ento de su esposo, al que despreciaba y a quienno se molestaba en ocultar sus sentimientos.El rey, para satisfacer sus exigencias, se habíaalejado de sus viejas amistades, pero bajo suguía no había adquirido otras nuevas. Enaquella escasez de com prensión, había recur-rido a su hijo de tierna edad. El temprano de-sarrollo de su talento y sensibilidad hizo deAdrian un depositario digno de la confianza desu padre. Nunca se cansaba de escuchar los re-latos –con frecuencia reiterados– que ésterefería sobre los viejos tiempos, en los que mipadre representaba un papel destacado; le re-petía sus comentarios agudos, y el niño los

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retenía; su ingenio, su poder de seducción, in-cluso sus defectos, se magnificaban al calor delafecto perdido, una pérdida que lamentabasentidamente. Ni siquiera la aversión que lareina sentía por su favorito bastaba paraprivarle de la admiración de su hijo: era am-arga, sarcástica, despectiva, pero a pesar deverter su implacable censura tanto sobre susvirtudes como sobre sus errores, sobre suamistad devota y sobre sus amores extravia-dos, sobre su desinterés y su generosidad,sobre la atractiva gracia de sus maneras ysobre la facilidad con que cedía a las tenta-ciones, su doble disparo se revelaba pesado enexceso y no alcanzaba el blanco deseado. Aqueldesdén iracundo de la reina tampoco había im-pedido a Adrian identificar a mi padre, como élmismo había dicho, con la personificación detodo lo que, en un hombre, resultaba galante,cordial y fascinador. Así, no era de extrañarque al saber de la existencia de los hijos deaquella personalidad célebre, hubiera ideado

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un plan para concederles todos los privilegiosque su rango le permitiera. Y ni siquieraflaqueó su bondad cuando me halló vagabun-deando por las colinas, pastor y cazador furt-ivo, salvaje iletrado. Además de considerar quesu padre era, hasta cierto punto, culpable delabandono en que nos encontrábamos, y de quesu intención era reparar la injusticia en la me-dida de lo posible, se complacía en afirmar quebajo toda mi rudeza brillaba una elevación deespíritu que no podía confundirse con el merovalor animal, y que había heredado la ex-presión de mi padre, lo que demostraba quesus virtudes y talentos no habían muerto conél. Fueran los que fuesen los que me habíansido dados, mi noble y joven amigo estaba em-peñado en que no se perdieran por nocultivarlos.

Actuando según su plan, en nuestrosiguiente encuentro logró que yo deseara parti-cipar de una cultura que revestía con gracia supropio intelecto. Mi mente activa, una vez

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subyugada por esa nueva idea, se dedicó al em-peño con avidez extrema. Al principio la granmeta de mi ambición era rivalizar con losméritos de mi padre, para hacerme merecedorde la amistad de Adrian. Pero la curiosidad yun sincero deseo de aprender no tardaron endespertar en mí, y me llevaron a pasar días ynoches dedicado a la lectura y el estudio. Yo yaestaba familiarizado con lo que podría denom-inar el panorama de la naturaleza, el cambiode las estaciones y los aspectos diversos de loscielos y la tierra. Pero no tardé en verme sor-prendido y encantado ante la ampliación re-pentina de mis nociones, cuando se alzó eltelón que me privaba del goce del mundo in-telectual y contemplé el universo no sólo talcomo se presentaba a mis sentidos externos,sino como aparecía ante los hombres mássabios. La poesía con sus creaciones, la filo-sofía con su investigación y sus clasificaciones,despertaban por igual las ideas que se hallaban

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dormidas en mi mente y desencadenaban otrasnuevas.

Me sentía como el marinero que, desde elpalo mayor de su carabela, fue el primero endescubrir las costas de América; y, como él, meapresuré a hablar a mis compañeros de misdescubrimientos en las regiones ignotas. Contodo, no logré excitar en otros pechos el mismoapetito desbocado por el conocimiento que ex-istía en el mío. Ni siquiera Perdita era capaz decomprenderme. Yo había vivido en lo que gen-eralmente se llama mundo de la realidad, ydespertaba en un nuevo país para descubrirque existía un significado más profundo en to-do lo que percibía, más allá de lo que mis ojosme mostraban. La visionaria Perdita veía entodo aquello sólo un nuevo barniz para unalectura vieja, y su mundo era lo bastante inex-tinguible como para contentarla. Me es-cuchaba como había hecho cuando le narrabamis aventuras, y en ocasiones se mostraba in-teresada por la información que le

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proporcionaba; pero, a diferencia de lo que mesucedía a mí, no lo veía como parte integral desu ser, como algo que, una vez obtenido, nopodía ignorarse más de lo que podía ignorarse,por ejemplo, el sentido del tacto.

Los dos conveníamos, eso sí, en adorar aAdrian, aunque como ella no había salido de lainfancia no podía apreciar, como yo, el alcancede sus méritos ni sentir la misma comprensiónpor sus metas y opiniones. Yo frecuentabasiempre su compañía. Había una sensibilidad yuna dulzura en su disposición que propor-cionaban un tono tierno y elevado a nuestrasconversaciones. También era alegre como unaalondra que cantara desde su alta torre, y se el-evaba sobre los pensamientos como un águila,y era inocente como una tórtola de ojosmansos. Era capaz de conjurar la seriedad dePerdita y de extraer el aguijón que torturabami naturaleza activa en exceso. Yo volvía lavista atrás y veía mis deseos inquietos y misdolorosas luchas con mis antiguos compañeros

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como quien recuerda un mal sueño, y me sen-tía tan cambiado como si hubiera transmi-grado a otra forma cuyo sensorio y mecanismonervioso hubiesen alterado el reflejo de un uni-verso aparente en el espejo de la mente. Perono era así. Seguía siendo el mismo en fortaleza,en la búsqueda sincera de la comprensión delos demás, en mi anhelo de un ejercicio activo.No me habían abandonado mis virtudes mas-culinas, por las que Urania había cortado sularga cabellera a Sansón mientras éste re-posaba a sus pies; pero todo se veía aplacado yhumanizado. Adrian no me instruía sólo en lasfrías verdades de la historia y la filosofía. Através de ellas me enseñaba a dominar mi es-píritu despreocupado e inculto, plantaba antemi visión la página viviente de su propiocorazón y me dejaba sentir y comprender sumaravilloso carácter.

La reina de Inglaterra, ya desde la mástierna infancia de su hijo, había perseguido laimplantación de planes arriesgados y

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ambiciosos en su mente. Veía que poseía genioy un talento desbordante, y se había dedicadoa cultivarlos para poder usarlos luego en bene-ficio de sus propias visiones. Lo alentaba a ad-quirir conocimientos y a propiciar su impetu-oso valor; incluso toleraba su indomable amora la libertad, con la esperanza de que éste,como sucede en tantas ocasiones, le condujeraa una ambición de poder. Perseguía inculcarleun resentimiento hacia quienes habían propi-ciado la abdicación de su padre, así como undeseo de venganza. Pero en ambas cosasfracasó. Aunque distorsionadas, al joven lellegaban noticias de una nación grande y sabiaque ejercía su derecho a gobernarse a símisma, y aquello excitaba su admiración. Ya atemprana edad se convirtió en republicano porprincipio. Con todo, su madre no desesperaba.Al ansia de poder y al altivo orgullo de cunaañadía perseverancia en la ambición, pacienciay autocontrol. Se entregó al estudio de la nat-uraleza de su hijo. Mediante la aplicación del

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elogio, la censura y la exhortación, trataba dehallar y pulsar las cuerdas adecuadas; yaunque la melodía que obtenía le parecía dis-cordante, construía sus esperanzas sobre labase de los talentos de su hijo y se mostrabaconvencida de que al fin lograría sus propósi-tos. El ostracismo que ahora experimentaba élnacía de otras causas.

La reina tenía también una hija, de doceaños de edad. Su hermana hada, como a Adri-an le gustaba llamarla, era una criatura en-cantadora, animada y diminuta, toda sensibil-idad y verdad. Con sus dos hijos, la noble viudaresidía en Windsor y no recibía visitas, salvolas de sus propios partidarios, viajeros llegadosde su Alemania natal y algunos ministros ex-tranjeros. Entre ellos, y altamente distinguidopor ella, se encontraba el príncipe Zaimi, em-bajador en Inglaterra de los Estados Libres deGrecia. Su hija, la joven princesa Evadne,pasaba largas temporadas en el castillo deWindsor. En compañía de aquella vivaz e

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inteligente muchacha griega, la condesa se re-lajaba y abandonaba su tensión habitual. Lavisión que tenía de sus propios hijos la llevabaa controlar todas sus palabras y las accionesrelativas a ellos, pero Evadne era un juguete alque no temía en modo alguno, y los talentos yalegría de la niña constituían no poco alivio enla monótona vida de la condesa.

Evadne tenía dieciocho años. Aunquepasaban mucho tiempo juntos en Windsor, laextrema juventud de Adrian impedía cualquiersospecha sobre la naturaleza de su relación.Pero él mostraba una pasión y una ternura decorazón que excedían en mucho las comunesdel hombre, y ya había aprendido a amar. Lahermosa griega, por su parte, dedicaba almuchacho sonrisas bondadosas. A mí, queaunque mayor que Adrian jamás había amado,me resultaba extraño presenciar el sacrificiodel corazón de mi amigo. No había celos, in-quietud ni desconfianza en sus sentimientos.Era todo devoción y fe. Su vida se consumía en

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la existencia de su amada y su corazón sólopalpitaba al unísono con los latidos que vivi-ficaban el corazón de ella. Aquella era la leysecreta que regía su vida: amaba y era amado.El universo, para él, era la morada en la quehabitaba con ella, y ningún ardid de la so-ciedad, ningún encadenamiento de hechos, eracapaz de causarle felicidad o infligirle desgra-cia. ¡Qué jungla infestada de tigres era la vida,aunque ésta y el sistema de relaciones socialesfuera un erial! A través de sus errores, en lasprofundidades de sus inhóspitas simas, existíaun camino despejado y lleno de flores, a travésdel cual podrían viajar seguros y felices. Sucamino sería como el paso del mar Rojo, quecruzarían sin mojarse los pies, aunque unmuro de destrucción se alzara amenazante aambos lados.

¡Ah! ¿Por qué he de recordar el triste en-gaño de ese inigualable espécimen de la hu-manidad? ¿Qué, en nuestra naturaleza, nos ll-eva siempre hacia el dolor y la desgracia? No

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estamos hechos para el goce, y por más quenos abramos a la recepción de emociones pla-centeras, la decepción es el piloto eterno de labarca de nuestra vida, y nos conduce implac-able hacia los bajíos. ¿Quién podía estar mejordotado para amar y ser amado que ese jovende talento, para cosechar la dicha inalienablede una pasión pura? Si su corazón hubieraseguido adormilado unos años más, tal vez sehabría salvado; pero despertó durante su in-fancia; tenía poder, pero no conocimiento; yquedó arrasado como el la flor que brota pre-matura y se la lleva la escarcha asesina.

No acuso a Evadne de hipocresía ni dedeseo de engañar a su amante, pero la primeracarta que leí de ella me llevó al convencimientode que no lo amaba. Estaba escrita con graciay, considerando que era extranjera, con ungran dominio del lenguaje. La letra era exquis-ita, hermosa; había algo en el papel y en suspliegues que incluso a mí, que no amaba y eradel todo lego en aquellos asuntos, me parecía

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elegante. Había mucha amabilidad, gratitud ydulzura en su expresión, pero no amor. Evadneera dos años mayor que Adrian; ¿quién, a losdieciocho, amaba a alguien mucho más joven?Comparé sus serenas misivas con las cartas pa-sionales que le había escrito él. El alma deAdrian parecía destilada en las palabras queescribía, palabras que respiraban sobre el pa-pel, llevando consigo una porción de la vida delamor, que era su vida. Su mera escritura lo de-jaba exhausto y lloraba sobre ellas, por el ex-ceso de las emociones que despertaban en sucorazón.

Adrian llevaba el alma pintada en el semb-lante, y el ocultamiento y el engaño se hallabanen los antípodas de la atrevida franqueza de sudisposición. Evadne le pidió que no revelara asu madre el relato de sus amores y, tras ciertadiscusión, él se lo concedió. Mas la concesiónfue en vano, pues su modo de proceder revelóel secreto a ojos de la reina. Con la cautela quela caracterizaba, no comentó nada sobre su

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descubrimiento, pero se apresuró a apartar asu hijo de la esfera de la bella griega. Lo envióa Cumbria. Con todo, lo que sí lograron ocul-tarle fue la intención, promovida por Evadne,de intercambiar correspondencia. Así, la aus-encia de Adrian, concebida con la idea de sep-ararlos, sirvió para estrechar más sus lazos. Amí me hablaba sin cesar de su amada jonia. Supaís, sus antiguas hazañas, sus recientes luchasmemorables, todo participaba de su gloria yexcelencia. Él había aceptado separarse de ella,pues ella le había ordenado tal aceptación perobajo su influencia del mismo modo hubieraproclamado su unión ante toda Inglaterra yhubiera resistido, con constancia inquebrant-able, la oposición de su madre. La prudenciafemenina de Evadne percibía la inutilidad decualquier decisión que pudiera tomar Adrian,al menos hasta que algunos años más añadier-an peso a su poder. Tal vez la acechara tam-bién cierto desagrado ante la idea de compro-meterse con alguien a quien no amaba; a quien

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no amaba, al menos, con el entusiasmo apa-sionado que su corazón le decía que tal vezllegara a sentir por otro hombre. Él acató susrestricciones y aceptó pasar un año exiliado enCumbria.

Footnotes

*«Dirige sólo un junco contra Otelo...» Otelo , acto V, es-

cena II, William Shakespeare. (N. del T.)

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Capítulo III

Felices, tres veces felices fueron los meses, lassemanas y las horas de ese año. La amistad, dela mano de la admiración, la ternura y el res-peto construyeron una enramada de dicha enmi corazón, hasta entonces silvestre como unbosque no hollado de América, como un vientosin morada, como un mar desierto. Mi sed in-saciable de conocimientos y mi afecto sinlímites por Adrian se unían para mantenerocupado mi corazón y mi intelecto y, en con-secuencia, era feliz. No hay felicidad más ver-dadera y diáfana que la alegría desbordante yhabladora de los jóvenes. En nuestra barca,surcando el lago de mi tierra natal, junto a losarroyos y los pálidos álamos que los flan-queaban; en un valle, sobre una colina, ya sinmi cayado, pues ahora me ocupaba de un re-baño mucho más noble que el compuesto porunas tontas ovejas, un rebaño de ideas recién

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nacidas, leía o escuchaba hablar a Adrian; y sudiscurso me fascinaba por igual, ya se refirieraa su amor o a sus teorías sobre la mejora delhombre. A veces regresaba mi ánimo indom-able, mi amor por el peligro, mi resistencia a laautoridad. Pero era siempre en su ausencia.Bajo el benévolo influjo de sus ojos, era obedi-ente y bueno como un niño de cinco años, quehace lo que le ordena su madre.

Tras casi doce meses residiendo en Ullswa-ter, Adrian se trasladó a Londres y regresólleno de unos planes que habían de benefi-ciarnos. «Debes empezar a vivir –me dijo–:tienes diecisiete años, y retrasar más el mo-mento sólo serviría para que el necesarioaprendizaje te resultara más farragoso.» Anti-cipaba que su vida iba a ser una sucesión deluchas y deseaba que compartiera con él susesfuerzos. A fin de prepararme mejor para latarea, debíamos separarnos. Creía que minombre podría abrirme puertas, y me procuró

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el puesto de secretario del embajador en Viena,donde ingresaría en la carrera diplomáticabajo los mejores auspicios. Transcurridos dosaños, regresaría a mi país con un nombre lab-rado y una reputación sólida.

¿Y Perdita? Perdita se convertiría en pu-pila, amiga y hermana menor de Evadne. Consu tacto habitual, Adrian se había aseguradode que mi hermana mantuviera su independ-encia en tal situación. ¿Cómo rechazar losofrecimientos de tan generoso amigo? Yo, almenos, no deseaba rechazarlos, y en micorazón de corazones prometí dedicar mi vida,mis conocimientos y mi poder –si en algovalían, su valor era el que él les había conce-dido–, a él y sólo a él.

Eso me prometí a mí mismo mientras medirigía a mi destino con grandes expectativas:las expectativas de cumplir todo lo que, sobrepoder y diversión, nos prometemos a nosotrosmismos, durante la infancia, alcanzar en lamadurez. Yo creía que había llegado la hora de

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ingresar en la vida, una vez las ocupaciones in-fantiles habían quedado atrás. Incluso en losCampos Elíseos, Virgilio describe las almas delos dichosos ávidas de beber de la ola quehabía de devolverles a su círculo mortal. Losjóvenes apenas se hallan en el Elíseo, pues susdeseos, que desbordan lo posible, los vuelvenmás pobres que un acreedor arruinado. Losfilósofos más sabios nos hablan de los peligrosdel mundo, de los engaños de los hombres y delas traiciones de nuestro propio corazón. Peroaun así, sin temor ninguno zarpamos del pu-erto a bordo de nuestra frágil barca, izamos lavela y remamos, para resistir las turbulentascorrientes del mar de la vida. Qué pocos sonlos que, en el vigor de la juventud, varan susnaves sobre las «doradas arenas» y se dedicana recoger las conchas de colores que las salpic-an. Casi todos, al morir el día, con brechas enel casco y las velas rasgadas, se dirigen a lacosta y naufragan antes de alcanzarla o hallanuna ensenada batida por las olas, alguna playa

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desierta sobre la que se tienden y mueren sinque nadie les llore.

¡Tregua a la filosofía! La vida se extiendeante mí, y yo me apresto a tomar posesión deella. La esperanza, la gloria, el amor y unaambición sin culpa son mis guías, y mi alma noconoce temor alguno. Lo que ha sido, por másdulce que sea, ya no es; el presente sólo esbueno porque está a punto de cambiar, y loque está por venir me pertenece por completo.¿Temo acaso el latido de mi corazón? Altas as-piraciones hacen correr mi sangre; mis ojosparecen penetrar en la brumosa medianochedel tiempo y distinguir en las profundidades desu oscuridad el goce de todos los deseos de mialma.

Pero, ¡detente! Durante mi viaje tal vezsueñe, y con ligeras alas alcance la cumbre delalto edificio de la vida. Ahora que he llegado asu base, con las alas plegadas, los macizospeldaños se alzan ante mí y, paso a paso, deboascender por el imponente templo.

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¡Hablad! ¿Qué puerta está abierta? *

Miradme a mí en mi nuevo puesto. Dip-lomático. Partícipe de una sociedad que va enbusca del placer, residente en una ciudadalegre. Un joven con futuro, protegido del em-bajador. Todo era raro y admirable para el pas-tor de Cumbria. Con mudo asombro hice mientrada en la alegre escena, cuyos actores eran

los lirios del campo, gloriosos comoSalomón que no tejen ni hilan. **

Tardé muy poco en incorporarme a lamareante rueda, olvidando mis horas de estu-dio y la amistad de Adrian. El deseo apasion-ado de compañía, la ardiente búsqueda de unobjeto ansiado, seguían caracterizándome. Lavisión de la belleza me arrebataba, y las man-eras atractivas de hombres y mujeres acapara-ban mi entera confianza. Cuando una sonrisahacía latir mi corazón yo lo llamaba rapto; y

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sentía que la sangre de la vida hormigueaba enmi cuerpo cuando me aproximaba al ídolo quetransitoriamente veneraba. El mero correr delas emociones era el paraíso, y al caer la nochesólo deseaba que se reanudaran aquellos en-gaños embriagadores. La luz cegadora de lossalones ornamentados; las esculturas encanta-doras alineadas con sus espléndidos ropajes;los movimientos de una danza, los tonos vo-luptuosos de músicas exquisitas, acunaban missentidos, induciéndolos a un delicioso sueño.

¿Acaso no es eso, en sí mismo, la felicidad?Apelo a los moralistas y a los sabios. Les pre-gunto si en el sosiego de sus mesuradas en-soñaciones, si en las profundas meditacionesque llenan sus horas, sienten al joven lego de laescuela del placer. ¿Pueden los haces tran-quilos de sus ojos, que buscan los cielos,igualar los destellos de las pasiones combin-adas que les ciegan, o la influencia de la fríafilosofía sumerge su alma en una dicha igual ala suya, inmersa

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en esa amada obra de jovialensoñación? *

Pero en realidad ni las solitarias med-itaciones del eremita ni los raptos tumultuososdel soñador bastan para satisfacer el corazóndel hombre. Pues de unas obtenemosturbadora especulación y de los otros hartazgo.La mente flaquea bajo el peso del pensamientoy se hunde en contacto con aquellos cuya solameta es la diversión. No existe goce en su am-abilidad hueca, y bajo las sonrientes ondas deesas aguas poco profundas acechan afiladasrocas.

Así me sentía yo cuando la decepción, elcansancio y la sole-dad me devolvían a micorazón, para extraer de él la alegría de la queestaba privado. Mi fatigado corazón pedía quealgo le hablara de afectos y, al no hallarlo, mederrumbaba. De ese modo, y a pesar de la deli-cia inconsciente que me aguardaba en los ini-cios, la impresión que conservo de mi vida en

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Viena es melancólica. Como dijo Goethe, ennuestra juventud no podemos ser felices amenos que amemos. Y yo no amaba. Pero medevoraba un deseo incesante de ser algo paralos demás. Me convertí en víctima de la ingrat-itud y la coquetería fría, y entonces me deses-peré e imaginé que mi descontento me dabaderecho a odiar el mundo. Regresé a misoledad. Me quedaban mis libros, y mi deseoreno-vado de gozar de la compañía de Adrianse convirtió en sed ardiente.

La emulación, que en su exceso casi adopt-aba las propiedades de la envidia, espoleabaesos sentimientos. En aquel periodo, elnombre y las hazañas de uno de mis compatri-otas causaban gran admiración en el mundo.Los relatos de sus éxitos, las conjeturas sobresus acciones futuras, constituían los temas re-currentes del momento. No era por mí porquien me enfurecía, pero me pare-cía que lasloas que aquel ídolo cosechaba eran hojas ar-rancadas de unos laureles destinados a Adrian.

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Pero he de dejar constancia aquí, ahora, de eseamante de la fama, de ese favorito de unmundo que busca asombrarse.

Lord Raymond era el único descendientevivo de una familia noble pero venida a menos.Desde una edad muy temprana se había com-placido en su linaje, y lamentaba amargamentesus estrecheces materiales. Su mayor deseo eraenriquecerse, y los medios que pudieran ll-evarle a alcanzar ese fin no eran sino consid-eraciones secundarias. Altivo y a la vez ávidode cualquier demostración de respeto; ambi-cioso pero demasiado orgulloso para de-mostrar su ambición; dispuesto a alcanzarhonores, y al tiempo devoto del placer; así hizosu entrada en la vida. Apenas en el umbral oyóun insulto proferido contra él, real o imagin-ario; alguna muestra de repulsa donde menosla esperaba; o cierta decepción, difícil de toler-ar para su orgullo. Se retorcía bajo una heridaque no podía vengar; y abandonó Inglaterracon la promesa de no volver hasta que, llegado

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el momento, su país reconociera en él un poderque ahora le negaba.

Se convirtió en aventurero de las guerrasgriegas. Su arrojo y su genio absoluto atrajeronla atención de muchos. Se convirtió en héroeamado por aquel pueblo alzado en armas. Sólosu origen extranjero y su negativa a renegar delos lazos con su país natal le impidieron alcan-zar los puestos de mayor responsabilidad en elEstado. Pero, aunque tal vez otros figuraranmás alto en título y ceremonia, lord Raymondhabía alcanzado un rango superior al de todosellos. Condujo a los ejércitos griegos hasta lavic toria y todos sus triunfos se debieron a él.Cuando aparecía, pueblos enteros salían a lascalles a recibirlo; se escribían nuevas letras delos himnos nacionales para glosar su gloria, suvalor y munificencia.

Entre turcos y griegos se firmó una tregua.Entre tanto, lord Raymond, gracias a un azarinesperado, heredó una inmensa fortuna enInglaterra, a la que regresó, coronado de

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gloria, para recibir el mérito del honor y la dis-tinción que antes le habían sido negados. Suorgulloso corazón se rebeló contra ese cambio.¿En qué era distinto al despreciado Raymond?Si la adquisición de poder en forma de riquezaera la causante, ese poder habrían de sentirlocomo un yugo de hierro. El poder era, al fin, lameta de todos sus actos; el enriquecimiento, elblanco contra el que siempre apuntaba. Tantoen la ambición claramente mostrada como enla velada intriga, su fin era el mismo: llegar alo más alto en su propio país.

A mí, aquel relato me llenaba de curiosid-ad. Los acontecimientos que se sucedieron a sullegada a Inglaterra me sirvieron para aclararmás mis propios sentimientos. Entre sus otrasvirtudes, lord Raymond era extraordinaria-mente apuesto; todo el mundo lo admiraba.Era el ídolo de las mujeres. Se mostraba cortés,se expresaba con dulzura y era ducho en artesfascinantes. ¿Qué no había de lograr unhombre así en la ajetreada Inglaterra? A un

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cambio sucede otro cambio. La historia com-pleta no me fue revelada, pues Adrian habíadejado de escribir, y Perdita se mostrabalacónica en sus cartas. Se decía que Adrian sehabía vuelto –cómo escribir la palabra fatal–loco; que lord Raymond era el favorito de la re-ina, y el esposo escogido por ella para su hija. Yaún más: que aquel noble aspirante planteabade nuevo la pretensión de los Windsor de ocu-par el trono. De ese modo, si la enfermedad deAdrian se revelaba incurable y él se casaba consu hermana, la frente de Raymond podríaceñir la corona mágica de la realeza.

Aquel relato corría de boca en boca propa-gando su fama; aquel relato hacía intolerablemi permanencia en Viena, lejos del amigo demi juventud. Ahora yo debía cumplir mipromesa, acudir en su ayuda y convertirme ensu aliado y en su apoyo, hasta la muerte. Adiósal placer cortesano, a la intriga política, allaberinto de pasiones y locuras. ¡Salud,Inglaterra! ¡Inglaterra natal, recibe a tu hijo!

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Tú eres el escenario de todas mis esperanzas,el poderoso teatro donde se representa el actodel único drama que puede, con el corazón y elalma, llevarme con él en su avance. Una voz ir-resistible, un poder omnipotente, me llevabahacia ella. Tras una ausencia de dos años, ar-ribé a sus orillas sin atreverme a preguntarnada, temeroso de hacer cualquier comentario.Primero visitaría a mi hermana, que vivía enuna pequeña casa de campo, parte del regalode Adrian, y que lindaba con el bosque deWindsor. Por ella conocería la verdad sobrenuestro benefactor. Sabría por qué se habíaalejado de la protección de la prince-sa Evadney me enteraría de la influencia que aquel Ray-mond, cada vez más poderoso, ejercía en losdesignios de mi amigo.

Nunca hasta entonces me había hallado enlas inmediaciones de Windsor. La fertilidad yla belleza del campo que lo rodeaba me llen-aron de una admiración que aumentaba a me-dida que me aproximaba al antiguo bosque.

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Las ruinas de los majestuosos robles quehabían crecido, florecido y envejecido a lolargo de los siglos indicaban la extensión quehabía llegado a alcanzar, mien-tras que las val-las destartaladas y las malas hierbas demostra-ban que aquella zona había sido abandonadaen favor de plantaciones más jóvenes quehabían visto la luz a principios del siglo xix yque ahora se alzaban en todo el esplendor desu madurez. La humilde morada de Perdita sehallaba en los límites de aquel territorio másantiguo; ante ella se extendía BishopgateHeath, que hacia el este parecía interminable,y por el oeste moría en Chapel Wood y elhuerto de Virginia Water. Detrás sombreabanla casa los padres venerables de aquel bosque,bajo los cuales los ciervos se acercaban a pacer,y que, en su mayor parte huecos por dentro yresecos, formaban grupos fantasmales quecontrastaban con la belleza regular de los ár-boles más jóvenes. Éstos, retoños de un peri-odo posterior, se alzaban erectos y parecían

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dispuestos para avanzar sin temor hacia lostiempos venideros. Aquéllos, rezagados y ex-haustos, quebrados, se retorcían y se aferrabanlos unos a los otros, con sus débiles ramas sus-pirando ante el azote del viento, batallóngolpeado por los elementos.

Una verja discreta cercaba el jardín de lacasa de techo bajo, que parecía someterse a lamajestad de la naturaleza y acobardarse antelos restos venerables de un tiempo olvidado.Las flores, hijas de la primavera, adornabanaquel jardín y los alféizares de las ventanas. Enmedio de aquella rusticidad se respiraba unaire de elegancia que revelaba el buen gusto desu ocupante. El corazón me latía con fuerzacuando franqueé la verja. Permanecí junto a laentrada y oí su voz, tan melodiosa comosiempre, que antes de poder verla me permitiósaber que se encontraba bien.

Al cabo de un momento Perdita aparecióante mí, lozana, con el frescor de su jovial fem-inidad, distinta y a la vez la misma muchacha

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montañesa a la que había dicho adiós. Sus ojosno podían ser más profundos de lo que habíansido en su infancia, ni su rostro más expresivo.Pero su gesto sí había cambiado, para mejorar.La inteligencia había hecho nido en su frente.Cuando sonreía, la sensibilidad más fina em-bellecía su semblante y su voz, grave y modu-lada, parecía hecha para el amor. Su cuerpoera un ejemplo de proporción femenina. Noera alta, pero su vida en las montañas habíaconferido libertad a sus movimientos, por loque apenas oí sus pasos ligeros cuando se acer-có al vestíbulo para recibirme. Cuando nosseparamos, la había estrechado contra mipecho con gran afecto, y ahora que volvíamos avernos se despertaron en mí nuevos sentimi-entos. Nos observamos mutuamente: la infan-cia había quedado atrás y éramos dos actoreshechos y derechos de la cambiante escena. Lapausa duró apenas un momento: el torrente deasociaciones y sentimientos naturales que sehabía detenido, retomó su pleno avance en

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nuestros corazones, y con la emoción mástierna nos entregamos al abrazo.

Una vez amansada la pasión del momento,nos sentamos juntos con la mente serena yconversamos sobre el pasado y el presente. Yole pregunté por la frialdad de sus cartas, perolos escasos minutos que habíamos pasado jun-tos bastaron para explicar el origen de su re-serva. En ella habían aflorado nuevos sentimi-entos, que no podía expresar por escrito a al-guien a quien sólo había conocido en la infan-cia; pero ahora volvíamos a vernos, y nuestraintimidad se renovaba como si nada hubieraintervenido para detenerla. Yo le relaté los de-talles de mi estancia en el extranjero, y a con-tinuación le pregunté por los cambios que sehabían producido en casa, por las causas de laausencia de Adrian y por la vida retirada quellevaba.

Las lágrimas que asomaron a los ojos de mihermana cuando mencioné a nuestro amigo,así como el rubor que tiñó su rostro, parecían

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avalar la verdad de las noticias que habíanllegado hasta mí. Pero las implicaciones de elloeran tan terribles que no quise dar crédito in-stantáneo a mis sospechas. ¿Reinaba de verasla anarquía en el universo sublime de lospensamientos de Adrian? ¿Había dispersado lalocura sus otrora bien formadas legiones, y yano era dueño y señor de su propia alma?Querido amigo: este mundo enfermo no eraclima propicio para tu espíritu amable. Entre-gaste su gobierno a la falsa humanidad, que lodespojó de sus hojas antes que el mismo invi-erno, y dejó desnuda su vida temblorosa alpairo maligno de los vientos más fuertes. ¿Hanper-dido aquellos ojos, aquellos «canales delalma» su sentido, o sólo a su luz aclararían elrelato horrible de sus aberraciones? ¿Esa vozya no «pronuncia música tan elocuente»?*

¡Horrible, horribilísimo! Me cubro los ojos conlas manos, aterrorizado ante el cambio, y mislágrimas son testigos del dolor que me causaesa ruina inimaginable.

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En respuesta a mi pregunta, Perdita me de-talló las circunstancias melancólicas que con-dujeron a esos hechos.

La mente franca e inocente de Adrian, dot-ada como estaba de todas las gracias naturales,poseedora de los poderes trascendentes del in-telecto, carente de la sombra de defecto alguno(a menos que su valiente independencia deideas pudiera considerarse como tal), vivía en-tregado –incluso como víctima de sacrificio– aEvadne. Le confiaba los tesoros de su alma, susaspiraciones una vez alcanzada la excelencia,sus planes para el mejoramiento de la human-idad. A medida que despertaba a la edadadulta, sus proyectos y teorías, lejos de modifi-carse en aras de la prudencia y los motivospersonales, adquirían nueva fuerza otorgadapor los poderes que sentía crecer en su interi-or. Y su amor por Evadne se consolidaba más ymás, como si con el paso de los días adquirieramás certeza de que el sendero que perseguíaestaba lleno de dificultades y que debía hallar

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su recompensa no en el aplauso o la gratitudde sus congéneres, ni en el éxito de sus planes,sino en la aprobación de su propio corazón yen el amor y la comprensión de su amada, quehabía de iluminar todos sus trabajos y recom-pensar todos sus sacrificios.

En soledad, lejos de los lugares más fre-cuentados, maduraba sus ideas para la reformadel gobierno inglés y la mejora del pueblo.Todo habría ido bien si hubiera mantenidoocultos sus sentimientos hasta que se hubieravisto en posesión del poder que aseguraría sudesarrollo práctico. Pero era impaciente antelos años que debía esperar y sincero decorazón, y no conocía el miedo. No sólo senegó de plano a los planes de su madre, sinoque dio a conocer su intención de usar su influ-encia para minimizar el poder de la aristocra-cia, alcanzar una mayor igualdad en riquezas yprivilegios e introducir en Inglaterra un sis-tema perfecto de gobierno republicano. En unprimer momento su madre consideró aquellas

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teorías como los sueños desbocados de la inex-periencia. Pero los exponía tan sistemática-mente y los argumentaba con tal coherenciaque, aunque aún parecía mostrarse incrédula,empezó a temerle. Trató de razonar con élpero, al saberlo inflexible, aprendió a odiarlo.

Por raro que parezca, aquel sentimientoresultó ser contagioso. Su entusiasmo por unbien que no existía; su desprecio por losagrado de la autoridad; su ardor e impruden-cia, se hallaban en los antípodas de la rutinahabitual de la vida; los más mundanos lotemían; los jóvenes e inexpertos no compren-dían la férrea severidad de sus opiniones mor-ales, y desconfiaban de él por considerarlo dis-tinto a ellos. Evadne participaba, aunque fría-mente, de sus teorías. Creía que hacía bien enmanifestar su voluntad, pero hubiera preferidoque ésta resultara más inteligible a las multi-tudes. Ella carecía del espíritu del mártir y nole entusiasmaba la idea de tener que compartirla vergüenza y la derrota de un patriota caído.

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Conocía la pureza de sus motivos, la gener-osidad de su carácter, la verdad y el ardor delos sentimientos que le profesaba, y ella, a suvez, le tenía gran afecto. Él le devolvía aquelladulzura con la mayor de las gratitudes y la con-vertía en custodia del tesoro de sus esperanzas.

Fue entonces cuando lord Raymond re-gresó de Grecia. No podían existir dos perso-nas más distintas que Adrian y él. A pesar detodas las incongruencias de su carácter, Ray-mond era, enfáticamente, un hombre demundo. Sus pasiones eran violentas, y comosolían dominarlo, no siempre lograba ajustarsu conducta al cauce de su propio interés,aunque justificarse a sí mismo era, en su caso,su objetivo primordial. Veía en la estructurasocial parte del mecanismo en que se apoyabala red sobre la que transcurría su vida. Latierra se extendía como ancho camino tendidopara él: el cielo era su palio.

Adrian, por su parte, sentía que pertenecíaa un gran todo. No sólo se sentía afín a la

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humanidad, sino a toda la naturaleza. Lasmontañas y el cielo eran sus amigos; los vien-tos y los vástagos de la tierra, sus compañerosde juegos; siendo apenas el foco de ese poder-oso espejo, sentía que su vida se fundía con eluniverso de la existencia. Su alma era com-prensión y se dedicaba a venerar la belleza y laexcelencia. Adrian y Raymond entraronentonces en contacto y un espíritu de aversiónmutua se alzó entre ellos. Adrian rechazaba lasestrechas miras del político y Raymond sentíaun profundo desprecio por las benévolas vis-iones del filántropo.

Con la aparición de Raymond se formó latormenta que arrasó de un solo golpe losjardines de las delicias y los senderos pro-tegidos que a Adrian tanto le gustaban y que sehabía asegurado como refugio contra laderrota y la ofensa. Raymond, el salvador deGrecia, el soldado dotado de todas las gracias,que en sus maneras exhibía rasgos de todo loque, característico de su clima natal, Evadne

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más apreciaba; Raymond obtuvo el amor deEvadne. Desbordada por sus nuevas sensa-ciones, no se detuvo a examinarlas ni a mod-elar su conducta con más sentimientos que losdel más tirano de todos ellos, que súbitamenteusurpó el imperio de su corazón. Sucumbió asu poder, y la consecuencia natural para unamente poco acostumbrada a esas emocionesfue que las atenciones de Adrian empezaron adesagradarle. Se volvió caprichosa. La amabil-idad que le había demostrado hasta entoncesse tornó aspereza y frialdad repulsiva. Cuandopercibía la desbocada o patética súplica en suexpresivo semblante, se apiadaba, y por untiempo breve regresaba a su antigua amabilid-ad. Pero esas fluctuaciones hundían el alma deaquel joven sensible en las simas más pro-fundas. Ya no le parecía que por poseer elamor de Evadne dominaba el mundo; ahorasentía en cada uno de sus nervios que las másfunestas tormentas del universo mental

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estaban a punto de cernirse sobre su frágil ser,que temblaba ante la visión de su llegada.

Perdita, que por entonces residía conEvadne, era testigo de la tortura que soportabaAdrian. Ella lo amaba como a un hermanomayor, un familiar que la guiaba, protegía e in-struía pero sin ejercer la tiranía tan frecuentede la autoridad paterna. Adoraba sus virtudesy, con una mezcla de desprecio e indignación,veía cómo Evadne le hacía sufrir por otro queapenas se fijaba en ella. En la desesperación desus soledad, Adrian iba con frecuencia enbusca de mi hermana y con circunloquios lehablaba de su tristeza, mientras la fortaleza yla agonía dividían el trono de su mente. ¡Unade las dos no tardaría en conquistarla! La irano formaba parte de sus emociones. ¿Conquién iba a mostrarse airado? No con Ray-mond, que era inconsciente de la tristeza quele ocasionaba. Tampoco con Evadne, pues sualma lloraba lágrimas de sangre; pobremuchacha confundida, que era esclava y no

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tirana. Así, en su propia angustia, Adrian llora-ba también por lo que el destino pudiera de-parar a la princesa griega. En una ocasión, unescrito suyo cayó en manos de Perdita. Estabahúmedo de lágrimas y cualquiera hubiera aña-dido las suyas al leerlo.

«La vida –así empezaba– no es como la de-scriben en las novelas; pasar por las medidasde una danza y, tras varias evoluciones llegar auna conclusión, tras lo cual los bailarines se si-entan y reposan. Mientras existe vida existenla acción y el cambio. Seguimos adelante, ycada pensamiento se vincula al que le sirvió depadre, y cada acción se vincula a un acto pre-vio. Ninguna alegría, ninguna tristeza mueresin descendencia, que siempre generada y gen-erándose, teje la cadena que forma nuestravida.

Un día llama a otro díay así llama, y encadenallanto a llanto, y pena a pena.*

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»En verdad, la decepción es la deidad cus-todia de la vida humana; tiene su sede en elumbral de un tiempo no nacido y dirige losacontecimientos a medida que aparecen. Enotro tiempo mi corazón reposaba, ligero, en mipecho; toda la hermosura del mundo me eradoblemente hermosa, pues irradiaba de la luzdel sol que brotaba de mi propia alma. ¡Oh!¿Por qué razón el amor y la ruina se unen eter-namente en este nuestro sueño mortal? Puescuando hacemos de nuestros corazones guar-ida para la bestia de aspecto amable, su com-pañera entra con ella y sin piedad destruye loque podría haber sido un hogar y un refugio.»

Gradualmente su tristeza fue minando susalud, y después fue su inteligencia la que su-cumbió a la misma tiranía. Sus modales se as-ilvestraron; en ocasiones se mostraba feroz yen ocasiones absorto en una melancolía muda.Sin previo aviso, Evadne abandonó Londrespara trasladarse a París. Él fue tras ella y le dioalcance cuando su nave estaba a punto de

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zarpar. Nadie sabe qué sucedió entre ellos,pero Perdita ya no volvió a verlo. Adrian vivíaen reclusión, nadie sabía dónde, servido porpersonas que su madre había contratado a talefecto.

Footnotes

*El cíclope , Eurípides. (N. del T.)

**Mateo, 6: 28-29. Adaptado y tomado de Carlos I ,

acto I, P.B. Shelley. (N. del T.)

*Traducción del Himno a Mercurio , de Homero, realiz-

ada por P.B. Shelley. (N. del T.)

*Hamlet , acto III, escena II, William Shakespeare. (N.

del T.)

*El príncipe constante , acto II, escena IV, Calderón de la

Barca. (N. del T.)

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Capítulo IV

Primera parte

Un día después lord Raymond se detuvo encasa de Perdita camino del castillo de Windsor.El rubor en el rostro de mi hermana, y el brillode sus ojos me revelaron a medias su secreto.Con gran contención y haciendo gala de unagran cortesía se dirigió a nosotros, y al mo-mento pareció hacerse un sitio en nuestrossentimientos y fundirse con ella y conmigo. Medediqué a observar su fisonomía, que variabamientras hablaba y que, en todos sus cambios,se mostraba hermosa. La expresión habitual desus ojos era dulce, aunque en ocasiones bril-laban con fiereza. De piel muy pálida, todossus rasgos hablaban de un gran dominio de símismo; su sonrisa agradable, exhibía sin em-bargo, con frecuencia, la curva del desdén ensus labios; labios que a ojos femeninos

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representaban el mismo trono de la belleza y elamor. Su voz, por lo general suave, sorprendíaen ocasiones con una nota súbita y discord-ante, que indicaba que su tono grave habitualera más obra del estudio que de la naturaleza.Lleno de contradicciones, inflexible y altivo,amable pero fiero, tierno y a la vez desdeñoso,por algún extraño arte le resultaba fácil obten-er la admiración de las mujeres, tratándolascon dulzura o tiranizándolas según su estadode ánimo, pero déspota en todos sus cambios.

En aquel instante, sin duda, Raymond de-seaba mostrarse ami-gable. En su conversa-ción se alternaban el ingenio con la hilaridad yla profunda observación, y pronunciaba todassus frases con la rapidez de un destello de luz.No tardó en conquistar mi distante reticencia.Me propuse observarlos a él y a Perdita y tenerpresente todo lo que había oído en su contra.Pero todo parecía tan ingenioso, y tan fascin-ante, que me olvidé de todo excepto del placer

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que el contacto con él me proporcionaba. Conla idea de introducirme en los círculos políticosy sociales de Ingla-terra, de los que prontohabría de formar parte, me relató algunas an-écdotas y me describió a muchos personajes.Su conversación, rica y entretenida, impreg-naba mis sentidos de placer. Habría triunfadoen todo, menos en una sola cosa: se refirió aAdrian con el tono de absoluto desprecio quelos sabios mundanos vinculan siempre alentusiasmo. Percibía que el nubarrón se aprox-imaba y trataba de disiparlo. La fuerza de missentimientos no me permitía pasar a la ligerasobre aquel tema sagrado, de modo que lehablé con gran aplomo.

–Permíteme declarar que me siento devot-amente unido al conde de Windsor, que es mimejor amigo y benefactor. Reverencio subondad, coincido con sus opiniones y lamentoamargamente su actual, y espero que pasajera,enfermedad. Lo peculiar de su dolencia haceque me resulte especialmente doloroso oír que

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se habla de él en términos que no son los delrespeto y el afecto.

Raymond respondió, aunque en surespuesta no había nada conciliatorio. Com-prendí que, en su corazón, despreciaba aquienes se entregaban a otros ídolos que losmundanos.

–Todo hombre –dijo– sueña con algo, conamor, honor y placer; tú sueñas con la amistady te entregas a un loco; muy bien, si esa es tuvocación, sin duda estás en tu derecho deseguirla... –su pensamiento pareció azuzarlo, yel espasmo de dolor que por un momento ator-mentó su semblante, sirvió de freno a mi in-dignación–. ¡Felices los soñadores!–prosiguió–. ¡Que nadie los despierte! ¡Ojalápudiera soñar yo! Pero el largo y luminoso díaes el elemento en el que habito; el deslum-brante brillo de la realidad invierte, en mi caso,la escena. Incluso el fantasma de la amistadme ha abandonado, y el amor... –se le quebróla voz. Yo no sabía si el desdén que curvaba sus

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labios lo motivaba la pasión que sentía o si ibadirigido contra sí mismo, por ser su esclavo.

La narración de este encuentro puede to-marse como muestra de mi relación con lordRaymond. Nos hicimos íntimos, y los días quepasábamos juntos me permitían admirar más ymás sus poderosos y versátiles talentos, quejunto con su elocuencia, ingeniosa y sutil, y sufortuna, ahora inmensa, lo convertían en unser más temido, amado y odiado que cualquierotro en suelo inglés.

Mi ascendencia, que despertaba interés, sino respeto, mi anterior vínculo con Adrian, elfavor del embajador, de quien había sido sec-retario, y ahora mi intimidad con lord Ray-mond me facilitaron el acceso a los círculos so-ciales y políticos de Inglaterra. A causa de miinexperiencia, al principio me pareció que noshallábamos en vísperas de una guerra civil; laspartes se mostraban violentas, vehementes einflexibles. El Parlamento se hallaba divi-didoen tres facciones: los aristócratas, los

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demócratas y los realistas. Después de queAdrian declarara su preferencia por larepública como forma de gobierno, esta forma-ción estuvo a punto de desaparecer, pues sequedó sin jefe, sin guía. Pero cuando lord Ray-mond decidió encabezarla, revivió con fuerza.Algunos eran realistas por prejuicio y antiguoafecto, y muchos de sus partidarios más mod-erados temían por igual la caprichosa tiraníadel partido del pueblo que el despotismo férreode los aristócratas. Más de un tercio de losmiembros se agrupaba con Raymond, y la cifrano dejaba de aumentar. Los aristócratasbasaban su esperanza en el poder de susriquezas y en su influencia, y los reformistas,en la fuerza de la nación misma. Los debateseran violentos, y más violentos aún eran losdiscursos pronunciados por unos políticos quese reunían para medir sus fuerzas. Se proferíanepítetos oprobiosos, se amenazaba incluso conla muerte. Las concentraciones del populachoalteraban el orden del país. Si no a una guerra,

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¿a qué otra cosa podía conducir todo aquello?Pero aunque las llamas de la destrucción es-taban listas para prender, yo mismo las vi arre-drarse, sofocadas por la ausencia de los milit-ares, por la aversión de todos a cualquierforma de violencia que no fuera la del discursoy por la amabilidad cordial y hasta la amistadde los líderes cuando se reunían en privado.Por mil motivos me sentía atraído a presenciaratentamente el desarrollo de los acontecimien-tos, y observaba cada uno de ellos con extremaansiedad.

No podía dejar de constatar que Perditaamaba a Raymond, y me parecía que él veíacon admiración y ternura a la hija de Verney. Ysin embargo sabía bien que seguía adelantecon sus planes de casarse con la supuesta here-dera al condado de Windsor, sabedor de lasventajas que el enlace le reportaría. Todos losami gos de la reina destronada eran amigossuyos, y no había semana en que no se reuni-era con ella en su castillo.

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Yo no había visto nunca a la hermana deAdrian. Había oído que se trataba de una jovenencantadora, dulce y fascinante. ¿Cómo haríapara verla? Hay momentos en los que nosasalta la sensación indefinible de que un cam-bio inminente, para mejor o para peor, va asurgir de un hecho. Y, para mejor o para peor,te-memos ese cambio y evitamos el hecho. Eseera el motivo que me llevaba a mantenermealejado de aquella damisela de alta cuna. Paramí ella lo era todo y no era nada. Su nombre,pronunciado por cualquier otro, mesobresaltaba y me hacía temblar. El intermin-able debate sobre su unión con lord Raymondera para mí una verdadera agonía. Me parecíaque, ahora que Adrian vivía apartado de la vidaactiva, y de aquella hermosa Idris, víctima se-guramente de las ambiciones de su madre, yodebía acudir en su protección, librarla de lasmalas influencias, impedir su infelicidad ygarantizar su libertad de elección, derecho detodo ser humano. Pero, ¿cómo iba a hacerlo?

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Ella misma rechazaría mi intromisión. Si lohacía, me convertiría en objeto de su indifer-encia o su desprecio, por lo que mejor seríaevitarla, no exponerme ante ella ni ante elmundo, representando el papel de un Ícaroloco y entregado.

Un día, varios meses después de mi regresoa Inglaterra, abandoné Londres para visitar ami hermana. Su compañía era mi principal sol-az y delicia. Y mi ánimo siempre se elevabacuando pensaba en verla. Salpicaba siempre suconversación de comentarios agudos y razon-ados; en su agradable sala, que olía a flores yestaba adornada con magníficos bronces, jar-rones antiguos y copias de las mejores pinturasde Rafael, Correggio y Claude pintadas por ellamisma, yo me deleitaba en la lejanía fantásticade lugar, inaccesible a las ruidosas polémicasde los políticos y a los vaivenes frívolos de lasmodas. En aquella ocasión mi hermana no es-taba sola. Reconocí al punto a su

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acompañante: se trataba de Idris, el objetohasta entonces velado de mi loca idolatría.

¿Qué términos de asombro y delicia seránlos más adecuados, qué expresiones he deescoger, qué flujo suave del lenguaje me per-mitirá expresarme con más belleza, con másconocimiento, mejor? ¿Cómo, mediante lapobre unión de unas palabras, podré recrear elhalo de gloria que la rodeaba, las mil graciasque perduraban intactas en ella? Lo primeroque sorprendía al contemplar aquel encanta-dor rostro era su bondad y sinceridad per-fectas; el candor habitaba en su frente despe-jada, la simplicidad en sus ojos, la benignidadcelestial en su sonrisa. Su figura alta y esbeltase combaba con gracia como un álamo a labrisa del oeste, y sus movimientos, divinos,eran los de un ángel alado iluminado desde loalto de los cielos. La blancura perlada de supiel estaba salpicada de pureza; su voz parecíael grave y seductor tañido de una flauta. Talvez sea más fácil describirla por contraste. He

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detallado ya las perfecciones de mi hermana. Ysin embargo ella era en todo distinta a Idris.Perdita, a pesar de amar, se mostraba reser-vada y tímida; Idris, en cambio era franca yconfiada. Aquélla se retiraba a sus soledadespara guarecerse de las decepciones y las heri-das; ésta avanzaba en pleno día, segura de quenadie podía lastimarla. Wordsworth ha com-parado a una mujer amada con dos bellos obje-tos de la naturaleza, pero sus versos siempreme han parecido más una expresión de con-traste que de similitud.

Violeta junto a piedrapor el musgo cubiertamedio oculta a la vista,radiante como una estrellacuando sola en el cielo brilla.

Esa violeta era la dulce Perdita, quetemblaba incluso al asomarse al aire, que seacobardaba ante la observación, y sin

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embargo, a su pesar, a la superficie asomabantodas sus excelencias, y pagaba con sus milgracias el esfuerzo de quienes se acercaban asu jardín solitario. Idris era la estrella, esplen-dor único de la tenue guirnalda del anochecerbalsámico; dispuesta a iluminar y deleitar almundo sometido, protegida de toda manchapor su in-imaginable distancia de todo lo queno sea como ella, celeste.

Y yo hallé esa visión de la belleza en la salade Perdita, en animada conversación con suanfitriona. Cuando mi hermana me vio, sepuso en pie al momento y, tomándome de lamano, dijo:

–Aquí está, solícito a nuestros deseos; estees Lionel, mi hermano.

Idris también se alzó y posó en mí sus ojosde un azul celeste.

–Apenas necesita presentación –dijo conpeculiar gracia–. Contamos con un retrato,venerado por mi padre, que declara al

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momento cuál es su nombre. Verney, supongoque reconoce el vínculo, y en tanto que amigode mi hermano, siento que puedo confiar enusted. –Entonces, con lágrimas en los ojos yvoz temblorosa, prosiguió–. Queridos amigos,no os parezca extraño que hoy que os visito porprimera vez venga a solicitar vuestra ayuda yos confíe mis deseos y temores. Sólo a vosotrosme atrevo a hablar. He oído hablar bien devosotros a espectadores imparciales, y soisamigos de mi hermano, por lo que habéis deser también amigos míos. ¿Qué puedo decir?Si os negáis a ayudarme, ¡estoy perdida! –Alzóla vista, mientras sus interlocutores per-manecían mudos de asombro. Y entonces,como transportada por sus sentimientos,exclamó:

–¡Mi hermano, mi amado y desdichadoAdrian! ¿Cómo hablaros de sus desgracias? Sinduda ya habréis oído contar lo que de él sedice, y tal vez habéis creído esos infundios.¡Pero no está loco! Aunque un ángel

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descendiera desde los mismos pies del tronode Dios para revelármelo, ni así lo creería. Hasido engañado, traicionado, encarcelado, ¡Sal-vadlo! Verney, debe hacerlo; dé con él allídonde se encuentre, en el rincón de la isla enque se halle preso; encuéntrelo, rescátelo desus perseguidores, logre que vuelva a ser quienera, pues en todo el mundo no tengo a nadiemás a quien amar.

Su sincera súplica, expresada con taldulzura y vehemencia, me llenó de asombro ycomprensión; y cuando añadió con voz arre-batada y mirada fija: «¿Consiente en asumir laempresa?», yo prometí, sincera y ferviente-mente, dedicar mi vida y mi muerte a restaurarel bienestar de Adrian. Entonces conversamossobre el plan que habría de seguir, y abor-damos cómo podríamos dar con su paradero.Mientras seguíamos hablando, lord Raymondentró sin que nadie lo anunciara y vi que Per-dita temblaba y palidecía, y que el rubor seapoderaba de las mejillas de Idris. Lord

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Raymond debió de sentir gran asombro alpresenciar nuestro cónclave, o gran turbación,mejor dicho. Pero no permitió que nada de elloaflorara a su gesto: saludó a mis acompañantesy se dirigió a mí con gran cordialidad. Idrispareció quedar suspendida unos instantes, yentonces, con suma dulzura, dijo:

–Lord Raymond, confío en su bondad y ensu honor. Esbozando una sonrisa altiva, él in-clinó la cabeza.

–¿De veras confía en ellos, lady Idris?–preguntó.

Ella trató de leerle el pensamiento, antes deresponderle con dignidad.

–Como guste. Sin duda siempre es mejorno comprometerse a ocultar nada.

–Discúlpeme –dijo él–, si la he ofendido.Tanto si confía en mí como si no, haré todo loque esté en mi mano para cumplir sus deseos,sean cuales sean.

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Idris le dio las gracias con una sonrisa, y selevantó para marcharse. Lord Raymond soli-citó su permiso para acompañarla al castillo deWindsor, a lo que ella consintió. Salieron jun-tos de la casa. Mi hermana y yo nos quedamosallí como dos necios que imaginan que han en-contrado un tesoro de oro hasta que la luz deldía les convence de que no era sino plomo, dosmoscas tontas y sin suerte que, jugando con losrayos del sol, se ven atrapadas en una telaraña.Me apoyé en el alféizar de la ventana y observéa aquellas criaturas gloriosas hasta que seperdieron en el bosque. Sólo entonces mevolví. Perdita no se había movido. Los ojosclavados en el suelo, pálidas las mejillas, los la-bios muy blancos, rígida e inmóvil, seguía sen-tada, la zozobra impresa en todos sus gestos.Algo asustado, hice ademán de tomarle de lamano, pero ella, temblando, retiró la suya, es-forzándose por componer el semblante. Tratéde que me hablara.

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–Ahora no –replicó–, y no me hables tútampoco, querido Lionel. No puedes decirnada porque no sabes nada. Te veré mañana.Hasta entonces, adiós. –Se puso en pie paraausentarse, se dirigió a la puerta y al llegar aella se detuvo y, apoyándose en el quicio, comosi el peso de sus pensamientos le hubieraprivado de la fuerza para sostenerse por símisma, añadió–: Es probable que lord Ray-mond regrese. ¿Le dirás que me disculpe hoy,pues no me siento bien? Si lo desea, lo recibirémañana, y también a ti. Será mejor que re-greses a Londres con él. Allí podrás iniciar lasaveriguaciones sobre el conde de Windsor a lasque te has comprometido, y mañana puedesvolver a visitarme antes de proseguir tu viaje.Hasta entonces, me despido.

Le costaba hablar, y al terminar emitió unprofundo suspiro. Con un movimiento decabeza acepté lo que me proponía. Me sentíacomo si, desde el orden del mundo sistemático,hubiera descendido hasta el caos, oscuro,

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opuesto, ininteligible. Que Raymond pudieracasarse con Idris me resultaba más intolerableque nunca. Y aun así mi pasión, gigante desdeel momento mismo de su nacimiento, era de-masiado extraña, indómita e impracticablecomo para sentir al instante la tristeza quehabía percibido en Perdita. ¿Cómo debía actu-ar? Ella no me había confiado lo que sucedía; aRaymond no podía pedirle explicaciones sinarriesgarme a traicionar lo que tal vez fuera susecreto más preciado. Al día siguiente sabría laverdad. Y mientras me hallaba ocupado enaquellos pensamientos, lord Raymond regresó.Preguntó por mi hermana y yo le transmití sumensaje. Entonces me preguntó si me disponíaa regresar a Londres y me invitó a acom-pañarle. Yo acepté. Parecía pensativo y per-maneció en silencio durante gran parte deltrayecto.

–Debes disculpar que me halle tan ab-straído –dijo al fin–. Lo cierto es que la

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moción de Ryland se presenta hoy mismo y es-toy considerando cuál ha de ser mi respuesta.

Ryland encabezaba el partido popular. Setrataba de un hombre muy obstinado y a sumanera muy elocuente. Se había salido con lasuya en su intento de presentar a votación unaley que convirtiera en traición cualquier planpara alterar el estado del gobierno inglés y lasleyes vigentes de la república. Ese ataque ibadirigido contra Raymond y sus maquinacionesencaminadas a la restauración de lamonarquía.

Raymond me pidió que le acompañara alParlamento esa noche. Recordé que debía re-cabar información sobre Adrian y, conscientede que la misión me llevaría mucho tiempo,me disculpé.

–Entiendo –dijo mi acompañante–, y yomismo voy a liberarte de lo que te impideacompañarme. Sé que pretendes averiguar elparadero del conde de Windsor. De modo que

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yo mismo te diré que se encuentra en casa delduque de Athol, en Dunkeld. Durante lasprimeras fases de su trastorno se dedicó aviajar de un lugar a otro, hasta que, al llegar aaquel romántico refugio, se negó a abandon-arlo. Nosotros lo dispusimos todo, de acuerdocon el duque, para que pudiera quedarse allí.

Me dolió el tono insensible con que me fa-cilitó la información.

–Debo agradecerte el dato –le respondífríamente–, que ha de serme de utilidad.

–Lo será, Verney –dijo él–, y si perseverasen tu empeño, yo mismo te facilitaré el cam-ino. Pero antes te pido que presencies el com-bate de esta noche, y el triunfo que estoy apunto de obtener, si me permites que así lo ex-prese, aunque temo que esa victoria sea unaderrota para mí. ¿Qué puedo hacer? Mismayores esperanzas parecen estar a punto dematerializarse. La reina me concede a Idris;Adrian es del todo incapaz de asumir el título

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de conde, y el condado, en mis manos, se con-vierte en reino. Por el Dios de los cielos que escierto. El exiguo condado de Windsor no bastaa quien heredará los derechos que pertenecer-án para siempre a la persona que los posea. Lacondesa no olvidará nunca que fue reina, y nosoporta dejar a sus hijos una herencia tanexigua. Con su poder y mi ingenio reconstru-iremos el trono, y la corona real ceñirá estafrente. Puedo hacerlo, puedo casarme conIdris...

Calló súbitamente, el semblante oscurecidode pronto, y su gesto cambió, movido por supasión interna.

–¿Y lady Idris te ama? –le pregunté.

–Qué pregunta –exclamó él entre risota-das–. Me amará, por supuesto, como yo la am-aré a ella, cuando estemos casados.

–Pues empezarás tarde –observé yo,irónico–. Normalmente el matrimonio se con-sidera la tumba del amor, no su cuna. ¿De

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modo que estás a punto de amarla, pero to-davía no la amas?

–No me sermonees, Lionel. Cumpliré mideber con ella, no lo dudes. ¡El amor! Contra élhe de proteger mi corazón, sacarlo de sufortaleza, rodearlo con barricadas. La fuentedel amor debe dejar de fluir, sus aguas han desecarse, y todas las ideas pasionales que de-penden de él han de perecer. Me refiero alamor que me gobernaría a mí, no al que yopueda gobernar. Idris es una joven amable,dulce y hermosa. Es imposible no sentir afectopor ella, y el que yo le tengo es sincero. Pero nome hables de amor, de ese tirano que somete altirano; el amor, hasta ahora mi conquistador,es hoy mi esclavo. El fuego hambriento, la bes-tia indomable, la serpiente de afilados colmil-los... No, no, no quiero saber nada de eseamor. Y dime, Lionel, ¿consientes tú que mecase con la joven?

Posó sus ojos vivaces en mí, y mi corazón,incontrolable, dio un vuelco en mi pecho. Le

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respondí con voz sosegada, aunque la imagenque mis palabras conformaban careciera de to-do sosiego.

–¡Nunca! Jamás consentiré que lady Idrisse una a alguien que no la ama.

–Porque la amas tú.

–Puedes ahorrarte la burla. Yo no la amo,no me atrevo.

–Al menos –prosiguió él, altivo–, ella no teama a ti. No me casaría con una soberana amenos que supiera sin duda que su corazón eslibre. Pero, ¡Lionel! La palabra reino es poder,y los términos que componen el estilo de larealeza se presentan con sonidos amables.¿Acaso no eran reyes los hombres más poder-osos de la antigüedad? Alejandro lo era. Sa-lomón, el más sabio entre los hombres, lo eratambién. Napoleón fue rey. César murió en suempeño de llegar a serlo, y Cromwell, el purit-ano y asesino de un monarca, aspiraba a lacorona. El padre de Adrian ostentó el cetro de

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Inglaterra, ya roto. Pero yo devolveré a la vidael árbol caído, uniré sus piezas separadas y loensalzaré por sobre todas las flores delcampo... No debe extrañarte que te haya reve-lado libremente el paradero de Adrian. Nosupongas que soy malvado o que estoy tan lococomo para fundar mi soberanía sobre unfraude, y menos si la verdad o la falsedad sobrela locura del conde puede saberse tan fácil-mente. Yo mismo acabo de estar con él. Antesde decidir mi matrimonio con Idris, he de-cidido ir a verle una vez más para dilucidar sisu restablecimiento resulta probable. Pero sulocura es irreversible.

Aspiré hondo.

–No te revelaré –prosiguió Raymond–, losdetalles de su melancolía. Tú mismo los verás yjuzgarás a partir de ellos. Aunque me temo queesa visita, que a él va a serle del todo inútil, hade causarte a ti un sufrimiento insoportable. Amí me ha afectado grandemente. A pesar deque se muestra correcto y amable aun

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habiendo perdido la razón, yo no lo venerocomo lo veneras tú, y sin embargo renunciaríaa toda esperanza de alcanzar la corona y a mimano derecha por verlo a él en el trono.

Su voz expresaba una compasión profunda.

–Eres un ser enigmático –exclamé–.¿Adónde te conducirán tus acciones, en todoese laberinto de intenciones en el que pare-cesperdido?

–Ciertamente, adónde. A una corona, a unacorona de oro y piedras preciosas, espero, y sinembargo no me atrevo a confiar en alcanzarla,y aunque sueño con una corona y despiertopensando en ella, una vocecilla diabólica nodeja de susurrarme que lo que busco no es másque el sombrero de un loco, y que si fuera listolo que haría sería pisotearla y tomar, en sulugar, lo que vale por todas las coronas de ori-ente y las presidencias de occidente.

–¿A qué te refieres?

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–Si me decanto por ello, lo sabrás. Por elmomento no me atrevo a hablar, ni siquiera apensar en ello.

Permaneció de nuevo en silencio unos in-stantes y de nuevo, tras una pausa, volvió ahablarme entre risas. Cuando no era la burla laque inspiraba su regocijo, cuando era unaalegría sincera la que iluminaba sus gestos conexpresión feliz, su belleza divina se apoderabade todo.

–Verney –prosiguió–, mi primera acción,cuando me convierta en rey de Inglaterra, seráunirme a los griegos, tomar Constantinopla ysometer toda Asia. Pretendo ser guerrero, con-quistador; el nombre de Napoleón se inclinaráante el mío. Los más entusiastas, en lugar devisitar su tumba rocosa y exaltar los méritos delos caídos, adorarán mi majestad y magnifi-carán mis ilustres hazañas.

Yo escuchaba a Raymond con vivo interés.¿Podía no hacerlo, ante alguien que parecía

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gobernar la tierra con su imaginación, y quesólo se arredraba cuando trataba de gobern-arse a sí mismo? De su palabra y voluntad de-pendía mi felicidad, el destino de todo lo queme era querido. Me esforzaba por adivinar elsignificado oculto de sus palabras. No men-cionó a Perdita, y sin embargo no me cabíaduda de que el amor que sentía por ella era elcausante de las dudas que mostraba. ¿Y quiénera más digna de amor que mi hermana,aquella mujer de nobles pensamientos? ¿Quiénmerecía la mano de ese autoproclamado reymás que ella, cuya mirada pertenecía a una re-ina de naciones, que lo amaba como él laamaba? A pesar de ello, la decepción asfixiabala pasión de Perdita, y la ambición libraba unduro combate con la de Raymond.

Acudimos juntos al Parlamento aquellanoche. Raymond, a pesar de saber que susplanes e ideas se discutirían y decidirían dur-ante el debate previsto, se mostraba alegre ydespreocupado. Un rumor como el causado

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por diez mil panales de abejas zumbadoras nossorprendió cuando entramos en el salón delcafé. Corrillos de políticos de expresión nervi-osa conversaban con voz grave y profunda. Losmiembros del Partido Aristocrático, formadopor las personas más ricas e influyentes deInglaterra, parecían menos alterados que losdemás, pues la cuestión iba a discutirse sin suintervención. Junto a la chimenea se hallabanRyland y sus partidarios. Ryland era unhombre de origen incierto e inmensa fortuna,heredada de su padre, que había sido fabric-ante. De joven había sido testigo de la abdica-ción del rey, así como de la unión de las dos cá-maras, la Casa de los Lores y la de losComunes. Había simpatizado con aquellosmovimientos populares y había dedicado suvida y sus esfuerzos a consolidarlos y extender-los. Desde entonces la influencia de los ter-ratenientes había aumentado; en un primermomento Ryland no observaba con preocupa-ción las maquinaciones de lord Raymond, que

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atraían a muchos de sus oponentes. Pero lascosas estaban llegando demasiado lejos. Lanobleza empobrecida reclamaba el retorno dela monarquía, considerando que ello les de-volvería su poder y sus derechos perdidos. Elespíritu medio extinto de la realeza resurgía enlas mentes de los hombres que, esclavos volun-tarios, sujetos hechos y derechos, estaban dis-puestos a dejarse uncir el yugo. Quedaban to-davía algunos espíritus rectos y viriles, queeran los pilares del Estado. Pero la palabra«república» había per-dido frescura al oídovulgar y muchos –el acto de esa noche de-mostraría si eran mayoría– añoraban el oropely el boato de la realeza. Ryland se alzaba enresistencia y afirmaba que sólo su sufrimientohabía permitido el crecimiento de su partido.Pero el tiempo de la indulgencia había pasado,y con un solo movimiento de su brazo apar-taría las telarañas que cegaban a susconciudadanos.

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Cuando Raymond entró en el salón del cafésu presencia fue saludada por sus amigos casicon un grito. Congregándose a su alrededorcontaron cuántos eran, y cada uno expuso losmotivos que les llevaban a pensar que sunúmero aumentaría, pues éste o aquel miem-bro no había mostrado aún sus preferencias.Tras dar por concluidos ciertos asuntosmenores en la cámara, los líderes tomaron asi-ento en sus respectivos puestos. El clamor devoces proseguía, hasta que, cuando Ryland sepuso en pie para tomar la palabra, se hizo unsilencio tan absoluto que podían oírse hasta lossusurros. Todos los ojos se clavaron en él que,sin ser agraciado, resultaba imponente. Yoaparté la vista de su rostro severo y la posé enel de Raymond que, velado por una sonrisa,ocultaba su preocupación. Con todo, sus labiostemblaban ligerísimamente y su mano se afer-raba a intervalos con fuerza al banco en que sesentaba, lo que hacía que sus músculos setensaran y destensaran.

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Ryland inició su discurso ensalzando el es-tado del imperio británico. Refrescó la memor-ia de los asistentes sobre los años pasados; lastristes contiendas que, en tiempos de suspadres, habían llevado al país al borde de laguerra civil, la abdicación del difunto rey y lafundación de la república, que pasó a describir;expuso que Inglaterra era más poderosa, sushabitantes más valerosos y sabios, gracias a lalibertad de que gozaban. Mientras hablaba, loscorazones se henchían de orgullo y el ruborteñía las mejillas de quienes recordaban queallí todo el mundo era inglés, y que apoyaba ycontribuía al feliz estado de las cosas queahora se conmemoraba. El fervor de Rylandaumentó y, con ojos encendidos y voz apasion-ada, siguió relatando que había un hombre quedeseaba alterar todo aquello y devolvernos anuestros días de impotencia y contiendas, unhombre que osaba arrogarse el honor que cor-respondía a quien demostrara haber nacido ensuelo inglés, y situar su nombre y su estilo por

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encima del nombre y el estilo de su país. Enese momento me fijé en que el rostro de Ray-mond mudaba de color. Apartó la vista del or-ador y la clavó en el suelo. Los asistentes de-jaron de observar a Ryland para mirarlo a él,aunque sin dejar de oír la voz que atronaba sudenuncia y llenaba sus sentidos. La gran fran-queza de sus palabras le confería autoridad: to-dos sabían que decía la verdad, una verdadconocida, aunque no reconocida. Arrancó lamáscara que ocultaba la realidad y los propósi-tos de Raymond, que habían avanzado hastaentonces agazapados en la penumbra, asoma-ron como un ciervo asustado, acorralado, evid-ente el cambio de su gesto para quienes lomiraban. Ryland acabó declarando que todointento de restablecer el poder real debía serdeclarado traición, y traidor a quien per-siguiera el cambio de la forma de gobierno vi-gente. Al término de su intervención, los asist-entes estallaron en vítores y aplausos.

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Una vez defendida su moción, lord Ray-mond se puso en pie inexpresivo, la voz me-lodiosa, sus maneras delicadas, su gracia y sudulzura semejantes al tañer de una flauta quellegara tras la voz poderosa de su adversario,que atronaba como un órgano. Dijo alzarsepara hablar a favor de la moción del honorablemiembro, aunque deseando introducir una li-gera enmienda. No dudó él también en re-cordar los viejos tiempos, en conmemorar lasluchas de nuestros padres y la abdicación denuestro rey. Con gran nobleza y generosidad,dijo, nuestro ilustre y último soberano deInglaterra se había sacrificado por el bienaparente de su país y se había despojado de unpoder que sólo podía mantener a costa de lasangre de sus súbditos. Y esos súbditos suyosque ya no lo eran, sus amigos e iguales, enseñal de gratitud habían concedido ciertosfavores y distinciones a él y a su familia a per-petuidad. Se les entregó una espaciosa finca yse les reconoció el rango más elevado entre los

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pares de Gran Bretaña. Sin embargo podíaconjeturarse que no habían olvidado su anti-gua herencia. Y era muy duro que su herederosufriera del mismo modo que cualquier otropretendiente si trataba de obtener de nuevo loque por herencia le pertenecía. No es que élopinara que hubiera de favorecerse semejanteintento. Lo que afirmaba era que un intento se-mejante resultaría venial, y que si el aspiranteno llegaba a declarar la guerra ni a izar unabandera en el reino, su falta debía tomarse concierta indulgencia. Por lo tanto, en su en-mienda proponía que la ley contemplase unaexcepción a favor de cualquier persona que re-clamara el poder soberano para los condes deWindsor.

Raymond no concluyó su intervención sinpintar con colores vivos y brillantes el esplen-dor de un reino en oposición al espíritu comer-cial del republicanismo. Afirmó que todo indi-viduo, amparado bajo la monarquía inglesa,era, como lo era ahora, capaz de alcanzar alto

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rango y poder, con una única excepción, elcargo de máximo gobernante; un rango másalto y más noble del que podía ofrecer unacomunidad timorata y dedicada al trueque.¿Merecía la pena sacrificar tanto para evitarapenas aquella excepción? La naturaleza de lariqueza y la influencia reducía forzosamente lalista de candidatos a unos pocos entre los másricos. Y podía temerse que el mal humor y eldescontento causados por esa lucha que se re-petía cada tres años contrarrestaran las venta-jas objetivas. No puedo dar constancia exactade las palabras y los elegantes giros del len-guaje que daban vigor y convicción a su dis-curso, su ingenio y su gracia. Sus maneras,tímidas al principio, se tornaron firmes, y surostro cambiante se iluminó con un brillosobrenatural. Su voz, variada como la música,causaba, como ésta, el encantamiento dequienes lo escuchaban.

Sería inútil reproducir el debate que siguióa su arenga. Los partidos pronunciaron sus

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discursos, que revistieron la cuestión de jerga yocultaron su simple significado tras un vientode pala-bras tejidas. La moción no fueaprobada. Ryland se retiró presa de unamezcla de cólera y desazón. Y Raymond, feliz yexultante, se retiró a soñar con su futuro reino.

Segunda parte

¿Existe el amor a primera vista? Y, de existir,¿en qué difiere del amor basado en la larga ob-servación y el lento crecimiento? Tal vez susefectos no sean tan permanentes, pero mien-tras duran re-sultan al menos igualmente viol-entos e intensos. Transitamos sin alegría porlos laberintos sin senderos de la sociedad hastaque damos con esa pista que nos conduce alparaíso a través de esa maraña. Nuestra nat-uraleza se oscurece como bajo una antorchaapagada, duerme en la negrura informe hastaque el fuego la alcanza. Es vida de la vida, luzpara la luna y gloria para el sol. ¿Qué

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importancia tiene que el fuego se encienda consílex y acero, que se alimente con esmero hastaconvertirlo en llama, en lenta comunicacióncon la mecha oscura, o que súbitamente elpoder radiante de la luz y su calor se transmit-an desde un poder afín y prendan al instante elfaro y la esperanza? En la fuente más profundade mi corazón, mi pulso se había agitado; a mialrededor, por encima, por debajo, la Memoriase aferraba a mí como un manto que me en-volviera. En ningún momento del tiempo veni-dero me sentiría como me había sentido en elpasado. El espíritu de Idris se hallaba suspen-dido en el aire que respiraba; sus ojos memiraban siempre; su sonrisa recordada cegabami vago mirar y me obligaba a caminar como sitambién yo fuera un espíritu, no por causa deun eclipse, de la oscuridad o el vacío, sino deuna luz nueva y brillante, demasiado reciente,demasiado deslumbrante para mis sentidoshumanos. En cada hoja, en cada pequeña di-visión del universo (como sobre el jacinto en el

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que aparece grabado el « ai »),* el talismán demi existencia aparecía impreso: ¡ella vive! ¡ellaexiste! Todavía no tenía tiempo para analizarmi sentimiento, para ponerme manos a la obray encadenar mi indómita pasión. Todo era unaúnica idea, un único sentimiento, un únicoconocimiento: ¡era mi vida!

Pero la suerte ya estaba echada: Raymondse casaría con Idris. Las alegres campanadasde boda resonaban en mis oídos; oía ya las feli-citaciones de la nación tras el enlace. El ambi-cioso noble se elevaba con veloz vuelo deáguila desde el suelo raso hasta la supremacíareal, hasta el amor de Idris. Y sin embargo, ¡nosería así! Ella no lo amaba. Me había llamadoamigo. Me había sonreído. Y a mí había confi-ado la mayor esperanza de su corazón, el bien-estar de Adrian. Ese recuerdo derretía mi san-gre helada, y una vez más la marea de la vida yel amor fluían impetuosos en mi interior, para

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retirarse de nuevo a medida que mi atribuladamente vacilaba.

El debate terminó a las tres de la mad-rugada. Mi alma se hallaba en gran zozobra.Cruzaba las calles con grandes prisas. A decirverdad, aquella noche estaba loco. El amor, alque he declarado gigante desde su nacimiento,luchaba contra la desesperación. Mi corazón,su campo de batalla, recibía la herida del acerode uno, las lágrimas torrenciales de la otra.Amaneció el nuevo día, que me resultabaodioso. Me retiré a mis aposentos. Me echésobre un sofá y me dormí; ¿dormí realmente?,pues mis pensamientos seguían vivos. El amory la desesperación proseguían su combate y yome consumía en un dolor insufrible.

Desperté medio aturdido. Sentía una fuerteopresión en mi ser, pero no sabía de dóndeprocedía. Accedí, por así decirlo, al cónclave demi cerebro y pregunté a varios ministros delpensamiento allí reunidos: no tardé en re-cordarlo todo. Mis miembros no tardaron en

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temblar bajo el peso del poder que me ator-mentaba. Pronto, demasiado pronto, supe queya era un esclavo.

De pronto, sin anunciarse, lord Raymondentró en mi estancia y, muy alegre, se puso acantar el himno tirolés a la libertad. Me saludócon un elegante movimiento de cabeza y sedesplomó sobre un sofá dispuesto junto a la re-producción de un busto del Apolo deBelvedere. Tras uno o dos comentarios intras-cendentes, a los que respondí parcamente, ex-clamó, mirando la escultura:

–Me haré llamar como ese víctor. No esmala idea. Ese busto me servirá para acuñarnuevas monedas y será un anuncio de mi fu-turo éxito a todos mis sumisos súbditos. –Lodijo en el tono más alegre y benévolo, y sonrió,no desdeñoso, sino como burlándose de símismo. Pero casi de inmediato su semblante seensombreció, y con aquel tono agudo que leera característico, añadió–: Ayer noche libréuna buena batalla, una conquista que las

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llanuras de Grecia no me vieron alcanzar.Ahora soy el hombre más importante delEstado, tema de todas las baladas, objeto dedevoción de todas las ancianas. ¿En qué pien-sas? Tú, que te crees capaz de leer el alma hu-mana, como vuestro lago natal lee todos y cadauno de los pliegues y las cavidades de las coli-nas circundantes, dime qué piensas de mí.¿Aspirante a rey? ¿Ángel? ¿Demonio? ¿Cuál delas dos cosas?

Su tono irónico no convenía a mi corazónacelerado y en ebullición. Su insolencia me es-poleó, y le respondí con amargura.

–Existe un espíritu que no es ni ángel nidemonio y que se ve meramente condenado allimbo. –Palideció al momento y sus labios sincolor temblaron ligeramente. Su ira no logrósino encenderme más, y clavé con decisión misojos en los suyos, que me fulminaban. Depronto los retiró, bajo la vista y creí ver queuna lágrima asomaba a sus oscuras pestañas.Aquella muestra de emoción involuntaria me

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aplacó–. No digo que el tuyo lo sea, mi queridoseñor.

Me interrumpí, algo sorprendido por laagitación que evidenciaba.

–Sí –dijo al fin, poniéndose en pie ymordiéndose el labio, en un intento de disimu-lar su estado–: ¡Ése soy yo! Tú no me conoces,Verney; ni tú ni la audiencia de anoche, ni todaInglaterra sabe nada de mí. Pareciera que aquíestoy, ya rey electo. Esta mano está a punto deaferrarse al cetro. Los nervios de esta frente seanticipan a la imposición de la corona. Pareceque soy pose-edor de la fuerza, el poder, la vic-toria. Erguido como se yergue una columnaque soporta el peso de una cúpula. ¡Y no soysino un junco! Tengo ambición, y la ambiciónpersigue su meta; mis sueños nocturnos sehacen realidad, mis esperanzas de vigilia secumplen. Un reino aguarda mi aceptación, misenemigos son vencidos. Pero aquí dentro –y segolpeó el pecho con fuerza– habita el rebelde,el obstáculo; este corazón que me domina, y

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del que, por más que extraiga de él toda la san-gre, mientras quede en él una débil pulsación,seré esclavo.

Habló con voz entrecortada. Al terminarbajó la cabeza y, ocultándola entre las manos,se echó a llorar. Yo aún estaba recuperándomede mi propia decepción, y sin embargo aquellaescena me llenaba de terror y no me veía capazde detener su arrebato de pasión que, de todosmodos, acabó por remitir. Se echó de nuevo enel sofá y permaneció en silencio, inmóvil. Sólolos cambios de su expresión evidenciaban unprofundo conflicto interior. Al cabo se puso enpie y me habló con su tono de voz habitual.

–El tiempo se nos echa encima, Verney, ydebo irme. Pero no quiero olvidar la razón porla que he venido a verte. ¿Quieres acom-pañarme a Windsor mañana? Mi compañía note va a deshonrar, y éste es seguramente el úl-timo servicio, o flaco favor, que puedes hacer-me. ¿Me concederás lo que te pido?

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Me tendió la mano con gesto casi tímido. Almomento pensé: «sí, seré testigo de la últimaescena del drama». Además su zozobra meconquistó, y un sentimiento de afecto hacia élvolvió a apoderarse de mi corazón. Le pedí queme condujera hasta allí.

–Sí, eso haré –dijo él alegre–; ahora habloyo. Reúnete conmigo mañana a las siete; sédiscreto y leal. Y no tardarás en convertirte enayuda de cámara.

Tras pronunciar aquellas palabras se aus-entó apresuradamente, montó en su caballo y,extendiendo la mano como si pretendiera quese la besara, volvió a despedirse de mí entrerisas. Una vez solo me esforcé por adivinar elmotivo de su petición y prever los acontecimi-entos del día siguiente. Las horas pasabanlentamente. Me dolía la cabeza de tanto pensary la zozobra me atenazaba los nervios. Mesujeté la frente, como si mi mano febril pudi-era servir de alivio al dolor.

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Llegué puntual a la cita al día siguiente, yhallé a lord Raymond esperándome. Subimos asu carruaje y nos dirigimos a Windsor. Yo mehabía aleccionado bien a mí mismo y estabadecidido a no mostrar ningún signo externo dela emoción que agitaba mi interior.

–¡Qué error cometió Ryland –dijo Ray-mond– al pensar que podía derrotarme la otranoche! Habló bien, muy bien, una arenga conla que habría logrado su propósito en mayormedida si me la hubiera dirigido sólo a mí, yno a los necios y mentirosos allí congregados.De haberme encontrado allí yo solo, le habríaescuchado con el deseo de oír sus razones,pero al intentar desbancarme en mi propio ter-ritorio, con mis propias armas, me infundióvalor, y el desenlace fue el que cualquiera hu-biera esperado.

Sonreí incrédulo, antes de responder.

–Yo pienso lo mismo que Ryland y, si así lodeseas, te repetiré todos sus argumentos.

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Veremos hasta qué punto te convencen y cam-bias la visión monárquica por la patriótica.

–La repetición sería inútil –dijo Ray-mond–, pues recuerdo bien los argumentos, ycuento con muchos otros de mi propia co-secha, que hablarían con irrebatiblepersuasión.

No se explicó más ni yo apostillé nada.

Nuestro silencio se prolongó algunas mil-las, hasta que el paisaje, con sus campos abier-tos, sus densos bosques, sus parques, seasomó, agradable, a nuestra vista. Tras variasobservaciones sobre el paisaje y los lugares,Raymond dijo:

–Los filósofos han llamado al hombre «mi-crocosmos de la naturaleza», y en la mente in-terior hallan un reflejo de toda esta maquin-aria que vemos funcionar a nuestro alrededor.Esta teoría ha sido con frecuencia fuente de di-versión para mí, y he pasado más de una horaociosa ejercitando mi ingenio en la búsqueda

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de similitudes. ¿No dice lord Bacon* que «elpaso de la discordancia a la concordancia, queproduce gran dulzura en la música, se da tam-bién en nuestras afecciones, que resultan me-jores tras algún disgusto»? ¡Qué otra cosa sinoun mar es la marea de pasión cuyas fuentes sehallan en nuestra propia naturaleza! Nuestrasvirtudes son arenas movedizas, que con lasaguas sosegadas y bajas se muestran a sí mis-mas. Pero cuando las olas regresan y los vien-tos las abofetean, el pobre diablo que esperabaque fueran duraderas, descubre que se hundenbajo sus pies. Las modas del mundo, sus exi-gencias, educaciones y metas, son los vientosque manejan nuestra voluntad, como las nubesque avanzan todas en la misma dirección. Perocuando surge una tormenta en forma de amor,odio o ambición, el engranaje gira en sentidocontrario e impulsa triunfante el aire que loempuja.

–Y sin embargo –repliqué– la naturalezasiempre aparece ante nuestros ojos con un

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aspecto pasivo, mientras que en el hombre seda un principio activo capaz de gobernar lafortuna y, al menos, de resistir la galerna,hasta que de algún modo logra vencerla.

–Hay más de plausible que de cierto en tudistinción –observó mi acompañante–. ¿Acasonos formamos a nosotros mismos, escogiendonuestras disposiciones y nuestros poderes? Yo,por ejemplo, me siento como un instrumento,con sus cuerdas y sus trastes, pero sin el poderde girar las clavijas o de adaptar mis pensami-entos a una clave más alta o más baja.

–Tal vez otros hombres –apunté– sean me-jores músicos. –No hablo de los demás, sino demí, y soy tan buen ejemplo como cualquierotro. No puedo acoplar mi corazón a unamelodía determinada ni aplicar cambios delib-erados a mi voluntad. Nacemos. No escogemosa nuestros padres ni nuestra posición social.Nos educan otras personas o las circunstanciasdel mundo, y esa formación, al combinarse connuestra disposición innata, es el suelo en el

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que crecen nuestros deseos, pasiones ymotivos.

–Hay mucha razón en lo que dices–admití–. Y sin embargo nadie actúa segúnesa teoría. ¿Quién, al tomar una decisión, dice:«Así lo escojo porque lo necesito»? ¿Acaso, porel contrario, no siente en su interior un librealbedrío que, aunque pueda considerarse falaz,lo mueve a actuar mientras toma la decisión?

–Exacto –dijo Raymond–, otro eslabón dela cadena. Si yo fuera ahora a cometer un actoque aniquilara mis esperanzas, que apartara elmanto real de mis miembros mortales para ve-stirlo con las fibras más vulgares, ¿crees tú queactuaría movido por mi libre albedrío?

Mientras así conversábamos, percibí queno nos dirigíamos a Windsor por el camino ha-bitual, sino a través de Englefield Green, endirección a Bishopgate Heath. Empecé a so-spechar que Idris no era el objeto de nuestroviaje, sino que me llevaba a presenciar la

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escena que decidiría el destino de Raymond yPerdita. Sin duda Raymond había vaciladodurante el trayecto, y la duda seguía marcadaen todos y cada uno de sus gestos cuando nosacercamos a la casa de mi hermana. Yo lo ob-servaba con curiosidad, decidido, si su vacila-ción se prolongaba, a ayudar a Perdita a sobre-ponerse, a enseñarle a desdeñar el poderosoamor que sentía por alguien que dudaba entreposeer una corona y poseerla a ella, cuya ex-celencia y afecto trascendía el valor de todo unreino.

La hallamos en su saloncito salpicado deflores. Leía en el periódico la noticia sobre eldebate parlamentario, y al parecer el resultadola había sumido en la desesperanza. El senti-miento se dibujaba en sus ojos hundidos y ensu apatía. Una nube ocultaba su belleza y susfrecuentes suspiros eran señal de su inquietud.Aquella visión tuvo en Raymond un efecto in-mediato: la ternura iluminó sus ojos y el rem-ordimiento revistió sus maneras de fran-queza

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y verdad. Se sentó junto a ella y, quitándole elperiódico de las manos, le dijo:

–Mi dulce Perdita no debe leer ni una pa-labra más de esa contienda de necios y de lo-cos. No permitiré que se informe del alcancede mi engaño, no fuera a despreciarme;aunque, créame, el deseo de aparecer ante us-ted no derrotado, sin victorioso, me inspiródurante mi guerra de palabras.

Perdita lo miró asombrada. La expresión desu semblante brilló con dulzura un instante.Pero un pensamiento amargo nubló su alegría;clavó la vista en el suelo, tratando de controlarlas lágrimas que amenazaban con desbordarla.Raymond seguía hablándole.

–No pienso representar un papel con usted,querida niña, ni pretendo aparecer más quecomo lo que soy, un ser débil e indigno quesirve para despertar más su desprecio que suamor. Y sin embargo usted me ama. Siento y séque es así, y por tanto mantengo mis más

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nobles esperanzas. Si la guiara el orgullo, o in-cluso la razón, debería rechazarme. Hágalo, sisu corazón puro, incapaz de soportar mi incon-stancia, rechaza someterse a la bajeza del mío.Aléjese de mí si quiere, si puede. Si su alma en-tera no la empuja a perdonarme, si todo sucorazón no abre de par en par sus puertas paraadmitirme hasta lo más profundo de él,abandóneme, no vuelva a hablar nunca másconmigo. Yo, aunque he pecado contra ustedsin remisión, también soy orgulloso. No debehaber reserva en su perdón ni reticencia en elregalo de su afecto.

Perdita bajó la vista, confusa pero compla-cida. Mi presencia la incomodaba tanto que nose atrevía a girarse para mirar a los ojos de suamado ni a confirmar con palabras el afectoque le tenía. El rubor cubría sus mejillas y suaire desconsolado se convirtió en una expre-siva y profunda dicha. Raymond le rodeó lacintura con el brazo y prosiguió.

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–No niego que he dudado entre usted y lamás alta esperanza que los mortales pueden al-bergar. Pero ya no dudo más. Tómeme,moldéeme a su antojo, posea mi corazón y mialma para la eternidad. Si se niega a contribuira mi felicidad, abandono Inglaterra esta mismanoche y jamás volveré a pisarla.

–Lionel, también usted lo ha oído. Sea mitestigo. Persuada a su hermana para que per-done la herida que le he infligido. Persuádalapara que sea mía.

–No me hace falta más persuasión –pro-nunció Perdita, ruborizada– que la de susqueridas promesas y la de mi corazón, más quepredispuesto, que me susurra que sonverdaderas.

Aquella misma tarde los tres paseamos jun-tos por el bosque y, con la locuacidad que laalegría inspira, me relataron con detalles lahistoria de su amor. Me divertía ver al altivoRaymond y a la reservada Perdita convertidos,

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por obra del amor, en niños parlanchines ycontentos, perdida en ambos casos su caracter-ística prudencia gracias a la plenitud de su di-cha. Hacía una o dos noches, lord Raymond,con el gesto compungido y el corazón oprimidopor los pensamientos, había dedicado todassus energías a silenciar o persuadir a los legis-ladores de Inglaterra de que el cetro no era unacarga demasiado pesada para sostenerla élentre sus manos, mientras visiones de domin-io, guerra y triunfo flotaban ante él. Ahora,juguetón como el niño travieso que se mueveante la mirada comprensiva de su madre, lasesperanzas de su ambición se completabancuando acercaba a sus labios la mano blanca ydiminuta de Perdita. Ella, por su parte, radi-ante de felicidad, contemplaba el estanque in-móvil no para ver en él su reflejo, sino para re-crearse con delicia en la visión de su amadojunto a ella, unidos por primera vez en her-mosa conjunción.

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Me alejé de ellos. Si el rapto de una uniónconfirmada les pertenecía a los dos, yo dis-frutaba de una esperanza restaurada. Pensabaen los torreones regios de Windsor: «Altos sonlos muros y fuertes las barreras que me sep-aran de mi Estrella de Belleza. Pero no impas-ibles. Ella no será de él. Mora unos años másen tu jardín nativo, dulce flor, hasta que yo,con el tiempo y el esfuerzo, adquiera elderecho de reunirme contigo. ¡No desesperesni me hundas a mí en la desesperación! ¿Quédebo hacer? En primer lugar, ir en busca deAdrian y lograr que se reúna con ella. La pa-ciencia, la dulzura y un afecto constante losacarán de su locura, si es cierto que la sufre,tal como afirma Raymond. Y si su confinami-ento es injusto, la energía y el valor lorescatarán.»

Una vez los enamorados acudieron a mi en-cuentro, cenamos juntos en el salón. En verdadse trató de una cena de cuento de hadas, puesaunque en el aire flotaban los perfumes del

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vino y las frutas, ninguno de nosotros probóbocado ni bebió, e incluso la belleza de lanoche pasó inadvertida. Su éxtasis no podíanaumentarlo objetos externos, y yo me veía en-vuelto en mis ensoñaciones. Hacia la medi-anoche, Raymond y yo nos despedimos de mihermana para regresar a la ciudad. Él era todoalegría. De sus labios brotaban fragmentos decanciones, y todos los pensamientos de sumente, todos los objetos que nos rodeaban,brillaban bajo el sol de su dicha. A mí me acusóde melancólico, malhumorado y envidioso.

–En absoluto –le respondí–, aunque con-fieso que mis pensamientos no me resultan tangratos como a ti los tuyos. Me prometiste facil-itar mi visita a Adrian. Ahora te insto a cumplircon tu promesa. No puedo demorarme aquí.Ansío aliviar, tal vez curar, la dolencia de miprimer y mejor amigo. Debo partir de inmedi-ato para Dunkeld.

–Tú, ave nocturna –replicó Raymond–,qué eclipse arrojas sobre mis alegres

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pensamientos que me obliga a recordar esa ru-ina melancólica que se alza en medio de la des-olación mental, más irreparable que un frag-mento de columna labrada que yace sobre uncampo, cubierta por la hierba. ¿Sueñas concurarlo? Dédalo nunca tejió un error más inex-tricable alrededor del Minotauro que el que lalocura ha tejido alrededor de su razón encarce-lada. Ni tú ni ningún otro Teseo puede salir dellaberinto del que tal vez alguna Ariadna crueltenga la clave.

–Ha aludido a Evadne Zaimi. ¡Pero no seencuentra en Ingla-terra!

–Y aunque aquí se hallara –dijo Ray-mond–, no le recomendaría que lo viera. Esmejor marchitarse en el delirio absoluto queser víctima de la sinrazón metódica de unamor no correspondido. Tal vez la duración desu enfermedad haya borrado de su mente todovestigio de la griega. Y es muy posible que novuelva a grabarse en ella. Lo hallarás enDunkeld. Amable y tratable, vaga por las

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colinas y los bosques o se sienta a escucharjunto a alguna cascada. Tal vez lo veas –el peloadornado con flores silvestres–, los ojos llenosde significados incomprensibles, la voz rota, supersona malgastada y convertida en sombra.Recoge flores y plantas y teje con ellas guirnal-das, o hace navegar hojas secas y ramas por losarroyos, y se alegra cuando flotan, y lloracuando naufragan. El mero recuerdo de todoello casi me enerva. ¡Por los cielos! Las primer-as lágrimas que he derramado desde que eraniño brotaron a mis ojos cuando lo vi.

Este último relato no hizo sino espolear mideseo de visitarlo. Mi única duda era si debíatratar de ver a Idris antes de mi partida. Y miduda se resolvió al día siguiente. A primerahora de la mañana Raymond vino a verme. Lehabían llegado noticias de que Adrian se en-contraba gravemente enfermo, y parecía im-posible que sus mermadas fuerzas fueran apermitirle la recuperación.

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–Mañana –me dijo– su madre y hermanaviajarán a Escocia para verle una vez más.

–Y yo parto hoy mismo –exclamé–. Ahoramismo contrataré un globo y estaré allí encuarenta y ocho horas a más tardar, tal vezmenos si el viento es favorable. Adiós, Ray-mond. Alégrate de haber escogido la mejorparte de la vida. Este vuelco de la fortuna meresucita. Yo temía la locura, no la enfermedad.Presiento que Adrian no va a morir, tal vez sudolencia sea una crisis y se recupere.

Todo se alió a mi favor durante el viaje. Elglobo se elevó una media milla por encima dela tierra e, impulsado por el viento, navegó porel aire, sus aspas recubiertas de plumas surc-ando la atmósfera propicia. A pesar del motivomelancólico de mi viaje, me sentía elevado poruna creciente esperanza, por el avance velozdel vehículo aéreo, por la balsámica visita delsol. El piloto apenas movía el timón plumado,y el fino mecanismo de las alas, del tododesplegadas, emitía un murmullo suave y

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sedante. Abajo se distinguían llanuras y coli-nas mientras nosotros, sin resistencias, avan-zábamos seguros y rápidos, como el cisne sil-vestre en su migración primaveral. La máquinaobedecía el menor movimiento del timón y,con el viento constante, no había impedimentoninguno a nuestro avance. Tal es el poder delhombre sobre los elementos; un poder larga-mente perseguido y al fin alcanzado; y sin em-bargo ya anticipado en tiempos remotos por elpríncipe de los poetas, cuyos versos citaba yopara asombro de mi piloto cuando le revelé lossiglos que llevaban escritos:

Oh, ingenio humano, capaz de muchosmales inventar.Buscas extrañas artes: quién había depensarque harías como a un ave ligeraa un hombre pesado volary su camino por cielos despejadosencontrar.*

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Aterricé en Perth. Y aunque me sentía muyfatigado por la exposición continuada al aire,no quise descansar, sino que cambié un mediode transporte por otro. Seguí por tierra lo quehabía iniciado por el aire y me dirigí aDunkeld. Amanecía cuando llegué al pie de lascolinas. Tras la revolución de las eras, la colinade Birnam volvía a estar cubierta de vegetaciónjoven, mientras que algunos pinos más viejos,plantados a principios del siglo xix por elduque de Athol, conferían solemnidad ybelleza al paisaje. El sol naciente tiñó primerolas copas de los árboles. Y mi mente, que miinfancia transcurrida en las montañas habíavuelto sensible a las gracias de la naturaleza, yahora a punto de reunirse con mi amado y talvez agonizante amigo, se conmovió al mo-mento con la visión de aquellos rayos dis-tantes: sin duda eran un buen presagio, y comotal los contemplaba; buenos presagios paraAdrian, de cuya vida dependía mi felicidad.

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¡Pobre compañero mío! Tendido en el lechode su enfermedad, las mejillas encendidas porel rubor de la fiebre, los ojos entrecerrados, larespiración inconstante y difícil. Y sin embargose me hizo menos difícil verlo así que hallarlosatisfaciendo ininterrumpidamente las fun-ciones animales, con la mente enferma. Me in-stalé junto a su cama y ya no lo abandoné ni dedía ni de noche. Tarea amarga la de contem-plar como su espíritu se debatía entre la vida yla muerte; sentir sus mejillas ardientes y saberque el fuego que las abrasaba con fiereza era elmismo que consumía su fuerza vital; oír loslamentos de su voz, que tal vez no volviera aarticular palabras de amor y sabiduría; sertestigo de los movimientos inútiles de susmiembros, que tal vez pronto acabaran envuel-tos en su mortaja. Y así, durante tres días y tresnoches fue consumiéndome la fatiga que eldestino había puesto en mi camino, y de tantosufrir y tanto observar mi aspecto empeoró, yyo mismo parecía un espectro. Al fin,

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transcurrido ese tiempo, Adrian entreabrió losojos y miró como si volviera a la vida. Pálido ymuy débil, la inminente convalecencia suav-izaba la rigidez de sus facciones. Supo quiénera yo. ¡Qué copa rebosante de dichosa agoníafue contemplar su rostro iluminado por aqueldestello de reconocimiento, sentir que se afer-raba a mi mano, ahora más febril que la suya,oír que pronunciaba mi nombre! En él noquedaba ni rastro de locura para teñir de pesarmi alegría.

Esa misma tarde llegaron su madre y suhermana. La condesa de Windsor era por nat-uraleza una mujer llena de sentimientos y en-ergía, pero a lo largo de su vida apenas habíapermitido que las emociones concentradas desu corazón asomaran a su rostro. La estudiadainmovilidad de su semblante, sus maneraslentas e inmutables, su voz suave pero pocomelodiosa, eran una máscara que ocultaba suspasiones desbocadas y la impaciencia de sucarácter. No se parecía en nada a sus dos hijos.

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Sus ojos negros y centelleantes, iluminadospor el orgullo, diferían en todo de los de Adri-an e Idris, que eran azules, de expresión francay benévola. Había algo aristocrático y majestu-oso en su porte, pero nada persuasivo, nadaamigable. Alta, delgada y severa, su rostro aúnelegante, su pelo negro azabache apenassalpicado de gris, su frente arqueada y her-mosa, las cejas algo despobladas, era imposibleno sentirse impresionado por ella, temerlacasi. Idris parecía el único ser capaz de resistira su madre, a pesar de la extrema dulzura desu disposición. Pero había en ella cierto arrojoy fran-queza que revelaba que no arrebataría lalibertad de nadie y que defendería la suyapropia como algo sagrado e inexpugnable.

La condesa no contempló con indulgenciami cuerpo fatigado, aunque más tarde agrade-ció fríamente mis atenciones. No así Idris,cuya primera mirada fue para su hermano. Letomó la mano, le besó los párpados y permane-ció junto a él mirándolo con compasión y

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amor. Sus ojos se bañaron de lágrimas cuandome dio las gracias, y la hermosura de su gesto,lejos de disminuir, aumentó con su fervor, quela llevaba casi a tartamudear mien-tras hab-laba. Su madre, toda ojos y oídos, no tardó eninterrumpirnos. Y yo vi que deseaba echarmediscretamente, como a alguien cuyos servicios,ahora que los familiares habían llegado, ya noeran de utilidad a su hijo. Me sentía exhausto yenfermo, pero decidido a no abandonar mipuesto, aunque dudaba sobre cómo mantener-me en él. Y entonces Adrian pronunció minombre y, cogiéndome de la mano, me rogóque no me ausentara. Su madre, en aparienciadistraída, comprendió al instante lo que pre-tendía, y viendo el poder que teníamos sobreella, nos concedió el punto.

Los días que siguieron estuvieron llenos dedolor para mí, tanto que en ocasiones lamenténo haber cedido de inmediato a las preten-siones de la altiva dama, que escrutaba todosmis movimientos y convertía la dulce tarea de

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cuidar de mi amigo en una irritante agonía.Jamás he visto a una mujer tan determinadacomo la condesa de Windsor. Sus pasioneshabían sometido a sus apetitos e incluso a susnecesidades naturales. Dormía poco y apenascomía. Era evidente que contemplaba su pro-pio cuerpo como una mera máquina cuya sa-lud requería para el cumplimiento de susplanes, pero cuyos sentidos no participaban desu diversión. Hay algo temible en quien con-quista de ese modo la parte animal de su nat-uraleza cuando la victoria no es resultado deuna virtud consumada. No sin algo de esetemor contemplaba yo la figura de la condesa,despierta cuando los demás dormían, ayun-ando cuando yo, frugal en condiciones nor-males, atacado por la fiebre que se cebaba enmí, me veía obligado a ingerir alimentos. Ellase mostraba decidida a impedir o dificultar entodo momento mi influencia sobre sus hijos yobstaculizaba mis planes con una determ-inación callada, seca y testaruda que no

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parecía propia de un ser de carne y hueso. Alfin parecía haberse declarado la guerra entrenosotros. Libramos muchas batallas soterradasen las que no mediaban palabras y apenas nosmirábamos, pero en las que los dos pre-tendíamos someter al otro. La condesa contabacon la ventaja de su posición, de modo que yoera derrotado, aunque no sometido.

Mi corazón enfermó. Mi rostro se teñía conlos tonos de mi malestar y mi vejación. Adriane Idris se percataban de ello. Me instaban a re-posar y a cuidarme, pero yo les respondía contoda sinceridad que mi mejor medicina eransus buenos deseos, así como la feliz convale-cencia de mi amigo, que mejoraba día a día. Elcolor regresaba tímidamente a sus mejillas. Lapalidez cenicienta que amenazaba con matarloabandonaba su frente y sus labios. Tales eranlas recompensas de mis infatigables aten-ciones, y el cielo, pródigo, añadía un premiomás si me concedía también las gracias y lassonrisas de Idris.

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Tras un lapso de varias semanas abando-namos Dunkeld. Idris y su madre regresarondirectamente a Windsor, mientras que Adriany yo emprendimos el viaje con más calma, real-izando frecuentes paradas debido a la debilid-ad de su estado. Mientras recorríamos los dis-tintos condados de la fértil Inglaterra, todo ad-optaba un aspecto novedoso a ojos de miacompañante, tras tanto tiempo apartado, porcausa de su enfermedad, de los placeres delclima y el paisaje. Atrás quedaban pueblos bul-liciosos y llanuras cultivadas. Los granjeros re-cogían sus cosechas y las mu-jeres y los niños,ocupados en tareas rústicas más livianas,formaban grupos de personas felices y salud-ables, cuya mera visión llenaba de alegríanuestros corazones. Un atardecer, tras aban-donar nuestra posada, paseamos por un cam-ino umbrío y ascendimos una loma cubiertapor la hierba, hasta alcanzar la cima, desde laque se divisaba una vista de valles y colinas,ríos sinuosos, densos bosques y aldeas

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iluminadas. El sol se ponía y las nubes, quesurcaban el cielo como ovejas recién esquila-das, recibían el tono dorado de los rayos delocaso. Las tierras altas, más lejanas, captabanaún la luz, y el rumor ajetreado de la nochellegaba hasta nuestros oídos, unificado por ladistancia. Adrian, que sentía que el nuevofrescor de su salud recobrada inundaba su es-píritu, unió las manos, dichoso, y exclamó conarrobo:

–¡Oh, tierra feliz! ¡Oh, habitantes felices dela tierra! ¡Un gran palacio ha construido Diospara vosotros! ¡Oh, hombre! ¡Digno eres de tumorada! Contempla el verdor de la alfombraque se extiende a tus pies y el palio azul sobretu cabeza. Los campos de la tierra que crean ynutren las cosas, el sendero de cielo que locontiene y lo engarza todo. Y ahora, en estahora del crepúsculo, en este momento propiciopara el reposo y la reflexión, parece que todoslos corazones respiran un himno de amor yagradecimiento, y nosotros, como sacerdotes

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antiguos en lo alto de las colinas, damos voz asu sentimiento.

»Sin duda el poder más bondadoso erigió lamajestuosa construcción que habitamos y re-dactó las leyes por las que se rige. Si la meraexistencia, y no la felicidad, hubiera sido el finúltimo de nuestro ser, ¿qué necesidad habríahabido de crear los profusos lujos de quegozamos? ¿Por qué nuestra morada habría deser tan encantadora, y por qué los instintosnaturales habrían de depararnos sensacionesplacenteras? El mero sostén de nuestra ma-quinaria animal se nos hace agradable. Ynuestro sustento, las frutas de los campos, sepintan de tonalidades trascendentes, se im-pregnan de olores gratos y resultan deliciosas anuestro gusto. ¿Por qué habría de ser así si élno fuera bueno? Necesitamos casas paraguarecernos de los elementos, y ahí están losmateriales que se nos proporcionan; la grancantidad de árboles con el adorno de sus hojas.Y las rocas que se apilan sobre las llanuras

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confieren variedad a la tarea con su agradableirregularidad.

»Nosotros no somos meramente objetos,receptáculos del Espíritu del Bien. Fijémonosen la mente del hombre, donde la sabiduría re-ina en su trono; donde la imaginación, pintora,toma asiento, con su pincel impregnado de un-os colores más hermosos que los del atardecer,adornando la vida que le es conocida con tonosbrillantes. ¡Qué noble es la imaginación, dignade quien nos la entrega! Extrae de la realidadlos tonos más oscuros. Envuelve todopensamiento y sensación en un velo radiante, ycon una mano de belleza nos conduce desdelos mares estériles de la vida hasta susjardines, sus pérgolas y sus prados de dicha. ¿Yno es acaso el amor un regalo divino? El amory su hija, la Esperanza, que puede infundirriqueza a la pobreza, fuerza a la debilidad y fe-licidad al sufrimiento.

»Mi sino no ha sido afortunado. He de-partido largamente con la tristeza, me he

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internado en el laberinto tenebroso de la lo-cura y he resurgido, aunque sólo medio vivo. Yaun así doy gracias a Dios por haber vivido; ledoy las gracias por haber visto los cambios desu día; por poder contemplar su trono, que esel cielo, y la tierra, que es su sede; por podercontemplar el sol, fuente de luz, y la dulce lunaviajera; por haber visto el fuego que mana delas flores del cielo y las estrellas floreadas de latierra; por haber presenciado la siembra y lacosecha; me alegro de haber amado y de haberconocido la comprensión de mis congéneres enla alegría y en la pena; me alegro de sentirahora el torrente de ideas que recorren mimente como la sangre recorre las articula-ciones de mi cuerpo. La mera existencia es unplacer y yo le doy gracias a Dios por estar vivo.

»Y vosotras, criaturas todas de la madretierra, ¿no repetís mis palabras? Vosotras quevivís unidas por los lazos afectivos de la nat-uraleza; ¡compañeros, amigos, amantes!Padres que trabajáis alegres para vuestros

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retoños; mujeres que al contemplar las formasvivas de vuestros hijos olvidáis los dolores dela maternidad; niños que no trabajáis ni os es-forzáis, sino que amáis y sois amados.

»Oh, que la muerte y el odio sean desterra-dos de nuestro hogar en la tierra. Que el odio,la tiranía y el miedo no hallen refugio en elcorazón humano. Que todos los hombres en-cuentren un hermano en su prójimo y un nidode reposo en las vastas llanuras de su herencia.Que se seque la fuente de las lágrimas y que loslabios no vuelvan a formar expresiones de dol-or. Así dormidos bajo el ojo benevolente de loscielos, ¿puede el mal visitarte, oh, tierra? ¿O eldolor mecer en sus tumbas a tus desdichadoshijos? Susurremos que no, y que los demonioslo oigan y se regocijen. La decisión es nuestra.Si lo deseamos, nuestra morada se convertiráen paraíso. Pues la voluntad del hombre esomnipotente, esquiva las flechas de la muerte,alivia el lecho de la enfermedad, seca las lágri-mas de la agonía. ¿Y qué vale cada ser

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humano, si no aporta sus fuerzas para ayudar asu prójimo? Mi alma es una chispa menguante,mi naturaleza frágil como una ola tras romper.Pero dedico todo mi intelecto y la fuerza queme queda a una única misión y asumo la tarea,mientras pueda, de llenar de bendiciones a miscongéneres.

Con voz temblorosa, mirando al cielo, lasmanos entrelazadas, algo encorvado como porel peso excesivo de su emoción, el espíritu de lavida parecía pervivir en su persona, como unallama moribunda, en un altar, parpadea en lasbrasas de un sacrificio aceptado.

Footnotes

*En griego ai significa «¡ay!». (N. del T.)

*Francis Bacon, Sylva Sylvarum , 1627. (N. del T.)

*De The Tale of Daedalus («La historia de Dédalo»), er-

róneamente atribuida a William Shakespeare hasta

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mediados del siglo xix , escrita en realidad por Thomas

Heywood. (N. del T.)

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Capítulo V

Cuando llegamos a Windsor supe que Ray-mond y Perdita habían partido rumbo aEuropa. Tomé posesión de la casa de campo demi hermana, feliz por poder ver desde allí elcastillo de Windsor. Resulta curioso que en esaépoca, cuando por el matrimonio de mi her-mana había entroncado con una de las perso-nas más ricas de Inglaterra y me unía una ín-tima amistad con su noble más destacado, mehallara en la más grave situación de pobrezaque he experimentado jamás. Mi conocimientode los principios de lord Raymond me hubieraimpedido recurrir a él por difíciles que hubier-an sido mis circunstancias. Y en vano me re-petía a mí mismo que Adrian acudiría en miayuda si se lo pedía, pues su monedero estabaabierto para mí y, hermanos del alma comoéramos, también debíamos compartir nuestrasfortunas. Porque, mientras siguiera a su lado,

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jamás podría pensar en su abundancia comoremedio a mi pobreza. Así, rechazaba al puntotodos sus ofrecimientos de ayuda y le mentía alasegurarle que no la necesitaba. ¿Cómo iba adecirle a ese ser generoso: «Mantenme ocioso.Tú, que has dedicado los poderes de tu mente ytu fortuna al beneficio de tu especie, errarás entu empeño hasta el punto de apoyar en suinutilidad a los fuertes, sanos y capaces?»

Tampoco me atrevía a pedirle que recurri-era a su influencia para ayudarme a obtener al-gún puesto honorable, pues en ese caso me hu-biera visto obligado a abandonar Windsor.Merodeaba siempre en torno a sus muros, vag-aba a la sombra de sus matorrales. Mis únicoscompañeros eran mis libros y mis pensamien-tos amorosos. Estudiaba la sabiduría de los an-tiguos y contemplaba los muros felices tras losque se hallaba mi amada. Mi mente, sin em-bargo, seguía ociosa. Yo la llenaba con lapoesía de épocas antiguas; estudiaba la

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metafísica de Platón y de Berkeley; leía las his-torias de Grecia y Roma, así como la de losperiodos anteriores de Inglaterra, y observabalos movimientos de la señora de mi corazón.De noche distinguía su sombra en las paredesde sus aposentos; de día la divisaba en sujardín o montando a caballo en el parque consus acompañantes habituales. Creía que el en-cantamiento se rompería si me veían, perohasta mí llegaba la música de su voz, y me sen-tía feliz. Ponía su rostro, su belleza y susinigualables excelencias a todas las heroínassobre las que leía; a Antígona cuando guiaba aEdipo, ciego, hasta el recinto sagrado de lasEuménides, y cuando celebraba el funeral porPolinices; a Miranda en la cueva solitaria dePróspero; a Haidee, en las arenas de la isla jón-ica. El exceso de devoción pasional me hacíaperder el juicio, pero el orgullo, indómito comoel juego, formaba parte de mi naturaleza, y meimpedía ponerme en evidencia con palabras omiradas.

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Por entonces, mientras me deleitaba deaquel modo con esos ricos ágapes mentales,hasta un campesino hubiera desdeñado mi es-casísimo alimento, que en ocasiones robaba alas ardillas del bosque. Admito que a menudome vi tentado de recurrir a las travesuras de miinfancia para abatir a los faisanes casi domest-icados que poblaban los árboles y posaban susojos en mí. Pero eran propiedad de Adrian yestaban protegidos por Idris. Y así, aunque miimaginación, aguzada por las privaciones, mellevaba a pensar que más servicio harían asán-dose en mi cocina que convirtiéndose en hojasdel bosque

sin embargoreprimí mi altiva voluntady no comí.*

Me alimentaba de sentimientos y soñaba envano con «esos dulces pedazos» que no logra-ba durante la vigilia.

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Pero en esa época todo el plan de mi exist-encia estaba a punto de cambiar. Hijo huér-fano de Verney, me hallaba muy próximo aunirme al engranaje de la sociedad colgado deuna cadena de oro, de acceder a todos losdeberes y afecciones de la vida. Los milagrosiban a obrarse a mi favor, y la maquinaria de lavida social, con gran esfuerzo, empezaría a gir-ar en sentido inverso. Atiende, ¡oh, lector!,mientras te relato este cuento de maravillas.

Un día, mientras Adrian e Idris estabancabalgando por el bosque, en compañía de sumadre y de los habituales, Idris, llevándoseconsigo a Adrian aparte y haciéndose acom-pañar por él durante el resto del paseo, le pre-guntó de pronto:

–¿Y qué ha sido de tu amigo, LionelVerney?

–Desde este mismo lugar donde nos encon-tramos veo su casa. –¿De veras? ¿Y por qué, si

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está tan cerca, no viene a vernos y frecuentanuestro círculo de amigos?

–Yo lo visito con frecuencia –le informóAdrian–. Pero no te costará adivinar losmotivos que lo mantienen alejado del lugar enque su presencia podría disgustar a alguno denosotros.

–Los adivino –dijo Idris–, y, siendo los queson, no me atrevería a combatirlos. Dime, contodo, ¿en qué ocupa su tiempo? ¿Qué hace y enqué piensa en el retiro de su casa?

–No lo sé, hermana mía –respondió Adri-an–, me preguntas más de lo que puedo re-sponderte. Pero si sientes interés por él, ¿porqué no vas a visitarlo? Él se sentirá muy hon-rado, y de ese modo podrás devolverle parte dela deuda que contraje con él, y le compensaráspor las heridas que la fortuna le ha infligido.

–Te acompañaré a su morada con gran pla-cer –dijo la dama–, aunque no pretendo saldarcon mi visita la deuda que con él tenemos,

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pues, siendo ésta nada menos que tu vida, nopodríamos cancelarla nunca. Pero vayamos.Mañana saldremos a cabalgar juntos y, acer-cándonos a esa parte del bosque, le haremosuna visita.

Así, la tarde siguiente, a pesar de que elcambiante otoño había traído frío y lluvia,Adrian e Idris se llegaron hasta mi casa. Mehallaron como a Curio Dentato, cenandofrugalmente, aunque los regalos que me ll-evaron excedían los sobornos de oro de lossabinos; además, yo no podía rechazar elvalioso cargamento de amistad y delicia queme proporcionaron. Sin duda los gloriososgemelos de Latona no fueron mejor recibidosen la infancia del mundo, cuando fueron alum-brados para embellecer e iluminar este«promontorio estéril», que aquella encanta-dora pareja cuando se asomó a mi humildemorada y a mi alegre corazón. Conversamos deasuntos ajenos a las emociones que claramentenos ocupaban, pero los tres adivinábamos los

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pensamientos de los demás, y aunque nuestrasvoces hablaban de cosas indiferentes, nuestrosojos, con su lenguaje mudo, contaban mil his-torias que nuestros labios no habrían podidopronunciar.

Se despidieron de mí al cabo de una hora.Yo quedé contento, indescriptiblemente feliz.Los sonidos de la lengua humana no hacíanfalta para contar la historia de mi éxtasis. Idrisme ha visitado. He de volver a verla... Mi ima-ginación no se apartaba de la plenitud de esaidea. Mis pies no tocaban el suelo. No habíaduda, temor o esperanza que me perturbaran.Mi alma rozaba la dicha absoluta, satisfecha,colmada, beatífica.

Durante muchos días Adrian e Idrissiguieron visitándome y, en el transcurso denuestros encuentros felices, el amor, dis-frazado de amistad entusiasta, nos infundíamás y más su espíritu omnipotente. Idris losentía. Sí, divinidad del mundo, yo leía tus ca-racteres en sus miradas y gestos; oía tu voz

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melodiosa resonar en la suya... Nos preparasteun sendero mullido y floreado adornado porpensamientos amables. Tu nombre, oh Amor,no se pronunciaba, pero te alzabas como elGenio de la Hora, velado, y sería tal vez eltiempo, y no la mano humana, el que retirarael telón. No había órganos de sonidos armóni-cos que proclamaran la unión de nuestroscorazones, pues las circunstancias externas nonos daban oportunidad de expresar lo queacudía a nuestros labios.

¡Oh, pluma mía! Apresúrate a escribir loque fue, antes de que el pensamiento de lo quees detenga la mano que te guía. Si alzo la vistay veo la tierra desierta, y siento que esos ama-dos ojos han perdido su brillo, y que esos her-mosos labios callan, sus «hojas carmesíes»*

marchitas, enmudezco para siempre.

Pero tú vives, mi Idris, ahora mismo temueves ante mí. Había un prado, oh lector, unclaro en el bosque. Los árboles, al retirarse,habían creado una extensión de terciopelo que

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era como un templo del amor. El plateadoTámesis lo bordeaba por uno de sus lados, y unsauce, inclinándose, hundía en el agua sus ca-bellos de náyade, alborotados por la manociega del viento. Los robles que allí se alzabaneran morada de los ruiseñores... Allí mismo meencuentro ahora; Idris, en el esplendor de sujuventud, se halla a mi lado... Recuerda, tengoapenas veintidós años y sólo diecisieteprimaveras han rozado a la amada de micorazón. El río, crecido por las lluvias otoñales,ha inundado las tierras bajas, y Adrian, en subarca favorita, se ocupa en el peligroso pasa-tiempo de arrancar la rama más alta de unroble sumergido bajo las aguas. ¿Estás tancansado de la vida, Adrian, que así juegas conel peligro?

Ya había obtenido su premio y guiaba elbote sobre la tierra inundada. Nuestros ojostemerosos se clavaban en él, pero la corrientelo arrastraba, alejándolo. Tuvo que amarrarlo

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río abajo y regresar recorriendo una distanciaconsiderable.

–¡Está a salvo! –exclamó Idris al ver que al-canzaba la orilla de un salto y agitaba la ramasobre su cabeza como prueba del éxito de suhazaña–. Le esperaremos aquí.

Estábamos solos, juntos. El sol se habíapuesto. Los ruiseñores iniciaban sus cantos. Laestrella vespertina brillaba, destacada entre lafranja de luz que todavía iluminaba porponiente. Los ojos azules de mi niña angelicalse clavaban en aquel dulce emblema de ellamisma.

–Cómo titila la luz –dijo–, que es la vida dela estrella. Su brillo vacilante parece decirnosque su estado, como el de los que habitamos latierra, es inconstante y frágil. Se diría que ellatambién teme y ama.

–No contemples la estrella, querida y gen-erosa amiga –exclamé yo–. No hagas lecturassobre el amor en sus rayos temblorosos. No

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observes mundos lejanos. No hables de lamera imaginación de un sentimiento. Llevomucho tiempo en silencio, tanto tiempo que hellegado a enfermar por tener que callar lo quedeseaba decirte, y entregarte mi alma, mi vida,todo mi ser. No contemples la estrella, amorquerido, o hazlo, sí, y deja que esa chispaeterna te suplique en mi nombre. Que ella seami testigo y mi defensa, en el silencio de subrillo; el amor es para mí como la luz de esaestrella: pues mientras siga brillando, no ec-lipsada por la aniquilación, yo seguiréamándote.

Velada para siempre a la mirada marchitadel mundo ha de quedar la emoción de ese mo-mento. Todavía siento su gracioso perfilapretado contra mi corazón acongojado. To-davía mi vista, mi pulso y mi aliento se es-tremecen y flaquean con el recuerdo de eseprimer beso. Lentamente, en silencio, fuimosal encuentro de Adrian, al que oíamosacercarse.

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Convencí a mi amigo para que viniera averme una vez hubiera dejado a su hermana encasa. Y esa misma noche, mientraspaseábamos por los senderos del bosque, ilu-minados por la luna, le confié lo que oprimíami corazón, sus emociones y esperanzas. Dur-ante un momento pareció alterado.

–Debí haberlo supuesto –dijo–. Cuántasdificultades surgirán. Perdóname, Lionel, y note extrañes si te digo que la contienda que,imagino, iniciará mi madre, me desagrada. Enlo demás, confieso con agrado que, al confiar ami hermana a tu protección, se cumple lo queyo más esperaba ver cumplido. Por si aún no losabías, pronto descubrirás el odio profundoque mi madre siente por el nombre de Verney.Hablaré con Idris. Y luego haré todo lo quepuede hacer un amigo. A ella le corresponderepresentar el papel de la amada, si es capaz deasumirlo.

Mientras los dos hermanos dudaban sobreel mejor modo de guiar a su madre hacia su

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terreno, ella, que había empezado a sospecharde nuestros encuentros, les acusó de manten-erlos. Acusó a su inocente hija de engañarla, derelacionarse de modo indigno con alguien cuyoúnico mérito era ser hijo de un hombredisoluto, el favorito de su imprudente padre, yque sin duda era tan ruin como aquél de quiense enorgullecía de descender. Los ojos de Idriscentellearon al oír semejante acusación.

–No niego que amo a Verney.Demuéstreme que es indigno y no volveré averlo.

–Querida señora –intervino Adrian–, per-mítame convencerla para que lo conozca, paraque cultive su amistad. Si lo hace, se maravil-lará, como me maravillo yo, del alcance de susméritos y del brillo de sus talentos. (Disculpa,querido lector, pues esto no es inútil vanidad;en todo caso no inútil, pues saber que Adriansentía de ese modo regocija incluso ahora micorazón solitario.)

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–¡Necio y loco muchacho! –exclamó ladama, airada–. Con sueños y teorías te hanpropuesto derrocar los planes que tengo paratu propio beneficio. Pero no derribarás los quehe ideado referentes a tu hermana. Entiendoperfectamente la fascinación que los dos sen-tís. Pues ya libré la misma batalla con vuestropadre, para lograr que repudiara al progenitorde ese joven, que perpetraba sus malas ac-ciones con la sutileza y la astucia de unavíbora. Cuántas veces oí hablar de sus virtudesen aquellos días, de sus conocidas conquistas,de su ingenio, de sus maneras refinadas.Cuando sólo son las moscas las que caen en lastelarañas, no tiene importancia. Pero ¿debenlos nacidos de alta cuna y los poderosos somet-erse al frágil yugo de sus hueras pretensiones?Si tu hermana fuera la persona insignificanteque merecería ser, de buen grado la abandon-aría a su suerte, la entregaría a su infeliz des-tino de esposa de un hombre cuya sola per-sona, tan parecida a la de su malvado padre,

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debería recordaros la locura y el vicio que en-carna... Pero recuerda, lady Idris, no es sólo lasangre otrora real de Inglaterra la que correpor tus venas. También eres princesa de Aus-tria, y cada gota de esa sangre desciende deemperadores y monarcas. ¿Crees ser la com-pañera apropiada para un pastor ignorante,cuya sola herencia es el nombre gastado dequien le precedió?

–Sólo puedo plantear una defensa –re-spondió Idris–, que es la misma que ya le haofrecido mi hermano: reciba a Lionel, conversecon mi pastor...

La condesa, indignada, la interrumpió.

–¡Tu pastor! –exclamó. Y antes de prose-guir pasó del gesto apasionado a una sonrisadesdeñosa–. Ya hablaremos de ello en otraocasión. Lo único que te pido por el momento,lo único que tu madre te pide, Idris, es que noveas a ese advenedizo durante el plazo de unmes.

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–No puedo complacerla –dijo Idris–. Lecausaría demasiado dolor. No tengo derecho ajugar de ese modo con sus sentimientos, acept-ar el amor que me confiesa y luego castigarlocon mi indiferencia.

–Esto está llegando demasiado lejos –re-spondió su madre con labios temblorosos yojos llenos de ira.

–No, señora –intervino Adrian–, a menosque mi hermana consienta en no volver averlo, será sin duda un tormento inútil sep-ararlos un mes.

–Por supuesto –respondió la reina contono amargo y burlón–, su amor y sus es-carceos infantiles deben compararse en todo amis años de esperanzas y temores, a losdeberes que corresponden a los descendientesde reyes, a la conducta intachable y digna quealguien de su rango debe perseguir. Pero seríarebajarme tratar de discutir o lamentarme.¿Tal vez serás tan amable como para

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prometerme que no contraerás matrimonio eneste tiempo?

Lo preguntó con tono algo irónico, e Idrisse preguntó por qué su madre quería arran-carle la promesa solemne de que no hicieraalgo que ni se le había pasado por la cabeza.Con todo, la promesa se había solicitado y ellaaccedió a cumplirla.

Todo prosiguió alegremente a partir deentonces. Nos encontrábamos como de cos-tumbre y conversábamos sin temor denuestros planes de futuro. La condesa semostraba tan amable y, ajena a su costumbre,incluso tan afectuosa con sus hijos, que éstosempezaron a albergar esperanzas de que, conel tiempo, acabara cediendo a sus deseos. Setrataba de una mujer muy distinta a ellos, entodo alejada de sus gustos, y los jóvenes nohallaban placer en su compañía ni en la idea decultivarla, pero sí se alegraban de ver que semostraba conciliadora y amable. Incluso enuna ocasión Adrian se atrevió a proponerle que

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me recibiera. Ella declinó con una sonrisa, re-cordándole que su hermana le había pro-metido ser paciente.

Un día, cuando el lapso de un mes estaba apunto de expirar, Adrian recibió carta de unamigo de Londres en la que requería su pres-encia inmediata para tratar de un asunto decierta importancia. Inocente como era, no so-spechó ningún engaño. Yo le acompañé acaballo hasta Staines. Estaba de buen humor y,como yo no podría ver a Idris durante su aus-encia, me prometió regresar pronto. Su alegría,que era extrema, logró el raro efecto de desper-tar en mí los sentimientos contrarios. Elpresentimiento de algo malo no me aban-donaba. Me demoré en mi regreso, contandolas horas que me faltaban para ver de nuevo aIdris. ¿Cuándo sería? ¿Qué cosas malas podíansuceder entretanto? ¿Acaso no podía su madreaprovechar la ausencia de Adrian para acor-ralarla más allá de sus fuerzas, o incluso paraencerrarla? Resolví que, sucediera lo que

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sucediese, iría a su encuentro al día siguiente yconversaría con ella. Aquella decisión me tran-quilizó algo. «Mañana, encantadora y bella, es-peranza y dicha de mi vida, mañana te veré.»Necio es el que sueña con un momentopostergado.

Me retiré a descansar. Pasada la medi-anoche me despertaron unos golpes violentosen mi puerta. Era invierno y nevaba. El vientosilbaba entre las ramas desnudas de los ár-boles, despojándolas de los copos blancos quedescendían. Aquel lamento temible y los insist-entes golpes, se mezclaban libremente con missueños, hasta que al fin desperté. Tras ve-stirme a toda prisa me apresuré a descubrir lacausa de aquel revuelo y me dispuse a abrir lapuerta al visitante inesperado. Pálida como lanieve que caía sobre ella, con las manos en-trelazadas, Idris apareció ante mí.

–¡Sálvame! –exclamó, y se habría desplo-mado en el suelo de no haberla sostenido yo.Con todo, se repuso al momento y, con energía

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renovada, casi con violencia, me pidió que en-sillara los caballos y la llevara lejos, a Londres,junto a su hermano, o al menos que la salvara.

Pero yo no tenía caballos.

Idris no dejaba de retorcerse las manos.

–¡Qué puedo hacer! –gritó–. Estoy perdida.Los dos estamos perdidos para siempre. Peroven, ven conmigo, Lionel. Aquí no debo que-darme. Tomaremos una calesa en la primeraposta. Tal vez todavía estemos a tiempo. ¡Oh,ven conmigo, sálvame y protégeme!

Al oír sus lastimeras súplicas, que pronun-ciaba mientras, con sus maltrechas ropas, des-peinada y con el gesto desencajado, se retorcíalas manos, una idea recorrió mi mente:«¿También ella está loca?»

–Dulce amada mía –le dije estrechándolacontra mi pecho–. Será mejor que descanses yno te aventures más allá. Descansa, mi amor,que yo encenderé el fuego. Estás helada.

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–¡Descansar! –exclamó ella–. ¡No sabes loque dices! Si te demoras, estamos perdidos.Ven, te lo ruego, a menos que quieras perder-me para siempre.

Que Idris, nacida de cuna principesca,rodeada de riquezas y de lujos, hubiera venidohasta mi casa desafiando la tormentosa nochede invierno, abandonando su regia morada y,de pie junto a mi puerta, me rogara que huyeracon ella cruzando la oscuridad y la ventisca de-bía de ser, sin duda, un sueño; pero su tonodesesperado, la contemplación de su belleza,me aseguraban que no se trataba de ningunavisión. Mirando con aprensión a su alrededor,como si temiera que pudieran oírla, susurró:

–He descubierto que mañana –es decir,hoy–, antes del amanecer, unos extranjeros,austriacos, mercenarios, vendrán para ll-evarme a Alemania, o a una cárcel, o a cas-arme, o a lo que sea, lejos de ti y de mihermano. ¡Llévame contigo o pronto estaránaquí!

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Su vehemencia me asustaba y supuse que,en su relato incoherente debía de haberse col-ado algún error. Pero no vacilé en obedecerla.Había llegado sola desde el castillo, a tres mil-las de distancia, de noche, desafiando laventisca. Debíamos llegar hasta EnglefieldGreen, a una milla y media de donde nos en-contrábamos, para tomar el carruaje. Me dijoque había conservado las fuerzas y el valorhasta llegar a mi casa, pero que ahora ambos lefallaban. Apenas podía caminar. A pesar desujetarla yo, no se sostenía y, cuandollevábamos recorrida media milla, tras muchasparadas y desvanecimientos momentáneos enlos que tiritaba de frío, se separó de mi abrazosin que yo pudiera evitarlo y cayó sobre lanieve, y entre un torrente de lágrimas declaróque debía llevarla yo, que no podía seguir porsu propio pie. La levanté en brazos y apoyé sucuerpo frágil contra mi pecho. No sentía máscarga que las emociones contrarias que con-tendían en mi interior. Una creciente alegría

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me dominaba. Sus miembros helados me roza-ban como torpedos, y yo también temblaba,sumándome a su dolor y a su espanto. Sucabeza reposaba en mi hombro, su aliento meondulaba los cabellos, su corazón latía cercadel mío, la emoción me hacía estremecer, mecegaba, me aniquilaba... Hasta que un lamentoacallado, que surgía de sus labios, o elcastañetear de sus dientes, que trataba en vanode reprimir, o alguna de las otras señales delsufrimiento que padecía, me devolvían a la ne-cesidad de apresurarme a socorrerla. Final-mente pude anunciarle:

–Esto es Englefield Green. Ahí está laposada. Pero, querida Idris, si alguien te ve enestas circunstancias, tus enemigos no tardaránen saber de nuestra huida. ¿No sería mejor quefuera yo solo a tomar el carruaje? Te dejaré abuen recaudo mientras tanto, y regresaré a tide inmediato.

Convino en la sensatez de mis palabras, ypermitió que hiciera con ella lo que

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considerara mejor. Observé que la puerta deuna pequeña casa estaba entreabierta, la abríy, con algo de paja esparcida en el suelo, forméun colchón, tendí su exhausto cuerpo sobre ély la cubrí con mi capa. Temía dejarla sola, puesestaba exangüe y desmayada, pero no tardó enrecobrar la energía y, con ella, el miedo. Volvióa implorarme que no me demorara. Despertara los que se ocupaban de la posada y obtener elcarruaje y los caballos me llevó bastantesminutos, todos ellos como si fueran siglos.Avancé un poco con el vehículo, esperé a quelos encargados de la posada se retiraran y or-dené al muchacho de la posta que detuviera elcarruaje en el lugar en que aguardaba en pieIdris, impaciente y más recuperada. La subí alcoche, asegurándole que, con nuestros cuatrocaballos, seguramente llegaríamos a Londresantes de las cinco de la mañana, hora a la que,cuando fueran a buscarla, descubrirían su de-saparición. Le rogué que se calmara y se echó allorar. Las lágrimas la aliviaron un poco, y

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poco después empezó a referirme su relato detemor y peligro.

Esa misma noche, tras la partida de Adrian,su madre había tratado de disuadirla de la con-veniencia de nuestra relación. En vano expusosus motivos, sus amenazas, sus airadas crític-as. Parecía considerar que, por mi culpa, ellahabía perdido a Raymond. Yo era la influenciamaligna de su vida. Me acusó incluso de haberaumentado y confirmado la loca y vil apostasíade Adrian respecto de toda idea de avance ygrandeza. Y ahora ese montañés miserable queyo era pretendía robarle a su hija. En ningúnmomento, según me contó Idris, la encoleriz-ada señora se dignó recurrir a la amabilidad nia la persuasión. De haberlo hecho, la labor deresistencia habría resultado exquisitamentedolo-rosa. Pero, de ese otro modo, la dulcemuchacha, de naturaleza generosa, se vio obli-gada a defenderme y a aliarse con mi de-nostada causa. Su madre concluyó la conversa-ción con un gesto de desprecio y triunfo

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encubierto, que por un instante despertaronlas sospechas de Idris. Antes de acostarse, lacondesa se despidió de ella diciéndole:

–Espero que tu tono sea otro mañana. Quete muestres más compuesta. Te he alterado.Acuéstate y descansa. Ordenaré que te lleven lamedicina que yo siempre tomo cuando me si-ento inquieta. Te ayudará a dormir.

Cuando, presa de inquietantes ideas, Idrisapoyó apenas la mejilla en la almohada, la cri-ada de su madre le trajo un brebaje. La so-specha volvió a cruzar su mente ante lo atípicodel procedimiento y la alarmó hasta el puntode llevarla a decidir que no tomaría la poción.Con todo, su aversión a los problemas, y eldeseo de descubrir si sus conjeturas eranfundadas, la llevaron, casi instintivamente, a iren contra de su sinceridad habitual, y fingióbeber la medicina. Después, inquieta a causade la vehemencia demostrada por su madre yde los temores desacostumbrados que laasaltaban, notó que no tenía sueño y que

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cualquier ruido la sobresaltaba. Al poco oyóque la puerta se abría despacio, y al incorpor-arse oyó una voz que susurraba:

–Todavía no duerme.

La puerta volvió a cerrarse.

Aguardó la siguiente visita con el corazónen un puño, y cuando, transcurrido ciertotiempo, sintió de nuevo invadida su cámara,después de cerciorarse de que las intrusas eransu madre y una asistenta, decidió fingirse dor-mida. Unos pasos se acercaron al lecho y ella,sin osar moverse, esforzándose por serenar loslatidos de su pecho, que cada vez resonabancon más fuerza, oyó murmurar a su madre:

–Pequeña necia, qué poco imaginas que tujuego ha terminado para siempre.

Por un momento la pobre muchacha ima-ginó que su madre creía que había ingerido elveneno: ya estaba a punto de levantarse de lacama cuando la condesa, que se había alejado

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un poco de su lado, habló en voz baja a suacompañante, e Idris volvió a oír:

–Apresúrate –dijo–, no hay tiempo queperder, ya han dado las once. A la cinco es-tarán aquí. Coge sólo las ropas imprescindiblespara el viaje, y su joyero.

La sirvienta obedeció. Intercambiaron al-gunas palabras más sobre ella, que todo lo es-cuchaba con creciente interés. Oyó que men-cionaban el nombre de su propia ayuda decámara.

–No, no –dijo su madre–. Ella no viene connosotras. Lady Idris debe olvidar Inglaterra ytodo lo que a ella pertenece.

Y al poco le oyó decir:

–No despertará hasta bien entrado el día, ypara entonces ya se hallará en alta mar.

–Todo está dispuesto –anunció al cabo lacriada. La condesa volvió a acercarse entoncesal lecho de su hija.

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–En Austria, al menos –dijo–, obedecerás.En Austria, donde la obediencia se impone porla fuerza y no tendrás más opciones que unacárcel honrosa o un matrimonio conveniente.

Las dos se retiraron, y mientras lo hacían,la condesa añadió: –Despacio. Que todos duer-man. Aunque no a todos los he inducido alsueño, como a ella. No quiero que nadie so-speche, pues tal vez ella podría desvelarse yofrecer resistencia, o incluso escapar. Acom-páñame a mis aposentos. Aguardaremos allíhasta que llegue la hora convenida.

Salieron. Idris, presa del pánico pero des-velada e incluso fortalecida por el gran temorque sentía, se vistió apresuradamente y, ba-jando un tramo de las escaleras traseras, paraevitar la proximidad de los aposentos de sumadre, logró escapar por una de las ventanasbajas del castillo y, a pesar de la nieve, el vi-ento y la oscuridad, llegó a mi casa. No leabandonó el coraje hasta que se halló ante míy, depositando su destino en mis manos, se

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entregó a la desesperación y al cansancio quela abrumaban.

La consolé lo mejor que pude. Me sentía fe-liz y emocionado por tenerla conmigo y podersalvarla. Y sin embargo, para no despertar unanueva agitación en ella, dominé mi entusi-asmo, « per non turbar quel bel viso sereno ».*

Hacía esfuerzos por detener el baile inquietode mi corazón. Aparté de ella los ojos, quetanta ternura irradiaban, y murmuré con or-gullo a la negra noche y a la atmósfera in-clemente las expresiones de mi emoción.

Creo que llegamos a Londres muy tem-prano, mas no lamenté nuestras prisas al sertestigo del éxtasis con que mi amada niña sefundía en un abrazo con su hermano, a salvode todo mal, bajo su protección.

Adrian escribió una breve nota a su madreinformándole de que Idris se hallaba bajo suprotección y cuidados. Transcurrieron variosdías y al fin llegó la respuesta, que enviaba

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desde Colonia. «No servirá de nada –escribióla altiva y decepcionada dama– que el duquede Windsor y su hermana vuelvan a dirigirse asu madre herida, cuya única esperanza detranquilidad deriva de que olviden su existen-cia.» Sus deseos habían sido aplastados, susplanes, desbaratados. No se quejaba. En lacorte de su hermano hallaría, si no compensa-ción por la desobediencia (el desdén filial no laadmitía), al menos un estado de cosas y unmodo de vida que tal vez contribuyeran aaceptar su destino. Bajo aquellas circunstan-cias, declinaba absolutamente toda comunica-ción con ellos.

Esos fueron los extraños e increíblesacontecimientos que finalmente propiciaronmi unión con la hermana de mi mejor amigo,con mi adorada Idris. Haciendo gala de gransimplicidad y valor, ella ignoró los prejuicios yla oposición que eran los obstáculos de mi feli-cidad y no dudó en dar la mano a aquél a quienya había entregado su corazón. Ser digno de

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ella, elevarme hasta su altura mediante el ejer-cicio de mis talentos y virtudes, pagarle condevoción e infatigable ternura el amor que meprofesaba, eran en las únicas muestras deagradecimiento que podía ofrecerle ante taninmenso regalo.

Footnotes

*Himno a Mercurio , Homero, en traducción inglesa de

P.B. Shelley. (N. del T.)

*Los Cenci , acto V, escena IV, P.B. Shelley. (N. del T.)

*Soneto 236, Petrarca. « Para no turbar aquel rostro

sereno .» (N. del T.)

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Capítulo VI

Que ahora el lector, sobrevolando un breveperiodo de tiempo, penetre en nuestro feliz cír-culo. Adrian, Idris y yo nos establecimos en elcastillo de Windsor. Lord Raymond y mi her-mana se instalaron en una mansión que éstehabía construido al borde del Gran Parque,cerca de la casa de Perdita, como seguíamosllamando a aquella morada de techo bajodonde tanto ella como yo, pobres incluso enesperanzas, habíamos recibido la confirmaciónde nuestra felicidad respectiva. Manteníamosocupaciones distintas pero compartíamos di-versiones. A veces pasábamos jornadas enterasbajo el follaje del bosque, que era nuestro pal-io, en compañía de nuestros libros y nuestramúsica. Ocurría sobre todo en los días, excep-cionales en nuestro país, en que el sol erige sutrono etéreo en un cielo sin nubes, y reinasobre una atmósfera sin viento, apacible como

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un baño de aguas cristalinas y serenas, en-volviendo con su tranquilidad todos los sen-tidos. Cuando las nubes velaban el cielo y el vi-ento las esparcía por él, rasgando sus hebras yesparciendo sus fragmentos a través de las lla-nuras aéreas, salíamos a caballo en busca denuevos lugares de belleza y reposo. Y cuandolas frecuentes lluvias nos obligaban a per-manecer en casa, el esparcimiento de lasnoches seguía al estudio diurno, de la mano dela música y las canciones. Idris poseía un tal-ento musical innato, y su voz, cultivada con es-mero, sonaba dulce y poderosa. Raymond y yoparticipábamos en el concierto, mientras queAdrian y Perdita asistían a él como público en-tregado. Por aquel entonces éramos felicescomo insectos de verano, juguetones comoniños. Siempre nos recibíamos con la sonrisaen los labios y leíamos la alegría y la dicha enlos semblantes de los demás. Nuestras mejoresfiestas se celebraban en casa de Perdita, ynunca nos cansábamos de hablar del pasado ni

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de soñar con el futuro. Desconocíamos loscelos y las inquietudes, y ni el temor ni la es-peranza de cambios alteraban jamás nuestrapaz. Tal vez otros dijeran: «podríamos ser fe-lices»; nosotros decíamos: «Lo somos».

Cuando alguna vez nos separábamos, por logeneral Idris y Perdita salían a pasear juntas, ynosotros nos quedábamos a debatir sobre elestado de las naciones y la filosofía de la vida.Nuestras diferencias de opinión aportaban vig-or a nuestras conversaciones. Adrian contabacon la superioridad de su formación y su eloc-uencia, pero Raymond poseía rapidez y capa-cidad de penetración, así como un conocimi-ento práctico de la existencia que solíamostrarse en oposición a Adrian, lo quemantenía viva la danza de la discusión. Enotras ocasiones realizábamos excursiones queduraban varios días y recorríamos el país paravisitar algún lugar reconocido por su belleza oimportancia histórica. A veces nos llegábamos

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hasta Londres, donde gozábamos de las dis-tracciones y el ajetreo. También nuestro retiroera invadido por personas que venían a visitar-nos desde la ciudad. Aquellos cambios noshacían más conscientes de las delicias que nosproporcionaba el contacto íntimo de nuestropequeño círculo, de la tranquilidad de nuestrobosque divino, de las felices veladas quepasábamos en los salones de nuestro amadocastillo.

El carácter de Idris era un derroche defranqueza, dulzura y afecto. Siempre estaba debuen humor. Y aunque firme y resuelta en todolo que le llegara al corazón, se plegaba a losdeseos de sus seres queridos. La naturaleza dePerdita era menos perfecta, pero la ternura y lafelicidad habían influido para bien en su án-imo, suavizando su reserva natural. Su capa-cidad de comprensión era grande, y su ima-ginación, muy vívida. Se mostraba sincera,gene-rosa y razonable. Adrian, mi insuperablehermano del alma, el sensible y excelente

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Adrian, amaba a todos y era amado por todos,y sin embargo parecía destinado a no encon-trar su otra mitad, la que le aportaría una feli-cidad completa. A menudo nos dejaba y se in-ternaba solo en los bosques, o salía a navegaren su pequeño bote, con sus libros por todacompañía. Con frecuencia era el más alegre detodos nosotros, y a la vez el único que sucum-bía a arrebatos de tristeza. Su delgadez parecíaabrumada por el peso de la vida, y su alma,más que unida a su cuerpo, parecía habitar enél. Yo sentía apenas más devoción por Idrisque por su hermano y ella lo amaba comomaestro, amigo y benefactor que había hechoposible la materialización de sus mayoresdeseos. Raymond, el ambicioso e inquieto Ray-mond, se encontraba en mitad del gran caminode la vida, y se alegraba de haber abandonadotodas sus ideas de soberanía y fama paraunirse a nosotros, flores del campo. Su reinoera el corazón de Perdita, sus súbditos, lospensamientos de su amada. Ella lo adoraba y

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lo respetaba como a un ser superior, lo obed-ecía en todo, lo servía. No existía misión, devo-ción o vigilancia que le resultara fastidiosa sise refería a él. Perdita se sentaba algo alejadadel resto y lo contemplaba. Lloraba de alegríaal pensar que era suyo. En lo más hondo de suser había erigido un templo en su honor, y to-das sus facultades eran sacerdotisas entrega-das a su culto. A veces se mostraba exagerada ycaprichosa, pero su arrepentimiento era sin-cero, su propósito de enmienda absoluto, e in-cluso lo inconstante de su carácter encajaba bi-en con Raymond, que por naturaleza no estabahecho para flotar tranquilamente sobre la cor-riente de la vida.

Durante su primer año de matrimonio, Per-dita le dio a Raymond una preciosa hija. Res-ultaba curioso descubrir en aquel modelo enminiatura los mismos rasgos de su padre. Losmismos labios algo desdeñosos, la sonrisa tri-unfante, los mismos ojos inteligentes, lamisma frente, el pelo castaño. Incluso sus

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manos, sus deditos, eran idénticos a los de él.¡Cuánto la amaba Perdita! Con el paso deltiempo, yo también me convertí en padre, ynuestros pequeños, que eran nuestros juguetesy motivo de nuestra dicha, nos descubrían milsentimientos nuevos y felices.

Así pasaron los años, unos años plácidos. Acada mes sucedía otro mes, y a cada año otroaño como el que dejábamos atrás. Nuestras vi-das eran un comentario vivo al hermoso senti-miento descrito por Plutarco, para quien«nuestras almas sienten una inclinación natur-al a amar, y nacen para amar tanto como parasentir, razonar, comprender y recordar».Hablábamos de cambios, de metas por alcan-zar, pero seguíamos en Windsor, incapaces deviolar el encanto que nos unía a nuestra vidaretirada.

Pareamo aver qui tutto il ben racocoltoche fra mortale in più parte si rimembra.*

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Y ahora que nuestros hijos nos manteníanocupados, hallábamos excusas para el manten-imiento de nuestra ociosidad, pues nuestraidea era proporcionarles una vida másespléndida. Final-mente nuestra paz se vio al-terada y el curso de los acontecimientos, quedurante cinco años había avanzado contranquilidad se-rena, se halló con impedimen-tos y obstáculos que nos apartaron de nuestrosueño feliz.

Iba a tener lugar la elección del nuevoSeñor Protector** de Inglaterra y, a instanciasde Raymond, nos trasladamos a Londres parapresenciar las votaciones e incluso tomar parteen ellas. Si Raymond se hubiera unido a Idris,ese puesto habría sido la palanca hacia cargosde mayor autoridad; y su deseo de poder se hu-biera coronado en su más alta medida. Perohabía cambiado el cetro por el laúd, un reinopor Perdita.

¿Pensaba en todo ello mientras nos di-rigíamos a la ciudad? Yo lo observaba, pero él

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revelaba poco de sus emociones. Se mostrabaespecialmente alegre, jugaba con su hijita y sevolvía para repetir, orgulloso, todas las palab-ras que ésta pronunciaba. Tal vez lo hacíaporque veía la sombra de la inquietud en lafrente de su esposa. Ella trataba de mantenerel ánimo, pero de vez en cuando las lágrimasasomaban a sus ojos y parecía preocupada porRaymond y su pequeña, como si temiera quealgún mal fuera a alcanzarlos. Eso, precis-amente, era lo que sentía. Un mal presagiopendía sobre ella. Contemplaba los bosquesdesde la ventanilla, y los torreones del castillo.Al ver que éstos se ocultaban tras el paisaje,exclamó apasionadamente:

–¡Escenarios de felicidad! ¡Lugares sagra-dos, dedicados al amor! ¿Cuándo volveré a ver-os? Y cuando regrese a vosotros, ¿seré todavíala amada y feliz Perdita, o con el corazóndestrozado, hundida, vagaré por entre vuestrosjardines como fantasma de lo que fui?

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–¿Por qué hablas así, tonta? –exclamó Ray-mond–. ¿En qué está pensando tu cabecita,que de pronto te sientes tan triste? Alé-grate, ote enviaré con Idris y pediré a Adrian que semonte en nuestro carruaje, pues veo, por susgestos, que su humor coincide con el mío.

En ese instante Adrian, que iba a caballo, seacercó al coche, y su alegría, unida a la de Ray-mond, ahuyentó la melancolía de su hermana.Llegamos a Londres por la tarde, y nos dirigi-mos a nuestras respectivas moradas, en las in-mediaciones de Hyde Park.

A la mañana siguiente lord Raymond vino avisitarme temprano.

–Vengo a verte –dijo– sin estar del todo se-guro de si me asistirás en mi plan, pero de-cidido a llevarlo a cabo tanto si me apoyascomo si no. En cualquier caso prométeme dis-creción, pues si no contribuyes a mi éxito, almenos no debes impedirlo.

–Cuenta con ella.

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–Y ahora, mi querido compañero, ¿paraqué hemos venido a Londres? ¿Para presenciarla elección del Protector y dar nuestro sí onuestro no a su torpe Excelencia, el duque de .. . ? ¿O a ese escandaloso Ryland? ¿Crees deveras, Verney, que os he traído a la ciudad paraeso? No, el Protector saldrá de entre nosotros.Escogeremos a un candidato y nos asegur-aremos su triunfo. Nominaremos a Adrian yharemos lo posible por conferirle el poder quele corresponde por nacimiento y que merecepor sus virtudes.

»No respondas. Conozco tus objeciones yresponderé a ellas ordenadamente. En primerlugar, la de si él consentirá o no convertirse enun gran hombre. Déjame sobre este punto a míla tarea de persuadirlo. No te pido que me ay-udes en ello. En segundo lugar, la de si debecambiar su empleo de recolector de moras ymédico de perdices heridas en el bosque por elde dirigente de la nación. Mi querido amigo,nosotros somos hombres casados, y hallamos

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ocupación suficiente entreteniendo a nuestrasesposas y bailando con nuestros hijos. PeroAdrian está solo, no tiene esposa, hijos ni ocu-pación. Llevo mucho tiempo observándolo y séque anhela interesarse por algo. Su corazón,exhausto por sus pasados sufrimientos, reposacomo una extremidad recién curada, y se abs-tiene de toda emoción. Pero su buen juicio, sucaridad, sus virtudes, necesitan de un campoen el que ejercitarse y actuar. Y eso se lo pro-curaremos nosotros. Además, ¿no es una lás-tima que el genio de Adrian desaparezca de latierra sin dar fruto, como una flor en un sen-dero remoto? ¿Acaso crees que la naturalezacreó su incomparable maquinaria sin objeto?Créeme, está destinado a ser el autor de un bi-en infinito para su Inglaterra natal. ¿No le haregalado ella tan generosamente todos susdones? ¿Cuna, riqueza, talento, bondad? ¿Nolo ama y admira todo el mundo? Vamos, veoque ya te he persuadido, y que me secundaráscuando proponga su nombre esta noche.

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–Has expuesto todos tus argumentos en unorden excelente –respondí–, y si Adrian consi-ente, resultan irrebatibles. Sólo te pondría unacondición: que no hicieras nada sin suconsentimiento.

–Confía en mí –insistió él–. Mantendréuna estricta neutralidad. –Por mi parte–proseguí yo–, estoy del todo convencido de lavalía de nuestro amigo, y de la inmensa co-secha que Inglaterra recogería con su Protecto-rado, como para privar a mis compatriotas desemejante bendición, si él aceptaadministrársela.

Por la tarde Adrian vino a visitarnos.

–¿También tú conspiras contra mí? –dijo,riéndose–. ¿Y harás causa común con Ray-mond para, arrastrando a un pobre visionariodesde las nubes que le rodean, plantarlo entrelos fuegos artificiales y los destellos de la gran-deza terrenal, apartándolo así de los rayos y losaires celestes? Creía que me conocías mejor.

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–Te conozco lo bastante –apostillé– comopara saber que no serías muy feliz en tal situa-ción. Pero el bien que harías a los demáspodría inducirte a aceptar, pues seguramenteha llegado el momento de que pongas enpráctica tus teorías y propicies la reforma y loscambios que han de conducir a la consecucióndel sistema de gobierno perfecto que tanto tegusta esbozar.

–Hablas de un sueño casi olvidado –dijoAdrian, el gesto algo velado por la tristeza–.Las visiones de mi infancia se han desvanecidohace tiempo a la luz de la realidad. Ahora séque no soy un hombre capacitado para gobern-ar naciones. Bastante tengo con mantener ín-tegro el pequeño reino de mi propia moral.

El último hombre

»¿Es que no comprendes, Lionel, la inten-ción de nuestro noble amigo? Una intenciónque tal vez ni él mismo conoce, pero que a misojos resulta evidente. Lord Raymond no nació

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nunca para ser zángano en un panal, ni parahallar contento en nuestra vida pastoral. Élcree que debe conformarse con ésta. Imaginaque su situación presente impide sus posibilid-ades de engrandecimiento. Y por tanto, nisiquiera en lo más profundo de su corazónpiensa en cambiar. Pero ¿no ves que, tras laidea de exaltarme a mí, está dibujando unanueva senda para sí mismo? ¿Una senda de ac-ción de la que lleva mucho tiempo apartado?

»Acudamos en su ayuda. Él, el noble, elguerrero, el más grande en todas las cualid-ades que adornan la mente y el cuerpo de unhombre... Él está capacitado para ser el Pro-tector de Inglaterra. Si yo, es decir, si nosotroslo proponemos para el cargo, sin duda saldráelecto, y hallará, en el desempeño del cargo,terreno para ejercer los crecientes poderes desu ingenio. Incluso Perdita se alegrará. Per-dita, en cuya ambición anidaba un fuego acal-lado hasta que se casó con Raymond, eventoque durante un tiempo colmó todas sus

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esperanzas... Perdita se alegrará de la gloria yel ascenso de su señor y, tímida y bella, no re-chazará la parte que le corresponda. En-tretanto nosotros, los sabios del campo, re-gresaremos a nuestro castillo y, como Cin-cinato,* nos ocuparemos de nuestras tareas or-dinarias hasta que nuestro amigo requieranuestra presencia y ayuda aquí.

Cuanto más razonaba Adrian en relacióncon ese plan, más factible me parecía. La ter-quedad con que defendía su no participaciónen la vida pública era inexpugnable, y su delic-ado estado de salud parecía suficiente argu-mento a favor de tal decisión. Su siguientepaso era lograr que Raymond confesara susdeseos secretos de reconocimiento y fama.Éste se presentó ante nosotros mientras noshallábamos conversando. El modo en queAdrian había recibido su plan de proponerlocomo candidato al Protectorado, así como suspropias respuestas, habían logrado quedespertara ya en su mente el tema que ahora

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debatíamos. Su semblante y sus gestos de-lataban indecisión y nerviosismo. Pero éstesurgía del temor a que no secundáramos o aque no tuviera éxito nuestra idea; y aquélla lohacía de una duda, la de si debíamos arries-garnos a una derrota. Unas pocas palabrasnuestras bastaron para que tomara la decisión,y la esperanza y la alegría brillaron en sus ojos.La idea de iniciar una carrera tan acorde consus primeros hábitos y más recónditos deseoshizo aflorar su naturaleza más briosa y atre-vida. Conversamos sobre sus posibilidades deganar, sobre los méritos de los demás candida-tos y sobre la predisposición de los votantes.

Pero habíamos errado en el cálculo. Ray-mond había perdido gran parte de su popular-idad, y sus peculiares partidarios habían deser-tado de él. Su ausencia de la escena públicahabía propiciado el olvido de la gente. Sus an-teriores apoyos parlamentarios eran sobre to-do de realistas que, cuando se había tratado depresentarse como heredero del condado de

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Windsor, se mostraron dispuestos a conver-tirlo en su ídolo, pero que en realidad le pro-fesaron indiferencia cuando se presentó anteellos sin más atributos ni distinciones que losque ellos, en su opinión, también compartían.Con todo, conservaba muchos amigos, ad-miradores de sus conocidos talentos. Su pres-encia, elocuencia, aplomo e imponente bellezase combinaban para producir un efecto elec-trizante. También Adrian, a pesar de sus hábi-tos solitarios y sus teorías, tan contrarias al es-píritu de partido, contaba con muchos amigos,a los que sería fácil convencer para que vo-taran al candidato que él proclamara.

El duque de . . . , así como el señor Ryland,viejo antagonista de Raymond, eran los otroscandidatos. Al duque lo apoyaban todos los ar-istócratas de la república, que lo considerabansu representante natural. Ryland era el candid-ato popular. Cuando, en un primer momento,el nombre de lord Raymond se añadió a lalista, sus posibilidades parecían escasas.

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Abandonamos el debate que siguió a su nom-inación: nosotros, sus postulantes, mortifica-dos, y él desanimado en exceso. Perdita nosregañó duramente. Habíamos alentado ex-ageradamente sus expectativas. En su mo-mento, ella no sólo no se había opuesto anuestros planes, sino que se había mostradoclaramente complacida por ellos. Pero el evid-ente fracaso de éstos había modificado el cursode sus ideas. Creía que, una vez despertado,Raymond ya no regresaría de buen grado aWindsor. Excitados sus viejos hábitos, sumente inquieta desvelada de su sopor, la ambi-ción sería ya su compañera de por vida. Y si noalcanzaba el éxito en aquel primer intento,preveía que la infelicidad y un descontento in-curable se apoderarían de él. Tal vez su propiadecepción añadía dolor a sus pensamientos ypalabras. No se calló nada, y nuestros propiasideas no hacían sino empeorar nuestrazozobra.

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Debíamos promocionar a nuestro candid-ato, persuadir a Raymond para que se present-ara ante los electores la tarde siguiente. Él semantuvo obstinado largo rato. Se montaría enun globo; navegaría hasta un confín lejano delmundo, donde su nombre y su humillación nose conocieran. Pero todo fue inútil. Su candid-atura ya se había registrado; su propósito,dado a conocer al mundo. Su vergüenza jamásse borraría del recuerdo de los hombres. Erapreferible fracasar tras someterse al combateque huir ahora, al inicio de su empresa.

Desde que adoptó esa idea, todo en él cam-bió. Se esfumaron de un plumazo el desánimoy el nerviosismo. Pasó a ser pura vida y activid-ad. La sonrisa de triunfo brillaba de nuevo ensu rostro. Decidido a perseguir su objetivohasta el fin, sus gestos y expresiones parecíanpresagiar el logro de sus deseos. No era ése elcaso de Perdita. La excitación de su esposo laasustaba, pues temía que, al final, se tornaraen una decepción mayor. Si a nosotros su

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alegría nos infundía esperanza, en ella sóloalentaba la zozobra de su mente. Le dabamiedo perderlo, aunque no se atrevía a decirnada sobre los cambios que observaba en sucarácter. Lo escuchaba atentamente, pero nose sustraía de dar a sus pala-bras un signific-ado distinto del que tenían, lo que minaba aúnmás sus expectativas. No tendría valor parapresenciar la contienda y permanecería encasa, presa de aquella doble preocupación.Lloraría con su hijita en brazos. Su mirada, suspalabras, demostraban que temía el advenimi-ento de una horrible calamidad. Los efectos desu agitación incontrolable la llevaban aenloquecer.

Lord Raymond se presentó en la cámaracon absoluta confianza y maneras seductoras.Una vez el duque de . . . y el señor Ryland hu-bieron concluido sus parlamentos, comenzó suinter-vención. Sin duda, no la llevaba pre-parada y al principio vaciló, deteniéndose parameditar sus ideas y escoger las expresiones que

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consideraba más adecuadas. Gradualmenteadquirió soltura. Sus palabras brotaban confluidez, llenas de vigor, y su voz ganaba en per-suasión. Se refirió a su vida pasada, a sus éxi-tos en Grecia, al favor de que había gozado ensu país. ¿Por qué había de perderlo, ahora quelos años transcurridos, la prudencia acumu-lada y los votos que, con su matrimonio, habíacontraído con su país, lejos de mermar su con-fianza, no hacían sino aumentarla? Habló delestado de Inglaterra. De las medidas que eranecesario adoptar para garantizar su seguridady potenciar su prosperidad. Trazó un retratomuy vívido de su situación presente. A medidaque hablaba, los asistentes enmudecían yseguían sus palabras con absoluta atención. Suelocuencia encadenaba los sentidos de los allícongregados. En cierto modo, él era el hombreadecuado para unir a las diversas facciones.Por su nacimiento complacía a la aristocracia.Y ser el candidato propuesto por Adrian, unhombre íntimamente ligado al partido

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popular, hacía que muchos, que no se sentíanespecialmente representados por el duque nipor Ryland, se alinearan con él.

El debate fue intenso e igualado. Ni Adrianni yo mismo nos habríamos mostrado más in-quietos si nuestro propio éxito hubiera de-pendido de nuestro esfuerzo. Pero habíamosempujado a nuestro amigo a la empresa, y noscorrespondía a nosotros asegurar su triunfo.Idris, que tenía en gran aprecio sus habilid-ades, se mostraba muy interesada en el desar-rollo de los acontecimientos. Y mi pobre her-mana, que no se atrevía a esperar nada, y aquien el miedo sumía en un estado lamentable,parecía presa de una inquietud febril.

Transcurrían los días. Planeábamos quéhacer por las noches, que ocupábamos en de-bates en los que no alcanzábamos conclusiónalguna. Por fin llegó el momento crítico: lanoche en que el Parlamento, que ya había de-morado en exceso la elección, debía decidirse:cuando dieran las doce y llegara el nuevo día,

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habría de disolverse, según la Constitución, supoder extinto.

Convocamos a nuestros partidarios en casade Raymond. A las cinco y media nos dirigimosal Parlamento. Idris se esforzaba por calmar aPerdita, pero la agitación de la pobre niña eratal que no lograba controlarse. Caminaba deun lado a otro de la sala, contemplaba con ojosdesbocados a cualquiera que entrara, imagin-ando que tal vez le trajera la noticia de su con-dena. Para hacer justicia a mi dulce hermana,diré que no era por ella por quien agonizaba.Sólo ella sabía la importancia que Raymondotorgaba a su propio éxito. Fingía tanta alegríay esperanza, y las fingía tan bien, que nosotrosno adivinábamos las secretas preocupacionesde su mente. A veces un temblor nervioso, unabreve disonancia en la voz, o cierta abstracciónpasajera revelaban a Perdita la violencia queejercía contra sí mismo. Pero nosotros, con-centrados en nuestros planes, observábamossólo su risa siempre presta, las bromas que nos

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dedicaba a la menor ocasión, la marea alta desu buen humor, que parecía no retirarsenunca. Perdita, en cambio, seguía a su ladocuando se retiraba. Ella era testigo del cambiode humor que llegaba tras su hilaridad. Sabíaque le costaba dormir, que se mostraba irrit-able... En una ocasión lo descubrió llorando.Desde entonces, desde que fue testigo de aquelllanto causado por su orgullo herido, un or-gullo que sin embargo era incapaz de dester-rar, las lágrimas de ella apenas dejaban deasomar a sus ojos. No era de extrañar,entonces, que sus sentimientos hubieran al-canzado aquellos extremos. Al menos yotrataba de explicarme así su estado deagitación. Pero eso no era todo, y el desenlacenos reveló otra causa.

Antes de partir nos demoramos un pocopara despedirnos de nuestras amadas niñas.Yo albergaba pocas esperanzas de éxito, yrogué a Idris que se ocupara de mi hermana.Al acercarme a Perdita, ella me tomó de la

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mano y me llevó a otra estancia de la casa. Allíse arrojó en mis brazos y lloró largo rato, am-argamente. Yo traté de calmarla. Apelé a su es-peranza. Le pregunté qué era aquello tan tre-mendo que temía, incluso en el caso de quefracasáramos en nuestros planes.

–¡Hermano mío! –exclamó ella–. ¡Protect-or de mi infancia, mi querido Lionel, mi des-tino pende de un hilo! Ahora os tengo a todos ami lado, a ti, compañero de mi infancia, a Adri-an, al que quiero como si me unieran a él lazosde sangre. A Idris, hermana de mi corazón, y asu adorado retoño. Esta... esta puede ser la úl-tima vez que os tenga a todos conmigo.

Entonces se detuvo de pronto y dijo:

–¿Qué es lo que he dicho? ¡Qué necia y quéfalsa soy!

Me miró con ojos desbocados y, serenán-dose de pronto, se disculpó por lo que definiócomo palabras sin sentido, diciendo que debíade estar loca pues, mientras Raymond viviera,

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ella sería feliz. Y acto seguido, aunque no de-jaba de sollozar, me aseguró que podía irmetranquilo. Cuando Raymond se despidió deella apenas le sostuvo la mano y le dedicó unamirada intensa. Ella le respondió sin palabras,asintiendo, comprensiva.

¡Pobre muchacha! ¡Cuánto debió de habersufrido! Nunca perdonaré del todo a Raymondlas pruebas que le impuso, ocasionadas, comolo estaban, por unos sentimientos egoístas.Había planeado, si fracasaba en el empeño quele ocupaba, embarcarse para Grecia sin des-pedirse de ninguno de nosotros y no regresarjamás a Inglaterra. Perdita había accedido asus deseos, pues complacerlo era la sola metade su vida, el colmo de su dicha. Pero aban-donar a todos sus compañeros, a las personasamadas con las que había compartido sus añosmás felices y, mientras llegaba el momento,ocultar aquella temible decisión, era una mis-ión que casi consumió toda su fuerza mental.Llevaba un tiempo preparando su partida. Le

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había prometido a Raymond, durante aquellatarde decisiva, que aprovecharía nuestra aus-encia para avanzarse en su primera etapa delviaje. Él, tras su derrota, se ausentaría denuestro lado y se uniría a ella.

Aunque al tener conocimiento de se-mejante plan me sentí ofendido en gran man-era por lo poco que Raymond había tenido encuenta los sentimientos de mi hermana, pas-ado el tiempo reflexioné y pensé que en realid-ad había actuado bajo el peso de tal excitaciónque no pensaba en lo que hacía y que, portanto, debía quedar exento del peso de laculpa. Si nos hubiera permitido ser testigos desu agitación, se habría hallado más bajo la guíade la razón; pero su empeño en mantener lacompostura actuaba con tal violencia sobre susnervios que destruía su capacidad de auto-dominio. Estoy convencido de que, en el peorde los casos, habría regresado desde la costapara despedirse de nosotros y hacernos partí-cipes de sus planes. Pero la tarea que impuso a

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Perdita no era menos dolorosa. Había obten-ido de ella promesa de mantener el secreto, ysu papel en el drama, que debía representarsola, debía de causarle una agonía inimagin-able. Pero debo regresar a mi relato.

Los debates, hasta el momento, habían sidolargos y acalorados, en ocasiones dilatados conel único objeto de retrasar la decisión. Peroahora todo el mundo parecía temer que el mo-mento fatal llegara sin que la elección se hubi-era consumado. Un silencio atípico reinaba enla cámara, cuyos miembros hablaban en susur-ros. Los procedimientos habituales se zan-jaban sin revuelo y con premura. Durante laprimera etapa de la elección, el duque de . . .había quedado eliminado, de modo que la de-cisión estaba entre lord Raymond y el señorRyland. Éste se había mostrado seguro de lavictoria hasta la aparición en escena de lordRaymond. Pero desde que el nombre de éste sehabía añadido a las candidaturas, aquél sehabía dedicado a una intensa campaña para la

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obtención de apoyos. Aparecía todas lasnoches, la impaciencia y la ira dibujadas en sugesto, censurándonos desde el otro extremo deSaint Stephen, como si fruncir el ceño lebastara para eclipsar nuestras esperanzas.

Todo en la Constitución inglesa se había re-dactado pensando en el mantenimiento de lapaz. Así, el último día sólo se permitía quequedaran dos candidatos en liza. Además, paraevitar en lo posible la lucha final entre ellos, seofrecía un soborno a aquel de los dos que re-nunciara voluntariamente a sus pretensiones.Se le reservaba un cargo que le reportaba hon-or y pingües ingresos, y el éxito garantizado enuna futura elección. Con todo, por curioso queparezca, ese caso no se había dado nunca hastael momento y la ley había quedado obsoleta(nosotros ni siquiera la habíamos tenido encuenta en el curso de nuestras conversa-ciones). Por tanto, supuso para todos una sor-presa mayúscula que, una vez se nos hubo pe-dido que nos constituyéramos en comité para

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la elección del Lord Protector, el miembro quehabía nominado a Ryland se alzara y nos in-formara de que su candidato había renunciadoa sus pretensiones. En un primer momentoaquella noticia fue recibida con el silencio. Aéste le siguió un murmullo confuso que,cuando el presidente declaró a lord Raymondoficialmente electo, se convirtió en aplauso yovación de victoria. Parecía que, si ignorandotodo temor a la derrota el propio señor Rylandno hubiera presentado su renuncia, todas lasvoces se habrían unido igualmente a favor denuestro candidato. De hecho, una vez la ideade la competición se hubo disipado, loscorazones regresaron al respeto y la ad-miración anteriores para con nuestro amigo.Todo el mundo sentía que Inglaterra no habíacontado jamás con un Protector tan capaz decumplir con los responsabilidades de su altocargo. Una sola voz, hecha de muchas voces,resonó en toda la cámara, gritando el nombrede Raymond.

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El aludido hizo entonces acto de presencia.Yo me hallaba en uno de los escaños más el-evados y le vi recorrer el pasillo en dirección alestrado. La discreción natural de su carácter seimponía sobre su alegría por el triunfo. Mirótímidamente a su alrededor. Una tenueneblina parecía velar sus ojos. Adrian, que sehallaba junto a mí, se apresuró a reunirse conél y, saltando entre los bancos, no tardó nadaen llegar a su lado. Su presencia animó anuestro amigo. Y cuando le llegó el turno dehablar y actuar, desvanecidas ya sus vacila-ciones, brilló, supremo en su majestad y en suvictoria. El anterior Protector le tomó jura-mento y le impuso la insignia del cargo, encumplimiento de la ceremonia de traspaso depoderes. El Parlamento quedó disuelto. Losmás altos dignatarios del Estado se con-gregaron alrededor del nuevo gobernante y locondujeron al palacio del Protectorado. Depronto Adrian se esfumó y, cuando los partid-arios de Raymond ya no eran más que unos

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pocos amigos íntimos, regresó en compañía deIdris, que quería felicitar a su amigo por eléxito obtenido.

Pero, ¿dónde estaba Perdita? Concentradoen asegurarse una pronta y discreta retirada encaso de fracaso, Raymond había olvidado or-ganizar el modo de que su esposa pudiera en-terarse de su éxito. Y a ella, demasiado al-terada, también le había pasado por altoaquella circunstancia. Cuando Idris fue a hab-larle, hasta tal punto se hallaba él fuera de síque le preguntó por mi hermana. Un solocomentario, que le informó de su misteriosadesaparición, le hizo recordarlo todo. Adrian,cierto es, había acudido ya en busca de la fugit-iva, imaginando que su indomable angus-tia lahabría conducido a las inmediaciones del Par-lamento, y que algún contratiempo la había re-tenido. Pero Raymond, sin darnos explicaciónalguna, se ausentó de pronto, y al instante oí-mos el galope de su caballo por las calles, apesar del viento y la lluvia que la tormenta

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esparcía sobre la tierra. Como desconocíamosadónde se dirigía y cuánto tardaría en regresar,abandonamos el lugar, suponiendo que tarde otemprano regresaría con Perdita, y que nolamentarían verse solos.

Mi hermana, entretanto, había llegado consu hija a Dartford, llorando desconsolada-mente. Ordenó que todo se dispusiera parapoder proseguir viaje y, acostando a supequeña en una cama, pasó varias horas deagudo sufrimiento. A veces observaba la viol-encia con que descargaban los elementos ypensaba que la atacaban a ella. Oía el golpeteode la insistente lluvia, que la sumía en latristeza y la desesperación. En ocasiones sos-tenía a su hija en brazos, buscándole parecidoscon su padre, temerosa de que más adelantedemostrara también las mismas pasiones e im-pulsos incontrolables que tan infeliz la hacían.Pero volvía a constatar con una mezcla de or-gullo y delicia que al rostro de su pequeñaasomaba la misma sonrisa hermosa que con

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frecuencia iluminaba el semblante de Ray-mond. Su visión la aliviaba. Pensaba en el te-soro que poseía al contar con el afecto de suseñor; en sus hazañas, que superaban todas lasde sus coetáneos, en su genio, en su devociónpor ella. Y se le ocurrió que renunciaría debuen grado a todo lo que poseía en el mundo,salvo a él, como ofrenda propiciatoria que leasegurara el bien supremo que con él conserv-aba. Y no tardó en imaginar que el destinoexigía de ella ese sacrificio como prueba de quevivía entregada a Raymond, y que debíahacerlo con alegría. Se imaginó su vida en laisla griega que él había escogido para su retiro,y donde ella trataría de aliviar su dolor. Ima-ginó que allí cuidaría de su hermosa hija Clara,que allí cabalgarían juntos, que allí se dedi-caría a consolarlo. Y la imagen se formó anteella con colores tan vivos que empezó a temerprecisamente lo contrario, la vida de magnifi-cencia y poder en Londres, donde Raymond yano sería sólo suyo ni ella la única fuente de

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felicidad para él. Por lo que a ella respectaba,empezó a desear que su esposo salieraderrotado. Sólo teniéndolo en cuenta a él sussentimientos vacilaron cuando oyó el galope desu caballo en el patio de la posada. Que acudi-era a su encuentro a solas, empapado por lalluvia, pensando sólo en el modo de llegarantes, ¿qué podía significar sino que,derrotado y solitario, debía emprender lamarcha de su Inglaterra natal, el escenario desu vergüenza, y ocultarse junto a ella entre losmirtos de las islas griegas?

De pronto se hallaba en sus brazos. Elconocimiento de su éxito había impregnado suser hasta tal punto, que a Raymond no le pare-ció necesario transmitir la noticia a su amada.Ella sólo sintió en su abrazo la seguridad deque, mientras él la poseyera, no desesperaría.

–Qué bueno eres –exclamó ella–. Quénoble, mi amado. No temas la desgracia ni losreveses de la fortuna mientras estés con tu Per-dita. No temas la tristeza mientras nuestra hija

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viva y sonría. Vayamos donde tú quieras. Elamor que nos acompaña ahuyentará nuestrospesares.

Rodeada por sus brazos habló de ese modo,y echó hacia atrás la cabeza en busca de unasentimiento a sus palabras en los ojos de suesposo. Y vio que éstos lanzaban destellos dealegría.

–¿Cómo decís, pequeña Protectora? –pre-guntó él, burlón–. ¿Qué es lo que habláis?¿Qué oscuros planes de exilios y tinieblas hasurdido, cuando una tela más brillante, tejidacon hilos de oro, es la que, en verdad, deberíasestar contemplando?

Raymond le besó la frente, pero ella, lam-entando a medias su triunfo, agitada por tan-tos cambios súbitos en su pensamiento, ocultóel rostro en su pecho y lloró. Él la consoló almomento, le transmitió sus propias esperanzasy deseos, y el rostro de Perdita no tardó en

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iluminarse. ¡Qué felices fueron esa noche!¡Cómo rebosaba su alegría!

Footnotes

*Orlando furioso , VI, 47, 2-3, Ariosto. «Parecíamos allí

haber reunido / gran parte de lo que los mortales re-

cuerdan.» (N. del T.)

**Se trata de un cargo de cierta relevancia histórica en

Inglaterra, por ser el que se dio Cromwell en su mandato

republicano. (N. del T.)

*Lucio Quincio Cincinato. Patricio de la antigüedad ro-

mana. En 458 a. C. fue llamado por el Senado para salvar

al ejército romano y a Roma de la invasión. Recibió

poderes absolutos y el nombramiento de dictador. Tras

conseguir la victoria rechazó todos los honores para

volver a trabajar la tierra. (N. del T.)

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Capítulo VII

Tras dejar a nuestro amigo instalado en sunuevo puesto, volvimos los ojos hacia Wind-sor. Su cercanía de Londres atenuaba el dolorde tener que separarnos de Raymond y Per-dita. Nos despedimos de ellos en el palacio delProtectorado. Me impresionó bastante ver a mihermana tratando de interpretar su papel, in-tentando ocupar su nuevo cargo con su acos-tumbrada dignidad. Su orgullo interior y susencillez de modales se hallaban, más quenunca, en guerra. Su timidez no era un rasgoartificial, surgía del temor a no ser lo bastanteapreciada, de cierta conciencia de la indiferen-cia con que la trataba el mundo, que tambiéncaracterizaba a Raymond. Pero ella pensaba enlos demás con más insistencia que él, y partede su retraimiento nacía del deseo de extraerde quienes la rodeaban un sentimiento de in-ferioridad, un sentimiento que a ella no se le

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pasaba por la cabeza. A causa de su cuna y desu educación, Idris hubira estado mejor capa-citada para las actividades ceremoniales, perola naturalidad con que ella acompañaba talesacciones, surgida del hábito, se las hacía tedio-sas, mientras que, a pesar de todas las dificult-ades, no había duda de que Perdita disfrutabade su posición. Estaba demasiado llena denuevas ideas como para sentir pesar cuandonos dijimos adiós. Se despidió de nosotrosafectuosamente y prometió acudir a visitarnospronto. Pero no lamentaba las circunstanciascausantes de nuestra separación. Raymond semostraba exultante: no sabía qué hacer con elpoder recién adquirido. Mil planes bullían ensu mente, aunque todavía no había decididoponer ninguno en práctica. Con todo, se pro-metía a sí mismo, y prometía a sus amigos y almundo entero, que su Protectorado estaríamarcado por algún acto de inigualable gloria.Así, menguados en número, conversandosobre ello, regresamos al castillo de Windsor.

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Nos alegraba enormemente alejarnos del tu-multo político que dejábamos atrás, y an-helábamos volver a nuestras soledades con en-ergías redobladas. No echábamos de menos lasocupaciones. En mi caso, mis intereses secentraban exclusivamente en el ejercicio in-telectual. Había descubierto que el estudioserio era una excelente medicina para curar lasfiebres del espíritu que, de haberme manten-ido indolente, sin duda me hubieran asaltado.Perdita nos había permitido llevarnos a Claraal castillo, y ella y mis dos preciosos hijos eranmotivo de interés y distracción permanentes.

La única circunstancia que perturbabanuestra paz era la salud de Adrian. Su deteri-oro era claro, aunque ninguno de sus síntomasnos llevaba a adivinar la enfermedad que pa-decía. Pero algo en el brillo de sus ojos, en suexpresión arrebatada, en el color de sus mejill-as, nos hacía temer que estuviera consumién-dose. Con todo, nuestro amigo no sentía dolor

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ni miedo alguno. Se entregaba con ardor a lalectura y descansaba del estudio en compañíade sus seres más queridos, su hermana y yo. Aveces se acercaba a Londres para reunirse conRaymond y ser testigo del desarrollo de losacontecimientos. Solía llevarse a Clara enaquellas visitas, en parte para que pudiera vera sus padres y en parte porque a Adrian lefascinaban el parloteo y el gesto inteligente deaquella niña encantadora.

Entretanto, en la capital todo marchaba bi-en. Las nuevas elecciones se habían celebrado.El Parlamento se reunía y Raymond vivía ocu-pado en mil planes de mejora. Se proyectabancanales, acueductos, puentes, edificios es-tatales, así como varias instalaciones de utilid-ad pública. Siempre estaba rodeado de proyec-tistas y proyectos destinados a hacer deInglaterra escenario de fertilidad y magnificen-cia. La pobreza iba a ser erradicada. Loshombres se trasladarían de un lugar a otro casicon la misma facilidad que los príncipes

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Hussein, Alí y Ahmed en Las mil y una noches. El estado físico del hombre pronto dejaría dedepender de la benevolencia de los ángeles. Laenfermedad sería abolida y de los trabajos sesuprimirían las cargas más pesadas. Nada detodo ello parecía extravagante. Las artes de lavida y los descubrimientos de la ciencia,habían aumentado en una proporción quehacía imprevisible todo cálculo. Los alimentos,por así decirlo, brotaban espontáneamente; ex-istían máquinas que suministraban fácilmentetodo lo que la población necesitaba. Pero latendencia al mal sobrevivía y los hombres noeran felices, no porque no pudieran, sinoporque no se alzaban para superar los obstácu-los que ellos mismos habían creado. Raymondhabía de inspirarlos con su voluntad benéfica,y el engranaje de la sociedad, una vez sistemat-izado según reglas precisas, ya nunca su-cumbiría al desorden. Para el logro de tales es-peranzas había abandonado la ambición quedurante tan largo tiempo había alimentado:

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pasar a los anales de las naciones como unguerrero victorioso. Renunciando a la espada,la paz y sus glorias duraderas se convirtieronen su meta, y el título al que ahora aspiraba erael de benefactor de su país.

Entre las obras de arte que promovía se en-contraba la construcción de una Galería Na-cional dedicada a la escultura y la pintura. Élmismo poseía muchas obras, que planeabaceder a la República. Y, como el edificio estaballamado a convertirse en la perla de su Protect-orado, se mostraba muy puntilloso en cuantoal diseño de su construcción. Se le presentaroncientos de planes, que rechazaba sin excep-ción. Llegó a enviar a dibujantes a Italia y Gre-cia para que realizaran bocetos. Pero como laGalería debía caracterizarse por la originalid-ad, además de por la perfección de su belleza,durante cierto tiempo sus esfuerzos no hal-laron recompensa. Al fin le enviaron un dibujoanónimo, aunque con una dirección de con-tacto. El diseño resultaba nuevo y elegante,

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aunque contenía defectos. Tantos que, aunquelos trazos eran hermosos y elegantes, resultabaevidente que no era obra de un arquitecto.Raymond lo contempló encantado. Cuantomás le gustaba, más complacido se sentía, apesar de que a cada inspección los errores semultiplicaban. Escribió a la dirección indicadaexpresando su deseo de reunirse con el dibu-jante para proponerle cambios, unos cambiosque se le sugerirían en el transcurso delencuentro.

Llegó un griego. Se trataba de un hombrede mediana edad y físico tan ordinario queRaymond dudaba de que pudiera tratarse deun proyectista, a pesar de su expresión inteli-gente. Él mismo reconoció no ser arquitecto,pero la idea de aquel edificio se habíaapoderado de él y había decidido enviarla sinesperanza alguna de que fuera aceptada. Erahombre de pocas palabras. Raymond le for-mulaba preguntas, pero la parquedad de susrespuestas le llevó a concentrarse en el dibujo.

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Le señaló los errores y los cambios que de-seaba introducir. Ofreció al griego un lápizpara que pudiera realizar los cambios allímismo, pero el visitante rehusó, asegurandoque había comprendido perfectamente lo quele solicitaba y que prefería trabajar en casa.Finalmente Raymond le dejó marchar. Regresóal día siguiente con el boceto modificado. Peroseguían apareciendo muchos defectos y habíamalinterpretado algunas de las instrucciones.

–Vamos –dijo Raymond–. Ayer cedí a supetición. Hoy le conmino a que acepte mipropuesta. Tome este lápiz. –El griego obed-eció, pero su manera de sostenerlo delatabaque no era artista.

–Le confieso, señor –admitió al cabo–, queyo no soy el autor de los bocetos. Pero es im-posible que vea al verdadero dibujante. Sus in-strucciones debo transmitírselas yo. Le ruego,pues, que sea paciente con mi ignorancia y meexponga a mí sus deseos. Estoy seguro de que,con el tiempo, se sentirá satisfecho.

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Raymond le interrogó en vano. El mis-terioso griego no reveló nada más. ¿El artistaaceptaría recibir la visita de un arquitecto?También se negaba a ello. Raymond reiteró susinstrucciones y el visitante se ausentó. A pesarde todo, nuestro amigo se negaba a renunciar asu deseo. Sospechaba que la causa del misterioestaba en una pobreza extrema, y que el artistano deseaba que nadie fuera testigo de la miser-ia de sus ropas y de su morada. Todo aquellono hacía sino excitar la curiosidad de Raymondpor descubrir de quién se trataba. Espoleadopor el interés que sentía por los talentos ocul-tos, ordenó a alguien experto en tales menes-teres que siguiera al griego la próxima vez quele visitase y observara la casa en que entrara.Su emisario lo hizo así y volvió para trans-mitirle la información. Había seguido alhombre hasta una de las calles más destartala-das de la metrópoli. A Raymond no le ex-trañaba que, en aquella situación, el artista

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prefiriera mantenerse en el anonimato, pero eldato no le llevó a cambiar de opinión.

Aquella misma tarde se presentó sólo en ladirección indicada. La pobreza, la suciedad y lamiseria caracterizaban el lugar. «¡Ah!–pensó–. Me queda tanto por hacer antes deque Inglaterra se convierta en un paraíso...»Llamó a la puerta, que se abrió cuando alguien,desde arriba, tiró de una cuerda. La escaleracochambrosa y decrépita apareció ante él, peronadie salió a recibirlo. Volvió a llamar, envano, e impaciente por el retraso, decidió subira oscuras el primer tramo de peldaños rotos.Su principal deseo, sobre todo después dehaber visto con sus propios ojos el estado deabyección en que se encontraba la morada delartista, era ayudar a alguien que, dotado de tal-ento, carecía de todo lo demás. Se representóen la imaginación a un joven de ojos brillantes,revestido de genio pero menguado por elhambre. Temía que su visita no le agradara,pero confiaba en saber administrar su

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generosa bondad con delicadeza, para no des-pertar rechazo en él. ¿Qué corazón humano secierra del todo a la amabilidad? Y aunque lapobreza, cuando es excesiva, puede volver aquien la padece incapaz de aceptar la supuestadegradación de un beneficio, el celo de su be-nefactor ha de lograr al fin que muestreagradecimiento. Aquellos pensamientos alent-aron a Raymond, que se hallaba ya frente a lapuerta del último piso del edificio. Tras in-tentar sin éxito acceder a las otras habitacionesde la plan-ta, percibió, justo en el rellano deésta, unas babuchas turcas. La puerta estabaentreabierta, pero tras ella reinaba el silencio.Era probable que el inquilino se hubiera aus-entado, pero seguro de haber dado con la dir-ección correcta, nuestro intrépido Protectorsintió la tentación de entrar para dejar unabolsa de monedas sobre la mesa antes de aban-donar discretamente la estancia. Resuelto ahacerlo así, empujó despacio la puerta y al

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momento descubrió que el cuarto estabahabitado.

Raymond no había visitado nunca lasviviendas de los más necesitados, y la visiónque se presentó ante él le causó un fuerte im-pacto: el suelo estaba hundido en varioslugares, las paredes desconchadas y desnudas,el techo manchado de humedad. En un rincónvio una cama destartalada. Sólo había dos sil-las en el cuarto, además de una mesa vieja yrota, sobre la que reposaba una palmatoria dehojalata con una vela encendida. Y sin em-bargo, en medio de toda aquella siniestra y ab-rumadora miseria asomaba un aire de orden ylimpieza que le sorprendió. Aquel fue unpensamiento fugaz, pues su atención se desvióal momento hacia la habitante de aquella tristemorada. Se trataba de una mujer que, sentadaa la mesa, se protegía con una mano los ojos dela luz de la vela. Con la otra sostenía un lápiz.Observaba fijamente el boceto que teníadelante, y que Raymond reconoció al momento

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como el mismo que le habían presentado el díaanterior. El aspecto de aquella joven despert-aba su más vivo interés. Llevaba los cabellosmorenos peinados en gruesas trenzas, como enun tocado de estatua griega. Vestía con mod-estia, pero su actitud la convertía en modelo degracia. Raymond recordaba vagamente habervisto a alguien parecido. Se acercó a ella, queno alzó la vista del papel y se limitó a pregun-tarle, en romaico, quién era.

–Un amigo –respondió Raymond en elmismo dialecto. Ella alzó la cabeza entonces,sorprendida, y él descubrió que se trataba deEvadne Zaimi. Evadne, en otro tiempo ídolo delos afectos de Adrian y que, por causa del visit-ante que ahora llegaba, había desdeñado alnoble joven y luego, rechazada por el objeto desu amor, con las esperanzas rotas y atenazadapor el dolor punzante de la desgracia, había re-gresado a su Grecia natal. ¿Qué revolución dela fortuna la había llevado de vuelta a

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Inglaterra y la había instalado en semejantecuartucho?

Cuando Raymond la reconoció, sus maner-as pasaron de la amable benevolencia a lasmás cálidas manifestaciones de amabilidad ycomprensión. Viéndola en aquella situaciónsentía su alma atravesada por una flecha. Sesentó junto a ella, le tomó la mano y le dijo milcosas, movido por la compasión y el afecto.Evadne no respondía. Sin alzar los ojososcuros en ningún momento, finalmente unalágrima asomó a sus pestañas.

–La amabilidad logra así –exclamó– lo quela necesidad y la miseria jamás han con-seguido: que me deshaga en llanto.

Vertió entonces muchas lágrimas, y sinsaber qué hacía apoyó la cabeza en el hombrode Raymond. Él le tomó la mano y le besó lamejilla hundida y húmeda. Le aseguró que sussufrimientos habían terminado. Nadie era me-jor que él en las artes del consuelo, pues no

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razonaba ni peroraba, sino que se limitaba amirar con ojos comprensivos. Recreaba imá-genes agradables que plantaba en la mente dequien sufría. Sus caricias no despertabandesconfianza, pues nacían del mismo sentimi-ento que lleva a la madre a besar a su hijoherido: un deseo de demostrar de todos losmodos posibles la verdad de sus emociones,una necesidad de verter bálsamo en la mentelacerada del infortunado.

Cuando Evadne recobró la compostura,Raymond empezó a mostrarse casi alegre. Algole decía que no eran los males de la pobreza losque oprimían su corazón, sino más bien la ba-jeza y la desgracia consecuencia de aquélla.Mientras conversaban, él fue despojándola deambas. A veces le hablaba de su fortaleza congrandes elogios. En otras ocasiones, aludiendoa su estado anterior, la llamaba «princesacamuflada». Le ofreció su ayuda since-ra. Ellaestaba demasiado ocupada con otros pensami-entos como para aceptarla o rechazarla. Al

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cabo Raymond se fue, no sin prometerle quevolvería a visitarla al día siguiente. Y regresó acasa lleno de sentimientos contradictorios, deldolor que la desgracia de Evadne le despertabay del placer ante la idea de poder aliviarla. Al-guna razón que ni siquiera él lograba expli-carse le llevó a ocultarle lo sucedido a Perdita.

Al día siguiente se cubrió con una capa parapasar desapercibido y volvió a visitar a Evadne.De camino compró una cesta de frutas caras,como las que se cultivaban en su país y, de-corándola con flores, la llevó personalmentehasta el miserable desván de su amiga.

–Mire –le dijo al entrar– qué alimento depájaros he traído para la golondrina del tejado.

Ese día Evadne le relató la historia de susinfortunios. Su padre, a pesar de su origen ar-istocrático, había dilapidado su fortuna e in-cluso acabado con su reputación e influencia acausa de su vida disoluta. Su salud se resintiósin remedio, y antes de morir expresó su más

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ferviente deseo de mantener a su hija alejadade la pobreza que la acecharía cuando quedarahuérfana. De modo que aceptó la propuesta dematrimonio de un rico mercader griego in-stalado en Constantinopla y la conminó a ella aaceptarla a su vez. Abandonó entonces su Gre-cia natal. Su padre falleció. Ella gradualmentefue perdiendo el contacto y los lazos con suscompañías de juventud.

La guerra, que hacía un año había estalladoentre Grecia y Turquía, supuso grandes revesesde fortuna. Su esposo se arruinó y posterior-mente, durante un tumulto y entre amenazasde masacre proferidas por los turcos, se vieronobligados a huir a medianoche, y montados enun bote alcanzaron un buque inglés que loscondujo a la isla. Las pocas joyas que habíanlogrado conservar les sirvieron para sobrevivirun tiempo. Evadne dedicaba toda su fortalezade espíritu a animar a su esposo, cada vez másabatido por el desánimo. La perdida de suspropiedades, la desesperanza sobre su futuro,

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la ociosidad a que la pobreza lo condenaba, sealiaron para reducirlo a un estado rayano en lalocura. Cinco meses después de su llegada aInglaterra, el hombre se quitó la vida.

–Me preguntará en qué me he ocupadodesde entonces –prosiguió Evadne–. Por quéno he pedido auxilio a los griegos acaudaladosque viven aquí. Por qué no he regresado a miGrecia natal. Mi respuesta a estas preguntas hade parecerle sin duda insatisfactoria, pero a míme ha bastado para soportar día a día todos losreveses que he sufrido, en lugar de obtener ay-uda por tales medios. ¿Acaso la hija del nobleaunque pródigo Zaimi, ha de aparecer comouna mendiga ante sus iguales o inferiores, puessuperiores a ella no tenía? ¿Debo inclinar lacabeza en su presencia y, con gesto servil,vender mi nobleza para siempre? Si tuviera unhijo, o algún vínculo que me atara a la existen-cia, tal vez me rebajara a ello pero en mi casoel mundo ha sido para mí como una madrastraavara. Gustosa abandonaría yo la morada que

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ella parece reclamarme, y en la tumba olvid-aría mi orgullo, mis luchas, mi desesperación.El momento no tardará. El pesar y el hambreya han minado los cimientos de mi ser. Enbreve habré fallecido. Limpio de la mancha dela autodestrucción, libre del recuerdo de la de-gradación, mi espíritu se librará del su míseroenvoltorio y hallará la recompensa que mere-cen la fortaleza y la resignación. Tal vez a ustedle parezca locura, y sin embargo también ustedsiente orgullo y resolución. No se asombre,pues si en mí aquél es indomable y éstainalterable.

Tras completar su relato, tras explicar loque estimó oportuno de su historia, de losmotivos que la habían llevado a abstenerse depedir ayuda a sus paisanos, Evadne hizo unapausa, aunque parecía tener más que decir,algo que no era capaz de expresar con palab-ras. Entretanto era Raymond el que se mostra-ba elocuente. Le animaba el deseo de devolvera su amiga al rango social al que pertenecía, así

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como sus propiedades perdidas, y se sentíalleno de energía, con todos sus deseos e inten-ciones concentrados en la resolución de eseasunto. Pero se sentía atado: Evadne le habíahecho prometer que ocultaría a todos sus ami-gos su estancia en Inglaterra.

–Los familiares del conde de Windsor –dijoaltiva– creen sin duda que le causé una herida.Tal vez el conde mismo sería el primero enperdonarme, pero seguramente no merezco elperdón. Actué entonces, como siempre,movida por el impulso. Quizás al menos estapenosa morada sea la prueba que demuestre eldesinterés que ha impulsado mi conducta. Noimporta. No deseo defender mi causa ante nin-guno de ellos, ni siquiera ante su señoría, si nome hubiera descubierto. El tenor de mis ac-ciones demostrará que prefería morir a con-vertirme en blanco de burlas: «¡Mirad todos ala orgullosa Evadne vestida con harapos!¡Mirad a la princesa mendiga!» La mera idea

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está cargada de veneno de áspid. Prométameque no violará mi secreto.

Raymond así lo hizo. Y acto seguido se en-zarzaron de nuevo en la conversación. Evadnerequería de él otro compromiso: que no acept-ara ningún beneficio para ella sin su consenti-miento y que no le ofreciera ningún alivio a susituación.

–No me degrade ante mis propios ojos–dijo–. La miseria ha sido mi nodriza durantelargo tiempo. Su rostro es duro, pero es hon-esta. Si el deshonor, o lo que yo entiendo comodeshonor, se acerca a mí, estoy perdida.

Raymond trató de disuadirla recurriendo asu poder de convicción y a mil argumentos, sinéxito. Y acalorada por el rumbo del debate, enel que participaba con pasión y vehemencia,Evadne prometió solemnemente que huiría yse ocultaría donde él no pudiera encontrarla,donde el hambre no tardara en acabar con suvida y sus pesares, si él insistía en sus

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pretensiones. Según dijo, podía mantenersepor sí misma. Y mostrándole varios dibujos ypinturas, le contó que así era como se ganabael pan. Raymond cedió de momento. Estabaseguro de que cuando llevara un tiempo anim-ándola y alentándola, la amistad y la razónacabarían ganando la partida.

Pero los sentimientos que movían a Evadneestaban anclados en lo más profundo de su sery eran de tal naturaleza que él no podía enten-derlos. Evadne amaba a Raymond. Él era elhéroe de su imaginación, la imagen que elamor había grabado en la fibra inalterada desu corazón. Hacía siete años, en la cima de sujuventud, se había sentido unida a él, quehabía servido a su país contra los turcos. Entierra griega había adquirido aquella gloriamilitar que tan querida resultaba a los helenos,pues todavía se veían obligados a luchar palmoa palmo por su seguridad. Y sin embargo,cuando regresó a su país y se dio a conocerpúblicamente en Inglaterra, el amor que sentía

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por él no le fue correspondido, pues Raymondvacilaba entre Perdita y la corona. Mientras sehallaba en aquella indecisión ella abandonóInglaterra. En Atenas recibió la noticia de suboda, y sus esperanzas, capullos de flor malregados, se marchitaron y cayeron. La gloria dela vida se esfumó para ella. El halo rosado delamor, que había teñido con sus tonos todos losobjetos, desapareció. Se conformaba con to-marse la vida tal como se le presentaba, consacar el mejor partido de una realidad pintadade gris. Se casó y, trasladando a otros escenari-os la infatigable energía de su carácter, con-centró sus pensamientos en la ambición de lo-grar el título de princesa de Valaquia, así comola autoridad que de él emanaba. Satisfacía sussentimientos patrióticos pensando en el bienque podría hacer a su país cuando su esposogobernara el principado. Pero la experiencia ledemostró que sus ambiciones eran una ilusióntan vana como el amor. Sus intrigas con Rusiapara la consecución de su meta excitaron los

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celos del gobierno otomano, así como la anim-osidad del griego. Ambos la consideraron culp-able de traición, a lo que siguió la ruina de suesposo. Evitaron la muerte sólo porque huyer-on a tiempo, y ella cayó de las alturas de susdeseos a la penuria en Inglaterra. Gran partede ese relato se lo ocultó a Raymond. Tampocole confesó que la repulsa y la negación, comolas que se arrojan sobre un criminal acusadodel peor de los delitos, el de traer la hoz deldespotismo extranjero para erradicar lasnuevas libertades que afloraban por todo elpaís, habrían seguido a todo intento suyo deponerse en contacto con sus compatriotas.

Sabía que ella era la causante de la ruinaabsoluta de su esposo y se esforzaba por asum-ir las consecuencias: los reproches que en suagonía le hacía o, peor aún, la depresión incur-able y no combatida que sumía su mente en elsopor y que no resultaba menos dolorosa porpresentarse callada e inmóvil. Ella se re-prochaba a sí misma el crimen de su muerte.

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La culpa y sus castigos parecían acecharla; envano trataba de aplacar los remordimientoscon el recuerdo de su integridad; el resto delmundo, incluida ella misma, juzgaba sus ac-ciones por las consecuencias de éstas. Rezabapor el alma de su esposo, rogaba al Altísimoque la culpara a ella del crimen de su suicidio,y prometía vivir para expiar su pecado.

En medio de toda aquella zozobra, que nohabría tardado en consumirla por completo,sólo en una idea hallaba consuelo. Vivía en elmismo país, respiraba el mismo aire que Ray-mond. Su nombre, una vez proclamado Pro-tector, estaba en boca de todos. Sus logros, susproyectos y su magnificencia eran el tema detodas las conversaciones. Nada es tan preciosoal corazón de una mujer como la gloria y la ex-celencia del hombre al que ama. Así, ante to-dos sus horrores, Evadne se regocijaba en lafama y la prosperidad de Raymond. Mientrassu esposo vivía, ella se aver-gonzaba de aquel-los sentimientos, los reprimía, se arrepentía de

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ellos. Cuando murió, la marea de su amor re-cobró su antiguo vaivén, le inundó el alma consus olas tumultuosas y la convirtió en presa desu incontrolable fuerza.

Pero nunca, nunca consentiría que la vieraen aquel estado de degradación en que se en-contraba. Él no había de presenciar jamás lacaída desde el orgullo de su belleza hasta aqueldesván miserable que ocupaba, con un nombreque, en su propia alma, se había convertido enreproche y en sinónimo de pesada culpa. Pero,aunque invisible a ojos del Protector, el cargopúblico de éste le permitía a ella estar al corri-ente de sus actividades, de su vida cotidiana,incluso de sus conversaciones. Evadne se per-mitía un solo lujo: leía los periódicos todos losdías y celebraba enormemente las alabanzasque recibía Raymond, así como sus actos,aunque su alegría no estuviera exenta del cor-respondiente pesar. El nombre de Perdita ibasiempre unido al suyo. Su felicidad conyugal lacelebraba incluso el testimonio auténtico de

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los hechos. Estaban siempre juntos, y la desdi-chada Evadne no podía leer el nombre de Ray-mond sin que simultáneamente se le present-ara la imagen de ella, compañera fiel de todossus esfuerzos y placeres. Ellos, «Sus Excelen-cias», aparecían en todas las líneas que leían,conformando una pócima maligna que en-venenaba su sangre.

Fue precisamente en el periódico dondehalló la convocatoria del concurso para laGalería Nacional. Combinando su gusto per-sonal con el recuerdo de los edificios que habíaadmirado en Levante, y gracias a su esfuerzocreador, que los dotó de unidad de diseño,ejecutó los planos que había hecho llegar alProtector. Se regocijaba en la idea de propor-cionar, desconocida y olvidada, un beneficio alhombre a quien amaba. Y con entusiasmo y or-gullo aguardaba impaciente la construcción deuna obra suya que, inmortalizada en piedra,pasaría a la posteridad unida al nombre deRaymond. Aguardó inquieta a que regresara el

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mensajero que había enviado a palacio. Es-cuchó con avidez el relato que éste le refirió detodas y cada una de las palabras del Protector,de cada uno de sus gestos. Se sentía dichosacomunicándose así con su amado, aunque élno supiera a quién enviaba sus instrucciones.El propio boceto se convirtió para ella en unobjeto estimadísimo. Él lo había visto y lohabía ensalzado. Y luego ella lo retocó, y cadatrazo de su lápiz era como el acorde de unamúsica encantada, que le hablaba de la idea deerigir un templo para celebrar la emoción másprofunda y más impronunciable de su alma.En aquellas meditaciones se hallaba cuando lavoz de Raymond llegó por sorpresa hasta susoídos, aquella voz que, una vez percibida, nopodía olvidarse. Dominando el torrente desentimientos que la atenazaban, le dio la bien-venida con sosegada amabilidad.

Su orgullo y su ternura libraban una batallaque acabó en tablas. Aceptaría ver a Raymondporque el destino lo había guiado hasta ella y

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porque su propia constancia y devociónmerecían su amistad. Pero sus derechos re-specto a él y el mantenimiento de su independ-encia, no debían mancharse con la idea del in-terés ni con la intervención de unos sentimien-tos complejos basados en las obligaciones pe-cuniarias, ni con la posición dispar que ocu-paban benefactor y beneficiaria. La mente deEvadne mostraba una fortaleza poco común.Era capaz de someter sus necesidades emo-cionales y sus deseos mentales, y de sufrir frío,hambre y miseria, por no dar la razón a la for-tuna en su reñido combate. ¡Ah! ¡Qué lástimaque, en la naturaleza humana, semejantemuestra de disciplina mental, de desprecio al-tivo a la naturaleza misma, no se acompañarade excelencia moral! Pero la resolución que lepermitía soportar el dolor de las privacionesnacía de la desbor-dante energía de sus pa-siones: y la fortaleza de espíritu de que hacíagala, y que era una de las manifestaciones deaquélla, estaba destinada a destruir incluso a

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su ídolo, para la preservación de cuyo respetose entregaría a tal nivel de miseria.

Su relación continuó. Evadne fue relatandoa su amigo los pormenores de su historia, lamancha que su nombre había recibido en Gre-cia, el peso del pecado a que se había hechoacreedora con la muerte de su esposo. CuandoRaymond se ofreció a limpiar su reputación y ademostrar al mundo entero su sincero patriot-ismo, ella declaró que era sólo a través de susufrimiento como esperaba aliviar en algo losembates de su conciencia; que, en su estadomental, por más perturbada que a él le pareci-era, la necesidad de entregarse a una ocupa-ción era una medicina saludable. Acabó ar-rancándole la promesa de que, por espacio deun mes, él se abstendría de hablar a nadie desus intereses, y ella, por su parte, se compro-metió, transcurrido ese tiempo, a plegarse par-cialmente a sus deseos. No podía ocultarse a símisma que cualquier cambio que se produjerala separaría de él. De momento lo veía todos

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los días. Él nunca le hablaba de su relación conAdrian y Perdita. Para ella él era un meteoro,una estrella solitaria, que a la hora convenidase alzaba en su hemisferio y cuya presencia leaportaba felicidad, y que, aunque se ocultara,no se eclipsaba jamás. Acudía todos los días asu morada de penurias y su presencia la trans-formaba en un templo impregnado de dulzura,iluminado por la luz del propio cielo. Él parti-cipaba de su delirio: «Construyeron un muroentre ellos y el mundo». Fuera revolo teabanmil arpías, el remordimiento y la miseria,aguardando el momento propicio para abalan-zarse sobre ella; dentro reinaba una paz comode inocencia, una ceguera despreocupada, unadicha engañosa, una esperanza cuya serena an-cla reposaba en aguas plácidas peroinconstantes.

Y así, mientras Raymond se hallaba en-vuelto en visiones de poder y fama, mientrasansiaba dominar por completo los elementos ylas mentes de los hombres, el territorio de su

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propio corazón escapaba a su control. Y deaquella fuente imprevista surgiría el poderosotorrente que dominaría su voluntad y arras-traría hasta el mar inmenso la fama, la esper-anza y la felicidad.

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Capítulo VIII

¿Qué hacía entretanto Perdita?

Durante los primeros meses de Protector-ado, Raymond y ella habían sido inseparables.Él le pedía opinión sobre todos los proyectos ytodos los planes debían ser aprobados por ella.Jamás vi a nadie más feliz que mi dulce her-mana. Sus ojos expresivos eran dos estrellas, ysu amor, los destellos que emitían. La esper-anza y la despreocupación se dibujaban en sufrente despejada. A veces incluso se le saltabanlágrimas de alegría al ensalzar la gloria de suseñor. Su existencia toda era un sacrificio en suhonor, y si en la humildad de su corazón sentíacierta auto-complacencia, ésta nacía de pensarque había hecho suyo al héroe absoluto de sutiempo, y que lo había conservado duranteaños, incluso después de que el tiempo hubieraapartado del amor su alimento más común.

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Ella, por su parte, seguía sintiendo exacta-mente lo mismo que al principio. Cinco añosno habían bastado para destruir la deslum-brante irrealidad de su pasión. La mayoría delos hombres rasgaban despiadadamente el velosagrado de que se reviste el corazón femeninopara adornar el ídolo de sus afectos. No asíRaymond. Él era un ser encantador, y su re-inado jamás menguaba; un rey cuyo podernunca se suspendía. Aunque se le siguiera porlos senderos de la vida cotidiana, el mismo en-canto de su gracia y su majestad los adornaba.Tampoco se despojaba jamás de la deificacióninnata con que la naturaleza lo había investido.Perdita ganaba en belleza y excelencia bajo sumirada. Yo apenas reconocía ya a la hermanaabstraída y reservada en la fascinante y abiertaesposa de Raymond. Al genio que iluminaba surostro se sumaba ahora una expresión de be-nevolencia que confería una perfección divinaa su hermosura.

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La felicidad es, en su grado máximo, her-mana de la bondad. El sufrimiento y la amabil-idad pueden ir de la mano, y a los escritores lesencanta representar tal conjunción; existe unaarmonía enternecedora y humana en esa rep-resentación. Pero la felicidad perfecta es un at-ributo de los ángeles. Y quien la posee pareceun ser angelical. Se ha dicho que el miedo espariente de la religión, e incluso que la religiónes su generadora, la que conduce a sus fieles asacrificar víctimas humanas en sus altares.Pero la religión que nace de la felicidad es deuna clase mejor: la religión que nos hace ex-clamar fervorosos agradecimientos y nos hacederramar el excedente del alma ante el creadorde nuestro ser; la que es progenitora de la ima-ginación y alimento de su poesía; la que otorgauna inteligencia benévola a los mecanismosvisibles del mundo y convierte la tierra en untemplo cuyo pináculo es el cielo; esa felicidad,esa bondad y esa religión habitaban en lamente de Perdita.

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Durante los cinco años que habíamos pas-ado juntos, en la comunión de nuestra dicha, lasuerte que había tenido en la vida era tema re-currente de conversación para mi hermana. Lacostumbre y el afecto natural la llevaban apreferirme a mí, más que a Adrian o a Idris,como interlocutor en aquellas muestras des-bordantes de alegría. Tal vez, aunque en apari-encia fuéramos tan distintos, algún puntosecreto de similitud, consecuencia de la con-sanguinidad, inducía su preferencia. Con fre-cuencia, cuando anochecía, paseaba con ellapor los senderos umbríos del bosque, y la es-cuchaba alegre y comprensivo. La seguridadconfería dignidad a sus pasiones, la certeza deuna correspondencia plena no dejaba lugar enella para deseos insatisfechos. El nacimientode su hija, reproducción exacta de Raymond,supuso el colmo de su dicha y creó un vínculosagrado e indisoluble entre ellos. A veces sesentía orgullosa de que la hubiera preferido aella a las esperanzas de una corona. En

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ocasiones recordaba que había experimentadogran angustia cuando él se mostró vacilante ensu elección. Pero el recuerdo de aquella de-sazón no hacía sino subrayar su alegríapresente. Lo que había obtenido con esfuerzole resultaba, una vez alcanzado, doblementeencomiable. Lo observaba desde lejos con elmismo arrobamiento («Oh, no, con un ar-robamiento mucho más intenso») que podríasentir alguien que, vencidos los peligros de unatempestad, se viera frente al puerto deseado.Avanzaba a toda prisa hacia él para sentir conmás certidumbre, entre sus brazos, la realidadde su dicha. La calidez del afecto de Raymond,sumada a lo profundo de la comprensión dePerdita y a la brillantez de su imaginación laconvertían, más allá de la palabras, en un seradorado por su esposo.

Si alguna insatisfacción la visitaba algunavez, ésta nacía de la idea de que él pudiera noser feliz del todo. No en vano la característicade su juventud había sido el deseo de fama y la

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ambición presuntuosa. Aquélla la había ad-quirido en Grecia, y ésta la había sacrificado enaras del amor. Su intelecto hallaba suficientecampo para ejercitarse en su círculodoméstico, cuyos miembros, todos ellos ador-nados por el refinamiento y la literatura, tam-bién se distinguían, o al menos muchos de el-los, por su genio. Con todo, la vida activa era elabono para sus virtudes, y en ocasiones sufríael tedio de la monotonía con que se sucedíanlos hechos en nuestro retiro. El orgullo leimpedía quejarse, y la gratitud y el afecto quesentía por Perdita solían actuar como ador-midera contra todos sus deseos salvo el de serdigno de su amor. Todos nos percatábamos deque le asaltaban aquellos sentimientos, y nadielos lamentaba más que Perdita. Su vida, queconsagraba a él, era un sacrificio menor com-parado con la decisión que él había tomado,pero aquello no era suficiente. ¿Acaso necesit-aba él alguna gratificación que ella no podía

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darle? Ésa era la única nube en el cielo azul desu felicidad.

Su acceso al poder estuvo lleno de dolorpara ambos, aunque, él, al menos, satisfacía asísus deseos, cumplía con aquello para lo que lanaturaleza parecía haberlo moldeado. Su act-ividad se veía colmada por completo, sin quese produjeran cansancio ni saciedad. Su gustoy su genio hallaban expresión plena en todos ycada uno de los modos que los seres humanoshan inventado para captar y manifestar el es-píritu de la belleza. La bondad de su corazónnunca se cansaba de procurar el bienestar desu prójimo. Su alma generosa y sus aspir-aciones de conseguir el respeto y el amor de lahumanidad daban al fin sus frutos. Cierto; suexaltación era temporal. Tal vez fuera mejorasí. El hábito no adormecería su disfrute delpoder, y las luchas, decepciones y derrotas nole aguardarían al final de todo lo que expiraseal alcanzar su madurez. Estaba decidido a ex-traer y condensar toda la gloria, todo el poder,

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todos los logros que pudieran conseguirse enun reinado largo, y ejecutarlos en los tres añosque durara su Protectorado.

Raymond era un ser eminentemente social.Todo aquello de lo que ahora disfrutaba habríaestado exento de placer para él si no hubierapodido compartirlo con otros. Pero en Perditaposeía todo lo que su corazón deseaba. Delamor que ella le profesaba nacía la compren-sión; la inteligencia que demostraba la llevabaa entenderlo sin necesidad de que entre ellosmediaran las palabras. Durante los primerosaños de su unión, sus cambios de humor, mat-izados por la contención que aplacaba sucarácter, habían supuesto en Raymond ciertofreno a la plenitud de sus sentimientos. Peroahora que su serenidad inalterable y su con-formismo tranquilo se sumaban a sus demáscualidades, el respeto que sentía por ella eratanto como su amor. Los años transcurridosfavorecían la solidez de su unión. Ya no debíanadivinar, avanzar a tientas tratando de intuir el

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mejor modo de complacer al otro, esperandoque su dicha se prolongara, y a la vez temiendoque terminara. Cinco años aportaban sobriacerteza a sus emociones sin privarlos por ellode lo etéreo de su emoción. Habían tenido unhijo, lo que no había hecho menguar en abso-luto el atractivo personal de mi hermana. Sutimidez, que en ella casi había equivalido a in-comodidad, se convirtió en aplomo sutil, y lafranqueza sustituyó a la reserva como caracter-ística destacada de su fisonomía. Su voz iba ad-quiriendo un tono suave, interesante. Acababade cumplir los veintitrés, y el orgullo de sufeminidad llenaba sus preciosos deberes de es-posa y madre y le otorgaba todo lo que sucorazón siempre había deseado. Raymond eradiez años mayor. A su belleza, dignidad y as-pecto noble, añadía ahora gentil benevolencia,irresistible ternura y una atención delicada yfranca a los deseos de los demás.

El primer secreto que existió entre ellosfueron las visitas de Raymond a Evadne. La

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fortaleza y la hermosura de la infortunadagriega le habían causado asombro. Al des-cubrir que ella demostraba por él un aprecioinquebrantable, él le preguntó, sorprendido,por cuál de sus actos merecía ser objeto de suamor apasionado y no correspondido. Así,Evadne se convirtió, durante un tiempo, en elobjeto único de sus ensoñaciones. Y Perdita sedio cuenta de que los pensamientos y el tiempode su amado se ocupaban en asuntos de losque ella no participaba. Mi hermana era pornaturaleza ajena a los celos angustiados e in-fundados. El tesoro que poseía en el afecto deRaymond le era más necesario que la sangreque corría por sus venas, y con más motivo queOtelo podría haber afirmado:

Estar dudoso una vezes decidirse una vez.*

En aquella ocasión no sospechó ningunaalienación de sus afectos, y más bien creía que

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el misterio se debía a alguna circunstanciarelacionada con el alto cargo que ocupaba. Sesentía desconcertada y dolida. Empezó a con-tar los largos días, y los meses, y los años quehabrían de transcurrir hasta que él regresara ala esfera de lo privado y se entregara de nuevoa ella sin reservas. Pero no se acostumbraba aque él le ocultara nada, y con frecuencia selamentaba. Con todo, mantenía inalterada laconvicción de que era la única que ocupaba unlugar en sus afectos. Y cuando estaban juntos,libre de temores, abría su corazón a la máscompleta dicha.

El tiempo pasaba. Raymond, en plena car-rera, se detuvo a reflexionar sobre las con-secuencias de sus actos. Y, contemplando así elfuturo, ante él aparecieron dos conclusiones:que debía mantener en secreto su relación conEvadne, y que si no lo hacía así Perditaacabaría por enterarse. La precaria situaciónde su amiga le impedía plantearse la posibilid-ad de alejarse de ella. Desde el primer

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momento había renunciado a mantener unaconversación franca con la compañera de suvida, franqueza con que habría podido ganarsesu complicidad. Ahora, el velo debía ser másgrueso que el inventado por los celos turcos, yel muro más alto que el del torreón inex-pugnable de Vathek,* para ocultarle las cuitasde su corazón y los secretos de sus acciones.Pero la idea le resultaba dolorosa hasta lo in-tolerable. La franqueza y la participación de losocial constituían la esencia de la naturaleza deRaymond. Sin ellas, sus cualidades desa-parecían y, sin sus cualidades, la gloria queprodigaba en su relación con Perdita se esfu-maría, y su decisión de renunciar a un tronopor su amor se convertiría en algo tan débil yvacío como los colores del arco iris, que desa-parecen cuando se oculta el sol. Sin embargo,no había remedio. Ni el genio, ni la devoción niel coraje, que eran los adornos de su mente,ejercidos al unísono y con el mayor de sus es-fuerzos, bastarían para hacer retroceder un

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ápice las ruedas del carro del tiempo. Lo quehabía sido estaba escrito con la plumadiamantina de la realidad en el volumen eter-no del pasado. Y no había agonía ni lágrimassuficientes para borrar una sola coma del actoconsumado.

Pero ése era el mejor aspecto de lacuestión. ¿Qué sucedería si las circunstanciasllevaran a Perdita a sospechar, y a zanjar la so-specha? Todas las fibras de su cuerpo cedierony un sudor frío le cubrió la frente al pensarlo.Muchos hombres se burlarían de ese temor.Pero él leía el futuro, y la paz de Perdita le im-portaba demasiado, aunque la agonía mudaresultara demasiado cierta, demasiado temiblecomo para no alterarlo. No tardó en decidirse:si sucedía lo peor, si ella descubría la verdad,no soportaría sus reproches ni sería testigo desu expresión de dolor. La abandonaría, dejaríaatrás Inglaterra, a sus amigos, los escenariosde su juventud, las esperanzas del porvenir, eiría en busca de otro país, y en otros escenarios

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empezaría a vivir de nuevo. Cuando lo hubodecidido, se sintió más sosegado. Pensaba con-ducir con prudencia los corceles del destinopor la senda tortuosa que había escogido, ypondría todo su empeño en ocultar lo que noera capaz de alterar.

La confianza absoluta que seguía existiendoentre Perdita y él hacía que lo compartieran to-do. Uno abría las cartas de la otra pues, inclusoentonces, sus corazones no se ocultaban mu-tuamente ni sus pliegues más recónditos. Así,un día llegó una carta inesperada y Perdita laabrió. De haber contenido la confirmación, ellahabría quedado aniquilada. Pero la misiva noera tan explícita y ella, temblorosa, fría y pál-ida, fue en busca de Raymond, que se encon-traba solo, estudiando unas peticionespresentadas últimamente al gobierno. Entrósin hacer ruido, se sentó en un sofá, frente a él,y lo observó con tal expresión de desespera-ción que los gritos más estridentes y los lamen-tos más descarnados habrían sido desvaídas

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demostraciones de dolor comparadas con laencarnación viva de éste que mostraba ella.

En un primer momento, él no levantó lavista de los documentos. Pero cuando lo hizo,le asustó la zozobra dibujada en sus mejillas y,olvidando por un instante sus propios actos ytemores, le preguntó, consternado:

–¿Qué ocurre, querida? ¿Qué te sucede?

–Nada –respondió ella al momento–.Aunque en realidad sí... –Pronunciaba sus pa-labras cada vez más atropelladamente–. Tienessecretos, Raymond. ¿Dónde has estado última-mente? ¿A quién has visto, qué me ocultas?¿Por qué ya no gozo de tu confianza? Pero noes esto lo que... No pretendo acorralarte conpreguntas. Una me basta... ¿Tan mala soy?

Con mano temblorosa le alargó la carta yvolvió a sentarse, pálida e inmóvil, observán-dolo mientras él la leía. Raymond reconoció alinstante la letra de Evadne y se ruborizó. Agran velocidad imaginó el contenido de la

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carta. Ahora todo pendía de un hilo. Lafalsedad y el artificio eran minucias compara-das con su inminente ruina. Debía disipar deun plumazo las sospechas de Perdita o aban-donarla para siempre.

–Querida niña –dijo–, soy culpable, perodebes perdonarme. No debí iniciar este en-gaño, pero lo hice para ahorrarte sufrimientos,y cada día se me hacía más difícil alterar miplan. Además, la infortunada autora de estaspocas líneas me inspiraba discreción.

Perdita ahogó un grito.

–¡Continúa! –exclamó–. ¡Continúa!

–Eso es todo... esta carta lo dice todo. Meencuentro en la más difícil de las circunstan-cias. He obrado lo mejor que he sabido, y aunasí tal vez he obrado mal. Mi amor por ti semantiene inviolado.

Perdita negó con la cabeza, vacilante.

–No puede ser –dijo–. Sé que no es así. Túquieres engañarme, pero yo no me dejaré

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engañar. Te he perdido, me he perdido, he per-dido mi vida.

–¿No me crees? –le preguntó Raymond,altivo.

–Para creerte –exclamó ella–, renunciaríaa todo y moriría feliz, para sentir, después demuerta, que lo que dices es cierto. Pero nopuede ser.

–Perdita –prosiguió Raymond–. No ves elprecipicio frente al que te hallas. Tal vez creasque no accedí a la línea de conducta que heseguido recientemente sin vacilaciones ni dol-or. Sabía que era posible que despertara tus so-spechas. Pero confiaba en que mi sola palabrabastara para disiparlas. Construí mi esperanzasobre tu confianza. ¿Crees que aceptaré ser in-terrogado y que mis respuestas se rechacen sinmás? ¿Crees que aceptaré que se sospeche demí, que tal vez se me vigile, que se me someta aescrutinio y que se desconfíe de mi testimonio?Todavía no he caído tan bajo. Mi honor no está

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aún tan manchado. Tú me has amado. Yo te headorado. Pero todos los sentimientos humanosllegan a su fin. Dejemos que expire nuestroafecto, pero no consintamos en convertirlo endesconfianza y recriminación. Hasta ahorahemos sido amigos, amantes; no nos convir-tamos en enemigos, en espías mutuos. Nopuedo vivir siendo objeto de sospecha, y tú nopuedes creerme. ¡Separémonos entonces!

–¡Exacto! –exclamó Perdita–. ¡Sabía queacabaría así! ¿Acaso ya no estamos separados?¿Acaso entre nosotros no se abre un río tan an-cho como el mar, tan hondo como una sima?

Raymond se puso en pie y, con voz entre-cortada, los rasgos tensos, el gesto sereno,como el del aire antes de un temblor de tierra,respondió:

–Me alegro de que te tomes mi decisión tanfilosóficamente. Sin duda representarás admir-ablemente el papel de esposa ultra-jada. A vec-es te asaltará la sensación de que te has

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equivocado conmigo, pero la condolencia detus familiares, la lástima del mundo, el biene-star que la conciencia de tu propia inocenciainmaculada te concederá, será un bálsamo ex-celente... ¡A mí no volverás a verme!

Raymond se acercó a la puerta. Olvidó quetodas y cada una de las palabras que había pro-nunciado eran falsas. Representaba su inocen-cia con tal convicción que a sí mismo se en-gañaba. ¿No lloran los actores cuando actúansus pasiones imaginarias? Un sentimiento másintenso que la realidad de la ficción seapoderaba de él. Hablaba con orgullo. Se sen-tía herido. Perdita alzó la vista y vio la ira en sumirada. Raymond apoyaba la mano en eltirador de la puerta. Se puso en pie y se arrojóa su cuello sollozando, gimoteando. Él le tomóla mano, la condujo hasta el sofá y se sentó asu lado. Ella le apoyó la cabeza en el hombro,temblorosa, mientras ráfagas abrasadoras yheladas recorrían alter-nativamente su ser.

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Observando su emoción, Raymond le hablócon tono pausado.

–El golpe se ha asestado. No me alejaré deti sintiendo este dis-gusto. Te debo demasiado.Te debo seis años se felicidad sin fisuras. Peroesos años ya han terminado. No viviré bajo so-specha, siendo objeto de los celos. Te amo de-masiado. En nuestra separación eterna sólopodemos esperar dignidad y rectitud de ac-ción. Por tanto, no nos degradarán nuestrosverdaderos personajes. La fe y la devoción hansido hasta hoy la esencia de nuestra relación.Perdidas ambas, no nos aferremos al ca-parazón estéril de la vida, al grano sin semilla.Tú tienes a la niña, a tu hermano, a Idris, aAdrian...

–¡Y tú –exclamó Perdita– a la autora de es-ta carta!

Un rayo de indignación incontrolable re-corrió la mirada de Raymond. Sabía que, almenos esa acusación, era falsa.

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–Alimenta esa creencia –dijo–, mécela entu corazón, conviértela en almohada donde re-pose tu cabeza, en opio para tus ojos. Yo meconformo. Pero, por el Dios que me creó, el in-fierno no es más falso que las palabras queacabas de pronunciar.

A Perdita le impresionó la seriedad im-pávida de sus afirmaciones.

–No me niego a creerte, Raymond –re-spondió, sincera–; al contrario. Prometo de-mostrar una fe implícita en tu mera palabra.Asegúrame sólo que no has violado nunca tuamor y tu fe por mí. Y la sospecha, la duda ylos celos se disiparán al momento. Seguiremoscomo siempre, un solo corazón, una sola es-peranza, una sola vida.

–Ya te he asegurado mi fidelidad –dijoRaymond con frialdad desdeñosa–. Una tripleafirmación no vale de nada cuando se despre-cia a alguien. No diré más, pues nada puedoañadir a lo que ya he dicho, y que tú

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despectivamente has puesto en duda. Esta dis-puta es indigna de los dos, y confieso estarcansado de tener que responder a unos cargosque son a la vez infundados y crueles.

Perdita trató de leer en su rostro, que élapartó, airado. Había tanta verdad y naturalid-ad en su resentimiento que sus dudas se disi-paron. El gesto de ella, que durante años nohabía expresado más que emociones ligadas alafecto, volvió a mostrarse radiante y satis-fecho. Con todo, no le resultó nada fácil ab-landar y apaciguar a Raymond. En un primermomento él se negó a quedarse para es-cucharla. Pero no hubo modo de disuadirla.Segura de su amor inalterado, estaba dispuestaa entregarse a cualquier esfuerzo, a usar cu-alquier artimaña, para apartarlo de su enfado.Finalmente él accedió a escucharla y se sentóen silencio, altivo. Primero ella le aseguró quesentía una confianza ilimitada en él. Eso debíasaberlo bien, pues de no ser así no pretenderíaretenerlo. Enumeró entonces sus años de

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felicidad. Recreó para él escenas pasadas deintimidad y dicha. Imaginó en voz alta su vidafutura, mencionó a su hijita y las lágrimas, ino-portunas, inundaron sus ojos. Trató de conten-erlas sin éxito y un sollozo quebró su voz.Hasta ese momento no había llorado. Ray-mond no pudo soportar aquellas muestras dedolor. Se sentía tal vez algo avergonzado delpapel de hombre ultrajado que representaba,cuando en realidad era él el causante del ultra-je. Y en ese instante sintió un amor absolutopor Perdita. La curva de su nuca, los rizosresplandecientes, el ángulo de su cuerpo eranpara él motivo de profunda ternura y ad-miración. Mientras hablaba, su voz melodiosase apoderaba de su alma, y no tardó en compa-decerse de ella, en consolarla y acariciarla,tratando de convencerse a sí mismo de quejamás la había engañado.

Raymond abandonó el despacho tam-baleante, como quien acaba de ser sometido atortura y aguarda impaciente que vuelvan a

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infligírsela. Había pecado contra su propiohonor afirmando, jurando algo que era, sencil-lamente, falso. Cierto que había engañado auna mujer, lo que tal vez pudiera considerarsemenos vil... para otros, no para él. Pues, ¿aquién había engañado? A Perdita, la mujer queconfiaba en él, que lo adoraba, que con su fegenerosa lo hería doblemente cada vez que re-cordaba la exhibición de inocencia que habíadesplegado ante él. La mente de Raymond noera tan dura, ni las circunstancias de la vida lohabían tratado con tanta crudeza como paravolverlo inmune a tales consideraciones. Alcontrario, sentía los nervios destrozados, y elespíritu en llamas que menguaban y sedisipaban al contagiarse de los vaivenes de unambiente viciado. Pero ahora ese contagio sehabía incorporado a su esencia y el cambio res-ultaba más doloroso. La verdad y la falsedad,el amor y el odio, habían perdido sus fronteraseternas, el cielo se aprestaba a mezclarse con elinfierno. Y mientras, su mente sensible, en

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medio del campo de batalla, sintió el agui-jonazo de la locura. Se despreciaba profunda-mente a sí mismo, estaba enfadado con Per-dita, y la idea de Evadne se acompañaba de to-do lo que resultaba odioso y cruel. Sus pa-siones, que siempre lo habían dominado,hacían acopio de nuevas fuerzas desde el largosueño en que el amor las había acunado, y elpeso inminente del destino lo abatía; se sentíalanceado, torturado, en extremo impacientepor la irrupción de la peor de las desgracias: elremordimiento. Ese estado de congo-ja lellevó, gradualmente, a una animosidad tacit-urna primero, y luego al desánimo. Sus inferi-ores, e incluso sus iguales, si es que en el cargoque ocupaba tenía alguno, se sorprendieron alhallar ira, amargura y sarcasmo en quien antesdestacaba por su dulzura y benevolencia. Seocupaba de los asuntos públicos con desagradoy se refugiaba en cuanto podía en una soledadque era a la vez su desgracia y su alivio.Montaba un caballo brioso, el mismo que le

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había llevado a la victoria en Grecia. Sefatigaba practicando ejercicios extenuantes,procurando olvidar los zarpazos de una menteangustiada mediante la entrega a sensacionesanimales.

Fue recuperándose lentamente y, al fin,como si de vencer los efectos de un veneno setratara, alzó la cabeza por sobre los vapores dela fiebre y la pasión y alcanzó la atmósfera ser-ena de la reflexión sosegada. Meditó sobre quéera lo mejor que podía hacer. En primer lugarle sorprendió constatar el tiempo que habíatranscurrido desde que la locura, más que cu-alquier impulso razonable, se había erigido enárbitro de sus acciones. Había pasado un mes,y durante todo ese tiempo no había visto aEvadne. La fortaleza de la joven griega, vincu-lada a algunas de las emociones duraderas delcorazón de Raymond, había decaído en granmedida. Él ya no era su esclavo, ya no era suamante. Ya no volvería a verla más y, por lo

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absoluto de su enmienda, merecía recuperar laconfianza de Perdita.

Y sin embargo, a pesar de su determ-inación, en su fantasía imaginaba la miserablemorada de la griega. Una morada que, movidapor sus nobles y elevados principios, se negabaa cambiar por otra más lujosa. Pensaba en lagracia que irradiaba su aspecto la prime-ra vezque la vio; fantaseaba con su vida en Con-stantinopla, rodeada de magnificencia orientalen toda circunstancia, pensaba en su penuriapresente, en sus trabajos cotidianos, en supenoso estado, en sus mejillas pálidas y hundi-das por el hambre. La compasión le henchía elpecho. Volvería a verla una vez más, una sola.Idearía un plan para restituirla a la sociedad ylograr que volviera a disfrutar de todo lo queera propio de su rango. Y una vez lo hubierahecho, de manera inevitable, se produciría laseparación.

También pensó en que, durante ese mes,había evitado a Perdita, apartándose de ella

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como de los aguijones de su propia conciencia.Pero ahora había despertado y debía ponerremedio a aquella situación. Con su devociónfutura borraría aquella mancha única en laserenidad de su vida. Al pensar en ello se sintiómás animado, y con seriedad y resolución fuetrazando la línea de conducta que habría deadoptar. Recordó que había prometido a Per-dita asistir esa misma noche (diecinueve de oc-tubre, aniversario de su elección como Protect-or) a la fiesta que se organizaba en su honor,una fiesta que había de ser un buen augurio delos años de felicidad futura. Pero antes se ocu-paría de Evadne. No se quedaría con ella, perole debía una explicación, una compensaciónpor su larga e inesperada ausencia. Y despuésregresaría a Perdita, al mundo olvidado, a losdeberes de la sociedad, al esplendor del rango,al disfrute del poder.

Tras la escena descrita en las páginas pre-cedentes, Perdita había asistido a un cambioradical en las maneras y la conducta de su

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esposo. Ella esperaba volver a la libertad decomunicación y al afecto en su relación, unafecto que había constituido la delicia de suvida. Pero Raymond no se había unido a ellaen sus advocaciones. Se ocupaba de sus asun-tos cotidianos lejos de ella, se ausentaba decasa y ella no sabía adónde iba. El dolor infli-gido por aquella decepción era intenso y ledaba tormento. Ella lo veía como un sueño en-gañoso y trataba de apartarlo de su conciencia.Pero como la camisa de Neso,* se aferraba a sucarne y ávidamente consumía su principio vi-tal. Poseía aquello (aunque tal afirmaciónpueda parecer una paradoja) que pertenecesólo a unos pocos, la capacidad de ser feliz. Sudelicada estructura y su imaginación creativala hacían especialmente susceptible de sentiremociones placenteras. La calidez desbordantede su corazón, que convertía el amor en unaplanta de raíces profundas y majestuoso creci-miento, había dispuesto su alma toda para larecepción de la felicidad, y entonces había

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encontrado en Raymond todo lo que podía ad-ornar el amor y satisfacer su imaginación. Perosi el sentimiento sobre el que se apoyaba eltejido de su existencia se volvía algo manidopor culpa de la participación, de la intermin-able sucesión de atenciones y accionesbenéficas depositadas en otros –el universo deamor de Raymond arrancado de ella–,entonces la felicidad se ausentaba de ella y seconvertía en su contrario. Las mismas peculi-aridades de su carácter convertían sus penasen agonías; su imaginación las magnificaba, susensibilidad la dejaba siempre expuesta a lamisma impresión renovada; el amor en-venenaba el aguijón que se clavaba en elcorazón. No había sumisión, paciencia ni en-trega en su dolor. Ella lo combatía, luchabacontra él, y con su resistencia volvía más duroslos zarpazos. La idea de que él amaba a otra re-gresaba a ella una y otra vez. Para hacerle jus-ticia, admitía que Raymond sentía por ella untierno afecto, pero conceder un premio menor

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a alguien que, en la lotería de la vida futura, hasoñado con poseer decenas de miles, escausarle una decepción mayor que si no ganaranada. El afecto y la amistad de él podía resultarinestimable, pero, más allá de ese afecto, másprofundo que la amistad, se ocultaba el tesoroindivisible del amor. La suma completa era detal magnitud que ningún aritmético sería capazde calcular su valor. Y si se sustraía de ella laporción más pequeña, si se daba nombre a suspartes, si se separaba por grados y secciones,como la moneda del mago, como el oro falsode la mina, se convertía en la sustancia más vil.El ojo del amor encierra un significado; existeuna cadencia en su voz, una irradiación en susonrisa, el talismán cuyo encantamiento sólouno puede poseer. Su espíritu es elemental, suesencia, simple, su divinidad, unitaria. Elcorazón y el alma misma de Raymond y Per-dita se habían fundido, como dos arroyos demontaña que se unen en su descenso y mur-muran y discurren sobre los guijarros

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resplandecientes, junto a flores que son comoestrellas. Pero si uno de los dos abandona sucarrera esencial, o queda retenido por algúnobstáculo, el otro ve menguar su caudal. Per-dita sentía aquella disminución de la mareaque alimentaba su vida. Incapaz de soportar ellento marchitarse de sus esperanzas, se leocurrió un plan con el que pensaba poner fin aese periodo de tristeza y recobrar la felicidadtras los recientes y desastrososacontecimientos.

Estaba a punto de cumplirse un año delnombramiento de Raymond como Protector.Era costumbre celebrar ese día con una fiestaespléndida. Eran varios los sentimientos queimpulsaban a Perdita a duplicar la magnificen-cia del evento. Y sin embargo, mientras se pre-paraba para la velada, se preguntaba por quése tomaba tantas molestias en celebrar tansuntuosamente un hecho que, a sus ojos, mar-caba el inicio de sus sufrimientos. La desgraciase cernió sobre aquel día, pensó, la desgracia,

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las lágrimas y los lamentos cayeron sobre lahora en que Raymond albergó más esperanzasque la esperanza del amor, más deseos que eldeseo de mi devoción. Y tres veces dichososerá el momento en que me será devuelto. Diossabe que deposito mi confianza en sus prome-sas, y creo en la fe que ha proclamado, y sinembargo, de ser así, no perseguiría lo que es-toy resuelta a conseguir. ¿Deben transcurrirdos años más de este modo, nuestra alienaciónaumentando día a día, cada acto convertido enuna piedra que sirve para levantar el muro quenos separa? No, Raymond mío, mi únicoamado, sola posesión de Perdita. Esta noche,durante la espléndida recepción, en estas sun-tuosas estancias, en compañía de tu llorosaniña nos reuniremos todos para celebrar tu ab-dicación. Por mí, en una ocasión, renunciaste ala corona. Fue en los días primeros de nuestroamor, cuando no podía estar segura de nuestrafelicidad y me alimentaba sólo de esperanzas.Ahora ya conoces por experiencia todo lo que

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puedo darte, la devoción de mi alma, el amorinmaculado, mi sumisión inquebrantable a ti.Debes escoger entre todo ello y tu Protector-ado. Ésta, noble orgulloso, es tu última noche.Perdita ha puesto en ella todo lo magnífico ydeslumbrante que tu corazón más ama, perocuando salga el sol deberás alejarte de estosespléndidos aposentos, de la asistencia de losnotables, del poder y la elevación, para re-gresar a nuestra morada del campo. Yo noaceptaría una inmortalidad de dicha si para lo-grarla hubiera de soportar aquí una semanamás.

Meditando su plan, dispuesta a pro-ponérselo, llegada la hora, y decidida a insistiren que él lo aceptara, segura de que la compla-cería, el corazón de Perdita se sintió liberadode su carga, exaltado. El color volvió a susmejillas con la emoción de la espera. Sus ojosbrillaban con la promesa del triunfo en labatalla. Habiéndose jugado el destino a unasola carta, y con la seguridad de ganar la

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partida, ella, de quien he escrito que llevaba elsello de reina de naciones en la frente, se alzóentonces por encima de la humanidad y,revestida de un poder sereno, pareció detenercon un solo dedo la rueda de los hados. Nuncacomo en ese instante fue tan encantadora, tandivina.

Nosotros, los pastores arcadios del relato,habíamos manifestado nuestra intención deasistir a la fiesta, pero Perdita nos escribiópara pedirnos que no lo hiciéramos y que nosausentáramos de Windsor, pues ella (que nonos reveló sus planes) pensaba regresar anuestro querido refugio a la mañana siguiente,para retomar el curso de una vida en la quehabía hallado la felicidad completa. Más tarde,aquella noche entró en los aposentos dispues-tos para la celebración. Raymond había aban-donado el palacio la noche anterior con lapromesa de acudir a la velada, pero todavía nohabía regresado. Sin embargo, ella estaba se-gura de que finalmente llegaría. Y cuanto más

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parecía abrirse la brecha de la crisis, más se-gura estaba ella de que lograría cerrarla parasiempre.

Era, como he dicho, diecinueve de octubre,bien entrado el lúgubre otoño. El vientoululaba, los árboles medio desnudos se despo-jaban del recuerdo de su ornato estival. El aire,que inducía a la agonía de la vegetación,aparecía hostil a toda alegría y esperanza. Ladecisión que había tomado Raymond le habíaalegrado el ánimo, pero a medida que moría eldía, su humor se ensombrecía. Primero debíavisitar a Evadne, y después dirigirse deprisa alpalacio del Protectorado. Mientras caminabapor las callejuelas del barrio donde vivía ladesdichada griega, su corazón se le encogía alpensar en lo mal que se había portado con ella.En primer lugar, había consentido que per-maneciera en aquel estado de degradación; ydespués, tras una breve ensoñación desbocada,la había abandonado a su triste soledad, su an-siosa conjetura, su amarga, insatisfecha

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esperanza. ¿Qué habría hecho ella mientrastanto? ¿Cómo habría resistido su ausencia yabandono? La luz se extinguía en aquelloscallejones, y cuando se abrió la puerta que tanbien conocía, la escalera apareció envuelta entinieblas. Subió por ella a tientas, entró en eldesván y encontró a Evadne tendida en ellecho, muda, casi sin vida. Llamó a voces a losvecinos, pero éstos no supieron decirle nada,salvo que nada sabían. Para él su historia es-taba clara, clara y diáfana como el remordimi-ento y el horror que clavaba en él sus zarpas.Cuando se vio desamparada por él, perdió lasganas de recurrir a sus advocaciones más fre-cuentes. El orgullo le impedía pedirle ayuda aél. Dio la bienvenida al hambre, que para ellaera la custodia de las puertas de la muerte,entre cuyos pliegues, sin pecado, no tardaríaen hallar reposo. Nadie acudía a verla mientrassus fuerzas flaqueaban.

Si moría, ¿dónde se hallaría constancia deun asesinato que pudiera compararse, en su

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crueldad, al que él habría cometido? ¿Qué serabyecto más cruel en su maldad, qué alma con-denada más merecedora de la perdicióneterna? Mandó buscar a un médico. Pasabanlas horas, que la incertidumbre convertía ensiglos. A la oscuridad de la larga noche otoñalsiguió el dia, y sólo entonces su vida pareció asalvo. Entonces ordenó su traslado a un lugarmás cómodo y permaneció a su lado para ase-gurarse de que seguía reponiéndose.

Cuando se hallaba así atenazado por la zo-zobra y el miedo, había recordado la fiesta quePerdita había organizado en su honor. En suhonor, mientras la desgracia y la muerte seiban grabando, indelebles, sobre su nombre,en su honor, cuando por sus crímenes merecíael cadalso. Aquella era la peor de las burlas. Ysin embargo Perdita lo esperaba. Escribió unaslíneas inconexas en un pedazo de papel en lasque le informaba de que se encontraba bien, yordenó a la casera que lo llevara a palacio y lopusiera en manos de la esposa del Protector.

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La mujer, que no lo había reconocido, le pre-guntó desdeñosa cómo creía que iba a recibirlala primera dama, nada menos que el día enque tenía lugar una celebración. Raymond leentregó su anillo para asegurarle el crédito delos sirvientes. Así, mientras Perdita se ocupabade los invitados y aguardaba impaciente lallegada de su señor, un mayordomo le hizollegar la alianza y le informó de que una mujerpobre traía una nota que debía entregarle enmano.

La misión que le había sido encomendadaazuzó la vanidad de la vieja chismosa, a pesarde no comprender su alcance pues, en realid-ad, seguía sin sospechar que el visitante deEvadne fuera lord Raymond. Perdita temía quese hubiera caído del caballo o que hubiera su-frido algún otro accidente, hasta que lasrespuestas de la mujer despertaron en ellaotros miedos. Recreándose en un engaño ejer-cido a ciegas, la mensajera entrometida, si nomaligna, no le habló de la enfermedad de

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Evadne. Pero sí le hizo un relato detallado delas frecuentes visitas de Raymond, salpicandosu narración de unos detalles que, además dellevar a Perdita a convencerse de su veracidad,acentuaban la crueldad y la perfidia de Ray-mond. Y lo peor del caso era que su ausenciade la fiesta, que en su mensaje ni siquieramencionaba, le parecía, a partir de las desgra-ciadas insinuaciones de aquella mujer, el másmortífero de los insultos. Observó de nuevo elanillo, con un pequeño rubí engarzado cuyaforma se asemejaba a un corazón, y que ellamisma le había regalado. Observó la letra delmensaje, que le resultaba inconfundible, yrepitió sus palabras para sus adentros: «Te or-deno, te ruego, que no permitas que los invita-dos se extrañen de mi ausencia.» Mientras, lavieja arpía seguía hablando y le llenaba lacabeza de una mezcla rara de verdades ymentiras. Final-mente Perdita le pidió que seretirara.

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La pobre muchacha regresó a la reunión,donde su ausencia no había sido advertida.Buscó refugio en un rincón algo apartado, yapoyándose en una columna decorativa tratóde recobrar la compostura. Se sentía paraliz-ada. Posó la vista en las flores de un jarrón tall-ado. Ella misma las había dispuesto allí por lamañana, flores preciosas y exóticas. Inclusoahora, abrumada como estaba, observaba suscolores brillantes, sus formas angulosas.

–¡Divina encarnación del espíritu de labelleza! –exclamó–. No os marchitéis ni oslamentéis. Que la desesperanza que oprime micorazón no se os contagie. ¿Por qué no seré yopartícipe de vuestra insensibilidad, de vuestrososiego?

Se detuvo. «Y ahora, a mis tareas–prosiguió mentalmente–. Mis invitados nodeben percatarse de la verdad, ni en lo queconcierne a él ni en lo que concierne a mí.Obedezco. Nadie sabrá nada, aunque caigamuerta apenas el último de los asistentes

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abandone el palacio. Ellos contemplarán losantípodas de lo que es real, pues yo, ante ellos,apareceré viva, cuando en verdad estoy...muerta.» Tuvo que hacer acopio de toda supresencia de ánimo para reprimir las lágrimasque aquella idea le provocaba. Lo logró trasmucho esfuerzo, y se volvió para reunirse conlos demás.

Todo su empeño se concentraba ahora encamuflar su conflicto interior. Debía represent-ar el papel de la anfitriona atenta; departir contodos los presentes; brillar como llama dealegría y gracia. Debía hacerlo aunque en suprofunda aflicción ansiaba verse sola, y habríacambiado gustosamente los salones atestadospor los recodos más umbríos de algún bosque,por un lúgubre monte engullido por las ti-nieblas. A pesar de ello, se mostraba alegre. Nopodía mantenerse en el término medio niaparecer, como era su costumbre, como unajoven plácida y conformada. Todo el mundocomentaba lo exaltado de su ánimo, y como

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toda acción de los más encumbrados por elrango se ve con buenos ojos, sus invitados elo-giaban su felicidad aparente, aunque su risasonara forzada y sus comentarios ingeniososresultaran algo bruscos, cosas ambas quehabrían bastado a un observador atento paradesvelar su secreto. Ella mantenía la farsa, sin-tiendo que si se detenía un instante, las aguasrepresadas de su tristeza le inundarían el alma,que sus esperanzas rotas se elevarían enlamentos feroces, y que todos los que ahoraensalzaban su dicha se alejarían, temerosos, enpresencia de las convulsiones de su desespera-ción. Sólo le proporcionaba consuelo, mientrascontravenía con tal violencia su estado natural,la observación de un reloj iluminado, que leservía para contar el tiempo que había detranscurrir hasta que volviera a estar sola.

Finalmente los salones empezaron a va-ciarse. Burlándose de sus propios deseos,regañaba a los invitados que se ausentabantemprano. Uno a uno, todos acabaron por

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marcharse, y llegó el momento de estrechar lamano del último.

–¡Qué mano más húmeda y más fría! –ledijo su amigo–. Está demasiado fatigada.Acuéstese pronto.

Perdita esbozó una sonrisa vaga. El últimoinvitado se marchó. El traqueteo del carruaje,que se perdía en la calle, confirmaba que al finestaba sola. Entonces, como si algún enemigoquisiera darle alcance, como si tuviera alas enlos pies, corrió hasta sus aposentos, ordenó alos criados que se retiraran, cerró las puertas yse tendió en el suelo. Mordiéndose los labiospara sofocar los gritos, permaneció largo ratopresa del buitre de la desesperación, esforzán-dose por no pensar, pero un remolino de ideashacía nido en su corazón. Unas ideas, horren-das como furias, crueles como víboras, quepasaban por él tan vertiginosamente queparecían empujarse y herirse unas a otras,transportándola a ella a la locura.

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Transcurrido largo rato se puso en pie, yamás entera, no menos triste. Se acercó a ungran espejo y observó su imagen en él refle-jada. El vestido etéreo y elegante; las piedraspreciosas que adornaban sus cabellos,rodeaban sus brazos y su cuello; sus pequeñospies, revestidos de satén; el tocado, brillante eintrincado; todo aparecía ante su semblantedescompuesto y desgraciado como el hermosomarco que abrazara la pintura de una tem-pestad. «Soy un jarrón –pensó–, un jarrónrebosante de la esencia más amarga deldesconsuelo. Adiós, adiós, Perdita, pobre niña.Ya nunca volverás a verte así. El lujo y lasriquezas ya no son tuyos. En el exceso de supobreza envidiarás al mendigo sin techo. Yo,más que él, carezco de hogar. Habito undesierto baldío que, ancho e infinito, no da niflor ni fruto. En su centro se alza una roca sol-itaria a la que tú, Perdita, estás encadenada, yves su extensión temible perderse en lalejanía.»

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Abrió de par en par la ventana que daba aljardín del palacio. La luz libraba un combatecon la oscuridad, y unas franjas de oro y rosapálido teñían el cielo por el este. Solo una es-trella titilaba en las profundidades de la at-mósfera apenas encendida. El aire de lamañana sopló, fresco, sobre las hojas cubiertasde rocío y penetró en la estancia caldeada.«Todo sigue su curso –pensó Perdita–. Todoavanza, se marchita y muere. Cuando el medi-odía termina y el día, fatigado, conduce susbueyes hasta los establos de poniente, los fue-gos del cielo se alzan por oriente y siguen susendero acostumbrado, ascendiendo y descen-diendo por las colinas celestes. Cuando com-pletan su ciclo, la esfera empieza a proyectarpor el oeste una sombra incierta: los párpadosdel día se abren y las aves y las flores, la veget-ación desconcertada, la brisa fresca, despier-tan. El sol aparece al fin, y en majestuosa pro-cesión asciende hasta el capitolio del cielo.

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Todo sigue su curso, cambia y muere, exceptola tristeza que siento en mi corazón doliente.

»Ah, todo avanza y cambia. ¿Puede sor-prender entonces que el amor se dirija hacia suocaso y que el señor de mi vida haya variado?Decimos que son fijas las estrellas del firma-mento, y sin embargo vagan por llanuras le-janas, y si volviera a mirar donde miraba haceuna hora, hallaría alterado el eterno rostro ce-lestial. La luna voluble y los planetas incon-stantes modifican todas las noches su erráticadanza; el propio sol, soberano de las alturas,abandona a diario su trono y deja sus dominiosa la noche y el invierno. La naturaleza envejecey tiembla sobre sus miembros gastados. ¡Lacreación se arruina! ¿Puede sorprender,entonces, que el eclipse y la muerte hayantraído destrucción a la luz de tu vida, oh,Perdita?»

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Footnotes

*Otelo , acto III, escena III. William Shakespeare. (N. del

T.)

*Protagonista de la novela homónima de William Beck-

ford cuya desmesura le lleva a construir una torre

altísima, dando así inicio a sus desventuras. (N. del T.)

*En Las metamorfosis de Ovidio, Heracles dispara al

centauro Neso una flecha envenenada. Antes de morir,

éste regala una camisa empapada con su sangre envenen-

ada a Deyanira, esposa de Heracles. Cuando éste se la

pone, la camisa se pega a su carne causándole un dolor in-

tolerable y la muerte. Shakespeare usa esta imagen de ira

y desesperación en Antonio y Cleopatra , acto IV, escena

12. (N. del T.)

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Capítulo IX

Así de tristes y desordenados eran lospensamientos de mi pobre hermana cuando enella se disipó toda duda de la infidelidad deRaymond. Sus virtudes y sus defectos se ali-aron para que el golpe recibido fuera incur-able. El afecto que profesaba por mí, suhermano, por Adrian y por Idris estaba sujeto,en realidad, a la pasión que dominaba sucorazón: incluso su ternura maternal tomabaprestada la mitad de sus fuerzas de la dichaque sentía al recrear los rasgos y la expresiónde Raymond en el semblante de su hija. Dur-ante su infancia había sido reservada e inclusoseria, pero el amor había suavizado lasasperezas de su carácter, y su unión con Ray-mond había hecho que afloraran sus talentos yafectos. Ahora, traicionados unos y perdidoslos otros, en cierto sentido retornó a su dis-posición anterior. El orgullo concentrado de su

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naturaleza, olvidado durante su sueño de feli-cidad, salió de su letargo, y con él lo hicieronlos colmillos viperinos que llevaba clavados enel corazón. La humildad de su espíritu poten-ciaba la fuerza del veneno; la estima que sentíapor sí misma aumentó mientras se vio distin-guida con el amor de su hombre; pero ¿quévalía ahora que él la había apartado de suspreferencias? Se había ufanado de haberloganado para sí, y de mantenerlo, pero ahoraotra se lo había arrebatado, y su confianza ensí misma se había enfriado más que un carbónempapado de agua.

Nosotros, en nuestro retiro, nos mantuvi-mos durante largo tiempo ignorantes de sudesgracia. Poco después de la fiesta pidió quele mandaran a su hijita, y luego pareció olvid-arnos. Adrian observó un cambio en ella dur-ante una visita posterior. Pero no supo conc-retar su alcance ni adivinar sus causas. Maridoy mujer seguían apareciendo juntos en público

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y vivían bajo el mismo techo. Raymond semostraba cortés, como siempre, aunque enocasiones aflorara una altivez repentina ocierta brusquedad en sus maneras, quedesconcertó a su buen amigo. Nada parecíanublar su frente, pero una vaga desidia habit-aba sus labios y cierta aspereza asomaba a suvoz. Perdita era todo amabilidad y atencionespara con su señor, pero apenas hablaba y semostraba triste. Había adelgazado, se la veíapálida y con frecuencia los ojos se le llenabande lágrimas. A veces observaba a Raymondcomo diciéndole: «¿Por qué tiene que ser así?»En otras ocasiones su semblante expresaba:«Seguiré haciendo todo lo que esté en mimano para hacerte feliz». Pero Adrian leía aciegas el carácter reflejado en su rostro, ypodía equivocarse. Clara siempre la acom-pañaba, y parecía sentirse más cómodacuando, en algún rincón apartado, podía sent-arse sosteniendo la mano de su hija, callada ysolitaria. A pesar de todo, Adrian no fue capaz

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de adivinar la verdad. Les invitó a visitarlos enWindsor, y ellos prometieron hacerlo duranteel mes siguiente.

A su llegada se adelantó el mes de mayo,que pobló de hojas los árboles del bosque y lossenderos de miles de flores. Supimos de su vis-ita con un día de antelación, y a la mañanasiguiente, muy temprano, Perdita llegó acom-pañada de su hija. Raymond no tardaría en re-unirse con ellos, nos dijo; algunos asuntos lohabían retenido. Por lo que Adrian nos habíaexplicado esperaba hallarla triste, pero, por elcontrario, llegó con el mejor de los ánimos. Eracierto que había perdido peso, y que su miradaparecía algo perdida, y sus mejillas algo máshundidas, aunque teñidas de un resplandorbrillante. Se mostró encantada de vernos. Aca-rició a nuestros hijos y se maravilló ante lomucho que habían crecido y aprendido. Claratambién se alegró de encontrarse de nuevo consu joven amigo, Alfred. Jugamos a mil cosascon ellos, y Perdita participó de buena gana.

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Nos transmitía su alegría, y mientras nos di-vertíamos en la terraza del castillo, se habríadicho que no era posible reunir grupo másalegre.

–Esto es mucho mejor, mamá –dijo Clara–que vivir en ese horrible Londres, donde tantasveces lloras, donde nunca ríes como ahora...

–Calla, tontita –replicó su madre–, y re-cuerda que todo el que mencione Londres serácastigado con una hora en Coventry.

Raymond llegó poco después. No se sumó,como de costumbre, a nuestro espíritu festivo,y trabó conversación con Adrian y conmigo;gradualmente fuimos separándonos denuestras compañeras. Finalmente, sólo Idris yPerdita se quedaron con los niños. Raymondnos habló de sus nuevos edificios, de su planpara mejorar la educación de los pobres. Comode costumbre, Adrian y yo empezamos a dis-cutir, y el tiempo fue transcurriendo sin quenos diéramos cuenta.

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Volvimos a reunirnos por la tarde. Perditainsistió en que tocáramos algo de música. Dijoque quería ofrecernos una muestra de sus nue-vos talentos, pues desde que vivía en Londresse había aplicado en su estudio, y cantaba, nocon gran potencia, pero sí con dulzura. No nospermitió que seleccionáramos para ellamelodías que no fueran alegres. De modo querecurrimos a todas las óperas de Mozart, de lasque escogimos las arias más divertidas. Entremuchos otros atributos, la música de Mozartposee, más que ninguna otra, la apariencia denacer del corazón; accedes a las pasiones queél expresa y te transporta hasta el dolor, la di-cha, la ira o la confusión, de acuerdo con lo queél, maestro de nuestra alma, decida inspir-arnos. Por un tiempo el espíritu de la hilaridadse mantuvo en lo más alto. Pero al fin Perditase retiró del piano, pues Raymond se habíasumado al trío de «Taci ingiusto core», de DonGiovanni , cuya condescendiente súplica élsuavizó hasta hacerla tierna, y llenó su corazón

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de los recuerdos de un pasado que ya no ex-istía. Era la misma voz, el mismo tono, los mis-mos sonidos y palabras que tantas veces, antes,él le había dedicado como homenaje de amorpor ella. Pero ya no era así. Y la armonía delsonido, en discordancia con lo que expresaba,la llenó de pesar y desesperación. Poco des-pués, Idris, que tocaba el arpa, atacó la apa-sionada y triste aria de Fígaro «Porgi, amor,qualche ristoro», en que la condesa, abandon-ada, lamenta el cambio del infiel Almaviva. Enella se expresa un alma tierna, doliente, y ladulce voz de Idris, sostenida sobre los acordessentimentales de su instrumento, añadía emo-ción a las palabras. Durante la súplica con que,llena de patetismo, ésta concluye, un sollozoahogado nos hizo volver la vista hacia Perdita.Los últimos compases la hicieron volver en sí,y abandonó a toda prisa la sala.

Fui tras ella. En un primer momento pare-ció que quería estar sola, pero ante mi

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insistencia sincera, acabó cediendo, se arrojó amis brazos y exclamó:

–Una vez más, una vez más sobre tu pechoamigo, mi amado hermano, puede Perdita, laperdida, verter sus penas. Me he impuesto amí misma la ley del silencio, y la he mantenidodurante meses. Ahora mismo me equivoco alllorar, y me equivoco aún más al poner palab-ras a mi dolor. ¡No hablaré! Ha de bastarte consaber que soy desgraciada, ha de bastarte consaber que el velo de vida que llevo pintado esfalso, que me hallo siempre envuelta en oscur-idad y tinieblas, que soy hermana de la pena, ycompañera del lamento.

Traté de consolarla. No le pregunté nadamás y me limité a acariciarla, a transmitirle elmás profundo de mis afectos y mi más sincerointerés por los cambios de su fortuna.

–Palabras amables –exclamó ella entre lá-grimas–, expresiones de amor que regresan amis oídos como los sonidos de una música

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olvidada que en otro tiempo amé. Sé que soninútiles, inútiles del todo en su intento de alivi-arme o consolarme. Querido Lionel: no puedesimaginar lo mucho que he sufrido en estos lar-gos meses. Por mis lecturas he sabido de lasplañideras de la antigüedad, que se cubríancon tela de saco, se arrojaban polvo sobre lacabeza, comían el pan mezclado con cenizas ymoraban en lo alto de montañas desoladas, re-prochando al cielo y a la tierra sus desgracias.Pues ése es el único lujo de la pena, poder ir dedía en día acumulando extravagancias, re-crearse en la parafernalia de las miserias,unirse a todos los complementos de la deses-peración. ¡Ah! Debo ocultar para siempre ladesdicha que me consume. Debo tejer un velode cegadora falsedad para ocultar mi pena aojos vulgares, serenar el gesto, pintarme los la-bios con sonrisas engañosas... Ni siquiera est-ando sola me atrevo a pensar en lo extraviadaque me hallo, por miedo a enloquecer ydelatarme.

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Las lágrimas y la agitación de mi pobre her-mana hacían imposible que volviera con elresto, de modo que la convencí para que medejara llevarla a los jardines. Mientraspaseábamos por ellos, la persuadí para que merelatara su desgracia, con el argumento de queasí aliviaría algo su pesada carga y de que, siexistía algún remedio para su mal, podríamosencontrarlo y administrárselo.

Habían transcurrido varias semanas desdela fiesta de aniversario y ella no había logradoserenar su mente ni someter sus pensamientosal curso normal. En ocasiones se reprochaba así misma tomarse tan a pecho lo que muchosconsiderarían un mal imaginario. Pero aquelasunto no correspondía a la razón e, ignorantecomo era de los motivos y de la verdadera con-ducta de Raymond, las cosas para ella ad-quirían un aspecto aún peor que el que la real-idad le mostraba. Su esposo apenas per-manecía en palacio, y sólo lo hacía cuando elcumplimiento de sus deberes públicos le

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aseguraba que no habría de quedarse a solascon Perdita. Casi nunca se dirigían la palabra,evitando darse explicaciones, temiendo amboscualquier justificación del otro. Sin embargo,de pronto las maneras de Raymond cambi-aron. Parecía propiciar ocasiones paramostrarse de nuevo amable, y buscaba reco-brar la intimidad. Su amor por ella parecíavolver a fluir. No conseguía olvidar la devociónque había sentido por la mujer a la que habíaconvertido en santuario y depósito en el queguardaba todas sus ideas, todos sus sentimien-tos. La vergüenza parecía retenerlo, y sin em-bargo era evidente que deseaba renovar suconfianza y afecto. Desde que Perdita se habíarecuperado lo bastante como para trazar unplan de acción, ideó uno que entonces se dis-puso a poner en práctica. Recibía amable-mente aquellas muestras de amor y no rehuíasu compañía. Pero se empeñaba en alzar unabarrera que impedía una relación familiar ouna discusión dolorosa, y Raymond,

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avergonzado y orgulloso a partes iguales, nolograba vencerla. Gradualmente él empezó adar muestras de ira e impaciencia, y Perditacomprendió que no podía mantener el sistemaque había adoptado. Debía darle alguna explic-ación, y como no reunía el valor para hablarle,le escribió esto:

Te ruego que leas esta carta con paciencia.No contiene ningún reproche. Pues sinduda el reproche es una palabra vana.¿Qué habría de reprocharte?

Permíteme que trate de explicarte algode mis sentimientos, pues si no lo hago,los dos avanzamos a tientas en la oscurid-ad, confundiéndonos, errando en el sen-dero que tal vez conduzca a uno de noso-tros, al menos, hacia un modo de vida másdeseable que el que ambos hemos seguidoen estas últimas semanas.

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Te he amado –te amo–, y ni la ira ni elorgullo me dictan estas líneas, sino un sen-timiento que va más allá de ellos, que esmás profundo y más inalterable que ellos.Mis afectos están heridos y veo imposiblesu curación. Cesa en tu vano empeño, si esa eso a lo que tiende. ¡El perdón! ¡El re-greso! ¡Palabras vanas! Perdono el dolorque sufro, pero el sendero recorrido nopuede volver a recorrerse.

El afecto común puede haberse satis-fecho con los usos comunes. Yo creía quetú sabías leer en mi corazón y que sabíasde su devoción, de su inalienable fidelidadhacia ti. Nunca he amado a ningún otrohombre. Tu llegaste a mí convertido en lapersonificación de mis sueños más desea-dos. El elogio de los hombres, el poder ylas más altas aspiraciones te aguardabanen tu carrera. El amor que sentía por tibañaba mi mundo de luces encantadas. Yano caminaba sobre la tierra, la madre

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tierra común, que sólo proporciona la re-petición manida y rancia de objetos y cir-cunstancias que son viejas y gastadas. Yovivía en un templo glorificado por la másintensa sensación de devoción y entrega.Como un ser consagrado caminaba con-templando sólo tu poder, tu excelencia.

Pues, oh, como mi juventud, tehallabas junto a mítransformando mi realidad ensueñorevistiendo lo palpable y familiarcon el dorado aliento del alba.*

«Mi vida se ha marchitado», no existedía en esta noche perpetua. Al sol ponientede este amor no le sigue sol naciente. Enaquellos días el resto del mundo no eranada para mí. Jamás consideré a los de-más hombres, ni me fijé en lo que eran. Nite veía como a uno de ellos. Separado de

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ellos, exaltado en mi corazón, poseedorúnico de mis afectos, objeto exclusivo demis esperanzas, la mejor mitad de mímisma.

¡Ah, Raymond! ¿No éramos felices?¿Brillaba el sol sobre alguien que gozarade su luz con dicha más pura y más in-tensa? No fue, no es, de una infidelidad or-dinaria de lo que me lamento. Es de ladesunión de un todo que no tenía partes.Es de la despreocupación con que te hasdespojado del manto de divinidad con quea mis ojos te hallabas investido, y te hasconvertido en uno entre tantos. No sueñessiquiera con alterar esto. ¿Acaso no es elamor una divinidad, pues es inmortal?¿Acaso no me veía yo santificada, inclusoante mí misma, porque este amor habíaescogido mi corazón por templo? Yo te hecontemplado mientras dormías, me heemocionado hasta las lágrimas al pensarque todo lo que poseía yacía acurrucado en

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aquellos rasgos idealizados pero mortalesque aparecían ante mí. E incluso entoncesreprimía mis crecientes temores con unaidea: no he de temer la muerte, pues lasemociones que nos unen deben ser inmor-tales.

Y ahora no temo la muerte. Cerrarécon gusto los ojos y no volveré a abrirlosmás. Más sí la temo, como siento temor detodo, pues en cualquier estado del ser en-cadenado a este recuerdo, la felicidad noha de regresar. Incluso en el paraíso debosentir que tu amor era menos duraderoque los latidos mortales de mi frágilcorazón, cuyos mazazos golpean confuerza.

La nota fúnebre del amorbien enterrado, sinresurrección.*

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No, no, miserable de mí. ¡Para el amorextinto no hay resurrección! Y sin em-bargo te amo. Y sin embargo, y porsiempre, contribuiré con todo lo que tengopara lograr tu bien. Por las habladurías.Por el bien de mi... de nuestra hija, mequedaría a tu lado, Raymond, compartiríatu suerte, formaría parte de tu consejo.¿Ha de ser así? Ya no somos amantes, nipuedo considerarme amiga tuya ni denadie pues, perdida como estoy, no tengotiempo más que para mi desgracia. Perome complacerá verte todos los días. Oírque la voz pública te alaba, ser testigo delamor paternal que prodigas a nuestraniña, oír tu voz, saber que me hallo cercade ti, aunque ya no seas mío.

Si deseas romper las cadenas que nosunen, dilo y así se hará. Yo cargaré con lasculpas de la insensibilidad y la crueldad aojos del mundo.

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Pero, como ya he dicho, hallaré placer,al menos por el momento, viviendo con-tigo bajo el mismo techo. Cuando la fiebrede mi juventud se apague, cuando la edadplácida aplaque al buitre que me devora,tal vez regrese la amistad, ya muertos elamor y la esperanza. ¿Podrá ser cierto?¿Podrá mi alma, inextricablemente unidaa este cuerpo perecedero, aletargarse y en-friarse a medida que este mecanismo sens-ible pierda su elasticidad juvenil? En-tonces, con ojos apagados, canas en el peloy la frente arrugada, aunque ahora las pa-labras suenen huecas y carentes de sen-tido, entonces, tambaleándome al bordede mi tumba tal vez vuelva a ser... tu amigasincera y cariñosa.

Perdita

La respuesta de Raymond fue breve. ¿Quérespuesta podía dar a sus quejas, a los

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lamentos en los que celosamente se recreaba,excluyendo toda posibilidad de reparación? «Apesar de tu amarga carta –le escribió–, puesasí debo llamarla, eres la persona más import-ante de mi estimación, y es tu felicidad la queprincipal-mente me mueve. Haz lo que estimesmejor para ti. Y si recibes más gratificacióncon un modo de vida que con otro, no permitasque yo suponga ningún obstáculo. Preveo queel plan que describes en tu carta no durarámucho. Pero eres dueña de ti misma, y es mimás sincero deseo contribuir, hasta donde túme permitas, a tu felicidad.»

–Raymond ha sido buen profeta –dijo Per-dita–, pues ah, así ha de ser. La vida que lleva-mos no puede durar mucho, aunque no seré yola que proponga alterarla. Él ve en mí a alguiena quien ha herido de muerte. Y yo no extraigoninguna esperanza de su amabilidad. Ni la me-jor de sus intenciones bastaría para hacer pos-ible un cambio. Así como Cleopatra se hubierapodido adornar con el vinagre que contenía su

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perla en él disuelta, así yo me conformaré conel amor que Raymond puede ofrecerme.

Admito que yo no veía su infortunio consus mismos ojos. Creía firmemente que laherida podía sanar y que, si seguían juntos, asíacabaría siendo. Por tanto, traté de aliviar ysuavizar su mente, aunque tras múltiples in-tentos desistí de esa tarea imposible. Perditame escuchó con impaciencia y me respondiócon cierta aspereza.

–¿Crees que alguno de tus argumentos mees nuevo? ¿O que mis fervientes deseos y miintensa angustia no me los han sugerido todosmil veces, con más convicción y sutileza de lasque tú puedes poner en ellos? Lionel, tú nopuedes entender qué es el amor de una mujer.En los días felices me repetía con frecuencia,con corazón agradecido y espíritu exaltado,que Raymond lo había sacrificado todo por mí.Yo era una muchacha pobre, sin educación, sinamigos, una montañesa a la que él habíasacado de la nada. Todos los lujos de la vida

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que poseía, los poseía gracias a él. Él me dio unnombre ilustre y una noble posición. El respetoque me tenía el mundo nacía de su gloria. Y to-do ello, sumado a su amor infatigable, me in-spiraba por él unas sensaciones tan intensascomo las que sentimos por quien nos ha dadola vida. Yo sólo le daba amor. Me entregué a élcon devoción. Imperfecta como era, me esforcéen la tarea de llegar a ser digna de él. Moderémi humor cambiante, controlé la impacienciade mi carácter, eduqué mis pensamientosegocéntricos, formándome hasta alcanzar lamayor perfección de que era capaz, para que elfruto de mis esfuerzos le hiciera feliz. No meatribuyo ningún mérito en ello, pues todo elmérito es suyo; todo el esfuerzo, toda la devoc-ión, todo el sacrificio. Yo habría escalado unosinescalables Alpes para coger una flor que legustara; estaba dispuesta a abandonaros a to-dos vosotros, mis amados y excepcionalescompañeros, y a vivir por y para él. No podíaser de otro modo, aunque yo misma lo hubiera

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querido, porque si se afirma que tenemos dosalmas, él era la mejor de las dos que yo poseía,y la otra era su eterna esclava. Sólo una cosame debía, a cambio. Una fidelidad recíproca.Me la había ganado, la merecía. Por habernacido en las montañas, sin relación con losnobles y los ricos, ¿cree que puede pagarmedegradando mi nombre y condición? Que sequede ambas, pues sin su amor no son nadapara mí. A mis ojos, su único valor era que lepertenecían.

Perdita siguió hablando con la mismapasión. Cuando planteé su posible separacióndefinitiva, ella respondió:

–¡Que así sea! Algún día llegará ese mo-mento. Lo sé, lo siento. Pero en esto soy co-barde. Esta relación imperfecta, esta farsa quees nuestra unión, me resulta extrañamentequerida. Admito que me resulta dolorosa, de-structiva, impracticable. Contagia mis venas deuna fiebre constante; hurga en mi herida in-curable; destila veneno. Y sin embargo debo

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aferrarme a ella. Tal vez me mate pronto, y asíme brinde un último servicio.

Entretanto Raymond se había quedado conAdrian e Idris. Su franqueza natural, unida a loprolongado de mi ausencia y la de Perdita, lellevaron a buscar alivio a la tensión de los últi-mos meses en la confidencia compartida consus dos amigos. Les relató la situación en quehabía hallado a Evadne. Al principio, por con-sideración hacia Adrian, les ocultó su nombre,que de todos modos reveló en el transcurso desu relato. Quien fue su enamorado escuchó congran agitación la historia de sus sufrimientos.En su día, Idris había compartido con Perditasu mala opinión sobre la griega. Pero las ex-plicaciones de Raymond la suavizaron, y se in-teresó por su suerte. La constancia de Evadne,su fortaleza, incluso su amor no correspon-dido, eran motivo de admiración y lástima. Ymás cuando, según lo sucedido el diecinuevede octubre, parecía claro que la joven preferíael sufrimiento y la muerte a la degradación

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que, a sus ojos, le supondría recurrir a la con-miseración y la ayuda de su amado. Su com-portamiento posterior no podía sino causar unaumento de ese interés por su persona. Alprincipio, liberada del hambre y de la muerte,cuidada por Raymond con gran tesón ydulzura, imbuida de esa sensación de serenid-ad que da la convalecencia, Evadne se dejó ar-rastrar por el amor y el agradecimiento ex-tático. Pero con la salud regresó el juicio: lepreguntó por los motivos que habían causadosu prolongada ausencia. Planteaba sus dudascon sutileza griega y llegó a sus conclusionescon la decisión y la firmeza que eran propiasde su carácter. No imaginaba que la brechaque había abierto entre Raymond y Perdita eraya insalvable, pero sabía que, si las cosasseguían como estaban, se ensancharía cada vezmás, y que la felicidad de su amado se destru-iría, desgarrada por las zarpas del remordimi-ento. Desde el instante mismo en que vislum-bró el camino correcto que debía seguir,

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decidió emprenderlo y alejarse de Raymondpara siempre. Sus pasiones conflictivas, suamor largamente esperado, la decepción queella misma se infligía, le hacían contemplar lamuerte como el único refugio contra sus desdi-chas. Pero los mismos sentimientos y opin-iones que antes la habían reprimido, actuabanahora con fuerza redoblada. Pues sabía que laconciencia de que había sido él el causante desu muerte le perseguiría toda la vida, envenen-ando toda alegría, nublando toda posibilidadde futuro. Además, aunque la intensidad de suangustia le hacía odiar la vida, todavía nohabía causado en ella esa sensación monótona,letárgica, de tristeza perpetua que es la que, engran medida, lleva al suicidio. Su presencia deánimo la empujaba a seguir combatiendo con-tra los infortunios de la vida, e incluso los re-lativos al amor no correspondido sepresentaban más como adversario a batir quecomo victorias a las que debía someterse.Además contaba con el recuerdo de muestras

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de ternura, sonrisas, palabras e incluso lágrim-as con las que consolarse, pues aunque las re-cordaría con pena y dolor, las prefería al olvidocon que las cubriría la tumba. Era imposibleadivinar qué planeaba. La carta que escribió aRaymond no revelaba nada al respecto; en ellale aseguraba que no tenía intención de aban-donar este mundo y le prometía perseverarpara, tal vez, algún día presentarse ante él enun estado más digno de ella. Y concluía, recur-riendo a la elocuencia de la desesperación y elamor inalterable, despidiéndose de él parasiempre.

Ahora Adrian e Idris quedaban al corrientede todas aquellas circunstancias. Raymondlamentaba el inconsciente daño que había inf-ligido a Perdita. Y declaró que, a pesar de ladureza, de la frialdad de su esposa, seguíaqueriéndola. Ya en una ocasión se habíamostrado dispuesto, con la humildad de unpenitente, con el deber de un vasallo, arendirse a ella, a abandonar el alma misma a

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su tutela, a convertirse en su pupilo, su es-clavo, su lacayo. Ella había rechazado aquellasaproximaciones, y el tiempo de aquella abso-luta sumisión, que debe basarse en el amor yalimentarse de él, había pasado. A pesar deello, sus deseos y esfuerzos los orientaba a queella alcanzara la paz, y su principal inquietudnacía de sentir que se empeñaba en vano. Siella seguía manteniéndose inflexible en elcomportamiento que demostraba, deberíansepararse. La combinaciones y posibilidadesde la absurda relación que mantenían lo es-taban llevando a la locura. Con todo, nopensaba proponer él la separación. Lo ator-mentaba el miedo de causar la muerte a cu-alquiera de las personas implicadas en aquel-los hechos; y no se decidía a dirigir el curso delos acontecimientos, no fuera a suceder que,ignorante de la tierra que atravesaba, con-dujera a la ruina a quienes le acompañaban enel viaje.

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Tras aquellas explicaciones, que se demor-aron durante varias horas, se despidió de susamigos y regresó a la ciudad, pues no deseabareunirse con Perdita en nuestra presencia,consciente, como nosotros, de las ideas queocuparían las mentes de ambos. Perdita semostró dispuesta a seguirle, acompañada de suhija. Idris trató de convencerla para que sequedara. Mi pobre hermana observaba conaprensión a su consejera. Sabía que Raymondhabía conversado con ella. ¿Le habría insti-gado él a hacer aquella petición? ¿Iba a seraquél el preludio de su separación definitiva?Ya he escrito que los defectos de su carácterdespertaron y adquirieron nuevo vigor a causade la posición nada natural en que se encontra-ba. La invitación de Idris suscitaba sus so-spechas. Me abrazó, como si también estuvieraa punto de verse privada de mi afecto. Dicién-dome que yo era algo más que su hermano,que era su único amigo, su última esperanza,me rogó con gran patetismo que no dejara de

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quererla, y con creciente angustia partió haciaLondres, el escenario y la causa de todas susdesgracias.

Las escenas que siguieron la convencieronde que no había alcanzado aún el fondo delabismo insondable en que había caído. Su infe-licidad adoptaba nuevas formas cada día. Ycada día algún hecho inesperado parecía cul-minar la sucesión de calamidades que secernían sobre ella, aunque éstas en realidadseguían produciéndose.

La pasión más destacada del alma de Ray-mond era la ambición. La rapidez de su tal-ento, su capacidad para adivinar y encabezarlas disposiciones de los hombres, el deseo sin-cero de destacar eran instigador y alimento deaquella ambición. Pero otros ingredientes semezclaban con éstos, y le impedían convertirseen la persona calculadora y decidida que con-forma al héroe de éxito. Era obstinado sin serfirme; benevolente en sus primeros pasos;duro e implacable cuando se lo provocaba. Y

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sobre todo carecía de remordimientos y nocedía en la persecución de cualquier objeto desu deseo, aunque fuera indigno. El amor por elplacer y los estímulos voluptuosos de la nat-uraleza constituían una parte prominente desu carácter y conquistaban al conquistador, re-teniéndolo en el momento mismo en que habíade alcanzar su objetivo, retirándole la red de suambición, haciéndole olvidar el esfuerzo de se-manas por culpa de un momento de indulgen-cia, de entrega al nuevo objeto de sus deseos.Obedeciendo a esos impulsos se había casadocon Perdita; alimentándose de ellos, se habíavisto convertido en amante de Evadne. Y ahoralas había per-dido a las dos. Carecía del con-suelo que proporciona la renuncia asumida yque nace de la constancia, y también de lasensación voluptuosa de entrega a la pasiónprohibida pero embriagadora. Su corazónhabía quedado exhausto tras los recientesacontecimientos, y sentía destruido su goce dela vida por el resentimiento de Perdita y la

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huida de Evadne. La inflexibilidad de aquéllagrabó el último sello sobre la aniquilación desus esperanzas. Mientras su desunión se habíamantenido en secreto, albergaba el sueño dedespertar de nuevo la antigua ternura en supecho. Pero ahora que todos estábamos al cor-riente de lo sucedido y de que Perdita, tras de-clarar sus intenciones a otros, en cierto modose comprometía a mantenerlas, renunció a laidea de la reconciliación y persiguió sólo –yaque era incapaz de persuadirla para que cam-biara– conformarse con el mantenimiento deaquel estado de cosas. Hizo votos contra elamor y su sucesión de luchas, desengaños yremordimientos, y en el mero goce sensualbuscó el remedio a los caminos injuriosos de lapasión.

El embrutecimiento del carácter es la con-secuencia de tales tendencias. Y sin embargo,en su caso no habría sobresalido con tanta in-mediatez si Raymond hubiera seguido aplicán-dose en la ejecución de sus planes para el

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beneficio público y en cumplimiento de susdeberes de Protector. Pero, extremo en todo,entregado a las impresiones más inmediatas,se zambulló con ahínco en su nueva búsquedade placeres y se entregó a las incongruentes in-timidades ocasionadas por ella sin previsión nireflexión alguna. La cámara del consejo quedódesierta; las multitudes que acudían a él entanto que agentes de sus varios proyectos eranignoradas. Las fiestas, e incluso el libertinaje,estaban a la orden del día.

Perdita asistía con espanto al creciente de-sorden. Durante un tiempo le pareció quepodría detener el torrente, que Raymondatendería a sus razones. ¡Vana esperanza! Lostiempos de su influencia habían quedado atrás.La escuchó con altivez, le replicó desdeñoso y,si en algo logró despertar su conciencia, fueprecisamente para empujarlo más aún al de-sorden con que trataba de olvidar los zarpazosdel remordimiento. Con su determinación nat-ural, Perdita trató entonces de suplantar su

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puesto. Su unión aparente había de permitirlehacer mucho. Pero a fin de cuentas ningunamujer podía aportar el remedio a la crecientenegligencia del Protector, un protector que, alparecer sumido en un paroxismo de demencia,despreciaba toda ceremonia, todo orden, tododeber, y se entregaba a la vida licenciosa.

Noticias de aquel proceder extraño llegarona nuestros oídos, y dudábamos sobre quémétodo adoptar para devolver a nuestro amigoa sí mismo y al país cuando Perdita vino a ver-nos. Nos detalló el deterioro de su conducta ynos suplicó a Adrian y a mí que nostrasladáramos a Londres y tratáramos de pon-er remedio al creciente mal.

–Decidle –nos rogó– decidle a lord Ray-mond que mi presencia no le molestará más.Que no debe entregarse más a esa disipacióndestructiva para causarme disgusto y con-seguir que lo abandone. Ha logrado supropósito: no volverá a verme más. Pero de-jadme, es lo último que os pido, dejadme que

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busque justificar la decisión que tomé en mijuventud en las alabanzas de sus con-ciudadanos y en la prosperidad de Inglaterra.

Mientras nos dirigíamos a la ciudad, Adri-an y yo conversamos y discutimos sobre laconducta de Raymond, sobre su abandono delas esperanzas de excelencia permanente quehabía mantenido, y que nos había llevado acompartir. Mi amigo y yo nos habíamos edu-cado en la misma escuela o, mejor dicho, yohabía sido alumno suyo en la opinión de que laadhesión inquebrantable a los principios era elúnico camino hacia el honor; que una estrictaobservancia de las leyes de utilidad generalconstituía la única meta razonada de la ambi-ción humana. Pero aunque los dos com-partíamos esas ideas, diferíamos en su aplica-ción. El resentimiento se añadía, en mi caso, ami censura, y reprobaba la conducta de Ray-mond en términos severos. Adrian se mostrabamás benévolo, más considerado. Admitía quelos principios que yo defendía eran los

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mejores, pero negaba que fueran los únicos.Recurriendo a una cita del Libro: «En la casade mi padre muchas moradas hay»,* insistíaen que los modos de llegar a ser bueno, ogrande, variaban tanto como las disposicionesde los hombres, de quienes podía decirse que,como las hojas de los árboles del bosque, nohabía dos iguales.

Llegamos a Londres sobre las once de lanoche. A pesar de lo que habíamos oído,creíamos que lo hallaríamos en Saint Stephen,y allí nos dirigimos. La cámara estaba llena,pero del Protector no había ni rastro, y en lossemblantes de los dirigentes asomaba un con-tenido malestar que, combinado con los susur-ros y los comentarios quedos de sus inferiores,no hacían presagiar nada bueno. Nos dirigimoscon presteza al palacio del Protectorado, dondehallamos a Raymond con otras seis personas.Las botellas circulaban alegremente y su con-tenido ya había logrado entorpecer el entendi-miento de una o dos de ellas. El que había

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tomado asiento junto a Raymond contaba unahistoria que causaba las risotadas convulsas delos demás.

Aunque Raymond se hallaba sentado entreellos y participaba de la animación de la ve-lada, no desertaba de su natural dignidad.Podía mostrarse alegre, jocoso, encantador,pero no iba más allá del decoro natural ni delrespeto que se debía a sí mismo, por más atre-vidos que fueran sus agudos comentarios. Sinembargo reconozco que, teniendo en cuenta latarea que había asumido al convertirse en Pro-tector de Inglaterra, y las obligaciones que lecorrespondía atender, sentí una creciente con-sternación al observar a las personas indignascon las que malgastaba su tiempo, así como suespíritu jovial, por no decir ebrio, que parecía apunto de despojarlo de lo mejor de sí mismo.Permanecí de pie, contemplando la escena,mientras Adrian avanzaba como una sombraentre los presentes y, con una sola palabra yuna mirada sobria, trataba de restaurar el

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orden en la reunión. Raymond se mostró en-cantado de verlo y lo invitó a sumarse a la ve-lada festiva.

La reacción de Adrian me enfureció, puesaceptó sentarse a la misma mesa que los com-pañeros de Raymond, hombres de carácterdébil, o carentes por completo de él, deshechosde alta cuna, deshonra de su país.

–Permítanme instar a Adrian –exclamé– aque no acepte, y a que se una a mi intento deapartar a lord Raymond de este escenario y de-volverlo a otras compañías.

–Querido camarada –dijo Raymond–. Esteno es momento ni lugar para pronunciar unalección de moral. Deberá bastarte mi palabra site aseguro que mis diversiones y mis com-pañías no son tan malas como imaginas. Noso-tros no somos hipócritas ni necios. En cuanto alos demás, «¿crees acaso que, por ser tú virtu-oso, no ha de haber más pasteles ni cerveza?»*

Aparté la vista de él, airado.

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–Verney –dijo Adrian–, te muestras muycínico, siéntate. O no lo hagas, pues, como noeres un visitante asiduo, tal vez lord Raymondte complazca y, tal como habíamos acordadoya, nos acompañe al Parlamento. –Raymond lomiró fijamente; sólo veía bondad en sus dulcesrasgos. Se volvió hacia mí, observando burlónmi gesto adusto y serio–. Vamos –prosiguióAdrian–. Me he comprometido por ti, así quepermíteme cumplir mi palabra. Ven connosotros.

Raymond se revolvió en su silla,incomodado.

–¡No iré! –fue su respuesta.

Entretanto el grupo se había dispersado.Unos miraban las pinturas que colgaban de lasparedes, otros se trasladaban a otros aposen-tos, sugerían una partida de billar... Uno a unofueron desapareciendo. Raymond caminabapor la estancia de un lado a otro, enfurecido.

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Yo estaba dispuesto a soportar sus reproches ya devolvérselos. Adrian se apoyó en la pared.

–Esto es del todo ridículo –exclamó–. Nisiendo colegiales podríais comportaros demodo más absurdo. No comprendéis–prosiguió– que esto forma parte de un sis-tema, de un plan de tiranía al que no me so-meteré nunca. ¿Acaso por ser el Protector deInglaterra debo ser el único esclavo del imper-io? ¿Mi privacidad ha de verse invadida? ¿Misacciones censuradas, mis amigos insultados?Pero pienso librarme de todo esto. Vosotrosseréis testigos –se arrancó del pecho la es-trella, insignia de su cargo, y la arrojó sobre lamesa–. Renuncio a mi cargo, abdico de mipoder... ¡Que lo asuma quien quiera!

–Deja que lo asuma –declaró Adrian–aquél que se pronuncie superior a ti o aquél aquien el mundo así lo pronuncie. No existehombre en Inglaterra con semejante presun-ción. Conócete a ti mismo, Raymond, y tu in-dignación cesará, y tu complacencia regresará.

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Hace unos meses, cuando rezábamos por laprosperidad de nuestro país, de nosotros mis-mos, rezábamos al mismo tiempo por la vida yla salud del Protector, que estaba indisoluble-mente unido a aquélla. Dedicabas tus días anuestro beneficio, tu ambición era obtenernuestra aprobación. Embellecías nuestrasciudades con edificios, nos entregabas es-tablecimientos útiles, sembrabas nuestro suelode fertilidad y abundancia. Los poderosos y losinjustos se acobardaban ante los pasos de tubuen juicio, y los pobres y los oprimidos sealzaban como flores matutinas bajo el sol de tuprotección. ¿Te sorprende que nos sintamostodos horrorizados y tristes al constatar quetodo parece haber cambiado? Pero ven, estearrebato tuyo ya ha pasado. Retoma tus fun-ciones. Tus partidarios lo celebrarán. Tus de-tractores guardarán silencio. Volveremos amanifestarte nuestro amor, honor y deber.Domínate a ti mismo, Raymond, y el mundo sesometerá a ti.

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–Todo lo que dices sería muy sensato si lohubieras dicho de otro –replicó Raymond–.Aplícate a ti mismo la lección, y tú, primernoble del país, podrás convertirte en soberano.Tú, el bueno, el sabio, el justo, gobernarás to-dos los corazones. Ahora me percato, demasi-ado pronto para mi propia felicidad, demasi-ado tarde para el bien de Inglaterra, de queasumí una tarea que me supera. No sé nigobernarme a mí mismo. Me dominan mis pa-siones, mi más pequeño impulso es mi tirano.¿Crees que renunciaría al Protectorado, y herenunciado a él, en un arrebato de ira? Comohay Dios juro que no volveré a lucir esta in-signia. No volveré a cargar sobre mis espaldasel peso de la preocupación y la desgracia de laque esa estrella es signo visible. En otro tiempodeseé ser rey. Fue en el cénit de mi juventud,en el orgullo de mi locura infantil. Me conocíacuando renuncié a serlo. Mi renuncia me trajouna ganancia, no importa cuál, pues ahoratambién la he perdido. Durante muchos meses

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me he entregado a esta farsa de majestad, a es-ta bufonada solemne. Pero basta de necedades.Seré libre.

»He perdido lo que adornaba y conferíadignidad a mi existencia, lo que me unía a losotros hombres. Vuelvo a ser un solitario. Yvolveré a ser, como en mis primeros años, unviajero, un soldado de la fortuna. Amigos míos,pues a ti, Verney, te siento amigo, no tratéis dedisuadirme. Perdita, casada con una quimera,inconsciente de lo que se oculta tras el velo,con un carácter en verdad imperfecto y vil, harenunciado a mí. Con ella me bastaba pararepresentar el papel de soberano. Y en los re-codos de vuestro bosque amado jugábamos alas máscaras y nos creíamos pastores de la Ar-cadia, entregándonos a la imaginación mo-mentánea. De modo que acepté, más por Per-dita que por mí mismo, asumir el personaje deuno de los grandes de la tierra, conducirla a losescenarios de la grandeza, alterar su vida conun acto breve de magnificencia y poder. Con él

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pondríamos el color; el amor y la confianza,por su parte, serían la sustancia de nuestravida. Pero debemos vivir nuestras vidas, norepresentarlas. Siguiendo una sombra, perdí larealidad. Ahora renuncio a ambas.

»Adrian, me dispongo a regresar a Grecia, aconvertirme de nuevo en soldado, tal vez enconquistador. ¿Me acompañarás? Contem-plarás nuevos paisajes, conocerás a otrasgentes, serás testigo de la poderosa lucha queallí libran la civilización y la barbarie, presen-ciarás, y tal vez dirigirás los esfuerzos de unapoblación joven y vigorosa por alcanzar lalibertad y el orden. Ven conmigo. Te esperaba.Esperaba este momento, todo está dispuesto.¿Me acompañarás?

–Lo haré –respondió Adrian.

–¿Inmediatamente?

–Mañana mismo, si así lo deseas.

–¡Reflexionad! –exclamé yo.

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–¿Para qué? –preguntó Raymond–. Miquerido amigo, llevo todo el verano reflexion-ando sobre este asunto. Y no dudes de queAdrian ha condensado una era de reflexión eneste breve instante. No hables de reflexión: apartir de este momento, reniego de ella. Estees mi único momento de felicidad en muchotiempo. Debo ir, Lionel, los dioses me lo orde-nan, y debo hacerlo. No trates de privarme demi compañero, de mi amigo desheredado.

»Una palabra más sobre la cruel e injustaPerdita. Durante un tiempo pensé que, observ-ando obediencia durante un momento, ali-mentando las cenizas aún calientes, podría de-volverle el fuego del amor. Pero hay más fríoen ella que en una hoguera abandonada por losgitanos en invierno, cuyos carbones apagadosyacen bajo una pirámide de nieve. Luego,tratando de ir en contra de mi naturaleza, nologré sino empeorar las cosas. Con todo, sigopensando que el tiempo, e incluso la ausencia,me la devolverá. Recuerda que sigo amándola,

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que mi mayor esperanza es que vuelva a sermía. Aunque ella lo ignora, yo sí sé cuán falsoes el velo con que ha cubierto la realidad. Notrates de rasgar esa capa de engaño, masretírala lentamente. Ponla frente a un espejopara que pueda conocerse. Y cuando sea duchaen esa ciencia necesaria pero difícil, se pregun-tará por el error que ahora comete, y se apre-stará a devolverme lo que por derecho mepertenece, su perdón, sus buenos pensamien-tos, su amor.

Footnotes

*La muerte de Wallenstein , acto V, escena I, Schiller.

(N. del T.)

*Werner , o la herencia , acto III, escena III. Lord Byron.

(N. del T.)

*Evangelio según san Juan, 14: 2. (N. del T.)

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*Noche de Reyes , acto II, escena III, William

Shakespeare. (N. del T.)

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Capítulo X

Tras aquellos acontecimientos, tardamos largotiempo en recobrar cierto grado de compos-tura. Una tempestad moral había hundidonuestra pesada barca y nosotros, supervivi-entes de una menguada tripulación, nos sen-tíamos aterrorizados por las pérdidas y loscambios que habíamos vivido. Idris amabaapasionadamente a su hermano, y mal podíatolerar una ausencia de duración incierta. A mímismo, su querida compañía me hacía muchafalta; había iniciado con gusto una ocupaciónliteraria bajo su tutela y asistencia; la toleran-cia de sus planteamientos, sus razonamientossólidos y la amistad entusiasta que prodigabalo convertían en el mejor ingrediente, en el es-píritu exaltado de nuestro círculo. Incluso losniños lamentaron la pérdida de su bondadosocompañero de juegos. Perdita se hallaba sum-ida en una pena aún más profunda. A pesar de

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su resentimiento, ni de día ni de noche dejabade imaginar las fatigas y los peligros de losviajeros. Raymond ausente, luchando contralas dificultades, perdido el poder y el rango quele otorgaba el Protectorado, expuesto a losavatares de la guerra, se había convertido enobjeto de su zozobra e interés. No es que de-seara su regreso, si por regreso se entendía unavuelta a su anterior unión, pues tal escenario leresultaba inconcebible. Así, mientras eso creía,y lamentaba angus-tiada que las cosas hubier-an llegado hasta ese punto, no dejaba de sentirira e impaciencia por el causante de sus des-gracias. Aquellas perplejidades y lamenta-ciones la llevaban a empapar la almohada conlágrimas nocturnas y a convertir su persona ysu mente en vaga sombra de lo que había sido.Procuraba estar sola y nos evitaba cuando,alegres y derrochando afecto, nos reuníamosen familia. Sus únicos pasatiempos eran la re-flexión solitaria, los largos paseos y la músicasolemne. Incluso descuidaba a su hija;

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cerrando su corazón a toda ternura, se mostra-ba reservada conmigo, su mejor y más en-tregado amigo.

Yo no podía verla de ese modo sin tratar deremediar su mal, que no tenía remedio, losabía, a menos que lograra reconciliarla conRaymond. Antes de la partida de éste recurrí atodos los argumentos, a todas las persua-siones, para inducirla a que impidiera aquelviaje. Ella respondía a éstas con un torrente delágrimas, asegurándome que la vida y losbienes de la vida no bastaban para persuadirla.No era voluntad lo que le faltaba, sino capacid-ad; declaraba una y otra vez que resultaría másfácil encadenar el mar, poner riendas a las ráf-agas invisibles del viento, que hacerle tomarpor verdad la falsedad, por sinceridad el en-gaño, por amor fiel y verdadero la unión cruel.A mis razonamientos replicaba con mayorbrevedad, declarando, desdeñosa, que la razónera suya; y que hasta que pudiera convencerla

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de que el pasado podía deshacerse, de que lamadurez podía retroceder hasta la cuna y deque todo lo que era podía tornarse en lo que nohabía sido nunca, resultaría inútil que le ase-gurara que en su destino no había tenido lugarningún cambio. Y así, con terco orgullo con-sintió que se fuera, aunque las fibras mismasde su corazón se rasgaron cuando se consumóla partida, que alejaba de su vida todo lo queestimaba valioso.

Para que se aireara, y para que nosotrostambién cambiáramos de aires, cubiertos comoestaban por la nube que se había posado sobrenuestras cabezas, convencí a las dos com-pañeras que me restaban que sería mejor quenosotros también nos ausentáramos por untiempo de Windsor. Visitamos el norte deInglaterra, mi Ullswater natal, y nos recreamosen unos paisajes que despertaban mis recuer-dos. Proseguimos viaje hasta Escocia paraconocer los lagos Katrine y Lomond. Desde allínos dirigimos a Irlanda, donde, en la vecindad

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de Killarney, nos instalamos durante varias se-manas. El cambio de escenario operó en granmedida las modificaciones que esperaba. Trasun año de ausencia, Perdita volvió a mostrarsemás amable y más dócil que en Windsor. Peroel regreso la alteró de nuevo por un tiempo.Allí todos los lugares parecían cargados de un-os recuerdos que se habían vuelto amargospara ella. Los claros del bosque, los hele chos,las lomas cubiertas de hierba, el paisaje cul-tivado y alegre que se extendía junto al caminoplateado del Támesis, todo le hablaba al un-ísono inspirado por la memoria, cargado depesares y lamentos.

Pero mi intento de devolverla a una percep-ción más lúcida de sí misma no se detuvo ahí.Perdita seguía siendo, en gran medida, unapersona sin formación. Cuando abandonó suvida campesina y pasó a residir con la culta yelegante Evadne, el único arte en el que alcan-zó cierta perfección fue el de la pintura, para elque poseía unas aptitudes rayanas en la

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genialidad. Con ella se había entretenido en sucasa solitaria, cuando abandonó la protecciónde su amiga griega. Pero ahora paleta y cabal-lete permanecían olvidados; cuando trataba depintar los recuerdos la atormentaban, la manole temblaba y los ojos se le anegaban en llanto.Junto con aquella ocupación, había renun-ciado también a casi todas las demás. Y sumente se reconcomía en sí misma hasta con-ducirla casi a la locura.

Yo, por mi parte, desde los tiempos en queAdrian abandonó mi remota morada en buscade su propio paraíso de orden y belleza, mehabía empapado de literatura. Estaba conven-cido de que, por más que las cosas hubieransido de otro modo en épocas remotas, en elpresente estadio del mundo las facultades delhombre no podían desarrollare, los principiosmorales del hombre no podían progresar, sinque existiera un contacto continuado con loslibros. Para mí éstos equivalían a una carreraactiva, a la ambición, así como a otras

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emociones palpables que resultan necesariaspara la mayoría. La asimilación de opinionesfilosóficas, el estudio de hechos históricos, laadquisición de lenguas, se convirtieron a la vezen mi pasatiempo y en la meta más seria de mivida. Yo mismo me convertí en escritor,aunque mis creaciones fueran poco pretencio-sas. Se limitaban a biografías de mis per-sonajes históricos favoritos, en especial deaquéllos a los que creía que no se había hechojusticia, o ante los que alzaba un telón de os-curidad y duda.

A medida que mi creación literaria pro-gresaba, iba adquiriendo nuevos intereses yplaceres. Hallaba otro eslabón valioso que meunía a mi prójimo; mi punto de vista se en-sanchaba, y las inclinaciones y capacidades detodos los seres humanos iban resultándomecada vez más interesantes. Se ha llamado a losreyes «padres de su pueblo». Y yo, de pronto,me sentía como si fuera el padre de toda la hu-manidad. La posteridad se convirtió en mi

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heredera. Mis pensamientos eran piedras pre-ciosas con las que enriquecer el tesoro de lasposesiones intelectuales del hombre. Cada sen-timiento era un regalo valioso que le en-tregaba. Mis aspiraciones no deben atribuirsea la vanidad. No se expresaban en palabras niadoptaban forma definida en mi propia mente,aunque sin duda henchían mi alma y exaltabanmis pensamientos, iluminándome con suresplandor, conduciéndome por la calzada os-cura por la que hasta entonces había caminadoy llevándome hacia la senda despejada de lahumanidad, bañada de luz, que me convertíaen ciudadano del mundo, candidato a honoresinmor-tales, aspirante ávido del elogio y lacomprensión de mis iguales.

Nadie gozaba tanto como yo de los placeresde la creación. Si abandonaba los bosques, lamúsica solemne de las ramas mecidas por labrisa, el templo majestuoso de la naturaleza,buscaba refugio en los vastos salones delcastillo, y desde ellos contemplaba la extensa y

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fértil Inglaterra, que se extendía bajo nuestraregia colina, mientras escuchaba incitadorespasajes musicales. En aquellas ocasiones lassolemnes armonías de unas arias que elevabanel espíritu daban alas a mis pensamientosconfinados, permitién-doles, creía yo, traspas-ar el último velo de la naturaleza y de su Dios,y mostrar la más elevada belleza en una ex-presión visible a la comprensión del hombre.Mientras proseguía la música, mis ideasparecían abandonar su morada mortal; se lib-eraban de sus engranajes y emprendían elvuelo, navegando por las plácidas corrientesdel pensamiento, llenando la creación denueva gloria, avivando imaginaciones sublimesque de otro modo hubieran permanecido ad-ormecidas, mudas. Y entonces me precipitabasobre la mesa y tejía la tela mental recién hal-lada con textura firme y colores vivos, dejandopara un momento de mayor sosiego la orden-ación de aquellos materiales.

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Pero este relato, que tanto podría pertene-cer a un periodo anterior de mi vida como almomento presente, me lleva demasiado lejos.Fue el placer que obtenía con la literatura, ladisciplina mental que veía surgir de ella, lo queme incitaba a lograr que Perdita se aventurarapor el mismo camino. Empecé con mano ligeray sutil fascinación, excitando primero su curi-osidad y luego satisfaciéndola de manera que,además de hacerle olvidar sus penas dándoleuna ocupación, llegara a encontrar en las horassiguientes un revulsivo de bondad y tolerancia.

Aunque no orientada hacia los libros, laactividad intelectual había formado siempreparte de la naturaleza de mi hermana. Se habíamanifestado de manera temprana en su vida,conduciéndola a la reflexión solitaria en susmontañas natales, lo que a su vez la había ll-evado a formarse incontables combinaciones apartir de los objetos cotidianos, y había con-ferido fuerza a sus percepciones y rapidez a sujuicio. El amor llegó, como la vara de un

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profeta, y acabó con todos sus defectosmenores. El amor duplicó todas sus excelen-cias y tocó su genio con una diadema. ¿Ibaentonces a dejar de amar? Sería tan difícilapartar a Perdita del amor como extraer loscolores y los perfumes de las rosas, como con-vertir en hiel y veneno el dulce alimento de laleche materna. Lloraba la pérdida de Raymondcon una congoja que exiliaba toda sonrisa desus labios y surcaba su hermosa frente con ar-rugas de tristeza. Y sin embargo el paso de losdías parecía alterar la naturaleza de su sufrimi-ento, y las horas transcurridas la obligaban aalterar (si así puede decirse) el vestido de lutoque cubría su alma. Durante un tiempo lamúsica pareció saciar el apetito de su mente ylas ideas melancólicas se renovaban con cadanuevo acorde, se alteraban con cada cambio deritmo. La formación intelectual que le propusela acercó a los libros, y si la música había sidoalimento de su pena, las obras de los sabios seconvirtieron en su medicina.

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El aprendizaje de nuevas lenguas resultabauna ocupación demasiado tediosa para quienrefería toda expresión a su universo interior yno leía, como hacen muchos, meramente parapasar el rato, sino que seguía interrogándose así misma y al autor, mode-lando cada idea demil modos, deseosa de descubrir una verdaden cada frase. Ella perseguía mejorar su com-prensión. Y así, de manera automática, bajoaquella beneficiosa disciplina, su corazón y susdisposiciones se suavizaron y se dulcificaron.Con el tiempo descubrió que, entre todos susconocimientos recién adquiridos, su propiocarácter, que hasta entonces creía conocer enprofundidad, pasó a ocupar el lugar más pree-minente entre todas sus terrae incognitae , seconvirtió en la selva más impenetrable de unpaís no cartografiado. Errática, extrañamente,inició la tarea de examinarse y juzgarse a símisma. Y de nuevo adquirió conciencia de suspropias excelencias y empezó a equilibrar me-jor la balanza de lo bueno y lo malo que había

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en ella. Yo, que ansiaba en grado sumo de-volverle la felicidad que aún le quedaba pordisfrutar, observaba con impaciencia el res-ultado de sus procesos internos.

Pero el hombre es un animal raro. Nopueden medirse sus fuerzas como si de unamáquina se tratara. Y aunque un impulsoactúe con una fuerza de cuarenta caballossobre lo que parece dispuesto a plegarse a uno,el movimiento, depreciando todo cálculo, nollega a producirse. Así, ni el dolor, ni la filo-sofía ni el amor lograron que Perdita suavizarasu opinión sobre el descuido de Raymond.Volvía a gustar de mi compañía, y por Idrissentía y demostraba de nuevo total aprecio.Una vez más derramaba sobre su hija granternura y permanentes cuidados. Pero en suscomentarios yo detectaba un profundo resenti-miento contra Raymond, una inextinguiblesensación de herida sin cicatrizar que me ale-jaba de toda esperanza cuando más cerca mecreía de materializarla. Entre otras dolorosas

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restricciones, había convertido en ley de obli-gado cumplimiento entre nosotros el quejamás mencionáramos el nombre de Raymonden su presencia. Se negaba a leer cualquier no-ticia procedente de Grecia y me había pe-didoque me limitara a mencionarle si llegaba al-guna, y si los viajeros se encontraban bien.Resultaba curioso que incluso Clara acataraesa ley impuesta por su madre. La encantadoraniña tenía casi nueve años. Había sido siempreuna pequeña feliz, fantasiosa, alegre e infantil,pero tras la marcha de su padre su gesto quedómarcado por la seriedad. Los niños, poco há-biles en el uso del lenguaje, no suelen hallarpalabras para expresar sus pensamientos, yninguno de nosotros sabía decir de qué modose habían grabado en su mente los últimosacontecimientos. Pero sin duda habría realiz-ado observaciones profundas mientras se dabacuenta de los cambios que se sucedían a sualrededor. Nunca mencionaba a su padre enpresencia de Perdita, parecía algo asustada

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cuando me hablaba a mí de él, y aunque yotrataba de tranquilizarla en relación con eltema, disuadiéndola de los temores que teñíanlas ideas que manifestaba en relación con él,no lo lograba. Aun así, esperaba con impacien-cia la llegada de sus cartas, distinguía a la per-fección los timbres griegos y no me quitaba losojos de encima mientras yo las leía. Con fre-cuencia la descubría leyendo en el periódicoartículos sobre el país heleno.

No hay visión más dolorosa que la de unniño prematuramente preocupado, más aún,como resultaba evidente en el caso que nosocupa, cuando esa preocupación aparece en elánimo de alguien que hasta ese momento se hamostrado alegre. Y a pesar de todo Claraderrochaba una dulzura y docilidad quemovían a la admiración. Y si es cierto que lapureza de alma pinta las mejillas de belleza ydota de gracia los movimientos, no había dudade que sus visiones debían de ser celestiales,pues su semblante era el colmo del encanto y

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sus movimientos resultaban más armónicosque los elegantes saltos de los cervatillos de subosque natal. A veces yo abordaba con Perditael tema de su reserva, pero ella rechazaba misconsejos, por más que la sensibilidad de su hijale suscitara una ternura más apasionada aúnque la mía.

Transcurrido más de un año, Adrian re-gresó de Grecia.

Cuando nuestros dos exiliados llegaron aaquel país, turcos y griegos respetaban unatregua, una tregua que era como el sueño parael cuerpo, preludio de una actividad renovadatras el despertar. Con los numerosos soldadosde Asia, con todos los arsenales militares, losbarcos y las máquinas bélicas de que el poder yel dinero podían hacer acopio, los turcos de-cidieron aplastar sin dilación a un enemigoque, avanzando paso a paso desde su plazafuerte de Morea, había conquistado Tracia yMacedonia y había conducido a sus ejércitoshasta las puertas mismas de Constantinopla.

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Las activas relaciones comerciales de los grie-gos con las naciones europeas hacían que éstascontemplaran su éxito con gran interés. Greciase preparó para mantener una vigorosa resist-encia y se alzó como un solo hombre. Lasmujeres, sacrificando sus valiosos ornamentos,armaron a sus hijos para la guerra instándolos,con el espíritu de madres espartanas, a vencero morir. Los talentos y el coraje de Raymonderan altamente estimados por los griegos. Na-cido en Atenas, la ciudad lo reclamaba comohijo propio y le había concedido el mando desu división en el ejército. Sólo el comandanteen jefe poseía más poder que él. Consideradouno de sus ciudadanos, su nombre se añadió ala lista de héroes griegos. Su buen juicio, su ca-pacidad de acción, su consumada valentía jus-tificaban la decisión. El conde de Windsor, porsu parte, se convirtió en voluntario a lasórdenes de su amigo.

–Bien está –dijo Adrian– hablar de guerrabajo estas sombras plácidas, y con gran

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profusión de palabras convertirlo en es-pectáculo, pues muchos miles de congéneresnuestros abandonan con dolor este aire dulce ysu tierra natal. No soy sospechoso de ir en con-tra de la causa griega; sé y siento su necesidad.Es, más que ninguna otra, una buena causa,que he defendido con mi espada. Estaba dis-puesto a morir en su defensa. La libertad valemás que la vida, y los griegos hacen bien en de-fender su privilegio hasta la muerte. Pero nonos engañemos. Los turcos son hombres. To-das sus fibras, todos sus miembros sientenigual que los nuestros, y tanto turcos comogriegos sienten, en su corazón o en su cerebro,los espasmos mentales o físicos con la mismaintensidad. La última acción que presencié fuela toma de . . . Los turcos resistieron hasta elfin, la guarnición pereció en las murallas ynosotros entramos al asalto. Todas las cri-aturas que aún respiraban intramuros fueronmasacradas. ¿Creéis que, entre los gritos de lainocencia violada y la infancia desesperada, no

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oía yo, con todos mis sentidos, el llanto de miprójimo? Antes que mahometanos, quienes asísufrían eran hombres y mujeres, y cuando selevanten, sin turbante, de la tumba, ¿en qué,excepto en sus acciones, buenas o malas, seránmejores o peores que nosotros? Dos soldadospeleaban por una muchacha, cuya gran bellezay ricos ropajes excitaban los bajos instintos deaquellos malhechores, tal vez buenos hombresen familia, a quienes la furia del momentohabía convertido en encarnación del demonio.Un viejo de barba plateada, decrépito y calvo,que tal vez fuera su abuelo, se inter-puso entreellos y la joven para salvar a ésta, y el hacha deguerra de uno de los dos se hundió en sucráneo. Yo acudí en su defensa, pero la ira loscegaba y los volvía sordos. No repararon en miatuendo cristiano ni escucharon mis voces. Laspalabras eran armas sin filo entonces, puesmientras la guerra gritaba «destrucción», y elasesinato cumplía sus órdenes, ¿cómo podía yo

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revertir la marea de los males, aliviando elerrorcon leve ofrecimiento de elocuenciabalsámica?*

Uno de los dos tipos, indignado por mi in-tromisión, me golpeó en el costado con su bay-oneta y caí al suelo, inconsciente.

–Esta herida tal vez acorte mi vida, pues hasacudido mi cuerpo, ya de por sí frágil. Peroacato la muerte. En Grecia he apren-dido queun hombre más o menos importa poco mien-tras queden cuerpos humanos para reemplazarlas filas menguantes de la soldadesca. Y heaprendido también que la identidad de un in-dividuo puede ignorarse, siempre y cuando elpelotón siga completo. Todo esto tuvo unefecto distinto sobre Raymond. Él es capaz detener en cuenta el ideal de la guerra, mientrasque yo soy sensible sólo a sus realidades. Él essoldado, general. Ejerce influencia sobre las al-imañas de la guerra sedientas de sangre,

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mientras que yo me resisto en vano a sus im-pulsos. La razón es sencilla. Burke ha afirmadoque «en todos los cuerpos, aquellos que orde-nan deben, en no poca medida, obedecer».** Yyo no puedo obedecer, pues no simpatizo consus sueños de masacre y gloria... Obedecer yordenar en semejante carrera está en la nat-uraleza de la mente de Raymond. Siempre tri-unfa, y parece probable que, al tiempo queadquiere honores y cargos para sí, asegure lalibertad de los griegos, y tal vez un imperioextenso.

La mente de Perdita no se serenó al oíraquel relato, pues pensó que Raymond podíaser feliz y grande sin ella. «¡Ojalá yo tambiéntuviera una carrera! ¡Ojalá yo también pudierafletar un barco nuevo con todas mis esperan-zas, energías y deseos, y lanzarlo al océano dela vida, dirigirme con él a algún punto alcan-zable, con la ambición o el placer por timón!Pero vientos adversos me retienen en la orilla.Como Ulises, me siento al borde del agua y

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derramo lágrimas. Pero mis manos inertes noson capaces de talar árboles ni de cortartablones.» Influida por aquellos pensamientosmelancólicos, se enamoró más que nunca de ladesdicha. Con todo, la presencia de Adrian lehizo algún bien, pues al instante el recién lleg-ado rompió la ley del silencio que pesaba sobreRaymond. Al principio se sobresaltó al oír sudesusado nombre, pero no tardó en acostum-brarse a él, en amarlo, y escuchaba con avidezel relato de sus logros. Clara también se libróde su recato; Adrian y él habían sido com-pañeros de juegos, y ahora, mientras camin-aban o cabalgaban juntos, él cedía a sus sincer-as súplicas y le repetía por enésima vez ésta oaquélla descripción del acto de coraje, munifi-cencia o justicia de su padre.

Entretanto, todos los buques llegabanportadores de noticias emocionantes sobreGrecia. La presencia de un amigo en sus ejérci-tos y su gobierno nos llevaba a seguir conentusiasmo la evolución de los

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acontecimientos. Y en alguna carta breve quenos enviaba en contadas ocasiones, Raymondnos relataba lo inmerso que se hallaba en losintereses de su país de adopción. El comercioera de gran relevancia para los griegos, y sehabrían conformado con sus posesiones territ-oriales si los turcos no los hubieran invadido.Pero los patriotas, que obtuvieron victorias, seimpregnaron del espíritu de conquista hasta elpunto de ver ya Constantinopla como suya. Laestimación que profesaban por Raymond nodejaba de crecer. Pero en el ejército había unhombre que mandaba más que él. Era célebrepor su conducta y por haber elegido una posi-ción determinada en una batalla librada en lallanuras de Tracia, a orillas del Hebrus, quehabía de decidir el destino del islam. Los ma-hometanos fueron derrotados y expulsados en-teramente del territorio que quedaba al oestedel río. La batalla fue sanguinaria, la pérdidade los turcos, al parecer, irreparable. Los grie-gos, por el contrario, perdieron a un solo

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hombre, pero ello les bastó para olvidarse de lamultitud anónima esparcida sobre el campoensangrentado, y renunciaron a celebrar unavictoria que les supuso perder a... Raymond.

En la batalla de Makri, éste había dirigidola carga de caballería y persiguió a los fugitivoshasta orillas del Hebrus. Tras el combate hal-laron a su caballo favorito paciendo en la rib-era del manso río. No se supo si había caídoentre los soldados desconocidos. Pero no seencontraron ornamentos rotos ni arreos man-chados que revelaran cuál había sido su suerte.Se sospechaba que los turcos, hallándose enposesión de tan ilustre cautivo, decidieron sat-isfacer su crueldad más que su avaricia, y tem-erosos de la intervención de Inglaterra, opt-aron por ocultar para siempre el asesinato asangre fría del soldado más odiado y temido delos escuadrones enemigos.

Raymond no fue olvidado en Inglaterra. Suabdicación del Protectorado había causado unaconsternación sin precedentes. Y cuando sus

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planes magníficos y bien ideados se con-trastaron con la estrechez de miras de lospolíticos que le sucedieron, el periodo de sumandato empezó a recordarse con nostalgia.La constante mención de su nombre, unida alos testimonios honrosos que llenaban lasgacetas griegas, mantenían despierto el interésque había despertado. Parecía el hijo pre-dilecto de la fortuna, y su prematura pérdidaeclipsó al mundo y dejó al resto de la humanid-ad huérfana de brillo. La gente se aferraba a laesperanza de que siguiera con vida. Se instó alrepresentante consular en Constantinopla arealizar las averiguaciones pertinentes y, encaso de que pudiera verificarse que no habíamuerto, exigiera su liberación. Cabía esperarque sus esfuerzos dieran fruto y que, aunqueprisionero, blanco de crueldad y odio, pudieraser rescatado del peligro y devuelto a la felicid-ad, el poder y el honor que merecía.

El efecto que causó la noticia en mi her-mana fue asombroso. En ningún momento dio

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crédito a la historia de su muerte. Resolvió alinstante trasladarse a Grecia. Tratamos derazonar con ella, de disuadirla, pero Perdita noconsintió que ningún impedimento, ningún re-traso, se interpusiera en su decisión. En honora la verdad debe decirse que si los argumentosy las súplicas logran apartar a alguien de unpropósito desesperado cuyos motivos y fin sebasan exclusivamente en la intensidad de lasemociones, entonces está bien que así sea,pues tal renuncia demuestra que ni el motivoni el fin eran lo bastante fuertes para resistirlos obstáculos que se interpusieran en su con-secución. Si, por el contrario, resisten los in-tentos disuasorios, esa misma terquedad pres-agia ya el éxito; y se convierte en deber deaquéllos que aman a ese alguien contribuir aallanar los impedimentos que surjan en sucamino. Con esos sentimientos actuamos ennuestro pequeño grupo. Comprendiendo quePerdita se mantendría insobornable, nos ded-icamos a proporcionarle los mejores medios

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para alcanzar su propósito. No podía ir sola aun país donde carecía de amigos, donde talvez, apenas llegara, confirmaría la temible no-ticia, que sin duda la sumiría en el más hondode los pesares y los remordimientos. Adrian,cuya salud siempre había sido frágil, se re-sentía, además, del agravio de su recienteherida. Idris se veía incapaz de abandonarlo enese estado, y no era adecuado que nos aus-entáramos los dos, ni que nos lleváramos anuestros hijos en un viaje de aquella nat-uraleza. Finalmente decidí que sólo yo acom-pañaría a mi hermana. La separación de miIdris me resultó muy dolorosa, pero la necesid-ad nos consolaba en cierto modo. La necesidady la esperanza de salvar a Raymond, de de-volverle la felicidad, de devolvérselo a Perdita.No había tiempo que perder. Dos días despuésde tomada la decisión llegamos a Portsmouth yembarcamos. Era el mes de mayo y no se pre-veían tormentas. Se nos prometió un viajepróspero. Albergando las más fervientes

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esperanzas, adentrándonos en el vasto mar,observamos maravillados alejarse las costas deInglaterra, y en las alas del deseo desplegamoslas velas, henchidas de viento, rumbo al sur.Nos impulsaban las olas livianas, y el viejoocéano sonreía con el peso del amor y la esper-anza puestos a su recaudo; amansando condelicadas caricias sus llanuras tempestuosas, elsendero se allanaba apara nosotros. De día yde noche, el viento de popa impulsaba con-stante nuestra quilla, y ni galerna rugiente niarena traidora ni peñasco destructor interpusi-eron obstáculo alguno entre mi hermana y latierra en la que iba a entregarse de nuevo a suprimer amor, al confesor amado de su corazón,al corazón que latía dentro de su corazón.

Footnotes

*Teogonía , Hesíodo. (N. del T.)

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**Reflexiones sobre la Revolución francesa , Edmund

Burke. (N. del T.)

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VOLUMENSEGUNDO

Capítulo I

Durante nuestro viaje, cuando en las nochesserenas conversábamos en cubierta, observ-ando el vaivén de las olas y el cielo mudable,descubrí el cambio absoluto que los desastresde Raymond habían operado en la mente demi hermana. ¿Eran las aguas del mismo amor,últimamente frías y cortantes como el hielo, lasque ahora, liberadas de sus gélidas cadenas,recorrían las regiones de su alma con agrade-cida y abundante exuberancia? Perdita nocreía que estuviera muerto, pero sabía que seencontraba en peligro, y la esperanza de con-tribuir a su liberación y la idea de aliviar conternura los males que pudieran haberle

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sobrevenido, elevaban y aportaban armonía alas anteriores estridencias de su ser. Yo, por miparte, no me sentía tan optimista como ella re-specto del resultado de nuestra misión, aunqueen realidad ella se mostrara más segura queoptimista. La esperanza de volver a ver alamante que había rechazado, al esposo, alamigo, al compañero de su vida, del que llev-aba tanto tiempo alejada, envolvía sus sentidosen dicha, su mente en placidez. Era empezar avivir de nuevo: era dejar atrás las arenasdesiertas para ir en pos de una morada de fértilbelleza; era un puerto tras una tempestad, unaadormidera tras muchas noches en vela, undespertar feliz tras una pesadilla.

La pequeña Clara nos acompañaba. Lapobre niña no comprendía bien qué sucedía.Había oído que nos dirigíamos a Grecia, dondevería a su padre, y ahora, por vez primera enmucho tiempo, se atrevía a hablar de él conPerdita.

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Al llegar a Atenas constatamos quenuestras dificultades aumentaban: Ni la his-toriada tierra ni el clima balsámico podían in-spirarnos entusiasmo o placer mientras Ray-mond se hallara en peligro. Ningún otrohombre había despertado un interés públicotan grande, algo que resultaba evidente inclusoentre los flemáticos ingleses, con los que notrataba hacía tiempo. Los atenienses espera-ban que su héroe regresara triunfante. Lasmujeres habían enseñado a sus hijos a susur-rar su nombre seguido de una expresión deagradecimiento. Su belleza viril, su valor, la de-voción que había sentido siempre por su causa,lo hacían aparecer a sus ojos casi como una delas deidades antiguas de aquellas tierras, ba-jado de su Olimpo para defenderlos. Cuando sereferían a su probable muerte y a su cautividadsegura, lloraban a lágrima viva. Del mismomodo que las madres de Siria habían llorado aAdonis, las esposas y las madres de Grecia

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plañían a nuestro Raymond inglés. Atenas erauna ciudad de lamentos.

Todas aquellas muestras de desconsuelollenaron a Perdita de espanto. Mientras sehallaba lejos de la realidad, sus expectativas,mezcla de optimismo y confusión, engendra-das por el deseo, habían creado en su menteuna imagen de cambio instantáneo que se pro-duciría apenas pisara suelo griego. Imaginabaque Raymond ya habría sido liberado y que susdulces atenciones borrarían incluso el re-cuerdo de su mala fortuna. Pero su destinoseguía siendo incierto, y ella empezó a temer lopeor y a sentir que las esperanzas de su almase habían vertido en un azar que podía rev-elarse adverso. La esposa y la encantadora hijade lord Raymond fueron desde el principio ob-jeto de profundo interés en Atenas. Las puer-tas de su residencia eran constantemente ase-diadas, y desde ellas se murmuraban oracionespara el regreso del héroe. Todas aquellas

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circunstancias llenaban a Perdita de zozobra ytemores.

Yo, por mi parte, no cejaba en mi empeño.Transcurrido un tiempo abandoné Atenas y meuní al ejército, acampado en la localidad traciade Kishan. Mediante sobornos, amenazas e in-trigas, no tardé en descubrir que Raymond es-taba vivo y que, como prisionero, sufría losrigores de un encierro severo y era sometido atoda clase de crueldades. A partir de ese mo-mento pusimos en marcha todos los mecanis-mos de la política y el dinero para redimirlo desu infortunio.

El carácter impaciente de mi hermana re-gresó a ella, crecido por el arrepentimiento,azuzado por la culpa. La perfección del climaprimaveral en Grecia no hacía sino potenciar latortura de sus sensaciones. La incomparablebelleza de la tierra, tapizada de flores, el sol be-nigno, las agradables sombras, las melodías delos pájaros, la majestuosidad de los bosques, elesplendor de las ruinas marmóreas, el claro

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resplandor de las estrellas por la noche, lacombinación de todo lo que era emocionante yvoluptuoso en aquella tierra trascendente, queaceleraba su espíritu vital y le excitaba los sen-tidos en todos los poros de su piel, no hacíamás que agudizar su dolor. Contaba el lentotranscurrir de las horas y el sufrimiento de suamado ocupaba todos sus pensamientos. Seabstenía de comer. Se echaba en tierra des-nuda y trataba de imitar en todo los tormentosde Raymond, esforzándose por comulgar consu dolor distante. Recuerdo que, en uno de susmomentos más difíciles, un comentario mío lehabía causado irritación y desdén.

–Perdita –le había dicho yo–, algún díadescubrirás que hiciste mal al arrojar a Ray-mond a las espinas de la vida. Cuando la de-cepción haya mancillado su belleza, cuando lasdesgracias del soldado hayan ajado su virilid-ad, cuando la soledad le vuelva amargos in-cluso sus triunfos, entonces te arrepentirás. Ylamentarás el cambio irreparable

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que en corazones hoy pétreosmoverá al fenecido remordimiento delamor.*

Aquel agudo «remordimiento del amor»desgarraba ahora su corazón. Se culpaba delviaje que Raymond había emprendido a Gre-cia, de los peligros que había corrido, de su en-carcelamiento. Imaginaba la angustia de susoledad, recordaba con qué impaciencia y di-cha le había comunicado sus alegres esperan-zas, con qué inmenso afecto había aceptadoque ella se preocupara por él. A su mente re-gresaban las muchas ocasiones en que habíadeclarado que la soledad era el peor de todoslos males, y que a él la muerte le infundía másmiedo y dolor cuando se imaginaba la tumbasola. «Mi niña buena –le había dicho– mealivia de mis peores fantasías. Unido a ella,amado por su dulce corazón, no volveré aconocer la tristeza de hallarme solo. Y si mueroantes que tú, mi Perdita, conserva mis cenizas

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hasta que puedan mezclarse con las tuyas. Setrata de una idea absurda para alguien que noes materialista, pero creo que, incluso en esacelda oscura, tal vez sienta que mi polvo inan-imado se funde con el tuyo, y de ese modo,cuando me marchite, tendré tu compañía.» Ensus días de resentimiento, recordaba aquellaspalabras con acrimonia y desprecio. Pero tam-bién ahora, apaciguada, la visitaban, priván-dola del sueño, suprimiendo toda esperanza desu mente inquieta.

Así transcurrieron dos meses, hasta que alfin obtuvimos la promesa de su liberación. Elencierro y las dificultades habían minado susalud. Los turcos temían el cumplimiento delas amenazas del gobierno inglés si moría ensu poder; creían imposible su restablecimientoy lo entregaron moribundo, dejándonos gusto-samente a nosotros la tarea de celebrar los ri-tos funerarios.

Llegó por mar a Atenas desde Constantino-pla. El viento, aunque favorable, soplaba con

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tal fuerza que no pudimos recibirlo en altamar, como era nuestro deseo. La torre de vigíade Atenas se veía asediada por los curiosos y seescrutaba la aparición de todas las velas. Hastaque el primer día de mayo apareció enlontananza la gallarda fragata, cargada con untesoro más preciado que todas las riquezasque, traídas de Méjico, engullía el Pacífico, oque las que surcaban sus tranquilas aguas paraenriquecer la corona de España. Al amanecerse vio que el barco arribaba a la costa, y se de-dujo que echaría el ancla a cinco millas detierra.

La noticia se propagó por toda Atenas y laciudad en pleno se congregó a las puertas delPireo, tras descender camino del puerto por lascalles, a través de los viñedos, de los olivares ylos campos de higueras. La algarabía del popu-lacho, los colores vistosos de sus atuendos, eltumulto de carruajes y caballos, el avance delos soldados, todo se mezclaba con el ondearde las banderas y el sonido de las músicas

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marciales, que se sumaban a la gran excitaciónde la escena, puntuada por la solemnemajestad de las ruinas antiguas que nosrodeaban. A nuestra derecha se levantaba laAcrópolis, testigo de mil cambios, de antiguagloria, del dominio turco, de la restauración dela ansiada libertad; esparcidos por todaspartes, los cenotafios y las tumbas cubiertos deuna vegetación siempre reverdecida. Los po-derosos muertos acechaban desde sus monu-mentos y, en el entusiasmo de las multitudes,contemplaban la repetición de unas escenas delas que ellos habían sido actores. Perdita yClara viajaban en un carruaje cerrado. Yo lasseguía a caballo. Finalmente llegamos al pu-erto. Me impresionó la magnitud del oleaje. Laplaya, por lo que podía distinguirse, estaballena de una muchedumbre movediza que, em-pujada por quienes avanzaban hacia el mar, seretiraba cada vez que las grandes olas se acer-caban a ellos. Miré por el catalejo y vi que lafragata ya había echado el ancla, temerosa de

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acercarse más a la costa de sotavento. Bajaronun bote y vi con aprensión que Raymond eraincapaz de descender solo por el casco delbuque y que tenían que bajarlo sentado en unasilla y envuelto en mantos.

Desmonté y pedí a unos marineros que re-maban por el puerto que me llevaran. En esemismo instante Perdita descendió de su carru-aje y me agarró del brazo.

–¡Llévame contigo! –exclamó, temblorosay pálida. Clara se abrazaba con fuerza a ella.

–No debes ir. El mar está muy agitado.Muy pronto estará aquí. ¿No ves su nave? –Labarca de remos que había mandado acercarseya había atracado. Sin darme tiempo a deten-erla, ayu-dada por los marineros, mi hermanamontó en ella. Clara siguió a su madre y mien-tras abandonábamos el resguardado muelle,un grito unánime se alzó desde la multitud.Perdita, en la proa, se aferraba a uno de loshombres, que miraba por el catalejo, y le hacía

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mil preguntas, sin importarle el agua que lasalpicaba, sorda, ciega a todo salvo al punto le-jano que, apenas visible sobre las olas, seaproximaba a nosotros, que avanzábamoshacia él con toda la fuerza que seis remerospodían proporcionarnos. Los uniformespintorescos de los soldados que formaban en laplaya, los sonidos de la vigorosa música, los es-tandartes que la fuerte brisa hacía ondear, lasexclamaciones constantes de la multitud, depiel oscura y atuendo extranjero, claramenteoriental; la visión del peñasco coronado por eltemplo, el mármol blanco del edificio que re-verberaba al contacto con el sol y se recortabaclaramente contra el perfil de las montañasimponentes que se erguían detrás; el rugidocercano del mar, el chasquido de los remos, elsalpicar del agua... Todo envolvía mi alma enun delirio jamás sentido, ni imaginado siquieraen el curso de una vida común. Tembloroso, nopodía mirar ya por el catalejo con el que habíaseguido los movimientos de la tripulación

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desde que el bote de la fragata entró en con-tacto con el mar. Nos acercábamos deprisa yno tardamos en distinguir a simple vista lasformas de los tripulantes y en saber cuántoseran. Su tamaño crecía por momentos, y elgolpear de sus remos contra el mar empezabaa resultarnos audible. Al fin veía la forma lán-guida de mi amigo que, al ver que nos aprox-imábamos, trató de incorporarse.

Las preguntas de Perdita habían cesado.Agarrándome del brazo, jadeando, la intensid-ad misma de su emoción le impedía el llanto.Nuestro bote se aborloó al otro. En un últimoesfuerzo, mi hermana hizo acopio de todo sutesón, pasó de una barca a la otra y entonces,ahogando un grito, se abalanzó sobre Ray-mond, se hincó de rodillas a su lado y, pegandolos labios a la mano que buscaba, el rostro cu-bierto por su larga cabellera, se abandonó a laslágrimas.

Raymond se había alzado un poco al verque nos acercábamos, pero incluso aquel

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movimiento le he había supuesto un granfatiga. Con las mejillas hundidas y los ojos aus-entes, pálido y flaco, apenas reconocí al amorde Perdita. Permanecí largo rato asombrado ymudo, mientras él contemplaba sonriente a lapobre muchacha. Sí, aquella era su sonrisa. Unrayo de sol iluminando un valle oscuromuestra sus líneas hasta ese momento ocultas;ahora aquella sonrisa, la misma con la quepronunció sus primeras palabras de amor aPerdita, la misma con la que había aceptado elProtectorado, asomándose a su demacradosemblante, me hizo saber en lo más profundode mi corazón, que se trataba de Raymond.

Me alargó la otra mano, y en su muñecadesnuda distinguí las marcas de unas manillas.Oí los sollozos de mi hermana y pensé en lasuerte de las mujeres, que pueden llorar, y quecon caricias apasionadas se libran del peso desus emociones, mientras que al hombre lefrenan el pudor y la compostura natural. Hab-ría dejado brotar las palabras de la infancia, lo

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habría apretado contra mi pecho, me habría ll-evado su mano a los labios, habría llorado, sí,abrazándome a él; mi corazón, desbordado, meoprimía la garganta. No podía controlar el tor-rente de mis lágrimas que, rebelándose contramí, se agolpaban en mis ojos, de modo que mevolví y las vertí sobre el mar. Cada vezbrotaban con más fuerza, y sin embargo mivergüenza menguó cuando constaté que aquel-los curtidos marineros también se habían emo-cionado y que los ojos de Raymond eran losúnicos que permanecían secos. Yacía en esacalma bendita que siempre procura la convale-cencia, y disfrutaba de la serena tranquilidadque le daban la libertad recobrada y el encuen-tro con la mujer a la que adoraba. Perdita, alfin, controló su arrebato de pasión y se puso enpie. Buscó con la mirada a Clara que, asustada,sin reconocer a su padre, ignorada por noso-tros, se había acurrucado en el otro extremodel bote. Acudió a la llamada de su madre, que

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se la presentó a Raymond. Sus primeras palab-ras fueron:

–Amado, abraza a nuestra hija.

–Ven aquí, querida mía –dijo su padre–.¿No me conoces? La pequeña reconoció su voz,y se arrojó en sus brazos algo pudorosa, perocon incontrolable emoción.

Percibiendo la debilidad de Raymond, yotemía que la multitud que le aguardaba entierra pudiera desbordarse. Pero su cambio deaspecto dejó sin habla a todo el mundo. Anuestra llegada la música cesó y los vítores seinterrumpieron al punto. Los soldados habíanliberado un espacio en el que dispusieron uncarruaje. Condujeron hasta él a Raymond. Per-dita y Clara se montaron con él y sus escoltaslo rodearon. Un murmullo sordo, como el delas olas cercanas, recorrió la muchedumbre,que se echaba hacia atrás para abrirle paso,temerosa de lastimar con sus vítores a aquél aquien había acudido a dar la bienvenida, y se

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limitaba a inclinar la cabeza al paso del carru-aje, que avanzaba despacio por el camino delPireo, dejando atrás templos anti-guos y tum-bas heroicas bajo el empinado peñasco de laciudadela. El rumor de las olas quedó atrás,pero el de la multitud seguía a intervalos,amortiguado, sordo. Y aunque en la ciudad lascasas, las iglesias y los edificios públicos es-taban decorados con pendones y estandartes;aunque la soldadesca formaba en las calles ylos habitantes se congregaban por millarespara gritarle su bienvenida, el mismo silenciosolemne se mantenía, los soldados lepresentaban armas –los estandartes a mediaasta, muchas manos blancas empuñando ban-derolas– y en vano buscaban distinguir alhéroe en su vehículo que, cerrado y rodeado deguardias, se dirigía al palacio que le habíandispuesto.

Raymond se sentía débil, exhausto, y sinembargo el interés que suscitaba su persona lellenaba de orgullo. El amor que los demás le

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profesaban estaba a punto de matarlo. Ciertoque el pueblo se refrenaba, pero el rumor y elbullicio de la muchedumbre congregadaalrededor de palacio, sumados al estrépito delos fuegos de artificio, a los frecuentes disparosde las armas, al repicar de los cascos de loscaballos, de cuya efervescencia era él la causa,dificultaban su recuperación. De modo que, alpoco, decidimos trasladarnos por un tiempo aEleusis, donde el reposo y los cuidados lo-graron que nuestro enfermo recobrara fuerzasprontamente. Las atenciones que le prodigabaPerdita eran la primera causa de su rápidorestablecimiento. Pero la segunda era sin dudala felicidad que sentía por el afecto y la buenavoluntad que le profesaban los griegos. Se diceque amamos mucho a aquellos a los quecausamos un gran bien. Raymond habíaluchado y conquistado territorios para losatenienses. Había sufrido por ellos, se habíaexpuesto a los peligros, al cautiverio y a las di-ficultades. Su gratitud le conmovía

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profundamente y en lo más hondo de sucorazón anhelaba ver su destino unido parasiempre al de aquel pueblo que sentía por él taldevoción.

El amor y la comprensión de la sociedadconstituían un rasgo marcado de mi carácter.En mi primera juventud, el drama vivo que sehabía desarrollado a mi alrededor había ll-evado a mi corazón y a mi alma hasta su vór-tice. Ahora me percataba de cierto cambio.Amaba, esperaba, disfrutaba. Pero había algomás. Me mostraba inquisitivo respecto a losprincipios internos de las acciones de aquéllosque me rodeaban, impaciente por interpretarcorrectamente sus ideas, ocupado siempre enadivinar sus planteamientos más recónditos.Todos los acontecimientos, además de in-teresarme profundamente, aparecían ante míen forma de pinturas. Otorgaba el lugar justo acada personaje de un grupo, el equilibrio justoa cada sentimiento. Esa corriente subterráneade pensamiento solía calmarme en momentos

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de zozobra o agonía. Confería idealismo a algoque, tomado en su verdad más despojada, hu-biera repugnado al alma. Dotaba de colorespictóricos la tristeza y la enfermedad, lo quecon frecuencia me aliviaba de la desesperaciónen momentos de pérdida. Aquella facultad, oinstinto, volvió a despertar en mí. Observaba larenacida devoción de mi hermana, la ad-miración tímida pero indudable que Clara sen-tía por su padre, el hambre de reconocimientode Raymond, la importancia que para él teníanlas demostraciones de afecto de los atenienses.Así, observando con atención los hechos deaquel capítulo del libro, no me sorprendió de-masiado el relato que leí al volver la página.

El ejército turco se encontraba en ese mo-mento asediando Rodosto. Y los griegos, apre-surándose en sus preparativos y enviando re-fuerzos todos los días, estaban a punto de obl-igar al enemigo a entrar en batalla. Todo elmundo consideraba la lucha inminente comoun episodio decisivo en gran medida, pues en

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caso de victoria, el paso siguiente sería el ase-dio griego de Constantinopla. Raymond, algomás repuesto, se dispuso a retomar su mandoen el ejército.

Perdita no se opuso a su decisión y se lim-itó a estipular que le permitiera acompañarlo.No se había marcado ninguna pauta de con-ducta para sí misma, pero ni aun queriendohubiera podido oponerse al más banal de susdeseos ni hacer otra cosa que aceptar de buengrado todos sus planes. Una palabra, en realid-ad, la hubiera alarmado más que las batallas ylos sitios, pues confiaba en que, durante éstos,la destreza de Raymond lo libraría de todo pe-ligro. Y aquella palabra, que por entonces paraella no era más que eso, era «peste». Ese en-emigo de la raza humana había empezado, aprincipios de junio, a alzar su cabeza de serpi-ente en las orillas del Nilo y había afectado ya azonas de Asia por lo general libres de se-mejante mal. La plaga alcanzó Constantinopla,pero como la ciudad recibía todos los años la

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misma visita, se prestó poca atención a los re-latos que afirmaban que allí ya habían muertomás personas de las que normalmente eranpresa de ella en los meses más cálidos. Sin em-bargo, ni la peste ni la guerra impedirían aPerdita seguir a su señor ni la llevarían a plan-tear objeción alguna a sus planes. Estar cercade él, recibir su amor, sentir que volvía a sersuyo, constituían el colmo de sus deseos. Elobjeto de su vida era darle placer. Así habíasido antes, pero con una diferencia; en el pas-ado, sin preverlo ni pensarlo, le había hechofeliz siéndolo ella también, y ante cualquierdecisión consul-taba sus propios deseos, puesno se diferenciaban de los de su amado. Ahora,en cambio, no se tenía en cuenta a sí misma,sacrificando incluso la inquietud que lecausaba su salud y bienestar, decidida comoestaba a no oponerse a ninguno de sus planes.A Raymond le espoleaban el amor del pueblogriego, la sed de gloria y el odio que sentía porel gobierno bárbaro bajo el que él mismo había

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sufrido hasta casi la muerte. Deseaba devolvera los atenienses el amor que le habían de-mostrado, mantener vivas las imágenes deesplendor asociadas a su nombre y erradicarde Europa un poder que, mientras todas lasdemás naciones avanzaban en civilización,permanecía inmóvil, como monumento deanti-gua barbarie. Yo, por mi parte, habiendologrado la reconciliación de Raymond y Per-dita, me sentía impaciente por regresar aInglaterra. Pero su petición sincera, unida a micuriosidad creciente y a una angustia indefin-ida por presenciar la catástrofe, al parecer in-minente, de la larga historia bélica de Grecia yTurquía, me llevaron a consentir en prolongarmi periodo de residencia en suelo heleno hastael otoño.

Tan pronto como la salud de Raymond es-tuvo lo bastante restablecida se preparó paraunirse al campamento griego, que se habíaconcentrado cerca de Kishan, ciudad de ciertaimportancia situada al este del río Hebrus. En

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ella se instalarían Perdita y Clara hasta que seprodujera la esperada batalla. Salimos deAtenas el segundo día de junio. Raymondhabía ganado peso y color. Si bien yo ya noveía el brillo lozano de la juventud en su rostromaduro, si bien las preocupaciones habíansurcado su frente,

y en el campo de su belleza profundastrincheras cavado,*

si bien en su pelo, ligeramente teñido de gris, yen su mirada, se-rena incluso en la impacien-cia, se leían los años y los sufrimientos vividos,había no obstante algo conmovedor en alguienque, recientemente arrebatado de las garras dela muerte, reemprendía su carrera negándose adoblegarse a la enfermedad y al desastre. Losatenienses no veían en él, como antes, al jovenheroico ni al hombre desesperado dispuesto amorir por ellos, sino al coman-dante prudenteque, por el bien de ellos, cuidaba de su propia

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vida y ponía en segundo plano sus tendenciasguerreras a favor del plan de acción que desdelas instancias políticas se hubiera trazado.

La ciudad toda nos acompañó durante vari-as millas. A nuestra llegada, hacía un mes, noshabía recibido silenciada por la tristeza y elmiedo, pero el día de nuestra partida fue unafiesta para todos. Los gritos resonaban en elaire y las ropas pintorescas, de vivos colores,brillaban al sol. Los gestos expresivos y las pa-labras rápidas de los lugareños se corres-pondían con su aspecto indómito. Raymondestaba en boca de todos, era la esperanza detoda esposa, madre o prometida cuyo esposo,hijo o novio, integrado en el ejército griego, de-bía ser conducido por él a la victoria.

A pesar del azaroso objeto de nuestro viaje,mientras recorríamos los valles y las colinas deaquel país divino constatábamos que los inter-eses románticos eran muchos. Raymond sesentía inspirado por las intensas sensaciones

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suscitadas por su salud recobrada. Se dabacuenta de que, al ser general de los atenienses,ocupaba un cargo digno de su ambición, y queen su esperanza de tomar Constantinopla par-ticipaba en un acontecimiento que resultaríatrascendental durante siglos, una hazañainigualada en los anales del hombre, cuandouna ciudad de tan grandes resonanciashistóricas, la belleza de cuya ubicación era lamaravilla del mundo, y que durante muchoscientos de años había sido plaza fuerte de losmusulmanes, fuera liberada de la esclavitud yla barbarie y devuelta a un pueblo ilustre porsu genio, su civilización y su espíritu de liber-tad. Perdita reposaba en su recobrada com-pañía, en su amor, en sus esperanzas y sufama, como un sibarita sobre su lujoso tri-clinio. Todos sus pensamientos erancompartidos, todas sus emociones se impreg-naban de un elemento coincidente ybalsámico.

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Llegamos a Kishan el séptimo día de julio.Durante el trayecto el tiempo había sido be-nigno. Todos los días, antes del amanecerabandonábamos el campamento nocturno yveíamos retirarse las sombras de valles y coli-nas y acercarse el esplendor dorado del sol.Los soldados que nos acompañaban saludabancon la vivacidad propia de su país la visión delas bellezas naturales. La salida del astro deldía se recibía con cantos triunfantes, mientraslas aves, con sus trinos, completaban los inter-valos de la música. A mediodía plantábamoslas tiendas en algún valle sombreado o bajo elpalio de algún bosque encajonado entremontañas, en el que algún riachuelo, convers-ando con los guijarros, nos inducía al sueño re-parador. Nuestro avance vespertino, más pau-sado, resultaba sin embargo más agradableque el de la mañana, cuando los ánimos sehallaban más exaltados. Si la banda de músicatocaba, instintivamente escogía piezas de másmoderada pasión: al adiós del amor, al

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lamento de la ausencia seguía algún himno sol-emne que armonizaba con la encantadoraserenidad del atardecer y elevaba el alma haciaideas nobles y religiosas. A menudo, no ob-stante, todo sonido quedaba en suspenso paraque pudiéramos deleitarnos con el canto delruiseñor, mientras las luciérnagas danzabancon su brillo y el suave lamento del aziolo *

anunciaba buen tiempo a los viajeros.¿Cruzábamos un valle? Suaves sombras nosengullían y las peñas se teñían de hermososcolores. Si atravesábamos una montaña, Gre-cia, mapa viviente, se extendía abajo, suscélebres pináculos rasgando el éter, sus ríostejiendo con hilo de plata la tierra fértil. Casitemerosos de respirar, nosotros, viajerosingleses, contemplábamos con éxtasis esepaisaje espléndido, tan distinto a los tonossobrios y a las gracias melancólicas de nuestratierra natal. Cuando abandonamos Macedonia,las fértiles llanuras de Tracia nos depararonmenos bellezas, aunque el viaje siguió

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resultando interesante. Una avanzadilla in-formaba de nuestra llegada y las gentescampesinas no tardaban en ponerse en marchapara hacer los honores a lord Raymond. Lasaldeas se adornaban con arcos triunfales tapiz-ados de verdor de día e iluminados con ant-orchas al ponerse el sol. De las ventanaspendían tapices y el suelo aparecía salpicadode flores. El nombre de Raymond se unía al deGrecia y ambos resonaban en los vítores de lospaisanos griegos.

Cuando llegamos a Kishan nos informaronde que, al conocer el avance de lord Raymondy de su destacamento, el ejército turco se habíaretirado de Rodosto, pero que una vez allí, ytras pedir refuerzos, había desandado suspasos. Entretanto Argyropylo, el comandanteen jefe de los griegos, se había adelantado y seencontraba entre los turcos y Rodosto. Se decíaque la batalla era inevitable. Perdita y su hijadebían quedarse en Kishan. Raymond me pre-guntó si yo quería acompañarlos.

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–¡Por los montes de Cumbria –exclamé–,por el vagabundo y el cazador furtivo que hayen mí, me quedaré a tu lado y alzaré mi espadapor la causa griega, y me recibirán victorioso atu lado!

Toda la llanura, desde Kishan hastaRodosto –una distancia de dieciséis millas–era un hervidero en que a las tropas se sumabala gran cantidad de personas que setrasladaban con el campamento. Todo elmundo se movía ante la inminencia de labatalla. Pequeñas guarniciones llegaban desdevarias ciudades y plazas fuertes y se incorpora-ban al ejército principal. Nos cruzábamos concarros de equipajes, y con muchas mujeres detodo rango que regresaban a Fairy o a Kishanpara aguardar allí la llegada del día esperado.Cuando llegamos a Rodosto descubrimos queel campo había sido tomado, y el plan debatalla trazado. El sonido de disparos, aprimera hora del día siguiente, nos informó deque las avanzadillas de los dos ejércitos ya

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habían tomado posiciones. Se inició entoncesel avance ordenado de los regimientos, sus est-andartes ondeando al viento, al son de las ban-das de música. Plan-taron los cañones sobreuna especie de túmulos, únicas elevaciones enesa tierra llana, y formaron en columna y enángulo recto, mientras los pioneros levantabanpequeños montículos para su protección.

Así que esos eran los preparativos para labatalla, y no sólo los preparativos, sino labatalla misma, tan distinta a todo lo que miimaginación había recreado. Leemos sobrefalanges y manípulos en la historia griega y ro-mana; imaginamos un lugar, plano como unamesa, y unos soldados pequeños como piezasde ajedrez. E iniciamos la partida de un modoen que hasta el más ignorante es capaz de des-cubrir ciencia y orden en la disposición de lasfuerzas. Cuando me encontré con la realidad yvi a los regimientos desfilar hacia nuestraizquierda, perdiéndose de vista, comprobé ladistancia que mediaba entre los batallones y

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me fijé en que apenas unas tropas seguían lobastante cerca de mí como para poder obser-var sus movimientos, renuncié a todo intentode comprensión, a todo intento incluso depresenciar una batalla, y me limité a unirme aRaymond y a seguir con gran interés sus ac-ciones. Él se mostraba digno, gallardo e imper-ial. Transmitía sus órdenes de modo conciso ysu intuición de los acontecimientos del día meresultaba milagrosa. Entretanto el cañón rugíay la música elevaba a intervalos sus voces dealiento. Y nosotros, en el más elevado de losmontículos que he mencionado, demasiado le-jos para ver las espigas segadas que la muerteacumulaba en sus silos, observábamos ora losregimientos perdidos entre el humo, ora los es-tandartes y las lanzas asomándose sobre lanube, mientras los gritos y los clamoresahogaban cualquier otro sonido.

A primera hora del día Argyropylo fueherido de gravedad y Raymond asumió elmando de todo el ejército. Dio pocas

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instrucciones hasta que, al observar, valién-dose del catalejo, las consecuencias de una or-den que había dado, su rostro, tras unos in-stantes de vacilación, adquirió un gestoradiante.

–El día es nuestro –exclamó–. Los turcoshuyen de nuestras bayonetas.

Y entonces, sin perder un segundo, envió asus ayudas de campo para que ordenaran unacarga de caballería contra el enemigo en re-tirada. La derrota fue total; el cañón dejó derugir, la infantería se retiró y la caballeríasiguió a los turcos que, en desbandada, corríanpor la lúgubre llanura. Los oficiales de Ray-mond partieron en distintas direcciones pararealizar observaciones y transmitir órdenes.Incluso a mí se me envió a una zona lejana delcampo de batalla.

El terreno en que había tenido lugar erallano, tanto que desde los túmulos se divisabala línea ondulante de montañas que se alzaba

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en el lejano horizonte. El espacio intermediono presentaba la menor irregularidad, salvopor unas ondulaciones que se asemejaban a lasolas del mar. Toda esa parte de Tracia habíasido escenario de contiendas durante tantotiempo que seguía sin cultivar y presentaba unaspecto baldío, siniestro. La orden que yohabía recibido consistía en otear, desde una el-evación que quedaba al norte, en la direcciónque podía haber tomado un destacamento en-emigo. La totalidad del ejército turco, seguidodel griego, se había encaminado hacia el este.En la zona que observaba yo sólo quedaban losmuertos. Desde lo alto del montículo miré a lolejos. Todo estaba desierto y en silencio.

Los últimos rayos del sol poniente seproyectaban desde la lejana cumbre del monteAthos. El mar de Mármara aún brillaba, refle-jándolos, mientras que la costa asiática, máslejana, se hallaba medio oculta tras el velo deuna nube baja. Muchos eran los cascos, lasbayonetas y las espadas esparcidos aquí y allá,

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caídos de manos inertes, en los que reverbera-ba el rayo moribundo. Desde el este, unabandada de cuervos, viejos habitantes de loscementerios turcos, se acercaba a su cosechaplaneando. Es la hora del día, de melancolíadulce aún, que siempre me ha parecido máspropicia para comulgar con los poderes superi-ores, pues nuestra determinación mortal nosabandona y una dócil complacencia invade elalma. Pero ahora, en medio de los heridos y losmuertos, ¿cómo podía apoderarse de uno solode los asesinos un solo pensamiento celestial,una sola sensación de paz? Durante el día, ocu-pada, mi mente se había entregado, esclavacomplacida, al estado de las cosas que lepresentaban sus congéneres, y la asociaciónhistórica, el odio al enemigo y el entusiasmomilitar me habían dominado. Pero ahora ob-servaba la estrella vespertina que pendía oscil-ante, serenamente, destacando entre los tonosanaranjados del ocaso. Me volví hacia la tierracubierta de cadáveres y sentí vergüenza de mi

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especie. Tal vez también la sintieran los plá-cidos cielos, pues no tardaron en cubrirse deneblina, cambio al que contribuyó la rápida de-saparición de la luz habitual en el sur. Unasnubes densas se aproximaban desde el este ysus bordes oscuros se iluminaban con relám-pagos rojos y turbulentos. Se levantó un vientoque agitaba las ropas de los muertos y que seenfriaba al pasar sobre sus gélidos perfiles. Laoscuridad se apoderaba de todo; apenas distin-guía ya los objetos que me rodeaban. Aban-doné mi puesto elevado y, con cierta dificultad,avancé a caballo tratando de no pisar a loscadáveres.

De pronto oí un grito desgarrado. Unaforma pareció alzarse de la tierra, avanzó rápi-damente hacia mí y se hundió una vez más enel suelo, más cerca de donde me hallaba. Todosucedió tan deprisa que me costó tirar de lasriendas del caballo para que se detuviera y nopisara al ser que yacía allí postrado. Las ropasde aquella persona eran las de un soldado,

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pero el cuello desnudo y los brazos, así comolos gritos continuos, revelaban que se tratabade una mujer disfrazada. Desmonté para ay-udarla mientras ella, entre lamentos, la manoen un costado, resistía mi intento de le-vantarla. Con las prisas del momento habíaolvidado que me hallaba en Grecia, y en milengua natal traté de aliviar sus sufrimientos.Entre terribles gritos de dolor, la agonizanteEvadne (pues se trataba de ella), reconoció lalengua de su amado. El dolor y la fiebre causa-dos por la herida habían hecho mella en sucordura, y sus exclamaciones y débiles intentosde escapar me movían a la compasión. En sudelirio desbocado pronunció el nombre deRaymond y me acusó de impedirle reunirsecon él, mientras los turcos, con sus temiblesinstrumentos de tortura, estaban a punto dequitarle la vida. Y entonces, de nuevo, selamentó tristemente de su sino, de que unamujer, con corazón y sensibilidad femeninas,se hubiera visto arrastrada por un amor

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desesperado y unas esperanzas vanas a tomarlas armas y a padecer unas privaciones mas-culinas superiores a sus fuerzas, a entregarse altrabajo y al dolor... Mientras balbuceaba, sumano seca y caliente se aferraba a la mía y sufrente y sus labios ardían, encendidos por elfuego que la consumía.

Las fuerzas le fallaban por momentos. Lalevanté del suelo; su cuerpo desgarrado col-gaba casi inerte entre mis brazos, y apoyó sucara hundiéndola en mi pecho. Con voz sepul-cral murmuró:

–¡Este es el fin del amor! ¡Pero no es el fin!–El delirio le dio fuerzas para elevar un brazoen dirección al cielo–: ¡Allí está el fin! Ahívolvemos a vernos. Muchas muertes en vida hesufrido por ti, oh Raymond, y ahora expiro,convertida en tu víctima. Con mi muerte teposeo. ¡Mira! Los instrumentos de la guerra, elfuego y la peste son mis servidores. Me atreví ylos vencí a todos. Hasta ahora. Me he vendidoa la muerte con la sola condición de que tú me

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siguieras. Fuego, guerra y peste unidos para tudestrucción. ¡Oh, Raymond! ¡No estarás asalvo!

Con el corazón en un puño yo escuchabalos vaivenes de su delirio. Con varios mantosimprovisé un lecho para ella. Su cólera remitió.La frente, perlada de sudoroso rocío, sesumaba a la palidez de la muerte, que se habíaabierto paso tras el rubor febril. La tumbésobre los mantos. Ella seguía balbuciendosobre su rápido encuentro con su amado en latumba, sobre su muerte inminente. A veces de-claraba solemne que mandaran llamarlo. Otrasveces se lamentaba del triste futuro que leaguardaba. Su voz se debilitaba por momentos,sus palabras se interrumpían. Al poco lesobrevinieron unas convulsiones y relajó losmúsculos. Las extremidades perdieron fuerza,suspiró profundamente una vez y la vida aban-donó su cuerpo.

La alejé de la proximidad de los demásmuertos. Envuelta en mantos, la deposité

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debajo de un árbol. Volví a contemplar surostro alterado. La última vez que la habíavisto tenía dieciocho años, hermosa como lavisión de un poeta y espléndida como una sul-tana oriental. Habían transcurrido doce añosdesde entonces, doce años de cambios, de pen-as e infortunios. Su rostro radiante se habíaensombrecido, ajado. Sus miembros habíanperdido la redondez de la juventud y la femin-idad. Tenía los ojos hundidos.

hundida, extenuadalas horas su sangre habían consumidoy surcado su frente de líneas y arrugas.*

Con tembloroso horror velé a ese monu-mento de pasión y desgracia humanas. Lacubrí con todas las banderas y ropajes de quepude hacer acopio, para protegerla de las avesy las alimañas hasta que pudiera proporcion-arle una sepultura digna. Triste, lentamente,seguí mi camino entre montañas de cadáveres

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y, guiado por las luces parpadeantes de laciudad, llegué al fin a Rodosto.

Footnotes

*La peregrinación de Childe Harold , canto IV, Lord

Byron. (N. del T.)

*Soneto 2, William Shakespeare, adaptado por la

autora. (N. del T.)

*Especie de búho de plumaje fino. P.B. Shelley escribió

un poema titulado «The Aziola». (N. del T.)

*Soneto 2, William Shakespeare. (N. del T.)

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Capítulo II

A mi llegada, descubrí que el ejército ya habíarecibido órdenes de avanzar de inmediatohacia Constantinopla, y que las tropas quemenos habían sufrido en la batalla ya sehabían puesto en marcha. La ciudad era unhervidero de actividad. Las heridas de Argyro-pylo, que lo incapacitaban para el mando, con-vertían a Raymond en comandante de todoslos ejércitos. Recorría la ciudad a caballo visit-ando a los heridos, dando las órdenes necesari-as para iniciar el asedio tal como lo habíaplaneado. A prime-ra hora de la mañana, todoel ejército estaba ya en marcha. Con las prisasdel momento, apenas tuve tiempo de celebrarlos últimos oficios de Evadne. Ayudado sólopor mi asistente, cavé una tumba profundajunto al árbol y, sin despojarla de sus ropas desoldado, la deposité en ella y cubrí el sepulcrocon un montículo de piedras. El sol cegador y

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la intensa luz del día privaron a la escena detoda solemnidad. Desde la tumba de Evadneme uní a Raymond y a su destacamento, queya se dirigían a la Ciudad Dorada.

Constantinopla ya había sido sitiada, sehabían excavado trincheras y se habían realiz-ado incursiones. Toda la flota griega la blo-queaba por mar. En tierra, dese el río KyatKbanah, cerca de las Aguas Dulces, hasta laTorre de Mármara, a orillas del Helesponto,siguiendo todo el trazado de las antiguas mur-allas, se habían dispuesto las zanjas del asedio.Pera ya estaba en nuestro poder; el Cuerno deOro mismo, la ciudad, cuyo bastión era el mar,y los muros de los emperadores griegos, cu-biertos de hiedra, eran toda la Europa que losmahometanos podían reclamar como suya.Nuestro ejército veía en la capital una presa se-gura. Calcularon el número de soldados quepermanecían en la guarnición; no era posiblesu relevo, y cada ruptura de las defensas era

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una victoria. Aunque los turcos se mostrabantriunfantes, la pérdida de hombres que habíansufrido constituía una herida irreparable.

En compañía de Raymond, subí a caballouna mañana hasta la alta colina de Top Kapou(la puerta del cañón), en la que Mehmet habíaplantado su estandarte, y desde allí contempléla ciudad por primera vez. Las mismas cúpulasy alminares se alzaban entre los muros tapiza-dos de verdor, allí donde Constantinopla habíamuerto cuando el Turco había entrado en laciudad. La llanura que la rodeaba estabasalpicada de cementerios otomanos, griegos yarmenios en los que crecían los cipreses.Además, otros bosques de aspecto menoslúgubre conferían variedad al paisaje. Entre el-los había acampado el ejército turco y sus es-cuadrones se movían por todas partes, ya enordenada formación, ya en rápida carrera.

Los ojos de Raymond seguían clavados enla ciudad.

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–He contado las horas de su vida –dijo–.Un mes más y caerá. Quédate conmigo hastaentonces. Aguarda hasta ver la cruz sobreSanta Sofía. Después podrás volver a tu apa-cible campiña.

–¿Y tú? –le pregunté–. ¿Te quedarás enGrecia?

–Sin duda –respondió–. Y sin embargo,Lionel, aunque te digo esto, ten por seguro quepienso con nostalgia en la vida tranquila quellevábamos en Windsor. Yo sólo soy soldado amedias. Adoro el prestigio de la guerra, perono sus prácticas. Antes de la batalla deRodosto, albergaba grandes esperanzas ymantenía el ánimo. Conquistar la ciudad, ydespués tomar Constantinopla, era la esper-anza, la meta, el colmo de mis ambiciones.Ahora he perdido el entusiasmo, no sé por qué.Tengo la sensación de estar adentrándome enun abismo oscuro. El espíritu ardoroso delejército me irrita, y el éxtasis del triunfo no medice nada.

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Se detuvo, perdido en sus pensamientos. Laseriedad de su semblante me devolvió a lamente, por asociación, a la medio olvidadaEvadne, y aproveché la ocasión para averiguaralgo más sobre su extraño destino. Le preguntési, entre la tropa, había visto alguna vez a al-guien que se pareciera a ella; si, desde su re-greso a Grecia, había sabido algo de aquellamujer.

Se sobresaltó al oír su nombre y me miró,incómodo.

–Sabía que me hablarías de ella. La teníaolvidada desde hacía mucho, mucho tiempo.Pero desde que hemos acampado aquí visitamis pensamientos todos los días, hora trashora. Cuando alguien me habla, es su nombreel que espero oír; pienso que formará parte detodas las conversaciones. Finalmente tú hasroto el encantamiento. Dime qué sabes de ella.

Le relaté nuestro último encuentro. Tuveque repetirle una y otra vez la historia de su

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muerte. Con interés sincero y doliente me pre-guntó por las profecías que había vertido re-specto de él. Yo traté de exponerlas como losdelirios de una loca.

–No, no –me dijo–, no te engañes. A mí nopuedes ocultármelo. No dijo nada que yo nosupiera ya, aunque ésta es la confirmación. ¡Elfuego, la espada y la peste! Las tres cosaspuedo hallarlas en esta ciudad. Y las tres re-caerán sólo sobre mi ser.

Desde ese día la melancolía se apoderó deRaymond. Se mantenía solo siempre que lasobligaciones de su cargo se lo permitían.Cuando se hallaba en compañía, y a pesar desus esfuerzos, la tristeza asomaba a su rostro, yse sentaba, ausente y mudo, entre la ajetreadamultitud que lo rodeaba. Perdita se acercaba aél, y en su presencia se obligaba a mostrarsealegre pues ella, como un espejo, reflejaba to-dos sus cambios, y si se mostraba nervioso ycallado, ella se preocupaba y le preguntaba quéle sucedía, y trataba de eliminar la causa de sus

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cuitas. Perdita estaba instalada en el palacio delas Dulces Aguas, un serrallo de verano del sul-tán. La belleza del paisaje circundante, a salvode la guerra, y el frescor del río, hacían doble-mente agradable el lugar. Raymond no sentíaalivio alguno, no obtenía el menor placer delespectáculo de los cielos y la tierra. Con fre-cuencia se despedía de mi hermana y camin-aba solo por las inmediaciones. O, en una cha-lupa ligera, se dejaba llevar, ocioso, por lasaguas puras, mien-tras se entregaba a pro-fundas meditaciones. Yo me unía a él a veces.Siempre se mostraba taciturno y abatido.Parecía aliviarle algo mi compañía y con-versaba con cierto interés sobre los asuntos dela jornada. Se hubiera dicho que algo lerondaba por la mente. Y sin embargo, cuandoestaba a punto de hablar de lo que más afligíasu corazón, se volvía de pronto y, con un sus-piro, trataba de ahuyentar aquella ideadolorosa.

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Había sucedido en más de una ocasión quecuando, como ya he dicho, Raymond se aus-entaba del salón que ocupaba Perdita, Claravenía a verme y, llevándome discretamenteaparte, me decía:

–Papá se ha ido. ¿Vamos con él? Diría quese alegrará de verte.

Según me lo permitieran las circunstancias,yo aceptaba o declinaba su propuesta.

Una noche se congregó en el palacio ungran numero de oficiales griegos. Palli el in-trigante, Karazza el expeditivo, Ypsilanti elguerrero, se contaban entre los principales.Conversaron de los acontecimientos del día, delas escaramuzas, de las bajas de los infieles, desu derrota y huida. Y transcurrido un tiempoabordaron la posibilidad de tomar la CiudadDorada. Trataban de imaginar lo que sucederíaa continuación y hablaban en términos grandi-locuentes de la prosperidad que bendeciríaGrecia si Constantinopla se convertía en su

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capital. La conversación se centró entonces enlas noticias que llegaban desde Asia, en los es-tragos que la peste causaba en sus principalesciudades. Se conjeturaba si la enfermedadpodía haber llegado ya a la ciudad sitiada.

Raymond se había sumado a la primeraparte de la conversación. Con vehemenciahabía demostrado el lamentable estado a quehabía quedado reducida Constantinopla; el ag-otamiento y precario estado de las tropas, apesar de su aspecto feroz, presas del hambre yla peste que se abría paso entre ellas, y quepronto obligaría a los infieles a buscar refugioen su única esperanza: la rendición. De pronto,en medio de su arenga, se detuvo, comoasaltado por una idea dolorosa. Se puso en piecon dificultad y abandonó el salón, buscandoalgo de aire fresco en el largo pasillo. Ya no re-gresó. Clara se acercó discretamente a mí paraproponerme su acostumbrada invitación. Con-sentí al punto y, tomándola de la mano, fuimostras de Raymond. Lo encontramos a punto

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subirse al bote y aceptó de buen grado que loacompañáramos. Tras los calores del día, labrisa fresca rizaba las aguas del río y henchíanuestra pequeña vela. La ciudad, por el sur, yase veía oscura, mientras las numerosas lucesencendidas en las costas cercanas y el hermosoaspecto de las orillas, sumidas en la placidez dela noche, con el reflejo de las luces celestes enel agua, conferían al precioso caudal un mantode belleza que bien pudiera identificarse con elparaíso. Nuestro barquero se ocupaba de lavela. Raymond iba al timón. Clara se sentó asus pies, rodeándose las rodillas con losbrazos, apoyando en ellas la cabeza. Fue Ray-mond quien inició la conversación de modoalgo brusco.

–Amigo mío, esta es probablemente la úl-tima vez en que tendremos ocasión de con-versar libremente. Mis planes ya se han ini-ciado, y cada vez dispondré de menos tiempo.Además, deseo transmitirte de inmediato misdeseos y expectativas, para no volver a abordar

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jamás un tema que me resulta tan doloroso. Enprimer lugar quiero agradecerte, Lionel, quehayas permanecido aquí a petición mía. Fue lavanidad la que al principio me llevó a soli-citártelo. La llamo vanidad, aunque en ella veola mano del destino. Tu presencia no tardaráen resultar necesaria. Serás el último recursopara Perdita, su protector, su consuelo. Tú lallevarás de vuelta a Windsor.

–No sin ti –observé yo–. ¿No pretenderássepararte de ella otra vez?

–No te engañes –respondió–. Esta vez noestá en mi mano impedir la separación que hade producirse. Mis días están contados.¿Puedo confiar en ti? Durante muchos días hedeseado compartir los misteriosos presentimi-entos que me acechan, aunque temo que tú teburles de ellos. Mas no lo hagas, mi queridoamigo, pues aunque son infantiles, irra-cionales, se han convertido en parte de mí y nocreo poder librarme de ellos.

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»Con todo, ¿cómo voy a pretender que mecomprendas? Tú eres de este mundo, yo no.Extiendes tu mano, que es una parte de timismo. Y aun así no separas el sentimiento deidentidad de la forma mortal que modela aLionel. ¿Cómo, entonces, vas a comprender-me? La tierra para mí es una tumba, el firma-mento, un cripta que envuelve mera corrup-ción. El tiempo ya no es, pues he traspasado elumbral de la eternidad. Cada hombre que veome parece un cadáver, que pronto se verádespojado de la chispa que lo anima, en la vi-gilia de la descomposición y la podredumbre.

Cada piedra un pirámide levantay cada flor construye un monumentocada edificio es un sepulcro altivo,cada soldado un esqueleto vivo.*

Pronunciaba sus palabras en tono fúnebre.Suspiró profundamente.

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–Hace unos meses –prosiguió– creía queiba a morir. Pero la vida se hizo fuerte en mí.Mis afecciones eran humanas. La esperanza yel amor eran las estrellas que guiaban mi vida.Ahora... sueñan que la frente del conquistadorde los infieles está a punto de ser coronada delaureles triunfantes; hablan de recompensashonoríficas, de títulos, poder y riqueza; y todolo que yo le pido a Grecia es una tumba. Quelevanten un túmulo sobre mi cuerpo inerte,que se mantenga en pie cuando la cúpula deSanta Sofía se haya derrumbado.

»¿De dónde proceden estos sentimientos?En Rodosto estaba lleno de esperanza. Perocuando vi Constantinopla por primera vez, esesentimiento me abandonó, acompañado de to-das mis otras alegrías. Las últimas palabras deEvadne han sido el lacre que sentencia mimuerte segura. Y sin embargo no pretendoachacar mi estado de ánimo a ningún sucesoconcreto. Todo lo que puedo decirte es que asíme siento. La peste que, según dicen, ha

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llegado a Constantinopla... Tal vez haya as-pirado sus efluvios, tal vez la enfermedad seala verdadera causa de mis pronósticos. Im-porta poco por qué o de qué modo me veaafectado, pues ningún poder puede evitar elmazazo, y la sombra de la mano alzada del des-tino ya me ensombrece.

»A ti, Lionel, te confío a tu hermana y a suhija. Nunca menciones ante ella el nombrefatal de Evadne. Ella se lamentaría doblementepor el extraño eslabón que me encadena a ellay obliga a mi espíritu a obedecer su voz agón-ica, a seguirla, como está a punto de hacer,hasta el país desconocido.

Le escuché asombrado. Pero su aspectotriste y lo solemne de sus palabras me conven-cieron de la verdad e intensidad de sus senti-mientos. Debía, con chanzas y burlas cariño-sas, tratar de disipar sus temores. Pero, fueralo que fuese lo que estaba a punto de respon-der, las poderosas emociones de Clara me loimpidieron. Raymond había hablado sin

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reparar en su presencia y ella, pobre niña, es-cuchó, crédula y horrorizada, la profecía de sumuerte. El violento desconsuelo de la pequeñaconmovió a su padre, que la estrechó en susbrazos, consolándola, aunque con palabras sol-emnes y temerosas.

–No llores, dulce niña –le dijo–, la próximamuerte de aquél a quien apenas has conocido.Tal vez muera, pero ni en la muerte olvidaré niabandonaré jamás a mi Clara. En tus penas yen tus alegrías, piensa que el espíritu de tupadre andará cerca, para salvarte o compren-derte. Enorgullécete de mí y atesora tu re-cuerdo infantil de mi persona. Así, querida,parecerá que no habré muerto. Una cosa debesprometerme: no hablar con nadie, más que contu tío, de la conversación que acabas de oír.Cuando me haya ido, consolarás a tu madre, yle dirás que mi muerte me fue amarga sóloporque me separó de ella; que mis últimospensamientos se los dedicaré a ella. Pero

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mientras viva, prométeme que no me traicion-arás, prométemelo, mi querida hija.

Con voz quebrada Clara pronunció supromesa, sin separarse de su lado, y presa dedolor. Regresamos pronto a la orilla. Yotrataba de obviar la impresión causada en lamente de la pequeña tomándome a la ligera lostemores de Raymond. Y ya no volvimos a hab-lar de ellos pues, como él mismo había ase-gurado, el asedio, que llegaba a su final, seconvirtió en centro de su interés y ocupaba to-do su tiempo y atenciones.

El imperio de los mahometanos en Europatocaba a su fin. La flota griega, que bloqueabatodos los puertos de Estambul, impedía la lleg-ada de refuerzos desde Asia. Todas las salidaspor tierra eran impracticables, y los intentosdesesperados de traspasar las murallas sólo lo-graban reducir los efectivos de nuestros en-emigos, sin causar la menor pérdida ennuestras filas. La guarnición turca había men-guado tanto que parecía evidente que la ciudad

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habría sucumbido a un ataque violento. Sinembargo, la humanidad y la política dictabanun proceder más lento. No había apenas dudade que, si la incursión se llevaba al extremo,los palacios de la ciudad, sus templos y todossus tesoros serían destruidos al calor del tri-unfo y la derrota. Los ciudadanos, indefensos,ya habían padecido bastante la barbarie de losjenízaros y, en caso de ataque, tumulto y mas-acre, la belleza, la infancia y la decrepitud severían sacrificadas por igual a manos de la fe-rocidad brutal de los soldados. El hambre y elbloqueo eran medios ciertos de conquista, y enellos basábamos nuestras esperanzas devictoria.

Todos los días los soldados de la guarniciónasaltaban nuestros puestos de avance y nosimpedían completar los trabajos. Desde los di-versos puertos se lanzaban barcos incendiados,mien-tras nuestras tropas, en ocasiones, de-bían retirarse ante las muestras de valor abso-luto desplegadas por hombres que no

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perseguían seguir viviendo, sino vender carassus vidas. Aquellas escaramuzas se veíanagravadas por la estación del año en que nosencontrábamos. Era verano, y los vientos delsur, procedentes de Asia, llegaban cargados deun calor insufrible. Los arroyos se secaban ensus lechos poco profundos y el mar parecía ab-rasarse bajo los rayos implacables del astro delsolsticio. La noche no acudía para refrescar latierra, nos negaba el rocío; no crecían hierbasni flores, hasta los árboles languidecían; y elverano adoptaba la apariencia marchita del in-vierno, mientras avanzaba silencioso y ab-rasador, escamoteando los medios de subsist-encia de los hombres. En vano se esforzaba elojo por avistar una nube solitaria que llegaradesde el norte, náufraga en el empíreo inmacu-lado, que avivara las esperanzas de un cambioy aportara humedad a la atmósfera opresiva ysin viento. Todo se mantenía sereno, ardiente,aniquilador. Nosotros, los que asediábamos,sufríamos comparativamente pocos males. Los

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bosques que rodeaban la ciudad nos dabansombra, el río nos aseguraba el suministroconstante de agua. Además, algunos destaca-mentos se ocupaban de proveer al ejército dehielo, del que habían hecho acopio en losmontes Haemus, en el monte Athos y en lascumbres de Macedonia. Con él se refrescabanfrutas y alimentos básicos, que renovaban lafuerza de los trabajadores y nos permitíansobrellevar con menor impaciencia la carga delaire asfixiante. Pero en la ciudad las cosas eranmuy distintas. Los rayos del sol se reflejabanen pavimentos y edificios. Las fuentes públicashabían sido cerradas y la mala calidad de losalimentos, así como su escasez, producían unestado de sufrimiento agravado por el azote dela enfermedad. Además, los soldados de laguarnición se arrogaban el derecho a cualquiercapricho, añadiendo el despilfarro y losdesórdenes a los males inevitables del mo-mento. Pero, a pesar de todo, la capitulaciónno llegaba.

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De pronto se produjo un cambio en latáctica bélica del enemigo. Los asaltos cesarony pudimos proseguir con nuestros planes sininterrupción alguna, ni de día ni de noche. Másextraño aún resultaba que cuando nuestrastropas se aproximaban a la ciudad, hallabanlas murallas desprotegidas, vacías, y con-stataban que los cañones no apuntaban contralos intrusos. Cuando Raymond tuvo noticia detales circunstancias, ordenó que se realizaranobservaciones minuciosas de lo que sucedía in-tramuros, y cuando los enviados regresaron,informando sólo del silencio prolongado y ladesolación de la ciudad, ordenó que el ejércitose congregara ante las puertas. Nadie aparecióen las murallas. Los portales, aunque cerradoscon rastrillos, no parecían custodiados. Másarriba, las numerosas cúpulas y las doradaslunas crecientes rasgaban el cielo. Los viejosmuros, supervivientes de siglos, con torrescoronadas de enredaderas y contrafuertes cu-biertos de malas hierbas, se alzaban como

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peñascos en una tierra baldía. Del interior dela ciudad no llegaba grito alguno, ni nada másque el ladrido de algún perro, que rompía laquietud del mediodía. Incluso a nuestrossoldados les asombraba tal quietud. La músicade las bandas cesaba y el chasquido de lasarmas iba acallándose. Todos preguntaban ensusurros a sus camaradas por el motivo de unapaz tan repentina. Mientras, Raymond, desdeun lugar elevado trataba, con su catalejo, dedescubrir y observar la estrategia del enemigo.Sobre las terrazas de las casas no se divisaba anadie; en las partes más altas de la ciudad nose distinguía una sola sombra que revelara lapresencia de algún ser vivo. Ni los árboles semovían, y parecían imitar, burlones, la quietudde los edificios.

Al fin se oyó el galopar de unos caballos. Setrataba de una tropa enviada por Karazza, elalmirante, que traía despachos del general. Elcontenido de los documentos era de gran im-portancia. La noche anterior, el vigía de uno de

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los buques más pequeños anclados cerca delmuro del Serrallo, oyó el chapoteo sordo deunos remos. Dio la voz de alarma. Doce barcaspequeñas, con tres jenízaros montados en cadauna de ellas, fueron avistadas mientras in-tentaban abrirse paso a través de la flota, endirección a la orilla opuesta de Scutari. Alsaberse descubiertos, dispararon sus mos-quetones, y algunas de las barcas se avanzaronpara cubrir a los demás, cuyas tripulaciones,haciendo acopio de todas sus fuerzas, tratabande escapar con sus ligeras embarcaciones entrelos cascos oscuros que les rodeaban. Al cabotodos se hundieron y, con excepción de dos otres prisioneros, los jenízaros se ahogaron.Poco pudo sonsacarse a los supervivientes,pero sus cautas respuestas llevaron a so-spechar que varias incursiones habían prece-dido a la suya, y que varios turcos de alto rangohabían llegado a la costa asiática. Loshombres, altivos, negaron que los suyos hubi-eran desertado de la defensa de su ciudad, y

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uno de ellos, el más joven, en respuesta a laprovocación de un marine-ro, exclamó:

–¡Tomadlos, perro cristiano! Tomad lospalacios, los jardines, las mezquitas, las mora-das de nuestros padres! Y tomad la peste conellos. La pestilencia es el mal del que huimos.Si es vuestra amiga, abrazadla y lleváosla alpecho. La maldición de Alá ha caído sobre Est-ambul, compartid con ella su destino.

Aquella era la relación de los hechos queenvió Karazza a Raymond. Pero un relato llenode exageraciones monstruosas, aunque basadoen ella, empezó a circular entre la tropa. Sealzó un murmullo: la ciudad era presa de laplaga. Un poderoso mal había sometido ya asus habitantes. La Muerte se había convertidoen Señora de Constantinopla.

He oído describir una pintura en la que to-dos los habitantes de la tierra aparecen dibuja-dos de pie, temerosos, aguardando la llegadade la muerte. Los débiles y decrépitos escapan;

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los guerreros se retiran, aunque amenazantesincluso en su huida; los lobos, los leones yotros monstruos del desierto rugen al verla;mientras, la siniestra Irrealidad acecha desdelo alto moviendo su dardo espectral, asaltantesolitario pero invencible. Pues bien, lo mismosucedía con el ejército griego. Estoy conven-cido de que si las miríadas de soldados espar-cidos por Asia hubieran cruzado el Helespontoy hubieran defendido la Ciudad Dorada, todosy cada uno de los griegos habrían atacado a unejército muy superior en número y se habríanentregado a la causa con furia patriótica. Peroallí no había muralla de bayonetas, nimortífera artillería, ni formidable hilera debravos soldados. Las murallas, sin custodia,permitían la entrada: palacios vacíos, lujosasmoradas. Y sin embargo, sobre la cúpula deSanta Sofía, los griegos supersticiosos veían laPestilencia, y se arredraban ante ella.

A Raymond, por el contrario, le movíansentimientos muy distintos. Descendió colina

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abajo con rostro triunfante, y señalando laspuertas con la espada, ordenó a sus tropas queabatieran aquellas barricadas, los únicos ob-stáculos que los separaban de la victoria máscompleta. Los soldados respondieron titu-beantes y con ojos temerosos a sus entusiastaspalabras. Instintivamente se echaron hacia at-rás, y Raymond cabalgó hasta las filas devanguardia.

–Juro por mi espada –dijo– que no osaguarda emboscada ni estratagema alguna. Elenemigo ya ha sido derrotado. Los lugaresagradables, las moradas nobles y el botín de laciudad ya son vuestros. ¡Forzad la puerta, en-trad y tomad posesión de la sede de vuestrosantepasados, de vuestra propia herencia!

Un escalofrío universal, un murmullo tem-eroso recorrió las filas, y ni un solo soldado semovió.

–¡Cobardes! –exclamó el general, exas-perado–. ¡Dadme un hacha! ¡Entraré yo solo!

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Yo plantaré vuestra bandera. Cuando la veáisondear en el más alto de los alminares, tal vezrecuperéis el coraje y os congreguéis en torno aella.

Uno de los oficiales se acercó a él.

–General –dijo–, nosotros no tememos elcoraje, ni las armas, ni el ataque abierto, ni laemboscada secreta de los musulmanes.Estamos dispuestos a exponer nuestrospechos, a exponerlos diez mil veces ante lasbalas y las cimitarras de los infieles, y a caerpor Grecia cubiertos de gloria. Pero no morire-mos a montones, como perros envenenados enverano, por el aire pestilente de la ciudad. ¡Nonos atrevemos a luchar contra la Peste!

Si a un grupo de hombres débiles y sin en-ergía, sin voz, sin cabecilla, se les da un jefe,recuperan la fuerza que les confiere sunúmero. Así, ahora, mil voces inundaron elaire, y el grito de aplauso se hizo unánime.Raymond captó el peligro. Estaba dispuesto a

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salvar a sus tropas del delito de desobediencia,pues sabía que, una vez iniciadas las disputasentre el comandante y su ejército, cada palabray cada acto debilitaba a aquél y fortalecía aéste. Así, ordenó la retirada, y los regimientosretrocedieron, ordenadamente, hasta elcampamento.

Yo me apresuré a informar a Perdita de losucedido, y Raymond no tardó en unirse anosotros, abatido y ensimismado. Mi relatoimpresionó a mi hermana.

–Los dictados del cielo, asombrosos, inex-plicables –observó–, superan en mucho laimaginación del hombre.

–No seas necia –exclamó Raymond airada-mente–. ¿Tú también te dejas invadir por elpánico, como mis valientes soldados? Dime, telo ruego, qué tiene de inexplicable algo que noes sino un hecho natural. ¿Acaso no visita lapeste todos los años la ciudad de Estambul?¿Qué asombro puede causar que en esta

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ocasión, cuando, según se nos dice, se ha pro-ducido con una virulencia sin precedentes enAsia, haya ocasionado estragos redoblados enla ciudad? ¿Qué asombro puede causar que, entiempos de asedio, escasez, calor extremo y se-quía, se haya cebado especialmente en la po-blación? Y menos asombro aún despierta quela guarnición, sin poder resistir más, se hayaaprovechado de la negligencia de nuestra flotapara huir prontamente de nuestro asedio ycaptura. ¡No es la peste! ¡Por Dios que no lo es!No es la plaga ni el peligro inminente lo quenos lleva a abstenernos de hacernos con unapresa fácil, como las aves que, en tiempo de co-secha, se asustan ante la presencia de un es-pantapájaros. Es vil superstición. Y así, la metade los valientes se convierte en vaivén de ne-cios; la noble ambición de personas elevadas,en juguete de esas liebres domesticadas. ¡PeroEstambul será nuestra! Por mis empeños pasa-dos, por la tortura y la cárcel que por ellos su-frí, por mis victorias, por mi espada, juro –por

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mi esperanza de fama, por mis antiguas renun-cias que ahora esperan recompensa–, juro sol-emnemente que estas manos plantarán la cruzen esa mezquita.

–Pero Raymond, querido –le interrumpióPerdita en tono de súplica.

Él no dejaba de caminar de un lado a otropor aquel salón del palacio revestido de már-mol. Sus labios, pálidos de ira, temblaban ydaban forma a sus coléricas palabras; echabafuego por los ojos, y sus gestos parecían mod-erados por la vehemencia de aquéllas.

–Perdita –prosiguió, impaciente–. Ya séqué vas a decirme. Sé que me amas, que eresbuena y dulce. Pero esto no es cosa de mu-jeres. Ningún corazón femenino adivinaríanunca el huracán que me desgarra por dentro.

Parecía algo asustado de su propia violen-cia, y súbitamente abandonó el salón. La ex-presión de Perdita revelaba su zozobra, y de-cidí ir tras él. Lo hallé caminando por el jardín.

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Sus pasiones habían alcanzado un estado deextrema turbulencia.

–¿Debo ser siempre –exclamaba– elcapricho de la fortuna? ¿Debe el hombre, es-calador de cielos, ser víctima eterna de losejemplares rastreros de su especie? Si fueracomo tú, Lionel, y anhelara vivir muchos años,encadenar una sucesión de días iluminadospor el amor, gozar de placeres refinados y ren-ovadas esperanzas, tal vez cediera y,rompiendo mi vara de mando, buscara reposoen los prados de Windsor. Pero voy a morir.No, no me interrumpas. Voy a morir pronto.Estoy a punto de abandonar esta tierra tan po-blada, la comprensión de los hombres, los es-cenarios más queridos de mi juventud, labondad de mis amigos, el afecto de mi únicoamor, Perdita. Así lo quiere el destino. Tal es eldecreto dictado por el Altísimo, para el que nohay apelación posible, y al que me someto.Pero perderlo todo... Perder la vida y el amor, yademás la gloria... ¡No ha de ser así!

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»Yo, y en pocos años todos vosotros –esteejército atenazado por el pánico y toda la po-blación de la noble Grecia–, dejaremos de exi-stir. Pero nacerán otras generaciones, ynuestras acciones presentes les harán más fe-lices, y nuestro valor les dará mayor gloria.Durante mi juventud rezaba para hallarmeentre quienes escriben pasajes de esplendor enlas páginas de la historia, quienes exaltan laraza humana y convierten este pequeño orbeen morada de los poderosos. Y ¡ah! Para Ray-mond, esa plegaria de juventud queda desaten-dida, y las esperanzas de su edad adultaanuladas.

»Desde mis mazmorras, en esta mismaciudad, exclamaba: «¡Pronto seré tu señor!»Cuando Evadne pronunció mi muerte, penséque el título de Conquistador de Constantino-pla se escribiría sobre mi tumba. ¡Y no ha deser así! ¿No saltó Alejandro las murallas de laciudad de los oxidracae* para indicar a sus co-bardes tropas el camino a la victoria,

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encontrándose solo con las espadas de sus de-fensores? También yo desafiaré a la peste, yaunque nadie me siga, plantaré la banderagriega en lo alto de Santa Sofía.

Nada podía la razón contra sentimientostan elevados. En vano traté de convencerle deque, cuando llegara el invierno, el frío disiparíael aire pestilente y devolvería el coraje a losgriegos.

–¡No hables de otra estación que de ésta!–exclamó–. Yo ya he vivido mi último invi-erno, y la fecha de este año, 2092, quedará gra-bada sobre mi sepulcro. Ya veo –prosiguió,alzando la vista, lúgubre– la meta y el precipi-cio de mi existencia desde donde me arrojaréal tenebroso misterio de la vida futura. Estoypreparado, y dejaré tras de mí una estela de luztan radiante que ni mis peores enemigospodrán ensombrecerla. Se lo debo a Grecia, ati, a Perdita, que ha de sobrevivirme, y a mímismo, víctima de la ambición.

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Nos interrumpió un criado, que anuncióque el estado mayor de Raymond se hallaba re-unido en la cámara del consejo. Mi amigo mepidió que saliera a cabalgar por el campa-mento, que observara cuál era el ánimo de lossoldados y le informara de él a mi regreso.Acto seguido se ausentó. Los acontecimientosdel día me habían causado gran excitación, in-crementada ahora por el discurso apasionadode Raymond. ¡Ah! ¡Razón Humana! Acusaba alos griegos de superstición. ¿Qué nombre dabaentonces a la fe que depositaba en las profecíasde Evadne? Abandoné el palacio de las DulcesAguas y, tras dirigirme a la llanura en que sehabía levantado el campamento, hallé a susocupantes en estado de gran conmoción. Lallegada de varios integrantes de la flota car-gados de historias maravillosas; las exagera-ciones vertidas sobre lo que ya se conocía; losrelatos de antiguas profecías, cuentos temiblessobre regiones enteras engullidas aquel mismoaño por la pestilencia, alarmaban y ocupaban a

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las tropas. Todo atisbo de disciplina había de-saparecido. El ejército huía en desbandada ylas personas, antes integradas en un gran todoque avanzaba al unísono, recobraban la indi-vidualidad que la naturaleza les había conce-dido y pensaban sólo en ellas mismas. Al prin-cipio escapaban solos o en parejas, a las quepaulatinamente se sumaban otros hasta form-ar grupos más numerosos, batallones enterosque, sin que los oficiales trataran de impedirlo,buscaban el camino que conducía aMacedonia.

Hacia medianoche regresé al palacio parareunirme con Raymond. Lo encontré solo yaparentemente compuesto, con esa compos-tura de quien trata de mantener unas mínimaspautas de conducta. Escuchó con calma las no-ticias sobre la disolución del ejército y me dijo:

–Ya conoces, Verney, mi firme determ-inación de no abandonar este lugar hasta que,a la luz del día, Estambul se declare nuestra. Silos hombres que van conmmigo no se atreven

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a acompañarme, encontraré a otros más valer-osos. Ve tú antes de que amanezca, lleva estosdespachos a Karazza y ruégale que me envíe asus marinos y fuerza naval. Si logro que mesecunde un solo regimiento, el resto seguirá.Haz que me envíe un regimiento. Espero tu re-greso en el mediodía de mañana.

No me parecía una buena idea, pero le ase-guré mi celo y obediencia. Me retiré a des-cansar unas horas. Con las primeras luces delalba me vestí para partir a caballo. Aguardéunos instantes, deseoso de despedirme de Per-dita, y desde mi ventana observé que el sol es-taba a punto de salir. Surgía un esplendor dor-ado y la fatigada naturaleza despertaba parasufrir otro día de calor y sed. No había floresque, cargadas de rocío, alzaran los pétalos alencuentro de la mañana. La hierba seca sehabía agostado en las llanuras. En los ardi-entes campos del aire no volaban los pájaros, ysólo las cigarras, hijas del sol, entonaban su at-ronador sonsonete entre cipreses y olivos. Me

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fijé en que el caballo albardón de Raymond,negro como el azabache, era conducido a laspuertas del palacio. Poco después llegó unapequeña compañía de oficiales, con el miedo yla aprensión dibujados en sus rostros, en losojos soñolientos. Vi entonces que Raymond yPerdita estaban juntos. Él admiraba la salidadel sol mientras rodeaba con un brazo la cin-tura de su amada. Ella contemplaba el sol desu vida con una expresión que era mezcla deansiedad y ternura. Raymond se sobresaltó alverme.

–¿Todavía estás aquí? –me preguntócolérico–. ¿Es éste el celo que prometes?

–Perdóname, ahora mismo me iba.

–No, perdóname tú –replicó él–. No tengoderecho a ordenarte ni a reprocharte nada.Pero mi vida depende de tu partida y de turaudo regreso. ¡Adiós!

Su voz había recobrado el tono amable,pero una nube negra todavía se cernía sobre su

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semblante. Hubiera querido demorarme unpoco más, recomendar precaución a Perdita,pero la presencia de Raymond me coartaba. Miretraso carecía de justificación, por lo que,despidiéndome de él, le estreché la mano, fríay sudorosa.

–Cuídate mucho, mi señor –le dije.

–No –intervino Perdita–. De esa tarea meocuparé yo. Regresa pronto, Lionel.

Con aire ausente, Raymond jugaba con losmechones castaños del cabello de Perdita,mientras ella se abrazaba a él. En dos oca-siones me volví a mirarlos, y en las dos loshallé así unidos. Al fin, con pasos lentos y va-cilantes, abandoné el palacio y de un salto mesubí al caballo. En ese instante apareció Clara,y se vino corriendo hacia mí.

–¡Regresa pronto, tío! –exclamó, aferrada ami rodilla–. Querido tío, tengo unos sueños es-pantosos. No me atrevo a contárselos a mimadre. No te demores.

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Le aseguré que volvería lo antes posible, yentonces, acompañado de mi pequeña escolta,cabalgué por la llanura hacia la torre deMármara.

Cumplí con mi misión. Vi a Karazza, al quesorprendió algo mi petición. Vería qué podíahacer, dijo, aunque le llevaría un tiempo. Ray-mond me había pedido que regresara a medi-odía. Era imposible concretar nada en tancorto intervalo. Debía permanecer allí hasta eldía siguiente. O regresar tras haber informadodel estado de las cosas al general. No me costódecidirme. La inquietud, el miedo por lo queestaba a punto de suceder, la duda sobre las in-tenciones de Raymond, me instaban a regresarsin demora a su cuartel general. Abandoné lasSiete Torres y me dirigí al este, hacia las Dul-ces Aguas. Me desvié al llegar al monte antesmencionado, para divisar la ciudad desde loalto. Llevaba conmigo el catalejo. La ciudadrecibía el azote del sol del mediodía y las viejasmurallas delimitaban su pintoresco perfil.

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Frente a mí, en la distancia, se alzaba Top Ka-pou, la puerta junto a la que Mehmet abrió labrecha que le permitió entrar en al ciudad.Cerca crecían unos árboles gigantescos y cen-tenarios. Ante la puerta distinguí a variasfiguras humanas en movimiento, y con grancuriosidad miré por el anteojo. Vi a lord Ray-mond montado a su caballo albardón. A sualrededor se había congregado una pequeñacompañía de oficiales y tras él se distinguía unvariopinto grupo de soldados y subalternos sinla menor disciplina y en posición de descanso.No sonaba ninguna música ni ondeaban est-andartes. La única bandera la portaba Ray-mond, y con ella señalaba la puerta de laciudad. El círculo congregado a su alrededor seretiró. Con gestos airados Raymond bajó delcaballo y, tomando un hacha que colgaba de lasilla, se dirigió a la puerta con aparente inten-ción de derribarla. Unos pocos hombres acudi-eron en su ayuda, y progresivamente sunúmero aumentó. La unión de sus esfuerzos

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logró vencer el obstáculo, y la puerta, el peine yla reja fueron demolidas. Iluminado por el sol,el camino que conducía a la ciudad quedabaexpedito frente a ellos. Los hombres retrocedi-eron. Parecían asustados por lo que habíanhecho, como si temieran que un Fantasma Po-deroso se alzara, ofendido, majestuoso, ante laentrada. Raymond montó de un salto en sucaballo, agarró el estandarte y, con palabrasque yo no oía (aunque los gestos que las acom-pañaban eran enérgicos, apasionados), parecióinvocar su ayuda y compañía. Pero a pesar desus palabras, los hombres seguían retro-cediendo. Presa de la indignación, y con expre-siones que yo suponía airadas y desdeñosas,apartó la vista de sus cobardes seguidores y sedispuso a entrar solo en la ciudad. Incluso sucaballo parecía querer alejarse de la siniestrapuerta. Su perro, su perro fiel, se plantó frentea él, aullando e impidiéndole el paso. Pero alpunto él clavó las estrellas de sus espuelas enlos costados de la montura, que inició la

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marcha y, una vez franqueada la puerta, avan-zó al galope por la calle ancha y desierta.

Hasta ese instante toda el alma se me habíaagolpado en los ojos. Había observado la es-cena con un asombro mezcla de temor yentusiasmo, un entusiasmo que por momentosse imponía en mí.

–¡Me voy contigo, Raymond! –Exclamé.Pero una vez aparté el ojo del catalejo, apenasdistinguía las formas diminutas de la multitudque, a una milla de donde me encontraba,rodeaba la puerta. La figura de Raymond sehabía perdido. Azuzado por la impaciencia, es-poleé a mi caballo y sacudí las riendas mien-tras ascendía por la ladera, pues deseaba hal-larme junto a mi noble y divino amigo antes deque surgiera algún peligro. Varios edificios yárboles me impedían, ya en la llanura, ver laciudad. Y fue entonces cuando oí un es-truendo. Como un rayo, reverberaba en elcielo, mientras el aire se ensombrecía. Al cabode un instante las viejas murallas de la ciudad

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volvieron a aparecer ante mis ojos y vi quesobre ellas ascendía una nube negra. Fragmen-tos de edificios se arremolinaban en el aire,medio ocultos por el humo, y más abajo em-pezaban a alzarse llamaradas, mientras con-tinuas explosiones llenaban el aire de terrorífi-cos rugidos. Surgiendo de entre las ruinas quese elevaban sobre las altas murallas y abatíansus torreones cubiertos de hiedra, un grupo desoldado se abría paso en dirección al caminopor el que yo avanzaba. Me rodearon, me acor-ralaron y ya no pude seguir. Mi impacienciacrecía por momentos. Extendí las manos haciaellos, les supliqué que regresaran a salvar a sugeneral, el conquistador de Estambul, el liber-tador de Grecia. Mis ojos se llenaban de lágri-mas, tal era la destrucción. Y todo lo que os-curecía el aire parecía llevar un pedazo de Ray-mond martirizado. Entre la densa nube quecubría la ciudad surgían ante mí escenas hor-ribles, y mi único consuelo consistía en tratarpor todos los medios de acercarme a la puerta.

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Pero cuando al fin logré mi propósito, descubríque, intramuros, la ciudad se hallaba envueltaen llamas. La vía abierta por la que Raymondhabía entrado a caballo desaparecía tras elhumo y el fuego. Transcurrido un intervalo, lasexplosiones cesaron, pero los incendiosseguían ardiendo en distintas zonas. La cúpulade Santa Sofía había desaparecido. Y, extraña-mente (tal vez como resultado de la presiónejercida en el aire por las explosiones), unasinmensas nubes blancas de tormenta apareci-eron en el horizonte, por el sur, y avanzaronhasta situarse sobre nosotros. Eran las primer-as que veía en meses, y en medio de tanta des-olación y desesperanza su visión resultaba con-soladora. El firmamento se oscureció y losnubarrones empezaron a iluminarse conrelámpagos, seguidos al instante por ensor-decedores truenos. Cayó entonces una lluviaintensa, y las llamas que asolaban la ciudad seplegaron bajo su azote, y el humo y el polvoque se elevaban sobre las ruinas se disiparon.

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Apenas hube constatado que las llamasmenguaban, movido por un impulso irrefren-able, traté de penetrar en la ciudad. Sólo podíahacerlo a pie, pues las ruinas imposibilitabanel avance de los caballos. No conocía el lugar ysus caminos me eran nuevos. Las calles es-taban bloqueadas, los edificios derruidoshumeaban. Subí a lo alto de un montículo, queme permitió ver una sucesión de otros más.Nada me indicaba dónde podía hallarse elcentro de la ciudad ni hacia qué punto podíahaberse dirigido Raymond. La lluvia cesó. Lasnubes se hundieron en el horizonte. Atardecíaya, y el sol descendía velozmente por poniente.Avancé un poco más, hasta que di con unacalle en la que se alineaban casas de madera amedio incendiar, pues la lluvia había sofocadolas llamas, pero que afortunadamente sehabían librado de la pólvora. Ascendí por ella.Hasta ese momento no había encontrado elmenor atisbo de presencia humana. Pero nin-guna de las deformes figuras humanas que

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aparecían ahora ante mí podía pertenecer aRaymond. De modo que apartaba los ojos deellas, profundamente turbado. Llegué a un es-pacio abierto con una inmensa montaña decascotes en su centro, que indicaba que algunagran mezquita había ocupado parte de su espa-cio. Esparcidos aquí y allá descubrí objetos degran valor y lujo calcinados, destruidos, peroque en ciertas partes mostraban lo que habíansido: joyas, ristras de perlas, ropajes bordados,pieles raras, tapices brillantes, ornamentos ori-entales, que parecían haberse dispuesto enforma de pira para su destrucción, una de-strucción que la lluvia había interrumpido.

Pasé horas vagando por aquel escenariodesolado en busca de Raymond. En ocasionestopaba con tal acumulación de escombros quedebía retroceder. Los fuegos que todavía ar-dían me asfixiaban. El sol se puso y el aire ad-quirió un aspecto turbio. La estrella vespertinaya no brillaba en soledad. El resplandor de lasllamas atestiguaba el avance de la destrucción,

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y en aquel interregno de luz y oscuridad, lasruinas que me rodeaban adquirían propor-ciones gigantescas y formas temibles. Meabandoné unos instantes a la fuerza creativa dela imaginación, y ésta, transitoriamente, mealivió con las ficciones sublimes que mepresentaba. Los latidos de mi corazón me de-volvieron a la cruda realidad. «¿Dónde, en estedesierto de muerte, te encuentras, Raymond,ornamento de Inglaterra, libertador de Grecia,“héroe de una historia no escrita”?* ¿Dónde,en este caos en llamas, se esparcen tus noblesreliquias?» Pronuncié su nombre a voces; através de la oscuridad de la noche, sobre lasruinas humeantes de la Constantinopla con-quistada, se escuchó su nombre. Pero nadie merespondió, pues hasta el eco habíaenmudecido.

El cansancio se apoderó de mí. La soledadabatía mi espíritu. El aire denso, impregnadode polvo, el calor y el humo de los palacios in-cendiados, entumecían mis miembros. De

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pronto sentí hambre. La excitación que hastaentonces me había mantenido en alerta desa-pareció. Como un edificio que pierde sus apoy-os y cuyos cimientos oscilan, y se tambalea ycae, así, cuando el entusiasmo me abandonó,también lo hizo mi fuerza. Me senté sobre elúnico peldaño en pie de un edificio que, apesar de hallarse en ruinas, seguía mostrán-dose enorme y magnífico. Algunas paredes caí-das pero íntegras, que habían escapado a la de-strucción de la pólvora, componían com-binaciones fantásticas, y una llama brillaba enlo alto de la pila. Durante largo rato el hambrey el sueño libraron su batalla, hasta que lasconstelaciones aparecieron ante mis ojos unmomento y luego se esfumaron. Traté de in-corporarme, pero mis párpados se cerraron ymis miembros, exhaustos, clamaron reposo.Apoyé la cabeza sobre la piedra entregándomea la agradable sensación de abandono. Y enaquel escenario de desolación, en aquellanoche desesperada, me dormí.

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Footnotes

*La vida es sueño , jornada III, escena VI, Calderón de la

Barca. (En español en el original.) (N. del T.)

*El salto fatal de Alejandro está registrado en el libro

sexto de Las campañas de Alejandro , de Arriano. (N. del

T.)

*«Mask of Anarchy» («La máscara de la anarquía»),

P.B. Shelley, refiriéndose a los «hombres de Inglaterra».

(N. del T.)

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Capítulo III

Las estrellas todavía brillaban en el cielocuando desperté, y Tauro, en las alturas delfirmamento, me indicó que era medianoche.Había tenido sueños turbadores. Creía que mehabían invitado al último banquete de Timón.*

Yo llegaba con gran apetito. Se alzaban lastapaderas, el agua caliente enviaba al aire susdesagradables vapores y yo huía ante la cóleradel anfitrión, que adoptaba la forma de Ray-mond. Mientras, en mi enfermiza ensoñación,los buques que éste enviaba tras de míaparecían impregnados de fétidos vapores, y laforma de mi amigo, distorsionada de mil man-eras, se expandía hasta convertirse en un fant-asma gigante, que llevaba escrita en su frentela señal de la peste. Su sombra creciente se el-evaba más y más, hinchándose, y parecía quer-er reventar la bóveda que sostenía y conform-aba el mundo. La pesadilla se convertía en

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tortura: con gran esfuerzo abandoné el sueño einvoqué a la razón para que recobrara las fun-ciones que había suspendido. Mi primerpensamiento fue para Perdita. Debía regresar aella. Debía apoyarla, llevándole el alimento queaplacara su desesperación y que aliviara sucorazón herido, apartándola de los salvajes ex-cesos del dolor mediante las leyes austeras deldeber y la suave ternura del pesar.

La posición de las estrellas era mi únicaguía. Me alejé de la horrible ruina de la CiudadDorada, y tras grandes esfuerzos, logré dejaratrás sus murallas. Junto a ellas encontré unacompañía de soldados. A uno de ellos le pedíprestado su caballo y me apresté a reunirmecon mi hermana. Durante aquel breve inter-valo, el aspecto de la llanura había cambiado.El campamento aparecía desmantelado y losrestos del ejército en desbandada formabanpequeños grupos aquí y allá. Todos los rostros

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eran sombríos, todos los gestos hablaban deasombro y horror.

Con gran pesar en mi corazón entré enpalacio, temeroso de seguir avanzando, dehablar, de mirar. En el centro del salón hallé aPerdita, sentada sobre el suelo de mármol, lacabeza hundida en el pecho, despeinada, lasmanos entrelazadas, el gesto agónico. Al sentirmi presencia alzó la vista, inquisitiva. Sus ojos,medio iluminados por la esperanza, eran pozosde tristeza. Mis palabras murieron antes deque pudiera articularlas. Sentí que una hor-rendo rictus curvaba mis labios. Ella compren-dió mi gesto y volvió a bajar la cabeza y a en-trelazar las manos. Al fin recobré el habla, peromi voz la aterrorizó. La desdichada muchachahabía comprendido mi mirada y no pensabaconsentir que el relato de su profunda tristezafuera modelado y confirmado por unas palab-ras duras e irrevocable. Y no sólo eso, puesparecía querer distraer mis pensamientos de lacuestión.

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–Calla –me susurró, poniéndose en pie–.Clara se ha dormido después de mucho llorar.No debemos molestarla.

Se sentó entonces en la misma otomana enla que la había dejado al amanecer, con lacabeza apoyada en el pecho de su Raymond.No me atrevía a acercarme a ella y tomé asi-ento en una esquina alejada, observando susgestos bruscos y alterados.

–¿Dónde está? –me preguntó finalmente,sin preámbulos–. ¡Oh! No temas... No temasque albergue la menor esperanza. Pero dime,¿lo has encontrado? Sostenerlo una vez más enmis brazos, verlo una vez más, aunque estécambiado, es todo lo que deseo. Aunque Con-stantinopla entera se amontone sobre él comouna tumba, debo hallarlo. Después nos cubri-remos los dos con el peso de la ciudad, unamontaña apilada sobre nosotros. No me im-porta, mientras el mismo sepulcro guarde aRaymond y a Perdita. –Sollozó, acercándose amí, y me abrazó–. Llévame junto a él, Lionel.

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Eres malo. ¿Por qué me retienes aquí? Yo solano puedo encontrarlo. Pero tú sabes dóndeyace. Llévame hasta allí.

Al principio sus agónicos lamentos memovieron a una irrefrenable compasión. Mascon todo traté de disuadirla de sus ideas. Le re-laté mis aventuras de la noche, mis esfuerzospor encontrarlo, mi decepción. Guiando de esemodo sus pensamientos, les di un objeto conque sacarlos de la locura. Con aparente calmame habló del lugar más probable dondepodríamos encontrarlo y planeó los medios alos que recurrir para alcanzar tal fin. Luego, alsaber del apetito y el cansancio que sentía, ellamisma me trajo alimento. Busqué el instantepropicio y traté de despertar en ella algo que lasacara del mortífero sopor de la pena. Mien-tras hablaba, me dejé llevar por mis palabras:la admiración profunda, el pesar, la con-secuencia del más sincero afecto, el desbord-amiento de un corazón lleno de comprensiónpor todo lo que había sido grande y sublime en

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la carrera de mi amigo, me inspiraban mien-tras pronunciaba sus alabanzas.

–¡Ay de nosotros! –exclamé–, que hemosperdido este último honor del mundo. ¡AmadoRaymond! Se ha ido a las naciones de losmuertos. Se ha convertido en uno de los que,morando en ellas, iluminan las oscuras tum-bas. Ha transitado la senda que conduce a esasregiones y se ha unido a las poderosas almasque lo precedieron. Cuando el mundo sehallaba en su infancia, la muerte debe de habersido algo terrible, y el hombre abandonaba afamiliares y amigos para morar, extranjero sol-itario, en un país desconocido. Pero ahora elque muere se encuentra con muchos com-pañeros que se fueron antes que él y que sepreparan para recibirlo. Lo pueblan los másgrandes de las pasadas eras, y el héroe acla-mado de nuestros días se cuenta entre sus hab-itantes, mientras la vida se convierte, doble-mente, en «desierto y soledad».*

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»Qué noble criatura era Raymond, elprimero entre los hombres de nuestro tiempo.Por la grandeza de sus ideas, por la hermosaosadía de sus actos, por su ingenio y su belleza,se ganó y gobernó las mentes de todos. Sólo unreproche podría haberse elevado en su contra,pero la muerte lo deja sin efecto. He oído hab-lar de su inconstancia en el propósito: cuandorenunció, en aras el amor, a la esperanza deconvertirse en soberano, y cuando abdicó delProtectorado de Inglaterra, hubo quien loculpó de falta de firmeza. Ahora su muerte hacoronado su vida, y hasta el fin de los tiemposse recordará que se entregó, víctima voluntar-ia, a la mayor gloria de Grecia. La decisión fuesuya; contaba con morir. Previó que abandon-aría esta tierra alegre, estos cielos despejados,y tu amor, Perdita. Y sin embargo jamás vacilóni se arredró, y siguió avanzando en direcciónal sello de su fama. Mientras la tierra exista,sus actos serán ensalzados. Las doncellas grie-gas, con gran devoción, depositarán flores en

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su tumba, y el aire reverberará con el canto dehimnos en los que su nombre alcanzará losmáximos honores.

Vi que el gesto de Perdita se dulcificaba. Ladureza del dolor cedía ante la ternura.Proseguí.

–Así, honrarlo es el deber sagrado dequienes le sobrevivimos. Mantener su nombrelimpio como un santuario, apartarlo, connuestras alabanzas, de todo ataque hostil, ar-rojando sobre él las flores del amor y la pena,protegiéndolo de la decadencia y brindándolo,inmaculado, a la posteridad. Tal es el deber desus amigos. A ti te corresponde otro másnoble, Perdita, madre de su hija. ¿Recuerdascon qué arrobo contemplabas a Clara cuandonació, reconociendo en ella el ser que eraunión de ti misma y de Raymond? Ahora debesregocijarte al ver en este templo vivo la mani-festación de vuestro amor eterno. Pues ellasigue siéndolo. Dices que has perdido a Ray-mond. ¡Oh, no! En ella, vive contigo, lo mismo

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que en ti. Pues nació de él, carne de su carne,hueso de sus huesos. Y no te limites, comohasta ahora, a ver en su mejilla suave, en susmiembros delicados, una afinidad con Ray-mond; extiéndela a sus afectos entusiastas, alas dulces cualidades de su mente, y descubri-rás que el bueno, el grande, el amado Ray-mond pervive aún. Cuídate de alimentar esassimilitudes, cuídate de hacerla digna de él,para que, cuando se enorgullezca de sus orí-genes, no se avergüence de lo que es.

Percibí que al recordar a mi hermana susdeberes en la vida, no me escuchaba con lamisma paciencia de antes. Parecía sospe-charque deseaba consolarla, y ella, entregada a supena recién nacida, se rebelaba contra eseconsuelo.

–Hablas del futuro –me dijo– cuando paramí el presente lo es todo. Déjame encontrar lamorada terrenal de mi amado. Rescatémoslodel polvo común para que en tiempos venider-os los hombres puedan señalar su tumba

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sagrada y decir que es suya. Después yapensaré en otras cosas, en el nuevo rumbo demi vida, o en aquello que el destino, en su crueltiranía, me haya dispuesto.

Tras reposar un rato decidí partir para sat-isfacer sus deseos. Pero antes se nos unióClara, cuya palidez y mirada asustada de-notaban la honda impresión que la pena habíacausado en su joven mente. Parecía alteradapor algo que no era capaz de expresar con pa-labras. Pero, aprovechando una ausencia dePerdita, me suplicó que la llevase hasta dondepudiera contemplar la puerta por la que supadre había entrado en Constantinopla. Meprometió no cometer ninguna extravagancia,mostrarse dócil en todo momento y regresarde inmediato. No pude negarme; Clara no erauna niña cualquiera. Su sensatez e inteligenciaya le habían conferido los derechos de unamujer adulta. De modo que, llevándola sentadaante mí, en mi caballo, asistidos sólo por el sir-viente que debía llevarla de regreso, nos

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dirigimos a Top Kapou. Encontramos a ungrupo de soldados congregados. Escuchabanalgo con gran atención.

–¡Son gritos humanos! –dijo uno.

–Más bien parecen aullidos de perro –rep-licó otro.

Y volvieron a concentrarse para distinguiraquellos lamentos lejanos que provenían delinterior de la ciudad en ruinas.

–Esa, Clara –dije yo–, es la puerta, y esa lacalle por la que tu padre cabalgó ayer, demañana.

Fuera la que fuese la intención de lapequeña cuando me pidió que la llevara con-migo, la presencia de los soldados la arredró.Con mirada intensa contempló el laberinto deescombros hume-antes que había sido laciudad y expresó su disposición a regresar acasa. En aquel instante un lamento mel-ancólico llegó a nuestros oídos, y se repitió alinstante.

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–¡Oíd! –exclamó Clara–. Está ahí. EsFlorio, el perro de mi padre.

A mí me resultaba inconcebible que fueracapaz de reconocer el sonido, pero ella insistióhasta que se ganó el crédito de los allípresentes. Sería, al menos, una buena acciónrescatar a aquel ser que sufría, fuera humano oanimal, de la desolación de la ciudad. De modoque, tras enviar a Clara de regreso a casa, volvía entrar en Constantinopla. Alentados por laimpunidad de mi anterior visita, varios solda-dos que formaban parte de la guardia personalde Raymond, y que lo adoraban y lloraban sin-ceramente su pérdida, decidieronacompañarme.

Resulta imposible determinar por qué ex-traño encadenamiento de hechos llegamos arecuperar el cuerpo sin vida de mi amigo. Enesa parte de la ciudad, en la que el fuego lohabía destruido casi todo la noche anterior, yque ahora se mostraba arrasada, negra, fría, elperro agonizante de Raymond se acurrucaba

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junto a la figura mutilada de su amo. En mo-mentos como ése la pena carece de voz. Laaflicción, domada por su propia vehemencia,permanece muda. El pobre animal me recono-ció, me lamió la mano, se acercó más a suseñor, y sólo entonces expiró. Sin duda algúncascote había caído sobre la cabeza de Ray-mond y le había hecho caer del caballo, desfig-urándolo por completo. Me incliné sobre sucuerpo y acerqué una mano al borde de sucapa, menos destrozada en apariencia que elcuerpo humano que cubría. Me la llevé a los la-bios mientras los rudos soldados nos rodeabany lloraban a la presa más valiosa de la muerte,como si el pesar y los lamentos sin fin pudier-an avivar la llama extinguida o devolver aaquella desgarrada prisión de carne su espírituliberado. Ayer aquellos miembros valían ununiverso, pues encerraban un poder trascend-ente cuyas intenciones, pala-bras y actosmerecían ser grabados en letras de oro. Ahora,sólo la superstición del afecto podía dar valor a

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un mecanismo descompuesto que, inerte e in-capaz, ya no se asemejaba a Raymond más delo que la lluvia caída se asemeja a la anteriormansión de nubes con la que ascendió a losmás altos cielos y, dorada por el sol, atraía to-das las miradas y saciaba los sentidos con suexcedente de belleza.

Y así, tal como estaba, con sus ropas ter-renales, desfigurado, roto, lo envolvimos connuestras capas y, levantándolo en brazos, loalejamos de aquella ciudad de los muertos.Surgió la duda de dónde depositarlo. Caminodel palacio pasamos junto a un cementeriogriego. Y allí, sobre una losa de mármol negro,dispuse que lo tendieran. Los cipreses semecían en las alturas y su color lúgubre se cor-respondía con lo exangüe de su estado.Cortamos unas ramas de los árboles fúnebres,las colocamos sobre él y encima de ellas depos-itamos su espada. Ordené que un guardia per-maneciera allí, custodiando aquel tesoro de

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polvo, y que hubiera antorchas siempreencendidas.

Cuando me reuní de nuevo con Perdita, su-pe que ya había sido informada del éxito de mimisión. Él, su amado, el único y eterno objetode su ternura y su pasión, le había sidodevuelto. Pues en esos términos exaltados seexpresaba su entusiasmo. ¡Qué importaba queaquellos miembros ya no se movieran, queaquellos labios ya no pudieran articular expre-siones de sabiduría y amor! ¡Qué importabaque, como el alga arrancada del mar estéril,fuera presa de la corrupción! Seguía siendo elmismo cuerpo que había acariciado, y aquelloseran los mismos labios que se habían unido alos suyos, que habían bebido el espíritu delamor mezclados con su aliento. Aquél era elmismo mecanismo terre-nal de barro efímeroque ella llamaba suyo. Sí, era cierto, ella de-seaba ya iniciar otra vida, el espíritu ardientedel amor le parecía inextinguible en la eternid-ad. Pero en ese momento, con devoción

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humana, se aferraba a todo lo que sus sentidosle permitieran ver y sentir de una parte deRaymond.

Pálida como el mármol, blanca, resplande-ciente como él, escuchó mi relato y me pregun-tó por el lugar en el que había depositado elcuerpo. Su semblante había perdido el rictusdel dolor. Sus ojos habían recuperado el brilloy se diría que todo su ser se había ensanchado.No obstante, la excesiva palidez de su piel, casitransparente, y una cierta oquedad en su voz,revelaban que no era la tranquilidad, sino elexceso de emoción lo que causaba la serenidadaparente que bañaba su rostro. Le preguntédónde debía ser enterrado.

–En Atenas. En la Atenas que amaba.Fuera de la ciudad, en el monte Himeto, existeun repecho rocoso que me indicó como el lugaren el que deseaba reposar.

Mi único deseo, ciertamente, era que no semoviera del lugar donde ahora reposaba. Pero

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la voluntad de Perdita, claro está, debía cump-lirse, y le rogué que se preparara sin tardanzapara nuestra partida.

Contemplad ahora la procesión mel-ancólica atravesar las llanuras de Tracia, ser-pentear por los desfiladeros, ascender por losmontes de Macedonia, surcar las aguas clarasdel Peneo, cruzar la planicie de Larissa, dejaratrás los estrechos de las Termópilas, ascendersucesivamente por el Oerta y el Parnaso, des-cender hasta la fértil vega de Atenas. Lasmujeres sobrellevaban con resignación las lar-gas fatigas, pero para el espíritu inquieto de loshombres el lento avance de la marcha, eltiempo de reposo melancólico de los medi-odías, la presencia permanente del sudario dis-puesto sobre el ataúd de Raymond, lamonótona sucesión de días y noches sin esper-anzas ni expectativas de cambio, todas las cir-cunstancias de nuestra cabalgata nos res-ultaban intolerables. Perdita, ensimismada,hablaba poco, y viajaba en un carruaje cerrado.

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Cuando reposábamos, permanecía sentada,apoyando la mejilla pálida en una mano blancay fría, con la vista clavada en el suelo, en-tregándose a pensamientos que se negaba acompartir.

Al descender del monte Parnaso, tras cruz-ar sus numerosos pliegues, pasamos por Liva-dia camino del Ática. Perdita no deseaba en-trar en Atenas y, al llegar a Maratón, me indicóel lugar que había escogido como hogarsagrado de los restos de Raymond. Se tratabade un repecho cercano a la cabecera de un tor-rente, al sur del Himeto. El precipicio, pro-fundo, oscuro, cubierto de vegetación, des-cendía verticalmente desde la cima hasta labase. En las fisuras de la roca crecían el mirto yel tomillo, alimento de muchas clases deabejas. Enormes salientes surgían de lasparedes, algunos perpendiculares a éstas. A lospies de aquel sublime abismo, un valle fértiliba de un mar a otro, y más allá se extendía elEgeo azul, salpicado de islas, las suaves olas

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mecién-dose bajo el sol. Cerca del lugar en elque nos hallábamos se erguía una roca solitar-ia, alta, de forma cónica que, separada por to-dos sus lados de la montaña, parecía unapirámide natural. No costó mucho trabajo re-ducirla a su forma perfecta. Debajo se cavó unhueco estrecho en el que Raymond fue depos-itado, y en la piedra se grabó una inscripcióncon su nombre, la fecha de su muerte y elmotivo.

Todo se ejecutó con presteza, bajo misórdenes. Acepté que la máxima autoridad de laiglesia de Atenas se ocupara de adecentar ycustodiar la tumba, y a finales de octubre pre-paré mi regreso a Inglaterra. Lo hablé con Per-dita. Dolía tener que apartarla del último es-cenario que hablaba de su pérdida, pero per-manecer allí por más tiempo era absurdo, y mialma, impaciente, anhelaba el reencuentro conIdris y mis hijos. Por toda respuesta, Perditame rogó que la acompañara al caer la tarde deldía siguiente a la tumba de Raymond. Hacía

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días que no visitaba el lugar. El sendero queconducía a ella había sido ensanchado y unospeldaños excavados en la roca facilitaban el ac-ceso. La plataforma sobre la que se alzaba lapirámide también se había ampliado y, mir-ando hacia el sur, en un repecho sombreadopor las ramas abiertas de una higuera, vi quese estaban excavando unos cimientos y que selevantaban contrafuertes y vigas, sin duda lasbases para la construcción de una casa. Desdesu umbral inconcluso la tumba quedaba anuestra derecha, y el torrente, la llanura y elmar azul se extendían ante nosotros. Laspiedras negras proyectaban el brillo del sol,que reverberaba sobre el valle cultivado, yteñía de púrpura y naranja el plácido oleaje.Nos sentamos sobre una elevación rocosa, ycontemplé con arrobo la belleza de un paisajede colores vivos y cambiantes que modificaba eintensificaba las gracias de la tierra y el mar.

–¿No hice bien –dijo Perdita– al pedir queme amado reposara aquí? A partir de ahora

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ésta será la Cinosura de Grecia. En este lugarla muerte se libera de la mitad de sus terrores,e incluso el polvo inanimado parece formarparte del espíritu de belleza que ben-dice estaregión. Lionel, él descansa ahí. Ésta es latumba de Raymond, a quien primero amé enmi juventud, a quien mi corazón acompañó enlos días de separación e ira, a quien ahora es-toy unida para siempre. Nunca, óyeme bien,nunca abandonaré este lugar. Creo que su es-píritu permanece aquí lo mismo que el polvode su cuerpo, que, por incomprensible queparezca, es más valioso en su extinción de loque nada que la tierra viuda cobije en su tristepecho. Los mirtos, el tomillo, los pequeñosciclámenes, que observan desde las fisuras dela roca, todo lo que habita este rincón, separece a él. La luz que baña las colinas parti-cipa de su esencia, y el cielo y las montañas, elmar y el valle se impregnan de la presencia desu espíritu. ¡Aquí viviré y moriré aquí!

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»Regresa tú a Inglaterra, Lionel. Regresajunto a la dulce Iris y al querido Adrian, y quemi hija, huérfana, sea como tu propia hija envuestra casa. Considérame muerta, porque sila muerte es un mero cambio de estado,entonces yo estoy muerta. Este es un mundodistinto del que habitaba, del que ahora es tuhogar. Aquí sólo comulgo con lo que ha sido ycon lo que está por venir. Regresa tú aInglaterra y deja que me quede en el únicolugar en el que puedo tolerar vivir los días quepor desgracia aún me quedan.

Un torrente de lágrimas puso fin a su tristearenga. Yo ya esperaba que pronunciara al-guna proposición extravagante y permanecí unrato en silencio, reflexionando sobre el mejormodo de rebatir su fantasioso plan.

–Albergas ideas lúgubres, mi querida Per-dita –le dije–, y no me sorprende que, duranteun tiempo, tu buen juicio se vea afectado por elintenso dolor y una imaginación turbada. In-cluso yo siento adoración por esta última

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morada de Raymond. Y sin embargo debemosabandonarla.

–Ya lo esperaba –exclamó Perdita–. Yasuponía que me considerarías loca y necia.Pero no te engañes. Esta casa se construyesegún mis órdenes. Y aquí me quedaré hastaque me llegue la hora de compartir con él sufeliz reposo.

–¡Querida niña!

–¿Qué tienen de extraño mis pretensiones?Podría haberte mentido. Podría haberte hab-lado hace unos meses de mi deseo de per-manecer aquí, y de ese modo, en tu impacien-cia por regresar a Windsor, me habrías dejadohacerlo, y sin reproches ni disuasiones podríahaber llevado a cabo mi plan. Pero desdeñé elartificio. O, más bien, en mi desolación, creíque mi único consuelo era abrirte mi corazón ati, que eres mi hermano y mi único amigo.¿Disputarás conmigo? Ya sabes lo terca que estu pobre, tu abatida hermana. Llévate a mi hija

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contigo. Aléjala de las visiones y los pensami-entos tristes. Que la hilaridad infantil visite denuevo su corazón e ilumine sus ojos, algo queno podrá sucederle si se queda conmigo. Serámucho mejor para todos vosotros que novolváis a verme. En cuanto a mí, no puedo irvoluntariamente al encuentro de la muerte, o,mejor dicho, no lo haré mien tras conserveautoridad sobre mí misma. Y aquí puedo con-servarla. Pero si me alejas de este país desa-parecerá, y no respondo de la violencia que miagonía me lleve a infligirme.

–Perdita –repliqué–, revistes tus inten-ciones de palabras poderosas, pero aun así es-as intenciones resultan egoístas e indignas deti. A menudo te has mostrado de acuerdo con-migo en que sólo existe una solución al em-brollado enigma de la vida: mejorarnos a noso-tros mismos y contribuir a la felicidad de losdemás. Y ahora, en la plenitud de tu vida,abandonas tus principios y te encierras en in-útil soledad. ¿Acaso en Windsor, escenario de

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vuestra felicidad primera, pensarás menos enRaymond? ¿Comulgarás menos con su espíritumientras observas a su hija y cultivas sus ex-cepcionales dones? Has conocido la triste vis-ita de la muerte. No me sorprende que algoparecido a la locura te empuje al desasosiego ya las ideas desbocadas. Pero un hogar de amorte aguarda en tu Inglaterra natal. Mi ternura ymi afecto te aliviarán. La compañía de los ami-gos de Raymond será para ti mayor solaz quetus lúgubres pensamientos. Todos convertire-mos en nuestra prioridad, en nuestra tareamás querida, contribuir a tu felicidad.

Perdita negó con la cabeza.

–Si así pudiera ser –respondió–, haría muymal en rechazar tu ofrecimiento. Pero no estáen mi mano, no puedo elegir. Sólo aquí puedovivir. Pertenezco a este paisaje. Todos y cadauno de sus elementos forman parte de mi. Nose trata de un capricho repentino; vivo por él.El conocimiento de que estoy aquí despiertaconmigo todas las mañanas y me permite

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soportar la luz; se mezcla con mi alimento, quede otro modo sería veneno; camina, duermeconmigo, me acompaña siempre. Aquí tal vezdeje incluso de lamentarme, y llegue, aunquecon retraso, a sumar mi consentimiento al de-creto que se lo ha llevado de mi lado. Él habríapreferido morir de una muerte que quedará enla historia para siempre que haber llegado a lavejez anónimo, sin honores. Tampoco yopuedo desear nada mejor que, tras haber sidola elegida por él, por él amada, aquí, en laplenitud de sus años jóvenes, antes de que eltiempo marchitara los mejores sentimientos demi naturaleza, contemplar su tumba y unirmeprestamente a él en su bendito reposo.

»Querido Lionel, tantas cosas he dicho conintención de persuadirte de que obro bien, quesi todavía no te he convencido, nada máspuedo añadir a modo de argumento, y sólo mequeda declararte mi más firme convicción.Aquí me quedo, y sólo me iré a la fuerza. Y nisiquiera así. Si me llevas, regresaré. Si me

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confinas y me encarcelas, escaparé y volveré aGrecia. ¿Acaso prefiere mi hermano atar elcorazón destrozado de Perdita con cadenas deloca que permitir que descanse en paz bajo lasombra de su compañía, en este retiro que amoy que he escogido?

Reconozco que todo aquello me parecíaproducto de una locura organizada. Creía queera mi deber imperativo apartarla de unos es-cenarios que la obligaban a recordar su pér-dida. Tampoco dudaba que, en Windsor, en latranquilidad de nuestro círculo familiar, recu-peraría hasta cierto punto el buen juicio y, fi-nalmente, la felicidad. Mi amor por Clara tam-bién me llevaba a oponerme a aquellos sueñosde enfermiza pesadumbre. Su sensibilidad yahabía sido azuzada en exceso. Su inconscienciainfantil se había tornado sensatez profunda yangustia. El plan extraño y romántico de sumadre podía llevarla a afianzar y perpetuaruna visión doliente de la vida que a edad tantemprana la había visitado.

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Al regresar a casa, el capitán del paquebotede vapor con el que había acordado viajar vinoa informarme de que, por circunstancias acci-dentales, debía adelantar la partida y de que, siquería viajar con él, debía presentarme a bordoa las cinco de la mañana del día siguiente.Acepté al punto, y con la misma celeridad ideéun plan por el que obligaría a Perdita a acom-pañarme. Creo que la mayoría de las personas,en mi situación, habría actuado del mismomodo. Y sin embargo esta consideración no lo-gra aplacar, o al menos no lo logró después, losreproches de mi conciencia. En aquel mo-mento me sentía convencido de obrar bien y deque todo lo que hacía era correcto y necesario.

Me senté con Perdita y la tranquilicé alceder, al menos en apariencia, a su alocadoplan. Ella recibió mi decisión complacida y unay mil veces dio las gracias a su mentirosohermano. Al llegar la noche, su humor, anim-ado por mi cambio imprevisto, recobró una vi-vacidad casi olvidada. Fingí preocuparme por

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el rubor febril de sus mejillas y la convencípara que bebiera una medicina que le haría bi-en. Se la serví, y ella, obediente, la tomó. Lafalse-dad y el engaño son tan odiosos por símismos que, aunque seguía creyendo queobraba correctamente, de mí se apoderó unsentimiento de vergüenza y culpa. Me retiré, yal poco oí que dormía profundamente bajo lainfluencia del láudano que le había adminis-trado. De ese modo, inconsciente, fuetrasladada a bordo del barco, que levó anclas y,gracias a los vientos favorables, no tardó enllegar a alta mar. Con todas las velas desplega-das y asistidos por la fuerza del vapor, sur-cábamos a gran velocidad el húmedoelemento.

Perdita no despertó hasta bien avanzado eldía, y pasó algo más de tiempo hasta que, sa-liendo del sopor causado por la adormidera, sepercató del cambio de situación. De unrespingo se incorporó del sillón y se dirigió alojo de buey de su camarote. Ante ella el mar

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azul y embravecido pasaba a gran velocidad,inmenso, sin que en el horizonte se divisaracosta alguna. La cubierta se protegía con unared y el rápido movimiento del cielo al pasarpor ella revelaba la gran velocidad a la que nosalejábamos de la tierra. El crujir de losmástiles, el chapoteo de las aspas, la trampillaen lo alto, la convencieron de que ya se encon-traba a gran distancia de las orillas de Grecia.

–¿Dónde estamos? –preguntó–. ¿Adóndevamos?

La doncella a la que yo había contratadopara que la vigilara le respondió.

–A Inglaterra...

–¿Y mi hermano?

–Está en cubierta, señora.

–¡Ingrato, ingrato! –exclamó la pobre víc-tima, tras suspirar profundamente ante la vis-ión del mar inabarcable. Y entonces, sin añadirnada, se echó en el sofá y, cerrando los ojos,permaneció inmóvil. Excepto por los

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profundos suspiros que daba, podría habersedicho que dormía.

Tan pronto como supe que había desper-tado envié a Clara a visitarla, para que la visiónde su encantadora hija le inspirara ideas debondad y amor. Pero ni la presencia de la niñani mi posterior visita, sirvieron para lograr queabandonara su postración. A Clara la miró congesto torvo, pero no le habló. Cuando aparecíyo, apartó de mí su rostro, y en respuesta a mispreguntas se limitó a decir:

–Sabes bien lo que has hecho.

Quise creer que su laconismo se debía sóloa la batalla que libraba su decepción contra suafecto natural, y que en cuestión de días se re-conciliaría con su destino.

Al terminar la jornada, rogó a Clara quedurmiera en otra cabina. Su criada, no ob-stante, permaneció con ella. Hacia la medi-anoche, Perdita le habló y le dijo que habíatenido una pesadilla, tras lo que le rogó que

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fuera a ver a su hija y comprobara si dormíaplácidamente. La mujer obedeció.

La brisa, que había amainado con la puestadel sol, arreciaba de nuevo. Yo me hallaba encubierta, disfrutando de nuestro rápidoavance. El chapoteo de las aguas, que la quilladel barco separaba; el murmullo de las velashenchidas e inmóviles; el viento que soplabaentre las sogas, el rumor del motor, no logra-ban perturbar la quietud del momento. El mar,poco agitado, mostraba apenas alguna crestablanca que se fundía pronto en el azul con-stante. Las nubes habían desaparecido y el éteroscuro se cernía sobre el vasto océano, en elque las constelaciones buscaban en vano suacostumbrado espejo. Nuestra velocidad debíarondar los ocho nudos.

De pronto oí un chasquido en el agua. Losmarineros de guardia se dirigieron a toda prisaa un costado del barco, al grito de «¡Hombre alagua!»

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–No ha sido desde cubierta –dijo el ti-monel–. Algo ha caído desde el camarote depopa.

Más lejos, alguien pidió que se arriara elbote. Yo me dirigí corriendo al camarote de mihermana. Estaba vacío.

Con las velas contra el viento, los motoresparados, el barco permaneció detenido a supesar hasta que, tras una hora de búsqueda, lapobre Perdita fue devuelta a cubierta. Peroningún cuidado bastó para reanimarla y nin-guna medicina logró que volviera a abrir sushermosos ojos, o que su sangre latiera denuevo en su inmóvil corazón. En un puño cer-rado sostenía un pedazo de papel en el quehabía escrito: «A Atenas». Para asegurar quela llevaran hasta allí e impedir que su cuerpose perdiera en las profundidades del mar,había tomado la precaución de atarse un largochal a la cintura, que, a su vez, había anudadoa los barrotes de la ventana de su camarote. Sehabía hundido bajo la quilla de la

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embarcación, y al desaparecer de la superficie,la recuperación de su cuerpo se había demor-ado más. Así murió la desdichada niña, víctimade mi imprudencia. Y así, de madrugada, nosdejó para reunirse con los muertos, y prefiriócompartir la pétrea tumba de Raymond queseguir disfrutando del escenario animado quela tierra le ofrecía y de la compañía de sus ami-gos. Murió con veintinueve primaveras, ha-biendo disfrutado de unos pocos años de la fe-licidad del paraíso, y tras sufrir un revés que suespíritu impaciente y su naturaleza apasionadano le permitieron asumir. Al fijarme en la ex-presión serena que se instaló en su semblanteen la hora de la muerte, sentí que, a pesar delremordimiento, a pesar de la tristeza que mepartía el corazón, era mejor morir así que so-portar largos y tristes años de reproches e in-consolable dolor.

La violencia de una tempestad nos arrastróhasta el golfo del Adriático, y como nuestraembarcación no estaba preparada para tales

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condiciones atmosféricas, nos refugiamos en elpuerto de Ancona. Allí me encontré con Geor-gia Palli, vicealmirante de la flota griega, anti-guo amigo y camarada de Raymond. Entreguéa su cuidado los restos de mi Perdita, con elencargo de que los hiciera llevar al monte Hi-meto y los depositara en la cámara que, bajo lapirámide, Raymond ya ocupaba. Todo se hizosegún mis deseos, y no tardó en reposar juntoa su amado. En el sepulcro están inscritos, jun-tos, los nombres de Raymond y Perdita.

Tomé entonces la decisión de proseguirviaje por tierra. El dolor y los remordimientosdesgarraban mi corazón. El temor a que Ray-mond se hubiera ido para siempre, a que sunombre, asociado para siempre al pasado, seborrara de cualquier iniciativa de futuro, habíaempezado a hacer mella en mí. Siempre habíaadmirado su talento, sus nobles aspiraciones,sus elevadas ideas de gloria, la majestad de suambición, su absoluta falta de mezquindad, sufortaleza y su osadía. En Grecia había

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aprendido a amarlo. Su misma terquedad y suentrega a los impulsos de la superstición me lohacían doblemente cercano: tal vez se tratarade una debilidad, pero lo situaba en los antípo-das de toda sumisión y egoísmo. A ese dolor seañadía la muerte de Perdita, condenada por mimaldita obcecación y mi engaño. Mi queridaPerdita, mi única familia, de cuyo progresohabía sido testigo, desde su más tierna infanciay a través del sendero variado de la vida, y a laque siempre había visto como dechado de in-tegridad, devoción y afecto verdadero, pues to-do ello constituye la gracia peculiar del carác-ter femenino. Y a la que, al final, había con-templado como víctima de un exceso de amor,de un vínculo demasiado constante con loperecedero y perdido. Ella, en su orgullo debelleza y vida, había abandonado la percepciónplacentera del mundo aparente en aras de lairrealidad de la tumba, y había dejadohuérfana a la pobre Clara. Yo oculté a la pobreniña que la muerte de su madre había sido

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voluntaria y trataba por todos los medios dealegrar algo su espíritu empapado de tristeza.

En mi intento de recobrar el ánimo, laprimera decisión fue decir adiós al mar. Suodioso vaivén renovaba una y otra vez en mí laidea de la muerte de mi hermana. Su rugidoera un canto fúnebre. En todos los cascososcuros que surcaban su inconstante pecho,veía un catafalco que llevaría a la muerte a to-dos los que se entregaran a su sonrisa traicion-era. ¡Adiós al mar! Ven, Clara mía, siéntatejunto a mí en esta nave aérea, que suave y ve-lozmente surca el azul del cielo y con ligera on-dulación flota sobre la corriente del aire. O, sila tormenta sacude su frágil mecanismo, hallatierra debajo y puede descender y refugiarse enel continente sólido. Aquí arriba, compañerosde las aves veloces, surcamos el elementoetéreo con gran presteza y sin temor. La naveligera no se balancea ni recibe el embate de lasolas mortales. El éter se abre ante la proa, y lasombra del globo que la sostiene nos protege

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del sol del mediodía. Más abajo se extiendenlas llanuras de Italia o las vastas ondulacionesde los Apeninos. Fértiles aparecen sus muchosvalles y los bosques coronan sus cimas. Elcampesino, libre y feliz, no perturbado por losaustriacos, lleva el producto de su doble co-secha al granero; y los ciudadanos refinadoscultivan sin temor el árbol de la ciencia en estejardín del mundo.

Nos elevamos sobre los picos de los Alpes ypor sobre sus profundas y rugientes quebradasentramos en las llanuras de la dulce Francia, ytras un viaje aéreo de seis días aterrizamos enDieppe, plegamos las alas cubiertas de plumasy deshinchamos el globo de nuestra pequeñanave. Una lluvia intensa hacía incómodoproseguir el viaje por aire, de modo que nosembarcamos en un pequeño vapor, y tras unabreve travesía arribamos a Portsmouth.

Al llegar, descubrimos que una curiosa his-toria acaparaba la atención general. Hacía un-os días, un barco arrastrado por una

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tempestad había aparecido frente al puerto. Elcasco se veía hen-dido y resquebrajado, lasvelas desgarradas y, enredadas de cualquiermanera, las sogas se habían roto. Avanzaba ala deriva, en dirección a los muelles, peroquedó varado en las arenas de la embocadura.A la mañana siguiente los oficiales de aduanas,junto con un grupo de ociosos, se acercaron ainspeccionarlo. Al pare-cer, un solo miembrode la tripulación parecía haber arribado asalvo. Había llegado a tierra y, tras dar unospasos en dirección a la ciudad, vencido por laenfermedad y la muerte inminente, sedesplomó sobre la playa inhóspita. Lo encon-traron agarrotado, los puños cerrados yapretados contra el pecho. Tenía la piel en-negrecida y el pelo y la barba enmarañados in-dicaban que había soportado su desgracia portiempo prolongado. Se rumoreaba que habíamuerto de peste. Nadie se atrevió a subir albarco y se decía que, de noche, extrañas vis-iones aparecían en cubierta y colgando de los

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mástiles y las sogas. El casco no tardó en des-membrarse. Me llevaron al lugar en el quehabía encallado y vi unos tablones sueltos em-pujados por las olas. El cuerpo del hombre quehabía llegado a tierra había sido enterrado amucha profundidad, bajo la arena. Y nadiesupo decirme nada más, salvo que el barcohabía sido fletado en América y que variosmeses antes el Fortunatus había zarpadodesde Filadelfia, de donde, a partir de ese mo-mento, no volvieron a recibirse noticias.

Footnotes

*En Timón de Atenas , de William Shakespeare, el per-

sonaje sirve agua a sus falsos amigos y los echa de su casa

arrojándoles piedras. (N. del T.)

*Adaptación de un verso de The Revenge , de Edward

Young: «Life is the desert, Life the solitude/Death joins us

to the great majority». (La vida es el desierto, es la

soledad/la muerte a la gran mayoría nos une.) (N. del T.)

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Capítulo IV

Regresé a la finca familiar en el otoño del año2092. Mi corazón llevaba con ellos desdesiempre, y ahora se regocijaba en la esperanzade volver a verlos. La región que habitabanparecía la morada del espíritu bondadoso. Lafelicidad, el amor y la paz recorrían los sender-os de los bosques y templaban la atmósfera.Después de toda la agitación y el pesar quehabía soportado en Grecia, me dirigía a Wind-sor como el ave que, llevada por la tormenta,busca un nido donde cobijarse tranquila yplegar las alas.

¡Qué insensatos habían sido los viajerosque, abandonando su refugio, se habíanenredado en la maraña de la sociedad y aden-trado en lo que los hombres de mundo llaman«vida», ese laberinto de mal, ese plan de tor-tura mutua. Según ese sentido que se da al

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mundo, para poder vivir debemos tambiénsentir; no debemos ser meros espectadores dela acción, debemos actuar; no debemos de-scribir, sino convertirnos en sujetos de ladescripción. El profundo pesar debe haber sidoel prisionero de nuestro pecho; el fraude debehabernos acechado, a la espera; el mentirosodebe habernos engañado; la duda enfermiza yla esperanza vana deben haber llenado de in-certidumbre nuestros días; la hilaridad y la di-cha, que se arriman en éxtasis al alma, debenen ocasiones habernos poseído. ¿Quién, si sabelo que es la «vida», perseguiría esas enfebreci-das modalidades de existencia? Yo he vivido.He pasado días y noches de fiesta. Me he unidoa ambiciosas esperanzas y me he exultado en lavictoria. Ahora... cierro la puerta del mundo yelevo un alto muro que me separará de las es-cenas turbulentas que se representan en él.Vivamos los unos para los otros, y para la feli-cidad. Busquemos la paz en nuestro amadohogar, cerca del murmullo de los arroyos, del

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vaivén gracioso de los árboles, de las hermosasvestimentas de la tierra, del boato sublime delos cielos. Renunciemos a la «vida», parapoder vivir.

Idris se mostró más que de acuerdo con midecisión. Su vivacidad innata no precisaba deemociones imprevistas, y su corazón plácidoreposaba satisfecho en mi amor, en el biene-star de sus hijos y en la belleza natural cir-cundante. Su orgullo y su ambición intachableconsistían en provocar sonrisas a su alrededory en dar reposo a la existencia frágil de suhermano. A pesar de sus tiernos cuidados, lasalud de Adrian declinaba perceptiblemente.Los paseos a pie o a caballo, ocupacionescomunes de la vida, le fatigaban en extremo.No sentía dolor, pero parecía hallarse siempretembloroso, al borde de la aniquilación. Sinembargo, como llevaba meses viviendo en talestado, no nos inspiraba un temor inmediato,aunque él hablara de la muerte como de unhecho del todo familiar en sus pensamientos.

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No dejaba de esforzarse por hacer felices a losdemás ni por cultivar sus asombrosas capacid-ades mentales.

Así transcurrió el invierno, y la primavera,impulsada por los meses, insufló vida a la nat-uraleza toda. El bosque se vistió de verde. Lasjóvenes terneras pastaban la hierba nueva; lassombras de unas nubes ligeras, llevadas por elviento, recorrían veloces los verdes campos demaíz. El cuclillo repetía su monótono canto; elruiseñor, ave del amor y compañero de la es-trella vespertina, inundaba los bosques con sustrinos, mientras Venus se demoraba en elcálido ocaso y el verdor recién estrenado de losárboles se destacaba sobre el claro horizonte.

La dicha despertaba en todos los corazones,la dicha y la exultación, pues la paz reinaba entodo el mundo. El templo de Jano Universalmantenía cerrados los portones* y ningúnhombre murió ese año a manos de otrohombre.

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–Si esto dura otros doce meses –dijo Adri-an–, la tierra se convertirá en un paraíso. Losesfuerzos del hombre se concentraban antes enla destrucción de su propia especie. Ahora per-sigue su liberación y preservación. El hombreno es capaz de estarse quieto, y ahora sus as-piraciones traerán el bien en vez del mal. Lospaíses favorecidos del sur se liberarán del yugode la servidumbre; la pobreza nos abandonaráy, con ella, la enfermedad. ¿Qué no han de lo-grar las fuerzas, nunca hasta ahora unidas, dela libertad y la paz, en la morada del hombre?

–¡Sueños, siempre sueños, Windsor! –ex-clamó Ryland, anti-guo adversario de Ray-mond y candidato al Protectorado en las elec-ciones que ya estaban próximas–. Tenga porseguro que la tierra no es el cielo, ni lo seránunca, y que las semillas del infierno son con-sustanciales a su suelo. Cuando las estacionesse igualen, cuando el aire no nos traigadesórdenes, cuando su superficie no dependade cosechas perdidas y sequías, sólo entonces

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desaparecerá la enfermedad. Cuando mueranlas pasiones del hombre, la pobreza desapare-cerá. Cuando el odio no se iguale al amor, exi-stirá la fraternidad entre los hombres. Aún nosencontramos muy lejos de ese estado.

–No tanto como usted supone –observó unviejo astrónomo de corta estatura llamadoMerrival–. Los polos avanzan lenta pero con-stantemente. En unos cientos de miles deaños...

–Ya estaremos todos bajo tierra –le inter-rumpió Ryland.

–El eje de la tierra coincidirá con el de laelíptica –prosiguió el astrónomo–, se produ-cirá una primavera universal y la tierra será unparaíso.

–Y todos, claro está, nos beneficiaremos delcambio –observó Ryland, desdeñoso.

–Qué noticia más extraña –intervine yo,con un periódico abierto entre las manos.Como de costumbre, me había interesado por

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las noticias que llegaban de Grecia–. Pareceque la destrucción total de Constantinopla, y lasuposición de que el invierno había purificadoel aire de la ciudad caída, alentaron a los grie-gos a visitar el lugar e iniciar su reconstruc-ción. Pero nos cuentan que la maldición deDios permanece en el lugar, pues todos los quese han aventurado en él han sido atacados porla peste; que la enfermedad se ha propagadopor Tracia y Macedonia; y que ahora, portemor a la virulencia de la infección en losmeses de calor, se ha trazado un cordón sanit-ario en las fronteras de Tesalia y se ha de-cretado una cuarentena estricta.

Aquella noticia nos alejó de la idea delparaíso que se esperaba para dentro de unoscentenares de miles de años y nos devolvió aldolor y a la miseria que, en nuestro tiempo, seenseñoreaban de la tierra. Conversamos sobrelos estragos que la peste había causado en to-dos los rincones del mundo. Y sobre las con-secuencias devastadoras que tendría una

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segunda visita. Abordamos los mejores mediosde prevenir la infección y de preservar la saludy la actividad en una ciudad afectada por ella.En Londres, por ejemplo. Merrival no parti-cipaba en aquella conversación. Se había sen-tado junto a Idris y seguía exponiéndole que lafeliz idea de un paraíso en la tierra, alcanzadotras unos centenares de miles de años, se veíaensombrecida, en su caso, por el conocimientode que, transcurrido cierto tiempo más, a éstele seguiría un infierno o un purgatorio ter-renales, que se producirían cuando la elíptica yel ecuador se hallaran en ángulo recto. Final-mente, la reunión llegó a su fin.

–Esta mañana todos nos dedicamos asoñar –dijo Ryland–. Tanto sentido tienetratar sobre la visita de la plaga a nuestra biengobernada metrópoli como calcular los siglosque han de transcurrir hasta que podamos cul-tivar piñas aquí, al aire libre.

Pero, aunque parecía absurdo temer la lleg-ada de la peste a Londres, yo no podía dejar de

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pensar con gran dolor en la desolación queaquel mal causaría en Grecia. Los ingleses, ensu mayor parte, se referían a Tracia y Macedo-nia como lo habrían hecho de algún territoriolunar que, ignoto para ellos, no suscitaba ideao interés alguno a sus mentes. Pero yo habíahollado sus suelos. Los rostros de muchos desus habitantes me resultaban familiares. En lasciudades, llanuras, colinas y desfiladeros deaquellas regiones había gozado de una in-decible felicidad durante mi viaje por ellas elaño anterior. En mi mente aparecían algunaaldea romántica, alguna casa de campo omansión elegante allí situadas, habitadas porgentes encantadoras y bondadosas, y measaltaba la duda de si hasta allí habría llegadola plaga. El mismo monstruo invencible que secernía sobre Constantinopla y la devoraba,aquel demonio más cruel que la tempestad,más rebelde que el fuego vaga, ¡ay! suelto porese hermoso país... Aquellas reflexiones no medaban reposo.

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La situación política de Inglaterra se com-plicaba ante la proximidad de la nueva elec-ción del Protector. El acontecimiento suscitabagran interés, pues se decía que si el candidatopopular (Ryland), resultaba ganador, la aboli-ción de los rangos hereditarios y demás vesti-gios del pasado se sometería a la consideracióndel Parlamento. Durante nuestra reunión deaquel día no se pronunció una palabra sobreninguno de aquellos asuntos. Todo dependíade la elección del Protector y de las eleccionesdel año siguiente. Y sin embargo aquel silencioresultaba terrible y demostraba el gran pesoque se atribuía a la cuestión, así como el temorde los partidos a lanzar un ataque prematuro yde que, una vez iniciado, la contienda resultaraferoz.

Pero aunque Saint Stephen no resonabacon la voz que llenaba todos los corazones, losperiódicos no se ocupaban de nada más, y loscorros privados las conversaciones, versaransobre lo que versasen, no tardaban en

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converger sobre aquel aspecto central, mien-tras las voces se convertían en susurros y losinterlocutores arrimaban más sus sillas. Losnobles no dudaban en expresar sus temores. Elotro partido intentaba abordar la cuestión conligereza.

–Vergüenza debería sentir un país –afirmóRyland– que se preocupa tanto por las palab-ras y la naderías. La cuestión es del todo fútil;se reduce a la pintura de los emblemas de loscarruajes, al bordado de las levita de loslacayos.

Y sin embargo, ¿podía Inglaterra realmentedespojarse de sus arreos de nobleza y conform-arse con el estilo democrático de América?¿Debían el orgullo de los ancestros, el espíritupatricio, la gentil cortesía y las metas refinadas–atributos espléndidos del rango–, borrarse denosotros? Nos decían que ello no sucedería,que éramos por naturaleza un pueblo poético,una nación fácilmente engañada por las palab-ras, dispuesta a organizar las nubes de forma

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esplendorosa, a conceder honores al polvo.Jamás perderíamos ese espíritu; y era para di-fundir ese espíritu concentrado en la cuna porlo que debía aprobarse la nueva ley. Se nosaseguraba que cuando el nombre y el título deinglés fuera la única patente de nobleza, todosseríamos nobles; que cuando ningún hombrenacido bajo el influjo inglés sintiera que otroera superior a él en rango, la cortesía y el refin-amiento se convertirían en derechos de cunade todos los ciudadanos. Que Inglaterra noimagine que podrá vivir sin sus nobles, noblezaverdadera de la naturaleza, que lleva su pat-ente en su conducta digna, que desde la cunase eleva sobre sus demás congéneres, porqueson mejores que el resto. Entre la raza de loshombres independientes, gene-rosos y cultiva-dos, en un país en que la imaginación es em-peratriz de las mentes de los hombres, no hade temerse que queramos una sucesión per-petua de nobles y personas de alcurnia. Sinembargo, ese partido, que apenas podía

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considerarse una minoría en el reino, que con-stituía el ornamento de la columna, «el capitelcorintio de la sociedad pulida»,* apelaba a pre-juicios sin fin, a viejos vínculos y a esperanzasjóvenes; a la expectativa de miles que tal vezun día se convirtieran en pares; azuzaban unespantapájaros, el espectro de todo lo que erasórdido, mecánico y bajo en las repúblicascomerciales.

La peste había llegado a Atenas. Cientos deresidentes ingleses regresaron a su país. Losadorados atenienses de Raymond, el pueblonoble y libre de la más divina ciudad griega,caían como mazorcas de maíz maduro bajo laimplacable hoz de su adversario. Sus agrad-ables lugares quedaban desiertos. Sus templosy palacios se convertían en tumbas. Sus es-fuerzos, hasta entonces orientados a los obje-tos más altos de la ambición humana, se veíanobligados a converger en un mismo punto: laprotección contra la lluvia de flechas de laplaga.

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En cualquier otro momento el desastre hu-biera despertado una profunda compasiónentre nosotros. Pero en aquellos meses pasódesapercibido, enfrascados como estábamosen la inminente controversia. No era así en micaso, y las cuestiones sobre rango y derecho setornaban insignificantes a mis ojos cuandoimaginaba la escena de la sufriente Atenas.Había oído hablar de la muerte de hijos úni-cos; de maridos y esposas que se profesabangran devoción; del desgarro de unos lazos que,al romperse, arrancaban los corazones, de ami-gos que perdían a amigos, de madres jóvenesque perdían a sus hijos recién nacidos. Y todasaquellas conmovedoras desgracias se agru-paban en mi mente, y mi mente las dibujabacon el conocimiento de aquellas personas, conel afecto y la estima que profesaba por quieneslas sufrían. Eran los admiradores, los amigos,los camaradas de Raymond, las familias quehabían acogido a Perdita en Grecia y llorado

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con ella la muerte de su señor, quienes caíanabatidos y se reunían con él en la fosa común.

La peste, en Atenas, vino precedida delcontagio en Levante y fue causada por él. Laescena de destrucción y muerte seguía repres-entándose en aquel lugar a una escala pa-vorosa. La esperanza de que el brote de aquelaño fuera el último mantenía a los mercaderesen contacto con aquellos países. Pero sus hab-itantes eran presas de la desesperanza, o deuna resignación que, nacida del fanatismo, ad-optaba el mismo tono siniestro. A Américatambién habían llegado los males, y ya setratara de fiebre amarilla, ya de peste, la epi-demia demostraba una virulencia sin preced-entes. La devastación no se limitaba a lasciudades, y se extendía por todo el país. Elcazador moría en los bosques, el campesino enlos campos de maíz, y el pescador en sus aguasnatales.

Desde el este nos llegó una historia extraña,a la que se habría concedido poco crédito de no

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haberla presenciado multitud de testigos en di-versas partes del mundo. Se decía que el vein-tiuno de junio, una hora antes del solsticio, seelevó por el cielo un sol negro;* un orbe deltamaño del astro, pero oscuro, definido, cuyoshaces eran sombras, ascendió desde el oeste.En una hora había alcanzado el meridiano yeclipsado a su esplendoroso pariente diurno.La noche cayó sobre todos los países, unanoche repentina, opaca, absoluta. Salieron lasestrellas, derramando en vano sus brillos sobreuna tierra viuda de luz. Pero el orbe tenue notardó en pasar por encima del sol y en dirigirseal cielo del este. Mientras descendía, sus rayoscrepusculares se cruzaban con los del sol, bril-lantes, opacándolos o distorsionándolos. Lassom-bras de las cosas adoptaban formas rarasy siniestras. Los animales salvajes de losbosques eran presa del terror cuando contem-plaban aquellas formas desconocidas que sedibujaban sobre la tierra, y huían sin saberdónde. Los ciudadanos sentían un gran temor

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ante la convulsión que «arrojaba leones a lascalles»;* pájaros, águilas de poderosas alas, ce-gadas de pronto, caían en los mercados, mien-tras los búhos y los murciélagos hacían suaparición, saludando a la noche precoz. Gradu-almente el objeto del temor fue hundiéndoseen el horizonte, y hasta el final irradió sushaces oscuros en un aire por lo demás trans-parente. Ese fue el relato que nos llegó de Asia,del extremo oriental de Europa y de África,desde un lugar tan lejano como la Costa deOro.

Tanto si la historia era verdadera como sino, sus consecuencias fueron indudables. Portoda Asia, desde las orillas del Nilo hasta lascostas del mar Caspio, desde el Helespontohasta el mar de Omán, se propagó el pánico.Los hombres llenaban las mezquitas; lasmujeres, cubiertas con sus velos, acudían apre-suradamente a las tumbas a depositar ofrendasa los muertos para que protegieran a los vivos.Todos se olvidaron de la peste, pues el nuevo

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temor lo causaba aquel sol negro. Y, aunquelas muertes se multiplicaron y las calles deIspahán, Pequín y Delhi se llenaban decadáveres infestados de pestilencia, loshombres pasaban junto a ellos, observando elcielo en busca de malos presagios, sin prestaratención a la muerte que tenían bajo los pies.Los cristianos acudían a sus iglesias; doncellascristianas, incluso durante la fiesta de las ros-as, se vestían de blanco y se tocaban con velosbrillantes, y en largas procesiones acudían alos lugares consagrados a su religión, llenandoel aire con sus himnos; entonces, de los labiosde alguna pobre plañidera entre la multitud as-cendía un grito de dolor y el resto alzaba lavista al cielo, imaginando que veía alas deángeles que volaban sobre la tierra, lament-ando los desastres que estaban a punto deabatirse sobre la humanidad.

En la soleada Persia, en las ciudades atesta-das de la China, entre los matorrales aromáti-cos de Cachemira, por las costas meridionales

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del Mediterráneo, sucedían tales cosas. Inclusoen Grecia la historia del sol de las tinieblasacrecentaba los temores y la desesperación dela multitud agonizante. Nosotros, en nuestraisla neblinosa, nos hallábamos muy lejos delpeligro, y lo único que nos acercaba a aquellosdesastres era la llegada diaria de buques pro-cedentes del Medio Oriente llenos de emig-rantes, en su mayoría ingleses. Pues los musul-manes, aunque el miedo a la muerte estuvieramuy extendido entre ellos, se mantenían en susitio, juntos, en la creencia de que, si habían demorir (y, si ello ocurría, la muerte acudiría a suencuentro lo mismo en mar abierto, en la le-jana Inglaterra o en Persia), si habían demorir, era preferible que sus huesos des-cansaran en una tierra sacramentada por losrestos de verdaderos creyentes. La Meca no sehabía visto jamás tan rebosante de peregrinos,pues hasta los árabes renunciaban al pillaje delas caravanas y, humildes y desarmados, se un-ían a las procesiones, rezando a Mahoma para

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que alejara la peste de sus campamentos y susdesiertos.

No acierto a describir la alegría que sentíacuando, apartán-dome tanto de las trifulcaspolíticas de mi país como de los males físicosque acechaban aquellos lugares remotos, re-gresaba a mi amado hogar, a la morada selectade bondad y amor, a la paz y al intercambio detoda sagrada comprensión. Si nunca hubieraabandonado Windsor, mis emociones nohabrían alcanzado la misma intensidad. Peroen Grecia había sido presa del miedo y loscambios deplorables. En Grecia, tras un peri-odo de angustia y pesar, había visto partir ados seres cuyos nombres eran símbolo degrandeza y virtud. Ahora, no iba a permitir queaquellas desgracias se inmiscuyeran en mi cír-culo doméstico en el que, rodeados de nuestroquerido bosque, vivíamos tranquilos. El pasode los años, sin duda, provocaba pequeñoscambios en nuestro refugio. Y el tiempo, comoes su costumbre, grababa las señales de la

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mortalidad en nuestros placeres yexpectativas.

Idris, la esposa, hermana y amiga más afec-tuosa, era una madre tierna y abnegada. Paraella, a diferencia de lo que sucedía con muchas,aquellos sentimientos no eran un pasatiempo,sino una pasión. Habíamos tenido tres hijos. Elsegundo de ellos murió mientras yo me hallabaen Grecia. Aquella pérdida tiñó de pesadumbrey temor las emociones triunfantes y arrobadasde su maternidad. Antes de que aquello su-cediera, los tres pequeños nacidos de sus en-trañas, jóvenes herederos de su vida efímera,parecían poseedores de una existencia in-quebrantable. Ahora, sin embargo, Idris temíaque la implacable destructora le arrebatara alos pequeños que le quedaban, igual que habíahecho con su hermano. La menor enfermedadde alguno de ellos le causaba pavor, y sutristeza era infinita si debía separarse de lospequeños por el más breve periodo. Cus-todiaba el tesoro de su felicidad en el seno de

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su frágil ser y vigilaba de continuo, no fuera lainsidiosa ladrona a robarle sus preciadas joyas.Por fortuna, apenas tenía motivos para temernada. Alfred, que ya había cumplido nueveaños, era un muchacho esbelto y varonil, defrente despejada, ojos tiernos y carácter am-able, aunque independiente. El pequeño eratodavía un bebé, pero a sus redondos mofletesasomaban las rosas de la salud, y su vivacidaddespreocupada llenaba nuestra casa de risasinocentes.

Clara había llegado a esa edad que, dejandoatrás su muda ignorancia, era la fuente de lostemores de Idris. Sentía un gran afecto porClara, como todos. Su inteligencia, que eramucha, se combinaba con inocencia, susensatez con prudencia, su seriedad con ungran sentido del humor, y su belleza trascend-ente, unida a una deliciosa sencillez, era tal,que colgaba como una perla en el templo denuestras posesiones, tesoro de maravilla yexcelencia.

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Al principio del invierno nuestro Alfred,que ya tenía nueve años, ingresó en la escuelade Eton. A él le parecía que aquel era su primerpaso hacia la vida adulta y se sentía in-mensamente complacido. Aquella com-binación de estudio y diversiones iba desarrol-lando las mejores cualidades de su carácter, suconstancia, su generosidad, su bien gobernadafirmeza. ¡Qué emociones tan profundas ysagradas crecen en el pecho de un padrecuando se convence de que el amor que sientepor su hijo no es sólo producto del instinto,sino que se trata de algo plenamente merecido,y que otros, menos cercanos a él, participan desu aprobación! Para Idris y para mí mismoconstituía motivo de suprema felicidad que lafranqueza reflejada en la frente despejada deAlfred, la inteligencia de sus ojos, la sensateztemplada de su voz, no fueran engaños, sinoindicadores de talentos y virtudes que «crecer-ían con su crecimiento, y fortalecerían sufuerza».* Es en ese momento del fin del amor

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animal de un progenitor por sus hijos, cuandose inicia el verdadero afecto. Ya no vemos enesa parte tan querida de nosotros mismos unatierna planta que necesita de nuestros cuida-dos, ni un juguete para los ratos de ocio. Nosbasamos en sus facultades intelectuales,fijamos nuestras esperanzas en sus tendenciasmorales. Su debilidad todavía impregna detemor este sentimiento, su ignorancia impideuna intimidad completa; pero empezamos arespetar al futuro hombre y tratamos de ase-gurarnos su estima como si fuera nuestroigual. ¿Qué puede valorar más un padre que labuena opinión de su hijo? En toda nuestrarelación con él nuestro honor debe quedar in-tacto, la integridad de nuestro parentesco, in-maculado. El destino y las circunstanciaspueden, cuando alcance la madurez, sep-ararnos para siempre, pero cuando su guía sehalle en peligro, su consuelo en momentos dezozobra, al ardiente joven han de acompañarle

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siempre, en el duro sendero de la vida, el amory el honor de sus padres.

Llevábamos tanto tiempo viviendo en lasinmediaciones de Eton que su población demuchachos jóvenes nos era bien conocida.Muchos de ellos habían sido amigos de juegosde Alfred antes de convertirse en compañerosde escuela. Ahora observábamos a aquel grupode jóvenes con redoblado interés. Distin-guíamos las diferencias de carácter entre loschicos y tratábamos de adivinar cómo seríanlos futuros hombres que se ocultaban en ellos.Nada resulta más encantador, y en nada se re-gocija más el corazón, que un muchacho librede espíritu, amable, valiente y generoso. Variosde los alumnos de Eton poseían estas caracter-ísticas. Todos se distinguían por su sentido delhonor y su capacidad de iniciativa. En algunos,al acercarse a la madurez, aquellas virtudes de-generaban en presunción. Pero los másjóvenes, niños poco mayores que el nuestro,

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eran notorios por su disposición gallarda ydulce.

Entre ellos se encontraban los futurosgobernantes de Inglaterra. Los hombres que,cuando nuestro ardor se hubiera enfriado ynuestros proyectos hubieran culminado o hu-bieran sido destruidos para siempre; cuando,representado ya nuestro drama, nos despo-járamos del atuendo del momento y nosataviáramos con el uniforme de la edad, o de lamuerte igualadora; allí estarían los seres quedebían seguir operando la vasta maquinaria dela sociedad; allí los amantes, los esposos, lospadres; allí el señor, el político, el soldado. Al-gunos imaginaban que ya estaban listos parasalir a escena, impacientes por participar deldramatis personae de la vida activa. No hacíatanto que yo mismo había sido uno de aquellosimberbes participantes; cuando mi hijo ocu-para el lugar que ahora me correspondía a mí,yo ya sería un viejo arrugado de pelo cano.¡Curioso sistema! ¡Asombroso enigma de la

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Esfinge! El hombre permanece, mientras quelos individuos pasan. Así funciona, por recurrira las palabras de un escritor elocuente yfilosófico, «el sistema de la existencia de-cretado para un cuerpo permanente com-puesto de piezas transitorias en el que, segúndisposición de una sabiduría extraordinaria,que unifica la misteriosa variedad de la razahumana, el conjunto resultante no es, simul-táneamente, nunca viejo, ni de mediana edadni joven, sino que, en un estado de constanciainalterada, avanza a través del tenor variado deuna permanente decadencia, caída, renovacióny progreso».*

¡Con gusto te cedo mi lugar, querido Al-fred! Avanza, retoño del dulce amor, hijo denuestras esperanzas. Avanza como un soldadopor el camino por el que yo he sido tu pionero.Haré un lugar para ti. Yo ya he abandonado lainconsciencia de la infancia, la frente lisa, elgesto vivaz de los primeros años. Que todo ellote adorne a ti. Avanza, que yo he de

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desprenderme de más cosas en tu beneficio. Eltiempo me robará las gracias de la madurez,me arrebatará el fuego de los ojos, la agilidadde los miembros; me privará de la mejor partede la vida, de las impacientes expectativas, delamor apasionado, y lo derramará todo, doble-mente, sobre tu hermosa cabeza. ¡Avanza!Haceos merecedores del regalo, tú y tus ca-maradas. Y en la obra que estáis a punto derepresentar, no deshonréis a aquéllos que osanimaron a subir a escena, a pronunciar cabal-mente los papeles que se os asignaron. Que tuprogreso sea constante y seguro. Nacido en lacorriente primaveral de las esperanzas human-as, que alcances un verano tras el que el invi-erno no llegue jamás.

Footnotes

*En tiempos de guerra, las puertas del templo de Jano,

en Roma, se mantenían abiertas para que el dios se

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sumara a la batalla, y en tiempos de paz se cerraban. (N.

del T.)

*Reflexiones sobre la Revolución francesa , Edmund

Burke. (N. del T.)

*Apocalipsis , 6:12. «El sol se puso negro como tela de ci-

licio, y la luna se volvió toda como sangre.» (N. del T.)

*Antonio y Cleopatra , acto V, escena 1, William

Shakespeare. (N. del T.)

*Ensayo sobre el hombre , II, Alexander Pope. (N. del T.)

*Reflexiones sobre la Revolución francesa , Edmund

Burke. (N. del T.)

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Capítulo V

Parecía evidente que algún trastorno se habíainfiltrado en el curso de los elementos, alter-ando su fluir benigno. El viento, príncipe delaire, rugía en su reino, encrespando el marfurioso y some-tiendo a la tierra rebelde acierta obediencia.

Airadas plagas desde las alturas el dios en-víade hambruna y pestilencia a montonespereceny de nuevo en venganza de su ira caesobre sus grandes huestes,y sus tambaleantes muros resquebraja;detiene sus flotas en la llanura del mary a su profundidades las envía.*

Su poder mortífero azotaba los países flore-cientes del sur, y durante el invierno, incluso

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nosotros, desde nuestro retiro septentrional,empezamos a agitarnos bajo sus efectos.

Considero injusta esa fábula que proclamala superioridad del sol sobre el viento.** Quiénno ha visto la tierra ligera, la atmósferabalsámica, la naturaleza alegre tornarse os-cura, fría e inhóspita cuando el viento, aletar-gado, despierta por el este o, cuando las nubesgrises encapotan el cielo y cortinas de lluvia,inagotables, descienden hasta que la tierra em-papada, incapaz de absorber más agua, yforma charcos en su superficie; o cuando laantorcha del día parece un meteoro que podríasofocarse. Y quién no ha visto levantarse el vi-ento del norte que empuja los nubarrones, yaparecer el cielo veteado, y al poco surgir unaabertura en los vapores del ojo del viento, através del cual brilla el azul más intenso Lasnubes pierden grosor; se forma un arco que as-ciende sin fin y, retirándose el velo del murouniversal, el sol envía sus rayos, reanimado yalimentado por la brisa.

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De modo que muy poderoso eres, ¡oh, vi-ento!, que ocupas el trono por sobre todos losdemás virreyes del poder de la naturaleza: yallegues destructor desde el este, o preñado devida elemental desde el oeste, a ti te obedecenlas nubes; el sol es tu sirviente; el océano sincosta es esclavo tuyo. Barres la tierra y losrobles centenarios se someten a tu hachaciega; la nieve se esparce sobre los pináculosde los Alpes, las avalanchas atruenan en susvalles; custodias las llaves de la escarcha ytienes potestad para encadenar primero, y des-pués liberar, el agua de los arroyos; bajo tuamable gobierno nacen las hojas y los capullos,que también por ti florecen.

¿Por qué aúllas así, oh viento? Ni de día nide noche ha cesado tu rugido en los últimoscuatro meses. En las costas se suceden losnaufragios, la superficie del mar no es ya nave-gable, la tierra se ha despojado de su bellezaobedeciendo tus órdenes, el frágil globo ya noosa surcar los aires agitados. Tus ministras, las

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nubes, inundan la tierra con sus lluvias, losríos abandonan sus cauces, el torrente desbo-cado desgarra el sendero de montaña. Losllanos, los bosques y los claros olvidan sus en-cantos y hasta nuestras ciudades se echan aperder por tu causa. ¡Ay! ¿Qué será de noso-tros? Se diría que las olas gigantes del océano,los inmensos brazos del mar, están a punto dearrancar de su centro nuestra isla, tan firm-emente anclada en él, para arrojarla, conver-tida en ruina y escombro, contra los camposdel Atlántico.

¿Qué somos nosotros, los habitantes de es-ta esfera, insignificantes entre los muchos quepueblan el espacio ilimitado? Nuestras mentesabrazan el infinito, pero el mecanismo visiblede nuestro ser está sujeto al más pequeño acci-dente (no hay más remedio que corroborarlodía a día). Aquél a quien un rasguño afecta,aquél que desaparece de la vida visible bajo elinflujo de los agentes hostiles que operan anuestro alrededor, ostentaba los mismos

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poderes que yo... Yo también existo sujeto a lasmismas leyes. Y a pesar de todo ello nosllamamos a nosotros mismos señores de lacreación, dominadores de los elementos,maestros de la vida y de la muerte, y alegamos,como excusa a esta arrogancia, que aunque elindividuo se destruye, el hombre perdurasiempre.

Así, perdiendo nuestra identidad, de la quesomos muy conscientes, nos vanagloriamos enla continuidad de nuestra especie y apren-demos a ver la muerte sin terror. Pero cuandola nación entera se convierte en víctima de lospoderes destructores de agentes externos,entonces, ciertamente, el hombre menguahasta la insignificancia, siente que su posesiónde la vida peligra, que su herencia en la tierradesaparece.

Recuerdo que, tras presenciar los efectosdevastadores de un fuego, durante un tiempono era capaz de hallarme en presencia del máspequeño de ellos, encendido en algún brasero,

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sin sentir temor. Las llamas se retorcíanalrededor del edificio en su caída. Se in-sinuaban en las sustancias que les rodeaban, ytodo lo que hallaba a su paso se rendía a sutacto. ¿Podíamos, entonces, tomar partes in-tegrales de aquel poder, y no pasar a ser súbdi-tos de sus operaciones? ¿Podíamos domesticara un cachorro de aquella bestia salvaje, y nosentir temor cuando creciera y se convirtieraen ejemplar adulto?

Así empezábamos a sentirnos respecto delos muchos rostros de la muerte que vagabalibre por los selectos distritos de nuestra her-mosa morada, y sobre todo respecto de lapeste. Temíamos el verano que se avecinaba.Los países que compartían frontera con otrosya infectados comenzaban a adoptar planesserios para mantener alejado al enemigo.Nosotros, pueblo comercial, nos veíamos obli-gados, cuando menos, a tenerlos en cuenta, yla cues-tión del contagio se convirtió en temade acaloradas discusiones.

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Estaba demostrado que la peste no era loque comúnmente se conoce como enfermedadcontagiosa, como los son la escarlatina o la vir-uela. Se consideraba una epidemia. Pero lagran pregunta que seguía sin respuesta eracómo se generaba y se propagaba aquella epi-demia. Si la infección dependía del aire, el aireestaba expuesto a la infección. Como sucede,por ejemplo, en el caso de un tifus llevado porun barco hasta una ciudad portuaria; la mismagente que lo ha llevado hasta allí no logra con-tagiarlo a una ciudad situada de manera másafortunada. Pero, ¿cómo vamos nosotros ajuzgar sobre el aire, a pronunciarnos sobre sien tal ciudad la peste será improductiva y enesta otra la naturaleza proporcionará unabuena cosecha? Del mismo modo, un indi-viduo puede escapar de ella noventa y nueveveces y recibir el golpe mortal la centésima,pues los cuerpos se hallan en ocasiones en unestado que rechaza la infección, mientras queen otras parecen ávidos de empaparse de ella.

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Todas esas reflexiones llevaban a nuestros le-gisladores a mostrarse prudentes respecto delas leyes que debían aprobar. El mal se ex-tendía de tal modo, con tal violencia ycrueldad, que ninguna prevención, ningúncuidado, podía juzgarse superfluo, pues tal vezprecisamente éstos fueran los que acabaransalvándonos.

Se trataba, en cualquier caso, de un ejerci-cio de prudencia, ya que no había necesidadurgente de tomar medidas. Inglaterra seguíaresultando un lugar seguro. Francia, Alemania,Italia y España se interponían aún –muros sinbrecha– entre nosotros y la plaga. Nuestrosbarcos eran, ciertamente, juguete de los vien-tos y las olas, del mismo modo que Gulliver loera de los gigantes brobdinagianos, pero noso-tros, en nuestra estable morada, quedábamos asalvo de las heridas de aquella naturaleza enerupción. No conocíamos el temor. Y sin em-bargo, un sentimiento de respeto, de asombro,la dolorosa sensación de que la humanidad se

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iba degradando, anidaba en todos loscorazones. La naturaleza, nuestra madre,nuestra amiga, volvía hacia nosotros su rostroamenazante. Nos demostraba sencillamenteque, aunque nos permitía asignarle leyes y so-meter sus poderes aparentes, ella, moviendoapenas un dedo, podía hacernos temblar.Podía tomar nuestro planeta salpicado demontañas, rodeado de atmósfera, morada denuestro ser, así como todo lo que la mente delhombre fuera capaz de inventar o su fuerza dealcanzar; podía tomar aquella esfera con unasola mano y arrojarla al espacio, donde la vidase consumiría y los hombres y todos sus es-fuerzos resultarían aniquilados.

Todas aquellas especulaciones proliferabanentre nosotros. Y sin embargo manteníamosnuestras ocupaciones diarias y nuestrosplanes, cuyo logro exigía el transcurso demuchos años. Ninguna voz se alzaba pidién-donos que nos detuviéramos. Cuando las des-gracias extranjeras llegaban a nuestros oídos a

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través de los canales del comercio, nosafanábamos en buscar remedios. Se realizabansuscripciones para auxiliar a los emigrantes ymercaderes arruinados por culpa del fracasodel comercio. El espíritu inglés operaba a todamáquina y, como siempre, se disponía aoponerse al mal y resistirse a la herida de caosy muerte que la naturaleza enferma había infli-gido en unos límites y orillas que hastaentonces se habían mantenido al margen.

A principios de verano llegaron hasta noso-tros las primeras noticias de que el daño que sehabía producido en países lejanos era mayorde lo que en un principio se sospechó. Quitohabía sido destruido por un terremoto. Méjico,arrasado por los efectos combinados de tor-mentas, peste y hambrunas. Europa occidentalrecibía a multitud de emigrantes y nuestras is-las se habían convertido ya en refugio de milesde ellos. Entretanto, a Ryland lo habían nom-brado Protector. Había asumido el cargo congran ímpetu y pensaba dedicar todos sus

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esfuerzos a la supresión de los órdenes privile-giados de nuestra comunidad. Sus medidas, noobstante, se vieron obstaculizadas, y sus planesinterrumpidos, por aquel nuevo estado de co-sas. Muchos de los extranjeros se hallaban enuna situación desesperada, y su número cre-ciente acabó por convertir en ineficaces losmétodos de auxilio habituales. La imposibilid-ad de realizar intercambios entre nuestros pu-ertos y los de América, India, Egipto y Greciasupuso la interrupción de la actividad comer-cial. En la rutina de nuestras vidas se abrió unabrecha. Nuestro Protector y sus partidariostrataron en vano de ocultar la verdad; en vanodía tras día estipulaban un periodo para de-batir las nuevas leyes relativas al rango here-ditario y los privilegios; en vano trataban depresentar el mal como algo transitorio y par-cial. Aquellos desastres hacían nido en muchospechos y, a través de las distintas vías comer-ciales, llegaban a todas las clases y las divi-siones de la sociedad, hasta el punto de

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convertirse, inevitablemente, en la cuestiónmás relevante del Estado, en el tema principalal que debíamos dedicar nuestras atenciones.

¿Es posible –nos preguntábamos unos aotros con asombro y pesar– que losdesórdenes naturales hayan causado la ruinade países enteros, la aniquilación de nacionesenteras? Las grandes ciudades de América, lasfértiles llanuras del Indostán, las atestadasviviendas de los chinos, viven amenazadas porla destrucción total. Allá donde antes las multi-tudes se congregaban en busca de placer oprovecho, ahora sólo resuenan los lamentos yla tristeza. El aire está emponzoñado y losseres humanos respiran muerte, aunque seanjóvenes, sanos, y se hallen en la flor de sus es-peranzas. Recordábamos la peste de 1348,cuando se calculaba que un tercio de la hu-manidad fue destruida. Sin embargo, por elmomento Europa occidental se mantenía asalvo. ¿Sería así por mucho tiempo?

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¡Oh, sí, no temáis, ciudadanos, así seguirásiendo! En las llanuras de América aún sin cul-tivar, ¿acaso puede sorprender que, entre otrosdestructores gigantes, la peste se haya hechoun sitio? Ésta ha sido desde siempre nativa deOriente, hermana del tornado, el terremoto yel simún. Hija del sol, retoño de los trópicos,expirará en esos climas. Bebe la sangre oscurade los habitantes meridionales pero nuca se al-imenta del celta de pálido rostro. Si, por azar,algún asiático infectado llegara a nosotros, laplaga moriría con él, incomunicada, inocua.Lloremos por nuestros hermanos, pero sep-amos que su desgracia jamás se abatirá sobrenosotros. Lamentémonos por los hijos deljardín de la tierra y brindémosles nuestra ay-uda. Antes envidiábamos sus moradas, sushuertos de especias, sus fértiles planicies, suabundante belleza. Pero en esta vida mortal losextremos siempre se tocan. La espina crececon la rosa, el árbol del veneno y el de la canelaentrelazan sus ramas. Persia, con sus tejidos

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de oro, sus salones de mármol y su infinitariqueza es hoy una tumba. La tienda de losárabes ha caído sobre la arena y su caballo re-corre la tierra sin brida ni silla. Los lamentosresuenan en los valles de Cachemira. Susclaros y sus bosques, sus frescas fontanas, susrosaledas, se ven contaminados por los muer-tos. En Circasia y Georgia, el espíritu de labelleza llora sobre las ruinas de su templo fa-vorito: el cuerpo femenino.

Nuestras propias desgracias, aunque causa-das por la reciprocidad ficticia del comercio,aumentaban proporcionalmente. Se arruin-aron banqueros, mercaderes y fabricantes cuyonegocio dependía de las exportaciones y el in-tercambio de la riqueza. Se trata de revesesque, cuando suceden individualmente, afectansólo al entorno más inmediato. Pero ahora laprosperidad de la nación se veía amenazadapor pérdidas frecuentes y extensivas. Familiasacostumbradas a la opulencia y el lujoquedaban a expensas de la caridad. La propia

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situación pacífica de la que nos vanaglor-iábamos resultaba engañosa: no había mediospara emplear a los ociosos ni para enviar losexcedentes de población fuera del país. Inclusola fuente de las colonias se había secado, puesen Nueva Holanda, la Tierra de Van Diemen yel Cabo de Buena Esperanza la peste se pro-pagaba con gran virulencia. ¡Ah! ¡Que algunamedicina purgara nuestro mal y devolviera a latierra su salud acostumbrada!

Ryland era hombre de fuertes convicciones,rápido y sensato en su decisión cuando lascondiciones eran normales, pero permanecíaparalizado ante la gran cantidad de males quenos acechaban. ¿Debía aumentar los tributossobre la tierra para asistir a la población quedependía del comercio? Para hacerlo debíaganarse el favor de los terratenientes, los ar-istócratas del campo, que eran sus enemigosdeclarados. Y para ello, a su vez, debía aban-donar su más ambicioso plan de igualdad yconfirmar a los aristócratas sus derechos sobre

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la tierra. Debía olvidarse de sus más preciadosproyectos tendentes a alcanzar un bienduradero para su país, a cambio de un aliviotemporal. Debía renunciar a su objeto másambicionado y, bajando los brazos, rendirsesin haber logrado alcanzar, de momento, lameta última de sus esfuerzos. En esa tesiturallegó a Windsor para exponernos el asunto.Cada día añadía nuevas dificultades a las yaexistentes: la llegada de nuevos barcos car-gados de emigrantes, el cese total del comer-cio, las multitudes hambrientas que seagolpaban a las puertas del palacio del Protect-orado, eran circunstancias que no podían obvi-arse. En efecto, el golpe ya había sido asestadoy los aristócratas obtuvieron todo lo que de-seaban a cambio de suscribir una ley que, convigencia de doce meses, incrementaba en unveinte por ciento los impuestos que debíanpagar los propietarios.

La calma regresó a la metrópolis y a lasciudades más populosas, antes presas de la

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desesperación. Y volvimos a contemplar lascalamidades desde la distancia, a preguntarnossi el futuro nos depararía algo de alivio a susexcesos. Era agosto, de modo que no se alber-gaban grandes esperanzas de mejora durantela estación calurosa. Por el contrario, la enfer-medad cobró mayor virulencia, mientras lashambrunas proseguían con su labor acostum-brada. Miles de personas morían sin que nadielas llorara, pues junto a los cuerpos aún cali-entes, quienes se lamentaban de la pérdida en-mudecían también, vencidos por la muerte.

El 18 de ese mes llegaron a Londres noti-cias de que la plaga había hecho acto de pres-encia en Francia y en Italia. Al principio setrataba de susurros que nadie se atrevía a pro-nunciar en voz alta. Cuando alguien se encon-traba con un amigo en la calle, se limitaba aexclamar, sin detenerse siquiera: «Ya lo sabes,¿verdad?», mientras que el otro, con expresiónde miedo y terror, respondía: «¿Qué va a serde nosotros?» Finalmente la información

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apareció en un periódico, intercalada en unapágina poco leída: «Lamentamos informar deque ya no existe duda sobre la presencia de lapeste en Livorno, Génova y Marsella». A la no-ticia no seguía comentario alguno, y cada lect-or, asustado, aportaba el suyo. Éramos comoese hombre que se entera de que su casa estáardiendo y aun así avanza por la calle sin per-der la esperanza de que se trate de un error,hasta que dobla la esquina y ve el tejado en-vuelto en llamas. Hasta ese momento se habíatratado de un rumor; pero ahora, en palabrasindelebles, impresa en letras definitivas, in-negables, la noticia se abría paso. Su lugar tanpoco destacado en el periódico redundaba,paradójicamente, en su visibilidad. Las letrasdiminutas adquirían proporciones gigantescasa los ojos perplejos del temor. Parecían graba-das con pluma de hierro, impresas con fuego,tejidas en las nubes, estampadas en la cubiertadel universo.

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Los ingleses, ya se tratara de viajeros o deexpatriados, regresaban en riadas imparables.Y con ellos llegaban multitud de italianos y es-pañoles. Nuestra pequeña isla parecía a puntode reventar. En un primer momento los emig-rantes pusieron en circulación gran cantidadde moneda. Pero no había manera de queaquella gente obtuviera nada a cambio de loque gastaba. A medida que avanzaba el veranoy la enfermedad se propagaba, los alquileresquedaban sin pagar y las remesas de dinero nollegaban. Resultaba imposible ver a aquellascriaturas desgraciadas y moribundas, hastahacía poco hijas del lujo, y no tender una manopara salvarlas. Como había sucedido a finalesdel siglo xviii , cuando los ingleses abrieron susdespensas de hospitalidad para alivio de aquel-los exiliados de sus casas a causa de la revolu-ción política, tampoco ahora dejamos de pre-star ayuda a las víctimas de una calamidadmás extendida. Nosotros contábamos conmuchos amigos extranjeros a los que, una vez

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localizados, tratamos de aliviar de su terriblepenuria. Nuestro castillo se convirtió en asilode los infelices y no pocos se refugiaron entresus muros. Los beneficios de su dueño, quesiempre había hallado un modo de invertirlosde acuerdo con su naturaleza generosa, segastaban ahora con mayor cuidado, para queresultaran de mayor utilidad. Con todo, eldinero faltaba sólo en parte, y lo que más es-caseaban eran los productos esenciales de lavida. Resultaba difícil hallar un remedio inme-diato, pues las importaciones –el recurso máshabitual– habían quedado interrumpidas. Enaquella situación de emergencia, para aliment-ar a las personas a las que habíamos dadocobijo tuvimos que entregar nuestros jardinesy parques al arado y la azada. La gran de-manda en el mercado hizo disminuir ostens-iblemente el número de cabezas de ganado enel país. Incluso los pobres ciervos, nuestros as-tados más consentidos, debían sacrificarsepara que sobrevivieran unos huéspedes más

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valiosos que ellos. Los trabajos necesarios parael cultivo del campo los realizaban hombresque habían sido despedidos de las cada vezmás escasas fábricas.

Adrian no se conformaba con el esfuerzoque pudiera llevar a cabo en sus propias pose-siones y apeló a los ricos terratenientes. Real-izó propuestas parlamentarias que pocopodían satisfacer a los que más tenían. Perosus sinceras súplicas y benévola elocuenciaeran irresistibles. Ceder terrenos de ocio a laagricultura, disminuir el número de caballosque en todo el país se mantenían con finalid-ades suntuarias, eran buenas ideas, aunque de-sagradables para algunos. Con todo, en honora los ingleses debe decirse que, aunque la reti-cencia natural les llevó a demorarse un poco,cuando la desgracia de sus congéneres se hizoevidente, una generosidad entusiasta inspirósus decretos. Quienes vivían con más lujo fuer-on los primeros en apartarse de sus bienes.Como suele suceder en toda colectividad, los

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primeros marcaron la tendencia. Las damas dela alta sociedad se habrían considerado desgra-ciadas si hubieran gozado de lo que antesllamaban una necesidad, es decir, de un carru-aje. Las sillas de manos, como en los viejostiempos, y los palanquines indios, volvieron ausarse para las más débiles. Por lo demás, noera raro ver a mujeres de rango acudir a pie alos lugares de moda. Y más común todavía eraque los propietarios de tierras se retiraran asus fincas, asistidos por tropas completas deindigentes que talaban sus bosques para con-struirse viviendas provisionales y parcelabanlos parques, los parterres y los jardines, quecultivaban las familias necesitadas. Ahoramuchas de ellas, de desahogada posición ensus países de origen, trabajaban la tierra,arado en mano. Finalmente hubo de ponersealgo de freno a tanto espíritu de sacrificio y re-cordar a aquéllos cuya generosidad se conver-tía en despilfarro, que hasta que la situaciónpor la que atravesábamos se hiciera

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permanente –lo que no era probable–, con-stituía un error acelerar los cambios hasta unpunto tal que se hiciera difícil el regreso a lasituación anterior. La experiencia demostrabaque en uno o dos años la peste remitiría. Eraaconsejable que entre tanto no destruyéramosnuestras bellas razas de caballos omodificáramos radical-mente los espacios or-namentales del país.

Puede imaginarse que el estado de las cosasdebía de ser lo bastante grave como para queaquel espíritu de bondad echara unas raícestan profundas. La infección se propagabaahora por las provincias meridionales de Fran-cia. Pero aquel país contaba con tal riqueza derecursos agrícolas que el desplazamiento de lapoblación de un lugar a otro y el aumento de laemigración extranjera tuvieron menos efectoque entre nosotros. El principal daño parecíacausado más por el pánico que por la enfer-medad y sus consecuencias naturales.

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Se convocó al invierno, doctor infalible. Losbosques sin follaje, los ríos rebosantes de agua,las nieblas nocturnas y las escarchas matutinasfueron recibidos con gratitud. Los efectos delfrío purificante se sintieron de inmediato y lascifras de muertos en el extranjero se reducíansemana tras semana. Muchos de nuestros vis-itantes nos dijeron adiós. Aquellos cuyos hog-ares se hallaban situados al sur escaparon en-cantados de los rigores de nuestro invierno, enpos de su tierra nativa, seguros de hallar enella abundancia, a pesar de la temible y re-ciente visita. Volvíamos a respirar. Nosabíamos qué nos depararía el siguiente ver-ano, pero los meses que teníamos por delanteeran nuestros y depositábamos grandes esper-anzas en el fin de la peste.

Footnotes

*Los trabajos y los días , libro II, Hesíodo. (N. del T.)

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**Se refiere a la fábula XXIX de las Fables ancient and

modern , «Fábulas antiguas y modernas», de Goldwin,

que su autor publicó bajo el seudónimo de Edward Bald-

win. (N. del T.)

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Capítulo VI

Me he demorado hasta ahora en otra orilla, enla desolada lengua de arena que se adentra enel arroyo de la vida tras coquetear apenas conla sombra de la muerte. Hasta ahora he mecidomi corazón en el recuerdo de la felicidad pas-ada, del tiempo de la esperanza. ¿Por qué noseguir así? No soy inmortal, y el ovillo de mihistoria podría seguir devanándose hasta tras-cender los límites de mi existencia. Pero no. Elmismo sentimiento que me ha conducido a re-crear escenas repletas de tiernas remembran-zas me empuja ahora a apresurarme. El mismoanhelo de este corazón exhausto, que me ha ll-evado a poner por escrito mi juventud errante,mi serena edad adulta, las pasiones de mialma, me disuade ahora de mayores demoras.Debo completar mi obra.

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Así, aquí me encuentro, como he dicho,junto a las aguas bravas de los años que fluyeny desaparecen. ¡Arriad las velas y remad confuerza por congostos oscuros, empinadosrápidos, hasta llegar al mar de desolación enque me hallo! Pero antes, todavía un instante,un breve intervalo antes de zarpar. Dejadmeuna vez más, una sola, imaginarme cómo eraen 2094, en mi morada de Windsor. Dejadmecerrar los ojos e imaginar que las inmensas ra-mas de los robles todavía me cobijan en losalrededores del castillo. Que la mente recree elfeliz escenario del 20 de junio tal como midoliente corazón aún lo recuerda.

Las circunstancias me habían llevado aLondres. Allí oí que a algunos hospitales de laciudad habían acudido enfermos con síntomasde peste. Regresé a Windsor apesadumbrado.Accedí a Little Park, como era mi costumbre,por la puerta de Frogmore, camino del castillo.Gran parte de esas tierras se dedicaban ahoraal cultivo, y aquí y allá surgían campos de

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patatas y maizales. Los grajos graznaban conestridencia sobre los árboles cercanos. Entresus gritos agudos llegó a mí una música anim-ada. Era el cumpleaños de Alfred. Los jóvenes,sus compañeros de Eton y los hijos de losnobles de las inmediaciones, habían organiz-ado un simulacro de feria al que habían in-vitado a toda la vecindad, y el parque se veíasalpicado de tenderetes de colores vivos flan-queados por banderas estrambóticas que on-deaban al sol y aportaban su nota festiva a laescena. Sobre una tarima instalada bajo la ter-raza bailaban algunos jóvenes. Me apoyé en unárbol y me dediqué a observarlos. La orquestatocaba la animada aria orientalizante de AbonHassan , de Weber. Sus volátiles notas dabanalas a los pies de los danzantes, y quienes losobservaban marcaban el ritmo sin percatarsede ello. En un primer momento me dejé arras-trar por la alegría y durante unos instantes misojos recorrieron la maraña de cuerpos enmovimiento. Entonces una idea se clavó en mi

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corazón como el acero: «todos vais a morir–pensé–. Ya cavan vuestra tumba alrededor devosotros. Por el momento, como contáis conlos dones de la agilidad y la fuerza, imagináisque estáis vivos. Pero frágil es la «enramada decarne»* que aprisiona la vida; quebradiza lacadena de plata** que os une a ella. El alma fel-iz, que va de placer en placer montada en elagraciado mecanismo de unos miembros bienformados, sentirá de pronto que el eje cede,que la rueda y el muelle se disuelven en elpolvo. Ni uno solo de vosotros –¡oh, desdi-chado grupo!– escapará. Ni uno solo. ¡Ni miIdris ni sus hijos! ¡Horror y desgracia! Laalegre danza concluyó de pronto, el pradoverde quedó cubierto de cadáveres y el aireazul se impregnó de vapores fétidos y letales.¡Resonad, clarines! ¡Atronad, agudastrompetas! Sumad un canto fúnebre a otro, to-cad acordes lúgubres, que el aire reverbere conhórridos lamentos, que en las alas del vientoviajen los aullidos discordantes. Ya me parece

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oírlos, mientras los ángeles de la guarda, quevelan por la humanidad, se retiran veloces unavez cumplida su misión, su partida anunciadapor sonidos melancólicos. Unos rostros llor-osos más allá del decoro me obligaron a abrirlos ojos; cada vez más aprisa, más rostros des-encajados se congregaban a mi alrededor y ex-hibían todas las variedades del pesar, rostrosconocidos que alternaban con otros distorsion-ados, producto de la fantasía. Con palidez ceni-cienta, Raymond y Perdita se hallaban senta-dos, alejados del resto, observándolo todo conuna sonrisa triste. El semblante de Adrianpasaba entonces ante mí fugazmente, teñidode muerte. Idris, con los párpados lánguida-mente cerrados, los labios lívidos, avanzaba, apunto de meterse en la ancha tumba. La con-fusión crecía. Las expresiones de tristeza seconvertían en gestos de burla: movían lacabeza asintiendo al ritmo de la música, quesubía de tono hasta resultar ensordecedora.

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Creí ser presa de la locura y, adelantán-dome para librarme de ella, me uní a la multi-tud. Idris se fijó en mí y vino a mi encuentrocon paso leve. La estreché entre mis brazossintiendo, al hacerlo, que en ellos sostenía loque para mí era el mundo entero, pero que a lavez resultaba tan frágil como la gota de aguaque el sol del mediodía ha de beberse en lacopa de un nenúfar. A mi pesar sentí los ojosarrasados en lágrimas. La alegre bienvenida demis hijos, el dulce saludo de Clara, el apretónde manos de Adrian... Todo se aliaba para des-encajarme. Los sentía cerca, los sentía a salvo,y a la vez pensaba que todo aquello era un en-gaño: la tierra se movía bajo mis pies, los ár-boles se balanceaban a pesar de tener las raícesprofundamente ancladas en el suelo. Me sentíatan mareado que me tendí sobre la hierba.

Mis seres queridos se alarmaron hasta talpunto que no me atreví a pronunciar la palabra«peste» que me asomaba ya a la punta de lalengua, por temor a que pensaran que mis

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síntomas se debían a ella y que mi desfalleci-miento lo causaba la infección. Me había recu-perado algo, y con forzada hilaridad habíadevuelto las sonrisas a mi reducido círculo,cuando vi que Ryland se aproximaba a mí.

El nuevo Protector tenía en su complexiónalgo de granjero, de hombre cuyos músculos yfísico se hubieran desarrollado bajo la influen-cia del ejercicio físico vigoroso y la exposicióna los elementos. Y hasta cierto punto así era,pues aunque propietario de una gran finca, entanto que proyectista y persona de naturalezaactiva e industriosa, se entregaba a las laboresagrícolas en sus terrenos. Cuando fue nom-brado embajador del país en los Estados delNorte de América, se planteó durante untiempo instalarse en el país, y llegó a realizarvarios viajes hacia el oeste de aquel inmensocontinente con el fin de escoger el lugar idóneopara establecerse. La ambición le apartó deaquellos planes, una ambición que, abriéndosepaso a través de varios obstáculos y reveses, le

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había llevado al fin al colmo de sus esperanzas,convirtiéndolo en señor Protector deInglaterra.

Su expresión era dura pero denotaba inteli-gencia: la frente despejada, los ojos grises, des-piertos, que parecían protegerse de sus propiosplanes y de la oposición de los enemigos. Hab-laba con voz estentórea y agitaba mucho lasmanos durante las discusiones, como si con sugigantesco cuerpo quisiera advertir a sus inter-locutores de que las palabras no eran sus ún-icas armas. Eran pocos los que habían descu-bierto cierta cobardía y una considerable faltade firmeza bajo aquel aspecto imponente. Anadie se le daba mejor que a él aplastar a unadversario más débil, del mismo modo quenadie era más capaz de ejecutar una rápida re-tirada ante un adversario poderoso. Ése habíasido el secreto de su renuncia cuando seprodujo la elección de lord Raymond. Aunquela mayoría los desconocía, aquellos defectospodían intuirse apenas en su mirada no

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siempre franca, en su afán exagerado porconocer las opiniones de los demás, en la pocafirmeza de su letra. Ahora él era nuestro Pro-tector. Se había entregado a una feroz cam-paña para alcanzar el cargo. Su Protectoradoiba a distinguirse por la introducción de todaclase de renovaciones tocantes a la aristocra-cia. Pero había tenido que cambiar aquellatarea por otra muy distinta: la de enfrentarse ala ruina causada por las convulsiones de la nat-uraleza. Pero no contaba con ningún sistemacoherente para abordar aquellos males y selimitaba a solicitar informe tras informe, sindecidirse a poner en práctica solución algunahasta que todas ellas dejaban de resultareficaces.

Sin duda el Ryland que avanzaba hacianosotros en ese instante se parecía muy pocoal cazador de votos poderoso, irónico y enapariencia valeroso que aspiraba a ocupar ladignidad de primer mandatario entre losingleses. Nuestro «roble autóctono», como lo

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llamaban sus partidarios, parecía haber enco-gido a causa del embate de algún frío invernal.Parecía haber menguado hasta la mitad de sutamaño y caminaba torpemente, como si laspiernas no fueran capaces de soportar su peso.El gesto contrariado, la mirada perdida,ponían en su rostro una mezcla de cobardía ytemor.

En respuesta a nuestras ávidas preguntas,sólo pronunció una palabra, que se diría queinvoluntariamente se le había escapado de loslabios:

–Peste... ¿Dónde?... En todas partes... De-bemos huir, huir, pero ¿adónde?... Nadie losabe. No existe refugio en la tierra, nos atacacomo mil manadas de lobos. Debemos huir to-dos. ¿Dónde iréis? ¿Dónde podemos ir?

El hombre de acero había hablado con voztemblorosa. –¿De veras huiría usted? –le pre-guntó Adrian–. Debemos permanecer aquí y

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hacer todo lo posible por ayudar a losciudadanos que sufren.

–¡Ayudar! –exclamó Ryland–. No hay ay-uda posible. ¡Por Dios! ¿Quién habla de ay-uda? ¡El mundo entero es presa de la peste!

–Entonces, para evitarla, debemos aban-donar el mundo –observó Adrian esbozandouna sonrisa sosegada.

Ryland emitió una especie de gruñido. Unsudor frío bañaba su frente. Era inútiloponerse a su paroxismo de terror, pero de to-dos modos nosotros tratamos de calmarlo yanimarlo. Así, transcurridos unos minutos,algo más sereno, logró explicarnos con máscalma el motivo de su alarma, pues habíavivido un caso bastante próximo. Uno de suscriados, mientras lo esperaba, había caídomuerto en el acto. El médico dictaminó quehabía fallecido a causa de la peste. Intentamoscalmarlo, sí, pero la zozobra se apoderaba denuestros corazones. Vi que Idris me miraba

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primero a mí y después a los niños, pidién-dome en silencio mi opinión. Adrian se hallabasumido en la meditación. En cuanto a mí, re-conozco que las palabras de Ryland resonabanen mis oídos: todo el mundo estaba infectado.¿En qué reclusión pura podría guarecer misamados tesoros hasta que la sombra de lamuerte hubiera dejado atrás la tierra? Per-manecimos todos en silencio, un silencio quese nutría de los relatos y los pronósticoslúgubres de nuestro invitado.

Nos habíamos apartado un poco del restode asistentes a la celebración y ahora subíamospor la escalinata de la terraza, camino delcastillo. Nuestro cambio de humor intrigó a losque se hallaban más cerca de nosotros.Además, a través de los criados de Ryland notardó en saberse que éste había escapado de lapeste que ya afectaba a Londres. Los alegresinvitados se dispersaron en corrillos susur-rantes. El espíritu festivo desapareció al in-stante: la música cesó y los jóvenes

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abandonaron sus ocupaciones y se con-gregaron. El ánimo liviano que les había ll-evado a vestirse con disfraces, a decorar lostenderetes, a reunirse en grupos fantásticos,les parecía ahora un pecado, una provocaciónal destino horrible que había posado su manotemblorosa sobre la esperanza y la vida. La di-cha de aquel día resultaba una burla sacrílegade las penas del hombre. Los extranjeros quevivían entre nosotros y que habían huido desus países por culpa de la epidemia veían inva-dido su último refugio. El miedo los volvíalocuaces, ante un auditorio ávido de noticiasdescribían las desgracias que habían contem-plado en las ciudades visitadas por la calamid-ad y se entregaban a detallados y horribles re-latos sobre la naturaleza insidiosa e irremedi-able de la pestilencia.

Entramos en el castillo. Idris se acercó auna ventana que miraba al parque. Con ojosmaternales buscaba a nuestros hijos entre lamultitud. Un muchacho italiano había

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congregado un corrillo a su alrededor y congesto vehemente describía alguna escena espe-luznante. Alfred permanecía inmóvil frente aél, absorto en sus palabras. El pequeño Evelynhabía tratado de convencer a Clara para que selo llevara a jugar a otra parte, pero la historiadel italiano la fascinaba y, sin quitarle la vistade encima, cada vez se acercaba más a él. Bienobservando a los invitados del jardín, biensumidos en sus reflexiones, todos guardabansilencio. Ryland, solo, se apoyaba en unaventana; Adrian caminaba de un lado a otrorumiando alguna idea nueva y poderosa, hastaque se detuvo de pronto y dijo:

–Llevo tiempo temiendo que sucediera es-to. ¿Acaso cabía esperar que la isla se mantuvi-era al margen de la visita universal? El mal havenido a visitarnos a nuestra casa y no de-bemos arredrarnos ante el destino. ¿Cuálesson sus planes, señor Protector, para el biendel país?

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–Por el amor de Dios, Windsor –exclamóRyland–. No se mofe de mí con ese título. Lamuerte y la enfermedad igualan a todos loshombres. Ni pretendo proteger a nadie ni dir-ijo un hospital... que es en lo que pronto seconvertirá Inglaterra.

–¿Pretende entonces abandonar susdeberes en esta hora de peligro?

–¿Deberes? Hable cabalmente, milord.Cuando sea un cadáver carcomido por la peste,¿cuáles serán mis deberes? ¡Que cada paloaguante su vela! Que el diablo asuma el Pro-tectorado, si asumiéndolo yo voy a ponerme enpeligro.

–¡Hombre débil de espíritu! –dijo Adrian,presa de la indignación–. Sus conciudadanosdepositan su confianza en usted, y usted lostraiciona.

–¿Los traiciono? –inquirió Ryland–. Es lapeste la que me traiciona a mí. ¿Débil de es-píritu? Está bien. Usted, encerrado en su

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castillo, se jacta de no conocer el temor. Queasuma quien quiera el Protectorado. Yo renun-cio a él ante Dios.

–¡Y ante Dios –exclamó su contrincantecon fervor– yo lo recibo! Nadie se postularápara el cargo en estas circunstancias, nadie en-vidiará el peligro que he de correr ni las tareasa las que voy a entregarme. Deposite su poderen mis manos. Largo tiempo he luchado con lamuerte, y mucho (extendió una mano escuál-ida), mucho he sufrido en la batalla. No eshuyendo del enemigo, sino enfrentándose a él,como podremos conquistarlo. Si ahora estoy apunto de iniciar mi último combate, si voy aperderlo, que así sea.

»Pero Ryland, reconsidere su posición. Loshombres, hasta ahora, lo han tenido por mag-nánimo y sabio. ¿Arrojará esos títulos por laborda? Piense en el pánico que causará suhuida. Regrese a Londres. Yo le acompañaré.Aliente al pueblo con su mera presencia. Yo in-curriré en el peligro. Vergüenza debería darle

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ser el primero en desatender sus deberes,siendo como es el primer mandatario del país.

Entretanto el ánimo festivo había desapare-cido por completo de los invitados que po-blaban el jardín. Como las moscas a las que, enverano, ahuyenta el aguacero, así nuestrogrupo, hasta hacía muy poco ruidoso y feliz,iba menguando entre tristes y melancólicosmurmullos. Al ponerse el sol y acercarse lanoche, el jardín quedó casi desierto. Adrian yRyland seguían enzarzados en su discusión.Habíamos preparado un banquete paranuestros invitados en el salón de la planta bajadel castillo, y hacia allí nos dirigimos Idris y yopara recibir a los pocos que quedaban. Nadaresulta más melancólico que una reunión fest-iva convertida en velada triste. Los atuendosde gala, los ornamentos, alegres en otras cir-cunstancias, se revisten de un aspecto solemney fúnebre. Y si ese cambio ya resultaba dolor-oso ante causas menores, su peso ante aquéllase nos hacía intolerable, pues sabíamos que la

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Destructora de la tierra, como un demo-nio,había traspasado al fin, discretamente, loslímites erigidos por nuestra precaución, y que,definitivamente, se había instalado en elcorazón palpitante de nuestro país. Idris sesentó a la cabecera de la mesa medio vacía.Pálida y llorosa, le costaba no olvidar susdeberes de anfitriona. Mantenía la vista fija ennuestros hijos. El aire serio de Alfred de-mostraba que seguía rumiando sobre la histor-ia que había oído contar al muchacho italiano.Evelyn era la única criatura alegre entre lospresentes. Sentado sobre el regazo de Clara,entregado a sus propias fantasías, no dejaba dereírse en voz alta. Su voz infantil reverberabaen el techo abovedado. Su pobre madre, que ll-evaba largo rato reprimiendo toda expresiónde angustia, no pudo más, estalló en llanto y,sosteniendo a su pequeño en brazos, se alejóprecipitadamente del salón. Clara y Alfred lasiguieron. Mientras, los demás asistentes, per-plejos, iniciaron un murmullo que iba

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subiendo de tono y era expresión de sustemores.

Los jóvenes se congregaron a mi alrededorpara pedirme consejo. Y de quienes teníanamigos en Londres se iba apoderando unagran intranquilidad, pues ignoraban el alcancede la epidemia en la ciudad. Yo, tratando deanimarlos como mejor podía, les asegurabaque, por el momento, la peste había causadomuy pocas bajas. Para tranquilizarlos, les sug-ería que, siendo como éramos los últimos enrecibir su visita, era probable que la epidemiahubiera perdido virulencia antes de llegar anuestras tierras. La limpieza, los hábitos orde-nados y las construcciones de nuestrasciudades eran elementos que jugaban a favornuestro. Por tratarse de una epidemia, sufuerza principal derivaba de las característicasperniciosas del aire, por lo que, en un paísdonde éste era naturalmente salubre, no se es-peraba que causara grandes estragos. En unprimer momento me dirigí sólo a los que se

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hallaban cerca de mí, pero gradualmente fuecongregándose más gente a mi alrededor, yconstaté que todos me escuchaban.

–Amigos –proseguí–, el riesgo que corre-mos es ordinario, de modo que las pre-cauciones que tomemos también lo han de ser.Si la valerosa hombría y la resistencia puedensalvarnos, entonces nos salvaremos. Luchare-mos contra el enemigo hasta el final. La plagano hallará en nosotros una presa fácil; le dis-putaremos cada palmo del terreno y, con leyesmetódicas e inflexibles, pondremos trabas in-vencibles al avance de nuestro enemigo. Talvez en ninguna otra parte del mundo se hayatopado con oposición tan sistemática y test-aruda. Tal vez a ningún otro país haya dotadola naturaleza de mejor protección natural con-tra nuestro invasor, y tal vez en ningún otro lamano del hombre pueda contribuir tanto a latarea de la naturaleza. No desesperaremos. Nosomos cobardes ni fatalistas; creemos que Diosha puesto en nuestras manos los medios para

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nuestra supervivencia y vamos a sacarles elmáximo provecho. Recordad que la limpieza,la sobriedad e incluso el buen humor y la bene-volencia son nuestras mejores medicinas.

Poco podía añadir a aquella exhortacióngeneral. La peste había llegado a Londres peroaún no había hecho mella entre nosotros. Pedía los invitados que se retiraran y me obedeci-eron, tristes, a la espera de lo que pudierasucederles.

Fui entonces en busca de Adrian, impa-ciente por conocer el resultado de su conversa-ción con Ryland. En cierto sentido la discusiónla había ganado él: el Protector aceptó regresara Londres unas semanas, tiempo suficientepara que la situación se enderezara algo y surenuncia no causara tanta consternación. Halléjuntos a Adrian y a Idris. De la tristeza con queaquél había recibido la noticia de la llegada dela peste a Londres no quedaba ni rastro. Supresencia de ánimo infundía fuerza a sucuerpo y la alegría solemne del entusiasmo y la

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entrega iluminaba su semblante. La debilidadde su condición física parecía haberle pasadode largo, como la nube de humanidad, en laantigua fábula, pasó de largo ante el amantedivino de Semele. Trataba de infundir valor asu hermana, lograr que viera sus intencionesbajo una luz menos trágica, para lo que, conapasionada elocuencia, le exponía sus razones.

–Permíteme, en primer lugar –le dijo–, quelibere tu mente de todo temor que puedas sen-tir por causa mía. No pienso forzarme más alláde mi resistencia ni buscaré los peligros in-necesariamente. Creo saber qué debe hacersey, dado que mi presencia es necesaria para elcumplimiento de mis planes, pondré especialcuidado en conservar mi vida.

»Voy a asumir un cargo adecuado para mí.No soy capaz de intrigar, de abrirme caminopor las sendas tortuosas del laberinto queforman los vicios y las pasiones del hombre.Pero sí puedo aportar paciencia y compren-sión, y toda la ayuda que permite el arte, al

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lecho del enfermo. Sí puedo alzar del suelo altriste huérfano y despertar nuevas esperanzasen el corazón cerrado del doliente. Sí puedoconfinar a la peste dentro de unos límites, es-tablecer un plazo a la desgracia que pueda oca-sionar. Coraje, resistencia y vigilancia son lasfuerzas que yo aporto a esta gran obra.

»¡Oh! ¡Ahora seré alguien! Desde mi naci-miento he aspirado a ser águila, pero, a difer-encia de ella, me fallaron las alas, y la ceguerase apoderó de mis ojos. La decepción y la en-fermedad, hasta hoy, me han dominado. Na-cidos al nacer yo, gemelos míos, mi «podrías»se veía siempre encadenado a mi «no podrás».Un pastor cuidando de su rebaño en losmontes participaba más que yo de la sociedad.Felicítame, pues, por haber encontrado unameta adecuada a mis fuerzas. A menudo heconsiderado ofrecer mis servicios a ciudadesitalianas o francesas invadidas por la peste.Pero el temor a lastimarte y la premonición deesta catástrofe me coartaban. A Inglaterra y a

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los ingleses me dedico. Si logro salvar uno solode sus poderosos espíritus del mazazo de lamuerte, si logro apartar la enfermedad de unade sus mansiones sonrientes, no habré vividoen vano.

¡Extraña ambición la suya! Y sin embargoasí era Adrian. Parecía dado a la contempla-ción, negado a las excitaciones en todas susformas, estudiante infatigable, hombre de vis-iones... Pero si se topaba con un asunto queconsiderara digno,

como alondra que, al albavuela sobre la tierra tenebrosay a las puertas del cielosus himnos canta,*

así él también se alzaba de sus pensamientosexangües e improductivos y alcanzaba la másalta cima de la acción virtuosa.

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Con él viajaban el entusiasmo, la decisiónférrea, el ojo capaz de mirar a la muerte sinpestañear. Entre nosotros, en cambio, habit-aban la tristeza, la angustia, la insoportable es-pera del mal. Francis Bacon afirma que elhombre que tiene esposa e hijos entrega re-henes a la fortuna.** Vano resultaba todo razo-namiento filosófico –vana toda fortaleza–,vana, vana toda confianza en un bien probable.Por más que yo cargara un platillo de la bal-anza con lógica, valor y resignación, un solotemor por Idris y nuestros hijos colocado en elotro bastaba para decantarla de su lado.

¡La peste había llegado a Londres! Necioshabíamos sido por no preverlo antes.Llorábamos la ruina de los inmensos contin-entes de Oriente, la desolación del mundo oc-cidental, mientras imaginábamos que el es-trecho canal que separaba nuestra isla delresto de la tierra nos mantendría alejados de lamuerte. Entre Calais y Dover no había más queun paso. El ojo distingue sin dificultad la tierra

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hermana. En otro tiempo ambas estuvieronunidas. Y el angosto sendero que transita entreellas parece, visto en un mapa, apenas un cam-ino trazado en la hierba. Y no obstante esepequeño intervalo debía salvarnos. El mar de-bía alzar un muro de diamante: del otro lado,la enfermedad y la desgracia; de éste, un refu-gio del mal, un rincón del jardín del Edén, unapartícula de suelo celestial que ningún malpodía invadir. ¡Qué sabia demostró ser, cierta-mente, nuestra generación al imaginar todasaquellas cosas!

Ahora, sin embargo, ya hemos despertado.La peste ha llegado a Londres. El aire deInglaterra está contaminado y sus hijos cubrenla tierra insalubre. Ahora se diría que las aguasdel mar, hasta hace poco nuestra defensa, sonlos barrotes de nuestra prisión. Acorraladospor sus golfos, moriremos como los habitantesdesnutridos de una ciudad sitiada. Otrasnaciones hallan camaradería en la muerte, masnosotros, privados de toda vecindad, hemos de

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enterrar a nuestros propios muertos, y lapequeña Inglaterra se convierte en un vastosepulcro.

En mí, ese sentimiento de tristeza universaladoptaba forma concreta cuando pensaba enmi esposa y mis hijos. La idea de que pudieranverse en peligro me llenaba de espanto. ¿Cómopodría salvarlos? Pergeñaba mil y un planes.Ellos no morirían. Antes de que la infección seacercara a los ídolos de mi alma, yo quedaríareducido a la nada. Caminaría descalzo por elmundo para hallar un lugar libre de pestilen-cia; construiría una casa sobre tablones zaran-deados por las olas, a la deriva en el océanodesnudo y sin confines; me instalaría con ellosen la guarida de alguna bestia salvaje, dondeunas crías de tigre –a las que sacrificaría– sehubieran criado sanas y salvas; buscaría unnido de águila en la montaña y viviríamos añossuspendidos en el repecho inaccesible de algúnacantilado marino. Ningún esfuerzo era de-masiado grande, ningún plan demasiado

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descabellado, si me traían la promesa de con-servarles la vida. ¡Oh, hilos de mis entretelas!¿Podíais romperos en pedazos sin que mi almase agotara en lágrimas de sangre y pesar?

Pasado el primer impacto, Idris recobrócierta fortaleza. Se cerró deliberadamente atoda idea de futuro y sumergió el corazón ensus presentes bendiciones. No perdía de vista asus hijos en ningún momento, y siempre ycuando los viera, saludables, a su alrededor, semantenía conforme y esperanzada. A mí, encambio, me invadía un intenso desasosiego,que me resultaba más intolerable por tenerque ocultarlo. Mis temores respecto de Adrianno cesaban. Ya era agosto, y los síntomas de lapeste se propagaban con celeridad por Lon-dres. Todos los que tenían capacidad paratrasladarse a otro lugar desertaban de laciudad. En cambio él, mi hermano, se veía ex-puesto a los peligros de los que huían todos,salvo los esclavos encadenados por las circun-stancias. Adrian, desprotegido el flanco, solo

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en sus esfuerzos, permanecía para combatir alenemigo. La infección podía haberle alcanzadoy moriría desatendido y sin compañía. Aquel-las ideas me perseguían día y noche. Decidítrasladarme a Londres para verlo y, de esemodo, aplacar mi agonía con la dulce medicinade la esperanza o con el láudano de ladesesperación.

Hasta que llegué a Brentford no percibí de-masiados cambios en la faz del país. Las casasmás nobles se veían cerradas a cal y canto. Eltráfago habitual de la ciudad languidecía. Lospocos peatones con los que me crucé avanza-ban con paso nervioso y observaban mi carru-aje asombrados: era el primero que veían cir-cular en dirección a Londres desde que la pestese había apoderado de sus locales selectos ysus calles comerciales. Varios funerales sali-eron a mi encuentro, muy poco concurridos, yquienes los presenciaban los veían como malosaugurios. Algunos observaban aquellas proce-siones con gran interés, otros huían

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discretamente y había quien rompía ensollozos.

La principal misión de Adrian, después delauxilio inmediato de los enfermos, había sidocamuflar los síntomas y el avance de la epi-demia entre los habitantes de Londres. Sabíaque el miedo y los malos presagios eran poder-osos asistentes de la enfermedad; que la deses-peranza y la obsesión hacían al hombreparticular-mente sensible al contagio. Por elloen la ciudad no se apreciaban cambios not-ables: las tiendas, por lo general, seguíanabiertas, y hasta cierto punto la gente seguíadesplazándose. Pero, a pesar de que se evitabaque la ciudad mostrara aspecto de lugar con-taminado, a mis ojos, que no la habían con-templado desde el inicio del brote, Londres síhabía cambiado. Ya no circulaban carruajes yen las calles la hierba había crecidoconsiderable-mente. Al aspecto desolado de lascasas, con la mayoría de las contraventanascerradas, se sumaba la expresión asustada de

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la gente con la que me cruzaba, muy distintadel habitual gesto apresurado de loslondinenses. Mi vehículo solitario atraía lasmiradas en su avance hacia el palacio del Pro-tectorado. Las calles que conducían a élmostraban un aspecto más siniestro aún, másdesolado. A mi llegada encontré atestada laantecámara de Adrian: era la hora de la audi-encia. Como no era mi intención interrumpirsus tareas, me dispuse a esperar observandolas entradas y salidas de los demandantespertenecientes a las clases medias y bajas de lasociedad, cuyos medios de subsistencia habíandesaparecido con la interrupción del comercioy el cese de la actividad financiera que, en to-das sus variantes, eran características denuestro país. Quienes llegaban mostraban an-gustia, y en ocasiones terror, en sus rostros,sentimientos que contrastaban con el semb-lante resignado e incluso satisfecho de los queacababan de ser recibidos en audiencia. En susmovimientos ágiles y sus gestos alegres veía la

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indudable influencia de mi amigo. Dieron lasdos, hora a partir de la cual no se admitíanmás entradas. Los que se habían quedado a laspuertas del edificio dieron media vuelta, cab-izbajos y tristes, mientras yo entraba en la cá-mara de audiencias.

Me sorprendió constatar una notable me-jora en la salud de Adrian. Ya no caminaba en-corvado, como una planta de prima-veraregada en exceso que, creciendo más allá desus fuerzas, no resiste el peso de su flor. Lebrillaban los ojos y miraba con gesto conten-ido. Todo su ser parecía revestido de un aire deenergía y determinación que difería en todo desu languidez anterior. Estaba sentado a lamesa junto a varios secretarios que organiza-ban las peticiones o registraban las notas quehabían tomado durante la audiencia. En la salatodavía quedaban dos o tres solicitantes. Yo nopodía sino admirar su justicia y su paciencia. Aquienes tenían la posibilidad de vivir fuera deLondres, él les aconsejaba que partieran de

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inmediato y les facilitaba los medios parahacerlo. A otros, cuyos negocios resultaban be-neficiosos para la ciudad o que no contabancon otro lugar de refugio, los instruía en el me-jor modo de evitar la epidemia: liberando lacarga de familias muy numerosas, llenando loshuecos dejados en otras por la muerte. El or-den, el consuelo e incluso la salud proliferabanbajo su influencia, se diría que surgidos comopor arte de magia.

–Me alegro de que hayas venido –me dijocuando nos quedamos a solas–. Dispongo sólode unos pocos minutos, y tengo tanto que con-tarte... La peste avanza. Resulta inútil cerrarlos ojos a la realidad. Las muertes aumentansemana tras semana. No sé decirte qué es loque está por venir. Por el momento, gracias aDios me defiendo en el gobierno de la ciudad yme concentro sólo en el presente. Ryland, aquien he retenido durante tanto tiempo, ha de-cidido que partirá antes de que termine el mes.El diputado elegido por el Parlamento para

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sustituirlo ha muerto, y ha de nombrarse otro.Yo he presentado mi candidatura y creo que nocontaré con ningún competidor. Esta noche sedecidirá el asunto, pues el Parlamento ha con-vocado una sesión extraordinaria a tal efecto.Debes postularme tú, Lionel. Ryland, por ver-güenza, no se atreve a aparecer, pero tú, amigomío, ¿me prestarás este servicio?

¡Qué extraordinaria resulta la devoción!Frente a mí se hallaba un joven de regia cuna,envuelto en lujos desde la infancia, reacio pornaturaleza a las refriegas ordinarias de la vidapública que ahora, en tiempos de peligro, enun momento en que sobrevivir constituía lamás alta meta de los ambiciosos, él, el amado yheroico Adrian, se ofrecía simplemente a sacri-ficarse por el bien público. La idea misma res-ultaba noble y generosa pero, más allá de ella,la modestia de sus maneras, su entera falta depresunción en la virtud, convertía aquel actoen algo diez veces más conmovedor. Yo mehabría opuesto a su petición, pero había visto

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con mis propios ojos el bien que había pro-pagado y me parecía que no debía oponerme asus intenciones, de modo que, a regañadientes,consentí en lo que me pedía. Él me estrechó lamano con gran afecto.

–Gracias –dijo–, me has librado de un dol-oroso dilema y eres, como siempre has sido, elmejor de mis amigos. Adiós. Debo ausentarmeunas horas. Ve a conversar con Ryland.Aunque abandona su puesto en Londres,puede sernos de gran utilidad en el norte deInglaterra recibiendo y auxiliando a los viajer-os y contribuyendo a suministrar alimentos ala metrópolis. Despierta en él, te lo ruego, al-gún sentido del deber.

Adrian se despidió para iniciar, según supeluego, su visita diaria a los hospitales y su in-spección de las zonas más pobladas de Lon-dres. Fui al encuentro de Ryland y lo encontrémuy alterado, mucho más que el día que vino avernos a Windsor. El miedo permanente habíamermado su complexión y hacía temblar su

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cuerpo todo. Le hablé de lo que iba a sucederesa noche y sentí que sus músculos se rela-jaban al instante; deseaba abandonar Londres.Vivía diariamente con el temor de contraer laenfermedad, pero no se atrevía a resistirse alas vehementes peticiones de Adrian para queprolongara su estancia. En cuanto éste fueraelegido legalmente como representante suyo,escaparía a algún lugar seguro. Con aquellaidea en mente, escuchó mis palabras y, alegrecasi ante la idea de una próxima partida, mehabló de los planes que adoptaría en su propiocondado, olvidando por un momento su de-cisión de encerrarse en su finca y rehuir todocontacto.

Esa noche Adrian y yo nos dirigimos aWestminster. De camino, él se dedicó a recor-darme lo que debía decir y hacer, aunque yo,por extraño que parezca, entré en la cámarasin haber reflexionado en absoluto sobre mipropósito. Adrian permaneció en el salón delcafé mientras yo, para cumplir sus deseos,

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tomaba asiento en Saint Stephen. Un silencioraro reinaba en la cámara, que yo no visitabadesde el Protectorado de Raymond, época enque la concurrencia era abundante, los parti-cipantes eran conocidos por su elocuencia ytenían lugar acalorados debates. Ahora, encambio, los escaños aparecían vacíos; los quepor costumbre ocupaban los miembros hered-itarios se encontraban vacantes. Los represent-antes de la ciudad sí se encontraban allí:miembros de las localidades comerciales, al-gunos terratenientes y pocos de los queaccedían al Parlamento para hacer carrera. Elprimer tema del día que ocupaba la atenciónde la cámara era la petición del Protector, queles rogaba que eligieran a un delegado suyopara que asumiera sus funciones durante suausencia necesaria.

El silencio se mantuvo hasta que uno de losmiembros se acercó a mí y me susurró que elconde de Windsor le había comunicado quedebía ser yo quien postulara su candidatura,

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en ausencia de la persona que en primer lugarhabía escogido para ello. Sólo entonces fuiconsciente del verdadero alcance de mi misióny me sentí abrumado por la responsabilidad.Ryland había desertado de su puesto portemor a la infección, un temor que era generaly que dejaba a Adrian sin competidores. Yo, elfamiliar más próximo del conde de Windsor,debía proponer su elección. Debía arrojar a mimejor amigo –una persona sin igual– a uncargo de máximo peligro. ¡Imposible! Lasuerte estaba echada. Me postularía yo mismocomo candidato.

Los pocos miembros presentes habían acu-dido más por zanjar el asunto, asegurándoseuna presencia legal, que con ánimo de debatir.Yo me había puesto en pie de manera mecán-ica. Me temblaban las piernas y, con voz vacil-ante, pronuncié algunas palabras sobre la ne-cesidad de escoger a una persona adecuadapara hacer frente a las peligrosas tareas que seplanteaban. Pero cuando se me ocurrió la idea

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de presentarme yo mismo en lugar de miamigo, toda vacilación y angustia desapareci-eron de mí. Mis balbuceos cesaron y mi voz re-cobró su tono firme y rápido. Me concentré enlo que Adrian ya había logrado y prometí elmismo empeño en la ejecución de todas susideas. Esbocé una imagen conmovedora de suprecaria salud, al tiempo que me jactaba de mipropia fuerza. Les rogué que salvaran, inclusode sí mismo, al vástago de la familia más noblede Inglaterra. Mi alianza con él era prueba demi sinceridad, y mi matrimonio con su her-mana, mis hijos, sus probables herederos, losrehenes de mi verdad.

Adrian fue informado al momento de aquelvuelco en el debate y entró a toda prisa en lasala, a tiempo de oír las frases finales de miapasionada arenga. Yo, por mi parte, no lo vi,pues mi alma toda estaba puesta en mis palab-ras y mis ojos no percibían más que una im-agen del cuerpo de Adrian, mordido por lapeste, hundiéndose en la muerte.

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Cuando dejé de hablar, me tomó de lamano.

–¡Ingrato! –exclamó–. ¡Me hastraicionado!

Y entonces, dando un paso al frente, con elaire de quien tiene derecho a ostentar elmando, reclamó para sí el cargo de delegado.Lo había comprado –dijo– con peligro y lohabía pagado con esfuerzo. Su ambición estabadepositada en él y, tras un tiempo dedicado alos intereses de su país, ¿pensaba yo inmis-cuirme y robarle los beneficios? Que re-cordaran todos cómo se encontraba Londres asu llegada: el pánico reinante causaba elhambre y los lazos morales y legales empeza-ban a disolverse. Él había restaurado el orden,tarea que había requerido perseverancia, pa-ciencia y energía. Y sólo había dormido y des-pertado por el bien de su país. ¿Alguien se at-revía a cuestionárselo? ¿Le arrebatarían el tro-feo que tanto le había costado ganar para en-tregárselo a alguien que, no habiendo

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participado jamás en la vida pública, de-mostraría ser lego en un arte en que él era ex-perto? Creía tener derecho a exigir el puesto dedelegado. Ryland había dado muestras depreferirlo él, a él que nunca hasta entonces, apesar de haber nacido heredero al trono deIngla-terra, había pedido favor de honor aquienes hoy eran sus iguales, pero que podríanhaber sido sus súbditos. ¿Se lo negarían ahora?¿Serían capaces de alejar de la senda de distin-ción y noble ambición al heredero de sus anti-guos reyes, añadiendo una decepción más a lacorona caída?

Nadie había oído nunca a Adrian apelar asus derechos dinásticos. Nadie había so-spechado que el poder, o el sufragio demuchos, pudiera interesarle. Había iniciado sudiscurso con vehemencia pero lo concluyó consincera cordialidad, realizando su petición conla misma humildad que habría demostrado alpedir ser el primero en riqueza, honor y poderentre los ingleses, y no, como era el caso, al

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suplicar convertirse en el primero en some-terse a horribles trabajos y a una muerte inev-itable. Un murmullo de aprobación se elevó enla sala tras su discurso.

–¡No lo escuchen! –exclamé yo–. No dice laverdad, se engaña a sí mismo...

Me interrumpieron. Una vez se hizo el si-lencio, nos ordenaron, como era costumbre,que nos retiráramos mientras los asistentestomaban su decisión. Yo quería creer que va-cilaban y que yo albergaba aún ciertas posibil-idades. Pero me equivocaba. Apenas habíamosabandonado la cámara cuando mandaronllamar a Adrian y lo proclamaron delegado delProtector.

Regresamos juntos al palacio.

–¿Por qué, Lionel? –me preguntó Adrian–.¿Qué pretendías? Sabías que no podías ganar,y sin embargo me has proporcionado el dolorde vencer derrotando a mi mejor amigo.

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–Te entregas a una burla –respondí yo–.Tú, el adorado hermano de Idris, el ser que, deentre todos los que pueblan el mundo, nos res-ulta más querido, te entregas a una muerteprematura. Y yo debía impedirlo. Mi muertesería un mal menor o no habría llegado nunca,mientras que la tuya no podrá evitarse.

–En cuanto a la probabilidad de sobrevivir–observó Adrian–, en diez años las frías estrel-las pueden brillar sobre los sepulcros de todosnosotros. Pero en cuanto a mi propensión con-creta a verme infectado, no debería costarmedemostrar, tanto lógica como físicamente, queen medio del contagio, mis probabilidades desobrevivir son superiores a las tuyas.

»Este cargo es mío. Yo nací para ocuparlo,para gobernar Inglaterra en la anarquía, parasalvarla del peligro, para entregarme a ella. Lasangre de mis antepasados grita con fuerza enmis venas y me arrastra a ser el primero entremis conciudadanos. O, si esta forma de hablarte ofende, lo diré de otro modo: que mi madre,

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reina orgullosa, me inculcó desde tempranaedad un amor por la distinción y que, si la de-bilidad de mi condición física y mis opinionespeculiares no lo hubieran impedido, tal vez ll-evaría mucho tiempo luchando por la herenciaperdida de mi raza. Pero ahora mi madre, o silo prefieres, sus lecciones, han despertado enmí. No puedo encaminarme a la batalla. Nopuedo, mediante intrigas y traiciones, erigir denuevo el trono sobre el naufragio del espíritupúblico de Inglaterra. Pero seré el primero enapoyar y proteger a mi país, ahora que estosterribles desastres y esta ruina han puesto susmanos sobre él.

»Este país y mi adorada hermana son todolo que tengo. Protegeré aquél; ésta queda a turecaudo. Si yo sobrevivo y ella muere, preferiréestar muerto. De modo que cuídala; sé bienque lo harás. Y si necesitas de mayor acicate,piensa que, cuidándola, me cuidas a mí. Sunaturaleza perfecta, la suma de sus perfec-ciones, se envuelve en sus afectos: si éstos se

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resintieran, se marchitaría como una florecillaseca, y el menor daño que sufran será para ellacomo una escarcha atroz. Ya ahora está su-friendo por nosotros. Teme por sus hijos, a losque adora, y por ti, padre, amado, esposo, pro-tector. Tú debes permanecer junto a ella en to-do momento para apoyarla y animarla.Regresa, pues, a Windsor, hermano mío, pueslo eres por todos los lazos. Llena el doble vacíoque mi ausencia te impone y deja que yo, apesar de mis sufrimientos, vuelva los ojoshacia vuestro delicioso lugar de reclusión ydiga: «La paz existe».

Footnotes

*Vagamente inspirado en Romeo y Julieta , acto III, es-

cena II, William Shakespeare. (N. del T.)

**Eclesiastés , 12:6. (N. del T.)

*Soneto 29, William Shakespeare. (N. del T.)

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**Del matrimonio y la soltería , Francis Bacon. (N. del

T.)

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Capítulo VII

Regresé a Windsor, en efecto, aunque no con laintención de permanecer allí, sino pensandoen obtener el consentimiento de Idris paravolver a Londres y asistir a mi extraordinarioamigo, compartir con él sus tareas y salvarlo, aexpensas de mi vida si era necesario. Sin em-bargo, la angustia que mi decisión pudiera des-pertar en mi esposa me preocupaba sobreman-era. Me había jurado a mí mismo no hacernada que lograra ensombrecer su gesto,aunque fuera con un dolor pasajero. ¿Iba acontradecirme en aquella hora de inmensa ne-cesidad? Había emprendido el viaje congrandes prisas, pero al poco hubiera preferidoque el desplazamiento se demorara días,meses. Deseaba evitar la necesidad de acción.Anhelaba escapar de los pensamientos de fu-turo, pero era en vano, pues éstos, como oscur-as imágenes fantasmagóricas, se acercaban

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más y más, hasta que sumían la tierra toda enlas tinieblas.

Una circunstancia menor me llevó a alterarmi ruta habitual y a regresar a casa atraves-ando Egham y Bishopgate. Me detuve junto ala antigua morada de Perdita, su casa decampo. Pedí al cochero que siguiera sin mí, de-cidido a recorrer a pie el parque que me sep-araba del castillo. Aquel lugar, escenario de losmás dulces recuerdos, aquella casa desierta yel jardín abandonado, se compadecían biencon mi melancolía. En nuestros días más fe-lices Perdita había decorado su morada con laayuda que las artes podían prestar a todoaquello que la naturaleza propiciaba. Con elmismo espíritu de exceso, en el momento desepararse de Raymond lo descuidó todo. Yahora se hallaba en estado de ruina: los ciervoshabían pasado sobre las verjas rotas y re-posaban entre las flores. La hierba crecía en elumbral y las celosías, que el viento hacía crujir,

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daban cuenta de la absoluta desolación dellugar. El cielo estaba muy azul y el aire se im-pregnaba de la fragancia de flores raras quecrecían entre las malas hierbas. Los árboles semecían, más arriba, despertando la melodía fa-vorita de la naturaleza, pero el aspecto triste delos senderos descuidados, los arriates de florescubiertos de maleza, ensombrecían aquellaalegre escena estival. La época en la que, orgul-losos, felices y seguros nos reuníamos enaquella casa, ya no existía, y pronto las horaspresentes se unirían a las pasadas, mientras lassombras de los futuros momentos se erguirían,oscuras y amenazantes, desde las entrañas deltiempo, su cuna y su catafalco. Por primera vezen mi vida envidiaba el sueño de los muertos ypensaba con placer en el lecho que nosaguarda bajo la tierra, pues en él carecen depoder el miedo y el pesar. Me colé por unhueco de la verja rota, ignorando las lágrimasque me oprimían la garganta, y me interné de-prisa en el bosque. ¡Oh, muerte y cambio,

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gobernantes de nuestra vida! ¿Dónde estáis,para ir a vuestro encuentro? ¿Qué, en nuestracalma, excitó vuestra envidia? ¿Qué, ennuestra dicha, para que os propusierais destru-irla? Éramos felices, amábamos y éramos ama-dos. El cuerno de Amaltea no contenía bendi-ción que no derramara sobre nosotros, pero,¡ay!

la fortunadeidad bárbara, importuna,hoy cadáver y ayer florno permanece jamás.*

Mientras caminaba sumido en aquellospensamientos me crucé con varios campesi-nos. Parecían preocupados, y las pocas palab-ras de su conversación que llegaron hasta míme llevaron a acercarme a ellos y averiguarmás. Un grupo de personas que abandonabanLondres –algo habitual en aquellos días–habían remontado el Támesis en una barca.

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Nadie en Windsor les había dado cobijo por loque, alejándose un poco más rumbo al norte,habían pasado la noche en un cobertizo aban-donado cercano al canal conocido como Bol-ter’s Lock. A la mañana siguiente reemprendi-eron la marcha dejando tras ellos a un miem-bro de la expedición enfermo de peste. Una vezse conoció ese hecho, nadie se atrevió a aproxi-marse a menos de media milla de aquel lugar,y el enfermo, abandonado a su suerte, tuvo queluchar solo contra la enfermedad y la muerte.Y así yo, movido por la compasión, me dirigí atoda prisa hasta el chamizo a fin de comprobarsu estado y ponerme a su servicio.

Mientras avanzaba por el bosque ibacruzándome con grupos de campesinos queconversaban acaloradamente sobre el suceso: apesar de lo lejos que se hallaban del de-mostrado contagio, llevaban el temor impresoen los semblantes. Me encontré con un grupode aquellos seres aterrorizados en el senderoque conducía directamente al cobertizo. Uno

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de ellos me detuvo y, dando por supuesto queyo ignoraba la circunstancia que nos ocupa, meconminó a no seguir avanzando, pues unapestado se hallaba postrado a escasadistancia.

–Lo sé –repuse yo–, y me dirijo a ver enqué estado se encuentra el pobre hombre. –Unmurmullo de sorpresa y horror recorrió elgrupo–. Esa pobre persona está sola y va amorir sin que nadie le brinde auxilio. En estostiempos desgraciados sólo Dios sabe lo prontoque tal vez todos nosotros nos hallaremos ensu misma situación. De modo que voy a hacerlo que me gustaría que hicieran conmigo.

–Pero ya nunca podrá regresar al castillo...a lady Idris... a sus hijos...

Así se expresaron varios de ellos atropella-damente, y sus palabras llegaron a mis oídos.

–¿No sabéis, amigos míos –proseguí–, queel conde mismo, ya convertido en Protector,visita a diario no sólo a quienes tal vez hayan

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contraído la enfermedad, sino los hospitales ylos asilos de apestados, acercándose y llegandoa tocar a los enfermos? Y a pesar de ello jamásha gozado de tan buena salud. Estáis por com-pleto equivocados sobre la naturaleza de laepidemia. Pero no temáis, que no os pido queme acompañéis, ni siquiera que me creáishasta que haya regresado sano y salvo de visit-ar a mi paciente.

Allí los dejé, y seguí mi camino. No tardé enllegar al cobertizo. La puerta estaba entornada.Entré, y un rápido vistazo me bastó para saberque su antiguo ocupante había dejado ya estemundo. Yacía sobre un montón de paja, frío yrígido, y sus perniciosos efluvios impregnabanla estancia. Algunas manchas y marcas in-dicaban la virulencia del trastorno.

Yo no había visto hasta entonces a nadieque hubiera muerto víctima de la peste. Todaslas mentes sentían horror por sus efectos, perotambién una especie de fascinación que nos ll-evaba a empaparnos de la descripción de

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Defoe, así como de las ilustraciones magis-trales del autor de Arthur Mervyn .* Las imá-genes impresas en ambas obras poseían talviveza que parecíamos conocer por experienciadirecta los efectos en ellas descritos. Pero, pormás intensas que resultaran, por más que de-scribieran la muerte y la desgracia de miles depersonas, las sensaciones excitadas por las pa-labras eran frías comparadas con lo que yosentí al contemplar el cadáver de aquel infeliz.En efecto, aquello era la peste. Alcé sus miem-bros rígidos y me fijé en su rictus desencajado,en los ojos pétreos, ciegos. El horror me helabala sangre, me erizaba el vello, me hacíatemblar. Presa de una demencia pasajera,hablé con el muerto:

–De modo que la peste te ha matado –su-surré–. ¿Y cómo ha sido? ¿Has sentido dolor?Parece que el enemigo te hubiera sometido atortura antes de asesinarte.

Y entonces, sin transición, salí precipitada-mente del cobertizo antes de que la naturaleza

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revocara sus leyes y unas palabras inorgánicasbrotadas de los labios del difunto pronun-ciaran una respuesta.

Al regresar al sendero vi a lo lejos al mismogrupo de paisanos que se habían cruzado en micamino. Apenas me vieron se alejaron a todaprisa. Mi gesto agitado no hacía sino incre-mentar el miedo que sentían por tener queacercarse a alguien que había estado a puntode contagiarse.

Alejados de los hechos, solemos extraerconclusiones que parecen infalibles y que, sinembargo, sometidas al veredicto de la realidad,se desvanecen como sueños ficticios. Yo habíaridiculizado los temores de los campesinos,pues se los suscitaban otros. Pero ahora queera yo su causante, me detuve. Sentía quehabía cruzado el Rubicón y consideraba ad-ecuado reflexionar sobre qué debía hacer,hallándome ya en la otra orilla de la enfer-medad y el peligro. Según la superstición vul-gar, mi vestido, mi persona, el aire que

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respiraba, ya suponían un peligro mortal paramí y para los demás. ¿Debía regresar al castillocon mi esposa y mis hijos si cargaba conaquella mancha? Si me había infectado, sinduda no debía hacerlo. Pero estaba seguro deno haberme contagiado. En cualquier casounas pocas horas bastarían para dilucidarlo, demodo que las pasaría en el bosque meditandosobre lo que iba a suceder, sobre cuáles debíanser mis acciones futuras. Ante la impactantevisión de aquel muerto por la epidemia habíaolvidado los acontecimientos que tanta emo-ción me habían causado en Londres. Per-spectivas nuevas, y más dolorosas, se mostra-ban gradualmente ante mí, libres de la neblinaque hasta entonces las había velado. Ya no setrataba de saber si compartiría la labor deAdrian y su peligro, sino de determinar elmodo en que, en Windsor y sus inmediaciones,podía recrear la prudencia y el celo que, bajosu gobierno, llevaban orden y abundancia aLondres, así como el mecanismo por el que,

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ahora que la peste se había propagado más,podría mantener la salud de mi familia.

Extendí mentalmente el mapa del mundoante mí. En ningún punto de su superficiepodía plantar un dedo y afirmar: «aquí me hal-laría a salvo». Al sur la enfermedad, virulenta eintratable, casi había aniquilado la raza hu-mana; las tormentas y las inundaciones, los vi-entos emponzoñados, la pérdida de las co-sechas, elevaban grandemente el sufrimientode las gentes. En el norte la situación era peor:la exigua población declinaba gradualmente yel hambre y la peste no daban tregua a los su-pervivientes, que, indefensos y débiles, se con-vertían en presas fáciles.

Me concentré entonces en Inglaterra. Lavasta metrópoli, corazón de la poderosaInglaterra, se hallaba exhausta. Todo escenariode la ambición o el placer se había esfumado;en las calles crecía la hierba, las casas estabanvacías. Los pocos que por necesidad seguían enella parecían mostrar ya la marca inevitable de

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la enfermedad. En las grandes ciudades manu-factureras la misma tragedia se había produ-cido, a una escala, aunque menor, másdesastrosa. En ellas no había un Adrian quesupervisara y dirigiera y bandadas de pobrescontraían la enfermedad y perecían.

Pero no íbamos a morir todos. En realidad,aunque diezmada, la raza del hombre perdur-aría, y con los años la gran plaga se convertiríaen tema de asombro y estudio histórico. Sinduda aquella epidemia era inédita en cuanto aextensión, y por ello resultaba más necesarioque nunca que tratáramos de frenar su avance.Antes esos mismos hombres salían por diver-sión a matarse a miles, a decenas de miles;pero ahora el hombre se había convertido encriatura escasa, preciada. La vida de uno solovalía más que los llamados tesoros de los reyes.Contemplad ese rostro pensante, esos miem-bros gráciles, esa frente majestuosa, esemecanismo asombroso... El prototipo, el mod-elo de la mejor obra de Dios, no puede

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arrinconarse como una vasija rota. Perdurará,y sus hijos y los hijos de sus hijos llevarán elnombre y la forma del hombre hasta el fin delos tiempos.

Sobre todo debía ocuparme de aquéllos quela naturaleza y el destino me habían concedidopara su custodia. Y, sin duda, si entre mis con-géneres debía escoger a los que pudieranerigirse en ejemplos humanos de grandeza ybondad, no escogería sino a los unidos a mípor los lazos más sagrados. De toda la familiahumana algunos miembros debían sobrevivir,y su supervivencia iba convertirse en mi mis-ión; cumplirla a costa de mi vida era apenas unpequeño sacrificio. Así, allí en el castillo –en elcastillo de Windsor, lugar de nacimiento deIdris y mis hijos– se hallaría la ensenada, elrefugio de aquel tablón salvado del naufragioque era la sociedad humana. Su bosque seríanuestro mundo, su jardín nos proporcionaríasustento. Dentro de sus muros instauraría elreino de la salud. Yo era un descastado, un

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vagabundo, cuando Adrian arrojó sobre mí lared plateada del amor y la civilización, unién-dome inextricablemente a la caridad y la ex-celencia humanas. Yo era alguien que, aunqueaspirante a la bondad y fervoroso amante de lasabiduría, todavía no me había enrolado enninguna misión digna de mérito cuando Idris,de principesca cuna, personificación de todo loque en una mujer había de divino; ella, quecaminaba por la tierra como el sueño de un po-eta, como diosa esculpida y dotada de sentidos,como santa pintada en un lienzo; ella, la másdigna de valor, me escogió y se entregó a mí,regalo incalculable.

Durante varias horas seguí meditando deese modo hasta que el hambre y la fatiga medevolvieron al presente, veteado ya por lassombras alargadas del sol poniente. Sin per-catarme de ello había caminado en dirección aBracknell, alejándome considerablemente deWindsor. La sensación de bienestar físico queme invadía me llevó a convencerme de que

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estaba libre de contagio. Recordé que Idris ig-noraba mi paradero. Tal vez hubiera tenidonoticia de mi regreso de Londres y de mi visitaa Bolter’s Lock, y relacionando ésta con miprolongada ausencia hubiera empezado a pre-ocuparse enormemente. Regresé a Windsorpor el Gran Paseo, y al acercarme a la pobla-ción, camino del castillo, encontré a sus gentesen un estado de gran agitación y turbulencia.

«Es demasiado tarde para la ambición–afirma sir Thomas Browne–. No podemos al-bergar la esperanza de vivir con nuestrosnombres tanto como algunos han vivido consus personas; un rostro de Jano no guardaproporción con el otro.»* A partir de este textohabían surgido muchos fanáticos que profet-izaban que el fin del mundo estaba cerca. Ren-ació el espíritu supersticioso del naufragio denuestras esperanzas y peligrosas y desbocadaspantomimas se representaban en el gran teatrode la vida, mientras el negro futuro menguabahasta casi desaparecer a ojos de los adivinos.

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Mujeres débiles de espíritu morían de temorescuchando sus vaticinios; hombres de com-plexión robusta y aparente entereza sucum-bían a la idiotez y la demencia arrastrados porel miedo a la inminente eternidad. Uno deaquellos embaucadores derramaba con eloc-uencia su desesperación entre los habitantesde Windsor cuando yo llegué. La escena deaquella mañana y mi visita al muerto, amplia-mente divulgada, habían alarmado a los pais-anos, convertidos en instrumentos que aquelloco pulsaba a su antojo.

El pobre desgraciado había perdido a sujoven mujer y a su bebé por culpa de la peste.Era mecánico e, incapaz de acudir al trabajocon el que cubría sus necesidades, el hambrese había sumado a sus demás miserias. Aban-donó el cuarto que daba cobijo a su esposa ehijo –que ya no eran su esposa y su hijo, sino«tierra muerta sobre la tierra»–,* y presa delhambre, el temor y la pena, su imaginación en-fermiza le hizo creer que era un enviado de los

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cielos para predicar el fin de los tiempos en elmundo. Entraba en las iglesias y, ante las con-gregaciones, predecía su pronto traslado a lascriptas subterráneas. Aparecía en los teatroscomo el espíritu olvidado del tiempo e instabaal público a regresar a casa y morir. Lo habíandetenido y encerrado, pero había logrado es-capar y, en su huida de Londres pasaba por lospueblos vecinos y, con gestos frenéticos y pa-labras electrizantes, descubría los temoresocultos de todos y daba voz a los pensamientossordos que nadie se atrevía a formular. Ahora,bajo la logia del ayuntamiento de Windsor, en-caramado a la escalinata, arengaba a latemblorosa multitud.

–Escuchad, vosotros, habitantes de la tierra–exclamó–, escu-chad al cielo que todo lo ve yque es inclemente. Y escucha también tú,corazón arrastrado por la tempestad, que res-piras estas palabras pero te desvaneces bajo susignificado: ¡la muerte habita entre nosotros!La tierra es hermosa y está tapizada de flores,

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pero es nuestro sepulcro. Las nubes del cielolloran por nosotros, las estrellas son nuestrasantorchas fúnebres. Hombres de pelo cano, es-peráis gozar de unos años más en vuestraconocida morada, mas ya vence el contrato,debéis desalojarla; niños, vosotros no alcan-zaréis la madurez, ahora mismo cavan yavuestros pequeñas tumbas; madres, aferraos aellos y una sola muerte os abrazará a los dos.

Temblando, extendió las manos, los ojosvueltos hacia el cielo y tan abiertos queparecían a punto de salírsele de las órbitas,como si siguiera el movimiento aéreo de unasfiguras que a nosotros nos resultabaninvisibles.

–Ahí están –prosiguió –. ¡Los muertos! Sealzan cubiertos con sus sudarios, avanzan encallada procesión hacia la lejana tierra de sucondenación. Sus labios, vacíos de sangre, nose mueven, y siguen avanzando. Ya venimos–exclamó, dando un respingo–, pues ¿paraqué habríamos de esperar más? Daos prisa,

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amigos míos, vestíos en el pasillo de la muerte.La peste os conducirá hasta su presencia. ¿Porqué aguardar tanto? Ellos, los buenos, lossabios, los más queridos, se fueron antes.Madres, dad vuestros últimos besos; esposos,que ya no sois protectores de nada, guiad a loscompañeros de vuestros muertos. ¡Venid!¡Venid mientras los seres queridos aún son vis-ibles, pues pronto habrán pasado de largo y yanunca podréis reuniros con ellos!

Tras éxtasis como aquél, se sumía depronto en un recogimiento en el que, con pa-labras comedidas pero terroríficas, pintaba loshorrores de nuestro tiempo: con gran pro-fusión de detalles describía los efectos de lapeste en los cuerpos y relataba casos desgar-radores de familiares separados por la muerte–el sollozo desesperado sobre el lecho demuerte de los seres más queridos– con tal real-ismo que arrancaba el llanto y los gritos de lamultitud. Un hombre, apostado en las primer-as filas, observaba fijamente al profeta con la

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boca abierta, los miembros agarrotados, elrostro una sucesión de todos los colores –am-arillo, azul, verde– del miedo. El loco vio quelo miraba y le clavó la vista, como la serpientede cascabel que atrae a su víctima temblorosahasta que se abalanza sobre ella con las faucesabiertas. Hizo una pausa, se irguió más. Susemblante irradiaba autoridad. Seguía observ-ando al campesino, que había empezado atemblar pero no dejaba de mirarlo. Juntaba aintervalos las rodillas y le castañeteaban los di-entes, hasta que en determinado momentocayó al suelo, presa de convulsiones.

–Este hombre tiene la peste –declaró elloco sin inmutarse. Un alarido brotó de los la-bios de aquel pobre desgraciado, que actoseguido quedó inmóvil. Todos los allípresentes comprendieron que estaba muerto.

Gritos de horror inundaron el lugar; todo elmundo trataba de escapar, y en cuestión deminutos el espacio destinado a mercado quedódesierto. El cadáver yacía en el suelo, y el

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visionario, sosegado y exhausto, se sentó juntoa él y apoyó la mano en su mejilla hundida. Alpoco aparecieron unos hombres, a quienes losmagistrados habían encomendado la retiradadel cadáver. El loco, creyendo que eran carcel-eros, huyó precipitadamente, mientras yoseguía mi camino en dirección al castillo.

La muerte, cruel e implacable, habíatraspasado ya sus muros. Una vieja criada, quehabía cuidado a Idris de niña y vivía con noso-tros más como familiar reverenciada que comodoméstica, había acudido días antes a visitar auna hija casada que vivía en las inmediacionesde Londres. La noche de su regreso enfermó depeste. Idris había heredado algunos rasgos delcarácter altivo e inflexible de la condesa deWindsor. Aquella buena mujer había sido paraella como una madre, y sus lagunas de educa-ción y conocimiento, que la convertían en unser humilde e indefenso, nos la hacían másquerida y la favorita de los niños. Así, a millegada –y no exagero– encontré a mi amada

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esposa enloquecida por el miedo y la tristeza.Desesperada, no se separaba del lado de la en-ferma, a la que no tranquilizaba ver a lospequeños, pues temía infectarlos. Mi llegadafue como el avistamiento de la luz de un faropara unos navegantes que trataran de sortearun peligroso cabo. Idris compartió conmigosus terribles dudas y, fiándose de mi juicio, sesintió confortada por mi participación en sudolor. Pero el aya no tardó en expirar, y a laangustia de mi amada por la incertidumbre lesiguió un hondo pesar, que, aunque más dolor-oso al principio, sucumbía más fácilmente amis intentos de consolarla. El sueño, bálsamosoberano, consiguió sumergir sus ojos llorososen el olvido.

Idris dormía. La quietud invadía el castillo,cuyos habitantes habían sido conminados a re-posar. Yo estaba despierto, y durante las largashoras de aquella noche muerta, mis pensami-entos rodaban en mi cerebro como diez milmolinos rápidos, agudos, indomables. Todos

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dormían –toda Inglaterra dormía–; y desde miventana, ante la visión del campo iluminadopor las estrellas, vi que la tierra se extendíaplácida, reposada. Yo estaba despierto, vivo,mientras el hermano de la muerte se apodera-ba de mi raza. ¿Y si la más poderosa de aquel-las deidades fraternales dominara a la otra? Enverdad, y por paradójico que resulte, el silenciode la noche atronaba en mis oídos. La soledadme resultaba intolerable. Posé la mano sobre elcorazón palpitante de Idris y acerqué el oído asu boca para sentir su aliento y cerciorarme deque seguía existiendo. Dudé un instante si de-bía despertarla, pues un terror femenino in-vadía todo mi cuerpo. ¡Gran Dios! ¿Habrá deser así algún día? ¿Algún día todo, salvo yomismo, se extinguirá, y vagaré solo por latierra? ¿Han sido éstas voces de aviso, cuyosentido inarticulado y premonitorio debehacerme creer?

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Y sin embargovoces de aviso yo no las llamaríaque sólo lo inevitable nos anuncian.Como el sol, antes del alba,pinta a veces su imagen en el cielo,también así, a menudo,antes de los sucesos importanteslos espectros de éstos aparecen,y en el hoyya camina el mañana.*

Footnotes

*El príncipe constante , jornada II, Pedro Calderón de la

Barca. (N. del T.)

*Arthur Mervyn, o Memorias del año 1793 , Charles

Brokden Brown. (N. del T.)

*Hydriotaphia , Thomas Browne. ( N. del T. )

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*Verso del poema La máscara de la anarquía , P. B.

Shelley. (N. del T.)

*La muerte de Wallenstein , acto V, escena I, Friedrich

Schiller, según la versión de Coleridge. (N. del T.)

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Capítulo VIII

Tras un largo intervalo, el infatigable espírituque hay en mí me conmina una vez más aproseguir el relato. Pero he de alterar la mod-alidad que hasta ahora he adoptado. Los de-talles contenidos en las páginas anteriores,aparentemente triviales, pesan sin embargocomo el plomo en la triste balanza de las aflic-ciones humanas. Esta tediosa demora en laspenas de los otros, cuando las mías las causabasólo la aprensión; este lento despojarme de lasheridas de mi alma; este diario de muerte; estesendero largo y tortuoso que conduce a unocéano de incontables lágrimas, me devuelveuna vez más a un pesar fúnebre. Había usadoesta historia como adormidera; mientras de-scribía a mis amados amigos, llenos de vida yradiantes de esperanza, asistentes activos de laescena, sentía alivio. Todavía mayor habrá deser el placer melancólico de dibujar el fin de

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todo ello. Pero los pasos intermedios, el as-censo por la muralla que se alza entre lo queera y lo que es, mientras yo, aún del otro lado,no veía el desierto que se ocultaba más allá,constituye una tarea que desborda mis fuerzas.El tiempo y la experiencia me han elevadohasta una cumbre desde la que contemplo elpasado como un todo: y así es como debo de-scribirlo, recreando los principales incidentes yarrojando luces y sombras para formar un re-trato en cuya misma oscuridad se hallearmonía.

Sería innecesario narrar todos estossucesos desastrosos, para los que podrían hal-larse paralelos en episodios menos graves denuestra gigantesca calamidad. ¿De veras deseael lector conocer relatos de asilos para apesta-dos en que la muerte era el mayor consuelo;del avance siniestro de los coches fúnebres; dela insensibilidad de los indignos y la angustiade los corazones amorosos; de los gritos

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desgarradores y los abrumadores silencios; delas muchas formas que adoptaba la enfer-medad, de las huidas, del hambre, de la deses-peración y de la muerte? Existen muchos lib-ros con los que saciar el apetito de todas esascosas. Recúrrase para ello a los escritos deBoccaccio, Defoe y Browne. La vasta aniquila-ción que lo ha engullido todo –la soledadmuda de una tierra otrora bulliciosa–, el es-tado de soledad en que me hallo, han privadoincluso a esos detalles de su punzante real-ismo, y mezclando los sórdidos tintes de an-gustias pasadas con tonos poéticos, he preten-dido escapar del mosaico de la circunstancia,percibiendo y recreando los colores agrupadosy combinados del pasado.

Regresé de Londres imbuido de la sensa-ción íntima, convencido, de que mi principaldeber consistía en asegurar, en la medida demis posibilidades, el bienestar de mi familia, ya continuación regresar a mi puesto, junto aAdrian. Pero los acontecimientos que se

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sucedieron tras mi llegada a Windsor me ll-evaron a cambiar de idea. La epidemia no sóloafectaba a Londres; se había extendido por to-das partes. En palabras de Ryland, había lleg-ado a nosotros como mil jaurías de lobos queaullaran en la noche invernal, acechadores yfieros. Cuando la enfermedad alcanzaba las zo-nas rurales sus efectos resultaban más graves,más devastadores, y la curación resultaba másdifícil que en las ciudades. En éstas existía lacompañía en el sufrimiento, los vecinos se vi-gilaban constantemente unos a otros e, in-spirados por la benevolencia activa de Adrian,se socorrían y dificultaban el avance de la de-strucción. Pero en el campo, entre las granjasdispersas, en las mansiones solitarias, en losprados y en los pajares, las tragedias causabanmás dolor en el alma y se producían sin ser vis-tas ni oídas. La ayuda médica era más difícil deconseguir, así como los alimentos, y los sereshumanos, no refrenados por la vergüenza,pues sus conciudadanos no los observaban, se

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entregaban en mayor medida a fechorías o su-cumbían con mayor facilidad a abyectostemores.

También se conocían actos heroicos, actoscuya sola mención llena de orgullo loscorazones y de lágrimas los ojos. Así es la nat-uraleza humana: en ella la belleza y la defor-midad suelen ir de la mano. Al estudiar histor-ia nos asombra a menudo la generosidad y laentrega que avanzan siguiendo los talones delcrimen y cubren con flores supremas las man-chas de sangre. Tales actos no escaseaban abordo del siniestro carro que tiraba de la plaga.

Los habitantes de Berkshire y Bucks sabíandesde hacía tiempo que la epidemia había lleg-ado a Londres, Liverpool, Bristol, Manchester,York y las ciudades más pobladas deInglaterra. No se sorprendieron nada al tenerconocimiento de que ya había hecho mella enellos. En medio de aquel terror se sentían aira-dos e impacientes. Deseaban hacer algo, lo quefuera, para alejar el mal que los acorralaba,

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pues en la acción creían que se hallaba elremedio; así, los habitantes de las ciudadesmás pequeñas dejaban sus hogares, montabantiendas en los campos y vagaban separados sinimportarles el hambre ni las inclemencias deltiempo, suponiendo que de ese modo evitaríanel contagio mortal. Los granjeros y los dueñosde las fincas, por el contrario, presas del miedoa la soledad y ansiosos por contar con ayudamédica, se dirigían a las ciudades.

Pero el invierno se acercaba, y con él la es-peranza. En agosto la epidemia se había de-tectado en la campiña inglesa, y en septiembrehabía causado sus estragos. Hacia mediados deoctubre empezó a remitir, y en cierto modo sevio reemplazada por el tifus, que atacó con unavirulencia apenas menor. El otoño se revelócálido y lluvioso. Los enfermos y los más dé-biles murieron. Felices ellos: muchos jóvenesrebosantes de salud y de futuro palidecieronpor culpa de la enfermedad y acabaron porconvertirse en moradores de los sepulcros. La

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cosecha se había perdido y la poca calidad delmaíz y la falta de vinos extranjeros facilitabanla proliferación del mal. Antes de Navidad lamitad de Inglaterra quedó bajo las aguas. Lastormentas del verano anterior se repitieron,aunque la disminución del transporte marí-timo nos llevara a creer que las tempestadeshabían sido menos en el mar. Las inun-daciones y los aguaceros causaron daños másgraves en el continente europeo que en nuestropaís, constituyendo el mazazo final a las cal-amidades que lo habían destruido. En Italia,los escasos campesinos no bastaban para vigil-ar los ríos, y como bestias que huyen de susguaridas cuando se acercan los cazadores y susperros, el Tíber, el Arno y el Po se abalanzaronsobre las llanuras, acabando con su fertilidad.Pueblos enteros fueron arrasados por lasaguas. Roma, Florencia y Pisa se anegaron ysus palacios de mármol, antes reflejados en sustranquilas aguas, vieron sus cimientos

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empapados con la crecida invernal. En Ale-mania y Rusia los daños fueron aún másgraves.

Pero la escarcha y la helada al fin llegaron,y con ellas la renovación de nuestro contratocon la tierra. El hielo limaría las flechas de lapeste y encadenaría a los furiosos elementos. Yel campo, en primavera, se despojaría de suvestido de nieve, libre de la amenaza de la de-strucción. Con todo, las tan esperadas señalesdel invierno no se presentaron hasta febrero.La nieve cayó durante tres días, el hielo detuvola corriente de los ríos y las aves abandonaronlas ramas de los árboles cubiertos de escarcha.Pero al cuarto día todo desapareció. Los vien-tos del suroeste trajeron lluvias, y más tardesalió un sol que, burlándose de las leyes nat-urales, parecía abrasar con fuerza estival apesar de lo temprano de la estación. No habíanada que hacer, pues con las primeras brisasde marzo los caminos se llenaron de violetas,los árboles frutales florecieron, el maíz brotó y

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nacieron las hojas, obligadas por el calor anti-cipado. Nos asustaban el aire balsámico, elcielo sin nubes, el campo cuajado de flores, losdeliciosos bosques, pues ya no veíamos el ma-terial del universo como nuestra morada, sinocomo nuestra tumba, y la tierra fragante, tam-izada por nuestro temor, olía a grancamposanto.

Pisando la tierra durade continuo el hombre estáy cada paso que daes sobre su sepultura.*

Con todo, a pesar de esas desventajas el in-vierno suponía un alivio, e hicimos lo posiblepor sacarle el mayor partido. Tal vez la epi-demia no regresara con el verano, pero si lohacía, nos hallaría preparados. Está en la nat-uraleza humana la adaptación, a partir de lacostumbre, incluso al dolor y a la tristeza. Lapeste se había convertido en parte de nuestro

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futuro, de nuestra existencia, era algo de lo quehabía que protegerse, como había que pro-tegerse del desbordamiento de los ríos, de lacrecida de los mares y de las inclemencias deltiempo. Tras prolongados sufrimientos y ex-periencias amargas, tal vez se descubriera lapanacea. Por el momento, todo el que contraíala infección, moría. Pero no todo el mundo seinfectaba. Así, nuestra misión debía consistiren cavar bien los cimientos y alzar bien alta labarrera que separara a los contagiados de lossanos; en introducir un orden que condujera albienestar de los supervivientes y que dieracierta esperanza y algo de felicidad a quienespresenciaran aquella tragedia, en caso de queésta se renovara. Adrian había introducidoprocedimientos sistemáticos en la metrópolisque, aunque no habían logrado detener elavance de la muerte, sí habían impedido otrosmales, vicios y locuras que sólo habrían ser-vido para ennegrecer más el trágico destino de

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nuestro tiempo. Yo deseaba seguir su ejemplo,pero la gente está acostumbrada a

moverse al unísono, si es que se mueve*

y no hallaba el modo de lograr que los habit-antes de las aldeas y pueblos, que olvidabanmis palabras o no las escuchaban, y que res-ultaban más cambiantes que los vientos, modi-ficaran el menor de sus actos.

De modo que adopté otro plan. Los es-critores que han imaginado un reino de paz yfelicidad en la tierra, han tendido a situarlo enun paisaje rural, donde el gobierno se halla enmanos de los ancianos y los sabios. Aquellasería, pues, la clave de mi idea. En casi todaslas aldeas, por pequeñas que sean, existe unjefe, uno de entre ellos mismos que es ven-erado, cuyo consejo se busca en tiempos de di-ficultad y cuyas buenas opiniones son tenidas

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en cuenta. Mi experiencia personal me llevabaa saber que así era.

En la aldea de Little Marrow vivía una an-ciana que gobernaba de tal modo la comunid-ad. Había vivido algunos años en un hospicio,y los domingos, si el tiempo lo permitía, su pu-erta se veía siempre asediada por una multitudque acudía en busca de sus consejos, dispuestaa escuchar sus admoniciones. Había sido es-posa de un soldado y había visto mundo. Laenfermedad, inducida por unas fiebres quecontrajo en moradas insalubres, la habíaminado prematuramente, y apenas se movíade su camastro. La peste llegó a la aldea y el es-panto y el dolor privaron a sus habitantes delpoco juicio que poseían. Pero la vieja Marthadio un paso al frente y dijo:

–Yo ya he vivido en una ciudad atacada porla peste.

–¿Y escapaste?

–No, pero me recuperé.

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Después de aquello, el prestigio de Martano hizo sino crecer, y con él el amor que los de-más le profesaban. Entraba en las casas de losenfermos y aliviaba sus sufrimientos con suspropias manos. Parecía no sentir temor algunoy contagiaba de su coraje innato a quienes larodeaban. Acudía a los mercados e insistía enque le entregaran alimentos para los que erantan pobres que no podían comprarlos. Les de-mostraba que del bienestar de cada uno de el-los dependía la prosperidad de todos. No per-mitía que se descuidaran los jardines, que lasflores enredadas a las celosías de las casas semarchitaran por falta de cuidados. La esper-anza, aseguraba, era mejor que la receta de unmédico, y todo lo que sirviera para mantener elánimo valía más que los remedios y laspócimas.

Fueron mis conversaciones con Martha, asícomo la visión de Little Marlon, lo que mellevó a la formulación de mi plan. Yo ya habíavisitado las fincas rurales y las mansiones de

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los nobles, y había constatado que a menudolos habitantes actuaban movidos por la mayorbenevolencia, dispuestos a ayudar en todo asus arrendatarios. Pero eso no bastaba. Seechaba de menos una comprensión íntima,generada por esperanzas y temores similares,por similares experiencias y metas. Los pobrespercibían que los ricos contaban con unos me-dios de preservación de los que ellos carecían,que podían vivir apartados y, hasta ciertopunto, libres de preocupación. No podían con-fiar en ellos y preferían recurrir a los consejosy auxilios de sus iguales. Por tanto, resolví irde pueblo en pueblo en busca del arconterústico del lugar para, mediante la sistematiza-ción de sus ideas y el perfeccionamiento de susopiniones, incrementar tanto la eficacia comoel uso de éstas entre los habitantes de sumisma aldea. En aquellas elecciones reales yespontáneas se producían muchos cambios:los derrocamientos y las abdicaciones eran fre-cuentes, y en lugar de los viejos y prudentes se

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destacaban los ardorosos jóvenes, ávidos deacción e ignorantes del peligro. Y tambiénsucedía a menudo que la voz a la que todosatendían se silenciaba de pronto, la mano ten-dida se cerraba, lo mismo que los ojos, y losaldeanos temían aún más una muerte quehabía escogido aquella víctima, que había envi-ado a la tumba aquel corazón que había latidopor ellos, reduciendo a la incomunicación irre-versible una mente siempre ocupada de subienestar.

Quien trabaja por los demás suele encon-trarse con que la ingratitud, regada por el vicioy la locura, brota del grano que él ha sem-brado. La muerte, que en nuestra juventudhollaba la tierra como «ladrón en la noche»,*

alzándose de su bóveda subterránea, ungida depoder, haciendo ondear el negro estandarte,avanzaba conquistadora. Muchos veían, sen-tada sobre el trono de su virrei-nato, a la su-prema Providencia, que dirigía sus huestes yguiaba su avance, e inclinaban la cabeza en

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señal de resignación, o al menos de obediencia.Otros percibían sólo una casualidad pasajera,preferían la despreocupación al temor y se en-tregaban a la vida licenciosa para evitar losaguijonazos del peor de los temores. Y así,mientras los sabios, los buenos y los prudentesse ocupaban en tareas de bondad, la tregua delinvierno causaba otros efectos en los jóvenes,los inconscientes y los viciosos. Durante losmeses más fríos, muchas personas setrasladaron a Londres en busca de diversión;la opinión pública se relajó. Muchos, hastaentonces pobres, se hacían ricos; eran multitudlos que habían perdido a sus padres, los cus-todios de su moral, sus mentores, sus frenos.Hubiera resultado inútil oponerse a aquellosimpulsos poniendo barreras, que sólo habríanservido para lograr que quienes los sentían seentregaran a indulgencias aún más pernicio-sas. Los teatros seguían abiertos y se veíansiempre atestados; los bailes y las fiestas noc-turnas gozaban siempre de gran concurrencia;

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en muchas de ellas se violaba el decoro y pro-liferaban unos males hasta entonces relacion-ados con un estado avanzado de civilización.Los alumnos abandonaban sus libros, los artis-tas sus talleres. Las ocupaciones de la vidahabían desaparecido, pero las distraccionesperduraban. Los goces podían prolongarse casihasta la tumba. Todo disimulo desaparecía –lamuerte se alzaba como la noche– y, protegidospor sus sombras sórdidas, el rubor de la tim-idez, la reserva del orgullo y el decoro de laprudencia solían despreciarse por considerarsevelos inútiles.

Pero esta tendencia no era universal. Entrepersonas más elevadas, la angustia y el temor,el miedo a la separación eterna, el asombronatural causado por aquella calamidad sin pre-cendentes, llevaban a estrechar lazos con fa-miliares y amigos. Los filósofos planteaban susprincipios como barreras contra la prolifera-ción del libertinaje o la desesperación, comoúnicas murallas capaces de proteger el

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territorio invadido de la vida humana; los reli-giosos, con la esperanza de obtener su recom-pensa, se aferraban a sus credos como atablones que, flotando en el tempestuoso mardel sufrimiento, los llevaran a la seguridad deun puerto situado en el Continente Ignoto. Loscorazones amorosos, obligados a concentrar sucampo de actuación, dedicaban por triplicadosu desbordante afecto a las pocas personas quequedaban. Pero incluso entre ellas, el presente,como una posesión inalienable, era el únicotiempo en que se atrevían a depositar susesperanzas.

La experiencia, desde épocas inme-moriales, nos había enseñado a contarnuestros goces por años y a extender nuestrasperspectivas de vida sobre un periodo dilatadode progreso y decadencia. El largo camino tejíaun vasto laberinto, y el Valle de la Sombra dela Muerte, en el que concluían, quedaba ocultopor objetos interpuestos. Pero un terremotohabía cambiado el paisaje –la tierra había

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bostezado bajo nuestros mismos pies– y elabismo se había abierto, profundo y vertical,dispuesto a engullirnos, mientras las horas nosconducían al vacío. Mas ahora era invierno, ydebían transcurrir meses hasta que nosviéramos otra vez privados de seguridad. Noshabíamos convertido en mariposas efímeras, yel lapso entre la salida y la puesta del sol erapara nosotros como un año entero de tiempoordinario. No veríamos a nuestros hijos alcan-zar la madurez ni arrugarse sus mejillas carno-sas, ni sus despreocupados corazones ser pres-as de la pasión o las cuitas; gozábamos de ellosahora porque vivían, y nosotros también. ¿Quémás podíamos desear? Con aquellas enseñan-zas mi pobre Idris trataba de acallar los cre-cientes temores, y hasta cierto punto lo logra-ba. No era como en verano, cuando el destinofatal podía llegar de una hora para otra. Hastala llegada del verano nos sentíamos a salvo. Yaquella certeza, por breve que fuera, satisfizopor un tiempo su ternura maternal. No sé

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cómo expresar o comunicar la sensación de el-evación intensa y concentrada, aunque evanes-cente, que se apoderó de nosotros en aquellosdías. Nuestras alegrías eran más profundas,pues veíamos su final; eran más agudas, puessentíamos todo su valor; eran más puras, puessu esencia era la comprensión. Y así como unmeteoro brilla más que una estrella, así la di-cha de aquel invierno contenía en sí misma lasdelicias destiladas de una vida larga, muylarga.

¡Qué adorable resulta la primavera! Al con-templar desde la terraza de Windsor losdieciséis condados fértiles que se extendían anuestros pies, salpicados de hermosas man-siones y pueblos ricos, todo parecía, como enaños anteriores, hermoso y alegre. El campoestaba arado, las tiernas espigas de trigoasomaban entre la tierra oscura, los frutalesflorecían, los campesinos trabajaban sus par-celas, las lecheras regresaban a casa con loscubos rebosantes, los gorriones y los

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martinetes rozaban las albercas soleadas consus alas largas y apuntadas, los corderos reciénnacidos reposaban sobre la hierba joven, lashojas tiernas

elevan su hermosa cabeza en el aire y ali-mentanun espacio silencioso con botones siempreverdes.*

Hasta los hombres parecían regenerarse, ysentían que la escarcha del invierno daba pasoa una cálida y elástica renovación de la vida. Larazón nos decía que las cuitas y las penas avan-zarían con el año, pero ¿cómo creer aquella vozagorera que respiraba sus vapores pestilentesdesde la tenebrosa caverna del miedo, mien-tras la naturaleza, riéndose y esparciendoflores, frutas y aguas chispeantes desde suverde regazo, nos invitaba a unirnos a la alegremascarada de la vida joven que se derramabasobre aquel escenario?

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¿Dónde estaba la peste? «Aquí, en todaspartes», exclamó una voz impregnada detemor y espanto, cuando en los agradables díasde un mayo soleado la Destructora del hombrevolvió a cabalgar sobre la tierra, obligando alespíritu a abandonar su crisálida orgánica parapenetrar en una vida ignorada. Con un solomovimiento de su arma poderosa, toda pre-caución, todo cuidado, toda prudencia, fueronaniquilados. La muerte se sentaba a las mesasde los notables, se tendía en el jergón del gran-jero, atrapaba al cobarde que huía, abatía alvaliente que resistía. La desazón se apoderabade todos los corazones, la pena velaba todoslos ojos.

Las visiones lúgubres empezaban a resul-tarme familiares, y si hubiera de relatar toda laangustia y el dolor que presencié, dar cuentade los sollozos desesperados de aquellos días,de las sonrisas de la infancia, más horriblesaún, esbozadas en el pecho del horror, mi lect-or se echaría a temblar y, con el vello erizado,

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se preguntaría por qué, presa de una locura re-pentina, no me arrojé por algún precipicio, lo-grando así cerrar los ojos para siempre ante eltriste fin del mundo. Pero los poderes delamor, la poesía y la imaginación creativa habit-an incluso junto a los apestados, junto a los es-cuálidos, a los moribundos. Un sentido de de-voción, de deber, de propósito noble y con-stante, me elevaba. Una extra-ña alegría in-undaba mi corazón. En medio de aquella penatan grande yo parecía caminar por los aires, yel espíritu del bien vertía a mi alrededor unaatmósfera de ambrosía que limaba las aristasde la incomprensión y limpiaba el aire de sus-piros. Si mi alma cansada flaqueaba en su em-peño, pensaba en mi hogar querido, en el cofreque contenía mis tesoros, en el beso de amor yen la caricia filial; entonces mis ojos sellenaban del rocío más puro y mi corazón sen-tía al momento una ternura renovada.

El afecto maternal no había vuelto egoísta aIdris. Al inicio de nuestra calamidad, con

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imprudente entusiasmo se había entregado alcuidado de enfermos y desahuciados. Pero, aldesaconsejárselo yo, ella me obedeció. Le con-té que el temor por los peligros a los que sesometía me paralizaba en mis esfuerzos, y quesaber que se hallaba a salvo, en cambio, forta-lecía mis nervios. Le demostré los riesgos quecorrían nuestros hijos durante sus ausencias. Yella, finalmente, aceptó no alejarse del recintodel castillo. Con todo, en el interior de surecinto habitaba una nutrida colonia de seresinfelices abandonados por sus familiares, losbastantes como para ocupar su tiempo y susatenciones, mientras su incansable entrega ami bienestar y a la salud de los niños, por másque se esforzara en camuflarla u ocultarla, ab-sorbía todos sus pensamientos y consumíagran parte de sus energías. Además de su laborde vigilancia y cuidado, su segunda preocupa-ción consistía en ocultarme a mí su angustia ysus lágrimas. Yo regresaba al castillo todas lasnoches, y en él hallaba, esperándome, amor y

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reposo. Con frecuencia permanecía junto allecho de muerte de algún enfermo hasta la me-dianoche, y en noches oscuras y lluviosas re-corría a caballo muchas millas. Si lo resistíaera sólo por una cosa: la seguridad y el des-canso de mis seres queridos. Si alguna escenaagónica me impresionaba más de la cuenta yperlaba mi frente de sudor, apoyaba la cabezaen el regazo de Idris y el latido tempestuoso demis sienes regresaba a su ritmo temperado. Susonrisa era capaz de sacarme del desasosiego ysu abrazo bañaba mi corazón pesaroso en unbálsamo de paz.

El verano avanzaba y, coronada por los po-tentes rayos del sol, la peste arrojaba suscerteros dardos sobre la tierra. Las nacionesque se hallaban bajo su influencia inclinabanla cabeza y morían. El maíz que había brotadoen abundancia se agostaba y se pudría en loscampos, mientras que el pobre infeliz quehabía acudido a buscar pan para sus hijosyacía, rígido y apestado, en una zanja. Los

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verdes bosques agitaban sus ramas majestu-osamente y los moribundos se tendían bajo susombra, respondiendo a la solemne melodíacon sus lamentos disonantes. Los pájaros decolores revoloteaban en la penumbra. El ci-ervo, ignorante de todo, reposaba a salvo sobrelos helechos. Los bueyes y los caballos es-capaban de los establos abandonados y pacíanen los campos de trigo, pues sólo sobre loshombres se abatía la muerte.

Con la llegada del verano y el regreso de lamortandad, nuestros temores crecieron. Mipobre amor y yo nos miramos y mira-mos anuestros hijos.

–Los salvaremos, Idris –dije yo–. Los sal-varé. Dentro de unos años les hablaremos denuestros temores, que ya habrán desaparecido.Aunque ellos sean los únicos que sobrevivanen la tierra, vivirán, y ni sus mejillas palidecer-án ni languidecerán sus voces.

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Nuestro hijo mayor entendía hasta ciertopunto las escenas que presenciaba a sualrededor y en ocasiones, con gesto serio mepreguntaba sobre el motivo de tan vasta des-olación. Pero sólo tenía diez años y la hilaridadde la juventud no tardaba en desfruncirle elceño. Evelyn, querubín sonriente, niñojuguetón, sin idea alguna de lo que era el doloro la pena, lograba, mientras se apartaba los tir-abuzones de los ojos, que en los todos salonesresonara el eco de su alegría y atraía nuestraatención con miles de artimañas. Clara,nuestra adorada y bondadosa Clara, eranuestro sostén, nuestro solaz, nuestra delicia.Se había empeñado en asistir a los enfermos,en consolar a los tristes, en ayudar a los an-cianos, y además participaba de las actividadesde los jóvenes y de su alegría. Iba de sala ensala como un espíritu bueno enviado por elreino celestial para iluminarnos en aquellahora oscura con su esplendor ultraterreno. Lagratitud y el elogio se alzaban a su paso. Y sin

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embargo, cuando con gran sencillez jugaba ennuestra presencia con nuestros hijos, o con en-trega infantil realizaba pequeñas tareas paraIdris, nos preguntábamos en qué rasgos de suencanto puro, en qué tonos suaves de su me-lodiosa voz, residía, tanto heroísmo, sagacidady benevolencia.

El verano transcurría tedioso, pues noso-tros confiábamos en que el invierno acabara alfin con la enfermedad. Que ésta desaparecierapor completo era una esperanza demasiado ín-tima, demasiado sentida como para expresarlaen palabras. Cuando alguien, inconsciente, lapronunciaba en voz alta, quienes la es-cuchaban entre lágrimas y sollozos demostra-ban lo profundo de sus temores, lo frágil de supropia fe. En cuanto a mí, mi misión en arasdel bien común me permitía observar con másdetalle que otros la virulencia renovada denuestro enemigo ciego y los estragos quecausaba. En un solo mes había destruido unpueblo, y si en mayo había enfermado la

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primera persona, en junio los senderosaparecían llenos de cadáveres insepultos. Enlas casas sin dueño las chimeneas no elevabansu humo al aire, y los relojes de las amas decasa marcaban sólo la hora en que la muertehabía obtenido su triunfo. En ocasiones, detales escenarios rescataba yo a algún niño des-valido, apartaba a alguna madre joven de lapresencia inerte de su recién nacido o consol-aba a un robusto bracero que lloraba descon-solado ante a su extinta familia.

Julio había pasado. Agosto debía pasar, ytal vez entonces, a mediados de septiembre,hubiera alguna esperanza. Contábamos losdías con impaciencia. Los habitantes de lasciudades, para que su espera resultara más ll-evadera se arrojaban en brazos de la disipa-ción, y con fiestas desbocadas, en las quecreían hallar placer, trataban de abolir elpensamiento y de adormecer su desasosiego.Nadie excepto Adrian hubiera podido aplacar ala variopinta población de Londres que, como

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una manada de caballos salvajes galopandohacia sus pastos, había abandonado el temor alas cosas pequeñas debido a la intervención delmayor de los temores. Incluso Adrian se habíavisto obligado a ceder en algo para poderseguir, si no guiando, al menos estableciendolímites a la permisividad de los tiempos. Así,los teatros se mantenían abiertos y los lugaresde asueto público seguían viéndose muy con-curridos, aunque él tratara de modificar aquelestado de cosas para aplacar, de la mejor man-era posible, la excitación de los espectadores, ya la vez impedir una reacción de tristezacuando esa excitación terminara. Las obras fa-voritas eran las grandes tragedias. Las comedi-as suponían un contraste demasiado pronun-ciado con la desesperación interna; cuando seintentaba poner alguna en escena, no era raroque algún comediante, en medio de las carca-jadas suscitadas por su histriónica representa-ción, recordara alguna palabra o idea que ledevolviera a su desgracia y pasara de la

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bufonada a las lágrimas y los sollozos, mien-tras los espectadores, con gesto mimético, es-tallaban el llanto, tornando la pantomima ficti-cia en exhibición real de trágica pasión.

No se hallaba en mi naturaleza extraer con-suelo de tales lugares: de los teatros, cuyas fal-sas risotadas y alegría discordante despertabanuna simpatía forzada, o donde las lágrimas ylos lamentos ficticios se burlaban de la penareal; de las fiestas o las reuniones concurridas,donde la hilaridad nacía de los peores sentimi-entos de nuestra naturaleza o donde la exalta-ción de los mejores parecía fijada con un barn-iz de estridencia y falsedad; de las reunionesde personas plañideras disfrazadas de perso-nas festivas. Sin embargo, en una ocasión pres-encié una escena de gran interés en un teatro,una escena en que la naturaleza superó al arte,del mismo modo que una poderosa catarata seburla de una ridícula cascada artificial, hastaese momento alimentada con parte del caudalde aquélla.

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Había acudido a Londres para visitar aAdrian, pero a mi llegada constaté que no seencontraba en el palacio. Aunque sus asist-entes ignoraban su paradero, creían que no re-gresaría hasta última hora de la noche. Nohabían dado aún las siete de aquella agradabletarde de verano y yo me dedicaba a pasear porlas calles vacías de la ciudad. Ahora me des-viaba para evitar un funeral que se aproxim-aba, luego la curiosidad me llevaba a observarel estado de algún lugar concreto. Pero aquelpaseo me llenaba de tristeza, pues el silencio yel abandono se apoderaban de todo lo queveía, y las escasas personas con que mecruzaba presentaban un aspecto pálido y des-mejorado, tan marcado por la desconfianza yla zozobra que, temeroso de encontrarme sólocon aquellos signos de desgracia, desanduvemis pasos y me encaminé a casa.

Una vez en Holborn, pasé frente a unaposada llena de grupos ruidosos cuyas can-ciones, risotadas y gritos me parecieron más

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tristes que el rostro pálido y el silencio de lasplañideras. Precisamente una de ellas pululabapor las inmediaciones. El lamentable estado desu atuendo proclamaba su pobreza; estabamuy pálida y cada vez se acercaba más.Primero miró por la ventana y después por lapuerta, como temerosa y al mismo tiempodeseosa de entrar. En uno de los corrillos em-pezaron a cantar y a reírse y la mujer sintióaquellas muestras de alegría como aguijonazosen el corazón. «¿Cómo puede ser capaz?»,murmuró, y entonces, haciendo acopio de val-or, cruzó el umbral. La casera la interceptó enla entrada. La pobre criatura le preguntó:

–¿Está aquí mi esposo? ¿Puedo ver aGeorge?

–Verlo, sí –respondió la casera–, si va ad-onde se encuentra. Ayer noche se lo llevaron.Tiene la peste y lo trasladaron al hospital.

Aquella pobre desgraciada se apoyó en lapared y dejó escapar un grito amortiguado.

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–¿Tan cruel es usted para haberlo enviadoahí?

La otra mujer se alejó, pero una tabernera,más compasiva, le explicó con detalle lo suce-dido, que no era mucho: a su esposo, enfermoy tras una noche de jolgorio, sus amigos lohabían llevado al hospital de Saint Bartho-lomew. Yo presencié toda la escena, pues habíaen aquella pobre mujer una dulzura que mecautivaba. La vi salir del local y caminar tam-baleante por Holborn Hill. Pero al poco le fal-laron las fuerzas y hundió la cabeza en elpecho, palideciendo aún más. Me acerqué aella y le ofrecí mis servicios. Ella apenas alzó lavista.

–No puede ayudarme –me dijo–. Debo ir alhospital. Eso si no muero antes de llegar.

Todavía quedaban en las calles de la ciudadalgunos coches de punto esperando clientes,más por costumbre que por expectativa de ne-gocio. De modo que la subí a uno de ellos y la

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acompañé hasta el hospital para asegurarmede que llegaba sana y salva. El trayecto eracorto y ella habló poco, más allá de pronunciaralgunas expresiones soterradas de reproche alhombre que la había abandonado y a algunosde sus amigos, así como sus esperanzas de hal-larlo con vida. Había una sinceridad sencilla ynatural en ella que me llevaba a interesarmepor su suerte, un interés que creció cuandoaseguró que su esposo era la mejor persona delmundo, o que lo había sido hasta que la faltade trabajo, en aquellos tiempos difíciles, lohabía empujado frecuentar malas compañías.

–No soportaba volver a casa –dijo– y verque nuestros hijos morían. Los hombres care-cen de la paciencia de las madres con los queson de su misma sangre.

Llegamos a Saint Bartholomew y entramosen el edificio de aquella casa de enfermedad.La pobre criatura se apretó contra mí al ver lafrialdad y la rapidez con que trasladaban a losmuertos desde las salas comunes hasta una

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estancia cuya puerta entreabierta dejaba vergran número de cadáveres, visión monstruosapara alguien no acostumbrado a tales escenas.Nos condujeron a las dependencias a la quehabían llevado a su esposo tras su ingreso ydonde, según la enfermera, seguía aún, aunqueno sabía si con vida. La mujer empezó a recor-rer la estancia, cama por cama, hasta que enun extremo, tendida en un camastro, distin-guió a una criatura escuálida y demacrada queagonizaba some-tida a la tortura de la infec-ción. Se abalanzó sobre él y lo abrazó, agrade-ciendo a Dios que le hubiera conservado lavida.

El entusiasmo que le infundía semejantealegría la cegaba también ante los horrores quese mostraban a su alrededor, pero a mí éstosme resultaban intolerables. Los efluvios queflotaban en aquella sala encogían mi corazónen dolorosos espasmos. Se llevaban a losmuertos y traían a los enfermos con idénticaindiferencia. Algunos de éstos gritaban de

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dolor, otros se reían, presas de los delirios. Aalgunos los acompañaban familiares llorosos;otros llamaban con voces desgarradoras ytiernas o con tonos de reproche a sus amigosausentes. Las enfermeras iban de cama encama, imágenes encarnadas de la desespera-ción, el abandono y la muerte. Incapaz de so-portarlo por más tiempo, entregué unas mone-das de oro a mi desgraciada acompañante, laencomendé al cuidado de las enfermeras y sinmás demora abandoné el hospital. Pero miimaginación, atormentándome, no dejaba derecrear imágenes de mis seres queridos postra-dos en aquellos lechos, desatendidos de esemodo. El país no podía permitirse tanto hor-ror. Muchos desventurados morían solos enlos campos, y en una ocasión hallé a un únicosuperviviente en un pueblo desierto, luchandocontra el hambre y la infección. Con todo, laasamblea de la peste, el salón de los banquetesde la muerte, se reunía sólo en Londres.

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Seguí caminando, con el corazón en unpuño. Las dolorosas emociones me impedíantoda concentración. De pronto me hallé frenteal teatro de Drury Lane. La obra que se repres-entaba era Macbeth , y el actor más importantede la época ejercía sus poderes para adormeceral público y distraerlo de sus pesares. Yomismo deseaba probar aquella medicina, demodo que entré. El teatro estaba bastante con-currido. Shakesperare, cuya popularidad llev-aba cuatro siglos bien asentada, no había per-dido su vigencia en aquellos tiempos difíciles yseguía siendo Ut magus , el brujo quemandaba en nuestros corazones y gobernabanuestra imaginación. Yo había llegado duranteuna pausa, entre los actos tercero y cuarto.Eché un vistazo al público. Las mujerespertenecían en su mayoría a las clases inferi-ores, pero había hombres de todos los esta-mentos que acudían para olvidar mo-mentáneamente las dilatadas escenas de des-gracia que les aguardaban en sus hogares

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miserables. Se alzó el telón y en el escenarioapareció la caverna de las brujas. El armazónsobrenatural e imaginario de Macbeth eragarantía de que la representación tendría pocoque ver con nuestra realidad presente. La com-pañía se había esforzado al máximo para lo-grar la mayor autenticidad posible. La ex-tremada penumbra de la escena, cuya únicafuente de luz prove-nía del fuego encendidobajo la caldera, se sumaba a una especie deneblina que flotaba en el ambiente y que logra-ba dotar a los cuerpos fantasmagóricos de lasbrujas de un halo oscuro y lúgubre. No erantres arpías decrépitas inclinadas sobre una ollaen la que vertían los repugnantes ingredientesde su poción mágica, sino seres temibles, ir-reales, imaginarios. La entrada de Hécate y lamúsica estridente que siguió nos transpor-taron más allá de este mundo. La forma decaverna que adoptaba el escenario, las piedrasen lo alto, acechadoras, el resplandor delfuego, las sombras neblinosas que cruzaban en

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ocasiones la escena, la música asociada a todaslas imágenes de la brujería, permitían a la ima-ginación explayarse sin temor a ser contradi-cha, a oír la réplica de la razón o del corazón.La aparición de Macbeth tampoco destruyó lailusión, pues de él se apoderaban las sensa-ciones que también nos invadían a nosotros, yasí, mientras aquel acto mágico seguía avan-zando, nosotros nos identificábamos con suasombro y su osadía y entregábamos por com-pleto nuestra alma al influjo del engaño es-cénico. Yo ya sentía el resultado benéfico detales emociones en la renovación de mi entregaa la imaginación, una entrega de la que llevabamucho tiempo alejado. Los efectos de aquellaescena encantada transmitieron parte de sufuerza a la siguiente, y así nos olvidamos deque Malcolm y Macduff eran meros seres hu-manos, inspirados por unas pasiones tansimples como las que latían en nuestrospechos. Con todo, gradualmente fuimos reco-brando el interés real de la escena. Una

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sacudida, como la que se hubiera producidotras una descarga eléctrica recorrió el teatrocuando Ross exclamó, en réplica a «¿Sigue Es-cocia como la dejé?»:

Sí, pobre nación, casi con miedo de re-conocerse a sí misma.No se la puede llamar nuestra madre, sinonuestra tumba,donde no se ve jamás sonreír sino a quienno sabe nada:donde los suspiros, gemidos y gritos quedesgarran el aire,surgen sin ser observados:donde la violenta tristeza parece un humorcualquiera:el redoble por los muertos, apenas se pre-gunta por quién es,y las vidas de los hombres buenos se ex-tinguenantes que las flores que llevan en el

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sombreromuriendo sin enfermedad.*

Cada palabra cobraba sentido y tañía comola campana de nuestra vida efímera. Nadie seatrevía a mirar a los demás y todosmanteníamos la vista en el escenario, como sinuestros ojos, sólo con eso, se volvieran inocu-os. El hombre que interpretaba el papel deRoss se dio cuenta de pronto del peligroso ter-reno que pisaba. Se trataba de un actor me-diocre, pero ahora la verdad lo convertía en ex-celente. Siguió declamando, anunciando aMacduff la muerte de su familia, y mientras lohacía sentía temor, y temblaba al pensar quefuera el público, y no su compañero de escena,quien estallara en llanto. Pronunciaba cada pa-labra con dificultad; una angustia verdadera sepintaba en sus gestos y un horror repentino in-undaba sus ojos, que mantenía clavados en elsuelo. Aquella muestra de terror hacía que elnuestro aumentara, y con él ahogábamos el

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grito, alargando mucho el cuello, modificandonuestra expresión cuando él lo hacía, hasta queal fin Macduff, concentrado en su papel y ajenoa la absoluta identificación del público, ex-clamaba con pasión bien interpretada:

¿Todos mis queridos pequeños?¿Has dicho todos? ¡Oh, milano infernal!¿Todos? ¿Qué, todos mis lindos polluelos,y su madre, bajo su garra feroz?*

Una punzada de dolor irrefrenable encogiótodos los corazones, y de todos los labios brotóun sollozo de desesperación. Yo también mehabía dejado arrastrar por el sentimiento gen-eral, había sido absorbido por los terrores deRoss. Así, también yo reproduje el lamento deMacduff, y al punto salí de allí como de un infi-erno de tortura, para hallar sosiego en con-tacto con el frescor del aire, bajo los árbolesmudos.

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Pero ni el aire era fresco ni los árbolescallaban. ¡Cómo habría querido en ese instantegozar del consuelo de la madre Naturaleza, alsentir que mi corazón herido recibía entoncesotra estocada, en esta ocasión en forma de laalgarabía despreocupada que provenía de lataberna y de la visión de los borrachos que sedirigían tambaleantes hacia sus casas, olvidadoel recuerdo de lo que hallarían en ella, y de lossaludos más escandalosos de los seres mel-ancólicos para quienes la palabra «hogar» noera más que una burla! Me alejé de allí lo másrápido que pude hasta que, sin saber cómo, meencontré en las inmediaciones de la abadía deWestminster y me sentí atraído por el sonidograve y prolongado de un órgano. Entré contemor reverencial en el presbiterio iluminado,escuchando los solemnes cánticos religiososque hablaban de paz y esperanza para los des-venturados. Las notas, cargadas de las plegari-as eternas de los hombres, resonaban en lasaltas naves, y un bálsamo celestial bañaba las

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heridas sangrantes del alma. A pesar de la des-gracia que yo despreciaba, y que no alcanzabaa comprender; a pesar de los hogares apagadosdel gran Londres y de los campos cubiertos decadáveres de mi tierra natal; a pesar de todaslas intensas emociones que había experimen-tado esa misma tarde, creía que, en respuesta anuestras melodiosas invocaciones, el Creadorse compadecería de nosotros y nos prometeríaalivio. El horrible lamento de aquella músicacelestial parecía una voz adecuada para comu-nicarse con el Altísimo; me apaciguaban sussonidos, y también la visión junto a mí de tan-tos otros seres humanos elevando sus prédicasy sometién-dose. Una sensación parecida a lafelicidad seguía a la absoluta entrega del ser deuno a la custodia del Señor del mundo. Pero¡ay! Con el fin de los cánticos solemnes, el es-píritu elevado regresó de nuevo a la tierra.Súbitamente un miembro del coro falleció. Loretiraron de su asiento, abrieron apresurada-mente las puertas de la cripta y, tras

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pronunciar unas oraciones breves, lo deposit-aron en la tenebrosa caverna, morada de milesque la habían ocupado antes que él, y queahora abría sus fauces para recibir también atodos los que participaban en los ritosfúnebres. En vano me alejé de aquel escenariobajo naves oscuras y altas bóvedas en las quereverberaban melodiosas alabanzas. Sólo en elexterior del templo hallé algún alivio. Entre lashermosas obras de la Naturaleza, su Dios recu-peraba el atributo de la benevolencia, y allípodía confiar de nuevo en que quien habíacreado las montañas, plantado los bosques ytrazado los ríos, erigiría otra finca para la hu-manidad perdida, donde nosotros desper-taríamos de nuevo a nuestros afectos, nuestradicha y nuestra fe.

Afortunadamente para mí, aquellas circun-stancias se producían sólo en las escasas oca-siones en que me trasladaba a Londres, y misdeberes se limitaban al distrito rural que se di-visaba desde nuestro castillo elevado. Allí, el

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lugar del pasatiempo lo ocupaba el trabajo, queayudaba a los paisanos a mantenerse en granmedida al margen de la tristeza y la enfer-medad. Yo insistía mucho en que se con-centraran en sus cosechas y actuaran como sila epidemia no existiera. En ocasiones se oía elchasquido de las hoces, aunque los segadores,ausentes, se olvidaban de trasladar el trigo unavez cortado. Los pastores, una vez esquiladaslas ovejas, dejaban que los vientos esparcieranla lana, pues no encontraban sentido a fabri-carse ropas para el siguiente invierno. Sin em-bargo, en ocasiones el espíritu de la vida des-pertaba con aquellas ocupaciones: el sol, labrisa refrescante, el olor dulce del heno, elcrujido de las hojas y el rumor de los arroyostraían reposo al pecho y derramaban unasensación parecida a la felicidad sobre los tem-erosos. Y, por extraño que parezca, en aquellostiempos también se disfrutaba de los placeres.Parejas jóvenes que se habían amado sin es-peranza y por largo tiempo veían desaparecer

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los impedimentos y crecer las riquezas a partirde la muerte de algún familiar. El mismo pelig-ro los unía más. El riesgo inmediato les instabaa aprovechar las ocasiones inmediatas. Conprisas, apasionadamente, buscaban conocerlas delicias que la vida les brindaba antes deentregarse a la muerte, y

robando sus placeres con gran esfuerzoy sacándolos por las rejas de la vida,*

desafiaban a la peste a que destruyera lo quehabía existido o a que borrara de sus pensami-entos, en el lecho de muerte, la felicidad quehabía sido suya.

De uno de esos casos tuvimos conocimientopor aquel entonces: una joven de alcurniahabía entregado su corazón, años atrás, a unhombre de extracción humilde. Se trataba deun compañero de escuela y amigo de suhermano, y solía pasar parte de sus vacaciones

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en la mansión de su padre, que era duque.Habían jugado juntos de niños, habían sidoconfidentes de secretos mutuos, se habían ay-udado y consolado en momentos de dificultady tristeza. El amor había surgido entre ellosimperceptiblemente, silencioso, sin temor enun primer momento, hasta que los dos sinti-eron que su vida se hallaba atada a la vida delotro, y al mismo tiempo supieron que debíansepararse. Su juventud extrema, la pureza desu unión, les llevaba a oponer menor resisten-cia a la tiranía de las circunstancias. El padrede la buena Juliet los separó, aunque no sinantes lograr que el joven prometiera manten-erse alejado de su hija hasta que se hubierahecho digno de ella. La joven, por su parte,prometió preservar virgen su corazón –tesorode su amado– hasta que él regresara para re-clamarla y poseerla.

Llegó la peste, amenazando con destruir degolpe las ambiciones y las esperanzas delamor. Durante mucho tiempo el duque de L. . .

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se negó a admitir que pudiera correr peligro sise mantenía recluido y tomaba ciertas pre-cauciones. Hasta el momento había sobre-vivido. Pero en aquel segundo verano la De-structora dio al traste de un solo golpe con susprecauciones, su seguridad y su vida. La pobreJuliet vio cómo su padre, su madre, sushermanos y hermanas, enfermaban y moríanuno tras otro. La mayoría de los criados huyer-on tras la primera aparición de la enfermedad,y los que permanecieron en la casa sucumbi-eron a la infección mortal. Ningún vecino,ningún campesino se atrevía a acercarse a lafinca por temor al contagio. Por una raravuelta del destino, sólo Juliet escapó, y hasta elfin cuidó de sus familiares y los veló en la horade su muerte. Llegó el momento en que el úl-timo habitante de la casa recibió el últimomazazo: la joven superviviente de su raza sesentaba sola entre los muertos. Ningún otroser humano se hallaba cerca para consolarla nipara apartarla de aquella horrenda compañía.

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Cuando ya declinaba el calor de septiembre,una noche se formó una tormenta con vientoshuracanados, truenos y granizo, que se abatiósobre la casa, entonando con fantasmagóricaarmonía un canto fúnebre por su familia. YJuliet, sentada sobre la tierra, inmersa en unadesesperación muda, creyó oír que alguienpronunciaba su nombre entre las ráfagas de vi-ento y lluvia. ¿De quién podía ser aquella vozque le resultaba conocida? De ningún miem-bro de su familia, pues todos ellos, tendidos asu alrededor, la contemplaban con ojos pét-reos. Su nombre volvió a oírse y ella se es-tremeció al pensar que tal vez estuvieravolviéndose loca o muriendo, ya que oía las vo-ces de los fallecidos. Pero entonces otra ideaatravesó su mente, rauda como una flecha, yJuliet se acercó a la ventana. El destello de unrayo le proporcionó la visión que esperaba: suamante asomándose a los arbustos. La alegríale proporcionó las fuerzas necesarias para

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bajar la escalera y abrir la puerta. Se desmayóen sus brazos.

Mil veces se reprochó a sí misma, como side un crimen se tra-tara, que reviviera la feli-cidad con él. La mente humana se aferra demodo natural a la vida y a la dicha; en su jovencorazón aquellos sentimientos se hallaban enla plenitud de sus facultades, y Juliet se en-tregó con ímpetu al hechizo. Se casaron, y ensus rostros radiantes vi encarnarse por últimavez el espíritu del amor, de la entrega absoluta,que en otro tiempo había sido la vida delmundo.

Les envidiaba, sí, pero sabía que me res-ultaba imposible impregnarme del mismo sen-timiento, ahora que los años habían multiplic-ado mis lazos con el mundo. Sobre todo, lamadre angustiada que era mi amada y ex-hausta Idris reclamaba mis abnegadas aten-ciones. No podía reprocharle el temor quejamás abandonaba su corazón y me esforzabapor apartarla de una observación demasiado

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detallada de la verdad de las cosas, de la cer-canía de la enfermedad, la desgracia y lamuerte, de la expresión desgarrada denuestros sirvientes, con la que revelaban queuna muerte, y otra más, nos habían alcanzado.Con respecto a esto último empezó a sucederalgo nuevo que trascendía en horror a todo loque había sucedido antes. Seres desgraciadosacudían arrastrándose para morir bajo nuestrotecho acogedor. Los habitantes del castillomenguaban día tras día, mientras que los su-pervivientes se acurrucaban juntos y temer-osos; y como en un barco donde reinara elhambre y flotara a la deriva a merced de lasolas indómitas e interminables, todos es-crutaban los rostros de todos, tratando deadivinar quién sería el siguiente en sucumbir ala muerte. Todo ello intentaba ocultárselo yo aIdris, para que no le causara tan honda im-presión. Y sin embargo, como ya he dicho, mivalor sobrevivía incluso a mi desesperación: talvez fuera derrotado, pero no me rendiría.

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Un día –era 9 de septiembre– pareció lleg-ar para entregarse a todo desastre, a todohecho doloroso. A primera hora supe de lallegada al castillo de la abuela, muy anciana, deuna de nuestras criadas. Aquella vieja había al-canzado los cien años. Tenía la piel muy ar-rugada, caminaba encorvada y se hallaba sum-ida en una decrepitud extrema, pero pasabanlos años y ella seguía existiendo, sobreviviendoa muchos que eran más jóvenes y más fuertesque ella, hasta el punto de empezar a sentirque iba a vivir eternamente. Llegó la peste y loshabitantes de su aldea murieron. Aferrándose,con la cobardía y mezquindad propias de al-gunos ancianos, a los restos de su vida gastada,cerró a cal y canto las puertas y las ventanas desu casa, negándose a comunicarse con nadie.Salía de noche a conseguir alimento y re-gresaba a casa, satisfecha por no haberse cruz-ado con nadie que pudiera haberle contagiadola enfermedad. A medida que la desolación seapoderaba de la tierra, aumentaban sus

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dificultades para garantizarse el sustento. Alprincipio, y hasta que murió, su hijo, que vivíacerca, la ayudaba dejándole algunos productosen su camino. Pero aun amenazada por elhambre, su temor a la epidemia era enorme, ysu mayor preocupación seguía siendo manten-erse alejada de otras personas. Su debilidadaumentaba día a día, y al mismo tiempo, día adía debía trasladarse a mayor distancia paraencontrar alimentos. La noche anterior habíallegado a Datchet y, merodeando, había encon-trado abierta y sola la panadería del lugar. Car-gada con su botín, las prisas por regresar la ll-evaron a perderse. Era una noche cálida,nublada, nada ventosa. La carga que transport-aba le resultaba demasiado pesada y, una trasotra, fue deshaciéndose de las barras de pancon la idea de seguir avanzando, aunque supaso lento se convirtió en cojera y su debilidad,al cabo, le impidió seguir caminando.

Se tendió en un maizal y se quedó dormida.A medianoche la despertó un ruido de algo que

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se movía junto a ella. Se habría incorporado,sobresaltada, si sus miembros agarrotados selo hubieran permitido. Entonces oyó unlamento grave emitido junto a su oreja, y loschasquidos se hicieron más audibles. Oyó queuna voz acallada susurraba: «¡Agua, agua!», ylo repetía varias veces. Después, un suspirobrotó de lo más hondo de aquel ser sufriente.La anciana se estremeció y con gran esfuerzologró sentarse. Pero le castañeteaban los di-entes, le temblaban las piernas. Cerca, muycerca de ella, había tendida una persona mediodesnuda, apenas distinguible en la penumbra,una persona que volvió a emitir un gemido y apedir agua. Los movimientos de la anciana at-rajeron al fin la atención de su acompañantedesconocido, que le agarró la mano con inusit-ada fuerza.

–Al fin has venido –fueron las palabras quebrotaron de aquellos labios, aunque el esfuerzoque hubo de hacer para pronunciarlas las con-virtió en las últimas del moribundo. Los

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miembros se distendieron, el cuerpo se echóhacia atrás y un gemido leve, el último, indicóel instante de la muerte. Amanecía, y la an-ciana contempló junto a ella el cadáver, mar-cado por la enfermedad fatal. La muerte abrióla mano que se había aferrado a su muñeca. Enese preciso instante se sintió atacada por lapeste. Su cuerpo envejecido no era capaz dealejarse de allí con la suficiente rapidez. Ahora,creyéndose infectada, ya no temía relacionarsecon los demás, de modo que en cuanto pudofue a visitar a su nieta al castillo de Windsor,para lamentarse y morir en él. La visión erahorrible: seguía aferrándose a la vida y llorabasu mala suerte con gritos y alaridos terrorífi-cos. Mientras, el rápido avance de la pestilen-cia demostraba lo que era un hecho: que nosobreviviría muchas horas más.

Clara entró en la sala en el momento en queyo ordenaba que se le proporcionaran los cuid-ados necesarios. Estaba temblorosa y muy pál-ida. Cuando, inquieto, le pregunté por la causa

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de tal agitación, ella se arrojó en mis brazos yexclamó:

–Tío, querido tío, no me odies eterna-mente. Debo decírtelo porque debes saberlo,que Evelyn, el pequeño Evelyn... –La voz se lequebró en un sollozo.

El temor ante una calamidad tan poderosacomo era la pérdida de nuestro adorado hijitohizo que se me helara la sangre. Pero el re-cuerdo de su madre me devolvió la presenciade ánimo. Me acerqué al pequeño lecho de miamado hijo, aquejado de fiebre. Mantenía laesperanza. Con temor pero con entrega, con-fiaba en que no hubiera síntomas de la peste.No había cumplido los tres años y su enfer-medad parecía uno de esos accesos caracter-ísticos de la infancia. Lo observé largo rato,con detalle: sus párpados entrecerrados, susmejillas ardientes, el movimiento incesante desus deditos. La fiebre era muy alta, el sopor ab-soluto, y en cualquier caso, incluso de no haberexistido el temor a la peste, su estado habría

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sido suficiente por sí solo para causar alarma.Idris no debía verlo en ese estado. Clara, apesar de tener apenas doce años, y a causa desu extrema sensatez, se había convertido enuna persona tan prudente y cuidadosa que mesentía seguro dejando a mi hijo a su cargo. Mitarea consistiría en impedir que Idris notara suausencia. Tras administrar a mi hijo losremedios necesarios, dejé que mi adoradasobrina se ocupara de él, con la orden de queme informara de cualquier cambio que seprodujera en su estado.

Acto seguido fui a ver a mi esposa. De cam-ino, intentaba buscar alguna excusa que mepermitiera justificar que ese día me quedaríaen el castillo, y trataba de disipar el gesto depreocupación de mi semblante. Por suerteIdris no se encontraba sola. Merrival la acom-pañaba. El astrónomo se hallaba demasiadoabsorto en sus ideas sobre la humanidad comopara preocuparse por las bajas del día, y vivíarodeado por la enfermedad sin ser consciente

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de su existencia. Aquel pobre hombre, tan in-struido como Laplace, ingenuo y despreocu-pado como un niño, había estado varias vecesa punto de morir de hambre, él, su pálida es-posa y sus numerosos hijos, aunque nuncatenía apetito ni daba muestras de alterarse.Sus teorías astronómicas lo absorbían porcompleto: anotaba sus cálculos con carbón enlas paredes de su desván. No sentía remordi-miento alguno al cambiar una guinea ganadacon esfuerzo, o alguna prenda de ropa, por unlibro. No oía llorar a sus hijos ni se fijaba en elcuerpo deformado de su esposa y el exceso dedesgracias equivalía, para él, a una nochenublada en la que habría dado el brazoderecho por poder observar los fenómenoscelestes. Su esposa era una de esas criaturasmaravillosas, que sólo se dan entre el génerofemenino, cuyos afectos no disminuyen con lasdesgracias. Su mente se repartía entre un amorilimitado por su esposo y una ternura angusti-ada por sus hijos: atendía a Merrival, trabajaba

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para todos ellos y jamás se lamentaba, aunquetantas atenciones hacían de su vida un sueñolargo y melancólico.

Él se había dado a conocer a Adrian cuandoéste, en una ocasión, había solicitado observara través de su telescopio algunos movimientosplanetarios. Mi amigo detectó al momento supobreza y puso los medios para aliviarla. El as-trónomo nos daba a menudo las gracias por loslibros que le prestábamos o por permitirle eluso de nuestros instrumentos, pero jamás noshablaba de los cambios en su hogar ni en suscircunstancias cotidianas. Su esposa nos ase-guraba que no había observado más diferenciaque la relativa a los niños, que ya no ocupabansu estudio y a los que, para infinita sorpresa deaquella mujer, echaba de menos, pues asegura-ba que todo le parecía demasiado silencioso.

Aquel día había llegado al castillo paraanunciarnos que había terminado su ensayosobre los movimientos pericíclicos del eje de laTierra y la precedencia de los puntos

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equinocciales. Si un romano de la época repub-licana hubiera resucitado y nos hubiera hab-lado de la inminente elección de algún cónsullaureado o de la última batalla contra Mitríd-ates, sus ideas no hubieran resultado menosajenas a los tiempos que la conversación deMerrival. El hombre, que había perdido la ne-cesidad de sentirse compren-dido, vestía suspensamientos con señales visibles. Además yano quedaban lectores. Mientras todos, tras res-istir la espada con apenas un escudo,aguardaban la llegada de la peste, Merrivalconversaba sobre el estado de la humanidaddentro de seis mil años. Y lo mismo podría–suscitando en nosotros el mismo interés–haber añadido un comentario describiendo losdesconocidos e inimaginables rasgos de las cri-aturas que ocuparían entonces la morada delos hombres. Nadie se atrevía a desengañar alpobre viejo, y cuando yo entré en la sala, él leleía a Idris partes de su obra y le preguntaba

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qué respuesta podía darse a esta o aquellaposición.

Ella no podía evitar sonreírse mientras loescuchaba. Ya le había sonsacado que su famil-ia se encontraba bien de salud. Aunque yonotaba que no lograba olvidar el precipicio deltiempo al borde del cual se hallaba, me dabacuenta también de que en aquel momento es-taba divirtiéndose gracias al contraste entre lavisión limitada que sobre la vida humanahabíamos mantenido durante tanto tiempo ylas zancadas de siete leguas con que Merrivalavanzaba hacia la próxima eternidad. Mealegré al verla contenta, pues ello me asegura-ba que ignoraba por completo el peligro quecorría su hijo, pero me estremecí al pensar enel impacto que le causaría el descubrimientode la verdad. Mientras Merrival hablaba, Claraentreabrió con cuidado la puerta que quedabaa espaldas de Idris y, con gesto triste, me pidióque saliera. Pero un espejo permitió a mi es-posa ver a nuestra sobrina, y al punto se

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sobresaltó. Sospechar que sucedía algo malo,deducir que debía de afectar a Evelyn, pues Al-fred se hallaba con nosotros, salir corriendo dela sala y entrar en los aposentos del pequeñofue todo cuestión de segundos. Una vez allícontempló a su niño atacado por las fiebres,inmóvil. Yo la seguí y traté de inspirar en ellamás esperanza de la que yo mismo albergaba.Pero ella negaba con la cabeza, presa de la des-olación. La angustia le impedía mantener lapresencia de ánimo. Nos dejó a Clara y a mí lospapeles de médico y enfermera y ella se sentójunto al lecho, sosteniendo la manita ardientede su hijo; y sin apartar de él los ojos llorosos,pasó el día en aquella agonía fija. No era lapeste la que se había apoderado con tal inten-sidad del pequeño, pero ella no atendía a misrazones. El temor la privaba de la capacidad dejuicio y raciocinio. La menor alteración en elsemblante de Evelyn la hacía temblar. Si éstese movía, ella temía una crisis inminente; si

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permanecía quieto, en su sopor veía la muertey su gesto se ensombrecía al momento.

De noche la fiebre de nuestro hijo aumentó.La idea de tener que pasar las largas horas deoscuridad junto al lecho de un enfermo resultatemible, por no recurrir a peor término, y mássi el paciente es un niño que no sabe explicarsu dolor y cuya vida parece la llama de unavela a punto de extinguirse

cuyo mínimo fuegoel viento agita, y a cuyo límitela oscuridad, ávida, acecha.*

Con inquietud uno se vuelve en dirección aleste, con airada impaciencia acecha la tinieblainviolada; el canto de un gallo, ese sonidoalegre durante el día, llega como un lamentoátono; se oye el crujido de las vigas, el ligerorevoloteo de algún insecto invisible, y esesonido encarna el sentimiento de la desazón.Clara, vencida por el cansancio, se había

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sentado a los pies del lecho de su primo, y apesar de sus esfuerzos, el sopor le cerraba lospárpados. En dos o tres ocasiones trató de de-sprenderse de él, pero al fin la venció el sueño.Iris, junto a la cama, no soltaba la mano deEvelyn. Temíamos dirigirnos la palabra. Yo ob-servaba las estrellas, me acercaba a nuestropequeño, le tomaba el pulso, me acercaba a sumadre, volvía a la ventana... Al alba, un ligerosuspiro del enfermo me atrajo hacia él. Elrubor de sus mejillas se había suavizado y elcorazón le latía lenta y regularmente. El soporhabía dado paso al sueño. Al principio no quisepermitirme la esperanza, pero al observar quesu respiración se mantenía constante y que elsudor perlaba su frente, supe que la enfer-medad mortal le había abandonado; y me atre-ví a compartir la noticia con Idris, que tardóbastante en convencerse de que decía laverdad.

Pero ni mi convicción ni la pronta recuper-ación de nuestro hijo lograron devolverle parte

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de la calma de que antes había disfrutado. Sutemor había calado demasiado hondo, la habíaabsorbido demasiado por completo como parapoder tornarse en seguridad. Se sentía como siantes, cuando estaba tranquila, hubiera estadosoñando, y como si ahora hubiera despertado.Era

como quienen torre de vigía solitariadespertara de balsámicas visiones del hog-ar que amay temblara al oír el airado rugido de lasolas,*

como quien, empujado por una tormenta, des-pierta y descubre que su barco se hunde. Antesrecibía zarpazos de temor, y ahora ya no dis-frutaba del menor intervalo de esperanza. Lassonrisas de su corazón ya no iluminaban suhermoso semblante. A veces se obligaba a es-bozar una, pero al momento las lágrimas

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asomaban a sus ojos y un mar de dolor se abal-anzaba sobre los restos del naufragio de su feli-cidad pasada. Con todo, cuando me hallaba asu lado su desesperación no era completa–confiaba del todo en mí– y no parecía temermi muerte ni plantearse su posibilidad. Dejabaen mis manos todo el peso de sus ansiedades,se guarecía en mi amor, como el cervatilloatacado por el viento se guarece apretándosecontra su madre, como un aguilucho herido secobija bajo el ala de quien le ha dado la vida,como una barquita rota, temblorosa, busca laprotección de un sauce. Entretanto, yo, conmenos aplomo que en nuestros días de felicid-ad pero con la misma ternura, y feliz con laconciencia del consuelo que le brindaba, es-trechaba en mis brazos a mi amada y tratabade apartar de su naturaleza sensible todopensamiento doloroso, toda circunstanciaadversa.

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A finales de ese verano tuvo lugar otro in-cidente. La condesa de Windsor, reinadepuesta de Inglaterra, regresó de Alemania.Al iniciarse la época estival había abandonadouna Viena desierta e, incapaz de entregar sumente a nada que se pareciera a la sumisión,pasó un tiempo en Hamburgo. Cuando al finllegó a Londres, pasaron varias semanas hastaque se dignó informar a Adrian de su retorno.A pesar de su frialdad y de lo prolongado de suausencia, nuestro amigo la recibió con calidez,demostrando con su afecto que pretendíarestañar pasadas heridas de orgullo y tristeza.Pero ella demostraba una falta absoluta decomprensión. Idris, por su parte, sintió granalegría al enterarse de la vuelta de su madre.Sus propios sentimientos maternales eran tanvivos que suponía que ella, en aquel mundoagonizante, se habría desprendido de su or-gullo y altivez y recibiría con placer sus aten-ciones filiales. Sin embargo el primer indiciode que la majestad caída de Inglaterra no

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había cambiado llegó a través de una notifica-ción formal en la que declaraba que nopensaba recibirme a mí. Consentía, eso sí, enperdonar a su hija y en reconocer a sus nietos,pero no debían esperarse mayores concesionesde ella.

A mí su proceder me parecía (si se mepermite un término tan ligero) extremada-mente caprichoso. Ahora que la raza humanahabía perdido, de hecho, toda distinción orango, aquel orgullo resultaba doblementefatuo. Ahora que todos sentíamos un par-entesco fraterno, natural, con todos los que ll-evaban impreso el sello de la humanidad,aquella airada reminiscencia de un pasado per-dido para siempre parecía un gesto de locura.Idris se sentía demasiado poseída por sus pro-pios temores como para enfadarse y apenas ledio importancia, pues le parecía que la causade aquel rencor sostenido debía de ser la in-sensibilidad. Aquello no era del todo así,aunque era cierto que la determinación de

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aquella señora adoptaba las armas y el disfrazde un sentimiento endurecido, y que la damaaltiva se negaba a mostrar en público el menoratisbo de las luchas que libraba. Esclava de suorgullo, imaginaba que sacrificaba su felicidaden aras de unos principios inmutables.

Todo aquello era falso, todo menos los afec-tos de nuestra naturaleza y la relación entrenuestra comprensión y el placer o el dolor.Sólo existían un bien y un mal en la tierra: lavida y la muerte. La pompa del rango, la ideade poder, las posesiones de la riqueza se esfu-maban como la neblina de la mañana. Unmendigo vivo había llegado a valer más queuna asamblea nacional de lores muertos, dehéroes, de patriotas, de genios muertos. Yhabía tanta degradación en todo ello... Pues in-cluso el vicio y la virtud habían perdido sus at-ributos. La vida, la vida, la continuidad denuestro mecanismo animal, era el alfa y elomega de los deseos, las plegarias, la ambiciónpostrada de la raza humana.

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Footnotes

*El príncipe constante , jornada III, Pedro Calderón de la

Barca. (N. del T.)

*De «Resolución e independencia», William

Wordsworth. (N. del T.)

*Tesalonicenses I, 5:2. (N. del T.)

*De «Sueño y poesía», de John Keats. (N. del T.)

*Macbeth , acto IV, escena III, William Shakespeare. (N.

del T.)

*Macbeth , acto IV, escena III, William Shakespeare. (N.

del T.)

*De «To his coy mistress» («A su tímida dama»),

Andrew Marvel. (N. del T.)

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*Los Cenci , acto III, escena III, de P. B. Shelley. (N. del

T.)

*The Bride’s Tragedy («La tragedia de la novia»), acto V,

escena IV, de Thomas Beddoes. (N. del T.)

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Capítulo IX

Cuando llegó octubre y los vientos del equinoc-cio barrieron la tierra y enfriaron los ardoresde la estación insalubre, la mitad de Inglaterrase hallaba en un estado de desolación. El ver-ano, que había resultado excepcionalmente ca-luroso, se había demorado hasta el principiode ese mes cuando, el día 18, un súbito cambionos hizo pasar de la temperatura veraniega a lahelada invernal. La peste, entonces, se con-cedió un respiro en su carrera en pos de lamuerte. Jadeantes, sin atrevernos a darnombre a nuestras esperanzas, y sin embargorebosantes de intensa expectación, nosalzamos, como el marinero de un barco hun-dido se alza sobre un islote desierto en mediodel océano observando una nave distante, ima-ginando que se aproxima y que luego vuelve adesaparecer de su vista. La promesa de unnuevo contrato con la vida enter-necía a los

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más duros, y, por el contrario, llenaba a losmás blandos de aridez y sentimientos antinat-urales. Cuando parecía inevitable que todosíbamos a morir, no nos importaba el cómo y elcuándo; pero ahora que la virulencia de la en-fermedad menguaba, y ésta parecía dispuesta asalvar a unos pocos, todos deseábamos hal-larnos entre los elegidos y nos aferrábamos a lavida con cobarde tenacidad. Los casos dedeserción se hicieron más frecuentes, e inclusolos asesinatos, los relatos de los cuales horror-izaban a quienes los escuchaban, pues el temoral contagio había alzado en armas a unosmiembros de la misma familia en contra deotros. Con todo, las tragedias menores y aisla-das estaban a punto de rendirse ante un inter-és más poderoso, y mientras se nos prometía elcese de los influjos infecciosos, una tempestadmás desbocada que los vientos se alzó sobrenosotros, una tempestad criada por las pa-siones del hombre, alimentada por sus más vi-olentos impulsos, inédita, terrible.

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Varias personas procedentes deNorteamérica, reliquias de aquel populosocontinente, habían zarpado rumbo al este conel loco deseo de cambiar, dejando atrás sus lla-nuras natales por tierras no menos diezmadasque las suyas. Varios centenares arribaron a Ir-landa el primero de noviembre y tomaronposesión de todas las viviendas desocupadasque encontraron y se hicieron con el excedentede alimento y con el ganado suelto. Cuando ag-otaron toda la producción del lugar, setrasladaron a otro. No tardaron en enfrentarsea los habitantes de la isla. Su gran número lespermitía expulsar a los nativos de sus moradasy robarles lo que habían almacenado para pas-ar el invierno. Varios sucesos de la misma ín-dole terminaron por avivar la naturaleza fierade los irlandeses, que atacaron a los invasores.Algunos murieron, pero en su mayor parte es-caparon gracias a acciones rápidas y orde-nadas. El peligro aguzaba su ingenio y su re-serva. Distribuyeron con mayor eficacia sus

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efectivos y se ocultaron unos a otros las bajassufridas. Avanzando en orden, y aparente-mente dados a la diversión, despertaban la en-vidia de los irlandeses. Los america-nos per-mitieron a algunos de ellos unirse a su banda,y los reclutados ya superaban en número a losextranjeros. Pero aquéllos no se sumaban a el-los en la emulación del orden admirablemantenido por los jefes del otro lado delAtlántico, que les confería a la vez seguridad yfuerza. Los irlandeses les seguían los pasos enmultitudes desorganizadas que aumentabandía a día y que día a día se volvían más in-dómitas. Los americanos, deseosos de escaparde aquel ambiente que ellos mismos habíancreado, llegaron a las costas orientales de laisla y embarcaron rumbo a Ingla-terra. Su in-cursión apenas se habría sentido de haber lleg-ado solos. Pero los irlandeses, congregados ennúmero exagerado, no tardaron en ser presasdel hambre, y también se dirigieron a nuestropaís. La travesía por mar no detendría su

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avance. Los puertos de las desoladas villasmarineras del oeste de Irlanda estaban llenosde naves de todos los tamaños, desde el buquede guerra hasta la pequeña barca de pes-cadores, que, varada sin tripulación, se pudríaa la orilla del mar. Los emigrantes embarcabana cientos y, desplegando las velas con manostorpes, estropeaban sin querer las jarcias y lasboyas. Los que, más modestos, montaban enembarcaciones de menor tamaño, lograban ensu mayoría culminar con éxito la travesía. Al-gunos, presas del verdadero espíritu de laaventura, abordaron una nave de ciento veintecañones. El enorme casco avanzaba a la derivamovido por la marea, y así abandonó la protec-ción de la bahía. Sólo tras muchas horas sutripulación, formada por hombres de tierra ad-entro, logró desplegar gran parte del velamen;el viento lo hinchaba y mientras los miles deerrores cometidos por el timonel ponían laproa mirando primero a un lado y después alotro, los vastos campos de lona que formaban

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las velas chasqueaban con un sonido que re-cordaba al de una inmensa catarata, o al de unbosque costero cuando se ve azotado por losvientos equinocciales del norte. Los ojos debuey iban abiertos y con cada golpe de mar laembarcación cabeceaba y entraban toneladasde agua. Las dificultades aumentaban porquese había levantado un viento frío que silbabaentre las velas y las movía de un lado a otro,rasgándolas. Se trataba de un viento como elque podría haber visitado los sueños de Miltoncuando éste imaginaba el despliegue de las alasdel Maligno, e incrementaba el estruendo y elcaos. Aquellos sonidos se mezclaban con el ru-gido del océano, el golpear de las olas contralos costa-dos, el chapoteo del agua en las bo-degas. La tripulación, cuyos miembros en sumayoría no habían visto nunca el mar, sentíaque el cielo y la tierra se unían cuando la proase hundía entre el oleaje o, cabeceando, as-cendía por los aires. Sus gritos los silenciabanel clamor de los elementos y los crujidos

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atronadores de su ingobernable embarcación.Sólo entonces descubrieron que el agua losvencía, y se afanaron con las bombas paraachicarla. Pero su tarea era tan inútil como va-ciar el mar entero mediante el llenado decubos. Cuando el sol empezó a descender, lagalerna arreció. El barco parecía presentir elpeligro: inundado por completo de agua, diovarios avisos del naufragio inminente. La bahíase hallaba atestada de embarcaciones cuyastripulaciones, en su mayor parte, observabanlos esfuerzos inútiles de aquella máquina in-domable, y presenciaban su hundimientogradual. Las aguas se elevaban ya por encimade las cubiertas más bajas, y entonces, enapenas un abrir y cerrar de ojos, la nave habíadesaparecido por completo y ya no se distin-guía el punto exacto en que el mar la había en-gullido. Algunos miembros de la tripulación sesalvaron, pero la mayoría, aferrándose a jar-cias y mástiles, se hundieron con ella, y ya sólose alzarían cuando la muerte los sol-tara.

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Aquel hecho causó que muchos de los queestaban a punto de hacerse a la mar volvierana tierra firme, más dispuestos a darse debruces con el mal que a lanzarse a las faucesabiertas del despiadado océano. Con todo, sunúmero era pequeño comparado con el dequienes sí culminaron la travesía. Muchos deellos llegaron hasta Belfast para asegurarse untrayecto más breve por mar; y luego, mientrasviajaban por Escocia, en dirección al sur, se lesunían los paisanos más pobres de ese país, ytodos se acercaban a Inglaterra con la mismaintención.

Aquellas incursiones llenaban de espanto alos ingleses, sobre todo en aquellas pobla-ciones en las que existía aún una población su-ficiente como para percibir el cambio. Cierta-mente, en nuestro desgraciado país había sitiopara el doble de las personas que nos invadían,pero el espíritu indómito de éstas las hacíaproclives a la violencia. Se jactaban de echar delas casas a sus dueños; de ocupar mansiones

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lujosas cuyos nobles habitantes se habían en-cerrado por temor a la peste; de obligar a ar-istócratas de ambos sexos a trabajar para elloscomo criados y proveedores. Y todo ello hastaque, consumada la ruina de un lugar, en suavance de plaga de langostas, llegaban a otro.Si no hallaban resistencia, su pillaje se pro-pagaba a lo largo y ancho del país. En caso depeligro se agrupaban, y gracias a su mayornúmero derrotaban a su débil y desolado en-emigo. Procedían del este y del norte y seguíansu camino sin objeto aparente, aunque un-ánimemente se dirigieran hacia nuestra desdi-chada capital.

La epidemia de peste había interrumpidoen gran medida las comunicaciones, de modoque la caravana invasora ya había avanzadohasta Manchester y Derby cuando nosotrostuvimos noticia de su aproximación. Susmiembros arrasaban el país como un ejércitoinvasor, quemando, diezmando, asesinando.Se les unían los ingleses de las clases más

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ínfimas y los vagabundos. Algunos de los pocosseñores de los condados que habían sobre-vivido trataban de reclutar sus milicias, perolas filas menguaban por momentos, el pánicose apoderaba de todo el mundo y la escasa res-istencia presentada sólo servía para multipli-car la audacia y la crueldad del enemigo, quehablaba ya de la toma de Londres, de la con-quista de Inglaterra, y nos traía a la memoriaheridas que durante mucho tiempo se habíancreído olvidadas. Con aquellos actos de fanfar-ronería demostraban más sus debilidades quesus fuerzas, pero aun así eran capaces decausar graves daños que, si culminaban en suaniquilación, los convertirían al fin en objetode compasión y remordimiento.

Se nos había enseñado que al principio delos tiempos la humanidad dotaba a sus enemi-gos de atributos imposibles y que, a partir dedetalles que se propagaban de boca en boca,ésta podía –como el Rumor siempre crecientede Virgilio– tocar el cielo con su frente y

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agarrar a Eósforo y Lucifer con sus manos ex-tendidas. La Gorgona y el Centauro, dragón yleón de pezuñas férreas, monstruo marino ehidra gigantesca, eran sólo ejemplos de los re-latos raros y terroríficos que sobre nuestros in-vasores llegaban a Londres. No se sabíacuándo invadirían, pero ya se encontraban acien millas de Londres y los campesinos huíanantes de su llegada, y todos ellos exageraban elnúmero, la furia y la crueldad de los asaltantes.Los tumultos llenaban las calles hasta hacíapoco tranquilas; las mujeres y los niños aban-donaban sus hogares y escapaban, aunque nosabían adónde ir; los padres, esposos e hijostemblaban de miedo, no por ellos mismos, sinopor sus familiares indefensos. A medida quelas gentes del campo atestaban Londres, loshabitantes de la ciudad se desplazaban hacia elsur, se encaramaban a los edificios más altos,suponiendo que, desde ellos, lograrían divisarel humo y las llamas que los enemigos pro-pagaban a su alrededor. Como Windsor

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quedaba, en gran medida, dentro de la línea deavance desde el oeste, trasladé a mi familia aLondres, dispuse la Torre como lugar de resid-encia y, reuniéndome con Adrian, me sumé ala lucha inminente en calidad de teniente.

Dedicamos sólo dos días a los preparativos,pero hicimos buen uso de ellos. Se hizo acopiode artillería y armas. Se reagruparon efectivosde regimientos que habían quedado dispersosy se les dio una apariencia de disciplina militarque serviría tanto para infundir valor a nuestrobando como para impresionar al desorganiz-ado enemigo. Incluso contábamos con música.Los estandartes ondeaban al viento y gaitas ytrompetas emitían sus acordes de aliento y devictoria. Un observador avezado hubiera des-cubierto tal vez cierta vacilación en el paso delos soldados, pero ésta no se debía tanto almiedo al adversario como al temor que la en-fermedad les causaba, a la tristeza, a loslúgubres pronósticos que con frecuencia

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afectaban más a los valientes y sometían a loscorazones viriles a una postración abyecta.

Adrian conducía las tropas lleno de preven-ciones. Para él era poco consuelo que nuestradisciplina nos llevara al éxito en un conflictocomo ése. Mientras la epidemia siguieraacechando para igualar a conquistadores yconquistados, no era la victoria lo que él de-seaba, sino una paz sin sangre. En nuestroavance nos encontrábamos con bandas decampesinos cuyas precarias condiciones, cuyadesesperación y horror, nos hablaban al in-stante de la naturaleza fiera del enemigo quese acercaba. El insensato espíritu de conquistay la sed de saqueo los cegaba, y con furia de-mente llevaban el país a la ruina. La visión delos militares devolvía la esperanza a los quehuían y la venganza ocupaba el lugar delmiedo, una venganza que contagiaban a lossoldados. La desazón se tornaba en ardor guer-rero, el paso cansino en rápida marcha, y elmurmullo sordo de la multitud, inspirado por

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un sentimiento de muerte, llenaba el aire,amortiguando el chasquido de las armas y lossonidos de la música. Adrian percibía el cam-bio y temía que resultara difícil impedirlesdescargar su terrible furia sobre los irlandeses.Avanzaba a caballo hacia las líneas enemigas,ordenaba a los oficiales que reprimieran a lastropas, exhortaba a los soldados, restablecía elorden, apaciguaba en algo la violenta agitaciónque henchía los pechos.

Fue en Saint Albans donde nos encon-tramos con algunos irlandeses rezagados. Sebatían en retirada y, uniéndose a otros com-pañeros, avanzaban en busca del cuerpo cent-ral de su expedición. Hicieron de Buckinghamsu cuartel general y enviaron una avanzadillapara que averiguara nuestra posición. Noso-tros pasamos la noche en Luton. A la mañanasiguiente un movimiento simultáneo nos llevóa las dos partes a avanzar. Amanecía, y el aire,impregnado de un olor purísimo, parecíajugar, burlón, con nuestros estandartes, y

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llevaba hasta el enemigo la música de las ban-das, el relinchar de los caballos, el paso firmede la infantería. Los primeros sonidos de in-strumentos marciales que llegaron a nuestrosoídos desde las filas del desorganizado en-emigo nos causaron una sorpresa no exenta detemor. Yo hablé de días pasados, de días deconcordia y orden, asociados a épocas en quela peste no existía y el hombre vivía más allá dela sombra de su destino inminente. La pausafue momentánea. No tardamos en oír el clam-or de unos gritos bárbaros, el paso irregular demiles de personas avanzando en desbandada.Sus tropas se acercaban ya a nosotros porcampo abierto o por estrechos senderos. Entrenosotros se extendía una vasta extensión detierras de labranza. Avanzamos hasta la mitadde éstas y allí nos detuvimos. Desde aquelpunto algo más elevado divisamos todo el es-pacio que ocupaban. Cuando sus jefes vieronque no seguíamos avanzando, ellos también di-eron la orden de parar y trataron de lograr que

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sus hombres se alinearan en algo parecido auna formación militar. Los integrantes de lasprimeras filas llevaban mosquetes y habíahombres a caballo, pero sus armas eran las quehabían confiscado en su avance, y sus montur-as las que habían arrebatado a los campesinos.Carecían de uniformidad y casi por completode obediencia, pero sus gritos y gestos salvajesdaban muestra del espíritu indomable que lesinspiraba. Nuestros soldados recibieron la or-den y avanzaron rápidamente pero en perfectaformación. Sus uniformes, el resplandor de susarmas pulidas, su silencio y sus semblantesserios, cargados de odio, impresionaban másque el clamor salvaje de nuestros muchos en-emigos. Y así, acercándose cada vez más unosa otros, los alaridos y los gritos de los ir-landeses se hacían más audibles; los inglesesavanzaban obedeciendo las órdenes de susgenerales, hasta que estuvieron lo bastantecerca como para distinguir el rostro de susoponentes, una visión que alentó su furia. A la

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voz de un grito que desgarró el cielo y resonóhasta las filas más alejadas, iniciaron la carga.Negándose a disparar una sola bala, optaronpor hender las bayonetas en los cuerpos de losenemigos, mientras las filas se abrían a inter-valos y los artilleros prendían las mechas delos cañones, que con sus rugidos ensordece-dores y su humo cegador teñían de horror laescena.

Yo me hallaba detrás de Adrian. Hacía uninstante que éste había ordenado el alto a lastropas y permanecía algo retirado de nosotros,sumido en honda meditación. Planeaba a todaprisa un plan de acción para impedir másderramamiento de sangre. De pronto el ruidode los cañones, el repentino avance de las tro-pas y los gritos del enemigo lo sobresaltaron.

–¡Ninguno de ellos debe morir! –exclamócon ojos encendidos. Y hundiendo las espuelasen los lomos de su caballo, se acercó al galopehacia los bandos enfrentados. Nosotros, suscomandantes, le seguimos para rodearlo y

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protegerlo, pero a una orden suya nos re-tiramos un poco. La soldadesca, al verlo, de-tuvo su avance. No se protegía de las balas quepasaban rozándole y seguía cabalgando entrelas dos filas contrarias. El silencio siguió alclamor. Unos cincuenta hombres yacían en elsuelo, muertos o agonizantes. Adrian levantóla espada, dispuesto a hablar.

–¿En cumplimiento de qué orden –pregun-tó, dirigiéndose a sus tropas– avanzáis?¿Quién os ha ordenado atacar? ¡Atrás! Estoshombres confundidos no morirán mientras yosea vuestro general. Envainad vuestras armas.Son vuestros hermanos, no cometáis un fratri-cidio. Pronto la peste no dejará a nadie conquien saciar vuestra sed de venganza. ¿Vais amostraros más despiadados que la plaga? Sime respetáis, si adoráis a Dios, a cuya imagentambién los creó a ellos, si amáis a vuestros hi-jos y a vuestros amigos, no derraméis ni unagota de esta escasa sangre humana.

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Pronunció aquellas palabras con la manoextendida y voz apasionada y, al terminar,volviéndose a los invasores con gesto serio, lesordenó deponer las armas.

–¿Creéis –les dijo– que porque hemos sidodiezmados por la plaga podéis derrotarnos? Lapeste también se halla entre vosotros, y cuandoel hambre y la enfermedad os venzan, los fant-asmas de aquéllos a quienes habéis asesinadose alzarán para negaros toda esperanza tras lamuerte. Abandonad las armas, hombresbárbaros y crueles, hombres que tenéis lasmanos manchadas de sangre de inocentes y elalma oprimida por el llanto de los huérfanos.Nosotros venceremos, pues la razón está denuestro lado. Vuestras mejillas ya palidecen,ya soltáis las armas. Dejadlas en el suelo, com-pañeros. ¡Hermanos! El perdón, el auxilio y elamor fraterno os aguardan tras el arrepentimi-ento. Os queremos, pues lleváis en vosotros lafrágil forma de la humanidad. Todos vosotroshallaréis a un amigo, a un anfitrión, en nuestro

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ejército. ¿Debe el hombre ser enemigo delhombre, mientras la peste, enemiga de todosnosotros, dominándonos, se impone a nuestracarnicería, pues es más cruel que ella?

Los dos bandos se habían detenido. En elnuestro, los soldados sostenían sus armas confirmeza y observaban con semblante hosco alenemigo, que tampoco se había desprendidode las suyas, más por temor que por ánimo delucha. Todos se miraban, deseosos de que al-guien diera ejemplo. Pero carecían de jefe.Adrian se bajó del caballo y se acercó a uno delos que acababan de morir.

–Era un hombre –exclamó–, y ahora estámuerto. ¡Oh, rápido! ¡Vendad las heridas delos caídos! ¡No dejéis que muera nadie más!Que ni una sola alma más escape por vuestrosdespiadados cortes y relate ante el trono deDios la historia de nuestro fratricidio. Vendadsus heridas, devolvédselos a sus amigos.Despojaos del corazón de tigre que os abrasa elpecho, soltad esos instrumentos de crueldad y

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odio. En esta pausa del destino exterminador,que todo hombre sea hermano, guardián ysostén de los otros. Desprendeos de estasarmas manchadas de sangre y apresuraos avendar estas heridas.

Mientras hablaba, se arrodilló en el suelo ytomó en sus brazos a un hombre por cuyo cost-ado hendido escapaba el tibio torrente de lavida. El pobre infeliz ahogó un grito, y el silen-cio que se había hecho entre los dos bandos eratal que aquel grito se oyó perfectamente, y to-dos los corazones, hasta hacía nada fieramenteentregados a la masacre universal, latían ahoraimpacientes, llenos de temor y esperanza, pre-guntándose cuál sería la suerte de ese hombre.Adrian partió en dos el pañuelo de su uniformey lo anudó alrededor del herido. Pero ya erademasiado tarde: el hombre suspiró profunda-mente, echó la cabeza hacia atrás y sus miem-bros perdieron su fuerza.

–¡Está muerto! –exclamó Adrian cuando elcadáver, escurriéndosele entre los brazos, cayó

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al suelo; inclinó la cabeza hacia él en un gestode respeto y tristeza. El destino del mundoparecía encerrarse en la muerte de aquel únicohombre. Los miembros de ambos ejércitos sol-taron las armas, e incluso los más veteranoslloraron. Nuestros soldados tendieron lasmanos a los enemigos, mientras una marea deamor y amistad profunda henchía loscorazones. Mezclándose, desarmados, es-trechándose las manos, hablando sólo del me-jor modo de brindarse ayuda, los adversariosse reconciliaban y todos se arrepentían, los un-os de sus pasadas crueldades, los otros de sureciente muestra de violencia. Y, obedeciendolas órdenes del general, se dirigieron juntoshacia Londres.

Adrian estaba obligado a ejercer la máximaprudencia, prime-ro para acallar la posibleoposición, y después para atender a aquellamuchedumbre de invasores, a quienes se con-dujo hacia diversas zonas situadas en loscondados del sur y se instaló en pueblos

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abandonados. Una parte de ellos fue devuelta asu isla natal, mientras el invierno nos devolvíaa nosotros algo de energía y nos permitía de-fender las fronteras del país y limitar cualquieraumento de su número.

Fue en aquellas circunstancias cuando Idrisy Adrian volvieron a verse, tras casi un año deseparación. Él llevaba mucho tiempo ocupadoen su ardua y dolorosa tarea, familiarizándosecon todas las formas de la desgracia humana, yhabía constatado que sus fuerzas no se ad-ecuaban a la magnitud de la empresa y que suayuda servía de bien poco. Con todo, su de-terminación, su energía y su ardiente resolu-ción le impedían caer en el desconsuelo.Parecía haber vuelto a nacer, y la virtud, máspoderosa que la alquimia de Medea, le dotabade salud y fortaleza. Idris apenas reconocía alser frágil que parecía combarse incluso ante labrisa estival, en el hombre enérgico cuyo ex-ceso mismo de sensibilidad le capacitaba para

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cumplir mejor con su misión de capitanear unaInglaterra azotada por la tormenta.

No era ése el caso de Idris. Ella no se que-jaba, pero el alma misma del miedo habíahecho nido en su corazón. Su delgadez era ex-trema, lo mismo que su palidez. Las lágrimas,sin previo aviso, arrasaban sus ojos, y se lequebraba la voz. Trató de disimular el cambioque sabía que su hermano debía de observaren ella, pero su esfuerzo fue en vano. Alquedarse a solas con él, sin poder reprimir lossollozos dio rienda suelta a sus temores y a supena. Con gran viveza, le describió la angustiaincesante que con apetito atroz devoraba sualma; comparó la persistencia de aquella in-fatigable espera del mal con la del buitre quese alimentaba del corazón de Prometeo.* Bajola influencia de esta inquietud eterna y de lasluchas interminables que libraba para com-batirla y ocultarla, se sentía –dijo– como si to-dos los resortes y engranajes de su maquinariaanimal funcionaran a doble velocidad y se

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consumieran más deprisa. El sueño no erasueño, pues sus pensamientos, refrenados dur-ante la vigilia por los restos de su razón y porla visión de de sus hijos, felices y saludables, setransformaban en pesadillas en las que todossus terrores se materializaban y todos susmiedos alcanzaban su plenitud. Para aquel es-tado no existía esperanza ni alivio posible, amenos que la tumba recibiera deprisa la presaque le estaba destinada y a ella se le permitieramorir; pues prefería morir a soportar milmuertes en vida con la pérdida de sus seresqueridos. Como no quería preocuparme, a míme ocultaba lo mejor que sabía el alcance desus miserias, pero al encontrarse con suhermano tras tan prolongada ausencia nopudo reprimir la expresión de su dolor, y contoda la viveza de la imaginación, que en latristeza siempre abunda, compartió las emo-ciones de su alma con su amado y comprensivohermano.

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Su visita a Londres parecía agravar sus in-quietudes, pues en la ciudad se mostraban entoda su dimensión los estragos ocasionadospor la peste, y apenas conservaba el aspecto delugar habitado. La hierba crecía libremente enlas calles; las plazas eran campos de maleza,las casas aparecían cerradas y el silencio y lasoledad se habían adueñado de las zonas másconcurridas de la ciudad. Y sin embargo, enmedio de tanta desolación, Adrian habíamantenido el orden y las gentes seguían cump-liendo con las leyes y las costumbres, institu-ciones humanas que habían sobrevivido, comosi fueran divinas, y aunque el decreto de la po-blación se derogaba, la propiedad seguíasiendo sagrada. Se trataba de una reflexióntriste; y a pesar de la disminución del mal cau-sado, dolía en el corazón como una burla cruel.Toda idea de recurrir al placer, a los teatros ylas fiestas había pasado.

–El próximo verano –dijo Adrian cuandonos despedimos para regresar a Windsor– se

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decidirá el sino de la raza humana. No cejaréen mis empeños hasta entonces. Pero si lapeste regresa, habrá de cesar toda lucha en sucontra, y ya sólo nos quedará ocuparnos enelegir sepulcro.

No he de olvidarme de un incidente queocurrió durante aquella estancia en Londres.Las visitas de Merrival a Windsor, antes fre-cuentes, habían terminado abruptamente. Enaquella época, en que la vida y la muerte sehallaban separadas por una línea más delgadaque un cabello, temía que nuestro amigo hubi-era sido víctima de aquel mal todopoderoso.Por eso, imaginando lo peor, me acerqué a sudomicilio para ver si podía ser de alguna ayudaa los miembros de su familia que pudieranhaber sobrevivido. Hallé la casa desierta y con-staté que había sido una de las asignadas por elgobierno a alojar a los invasores extranjerosllegados a Londres. Vi que sus instrumentosastronómicos eran usados de modos raros, quesus globos terráqueos estaban destrozados y

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que sus papeles, llenos de abstrusos cálculos,se esparcían rotos por todas partes. Los veci-nos apenas supieron decirme nada, hasta quedi con una pobre mujer que ejercía de enfer-mera en aquellos tiempos difíciles. Ella mecontó que toda la familia había muerto, ex-cepto el propio Merrival, que había enloque-cido. Eso fue lo que me dijo la mujer, aunque,al insistirle yo, me dio a entender que su locurano era más que el delirio causado por el excesode dolor. El anciano que, ya con un pie en latumba, prolongaba sus expectativas mediantemillones de años calculados; aquel visionarioque no había percibido los indicios de la ham-bruna en las formas escuálidas de su esposa ehijos, ni la peste en las visiones y los sonidoshorribles que aparecían a su alrededor; aquelastrónomo, aparentemente muerto para latierra, vivo sólo en el movimiento de las esfer-as, amaba a su familia con un afecto invisiblepero intenso. A través de un hábito largamentecultivado, se habían convertido en parte de sí

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mismo. Su falta de conocimientos mundanos,su ausencia de malicia, su inocencia infantil, lehacían del todo dependiente de ellos. Pero élno percibió el peligro hasta que uno de ellosmurió. La peste fue llevándoselos a todos, unoa uno. Y su esposa, su ayudante, su sostén, másnecesaria para él que sus propios brazos, quesu propio cuerpo, y a la que apenas habían en-señado a ocuparse de sí misma, la compañeraamable que siempre lo apaciguaba con su vozdulce, también cerró los ojos, arrastrada por lamuerte. El anciano sintió que el sistema de lanaturaleza universal, que llevaba tanto tiempoestudiando y adorando, desaparecía bajo suspies, y él permaneció de pie entre los difuntos,y alzó la voz y maldijo. No es de extrañar que laenfermera inter-pretara como gesto de locuralas imprecaciones de aquel viejo golpeado porel pesar.

Había empezado mi búsqueda a últimahora de ese día, un día de noviembre, que notardó en traer un atardecer de llovizna y viento

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melancólico. Me volvía para marcharmecuando apareció Merrival, o la sombra de loque había sido. Menguado y demente, pasójunto a mi lado y fue a sentarse en la escalinataque daba acceso a su casa. La brisa agitaba losmechones grises que poblaban sus sienes, lalluvia le empapaba la cabeza descubierta, peroél seguía ahí, ocultando la cara en manos ar-rugadas. Le rocé el hombro para llamar suatención, pero él no se movió.

–Merrival –le dije–, hace tiempo que no levemos. Debe regresar a Windsor conmigo.Lady Idris desea verle, supongo que no rechaz-ará su invitación. Venga conmigo a casa.

El astrónomo me respondió con voz hueca.

–¿Por qué engañar a un viejo indefenso?¿Por qué hablar hipócritamente a alguien queestá medio loco? Windsor no es mi casa. Yo yahe encontrado mi verdadero hogar, el hogarque el Creador me tiene preparado.

Su tono de amargo cinismo me venció.

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–No trate de hacerme hablar –añadió–.Mis palabras le asustarían. En un universo decobardes me atrevo a pensar, entre las tumbasdel camposanto, entre las víctimas de su tir-anía despia-dada me atrevo a reprocharle algoal Mal Supremo. ¿Cómo puede castigarme?Que muestre su brazo desnudo y me transfig-ure con su rayo, ése es también uno de susatributos...

El anciano se echó a reír y se puso en pie.Lo seguí hasta un camposanto cercano, dondese echó sobre el suelo mojado.

–Aquí están –exclamó–, hermosas cri-aturas, criaturas que respiraban, que hab-laban, que amaban. Ella, que día y noche ad-oraba a su amor de juventud, gastado por losaños; ellos, carne de mi carne, mis hijos... aquíestán. Llámelos, grite sus nombres en la noche.No le responderán. –Se aferraba a lospequeños montículos que indicaban el lugar delas tumbas–. Yo sólo pregunto una cosa. Notemo el infierno, pues ya lo tengo aquí. No

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deseo el cielo. Lo que quiero es morir y que meentierren junto a ellos. Sólo quiero, cuandohaya muerto, sentir que mi carne se pudre y semezcla con la suya. Prométame –y, tras alzarsetrabajosamente, me agarró el brazo–,prométame que me enterrará con ellos.

–Se lo prometo, siempre que Dios me ay-ude a mí y a los míos –respondí–, a condiciónde que me acompañe a Windsor.

–¡A Windsor! –repitió él con voz aguda–.¡Jamás! Nunca me alejaré de este lugar. Mishuesos, mi carne, yo mismo, estamos ya enter-rados aquí, y lo que ve de mí es arcilla corrupt-ible, como ellos. Aquí yaceré y aquí mequedaré hasta que la lluvia y el granizo, hastaque el relámpago y la tormenta, destruyén-dome, unan mi sustancia a la de ellos, que seoculta abajo.

Concluiré el relato de esta tragedia en po-cas palabras. Tuve que ausentarme de Londresy fue Adrian quien se ocupó de vigilarlo. Su

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tarea no se prolongó mucho más, pues la edad,el dolor y el tiempo inclemente se aliaron paraacallar sus penas y llevar el reposo a sucorazón, cuyos latidos eran su tortura. Murióabrazado al barro, que se amontonaba en supecho cuando lo depositaron junto a los seres alos que lloró con tal desolación.

Regresé a Windsor cumpliendo los deseosde Idris, que pare-cía creer que sus hijos sehallaban más a salvo en aquel lugar. Además,habiendo asumido la custodia del distrito, nopensaba abandonarla mientras siguiera convida uno solo de sus habitantes. Al hacerlotambién cumplía con los planes de Adrian, quepretendía mantener agrupada a la población,pues estaba convencido de que sólo medianteel ejercicio de las virtudes sociales podríamantenerse a salvo la humanidadsuperviviente.

Nos llenaba de melancolía regresar a aquellugar tan querido, a los escenarios de un feli-cidad antes apenas valorados y que ahora

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presenciaban la extinción de nuestra especie, ysobre cuyo suelo fértil y adorado se grababan,indelebles, los pasos de la enfermedad. El as-pecto del campo había cambiado de tal modoque parecía imposible acometer las tareasotoñales de arar y sembrar. Además la estaciónya había concluido y había dado paso a un in-vierno que había llegado con inusitada severid-ad. Heladas y deshielos, seguidos de inun-daciones, volvían impracticable el terreno. In-tensas nevadas daban un aire ártico al paisaje.Los tejados de las casas se combaban con elpeso del manto blanco. El sencillo chamizo y lagran mansión, ambos desiertos, permanecíanincomunicados por igual, sus entradas llenasde nieve. El granizo rompía los cristales de lasventanas, y los vientos del noreste dificultabanen gran medida las actividades al aire libre. Elestado alterado de la sociedad convertía esosaccidentes naturales en causa de verdaderasdesgracias. Se habían perdido tanto el privile-gio del mando como las atenciones de la

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servidumbre. Cierto es que la merma de pobla-ción hacía que las necesidades mínimas pudi-eran ser cubiertas, pero para garantizarlas serequería mucha mano de obra, y hundidos porla enfermedad y temerosos del futuro, nosfaltaba energía para adoptar ningún sistemacon absoluta convicción.

Y hablo por mí mismo, a quien no fallaba laenergía. La vida intensa que me aceleraba elpulso y animaba mi ser no me arrojaba a loslaberintos de la vida activa, sino que exaltabami torpeza y otorgaba dimensiones gigantescasa objetos insignificantes. Podría haber llevadode igual modo una vida de campesino; misocupaciones menores crecían hasta convertirseen hitos importantes. Mis afectos eran pa-siones impetuosas y fascinantes, y la nat-uraleza, con todos sus cambios, parecía invest-ida de atributos divinos. El espíritu mismo dela mitología griega habitaba en mi corazón.Deificaba las tierras altas, los claros de losbosques, los arroyos.

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Vi a Proteo llegando desde el mary al viejo Tritón soplando su floreadacaracola.*

Resulta curioso que, mientras la tierrahabía seguido su monótono curso, yo habitaracon asombro siempre renovado en sus leyesantiguas, y que ahora que, con giros excéntri-cos, se aden-traba en un sendero no hollado,yo sintiera desvanecerse su espíritu. Luchabacontra la frialdad y el cansancio, pero éstos,como una neblina, me asfixiaban. Tal vez, traslos esfuerzos y las extraordinarias emocionesdel verano, la calma del invierno y las tareascasi domésticas que traía consigo resultaran,por reacción natural, doblemente irritantes. Yano existía la intensa pasión del año anterior,que aportaba vida e individualidad a todos losmomentos; ya no existían las intensas punza-das de dolor causadas por las desgracias de laépoca. La absoluta inutilidad que habíaseguido a todos mis esfuerzos extraía de ellos

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la emoción habitual que los acompañaba, y ladesesperación anulaba el bálsamo que antesme aportaba el elogio propio. Deseaba regresara mis anteriores ocupaciones, pero ¿qué utilid-ad tenían? Leer era absurdo, escribir, un actode vanidad. La tierra, antes un ancho circopara la exhibición de dignas obras, vasto teatropara la representación de magníficos dramas,era ahora un espacio vacío, un escenariodesierto, pues ni para los actores ni para los es-pectadores había ya nada que decir o escuchar.

Nuestro pequeño pueblo de Windsor, en elque se habían congregado casi todos los super-vivientes de los condados vecinos, presentabaun aspecto melancólico. Sus calles estaban cu-biertas de nieve, los pocos viandantes se veíanparalizados y ateridos por la inhóspita visitadel invierno. Escapar de aquellos males era elfin de todos nuestros esfuerzos. Familias antesdedicadas a la consecución de elevadas metas,ricas, florecientes, jóvenes, menguando ennúmero y con el corazón lleno de temores, se

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acurrucaban junto a un fuego, egoístas y ven-cidos por el sufrimiento. Sin la ayuda de cria-dos, debían acometer ellos las tareas doméstic-as. Así, manos desacostumbradas a tales men-esteres debían amasar el pan o, en ausencia deharina, tanto el señor como el cortesano per-fumado debían hacer las veces de carniceros.Ahora los pobres y los ricos eran iguales o, me-jor dicho, aquéllos eran superiores, pues se en-tregaban a esas tareas con energía y experien-cia. Por el contrario, la ignorancia, la ineptitudy los hábitos de reposo hacían que esas mismastareas fatigaran a los acostumbrados al lujo,humillaran a los orgullosos y resultaran de-sagradables a aquéllos cuyas mentes, adiestra-das en la mejora intelectual, consideraban suprivilegio verse exentos de velar por sus ne-cesidades animales.

Pero en todo cambio la bondad y el afectohallan campo abonado para el esfuerzo y elejemplo. En algunos, dichos cambios pro-ducían una devoción y una capacidad de

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sacrificio que resultaban a la vez nobles y hero-icas, algo hermoso de contemplar para losamantes de la raza humana. Como tambiénhermoso era ver, como en épocas antiguas, lasmaneras patriarcales con que parientes y ami-gos de toda condición cumplían con susdeberes. Los jóvenes, aristócratas de la tierra,se dedicaban a labores domésticas con envidi-able buen ánimo, para ayudar a sus madres yhermanas. Bajaban hasta el río a romper elhielo y sacar agua; se unían en expedicionesdestinadas a obtener alimentos o, hacha enmano, abatían árboles para convertirlos enleña. Las mujeres los recibían, a su regreso,con una bienvenida simple y afectuosa hastahacía poco reservada a las habitantes de lasgranjas más humildes: el hogar limpio, elfuego encendido, la cena preparada con manosamorosas, la gratitud por las provisiones quegarantizaban el alimento del día siguiente...Goces raros para los ingleses de alcurnia, quesi embargo se habían convertido en sus únicos

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lujos, unos lujos que mucho les costaban, y quepor ello valoraban más.

Nadie encarnaba mejor que nuestra Claraaquella dócil sumisión a las circunstancias,aquella noble humildad, aquel don imaginativoque le permitía colorear aquellas tareas contintes románticos. Ella era testigo de mi apatíay de las angustias de Idris. Su ocupación con-stante era aliviarnos a nosotros del trabajo yverter consuelo e incluso elegancia en nuestroalterado modo de vida. Nosotros aún con-tábamos con algunos criados que la epidemiahabía ignorado y que se sentían muy unidos anuestra familia. Pero Clara se sentía celosa desus servicios y se empeñaba en ser la únicadoncella de Idris, la única encargada deatender a sus primos. Nada le proporcionabamás placer que ocuparse de nosotros, y se anti-cipaba a nuestros deseos sincera, diligente ysin fatigarse...

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Abra aparecía antes de que dijéramos sunombrey aunque otro dijéramos, venía Abra.*

Mi tarea consistía en visitar a diario a lasdiversas familias reunidas en nuestra localid-ad, y cuando el tiempo lo permitía, me gustabaalargar mis paseo a caballo y, a solas, reflex-ionaba sobre todos los cambios que nos habíadeparado el destino, tratando de aprender laslecciones del pasado para aplicarlas al futuro.La impaciencia que, mientras me veía acom-pañado de otros, me causaban los males de miespecie, la suavizaba la soledad, cuando el su-frimiento individual se fundía con la calamid-ad general y, por extraño que parezca, su con-templación resultaba menos dolorosa. Así, confrecuencia, abriéndome paso con dificultad porlas estrechas calles cubiertas de nieve, cruzabael puente y me acercaba a Eton. Los apasion-ados muchachos ya no formaban alegres cor-rillos junto al portal del colegio. Un silencio

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triste invadía las aulas y los patios, otrora con-curridos. Seguía cabalgando hacia Salt Hill,rodeado de nieve por todas partes. ¿Eranaquéllos los campos fértiles que tanto amaba?¿Era aquélla la sucesión de suaves colinas y lla-nuras cultivadas, antes cubiertas de maizalesondulantes, salpicadas de imponentes árboles,regadas por los meandros del Támesis? Unmanto blanco lo cubría todo, y el recuerdo am-argo me decía que los corazones de sus habit-antes se mantenían tan fríos como la tierravestida de invierno. Me encontraba con man-adas de caballos, rebaños de vacas y ovejas quevagaban a su antojo, acurrucándose aquí con-tra una bala de heno para guarecerse del frío ypara alimentarse, metiéndose allí en algunacasa abandonada.

En una ocasión, en un día de helada, ll-evado por mis incesantes y lúgubres pensami-entos, me acerqué hasta uno de mis lugares fa-voritos, un bosquecillo cercano a Salt Hill. Allí,a un lado, un arroyo cantarín salta sobre unas

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piedras y unos pocos olmos y hayas concedenal lugar, tal vez sin merecerlo, el nombre debosque. El escenario tenía para mí encantosúnicos. Había sido un paisaje predilecto paraAdrian. Se trataba de un rincón aislado, y mehabía contado que muchas veces, durante suinfancia, había pasado allí sus horas más fe-lices. Tras escapar del control riguroso de sumadre, se sentaba en los toscos peldaños queconducían al arroyo, ahora leyendo algún librofavorito, ahora reflexionando y sumiéndose enespeculaciones impropias de su tierna edadsobre la madeja aún no deshilada de la ética ola metafísica. Un presentimiento melancólicome aseguraba que no regresaría más a eselugar, de modo que traté de fijar en mi mentecada árbol, cada recodo del riachuelo, cada ir-regularidad del suelo, para recordarlo mejorcuando me hallara ausente. Un petirrojo des-cendió al arroyo helado desde las ramas es-carchadas de un árbol. Su respiración traba-josa y sus ojos entornados me decían que

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agonizaba. En el cielo apareció un halcón y eltemor se apoderó de la pequeña criatura que,haciendo acopio de sus últimas fuerzas, seechó hacia atrás y extendió las patas, impot-ente, tratando de defenderse de su poderosoenemigo. Entonces yo intervine, lo sostuve enmis manos y me lo acerqué al pecho. Lo ali-menté con unas migas de galleta, hasta quepoco a poco fue reviviendo y sentí que sucorazón tembloroso, tibio, latía contra micuerpo. No sé por qué relato este suceso insig-nificante, pero la escena sigue presente en mimemoria: los campos cubiertos de nieve vistostravés de los troncos plateados de las hayas; elarroyo, en los días felices reguero de aguasvivas y chispeantes, ahora asfixiado por elhielo; los árboles desnudos, cubiertos de es-carcha; los perfiles de las hojas del vera-no, re-cortados en el suelo duro por la mano heladadel invierno; el cielo gris, el temible frío, el si-lencio absoluto... Mientras, cerca de mi pecho,mi enfermo con plumas entraba en calor y,

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sintiéndose a salvo, cantaba su alegría con tri-nos ligeros. Los recuerdos dolorosos seapoderaban de mí y llevaban mi mente a un es-tado de gran turbación. Fría y fúnebre comolos campos nevados era la tierra toda, y sum-ida en la desgracia la vida de sus habitantes.¿Por qué iba a resistirme yo a la catarata de de-strucción que nos arrastraba? ¿Por qué contro-lar mis nervios y renovar mis fatigados es-fuerzos? ¿Por qué? No, que mi firme valentía ymis esfuerzos alegres protejan a la amada queescogí en la primavera de mi vida; que a pesarde que mi corazón se llene de dolor, a pesar deque mis esperanzas de futuro se hayan helado,mientras tu adorada cabeza, amor mío, reposeen paz sobre mi pecho, y mientras de él ex-traigas atenciones, consuelo y esperanzas, misluchas no cesarán y no me consideraré del tododerrotado.

En una hermosa mañana de febrero en queel sol había recobrado parte de su amablepoder, salí con mi familia a pasear por el

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bosque. Era uno de esos días invernales quedemuestran la capacidad de la naturaleza paraderramar su belleza sobre la desnudez. Los ár-boles, despojados de hojas, alzaban sus ramasfibrosas contra el cielo azul. Con sus sinuosos eintrincados trazos se asemejaban a delicadasalgas. Los ciervos hozaban la nieve en busca dehierbas escondidas. El sol reverberaba en ellacon gran intensidad, y la falta de follaje hacíaque los troncos de los árboles destacaran más yaparecieran como el laberinto de columnas dealgún vasto templo. Resultaba imposible noobtener placer ante la visión de aquellas cosas.Nuestros hijos, libres de las ataduras del invi-erno, caminaban delante de nosotros per-siguiendo algún ciervo o tratando de sacar alos faisanes y las perdices de sus escondrijos.Idris se apoyaba en mi brazo. Su tristeza cedíaante las sensaciones placenteras que experi-mentaba. Nos encontramos con otras familiasen el Gran Paseo, familias que, como lanuestra, disfrutaban del regreso de la estación

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amable. Yo me sentía despertar por momentosy me sacudía la apatía de los meses pasados.La tierra presentaba un nuevo aspecto y mivisión del futuro se aclaró de pronto.

–¡He descubierto el secreto! –exclamé.

–¿Qué secreto?

En respuesta a esa pregunta, describínuestra tenebrosa vida invernal, nuestrastristes cuitas, nuestras labores domésticas.

–Este lugar septentrional no es propiciopara nuestra menguada raza. Cuando loshombres eran pocos, no era aquí dondeluchaban con los poderosos agentes de la nat-uraleza ni donde se les permitió poblar latierra con sus descendientes. Debemos ir enbusca de un paraíso natural, de algún jardíndel Edén en la tierra donde nuestra necesid-ades básicas estén garantizadas y el disfrute deun clima delicioso nos compense por los pla-ceres sociales que hemos perdido. Si

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sobrevivimos a este verano, no pasaré el próx-imo invierno en Inglaterra. Y vosotrostampoco.

Había hablado sin pensar mucho en lo quedecía, y apenas concluí me asaltaron las dudas.¿Sobreviviría alguno de nosotros al veranosiguiente? Constaté que el semblante de Idrisse ensombrecía y volví a sentir que viajábamosencadenados al carro del destino y que no ejer-cíamos el menor control sobre sus caballos. Yano podíamos decir «haremos esto, no haremosesto otro». Un poder superior al humano habíasurgido para destruir nuestro planes o paraculminar la obra que nosotros evitábamos.Planificar nada para el invierno próximo erauna locura. Aquella había sido nuestra últimaestación fría. El verano inminente era el hori-zonte más lejano que alcanzaba nuestra vista.Y cuando llegáramos allí, en lugar de seguiravanzando por el largo camino, se abriría unabismo por el que sin quererlo nos precipit-aríamos. Nos veríamos despojados de la última

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bendición de la humanidad. No podíamosmantener la menor esperanza. ¿Puede el loco,mientras agita las cadenas que lo oprimen,seguir esperando? ¿Puede el infeliz que se di-rige al patíbulo, cuando apoya la cabeza en lapiedra y distingue la sombra doble que formanél mismo y el verdugo que levanta con susmanos el hacha, seguir esperando? ¿Puede elnáufrago, que exhausto de tanto nadar oye trasde él, muy cerca, el chapoteo de un tiburón quesurca las aguas del Atlántico, persiguiéndolo,seguir esperando? Pues su misma esperanzaera la nuestra.

El viejo mito nos cuenta que ese espíritugentil abandonó la caja de Pandora, por lo de-más rebosante de males. Pero éstos eran invis-ibles e insignificantes, mientras que todo elmundo admiraba el encanto contagioso de lajoven Esperanza. Los corazones de todos loshombres se convirtieron en su morada y fuecoronada reina de nuestras vidas, entonces ypara siempre. Fue deificada y venerada,

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declarada incorruptible y eterna. Pero comotodos los demás dones que el Creador derramósobre los hombres, la Esperanza es mortal. Suvida ha llegado a su hora final. Nosotroshemos cuidado de ella, hemos velado por sufrágil existencia. Y ahora ha pasado sin transi-ción de la juventud a la decrepitud, de la saluda la enfermedad incurable. Y aunque nos agot-amos luchando por su restablecimiento,muere. La noticia alcanza todas las naciones:«¡Ha muerto la Esperanza!» Sólo somosplañideras en su cortejo fúnebre. ¿Qué esenciainmortal o creación perecedera se negará aunirse a la triste procesión que acompañahasta el sepulcro a la consoladora de la hu-manidad, ya difunta?

¿Acaso no oculta el sol su luz? Y el día,como fina exhalación, se desvanece;ambos rodean sus haces con nubesque plañideras son, también,en estas exequias.*

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Footnotes

*Prometeo, castigado por Zeus por haber robado el

fuego divino para entregárselo a los hombres, es encade-

nado a una roca a la que acude un águila para aliment-

arse de su hígado. En la versión teatral escrita por P. B.

Shelley el ave se alimenta de su corazón. Cabe indicar

que Frankenstein lleva por subtítulo «El moderno Pro-

meteo». (N. del T.)

*Del poema «The world is too much with us» («El

mundo está en nosotros en exceso»), de William

Wordsworth. (N. del T.)

*De «Solomon», poema de Matthew Prior. (N. del T.)

*De «An Elegie on the Best Men and Meekest of Mar-

tyrs, Charles I», 1-4, atribuido erróneamente a John

Cleveland en tiempos de la autora. (N. del T.)

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VOLUMENTERCERO

Capítulo I

¿No oís el fragor de la tempestad que se ave-cina? ¿No veis abrirse las nubes y descargar ladestrucción pavorosa y fatal sobre la tierradesolada? ¿No asistís a la caída del rayo ni osensordece el grito del cielo que sigue a su des-censo? ¿No sentís la tierra temblar y abrirsecon agónicos rugidos, mientras el aire,preñado de alaridos y lamentos, anuncia losúltimos días del hombre?

¡No! Ninguna de esas cosas acompañónuestra caída. El aire balsámico de laprimavera, llegado desde la morada de la Nat-uraleza, sede de la ambrosía, se posaba sobre

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la hermosa tierra, que despertaba como lamadre joven a punto de mostrar orgullosa subella camada a un padre largo tiempo ausente.Las flores asomaban a los árboles y tapizabanla tierra; de las ramas oscuras rebosantes desavia brotaban las hojas, y el multicolor follajede la primavera, combándose y cantando alpaso de la brisa, se regocijaba en la tibieza am-able del despejado empíreo. Los arroyos cor-rían susurrantes, el mar estaba en calma y losacantilados que se alzaban frente a él se refle-jaban en sus aguas plácidas. Los pájaros ren-acían en los bosques y de la tierra oscura nacíaabundante alimento para hombres y bestias.¿Dónde se hallaban el dolor y el mal? No en elaire sereno ni en el mar ondulante. No en losbosques ni en los fértiles campos, ni entre lasaves que inundaban las florestas con sus can-tos, ni entre los animales que, rodeados deabundancia, dormitaban al sol. Nuestro en-emigo, como la Calamidad* de Homero,

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hollaba nuestros corazones y ni un solo sonidonacía de sus pasos,

y he aquí que se esparcen innumerablesmales entre los hombres, y llenan la tierray cubren el mar; noche y día abruman lasenfermedades a los hombres, trayéndolesen silencio todos los dolores porque elsabio Zeus les ha negado la voz.*

En otro tiempo el hombre fue el favoritodel Creador, como cantó el salmista real: «Lohas hecho poco menor que los ángeles y locoronaste de gloria y de honra. Le hicisteseñorear sobre las obras de tus manos; todo lopusiste debajo de sus pies».** En otro tiempofue así. ¿Ahora es el hombre el señor de lacreación? Miradlo. ¡Ja! ¡Yo en su lugar veo a lapeste! Ella ha adoptado su forma, se ha encar-nado en él, se ha fundido con su ser y ciega susojos, que se alzan hacia el cielo. Tiéndete, ¡oh,hombre!, en la tierra cuajada de flores.

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Renuncia a reclamar tu herencia, pues todo loque poseerás de ella será la diminuta celda quelos muertos precisan.

La peste es la compañera de la primavera,del sol y la abundancia. Nosotros ya noluchamos contra ella. Hemos olvidado quéhacíamos cuando ella no existía. Hemos olvid-ado los viejos navíos que surcaban las olas gi-gantescas de los océanos, entre el Índico y elPolo, en busca de superfluos artículos de lujo.Los hombres se embarcaban en peligrosastravesías para apropiarse de los espléndidoscaprichos de la tierra, de piedras preciosas y deoro. El esfuerzo humano se malgastaba, la vidahumana no valía nada. Y ahora la vida es loúnico que codiciamos: que este autómata decarne, con sus miembros y articulaciones enbuen estado, pueda ejecutar sus funciones, quela morada de su alma sea capaz de contener asu habitante. Nuestras mentes, que antesviajaban lejos a través de incontables esferas ycombinaciones infinitas, se recluían ahora tras

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los muros de la carne y aspiraban sólo a con-servar su bienestar. Sin duda era bastante loque nos habíamos degradado.

Al principio la mayor incidencia de la en-fermedad en prima-vera supuso un mayor es-fuerzo para aquellos de nosotros que, todavíavivos, dedicábamos nuestro tiempo y pensami-entos a nuestro prójimo. Nos entregábamos ala tarea: en medio de la desesperación,llevábamos a cabo las tareas de la esperanza.Salíamos decididos a contender con nuestroenemigo. Ayudábamos a los enfermos, y con-solábamos a los dolientes. Volviéndonos de losmuchos muertos a los pocos supervivientes,con una fuerza del deseo que se asemejabamucho al poder, les conminábamos: ¡vivid!Mas la epidemia se enseñoreaba de todo y,burlona, se reía de nosotros.

¿Alguna vez han observado mis lectores lasruinas de un hormiguero inmediatamente des-pués de su destrucción? En un primer mo-mento éste parece desierto de sus anteriores

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habitantes. Al poco se ve una hormiga avan-zando penosamente por el montículo arrasado.Luego salen de dos en dos, de tres en tres, ycorren de aquí para allá en busca de sus com-pañeras perdidas. Lo mismo éramos nosotrossobre la tierra, vagando aturdidos ante losefectos de la peste. Nuestras moradas vacíasseguían en pie, pero sus habitantes se con-gregaban en la penumbra de las tumbas.

A medida que iban perdiendo efecto las re-glas del orden y la presión de las leyes, huboquienes empezaron a transgredir los usos acos-tumbrados de la sociedad, al principio contiento y vacilación. Había muchos palaciosdesiertos y los pobres osaron al fin, sin quenadie les reprendiera por ello, internarse enaquellos aposentos espléndidos, cuyosmuebles y ornamentos eran un mundodesconocido para ellos. Se constató que,aunque el freno a toda circulación depropiedades decretado al principio había ll-evado a la pobreza repentina a quienes antes

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se apoyaban en la escasez artificial de la so-ciedad, cuando desaparecieron los límites de lapropiedad privada, los productos del trabajohumano existentes en el momento excedían enmucho lo que aquella menguada generaciónera capaz de consumir. Para algunos de entrelos pobres aquello fue objeto de gran regocijo.Ahora sí éramos todos iguales. Magníficas res-idencias, alfombras lujosas, lechos de plumasse hallaban disponibles para todos. Carruajes ycaballos, jardines, pinturas, estatuas, bibli-otecas principescas, de todo había en abund-ancia para todos, e incluso sobraba. Y no habíanada que impidiera a nadie tomar posesión desu parte. Sí, ahora éramos todos iguales. Peromuy cerca de nosotros nos aguardaba algo quenos igualaría aún más, un estado en que labelleza, la fuerza y la sabiduría resultarían tanvanas como las riquezas y la alcurnia. Latumba abría sus fauces bajo nuestros pies yaquella idea nos impedía a todos disfrutar de

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la abundancia que, de aquel modo tan horrible,se presentaba ante nosotros.

Y sin embargo el rubor no abandonaba latez de mis pequeños. Clara crecía en años y enestatura sin sucumbir a la enfermedad. Noteníamos razones para considerar Windsorcomo un lugar especialmente saludable, puesmuchas otras familias habían expirado bajoese mismo techo. Vivíamos sin tomar espe-ciales precauciones, pero al parecer noshallábamos a salvo. Si Idris perdía peso y es-taba pálida era por la angustia que le pro-vocaban los cambios, una angustia que yo nolograba aliviar. De sus labios no salía unaqueja, pero dormía mal y nunca tenía apetito.Una fiebre lenta se alimentaba de sus venas, sucolor era fantasmal y a menudo lloraba aescondidas. Los lúgubres pronósticos, la pre-ocupación y un temor agónico devoraban suprincipio vital. Yo no dejaba de percibir esecambio. Pensaba con frecuencia que habríasido mejor permitirle hacer lo que le placiera,

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pues de ese modo se habría entregado al cuid-ado de los demás, lo que tal vez le hubiera ser-vido como distracción. Pero ya era demasiadotarde. Además, con la práctica extinción de laraza humana todos nuestros esfuerzos se acer-caban a su fin, y ella se sentía demasiado débil.La consunción, si así puede llamarse, o mejordicho el exceso de vida en su interior que,como en el caso de Adrian, devoraba su com-bustible vital en las primeras horas de lamañana, privaba a sus miembros de fuerza. Denoche, cuando creía que se ausentaba de milado sin que yo lo notara, vagaba por toda lacasa o se plantaba junto a los lechos de sus hi-jos. Y de día caía en un sopor alterado, en elque sus murmullos y sobresaltos revelaban quese veía asaltada por sueños incómodos. A me-dida que se confirmaba aquel infeliz estado, y apesar de sus esfuerzos por ocultarlo, éste sehacía más evidente y yo luchaba en vano porinfundir en ella algo de valor y de esperanza.No me sorprendía la vehemencia de su

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preocupación: su alma misma era ternura; es-peraba no sobrevivirme si se convertía enpresa de la vasta calamidad, y aquella idea, aveces, le proporcionaba algún alivio. Durantemuchos años habíamos transitado por la sendade la vida cogidos de la mano, y unidos de esemodo nos adentraríamos en las tinieblas de lamuerte. Pero era un consuelo para ella saberque sus hijos, sus encantadores, juguetones yalegres hijos –seres nacidos de sus entrañas,porciones de su ser, depositarios de nuestroamor–, incluso si nosotros moríamos,seguirían participando en la carrera acostum-brada del hombre. Mas no sería así. Jóvenes yesplendorosos como eran, morirían, y se ver-ían apartados para siempre de las esperanzasde la madurez, del orgulloso nombre de lahombría alcanzada. A menudo, con afecto ma-ternal ella se había dedicado a imaginar losméritos y talentos que poseerían en todas lasetapas de su vida. ¡Ay de esos últimos días! Elmundo había envejecido y todos sus habitantes

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participaban de su decrepitud. ¿Para qué hab-lar de infancia, edad adulta o vejez? Todoscompartíamos por igual los últimos estertoresde una naturaleza ajada por el tiempo. Lleg-ados al mismo estadio de la edad del mundo,no existían diferencias entre nosotros. Losnombres para designar a padres y a hijoshabían perdido su significado; los muchachosy las doncellas se hallaban al mismo nivel quelos hombres. Todo esto era cierto, pero no porello resultaba menos doloroso llegar a casa conla advertencia.

¿Adónde podíamos volvernos para no en-contrar una desolación preñada con la sini-estra lección del ejemplo? Los campos habíandejado de cultivarse, las malas hierbas y lasflores más raras surgían en ellos. Y allí dondelos escasos trigales mostraban las esperanzasvivas del granjero, la labor había quedado amedio terminar, pues el labrador había muertojunto a su arado. Los caballos habían abandon-ado sus cercados y los vendedores de semillas

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no se acercaban a los muertos. El ganado, de-satendido, vagaba por los campos y los cami-nos. Los mansos habitantes de los corrales, de-sprovistos de su ración diaria, se habían asil-vestrado; los corderos jóvenes descansabansobre arriates de flores y las vacas se recogíanen los salones del placer. Enfermas y escasas,las gentes del campo ya no acudían a sembrarni a cosechar y paseaban por los prados o setendían bajo los setos cuando el cielo in-clemente no los llevaba a refugiarse bajo techo.Muchos de los supervivientes se aislaban ensus casas. Algunos habían hecho tal acopio deprovisiones que no necesitaban abandonarlaspara nada. Otros abandonaban a esposa e hijoscon la esperanza de que la soledad absoluta lesgarantizara la salud. Aquel había sido el plande Ryland, a quien hallaron muerto y mediodevorado por los insectos en una casa quedistaba muchas millas de cualquier otra, conmontañas de alimentos almacenados inútil-mente. Otros realizaban largos viajes para

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reunirse con sus seres queridos, y a su llegadalos encontraban sin vida.

La población de Londres no superaba elmillar de personas, cifra que no dejaba de dis-minuir. En su mayor parte campesinos quehabían acudido a la ciudad con el único objetode cambiar de aires. Los londinenses, por suparte, se habían instalado en el campo. El estede la ciudad, por lo general bullicioso, sehallaba sumido en el silencio, excepto enaquellos lugares en los que, en parte por avari-cia, en parte por curiosidad, los almaceneshabían sido más registrados que saqueados.En el suelo, sin abrir, seguían las cajas llenasde productos llegados de la India, mantonescaros, joyas y especias. En algunos lugares elpropietario había mantenido la vigilancia desus mercancías hasta el final, y había muertoante las rejas cerradas de su establecimiento.En las iglesias, los inmensos portones sin cer-rar chirriaban y había algunas personas muer-tas en el suelo. Una pobre desgraciada, víctima

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indefensa de la brutalidad más vulgar, habíaentrado en el baño de una dama de alcurnia y,tras acicalarse con los afeites del esplendor,había muerto frente al espejo donde, sólo paraella, se reflejaba su nuevo aspecto. Algunasmujeres, tan ricas que apenas habían pisado elsuelo en toda su vida, habían huido despavori-das de sus casas y, tras perderse en las callessolitarias de la metrópoli, habían perecido enel umbral de la pobreza. Los corazones se en-cogían ante la variada visión de la miseria, ycuando me hallaba frente a alguna víctima deaquellos cambios crueles sentía un dolor en elalma, pues no podía evitar pensar qué podíasucederles a mi amada Idris y a los niños. Sillegaban a sobrevivirnos a Adrian y a mí,¿quedarían sin protección en este mundo?Hasta entonces sólo la mente había sufrido,pero ¿podía posponer yo perpetuamente elmomento en que el cuerpo delicado y los ner-vios enfermos de la niña de mi prosperidad, laproveedora de mi rango y riqueza, mi

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compañera, se vieran atacados por el hambre,la adversidad y la epidemia? Mejor que muri-era ya, mejor clavar un puñal en su pechoantes de que la temible adversidad se acercaraa ella, y después clavármelo yo mismo. ¡Perono! En tiempos de desgracias debemos lucharcontra nuestros destinos y esforzarnos por queéstos no nos venzan. No me rendiría, y hastami último aliento defendería a mis seresqueridos contra la pena y el dolor. Y si final-mente era derrotado, mi derrota sería honrosa.De pie en la trinchera, resistiendo al enemigo,al enemigo invisible, impalpable, que tantotiempo llevaba asediándonos y que todavía nohabía abierto ninguna brecha entre nosotros.Mi misión consistiría en que siguiera sin lo-grar, a pesar de cavar en secreto, surgir en laspuertas mismas del templo del amor, en cuyoaltar yo, día tras días, rendía sacrificio.

El apetito de la muerte crecía, pues su ali-mento menguaba. ¿O tal vez fuera que antes,por ser más los que sobrevivían, no se prestaba

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tanta atención al número de muertos? Ahoracada vida era una piedra preciosa, cada alientohumano encerraba mucho más valor que lamás hermosa de las joyas talladas, y la dismi-nución de almas que se producía día a día,hora a hora, sumía los corazones en la másprofunda tristeza. Ese verano fue testigo de laextinción de nuestras esperanzas, el buque dela sociedad naufragó, y la destartalada balsaencargada de llevar a los pocos supervivientespor el mar de la desgracia se desarmaba yrecibía los embates de las tempestades. Loshombres vivían de dos en dos, de tres en tres;me refiero a individuos que dormían, despert-aban y satisfacían sus necesidades animales.Porque el hombre, en sí mismo débil, pero máspoderoso que el viento o el océano cuando secongregaba en grandes números, el queaplacaba los elementos, el señor de la nat-uraleza creada, el igual de los semidioses, esehombre ya no existía.

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¡Adiós a la escena patriótica, al amor a lalibertad y al terreno bien ganado de la aspir-ación virtuosa! ¡Adiós al senado concurridodonde resonaban los consejos de los sabios,cuyas leyes resultaban más penetrantes que elfilo de las espadas templadas en Damasco!¡Adiós a la pompa real y a los desfiles milit-ares; las coronas yacen en el polvo y quieneslas lucían descansan en sus sepulcros! ¡Adiósal afán de mando y a la esperanza de victoria; alas altas ambiciones, a la sed de elogios, aldeseo de contar con el sufragio de los com-pañeros! ¡Ya no existen las naciones! No haysenado que se reúna en consejo por los muer-tos. No hay vástago de alguna dinastía otroravenerada que se esfuerce por gobernar a loshabitantes de un osario. La mano del generalestá fría, y para el soldado cavan a toda prisauna tumba en su campo natal y lo entierran sinhonores, aunque ha muerto joven. El mercadopermanece vacío, el candidato al favor popularno halla a nadie a quien representar. ¡Adiós a

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las cámaras de un Estado exangüe! ¡Adiós a lossueños de medianoche, a la representaciónpictórica de la belleza, a los vestidos costosos ya las celebraciones de cumpleaños, a los títulosy a las diademas doradas! ¡Adiós!

Adiós a los gigantescos poderes delhombre, al conocimiento, capaz de conducir lapesada barca por las aguas bravas de unvastísimo océano, a la ciencia que eleva el se-doso globo por un aire sin senderos, al podercapaz de frenar las poderosas aguas y de poneren movimiento ruedas, vigas y grandes en-granajes capaces de partir bloques de granito omármol y de aplanar montañas.

Adiós a las artes: a la elocuencia, que es a lamente humana lo que los vientos son al mar,que agitan y luego aplacan. Adiós a la poesía ya la alta filosofía, porque la imaginación delhombre es fría, y su mente curiosa ya no lograexplayarse en las maravillas de la vida, pues«en la tumba, adonde vas, no existe obra,mecanismo, conocimiento ni sabiduría»*

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Adiós a los hermosos edificios, que en sus per-fectas proporciones trascendían las formas ru-das de la naturaleza, el intrincado gótico y elmacizo pilar sarraceno, el arco espléndido y lagloriosa bóveda, la columna esbelta con sucapitel dórico, jónico o corintio, el peristilo y elbello arquitrabe, cuya armonía de formas res-ulta tan agradable al ojo como la melodía aloído. Adiós a la escultura, donde el mármolpuro se burla de la carne humana, y en la ex-presión plástica de las excelencias reunidas dela forma humana brillan los dioses. Adiós a lapintura, al sentimiento elevado y al conocimi-ento profundo de la mente del artista traslada-dos al lienzo, a las escenas paradisíacas en lasque los árboles nunca pierden las hojas y elaire balsámico mantiene eternamente su brillodorado; a las formas detenidas de las tempest-ades, al rugido terrorífico de la naturaleza uni-versal encerrada entre los ángulos de unmarco. ¡Adiós! Adiós a la música y al sonido delas canciones, al maridaje de los instrumentos

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que, en concordia de suavidad y dureza, creauna armonía dulce y da alas al público arrob-ado, que cree subir al cielo y conocer los pla-ceres ocultos de la vida eterna. Adiós a los vie-jos escenarios, pues una tragedia verdadera serepresenta en el mundo y la pena fingida in-spira vergüenza. Adiós a la alta comedia y a lasgroserías del bufón. ¡Adiós! El hombre ya novolverá a reír.

¡Ay! Enumerar los adornos de la humanid-ad que hemos per-dido demuestra lo supremoy lo grande que el hombre llegó a ser. Y todo haterminado. Ahora de él no queda ya sino su sersolitario. Como nuestros primeros padres ex-pulsados del Paraíso, vuelve la vista atrás paraver lo que abandona. Los altos muros delsepulcro y la centelleante espada de la peste selevantan entre él y lo que ha perdido. Y comonuestros primeros padres, toda la tierra se ex-tiende ante él, un vasto desierto. Sin apoyos,débil, que vague por los campos, donde el trigono segado se alza en yerma abundancia, por

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entre los arbustos plantados por sus padres,por ciudades construidas para su uso. Ya nohay posteridad. La fama, la ambición, el amor,son palabras vacías de significado. Lo mismoque el ganado que pace en las praderas, así tú,ser abandonado, tiéndete al atardecer, ignor-ante del pasado, despreocupado ante el futuro,pues sólo en ese acogedor desconocimientopodrás hallar algo de alivio.

La dicha pinta con sus colores todos los ac-tos y las ideas. Los felices no sienten lapobreza, pues la alegría es como una túnicadorada, y los reviste de piedras preciosas de in-calculable valor. La diversión es ingrediente desus alimentos y lleva a la embriaguez con susbebidas. El gozo llena de rosas los camastrosmás duros y hace livianos los trabajos.

La pena, en cambio, duplica la carga de lasespaldas encorvadas, hunde espinas en loscojines más duros, sumerge hiel en el agua,añade sal al pan amargo viste a los hombrescon harapos y arroja cenizas calientes sobre

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sus cabezas desnudas. En nuestra situacióndesesperada, cualquier inconveniente menornos abordaba con fuerza redoblada. Habíamosreforzado nuestros cuerpos para resistir elpeso titánico puesto sobre nosotros, pero noshundíamos si nos arrojaban una pluma ligera,y «la langosta era una carga».* Muchos de lossupervivientes habían sido criados en el lujo yahora carecían de criados, y sus poderes demando se habían desvanecido como sombrasficticias. Los pobres sufrían aún más priva-ciones, y la idea de otro invierno como el an-terior nos causaba pavor. ¿No bastaba con quetuviéramos que morir, había que añadir sufri-miento a nuestra muerte? ¿Debíamos prepararnuestro alimento fúnebre con esfuerzo, y conindigna monotonía arrojar combustible sobrenuestros hogares abandonados? ¿Debíamos,con manos serviles, fabricar los ornamentosque no tardarían en adornar nuestrossudarios?

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¡No! Si hemos de morir, permítasenosentonces disfrutar al máximo de lo que quedede nuestras vidas. ¡Aléjate, preocupación sór-dida! Los trabajos domésticos, dolores leves ensí mismos, aunque gigantescos para nuestrasfuerzas vencidas, no formarán parte denuestras efímeras existencias. En el principiode los tiempos, cuando, como ahora, loshombres vivían en familias, y no en tribus onaciones, habitaban en climas propicios,donde no era menester arar la tierra para queésta diera frutos, y el aire balsámico envolvíasus miembros reposados con un calor más pla-centero que el de los lechos de plumas. En elsur se encuentra la tierra natal de la raza hu-mana, la tierra de los frutos, más generosa conel hombre que la más parca Ceres del norte; latierra de árboles cuyas ramas son como tejadospalaciegos, de lechos de rosas y de la viña quela sed aplaca. Allí no hay que temer el frío ni elhambre.

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¡Fijaos en Inglaterra! La hierba crece muyalta en los prados, pero húmeda y fría, no nossirve de colchón. De maíz carecemos, y los es-casos frutos que en ella crecen no nos bastan.Debemos buscar el fuego en las entrañas de latierra, pues de otro modo la atmósfera severanos llena de reuma y de dolor. El esfuerzo decentenares de miles podría hacer de esterincón del mundo un lugar adecuado para lavida de un solo hombre. ¡Así que rumbo al sur,rumbo al sol! Allí la naturaleza es amable, allíJúpiter ha vertido el contenido del cuerno deAmaltea y la tierra es un jardín.

Inglaterra, antes cuna de excelencia y es-cuela de los sabios, tus hijos han muerto, tugloria se ha esfumado. Tú, Inglaterra, fuiste eltriunfo del hombre. Escaso favor ha de-mostrado el Creador contigo, Isla del Norte.Lienzo rasgado por la naturaleza, pintado porel hombre con colores ajenos. Mas los tonosque te prestó se han deslucido, y ya no han derenovarse. De modo que debemos

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abandonarte, maravilla del mundo. Diremosadiós a tus nubes y a tu frío para siempre. Tusviriles corazones no laten. Tu historia de podery libertad ya concluye. Desnuda de hombres,¡oh, pequeña isla!, las olas del océano teazotarán y el cuervo batirá sus alas sobre ti. Tusuelo será morada de las malas hierbas y tucielo palio de desnudez. Nunca fuiste célebrepor las rosas de Persia, ni por las bananas deOriente, ni por las abundantes especias de laIndia, ni por las plantaciones de azúcar deAmérica, ni por tus viñedos, ni por tus doblescosechas, ni por tus aires primaverales, ni portu sol del solsticio. Lo fuiste por tus hijos, porsu infatigable esfuerzo y sus nobles aspir-aciones. Y ahora que ellos ya no existen, tú vastras ellos, siguiendo el sendero hollado queconduce al olvido.

Adiós, Isla triste, tu gloria fatalse cierra, concluye y se cancela en estahistoria.*

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Footnotes

*La autora recurre a la traducción de El banquete de

Platón realizada por P.B. Shelley, en la que éste traduce

«Ate» (la diosa del Error o de la Discordia) como «Calam-

idad». La cita es como sigue: «Homero dice que Ate es di-

osa y delicada. “Sus pies –dice– son delicados porque no

los posa nunca en tierra, sino que marcha sobre la cabeza

de los hombres.» ( Ilíada , 1, XIX, v. 92). (N. del T.)

*Los trabajos y los días , libro II, Hesíodo. (N. del T.)

**Salmos , 8, 5-6. (N. del T.)

*Eclesiastés , 9, 9-10. (N. del T.)

*Eclesiastés , 12.5. (N. del T.)

*De un poema sobre Carlos I atribuido generalmente a

John Cleveland, aunque de autoría discutible. (N. del T.)

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Capítulo II

En el otoño de ese año, 2096, el impulso mi-gratorio se instaló entre los pocos supervivi-entes que, procedentes de varias partes deInglaterra, se congregaron en Londres. Setrataba de un impulso que existía como un ali-ento, un deseo, una idea algo descabellada,hasta que Adrian, una vez tuvo conocimientode ella, la revistió de ardor y al instante se em-peñó en su ejecución. El temor a una muerteinmediata desapareció con los calores de sep-tiembre. Otro invierno se extendía ante noso-tros y podíamos escoger el mejor modo de pas-arlo. Tal vez, filosóficamente, la emigraciónfuera el plan más racional, pues nos alejaríadel escenario inmediato de nuestra desgraciay, trasladándonos a países agradables y pintor-escos, aplacaría por un tiempo nuestra deses-peración. Una vez planteada la idea, todos nos

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mostrábamos impacientes por llevarla atérmino.

Seguíamos en Windsor. Nuestras renova-das esperanzas aliviaban la angustia que sehabía apoderado de nosotros tras las recientestragedias. La muerte de muchos de nuestrosvecinos nos había disuadido definitivamentede la idea de que nuestro castillo se hallaba asalvo de la peste. Pero habíamos renovado porunos meses más nuestro contrato con la vida eincluso Idris erguía la cabeza, como un liriotras una tormenta cuando un último rayo desol roza su copa plateada. Y en aquellas circun-stancias Adrian vino a vernos. Su aspecto ex-ultante nos indicaba que planeaba algo. Alpunto me llevó a un aparte y me expuso conrapidez su plan para abandonar el país.

¡Irse de Inglaterra para siempre! Alejarsede sus campos emponzoñados, de sus huertos,poner mar de por medio, alejarse como el mar-inero se aleja del islote adonde ha sido

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arrastrado tras el naufragio, cuando aparece elbarco salvador. Ése era el plan.

Abandonar el país de nuestros padres, porsus tumbas sagrado. No lo sentíamos comouno de aquellos exilios de la antigüedad,cuando por placer o conveniencia un hombreolvidaba su suelo natal. Aunque miles de mil-las lo separaran de ella, Inglaterra seguíaformando parte de él, lo mismo que él de ella.Se mantenía al corriente de lo que en ellasucedía y sabía que, si regresaba y volvía a ocu-par su lugar en la sociedad, tendría la puertaabierta, y dependía de su voluntad el rodearsede nuevo, sin más dilación, de las relaciones ylos hábitos de su infancia. Con nosotros, lossupervivientes, no sucedía lo mismo. Nosotrosno dejábamos a nadie atrás que nos represent-ara, a nadie que repoblara la tierra baldía, y elnombre de Inglaterra moriría cuando laabandonáramos

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en errante pos de una temerosaseguridad.*

¡Mas partamos! Inglaterra yace cubiertapor su sudario, no nos encadenemos a uncadáver. Partamos, el mundo es ahora nuestrapatria, y como residencia escogeremos surincón más fértil. En sus desiertos salones,bajo este cielo invernal, ¿nos sentaremos conlos ojos cerrados y las manos entrelazadas aesperar la muerte? Mejor partir a su encuen-tro, con gallardía. O tal vez –si todo este plan-eta pendular, esta piedra preciosa en la dia-dema del cielo no ha sido infectado del todopor la peste–, tal vez, en algún lugar remoto,en una eterna primavera de árboles mecidospor la brisa y arroyos saltarines, hallemosVida. El mundo es inmenso, e Inglaterra,aunque sus muchos campos y espaciososbosques parezcan interminables, no es sinouna pequeña porción de él. Tras un día demarcha ascendiendo altas montañas y a través

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de valles cubiertos de nieve, tal vez nos en-contremos con gentes sanas, y tras poner a sucargo a nuestros seres queridos, podamos re-plantar el árbol de la humanidad, arrancado deraíz, y garantizar posteridad al relato de la razaanterior a la peste, de los héroes y los sabiosdel estado perdido de las cosas.

La esperanza nos guía y la tristeza nosapura, el corazón late con la fuerza de la ex-pectativa, y este intenso deseo de cambio debede ser un presagio de nuestro éxito. ¡Venid adespediros de los muertos! ¡Decid adiós a lastumbas de aquéllos a quienes amasteis! ¡Adiósal gigantesco Londres, al manso Támesis, a losríos y montañas de las bellas regiones, cuna desabios y bondadosos, al bosque de Windsor y asu castillo antiguo! Ya no son sino temas pararelatos, y nosotros debemos trasladarnos aotro lugar.

Aquellos eran los argumentos de Adrian,pronunciados con gran entusiasmo y rapidezirrebatible. En su corazón se alojaba algo más,

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algo que no se atrevía a pronunciar. Sentía quehabía llegado el fin del mundo. Sabía queiríamos desapareciendo uno por uno hastadisolvernos en la nada. No era recomendableaguardar la llegada de esa extinción en nuestropaís natal. El viaje nos proporcionaría unmotivo diario que apartaría nuestros pensami-entos del inminente fin de las cosas. Si nostrasladábamos a Italia, a la Roma eterna ysagrada, tal vez nos sometiéramos con másresignación al mismo decreto que había ar-rasado sus poderosas torres. Tal vez nos lib-ráramos de nuestra pena egoísta ante la con-templación de su desolación sublime. Todoaquello se ocultaba en la mente de Adrian.Pero pensaba en mis hijos, y en lugar de com-partir conmigo aquellas fuentes de su de-sasosiego, decidió describirme la imagen de sa-lud y vida que hallaríamos al llegar no sabíadónde, ni cuándo. Y si nunca la encon-trábamos, nunca dejaríamos de buscarla. No lecostó ganarme en cuerpo y alma para su causa.

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Me correspondió a mí comunicar nuestroplan a Idris. Las imágenes de bienestar y es-peranza que esbocé para ella pintaron en surostro una sonrisa y dio su consentimiento.Aceptaba alejarse del país del que jamás sehabía ausentado, del lugar donde había vividodesde su más tierna infancia, del bosque de al-tos árboles, de los senderos y los claros en losque había jugado de niña y en los que tan felizhabía sido en su juventud. Todo lo dejaría at-rás sin lamentarse, pues esperaba, con ello,preservar la vida de sus hijos, que eran su vida.A ellos los amaba más que a esa tierra con-sagrada al amor, más que a todo lo que latierra contenía. Los pequeños supieron denuestro traslado y lo recibieron con granalegría. Clara preguntó si viajaríamos a Atenas.

–Es posible –respondí, y su semblante seiluminó al momento. Allí visitaría la tumba desus padres y un territorio lleno de los recuer-dos de la gloria de Raymond. Silenciosa peroconstantemente, había imaginado la escena

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una y otra vez. Era el recuerdo de sus padres loque había convertido en seriedad su alegría in-fantil, lo que había infundido en ella ideas el-evadas e inquebrantables.

Había muchos amigos a los que, a pesar desu humildad, no podíamos dejar atrás. Y es-taba el caballo brioso y obediente que lordRaymond había regalado a su hija. Debíamostener también en cuenta al perro de Alfred, asícomo a un águila adiestrada que, con los años,había perdido visión. Pero no podíamos dejarde sentir tristeza ante aquella lista de elegidospara viajar con nosotros, pues inevitablementenos venían al recuerdo todas las pérdidas su-fridas y suspirábamos por las muchas cosasque debíamos dejar atrás. Las lágrimasasomaban a los ojos de Idris cada vez que Al-fred y Evelyn nos traían ahora su rosal fa-vorito, ahora un jarrón de mármol her-mosamente tallado, e insistían en que de-bíamos llevarlos con nosotros, y exclamabanque era una lástima no poder trasladar

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también el castillo y el bosque, los ciervos y lospájaros y todos los objetos que nos rodeaban.

–Pobres infelices –dije yo–; hemos perdidopara siempre tesoros más valiosos que éstos. Ylos abandonamos para preservar otros ante losque, por comparación, no son nada. Tengamossiempre presentes nuestro objeto y nuestra es-peranza, y éstos formarán un muro que im-pedirá que nos inunde la tristeza por la pér-dida de las cosas superfluas.

Los niños se distraían fácilmente ypensaban en las diversiones que lesaguardaban en el futuro. Idris, que trataba deocultar sus debilidades, había desaparecido.Tras abandonar el castillo, había descendidohasta el jardín en busca de una soledad que lepermitiera entregarse a las lágrimas. La encon-tré apoyada en un viejo roble, presionando loslabios contra el tronco rugoso, vertiendo unmar de lágrimas y sollozando incontrolable-mente. Me partía el corazón ver llorar de esemodo a mi ser más amado. La atraje hacia mí

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y, besándole los párpados, rodeándola con misbrazos, logré que recordara lo que todavíaposeía.

–Eres muy amable por no hacerme re-proches –me dijo–. Lloro, y un dolor insoport-able rasga mi alma. Y sin embargo soy feliz.Hay madres que se lamentan por la pérdida desus hijos, esposas que han perdido a sus mar-idos, mientras que yo os conservo a todos. Sí,soy feliz, soy la persona más feliz del mundopor poder llorar por penas imaginarias yporque la pequeña pérdida de mi adorado paísno se vea menguada ni aniquilada por mayoresdesgracias. Llévame adonde quieras, adondeestéis tú y mis hijos, pues para mí allí estaráWindsor, y cualquier país será Inglaterra. Queestas lágrimas que derramo no sean por mí, fe-liz e ingrata como soy, sino por el mundomuerto, por nuestro país perdido, por todo elamor, la vida y la dicha que ahora se ahogan enlas polvorientas cámaras de los difuntos.

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Hablaba deprisa, como si quisiera conven-cerse a sí misma. Apartó la vista de los árbolesy los senderos que tanto amaba. Ocultó elrostro en mi pecho y los dos –ausente mifirmeza masculina– derramamos juntos lágri-mas de consuelo, y después, ya más calmados,casi alegres, regresamos al castillo.

Los primeros fríos del octubre inglés nos ll-evaron a acelerar los preparativos. Persuadí aIdris para que nos trasladáramos a Londres,donde podría ocuparse mejor de las gestionesnecesarias. No le revelé que, para ahorrarle eldolor de separarse de los objetos inanimados–que eran los únicos que quedaban ya–, habíadecidido que ninguno de nosotros re-gresaríamos a Windsor. Por última vez con-templábamos la vasta extensión de los camposdesde la terraza y veíamos los últimos rayos desol teñir los bosques coloreados por todos lostonos del otoño. Las tierras de labranza aban-donadas y las casas sin fuego en el hogar se ex-tendían más abajo; el Támesis surcaba la

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extensa llanura y la venerable mole del colegiode Eton se alzaba, prominente, recortándoseen la oscuridad. Los graznidos de los miles degrajos que poblaban los árboles del jardín,cuando en columna o en apretada formaciónse abalanzaban sobre sus nidos, rasgaban el si-lencio del anochecer. La naturaleza era lamisma, la misma que cuando se mostrabacomo una madre amable de la raza humana.Ahora, sin hijos, desolada, su fertilidad parecíauna burla; su amor, una máscara que ocultarasu deformidad. ¿Por qué la brisa seguíameciendo suavemente los árboles, si el hombreno sentía su refrescante alivio?¿Por qué lanoche oscura se adornaba de estrellas, si elhombre no podía verlas? ¿Por qué seguían ex-istiendo los frutos, las flores y los arroyos, si elhombre no seguía allí para gozar de ellos?

Idris, a mi lado, entrelazaba su mano con lamía. Su gesto era radiante y sonreía.

–El sol está solo –dijo–, pero nosotros no.Una estrella rara, Lionel mío, regía en nuestro

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nacimiento. Con tristeza y horror podemos verla aniquilación del hombre, pero nosotros nosmantenemos, el uno por el otro. ¿He buscadoyo alguna vez, en todo el vasto mundo, a al-guien salvo a ti? Y si en el vasto mundo tú per-duras, ¿por qué he de lamentarme? Tú y lanaturaleza todavía me sois sinceros. Bajo lassombras de la noche, y a través del día, cuyaluz inclemente muestra nuestra soledad, túseguirás aquí, a mi lado, y ni siquiera lament-aré alejarme de Windsor.

Había optado por viajar a Londres denoche, con la idea de que los cambios y la des-olación del paisaje resultaran menos observ-ables. Nos conducía el único de nuestros cria-dos que seguía con vida. Dejamos atrás la co-lina empinada y nos adentramos en la oscuraavenida del Gran Paseo. En ocasiones comoésa circunstancias nimias adquieren propor-ciones gigantescas y majestuosas; así, la meraapertura de la verja blanca que daba acceso albosque acaparó mi atención y mi interés. Se

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trataba de una acción cotidiana que ya nuncavolvería a repetirse. La luna creciente, a puntode ponerse ya, brillaba entre los árboles, anuestra derecha, y cuando entramos en elparque asustamos a una manada de ciervosque, brincando, se ocultaron entre las sombrasdel bosque. Nuestros dos hijos dormían pláci-damente. Entonces, antes de que el camino do-blara y nos ocultara la vista, me volví y con-templé el castillo. Sus ventanas reflejaban laluz de la luna y su marcado perfil se recortabacontra el cielo. Los árboles cercanos, zarandea-dos por la brisa, entonaban cantos fúnebres,solemnes. Idris, apoyada en el respaldo, me co-gió de las dos manos y me miró con semblantesereno, como si no le importara lo que dejabaatrás al recordar lo que todavía conservaba.

Mis pensamientos eran tristes y solemnes,aunque no únicamente dolorosos. Los mismosexcesos de nuestra desgracia se acompañabande cierto alivio, un alivio que hacía sublime yelevada la pena. Sentía que me acompañaban

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mis seres más queridos. Y, tras la prolongadaseparación, me alegraba el reencuentro conAdrian. Ya nunca nos separaríamos. Sentía queabandonaba lo que amaba, no lo que meamaba a mí. Los muros del castillo, los grandesárboles de siempre, no oían con tristeza el úl-timo adiós que pronunciaban las ruedas denuestro carruaje. Y mien-tras notara la prox-imidad de Idris y escuchara la respiraciónsosegada de mis hijos, no podía ser desgra-ciado. Clara, por su parte, era presa de una in-tensa emoción. Con ojos llorosos, trataba dereprimir los sollozos. Apoyándose contra laventanilla, contemplaba su Windsor natal porúltima vez.

Adrian nos dio la bienvenida a nuestra lleg-ada. Era todo animación, y en su aspecto sa-ludable era imposible distinguir al ser enfer-mizo y sufriente. Por su sonrisa y su voz alegreno podía adivinarse que estaba a punto de ll-evarse de su país natal a los supervivientes dela nación inglesa, para conducirlos hasta los

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reinos deshabitados del sur, donde moriríanuno tras otro, hasta que EL ÚLTIMO HOMBRE sealzara sobre el mundo mudo y vacío.

Adrian, impaciente ante la partida, habíaavanzado notable-mente en los preparativos.Su sabiduría nos iluminaba a todos. Su preocu-pación era el alma que movía a la infelizmuchedumbre, que confiaba plenamente en él.Era inútil cargar con demasiadas cosas, pueshallaríamos abundantes provisiones en todaslas ciudades. Adrian deseaba evitar todo tra-bajo, dar un aire festivo a nuestra comitivafúnebre, formada por menos de dos mil perso-nas. No todas se hallaban en Londres, y todoslos días presenciábamos la llegada de nuevosviajeros. Quienes vivían en las ciudades veci-nas habían recibido la orden de congregarse enel mismo lugar el veinte de noviembre. Sehabían proporcionado caballos y carruajes atodos. Se habían escogido capitanes y subofi-ciales y toda la operación había sido organiz-ada con rigor. Todos obedecían al Señor

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Protector de la moribunda Inglaterra, todos loadmiraban. Se escogió su consejo, formado porcincuenta personas. Para su elección no setuvo en cuenta su clase ni su distinción. Entrenosotros no existía más clase que aquélla quela bondad y la prudencia nos otorgaban, nimás distinción que la que separaba a los vivosde los muertos. Aunque deseábamos abandon-ar Inglaterra antes de que el invierno avanzara,no lo hacíamos aún, pues se habían enviadoexpediciones a distintas partes de Inglaterra enbusca de personas que hubieran podidoquedar rezagadas. No nos iríamos hasta estarseguros de que, con toda probabilidad, noabandonábamos a su suerte a ningún serhumano.

A nuestra llegada a Londres descubrimosque la anciana condesa de Windsor se habíatrasladado a vivir con su hijo en el palacio delProtectorado. Nosotros nos instalamos ennuestra residencia habitual, junto a Hyde Park.Por primera vez en muchos años Idris veía a su

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madre, y estaba impaciente por constatar si elinfantilismo de la vejez se habría mezclado, ensu caso, con su orgullo de antaño y la dama denoble cuna seguiría demostrando por mí unaanimadversión inveterada. La edad y las pre-ocupaciones habían hundido sus mejillas y en-corvado su cuerpo. Pero seguía observandocon ojos vivaces y sus modales eran aún autor-itarios. Recibió a su hija con frialdad, aunquedemostró más afecto al estrechar a sus nietosen sus brazos. El deseo de perpetuar nuestrasmaneras e ideas en nuestros descendientesforma parte de nuestra naturaleza. La condesahabía fracasado en los planes que habíatrazado para sus hijos, pero tal vez esperararesarcirse con parientes más dóciles. En unaocasión en que Idris mencionó mi nombre depasada, su madre frunció el ceño y, con voztemblorosa e impregnada de odio, dijo:

–Yo valgo ya muy poco en este mundo. Losjóvenes se muestran impaciente por expulsarde la escena a los ancianos. Pero Idris, si no

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deseas ver a tu madre expirar a tus pies, novuelvas a mencionar el nombre de esa persona.Todo lo demás puedo soportarlo, y ya me heresignado a la destrucción de mis más altas es-peranzas. Pero considero excesivo que se mepida que ame al instrumento que la providen-cia dotó de propiedades asesinas para causarmi destrucción.

Era aquél un monólogo raro, ahora que, enel escenario vacío, cada uno podía representarsu papel sin que el otro se lo impidiera. Pero laaltiva reina destronada opinaba, como OctavioCésar y Marco Antonio, que

no cabíamos los dosen esta tierra.*

El día de nuestra partida se fijó para elveinticinco de noviembre. El clima era tem-plado. De noche caía una lluvia mansa y de díabrillaba el sol invernal. Nuestro grupo avan-zaría en comitivas distintas y seguiría distintas

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rutas, que se unirían de nuevo en París. Adriany su división, formada en su totalidad porquinientas personas, viajarían hasta Dover, yde allí a Calais.

El 20 de noviembre Adrian y yo recorrimosa caballo por última vez las calles de Londres,cubiertas de hierba y desoladas. Las puertasabiertas de las mansiones vacías chirriaban.En los peldaños de las casas se acumulaban elpolvo y plantas marchitas. Los chapitelesmudos de las iglesias se clavaban en un aireexento de humo. Los templos permanecíanabiertos, pero en sus altares no rezaban losfieles. El moho y la humedad ya habían man-chado sus ornamentos, y pájaros y animalesdomésticos, ahora sin hogar, habían escogidoaquellos lugares santos para construir susnidos y sus madrigueras. Pasamos junto a lacatedral de San Pablo. Londres, que se habíaextendido mucho en suburbios construidos entodas direcciones, había quedado algo desiertoen su centro, y gran parte de lo que en épocas

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anteriores había oscurecido aquel inmensoedificio había sido demolido. Su imponentemole, su piedra ennegrecida, su alta cúpula, lahacían parecer, más que un templo, un sepul-cro. Sobre su pórtico había una lápida grabadacon el epitafio de Inglaterra. Nos dirigimoshacia el este, conversando de los asuntos sol-emnes que los tiempos dictaban. No se oíapaso alguno ni se veía a nadie. Grupos de per-ros, abandonados por sus amos, pasaban juntoa nosotros. Y de vez en cuando algún caballo,sin silla ni bridas, se acercaba a nosotros e in-tentaba atraer la atención de los nuestros,como incitándolos a recobrar su libertad. Unbuey desuncido que había estado alimentán-dose en un granero abandonado se asomó depronto a una entrada estrecha. Aunque todoestaba desierto, no había nada en ruinas. Yaquella combinación de edificios intactos y lu-josas residencias en perfecto estado con-trastaba con el silencio solitario de las callesdespobladas.

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La noche se acercaba y comenzó a llover.Nos disponíamos a regresar a casa cuandollamó nuestra atención una voz humana. Setrataba de una voz infantil que entonaba uncanto alegre. No se oía nada más. Habíamosatravesado Londres, desde Hyde Park hasta lasMinories, donde nos hallábamos, y nohabíamos encontrado a nadie ni habíamosoído pasos o voces. Unas risas, seguidas de unaconversación, interrumpieron el canto. Jamásun estribillo alegre se pronunció en momentotan triste, ni unas risas se asemejaron tanto alllanto. La puerta de la casa de la que procedíanaquellos sonidos estaba abierta, y vimos quelas estancias de la planta superior se hallabaniluminadas, como si hubiera de celebrarse al-guna fiesta. Se trataba de una residencia mag-nífica en la que sin duda había vivido algúnmercader rico. El canto volvió a sonar y resonóen las estancias de altos techos, mientras noso-tros ascendíamos en silencio por la escalera.Las luces parecían guiarnos. Y una sucesión

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prolongada de salones espléndidos, luminosos,nos causó aún mayor asombro. Su único habit-ante, una niña pequeña, bailaba y cantabaevolucionando por ellos, seguida por un granperro de Terranova que se abalanzabajuguetón sobre ella, interrumpiéndola. Lapequeña a veces se enojaba y a veces se reía, yen ocasiones se echaba al suelo para retozarcon él. Iba vestida de manera grotesca, con ro-pas de colores chillones y chales de mujer.Aparentaba unos diez años. Adrian y yo per-manecimos junto a la puerta contemplandoaquella extraña escena hasta que el perro, per-catándose de nuestra presencia, ladró sonora-mente. La muchacha se giró y nos vio. Aban-donando su alegría anterior, compuso un gestoserio y se echó hacia atrás, al parecer planteán-dose la huida. Yo me acerqué a ella y le tomé lamano. Ella no me lo impidió, pero con semb-lante adusto, raro en una niña, y del todo ale-jado de su anterior hilaridad, permaneció in-móvil, con la vista clavada en el suelo.

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–¿Qué haces aquí? –le pregunté amable-mente–. ¿Quién eres?

Ella no respondió nada y empezó a temblarcon violencia. –

Mi pobre niña, ¿estás sola? –le preguntóAdrian con un tono tan dulce que se ganó suconfianza. La pequeña entonces se soltó de mimano y se arrojó en sus brazos, aferrándose asu cuello y exclamando:

–¡Sálvame! ¡Sálvame! –mientras, con granpesar, se deshacía en llanto.

–Yo te salvaré –respondió él–. ¿De quétienes miedo? De mi amigo no debes tenerlo,no va a hacerte ningún daño. ¿Estás sola?

–No, León está conmigo.

–¿Y tus padres...?

–No los tuve nunca. Soy huérfana y vivo dela caridad. Todos se han ido, se han ido y novolverán en muchos, muchos días, pero si re-gresan y me encuentran, me pegarán mucho.

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En aquellas tristes palabras se resumía sudesdichada vida. Huérfana, supuestamenteacogida por caridad, maltratada y envilecida,sus opresores habían muerto. Sin comprenderlo que había sucedido a su alrededor, se encon-traba sola. No se había atrevido a salir a lacalle, y en la persistencia de su soledad sucoraje había renacido, su vivacidad infantil lahabía llevado a entregarse a mil juegos, y consu compañero fiel había vivido unas largas va-caciones, sin más temor que el regreso de lasvoces duras y los usos crueles de quienes sedecían sus protectores. De modo que, cuandoAdrian le propuso que se viniera con nosotros,aceptó sin dudarlo.

Entretanto, mientras servíamos de contra-punto a las penas ajenas, a una soledad queasombraba a nuestros ojos, no a nuestrocorazón, mientras imaginábamos todos loscambios y sufrimientos que se habían produ-cido en aquella calles otrora bulliciosas, antesde que, despobladas y desiertas, se hubieran

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convertido en meras guaridas de perros; mien-tras leíamos la muerte del mundo sobre eltemplo oscuro, y nos consolábamos al recordarque nosotros conservábamos todo lo que nosera querido...

Habíamos llegado desde Windsor a princi-pios de octubre y llevábamos en Londres unasseis semanas. Día a día, durante aquel tiempo,la salud de mi amada Idris había declinado. Sucorazón se había roto. Ni el sueño ni el apetito,guardianes de la salud, se ocupaban de sucuerpo exhausto. Su único pasatiempo con-sistía en vigilar a sus hijos, en sentarse a milado a empaparse de las esperanzas que yotrataba de infundir en ella. Su vivacidad, tantotiempo mantenida, sus cariñosas muestras deafecto, su alegría, su simpatía, la habían aban-donado. No podía ocultarme a mí mismo, niella podía esconderlo, que la tristeza consumíasu vida. Con todo, tal vez el cambio de escen-ario y las esperanzas renovadas lograran

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devolverla a su anterior estado. Yo sólo temía ala peste, y ésta la había mantenido intacta.

La había dejado sola aquella tarde, des-cansando del esfuerzo de los preparativos.Clara se encontraba a su lado, contando uncuento a nuestros dos niños. Mi amada teníalos ojos cerrados, pero Clara percibió un cam-bio en el aspecto del mayor: sus pesadospárpados velaron sus ojos, un color extrañotiñó sus mejillas y se le aceleró la respiración.Clara miró a la madre que, aunque dormía, sesobresaltó al sentir la pausa en la narración.Por temor a despertarla y alarmarla, y a in-stancias del pequeño Evelyn, que no se habíapercatado de lo que sucedía, Clara prosiguiócon el cuento, pronunciando con voztemblorosa y mirando sucesivamente a Idris ya Alfred, hasta que vio que éste estaba a puntode desvanecerse. Se adelantó a tiempo, lo in-terceptó, y su grito despertó a Idris, que miró asu hijo y vio la muerte reflejada en su

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semblante. Lo tendió en un lecho y humedeciósus labios resecos.

Podría salvarse. Si yo estuviera allí, tal vezpudiera salvarse. Tal vez no fuera la peste. Sinnadie que la aconsejara, ¿qué podía hacer?Quedarse a su lado y verlo morir. ¿Por qué, enese momento, me hallaba yo ausente?

–Cuida de él, Clara –exclamó–. Regresoenseguida.

Preguntó a los compañeros de nuestro viajeque se habían instalado en nuestra residencia.Pero éstos apenas supieron decirle que habíasalido con Adrian. Les rogó entonces que fuer-an en mi busca y regresó a su hijo, que sehallaba sumido en un horrible sopor. Volvió aprecipitarse escaleras abajo. Todo estabaoscuro, desierto y silencioso. Abandonandotoda compostura, corrió hasta la calle y gritómi nombre. Sólo obtuvo respuesta de la llov-izna y el viento ululante. El miedo desbocadodio alas a sus pies y siguió avanzando en mi

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busca, sin saber adónde iba. Concentrando enla velocidad todos sus pensamientos, toda suenergía, todo su ser, corría en una direcciónequivocada, sin sentir, ni temer, ni detenerse.Corría y corría, hasta que las fuerzas la aban-donaron tan repentinamente que no le diotiempo a salvarse. Las piernas le fallaron ycayó de bruces en el suelo.

Permaneció aturdida unos instantes, peroal cabo se puso en pie y, aunque dolorida,siguió caminando, derramando un torrente delágrimas, tropezando a veces, caminando sinrumbo, pronunciando mi nombre con un hilode voz de vez en cuando, y declarando, entredesgarradoras exclamaciones, que yo era unser cruel y malvado. No se hallaba otro ser hu-mano en las inmediaciones que pudiera re-sponderle, y lo inclemente de la noche había ll-evado a los animales errantes a las guaridasque habían usurpado. La lluvia había em-papado su fino vestido y el pelo mojado se leaferraba a la nuca. Siguió vagando por las

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calles oscuras hasta que, golpeándose el piecon algún obstáculo invisible, volvió a caer alsuelo. En esa ocasión no pudo levantarse. Lointentó con todas sus fuerzas, pero, alzando losbrazos, se rindió a la furia de los elementos y aldolor punzante de su propio corazón. Susurróuna plegaria para morir rápidamente, pues yasólo en la muerte hallaría alivio. Y abandon-ando toda esperanza de salvarse, dejó de lam-entarse por la muerte de su hijo y lloró amar-gamente al pensar en el dolor que me causaríasu pérdida.

Mientras yacía casi sin vida en el suelo,sintió una mano tibia y suave en la frente, yuna voz femenina y dulce le preguntó con granternura si no podía ponerse en pie. Que otroser humano, solidario y amable, existiera y seencontrara a su lado, la animó. Incorporán-dose a medias, entrelazó las manos y se echó allorar de nuevo. Rogó a su salvadora que fueraen mi busca y me pidiera que acudiera deprisa

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al auxilio de nuestro hijo agonizante. ¡Y que losalvara, por el amor del cielo, que lo salvara!

La mujer la ayudó a incorporarse y la llevóa guarecerse bajo un techo. Trató de conven-cerla para que regresara a casa, alegando quetal vez yo ya me encontrara allí. Idris cedió fá-cilmente a sus persuasiones y, apoyándose enel brazo de su amiga, se esforzaba por caminar,pero una gran debilidad la llevaba a detenerseuna y otra vez.

Espoleados por la tormenta, que arreciaba,nosotros habíamos apresurado nuestro re-greso. Adrian llevaba a la pequeña en sucaballo, montada delante de él. Al llegar des-cubrimos a una multitud de personas con-gregada bajo el pórtico, y por sus gestos dedujeinstintivamente que había sucedido algunanueva desgracia. Alarmado, rápido, temerosode preguntar nada, desmonté de un salto. Lospresentes me vieron, me reconocieron al mo-mento y en tenso silencio se apartaron para ce-derme el paso. Yo le arrebaté una lámpara a

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alguien y corrí escaleras arriba. Oí entonces ungemido, y sin pensar abrí la primera puertaque apareció ante mí. La oscuridad era in-tensa, pero al entrar un olor maligno asaltómis sentidos y me provocó unas náuseas y unmalestar que se abrió paso hasta mi corazón.Sentí que alguien me agarraba la pierna yemitía otro gemido. Bajé la lámpara y vi a unnegro semidesnudo, consumido por la enfer-medad, aferrándose a mí entre convulsiones.Con una mezcla de horror e impaciencia, altratar de soltarme caí sobre el enfermo, que enese instante me rodeó con sus brazos desnudosy purulentos. Su rostro se hallaba casi pegadoal mío, y su aliento, cargado de muerte, penet-raba en mis pulmones. Por un momento mesentí desfallecer, presa de las náu-seas. Pero alpunto recobré la capacidad de reacción y meincorporé de un salto, apartando de mí alpobre infeliz. Abandoné la habitación, subí atoda prisa por la escalera y entré en la cámaraque generalmente ocupaba mi familia. Una luz

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muy tenue me mostró a Alfred tendido en unsofá; Clara, temblorosa y más blanca que lanieve, lo mantenía incorporado, pasándole elbrazo por la espalda, y acercaba un vaso deagua a sus labios. Vi con claridad que en aquelcuerpo arruinado no habitaba el menor hálitode vida, que su expresión era rígida, sus ojosopacos, y que su cabeza colgaba hacia atrás, in-erte. Lo cogí en mis brazos y lo tendí suave-mente en la cama. Besé su boca fría, pequeña,y empecé a susurrarle cosas en vano, porque niel estallido atronador de un cañonazo habríaalcanzado su morada inmaterial.

¿Dónde estaba Idris? Que hubiera salido abuscarme y no hubiera regresado era unapésima noticia, pues la lluvia y el vientogolpeaban los cristales y rugían alrededor de lacasa. Además, una repulsiva sensación de en-fermedad se apoderaba de mí por momentos.Si quería volver a verla, no había tiempo queperder. Monté en mi caballo y fui en su busca.

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En cada racha de viento creía oír su voz, acal-lada por la fiebre y el dolor.

Cabalgué bajo la lluvia, a oscuras, a travésde la madeja de calles desiertas de Londres. Mihijo muerto en casa, las semillas de mi enfer-medad mortal habían echado raíces en mipecho. Iba en busca de Idris, mi adorada, quevagaba sola mientras las aguas frías des-cendían del cielo como cataratas, empapabansu cabeza y sus hermosos miembros se agar-rotaban de frío. Al pasar junto una casa algalope, distinguí a una mujer de pie bajo unportal, que me llamaba. No era Idris, de modoque no me detuve, hasta que una suerte de se-gunda visión, un reflejo de lo que había vistoapenas marcado en mis sentidos, me llevó aconvencerme de que otra figura, delgada, es-belta, alta, se aferraba a la persona que la sos-tenía. En cuestión de segundos ya me hallabajunto a la suplicante, en cuestión de segundosrecibía en mis brazos el cuerpo agonizante deIdris. La levanté y la tendí sobre el caballo. Le

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faltaban fuerzas para sostenerse por sí misma,de modo que monté detrás de ella, la apretécon fuerza contra mi pecho y la envolví con micapa, mientras la mujer que la había auxiliado(su rostro, aunque cambiado, me era conocido,y resultó no ser otra que Juliet, la hija delduque de L. . .) no habría podido, en aquel mo-mento de horror, despertar en mí más que unafugaz mirada de compasión. Tomó las riendasde mi montura y nos condujo a casa. ¿Me atre-veré a decirlo? Aquel fue mi último momentode felicidad; pero sí, era feliz. Idris debíamorir, pues su corazón estaba destrozado. Yodebía morir, pues me había infectado con lapeste. La tierra era un escenario desolado; laesperanza, una locura; la vida se había casadocon la muerte y ahora eran una sola cosa. Pero,mientras sostenía entre mis brazos a mi agon-izante amor, sintiendo que yo mismo notardaría en morir, me deleitaba en la sensaciónde poseerla una vez más. La besé una y otravez y la acerqué mucho a mi corazón.

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Llegamos a casa y la ayudé a descabalgar.La subí a la prime-ra planta y le pedí a Claraque le cambiara las ropas empapadas. Breve-mente le aseguré a Adrian que nos encon-trábamos bien y le pedí que nos dejara reposar.Como el avaro que con manos temblorosascuenta su dinero una y otra vez, yo tambiénatesoraba todos los momentos pasados conIdris y lamentaba los que había vivido sin sucompañía. Regresé deprisa a la cámara dondereposaba la vida de mi vida, pero antes de en-trar en ella me detuve unos segundos y traté deexaminar mi estado: la enfermedad y lostemblores se apoderaban de mí. Me pesaba lacabeza, sentía una opresión en el pecho y meflaqueaban las piernas. Con todo, desdeñé lossíntomas de mi mal, que crecían por mo-mentos, y me reuní con Idris con ánimo serenoe incluso alegre. La hallé tendida en un sofá.Tras cerrar la puerta para evitar que pudieraninterrumpirnos, me senté a su lado, nos ab-razamos, y nuestros labios se fundieron en un

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beso largo que nos dejó sin aliento. Ojalá aquélhubiera sido mi último momento.

El sentimiento maternal despertó entoncesen el pecho de mi pobre niña.

–¿Y Alfred? –me preguntó entonces.

–Idris –respondí yo–. Nos tenemos el unoal otro y estamos juntos, no dejes que ningunaotra idea te aparte de ello. Yo soy feliz. Inclusoen esta noche fatal me declaro feliz, más alláde las palabras, de los pensamientos. ¿Quémás podemos pedir, dulce amor mío?

Idris me comprendió. Apoyó la cabeza enmi hombro y lloró.

–¿Por qué tiemblas así, Lionel? ¿Qué teagita de este modo? –Cómo no he de temblar–dije–, si me siento feliz. Nuestro niño hamuerto y este momento es oscuro y lúgubre.Claro que tiemblo, pero soy feliz, mi Idris, elmás feliz del mundo.

–Te comprendo, mi dulce amor –dijoIdris–, así, pálido como estás de pesar por

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nuestra pérdida. Temblando y aterrorizado,pretendes calmar mi dolor con palabras. Yo nosoy feliz –y las lágrimas asomaron a sus ojos yresbalaron por sus párpados entrecerrados–,pues somos moradores de una cárcel miser-able, y no hay dicha para nosotros. Pero elamor verdadero que te profeso me permitirásoportar esta pérdida y todas las demás.

–Hemos sido felices juntos, al menos –dijeyo–. Ninguna desgracia futura podrá privarnosde nuestro pasado. Llevamos muchos añossiendo sinceros, desde que mi dulce princesaenamorada llegó bajo la nieve hasta la humildegranja del heredero pobre y arruinado de Ver-ney. Incluso ahora, cuando la eternidad se ex-tiende ante nosotros, extraemos nuestras es-peranzas sólo de la presencia del otro. Idris,¿crees que cuando muramos nos separaremos?

–¡Morir! ¡Cuando muramos! ¿Qué pre-tendes decir? ¿Qué secreto se me oculta trasesas temibles palabras?

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–¿Acaso no hemos de morir todos, amadamía? –le pregunté, esbozando una sonrisatriste.

–¡Dios Santo! ¿Estás enfermo, Lionel, quehablas de la muerte? Mi único amigo, corazónde mi corazón, ¡habla!

–No creo –respondí yo– que a ninguno delos dos nos quede mucho por vivir. Y cuandocaiga el telón de esta escena mortal, ¿crees quevolveremos a encontrarnos?

Mi tono despreocupado y mi aspecto seren-aron a Idris, que respondió:

–No te costará creer que durante este pro-longado avance de la peste he pensado con fre-cuencia en la muerte, y me he preguntado,ahora que toda la humanidad ha muerto paraesta vida, a qué otra vida puede haber nacido.Hora tras hora he habitado en estos pensami-entos y he tratado de formarme una conclusiónracional sobre el misterio de un estado futuro.Qué espantapájaros sería la muerte si

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apartáramos meramente la sombra en la queahora andamos y, adentrándonos en el cielodespejado del conocimiento y el amor, re-viviéramos con los mismos compañeros, losmismos afectos, y alcanzáramos la cul-minación de nuestras esperanzas, dejandonuestros temores en la tumba, junto a nuestravestimenta terrenal. ¡Ay! La misma sensaciónprofunda que me hace estar segura de que nomoriré del todo, me impide creer que vaya avivir tan plenamente como lo hago ahora. Y apesar de todo, Lionel, nunca, nunca, podré am-ar a otro. Por toda la eternidad desearé tucompañía y, como soy inocente del mal cau-sado a otros, y como confío tanto como mi nat-uraleza mortal me lo permite, espero que elGobernante del mundo nunca nos separe.

–Tus comentarios son como tú misma, miamor –observé yo–. Dulces y bondadosos. Ate-soremos esa creencia y apartemos la angustiade nuestras mentes. Pero, amada mía, hemossido formados de tal modo (y no existe el

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pecado, si Dios creó nuestra naturaleza paraque se plegara a sus órdenes), hemos sido for-mados de tal modo que debemos amar la viday aferrarnos a ella. Debemos amar la sonrisaviva, la caricia amiga, la voz emocionada, queson características de nuestro engranaje mor-tal. No descuidemos el presente por la segurid-ad del más allá. Este momento, por corto quesea, forma parte de la eternidad y es su mejorparte, pues es nuestro, inalienablemente. Tú,esperanza de mi futuro, eres mi dichapresente. Déjame entonces que te mire a losojos, a tus hermosos ojos, y leyendo el amor enellos, beba hasta embriagarme el placer queme causan.

Tímidamente, pues mi vehemencia laasustaba un poco, Idris me miró. Yo tenía losojos inyectados en sangre, algo hinchados.Sentí que todas las arterias de mi cuerpo latíanaudiblemente, que todos y cada uno de mismúsculos se agitaban, que mis nervios se es-tremecían. Su expresión de espanto me indicó

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que ya no podía mantener mi secreto ocultopor más tiempo.

–Así es, amada mía –le dije–, ha llegado laúltima de muchas horas felices y ya no po-demos ignorar por más tiempo el destino inev-itable. No viviré mucho más, pero una y otravez te digo que este momento es nuestro.

Más pálida que el mármol, los labios blan-cos, el gesto desencajado, Idris cobró concien-cia de mi situación. Sin levantarme, le rodeé lacintura con un brazo y ella sintió la fiebre en lapalma de mi mano y en el corazón que éstaapretaba.

–Un momento –susurró en voz muy baja,tanto que apenas la oía–. Sólo un momento...

Se arrodilló y, ocultando el rostro entre lasmanos, pronunció una oración breve pero sin-cera, rogó a Dios que le diera fuerzas paracumplir con su deber, para cuidarme hasta elfinal. Mientras hubo esperanzas, la agoníahabía sido insoportable. Pero ahora todo había

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terminado. Sus sentimientos se tornaron sol-emnes y sosegados. Como Epicaris, imperturb-able y firme al ser sometida a los instrumentosde la tortura, así Idris, reprimiendo todo sus-piro y señal de dolor, se dispuso a recibir sustormentos, de los que son símbolos el potro yla rueda.

Me sentí cambiar. La cuerda firme que meoprimía con tanta dureza se aflojó apenas Idrisparticipó de mi conocimiento de nuestra ver-dadera situación. Las ondas alteradas de mimente se amansaron y quedó sólo la intensacorriente que seguía avanzando, suprimida yatoda manifestación de sus molestias, hasta querompiera en la costa remota hacia la que medirigía apresuradamente.

–Es cierto que me encuentro enfermo–dije–, y que tu compañía es mi única medi-cina. Ven y siéntate a mi lado.

Ella me pidió que me tendiera en el sofá y,acercando a él una otomana baja, se sentó muy

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cerca de mi almohada. Tomó entre sus manosfrías las mías, que ardían. Aplacó mi de-sasosiego febril y me dejó hablar, y me hablóde asuntos extraños para dos seres que observ-aban y veían el fin de lo que habían amado enel mundo. Hablamos de épocas pasadas. Delfeliz periodo de nuestro amor primero. DeRaymond, Perdita y Evadne. Hablamos de loque sería de aquella tierra desierta si, salván-dose sólo dos o tres personas, llegaba a repo-blarse lentamente. Hablamos de lo que habíamás allá de la tumba. Y como el ser humano,con su forma humana, se hallaba práctica-mente extinguido, sentíamos con la certeza dela fe que otros espíritus, otras mentes, otrosseres perceptivos, invisibles a nuestros ojos,deberían poblar con sus ideas y su amor esteuniverso hermoso e imperecedero.

Hablamos no sé cuánto tiempo, pero al al-ba desperté de un sueño doloroso y profundo.La mejilla pálida de Idris reposaba sobre mi al-mohada. Los párpados de sus grandes ojos

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estaban entreabiertos y mostraban a mediasdos luceros de un azul intenso. Murmurabacon la boca abierta y su tono indicaba que in-cluso en sueños sufría. «Si estuviera muerta–pensé–, ¿qué diferencia habría?, ahora que laforma es el templo de una deidad residente;estos ojos son las ventanas de su alma; toda lagracia, el amor y la inteligencia se asientan eneste pecho hermoso. Si estuviera muerta,¿dónde se hallaría esa mente, la mitad más ad-orada de mi persona? Pues muy pronto las bel-las proporciones de ese edificio quedarían másdestruidas que las ruinas de los templos dePalmira, engullidas por el desierto.»

Footnotes

*The broken heart («El corazón roto»), acto V, escena II,

de John Ford. (N. del T.)

*Antonio y Cleopatra , acto V, escena I, de William

Shakespeare. (N. del T.)

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Capítulo III

Idris se movió y despertó. Pero, ¡ay!, despertóa la desgracia. Vio las señales de la enfermedaden mi rostro y se preguntó cómo había per-mitido que pasara la larga noche sin procur-arme, no ya cura, pues la cura era imposible,sino alivio a mis sufrimientos. Llamó a Adriany al poco el sofá se vio rodeado de amigos y as-istentes, y de los medicamentos que se juzgóadecuado administrarme. Era característicadistintiva y terrible de aquella epidemia quenadie a quien hubiera atacado se había recu-perado jamás. El primer síntoma de la enfer-medad era, pues, la sentencia de muerte, queen ningún caso había venido seguida del per-dón o el indulto. Así, ni un atisbo de esperanzailuminaba los rostros de mis amigos.

Mientras, la fiebre me causaba sopor yfuertes dolores, se posaba con el peso del

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plomo sobre mis miembros y agitaba mipecho. Yo me mostraba insensible a todo salvoa mi dolor, y al final ni ante él reaccionaba. Ala cuarta mañana desperté como de un sueñosin sueños. Sólo sentía una sed irritante, ycuando trataba de hablar o moverme lasfuerzas me abandonaban por completo.

Durante tres días con sus noches Idris nose había movido de mi lado. Ella velaba por to-das mis necesidades y no dormía ni des-cansaba. Así, ni siquiera trataba de extraer in-formación de la expresión del médico ni de es-crutar mi rostro en busca de síntomas derestablecimiento, pues sus cinco sentidos seconcentraban en cuidar de mí hasta el final, yentonces tenderse a mi lado y dejarse morir. Alllegar la tercera noche toda animación cesó enmí, y al ojo y al tacto se diría que había muerto.Con emotivas súplicas Adrian trató de alejar demi lado a Idris. Apeló a todo lo apelable, albienestar de su hijo, al suyo propio. Pero ellanegaba con la cabeza y se secaba una lágrima

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furtiva que resbalaba por su mejilla. No cedía.Su intención era que le permitieran pasar esanoche velándome, sólo esa noche, y lo pidiócon tal convicción y tristeza que logró supropósito. Así, permaneció sentada, inmóvil,salvo cuando, azuzada por algún recuerdo in-tolerable, me besaba los ojos cerrados y lospálidos labios y se acercaba mis manos agar-rotadas al corazón.

En plena noche, cuando, a pesar de ser in-vierno, el gallo cantó a las tres de la mad-rugada, heraldo que anunciaba la llegada delamanecer, mientras ella se inclinaba sobre míy me lloraba en silencio, y pensaba con amar-gura en la pérdida de todo el amor que, porella, yo había albergado en mi corazón –supelo despeinado sobre el rostro, los largos tir-abuzones sobre el lecho–, Idris sintió que unrizo se le movía apenas, que sus cabellos semecían como movidos por un soplo de aire.«No puede ser –pensó–, pues él ya jamásvolverá a respirar.» Pero el hecho se repitió en

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diver-sas ocasiones y, aunque ella no dejaba dehacerse la misma reflexión, en un momento unmechón se retiró con fuerza, y ella creyó verque mi pecho ascendía y descendía. Su primeraemoción fue de gran temor, y el sudor perló sufrente. Abrí entonces los ojos y, segura ya,Idris habría exclamado «¡Está vivo!». Pero laspalabras se ahogaron en un espasmo y cayó alsuelo emitiendo un gemido.

Adrian se encontraba en la estancia. Traslargas horas de vigilancia, el sueño lo habíavencido. Despertó sobresaltado y observó a suhermana, inconsciente en el suelo, manchadapor el hilo de sangre que le brotaba de la boca.En cierta medida los signos de vida que, cadavez con más fuerza, presentaba yo, podían ex-plicar su estado. La sorpresa, el estallido dealegría, la conmoción de todo sentimiento,habían tensado en exceso su cuerpo frágil, ag-otado tras largos meses de preocupaciones, za-randeado al fin por toda clase de desgracias ytrabajos. Y ahora corría un peligro mucho

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mayor que el mío, pues los muelles y los en-granajes de mi vida habían vuelto a ponerse enmarcha y recobraban su elasticidad tras labreve suspensión. Durante largo tiempo nadiecreyó que yo fuera a seguir viviendo. Mientrashabía durado el reinado de la peste en la tierra,ni una sola persona atacada por la letal enfer-medad se había recuperado. Así, mi restableci-miento se veía como un engaño. En todo mo-mento se esperaba que los síntomas malignosretornaran con virulencia redoblada. Perofinal-mente la confirmación de la convalecen-cia, la ausencia total de fiebre o dolor y el in-cremento de mis fuerzas trajeron la conviccióngradual de que, en efecto, me había curado dela peste.

La convalecencia de Idris era más prob-lemática. Cuando a mí me atacó la enfermedadsus mejillas ya se veían hundidas y su cuerpomuy desmejorado. Pero ahora el recipiente,roto por los efectos de una agitación extrema,no se había recuperado del todo, y era como un

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canal que gota a gota drenaba de ella el tor-rente saludable que vivificaba su corazón. Susojos apagados y su semblante ajado le confer-ían un aspecto fantasmal; sus pómulos, sufrente despejada, la prominencia excesiva de laboca, infundían temor. Todos los huesos de suanatomía se mostraban bajo la piel y las manoscolgaban, inertes. Las articulaciones se mar-caban en exceso y la luz penetraba en ellascada vez más. Resultaba extraño que la vidapudiera alojarse en un cuerpo que se mostrabadesgastado hasta tal punto que se asemejabamucho más a una forma de muerte.

Mi última esperanza para su recuperaciónera apartarla de aquellas desgarradoras escen-as, procurar que olvidara la desolación delmundo mediante la contemplación de unagran variedad de objetos que el viaje le propor-cionaría, lograr que recobrara sus menguadasfuerzas en el clima templado hacia el quehabíamos decidido orientarnos. Los preparat-ivos para la partida, suspendidos durante mi

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enfermedad, se retomaron. Durante mi conva-lecencia, mi salud no se mostró vacilante, y,como el árbol en primavera, que siente que porsus miembros agarrotados corre la savia querenueva su verdor, así el renacido vigor de micuerpo, el alegre torrente de mi sangre y la re-cobrada elasticidad de mis miembros confer-ían a mi mente una alegre resistencia y ladotaban de ideas positivas. Mi cuerpo, antespeso muerto que me ataba a la tumba, semostraba ahora rebosante de salud, y los ejer-cicios comunes resultaban insuficientes paramis fuerzas recobradas. Sentía que era capazde emular al caballo de carreras, discernir en elaire objetos que se hallaran a gran distancia,oír las acciones que la naturaleza ejecutaba ensu muda morada, pues hasta ese punto sehabían aguzado mis sentidos tras recuperarmede mi enfermedad mortal.

La esperanza, entre otras bendiciones, tam-poco me era ajena, y confiaba sinceramente enque mis infatigables atenciones me

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devolverían a mi adorada niña, por lo queaguardaba impaciente a que culminaran lospreparativos. Según nuestro primer plan, de-bíamos haber abandonado Londres el 25 denoviembre. Para su cumplimiento, dos terciosde nuestra gente –la gente, toda la quequedaba en Inglaterra– había partido ya y llev-aba varias semanas en París. Mi enfermedadprimero, y después la de Idris, había retenido aAdrian y su división, formada por trescientaspersonas, de modo que nosotros partimos elprimer día de enero de 2098. Era mi deseomantener a Idris lo más alejada posible delajetreo y el clamor de la multitud, ocultarle lasvisiones que pudieran obligarla a recordar cuálera nuestra situación real. Tuvimos que sep-ararnos en gran medida de Adrian, obligado adedicar todo su tiempo a los asuntos públicos.La condesa de Windsor viajaba con su hijo.Clara, Evelyn y una mujer que hacía las vecesde asistenta eran las únicas personas con lasque manteníamos contacto. Ocupábamos un

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espacioso carruaje y nuestra sirvienta oficiabade cochera. Un grupo formado por unas veintepersonas nos precedía a escasa distancia. Eranlos encargados de buscar y preparar los lugaresdonde debíamos pasar la noche. Habían sidoseleccionados entre gran número de personasque se habían ofrecido para desempeñar lamisma tarea en virtud de la sagacidad delhombre que ejercía de guía de la expedición.

Inmediatamente después de nuestrapartida constaté con gran alegría que en Idrisse operaba cierto cambio, que esperaba queconstituyera un augurio de mejores resultados.Toda la buena disposición y la amabilidad queformaban parte de su naturaleza revivieron enella. Su debilidad era extrema, y aquella al-teración se mostraba más en miradas y tonosde voz que en actos. Pero era permanente yverdadera. Mi curación de la peste y la confir-mación de mi salud infundían en ella la creen-cia firme de que, a partir de ese momento, severía libre del temible enemigo. Me dijo que

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albergaba una absoluta seguridad en su propiacuración, que tenía el presentimiento de que lamarea de calamidades que había inundadonuestra raza infeliz comenzaba a descender.Que quienes habían conservado la vida sobre-vivirían, entre ellos los objetos amados de sustiernos afectos. Y que en algún lugarviviríamos todos juntos, en feliz compañía.

–Que mi debilidad no te confunda–añadió–; siento que estoy mejor. Una vidanueva se abre paso en mí, así como un espíritude anticipación que me asegura que he deformar parte de este mundo durante largotiempo. Me libraré de esta degradante lan-guidez física que llena de debilidad hasta mimente y volveré asumir mis deberes. Me haentristecido irme de Windsor, pero ahora yame he despojado de esa atadura local. Mealegro de trasladarme a un clima más tem-plado en el que completaré mi restablecimi-ento. Confía en mí, amor mío, jamás te aban-donaré, ni a mi hermano, ni a los niños. Mi

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firme determinación de permanecer contigohasta el fin y de seguir contribuyendo a tubienestar y felicidad me mantendría con vidaincluso si la lúgubre muerte se hallara máscerca de lo que en verdad se halla.

Sus palabras sólo me convencieron a medi-as. No creía que el acelerado fluir de la sangrepor sus venas fuera un signo de salud ni quesus mejillas encendidas denotaran restableci-miento. Pero no sentía temor ante unacatástrofe inminente. Es más, me convencí amí mismo de que acabaría por recuperarse. Yasí, la alegría reinaba en nuestro círculo cer-rado. Idris conversaba animadamente sobremil temas. Su principal deseo era que man-tuviéramos la mente alejada de recuerdos mel-ancólicos, de manera que invocaba imágenesencantadoras de una soledad tranquila, de unretiro hermoso, de los modos sencillos denuestra pequeña tribu y de la hermandad pat-riarcal del amor, que sobreviviría a las ruinasde las naciones populosas que habían existido

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hasta fechas recientes. Manteníamos elpresente alejado de nuestros pensamiento yapartábamos los ojos de los lúgubres paisajespor los que transitábamos. El invierno,tenebroso, se enseñoreaba de todo. Los árbolesdesnudos se recortaban, inmóviles, contra elcielo gris. Las formas de la escarcha, que imit-aban el follaje estival, salpicaban el suelo. Enlos senderos crecía la vegetación y la maleza seapoderaba de los maizales abandonados. Lasovejas se agrupaban a las puertas de las gran-jas los bueyes asomaban su cornamenta por lasventanas. El viento era gélido y las frecuentestormentas de aguanieve añadían melancolía alaspecto invernal.

Llegamos a Rochester, donde un accidentenos obligó a detenernos un día entero. Duranteaquel tiempo sucedió algo que alteró nuestrosplanes y que, ¡ay!, produjo un resultado que al-teró para siempre el curso de los acontecimi-entos, llevándome de la esperanza nueva quehabía surgido en mí a un desierto oscuro y

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tenebroso. Pero antes de seguir narrando lacausa final de nuestro cambio de planes deboofrecer una breve explicación y referirme denuevo a esa época en que el hombre hollaba latierra sin temor, antes de que la Peste se hubi-era convertido en Reina del Mundo.

En las inmediaciones de Windsor residíauna familia muy humilde pero que había sidoobjeto de nuestro interés a causa de una de laspersonas que la integraban. La familia Claytonhabía conocido mejores tiempos, pero tras unaserie de reveses el padre había muerto arru-inado, y la madre, destrozada e inválida, se re-tiró con sus cinco hijos a una pequeña casa decampo situada entre Eton y Salt Hill. La mayorde ellos, que tenía trece años, pareció reve-stirse de pronto, a la luz de la adversidad, deuna saga-cidad y unos principios propios de al-guien de edad más madura. La salud de suprogenitora empeoraba por momentos, peroLucy se ocupaba de ella y ejercía de madre ab-negada para sus hermanos menores, sin dejar

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de mostrarse en todo momento de buen hu-mor, sociable y benevolente, algo que le gran-jeaba el amor y el respeto del vecindario.

Además Lucy poseía una belleza ex-traordinaria, de modo que al cumplir losdieciséis años, como era de suponer y a pesarde su pobreza, le surgieron admiradores. Unode ellos era el hijo de un predicador rural. Setrataba de un joven generoso y sincero, con unferviente amor por el conocimiento y exento demalos hábitos. Aunque Lucy era iletrada, laconversación y los modales de su madre lehabían procurado un gusto por los refinamien-tos superior al que su situación actual le per-mitía gozar. Amaba a aquel joven incluso sinsaberlo, aunque sí sabía que ante cualquier di-ficultad recurría a él de modo natural, y tam-bién que los domingos despertaba con unaleteo en el corazón, pues sabía que él vendríaa buscarla y la acompañaría en el paseo sem-anal que daba con sus hermanas. La joven con-taba con otro admirador, uno de los camareros

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de la posada de Salt Hill. Tampoco él carecíade pretensiones de superioridad urbana,aprendida de los criados y las doncellas de losseñores que, iniciándolo en la jerga del serviciode la alta sociedad, añadía vehemencia a uncarácter ya de por sí arrogante. Lucy no lo re-chazaba, era incapaz de algo así. Pero se sentíamal cuando lo veía acercarse y resistía callada-mente todos sus intentos de establecer una in-timidad entre ambos. El joven no tardó en des-cubrir que ella prefería a su rival, y aquelhecho convirtió lo que en un principio nohabía sido más que una admiración casual enuna pasión que se alimentaba de envidia y deldeseo vil de privar a su competidor de laventaja que disfrutaba respecto de él.

La historia de la pobre Lucy era común. Elpadre de su amado murió y él quedó sin medi-os de subsistencia. Aceptó la oferta de uncaballero y se trasladó a la India con él, segurode que no tardaría en establecerse por sucuenta, tras lo que regresaría a pedir la mano

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de su amada. Pero se vio inmerso en la guerraque tenía lugar en el país, lo hicieron pri-sionero y pasaron años antes de que a su tierranatal llegaran noticias de su paradero. En-tretanto la pobreza más absoluta atenazaba aLucy. Su pequeña casa de campo, rodeada decelosías por las que trepaban los jazmines y lasmadreselvas, se incendió, y perdió lo poco queposeía. ¿Dónde llevaría a los suyos? ¿Mediantequé trabajos lograría procurarles otra morada?Su madre, casi postrada en la cama, no sobre-viviría a otro embate de la hambruna o lamiseria. En aquellas circunstancias su otro ad-mirador acudió en su ayuda y reno-vó su ofertade matrimonio. Había ahorrado dinero ypensaba abrir una pequeña posada en Datchet.Aquella oferta no le resultaba nada atractiva aLucy, salvo por el hogar que garantizaba a sumadre. Además la aparente generosidad de laproposición era un punto a favor de quien lahacía, así que acabó por aceptar,

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sacrificándose en aras de la comodidad y elbienestar de su madre.

Cuando nosotros la conocimos, la pareja ll-evaba algunos años casada. Una tormenta nosllevó a guarecernos en la posada, donde fuimostestigos del comportamiento brutal y penden-ciero del esposo, así como de la paciencia conque ella lo soportaba. No había tenido muchasuerte. Su primer pretendiente había re-gresado con la intención de hacerla suya, y porcasualidad la había encontrado en el puesto detabernera de su localidad, esposa de otrohombre. Desolado, partió hacia el extranjero.Las cosas le fueron mal hasta que logró re-gresar a Inglaterra herido y enfermo. Pero in-cluso así a Lucy no se le permitió que cuidarade él. La disposición agria de su esposo se veíaagravada por su debilidad ante las numerosastentaciones que su puesto le procuraba, con elconsecuente desbaratamiento de sus asuntos.Afortunadamente no tenían hijos, pero elcorazón de ella se sentía ligado a sus hermanos

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menores, a los que el posadero, movido por laavaricia y el mal genio, no tardó en echar de sucasa. Se dispersaron por todo el país y se vi-eron obligados a ganarse el pan con esfuerzo ysudor. Aquel hombre parecía incluso quererlibrarse de la madre, aunque en aquel puntoLucy se mostró firme. Se había sacrificado porella, vivía para ella, de modo que no lograríasepararlas. Si su madre se iba, ella también loharía; mendigaría pan para ella, moriría conella, pero jamás la abandonaría. La presenciade Lucy resultaba tan necesaria para mantenerel orden en la casa y para impedir la ruina delestablecimiento, que él no podía permitirseperderla. De modo que cedió en ese punto,aunque durante sus arrebatos de ira, o cuandose emborrachaba, volvía a sacar el tema y za-hería a la pobre Lucy con oprobiosos epítetosdedicados a su madre.

Con todo, las pasiones, si son del todo pur-as, absolutas y correspondidas, procuran supropio consuelo. Lucy sentía una devoción

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profunda y sincera por su madre. Su únicameta en la vida era el bienestar y la preserva-ción de la persona que le había dado la vida.Aunque lamentaba el resultado de su decisión,no se arrepentía de haberse casado, a pesar deque su primer pretendiente hubiera regresadopara reclamarla. Habían transcurrido tresaños. ¿Cómo, en ese tiempo y en su estado deruina, habría podido subsistir su madre?Aquella mujer excelente era merecedora de ladevoción de su hija. Entre ellas existía unaconfianza y una amistad perfectas. Además, lamadre no era en absoluto iletrada: y Lucy, cuyamente se había educado algo en el trato de suanterior pretendiente, encontraba ahora enella a la única persona que podía comprenderlay valorarla. Así, aunque sufría, no era del tododesgraciada, y cuando, durante los días máshermosos del verano, acompañaba a su madrepor las calles sombreadas y llenas de flores cer-canas a su casa, un brillo de dicha absoluta ilu-minaba su semblante. Veía que la anciana era

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feliz y sabía que aquella felicidad era creaciónsuya.

Entretanto los asuntos de su esposo secomplicaban por momentos. La ruina estabapróxima y ella se sabía a punto de perder elfruto de tantos sacrificios cuando la peste vinoa cambiar el aspecto del mundo. El posaderosacó provecho de la desgracia universal, pero amedida que el desastre avanzaba, su nat-uraleza delictiva se apoderó de él. Abandonósu casa para gozar de los lujos que Londres leprometía, y allí halló su sepultura. El primerpretendiente de Lucy había sido una de lasprimeras víctimas de la enfermedad. Pero Lucysiguió viviendo por y para su madre. Su valorsólo flaqueaba cuando temía que algo malopudiera sucederle a ella o que la muerte leimpidiera cumplir con las obligaciones a lasque se entregaba con total devoción.

Cuando dejamos Windsor paratrasladarnos a Londres como paso previo paranuestra emigración final, fuimos a visitar a

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Lucy para organizar con ella el plan de suevacuación y la de su madre. A la hija leentristecía tener que abandonar sus calles y sualdea natal, tener que apartar a su achacosaprogenitora de las comodidades de un hogarpara arrastrarla a las vastas extensiones de unatierra despoblada. Pero era demasiado discip-linada ante la adversidad y de carácter demasi-ado dócil como para quejarse por lo que erainevitable.

Las circunstancias subsiguientes, mi enfer-medad y la de Idris, la alejaron de nuestro re-cuerdo, al que regresó casi al final. Llegamos ala conclusión de que habrían sido de las pocasen llegar desde Windsor para unirse a losemigrantes y que ya debían de encontrarse enParís. Así, cuando llegamos a Rochester nossorprendió recibir, de manos de un hombreque acababa de llegar desde Slough, una cartade aquella sufridora ejemplar. Según el relatodel emisario, en su viaje desde su tierra natalhabía pasado por Datchet y se sorprendió al

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ver humo salir de la chimenea de la posada.Suponiendo que en su interior hallaría a otroscaminantes con los que seguir viaje, llamó a lapuerta y le abrieron. Excepto Lucy y su madre,allí no había nadie. Ésta se veía privada del usode piernas y brazos por culpa de un ataque dereumatismo, de modo que los habitantes de lalocalidad habían ido abandonándolas uno trasotro, dejándolas solas. Lucy trató de que elhombre se quedara con ella. En una semana odos su madre se habría recuperado lo bastantecomo para emprender el viaje. Si se quedabanallí, indefensas y olvidadas, perecerían. Elhombre respondió que su esposa e hijos ya sehallaban entre los emigrantes y que por tantole resultaba imposible permanecer allí mástiempo. Lucy, como último recurso, le entregóuna carta para Idris, con el ruego de que se laentregara allí donde nos encontrara. Elhombre cumplió al menos con aquel encargo, eIdris recibió con emoción la siguiente misiva:

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Respetada señora:

Estoy segura de que me recuerda y secompadece de mí, y me atrevo a solicitarsu ayuda. ¿Qué otra esperanza me queda?Disculpe mi manera de escribir, me sientotan desorientada... Hace un mes mi madreperdió la movilidad en sus extremidades.Ya se siente mejor, y tengo la seguridad deque en un mes más podrá emprender elviaje que usted, tan amablemente, organ-izó para nosotras. Pero ahora todo elmundo se ha ausentado, todo el mundo.La gente me decía que tal vez mi madremejoraría antes de que todos se ausent-aran, pero hace tres días fui a ver a SamuelWoods, que acaba de tener un hijo y sehabía quedado en el pueblo hasta el final.Como se trata de una familia numerosa,creía que lograría persuadirlos para quenos esperaran un poco más. Sin embargo,hallé la casa vacía. Desde entonces no

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había visto ni un alma, hasta que ha apare-cido este buen hombre. ¿Qué va a ser denosotras? Mi madre ignora nuestro estado.Está tan enferma que se lo he ocultado.

¿Podría enviar a alguien a buscarnos?Sé que si nos quedamos aquí moriremossin remisión. Si tratara de trasladar a mimadre inmediatamente, fallecería en elcamino. Y si cuando mejore, no sé cómo,encontráramos el modo de dar con loscaminos correctos y recorrer las muchas,muchas millas que nos separan del mar,ustedes ya habrían llegado a Francia y nossepararía un mar inmenso, que inclusopara los marineros resulta hostil. ¿Qué nosería para mí, una mujer que jamás en suvida ha navegado, que jamás ha visto elocéano? El mar nos aprisionaría en estatierra y quedaríamos solas, solas, sin ay-uda. Mejor morir donde estamos. Apenaspuedo escribir; no logro detener mis lágri-mas, que no vierto por mí. Deposito mi

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confianza en Dios. Y si llegara lo peor, creoque podría soportarlo incluso sola. Peromi madre, mi madre enferma, mi madrequerida, que nunca, desde que nací, me hadedicado una mala palabra, que se hamostrado paciente ante mis muchos sufri-mientos... Apiádese de ella, señora, pues sino lo hace morirá una muerte miserable.La gente habla de ella sin respeto porquees vieja y está enferma, como si no hu-biéramos todos de pasar por lo mismo,llegados a su edad. Y entonces, cuando losjóvenes envejezcan, pensarán que alguiendebe cuidar de ellos. Pero qué absurdo pormi parte escribirle en estos tér-minos. Contodo, cuando la oigo tratando de no lam-entarse, cuando la veo sonreír para consol-arme, aunque yo sé que sufre; cuandopienso que ignora lo peor, aunque notardará en saberlo; cuando recuerdo queincluso en ese caso no se lamentará... Y yotrato de adivinar lo que tendrá que

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soportar, el hambre, la desgracia, y sientoque mi corazón está a punto de partirse yno sé qué decir ni qué hacer. Madre mía,madre que tanto me ha dado, que Dios tepreserve de este destino. Presérvela ustedde él, señora, y Él la bendecirá. Y yo, cri-atura pobre y desgraciada, se lo agradeceréy rezaré por usted mien-tras viva.

Su infeliz y abnegada servidora,Lucy Martin

30 de diciembre de 2097

La carta afectó profundamente a Idris, queal momento propuso que regresáramos aDatchet en auxilio de Lucy y su madre. Yoacepté partir hacia allí sin más dilación, pero lesupliqué que ella y los niños se reunieran consu hermano, y en su compañía aguardaran miregreso. Sin embargo, Idris se sentía muy an-imada ese día, y llena de esperanza. Declaróque no consentiría separarse de mí y queademás no había razón para ello, pues el

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movimiento del carruaje le hacía bien y la dis-tancia a recorrer era poca. Podíamos enviarmensajeros a Adrian para informarle de lamodificación de nuestros planes. Se expresabacon gran convicción, imaginando la granalegría que proporcionaríamos a Lucy, y de-claró que, si iba yo, ella debía acompañarme, yque le desagradaría confiar la misión de res-catarla a otras personas que tal vez la llevarana cabo fría o inhumanamente. La vida deaquella mujer había sido un camino de devoc-ión y virtud y era bueno que ahora cosechara lapequeña recompensa de descubrir que subondad era apreciada y sus necesidades cu-biertas por aquéllos a quienes respetaba yhonraba.

Aquellos y otros argumentos los planteabacon amable pertinacia, con un deseo ardientede obrar todo el bien que estuviera en supoder, ella, Idris, cuya mera expresión de undeseo, cuya petición más nimia, habían sidosiempre órdenes para mí. De modo que, como

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no podía ser de otro modo, consentí desde elmomento en que constaté que había puesto sucorazón en ello. Enviamos a la mitad de lapartida que nos acompañaba al encuentro deAdrian. Y, junto con la otra mitad, nuestro car-ruaje dio media vuelta y emprendió el caminode regreso a Windsor.

Hoy me pregunto cómo pude estar tanciego, ser tan insensato como para poner así enpeligro la vida de Idris. Pues si hubiera tenidoojos habría visto el implacable aunque en-gañoso avance de la muerte en su mejilla feb-ril, en su debilidad creciente. Pero ella me ase-guró que se sentía mejor, y yo la creí. La extin-ción no podía hallarse cerca de una mujer cuyavivacidad e inteligencia aumentaban hora ahora, cuyo cuerpo se veía dotado de un intenso(yo lo creía sinceramente), fuerte y perman-ente espíritu de vida. ¿Quién, tras un desastregrave, no ha vuelto la vista atrás con asombroante la inconcebible torpeza de comprensiónque le impidió percibir las numerosas hebras

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diminutas con que el destino teje la red inex-tricable de nuestros destinos, hasta que se veatrapado en ella?

Los caminos en los que ahora nos aden-trábamos se hallaban en un estado aún peorque el de las calzadas, echadas a perder porfalta de mantenimiento. Aquel inconvenienteparecía amenazar con la destrucción del frágilcuerpo de Idris. Tras pasar por Hartford, ydespués de dos días de viaje, llegamos aHampton. A pesar de lo breve del tiempotranscurrido la salud de mi amada había em-peorado ostensiblemente, aunque seguía debuen humor y recibía mis muestras de preocu-pación con alegres ocurrencias. En ocasiones,una idea surgía en mi mente –«¿Se estámuriendo?»– cuando posaba su mano blanca,esquelética, en la mía, o cuando tenía ocasiónde observar la dificultad con que llevaba a cabolas acciones cotidianas de la vida. Y aunqueapartaba aquel pensamiento de mí, como sifuera la demencia la que me lo sugiriera, el

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pensamiento regresaba a mí una y otra vez, ysólo la animación que mostraba lograbadisuadirme de su verdad.

Hacia el mediodía, tras abandonar Hamp-ton, nuestro carruaje se rompió. Idris se des-mayó del susto, pero volvió en sí y, tras aquelpercance, no se produjeron más contratiem-pos. Nuestro grupo de ayudantes se había ad-elantado, como de costumbre, y el cochero fueen busca de otro vehículo, ya que el nuestrohabía quedado inservible. El único lugar cer-cano era una aldea modes-ta en la que sólo en-contró una especie de caravana con capacidadpara cuatro personas, aunque bastante incó-moda y en mal estado. También pudo hacersecon un cabriolé excelente. No tardamos enidear un plan: yo conduciría a Idris en éste ylos niños irían en aquél con el cochero. Con to-do, las nuevas disposiciones consumieronparte de nuestro tiempo. Habíamos acordadoseguir esa noche hasta Windsor, y hacia allíhabían partido nuestros asistentes. Antes de

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aquel punto nos resultaría difícil encontraralojamiento, y después de todo, la distancia arecorrer, de diez millas, no era considerable.Mi caballo era bueno, de modo que avanzaría abuen paso, con Idris, y permitiría que nuestrospequeños siguieran a una velocidad másacorde con el maltrecho estado de su vehículo.

La noche llegó deprisa, mucho más deprisade lo que yo esperaba. Apenas se había puestoel sol cuando empezó a nevar intensamente.En vano trataba de proteger a mi amada de laventisca, que nos azotaba el rostro. La nieve seacumulaba en el suelo, dificultando en granmedida nuestro avance, y la noche era tannegra que, de no ser por el manto blanco quecubría la tierra, apenas habríamos visto elsuelo que teníamos delante. La caravana habíaquedado muy rezagada y transcurrió un largorato hasta que constaté que me había alejadode la ruta y me hallaba a varias millas dedonde debía encontrarme. Mi conocimientodel terreno me permitió encontrar el camino,

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pero en lugar de pasar, tal como habíamosacordado, por un atajo que atravesaba Stan-well para llegar a Datchet, me vi obligado a to-mar la calzada de Egham y Bishopgate. Demodo que, sin duda, no iba a encontrarme conel otro vehículo y no veríamos a nadie hastaque llegáramos a Windsor.

La parte posterior de nuestro cabriolé eraabierta, y yo colgué una pelliza en ella paraproteger a mi sufriente amada del aguanieve.Ella se apoyaba en mi hombro, cada vez máslánguida y débil. Al principio respondía a mispalabras con expresiones de agradecimientotiernas y alegres. Pero gradualmente fuesumién-dose en el silencio. La cabeza le pesabacada vez más y yo sólo sabía que seguía convida por su respiración irregular y sus suspirosfrecuentes. Pensé en parar, en colocar el cocheen dirección contraria a la fuerza de la tor-menta, en guarecernos lo mejor posible de ellahasta que llegara el alba. Pero el viento eragélido y lacerante, y como Idris tiritaba de vez

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en cuando, y yo sentía también mucho frío,llegué a la conclusión de que no era una buenaidea. Al fin me pareció que mi amada sedormía; sueño fatal, inducido por la escarcha.Y en ese momento creí distinguir la forma ma-ciza de una casa de campo recortada en el hori-zonte oscuro, cerca de donde nosencontrábamos.

–Amor mío –susurré–, resiste un poco másy hallaremos cobijo. Nos detendremos aquí ytrataré de abrir la puerta de esta benditamorada.

Mientras pronunciaba aquellas palabras micorazón se sentía transportado y mis sentidosnadaban en una dicha y un agradecimiento in-mensos. Apoyé la cabeza de Idris contra el car-ruaje y, de un salto, me arrojé sobre la nieveque rodeaba la vivienda, cuya puerta estabaabierta. Disponía de los medios para propor-cionarme luz, y al encenderla vi que había lleg-ado a una estancia cómoda, con una pila deleña en una esquina, de aspecto ordenado,

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salvo por la nieve que la puerta abierta habíapermitido que se acumulara frente a la en-trada. Regresé al cabriolé y el súbito paso de laluz a la oscuridad me cegó momentáneamente.Cuando recuperé la vista... ¡Dios eterno de estemundo sin ley! ¡Muerte suprema! No perturb-aré tu reino silencioso ni mancharé mi relatocon estériles exclamaciones de horror... Vi aIdris, que había caído de la silla al suelo delcoche: la cabeza echada hacia atrás, el pelolargo, como descolgado, un brazo extendidohacia un lado. Sacudido por un espasmo dehorror, la tomé en mis brazos y la levanté. Nole latía el corazón y de sus labios exangües nobrotaba el menor hálito. Entré con ella en lacasa y la tendí en el lecho. Encendí el fuegopara que sus miembros, cada vez más rígidos,entraran en calor. Durante dos horas traté dedevolverle la vida, que ya la había abandonado.Y cuando mi esperanza estaba tan muertacomo mi amada, cerré con mano temblorosasus ojos pétreos. No albergaba dudas sobre lo

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que debía hacer. En la confusión que habíaseguido a mi enfermedad, la misión de enter-rar a nuestro querido Alfred había recaídosobre su abuela, la reina destronada, y ella, fiela su afán de mando, lo había trasladado aWindsor y había ordenado que le dieran sepul-tura en la cripta familiar, en la capilla de SaintGeorge. De modo que yo también debía seguirhasta el castillo para tranquilizar a Clara, queya estaría esperándonos, nerviosa... Aunque nopodría ahorrarle el desgarrador espectáculo dela muerte de Idris, que llegaba sin vida altérmino del viaje. Así que primero dejaría a miamada junto a su hijo, en la cripta, y despuésacudiría en busca de los pobres niños, que yaestarían esperándome.

Encendí los faroles del carruaje, la envolvíen pieles y la coloqué tendida en el asiento.Entonces, tomando las riendas, ordené a loscaballos que se pusieran en marcha. Avan-zábamos sobre la nieve, que se acumulaba enmontículos dificultando el camino, mientras

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los copos que caían con fuerza redoblada sobremí me cegaban. El dolor ocasionado por loselementos airados, sumado al frío acero delhielo que me abofeteaba el rostro y penetrabaen mi carne doliente, me parecían un alivio,pues adormecían el sufrimiento de mi mente.Los caballos resbalaban y las riendas se me es-capaban de las manos. Con frecuencia pensabaen apoyar la cabeza junto al rostro dulce y fríode mi ángel perdido y entregarme así al soporque me conquistaba. Pero no podía dejarla allí,presa de las aves rapaces. Debía cumplir midecisión y enterrarla en el sepulcro de susantepasados, donde un Dios piadoso tal vez mepermitiera reposar a mí también.

El camino que transcurría a través deEgham me era familiar, pero el viento y lanieve obligaban a los caballos a arrastrar sucarga lenta y torpemente. Súbitamente el vi-ento giró de suroeste a oeste y acto seguido anoroeste. Y lo mismo que Sansón, haciendoacopio de todas sus fuerzas, derribó las

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columnas que soportaban el templo de los fil-isteos, así la galerna se sacudió los densos va-pores acumulados en el horizonte y memostró, entre la telaraña rasgada, el claro em-píreo y las estrellas que titilaban a una distan-cia inconmensurable de los campos cristalinosy vertían sus finísimos rayos sobre la nieve. In-cluso los caballos se sintieron revivir y tiraroncon más fuerza del coche. Entramos en elbosque de Bishopgate, y al final del Gran Paseodivisé el castillo, el «orgulloso Torreón deWindsor, alzándose en la majestad de sus pro-porciones, rodeado por el doble cinto de sustorres semejantes y coetáneas.»* Contemplabacon reverencia la estructura, casi tan antiguacomo la roca sobre la que se alzaba, morada dereyes, motivo de admiración de los sabios. Congran respeto y doloroso afecto lo veía como elrefugio del gran préstamo de amor que habíadisfrutado en él junto al tesoro de polvo pere-cedero e incomparable que ahora yacía frío ami lado. Y en ese instante podría haber cedido

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a mi naturaleza frágil y haber llorado. Y, comouna mujer, haber emitido amargos lamentos,mientras ante mí aparecían, uno por uno, losárboles tan conocidos, los ciervos, la hierbatantas veces hollada por sus pies etéreos. Laverja blanca que se erguía al final del caminoestaba abierta de par en par y, tras franquearla primera puerta de la torre feudal, accedí a laciudad desierta. Ante mí se alzaba la capilla deSaint George, con sus laterales ennegrecidos ycalados. Me detuve al llegar frente a la puerta,que estaba abierta. Entré y deposité sobre elaltar mi lámpara encendida. Retrocedí y, congran delicadeza, llevé a Idris hasta el presbi-terio y la tendí sobre la alfombra que cubría lospeldaños que llevaban a la mesa de lacomunión. Los estandartes de los caballeros dela orden de la Jarretera y sus espadas a mediodesenvainar pendían en inútiles blasonessobre los asientos del coro. La enseña de la fa-milia también colgaba allí, todavía rematadapor la corona real. ¡Adiós a la gloria heráldica

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de Inglaterra! Di la espalda a todas aquellasmuestras de vanidad sin poder evitar asom-brarme al pensar que aquellas cosas pudieranhaber despertado el interés de la humanidad.Me incliné sobre el cadáver de mi amada y,mientras contemplaba su rostro, percibí que elrigor de la muerte le contraía los rasgos, y sentíque todo el universo visible se había vuelto tansombrío, inane y desconsolado como la imagenfría de barro que reposaba junto a mí. Por un-os instantes se apoderó de mí una sensaciónintolerable de negación, de rechazo de las leyesque gobiernan el mundo. Pero la calma aúnvisible en el rostro de mi amada trajo a mimente un tono más sosegado y me dispuse acumplir con el último servicio que era capaz debrindarle. No podía lamentarme por ella, puesla envidiaba por poder disfrutar de «la tristeinmunidad de la tumba».*

La cripta se había abierto hacía poco paraalojar a nuestro Alfred en su interior. La cere-monia, tan habitual en aquellos tiempos, se

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había celebrado como correspondía, y el suelode la capilla por el que se accedía al sepulcrono había sido sustituido por otro tras habersido levantado. Descendí por la escalera yavancé por el largo pasadizo hasta la cripta quecontenía los restos de los antepasados de miIdris. Allí distinguí el pequeño ataúd de miniño. Con manos apresuradas, temblorosas,construí un catafalco junto a él y coloqué sobrela estructura algunas pieles y mantones de laIndia, los mismos que habían envuelto a Idrisen su último viaje. Encendí la lámpara, queparpadeaba en aquella húmeda morada de losmuertos. Deposité a mi amada sobre su lechofinal, disponiendo sus miembros en gestodigno, y la cubrí con un manto, dejando sólo elrostro sin velar, un rostro que seguía siendoencantador y plácido. Parecía reposar tras ungran cansancio, sus ojos bellos sumidos en undulce sueño. Mas no era así. ¡Estaba muerta!Con qué intensidad deseé entonces tenderme a

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su lado, demorarme allí hasta que la muerteme concediera a mí el mismo reposo.

Pero la muerte no acude a la llamada deldesgraciado. Yo me había recuperado hacíapoco de una enfermedad mortal y mi sangre nohabía circulado jamás con un flujo tan con-stante, y mis miembros no habían estadojamás tan llenos de vida. Sentía que mi muertedebía ser voluntaria. ¿Y qué podía haber másnatural que el hambre, mientras observabaaquella cámara de mortandad, situada en elmundo de los difuntos, junto a la esperanzaperdida de mi existencia? Pero mientras con-templaba su rostro, sus rasgos, que se ase-mejaban a los de su hermano Adrian, me ll-evaron a acordarme de los vivos, de su queridaamiga, de Clara y de Evelyn, que probable-mente ya habrían llegado a Windsor yaguardarían nuestra llegada llenos deimpaciencia.

Creí oír un ruido, unos pasos en la capillalejana, que resonaron en el techo abovedado y

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llegaron a mí a través de los pasillos huecos.¿Habría visto Clara mi carruaje al pasar por laciudad y habría acudido en mi busca? Si eraasí, debía ahorrarle al menos la horrible escenaque tenía lugar en la cripta. Subí a toda prisapor la escalera y vi una figura femenina, encor-vada por los años, vestida con ropas de luto,que avanzaba tambaleante por la capilla enpenumbra, a pesar de ayudarse de un finobastón. Alzó la vista al oírme. La lámpara quesostenía iluminaba mi cuerpo, y los rayos deluna, que se abrían paso a través de las vidrier-as, caían sobre su rostro demacrado y surcadode arrugas, al que sin embargo asomaba ungesto autoritario y una mirada severa. Re-conocí al instante a la condesa de Windsor,que con voz sorda me preguntó:

–¿Dónde está la princesa?

Le señalé el estrabo levantado y ella, trasacercarse al lugar, clavó la vista en la densa os-curidad, pues la cripta se hallaba demasiado

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lejos para que la luz de la lámpara que habíadejado en ella llegara hasta nosotros.

–Tu luz –me ordenó. Se la di, y ella per-maneció un tiempo observando los peldaños,ahora visibles, pero muy empinados, como cal-culando si sería capaz de descender por ellos.Instintivamente, con un gesto mudo me ofrecía ayudarla. Pero ella me apartó con ademándesdeñoso y me habló con voz arisca, apunt-ando abajo.

–Al menos ahí lograré que dejes demolestarla.

Inició el descenso mientras yo, vencido,triste más allá de las palabras, de las lágrimas,de los lamentos, me tendía en el suelo. Elcuerpo de Idris, cada vez más rígido, cerca demí el semblante mudo, atacado por la muerte,sumido en el reposo eterno, debajo de dondeme hallaba. Para mí aquello era el final de to-do. Apenas un día antes había imaginado vari-as aventuras, la unión con mis amigos

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transcurrido un tiempo. Ese tiempo ya habíapasado volando y había alcanzado el límite y lameta de la vida. Así envuelto en tinieblas, en-cerrado, emparedado, cubierto de un presenteomnipotente, me sobresaltaron unos pasos enlos peldaños de la cripta, y entonces recordé ala que había olvidado por completo: a mi air-ada visitante. Su alta figura se alzó despaciodel sepulcro como una estatua viviente,rebosante de odio y rencor apasionado. Creíver que había alcanzado ya el pavimento de lanave. Permaneció inmóvil, tratando de hallaralgún objeto con la mirada, hasta que, per-cibiendo que me hallaba cerca, alargó la manoy la posó en mi brazo.

–¡Lionel Verney, hijo mío!

Que la madre de mi ángel se refiriera a mícon aquel término y en aquellas circunstanciasme infundió por la desdeñosa dama más res-peto del que jamás había sentido. Incliné lacabeza y le besé la mano arrugada. Al constatarque temblaba violentamente, la conduje hasta

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el final del presbiterio, donde se sentó en elpeldaño por el que se llegaba al trono real. Lohizo con esfuerzo, y sin soltarme la manoapoyó la cabeza en el trono, mientras los rayosde luna, teñidos por los diversos colores de lasvidrieras, se reflejaban en sus ojos húmedos.Consciente de su debilidad y tratando de reco-brar al momento el porte digno que siemprehabía mantenido, se secó las lágrimas. Pero és-tas volvieron a asomar a sus ojos cuando medijo, a modo de excusa:

–Está tan hermosa, y se ve tan plácida, in-cluso en la muerte. Ni un solo mal sentimientonubló jamás su rostro sereno. ¿Y cómo la tratéyo? Hiriendo su corazón gentil con frialdadsalvaje. En los últimos años no le demostrécompasión. ¿Me perdonará ahora? De quépoco sirve hablar de arrepentimiento con losmuertos. Si en vida suya hubiera atendido susdulces deseos y amoldado mi huraña nat-uraleza a su placer, hoy no me sentiría comome siento.

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Idris y su madre eran muy distintas. El pelomoreno, los ojos negros y profundos, los ras-gos prominentes de la reina contrastabanenormemente con la cabellera rubia, la miradaazul, las líneas delicadas del semblante de suhija. Y sin embargo, en los últimos tiempos laenfermedad había privado a mi niña del perfildelineado de su tez, reduciéndola al hueso queasomaba por debajo. Y en la forma de su cara,en su barbilla ovalada, sí había un parecidocon su madre. No, en cierto sentido sus gestosno eran tan distintos, lo que no podía resultartan asombroso, pues habían vivido juntasmuchos años.

Existe un poder mágico en las semejanzas.Cuando alguien a quien amamos muere, de-seamos volver a encontrarlo en otro estado yalbergamos a medias la esperanza de que laimaginación consiga recrearlo con el mismoaspecto de su vestimenta mortal. Pero ésas sonsólo ideas de la mente. Sabemos que el instru-mento se ha roto, que la imagen sensible se

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encuentra tristemente fragmentada, disueltaen la nada polvorienta; una mirada, un gesto ouna forma de los miembros similares a la delmuerto, contemplados en una persona viva,pulsan una nota emocionante, cuya armoníasagrada suena en los refugios más recónditos yqueridos del corazón. Así yo, curiosamenteconmovido, postrado ante aquella imagen es-pectral, esclavizado por la fuerza de una sangreque se manifestaba en un parecido de gestos ymovimientos, permanecía, tembloroso, enpresencia de la arisca, orgullosa y hastaentonces nada querida madre de Idris.

¡Pobre mujer! ¡Qué equivocada estaba!Pensaba que recibiría con una sonrisa suternura exhibida hacía un instante, y con unasola palabra, con aquel gesto de reconciliación,pretendía pagar por todos sus años de severid-ad. Como la edad ya no le permitía seguir ejer-ciendo su poder, había aterrizado de pronto enla espinosa realidad de las cosas y sentía que nilas sonrisas ni las caricias eran capaces de

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alcanzar a quien yacía inconsciente en la criptani de ejercer la menor influencia sobre su feli-cidad. Esta convicción, acompañada del re-cuerdo de respuestas amables a comentariosvenenosos, de gestos bondadosos a cambio demiradas coléricas; de la percepción de lafalsedad, insignificancia y futilidad de sussueños más deseados de cuna y poder; delconocimiento ineludible de que el amor y lavida eran los verdaderos emperadores denuestra condición mortal, todo, como unamarea, cobraba fuerza y llenaba su alma detormentosa y desconcertante confusión. Y mecorrespondía a mí ejercer una poderosa influ-encia sobre ella, aplacar el fiero embate deaquellas olas tumultuosas. De modo que hablécon ella y le hice recordar lo feliz que habíasido Idris, el aprecio y el reconocimiento quesus pasadas virtudes y numerosos doneshabían suscitado. Ensalcé al ídolo veneradopor mi corazón, al ideal admirado de la perfec-ción femenina. Con ferviente y exuberante

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elocuencia alivié mi corazón del peso que looprimía y desperté a la sensación de un nuevoplacer en la vida mientras pronunciaba mielegía. Luego me referí a Adrian, su amadohermano y único hijo que le quedaba con vida.Declaré –casi las había olvidado–, cuáles eranmis obligaciones respecto de aquellas adoradasporciones de ella misma, y logré que la madre,triste y arrepentida, pen-sara en el mejor modode expiar el maltrato que había deparado a losmuertos, que no era otro que ofrecer a los su-pervivientes un amor redoblado. Al consolarlaa ella mis propias penas se aplacaron, y mi sin-ceridad la convenció por completo.

Se volvió para mirarme. La mujer dura, in-flexible, persecutora, compuso un gesto dulce yme dijo:

–Si nuestro amado ángel nos está viendoahora, le alegrará ver que, aunque tarde, tehago justicia. Has sido digno de ella. Y desde lomás hondo de mi corazón me alegro de que tellevaras el suyo lejos de mí. Perdona, hijo mío,

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por los muchos males que te he causado.Olvida mis palabras crueles y mi trato distante.Llévame contigo y gobiérname a tu antojo.

Aproveché lo sereno del momento paraproponerle que abandonáramos la iglesia.

–Cubramos antes la entrada de la cripta–sugirió la condesa. Nos acercamos a ella.

–¿Deberíamos bajar a verla una vez más?–le pregunté.

–Yo no puedo –respondió–. Y te ruego quetampoco lo hagas tú. No conviene que nos tor-turemos contemplando el cuerpo sin alma,mientras su espíritu vivo se halla enterrado ennuestros corazones y su belleza sin igual estáesculpida en ellos. Duerma o vele, siempre es-tará presente entre nosotros.

Permanecimos unos instantes en solemnesilencio sobre la cripta abierta. Yo consagraríami vida futura a mantener intacto su amadorecuerdo. Juré servir a su hermano y a su hijohasta mi muerte. El sollozo ahogado de mi

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acompañante me hizo abandonar mis letaníasinternas. Arrastré las losas hasta el acceso a latumba y cerré el abismo que contenía la vidade mi vida. Y entonces, ayudando a caminar ala decrépita plañidera, abandonamos despaciola capilla. Al percibir en el rostro el aire fríosentí que dejaba atrás la guarida feliz de mi re-poso para adentrarme en una selva atroz, enun sendero tortuoso; que iniciaba amarga-mente, sin alegría, una peregrinacióndesesperada.

Footnotes

*Letter to a Noble Lord («Carta a un noble lord»), de Ed-

mund Burke. (N. del T.)

*Letter to a Noble Lord («Carta a un noble lord»), Ed-

mund Burke. (N. del T.)

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Capítulo IV

Nuestro escolta se había adelantado para com-pletar los preparativos que nos permitiríanpasar la noche en la posada que había junto ala pendiente del castillo. No visitaríamos,siquiera breve-mente, los salones familiares ylas estancias de nuestro hogar. Habíamosabandonado para siempre los claros de Wind-sor y todos los arbustos, los setos floridos y losarroyos cantarines que mode-laban y forta-lecían el amor que sentíamos por nuestro país,así como el afecto casi supersticioso que pro-fesábamos a nuestra Inglaterra natal. Nuestraintención era, originalmente, dormir en laposada de Lucy, en Datchet, y tranquilizarlacon promesas de ayuda y protección antes deretirarnos a nuestros aposentos a pasar lanoche. Pero ahora, al abandonar la condesa yyo la pronunciada pendiente del castillo, vimosa los niños, que acababan de detener su

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caravana y se hallaban junto a la puerta de laposada. Habían pasado por Datchet sin deten-erse. Yo temía el momento de encontrarmecon ellos y tener que relatarles mi trágica his-toria, de modo que, al verlos ocupados en lasoperaciones de la llegada, los abandoné apre-suradamente y, abriéndome paso entre lanieve y el cortante aire iluminado por la luna,avancé todo lo deprisa que pude por el caminode Datchet, que tan familiar me resultaba.

En efecto, todas las casas se alzaban en sulugar acostumbrado, todos los árbolesmantenían el aspecto de siempre. La cos-tumbre había grabado en mi memoria todoslos recodos y los objetos del trayecto. A pocadistancia, más allá del Pequeño Parque, se er-guía un olmo casi abatido por una tormentahacía unos diez años. Y sin embargo, con susramas cargadas de nieve se extendía sobre to-do el sendero, que serpenteaba a través de unprado, junto a un arroyo poco profundo que la

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escarcha amordazaba. Aquella linde, aquellaverja blanca, aquel roble hueco, que sin dudaen otro tiempo perteneció al bosque y queahora silbaba a la luz de la luna; y al que, porsu forma caprichosa, que al atardecer se ase-mejaba a una figura humana, los niños habíanbautizado Falstaff; todos aquellos objetos meresultaban tan conocidos como la chimeneahelada de mi hogar desierto, y así como unapared cubierta de musgo y un terreno debosque cultivado parecen, a ojos inexpertos,idénticos como corderos gemelos, así a misojos surgían las diferencias, las distinciones,los nombres. Inglaterra perduraba, aunque sehubiera perdido. Lo que yo contemplaba era elfantasma de una Inglaterra alegre, a la sombrade cuyo follaje se habían cobijado seguras yalegres generación tras generación. Al dolor-oso reconocimiento de aquellos lugares seañadía una sensación experimentada por todosy comprendida por nadie, algo así como que encierto estado menos visionario que un sueño,

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en alguna existencia pasada, real, yo ya hubi-era visto todo lo que veía, y que al verlo hubi-era sentido lo mismo; como si todas mis sensa-ciones fueran un espejo que reflejara una rev-elación anterior. Para liberarme de aquellasensación opresiva traté de detectar algúncambio en aquel tranquilo lugar. Y, en efecto,mi ánimo mejoró cuando me vi obligado a pre-star más atención a los objetos que mecausaban dolor.

Llegué a Datchet, a la humilde morada deLucy, otrora bulliciosa los sábados, o limpia yordenada los domingos por la mañana, testigode los trabajos y la pulcritud de su dueña. Lanieve ocultaba a medias el umbral, como si lapuerta llevara bastantes días sin abrirse.«¿Qué escena de muerte debía representarahora Roscius?»,* murmuré para mis adentrosal contemplar las ventanas oscuras. En unprimer momento me pareció distinguir luz enuna de ellas, pero resultó ser sólo el reflejo dela luna en un cristal. El único sonido era el de

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las ramas de los árboles agitadas por un vientoque sacudía de ellas la nieve acumulada. Laluna surcaba libre y despejada el éter intermin-able y la sombra de la casa se proyectaba en eljardín trasero. Entré en él por una abertura yexaminé todas las ventanas. Al fin vislumbréun rayo de luz que apenas se filtraba por unpostigo cerrado, en una de las habitaciones dela planta superior. Acercarse a una casa y con-statar que en ella vivían las mismas personasque antes era toda una novedad. La puerta deentrada no estaba cerrada con llave, de modoque la abrí, entré y ascendí por la escalera ilu-minada por la luna. La puerta de la habitaciónde la que provenía la luz estaba entornada, loque me permitió ver a Lucy trabajando a unamesa sobre la que reposaba un quinqué y di-versos objetos de costura. Pero tenía la manoapoyada en el regazo y sus ojos, clavados en elsuelo, indicaban que su mente vagaba lejos deallí. La preocupación y el sufrimiento, visiblesen su rostro, le restaban parte de su atractivo,

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pero la sencillez de su vestido y su tocado, suactitud reservada y la única vela queproyectaba luz sobre ella, confirieron por unmomento una imagen pintoresca al conjunto.Una realidad temible se impuso a mi pensami-ento: sobre la cama yacía una figura cubiertacon una sábana. Su madre estaba muerta, yLucy, separada del mundo, abandonada y sola,velaba el cadáver en la noche cerrada. Entré enel cuarto y mi inesperada aparición provocó ungrito de espanto en la única superviviente deuna nación difunta. Mas no tardó en recono-cerme y se compuso al momento, acostum-brada como estaba a ejercer el control sobre símisma.

–¿No me esperaba? –le pregunté con la vozqueda que la presencia de los muertos noshace adoptar de manera instintiva.

–Es usted muy bueno –respondió ella– porhaber venido personalmente. Jamás podréagradecérselo lo bastante. Pero es demasiadotarde.

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–¿Demasiado tarde? –exclamé yo–. ¿Quéquiere decir? No es demasiado tarde parasacarla de este lugar desierto, para llevarla a...

Mi propia pérdida, que había olvidadomientras me dirigía a ella, me obligó a volver-me para que no me viera; las lágrimas meimpedían hablar. Abrí la ventana y observé elcírculo menguante, fantasmal, tembloroso, enlo alto del cielo, y la tierra helada y blanca quese extendía debajo. ¿Vagaba el espíritu de ladulce Idris por el aire cristalizado de luna? No.Seguro que su morada sería más apacible yhermosa.

Me sumí unos instantes en aquella med-itaciones y volví a dirigirme a Lucy, que sehabía acercado a la cama e, inclinada sobreella, adoptaba una expresión de desolaciónresignada, de tristeza absoluta con la queparecía conformarse, lo que resulta siempremás conmovedor que las muestras desbocadasde dolor y las exageradas gesticulaciones de lapena. Mi deseo era alejarla de allí, pero ella se

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oponía a mi deseo. Las personas cuya ima-ginación y sensibilidad nunca se han apartadodel estrecho círculo que se presenta ante ellas,si es que poseen esas cualidades en alguna me-dida, poseen la capacidad de ejercer su influ-encia en las mismas realidades que parecendestruirlas y de aferrarse a ellas con tenacidaddoble, al no ser capaces de concebir nada másallá. Así, Lucy, sola en Inglaterra, en un mundomuerto, deseaba llevar a cabo las ceremoniasfúnebres habituales en las zonas rurales ingle-sas cuando la muerte era una visita escasa ynos dejaba tiempo para recibir su temibleusurpación con pompa y circunstancia, avan-zando en procesión para entregarle en manolas llaves de las tumbas. Con algunos de aquel-los ritos ya había cumplido, a pesar de hallarsesola, y la labor en que la descubrí inmersa a millegada no era sino la confección del sudario desu madre. Se me encogió el corazón ante aquellúgubre detalle, que las mujeres soportan algomejor, pero que al espíritu de los hombres

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resulta más doloroso que el más feroz de loscombates o que los zarpazos de una agonía in-tensa pero pasajera.

Aquello no podía ser, le dije. Y entonces,para mejor persuadirla, le hablé de mi pérdidareciente y le sugerí que debía acompañarmepara hacerse cargo de los niños huérfanos, alos que la muerte de Idris había privado de loscuidados de una madre. Lucy jamás ignorabala llamada del deber, de modo que aceptó y,tras cerrar las contraventanas y las puertas concuidado, me acompañó a Windsor. Durante eltrayecto me refirió los detalles de la muerte desu madre. Ya fuera porque el azar la había ll-evado a descubrir la carta que su hija había es-crito a Idris, ya fuera porque había oído suconversación con el campesino encargado deentregársela en mano, lo cierto es que la an-ciana tuvo conocimiento de la horrible situa-ción en que se encontraban ella y su hija, y suenvejecido cuerpo no resistió la angustia y elhorror que aquel descubrimiento le

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inspiraban. No se lo comunicó a Idris, peropasaba las noches en vela, hasta que la fiebre yel delirio, veloces heraldos de la muerte, rev-elaron el secreto. Su vida, que durante tantotiempo había avanzado, tambaleante, hacia laextinción, se rindió al punto a los efectos com-binados de la desgracia y la enfermedad, y esamisma mañana había muerto.

Tras las emociones tumultuosas del día, mealegró descubrir, a nuestro regreso a la posada,que mis compañeros de viaje ya se habían re-tirado a descansar. Dejé a Lucy a cargo de lacriada de la condesa, y yo mismo busqué re-poso a mis frentes diversos e impacientes re-proches. Por unos momentos los acontecimi-entos del día recorrieron mi mente en de-sastrosa procesión, hasta que el sueño los sum-ió en el olvido. Cuando amaneció y desperté,me pareció que mi sueño había durado añosenteros.

Mis acompañantes no gozaron del mismoolvido. Los ojos de Clara indicaban que había

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pasado la noche llorando. La condesa parecíaexhausta y ajada. Su espíritu firme no habíahallado alivio en las lágrimas y su sufrimientoera mayor por culpa de los recuerdos dolorososy los terribles remordimientos que laacechaban. Partimos de Windsor tan prontocomo se hubo celebrado la ceremonia fúnebrepor la madre de Lucy y, urgidos por el deseoimpaciente de cambiar de escenario, nos diri-gimos a Dover sin más demora, gracias a loscaballos de que nuestro escolta nos había prov-isto. Se trataba de monturas que encontró bienen los cálidos establos en los que instintiva-mente se habían refugiado a la llegada del frío,bien de pie, ateridos en los campos gélidos,dispuestos a entregar su libertad a cambio dela mazorca que él les alargaba.

Durante nuestro trayecto la condesa me re-lató las circunstancias extraordinarias que lallevaron a ponerse de mi parte en el presbiteriode la capilla de Saint George, para gran asom-bro mío. La última vez que había visto a Idris,

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al despedirse de ella y contemplar su rostropálido, su cuerpo exangüe, tuvo de pronto elconvencimiento de que aquélla era la últimavez que la veía. Le resultaba muy duro sep-ararse de su hija dominada por aquella sensa-ción, de modo que, por última vez, trató depersuadirla para que se entregara a sus cuida-dos, dejando que yo me uniera a Adrian. PeroIdris rechazó cortésmente su ofrecimiento, yasí se separaron. La idea de que ya no volver-ían a verse regresó a la mente de la condesa yya no volvió a abandonarla. Mil veces pensó endar media vuelta y unirse a nosotros, pero elorgullo y la ira de las que era esclava se loimpedían. Altiva de corazón como era, denoche empapaba la almohada con su llanto yde día se veía poseía de una agitación nerviosay creía presentir el temido suceso, temor al queno lograba poner freno. Me confesó que en esaépoca el odio que sentía por mí no conocíalímites, pues me consideraba el único ob-stáculo para el logro de su mayor deseo: cuidar

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de su hija en sus últimos momentos. Deseabaexpresar sus temores a Adrian y buscar con-suelo en su comprensión o valor en el rechazode sus augurios.

Tras su llegada a Dover pasearon juntospor la playa, y gradualmente, tanteando el ter-reno, guió la conversación hasta el punto de-seado, momento en el que, cundo se disponía acomunicarle sus temores a Adrian, el mensa-jero que les llevaba mi carta informando denuestro regreso temporal a Windsor sepresentó ante ellos. El hombre realizó unasomera descripción del estado en que noshabía dejado y añadió que a pesar de la alegríay el coraje de lady Idris, temía que no llegaracon vida a Windsor.

–¡Cierto! –exclamó la condesa–. ¡Tustemores son fundados, está a punto de expirar!

Mientras hablaba, mantenía los ojos fijosen el hueco de un acantilado que por su formase asemejaba a una tumba, y en ese momento,

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según me contó ella misma, vio a Idris avanzarlentamente hacia la cueva. Se alejaba de ella,con la cabeza gacha y el mismo vestido blancoque solía llevar, aunque en este caso se tocabala cabellera rubia con un velo que parecía degasa y que la ocultaba como una neblina ligeray transparente. Parecía vencida, entregada dó-cilmente a un poder que la arrastraba. Y entra-ba en la caverna, sumisa, y se perdía en suoscuridad.

–De haber sido yo dada a las visiones–prosiguió la venerable dama–, habría dudadode lo que veían mis ojos y habría condenadomi propia credulidad. Pero la realidad es elmundo en el que vivo, y no me cabe duda deque lo que vi poseía una existencia más allá demí misma. Desde ese instante no hallé des-canso. Merecía la pena arriesgar mi vida porverla una vez más antes de su muerte. Sabíaque no lo lograría, pero debía intentarlo. Partíde inmediato rumbo a Windsor, y aunquesabía que viajábamos a gran velocidad, me

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parecía que avanzábamos a paso de serpiente yque los retrasos surgían sólo para perjudicar-me a mí. Seguía acusándote y acumulaba en tucabeza las cenizas encendidas de mi ardienteimpaciencia. No fue, pues, una decepción–aunque sí me causó un hondo dolor– que memostraras su última morada. Las palabras nosirven para expresar el desprecio que sentí enese momento hacia tu persona, impedimentotriunfante de mis más fervientes deseos. Peroal verla, la ira, el odio y la injusticia murieronen aquel catafalco y dieron lugar, al ausent-arse, a un remordimiento (¡Dios santo, cuántoremordimiento sentía!) que durará mientrasduren mi memoria y mis sentimientos.

Para aplacar ese remordimiento, para im-pedir que el amor que nacía, que la nueva am-abilidad produjeran el mismo fruto amargoque el odio y la antipatía habían creado, ded-iqué todos mis esfuerzos a calmar a la vener-able penitente. El nuestro era un grupo mel-ancólico. Todos nos sentíamos poseídos por el

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pesar de lo irremediable. La ausencia de sumadre ensombrecía incluso la alegría infantilde Evelyn. Sumándose a todo lo demás,acechaba la incertidumbre por nuestro futuro.Antes de entregarse a un cambio voluntario degran envergadura la mente vacila, ahoraaliviándose en la ferviente expectación, ahoraarredrándose ante obstáculos que parecen nohaberse presentado nunca con aspecto tantemible. Un temor involuntario se apoderabade mí cuando pensaba que, transcurrido undía, podíamos haber cruzado ya la barrera deagua e iniciar nuestro vagar desesperado e in-terminable, que escaso tiempo atrás yo veíacomo único alivio a nuestra tristeza quenuestra situación nos permitía.

Nuestra aproximación a Dover fue recibidacon los rugidos de un mar invernal, que oímosya varias millas antes de acercarnos a la costa yque, con su excepcional estruendo, transmitíaa nuestras moradas estables una sensación deinseguridad y peligro. Al principio casi no nos

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permitimos pensar que aquella guerra tre-menda de aire y agua podía causarla algunaerupción anormal de la naturaleza y quisimoscreer que lo que oíamos era lo que yahabíamos oído mil veces antes, al observar lasolas coronadas de espuma, empujadas por losvientos, que arribaban con sus lamentos demuerte a playas desoladas y acantilados ro-cosos. Pero al avanzar un poco más descubri-mos que Dover se hallaba inundado; muchasde las casas no habían resistido los embates deunas aguas que llenaban las calles y que, conespantosos rugidos, se retiraban a veces, de-jando el suelo de la ciudad desnudo, hasta quede nuevo el flujo del océano empujaba y lasolas regresaban con su sonido atronador a ocu-par el espacio usurpado.

Apenas menos alterada que el tempestuosomundo de las aguas se hallaba la congregaciónde seres humanos que, temerosos, desde elacantilado observaban el avance del oleaje. Lamañana de la llegada de los emigrantes que

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viajaban bajo la tutela de Adrian, el mar habíaamanecido sereno, liso como un espejo, y lasescasas ondas reflejaban los rayos de sol, quebañaban con su brillo el aire azul, claro, gélido.El aspecto plácido de la naturaleza se tomócomo buen augurio para el viaje, y el jefe de laexpedición se dirigió al momento al muellepara examinar dos barcos de vapor que se en-contraban allí atracados. Pero en la nochesiguiente, cuando todos dormían, una pa-vorosa tormenta de viento, lluvia torrencial ygranizo los sorprendió, y alguien, en la calle,empezó a gritar que debían despertar todos ose ahogarían. Y todos salieron a medio vestirpara descubrir el motivo de la alarma, y vieronque la pleamar, más crecida de lo que era ha-bitual, se adentraba en la ciudad. Subieron a loalto del acantilado, pero la oscuridad sólo lespermitía distinguir la espuma de las olas,mientras el viento atronador combinaba susgritos, en siniestra armonía, con las desboca-das embestidas del oleaje. El imponente estado

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de las aguas, la inexperiencia absoluta demuchos, que jamás habían visto el mar, los gri-tos de las mujeres y los llantos del los niños seañadían al horror del tumulto.

La misma escena se mantuvo durante todoel día siguiente. Con la bajamar la localidadquedó seca, pero al subir de nuevo la marea,ésta creció incluso más que la noche anterior.Las grandes embarcaciones que se pudrían,varadas en tierra, eran arrancadas de sus am-arres y arrastradas contra los acantilados,mien-tras que los barcos atracados en el pu-erto iban a parar a tierra como algas muertas, yallí se partían en pedazos al estrellarse contrala orilla. Las olas morían contra el acantilado,que si en algún punto tenía alguna roca algosuelta, cedía, y los espectadores, aterrorizados,veían que porciones de tierra se desmoronabany caían con gran estrépito al agua. Aquel es-pectáculo afectaba de modo distinto a la gente.La mayor parte lo atribuía al juicio de Dios,que trataba así de impedir o castigar nuestra

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emigración de la tierra que nos había vistonacer. Pero muchos se mostraban doblementedispuestos a escapar de aquel confín delmundo que se había convertido en su cárcel yque parecía incapaz de resistir los ataques deunas olas gigantescas.

Cuando nuestro grupo llegó a Dover, trasun día de viaje agotador, a todos nos hacíafalta reposar y dormir. Pero la escena que teníalugar a nuestro alrededor no tardó endisuadirnos de nuestro propósito. Junto con lamayor parte de nuestros compañeros, nos sen-timos atraídos hacia el borde del acantiladopara escuchar el rugido del mar y entregarnosa mil conjeturas. La niebla reducía nuestro ho-rizonte a un cuarto de milla, aproximada-mente, y aquel velo, frío y denso, envolvía cieloy tierra con idéntica penumbra. Lo que incre-mentaba nuestra inquietud era el hecho de quedos tercios del total de viajeros nos aguardaranya en París, lo que, sumándose a los demáscontratiempos, llenaba sin duda de temor a

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nuestra división, lo mismo que a nosotros, alver que el mar indómito e implacable se ex-tendía ante nosotros. Al fin, tras caminar de unlado a otro del acantilado durante horas, nosretiramos al castillo de Dover, bajo cuyo techonos guarecíamos todos los que respirábamosaire inglés y buscábamos entregarnos a unsueño reparador de cuerpo y espíritu, defuerzas y valor.

A primera hora de la mañana del díasiguiente Adrian me despertó con la buena no-ticia de que los vientos habían cambiado y yano eran del suroeste, sino del noreste. El cielo,con el vendaval, había amanecido despejado denubes, y la marea, en su receso, se había re-tirado por completo de la ciudad. Con todo, elcambio del viento había enfurecido más elmar, que no obstante había abandonado eltono oscuro y profundo de los últimos días porun verde intenso y brillante. A pesar de que suclamor no disminuía, su aspecto más alegre in-spiraba esperanza y placer. Dedicamos todo el

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día a contemplar el incesante oleaje, y hacia elocaso, el deseo de descifrar la promesa delmañana en el sol poniente nos llevó a con-gregarnos todos al borde del acantilado.Cuando el poderoso astro se hallaba a escasosgrados del horizonte enturbiado por una tor-menta, súbitamente, ¡oh, maravilla!, otros tressoles, brillantes y ardientes por igual, surgi-eron de varios cuadrantes del cielo hacia elgran orbe, arremolinándose en su derredor. Elresplandor de la luz nos deslumbraba y el solparecía sumarse a la danza, mientras el marreverberaba como un horno, como un Vesubioen erupción cuya lava incandescente fluyera asus pies. Hubo caballos que, aterrorizados,abandonaron sus establos, y vacas que, presasdel pánico, corrieron hasta el borde del acantil-ado y, cegadas por la luz, se arrojaron al vacíoy cayeron al agua entre mugidos de espanto. Eltiempo que duró la aparición de aquellos met-eoros fue relativamente breve. De pronto lostres falsos soles se unieron en uno solo y se

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hundieron en el mar. Segundos después unchapoteo ensordecedor, sostenido, espantoso,nos llegó desde el punto por el que habíandesaparecido.

Entretanto el sol, libre de sus extrañossatélites, avanzaba con su acostumbradamajestad hacia su hogar de poniente. Cuando–ya no nos fiábamos de nuestros ojos, deslum-brados, pero eso parecía– el mar se alzó para irsu encuentro, ascendió más y más, hasta que laesfera ardiente se oscureció, a pesar de lo cualel muro de agua siguió elevándose sobre el ho-rizonte. Parecía como si de pronto el movimi-ento de la tierra nos resultara perceptible,como si ya no estuviéramos sujetos a antiguasleyes y fuéramos a la deriva en una región ig-nota del espacio. Muchos gritaban en voz altaque no se trataba de meteoros, sino de globosde mate-ria incandescente que habían in-cendiado la tierra y provocado que la inmensacaldera que ardía bajo nuestros pies hirviera yelevara unas olas gigantescas. Sostenían que

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había llegado el día del Juicio y que en muybreve tiempo seríamos llevados ante el severorostro del juez omnipotente. Mientras, losmenos dados a los terrores visionarios, ase-guraban que dos borrascas en conflicto eranlas causantes del fenómeno que acabábamosde observar. Para avalar su opinión hacían not-ar que el viento del este había cesado y que lasráfagas procedentes del oeste unían su desgar-rador aullido al rugir de las olas. ¿Resistiría elacantilado ese nuevo embate? ¿No era la olagigante que se acercaba más alta que el precip-icio? ¿No quedaría nuestra pequeña isla inun-dada tras su ataque? La multitud huía despa-vorida, se dispersaba por los campos, se de-tenía de vez en cuando para mirar atrás, presadel horror. Una sublime sensación de temorreverencial apaciguaba los latidos veloces demi corazón. Aguardaba la llegada de la de-strucción augurada con la resignación solemneque nace de una necesidad inevitable. Elocéano adoptaba un aspecto cada vez más

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terrorífico y el atardecer se veía tamizado porla red que el viento del oeste extendía sobre elcielo. Con todo, gradualmente, y a medida queal ola avanzaba, su apariencia se volvía menosamenazadora. Alguna corriente subterránea,algún obstáculo en el lecho de las aguas,frenaba su avance, e iba perdiendo fuerza pau-latinamente. Al ir disolviéndose en ella, despa-cio, toda la superficie del mar se elevaba. Esecambio nos libró del temor a una catástrofe in-mediata, aunque seguíamos preocupados porlo que acabaría sucediendo. Pasamos la nocheobservando la furia del mar y el avance de lasnubes, entre cuyos claros unas pocas estrellasbrillaban con fuerza. El estruendo causado porlos elementos en conflicto nos impedía concili-ar el sueño.

La misma situación se mantuvo durantetres días y tres noches. Los corazones más dur-os se arredraban ante la enemistad desbocadade la naturaleza. Empezaban a escasear lasprovisiones, aunque todos los días salían

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grupos a buscarlas por las aldeas vecinas. Envano tratábamos de convencernos de que noexistía nada anómalo en lo que presen-ciábamos. Nuestro destino abrumador y de-sastroso volvía cobardes a los más valientes deentre nosotros. La muerte llevaba demasiadosmeses acechándonos y nos había acorralado enaquella estrecha franja de tiempo en la queahora nos alzábamos. Muy estrecha, sí, y ase-diada por las tormentas, era nuestra cornisacolgada sobre el gran mar de la calamidad...

Como un acantilado que, orientado alnorte,está por todas partes batido por las olasdurante el invierno,así también contra éste se abaten violenta-menteterribles desgracias que, acompañándolesiempre,se rompen como olas,

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unas desde donde se pone el sol,otras desde donde se levanta.*

Hacía falta algo más que energía humanapara resistir las amenazas de destrucción quenos rodeaban por todas partes.

Tras aquellos tres días la galerna se extin-guió, la gaviota volvió a navegar sobre el pechosereno de la atmósfera en calma y la últimahoja amarilla de la rama más alta del roblepermaneció inmóvil. El mar ya no se agitabacon furia, aunque aún se henchía a intervalosen su avance hacia la costa, y tras barrer laorilla rompía sordamente en la arena, olvidadoya el rugido constante de los días pasados. Elcambio nos infundía esperanzas y nodudábamos de que, transcurridas algunas jor-nadas, el agua recobraría su tranquilidad. Elatardecer del cuarto día vino a reforzar nuestraidea, pues el sol se puso en un cielo claro y dor-ado. Mien-tras contemplábamos el mar púr-pura, radiante, más abajo nos sentimos

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atraídos por un espectáculo inédito: una man-cha negra –que al acercarse resultó ser unabarca– cabalgaba en lo alto de las olas, des-cendía a intervalos sus pronunciadas laderas yse perdía en sus valles . Seguimos su rumbocon inquietud y curiosidad, y al ver que, sinduda, se acercaba a nuestra costa, descendi-mos al único amarre practicable y plantamosuna señal para indicárselo. Con ayuda delentes distinguimos a la tripulación, formadapor nueve hombres, ingleses, que en realidadpertenecían a las dos divisiones de nuestragente, las que nos habían precedido, que llev-aban varias semanas en París. Como paisanosque no esperan encontrarse en un país lejano,recibimos a nuestros visitantes, a su llegada,con los brazos abiertos y grandes muestras dealegría. Ellos, por su parte, no parecían querersaludarnos con la misma calidez y estabanhuraños y resentidos, tanto como el mariracundo que habían atravesado con gran pe-ligro, aunque al parecer menos enojados con

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nosotros que entre ellos. Resultaba raro ver aaquellos seres humanos, que parecían haberbrotado de la tierra como plantas extraordin-arias e inestimables, dominados por las pa-siones violentas y el espíritu de la confronta-ción. Su primera exigencia fue presentarseante el señor Protector de Inglaterra, pues asíllamaron a Adrian, aunque éste hubiera renun-ciado ya a aquel título desprovisto de sentido,pues le parecía una burla amarga de la sombraa la que el Protectorado había quedado redu-cida. Y así, los condujeron al castillo de Dover,desde cuya torre del homenaje Adrian habíaobservado la aproximación de la barca. Losrecibió con interés y asombro por lo inesper-ado de la visita. Como todos deseaban hablarprimero y trataban de imponerse airadamentesobre los demás, tardamos un tiempo enaveriguar el significado de aquella escena.Gradual-mente, a partir de las furiosas de-clamaciones de uno, de las vehementes inter-rupciones de otro, de los comentarios

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despectivos de un tercero, supimos que eranlos representantes de nuestra colonia en París,de las tres facciones allí formadas, y que, dadasu enconada rivalidad, habían sido enviados aver a Adrian, que debía oficiar de árbitro. Así,habían viajado desde París hasta Calais, at-ravesando ciudades desiertas y paisajes desola-dos, dedicándose unos a otros sus manifesta-ciones de odio violento. Y ahora exponían susvarios litigios con sectarismo renovado.

Interrogando a los tres representantes porseparado y tras muchas pesquisas, llegamos aconocer el verdadero estado de las cosas enParís. Desde que el Parlamento lo había esco-gido como representante de Ryland, todos losingleses supervivientes se habían sometido aAdrian. Él era nuestro comandante, el que de-bía alejarnos de nuestro país natal para ll-evarnos a tierras desconocidas, nuestro legis-lador, nuestro salvador. En el diseño denuestro primer plan de emigración no contem-plamos una separación prolongada de nuestros

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miembros; el mando de todo el contingente, ensu ascenso gradual de poder, tenía su ápice enel conde de Windsor. Pero circunstancias im-previstas nos habían obligado a cambiar deplanes, lo que hizo que gran parte de los emig-rantes se vieran separados de su jefe supremopor el espacio de casi dos meses. Habíanviajado en dos grupos segregados, y a su lleg-ada a París habían surgido diferencias.

Los emigrantes encontraron desierta lacapital de Francia. Al principio, cuando se de-claró la peste, el regreso de viajeros y mer-caderes y las comunicaciones por carta nosmantenían informados de los estragos que laenfermedad causaba en el continente. Pero conel incremento de la mortalidad, el intercambiode noticias declinó hasta desaparecer. Inclusoen territorio inglés, la correspondencia entrelas diversas partes del país resultaba lenta y es-casa. Ningún barco recorría el canal que sep-araba Dover de Calais, y si algún viajero mel-ancólico, deseoso de saber si sus familiares

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seguían con vida o habían muerto, se aven-turaba y zarpaba de la costa francesa para re-gresar a su país, era frecuente que mar ham-briento se tragara su pequeño bote, o que trasun día o dos sintiera los efectos de la infeccióny muriera sin tiempo para relatar la desolaciónque se vivía en Francia. Así, vivíamos hastacierto punto ignorantes del estado de las cosasen el continente y no desesperábamos porcompleto de hallar a numerosos compañerosen su vasto espacio. Pero las mismas causasque habían diezmado tan pavorosamente lanación inglesa se habían ensañado con mayorahínco en la tierra hermana. Francia estaba ar-rasada. En la larga calzada que unía Calais conParís no habían encontrado a un solo ser hu-mano. En París sí había algunos, tal vez uncentenar que, resignados a su inminente des-tino, vagaban por las calles de la capital y se re-unían a conversar sobre los viejos tiempos conesa vivacidad e incluso alegría que raramenteabandona a los individuos de ese país.

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Los ingleses habían tomado posesión deParís sin la menor resistencia. Sus altos edifi-cios y sus calles estrechas estaban muertos. Al-gunas figuras pálidas aparecían en la zona delas Tullerías, y se preguntaban por qué losisleños se dirigían a su ciudad condenada, puesen los excesos de la desgracia, quienes la su-fren siempre imaginan que la parte de la cal-amidad que les ha tocado es la peor, comocuando alguien siente un dolor intenso en unazona del cuerpo, y preferiría cambiar su tor-tura particular por cualquier otra que afectaraa otra zona. Así, los franceses escuchaban laexplicación de los emigrantes –que les hab-laban de sus motivos para abandonar su tierranatal– encogiéndose de hombros, casi des-deñosos, y les aconsejaban que regresaran a suisla. «Volved, volved –les decían– allá dondelas brisas marinas y la lejanía del continenteconceden cierta promesa de salud. Si la pesteentre vosotros ha abatido a cientos, aquí haabatido a miles. ¿No veis que vuestro número

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es superior al nuestro? Hace un año habríaishallado sólo a los enfermos enterrando a losmuertos. Ahora nos sentimos más felices, puesla batalla principal ya se ha librado, y los pocosque veis aquí aguardamos pacientes el golpe fi-nal. Pero vosotros, que no os conformáis con lamuerte, no respiréis más el aire de Francia opronto formaréis parte de su suelo.»

Así, amenazando con usar la espada,habrían apartado a los que hubieran escapadodel fuego. Pero mis compatriotas considerabaninminente el peligro que dejaban atrás, y elque se presentaba ante ellos, dudoso y dis-tante. Y pronto surgieron otros sentimientosque hicieron olvidar el miedo o que lo sustituy-eron por pasiones que no deberían haber ten-ido lugar entre la hermandad de supervivientesde un mundo agonizante.

La división más numerosa de emigrantes,que fue la que llegó primero a París, asumió lasuperioridad de rango y poder. La segunda,por su parte, impuso su independencia. Un

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tercer grupo fue fundado por un sectario, unautoproclamado profeta que, aunque atribuíatodo poder y autoridad a Dios, luchaba por quesus camaradas dejaran en sus manos el mandoreal. Esta tercera división era la que estaba for-mada por un número menor de individuos,pero su unidad de propósito era mayor, lomismo que su grado de obediencia a su guía yque su fortaleza y coraje.

Mientras la peste causaba sus estragos en elmundo, los maestros de religión fueron ad-quiriendo un gran poder, un poder para hacerel bien, si se dirigía correctamente, o paracausar incalculables males si el fanatismo y laintolerancia guiaban sus esfuerzos. En aquelcaso concreto, era el peor de los dos poderes elque movía al profeta. Se trataba de un impost-or en todos los sentidos de la palabra. Unhombre que a una edad temprana había per-dido, por culpa de su sumisión al vicio, todosentido de la rectitud y la autoestima. Alguienque, cuando la ambición despertó en él, se

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rindió a su influencia libre de todo escrúpulo.Su padre había sido predicador metodista, unhombre entusiasta de intenciones sencillas,pero cuyas doctrinas perniciosas habían con-tribuido a destruir todo atisbo de conciencia ensu hijo. Durante el avance de la peste, éstehabía ideado varios planes para obtener adep-tos y poder. Adrian había tenido conocimientode ellos y los había sofocado. Pero en París,Adrian se hallaba ausente. El lobo se vestía conpiel de cordero y el rebaño consentía el en-gaño. Había formado una facción durante lassemanas que llevaba en París, una secta quepropagaba con gran celo la creencia en sudivina misión y que creía que sólo alcanzaríanla seguridad y la salvación quienes depositaransu confianza en él.

Una vez surgido el espíritu de disensión, lascausas más frívolas lo activaban. La primera delas divisiones, a su llegada a París, había to-mado posesión de las Tullerías. La convenien-cia y un sentimiento de camaradería habían

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llevado a la segunda a buscar alojamiento ensus inmediaciones. Surgió entonces un litigiorespecto de la distribución del pillaje: los jefesdel primer grupo exigían que todo les fuera en-tregado a ellos, algo que el segundo se negó acumplir. Y así, cuando los integrantes de esesegundo grupo emprendieron una expediciónde saqueo, los del primero cerraron las puertasde la ciudad y los dejaron fuera. Tras superaraquel contratiempo, se dirigieron en formaciónhacia las Tullerías, donde descubrieron que susenemigos ya habían sido expulsados por losElegidos, como se llamaban a sí mismos los in-tegrantes de aquella secta fanática, que se neg-aban a admitir en el palacio a nadie que no ab-jurara antes de toda obediencia que no fueraobediencia a Dios y a su representante en latierra, su jefe. Aquel fue, pues, el origen de latrifulca, que alcanzó tales dimensiones que lastres divisiones, armadas, se encontraron en laPlace Vendôme, las tres decididas a someterpor la fuerza la resistencia de sus adversarios.

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Se congregaron, los mosquetones estaban car-gados y con ellos incluso apuntaban al pechode quienes consideraban enemigos. Una pa-labra habría bastado. Y allí, los últimos indi-viduos de la humanidad habrían enterrado susalmas en el crimen del asesinato y se habríanmanchado las manos con la sangre de sus con-géneres. Al fin, una sensación de vergüenza,así como el recuerdo de que no era sólo sucausa la que estaba en juego, sino también laexistencia misma de la raza humana, se abriópaso en el pecho del jefe de la división másnume-rosa. Era consciente de que si se pro-ducían bajas en las filas de todos, no podríanreclutar a más soldados; de que cada hombreera una piedra preciosa engarzada en unacorona real que, si se destruía, ni de las en-trañas mismas de la tierra podría extraerseotra igual. Él era un hombre joven y había ac-tuado sólo por presunción, por imponer surango y su superioridad a los demás aspir-antes. Pero ahora se arrepentía de su

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comportamiento y sentía que toda la sangreque estaba a punto de ser derramada caeríasobre su conciencia. En un impulso repentino,espoleó su caballo para que se situara entre lasdos facciones y, tras atar un pañuelo blanco ala punta de la espada, lo alzó indicando quedeseaba parlamentar. Los jefes de las partescontrarias acataron su señal. El joven hablócon emoción: les recordó la promesa que todoshabían pronunciado, la de someterse al señorProtector. Declaró que su encuentro era unacto de traición y amotinamiento. Admitió quese había dejado llevar por la pasión pero que sehabía serenado a tiempo. Propuso que las tresfacciones enviaran representantes a encon-trarse con el conde de Windsor, para dirimircon él sus diferencias y someterse a su de-cisión. Su propuesta fue aceptada y los jefesconvinieron en retirarse y en reunirse denuevo en algún lugar neutral –una vez losgrupos hubieran sido llamados a consultas–para ratificar la tregua. En la reunión que

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posteriormente celebraron los tres jefes, elplan se ultimó. El dirigente de los fanáticos senegó a admitir el arbitrio de Adrian. Así, noenviaría representantes, sino más bien emba-jadores, y lo haría para exponer sus exigencias,y no para pedir permiso sobre nada.

La tregua se mantendría hasta el uno defebrero, fecha en que las facciones volverían aencontrarse en la Place Vendôme. Era, portanto, de gran importancia que Adrian llegaraa París antes de esa fecha, pues la balanzapodía decantarse por muy poca diferencia y talvez la paz, asustada por las luchas intestinas,no regresara sino para encontrarse con la si-lenciosa muerte. Era 28 de enero y ninguno delos barcos anclados en las inmediaciones deLondres había resistido la furia de las tor-mentas que acabo de relatar. Con todo, nuestroviaje no admitía demora. Aquella misma nocheAdrian y yo, junto con otras doce personas,entre asistentes y amigos, zarpamos de la costainglesa en la embarcación que había traído a

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los representantes. Nos turnamos a los remos,y el motivo inmediato de nuestra partida, alproporcionarnos abundantes temas de con-jetura y conversación, impidió que la sensaciónde que abandonábamos nuestro país natal, laInglaterra despoblada, por última vez, calaramuy hondo en las mentes de la mayoría de lostripulantes. La noche era serena y estrellada yla silueta oscura de nuestro país seguíamostrándosenos a intervalos, cuando las olaslevantaban el casco de nuestra embarcación.Yo remaba con fuerza para impulsarla y, mien-tras las aguas lamían los costados con unsonido triste, alcé la mira-da y contempléInglaterra con melancólico afecto, por últimavez, rodeada de mar, y forcé los ojos para noperder de vista aún el alto acantilado, que seerguía para proteger aquella tierra de her-oísmo y belleza de los embates del océano que,turbulento como se había mostrado última-mente, requería de unas murallas ciclópeasque lo detuvieran. Una gaviota solitaria volaba

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en círculos sobre nuestras cabezas, en busca desu nido en algún saliente del precipicio. «Sí, túvolverás a visitar la tierra en que naciste–pensé–. ¡Pero nosotros no, nunca más!Tumba de Idris, adiós. Cripta donde micorazón queda sepultado, adiós para siempre.»

Pasamos doce horas en el mar, pues eloleaje nos obligó a consumir todas nuestrasfuerzas. Al fin, impulsados sólo por nuestrosremos, llegamos a la costa francesa. Las estrel-las casi no alumbraban y la mañana gris arro-jaba un delgado velo sobre los cuernos platea-dos de la luna. El sol salió, grande, rojo, desdeel mar, mientras nos hallábamos en losarenales de Calais. Nuestra principal preocu-pación era proveernos de caballos, y aunquefatigados tras una noche entera de vigilia y es-fuerzos, varios miembros de nuestro grupopartieron de inmediato a su encuentro en loscampos de la llanura abierta y ahora desoladaque se extendía ante Calais. Como hacían losmarineros, nos dividimos en turnos, y algunos

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reposaron mientras los demás preparaban elalimento matutino. La avanzadilla regresó amediodía con sólo seis caballos, a lomos de loscuales Adrian, yo y otros cuatro miembros denuestra expedición proseguimos viaje hacia lagran ciudad, que sus habitantes habían de-clarado capital del mundo civilizado. Nuestrasmonturas, a causa de su prolongada libertad,se habían asilvestrado casi por completo, y at-ravesamos la llanura de Calais a gran velocid-ad. Desde un alto cercano a Boulogne me volvíuna vez más para contemplar Inglaterra. Lanaturaleza la había cubierto con un manto deneblina, los acantilados quedaban ocultos yentre ella y nosotros se extendía aquella bar-rera marina que ya nunca cruzaríamos. Yacíasobre la planicie del océano

en medio del gran lago, de cisnes nido.*

Destruido el nido, ¡ay!, los cisnes de Albiónhabían muerto para siempre. Una roca

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deshabitada en el ancho Pacífico que hubierapermanecido desierta desde la creación, sinnombre, sin lugar en el mapa, contaría tantoen la historia futura como la desoladaInglaterra.

Nuestro viaje se vio interrumpido por milobstáculos. Cuando nuestros caballos secansaron, tuvimos que buscar otros. Perdimoshoras y fuerzas tratando de convencer a aquel-los esclavos libertos del hombre para que re-gresaran de nuevo al yugo o yendo de puebloen pueblo, buscando en los establos algunoque no hubiera olvidado dónde hallar refugio.Pero fracasábamos una y otra vez en nuestrointento, y ello nos obligaba a ir dejando atrás aalguno de nuestros compañeros. De ese modo,el primer día de febrero Adrian y yo, sin máscompañía, entramos en París. Despuntaba elalba de un día sereno cuando llegamos a SaintDenis, y el sol estaba ya alto cuando oímos elprimer clamor de voces y el chasquear de loque temíamos que fueran armas, que nos

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guiaron hasta la Place Vendôme, dondenuestros compatriotas se hallaban con-gregados. Pasamos entre un corrillo defranceses que hablaban abiertamente sobre lalocura de sus invasores insulares, y luego,dolando una esquina de la plaza, contemplam-os el destello del sol en los filos de las espadasy en las bayonetas, mien-tras gritos e impreca-ciones inundaban el aire. Se trataba de una es-cena de confusión muy poco habitual en aquel-los días de despoblación. Encendidos por agra-vios imaginarios y palabras insultantes, las dosfacciones enfrentadas se habían lanzado alataque las unas de las otras, mientras que losElectos, algo apartados, parecían aguardar laocasión de caer con más probabilidades deéxito sobre sus enemigos una vez éstos se hu-bieran debilitado mutuamente. Pero entonces,entre ellos se interpuso una fuerza clemente yno se derramó ni una gota de sangre. Puesmientras la turba se disponía a enzarzarse enun ataque, las mu-jeres, esposas, madres e

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hijas de los congregados aparecieron depronto, tomaron las riendas de los caballos, searrojaron sobre las piernas de los jinetes,rodearon con sus brazos los cuellos de lossoldados y arrebataron las armas a sus enfure-cidos familiares. Los chillidos agudos de lasmujeres se mezclaban con los gritos de loshombres y formaban un clamor que fue el quenos recibió a nuestra llegada.

Nuestras voces no se oían en medio del tu-multo. Adrian, con todo, resultaba bien visiblegracias al caballo blanco que montaba.Espoleándolo, se situó apresuradamente en elcentro de la muchedumbre. Lo reconocieron alpunto, y al punto se elevaron vítores en suhonor y en el de Inglaterra. Quienes hastahacía nada habían sido adversarios, conforta-dos ante su visión, se unieron en una masaconfusa y lo rodearon. Las mujeres le besabanlas manos y la ropa, e incluso su caballo recibíael tributo de sus abrazos. Algunos lloraban alverlo. Parecía el ángel de la paz que hubiera

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descendido sobre ellos. El único peligro eraque, si sus amigos le demostraban su afectocon demasiada vehemencia, acabara asfixiado,poniendo en evidencia su naturaleza mortal. Alfin su voz se impuso y fue obedecida. La multi-tud se echó hacia atrás. Sólo los jefes permane-cieron junto a él, rodeándolo. Yo había visto alord Raymond avanzar a caballo entre sus tro-pas. Su gesto victorioso, su expresiónmayestática, le valían el respeto y la obedienciade todos. Pero aquel no era el aspecto de Adri-an ni la clase de influencia que imponía. Sufigura menuda, su mirada fervorosa, suademán, que era más de deprecación que demando, constituían pruebas de que el amor,exento de miedo, le proporcionaba el dominiosobre los corazones de los presentes, quesabían que él jamás se había arredrado ante elpeligro y que siempre había actuado movidopor la preocupación que el bien común le des-pertaba. Ya no apreciaba división alguna entrelas dos facciones, hasta hacía poco dispuestas a

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derramar la sangre de los demás, pues aunqueninguna de las dos pensara someterse a la otra,ambas rendían tributo de obediencia al condede Windsor.

Sin embargo, todavía quedaba un grupo,separado del resto, que no participaba de laalegría suscitada por la llegada de Adrian niparecía impregnado del espíritu pacífico que sehabía derramado como el rocío sobre loscorazones aplacados de sus compatriotas. En-cabezando aquel grupo se hallaba un hombrecorpulento y siniestro, cuya mirada malignaescrutaba, con perverso regocijo, las expre-siones serias de sus correligionarios. Hasta elmomento se habían mantenido inactivos, peropercibiéndose ignorados en medio del júbilogeneral, avanzaron con gestos amenazadores.Nuestros amigos de las dos divisiones sehabían atacado los unos a los otros, por así de-cirlo, en una contienda sin motivos. Sólobastaba que se les dijera que su causa eracomún para que, en efecto, se convirtiera en

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causa común. Su ira mutua había prendido –yse había apagado– como la paja, comparadacon el odio de llama lenta que ambos sentíanpor aquellos otros sediciosos, que aspiraban ahacerse con una porción del mundo que estabapor llegar, para atrincherarse y encastillarse enella, y desde allí predicar sus miedos, sus ocur-rencias y sus escandalosas denuncias a los hi-jos de la tierra. El primer avance del pequeñoejército de los Electos avivó la cólera de losotros, que agarraron sus armas y esperabansólo la señal de su comandante para iniciar elataque. Pero entonces se oyó la voz clara deAdrian, y aquella voz les dijo que se echaranhacia atrás. Nuestros amigos obedecieronentre murmullos confusos, lo mismo que lasolas se retiran de las arenas que han cubierto.Adrian se interpuso entonces, solo, montadoen su caballo, entre los dos bandos enfrenta-dos. Se acercó al jefe hostil como para indicarleque siguiera su ejemplo. Pero éste no lo hizo, yavanzó, seguido por toda su tropa, formada

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por no pocas mujeres, que parecían más dis-puestas y decididas que los hombres. Todos el-los se congregaron alrededor de su jefe paraprotegerlo, mientras lanzaban sobre él todaclase de alabanzas y epítetos de veneración.Adrian siguió avanzando hacia ellos, y final-mente éstos se detuvieron.

–¿Qué buscáis? –les preguntó–. ¿Neces-itáis de nosotros algo que nos neguemos adaros, y por ello os veis obligados a obtenerlomediante las armas y la guerra?

Sus pregunta obtuvieron por respuesta unclamor general del que destacaban palabrasaisladas, como «elección», «pecado» y «brazoderecho de Dios».

Adrian miró fijamente a aquel falso profeta.

–¿No eres capaz siquiera de hacer callar atus propios seguidores? Ya ves que los míos síme obedecen.

Aquel hombre respondió con una mueca dedesdén, y entonces, tal vez temeroso de que

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sus hombres oyeran la discusión que estaba apunto de producirse, les ordenó que se echaranhacia atrás, y sólo él se adelantó.

–Vuelvo a preguntártelo –insistió Adrian–.¿Qué requieres de nosotros?

–Arrepentimiento –respondió el hombre,cuyo rostro siniestro se ensombrecía por mo-mentos–. Obediencia a la voluntad delAltísimo, que ha sido revelada a su PuebloElecto. ¿Acaso no morimos todos por causa devuestros pecados, oh, generación de incrédu-los? ¿Y acaso no tenemos derecho a exigirosarrepentimiento y obediencia?

–Y si nos negamos, ¿qué haréis? –le pre-guntó su interlocutor sin acritud.

–¡Cuidado! –atronó el hombre–. Dios teoye y aplastará con su ira tu corazón de piedra.¡Sus flechas envenenadas vuelan ya, sus perrosde la muerte se han librado de sus cadenas!Nosotros no moriremos sin vengar. Y nuestrovengador será muy poderoso cuando

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descienda en visible majestad y esparza la de-strucción entre vosotros.

–Mi buen amigo –replicó Adrian con sutilsorna–, ojalá fueras sólo ignorante. Creo queno costaría demasiado demostrarte que hablasde lo que no comprendes. Sin embargo, en lapresente ocasión me basta con saber que nobuscas nada de nosotros. Y el cielo es testigode que nosotros no buscamos nada de voso-tros. Lamentaría amargar por culpa de unaconfrontación los pocos días que tal vez nosqueden en este mundo a todos los que aquí es-tamos. Ahí –y señaló al suelo– ya no podremospelear, mientras que aquí no tenemos necesid-ad de hacerlo. Regresad a casa o quedaos. Rez-ad a vuestro Dios como mejor os parezca.Vuestros amigos pueden hacer lo mismo. Missúplicas son la paz y la buena voluntad, laresignación y la esperanza. ¡Adiós!

Inclinó ligeramente la cabeza ante su air-ado contendiente, que estuvo a punto de repli-car algo. Dio la vuelta y, enfilando la Rue Saint

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Honoré, ordenó a sus hombres que le siguier-an. Avanzaba despacio para dar tiempo a todosa unirse a él en el Barrier, y entonces ordenóque quienes le profesaran obediencia se con-gregaran en Versalles. Entretanto él permane-cería intramuros de París, hasta que se hubieraasegurado de la llegada de todos. En cuestiónde quince días, el resto de los emigrantes aban-donó Inglaterra y llegó a París, desde donde sedirigió a Versalles. Se prepararon unos aposen-tos en el Grand Trianon para uso del Protector,y allí, tras la intensidad de todos aquellossucesos, reposamos entre los lujos de los anti-guos Borbones.

Footnotes

*Enrique VI, acto V, escena III, de William Shakespeare.

Quintus Roscius Gallus, actor romano del siglo ii-i a. C.

(N. del T.)

*Edipo en Colona , estásimo III, de Sófocles. (N. del T.)

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*Cimbelino , acto III, escena IV, de William Shakespeare.

(N. del T.)

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Capítulo V

Tras un descanso de varios días celebramos unconsejo para decidir nuestros movimientos fu-turos. Nuestro primer plan había sido aban-donar nuestras latitudes natales, sumidas en elinvierno, y ofrecer a nuestra escasa poblaciónlos lujos y las delicias de un clima meridional.No habíamos establecido un lugar concretocomo destino de nuestro vagar, pero en la ima-ginación de todos flotaba la imagen vaga deuna eterna primavera, campos fragantes y ar-royos cantarines. Varias causas nos habían de-tenido en Inglaterra y ya nos encontrábamos amediados de febrero. Si seguíamos adelantecon nuestro plan, podíamos vernos en unasituación peor que la anterior, pues cambi-aríamos nuestro clima habitual por los caloresintolerables de los veranos en Egipto o Persia.De modo que nos vimos obligados a alterarnuestro proyecto, dadas las inclemencias del

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tiempo, y se decidió que aguardaríamos la lleg-ada de la primavera donde nos encon-trábamos, y que luego pondríamos rumbo aSuiza para pasar los meses esti-vales en susgélidos valles, dejando para el siguiente otoñonuestro avance hacia el sur, si es que vivíamospara contemplar esa nueva estación.

El palacio y la localidad de Versalles nospermitían a todos un alojamiento espacioso, ygrupos de avituallamiento se turnaban parasatisfacer nuestras necesidades. Entre los últi-mos de nuestra raza se vivían situaciones de lomás variopintas, raras e incluso escandalosas.En un principio yo las comparaba con las deuna colonia que, trasladada a ultramar, empez-ara a echar raíces en un país nuevo. Pero¿dónde estaban el bullicio y la industria propi-os de aquellas concentraciones humanas? ¿Lasviviendas construidas de cualquier modo, pro-visionales, que cumplían su función hasta quese construyeran moradas más cómodas? ¿El

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deslinde de los campos? ¿Los intentos de cul-tivarlos? ¿La impaciente curiosidad por des-cubrir plantas y animales desconocidos? ¿Lasexpediciones emprendidas con el fin de explor-ar el nuevo territorio? Nuestra vivienda era re-gia; nuestros alimentos se almacenaban en losgraneros; no había necesidad de trabajar, ni lamenor curiosidad, ni el deseo de seguir avan-zando. Si nos hubieran asegurado que todoslos supervivientes seguiríamos con vida, habríaexistido mayor vivacidad y esperanza ennuestras reuniones. Habríamos abordadoasuntos como cuánto tiempo durarían las pro-visiones de alimentos con que contábamos yqué modo de vida adoptaríamos cuando éstasse agotaran. Deberíamos habernos preocupadomás por nuestros planes de futuro y haber dis-cutido sobre el lugar en el que habíamos deasentarnos más adelante. Pero el verano y lapeste se acercaban y no osábamos mirar alfrente. Los corazones enfermaban ante la per-spectiva de todo entretenimiento. Si los más

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jóvenes de entre nosotros, movidos por unahilaridad adolescente y desbocada, sentían elimpulso de bailar o cantar, tratando con ello deaplacar su melancolía, se detenían de prontocuando alguien, presa del dolor y la pérdida,adoptaba un aspecto fúnebre o emitía un sus-piro de agonía y se negaba a sumarse al resto.Aunque las risas resonaban bajo nuestro techo,los corazones latían vacíos de dicha. Y cuandoel azar me llevaba a presenciar alguno deaquellos intentos de distracción, sentía que mitristeza, en vez de disminuir, aumentaba. Enmedio del grupo que iba en busca del placer,cerraba los ojos y veía ante mí la oscura cav-erna donde la mortalidad de Idris se conserv-aba, y en torno a la cual los muertos se con-gregaban, marchitándose en callado reposo.Cuando volvía a tener conciencia del momentopresente, la melodía de una flauta o los intrin-cados movimientos de una hermosa danza meresultaban peores que el coro demoníaco del

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Valle del Lobo* y que los avances de los rep-tiles que rodeaban el círculo mágico.

Mi momento más preciado de paz se pro-ducía cuando, liberado de la obligación de rela-cionarme con los demás, reposaba en losaposentos ocupados por mis hijos. Recurro alplural, pues eran las más tiernas emociones dela paternidad las que me unían a Clara, quehabía cumplido ya catorce años. La pena, y unacomprensión profunda de lo que sucedía a sualrededor, aplacaban el espíritu inquieto de sujuventud, y el recuerdo de su padre, al que id-olatraba, así como el respeto que sentía porAdrian y por mí, imbuía su joven corazón deun gran sentido de la responsabilidad. Mas,aunque seria, no era una muchacha triste. Eldeseo impaciente que nos hace a todos, cuandosomos jóvenes, ahuecar las alas y estirar loscuellos, para alcanzar más deprisa la madurez,se veía en ella tamizado por sus precoces ex-periencias. Si, tras entregarse al recuerdoamado de sus padres y dedicarse al cuidado de

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sus familiares vivos, le sobraba algo de dedica-ción, se la entregaba a la religión, que era la leyoculta que gobernaba su alma, pues la escon-día con reserva infantil y la atesoraba más porser secreta. ¿Qué fe hay más entera, qué carid-ad más pura, qué esperanza más ferviente quelas de la primera juventud? Y ella, toda amor,ternura y confianza; ella, que desde la infanciahabía sido arrojada al mar bravío de la pasióny la desgracia, veía la mano de la aparentedivinidad en todo, y su mayor esperanza erahacerse digna del poder que veneraba. Evelyn,por su parte, sólo tenía cinco años. Su corazóncontento no conocía la tristeza y animabanuestra casa con la alegría propia de su edad.

La anciana condesa de Windsor había des-cendido desde su sueño de poder, rango ygrandeza y, repentinamente, había abrazado laconvicción de que el amor era lo único buenode la vida, y la virtud la única distinción noble,el único bien valioso. Aquella lección la habíaaprendido de los labios muertos de la hija a la

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que había abandonado, y ahora, con la fiera in-tensidad de su carácter, se dedicaba en cuerpoy alma a obtener el amor de los miembrosvivos de su familia. En los primeros años de suvida, el corazón de Adrian se había mostradogélido con ella. Y aunque le demostraba eldebido respeto, la frialdad de su madre, com-binada con el recuerdo de la decepción y la lo-cura, le habían llevado a sentir incluso dolor ensu presencia. Era consciente de ello y, decididacomo estaba a obtener su afecto, aquel ob-stáculo no hacía sino alimentar en mayor me-dida sus pretensiones. Así como Enrique, em-perador de Alemania,* se tendió sobre la nieve,frente a la puerta del papa León, durante tresdías y tres noches, así ella también aguardócon humildad ante las barreras heladas de sucorazón cerrado a que él, servidor del amor,príncipe de tierna cortesía, las abriera y le per-mitiera su entrada y le rindiera, con fervor ygratitud, el tributo del afecto filial que ellamerecía. Su inteligencia, coraje y presencia de

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ánimo se convirtieron en poderosas ayudaspara él en la difícil tarea de gobernar a lamuchedumbre desobediente, sujeta a su con-trol de manera extremadamente precaria.

Las principales circunstancias que perturb-aban nuestra tranquilidad durante aquel inter-valo las causaba la proximidad del profeta im-postor y sus adeptos que, aunque seguíanresidiendo en París, enviaban con frecuenciamisioneros a visitar Versalles. El poder de susafirmaciones era tal que, por más que éstasfueran falsas, su repetición vehemente, ejer-cida sobre los crédulos, los ignorantes y lostemerosos, lograba casi siempre atraer haciasu secta a algunos de nuestros hombres. Casoscomo ésos, de los que teníamos inmediatoconocimiento, nos llevaban a plantearnos eldesgraciado estado en que dejaríamos amuchos de nuestros compatriotas cuando, conla aproximación del verano, nos viéramos obli-gados a trasladarnos a Suiza, dejando a unamultitud engañada en manos de aquel jefe sin

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escrúpulos. La sensación de que nuestro con-tingente menguaba, y el temor a que siguierahaciéndolo, ejercía sobre nosotros una notablepresión, y si nos felicitábamos por añadir unapersona más a nuestro grupo, nos alegraría eldoble rescatar de la influencia perniciosa de lasuperstición y la infatigable tiranía a las vícti-mas que ahora, aunque encadenadas volun-tariamente, se lamentaban bajo su dominio. Sihubiéramos considerado al predicador sinceroen la creencia de sus propias denuncias, o almenos movido en parte por la bondad en elejercicio de los poderes que se había arrogadoa sí mismo, nos habríamos dirigido a él sindilación para tratar de ablandar y humanizarsus puntos de vista con nuestros mejores argu-mentos. Pero era la ambición la que lo in-stigaba, y un deseo de mandar sobre los últi-mos rezagados de la muerte. Sus planes lehabían llevado incluso a calcular que si sobre-vivían algunos individuos de los restos de lahumanidad y surgía una nueva raza, él,

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agarrando con fuerza las riendas de la creen-cia, podría ser recordado por aquella humanid-ad posterior a la peste como un patriarca, unprofeta, una deidad, lo que para quienes sobre-vivieron al diluvio universal fue Júpiter el Con-quistador, Serapis el Legislador y Vishnu elPreservador. Aquellas ideas lo volvían inflex-ible en su defensa y violento en su odio a cu-alquiera que pretendiera compartir con él suimperio usurpado.

Es un hecho curioso pero incontestable queel filántropo que, ardiente en su deseo de obrarbien, paciente, razonable y gentil, se niega a re-currir a más argumentos que la verdad, influyemenos en las mentes de los hombres que elque, avaro y egoísta, no renuncia a adoptarningún método, a despertar ninguna pasión nia difundir ninguna falsedad, si ello supone elavance de su causa. Si eso había sido así desdetiempos inmemoriales, el contraste resultabainfinitamente mayor ahora que uno podíaaprovecharse de los miedos terribles y las

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esperanzas de trascendencia, mien-tras que elotro albergaba pocas esperanzas de futuro y nopodía influir en la imaginación de los demáspara minimizar unos te-mores que ese uno erael primero en albergar. El predicador habíapersuadido a sus adeptos de que su inmunidadante la epidemia, la salvación de sus hijos y elsurgimiento de una nueva raza de hombres apartir de su semilla dependían de su fe en él,de su sometimiento a él. Y ellos había asumidoaquella creencia con gran avidez. Su credulid-ad, siempre creciente, los disponía incluso aconvertir a otros a su misma fe.

Cómo convencer a aquellas personas delfraude en que vivían era tema recurrente delpensamiento y las conversaciones de Adrian,que para la consecución de tal fin ideabamuchos planes. Pero la atención a sus propiastropas, para asegurarse su fidelidad y biene-star, consumía todo su tiempo. Además el pre-dicador era un hombre tan cruel como cauto yprudente. Sus víctimas vivían sometidas a

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estrictas leyes y reglas, que o bien losmantenían prisioneros en las Tullerías, o bienlos liberaban sólo en un pequeño número, ycontrolados siempre por otros jefes, lo que im-posibilitaba toda controversia. A pesar de todoello, había una mujer entre ellos a la que yo es-taba decidido a salvar. La habíamos conocidoen días más felices, Idris la adoraba, y lo ex-cepcional de su carácter hacía doblementelamentable que se viera sacrificada a la volun-tad implacable de aquel caníbal de almas.

El predicador contaba en total con entredoscientos y trescientos adeptos enroladosbajo su estandarte. Más de la mitad de elloseran mujeres. Había también unos cincuentaniños de distintas edades y no más de ochentahombres, procedentes todos de lo que, cuandotales distinciones existían, se denominaban lasclases bajas de la sociedad. La excepción eranalgunas mujeres de alcurnia que, presas delpánico y doblegadas por la pena, se habíanunido a él. Entre ellas una dama joven,

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encantadora y entusiasta, cuya misma bondadla había convertido en víctima propicia. La hemencionado antes. Se trataba de Juliet, la hijamenor, y ahora única reliquia de la casa ducalde L. . . Existen en este mundo algunas cri-aturas a las que el destino parece escoger paraverter sobre ellas, más allá de toda proporción,frascos enteros de ira, y a las que cubre de des-gracia hasta los labios. La infortunada Julietera una de ellas. Había perdido a sus amorosospadres, a sus hermanos y hermanas, com-pañeros de su juventud. De un solo zarpazohabían sido arrancados de su lado. Y sin em-bargo había osado considerarse feliz de nuevo.Unida a su admirador, que poseía su corazóntodo y lo llenaba por completo, se entregó alolvido del amor y sentía y conocía sólo su viday su presencia. En el preciso instante en querecibía con placer las promesa de la maternid-ad, el único sostén de su vida se vino abajo y suesposo murió abatido por la peste. Durante untiempo vivió sumida en la demencia. El

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nacimiento de su hija la devolvió a la cruelrealidad de las cosas, pero le dio, al tiempo, unmotivo para conservar la vida y la razón. Todossus amigos y familiares habían fallecido y seveía rodeada de soledades y penurias. Una pro-funda melancolía, combinada con cierta impa-ciencia airada, nublaba su razón y le impedíaconvencerse de la conveniencia de compartirsus desgracias con nosotros. Cuando tuvoconocimiento del plan de emigración universaldecidió permanecer en Inglaterra con su hijo ysola en el país vivir o morir, según decretara eldestino, junto a la tumba de su amado. Sehabía ocultado en una de las muchas viviendasvacías de Londres. Fue ella la que rescató a miamada Idris aquel fatal veinte de noviembre,aunque el peligro inmediato que corrí yo,seguido de la enfermedad de Idris, nos ll-evaron a olvidar a nuestra desconsoladaamiga. Aquella circunstancia, sin embargo, ledevolvió el contacto con sus congéneres. Unaenfermedad menor de su pequeña le demostró

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que seguía unida a la humanidad por un lazoindestructible, y preservar la vida de su reciénnacida se convirtió en meta de su existencia.Así, se unió a la primera división de emig-rantes que partieron hacia París.

Se convirtió en presa fácil del metodista,pues su sensibilidad y sus agudos temores lahacían accesible a todo impulso. El amor quesentía por su hija la llevaba a aferrarse a cu-alquier clavo ardiendo que le permitiera sal-varlo. Su mente, otrora inexpugnable y ahoramodelada por las manos más rudas e inarmón-icas, se había vuelto crédula: hermosa comouna diosa de fábula, con una voz incompar-ablemente dulce, fervorosa en su nuevo entusi-asmo, se convirtió en firme prosélito y en po-derosa ayudante del jefe de los Electos. El díaen que nos encontramos con ellos en la PlaceVendôme la distinguí entre la multitud y, re-cordando de pronto el rescate providencial demi amada a ella debido aquel 20 denoviembre, me reproché a mí mismo mi olvido

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y mi ingratitud y me sentí impelido a intentartodo lo que estuviera en mi mano para res-catarla de las garras de aquel destructorhipócrita y devolverle lo mejor de sí misma.

No relataré ahora los artificios de que mevalí para penetrar en el asilo de las Tullerías niofreceré un recuento tedioso de mis es-tratagemas, engaños e insistentes artimañas.Lo cierto es que logré acceder a aquel recinto yrecorrí sus salones y corredores con la esper-anza de hallar a la conversa. Al atardecer tratéde confundirme con la congregación, que sehabía reunido en la capilla para escuchar la re-torcida y elocuente arenga de su profeta. Vique Juliet se encontraba cerca de él. Sus ojososcuros, imbuidos de la mirada inquieta ytemible de la locura, se posaban en él. Sosteníaen brazos a su pequeña, que aún no habíacumplido un año, y sólo sus cuidados distraíansu atención de las palabras que escuchaba de-votamente. Cuando el sermón tocó a su fin, lacongregación se dispersó. Todos, excepto la

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mujer a la que buscaba, abandonaron la ca-pilla. Su pequeño se había dormido, de modoque lo tendió sobre un almohadón y se sentóen el suelo, junto a él, para verlo dormirtranquilamente.

Me presenté ante ella. Por un momento sussentimientos naturales la llevaron a expresaralegría al verme, una alegría que desapareciócasi al momento. Entonces yo, con ardiente yafectuosa exhortación, le pedí que me acom-pañara y huyera de aquella guarida de super-stición y desgracia. Al punto ella regresó al de-lirio del fanatismo y, de no ser porque su nat-uraleza amable se lo impedía, me habría cu-bierto de insultos. Con todo, llegó a malde-cirme y me ordenó que me fuera de allí.

–¡Cuidado! ¡Cuidado! ¡Huya ahora que to-davía puede! Ahora está a salvo, pero en oca-siones me llegan sonidos raros e inspiraciones,y si el Eterno me revela su voluntad con su-surro terrible y me dice que para salvar a mihijo debo sacrificarlo a usted, yo se lo

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comunicaré a sus satélites, a quienes ustedllama tiranos. Ellos lo destrozarán miembro amiembro. Y yo no derramaré una sola lágrimapor la muerte de aquél a quien Idris amaba.

Hablaba deprisa, con la voz inexpresiva y lamirada perdida. Su hija despertó y, asustada,empezó a llorar. Sus sollozos se clavaban en elcorazón maltratado de su madre y mezclabalas expresiones de afecto que dedicaba a supequeña con sus órdenes airadas que me in-staban a marcharme de allí. De haber contadocon los medios lo habría arriesgado todo, lahabría sacado por la fuerza de la madriguerade aquel asesino y la habría expuesto al bál-samo reparador de la razón y el afecto. Pero nome quedaba alternativa ni podía seguir discu-tiendo con ella. Oí unos pasos en la galería y lavoz del predicador más cerca. Juliet, ab-razando con fuerza a su hija, escapó por otropasaje. Incluso entonces la habría seguido,pero mi enemigo y sus secuaces entraron y,tras rodearme, me hicieron prisionero.

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Recordé la amenaza de la infeliz Juliet ytemí que tanto la venganza de aquel hombrecomo la ira desbocada de sus adeptos cayeransobre mí. Me interrogaron. Mis respuestasfueron simples y sinceras.

–Se condena por su propia boca –exclamóel impostor–. Confiesa que su intención eraapartar del camino de la salvación a nuestraamada hermana en Dios. ¡Llevadlo a lasmazmorras! Mañana morirá. Es convenienteque lo usemos como ejemplo, un ejemplo quecause temor y asombro y que aleje a los hijosdel pecado de este refugio de los salvados.

Se me revolvió el corazón al oír aquellajerga hipócrita. Pero consideraba indigno re-batir con palabras a aquel rufián y mirespuesta fue fría, pues lejos de dejarme ven-cer por el miedo, creía que incluso en la peorde las situaciones un hombre fiel a sí mismo,valeroso y decidido, puede imponerse y vencer,incluso desde el cadalso y ante una manada denecios errados.

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–Recuerde quién soy –dije–. Y tenga porseguro que mi muerte no quedará sin vengar.Su superior legal, el Protector, está al corrientede mi plan y sabe que me encuentro aquí. Elgrito de mi sangre llegará hasta él y usted y suspobres víctimas lamentarán largamente la tra-gedia que están a punto de desencadenar.

Mi antagonista no se dignó a respondermey no me dedicó siquiera una mirada.

–Ya conocéis las órdenes –dijo a sus ca-maradas–. Obedecedlas. Al momento me vi enel suelo, atado y con los ojos vendados. Sólo re-cuperé la movilidad y la visión cuando,rodeado por los muros de la mazmorra oscurae inexpugnable, me encontré prisionero y solo.

Tal fue el resultado que obtuve al tratar derescatar a los adeptos de aquel criminal. Nocreía que fuera capaz de acabar con mi vida,aunque sin duda estaba en sus manos. El sen-dero de su ambición había sido siempre sini-estro y cruel. Su poder se basaba en el miedo.

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Tal vez le fuera más fácil pronunciar la palabraque hubiera de causar mi muerte silenciosa ymuda, consumada en la oscuridad de mi caut-iverio, que tener piedad de mí. Quizá no se ar-riesgara a someterme a una ejecución pública,pero un asesinato privado lograría aterrorizara mis compañeros, disuadirlos de intentar algoparecido, al tiempo que lo discreto de su ac-ción le permitiría evitar las pesquisas y lavenganza de Adrian.

Hacía dos meses, en una cripta más oscuraque la que ahora ocupaba, había contempladola posibilidad de tenderme y dejarme morir,pero ahora temblaba ante la idea de mi destinocercano. Mi mente se entretenía imaginando laclase de muerte que me infligiría. ¿Me mataríade hambre? ¿O introduciría veneno en mis ali-mentos? ¿Acabaría conmigo mientras durmi-era o habría de luchar hasta el fin con misrivales, aun a sabiendas de que ellos ob-tendrían la victoria? Vivía en un mundo cuyaexigua población podría contar un niño con

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escasos conocimientos de cálculo. Había pas-ado muchos meses con la muerte rondando enmis inmediaciones, mientras a intervalos lasombra de su esqueleto ensombrecía mi cam-ino. Había llegado a creer que despreciaba aaquel fantasma de rictus sonriente y me reía desus burlas.

Cualquier otro destino lo habría saludadocon coraje, e incluso habría acudido a su en-cuentro con gallardía. Pero ser asesinado deese modo, en plena noche, a sangre fría, sinuna sola mano amiga que cerrara mis ojos orecibiera mis últimas bendiciones; morir en elcombate, en el odio y el desprecio; ¡ah!, mi án-gel amado, ¿por qué me devolviste la vidacuando ya me había adentrado en el umbral dela tumba, sólo para, al poco tiempo, arrojarmea ella convertido en cadáver desfigurado?

Pasaban las horas, los siglos. De poder ex-presar con palabras los muchos pensamientosque ocuparon mi mente en interminablesucesión durante aquel intervalo, llenaría

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volúmenes enteros. El aire estaba enrarecido,el suelo de la mazmorra mohoso y helado. Measaltó un hambre atroz y no oía ni el más levesonido del exterior. Aquel rufián había de-clarado que al día siguiente moriría. ¿Cuándollegaría el amanecer? ¿Por qué no clareaba deuna vez?

Mi puerta estaba a punto de abrirse. Oí gir-ar la llave y el movimiento de barrotes y cerro-jos. La apertura de pasadizos inter-medios per-mitió que llegaran hasta mí sonidos pro-cedentes del interior del palacio y oí que unreloj daba la una. Pensé que venían a matarme.Lo intempestivo de la hora no hacía pensar enuna ejecución pública. Me arrimé a la paredmás alejada de la entrada e hice acopio de to-das mis fuerzas y mi valor; no me ofreceríacomo presa fácil. Lentamente la puerta se ab-rió, y ya estaba a punto de lanzarme a forcejearcon el intruso cuando vi algo que cambió porcompleto el curso de mi mente. Ante mí sehallaba Juliet, pálida y temblorosa, con una

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lámpara en la mano en la puerta de mi celda,mirándome con un semblante triste que al mo-mento cambió por un gesto más contenido.Sus ojos lánguidos también recuperaron subrillo anterior.

–He venido a salvarle, Verney –mesusurró.

–Y a salvarse usted también –exclamé yo–.Querida amiga, ¿cree de veras que podemossalvarnos?

–No diga nada y sígame.

Obedecí al instante. Avanzamos de puntil-las por muchos pasadizos, ascendimos porvarias escaleras y recorrimos largas galerías. Alfinal de una de ellas abrió un portal bajo. Unabocanada de aire apagó la lámpara, pero en sulugar recibimos la bendición de la luna y elrostro abierto del cielo. Sólo entonces Julietvolvió a dirigirse a mí.

–Ya está a salvo. Dios le bendiga. Adiós.

A pesar de su resistencia, le agarré la mano.

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–Querida amiga –le dije–, víctima errada,¿no pretende escapar conmigo? ¿No lo ha ar-riesgado todo para facilitarme la huida? ¿Creeque permitiré que regrese y sufra sola las con-secuencias de la ira de ese desalmado? ¡Jamás!

–No tema por mí –respondió pesarosa laencantadora joven–, y no suponga que sin elconsentimiento de nuestro guía se hallaría us-ted fuera de esas cuatro paredes. Es él quien loha salvado. Él me ha asignado a mí la misiónde traerlo hasta aquí, porque conozco mejorsus motivos para haberse aventurado hastanuestra casa y soy capaz de apreciar mejor supiedad al permitir su huida.

–¿Y se deja usted engañar por ese hombre?–exclamé yo–. Me teme con vida, pues soy suenemigo, y si muero teme a mis vengadores.Propiciando mi huida clandestina conservaalgo de crédito entre sus seguidores. Pero lapiedad se halla muy lejos de su corazón.¿Olvida usted sus artificios, su crueldad, sufraude? Es usted tan libre como lo soy yo.

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Venga, Juliet, la madre de la difunta Idris laacogerá con los brazos abiertos, el noble Adri-an se alegrará de recibirla. Hallará paz y amory más esperanza de la que el fanatismo con-cede. Venga sin temor. Antes de que amanezcaestaremos en Versalles. Cierre la puerta de estamorada del crimen, huya, dulce Juliet, aléjesede la hipocresía y la culpa y frecuente la com-pañía de los afectuosos y los bondadosos.

Hablé apresuradamente, aunque con fer-vor. Y mientras con amabilidad y empeño laapartaba del portal, algún pensamiento, algúnrecuerdo de pasadas escenas de su juventud ysu felicidad, la llevó a escucharme y sucumbira mi persuasión. Pero de pronto se soltó de míy emitió un grito agudo:

–¡Mi hija! ¡Mi hija! Él tiene a mi hija. Miniña es su rehén.

Se apartó de mí y volvió a meterse en elpasadizo. La reja se cerró entre nosotros y ellaquedó atrapada en las fauces de aquel

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criminal, prisionera, expuesta a inhalar el airepestilente que exudaba su naturaleza de-moníaca. La brisa ligera me rozaba las mejill-as, la luna me iluminaba, tenía el camino ex-pedito. Feliz por haber escapado, aunque tristea la vez, regresé a Versalles.

Footnotes

*Alusión al argumento de la ópera El cazador furtivo ,

de Carl Maria von Weber.

(N. del T.)

*Enrique IV, emperador de Alemania, se humilló ante

las puertas de la fortaleza de Canosa para aplacar no a

León, sino al papa Gregorio VII. (N. del T.)

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Capítulo VI

Y así, plagado de percances, transcurrió el invi-erno, alivio de nuestros males. Gradualmenteel sol, que con sus haces oblicuos había idoganando terreno al dilatado reino de la noche,alargaba su viaje diurno y ascendía al tronomás elevado, prodigando al instante una nuevabelleza sobre la tierra y permitiendo la existen-cia de su amante. Nosotros, que como las mo-scas que se congregan sobre una roca en la ba-jamar habíamos jugado caprichosamente conel tiempo, permitiendo que nuestras pasiones,nuestras esperanzas y nuestros deseos insensa-tos nos gobernaran, oíamos ahora el rugido deaquel océano de destrucción que se aproxim-aba, y debíamos huir volando en busca de al-guna grieta protegida antes de que la primeraola rompiera contra nosotros. Sin más demoraresolvimos emprender nuestro viaje a Suiza.Nos sentíamos impacientes por abandonar

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Francia. Bajo las bóvedas heladas de los gla-ciares; a la sombra de unos abetos tan cubier-tos de nieve que el viento no mecía sus ramas;junto a unos arroyos tan fríos que pro-clamaban que su origen se hallaba en la fusióndel agua congelada de las cumbres; entre tor-mentas frecuentes que purificaban el aire, en-contraríamos salud, a menos que la saludmisma hubiera enfermado.

Al principio nos entregamos a los preparat-ivos con entusiasmo. No nos despedíamos denuestro país natal, de los sepulcros de nuestrosseres queridos, de las flores, arroyos y árbolesque habían vivido junto a nosotros desdenuestra infancia, de modo que el pesar que seapoderaría de nuestros corazones al abandon-ar París no sería menor. Aquél había sido el es-cenario de nuestra vergüenza, si recordábamosnuestras últimas contiendas, y nos inco-modaba pensar que dejábamos atrás a unamanada de víctimas miserables y engañadas,

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sometidas a la tiranía de un impostor egoísta,de modo que poco habría de dolernos ale-jarnos de los jardines, los bosques y los pala-cios de los Borbones en Versalles que, segúncreíamos, no tardarían en verse manchadospor la muerte, sobre todo porque ansiábamosllegar a unos valles más encantadores que cu-alquier jardín, a estancias y bosques construid-os no para la majestad mortal sino para la nat-uraleza, por muros los Alpes de blancormarmóreo, por tejado el cielo.

Y sin embargo nuestros ánimos flaqueabana medida que se acercaba el día que habíamosfijado para nuestra partida. Visiones de pen-urias y malos augurios, si tales cosas existían,proliferaban a nuestro alrededor, de modo quepor más que los hombres, en vano, dijeran:

todo esto tiene causa, y es natural,*

sentíamos que el destino era poco propicio ytemíamos los acontecimientos futuros a ellos

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encadenados. Que el búho noctívago silbarapoco antes del mediodía, que el murciélago dealas duras volara en círculos sobre el lecho dela belleza, que el trueno prolongado rasgara elaire despejado de primavera, que los árboles ylos arbustos se marchitaran y murieran depronto eran hechos físicos, aunque desacos-tumbrados, menos horribles que las creacionesmentales de un miedo todopoderoso. Algunoscreían ver procesiones fúnebres, rostros baña-dos en lágrimas que recorrían las largas aveni-das de los jardines, y en plena noche descor-rían las cortinas de quienes dormían. Habíaquienes oían lamentos y alaridos que herían elaire; un cántico lúgubre se elevaba por la at-mósfera tenebrosa, como si los espíritus, desdelas alturas, entonaran un réquiem por la razahumana. ¿Qué había de cierto en todo aquello,más allá del miedo, que nos dotaba de nuevossentidos y nos hacía ver, oír y percibir lo queno existía? ¿Qué era todo aquello sino la acciónde una imaginación enferma y una credulidad

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infantil? En efecto, tal vez fuera así, pero nopodía negarse la realidad de aquellos temores,de las miradas sobresaltadas de horror, de losrostros bañados de palidez fantasmal, de lasvoces interrumpidas por un temor doloroso, dequienes veían y oían aquellas cosas. Entre ellosse contaba Adrian, que era consciente del en-gaño, y sin embargo no podía apartar de sí elcreciente espanto que de él se apoderaba. In-cluso los niños, ignorantes de todo, parecían,con sus gritos temerosos y sus convulsiones,certificar la presencia de poderes invisibles.Debíamos partir. Con el cambio de escenario,de ocupación, y gracias a la seguridad que es-perábamos hallar, descubriríamos una curapara la combinación de tantos horrores.

Al congregarnos todos descubrimos quenuestra compañía estaba formada por milcuatrocientas almas, entre hombres, mu-jeresy niños. Así, por el momento nuestro númerono había disminuido, exceptuando las

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deserciones de quienes se habían unido alprofeta-impostor y habían decidido quedarseen París. Unos cincuenta franceses se unierona nosotros. No tardamos en pla-near un plande marcha. Los malos resultados de la anteriordivisión llevaron a Adrian a optar por manten-er unidos a todos los emigrantes en un solocuerpo. Cien hombres encabezados por míirían delante y actuarían de avanzadilla enbusca de provisiones y lugares de reposo.Seguiríamos la Côte d’Or, que recorría Aux-erre, Dijon, Dole y, atravesando la cordilleradel Jura, llegaba a Ginebra. Mi misión debíaconsistir en detenerme cada diez millas enbusca de alojamiento para tantas personascomo creyera que cada localidad estaba en dis-posición de recibir. Allí dejaría a un mensajerocon una orden escrita de mi puño y letra queespecificaría cuántas personas podían per-noctar allí. El resto de nuestro grupo se dividióen bandas formadas por cincuenta individuos;dieciocho hombres y el resto mujeres y niños.

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Cada una de ellas iba dirigida por un oficialque custodiaba la lista con los nombres de to-dos, que debía verificar diariamente. Si elgrupo se separaba de noche, los que iban ad-elantados debían esperar a los rezagados. Entodas las ciudades importantes arriba men-cionadas, debíamos reunirnos todos, y un cón-clave de los principales oficiales se reuniríapara velar por el bienestar general. Como digo,yo partiría primero. Adrian sería el último enabandonar Versalles. Su madre, con Clara yEvelyn bajo su protección, también irían conél. Y así, una vez estipulado el orden a seguir,me puse en marcha. Mi plan consistía en lleg-ar, como máximo, a Fontainebleau, donde encuestión de pocos días se me uniría Adrian ydesde donde, sólo entonces, yo proseguiríacamino hacia el este.

Mi amigo me acompañó algunas millasdesde Versalles. Estaba triste y con tono dis-tanciado, poco habitual en él, pronunció unaoración en la que rogaba por que llegáramos lo

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antes posible a los Alpes y se lamentaba envano por no hallarnos ya allí.

–En ese caso –observé yo– podríamos acel-erar nuestro avance. ¿Por qué cumplir un plancuyo procedimiento dilatorio ya desapruebas?

–No –respondió–. Es demasiado tarde.Hace un mes hubiéramos sido amos de noso-tros mismos. Ahora... –Dejó de mirarme;aunque la penumbra del ocaso ya me velaba surostro, lo apartó más de mí–. ¡Un hombremurió de peste ayer noche!

Lo dijo en voz baja y, entrelazando lasmanos, añadió:

–Deprisa, muy deprisa se acerca nuestraúltima hora. Así como las estrellas se desvane-cen en presencia del sol, así también su avanceha de destruirnos. He hecho todo lo que he po-dido. Apretando mucho las manos, valiéndomede mi fuerza impotente, me he aferrado a lasruedas del carro de la peste; pero ella me ar-rastra en su avance mientras, como el

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Juggernaut,* sigue aplastando el ser de todoslos que transitan por la noble senda de la vida.Si todo terminara, si su procesión llegara a sufin, todos entraríamos juntos en la tumba.

Las lágrimas brotaban de sus ojos.

–Una vez y otra más –prosiguió– se repres-entará la tragedia. Una vez más oiré los gem-idos de los moribundos, los lamentos de los su-pervivientes. Volveré a presenciar los doloresque, consumiéndonos a todos, rodearán deeternidad su existencia evanescente. ¿Por quése me reserva para algo así? ¿Por qué, corderoherido del rebaño, no soy de los primeros encaer sobre la tierra? Es duro, muy duro, paraun mortal soportar todo lo que yo soporto.

Hasta ese instante, con espíritu infatigabley un inmenso sentido del deber y del valor,Adrian había cumplido con la misión que élmismo se había impuesto. Yo lo había contem-plado con respeto y un infructuoso deseo deimitación. Ahora le ofrecí unas pocas palabras

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de aliento y comprensión. Él enterró el rostroen las manos y, mientras trataba de serenarse,exclamó:

–¡Que durante unos meses, durante unosmeses más, no me falle el corazón, Dios mío, yque mi coraje no se venga abajo! Que las vis-iones de tristeza intolerable no lleven a la de-mencia a mi cerebro ya enloquecido a mediasni logren que este frágil corazón palpite másallá de su prisión y estalle. He creído que erami destino guiar y gobernar los restos de laraza humana hasta que la muerte extinguieramis fuerzas; y a ese destino me someto.

»Discúlpame, Verney, pues te causo moles-tias. Ya no me lamentaré más. Ya vuelvo a serel mismo de antes, o mejor aún que antes.Sabes que desde la infancia contendieron enmí las más altas aspiraciones y deseos con lamala salud y un exceso de sensibilidad, hastaque éstas salieron victoriosas. Sabes que hecolocado mi mano débil y gastada sobre eltimón abandonado del gobierno humano. En

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ocasiones he recibido la visita de la duda. Perohasta ahora sentía como si un espíritu superiore infatigable me hubiera tomado por morada ose hubiera incorporado a mi ser más débil. Yahora ese visitante sagrado lleva un tiempodormido, tal vez para demostrarme lo impot-ente que soy sin su inspiración. Yo te pido,Poder de la Bondad y la Fuerza, que te quedesen mí un poco más. Que no desdeñes aún estegastado templo de mortalidad carnal. ¡OhFuerza inmortal! Mientras viva un ser humanoal que pueda brindarse algo de ayuda, quédateconmigo y pon en marcha tu engranajedestartalado.

Su vehemencia y su voz interrumpida porsuspiros irreprimibles me llegaron al alma. Susojos brillaban en la oscuridad de la nochecomo dos luceros terrenales, su cuerpo parecíahenchirse y su rostro resplandecer, casi comosi verdaderamente, mientras pronunciaba susúplica elocuente, un espíritu sobrenatural

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hubiera penetrado en su ser y lo elevara másallá de la humanidad.

Se volvió deprisa hacia mí y me tendió lamano.

–Adiós, Verney –exclamó–. Hermano demi amor, adiós. Ninguna otra expresión de de-bilidad brotará de estos labios; he vuelto a lavida. ¡A nuestras tareas! ¡A nuestro combatecontra el enemigo invencible! Hasta el finlucharé contra él.

Se aferró a mi mano y me miró fijamente,con más fervor y vida que si me hubiera son-reído. Luego, tras girar con las bridas la cabezade su caballo, rozó al animal con la espuela, yal momento había desaparecido de mi vista.

Un hombre había muerto esa noche a causade la peste. La aljaba no estaba vacía ni el arcosin cuerda. Nosotros nos alzábamos como di-anas mientras la Peste Parta apuntaba y dis-paraba, sedienta de conquista, sin que losmontículos de cadáveres le supusieran el

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menor obstáculo. Una enfermedad del alma,que contagió incluso a mi mecanismo físico, seapoderó de mí. Me temblaban las piernas, mecastañeteaban los dientes y mi sangre, heladade pronto, trataba con esfuerzo de abandonarmi corazón. No temía por mí mismo, pero meentristecía profundamente pensar que nisiquiera lograríamos salvar a los pocos super-vivientes; que mis seres más amados podían,en pocos días, tornarse más fríos que Idris ensu sepulcro antiguo. Ni la forteleza de los cuer-pos ni la energía de las mentes bastarían paralibrarnos del golpe. Me invadió una sensaciónde degradación. ¿Dios había creado al hombrepara que al final se convirtiera en polvo en me-dio de una vegetación saludable y esplen-dorosa? ¿Era tan poco importante para sucreador como un campo de maíz quemado?¿Debían morir nuestros orgullosos sueños?Nuestro nombre estaba escrito «apenas pordebajo de los ángeles»,* y sin embargo noéramos mejores que las efímeras. Nos

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habíamos llamado a nosotros mismos«paradigma de animales», y ¡mirad!, éramos la«quintaesencia del polvo».** Nos vanaglor-iábamos de que las pirámides hubieran sobre-vivido al cuerpo embalsamado de su consruct-or. ¡Ay! La modesta choza de paja del pastorjunto a la que transitábamos en nuestro avancecontenía en su estructura el principio de unalongevidad mayor que la de toda la raza hu-mana. ¡Cómo reconciliar ese triste cambio denuestras aspiraciones pasadas con nuestrospoderes aparentes!

De pronto una voz interior, clara, bien pro-nunciada, pareció decirme: así se decretódesde la eternidad, los corceles que tiran deltiempo llevaban esta hora y su cumplimientoencadenados desde que el vacío les procuró sucarga. ¿Leerás al revés las leyes inmutables dela Necesidad?

¡Madre del mundo! ¡Servidora del Omnipo-tente! ¡Necesidad eterna, invariable! Que condedos incansables tejes siempre las cadenas

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indisolubles de los acontecimientos. No mur-muraré nada sobre tus actos. Si mi mente hu-mana no es capaz de reconocer que todo lo quees, es correcto, y que, como es, debe ser, mesentaré entre las ruinas y sonreiré. Pues sinduda no nacimos para gozar, sino para somet-ernos y esperar.

¿No se fatigará el lector si describo con de-talle nuestro viaje de París a Ginebra? Si día adía anotara en forma de diario las crecientesdesgracias de nuestro grupo, ¿podría mi manoescribir, o en la lengua hallaría palabras paraexpresar la variedad de nuestros sufrimientos,el encadenamiento, la acumulación de hechosdeplorables? ¡Paciencia, oh, lector! Seas quienseas, mores donde mores, ya seas de raza es-piritual o hayas surgido de una pareja super-viviente, tu naturaleza será humana y tendráspor morada la tierra. Aquí vas a leer los hechosde una raza extinta, y te preguntarás conasombro si ellos, los que sufrieron lo que túhallas escrito, eran de la misma carne frágil y

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el mismo cuerpo blando que tú. Sin duda loeran, así que llora por ellos, pues es segro quea ti, ser soliario, te inspirarán lástima. Der-rama lágrimas de compasión. Pero mientras lohaces presta atención al relato y conoce lasobras y los padecimientos de tus predecesores.

Con todo, los últimos sucesos que marcar-on nuestro avance por Francia se vieron tanllenos de extraño horror y desgracia fantasmalque no me atrevo a demorarme demasiado enla narración. Si hubiera de diseccionar cada in-cidente, cada pequeña fracción de segundocontendría una historia atroz, cuya palabramás leve bastaría para espesar la sangre quecorre por tus jóvenes venas. Conviene que,para tu instrucción, erija este monumento a laraza perdida, pero no que te arrastre por lossalones de un hospital ni bajo las bóvedassecretas de un osario. Por ello este relatotranscurrirá deprisa. Imágenes de destrucción,esbozos de desesperación, la procesión del úl-timo triunfo de la muerte, aparecerán ante ti,

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veloces como las nubes arrastradas por los vi-entos del norte, que salpican el cieloesplendoroso.

Campos descuidados cubiertos de malashierbas, ciudades desoladas, caballos asil-vestrados, desbocados, que venían a nuestroencuentro, se habían convertido en escenas ha-bituales. Y otras mucho peores, de muertos in-sepultos, de formas humanas alineadas en losmárgenes de los caminos y en los peldaños deotrora frecuentadas viviendas, donde

a través de la carne que perece bajo el solabrasadorsobresalen blancos los huesosy en polvo se descomponen.*

Visiones como ésas se habían vuelto tanfrecuentes que habíamos dejado de temblarante ellas, de espolear los caballos para queaceleraran el paso al pasar junto a ellas. Fran-cia, en sus mejores días –al menos la parte de

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Francia que recorríamos– había sido uncampo abierto dedicado al cultivo, y la ausen-cia de lindes, de casas de campo e incluso decampesinos resultaba triste para el viajero pro-cedente de la soleada Italia o la ajetreadaInglaterra. Sin embargo abundaban lasciudades bulliciosas, y la amabilidad cordial yla sonrisa pronta de los paisanos, calzados consus zuecos de madera, devolvían el buen hu-mor a los más irritables. Ahora la anciana nose sentaba a la puerta con su rueca, el mendigoflaco ya no pedía limosna con sus frases zalam-eras, ni en los días de fiesta los campesinos seentregaban con gracia a los lentos pasos de susdanzas. El silencio, novio melancólico de lamuerte, avanzaba en procesión junto a ella, depueblo en pueblo, por toda la vasta región.

Llegamos a Fontainebleau y al punto nospreparamos para recibir a nuestros amigos. Alpasar lista esa noche descubrí que faltabantres. Cuando pregunté por ellos, el hombre conquien hablaba pronunció la palabra «peste» y

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acto seguido cayó al suelo, presa de convul-siones: también él se había infectado. Veíarostros curtidos a mi alrededor, pues entre mitropa había marineros que habían cruzado elocéano un sinfín de veces, soldados que enRusia y en la lejana América habían padecidohambre, frío y peligros de todas clases yhombres de características aún más duras,otrora depredadores nocturnos en nuestra in-mensa metrópoli; hombres sacados de su cunapara ver que toda la maquinaria de la sociedadse había puesto en marcha para destruirlos.Observé a mi alrededor y vi en los rostros detodos el horror y la desesperación escritos congrandes letras.

Pasamos cuatro días en Fontainebleau.Varios de los nuestros enfermaron y murieron,y en ese tiempo ni Adrian ni ninguno denuestros amigos hizo acto de presencia. Mipropia tropa era presa de la conmoción: llegara Suiza, sumergirse en ríos de nieve, habitar encuevas de hielo, se convirtió en el loco deseo de

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todos. Pero habíamos prometido esperar alconde, y él no venía. Mi gente exigía seguiravanzando. La rebelión –si así podía llamarsea lo que no era más que liberarse de unas cade-nas de paja– surgía de forma manifiesta entreellos. Sin un jefe no durarían. Nuestra únicaopción de mantenernos a salvo, nuestra únicaesperanza de seguir al margen de toda formade sufrimiento indescriptible, era seguirunidos. Así lo expresé a todos, pero los más de-cididos entre ellos me respondieron, adustos,que podían cuidar de sí mismos, y recibieronmis súplicas con burlas y amenazas.

Al fin, al quinto día llegó un mensajero conuna carta de Adrian en la que nos instaba aseguir hasta Auxerre y aguardar allí su llegada,pues sólo se demoraría unos días. En efecto,aquel era el contenido de la misiva pública queenvió. Las que me escribió a mí a título per-sonal detallaban las dificultades de su situa-ción y dejaban a mi discreción las decisionessobre mis planes futuros. Su relato del estado

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de cosas en Versalles era breve, pero la comu-nicación directa con el mensajero me llevó aobtener un conocimiento más detallado de losucedido y me demostró que alrededor de miamigo confluían los más temibles peligros. Enun primer momento se trató de ocultar el re-surgir de la plaga. Pero con el aumento de lasmuertes el secreto se divulgó, y a la destruc-ción ya perpetrada vinieron a sumarse lostemores de los supervivientes. Algunos emis-arios de los enemigos de la humanidad, losmalditos impostores, se hallaban entre ellos yse dedicaban a propagar su doctrina, según lacual la seguridad y la vida sólo podían garant-izarse mediante la sumisión a su jefe. Su éxitofue tal que, al poco, en lugar de desear seguirviaje hasta Suiza, la mayor parte de la multi-tud, mujeres débiles y hombres cobardes,querían regresar a París para, tras ponersebajo la bandera del llamado profeta y medianteel culto cobarde del principio del mal, obtener,como esperaban, el salvoconducto que los

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librara de la muerte. La discordia y los tumul-tos causados por esos temores y pasiones con-flictivas paralizaban a Adrian, que debió haceracopio de todo su ardor en la persecución de sumeta, y de toda su paciencia ante las dificult-ades, para calmar y animar a un número deseguidores que sirviera de contrapeso al resto ylo llevara de vuelta a los únicos medios de losque podía extraerse cierta seguridad. Suprimera intención había sido seguir tras de míinmediatamente, pero al verse derrotado ensus pretensiones, envió al mensajero para in-starme a garantizar la seguridad de mi propiatropa, pues hallándonos nosotros lejos deVersalles, el riesgo de que se contagiara del es-píritu de rebelión era menor. También me pro-metía unirse a mí en cuanto las circunstanciasfueran favorables para apartar a la mayoría delos emigrantes de la influencia perniciosa bajola que se hallaban en ese momento.

Las noticias me causaron una dolorosa in-certidumbre. Mi primer impulso fue ordenar el

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regreso a Versalles para ayudar a nuestro jefe alibrarse de los peligros. Para ello reuní a mitropa y le propuse que, en vez de proseguirviaje hasta Auxerre, emprendiéramos el re-torno. Pero todos sin excepción se negaron aobedecerme. Entre ellos se había propagado elrumor de que eran los estragos de la peste losque retenían al Protector. A mi petición opusi-eron la orden dada por éste y decidieron queproseguirían sin mí, en caso de que yo me neg-ara a acompañarlos. Las discusiones y lassúplicas no servían de nada con aquellos co-bardes. La constante mengua de su número,causada por la epidemia, les llevaba a mostarsereacios a cualquier demora, y mi oposiciónsólo sirvió para llevar su determinación hastaun punto de no retorno: aquella misma tardepartieron hacia Auxerre. Aunque habían hechovotos de obediencia, como los que los soldadosdedican a sus generales, no los cumplieron. Yo,por mi parte, también había prometido noabandonarlos, y me parecía inhumano cargar

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sobre ellos el peso de mis infracciones. Elmismo espíritu que los había llevado a le-vantarse contra mí los impulsaría a rebelarseunos contra otros, y los más horribles sufrimi-entos serían consecuencia de emprender elviaje en las condiciones de desorden y anar-quía con que partían. Como aquellos sentimi-entos dominaban sobre los demás, finalmenteresolví acompañarlos hasta Auxerre.

Llegamos aquella misma noche aVilleneuve-la-Guiard, ciudad distante cuatropostas de Fontainebleau. Cuando mis acom-pañantes se retiraron a descansar y yo mehallaba a solas, dando vueltas a las noticiasque Adrian me había comunicado por carta, seme planteó otro punto de vista sobre el asunto.¿Qué estaba haciendo yo? ¿Cuál era el objetode mis movimientos? Aparentemente era elencargado de conducir a aquella tropa dehombres egoístas e indómitos hacia Suiza, de-jando atrás a mi familia y a mi mejor amigo, alos que, sometidos como constantemente

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estaban a la muerte que nos amezazaba a to-dos, tal vez no volviera a ver. ¿Acaso no era mideber primero auxiliar al Protector, dando unejemplo de fidelidad y cumplimiento del de-ber? En momentos críticos como el que vivíayo resulta muy difícil sopesar correctamentelos intereses enfrentados, y aquél hacia el quenuestras inclinaciones nos conducen asumecon obstinación la apariencia de egoísmo in-cluso cuando lo estimamos un sacrificio. Enesos casos tendemos a optar por una vía inter-media, y eso fue lo que hice en aquella coyun-tura: resolví cabalgar esa misma noche hastaVersalles. Si a mi llegada descubría que lasituación no era tan desesperada como yosuponía, regresaría sin demora junto a mitropa. Suponía que mi llegada causaría un im-pacto más o menos fuerte, del que podríamossacar provecho en nuestro intento de poner enmarcha a nuestra vacilante multitud. No habíatiempo que perder. Me acerqué a nuestros es-tablos, ensillé mi caballo favorito y,

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subiéndome a su grupa, sin concederme mástiempo para la reflexión o la duda, abandonéVilleneuve-la-Guiard camino de Versalles.

Me alegraba de escapar de mi tropa re-belde, perder de vista por un tiempo aquellalucha del bien y el mal en la que éste siempresalía victorioso. Ignorar la suerte de Adrian mellevaba casi a la locura, y no me importabanada salvo lo que pudiera sucederle a miamigo. Con el corazón en un puño, buscandoalivio en la rapidez de mi avance, cabalgaba denoche hacia Versalles. Espoleaba a mi caballo,que corría con absoluta libertad alzando orgul-loso, la cabeza. Las constelaciones pasaban ve-lozmente sobre mi cabeza, los árboles, laspiedras, los hitos, quedaban atrás en mi velozcarrera. Llevaba la cabeza descubierta y el vi-ento bañaba mi frente con delicioso frescor. Alperder de vista Villeneuvela-Guiard olvidé eldrama triste de la miseria humana, me pare-ció que para la felicidad bastaba con vivir,sensible siempre a la belleza de la tierra

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cubierta de verdor, del cielo cuajado de estrel-las, del viento indómito que todo lo animaba.El caballo se cansaba y yo, sin prestar atencióna su fatiga, lo animaba con mi voz, lo azuzabacon las espuelas. Se trataba de un animal gal-lardo y no deseaba cambiarlo por ningún otroque el azar pusiera en mi camino, abandonán-dolo para no verlo más. Avanzamos durantetoda la noche. De mañana, mi montura se per-cató de que nos aproximábamos a Versalles y,para alcanzar su morada, hizo acopio de susescasas fuerzas. La distancia que habíamos re-corrido no era inferior a las cincuenta millas, ysin embargo recorrió los largos bulevares velozcomo una flecha. Pobre animal: cuando des-monté, a las puertas del palacio, cayó de rodil-las, los ojos cubiertos de una película traslú-cida, se echó de costado, jadeante, y no tardóen morir. Lo vi expirar presa de una angustiaque ni yo mismo lograba explicarme, pues latortura de sus últimos estertores me resultó,aunque breve, del todo intolerable. Aun así, lo

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abandoné para cruzar el gran portal abierto,subí la escalinata señorial de aquel castillo devictorias y oí la voz de Adrian.

¡Oh, necio! ¡Oh ser afeminado y despre-ciable! Oí su voz y estallé en sollozos y convul-siones. Entré a toda prisa en el Salón de Hér-cules, donde él se encontraba, rodeado por unamultitud cuyos ojos, vueltos con asombrohacia mí, me recordaron que en el escenariodel mundo un hombre debe reprimir esos éx-tasis de muchacha. Hubiera dado el mundopor poder abrazarlo, pero no me atrevía. Enparte vencido por el cansancio y en parte vol-untariamente, me arrojé al suelo.¿Osaré rev-elar por qué lo hice ante el amable vástago dela soledad? Sí; lo hice para poder besar el suelosagrado que él pisaba.

Lo encontré todo en estado de gran al-teración. Un emisario del jefe de los Electosvivía tan dominado por su profeta y por supropio credo fanático que había llegado a at-entar contra la vida del Protector, el encargado

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de preservar a la humanidad perdida. Detuvi-eron su mano cuando trataba de apuñalar alconde. Aquella circunstancia había causado elclamor que oí yo a mi llegada y la reunión con-fusa de gentes a las que hallé congregadas en elSalón de Hércules. Aunque la superstición y lafuria diabólica se habían apoderadosigilosamente de los emigrantes, algunos to-davía demostraban fidelidad a su noble jefe. Ymuchos a quienes el miedo no había hechovariar su fe ni su amor, sintieron redoblado suafecto por él tras aquel detestable incidente.Una falange de pechos leales cerró filas a sualrededor. El malvado que, aunque preso ymaniatado, se vanagloriaba de su intento y re-clamaba su corona de mártir, habría muertodescuartizado de no haber mediado su víctima.Adrian, dando un paso al frente, lo protegiócon su propio cuerpo y ordenó con vehemenciaa sus seguidores que se sometieran a él. Fueentonces cuando aparecí yo.

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La disciplina y la paz regresaron al fin alcastillo. Y entonces Adrian fue de casa en casa,de tropa en tropa, para serenar los ánimos desus seguidores y recordarles su antigua obedi-encia. Pero el temor a una muerte inmediataseguía siendo intenso entre los supervivientesde la destrucción de un mundo. El horror oca-sionado por el intento de asesinato había pas-ado y todas las miradas se volvían hacia París.Los hombres necesitan hasta tal punto afer-rarse a algo que son capaces de plantar lasmanos sobre una lanza envenenada. Eso era él,el impostor que, con el miedo al infierno porlátigo, lobo hambriento, jugaba a conducir aun rebaño crédulo.

Fue un momento de suspense que inclusovio peligrar la firmeza del amigo irreductibledel hombre. Adrian pareció a punto de ceder,de cesar la lucha, de abandonar, con unos po-cos adeptos, a la multitud engañada, dejándolaallí, convertida en presa triste de sus pasionesy del siniestro tirano que las alimentaba. Pero,

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una vez más, después de una breve fluctuaciónde propósito, recobró su valor y su determ-inación, que se apoyaban en su único fin y enel incansable espíritu de benevolencia que loanimaba. En ese momento, a modo de pres-agio favorable, su malvado enemigo atrajo ladestrucción sobre su propia cabeza, destruy-endo con sus propias manos el dominio quehabía erigido.

La gran influencia que ejercía sobre lasmentes de los hombres se basaba en la doc-trina que les inculcaba y que afirmaba quequienes creyeran en él y le siguieran, serían lossupervivientes de la raza humana, mientrasque el resto de la humanidad perecería. Ahora,como en tiempos del Diluvio, el Omnipotentese arrepentía de haber creado al hombre, y asícomo antes hizo con el agua, ahora con las fle-chas de la peste estaba a punto de aniquilar atodos menos a los que obedecieran sus mand-amientos, promulgados por el autoproclamadoprofeta. Resulta imposible saber sobre qué

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bases construía aquel hombre sus esperanzasde mantener tal impostura. Es probable quefuera plenamente consciente de la mentira quela naturaleza asesina podía otorgar a sus afir-maciones y creyera que no sería sino el azar elque decidiría si, en épocas venideras, seríavenerado como delegado clarividente de loscielos o reconocido como impostor por lamoribunda generación de su tiempo. En cu-alquier caso había decidido representar eldrama hasta el último acto. Cuando, con laaproximación del verano, la enfermedad fatalvolvió a causar estragos entre los seguidores deAdrian, el impostor, exultante, proclamó quesu congregación se hallaba a salvo de la calam-idad universal. Y lo creyeron. Sus seguidores,hasta entonces encerrados en París, habíanllegado a Versalles. Mezclados con la banda decobardes allí congregada, se dedicaban a vili-pendiar a su admirable jefe y a asegurarse susuperioridad, su inmunidad.

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Pero al fin la peste, lenta pero segura en suavance quedo, destruyó aquella ilusión, in-vadiendo la congregación de los Electos y des-encadenando sobre ellos la muerte promiscua.El falso profeta trató de ocultar el hecho.Contaba con algunos seguidores que,sabedores de los arcanos de su maldad, podíanayudarle a ejecutar sus planes malévolos. Losque enfermaban eran retirados de inmediato,subrepticiamente, y depositados para siempreen tumbas cavadas a medianoche, mientras seinventaba alguna excusa plausible para justifi-car su ausencia. Al fin una mujer, cuya vigilan-cia maternal resistió incluso los efectos de losnarcóticos que le administraban, fue testigo deaquellos planes asesinos perpetrados en lacarne de su única hija. Loca de horror, habríairrumpido entre sus engañados compañeros yentre alaridos de dolor habría despertado susoídos entumecidos con la historia de aquel cri-men demoníaco. Pero entonces el Impostor, ensu último acto de ira y desesperación, le clavó

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una daga en el pecho. Herida de muerte, elvestido chorreando de sangre, con su hijita es-trangulada en brazos, hermosa y joven comoera, Juliet (pues, en efecto, se trataba de ella)denunció al grupo de adeptos engañados lamaldad de su guía. El falso profeta contemplólos rostros asombrados de aquellos hombres ymujeres, que pasaban del horror a la furia,mientras los parientes de los ya sacrificadosrepetían sus nombres, seguros ya de la suerteque habían corrido. Con la perspicacia que lohabía llevado tan lejos en su carrera hacia elmal, el canalla vio el peligro que se avecinaba ydecidió evadirse de sus formas más dañinas: seacercó a toda prisa a uno de los más adelanta-dos, le arrebató la pistola que llevaba al cinto, ysus risotadas burlonas se mezclaron con el es-truendo del disparo con el que acabó con suvida.

Nadie movió los restos de aquel miserable.Depositaron el cadáver de la pobre Juliet sobreun catafalco, junto al de su hijita, y todos, con

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los corazones invadidos por el más triste de lospesares, en larga procesión se dirigieron haciaVersalles. En el camino se encontraron con losque habían abandonado la benigna protecciónde Adrian y se disponían a unirse a los fanáti-cos. Éstos les contaron su relato de terror y to-dos regresaron. Así, finalmente, acompañadospor toda la humanidad superviviente y prece-didos por la enseña lóbrega de su razón reco-brada, se presentaron ante Adrian y volvierona jurar obediencia eterna a sus órdenes y fidel-idad a su causa.

Footnotes

*Julio César , acto I, escena III, William Shakespeare.

(N. del T.)

*Término que procede del sánscrito Jagannâtha , uno

de los nombres de Krishna. En las festividades en que se

le rendía culto se llevaban en procesión ídolos del dios en

enormes carros empujados por centenares de hombres.

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Su fuerza era imparable y muchos peregrinos morían

aplastados. (N. del T.)

*Salmos , 8, 4. (N. del T.)

**Hamlet , acto II, escena II, William Shakespeare. (N.

del T.)

*El escudo de Hércules , Hesíodo. (N. del T.)

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Capítulo VII

Aquellos acontecimientos consumieron tantotiempo que junio había dejado atrás la mitadde sus días cuando iniciamos de nuevo nuestroviaje largamente postergado. Tras mi llegada aVersa-lles, seis hombres, de entre los quehabía dejado en Villeneuve-la-Guiard hicieronsu aparición y nos informaron de que el restohabía seguido camino de Suiza. Nosotrosemprendimos la marcha siguiendo el mismocamino.

Resulta curioso, una vez transcurrido ciertotiempo, volver la vista atrás sobre una épocaque, aunque breve en sí misma, pare-cía,mientras se desarrollaba, de duración inter-minable. Hacia mediados de julio llegamos aDijon, y a finales de ese mes, aquellos días ysemanas se habían confundido con el océanode un tiempo olvidado que en su transcurrir

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rebosaba de sucesos fatales y penas agoniz-antes. A finales de julio apenas había transcur-rido poco más de un mes, si la vida del hombrehabía de medirse recurriendo a las salidas y laspuestas del sol. Pero, ¡ay!, en ese intervalo a laardiente juventud le habían salido canas. Arru-gas profundas e indelebles surcaban las mejill-as sonrosadas de la joven madre; los miembroselásticos de los hombres jóvenes, paralizadospor la carga de los años, adoptaban la decrep-itud de la edad. Transcurrían noches durantecuya fatal oscuridad el sol envejecía antes desalir de nuevo, y días ardientes queaguardaban la llegada de un atardecerbalsámico que sofocara el calor malvado, peroque, venido de climas orientales, llegaba des-gastado e inútil; días en los que el reloj, radi-ante en su posición de mediodía, no movía susombra ni una sola hora, hasta que una vidaentera de tristeza llevaba al sufriente a unatumba prematura.

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De Versalles salimos mil quinientas almasel 18 de junio. Avanzábamos en una lenta pro-cesión que incluía todos los lazos de par-entesco, amor y amistad existentes en la so-ciedad. Padres y esposos, extremando los cuid-ados, reunían a sus familias en derredor suyo.Las madres y las esposas buscaban el apoyo delos hombres que las acompañaban, y luego,con ternura y prevención, se volvían hacia losniños. Se sentían tristes pero no desesperadas.Todos creían que alguien se salvaría. Todos,con ese optimismo que caracterizó hasta el fina nuestra naturaleza humana, creían que susfamiliares se hallarían entre los supervivientes.

Atravesamos Francia y la encontramosvacía de habitantes. Uno o dos lugareños sub-sistían en las ciudades más grandes, por lasque vagaban como fantasmas. Así, nuestra ex-pedición no vio incrementado su número conaquellas incorporaciones, sino que menguabaenormemente por culpa de la mortandad,hasta el punto de que resultaba más fácil

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contar a los escasos vivos que a los muertos.Como nunca abandonábamos a los enfermoshasta que su muerte nos permitía dejar suscadáveres a recaudo de sus tumbas, nuestroviaje se demoraba, mientras día a día ennuestras tropas se abría una brecha espantosay sus miembros morían por decenas, por cien-tos. La muerte no nos demostraba la menorpiedad. Habíamos dejado de esperarla y todoslos días recibíamos la salida del sol con lasensación de que ya no volveríamos a ver otroamanecer.

Los terrores nerviosos y las visionestemibles que se habían apoderado de nosotrosdurante la primavera siguieron visitando anuestras huestes acobardadas mientras duró eltriste viaje. Cada noche traía consigo susnuevas creaciones de espectros; un fantasmaaparecía junto a cada árbol agostado y detrásde los arbustos acechaban toda clase de formasespantosas. Gradualmente nos acostum-brábamos a aquellas maravillas comunes, y

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entonces surgían otras. En determinado mo-mento se tuvo la certeza de que el sol salía unahora más tarde de lo que, por estación, le cor-respondía. Poco después se descubrió que cadavez brillaba menos y que las sombras adopt-aban una apariencia atípica. Era imposibleimaginar los terribles efectos que esas ilu-siones extravagantes habrían producido en lavida ordinaria que los hombres habíamos ex-perimentado antes. En realidad nuestros sen-tidos carecen hasta tal punto de valor, cuandono se apoyan en el testimonio de otros, que amí mismo me costaba mantenerme al margende la creencia en hechos sobrenaturales, a losque la mayor parte de nuestra gente concedíacrédito instantáneo. Siendo un cuerdo entre ungrupo de locos, apenas me atrevía a decir loque pensaba: que el astro rey no había experi-mentado cambio alguno, que las sombras de lanoche no adoptaban las formas del espanto y elterror; o que el viento, al soplar entre los ár-boles o al rodear algún edificio vacío, no

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llegaba preñado de lamentos desesperados. Aveces las realidades asumían formas fantas-males y era imposible que la sangre no se noshelara cuando percibíamos con absoluta clar-idad una mezcla de lo que sabíamos que eracierto con la semejanza visionaria de todo loque temíamos.

Una vez, al anochecer, vimos a una figuratoda vestida de blanco, de una estatura queparecía superior a la humana, haciendo rever-encias en medio de la calzada, ahora alzandolos brazos, ahora dando unos saltos asom-brosos en el aire, y que después se ponía a darvueltas sin parar, y luego se incorporaba deltodo y gesticulaba con gran vehemencia.Nuestra tropa, siempre dispuesta a descubrirlo sobrenatural y a creer en ello, se detuvo acierta distancia de aquel ser. Y a medida queoscurecía aquel espectro solitario se revestía dealgo que incluso a los incrédulos nos causabacierto temor. Aunque sus evoluciones no res-ultaban precisamente espirituales, parecían

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hallarse sin duda más allá de las facultades hu-manas. Entonces, de un gran salto, pasó porsobre un seto de considerable altura y un mo-mento después se plan-tó frente a nosotros, enla calzada. Cuando yo me dirigí a él, el temorque inspiraba a los demás presentes se hizomanifiesto en la huida de algunos y en el hechode que los demás se apretujaran los unos con-tra los otros. Sólo entonces se percató aquelgnomo de nuestra presencia. Se acercó y, alecharnos nosotros hacia atrás, nos dedicó unareverencia. Aquella visión resultaba absurdaen exceso incluso para nuestro atemorizadogrupo, y su muestra de educación fue recibidacon una risotada general. Entonces, haciendoun último esfuerzo, dio otro salto y actoseguido se echó al suelo, volviéndose casi in-visible en la penumbra del ocaso. Aquella cir-cunstancia hizo enmudecer de miedo al grupo.Al fin los más valientes avanzaron un poco y,alzando el cuerpo moribundo de aquel infeliz,descubrieron la explicación trágica de aquella

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escena desconcertante. Se trataba de un bail-arín de ópera y se contaba entre los miembrosde mi tropa que habían desertado enVilleneuve-la-Guiard. Tras enfermar, sus com-pañeros lo habían abandonado, y en un arre-bato de delirio había imaginado que se hallabaen escena y, pobre hombre, sus sentidos agon-izantes anhelaban el último aplauso humanoque merecían su gracia y su agilidad.

En otra ocasión nos sentimos perseguidosvarios días por una aparición, a la que nuestragente bautizó como el Negro Espectro. Sólo loveíamos de noche, cuando su corcel negro aza-bache, sus ropas de luto y su penacho de plu-mas negras le conferían un aspecto temible ymajestuoso. Alguien aseguraba que su rostro,que había atisbado un instante, poseía una pal-idez cenicienta. Al rezagarse del resto delgrupo, en un recodo del camino, había visto alNegro Espectro acercarse a él. Presa del miedo,logró esconderse, y caballo y jinete pasaron delargo mientras la luz de la luna iluminaba el

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rostro de aquel ser y mostraba su color ultra-terreno. A veces, en plena noche, mientrasatendíamos a los enfermos, oíamos el galopede un caballo que cruzaba la ciudad: era elNegro Espectro que venía como heraldo de lamuerte inevitable. A los ojos comunes adquiríaproporciones gigantescas y, según se decía, loenvolvía un aire gélido. Cuando lo oían acer-carse los animales temblaban y los moribun-dos sabían que había llegado su hora. Se ase-guraba que era la muerte misma, que se hacíavisible para someter la tierra y acabar de unavez con los pocos que quedábamos, únicos re-beldes a su ley. Un día, a mediodía, vimos unamole negra ante nosotros, en la calzada, y alacercarnos distinguimos al Negro Espectro,que se había caído del caballo y, agonizando, seretorcía en el suelo. No sobrevivió muchas hor-as más y sus últimas palabras nos revelaron elsecreto de su conducta misteriosa. Se tratabade un aristócrata francés que, a causa de lapeste, había quedado solo en su distrito.

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Durante muchos meses había recorrido el paísde pueblo en pueblo, de provincia en provin-cia, en busca de algún superviviente con quiensentirse acompañado, pues detestaba lasoledad a la que vivía condenado. Cuando des-cubrió nuestra tropa, el temor al contagio fuemás fuerte que su necesidad de compañía. Nose atrevía a unirse a nosotros pero no queríaperdernos de vista, pues éramos los únicosseres humanos que, junto con él, habitábamosFrancia. De modo que nos acompañaba con elatuendo espectral que he descrito, hasta que lapeste lo llevó a presencia de una congregaciónmayor, la de la Humanidad Muerta.

Si aquellos terrores vanos hubieranapartado nuestros pensamientos de males mástangibles, su aparición habría resultado benefi-ciosa. Pero eran tan espantosos y se producíanen tal cantidad que penetraban en todosnuestros pensamientos, en todos los mo-mentos de nuestras vidas. En ocasiones nosveíamos obligados a detenernos durante días,

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mientras uno, y otro, y otro más, se convertíanen polvo y regresaban al polvo que en otrotiempo había sido nuestra madre viviente. Así,proseguimos viaje durante la estación más ca-lurosa. Y no fue hasta el primero de agostocuando nosotros, los emigrantes –sólo ochentahabíamos sobrevivido, lector–, entramos enDijon.

Habíamos esperado ese momento con im-paciencia, pues ya habíamos dejado atrás lapeor parte de nuestro viaje atroz. Y Suiza sehallaba muy cerca. Mas ¿cómo íbamos a con-gratularnos por algo alcanzado con tanta im-perfección? ¿Eran esos seres infelices que, ex-haustos y maltrechos, avanzaban en pesarosoperegrinar, los únicos supervivientes de unaraza humana que, como tras un diluvio, enotro tiempo se esparcieron por toda la tierra,poseyéndola? El agua había descendidocristalina y libre desde la montaña primigeniade Ararat, y de riachuelo insignificante sehabía tornado en vasto río perenne, fluyendo

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incesante generación tras generación. Yaunque cambiante, seguía creciendo, crecía yavanzaba hacia el océano receptor, cuyas men-guadas costas ahora nosotros alcanzábamos.No había sido más que un juguete de la nat-uraleza, cuando al principio surgió a la luzdesde el vacío amorfo. Pero el pensamientotrajo poder y conocimiento y, ataviada con el-los, la raza del hombre asumió dignidad yautoridad. Ya no era sólo el hortelano de latierra o el pastor de sus rebaños. «Llevaba con-sigo un aspecto imponente y majestuoso; con-taba con alcurnia e ilustres ancestros; poseíasu galería de retratos, sus inscripciones monu-mentales, sus registros y sus títulos.»*

Todo ello había terminado, ahora que elocéano de muerte había arrastrado hacia sí lamarea menguante y su fuente se había secado.Habíamos dicho adiós a un estado de cosasque, al haber existido durante miles de años,parecía eterno. El gobierno, la obediencia, eltráfico, la vida doméstica, habían modelado

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nuestros corazones y nuestras facultades desdeque nuestra memoria conservaba recuerdo. Ytambién nos despedíamos del celo patriótico,de las artes, de la reputación, de la fama per-durable. Veíamos partir toda esperanza dereencontrarnos con nuestro antiguo estado;toda expectativa, excepto la frágil idea de sal-var nuestra vida individual del naufragio delpasado. Para ello habíamos abandonadoInglaterra, que ya no era Inglaterra, pues sinsus hijos, ¿qué nombre podía reclamar aquellaisla desolada? Con mano tenaz nos afer-rábamos a las leyes y el orden que mejor sirvi-eran para salvarnos y confiábamos en que, sise preservaba una pequeña colonia, ellobastaría para, con el tiempo, restaurar lacomunidad perdida de la humanidad.

¡Pero el juego ha terminado! Todos de-bemos morir. No dejaremos a superviviente niheredero la vasta herencia de la tierra. ¡Todosdebemos morir! La especie humana perecerá.Su cuerpo, obra maestra; el asombroso

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mecanismo de sus sentidos; la noble propor-ción de sus miembros divinos; su mente, reinacoronada de todo ello… todo perecerá.¿Mantendrá la Tierra su lugar entre los plan-etas? ¿Seguirá girando alrededor del Sol conabsoluta regularidad? ¿Cambiarán las esta-ciones, se adornarán con hojas los árboles, lasflores esparcirán su aroma en soledad? ¿Per-manecerán inmóviles las montañas? ¿Seguiránlos arroyos descendiendo en dirección a losvastos abismos? ¿Subirán y bajarán lasmareas? ¿Ventilarán los vientos la tierra uni-versal? ¿Pacerán las bestias, volarán los pá-jaros, nadarán los peces cuando el hombre, elseñor, el dueño, el perceptor, el cronista de to-das esas cosas, haya muerto, como si jamáshubiera existido? ¡Oh! ¡Qué burla es ésta! Sinduda la muerte no es muerte y la humanidadno se ha extinguido, sino que ha adoptadootras formas, y ya no se halla sujeta a nuestraspercepciones. La muerte es un vasto portal, unancho camino hacia la vida. Aceleremos el

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paso: no existamos más en esta muerte en viday muramos, pues, para poder vivir.

Habíamos deseado con todas nuestrasfuerzas llegar a Dijon, pues desde el principiola habíamos considerado una especie de puntode inflexión en nuestro avance. Pero ahora nosadentrábamos en ella envueltos en un sopormás doloroso que un sufrimiento agudo. Lentapero inexorablemente habíamos compren-didoque nuestros mayores esfuerzos no bastaríanpara mantener con vida a un solo ser humano.Así, soltamos el timón al que tan largo tiemponos habíamos aferrado y la barca frágil en laque flotábamos pareció, una vez libre de todogobierno, apresurarse y encarar la proa haciael oscuro abismo de las olas. Tras la pena, laprofusión de lágrimas, los lamentos vanos, laternura desbocada, el aferrarse apasionadapero infructuosamente a los pocos quequedaban, siguieron la languidez y ladesolación.

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Durante nuestro desastroso viaje perdimosa todos aquellos con los que, aun sin ser denuestra familia, nos sentíamos especialmentevinculados. No estaría bien convertir este re-lato en un mero catálogo de pérdidas, y sinembargo no me sustraigo a la necesidad demencionar a los más queridos entre ellos: lapequeña a la que Adrian había rescatado delabandono más absoluto, durante nuestropaseo por Londres aquel 20 de noviembre,falleció en Auxerre. La pobre niña nos habíatomado mucho cariño, y lo repentino de sumuerte nos sumió en una tristeza aún mayor.Por la mañana la habíamos visto aparente-mente saludable, y esa misma noche, Lucy,antes de que nos retiráramos a descansar, vis-itó nuestros aposentos para informarnos deque había muerto. La pobre Lucy apenas lesobrevivió hasta nuestra llegada a Dijon. Sehabía entregado en cuerpo y alma al cuidadode los enfermos y los desamparados. Sucansancio excesivo le causó unas fiebres lentas

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que culminaron en la temida enfermedad, cuyoataque no tardó en librarla de sus sufrimien-tos. Sus dones y su entereza ante sus muchasadversidades nos habían llevado a adorarla.Cuando la enterramos nos pareció que tam-bién decíamos adiós a todas las virtudes fe-meninas que tanto destacaban en ella. Iletraday sencilla como era, se distinguía por su pa-ciencia, su resignación y su dulzura. Aquellosdones, sumados a sus virtudes típicamenteinglesas, ya no revivirían en nosotros, pues to-do lo que en las campesinas de mi país eradigno de admiración, quedaba sepultado bajola tierra desolada de Francia. Perderla de vistapara siempre fue como separarnos por se-gunda vez de nuestro país.

La condesa de Windsor falleció asimismodurante nuestra estancia en Dijon. Unamañana me informaron de que deseaba verme,y sólo entonces caí en la cuenta de que llevabavarios días sin visitarla. Tal circunstanciahabía tenido lugar con frecuencia durante

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nuestro viaje, cuando yo quedaba algo reza-gado para asistir a algún camarada desahu-ciado en sus últimos momentos y el resto de latropa me adelantaba. Pero algo en el tono delmensajero me llevó a sospechar que algunacosa sucedía. A mi imaginación, caprichosa, ledio por temer que alguna desgracia se hubieraabatido sobre Clara o Evelyn, y no sobre la an-ciana dama. Nuestros miedos, siempre des-piertos, exigían su alimento de horror. Y ya nosparecía demasiado natural, demasiado similara lo que sucedía en los viejos tiempos, que unanciano muriera antes que un joven.

Hallé a la venerable madre de mi Idris ten-dida en un sofá, corpulenta, demacrada, ex-angüe; el rostro ladeado, del que la narizdestacaba en pronunciado perfil, y sus ojosgrandes, oscuros, vacíos y profundos, se ilu-minaban con la luz de una nube de tormenta alatardecer. Todo en ella, salvo aquellos dosluceros, se veía ajado y reseco. También se

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había operado un cambio siniestro en su voz,cuando me hablaba a intervalos.

–Me temo –dijo– que es egoísta por miparte haberte pedido que vuelvas a visitar a es-ta anciana antes de que muera. Y sin embargotal vez te habría causado mayor sorpresa oír depronto que había muerto sin haberme vistoantes así.

Le tomé la mano temblorosa.

–¿De veras se siente tan enferma? –lepregunté.

–¿No percibes la muerte en mi rostro? Esextraño. Debería haber esperado esto, peroconfieso que me ha tomado por sorpresa.Jamás me aferré a la vida, ni la disfruté, hastaestos últimos momentos, en que me halloentre aquéllos a quienes tan insensatamenteabandoné. Y me cuesta admitir que voy a seralejada de ellos en breve. Con todo, me alegrode no morir víctima de la peste. Seguramentehabría muerto igual, en este momento, aunque

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el mundo siguiera siendo como era durante mijuventud.

Le costaba articular las palabras y percibíque lamentaba la necesidad de la muerte, másaún de lo que se atrevía a admitir. Y sin em-bargo no debía lamentar un acortamientoanormal de su existencia, pues su persona ex-hausta demostraba que, en su caso, la vida sehabía agotado por sí misma. Al principio es-tábamos los dos solos, pero al rato entró Clara.La condesa se volvió hacia ella con una sonrisay tomó la mano de la encantadora joven. Supalma sonrosada, sus dedos blancos, con-trastaban con la piel arrugada y el tono amaril-lento de los de la anciana dama. Se incorporóun poco para besarla y sus labios marchitos seencontraron con la boca cálida y tersa de lajuventud.

–Verney –dijo la condesa–. No hace faltaque encomiende a esta querida niña a tu re-caudo, pues sé que la protegerás. Si el mundofuera como era, tendría mil sabios consejos

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que darle para que una persona tan sensible,bondadosa y bella escapara de los peligros quesolían acechar para causar la destrucción delos justos, de los mejores. Pero ahora ya nadade eso importa.

»Te entrego, amable enfermera, a los cuid-ados de tu tío. A los tuyos encomiendo la másquerida reliquia de mí misma. Sé para Adrian,dulce niña, lo que has sido para mí. Alivia sutristeza con tus ocurrencias; cuando yo muera,aplaca su angustia con palabras serenas yrazonadas. Cuida de él como lo has hechoconmigo.

Clara se echó a llorar.

–No llores, niña –dijo la condesa–. Nollores por mí. Te quedan muchos amigos.

–Sí, pero habla también de su muerte –ex-clamó Clara entre sollozos–. Resulta muycruel. ¿Cómo podría vivir yo si ellos murieran?Si mi amado protector falleciera antes que yo,

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no podría cuidar de él; sólo podría morir yotambién.

La dama venerable vivió apenasveinticuatro horas más. Era el último vínculoque nos ataba al estado anterior de las cosas.Resultaba imposible mirarla y no recordar, talcomo eran, sucesos y personas, tan ajenos anuestra situación presente como las disputasde Temístocles y Arístides o la Guerra de lasRosas en nuestra tierra natal. La corona deInglaterra había ceñido su frente. La memoriade mi padre y sus desgracias, las luchas vanasdel difunto rey, imágenes de Raymond, Evadney Perdita en el esplendor de la vida regresabancon viveza a nuestra mente. La entregamos a latumba, recelosos. Y cuando me apartaba delsepulcro, Jano veló su rostro retrospectivo,pues había perdido la facultad de ver las gen-eraciones futuras.

Tras permanecer una semana en Dijon, tre-inta más de los nuestros desertaron de lasmenguadas filas de la vida. Los demás

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proseguimos viaje hacia Ginebra. A mediodíadel segundo día llegamos a los pies del Jura.Nos detuvimos a la espera de que remitiera elcalor. Allí cincuenta seres humanos, cincuenta,los únicos que habían sobrevivido en una tierrarebosante de alimentos, se congregaron y vi-eron en los rostros de los demás las señales dela peste, o del cansancio de la tristeza o de ladesesperación, o, peor aún, de la indiferenciaante los males presentes o futuros. Allí nos re-unimos, a los pies de aquellos poderososmontes, bajo un gran nogal. Un arroyo can-tarín refrescaba el prado con sus aguas y las ci-garras cantaban entre los tomillos. Aguar-damos muy juntos, infelices sufridores. Unamadre acunaba con brazos débiles a supequeño, el último de muchos, cuyos ojos vid-riosos estaban a punto de cerrarse parasiempre. Allí una mujer hermosa, que antesresplandecía con lustre juvenil, consciente-mente ahora se ajaba y se abandonaba, arro-dillándose para abanicar con movimientos

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vacilantes al amado, que se esforzaba por dibu-jar una sonrisa agradecida en sus gestos des-figurados por la enfermedad. Allí, un veteranode rasgos curtidos, tras prepararse la comida,tomó asiento y al punto su barbilla descendióhasta tocarle el pecho, y soltó el cuchillo inútil.Sus miembros se relajaron del todo mientras elrecuerdo de su esposa e hijo, de sus familiaresmás queridos, todos difuntos, pasaba por sumente. También allí sentado se encontraba unhombre que durante cuarenta años había re-tozado al sol apacible de la fortuna. Sostenía lamano de su última esperanza, su amada hija,que acababa de alcanzar la pubertad. La ob-servaba con ojos angustiados mientras ellatrataba de sacar fuerzas de su desmayado es-píritu para consolarlo. Y allí un criado, fielhasta el final, aunque agonizante, se ocupabade aquel que, aunque aún erguido y saludable,observaba con creciente temor las desgraciasque se sucedían a su alrededor.

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Adrian se apoyaba en un árbol. Sostenía unlibro en sus manos, pero sus ojos abandonabanlas páginas, buscaban los míos y me dedicabanmiradas comprensivas. Su expresión indicabaque sus pensamientos habían abandonado lasletras impresas y se habían adentrado en otrasmás llenas de sentido, más absorbentes, que seextendían ante él. En la orilla, apartada de to-dos, en un claro sereno donde el riachuelobesaba dulcemente el prado verde, Clara yEvelyn jugaban, a veces golpeando el agua conuna rama, a veces contemplando las moscasque zumbaban. Ahora Evelyn trataba de cazaruna mariposa, luego arrancaba una flor parasu prima. Y su risueña carita de querubín pro-clamaba que en su pecho latía un corazónalegre. Clara, aunque intentaba concentrarseen la diversión del pequeño, se distraía a vecesy se volvía para mirarnos a Adrian y a mí.Había cumplido catorce años y conservaba suaspecto infantil, aunque por su altura ya fuerauna mujer. Representaba con mi hijo huérfano

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el papel de la más amorosa de las madres. Alverla jugar con él, o ceder silenciosa y sumis-amente a nuestros deseos, sólo se pensaba ensu paciencia y docilidad. Pero en sus ojosbondadosos y en las cortinas venosas que losvelaban, en lo despejado de su frentemarmórea, en la tierna expresión de sus labios,había una inteligencia y una belleza que al mo-mento inspiraban admiración y amor.

Cuando el sol descendió, camino del oeste,y las sombras del atardecer se hicieron másalargadas, nos preparamos para iniciar el as-censo a la montaña. Las atenciones que de-bíamos dedicar a los enfermos nos obligaban aavanzar despacio. El camino tortuoso yempinado nos deparaba vistas de campos ro-cosos y colinas, las unas ocultándose a lasotras, hasta que nuestro ascenso nos permitióverlas todas en sucesión. Apenas hallábamossom-bras que nos protegieran del sol bajo,cuyos rayos oblicuos parecían cargados de uncalor que nos causaba gran fatiga. Hay

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ocasiones en que dificultades menores sevuelven gigantescas, ocasiones en que, como elpoeta hebreo expresa con gran viveza, «la lan-gosta es una carga»,* y eso sucedía con nuestradesventurada expedición aquella tarde. Adri-an, por lo general el primero en hacer acopiode todo su ánimo y soportar fatigas y con-tratiempos, dejaba la elección del mejor cam-ino al instinto de su caballo, mientras avan-zaba con los miembros relajados y la cabezagacha, que sólo a veces levantaba, cuando loempinado del ascenso le obligaba a agarrarsemejor a la silla. De mí se apoderaban el miedoy el horror. ¿Su aspecto lánguido indicaba quetambién él se había contagiado? ¿Por cuántotiempo más, cuando contemplara ese espéci-men inigualado de mortalidad, percibiría quesus pensamientos respondían a los míos? ¿Porcuánto tiempo más aquellos miembros obed-ecerían a su espíritu? ¿Por cuánto tiempo másla luz y la vida habitarían en los ojos del únicoamigo que me quedaba? Así, avanzando

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despacio, remontábamos un monte sólo paradescubrir que tras él se alzaba otro que tam-bién debíamos ascender. Tras cada salientehallábamos otro, hermano del anterior, inter-minablemente. A veces la presión de la enfer-medad en alguno de nosotros llevaba a detenertoda la cabalgata. Alguien pedía agua o expres-aba con vehemencia el deseo de reposar. Elgrito de dolor, el sollozo acallado de quienlloraba al difunto… Ésos eran nuestros tristescompañeros de viaje en nuestra travesía por elJura.

Adrian iba primero. Lo vi al detenermepara aflojar la silla, en nuestra lucha contrauna pendiente muy pronunciada, más difícil, alparecer, que todas las que ya habíamos dejadoatrás. Él llegó a la cima y su silueta negra se re-cortó contra el cielo. Parecía contemplar algoinesperado y maravilloso pues, inmóvil, alar-gaba la cabeza y extendía los brazos un in-stante, como si saludara una nueva visión. In-stado por la curiosidad, me apresuré a unirme

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a él. Tras pelearme con el precipicio duranteunos tediosos minutos, pude contemplar la es-cena que tanto asombro le había causado.

La naturaleza, o su preferida, que es estahermosa tierra, exhibía sus bellezas únicas entonos repentinos y resplandecientes. Muchomás abajo, en la lejanía, como en el abismoabierto del orbe inmenso, se perdía la ex-tensión plácida y azul del lago Lemán. Lorodeaban colinas cubiertas de viñas, y tras el-las oscuras montañas de formas cónicas o ir-regulares murallas ciclópeas lo defendían. Peromás allá, sobre todo lo demás, como si los es-píritus del aire hubieran revelado de prontosus vistosas moradas, elevándose hasta alturasinalcanzables en el cielo impoluto, besando loscielos, compañeros del éter imposible, se im-ponían los gloriosos Alpes, ataviados con losropajes deslumbrantes de la luz del ocaso. Y,como si las maravillas del mundo no fueran aagotarse nunca, sus vastas inmensidades, susabruptos salientes, su tonalidad rosácea,

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aparecían de nuevo reflejadas en el lago,hundiendo sus orgullosas cumbres bajo lasmansas olas, palacios para las Náyades de lasaguas plácidas. Ciudades y pueblos se espar-cían a los pies del Jura, que con sus oscurasquebradas y negros promontorios extendía susraíces por la extensión acuática que dominabael llano. Transportado por la emoción, olvidéla muerte del hombre y al amigo vivo y amadoque se hallaba junto a mí. Al volverme hacia élvi que las lágrimas resbalaban por sus mejillasy que, entrelazando las manos huesudas, com-ponía un gesto de admiración.

–¿Por qué –exclamó al fin–, por qué, oh,corazón, me susurras pesares? Empápate de labelleza de este paisaje y posee una dicha queno está al alcance siquiera de un paraísoimaginado.

Lentamente los integrantes de la expedi-ción remontaron la pendiente y se unieron anosotros. Ni uno solo dejó de demostrar su

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asombro ante algo que excedía toda experien-cia anterior. Uno de ellos exclamó:

–¡Dios nos revela su cielo. ¡Si morimos, loharemos con su bendición!

Uno a uno, con exclamaciones entrecorta-das y frases extravagantes, trataban de expres-ar el efecto embriagador de aquella maravillanatural. Permanecimos un tiempo más enaquel lugar, aligerándonos de la pesada cargadel destino, tratando de olvidar la muerte, acuya noche estábamos a punto de arrojarnos,sin recordar ya que nuestros ojos serían parasiempre los únicos que percibirían la magnifi-cencia divina de aquella exhibición terrenal.Un entusiasmo emocionado semejante a la fe-licidad se abrió paso, como un rayo de sol ines-perado, en nuestra vida sombría. Atributoúnico de la humanidad abatida por las desgra-cias, capaz de recrear emociones extáticas in-cluso ante las miserias y las privaciones que,despiadadas, arrasan toda esperanza.

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Aquella noche estuvo marcada por otrosuceso. Al pasar por Ferney, camino deGinebra, desde la iglesia rural que se alzabarodeada de árboles y casas deshabitadas nosllegó el sonido casi olvidado de una música. Ellamento de un órgano, con sus tonos pro-fundos, despertaba el aire mudo y reverberabalargo tiempo en él, fundiéndose con la intensabelleza que revestía los montes, bosques yaguas circundantes.

La música –lengua de los inmortales, senos revelaba como testimonio de su existen-cia–; la música, «llave plateada de la fuente delas lágrimas»,* hija del amor, bálsamo de lapena, inspiradora de heroísmo y pensamientosradiantes… ¡Oh, música, en nuestra desolaciónte habíamos olvidado! Por las noches no nosalegraban las flautas, las armonías de las vocesni los acordes emotivos de las cuerdas. Peroentonces llegaste a nosotros, lo mismo quecuando se revelan otras formas del ser. Y asícomo la belleza natural nos había embargado,

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llevándonos a imaginar que contemplábamosla morada de los espíritus, ahora podíamosimaginar que oíamos sus melodiosas conversa-ciones. Nos detuvimos, paralizados por elmismo temor reverencial que podría haberseapoderado de una pálida sacerdotisa que visit-ara algún templo sagrado en plena noche ycontemplara la imagen animada y sonrientedel objeto de su veneración. Nos manteníamosen silencio y muchos se arrodillaron. Sin em-bargo, transcurridos unos minutos, unosacordes conocidos nos devolvieron a un asom-bro más humano. La música que sonaba era«La creación», de Haydn, y a pesar de que lahumanidad ya se había vuelto vieja y arrugada,el mundo, nuevo aún como el primer día de lacreación, podía seguir celebrándose con elmismo himno de alabanza. Adrian y yo en-tramos en la iglesia. La nave estaba vacía,aunque el humo del incienso se elevaba desdeel altar y nos devolvía el recuerdo de inmensascongregaciones reunidas en catedrales

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atestadas. Subimos hasta la tribuna. Un an-ciano ciego se sentaba a los fuelles. Era todooído y, concentrado en la música, el placer ilu-minaba su semblante, un rostro de ojosapagados, si bien sus labios entreabiertos y to-das las arrugas de su rostro expresaban entusi-asmo. Al teclado, una joven de unos veinteaños, pelo castaño que descendía hasta sushombros y frente despejada y hermosa quetenía los ojos arrasados en lágrimas. Los es-fuerzos que hacía para acallar sus sollozostransmitían un temblor a todo su cuerpo y en-cendían sus pálidas mejillas. Su delgadez eraextrema. La languidez y, ¡ay!, la enfermedadconsumían su cuerpo.

Mi amigo y yo seguíamos allí, contemplán-dolos, sin prestar ya atención a la música.Hasta que sonó el último acorde y el sonido fueextinguiéndose en lentos ecos. La voz poderosae inorgánica –pues en modo alguno podía aso-ciarse con el mecanismo de los fuelles o las te-clas– acalló su tono sonoro y la muchacha, al

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volverse para ayudar a su anciano compañero,nos vio al fin.

Se trataba de su padre y ella, desde la in-fancia, había sido el lazarillo de sus oscurospasos. Eran alemanes, de Sajonia, y se habíantrasladado allí hacía unos años, creando nue-vos lazos con los aldeanos de la región. Cuandollegó la peste se les unió un estudiante alemán.No costaba adivinar cómo se había desarrol-lado la sencilla historia: él, aristócrata, sehabía enamorado de la hija pobre del músico ylos había seguido en su huida de los amigos deél, que los perseguían. Pero la Gran Igualadorano tardó en llegar con su afilada guadaña parasegar, además de la hierba, las altas flores delos campos. El joven fue una de sus primerasvíctimas. La muchacha sobrevivió por supadre. La ceguera de él le permitió mantenerloengañado, y así se habían convertido en seressolitarios, únicos supervivientes de la tierra. Éldesconocía el alcance de los cambios y no sabíaque, cuando escuchaba la música que

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interpretaba su hija, las montañas mudas, ellago insensible y los árboles inconscienteseran, exceptuándolo a él, todo su público.

El mismo día de nuestra llegada lamuchacha había sido víctima del ataque de laenfermedad. La idea de dejar solo en el mundoa su padre, anciano y ciego, la llenaba de hor-ror. Pero le faltaba valor para revelarle la ver-dad, y el exceso mismo de su desesperación lallevaba a fatigarse más allá de sus fuerzas. A lahora vespertina acostumbrada, lo condujo a lacapilla y, aunque temblorosa y dominada porel llanto, tocó puntualmente, sin fallar en unasola nota, el himno escrito para celebrar lacreación de la tierra adornada que pronto seríasu sepultura.

Así, nuestra llegada fue para ella tanprovidencial como la visita de unos seres ven-idos del cielo. Su valentía, la firmeza que yaapenas mantenía, desaparecieron al aparecerel alivio. Emitiendo un grito, se acercó a noso-tros a toda prisa, se echó a las rodillas de

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Adrian y, entre sollozos y gritos histéricos, ab-riendo la presa largamente contenida de sutristeza, exclamó:

–¡Salve a mi padre!

¡Pobre muchacha! Su padre y ella reposanya, juntos, bajo el nogal en que el amado deella también yace, y que mientras agonizabanos señaló con el dedo. ¿Y el padre? Con-sciente al fin del peligro que corría su hija, in-capaz de ver los cambios de su amado rostro,le agarró la mano y no la soltó hasta que la ri-gidez y el frío se apoderaron de ella. No semovió ni dijo nada hasta que, doce horas des-pués, la muerte, benévola, le trajo a él tambiénel reposo eterno. Descansan bajo la tierra, conel árbol por mausoleo. Recuerdo con gran clar-idad ese lugar sagrado, bajo el palio del es-carpado Jura. de los lejanos e inconmensur-ables Alpes. La aguja de la iglesia que fre-cuentaban sigue elevándose sobre los árbolescircundantes. Y aunque su mano ya está fría,todavía me parece que los sonidos de la música

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divina que tanto amaba resuenan en el aire yamansan sus plácidos espíritus.

Footnotes

*Reflexiones sobre la Revolución francesa , de Edmund

Burke. (N. del T.)

*Eclesiastés , 12.5. (N. del T.)

*De «To music» («A la música»), de P. B. Shelley. (N. del

T.)

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Capítulo VIII

Habíamos llegado a Suiza, por el momento laetapa final y la meta de nuestros esfuerzos. Nosé por qué, pero habíamos visto con esperanzay placentera expectativa su congregación demontes y cumbres nevadas y habíamos abiertonuestros corazones con ánimo renovado al vi-ento del norte, que incluso en pleno veranosoplaba desde un glaciar cubierto de frío. Mas,¿cómo podíamos albergar esperanzas de ali-vio? Como nuestra Inglaterra natal y la vastaextensión de la fértil Francia, aquella tierracercada por montañas se hallaba desierta dehabitantes. Si ni las desoladas cumbres de susmontañas, ni los riachuelos nacidos del de-shielo, ni el biz , ese viento del norte cargadode frío, ni el trueno, domador de contagios, loshabía mantenido con vida a ellos, ¿cómoíbamos a pedir nosotros la exención?

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¿Y quién, además, quedaban por salvar?¿Qué tropa seguía en condiciones de resistir ycombatir al conquistador? No éramos más queun precario residuo que aguardaba, sumiso, elgolpe inminente. Un carruaje medio muerto yapor temor a la muerte, una tripulación deses-perada, rendida, casi imprudente que,montada en el tablón de la vida, a la deriva,había olvidado el timón y se resignaba a lafuerza destructiva de los vientos. Así como laspocas mazorcas de un vasto campo que elgranjero olvida cose-char son abatidas al pocopor una tormenta invernal; así como unas po-cas golondrinas, rezagadas de la bandada que,al sentir el primer aliento del otoño, emigra aclimas más benignos, caen al suelo ante elprimer embate helado de noviembre; así comola oveja perdida que vaga por la ladera de lacolina, azotada por el aguanieve mientras elresto del rebaño se halla en el aprisco, muereantes del amanecer; así como una nube, igual alas muchas que cubren el cielo impenetrable,

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no acude a la llamada de su pastor, el vientodel norte, que conduce a sus compañeras «abeber del mediodía de los antípodas»,* y ellase difumina y se disuelve en el claro éter, ¡asíéramos nosotros!

Dejamos atrás la orilla izquierda del her-moso lago de Ginebra y nos adentramos en lasquebradas alpinas. Viajábamos siguiendo elbravo Arve hasta su nacimiento, a través delvalle rocoso de Servox, pasando junto a casca-das y a la sombra de picos inaccesibles. Mien-tras, el exuberante castaño cedía el paso alabeto oscuro, cuyas ramas musicales se mecíanal viento y cuyas formas recias habían resistidomil tormentas, y la tierra reverdecida, el pradocubierto de flores, la colina ataviada de arbus-tos, se convertían gradualmente en rocas sinsemillas y sin huellas que rasgaban el cielo, en«huesos del mundo, aguardando verserevestidos de todo lo necesario para albergarvida y belleza».** Resultaba extraño quebuscáramos refugio allí. Parecía claro que, si

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en países en los que la tierra, madre amorosa,acostumbraba a alimentar a sus hijos, lahabíamos visto convertida en destructora, nohacía falta que buscáramos nada allí donde,azotada por la penuria, parece temblar en susvenas pétreas. Y, en efecto, no nos equivoc-ábamos en nuestras conjeturas. Buscábamosen vano los glaciares inmensos y siempremóviles de Chamonix, grietas de hielo col-gante, mares de aguas congeladas, los camposde abetos retorcidos por las ventiscas, los pra-dos, meros caminos para la avalancha estrep-itosa, y las cimas de los montes, frecuentadaspor tormentas eléctricas. La peste se en-señoreaba incluso de aquellos lugares. Cuandoel día y la noche, como hermanos gemelos deidéntico crecimiento, compartían su dominiosobre las horas, una a una, bajo las grutas he-ladas, junto a las aguas procedentes del de-shielo de nieves de mil inviernos, los escasossupervivientes de la raza del hombre cerrabanlos ojos a la luz para siempre.

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Y a pesar de ello no errábamos del todo albuscar un paisaje como éste en que poner fin anuestro drama. La naturaleza, siempre fiel, nosbrindaba su consuelo en plena desgracia. Lasublime grandeza de los objetos externosaliviaba nuestros corazones arrasados y sepresentaba en armonía con nuestra desolación.Muchas tristezas han recaído sobre el hombredurante su azaroso avance. Y muchos se hanconvertido en únicos supervivientes de susgrupos. Nuestro infortunio extraía su formamajestuosa y sus tonalidades de la inmensa ru-ina que lo acompañaba y con la que se confun-día. Así, sobre la hermosa tierra, muchasquebradas oscuras contienen arroyos cantar-ines sombreados por rocas románticas, bor-deados por senderos musgosos, pero todos, ex-cepto ése, carecían del poderoso contrapuntode los Alpes, cuyas cumbres nevadas y sali-entes desnudos nos elevaban desde nuestramorada mortal y nos conducían a los palaciosde la naturaleza.

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Aquella armonía solemne entre el aconteci-miento y la situación regulaba nuestros senti-mientos y proporcionaba, por así decirlo, unatuendo adecuado a nuestro último acto. Latristeza serena y la pompa trágica asistían aldeceso de la desgraciada humanidad. La pro-cesión fúnebre de monarcas antiguos se veíasuperada por nuestras espléndidas demostra-ciones. Cerca de las fuentes del Aveiron celeb-ramos los ritos por el último de nuestra es-pecie, exceptuando a cuatro de nosotros. Adri-an y yo, tras dejar a Clara y a Evelyn sumidosen un sueño apacible e ignorante, llevamos elcuerpo hasta aquel lugar desolado y lo deposit-amos en las cuevas de hielo, bajo el glaciar,que crujía y se rasgaba con los sonidos másleves y traía la destrucción a todo lo que seaden-trara en sus grietas. Allí, ni aves ni besti-as carroñeras profanarían la forma helada. Así,con pasos amortiguados, en silencio,colocamos al muerto sobre un catafalco dehielo, y al partir nos detuvimos sobre la

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plataforma rocosa, junto al nacimiento del río.A pesar de nuestra quietud la mera agitacióndel aire causada por el paso de nuestros cuer-pos bastó para perturbar el reposo de aquellaregión congelada; apenas habíamos abandon-ado la caverna cuando unos gigantescosbloques de hielo, separándose del techo, sedesplomaron sobre el cuerpo que habíamosdepositado en su interior. Habíamos escogidouna noche serena, pero el trayecto hasta allíhabía sido largo y la luna creciente ya seocultaba tras las cimas de poniente cuandoculminamos nuestra misión. Las montañasnevadas y los glaciares azules parecían emitirsu propia luz. La abrupta quebrada, que form-aba una ladera del monte Anvert, se hallabafrente a nosotros, y el glaciar a nuestro lado. Anuestros pies el Aveiron, blanco y espumeante,corría entre las piedras que salían a su paso y,salpicando y rugiendo sin cesar, alteraba laquietud de la noche. Unos relámpagos doradosjugaban en torno a la vasta cúpula del Mont

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Blanc, silenciosos como la mole cubierta denieve que iluminaban. Todo aparecía desolado,indómito, sublime, y los abetos, con sus susur-ros melodiosos, dulcificaban aquella majestu-osa aspereza. Pero ahora el corrimiento y lacaída de los bloques de hielo rasgaron el aire yel estruendo del alud atronó en nuestros oídos.En países cuyos accidentes geográficos son demenor magnitud, la naturaleza manifiesta suspoderes vivos en el follaje de los árboles, en elcrecimiento de la hierba, en el dulce murmullode los ríos mansos. Aquí, dotada de atributosgigantescos, eran los torrentes, las tormentaseléctricas y los movimientos de grandes masasde agua los que demostraban su actividad. Éseera el camposanto, ése el réquiem, ésa la con-gregación eterna que velaba en el funeral denuestro compañero.

No era sólo su forma humana la quehabíamos depositado en su sepulcro eterno ycuyas exequias celebrábamos. Con aquella úl-tima víctima, la Peste se desvanecía de la

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tierra. La muerte nunca había precisado dearmas para destruir la vida y nosotros, pocoscomo éramos y en el estado de debilidad enque nos hallábamos, seguíamos expuestos a to-das las demás saetas que rebosaban de su al-jaba. Pero no, la peste ya no se encontrabaentre ellas. Durante siete años había exhibidoun dominio absoluto sobre la tierra. Había hol-lado todos los recodos de nuestro espaciosoorbe; se había fundido con la atmósfera, quecomo un manto envuelve a todas las criaturas–a los habitantes de nuestra Europa natal, alos asiáticos rodeados de lujos, a los oscurosafricanos, a los libres americanos–, y a todaslas había derrotado y destruido. Su bárbara tir-anía llegaba a su fin allí, en el quebrada rocosade Chamonix.

Aunque eran escenas aún recurrentes detristeza y dolor, los frutos de su destrucción yano formaban parte de nuestras vidas. La pa-labra «peste» ya no resonaba en nuestros oí-dos; su aspecto encarnado en el semblante

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humano ya no se presentaba ante nuestrosojos. A partir de ese momento ya no volví a vera la Peste, que abdicó de su trono y, despoján-dose de su cetro imperial entre los bloques dehielo que nos rodeaban, dejó a la soledad y elsilencio como herederos de su reino.

Mis sensaciones presentes se confundenhasta tal punto con el pasado que no sé decir siya tuvimos conocimiento de ese cambio mien-tras permanecíamos en aquel lugar estéril.Creo que así fue, que pareció como si una nubeque pendía sobre nosotros se hubiera retirado,que del aire se hubiera apartado un peso; que apartir de ese momento respiraríamos sin tantoimpedimento y que nuestras cabezas sealzarían, recobrando parte de nuestra anteriorlibertad. Y sin embargo no albergábamos es-peranzas. Habitaba en nosotros la sensaciónde que nuestra raza estaba sentenciada peroque la peste no sería nuestra destructora. Eltiempo que quedaba era como un poderoso ríopor el que desciende una barca encantada cuyo

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timonel mortal sabe que el peligro más obviono es el que debe temer, pero que, con todo, elpeligro se encuentra cerca; y que flota temer-oso entre profundos precipicios, a través deaguas bravas y oscuras, y ve en la distanciaformas más raras y amenazadoras hacia lasque se ve impelido irremisiblemente. ¿Qué ibaa ser de nosotros? ¡Ojalá un oráculo de Delfos,una sacerdotisa pitia, pronunciaran lossecretos de nuestro futuro! ¡Ojalá un Ediporesolviera el enigma de la Esfinge! Como Edipoyo acabaría siendo, no porque adivinara ni unapalabra del acertijo, sino porque, entre doloresagónicos, viviendo una vida impregnada depesar, sería el mecanismo mediante el cual sedesnudarían los secretos del destino y se rev-elaría el significado del enigma, cuya explica-ción pondría punto final a la historia de lahumanidad.

Tenues fantasías como ésas acechabannuestras mentes y nos imbuían de sentimien-tos no del todo ajenos al placer, mientras

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permanecíamos junto a aquella silenciosatumba de la naturaleza, escoltados por aquel-las montañas sin vida que se alzaban sobre susvenas vivas y asfixiaban su principio vital.

–Así quedamos –dijo Adrian–, dos árbolesmelancólicos, desahuciados, que se alzandonde antes se mecía todo un bosque. Nosqueda lamentarnos, añorar y morir. Y sin em-bargo ahora mismo nos quedan por cumplirdeberes que debemos conminarnos a cumplir:el deber de dar placer allá donde podamos y,mediante la fuerza del amor, iluminar con loscolores del arco iris esta tormenta de pesar. Nome quejaré si en esta hora extrema conserva-mos apenas lo que ahora poseemos. Algo medice, Verney, que ya no hemos de temer anuestro enemigo cruel, y me aferro con ganas ala voz de ese oráculo. Aunque extraño, serádulce presenciar el crecimiento de tu pequeño,el desarrollo del joven corazón de Clara. Enmedio de un mundo desierto, nosotros losomos todo para ellos. Y si vivimos nuestra

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misión ha de consistir en lograr que este nuevomodo de vida les resulte feliz. De momentoserá fácil, pues sus ideas infantiles no se aven-turan en el futuro, y el agudo anhelo de com-prensión y todo el amor del que nuestra nat-uraleza es susceptible no han despertado aúnen ellos. No podemos adivinar qué sucederáentonces, cuando la naturaleza ejerza suspoderes sagrados e ineludibles. Pero muchoantes de que ello ocurra podemos estar todosfríos, como el que yace en esta tumba de hielo.Debemos preocuparnos sólo por el presente ytratar de llenar con imágenes agradables laimaginación inexperta de tu encantadorasobrina. Los escenarios que ahora nos rodean,a pesar de su inmensidad y maravilla, no sonlos que mejor pueden contribuir a la tarea. Lanaturaleza, aquí, se presenta como nuestrasuerte, grande pero demasiado destructiva,desnuda y tosca como para permitir que en sujoven imaginación surja la delicia. Dirijámonosa las soleadas llanuras de Italia. El invierno

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llegará pronto y vestirá estos parajes indómi-tos de una doble desolación. Pero nosotroscruzaremos estas áridas cumbres y la llevare-mos a escenarios de fertilidad y belleza en losque su camino se verá adornado con flores y elambiente alegre le inspirará placer yesperanza.

En cumplimiento de este plan abando-namos Chamonix al día siguiente. No habíamotivo para apresurar la marcha; más allá denuestro círculo, no había nada que encadenaranuestra voluntad, de modo que cedíamos a to-dos los caprichos y nos parecía que inver-tíamos bien nuestro tiempo si lográbamos con-templar el paso de las horas sin horror. Nosdemoramos en el encantador valle de Servox.Pasamos largas horas sobre el puente que, sal-vando la quebrada del Arve, domina una vistade sus profundidades tapizadas de abetos y delas montañas nevadas que la rodean. Avan-zamos sin apresurarnos por la románticaSuiza. Mas el temor a que nos atrapara el

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invierno nos llevó finalmente a proseguir, y enlos primeros días de octubre llegamos al vallede La Maurienne, que conduce hasta Cenis. Nosé explicar los sentimientos enfrentados quenos asaltaron al abandonar aquella tierra demontañas. Tal vez fuera porque veíamos en losAlpes la frontera que separaba el pasado delfuturo y queríamos aferrarnos a lo que, ennuestra vida anterior, tanto habíamos amado.Tal vez, como eran tan pocos los impulsos quenos instaban a elegir entre dos modos de pro-ceder, nos complacía preservar la existencia deuno de ellos y preferíamos la idea de lo que es-taba por hacer al recuerdo de lo que yahabíamos culminado. Sentíamos que, por eseaño al menos, el peligro había pasado, ycreíamos que durante algunos meses nostendríamos los unos a los otros. Aquelpensamiento nos llenaba de una mezcla deagonía y placer; los ojos se inundaban de lágri-mas y sentimientos tumultuosos desgarrabanlos corazones; más frágiles que la «nieve que

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cae sobre el río»* éramos todos y cada uno denosotros, pero tratábamos de dar vida e indi-vidualidad al curso meteórico de nuestras di-versas existencias, y nos esforzábamos porqueningún momento se nos escapara sin habergozado de él. Así, avanzando sobre ese límiteborroso, éramos felices. ¡Sí! Sentados bajo lospeñascos, junto a las cascadas, cerca de

bosques tan antiguos como los montes deprados ondulantes, soleados, **

donde pacía el rebeco y la tímida ardilla acudíaa declamar sobre los encantos de la naturalezay a embriagarse de sus bellezas inalienables,nosotros, en nuestro mundo vacío, nos sen-tíamos felices.

Pero, ¡oh, días de dicha! Días en que losojos hablaban a los ojos y las voces, más dulcesque la música de las ramas oscilantes de los pi-nos, que el murmullo sereno de los riachuelos,

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respondían a mi voz… ¡Oh, días desbordantesde beatitud, días de propicia compañía, díasamados, perdidos, que no logro retener…! Pas-ad ante mí, y en vuestro recuerdo hacedmeolvidar lo que soy. Contemplad mis ojos llor-osos que empapan este papel insensible, con-templad mis gestos que se tuercen en lamentosde agonía apenas regresáis a mi memoria,ahora que, solo, mis lágrimas se vier-ten, mislabios tiemblan, mis gritos llenan el aire sinnadie que me vea, que me consuele, que meoiga. ¡Oh, días de dicha! Permitidme morar envuestras dilatadas horas.

Cuando el frío empezaba a recrudecerse,cruzamos los Alpes y llegamos a Italia. Cuandosalía el sol desayunábamos, y con alegrescomentarios o disquisiciones aprendidas ex-presábamos nuestras quejas. Vivíamos sinprisas, y aunque sin perder de vista la meta denuestro viaje, no nos importaba el día exactoen que lo culminaríamos. Cuando al cieloasomaba la estrella vespertina y el sol

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anaranjado, por poniente, indicaba la posiciónde la tierra amada que habíamos abandonadopara siempre, la conversación, que manteníaencadenados los pensamientos, hacía que lashoras pasaran volando. ¡Ojalá hubiéramosvivido de ese modo por siempre jamás! ¿Quéimportancia habría tenido para nuestroscuatro corazones, que eran las únicas fuentesde vida en todo el vasto mundo? Con respectoal sentimiento estrictamente individual,habríamos preferido permanecer unidos en es-as circunstancias que, cada uno de nosotrosperdido en un desierto populoso de gentesdesconocidas, haber vagado sin compañíahasta el fin de la vida. Así tratábamos de con-solarnos unos a otros, y así la verdadera filo-sofía nos enseñaba una lección.

A Adrian y a mí nos llenaba de dichaatender a Clara, a la que habíamos nombradopequeña reina del mundo y de la que nosotroséramos humildes servidores. Cuandollegábamos a alguna ciudad, nuestra primera

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misión consistía en escoger para ella la moradamás noble. Después nos asegurábamos de queno quedaran restos siniestros de sus anterioresocupantes, le buscábamos alimentos yvelábamos por sus necesidades con asiduaternura. Clara participaba en nuestro juegocon entusiasmo infantil. Su principal ocupa-ción era el cuidado de Evelyn, pero le en-cantaba vestirse con ropas magníficas, adorn-arse con piedras preciosas, fingir un rangoprincipesco. Su religiosidad, profunda y pura,no le prohibía combatir de ese modo losagudos zarpazos del dolor. Y su vivacidad ju-venil la llevaba a entregarse en cuerpo y alma aaquellas raras mascaradas.

Habíamos decidido pasar el invierno enMilán, pues, por ser una ciudad grande y lu-josa, podría proporcionarnos variedad de alo-jamiento. Habíamos descendido desde losAlpes y habíamos dejado atrás sus inmensosbosques e imponentes peñascos. Entramos enla sonriente Italia. Pastos y maizales se

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intercalaban en las llanuras y las viñas sinpodar enroscaban sus indómitas ramasalrededor de los olmos. Las uvas, maduras enexceso, habían caído al suelo o colgaban, púr-puras o de un verde ajado, entre hojas de parrarojizas y amarillas. Los envoltorios vacíos delas mazorcas se mecían al viento. El follajecaído de los árboles, los arroyos cubiertos demalas hierbas, los olivos oscuros, ahora salpic-ados de sus frutos maduros; los castaños, delos que la ardilla era cosechadora. Toda abund-ancia y, ¡ay!, toda pobreza, pintaba con tonosasombrosos y fantásticos aquella tierra de her-mosura. En las ciudades, en las ciudades mu-das, visitábamos las iglesias, decoradas conpinturas, obras maestras del arte, o las galeríasde estatuas, mientras en aquel clima benignolos animales, con su libertad recobrada, sepaseaban por los lujosos palacios y apenastemían nuestra presencia ya olvidada. Losbueyes grises fijaban en nosotros sus ojos yseguían, despacio, su camino. Un asustado

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rebaño de ovejas salía a trompicones de algunaestancia antes dedicada al reposo de la bellezay se escurría, pasando a nuestro lado, por la es-calera de mármol, camino de la calle, y denuevo, al hallar una puerta abierta, tomabaposesión absoluta de algún templo sagrado ode la cámara del consejo de algún monarca.Aquellos hechos habían dejado hacía tiempode causarnos asombro, lo mismo que otroscambios peores, como la constatación de queun palacio se hubiera convertido en meratumba, impregnada de olores fétidos e infest-ada de cadáveres. Y percibíamos que la peste yel miedo habían representado pantomimasraras, llevando a la dama noble hasta los cam-pos marchitos y las granjas desiertas y tum-bando, sobre alfombras tejidas en la India, alrudo campesino o al mendigo deforme y apen-as humano.

Llegamos a Milán y nos alojamos en elpalacio del virrey. Allí dictamos leyes paranosotros mismos, dividiendo el día y

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estableciendo distintas ocupaciones para cadahora. Por las mañanas cabalgábamos por loscampos cercanos o paseábamos por los pala-cios en busca de pinturas y antigüedades. Porlas tardes nos reuníamos para leer o conversar.Eran pocos los libros que no nos inspirarantemor, pocos los que no arrancaran el barnizque aplicábamos a nuestra soledad al re-cordarnos relaciones y emociones que ya novolveríamos a experimentar. Llenabannuestras horas obras sobre disquisicionesmetafísicas; o de ficción, que, al alejarse de larealidad, se perdían en errores inventados; o laobra de poetas de tiempos tan remotos queleerlos era leer sobre la Atlántida y la Utopía, oa aquéllos que se referían sólo a la naturaleza ya las ideas de una única mente. Pero sobre to-do hablábamos, charlábamos entre nosotrossobre temas diversos y siempre nuevos.

Aunque allí detuvimos nuestro avancehacia la muerte, el tiempo siguió su curso acos-tumbrado. La tierra seguía girando montada

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en el carro de la atmósfera, impulsada por lafuerza de los corceles de una necesidad in-falible. Y ahora esa gota de rocío en el cielo, esaesfera cubierta de montañas, esplendorosa deolas, dejando atrás la breve tiranía de Piscis yal frígido Capricornio, se adentró en la radi-ante finca de Tauro y Géminis. Y allí, oreadopor aires primaverales, el Espíritu de la Bellezasalió de su letargo frío y, extendiendo las alasal viento, con pie rápido y ligero rodeó la tierracon una cinto de verdor que se exhibía entrelas violetas, se ocultaba entre el tierno follajede los árboles y acompañaba a los arroyos ra-diantes en su viaje hacia un mar bañado por elsol. «Porque he aquí que ha pasado el invierno,se ha mudado, la lluvia se fue; las flores hanbrotado en la tierra, el tiempo del canto de lospájaros ha vuelto, y en nuestra tierra resuenael arrullo de la tórtola; la higuera ha dado susprimeros higos, y en las vides las uvas mástiernas exhalan un delicioso aroma.»* Así era

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en los tiempos del antiguo poeta regio; y asíera para nosotros.

¿Mas cómo íbamos nosotros, en nuestratristeza, a saludar la llegada de la estación deli-ciosa? Esperábamos que esta vez la muerte noavanzara, como había hecho antes, agazapadaen su sombra, y nos mirábamos con ojos ex-pectantes, sin atrevernos siquiera a fiarnos denuestros presentimientos, tratando de adivinarcuál de nosotros sobreviviría a los otros tres.Pasaríamos la estación estival en el lago deComo, y hacia allí nos dirigimos tan prontocomo el verano alcanzó su madurez y la nievedesapareció de las cumbres. A diez millas deComo, bajo las escarpadas alturas de losmontes orientales, a orillas del agua re-mansada, se alzaba una villa llamada La Plini-ana por estar construida junto a una fuentecuyo periódico flujo y reflujo describió Plinio elJoven en sus cartas. La casa se hallabaprácticamente en estado de ruina hasta que, en2090, un aristócrata inglés la compró y la dotó

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de todos los lujos. Dos grandes salonesrevestidos de espléndidos cortinajes y suelosde mármol daban a dos lados opuestos de unmismo patio. Uno de ellos moría en el lagooscuro y profundo, y el otro a los pies de unpeñasco por uno de cuyos lados, con rumorconstante, se descolgaba la célebre fuente.Coronaban la roca mirtos y otras planasaromáticas y unos cipreses afiladísimos se re-cortaban contra el cielo. Más allá grandescastaños decoraban las hondonadas de losmontes. Allí fijamos nuestra residencia de ver-ano. Disponíamos de un precioso bote en elque navegábamos, ahora dirigiéndonos alcentro, ahora siguiendo la orilla recortada yexuberante de plantas que con sus hojas bril-lantes rozaban las aguas en muchos entrantesy quebradas de aguas oscuras y traslúcidas.Los naranjos estaban en flor, los pájarosentonaban sus cantos melodiosos y durante laprimavera la fría serpiente surgía de entre lasgrietas de las rocas y se tendía al sol.

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¿No éramos felices en este retiro paradis-íaco? Si algún espíritu amable nos hubieraconcedido el bálsamo del olvido, creo quehabríamos llegado a serlo, pues allí lasmontañas verticales, casi sin senderos, nosimpedían la visión de los campos desolados y,sin necesidad de ejercitar en exceso la ima-ginación, podíamos fantasear con que lasciudades seguían bullendo de actividad hu-mana, con que los campesinos seguían arandola tierra y con que nosotros, los ciudadanoslibres del mundo, gozábamos de un exilio vol-untario, en vez de la separación inevitable denuestra especie extinta.

Ninguno de nosotros disfrutaba más queClara de la belleza del paisaje. Antes de partirde Milán se había operado un cambio en sushábitos y maneras. Había perdido la alegría yse mantenía alejada de toda actividad física;empezó a vestirse con sobriedad de vestal. Nosevitaba y se encerraba con Evelyn en algunacámara retirada o en algún rincón alejado.

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Tampoco participaba de los pasatiempos delniño con su fervor acostumbrado; se sentaba aobservarlo y esbozaba sonrisas tristes ytiernas, los ojos arrasados en lágrimas, aunquenunca llegaba a formular la menor queja. Seacercaba a nosotros con gran timidez, rehuíanuestras caricias y no se liberaba de la ver-güenza que la dominaba hasta que algún de-bate serio o algún tema elevado lograbansacarla de su ensimismamiento. Su bellezacrecía como una rosa que, abrién-dose a lasbrisas estivales, revelara una tras otra todassus hojas e inundara los corazones de dolorante la contemplación de una hermosura tanexcesiva. Un rubor leve y variable poblaba susmejillas y sus movimientos parecían sincroniz-arse con una armonía oculta de dulzura ex-traordinaria. Nosotros redoblamos con ellanuestra ternura y atenciones, y ella las recibíacon sonrisas de agradecimiento, tan fugacesque desaparecían más deprisa que los rayos

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del sol sobre las olas brillantes en un día deabril.

Nuestro único punto de comunicación conella parecía ser Evelyn. El pequeño nos aport-aba un consuelo y una alegría indescriptibles.Su carácter extrovertido y su inocente ignoran-cia de la horrible calamidad que se habíaapoderado de nosotros eran un bálsamo paratodos, pues en nuestras ideas y sentimientosvivíamos dominados por la inmensidad de latristeza. Adorarlo, acariciarlo, entretenerlo,eran tareas comunes a las que nos en-tregábamos. Clara, que en cierta medida sesentía como una madre para él, nos agradecíainmensamente el afecto que le profesábamos.Me lo agradecía a mí. A mí que en sus cejas fi-nas y ojos tiernos veía los de la amada de micorazón, mi Idris adorada y perdida, renacidaen su rostro amable. Yo lo amaba hasta el dol-or. Si lo estrechaba contra mi pecho meparecía sostener una parte real y viva de ella,

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de la mujer que se había refugiado en él dur-ante largos años de jovial felicidad.

Adrian y yo adquirimos el hábito de salir deexpedición con nuestro bote todos los días, enbusca de objetos. Durante aquellosdesplazamientos Clara y Evelyn casi nunca nosacompañaban, pero nuestro regreso se sa-ludaba siempre con gran alegría. Evelynsaqueaba lo que hubiéramos encontrado conimpaciencia infantil y nosotros siemprellegábamos con algún regalo para nuestroamado compañero. También descubríamospaisajes nuevos, encantadores, o palacios mag-níficos a los que nos trasladábamos todos porla tarde. Nuestras excursiones en barca res-ultaban divinas; con el viento a favor sur-cábamos las olas, y si la conversación se inter-rumpía, acechada por oscuros pensamientos,yo sacaba mi clarinete y con sus ecos devolvíalas mentes a su estado anterior. En aquellasocasiones Clara regresaba a menudo a sushábitos anteriores de extroversión y buen

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humor. Y aunque nuestros cuatro corazoneseran los únicos que latían en el mundo, aquel-los cuatro corazones eran felices.

Un día, al regresar de la ciudad de Comocon el bote cargado, esperábamos que, comosiempre, Clara y Evelyn nos esperaran en elembarcadero, y nos sorprendió un poco hal-larlo desierto. En un primer momento nopensé que nada malo hubiera sucedido y at-ribuí su ausencia a la casualidad. No así Adri-an, que al punto fue presa del pánico y,tembloroso, me conminó con vehemencia aque atracara deprisa, y cuando se halló cercade la arena dio un salto y estuvo a punto decaer al agua. Ascendió a toda prisa por la pen-diente y recorrió a grandes zancadas la es-trecha franja de jardín, único espacio llanoentre el lago y la montaña. Yo lo seguí sin dila-ción. El jardín y el patio interior estabanvacíos, lo mismo que la casa, que inspec-cionamos habitación por habitación. Adrianllamó a Clara en voz alta, y ya estaba a punto

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de enfilar un sendero cercano cuando la puertade un pabellón de verano que se alzaba en unextremo del jardín se abrió y apareció Clara,que no se acercó a nosotros, sino que se apoyócontra una columna del edificio, muy pálida,con gesto ausente. Adrian gritó de alegría, seacercó a ella a la carrera y la estrechó en susbrazos. Pero ella rechazó su muestra de afectoy sin mediar palabra volvió a entrar en el pa-bellón. Sus labios temblorosos, su corazóndesesperado, le impedían pronunciar la des-gracia que se había abatido sobre nosotros. Elpobre Evelyn, mientras jugaba con ella, habíasucumbido a una fiebre súbita y ahora yacía,adormecido y sin hablar, en el pequeño sofá deaquel aposento estival.

Dos semanas enteras pasamos velando alpobre niño, mien-tras, atacada por un tifus vir-ulento, su vida se extinguía. Su cuerpo menudoy su rostro albergaban el embrión de la mentede un hombre que se abre al mundo. La nat-uraleza humana, rebosante de pasiones y

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afectos, habría echado raíces en su pequeñocorazón, cuyos latidos se dirigían velozmentehacia su final. El mecanismo de sus manitas,ahora fláccidas e inmóviles, habría culminadoobras de belleza y fuerza si éstas se hubieranrevestido de los tendones y los músculos de lajuventud. Sus pies tiernos, otrora sanos, hubi-eran hollado en su pubertad los bosques y losprados de la tierra… Pero todos aquellospensamientos servían de muy poco, pues él,tumbado, abandonado de todo pensamiento yfuerza, aguardaba el golpe final sin oponerresistencia.

Nosotros lo observábamos junto al lecho, ycuando le sobrevenían los accesos de fiebre, nihablábamos ni nos mirábamos, concentradoscomo estábamos en su respiración entre-cortada, en el brillo mortal que teñía su mejillahundida, en el peso de la muerte que le cerrabalos párpados. Resulta manido afirmar que laspalabras no lograrían expresar la larga agoníaque vivimos; sin embargo, ¿cómo van las

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palabras a recrear sensaciones cuya intensidadnos atormenta y, por así decirlo, nos devuelvea las profundas raíces y los cimientos ocultosde nuestra naturaleza, que sacude nuestro sercon el temblor de un seísmo, hasta el punto deque dejamos de confiar en las sensacionesacostumbradas que, como la madre tierra, nossustentan, y nos aferramos a cualquier ima-ginación vana, a cualquier esperanza engañosaque no tarda en quedar sepultada bajo las rui-nas causadas por el horror final? He dicho quefueron dos semanas las que pasamos asis-tiendo al avance de la enfermedad que con-sumía a mi hijo, y tal vez así fuera; de nochenos asombrábamos de que hubiera transcur-rido otra jornada, aunque las horas nosparecían interminables. No distinguíamos losdías de las noches. Apenas dormíamos y nisiquiera abandonábamos su cuarto, exceptocuando un arrebato de llanto se apoderaba denosotros y nos ausentábamos durante untiempo breve para ocultar nuestros sollozos y

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nuestras lágrimas. Tratábamos en vano deapartar a Clara de tan deplorable escena. Ellapermanecía horas y horas observándolo,ahuecándole a veces la almohada, y mientras elpequeño mantuvo la facultad de tragar, admin-istrándole bebidas. Al fin llegó el momento desu muerte: la sangre detuvo su curso, el niñoabrió los ojos y volvió a cerrarlos. Sin convul-siones ni suspiros, su frágil morada quedólibre del espíritu que la habitaba.

He oído decir que la visión de los muertosconfirma a los materialistas en sus creencias. Amí me sucedía lo contrario. ¿Era ése mi hijo,ese ser inmóvil, corruptible, inanimado? Mihijo adoraba mis caricias, su voz encantadorarevestía sus pensamientos con sonidos articu-lados de otro modo inaccesibles; su sonrisa eraun rayo de alma y esa misma alma ocupaba eltrono de sus ojos. Ya concluyo mi descripciónfallida de lo que era. ¡Toma, tierra, tu deuda!Voluntariamente y por siempre te entrego elenvoltorio que reclamas. Pero tú, dulce niño,

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hijo querido y bondadoso, irás –irá tu es-píritu– en pos de una casa mejor, o, veneradoen mi corazón, vivirás mientras mi corazónviva.

Depositamos sus restos bajo un ciprés, cus-todiados por la montaña. Y entonces Clara nosdijo:

–Si deseáis que viva, llevadme lejos deaquí. Hay algo en este paisaje de belleza tras-cendente, en estos árboles, colinas y aguas, queme susurra siempre: «abandona la carga de tucarne y únete a nosotros». Os ruego encareci-damente que me saquéis de aquí.

Así, el 15 de agosto dijimos adiós a nuestravilla, al vergel sombreado donde habitaba labelleza, a la bahía serena y a la cascada par-lanchina. Nos despedimos de la tumba delpequeño Evelyn y a continuación, con el almaencogida, proseguimos nuestra peregrinaciónhacia Roma.

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Footnotes

*The Bride’s Tragedy (La tragedia de la novia), acto I, es-

cena I, de Thomas Beddoes. (N. del T.)

**Carta 5, Letters from Norway (Cartas desde Nor-

uega), de Mary Wollstone-craft. (N. del T.)

** De «Tam O’Shanter», de Robert Burns. (N. del T.)

**De «Kublai Khan», de S. T. Coleridge. (N. del T.)

*Cantar de los Cantares , 2.11-13. (N. del T.)

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Capítulo IX

Detente un poco. ¿Me encuentro ya tan cercadel final? ¡Sí! Ya todo ha terminado, un paso odos sobre esas tumbas recientes y el fatigosocamino habrá concluido. ¿Podré culminar mimisión? ¿Podré llenar el papel con palabrasdignas de la gran conclusión? ¡Levántate,Negra Melancolía! ¡Abandona tu soledad ci-meria!* Trae contigo las oscuras nieblas del in-fierno para que oscurezcan los días; trae con-tigo tierras marchitas y exhalaciones pesti-lentes que al penetrar en cavernas huecas yconductos subterráneos llenen sus venaspétreas de corrupción, para que no sólo dejende florecer las plantas, se pudran los árboles ylos ríos bajen llenos de hiel, sino también paraque las montañas eternas se descompongan yla putrefacción alcance al poderoso océano;para que la atmósfera benigna que rodea elplaneta pierda toda su capacidad de generar

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vida y sustento. Hazlo así, poder de semblantetriste, mientras yo escribo, mientras unos ojosleen estas páginas.

¿Y quién las leerá? Cuidado, tierno vástagodel mundo rena-cido. Cuidado, ser bondadosode corazón humano, que sin embargo vivesajeno a la preocupación, frente humana aún nosurcada por el tiempo. Cuidado, no vaya el tor-rente alegre de tu sangre a detenerse, no vayana encanecer tus cabellos dorados, no vaya atornarse tu franca sonrisa en arruga cinceladay profunda. Que el día no contemple estas pá-ginas, no vayan sus alegres colores a desvaírse,palidecer y morir. Busca un campo de cipresescuyas ramas ululen con la armonía adecuada;busca alguna ca-verna profunda en las en-trañas de la tierra donde no penetre más luzque la que se abra paso, parpadeante y roja, através de una única grieta y tiña la página quelees con el tono siniestro de la muerte.

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En mi mente habita una dolorosa confusiónque se niega a de-linear con claridad loshechos sucesivos. A veces la sonrisa radiante ybondadosa de mi amigo aparece ante mí y si-ento que su luz se expande y llena la eternidad.Pero luego, de nuevo, oigo los últimosestertores…

Abandonamos Como y, en cumplimientodel mayor deseo de Adrian, nos dirigimos aVenecia en nuestro camino hacia Roma. Habíaalgo en esa ciudad entronizada en una isla,rodeada de mar, que resultaba particularmenteatractiva a los ingleses. Adrian no la había vis-itado antes. Descendimos en barca siguiendolos cursos del Po y el Brenta. De día el calorresultaba inso-portable, de modo que des-cansábamos en los palacios que hallábamosjunto a las orillas y viajábamos de noche,cuando la oscuridad borraba las orillas y di-fuminaba nuestra soledad; cuando la luna er-rante iluminaba las ondas que se dividían alpaso de la proa y la brisa nocturna hinchaba

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nuestras velas, y el murmullo de la corriente, elrumor de los árboles y el crujir de la lona seunían en armoniosa cadencia. Clara, presa deldolor durante tanto tiempo, había abandonadoen gran medida su tímida reserva y recibíanuestras atenciones agradecida y tierna.Cuando Adrian, con fervor poético, declamabasobre las gloriosas naciones de los muertos,sobre la tierra hermosa y el destino delhombre, ella se acercaba a él, sigilosa, y se em-papaba de sus palabras con mudo placer. Des-terrábamos de nuestras conversaciones, y en lamedida de lo posible de nuestras mentes, laidea de nuestra desolación. Y al habitante decualquier ciudad, a quien morara entre unamultitud ajetreada, le resultaría increíble con-statar hasta qué punto lo lográbamos. Comoun hombre confinado en una mazmorra, cuyaúnica rendija de luz, minúscula y cubierta poruna reja, oscurece al principio, más si cabe, laescasa claridad, hasta que el ojo se acostumbraa ella y el preso, adaptándose a su escasez,

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descubre que un mediodía luminoso visita sucelda, así nosotros, tríada única sobre la faz dela tierra, nos multiplicábamos unos a otroshasta alcanzar la totalidad. Nos alzábamoscomo árboles cuyas raíces el viento arranca,pero que se sostienen unos a otros apoyándosey aferrándose con fervor creciente mien-trasaúllan las tormentas invernales.

Así, descendimos flotando por el caucecada vez más ancho del Po, durmiendo cuandocantaban las cigarras, despiertos cuandoasomaban las estrellas. Llegamos a las orillasmás estrechas del Brenta, y al amanecer de 6de septiembre entramos en la Laguna. El astrobrillante se alzó lentamente tras las cúpulas ylas torres y derramó su luz penetrante sobrelas aguas brillantes. En la playa de Fusina seveían góndolas hundidas y otras enteras. Em-barcamos en una de ellas rumbo a la hija viudadel océano que, abandonada y caída, se alzabaolvidada sobre sus islotes, oteando lasmontañas lejanas de Grecia. Remamos

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despacio por la Laguna y nos adentramos en elGran Canal. La marea se retiró lentamente delos portales destruidos y los salones violadosde Venecia; algas y monstruos marinosquedaron a la vista sobre el mármol ennegre-cido, mientras la sal corroía las inigualablesobras de arte que adornaban las paredes y lasgaviotas levantaban el vuelo desde los alféiz-ares de las ventanas rotas. En medio de la sini-estra ruina de todas aquellas obras del poderhumano, la naturaleza imponía su influencia y,por contraste, lucía con mayor belleza. Lasaguas radiantes apenas temblaban y sus ligerasondulaciones eran como espejos de mil carasen los que se reflejaba el sol. La inmensidadazul, más allá del Lido, se perdía en la distan-cia, inalterada por barco alguno, tan tranquila,tan bella, que parecía invitarnos a abandonaruna tierra salpicada de ruinas y a guarecernosde la tristeza y el miedo en su plácidaextensión.

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Contemplamos las ruinas de la ciudad des-olada desde lo más alto del campanario de SanMarcos, con la iglesia a nuestros pies, y volvi-mos nuestros corazones doloridos hacia el marque, aunque sea una tumba, no exhibe monu-mentos ni alberga ruinas. La tarde llegó de-prisa. El sol se puso majestuoso y sereno traslos picos brumosos de los Apeninos y sus tonosdorados y rosáceos tiñeron los montes de laotra orilla.

–Esa tierra –dijo Adrian–, impregnada delas últimas glorias del día, es Grecia.

¡Grecia! Aquella palabra pulsó alguna teclaen el pecho de Clara, que al momento, y congran vehemencia, nos recordó que le habíamosprometido llevarla de nuevo a Grecia, a latumba de sus padres. ¿Por qué ir a Roma?¿Qué íbamos a hacer allí? Podíamos montar-nos en cualquiera de los barcos allí varados yponer rumbo a Albania.

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Yo traté de disuadirla hablándole de los pe-ligros del mar y de la distancia que existíaentre Atenas y las montañas que nosotrosveíamos, una distancia que, dado el estado sil-vestre del país, resultaría casi insalvable. Adri-an, encantado con la propuesta de Clara, ig-noró mis objeciones. La estación era favorable.El viento del noroeste nos llevaría al otro ladodel golfo. Y luego tal vez encontráramos, en al-gún puerto, algún caique griego adaptado paraesa clase de navegación; bordearíamos la costade la Morea y sorteando el istmo de Corinto,sin las grandes fatigas de los viajes por tierra,nos hallaríamos en Atenas. A mí todo aquellome parecía descabellado; pero el mar, que re-fulgía con mil tonalidades púrpuras, parecíabrillante y seguro. Mis amados compañeros es-taban tan decididos, tan entusiasmados, quecuando Adrian dijo: «Bien, aunque no es ex-actamente lo que deseas, consiente para com-placerme», no pude seguir negándome. Esamisma noche escogimos una embarcación que

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por su tamaño nos pareció adecuada para latravesía. Plegamos las velas y verificamos el es-tado de las jarcias. Esa noche dormimos enuno de los mil palacios de la ciudad, decididosa embarcar al alba.

Cuando las brisas que no mecen su serenasuperficiebarren el mar azul, la tierra no amo más;sonrisas de las aguas serenas y tranquilasmi mente inquieta tientan…

Eso dijo Adrian, citando una traducción deMosco, cuando, con las primeras luces del día,remamos por la Laguna, dejamos atrás el Lidoy llegamos a mar abierto. A continuación yoañadí:

Pero cuando en el abismo gris del océanoel rugido resuenay la espuma se eleva sobre el mar, ygrandes olas rompen…

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Pero mis amigos declararon que aquellosversos eran un mal augurio. Y así, con buenánimo, abandonamos las aguas poco pro-fundas y, ya en alta mar, desplegamos e izamoslas velas para impulsarnos con los vientospropicios. El aire risueño de la mañana lashinchaba mientras el sol bañaba tierra, cielo ymar; las plácidas olas se separaban al encuen-tro de la quilla y murmuraban su bienvenida. Amedida que la tierra se alejaba, el mar azul,casi sin olas, hermano gemelo del Empíreo, fa-cilitaba el gobierno de nuestra barca. Nuestrasmentes, contagiadas de la tranquilidadbalsámica del aire y las aguas, se imbuían deserenidad. Comparada con el océano impoluto,la tierra lúgubre parecía un sepulcro, sus altosacantilados e imponentes montañas monu-mentos, sus árboles los penachos de algúncoche fúnebre, los arroyos y los ríos, porta-dores de las lágrimas vertidas por los muertos.Adiós a las ciudades desoladas, a los camposcon su silvestre alternancia de maíz y malas

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hierbas, a las reliquias de nuestra especie ex-tinguida, que no dejan de multiplicarse.Océano, a ti nos encomendamos. Aunque elpatriarca antiguo flotara sobre el mundo aneg-ado, permite que nos salvemos, ahora que nosentregamos a la inundación perenne.

Adrian iba al timón. Yo me ocupaba de losaparejos. La brisa, de popa, hinchaba las velasy surcábamos veloces el mar sereno. A medi-odía el viento encalmó. Su escaso fuelle nospermitía apenas mantener el rumbo. Comomarineros perezosos, gozando del buentiempo, sin importarnos el tiempo, conver-sábamos alegremente sobre nuestro trayectocostero que nos llevaba a Atenas. Establecer-íamos nuestro hogar en una de las Cícladas, yallí, entre campos de mirtos, en una eternaprimavera dulcificada por saludables brisasmarinas, viviríamos muchos años en uniónbeatífica. ¿Existía la muerte en el mundo?

El sol alcanzó su cenit y descendió por elinmaculado suelo de los cielos. Tumbado en la

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barca, de cara al sol, creía ver en su blancoazulado unas franjas de mármol, tan leves, taninmateriales, que ahora me decía: «ahí están»,y luego: «son imaginaciones mías». Un temorrepentino se apoderó de mí mientras observ-aba, e incorporándome y corriendo hacia laproa –de pie, el cabello algo levantado sobre lafrente–, una línea oscura de olas apareció porel este y se aproximó velozmente hacia noso-tros. Mi advertencia asombrada a Adrian fueseguida de un ondear de velas, pues el vientoque las azotaba era adverso, y la barca cabeceó.La tormenta, rápida como el habla, se situó alinstante sobre nuestras cabezas, el sol enroje-ció, el mar oscuro se cubrió de espuma y labarca empezó a subir y bajar a merced de unasolas cada vez mayores.

Contémplanos ahora en nuestra frágilmorada, rodeados de un oleaje hambriento yrugiente, abofeteados por los vientos. Por eleste, dos inmensos nubarrones negros queavanzaban en direcciones opuestas se

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encontraron. Saltó el rayo, seguido del mur-mullo del trueno. Al sur las nubes respondi-eron y el garabato de fuego que, dividiéndose,recorría el cielo negro, nos mostró las pavoro-sas montañas de cúmulos, alcanzados ya, y ex-terminados, por las inmensas olas. ¡SantoDios! Y nosotros solos, nosotros tres, solos, so-los, únicos habitantes del mar y de la tierra,nosotros tres íbamos a perecer. El vasto uni-verso, su miríada de mundos y las llanuras detierra ilimitada que habíamos abandonado –laextensión de mar abierto que nos rodeaba– seempequeñecían ante mi vista; ello y todo loque contenía se reducía a un solo punto, a labarca tambaleante, cargada de gloriosahumanidad.

La desesperación surcó el rostro amorosode Adrian, que con los dientes apretadosmurmuró:

–Aun así se salvarán. –Clara, presa de unterror muy humano, pálida y temblorosa, seacercó a él como pudo, y Adrian le dedicó una

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sonrisa de aliento–. ¿Tienes miedo, niña? Nolo tengas, que muy pronto llegaremos a puerto.

La oscuridad me impedía ver el cambio ensu semblante, pero pronunció su respuesta convoz clara y dulce.

–¿Por qué habría de tenerlo? Ni el mar nilas tormentas pueden vencernos si el destinopoderoso, o quien gobierna el destino, no lopermite. Además el punzante temor a sobre-vivir a cualquiera de los dos no tiene aquí sen-tido, pues será una única muerte la que noslleve a los tres a un tiempo.

Arriamos las velas, salvamos un foque y encuanto pudimos variamos el rumbo e, impulsa-dos por el viento, nos dirigimmos a la costaitaliana. La noche negra lo confundía todo yapenas discerníamos las crestas de las olasasesinas, excepto cuando los relámpagoscreaban un breve mediodía y se bebían la ti-niebla, mostrándonos el peligro que nosacechaba, antes de devolvernos a una

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oscuridad duplicada. Ninguno de los tres hab-laba, salvo cuando Adrian, al timón, nos trans-mitía alguna palabra de ánimo. Nuestrapequeña cáscara de nuez obedecía sus órdenescon precisión milagrosa y avanzaba sobre lasolas como si, hija del mar, su airada madreprotegiera a su criatura, que se encontraba enpeligro.

Yo iba sentado en la proa, observandonuestro avance, cuando súbitamente oí que lasolas rompían con furia redoblada. Sin dudanos hallábamos cerca de la costa. En el in-stante mismo en que gritaba: «¡Por allí!», elresplandor de un relámpago prolongado llenóel cielo y nos mostró durante unos instantes laplaya plana que se extendía ante nosotros, laarena fina e incluso los cañaverales bajos ysalpicados de agua salada que crecían dondeno alcanzaba la marea. La negrura regresó almomento y suspiramos con el mismo alivio dequien, mientras fragmentos de roca volcánicaoscurecen el aire, ve una gran lengua surcando

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la tierra, muy cerca de sus pies. No sabíamosqué hacer, las olas, aquí y allá, por todaspartes, nos rodeaban, rugían y rodaban, nossalpicaban el rostro. Con considerable difi-cultad, exponiéndonos a un gran peligro, final-mente logramos alterar nuestro curso yquedamos encarados hacia la orilla. Advertí amis compañeros de que se prepararan para elnaufragio de nuestro pequeño caique y les in-sté a que se agarraran a algún remo o palo lobastante grande como para mantenerlos aflote. Yo era un excelente nadador; la mera vis-ión del mar solía provocarme las sensacionesque experimenta un cazador cuando oye elgriterío de una jauría de perros; adoraba sentirlas olas envolviéndome, tratando de revolcar-me mien-tras yo, señor de mí mismo, memovía hacia un lado o hacia el otro a pesar desus coléricos embates. También Adrian sabíanadar, pero su debilidad física le impedía dis-frutar del ejercicio o mejorar con la práctica.Mas, ¿qué resistencia podía oponer el nadador

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más fuerte a la exagerada violencia de unocéano que exhibía toda su furia? Mis es-fuerzos para prevenir a mis compañeros serevelaron casi del todo inútiles, pues el rugidode las olas no nos permitía oírnos, y éstas, alpasar constantemente sobre el casco, me ob-ligaban a dedicar todas mis energías a achicaragua a medida que iba entrando. La oscuridad,densa, palpable, impenetrable, nos rodeaba,alterada sólo por los relámpagos. En ocasionesunos rayos rojos, fieros, se zambullían en elmar, y a inter-valos, de las nubes se descol-gaban grandes mangas que agitaban unas olasque se alzaban para recibirlas. Mientras, lagalerna impulsaba las nubes, que se confun-dían con la mezcla caótica de cielo y océano. Elcasco empezaba a romperse, nuestra única velaestaba hecha harapos, rota por la fuerza del vi-ento. Habíamos cortado el mástil y tirado porla borda del caique todo lo que éste contenía.Clara me ayudaba a achicar agua y en un mo-mento en que se volvió para contemplar el

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relámpago, vi, en el resplandor momentáneo,que en ella la resignación había vencido sobreel miedo. En las circunstancias más extremasexiste en nosotros un poder que asiste a lasmentes por lo general débiles y nos permite so-portar las torturas más crueles con una pres-encia de ánimo que en nuestras horas felicesno habríamos imaginado siquiera. Una calma,más aterradora aún que la tempestad, seapoderaba de los latidos de mi corazón, unacalma que era como la del tahúr, la del suicida,la del asesino, cuando el último dado está apunto de lanzarse, cuando se lleva la copa en-venenada a los labios, cuando se dispone a ase-star el golpe mortal.

Así pasaron horas, horas que habríancincelado surcos de vejez en rostros imberbes,que habrían cubierto de nieve el cabello sedosode la infancia; horas en que, mientras durabanlos caóticos rugidos, mientras cada ráfaga deviento era más temible que la anterior, nuestrabarca colgaba de lo alto de las olas antes de

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desplomarse en sus abismos, y temblaba ygiraba entre precipicios de agua que parecíancerrarse sobre nuestras cabezas. Por unos in-stantes el temporal cesó. El viento, que comoun avezado atleta se había detenido antes dedar el gran salto, se abalanzó con furia sobre elmar, entre rugidos, y las olas golpearonnuestra popa. Adrian gritó que el timón sehabía roto.

–¡Estamos perdidos! –exclamó Clara–.¡Salvaos vosotros! ¡Oh, salvaos vosotros!–Otro relámpago me mostró a la pobre niñamedio enterrada en el agua, al fondo de labarca. Mientras se hundía, Adrian la levantó yla sostuvo en sus brazos. Nos habíamosquedado sin timón y avanzábamos con la proamuy levantada, al encuentro de las inmensasolas que se alzaban ante nosotros, y que alromper inundaban nuestro pequeño caique. Oíun grito, un grito que decía que nos hun-díamos, y que pronuncié yo. Me hallé en elagua. La oscuridad era total. Cuando el

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resplandor de la tempestad nos iluminó, vi laquilla de nuestro bote, volcado del revés, quese acercaba a mí. Me aferré a ella con dedos ycon uñas mientras, aprovechando los inter-valos de luz, trataba desesperadamente de dis-tinguir a mis compañeros. Creí ver a Adrian aescasa distancia de donde me encontraba,sujeto a un remo. Me solté del casco y, sacandode donde no había una energía sobrehumana,me arrojé a las aguas, tratando de llegar a él. Alno lograrlo, el apego instintivo a la vida mealentó, así como un sentimiento de contienda,como si una voluntad hostil combatiera con lamía. Me impuse al oleaje, que lo apartaba demí, como hubiera hecho con las fauces y las za-rpas de un león a punto de devorar mi pecho.Cuando una ola me tumbaba, me alzaba contrala siguiente y sentía que una especie de orgulloamargo se apoderaba de mí.

La tormenta nos había llevado cerca de lacosta y nos había mantenido en todo momentoen sus proximidades. El resplandor de cada

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relámpago me permitía ver su perfil recortado.Sin embargo mi avance era minúsculo, pueslas olas, al retirarse, me arrastraban hacia losabismos lejanos del océano. En un momentocreía rozar la arena con el pie y al momentosiguiente volvía a hallarme en aguas pro-fundas. Mis brazos empezaban a flaquear, mefaltaba el aire y mil y un pensamientos desbo-cados y delirantes pasaban por mi mente. Porlo que ahora recuerdo de ellos, el sentimientodominante era: «qué dulce sería apoyar lacabeza en la tierra serena, donde las olas nosiguieran golpeando mi cuerpo frágil, donde elrugido del mar no penetrara en mis oídos».Para alcanzar ese reposo –no para salvar lavida– realicé un último esfuerzo y la orilla sepresentó accesible ante mí. Me levanté, volv? aser revolcado por las olas y el saliente de unaroca, permitién-dome un punto de apoyo, meconcedió un respiro. Entonces, aprovechandoel reflujo de las olas, me adelanté hasta llegar

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corriendo a la arena seca y caí inconscientesobre los juncos húmedos que la salpicaban.

Debí de permanecer largo tiempo privadode vida pues cuando, con gran sensación deaturdimiento, abrí los ojos, me recibió la luz dela mañana. Un gran cambio se había operadoentre tanto: el amanecer gris teñía las nubespasajeras, que avanzaban rasgándose a inter-valos y mostrando vastas lagunas de un cieloazul purísimo. Por el este se alzaba un cre-ciente arroyo de luz, tras las olas del Adriático,que cambiaba el gris por un tono rosáceo ymás tarde inundó cielo y mar con etéreosdorados.

Tras mi desvanecimiento siguió una es-pecie de estupor. Mis sentidos vivían, perohabía perdido la memoria. Con todo, aquelbendito alivio fue breve –una serpiente rept-aba hacia mí para devolverme a la vida con sumordedura–, y con la primera emoción retro-spectiva me sobresalté, pero mis miembros senegaron a obedecerme. Me temblaban las

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piernas y mis músculos habían perdido toda sufuerza. Seguía creyendo que podría encontrar auno de mis amados compañeros, arrojado,como yo, sobre la playa, medio muerto perovivo. Me esforzaba al máximo para devolver ami cuerpo el uso de sus funciones animales.Me retorcí el pelo para escurrir el agua y el sa-litre y los rayos del sol naciente no tardaron devisitarme con su calor benévolo. Con elrestablecimiento de mis poderes corporales,mi mente cobró cierta conciencia del universode desgracia que a partir de ese momento seríasu morada. Corrí hasta la orilla y grité losnombres de mis amigos. El océano se tragó mivoz débil y me respondió con su rugido despi-adado. Me subí a un árbol cercano; todo lo queveía era la playa lisa flanqueada por los pinos yun mar circundado de horizonte. En vanoamplié mi búsqueda por toda la playa. Elmástil que habíamos desarbolado y echado porla borda estaba en la orilla con cabos enreda-dos y los restos de la vela; era la única reliquia

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que la tierra había recibido de nuestro naufra-gio. En ocasiones permanecía inmóvil y me re-torcía las manos. Acusaba a la tierra y al cielo,al mecanismo universal y al Todopoderoso quetan mal lo manejaba. Volví a arrojarme sobrela arena y entonces el viento, ululante, imit-ando un grito humano, me confundió y me de-volvió una esperanza falaz y amarga. De habercontado con el menor pedazo de madera, conla más minúscula de las canoas, tengo por se-guro que habría recorrido las salvajes llanurasdel océano en pos de los amados restos de losseres que había perdido y, aferrándome a ellos,me habría adentrado en su sepulcro.

Así pasé todo el día. Cada momento con-tenía una eternidad, aunque cuando todas sushoras hubieron transcurrido me asombré deque el tiempo pasara tan velozmente. Y sin em-bargo ni siquiera entonces había bebido toda lapoción amarga. Aún no estaba convencido demi pérdida. Todavía no sentía en todos mislatidos, en todos mis nervios, en todos mis

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pensamientos, que era el único supervivientede mi raza, que era el último hombre.

Las nubes regresaron al atardecer y apenasse puso el sol empezó a lloviznar. Me parecióque incluso los cielos eternos lloraban mi des-dicha. ¿Podía ser entonces motivo de ver-güenza que un hombre mortal derramara lá-grimas? Recordé las fábulas antiguas en quelos seres humanos, con su llanto, se convertíanen fuentes de caudal constante. ¡Ah! ¡Si asípudiera ser! Mi destino, entonces, se ase-mejaría en algo a la muerte húmeda de Adriany Clara. La pena es fantástica, pues teje unatela en que trazar la historia de su desgracia apartir de todas las formas que nos ro-dean, detodos los cambios que presenciamos; se intro-duce en todos los objetos de la naturaleza vivay halla sustento en todo. Como la luz, todo lobaña, y como la luz, a todo transmite suscolores.

En mi búsqueda había llegado a un lugaralgo más alejado, donde se alzaba una torre de

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vigía de las que, a intervalos, salpican la costaitaliana. Me alegré de hallar refugio, de encon-trarme con el producto de una obra humana,tras tanto tiempo rodeado de aquella temiblearidez natural. De modo que entré y ascendípor la tosca escalera de caracol que conducía ala estancia del vigía. El destino, en principio, semostró amable conmigo al no enfrentarme aningún resto de sus anteriores habitantes.Unos tablones colocados sobre caballetes dehierro, y sobre ellos hojas secas de maíz, con-stituían el lecho que se me ofrecía. Y un cajónabierto en el que se conservaban unas pocasgalletas mohosas me despertó el apetito, quetal vez ya tuviera antes, pero del que, hasta esemomento, no había sido consciente. Tambiénme atormentaba la sed, violenta, seca, con-secuencia de toda el agua de mar que habíatragado y de mi cansancio. La naturaleza, am-able, había dispuesto que la satisfacción deaquellas necesidades causara placer, de modoque incluso yo me sentí refrescado y saciado al

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comer aquel triste alimento y al beber algo delvino agrio que llenaba una botella olvidada enaquel lugar abandonado. Luego me tendí sobreel camastro, cómodo para alguien que acababade sobrevivir a un naufragio. El intenso aromaa tierra y hojas secas fue como un bálsamopara mis sentidos tras el hedor de las algas.Olvidé mi soledad. No miraba hacia atrás nihacia delante; el cansancio entumecía mis sen-tidos. Me dormí y soñé con hermosos paisajesde interior, con segadores, con un pastor quesilbaba a su perro para pedirle ayuda, pues de-bía meter el rebaño en el corral; soñé con imá-genes y sonidos característicos de la vidamontañesa de mi infancia que creía olvidados.

Desperté sumido en un dolor agónico, puesimaginaba que el océano, desatado, arrastrabaen su avance los continentes fijos, lasmontañas ancladas, y que junto con ellos se ll-evaba los arroyos que amaba, los bosques y losrebaños. Rugía colérico con el estruendo con-tinuo que había acompañado al último

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naufragio de la humanidad. Gradualmente re-cobré los sentidos. Las pare-des se alzaban ami alrededor y la lluvia golpeaba el ventanuco.Qué lúgubre resulta emerger del olvido delsueño y recibir por todo saludo el lamentomudo del propio corazón desolado, regresar dela tierra de los sueños engañosos y llegar alconocimiento indudable de un desastre inal-terado. Así me sucedía a mí en ese instante yasí me sucedería siempre. Tal vez la punzadade otros pesares se limara con el tiempo y talvez incluso los míos remitieran durante el día,ante algún placer inspirado por la imaginacióno los sentidos. Pero ya nunca contemplaría laprimera luz del día sin llevarme la mano a uncorazón desbocado, a un alma anegada por lamarea incesante de la desgracia y la desespera-ción. Ahora despertaba por vez primera almundo muerto –despertaba solo– y el lamentofúnebre del mar, oído entre la lluvia, me re-cordaba la ruina en que me había convertido.El sonido me llegaba como un reproche, como

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el aguijonazo de un remordimiento que se meclavara en el alma. Ahogué un grito. Las venasy los músculos de la garganta se me hincharon,asfixiándome. Me tapé los oídos con dos dedosy enterré la cabeza entre las hojas secas del ca-mastro. Hubiera llegado al centro de la tierrapara dejar de oír aquel lamento odioso.

Pero debía entregarme a otra tarea. Volví avisitar la detestada playa, volví a otear en vanoel horizonte, volví a gritar unos nombres a losque nadie respondió, con una voz que era laúnica que ya rasgaría el aire mudo con sílabashumanas.

¡Qué ser desconsolado, infeliz y digno decompasión era yo! Mi aspecto y mi atuendorevelaban la historia de mi desolación. El peloenredado y sucio, los miembros manchados desalitre. Cuando me arrojé al mar, durante elnaufragio, me despojé de todas las ropas queme dificultaban el avance, y la lluvia empapabalas finas telas veraniegas que ahora mecubrían. Iba descalzo, los juncos y las conchas

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rotas se me clavaban en los pies mientras ibade un lado a otro, ahora acercándome a unaroca lejana que, rodeada por la arena, adopt-aba transitoriamente una apariencia engañosa,luego reprochando al mar asesino su crueldadilimitada con los ojos encendidos.

Durante un momento me comparé a esemonarca de la desolación, Robinson Crusoe.Los dos habíamos sido arrojados a la soledad;él en las costas de una isla desierta, yo en lasde un mundo despoblado. Yo era rico en losllamados bienes de la vida. Si me alejaba deaquel escenario inmediato, más desértico, y di-rigía mis pasos a cualquiera de las muchísimasciudades que llenaban la tierra, podía apoder-arme de sus riquezas, almacenadas para mi co-modidad: ropas, alimentos, libros y moradasdignas de los príncipes de otros tiempos. Podíaelegir el clima que mejor me conviniera, mien-tras que él se veía obligado a esforzarse paracubrir sus necesidades básicas y vivía en unaisla tropical, contra cuyos calores y tormentas

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apenas lograba guarecerse. Viendo así las co-sas, ¿quién no habría preferido los placeressibaríticos que yo podía procurarme, la hol-ganza filosófica, los amplios recursos intelec-tuales, a su vida de trabajos y peligros? Y sinembargo Robinson Crusoe era mucho más felizque yo, pues él mantenía la esperanza, y no es-peraba en vano: el barco salvador llegó al finpara llevarlo de vuelta a sus paisanos, a susiguales, allí donde los pormenores de susoledad se convirtieron en relato que contar alcalor del hogar. Yo, en cambio, no podría con-tar jamás a nadie la historia de mi adversidad.Para mí no existía la esperanza. Él sabía que alotro lado del mar que rodeaba su isla solitariavivían miles de personas a quienes alumbrabael mismo sol que lo alum-braba a él. Bajo el soldel meridiano, bajo la luna cambiante, yo erael único ser de rasgos humanos. Sólo yo podíaarticular pensamientos, y cuando dormía, ni eldía ni la noche eran contemplados por nadie.Él había escapado de sus compañeros y

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contempló con temor la aparición de unahuella humana. Yo me hubiera arrodilladopara verla mejor y la hubiera venerado. Elcruel y salvaje caribe, el despiadado caníbal o,peor que ellos, el tosco, bruto y entregadopracticante de los vicios de la civilización mehabrían parecido compañeros ideales, tesorospreciados, pues su naturaleza sería igual a lamía, su forma habría sido forjada en el mismomolde; sangre humana correría por sus venasy una simpatía mutua nos uniría para siempre.Es imposible que no haya de contemplar nuncamás a otro ser humano. ¡Nunca! ¡Nunca! Pormás años que transcurran. ¿Despertaré y nohablaré con nadie? ¿Pasarán interminables lashoras y mi alma aislada en el mundo será unpunto solitario rodeado de vacío? ¿Un día su-cederá a otro día de ese modo? ¡No! ¡No! UnDios gobierna el mundo, la providencia no hacambiado su cetro de oro por el aguijón de unáspid. ¡Lejos! ¡Lejos de esta tumba marina,partiré de este rincón desolado, cerrado a todo

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acceso por su propia desolación! Caminaré denuevo por las calles empedradas, cruzaré losumbrales de las moradas de los hombres y estaidea me pare-cerá sin duda una horrible vis-ión, un sueño demencial pero evanescente.

Llegué a Ravena (la ciudad más próxima ala playa a la que había sido arrojado por elmar) antes de que el segundo sol se hubierapuesto sobre el mundo vacío. Vi muchas cri-aturas vivientes: bueyes, caballos, perros, peroa ningún hombre entre ellas. Entré en unacasa. Estaba deshabitada. Subí la escalinata demármol de un palacio y hallé a los murciélagosy los búhos habitando en sus cortinajes. Avan-zaba sin hacer ruido para no despertar a laciudad dormida. Regañé a un perro que consus ladridos alteraba la paz sagrada. No creíaque todo era lo que parecía: el mundo no es-taba muerto, era yo, que había enloquecido.Estaba ciego y sordo y había perdido el sentidodel tacto. Actuaba bajo los efectos de un encan-tamiento que me permitía contemplar todas

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las visiones de la tierra excepto a sus habit-antes humanos, que no obstante seguían consus acciones cotidianas. Todas las casas teníandueño, pero yo no los veía. Si hubiera podidopersuadirme de algo así, me habrá sentidomucho más conformado. Pero mi cerebro,tenaz en sus razonamientos, se negaba a en-tregarse a tales imaginaciones, y aunquetrataba de representarme a mí mismo esafarsa, sabía que yo, vástago del hombre, dur-ante muchos años uno más entre muchos, mehabía convertido en el único superviviente demi especie. El sol se ocultaba tras las colinas deponiente. No había probado alimento desde lanoche anterior, pero aunque débil y cansadodespreciaba la comida y seguía caminando porlas calles solitarias porque todavía quedabaalgo de luz. La noche llegó y unió a todas lascriaturas vivientes, menos a mí, con otras desu especie. El único alivio a mi agonía lohallaba en el sacrificio: de los mil lechosdisponibles, no escogí el lujo de ninguno de

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ellos y me eché en el suelo; un frío peldaño demármol me sirvió de almohada. Llegó la medi-anoche y sólo entonces mis fatigados párpa-dos, al cerrarse, me privaron de la visión de lasestrellas titilantes y de su reflejo en el pavi-mento. Así pasé la segunda noche de midesolación.

Footnotes

*Los cimerios, antiguos nómadas originarios, según

Heródoto, del norte del Cáucaso, para Homero habit-

aban en los confines del mundo, envueltos en nieblas per-

manentes. (N. del T.)

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Capítulo X

Desperté por la mañana, cuando en los pisosmás altos de las casas nobles las ventanasrecibían los primeros rayos del sol. Los pájaroscantaban apoyados en alféizares y dinteles.Desperté, y mi primer pensamiento fue: «Adri-an y Clara están muertos». Ya no me darán losbuenos días ni pasaré la larga jornada en sucompañía. Jamás volveré a verlos. El mar melos ha robado, les ha arrancado del pecho loscorazones amorosos y ha entregado a la cor-rupción aquello que yo adoraba más que la luz,la vida, la esperanza.

Yo era un muchacho, un pastor analfabetocuando Adrian se dignó a concederme suamistad. Los mejores años de mi vida los paséjunto a él. Todo lo que poseí de los bienes delmundo, de la felicidad, del conocimiento y lavirtud, se lo debía a él. Con su persona, su

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inteligencia y sus cualidades únicas había pro-porcionado gloria a mi existencia, una gloriaque sin él jamás habría conocido. Más quenadie, él me enseñó que la bondad, pura ysimple, puede ser un atributo del hombre. Losángeles deberían haberse congregado paracontemplarlo guiar, gobernar y consolar dur-ante los últimos días de la raza humana.

También había perdido a mi adorada Clara,última de las hijas del hombre, que habíamostrado todas las virtudes femeninas y juven-iles que poetas, pintores y escultores hantratado de plasmar en sus distintos lenguajes.Y sin embargo, por ella misma, ¿podía lament-ar acaso que con su muerte prematura hubieraevitado el advenimiento cierto de más desgra-cias? Ella era pura de alma y todos sus em-peños eran sagrados. Pero su corazón eratrono del amor, y la sensibilidad que su bellorostro expresaba era heraldo de muchastristezas, no menos profundas y espantosasporque ella las hubiera ocultado siempre.

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Aquellos dos seres de maravillosos dones sehabían librado del desastre universal del úl-timo año de soledad y habían sido mis com-pañeros. Mientras vivieron conmigo sentí todosu valor. Era consciente de que todos los de-más sentimientos, el reproche, la pasión, sehabían fundido gradualmente en un anhelo,una añoranza creciente por ellos. No habíaolvidado a la dulce compañera de mi juventud,madre de mis hijos, a mi adorada Idris; pero almenos, en su hermano veía revivir parte de suespíritu; y después, cuando la muerte deEvelyn me privó del recuerdo más preciadoque de ella tenía, convertí a la persona de Adri-an en un santuario dedicado a la memoria demi amada, tratando de fundir las dos ideas.Sondeo las profundidades de mi corazón e in-tento en vano recordar las expresiones quepuedan definir mi amor por aquellos dos res-tos de mi raza. Si el lamento y la pena meacechaban, como sucedía a veces en nuestroestado solitario e incierto, los tonos claros de la

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voz de Adrian y su mirada ferviente disipabanmi tristeza. O me alegraba sin saberlo al sertestigo de la serenidad y la dulce resignaciónexpresadas en la frente despejada de Clara. Loeran todo para mí: los soles de mi almatenebrosa, el reposo de mi cansancio, el sueñoreparador contra mi triste insomnio. Precaria,pálidamente, con palabras torpes, desnudas ydébiles he expresado los sentimientos con queme aferraba a ellos. Me hubiera enroscado a el-los como una hiedra para que el mismo golpenos abatiera a la vez. Habría penetrado en el-los, habría sido parte de ellos, para que

si la anodina sustancia de mi carne fuerapensamiento,*

incluso así los habría acompañado yo hasta sunueva e inefable morada.

No volveré a verlos nunca. Me falta su con-versación, no puedo verlos. Soy un árbol

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abatido por el rayo; la corteza jamás se cubriráde fibras desnudas, y su vida temblorosa,rasgada por los vientos, no recibirá jamás elbálsamo de un solo momento de calma. Estoysolo en el mundo, pero esta expresión estámenos preñada de miseria que esta otra: Adri-an y Clara están muertos.

El vaivén de estas ideas y sentimientos subey baja eternamente, sin cambio ninguno,aunque las orillas y las formas que me ro-deany que gobiernan su curso, y los reflejos en lasolas, sí varíen. Así, la sensación de pérdida in-mediata decayó algo con el tiempo, mientrasque la soledad absoluta e irremediable crecióen mí con el paso de los días. Llevaba ya tresrecorriendo Ravena, pensando sólo en misseres amados, que dormían en las cuevas delocéano o en el espacio en blanco que se ex-tendía ante mí. Temblaba cada vez que debíadar un paso y me marchitaba ante cada cambioque marcaba el avance de las horas.

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Tres días pasé recorriendo de un lado aotro la ciudad melancólica. Dedicaba horas en-teras a ir de casa en casa, escuchando conatención por si detectaba alguna señal de exist-encia humana. En ocasiones llamaba a unacampana, que resonaba en los salonesabovedados. El silencio siempre sucedía a sutañido. Me consideraba a mí mismo desesper-ado, pero seguía albergando alguna esperanzay, por tanto, la decepción se colaba al cabo deltiempo y hundía de nuevo el acero frío y afil-ado que me había desgarrado antes en laherida abierta y dolorosa. Me alimentaba comouna bestia salvaje que busca comida sólocuando un hambre atroz la asalta. No me cam-bié de ropas ni busqué el refugio de un techodurante esos días, en los que me vi poseído porcalores ardientes, irritación nerviosa, un flujoincesante pero confuso de ideas, noches enblanco y días imbuidos de enfermiza agitación.

A medida que la fiebre se apoderaba de misangre me asaltaba el deseo irreprimible de

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caminar. Recuerdo que el sol se había puestoya tras el quinto día de mi naufragio cuando,sin propósito ni destino, abandoné la ciudadde Ravena. Debía de hallarme muy enfermo.De haberme poseído más o menos delirios, talvez ésa habría sido mi última noche, porquemientras seguía andando por las orillas delMantone, cuyo curso ascendente yo seguía, ob-servaba con anhelo el caudal del agua,pensando que sus ondas cristalinas podríanaliviar mis penas para siempre. No entendíaque me hubiera demorado tanto en buscar enellas protección contra las flechas envenenadasdel pensamiento, que me desgarraban una yotra vez. Caminé sin detenerme gran parte dela noche, hasta que el cansancio excesivo ven-ció mi repugnancia a entrar en los aposentosdeshabitados de los de mi especie. La lunamenguante, que acababa de salir, me mostróuna casa de campo, cuya entrada pulcra yjardín bien cuidado me recordaron los de miInglaterra natal. Descorrí el cerrojo de la

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puerta y entré. Lo primero que encontré fue lacocina, donde guiado por los rayos de la luna,encontré los utensilios necesarios para en-cender una luz. Junto a la cocina había undormitorio. La cama cubierta con sábanas deblancura nívea, la madera apilada en el hogar yla mesa dispuesta como si estuviera a punto detener lugar una cena, casi me llevaron a creerque allí había encontrado lo que llevaba tantotiempo buscando: un superviviente, un com-pañero de sole-dades, un solaz a mi desespera-ción. Pero me resistí al engaño. El aposento ensí mismo estaba vacío, y me repetí que recorrere inspeccionar el resto de la casa era sólo unacto de prudencia. Imaginaba que yo mismoera una prueba contra tal expectativa, pero detodos modos mi corazón latía con fuerza cadavez que acercaba la mano a un tirador, y se en-cogía de nuevo cuando hallaba las estanciasvacías. Oscuras y silenciosas, eran comocriptas. De modo que regresé a la primera cá-mara, preguntándome qué fantasma invisible

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lo habría dispuesto todo para mi cena y mi re-poso. Acerqué la silla a la mesa y examiné lasviandas que me disponía a comer. En realidadse trataba de un festín de la muerte. El pan seveía azul y mohoso, el queso se había conver-tido en un montículo de serrín. No me atreví aexaminar el resto de los platos. Una tropa dehormigas avanzaban en formación doble sobreel mantel. Los utensilios estaban cubiertos poruna pátina de polvo, con telarañas en las quecolgaban miríadas de insectos muertos. Todosesos objetos demostraban lo falaz de mis ex-pectativas. Las lágrimas asomaron a mis ojos.Sin duda esa era una muestra caprichosa delpoder destructor. ¿Qué había hecho yo paraque todos mis nervios sensibles fueran a disec-cionarse de ese modo? Y sin embargo, ¿porqué quejarme más que antes? Esa casa vacíano mostraba ninguna desgracia nueva: elmundo estaba vacío. La humanidad estabamuerta, lo sabía bien; ¿por qué lucharentonces con una verdad sabida y rancia? Con

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todo, como he dicho, en el corazón mismo demi desesperación había albergado esperanzas,de modo que toda nueva impresión de la real-idad descarnada atacaba mi alma con unnuevo zarpazo, recitándome una lección aúnno estudiada, y ni el cambio de lugar o detiempo bastaba para aliviar mi tristeza. Así, lomismo que entonces, debería seguir yendo deun lugar a otro, día tras día, mes tras mes, añotras año, mientras viviera. Apenas me atrevía aimaginar durante cuánto tiempo más seguiríaexistiendo. Cierto era que ya no me encontrabaen la primera flor de la vida, pero tampoco ll-evaba mucho tiempo descendiendo por el vallede los años. Se decía que mi edad era la mejorde la vida: acababa de cumplir los treinta y si-ete. Mis miembros se encontraban en tanbuena forma, mis articulaciones tan engrasa-das como cuando trabajaba de pastor en lascolinas de Cumbria. Con esas ventajas medisponía a iniciar la marcha por el camino

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solitario de la vida. Aquellas eran las reflex-iones que se colaron de noche en mi sueño.

La comodidad de mi refugio de esa noche,así como el mayor reposo que logré, me de-volvieron a la mañana siguiente más salud yresistencia de la que había acumulado desde elnaufragio fatal. En las despensas que en mibúsqueda de la noche anterior había recorridohallé bastantes uvas pasas, que me refrescaronal empezar el día, mientras abandonaba mialojamiento y avanzaba hacia la ciudad quehabía divisado a poca distancia. Por lo quesuponía, debía de tratarse de Forli. Accedí congusto a sus calles amplias y cubiertas dehierba. Todo, cierto es, mostraba un exceso dedesolación, pero me gustaba encontrarme enaquellos lugares que habían sido morada demis congéneres. Adoraba atravesar calle trascalle, contemplar las altas casas y repetirme amí mismo que en otro tiempo albergaron aseres parecidos a mí. Yo no había sido siempreel infeliz que ahora soy. La amplia plaza de

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Forli, la arcada que la circundaba, su aspectoligero y agradable me animaron. Me alegrabapensar que si la tierra volvía a poblarse, noso-tros, la raza perdida, gracias a los vestigiosconservados demostraríamos a los recién lleg-ados que nuestros poderes no habían sidopocos.

Entré en uno de los palacios y abrí la puertade una sala magnífica. La sorpresa se apoderóde mí al instante. Volví a mirar con asombrorenovado. ¿Qué salvaje indómito y descuidadose hallaba frente a mí?

Pero la sorpresa fue momentánea. Percibíque era yo mismo, que me miraba desde ungran espejo situado al fondo del salón. No erararo que el amante de la principesca Idris no sereconociera a sí mismo en el triste objeto allíproyectado. Mis ropas desgarradas eran lasmismas con las que había caído al agua, con lasque había nadado por el mar tempestuoso.Largos mechones de pelo enredado caían sobremi frente y mis ojos oscuros, ahora hundidos y

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desorientados, brillaban bajo las cejas. Laictericia que por efecto de la desgracia y elabandono blanqueaba mis mejillas, impreg-naba mi piel, medio oculta por una barba devarios días.

¿Por qué cambiar de aspecto?, pensaba yo.El mundo está muerto, y este atuendo es-cuálido es mejor luto que los excesos de un tra-je negro. Creo que así habría seguido si la es-peranza, sin la que creo que el hombre no escapaz de existir, no me hubiera susurrado quecon ese aspecto sería un objeto de temor yaversión para el ser que, a pesar de saber queno existía, esperaba en el fondo que se encon-trara conmigo. ¿Se burlarán mis lectores de lavanidad que me llevó a vestirme con ciertodecoro pensando en aquel ser imaginario? ¿Operdonarán los delirios de una imaginaciónmedio enloquecida? A mí no me cuesta discul-parme: la esperanza, por vaga que fuera, meresultaba extraordinariamente necesaria, y lossentimientos placenteros se habían convertido

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en bienes tan escasos, que me entregaba sindudarlo a toda idea que me los procurara o queprometiera el regreso de la esperanza a midoliente corazón.

Tras ocuparme de ello recorrí todas lascalles y rincones de Forli. Aquellas ciudadesitalianas presentaban un aspecto de desolaciónmayor que las de Inglaterra y Francia. La pestehabía aparecido en ellas antes y en ellas habíaculminado su misión y su obra mucho antesque en las nuestras. Tal vez el verano anteriorya no hubiera conocido a ningún ser humanocon vida en el espacio incluido entre las costasde Calabria y los Alpes, al norte. Mi búsquedafue del todo infructuosa, y sin embargo no de-sistí. Creía que la razón estaba de mi parte y nodebía ignorar ninguna posibilidad de que enalguna parte de Italia existiera algún super-viviente como yo, en aquella Tierra baldía ydespoblada. Mientras así vagaba por la ciudadvacía fui pergeñando un plan para mis opera-ciones futuras. Proseguiría viaje hasta Roma.

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Tras asegurarme, mediante una búsqueda ex-haustiva, de que no dejaba atrás seres hu-manos en las ciudades por las que pasara, entodas ellas, en algún lugar visible, escribiríacon pintura blanca y en tres idiomas: «Verney,el último de la raza inglesa, habita en Roma».

Para llevar a cabo mi plan entré en el tallerde un pintor y me procuré pintura. Resultacurioso que una ocupación tan trivial me hubi-era consolado hasta el punto de animarme.Pero la pena dota de fantasía la infantil deses-peración. A esa inscripción simple sólo añadí:«Ven, amigo Te espero», Deh, vieni! ti aspetto!

A la mañana siguiente, con algo parecido ala esperanza por compañera, salí de Forli cam-ino de Roma. Hasta ese momento los dolor-osos recuerdos y las expectativas siniestras meatenazaban cuando despertaba y me acunabanen mi reposo. En muchas ocasiones me habíarendido a la tiranía de la angustia; muchas vec-es había decidido poner fin a mis desgracias.La muerte infligida con mis propias manos era

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un remedio, un remedio práctico que me dabaconsuelo. ¿Qué podía temer en el otro mundo?Si existía el infierno y yo era condenado a él,me convertiría en adepto del sufrimiento desus torturas. La acción sería fácil y constituiríael rápido y cierto fin de mi deplorable tragedia.Pero ahora esos pensamientos se desvanecíanantes las nuevas expectativas. Proseguí micamino pero no como antes, cuando sentía quecada hora, cada minuto, era una era llena deincalculable dolor.

Al avanzar por las llanuras, a los pies de losApeninos, a través de sus valles, sobre suscumbres desoladas, mi camino me llevaba porun país que había sido hollado por héroes, vis-itado y admirado por miles. Todos ello sehabían retirado como una marea, dejándome amí desnudo y solo en el centro. Pero, ¿por quélamentarse? ¿Acaso no mantenía la esperanza?Así me aleccionaba, incluso después de que elánimo me hubiera abandonado y me viera ob-ligado a hacer acopio de toda la fortaleza

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posible, que no era mucha, para impedir el re-greso de mi desesperación, caótica e intoler-able, que había seguido al triste naufragio, enel que se consumó todo miedo, en el que seaniquiló toda alegría.

Me levantaba todos los días al alba y aban-donaba mis aposentos desolados. Mientras mispies recorrían el país deshabitado, mi mentevagaba a través del universo y me sentía menosdesgraciado cuando podía, absorto en mis en-soñaciones, olvidar el paso de las horas. Alcaer la noche, y a pesar del cansancio, detest-aba encerrarme en cualquier casa para pasar lanoche. Y así, hora tras hora, seguía sentado ala puerta de la residencia que hubiera esco-gido, incapaz de abrir la puerta y encontrarmecara a cara con el vacío de su interior. Muchasnoches, aunque las neblinas otoñales cubríanel paisaje, las pasaba bajo un acebo; en nu-merosas ocasiones había cenado sólo bayas ycastañas, encendía una fogata en el suelo,como los gitanos–, porque el paisaje silvestre

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me recordaba con menos intensidad milamentable sole-dad. Contaba los días; llevabaun bastón hecho con la rama pelada de unsauce en el que marcaba los días que habíantranscurrido desde el naufragio. Cada nocheañadía una hendidura más a la suma.

Había llegado a lo alto de un monte desdeel que se divisaba Spoleto. Alrededor se ex-tendía la llanura, flanqueada por unos Apeni-nos cubiertos de castaños. Una quebrada os-cura descendía por un lado, vencida por unacueducto de altos arcos que se hundían en elclaro, más abajo, lo que atestiguaba que elhombre en otro tiempo se había dignado dedi-car sus esfuerzos y sus ideas a aquel lugar, aadornar y civilizar la naturaleza. Naturalezasalvaje e ingrata, que con sus actos violentosdestruía sus vestigios, mostrando su renova-ción constante y frágil de flores silvestres yplan-tas parásitas alrededor de esos edificioseternos. Me senté sobre una roca a contem-plar. El sol había bañado en oro el aire por

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poniente, y al este las nubes capturaban elbrillo y lo convertían en belleza fugaz. Mehallaba en un mundo que me contenía a mícomo único habitante. Cogí el bastón y contélas muescas. Veinticinco. Veinticinco díashabían transcurrido sin que otra voz humaname alegrara los oídos, sin que mi mirada con-templara otro rostro. Veinticinco días largos,cansados, seguidos de noches oscuras, solitari-as que, mezclándose con todos mis años pasa-dos, se convertían en parte del pasado –esanada que se recordaba–, una porción real e in-negable de mi vida… Veinticinco largos, largosdías.

¡Ni siquiera era un mes! ¿Por qué hablar dedías, o de semanas, o de meses? Si quería rep-resentarme cabalmente el futuro, debía empez-ar a contar en años. Tres, cinco, diez, veinte,cincuenta aniversarios de esa época realpodían transcurrir; cada uno de ellos formadopor doce meses, todos ellos con más días en sucómputo que los veinticinco que habían

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pasado. ¿Podrá ser? ¿Será? Antes veíamos lamuerte con temor. ¿Por qué? ¿Porque su lugarera oscuro? Más terrible, y mucho más oscuro,era el curso revelado de mi solitario futuro.Partí en dos el bastón y lo eché lejos de mí. Nome hacía falta ningún recordatorio del lentotranscurrir de mi vida yerma, cuando mispensamientos intranquilos se entregaban aotras divisiones, distintas a las que regían losplane-tas. Y al volver la vista atrás y ver lossiglos que habían transcurrido desde que es-taba solo, no quise dar el nombre de días yhoras a los estertores de agonía que en realid-ad los habían conformado.

Oculté el rostro entre las manos. El trino delos pájaros que se iban a dormir, los crujidosque trasmitían a los árboles, alteraban el silen-cio del aire vespertino. Cantaban los grillos, elaziolo ululaba a intervalos. Había estadopensando en la muerte, pero esos sonidos mehablaban de la vida. Alcé los ojos. Pasó unmurciélago. El sol se había puesto tras la línea

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desnuda de montes y la luna pálida, creciente,surgía blanca, plateada, entre el ocaso anaran-jado, en compañía de una estrella brillante,prolongando así el anochecer. Un rebaño devacas pasó por el prado, más abajo, sin pastor,hacia su abrevadero. La brisa amable mecía lahierba y el verde marino de los olivares, baña-dos por la luz de la luna, contrastaba con la os-curidad de los castaños. Sí, ésta es la tierra. Nohay cambios en ella, no hay ruina ni herida inf-ligida en su extensión verde. Sigue girando unay otra vez, alternando día y noche, a través delcielo, aunque el hombre ya no la adorne ni lahabite. ¿Por qué no podré olvidar yo, comouno de esos animales, y dejar de sufrir las des-gracias que soporto? Y sin embargo, quémortífera brecha se abre entre su estado y elmío. ¿Acaso no tienen ellos compañeros?¿Acaso no se emparejan ellos, y engendrancrías, y habitan en un hogar que, aunque nonos lo expresen con palabras, no lo dudo, lesresulta querido, y se enriquece con la

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compañía de los congéneres que la naturalezales ha dado? Solamente yo vivo en soledad, yo,en lo alto de esta colina, observando la llanuray los pliegues de las montañas, el cielo y su po-blación de estrellas, escuchando todos lossonidos de la tierra, el aire, las olas susur-rantes…. Yo soy el único que no puede expres-ar sus muchos pensamientos a un compañeroni apoyar mi cabeza fatigada sobre un pechoamado, ni beber de otros ojos el rocío em-briagador, más dulce que el néctar fabuloso delos dioses. ¿No he de lamentarme entonces?¿No he de maldecir el mecanismo asesino queha segado a los hijos de los hombres, mishermanos? ¿No he de maldecir a los demás re-toños de la naturaleza, que osan vivir gozando,mientras yo vivo sufriendo?

¡Ah, no! Acostumbraré mi corazón dolientea alegrarme de vuestra dicha, seré feliz porquevosotros lo sois. Vivid, vivid, inocentes,primores escogidos de la naturaleza. No soytan distinto de vosotros. Nervios, pulso,

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cerebro, articulaciones y carne, de ello estoycompuesto y las mismas leyes rigen para voso-tros. Yo poseo algo más, pero puede consider-arse un defecto, no un don, si me lleva a latristeza, cuando vosotros, en cambio, soisfelices.

En ese momento, de entre unos matorralessurgieron dos ca-bras con su cría y empezarona pacer entre la hierba. Me acerqué a ellas, queno se habían percatado de mi presencia. Ar-ranqué un puñado de brotes tiernos y se loofrecí. La pequeña se apretujó más contra susmadre, que tímidamente inició la retirada. Elmacho dio unos pasos al frente, mirándomecon fijeza. Me aproximé algo más alargando elalimento, mientras él, bajando la cabeza, meembistió con sus cuernos. Era necio por miparte, lo sabía, pero aun así cedí a mi rabia yagarré una piedra de considerables dimen-siones que habría bastado para aplastar a micolérico enemigo. Levanté la piedra y apuntébien, pero me faltó valor. La arrojé lejos y, tras

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caer entre los arbustos, descendió rodandohasta el claro. Mis pequeños visitantes, es-pantados, buscaron refugio en el bosque mien-tras yo, con el corazón encogido, roto, meapresuraba a bajar de la colina, buscando es-capar de mi propia tristeza mediante el ejerci-cio físico.

No, no. No viviré entre los paisajes sil-vestres de la naturaleza, enemiga de todo loque vive. Iré en busca de las ciudades: Roma,la capital del mundo, corona de las hazañas delhombre. Entre sus calles historiadas, ruinasvenerables y restos magníficos de los logros dela humanidad, no me sentiré, como aquí,rodeado de un paisaje que se olvida delhombre, que pisotea su recuerdo, destruye susobras y proclama de colina en colina, de valleen valle –en los torrentes, libres ya de loslímites que él le imponía, en la vegetación, ig-norante de las leyes que él le dictaba, en lasconstrucciones devoradas por las malas

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hierbas–, que su poder se ha perdido y su razase ha extinguido para siempre.

Saludé al Tíber, que era como una posesióninalienable de la humanidad. Saludé a la sil-vestre Campania, pues en toda su extensiónhabía sido hollada por el hombre, y su estadosalvaje, sin cultivos, que no era reciente, nohacía sino proclamar con mayor claridad elpoder de aquél, pues aquél le había dado unnombre honorable y un título sagrado a lo quede otro modo hubiera sido un terreno baldío ysin valor. Entré en la Roma eterna por la Portadel Popolo y con inmenso respeto saludé aquelespacio honrado por el tiempo. La ampliaplaza, las iglesias cercanas, la larga extensióndel Corso, la destacada Trinita dei Monti, todoparecía producto de la fantasía, tan silencioso,tan sereno, tan hermoso. Caía la noche y la po-blación animal que seguía existiendo en laciudad poderosa se había retirado a procurarseel descanso. No se oía el más leve sonido, salvoel murmullo de sus muchas fuentes, cuya

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cadencia monótona sonaba a armonía en misoídos. Saber que me encontraba en Roma mealiviaba. Aquella ciudad de las maravillas,apenas más ilustre por sus héroes y sus sabiosque por el poder que ejercía sobre la ima-ginación de los hombres. Me acosté esa nochey sentí que el fuego que ardía en mi corazón seaplacaba y que mis sentidos se serenaban.

Inicié impaciente mis paseos a la mañanasiguiente, en busca de distracción. Ascendí lasmuchas terrazas del jardín que adornaba elPalacio de Colonna, bajo cuyo techo me habíacobijado para pasar la noche. Y al salir de élpor su parte más elevada me hallé en el monteCavallo. La fuente chispeaba al sol y el obel-isco, más arriba, se clavaba en el cielo límpido,de un azul intenso. Las estatuas a ambos lados,las obras de Fidias y Praxíteles –según rezabanlas inscripciones–, se alzaban en toda su gran-deza, representaciones de Cástor y Pólux, quecon poder mayestático aplacaban al animalque, a su lado, retrocedía. Si aquellos ilustres

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artistas habían cincelado en realidad aquellasformas, ¡a cuántas generaciones sucesivashabían sobrevivido aquellas gigantescasformas! Ahora las contemplaba el último indi-viduo de una especie para cuya representacióny deificación habían sido esculpidas. Yo, a mispropios ojos, menguaba hasta la insignifican-cia al pensar en la cantidad de seres a los queaquellos semidioses de piedra habían sobre-vivido, aunque esa misma idea fue la que medevolvió la dignidad: la visión de la poesíaeternizada en aquellas esculturas me quitó laespina del pensamiento y lo redujo sólo a suidealidad poética.

Me repetía una y otra vez: «¡Estoy enRoma!» Contemplo y en cierto modo conversocon la maravilla del mundo, señora soberanade la imaginación, superviviente majestuosa yeterna de millones de generaciones dehombres extintos. Trataba de aplacar las penasde mi corazón doliente interesándome, inclusoentonces, en lo que durante mi juventud tanto

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había anhelado ver. Todos los rincones deRoma rebosan de reliquias de tiempos pasad-os. Las calles más sencillas se ven salpicadasde fragmentos de columnas, capiteles rotos–jónicos y corintios–, así como de brillantesbloques de granito y pórfido. Los muros de lasresidencias más ruinosas encerraban un pilaresbelto, una piedra maciza, que en otro tiempohabían formado parte del palacio de loscésares. Y la voz de un tiempo muerto, con vi-braciones acalladas, respiraba por aquellos ob-jetos mudos, a los que el hombre había infun-dido vida y había glorificado.

Abracé las vastas columnas del templo deJúpiter Stator, que sobreviven en el espacioabierto que fue el Foro, y apoyando mi mejillaencendida contra su longevidad fría, traté deperder la sensación de desgracia presente ypresente deserción, invocando en lo máshondo de mi mente los recuerdos de tiemposremotos. Me regocijé al lograrlo, pues imaginéa Camilo, a los Gracos, a Catón, y por último a

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los héroes de Tácito, que brillaron como met-eoros de inigualable esplendor en la noche os-cura del imperio. Mientras los versos de Hora-cio y Virgilio o los espléndidos periodos deCicerón desfilaban por las puertas abiertas demi mente, me sentía invadido por un entusi-asmo largamente olvida do. Me alegraba saberque miraba el mismo paisaje que habían con-templado ellos, el paisaje que sus madres y es-posas, así como multitud de personas anóni-mas, habían conocido, mientras, coetáneassuyas honraban, aplaudían o lloraban poraquellos especímenes inigualables de la hu-manidad. Así, al fin había hallado consuelo. Nohabía buscado en vano los edificios historiadosde Roma; había hallado una medicina para mismuchas y profundas heridas.

Me senté a los pies de esas vastas colum-nas. El Coliseo, cuya ruina desnuda la nat-uraleza recubre del velo radiante del verdor, sealzaba a mi derecha, bañado por el sol. No le-jos de él, a la izquierda, se hallaba la Torre del

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Capitolio. Arcos triunfales y muros derruidosde muchos templos cubrían el suelo a mis pies.Traté de imaginar a las multitudes de plebeyosy a los patricios congregados a su alrededor. Ya medida que el diorama de los tiempos pasabaante mi imaginación rendida, los iba reem-plazando por romanos modernos. El papa, consu estola blanca, repartiendo bendiciones a losfieles arrodillados; el fraile con su hábito y sucapucha; la niña de ojos negros, tocada con sumezzera ; el campesino escandaloso, curtidopor el sol, que conducía su manada de búfalosy bueyes al Campo Vaccino. El romanticismocon que, sumergiendo los pinceles en el arcoiris del cielo y la naturaleza trascendente,nosotros, hasta cierto punto, pintábamos gra-tuitamente a los italianos, sustituía a la sol-emne grandeza de la antigüedad. Recordé almonje oscuro, las figuras levíticas de El itali-ano ,* y cómo mi corazón joven había latidocon su descripción. Recordé a Corina** ascen-diendo por el Capitolio para ser coronada y,

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pasando de la heroína a su autora, pensé que elEncantador Espíritu de Roma había gober-nado, soberano, las mentes de los imaginat-ivos, hasta reposar en mí, único espectadorvivo de sus maravillas.

Permanecí largo rato imbuido de aquellasideas, pero la mente se cansa de volar sin des-canso y, deteniendo su incesante giroalrededor del mismo punto, cayó de pronto adiez mil brazas de profundidad, en el abismodel presente, en el conocimiento de sí misma,en una tristeza diez veces mayor. Abandonémis ensoñaciones y desperté. Y yo, que hacíaun instante casi había oído los gritos de lasmultitudes romanas y había sido zarandeadopor incontables multitudes, ahora contem-plaba las ruinas desiertas de Roma durmiendobajo su cielo azul. Las sombras se alargaban,tranquilas, en el suelo; las ovejas pacían sobreel Palatino, y un búfalo avanzaba por la VíaSacra, camino del Capitolio. Estaba solo en elForo, solo en Roma, solo en el Mundo. ¿Ni un

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solo hombre vivo –compañero de mi fatigosasoledad– era digno de toda la gloria y el poderde aquella ciudad venerable? Un pesar doble,una tristeza engendrada en cavernas cimerias,revestía mi alma de ropas fúnebres. Las gen-eraciones que había invocado en mi ima-ginación contrastaban más intensamente conel final de todo, con la punta afilada en la que,como en una pirámide, el poderoso tejido de lasociedad había concluido mientras yo, sobre suvertiginosa altura, contemplaba el espaciovacío a mi alrededor.

De esos lamentos vagos pasé a la contem-plación de los pormenores de mi situación. Porel momento no había logrado alcanzar el ob-jeto de mis deseos, que era encontrar a alguienque me acompañara en mi desolación. Aun así,no desesperaba. Era cierto que mi búsqueda sehabía limitado en gran parte a ciudadespequeñas y aldeas. Pero era posible que la per-sona que, como yo, pudiera encontrarse solasobre una tierra despoblada, se hubiera

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dirigido a Roma. Cuanto más frágiles eran misesperanzas, más me empeñaba en aferrarme aellas y en orientar mis actos hacia la verifica-ción de tales posibilidades, por remotas quefueran.

Así, debería instalarme en Roma ciertotiempo y mirar cara a cara mi desastre, sin en-tregarme al juego infantil de la obediencia sinsumisión, soportando la vida pero rebelán-dome contra las leyes por las que vivía.

Y sin embargo, ¿cómo iba a resignarme?Sin amor, sin comprensión, sin comunión connadie, ¿cómo iba a recibir al sol de la mañana,y con él reseguir el tantas veces repetido viajehasta las sombras del ocaso? ¿Por qué seguíaviviendo, por qué no me libraba de la pesadacarga del tiempo, y con mis propias manos lib-eraba al preso que se agitaba en mi pecho? Noera la cobardía lo que me frenaba, pues la ver-dadera valentía consistía en resistir. Y lamuerte se acompañaba de un sonido lenitivo, yno le costa-ría convencerme para que me

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internara en sus dominios. Pero no iba ahacerlo. En el momento mismo de reflexionarsobre el tema, me erigí en súbdito del destino yen siervo de la necesidad, de las leyes visiblesdel Dios invisible. Creía que mi obediencia eraresultado de un razonamiento sensato, de unsentimiento puro, de una sensación exaltadaque nacía de la verdadera excelencia y noblezade mi naturaleza. De haber visto en esa tierradesierta, en las estaciones y su devenir, sólo lamano de un poder ciego, de buena gana mehabría echado sobre la tierra y habría cerradolos ojos para siempre a su hermosura. Pero eldestino me había dado la vida cuando la pesteya se había apoderado de su presa y, arrastrán-dome por los pelos, me había arrancado de susfauces. Mediante aquellos milagros me habíarecobrado para sí. Yo admitía su autoridad yme plegaba a sus decretos. Si tras madurasconsideraciones aquella era mi decisión, res-ultaba doblemente necesario que no perdierade vista la meta de mi vida, la mejora de mis

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facultades, y envenenara su flujo con lamentosincesantes. Mas ¿cómo no lamentarme, si nohabía mano cercana que extra-jera de micorazón de corazones la espina que llevabaclavada? Extendía mi mano y no tocaba anadie cuyas sensaciones respondieran a lasmías. Estaba atado, emparedado, enterradobajo siete barreras de tristeza. Sólo alguna ocu-pación, si lograba entregarme a ella, sería laadormidera de mi pesar insomne. Habiendodecidido hacer de Roma mi morada al menosdurante algunos meses, busqué una casa. Elpalacio Colonna se adaptaba bien a mipropósito. Su grandeza, su tesoro pictórico, sussalones magníficos, me aliviaban e incluso lo-graban emocionarme.

Hallé los graneros de Roma bien provistosde cereal, especial-mente de maíz. Como aquelproducto requería menos elaboración paraconvertirlo en alimento, lo escogí como misustento habitual. Y descubrí que podía sacarprovecho de las penurias y la vida desordenada

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de mi juventud. Un hombre no puede olvidarsede hábitos que ha mantenido durante dieciséisaños. Era cierto que desde esa edad habíavivido rodeado de lujos, o al menos de las co-modidades que la civilización permitía. Peroantes de eso había sido «tan indómito y salvajecomo aquel fundador de Roma alimentado poruna loba»,* y ahora, hallándome en Roma, mistendencias de ladrón y pastor, semejantes, porcierto, a las de su fundador, resultaban unaventaja para su único habitante. Pasaba lamañana cabalgando y cazando en la Campaniay dedicaba largas horas a visitar las diversasgalerías. Admiraba todas las estatuas y me per-día en ensoñaciones ante muchas madonasbellas como ninfas. Recorría el Vaticano y meveía rodeado de figuras de mármol de bellezadivina. Las deidades de piedra se revestían deuna dicha sagrada, del goce eterno del amor.Me observaban con complacencia fría, y yo amenudo, con voz áspera, les reprochaba su in-diferencia suprema, pues eran formas

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humanas y la divinidad de sus formas human-as se manifestaba en los miembros perfectos,en los rostros. La perfección de los perfilestraía consigo la idea del color y el movimiento.A menudo, en parte por burlarme amarga-mente y en parte por engañarme a mí mismo,acariciaba sus proporciones gélidas y, colocán-dome entre los labios de Cupido y Psique, pre-sionaba su estéril mármol.

Trataba de leer y visitaba las bibliotecas deRoma. Escogía un volumen y, tras encontraralgún rincón apartado y umbrío a la orilla delTíber o frente a un hermoso templo, en losJardines de Vila Borghese o bajo la antiguapirámide de Cestio, intentaba alejarme de mímismo y sumergirme en el tema tratado en laspáginas que tenía delante. Como cuando en unmismo suelo se plan-ta belladona y mirto yambas plantas se apropian del terreno, lahumedad y el aire disponibles para desarrollarsus diversas propiedades, así también mi dolorhallaba el sustento, la fuerza para existir y el

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crecimiento, en lo que había sido maná divino,y con él alimentaba meditaciones radiantes.¡Ah! Ahora que mancho este papel con el re-lato de lo que eran mis por mí llamadas ocupa-ciones –mientras recreo el esqueleto de misdías–, me tiemblan las manos, jadea micorazón y mi cerebro se niega a dar con la ex-presión, la frase o la idea que permitan ima-ginar el velo de tristeza impronunciable quecubría esas realidades desnudas. ¡Oh, corazóncansado y palpitante! ¿He de diseccionar tusfibras y contar que en cada una de ellas existíaun infortunio inextinguible, una desgracia ex-trema, lamentos y desesperación? ¿He de an-otar tus muchos disparates, las maldicionescrueles que pronunciaba contra una naturalezaimplacable, los días enteros que pasaba alejadode la luz y el alimento, alejado de todo exceptodel infierno que quemaba en mi propio pecho?

Entretanto se me presentó otra ocupación,que era la que mejor me venía para disciplinarmis pensamientos melancólicos, que andaban

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hacia atrás para alcanzar muchas ruinas,muchos prados en flor e incluso muchospaisajes de montaña, que fueron los que me vi-eron nacer.

Durante una de mis incursiones por los edi-ficios romanos hallé los manuscritos de unautor esparcidos sobre la mesa de un estudio.Contenían una disquisición erudita sobre lalengua italiana. Y en una página, una dedicat-oria inconclusa a la posteridad, para cuyo bienel escritor había escogido los más bellos re-cursos de su armoniosa lengua, y a cuyos bene-ficios duraderos había entregado sus esfuerzos.

«¡Yo también escribiré un libro!–exclamé–. ¿Para que lo lea quién? ¿A quiénestará dedicado?» Y entonces, con necia flor-itura (¿qué hay más caprichoso e infantil quela desesperación?), escribí:

DEDICATORIAA LOS ILUSTRES MUERTOS.SOMBRAS, ¡DESPERTAD Y LEED

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SOBRE VUESTRA CAíDA!CONTEMPLAD LA HISTORÍADEL ÚLTIMO HOMBER

Y sin embargo, ¿acaso no se repoblará elmundo, y los hijos de un par de amantes salva-dos en algún refugio por mí desconocido ypara mí inalcanzable, tras vagar hasta estasprodigiosas reliquias de una raza anterior a lapeste, desearán saber cómo unos seres tanasombrosos en sus logros, dotados de una ima-ginación infinita, partieron de su casa en posde otro país desconocido?

Escribiré un relato de estas cosas y lo de-jaré en esta ciudad antiquísima, en este «únicomonumento del mundo».* Dejaré un monu-mento a la vida de Verney, el último hombre.En un principio pensé en hablar sólo de lapeste, de la muerte, y por último de la deser-ción. Pero me entretuve con deleite en misaños primeros y dejé constancia con celosagrado de las virtudes de mis compañeros.

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Ellos me han acompañado en la consecuciónde mi tarea. Ya la concluyo. Alzo la vista delpapel y vuelven a perderse. Y vuelvo a sentirque estoy solo.

Ha transcurrido un año desde que dejé deocuparme de ello. Las estaciones se han suce-dido, como es su costumbre, y han cubierto es-ta ciudad eterna con ropajes cambiantes de ex-traordinaria belleza. Ha transcurrido un año yyo ya no «imagino» cuál ha de ser mi estado,mis perspectivas. La soledad me es familiar, lapena, mi inseparable compañera. He tratadode resistir la tempestad, he tratado de en-señarme a ser fuerte, he buscado imbuirme delas lecciones de la sabiduría. Pero no lo he lo-grado. He encanecido casi por completo. Mivoz, desacostumbrada a emitir sonidos, suenaextraña a mis oídos. Mi persona, con suspoderes y facultades humanos, me parece unaexcrecencia monstruosa de la naturaleza.¿Cómo expresar con un lenguaje humano unaaflicción que, hasta ahora, ningún ser humano

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había conocido? ¿Cómo dotar de expresión in-teligible a un dolor que sólo yo comprendería?Nadie ha llegado a Roma. Nadie lo hará. Son-río amargamente al pensar en el engaño quehe mantenido durante tanto tiempo, y sigosonriendo al pensar que lo he sustituido porotro tan engañoso como aquél, tan falso, peroal que ahora me aferro con la mismaesperanza.

El invierno ha regresado. Los jardines deRoma han perdido sus hojas. El aire frío quesopla desde la Campania ha obligado a los ani-males a buscar refugio en las muchas estanciasde la ciudad desierta. El hielo ha interrumpidoel brotar de las fuentes y Trevi ha detenido sucanto eterno. Mediante la observación de lasestrellas realicé un cálculo aproximado por elque pretendía determinar cuál sería el primerdía del nuevo año. En la edad antigua y des-gastada, el Sumo Pontífice se dirigía, revestidode gran pompa, al templo de Jano, yhundiendo un clavo en su puerta señalaba el

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inicio del nuevo año. Así, yo, ese día ascendíhasta San Pedro y grabé en su piedra más altael año 2100, el último del mundo.

Mi único compañero era un perro, un perropeludo, mezcla de pastor y de aguas, al quehabía hallado cuidando de un rebaño de ovejasen la Campania. Su amo había muerto, pero élseguía cumpliendo con su deber a la espera desu regreso. Si alguna oveja se apartaba delresto, él la obligaba a volver al rebaño, y congran celo ahuyentaba a cualquier intruso.Cabalgando por la Campania di con su corral ydurante un tiempo me dediqué a observar surepetición de lecciones aprendidas del hombreque, aunque ya inútiles, no había olvidado. Sualegría al verme fue exagerada. Me saltó a lasrodillas y se puso a dar vueltas sin cesar, mien-tras meneaba la cola y emitía unos ladridosbreves, complacidos. Abandonó el corral paraseguirme y desde ese día no ha dejado de velarpor mí, demostrándome su gratitud ruid-osamente cada vez que lo acaricio o le hablo. Y

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así, sólo sus pasos y los míos resonaron en lainmensa nave de San Pedro. Ascendimos losmuchos peldaños juntos, y en lo alto de elloscumplí con mi propósito, y con números toscosanoté la fecha del último año. Acto seguido mevolví para contemplar la ciudad, dispuesto aabandonarla. Llevaba tiempo decidido ahacerlo, y en ese momento esbocé el plan queadoptaría en mi vida, una vez hubiera dejadoatrás aquella morada de magnificencia.

Un ser solitario es errante por naturaleza, yen eso me convertiría yo. Con los cambios delugar siempre se persigue una mejora, inclusoun alivio de la carga de la vida. Me había equi-vocado permaneciendo en Roma tanto tiempo.En Roma, conocida por su malaria, célebreproveedora de muerte. Pero seguía siendo pos-ible que, si llegaba a recorrer toda la extensiónde la tierra, encontrara en algún confín a unsuperviviente. Y creía que la costa era el lugarmás probable que escogería. Aunque se hubi-era visto solo en una región interior, no habría

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permanecido en el mismo lugar que habíapresenciado la extinción de sus esperanzas:proseguiría el viaje, como yo, en busca de uncompañero de su sole-dad, hasta que la bar-rera del mar detuviera su avance.

Y a ese mar –pues de mis pesares tal vezfuera la cura– me dirigiría. ¡Adiós, Italia!Adiós, ornamento del mundo, Roma sin par,retiro del solitario durante largos meses. Adiósa la vida civilizada, al hogar fijo y a la sucesiónde días monótonos. A partir de ahora me ar-rojo en brazos del peligro y lo saludo como aun amigo. La muerte se cruzará constante-mente en mi camino y yo saldré a su encuentroy la consideraré mi benefactora. Los percances,el tiempo inclemente y las tempestades seránmis camaradas. ¡Espíritus de la tormenta, reci-bidme! ¡Poderes de la destrucción, abrid bienvuestros brazos y estrechadme para siempre!,si una fuerza más benévola no ha decretadootro final, para que tras el prolongado esfuerzo

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coseche mi recompensa y vuelva a sentir quemi corazón late junto al de otro ser afín.

El Tíber, vía trazada por la mano de la nat-uraleza, se extendía a mis pies, y en sus orillashallaría numerosas barcas. Embarcaría en unade ellas con algunos libros, provisiones y miperro, y navegaría río abajo hasta llegar al mar.Entonces, sin alejarme nunca de la tierra, bor-dearía las hermosas costas y los promontoriossoleados del Mediterráneo azul, pasaría porNápoles y Calabria y desafiaría los peligros deEscila y Caribdis. Luego, con decisión, sinmiedo (pues, ¿qué podía perder?), surcaría lasuperficie del mar en dirección a Malta y las le-janas Cícladas. Evitaría Constantinopla, la vis-ión de cuyas recordadas torres y ensenadaspertenecía a un estado de la existencia distintode mi presente. Bordearía Asia Menor y Siria y,dejando atrás el Nilo de siete brazos, pondríarumbo al norte una vez más hasta que,perdiendo de vista la olvidada Cartago y ladesierta Libia, alcanzara los pilares de

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Hércules. Y entonces, no importaba dónde, lascuevas húmedas y las profundidades silencio-sas serían tal vez mi morada antes de prose-guir mi postergado viaje o de que la flecha dela enfermedad encontrara mi corazón mientrasyo flotaba en el Mediterráneo revuelto; o, enalgún lugar al que arribara encontrase lo quebusco, un compañero. Si no es así, hasta el finde los tiempos, decrépito y canoso –la juven-tud ya enterrada junto la tumba de los seresque amé–, el solitario errante seguirá izandovelas, agarrando el timón y entregándose a lasbrisas del cielo, rodeará uno y otro promon-torio, anclará en una y otra bahía, seguirá surc-ando el mar, dejará tras de sí la tierra reverde-cida de Europa, más abajo la costa bronceadade África, capeará las aguas bravías del Cabode Buena Esperanza y tal vez vare su bote enun arroyo, sombreado por arbustos de espe-cias, en las fragantes islas del Índico lejano.

Todo son sueños desbocados. Y sin em-bargo, desde que se apoderaron de mí, hace

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una semana, en la escalinata de San Pedro,han gobernado mi imaginación. He escogidouna barca y he metido en ella mis escasasposesiones. He seleccionado algunos libros,Homero y obras de Shakespeare en su may-oría. Pero las bibliotecas del mundo se abrenpara mí. Ni la esperanza ni la dicha me guían;mis pilotos son la incansable desesperación yun inmenso deseo de cambio. Anhelo enfrent-arme al peligro, excitarme con el miedo, teneralgo que hacer, por poco que sea, por volun-tario que sea, que me ayude a pasar los días.Seré testigo de toda la variedad de aparienciasque los elementos son capaces de adoptar.Leeré el augurio en el arco iris, la amenaza enla nube, y todo me enseñará alguna lección queyo atesoraré en mi pecho. Así, recorriendo lascostas de la tierra desierta, mientras el sol estéen lo alto y la luna crezca o mengüe, losángeles, espíritus de los muertos, y el ojosiempre abierto del Altísimo, observarán la

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diminuta barca que lleva a bordo a Verney, elúltimo hombre.

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Este libro se terminó

de imprimir en Barcelona

en diciembre del 2007

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Footnotes

*Soneto 44, William Shakespeare. (N. del T.)

*El italiano, o el confesionario de los penitentes negros ,

novela de Ann Radcliffe. (N. del T.)

**Personaje homónimo de Corinne ou l’Italie , de Ma-

dame de Staël. (N. del T.)

*Referencia a una afirmación que el narrador expresa

en el capítulo I. (N. del T.)

*De «The Ruins of Rome» (Las ruinas de Roma), soneto

XXIX, de Edmund Spencer. (N. del T.)

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