marruecos y hassan ii

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Esta obra no es un libro de historia ni tampoco un libro de memorias, sino una combinación de ambos géneros en la que Abdallah Laroui, el historiador por excelencia de Marruecos, reflexiona sobre sí mismo, sobre su tiempo y sobre el reinado de Hassan II, en sintonía con la nueva onda de revisión del pasado que empieza a ser frecuente en Marruecos tras decenios de amnesia y de tabúes.

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Page 2: MARRUECOS Y HASSAN II

MARRUECOS Y HASSAN II

Un testimonio

porABDALLAH LAROUI

Traducción deMALIKA EMBAREK

Fragmento de la obra completa

Page 3: MARRUECOS Y HASSAN II

Todos los derechos reservados.

Título original: Le Maroc et Hassan II: Un témoignage

© De esta edición, noviembre de 2009© SIGLO XXI DE ESPAÑA EDITORES, S. A.

Príncipe de Vergara, 78. 28006 Madridwww.sigloxxieditores.com/catalogo/marruecos-y-hassan-ii-1800.html

© Abdallah Laroui, 2005© de la traducción, Malika Embarek López, 2007

Diseño de la cubierta: Simon PatesMaquetación: Jorge Bermejo & Eva Girón

ISBN-DIGITAL: 978-84-323-1511-4

EspañaMéxicoArgentina

Page 4: MARRUECOS Y HASSAN II

ÍNDICE

PRÓLOGO, por Bernabé López....................................................... IX

INTRODUCCIÓN ............................................................................... XXI

1. RABAT, JULIO DE 1999......................................................... 1

2. FLORENCIA, OCTUBRE DE 1958 ...................................... 6

3. EL CAIRO, NOVIEMBRE DE 1960 ..................................... 13

4. RABAT, FEBRERO DE 1961.................................................. 22

5. CASABLANCA, MARZO DE 1965 ....................................... 35

6. PARÍS, ENERO DE 1966........................................................ 52

7. ARGEL, JULIO DE 1972 ....................................................... 62

8. FLORENCIA, DICIEMBRE DE 1972................................... 84

9. CASABLANCA, MAYO DE 1977.......................................... 108

10. OSLO, OCTUBRE DE 1984................................................. 133

11. KINSHASA, DICIEMBRE DE 1985.................................... 154

12. LISBOA, JULIO DE 1991..................................................... 177

13. HARVARD, NOVIEMBRE DE 1996 ................................... 205

VII

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14. CASABLANCA, ABRIL DE 1999 ........................................ 236

15. RABAT, AGOSTO DE 1999 ................................................. 253

16. CASABLANCA, JULIO DE 2000 ........................................ 261

ANEXO I. PARTICULARIDADES MARROQUÍES.............................. 277

ANEXO II. CRONOLOGÍA DEL MARRUECOS INDEPENDIENTE... 292

ÍNDICE

VIII

Page 6: MARRUECOS Y HASSAN II

PRÓLOGOABDALLAH LAROUI, HASSAN II Y LOS DILEMAS DE MARRUECOS

Abdallah Laroui es considerado, sin duda, como el historiador porexcelencia de Marruecos. Su obra Historia del Magreb desde los orí-genes hasta el despertar magrebí 1 fue un clásico ya en los años setentaen que apareciera en la editorial Maspero, emblemática de la progre-sía sesentayochista. En esa obra se propuso «descolonizar» la historiadel Magreb, lo que terminaría revelándose como una tarea difícil yaque se corría el riesgo de caer en lo que el propio Laroui, años mástarde, definiría como provincialismo o nacionalismo estrecho2, delque había que huir. Pues no se trata de sustituir el chovinismo euro-centrista de la historia colonial por los chovinismos nacionales anti-coloniales en que se han convertido las historias oficiales que tantohan contribuido a sembrar rencores entre vecinos. Sin olvidar que enel mundo colonial se han escrito crónicas o historias de claro conteni-do anticolonial como las de Julien, Ageron, Gallissot u Oved.

Autor de moda entre los estudiosos de los procesos de liberaciónde los pueblos del Tercer Mundo, había publicado unos años antesen la citada editorial La ideología árabe contemporánea 3, y La crisis delos intelectuales árabes. ¿Tradicionalismo o historicismo? 4, nacidosambos de una reflexión profunda sobre la impotencia política y la es-terilidad cultural (son sus propias palabras) de la elite marroquí (ypor extensión de los intelectuales árabes) marcada por dos aconteci-

IX

1 Editorial Mapfre, colección El Magreb, Madrid, 1994, traducción de IsabelRomero.

2 En el epílogo a la edición española de su Historia del Magreb, p. 373.3 Maxime Rodinson prologó el libro. En 1976 apareció la traducción al castella-

no de Miguel Bayón, Editorial Miguel Castellote, Madrid. Se publicó originalmenteen francés en la colección Les textes à l’appui, François Maspero, París 1967.

4 Ediciones Libertarias-Prodhufi, Madrid, 1990, traducción de Javier SánchezPrieto. Aparecida originalmente en francés en François Maspero, París, 1974.

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mientos que la van a paralizar y ante los que no sabrá ofrecer una al-ternativa: el giro que en Marruecos toman los acontecimientos desde1965, con el estado de excepción y la desaparición de Ben Barka y laderrota árabe de junio de 1967.

Su gran obra será, sin embargo, Orígenes sociales y culturales delnacionalismo marroquí 5, en la que desmenuzó los mecanismos delsistema político marroquí, el majzén, superestructura omnipresenteen la vida del Marruecos de ayer y hoy.

Abdallah Laroui ha publicado además algunas colecciones deartículos que han tenido también sus versiones en castellano, convir-tiéndolo en uno de los autores marroquíes más traducidos en nues-tra lengua. Destacan entre ellos El islam árabe y sus problemas 6 yMarruecos: islam y nacionalismo7.

Aparte de sus reflexiones sobre la historia8, a partir de 2001 hapublicado tres volúmenes de una suerte de diarios titulados Jawátiral-sabah (algo así como «comentarios matutinos», que recogen susimpresiones diarias de acontecimientos y hechos más o menos rele-vantes entre 1967 y 1999 9).

La obra que ahora se añade al panorama editorial español, Marruecos y Hassan II. Un testimonio10, traducida por Malika Em-barek, responsable de la versión de muchas de sus obras, no es un libro de historia ni tampoco un libro de memorias, sino una combi-nación de ambos géneros en la que reflexiona sobre sí mismo, sobre

PRÓLOGO

X

5 Editorial Mapfre, colección El Magreb, Madrid, 1997, traducción de MalikaEmbarek. Aparecida originalmente en francés en François Maspero, París, 1977.

6 Ediciones Península, Barcelona, 1984, traducción de Carmen Ruiz Bravo-Vi-llasante. Esta obra apareció originalmente en castellano, con prólogo de Pedro Mar-tínez Montávez. Fue publicada más tarde en francés en La Découverte, París, 1986,con el título Islam et modernité.

7 Editorial Mapfre, colección El Magreb, Madrid, 1994, traducción de MalikaEmbarek. Fue publicada originalmente con el título Esquisses historiques en el Cen-tre Culturel Arabe, Casablanca, 1992.

8 Su libro Mafhaum al-tarij, Casablanca-Beirut, 1992, y la recopilación de confe-rencias pronunciadas en el Institut du Monde Arabe, Islam et Histoire, Albin Mi-chel, París 1999.

9 El volumen segundo, que recorre los años centrales, con acontecimientos queafectaron a la historia de las relaciones hispano-marroquíes como la Marcha Verde,está siendo traducido al español por Gonzalo Fernández Parrilla y Malika Embarek.

10 Aparecida originalmente en francés en Presses Inter Universitaires-CentreCulturel Arabe, Quebec-Casablanca, 2005.

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su tiempo, sobre el reinado de Hassan II, en sintonía con la nuevaonda de revisión del pasado que empieza a ser frecuente en Marrue-cos tras decenios de amnesia y de tabúes. El propio Laroui ya pade-ció de amnesia y de esos tabúes, eludiendo entrar, en algunas de susobras claves, en períodos recientes, manteniendo esa «distancia deseguridad», ese «límite de respeto» que le llevó a detener su Historiadel Magreb en un «despertar magrebí» que cifró en torno a 1930.No se ha visto ajeno a lo largo de su vida a sucumbir a presiones y arequerimientos oficiales, como secretario perpetuo de la AcademiaReal del Reino de Marruecos, entrando en la glosa o el análisis dehechos contemporáneos en los que casi ha rozado la langue de bois,ese «idioma oficial» marroquí, como confiesa en ese ejercicio de lu-cidez que es este su último libro.

Marruecos y Hassan II. Un testimonio se estructura en catorce ca-pítulos, centrado cada uno de ellos en un momento personal de lavida de Laroui que asocia a una ciudad y a una fecha clave ligada aacontecimientos de la historia de su país. Comienza sin embargo porel final, en Rabat, en julio de 1999, en el momento en que el autor co-noce la noticia de la muerte de Hassan II, lo que le permite hacer unasreflexiones sobre el continuismo en que se enmarcan los primeros pa-sos del heredero. Una ocasión perdida, dirá, para marcar la entrada enla era de una monarquía constitucional. El pueblo marroquí, a juiciodel autor, habría aceptado mayoritariamente una buena dosis de in-novación y de cambio, que pronto se vio no fue el camino escogidopor el joven monarca, sofocado por el peso de la tradición. Los cam-bios en Marruecos chocan con un sentido de la vida casi supersticiosoque hace que atentar a la tradición equivalga a tentar al destino.

Salta entonces en un flash-back a Florencia, en octubre de 1958,donde Laroui acompañó al líder de la izquierda Mehdi Ben Barka enuna conferencia sobre el Mediterráneo, en la que tuvo ocasión de en-contrar por primera vez al príncipe Hassan. Estas dos figuras, enfren-tadas, encarnarán los dos Marruecos emergentes en lucha por aniqui-larse uno al otro. Cada cual con su propia legitimidad: la del pueblo yla de la historia, como señalará en la larga entrevista realizada para larevista Prologues11 a propósito de la publicación de su libro.

PRÓLOGO

XI

11 Número 35, verano del 2006. La entrevista es un largo encuentro con varioshistoriadores y sociólogos marroquíes: M. S. Janjar, H. Rachik, M. El Ayadi, M.Tozy, J. Seftaoui, F. Assouli y S. Mestari.

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Esa pugna entre dos concepciones opuestas seguía viva en ElCairo, su siguiente destino y localización del siguiente capítulo, fe-chado dos años después, en noviembre de 1960, al poco del desalo-jo de la izquierda del poder, con la caída del gobierno de AbdallahIbrahim. Laroui, convertido en consejero cultural de la Embajadade Marruecos en la capital egipcia, habla de una izquierda «alérgicaa la historia y a la sociología», incapaz de oponerse al proyecto derestauración de la tradición, inscrito en la longue durée de un «Ma-rruecos eterno» que será el camino emprendido por Hassan II. Elretrato que hace de Ben Barka, a quien tendrá ocasión de frecuen-tar en sus viajes a la meca del nacionalismo árabe, no es al uso. Noaparece como ese líder mitificado, agigantado por la aureola delmartirio, sino como un pragmático agitador profesional, preocupa-do por una «utopía lejana» y mal definida e instalado en la resolu-ción de los problemas inmediatos del día a día. Lejos, bien lejos, delos halagos que le dedica a un Abderrahim Bouabid o a un AhmedRéda Guedira, encarnaciones de la socialdemocracia y la derechaliberal a los que el Marruecos de Hassan II impidió medirse públi-camente bajo la bóveda parlamentaria como lo hicieron en la Espa-ña de la transición un Felipe González y un Adolfo Suárez. Larouise lamenta de que su país hubiera perdido la oportunidad para vercrecer «una cultura democrática, una conciencia colectiva, una éti-ca política».

En Rabat de nuevo, en febrero de 1961, la muerte de Mohamed Vla describe como un choque para quienes creían que el país habíaconsolidado su marcha irreversible hacia una «modernidad insepa-rable del compromiso nacionalista». Y se inauguran las hostilidadesentre el príncipe, convertido en rey, y la izquierda, condenada a en-carnar un nueva nueva disidencia, una nueva siba. Laroui, consejerocultural en París y representante en la UNESCO hasta julio de 1962, semostrará partidario de un compromiso histórico que debería habertomado en Marruecos la forma de «una reconciliación entre la tradi-ción, simbolizada por la institución monárquica, y el nacionalismomonopolizado por entonces por la izquierda». Pero ese compromi-so no se dio, abriéndose cada vez más el foso entre los dos polos,triunfando la retradicionalización impuesta por el joven y ambiciosomonarca que acabó por ocupar todo el espacio político. Ben Barkadescribirá con acritud y dureza estos años en los documentos que sepublicarían en su obra póstuma Opción revolucionaria para Marrue-

PRÓLOGO

XII

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cos12. Años de guerra declarada, de exclusiones, exilios y condenas amuerte sobre los que Laroui pasa un poco de largo.

El siguiente salto en el tiempo nos lleva a Casablanca, en marzode 1965, donde Laroui asiste a la jornada del 23 de marzo, una fechabisagra porque ha servido de justificación del arranque de una ace-leración autocrática, de la suspensión de la Constitución, de la mar-ginación de los partidos, del inicio de un largo estado de excepción.Hará sin embargo una valoración escéptica de lo que fue en realidadeste evento, cuestionando que fuera una verdadera insurrección po-pular e interpretando que se sobredimensionó con el tiempo y a laluz de los cambios que produjo. Recientemente Ahmed Herzenni13

le opone su relato de testigo de los hechos y califica su valoración de«miopía de historiador metido a periodista».

A lo largo de la obra, Laroui contrapone dos facetas de la perso-nalidad de Hassan II: la de zaím y la de rey. La primera, la de jefe de fila, patrón con rasgos de caudillo, se afirma a raíz de este año de1965, exacerbando su faceta autoritaria, no integradora, que man-tendrá durante estos años difíciles hasta 1975 en que emerge la otrafaceta, la de rey.

En París, en enero de 1966, el caso Ben Barka ya ha estallado,pero Laroui prefiere al relatarlo en 2005 no entrar a especular unavez más sobre los mil y un enigmas policíacos del caso, sino enjuiciar«lo que Hassan II hizo de este acontecimiento», sacando partido ensu beneficio en su proyecto de resucitar al viejo majzén, restaurandoel Marruecos folclórico del albornoz y la fantasía. Poco importan, nosdice Laroui, los pormenores de su eliminación física. Pero el retratoque nos deja del líder opositor será el de una persona perseguida, cor-tada de sus vínculos, el peor de los castigos a los que lo habría someti-do en vida el propio Hassan II, convencido de que «un oponentepierde su capacidad de hacer daño a medida que dura su exilio».

En los seis años que siguen, marcados por acontecimientos dechoque como el desastre árabe de 1967, el Septiembre Negro, lamuerte de Nasser o el golpe de Estado fracasado de Skhirat, Larouiva a vivir dos exilios voluntarios, uno en Estados Unidos, y otro inte-

PRÓLOGO

XIII

12 Ediciones de Cultura Popular, Barcelona, 1967, traducción de José Luis Gi-ménez-Frontín. Otro clásico de Maspero, París, 1966.

13 Un Maroc décanté. Articles, Essais et Témoignage, Editions Udad, Rabat, 2006,pp. 112-113.

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rior, en Marruecos, refugiado en el estudio del pasado, ahondandoen los orígenes del nacionalismo, dirá, «para comprender mejor loscomportamientos contemporáneos, pero en realidad para sobrelle-var el presente», escapando así de la «impotencia política y esterili-dad cultural» que caracterizaban a la elite política marroquí de lossesenta.

Un siguiente capítulo lo sitúa en julio de 1972, en Argel, en dondeLaroui toma contacto con una imagen de Argelia «cerrada y sombría»bien diferente de la «renaciente» que dos años antes le mostrara Ah-med Taleb Ibrahimi. En el telón de fondo está el tratamiento que losjóvenes países que acceden a la independencia atribuyen a las reivin-dicaciones territoriales, a los problemas de fronteras. Hassan II y Bu-median negocian un acuerdo que va a ser mal visto por los nacionalis-tas marroquíes y que Laroui considera como el caldo de cultivo de lasfrustraciones que van a dar lugar a los dos golpes de fuerza militaresen Marruecos. Esa otra dimensión de la realidad conflictiva magrebíle predispondrá psicológicamente, confiesa, para adoptar la posiciónque fue la suya al plantearse la descolonización del «Sáhara español»,una posición nacida de una profunda convicción nacionalista.

Entre Florencia, una vez más, en diciembre de 1972 y Casablan-ca, en mayo de 1977, habrán transcurrido los años decisivos de losgolpes de Estado abortados y la Marcha Verde, que hubieran debi-do dar paso a un «nuevo Marruecos» que nunca llegó a concretarse.Hassan II comprende que la política conciliadora hacia sus vecinosseguida a finales de los sesenta y principios de la década de los se-tenta «irritaba a los nacionalistas, sembraba el desconcierto entre elpueblo y, sobre todo, desmoralizaba al Ejército». Va a cambiar estapolítica recuperando su faceta de rey, soldando un frente interiorcentrado en la hostilidad con los vecinos y en un pacto por la demo-cratización del país. El tema del Sáhara le va a brindar esa oportuni-dad de mantener viva la amenaza exterior. Pero el pacto con la opo-sición por la democratización nunca se cumplió y paradójicamentees esa sensación de amenaza la que justificará su incumplimiento.Para Laroui, el compromiso por un Sáhara marroquí era una cues-tión de patriotismo. Eso explica su participación en la Marcha Ver-de como periodista, sus posiciones en su libro L’Algérie et le Sahara

PRÓLOGO

XIV

14 Serar, Casablanca, 1976. Se trata de la recopilación de los artículos aparecidosen la revista Lamalif y en el diario Le Monde.

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marocain14 y también su rechazo a aceptar un puesto de consejero enla primatura, ya que, dirá, un asunto que considera una «causa na-cional», no se asume a cambio de prebendas. Pero la Marcha Verdeno dio paso al «nuevo Marruecos». Los resultados de las eleccionesde junio de 1977, en las que Laroui no consiguió un escaño, fueronla prueba de ello. «Lo que es seguro —escribirá en su diario poraquellos días— es que el jefe del Estado desmiente categóricamentetodo lo que hacía esperar un Marruecos nuevo, nacido de la MarchaVerde, y que no se siente en absoluto ligado por un hipotético pactoque había establecido tácitamente con la oposición.»

Los años que siguen son para Laroui años de esfuerzo intelec-tual. En 1977 publicará en Francia su estudio Les origines sociales etculturels du nationalisme marocain y en marzo de 1984 aparecerá enEspaña el libro El islam árabe y sus problemas15, aún inédito en Ma-rruecos. Teme que algunos artículos aparecidos en el mismo («Islamy libertad» e «Ibn Jaldún y Maquiavelo») susciten la ira de las autori-dades. Pero, paradójicamente, va a ser cooptado por Palacio, conver-tido en emisario real. En Oslo, en octubre de 1984, Laroui deberáconvencer en gira europea a dignatarios de diversos países de que eltratado firmado dos meses antes por Hassan II y el coronel Gadafi, laUnión Arabo-africana, no amenazaba a nadie sino que era un matri-monio de conveniencia entre los dos países, que aportaría modera-ción a Libia sin cambiar por ello la política pro-occidental marroquí.No sería la única misión oficial que desempeñaría Laroui en los añossucesivos. En Kinshasa, en diciembre de 1985, deberá acompañar alpríncipe heredero, el futuro Mohamed VI, a la investidura del gene-ral Mobutu, y en Lisboa, en julio de 1991, será encargado de contra-rrestar ante determinadas personalidades de la izquierda francesacomo Pierre Mauroy, Laurent Fabius, Lionel Jospin y Michel Rocardentre otros, los efectos de lo que el gobierno marroquí llamaba «doscampañas denigratorias» contra Marruecos y su rey a raíz de la pu-blicación del libro de Gilles Perrault Nuestro amigo el rey 16, en di-ciembre de 1990. La figura de Laroui como mediador oculto entreun Marruecos incomprendido en sus patriotismos y un mundo exte-

PRÓLOGO

XV

15 Op. cit.16 Plaza Janés/Cambio 16, Barcelona, 1991, con prólogo de Ramón Cotarelo y

traducción de Fernando Santos Fontenla. Aparecida originalmente en francés enGallimard, París, 1990.

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rior con otras lógicas, es sin duda uno de los puntos más controverti-dos de Marruecos y Hassan II. Un testimonio17. Como controvertidasserán sus contribuciones en obras de alabanza a Hassan II coordina-das por el ministro del Interior Driss Basri: Édification d’un État mo-derne. Le Maroc de Hassan II, en la que publicó su trabajo «Le roiHassan II et l’édification du Maroc moderne»18 o Hassan II présentela Marche Verte19, en la que incluyó el artículo «La Marche Verte et laconscience historique», visión patriótica pero lúcida de lo que repre-sentó ese episodio para la conciencia histórica de los marroquíes20.

Los últimos capítulos corresponden a la «década reformista» deHassan II, y Laroui desvela las contradicciones de la oposición queno logra imponerse al monarca ni hacer que el sistema cambie ver-daderamente. En Harvard, en noviembre de 1996, evocará sus pro-pias contradicciones entre las exigencias de un aparato majzenianoque se ha servido de él en diversas ocasiones y su solidaridad conuna oposición que empuja, aunque tímidamente, hacia un Estadode derecho. Se le pedirá participar en la defensa de la nueva Consti-tución de 1992 en un libro coordinado, una vez más, por el ministrodel Interior y de Información21, para el que escribirá un breve y apa-rentemente anodino artículo en el que sitúa la filiación de esta cuar-

PRÓLOGO

XVI

17 El 27 de marzo de 2005, Fouad Abdelmoumni, conocido militante de los de-rechos humanos marroquí escribió a través de la «Liste Maghreb DH» de internetuna dura crítica a Laroui por haber aceptado tareas mediadoras como las relatadas.El libro, «extremadamente instructivo», le parece a menudo patético por esa excu-sa-bandera (o «argumento-choque») del nacionalismo.

18 Albin Michel, París, 1986. Obra colectiva en la que figuraban como codirecto-res, aparte del propio Basri, A. Belhaj, M. J. Essaïd, A. Laroui, A. Osman y M. Rou-sset, presentados por Georges Vedel, decano honorario de la Facultad de Derechode París y miembro de la Academia Real de Marruecos. Laroui confesará haberseexcedido en la frase final mostrándose «muy equívoco» con algo «que no reflejabala realidad», aunque, dirá, nadie le presionó.

19 Plon, París, 1990, obra colectiva dirigida por Daniel Bardonnet, Driss Basri,Réne-Jean Dupuy, Boubker Kadiri, Abdallah Laroui y Georges Vedel.

20 Este capítulo se integró en el libro Esquisses historiques, op. cit. La frase finalfue suprimida: «El 16 de octubre de 1975 se renovó el pacto que fundó el Estado enMarruecos hace trece siglos. Liga de nuevo a un rey, aún joven, pero que desde ahoralleva la máscara de la perennidad y a un pueblo que se ha rejuvenecido en las fuentesde su Constitución milenaria».

21 Revision de la constitution marocaine (1992). Annalyses et Commentaires, Co-llection Edification d’un État Moderne, Imprimerie Royale, Rabat, 1992. Coordina-ban, además, la obra Michel Rousset y Georges Vedel.

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ta enmienda al texto constitucional en sus fundamentos locales (laquyada o la machiaja tribal) y religiosos (imamato), resumidos en elpacto de la bay’a. El artículo no debió de gustar por frío y poco apli-cado a la propaganda de un texto constitucional que, a juicio de La-roui, nacía mal. Pero no hará pública su disconformidad, limitándo-se a preparar un texto para su lectura pública llegado el caso de serforzado, como temía, a asistir a una presentación oficial del libro enla que finalmente no participó. En aquellas cuartillas, que no dará aconocer hasta la publicación de este libro que ahora se prologa, de-finía claramente «a qué aspiraba» como ciudadano marroquí y al que, evidentemente, no satisfacía aquella Constitución, a pesar deque consideraba que nada en la nueva Constitución impedía poneren práctica sus aspiraciones, de haber habido voluntad política.

Aspiraba, escribió, «a una monarquía realmente parlamenta-ria», en contra de la que sólo argumentaban los que esconden sus in-tereses detrás de las tradiciones del país. Defendía, eso sí, un domi-nio reservado al jefe de Estado en política exterior. A su juicio, unacuestión como la del Sáhara, no debía dejarse al albur de una mayo-ría parlamentaria, inestable por naturaleza.

Los capítulos finales de la obra se centran en el año de la muertede Hassan II, justo antes y después del acontecimiento y en el co-mienzo del nuevo reinado. En Casablanca, en abril de 1999, conocasión de la presentación de la traducción de una vieja novelasuya22, plantea una reflexión de fondo sobre la necesidad de uncambio de mentalidades por el que tan poco han apostado los inte-lectuales de su país, especialmente los progresistas. La desgracia deMarruecos, de su escuela, reside precisamente, nos cuenta, en eserechazo de la intelligentsia a asumir ese papel didáctico del cambio,algo que ya señaló en su viejo libro La crisis de los intelectuales ára-bes. El refugio en la crítica fácil de lo inmediato les lleva a no valorarel peso de lo heredado.

Pero resalta Laroui que lo necesario no es tanto el juicio del pasa-do como la urgencia de las tareas por realizar. Al fin y al cabo, y sinque ello reste responsabilidad a la figura de Hassan II que se enjuiciaen esta obra, lo importante no es tanto lo que hizo como «lo que nohabía hecho, lo que no se considero obligado a hacer y que, aún

PRÓLOGO

XVII

22 Al Gurba, aparecida en árabe a fines de los setenta, traducida al francés comoL’exil, Sindbad, París, 1999.

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no resuelto, depende a partir de ahora menos de él que de nosotros».Esa llamada a la responsabilidad colectiva en el futuro de Marruecoses lo que resalta en todas las páginas del libro.

Llegamos así a la muerte de Hassan II, de la que se ocupa en elcapítulo fechado en Rabat, en agosto de 1999. Reproduce en él untexto que escribió para la RTM sobre el soberano difunto y que, porlas razones que fueran, no fue emitido. Tras una semblanza amablede la figura del monarca, concluye un balance de la obra inacabada deHassan II: «el doloroso asunto del Sáhara que tanto ha entorpecidonuestro progreso»; «la reforma de la enseñanza, tanto tiempo espe-rada y de la que depende nuestro futuro»; «la reforma de la Justiciay cerrar para siempre el espinoso expediente de los derechos huma-nos»; «el difícil diálogo social»; «la reforma del derecho de familia»cuyo retraso amenaza que las mujeres caigan en el «nihilismo o laapatía». La imagen de la torre Hassan junto al Bu Regreg, en Rabat,también inacabada, le parecía en aquel texto no difundido el símbo-lo de un pasado que se cerraba, dando paso a un porvenir de un Ma-rruecos nuevo reconciliado consigo mismo y con su época, que re-cordaba las palabras del final de su clásica Historia del Magreb:«Para que el magrebí se reconcilie con su tiempo y con su terruñoha de hacerlo previamente consigo mismo y con sus hermanos. En elfuturo, el único gobierno legítimo será el que persiga este objetivocon todas sus fuerzas y con toda la autoridad que le confiere precisa-mente dicho afán»23.

El último capítulo de la obra se firma en Casablanca, en julio de2000. Son unas conclusiones paradójicamente inconclusas, pues lasúltimas frases del libro son preguntas y anotaciones para un debateabierto. Pero son rotundas y, si cabe, demoledoras. Khalil HachimiIdrissi, director del diario Aujourd’hui le Maroc, reconocía que lalectura del libro de Laroui deja en el lector un regusto de angustia,de tal manera la obra es una demostración de los fracasos colectivos deMarruecos y los marroquíes24. Laroui constata el miedo colectivo alcambio, pese a un discurso aparentemente contrario expresado enel «idioma oficial» del país, la langue de bois, «producto deseado deuna educación especial» cuyo fin es hacer a la población alérgica ala política. Sin un proyecto nuevo educativo, sin un nuevo pacto o

PRÓLOGO

XVIII

23 Página 367 de la edición española.24 « Abdallah Laroui et Hassan II », en Aujourd’hui le Maroc, 18 de marzo de 2005.

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bay’a reformulado, no cabe progreso alguno. Un pacto que sitúe ala monarquía en el plano de los valores, retirada de las transaccio-nes cotidianas que deben ser competencia de un gobierno estrecha-mente controlado por el Parlamento en el marco de una nueva cul-tura del Estado de derecho, que destierre para siempre la «era de loaleatorio».

La defensa a ultranza de la «especificidad marroquí» es para La-roui paralizante25. Los que se refugian en ella deberían, en pura lógi-ca, según dirá, abandonar la escena de la historia. Y es a esas «parti-cularidades marroquíes» a las que dedica el anexo del libro: los«no-dichos», la costumbre, la gerontocracia, el besamanos, la atomi-zación de los partidos, en permanente meiosis, la langue de bois, lainsularidad y alguna otra, verdaderos obstáculos en la marcha deMarruecos hacia el progreso.

BERNABÉ LÓPEZ GARCÍA

PRÓLOGO

XIX

25 Esta especificidad es invocada por Mohamed VI en su entrevista a El País del16 de enero de 2005, realizada por Jesús Ceberio e Ignacio Cembrero: «Mohamed VIrey de Marruecos. “Se ha restablecido el respeto mutuo entre España y Marruecos”».Mohamed VI afirmaba que «tenemos nuestras especificidades y nuestras obligacio-nes que definen el camino que recorreremos en el futuro», tras asegurar que no eratransponible a Marruecos el modelo de las monarquías parlamentarias europeas.

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11. KINSHASA, DICIEMBRE DE 1985

El único modo de volver a la monarquía es organizando fuer-temente la Iglesia.

STENDHAL, Lucien Leuwen

Una mañana, Ahmed Osman me telefoneó para decirme que el reynos había designado a ambos para acompañar al príncipe herederoa Kinshasa, capital de Zaire, a la investidura del general Mobutucomo presidente vitalicio del país. Estaba incubando un resfriado yasí se lo hice saber con la esperanza de que me dispensaran del viaje,pero Osman se contentó con responderme: «Tendrás que forrartede medicinas, amigo».

Era la segunda vez que formaba parte del cortejo del príncipe.Dos meses antes lo había acompañado a Omán a la celebración deldécimo aniversario del ascenso al trono del sultán Qabus. Una ter-cera, y última, ocasión se presentaría más tarde, en octubre de 1989,cuando el presidente iraquí Sadam Husein festejó con gran pompael primer aniversario de la reconquista de la península de Fao a lasfuerzas iraníes, aunque esa vez logré excusarme pues tenía que pre-sentar una comunicación ante la Academia Estadounidense deCiencias y el rey estuvo de acuerdo que a los americanos no podíafallárseles a última hora.

Comprendía muy bien la preocupación de Hassan II. Queríaque los viajes protocolarios sirvieran también para la educación desu heredero, que permitieran que éste oyera, en un clima disten-dido, un lenguaje diferente del de los cortesanos. A pesar de su legi-timismo doctrinal, que le había llevado a desviarse de la tradición«marroquí» e inscribir en la Constitución el principio de la primo-genitura, no educaba a su hijo para que fuera una copia de él. Sabíaque era imposible que su sucesor lo imitara, o le llevara la contraria,en todo. Ambas políticas serían igualmente nefastas, pues Marrue-cos no cambiaría tanto como para que las fórmulas que habían ser-vido al padre dejaran de ser útiles al hijo, pero sí lo suficiente comopara que éste se viera obligado a innovar. Hassan II intentó, pues,

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que tuviera contacto con las personalidades más diversas y las ideo-logías más opuestas, desde el islam radical al izquierdismo extre-mista, pasando por el liberalismo y el conservadurismo ilustrados deOccidente.

Indudablemente, todo ello había que ponerlo en el haber delrey. Y, sin embargo, yo intentaba escaparme de lo que era un deber yun honor. El motivo, que puede parecer intrascendente, tenía de he-cho carácter simbólico. Como el propio príncipe, todos los miem-bros de la delegación debíamos presentarnos en cada ceremonia ofi-cial vestidos con el atuendo nacional, es decir, con chilaba y capablanca con capucha, calzados con babuchas y tocados con fez. Eraeste maldito sombrero, tan poco marroquí a fin de cuentas, el queme planteaba problemas. ¿Cómo meterlo en la maleta sin defor-marlo? Imaginaba que mis compañeros, más acostumbrados que yoa este tipo de viajes, habrían encontrado una solución, pero cuandoen el avión confesé mi problema a Ahmed Osman, me respondiócon la mayor seriedad: «La única manera de que no se deforme esllevarlo todo el tiempo puesto».

Como ya he indicado, lo de la vestimenta es un problema serio. Sele planteó a todos los reformadores modernos, desde Ataturk a SunYat Sen, desde Pedro el Grande de Rusia a Nehru, y cada uno lo re-solvió con mayor o menor fortuna. En el propio Zaire, destino denuestro viaje, pudimos constatar que el pañuelo había sustituido a lacorbata, y la sahariana a la americana. Más recientemente, el Irán deJomeini se ha enfrentado al mismo problema y la solución que se le hadado ha sido especialmente poco elegante. En cualquier caso, y ennombre del nacionalismo cultural, del derecho a la diferencia, del re-chazo a la imitación servil al Occidente arrogante y dominador, habíaque dar muestras de imaginación y sentido de la estética, algo de lo quecarece el Oriente árabe en general, y Marruecos en particular.

Hassan II no quería, ni podía, ser un reformador al estilo de Pe-dro el Grande o de Ataturk por numerosas razones, la principal delas cuales era que no había vivido en un Marruecos independiente,sino bajo el Protectorado francés, y subrayo este gentilicio pues es-toy convencido de que el resultado hubiera sido diferente si el pro-tector hubiera sido alemán, británico o estadounidense. Por esa ra-zón, sus decisiones fueron siempre reactivas, a semejanza de todonacionalismo anticolonial. Nunca puso en duda que debía imponercomo indumentaria oficial la tradicional marroquí, en teoría para

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evitar la dejadez, la heterogeneidad, la confusión, pero en realidadpara hacer patente la uniformidad, la igualdad en la obediencia y ladevoción27.

El problema que nadie podía imaginar —como observé un díaque hice un comentario accidental sobre las razones que llevaron alsultán Muley Sliman (1792-1822) a adoptar a principios del siglo XIX

el atuendo que más adelante se llamaría majzení— es que en el Mar-ruecos precolonial no había ningún traje nacional tradicional. Cadaregión, cada clase social, tenía el suyo, algo que chocaba a todos losviajeros y exploradores europeos, sobre todo a Charles de Foucauld.El traje que se adoptó, siguiendo a los nacionalistas de entreguerras,era el de los comerciantes de la ciudad, que pasaban la mayoría de sutiempo entre la mezquita y la alcaicería y que no era el que había im-puesto en el majzén Muley Sliman. Hassan II se vestía más como unburgués que como descendiente de los sultanes saadíes o almohades.La indumentaria que se ve en los retratos que adornan el mausoleode Mohamed V y que reproduce a la mínima ocasión la prensa dinás-tica es tan fantasiosa como la que se atribuye a Ibn Jaldún o a Ibn Ba-tuta. El problema del traje nacional es el mejor ejemplo de cómo latradición es más un sentimiento que la perpetuación de una situaciónde hecho. Querer restaurar la tradición no implica tener sentido co-mún e imaginación.

Esto se me confirmó un poco más tarde cuando la televisiónmarroquí difundió un amplio reportaje sobre el viaje que realizó elpríncipe heredero a Japón. Como todo el mundo, comprobé hastaqué punto ese país asiático era a la vez moderno y conservador. Elprotocolo era infinitamente más sofisticado que el nuestro, quetanto asombra a nuestros hermanos de Oriente Próximo. Sin em-bargo, la imagen que más me chocó fue la que mostró al emperadorde Japón y a su hijo recibiendo en audiencia solemne al príncipemarroquí; éste llevaba una fina chilaba blanca, babuchas amarillas yun fez rojo mientras que sus anfitriones asiáticos le recibían sin com-plejos con el traje oficial europeo del siglo XIX, el mismo que lleva-ban los embajadores de las potencias imperialistas cuando trasmi-tían un ultimátum a un soberano «bárbaro». Se adoptó en 1868, acomienzos de la era Meiji y hoy ha pasado a ser tradicional para losjaponeses. Cambiarlo hubiera sido un signo de ingratitud para con

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27 Infra, Anexo I, La vestimenta, pp. 285-286.

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el antepasado reformador. En ese encuentro entre dos tradiciones«orientales», la de Marruecos, históricamente más reciente, parecíamás arcaica. ¿Alguno de los acompañantes del príncipe o de los te-lespectadores se dio cuenta de esa incongruencia?

Una vez en Kinshasa, nos acomodamos junto a otros invitados enun amplio anfiteatro, y durante horas asistimos a una sucesión de ce-remonias, moderna y antigua, europea y africana, política y religiosa,mediante las cuales el general Mobutu fue investido sucesivamentecomo presidente vitalicio de Zaire, como líder fundador y perpetuodel partido único (el Movimiento Nacional Popular), como señor delos jefes tradicionales de las diferentes etnias del país. A cada atributole correspondía un ceremonial, una indumentaria y un emblema par-ticulares. Conforme pasaba el tiempo los rasgos del ser humano queera Mobutu se iban marcando y su estatura reduciendo, como si elpeso creciente de sus funciones y responsabilidades lo aplastara.Cada vez se iba pareciendo más a una víctima a la que se prepararapara el sacrificio. Ante nuestros ojos se desarrollaba un drama cuyamoraleja era que el poder siempre es una trampa en la que caen siste-máticamente los aventureros que creen que van a disfrutar de algoque, sin embargo, los va a extenuar. Era el poder el que utilizabahasta su desgaste a ese ser humano y no al contrario. En un determi-nado momento, me volví hacia Ahmed Osman y le susurré: «Estáclaro que el poder es un sacrificio». Me respondió con una mirada deasombro, la misma que sorprendí en sus ojos cuando, viajando porprimera vez juntos de Rabat a Ifrán, hablamos sobre la responsabili-dad de los dirigentes argelinos en el conflicto del Sáhara; yo le habíadicho: «Son hábiles, pero seguramente no inteligentes». Reflexionóun buen rato antes de responderme: «Seguro, no lo son». Nacido enUxda a las puertas del Oranesado, rodeado de hombres del Marrue-cos oriental, se había tenido que enfrentar a muchos problemas paralograr imponerse a los hombres del Marruecos atlántico en la direc-ción del RNI, el partido lealista por él fundado. Después, durante sucarrera como condiscípulo, cuñado, colaborador cercano, primerministro y consejero de Hassan II, había tenido que hacer un es-fuerzo constante para adaptarse al molde del majzén, precisamentepara simular que no comprendía a la primera el sentido de unas pala-bras tan sencillas como inteligencia y sacrificio.

No se puede decir que Hassan II tuviera en especial estima laamistad del general Mobutu pues la había recibido en herencia. La

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alianza con Zaire, antiguo Congo Belga, era resultado coyuntural dela política de la ONU a comienzos de los años sesenta cuando sólo unpuñado de países africanos que habían alcanzado la independenciatenía ejército nacional. Nada pronosticaba unas relaciones estrechasentre ambos países puesto que la única vez en la historia en la que elnombre de Congo ha estado asociado al de Marruecos se remonta ala época en que los diplomáticos europeos negociaban el reparto deÁfrica, y Leopoldo II, rey de los belgas, intentaba forjarse un des-tino más glorioso que el que le permitía esperar su pequeño reino.Pero en esa vasta sala de Kinshasa en la que me encontraba, tambiénpor azar, asistiendo a una ceremonia propia de otros tiempos, deotra cultura, y cuyos símbolos descifraba con dificultad, estaba obli-gado a hacer ciertas comparaciones. Súbitamente, me sentía enfren-tado a la antropología, disciplina que, junto con la psicología, jamásme había entusiasmado debido a mi formación de historiador.

Nuestro país, como los demás, y más visiblemente que la mayo-ría, es piramidal. Esa fue precisamente la imagen que elegí para ilus-trar un ensayo de síntesis de la historia del Magreb. Cuanto más nosremontamos en el tiempo, más se ensancha la base; cuanto más bus-camos la multitud, más nos hundimos en el pasado. Más allá de loárabe y lo beréber, no podemos hallar sino el sustrato africano. Nose trata de saber si nuestro sistema de poder es en el fondo antropo-lógico —toda autoridad lo es— sino más bien hasta qué punto nues-tra monarquía lo es, librándonos así de las conocidas determina-ciones de la historia, de la economía o de la política racional. Losinvestigadores de hoy, al igual que los etnólogos de ayer, afirman queese componente antropológico es predominante y que explica engran medida los fracasos acumulados por generaciones de modernis-tas y de progresistas, ya formaran parte de los patricios urbanos, dela clase comerciante, de las corporaciones artesanales o del proleta-riado industrial. Consideran que los conceptos islámicos de imanatoy de bay’a deben interpretarse en ese contexto de continuidad beré-ber, muy viva en las llanuras y en las montañas y con gran presenciaresidual en las ciudades, y concluyen afirmando que los conceptosconstitucionales modernos deben ser objeto de una doble, por nodecir triple, interpretación si se quiere comprender lo que, proce-dente del pasado, continúa hoy haciéndolos operativos.

En Kinshasa me planteé estas cuestiones en términos sencillos:¿es africana la monarquía marroquí?, ¿beréber?, ¿árabe?, ¿islámica?

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¿Podrá un día liberarse de esas determinaciones para ser únicamentecontractual? ¿Bajo que rúbrica la sitúa espontáneamente el turista, elprofesor de Harvard, el periodista de al-Ahram, el presidente Mo-butu o su representante cuando vienen a nuestro país a la ceremoniaanual de la bay’a, auténtica sinfonía en blanco y rojo? Si se respondeque es todo eso a la vez, que hay que ponerla bajo todos esos epí-grafes, es que no se la comprende y no se sabe que actitud tomar a surespecto. Todas las combinaciones posibles entre apariencia y reali-dad, materia y símbolo, fondo y forma se ofrecen a los antropólogos,y cada uno experimenta con su colección de imágenes y de fórmulaschocantes que, a falta de convencer, seducen al lector por la brillan-tez de su estilo o la originalidad de su concepción.

Pero ni la etnología colonial ni la antropología poscolonial mehan convencido jamás. Un psicoanalista diría que tengo un bloqueoatribuible a haber tomado partido por el nacionalismo. Pero siexiste alguna toma de partido es frente a la que postula que ningunapolítica tiene éxito a no ser que se sitúe en la continuidad. Si lo quedicen los antropólogos fuera cierto, no hubiera habido políticoscomo Disraeli o Bismarck, teóricos como Burke o Tocqueville, ideó-logos como Bonald o Maurras. Pero si estuvieran totalmente equi-vocados, hace mucho tiempo que habría dejado de preocuparmeesta cuestión. Tanto en Marruecos como en otras partes, el pro-blema es únicamente una cuestión de grados.

Lo importante del espectáculo de Kinshasa y de las reflexionesque me sugirió es esa contradicción nunca resuelta, nunca perci-bida realmente, que subyace en el legitimismo de Hassan II. A ésteno le gustaba ninguna de las ciencias sociales que se basan en la crí-tica de los conceptos. Aunque odiaba la sociología y la antropolo-gía, y despreciaba a los que las invocan con cualquier motivo, nopor ello dejaba de utilizar sus fórmulas. Creía firmemente que unapráctica sólo es eficaz en la medida en que no es consciente de susmodos operativos. Nunca teorizaba, simplemente afirmaba unasconvicciones que no variaron prácticamente a lo largo de un rei-nado de casi cuarenta años. En total oposición a la ortodoxia, nodistinguía entre imanato islámico y realeza árabe; y aun menos, en-tre realeza árabe y patriarcado beréber. Además, a causa del fortale-cimiento de sus relaciones con diferentes líderes africanos, admitióque la autoridad de éstos era de la misma naturaleza. Esta convic-ción fue la que le llevó a cometer un grave error durante la cumbre

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franco-africana de La Baule en junio de 1990, cuando criticó en se-sión plenaria la nueva política francesa, ganándose una mordaz ré-plica por parte de François Mitterrand que hasta entonces lo habíatratado muy bien. Este desatino permitió a sus enemigos, y a los deMarruecos que pululaban en el entorno de Danielle Mitterrand, or-ganizar una amplia campaña de desprestigio de la que trataremosen el capítulo siguiente. Nada lo obligaba a provocar al presidentefrancés, en su campo y ante un público amigo de Francia, a no sersu tozudez ideológica.

Hassan II creía, pues, que los fundamentos del poder eran losmismos en todas partes, independientemente del nivel de desarrollointelectual y moral de los individuos o del grado de complejidad dela sociedad. ¿Cómo, partiendo de ese presupuesto, iba a aceptar porun solo instante separar el poder y su justificación, buscar un funda-mento a la autoridad que no fuera el que siempre había tenido? Paraél, el hecho de plantear la cuestión no significaba sino una falta derealismo o de raciocinio. Cuando, al estudiar un problema, intuíacualquier peligro de ruptura con la tradición, lo que le solía ocurrircuando se trataba de la educación, la cultura o la enseñanza, le dabala espalda instintivamente sin preocuparse de sus consecuencias.

Se consideraba tradicionalista y modernista a la vez y, efectiva-mente, en gran número de ámbitos lo era. Muchos lo veían bajo esteaspecto porque trataban con él de cuestiones jurídicas, administrati-vas, económicas o tecnológicas, allí donde se postula el poder. Suimpresión hubiera sido muy diferente si el debate hubiera girado entorno a la educación, pues entonces se hubieran dado cuenta ense-guida de la contradicción entre las necesidades de ésta y las exigen-cias de la autoridad, que era el auténtico punto flaco de Hassan II.

Si los fundamentos del poder son siempre los mismos en todaspartes, ¿no es acaso el primer deber de un soberano mantenerlo ensu incontestable evidencia? La palabra majzén evoca a los marro-quíes, de cualquier edad o nivel social, determinada educación. Se esdel majzén o no se es; se vive bajo su influencia o fuera de ella: en uncaso, se forma parte del mundo del orden, de la ley, de la disciplina;en el otro, se está todavía en el estado de la yahiliyya (de ignoranciaespiritual) o bien se ha elegido vivir en siba (libertad anárquica). EnHassan II, el rey, el jerife, el zaím, el jurista y el tradicionalista estabantan unidos que sólo un hombre de mala fe o equivocado sería capazde negar semejantes evidencias.

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Un día en que charlábamos en su presencia sobre las reglas delgolf, deporte que le gustaba practicar, por asociación de ideas,pensé en el problema que se planteaban algunos teólogos: ¿Qué ha-cer para no aburrirse en el Paraíso? Me parecía que el inventor delgolf, si es que ha existido, intentaba responder a esa pregunta pues,al ingeniárselas para hacer que fuera muy sencillo en teoría y casi im-posible de dominar en la práctica, esperaba que uno no se cansarajamás de él. «Es un deporte creado por Dios o por el ...», empecé adecir, cuando Hassan II me interrumpió sonriente. Algunas pala-bras pueden acudir a la mente, pero jamás ser pronunciadas ni escu-chadas. Ese era el espíritu del majzén, que en los hombres de mi ge-neración se había visto debilitado tanto por la acción cultural delProtectorado como por la propaganda nacionalista.

¿Cómo resucitar ese espíritu, desarrollarlo, alimentarlo paraque no se vuelva a debilitar? Simplemente manteniendo y fortale-ciendo las instituciones que desde siempre lo han encarnado: el li-naje, la familia, la medersa (universidad religiosa). Si el Marruecosanterior al Protectorado fue incapaz de alzarse al nivel de su época ydel de sus vecinos, había sabido, por el contrario, inventar mecanis-mos que permitían al individuo estar siempre en armonía con su me-dio. Sin esa cohesión, los habitantes de la Península Ibérica se hu-bieran instalado permanentemente en sus costas, y las misionesprotestantes habrían tenido el mismo éxito que en el África negra,en India y en el sureste asiático.

La educación del majzén coronaba la de la zagüía, la cual perfec-cionaba y humanizaba la del clan o la del linaje. El individuo marro-quí estaba encasillado «desde la cuna hasta la tumba», como se de-cía comúnmente. Este modelo educativo seguía vivo en las mentes,aunque desapareciera progresivamente de la realidad por efecto dela política cultural del Protectorado. Molestos por el individualismoexacerbado que parecía animar esta última, hasta los nacionalistasmarroquíes estaban decididos a resucitar aquel modelo en cuanto sepresentara la ocasión; así lo hicieron en las escuelas libres que fun-daron antes de la independencia, e intentaron generalizarlo despuésde 1956. Hassan II no era una excepción a este respecto, simple-mente alentaba ese proyecto, o esa utopía, hasta límites extremos.

Intentó por diferentes medios frenar el éxodo rural, que estabadesequilibrando la sociedad campesina. Hizo regalos, a veces injus-tificados, a los propietarios de explotaciones agrícolas. Inspiró dece-

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nas de artículos, firmados por Ahmed Alaoui, en los que se de-sarrollaba la idea de un mínimo cultural garantizado, es decir, laconstrucción en cada aduar de una mezquita, un zoco, una escuela yun dispensario para animar a los campesinos a permanecer en sutierra. Se gastaron miles de millones de dirhams en la construcciónde pueblos modelo y en equipar los centros cercanos a las grandesciudades, con la esperanza de retener a los migrantes e impedirlesque fueran a engrosar los suburbios de Casablanca, que, a comien-zos de los años 1980, estaba a punto de convertirse en una ciudadingobernable. Hassan II no consideraba que esa visión ruralistafuera contradictoria con la política de grandes pantanos destinados,como en la época del Protectorado, a fomentar la agricultura de exportación. Ésta tenía como objetivo el crecimiento económico;aquélla, el mantenimiento del equilibrio social.

Al mismo tiempo que al campesinado, el rey intentó salvar la cé-lula familiar. A lo largo de una serie de discursos-programa, zahirióa los padres por haber dimitido de sus deberes frente a los extravíosde sus hijos y sus mujeres; esa crítica iba dirigida sobre todo a la eliteburguesa. Cuando ocurrió el caso de unos jóvenes de la alta burgue-sía implicados en unos asuntos de droga, se negó a intervenir en sufavor, sin importarle los servicios prestados por sus padres, ya que,según él, éstos habían fallado en su deber de educadores. Conside-raba que la mujer debía ante todo prepararse para ser una buenamadre de familia. Como había sido educado por una severa institu-triz protestante por la que siempre tuvo mucho cariño, sentía ungran desprecio por la educación «laica» a la francesa que pretendíaconscientemente enmendar la obra de la naturaleza. Una mujercomo Danielle Mitterrand, a la que llamó públicamente esposa mor-ganática, no podía inspirarle sino antipatía.

En esa misma perspectiva, intentó en varias ocasiones redefinirel papel de la escuela pública, aunque en este ámbito tuvo menoséxito. Fracasó totalmente en su esfuerzo por rehabilitar la forma-ción profesional y técnica, pues se interpretaba como un intento deimpedir que la escuela siguiera siendo un medio de ascenso social.En cambio, logró imponer la educación cívica y religiosa que nosólo él deseaba sino que respondía a una demanda social muy am-plia. Los padres estaban de acuerdo con sus ideas y los numerososdiplomados de las instituciones religiosas, dispuestos a ponerlas enpráctica. Se rehabilitaron los msid (escuelas coránicas), tan critica-

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dos por los nacionalistas en la época del Protectorado, a pesar de lasreticencias de algunos pedagogos, y se volvieron a editar manualesde enseñanza desde una perspectiva claramente islámica y monár-quica. Para alcanzar plenamente ese objetivo, se volvió al árabe ar-caico, que sólo se empleaba en las medersas. Al deshacerse del árabemodernizado de Oriente, se protegía a las jóvenes generaciones dela nociva influencia del nacionalismo jacobino y laicizante que éstetrasmitía.

El cuerpo de los ulemas se reorganizó en el mismo sentido. Lostiempos en que Allal El Fassi pensaba en estructurar una fuerza deoposición junto a los partidos nacionalistas quedaban lejos. Conver-tidos en funcionarios y totalmente enmarcados en el Ministerio deAsuntos Islámicos que gozaba de una relativa autonomía financieragracias a los ingresos de los bienes habices (de manos muertas), to-dos los ulemas, de reconocido prestigio o no, eran convocadosanualmente durante el mes de Ramadán para asistir a una serie deconferencias impartidas por intelectuales musulmanes procedentesde todo el mundo. Se trataba de una especie de cursos de perfeccio-namiento. Esas personalidades de talla internacional les planteabannuevos temas de reflexión. En ese marco, surgió la tentación de res-taurar en su totalidad el orden medieval. Cuando la Administraciónmoderna mostró su ineficacia para luchar contra el alza continua delos precios, se elevaron voces exigiendo el restablecimiento en losmercados de la figura del almotacén, lo que se llevó a cabo en las ciu-dades. Cuando Hassan II se quejó de la debilidad de la recaudaciónfiscal y pidió que se pensara en nuevas fuentes de riqueza, los mediostradicionalistas se movilizaron para imponer el azaque coránicocomo impuesto único sobre los beneficios. El rey ordenó que se es-tudiara esa propuesta y se celebró un concurso para hallar el mejormodo de ponerla en práctica. Fue necesaria la intervención de losmedios financieros, espoleados bajo cuerda por el Ministerio de Ha-cienda, para que el proyecto quedara aparcado. A pesar de este fra-caso, el país se encaminaba hacia una auténtica magistratura moralde los ulemas, una suerte de tribunado que a la larga hubiera dejadototalmente fuera de juego a los partidos y sindicatos. En ese sentidose preparó un dahir que anduvo dando vueltas durante años por lasecretaría general del Gobierno. Cuando finalmente se promulgó,en agosto de 1995 y en medio de la indiferencia general, la situaciónhabía cambiado: el islamismo radical, utilizado por Occidente para

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desacreditar al islam y a los musulmanes, se había convertido en unpeligro. El decreto real reconocía a los ulemas su papel de censoresmorales, pero al mismo tiempo los obligaba a no salirse del marco dela tradición moderada del rito malikí.

Hassan II era plenamente consciente del escaso nivel intelectualde los ulemas marroquíes; también sabía que no habían logrado re-cuperar el prestigio que habían perdido al colaborar, a veces abierta-mente, con los peores elementos de la administración del Protecto-rado. Sólo podían servir al régimen en los medios rurales, lejos de lasgrandes ciudades donde no le eran de ninguna utilidad. Por esa ra-zón el rey fomentó la creación de asociaciones culturales, en teoríapara secundar a la Administración en los ámbitos en los que ésta eramanifiestamente deficiente pero en realidad para hacer la competen-cia a los partidos nacionalistas y a los sindicatos. Se trataba, en suma,de resucitar, en un medio nuevo, las antiguas cofradías y corpora-ciones. Se rehabilitaron las zagüías urbanas, que algunos denominancon justicia logias, controladas generalmente por algunas familias je-rifianas o supuestamente jerifianas, tan duramente criticadas en elpasado en los medios salafíes y en los nacionalistas; se subvenciona-ron y se alentó la celebración de nuevo de mussems (romerías). Des-pués nacieron las asociaciones regionales, cuando no abiertamenteétnicas, que restablecían las solidaridades que el mundo modernoparecía condenar a desaparecer. Se vio de nuevo a los oriundos delSuss buscar a otros sussíes en Rabat y Casablanca y a los de Fez ir alencuentro de sus paisanos en Marraquech y Agadir. Se estimuló ahombres de valía, que se habían ejercitado al frente de ministeriostécnicos u oficinas públicas, a que fundaran esas asociaciones querespondían, en suma, a necesidades reales. Ciudades, regiones ente-ras, se vaciaban, en efecto, de sus mejores elementos en beneficio delas dos capitales, administrativa y económica, y quedaban en manosde individuos incompetentes y corruptos que no hacían nada porque ciudades históricas como Tetuán, Marraquech o Mequinez, sa-lieran de su letargo. Había pues un auténtico problema, pero la solu-ción que se adoptó no fue entendida al ser demasiado evidente queestaba inspirada y controlada por la Administración. La opinión pú-blica vio en ella sobre todo un medio de minar la acción de los parti-dos de oposición. Aunque, en la práctica, la empresa no obtuvo eléxito esperado, su influencia fue inmensa en la gente, pues desper-taba unos sentimientos, de solidaridad o de animosidad, que la ac-

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ción nacionalista casi había logrado apagar. En cualquier caso, permi-tió que muchos comprendieran la lógica de una serie de iniciativasque, si bien parecían responder a necesidades concretas, en realidadformaban parte de un plan general de reeducación. Se trataba decrear, o recrear, un tipo de hombre que estuviera espontáneamente enarmonía con su entorno moderno y con su herencia política y social.

Más tarde, un joven profesor de filosofía, curtido en el análisislógico, teorizó, quizá sin pretenderlo, esa práctica política. Y logródesvelarla con toda claridad gracias a que, al ser un lógico puro y te-ner buena fe, era inmune a las lecciones de la historia28. En lugar decon una época, un país, una estructura social o un hombre, rela-cionó esa práctica directamente con los preceptos de la religión.Llegó incluso a hacer apología de la ‘ubudiyya (servidumbre) islá-mica, oponiéndola al concepto de muwatana (ciudadanía) helénica.Ese profesor ignoraba sin duda que la crítica de la modernidad y lademocracia era corriente en el siglo XIX, incluso en Inglaterra, patriadel liberalismo político. No había más que remitirse a la autobiogra-fía del cardenal Newman29, en la que traza las etapas de su conver-sión al catolicismo romano, para hallar, en esencia, su argumenta-ción. Lo que sí puede reprochársele es que no se preocuparademasiado de los móviles de su pensamiento: se atribuía la lógica delos hechos, no la de los conceptos que se obstinaba en redefinir. Noveía que apoyaba una política educativa aplicada por diferentes me-dios durante toda una generación. Que un filósofo se decida, en de-terminada etapa de su carrera, a afiliarse a una de las escuelas máscerradas al mundo moderno, que llegue únicamente a través de susdeducciones —al menos es lo que yo creo, aunque quizá me equi-voque— a justificar la renuncia total de la razón, a rechazar la ideade ciudadanía, a aceptar que se confiera a un hombre, ya sea jefe delEstado o dirigente de una cofradía, un poder absoluto, prueba hastaqué punto esa política había tenido éxito y lo maleable que es el serhumano. La ambición de reinstaurar el espíritu del Marruecos anti-guo, a pesar de todos los cambios que se produjeron en el medio fí-sico, no era, pues, una utopía, en el sentido habitual del término,aunque se pueda considerar utópico según la definición de la socio-logía de la cultura. Hassan II tenía una determinada idea de la tradi-

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28 Taha Abd al-Rahman, Hawla Tayedid Taqyim a-Turaz (La tradición reevaluada).29 Cardinal Newman, Apologia pro Vita Sua, Nueva York, Doubleday, 1956.

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ción; hizo todo lo posible por resucitarla y terminó por verla encar-nada en la generación siguiente, aunque se expresara de un modomucho más elaborado. Si tener éxito es lograr lo que se desea, indu-dablemente el rey tuvo éxito, ¿pero podemos limitarnos a ello igno-rando sus consecuencias a largo plazo?

Durante su largo reinado, Hassan II había visto cómo Egiptoabandonaba el nasserismo y se convertía, bajo la dirección del presi-dente Sadat, a la economía de mercado; cómo Rusia perdía a jironesel vasto imperio que le habían legado el zarismo, Lenin y Stalin, hastarepudiar definitivamente el comunismo; cómo Francia rechazabados veces el socialismo tras haberlo llevado al poder en medio del en-tusiasmo general; cómo Argelia había vivido en la miseria durante losúltimos años del régimen de Bumedian y luego se había convertidocasi totalmente al islamismo antes de sumirse en una guerra civil de laque aún no ha salido. Vio, pues, cómo fracasaban todas las experien-cias de sus adversarios ideológicos, caracterizadas por su oposicióndoctrinal al liberalismo occidental burgués. Podía decirse que, frentea todos ellos, él había tenido razón. La prensa dinástica comenzó acriticar abiertamente a todos los países occidentales que, dandomuestras durante años de pusilanimidad, rechazaban abiertamentealiarse con un régimen que, sin embargo, compartía sus valores. De-bían, pues, confesar su culpa y abrirle por fin sus brazos. De ahí lapetición oficial de Marruecos de adhesión a la Comunidad Europea.Hassan II creía sinceramente que su régimen tenía prioridad frente alos países de Europa central y oriental, que apenas acababan de salirdel totalitarismo comunista.

Evidentemente, en todo ello había en un error de análisis y unadistorsión de la perspectiva histórica. Los incondicionales del mo-narca olvidaban, o ignoraban, que en determinado momento él tam-bién había coqueteado con la ideología socialista, neutralista, tercer-mundista, que su liberalismo era tan tardío como limitado pues,según él, sólo debía afectar a la actividad económica, y dentro deella se restringía al ámbito comercial. Sin embargo, lo más impor-tante es que el liberalismo, sea cual sea el modo en que se entienda,es implícitamente contrario a la visión conservadora que acabamosde exponer. Hassan II nunca quiso reconocer esa incompatibilidad.De ahí sus continuos altercados con los periodistas extranjeros. Élles hablaba de código de inversiones, de facilidades aduaneras, deexenciones fiscales, de paz social, de garantía de la propiedad, de se-

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guridad, mientras que ellos le preguntaban por la independencia dela prensa, los derechos de la mujer, la libertad de creencias y de ex-presión... A pesar de sus relaciones de amistad con un hombre comoGiscard d’Estaing a quien un día calificó de copain30, nunca llegó adarse cuenta de que el liberalismo puede ir de la mano de un conser-vadurismo moderado, pero jamás de un legitimismo doctrinal. Y alno ser consciente de esa contradicción, no podía resolverla.

El rey no veía que, con el paso del tiempo, algunas de sus iniciati-vas debilitaban inexorablemente las instituciones que él tanto desea-ba mantener. La familia, por ejemplo, se veía minada por el foso cre-ciente que separaba las generaciones. Si los padres ya no teníanascendiente sobre sus hijos era porque no podían comunicarse conellos, debido sobre todo a ese bilingüismo institucional que él de-fendía —había declarado que un monolingüe era un inculto— y quese fomentaba en las escuelas y los medios de comunicación. Esta re-lación, por otra parte evidente, entre dos aspectos de la política ofi-cial, se ocultaba voluntariamente. Tuve ocasión de verificarlo cuando,invitado a un programa de televisión de la segunda cadena, centrémi discurso en el problema de la lengua31. Todos los comentaristaslo interpretaron como un modo de eludir los problemas políticosdel momento, cuando yo en realidad estaba analizando sus causasprofundas. Más tarde supe que me habían invitado precisamentepara sondear mis opiniones con vistas a confiarme grandes respon-sabilidades, y que, como fui a contracorriente de la política oficial,perdí cualquier posibilidad de que me las dieran.

Se podría hacer la misma observación acerca de la política deemigración y su impacto en la sociedad campesina. La Administra-ción intentaba frenar el éxodo hacia las grandes ciudades marro-quíes pero fomentaba la emigración hacia Europa como medio deluchar contra el paro, sin ver que a la larga los dos movimientos te-nían los mismos resultados. Cuando esa verdad se impuso, Hassan IIordenó que se ejerciera cierto control sobre los marroquíes que vi-vían en el extranjero mediante el envío de profesores de árabe e

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30 Hassan II utilizó esta palabra —que en francés se emplea para un amigo con elque se tiene un trato familiar— que el enviado especial de Le Monde se encargó desubrayar con énfasis, durante una recepción en la Embajada de Francia en Rabat,celebrada con motivo de la visita oficial del presidente Giscard d’Estaing en mayode 1975.

31 Infra, Anexo I, El lenguaje estereotipado, pp. 289-290.

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imanes, la creación de asociaciones y otras iniciativas que avivaronla hostilidad, ya enorme, de los sindicalistas y militantes de los dere-chos humanos de los países de acogida. El rey condenó pública-mente el deseo de los hijos de los emigrantes a querer naturalizarseen el país donde vivían y trabajaban para gozar de todos los dere-chos; condena muy aplaudida por los partidos de la derecha euro-pea que estaban visceralmente en contra. Se daba cuenta de que susdeclaraciones daban armas a sus enemigos y que no frenarían unmovimiento, por otra parte natural, pero continuó expresándolaspor fidelidad a sus ideas.

El colmo de la paradoja se alcanzó con la cuestión del matrimo-nio mixto —entre una marroquí musulmana y un europeo no mu-sulmán—, desaprobado por los nacionalistas del Istiqlal y por el rey.Seguía manteniéndose la enseñanza «a la francesa», a pesar de todossus defectos, que se subrayaban a la menor ocasión y que seguía for-mando unas mujeres «intelectuales» incapaces de transmitir los va-lores de la familia tradicional. Esta enseñanza llevaba a las jóvenes aexigir una reforma total de la mudawana (código de la familia) o a rebelarse y refugiarse en el matrimonio con un no musulmán. Elúnico freno a esta última posibilidad —abominable para todos lospadres marroquíes— era precisamente el racismo de la sociedad eu-ropea, que, en principio, se condenaba pero implícitamente parecíadesearse.

Desconcierto de los jóvenes y abandono de las responsabili-dades de los padres; rebeldía de las mujeres y matrimonio mixto;emigración y doble nacionalidad; todo ello puede sin duda serconsiderado como una evolución ineludible e independiente de lapolítica «restauradora» evocada anteriormente. Cabe demostrarque también hubiera tenido lugar en un marco más liberal, pero nose puede ignorar que en todos los casos se cuestionaba el sistemaeducativo.

Hassan II intentó en varias ocasiones reformar dicho sistema sinlograrlo, por la sencilla razón de que estaba empeñado en que la re-forma sólo afectara a los aspectos técnicos. Fijaba los objetivos inter-medios sin precisar su relación con la política general que seguía apli-cando de modo imperturbable. Algunos incluso estaban convencidosde que en realidad no quería reformar. Yo, por mi parte, creo que ja-más perdió la esperanza de descubrir un día al mago que le ayudara aresolver esa ecuación imposible.

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Empezó organizando coloquios nacionales cuyos trabajos seplasmaban regularmente en la publicación de recomendaciones am-biciosas, contradictorias y, a la larga, destructoras de ese equilibriosocial que quería mantener a toda costa. La generalización de la en-señanza habría perturbado el mundo campesino y minado la familiapatriarcal. La arabización habría reducido, al menos al principio, laproductividad de la Administración y ahuyentado a los inversoresextranjeros. La unificación habría puesto límites a la actividad de lasescuelas libres y de los establecimientos dirigidos por las misionesculturales extranjeras. La gratuidad hubiera terminado por arruinarel Estado. Consciente de esas antinomias, durante un tiempo se des-interesó del problema. Para ser más exactos, confió sucesivamenteesa tarea a personas ligadas a los diferentes partidos con representa-ción parlamentaria, aunque a título personal les recomendaba pru-dencia, incluso en la aplicación de las reformas unánimemente exi-gidas y que habían pasado a ser, pues, inevitables.

Al no encontrar lo que buscaba en los profesores y pedagogosmarroquíes, Hassan II dirigió su interés hacia el exterior. Creyó porun momento que la Unesco lo ayudaría, pero pronto se desengañópues en esa época la organización preconizaba la generalización dela enseñanza primaria, la utilización de las lenguas vernáculas y laadopción del monolingüismo, es decir, todo lo que él rechazaba ins-tintivamente.

En 1980, fundó la Academia del Reino de Marruecos, la mitadde cuyos miembros debían ser elegidos obligatoriamente entre per-sonalidades que representaran las diferentes culturas del mundo, es-perando encontrar en ella un filón de ideas prácticas que soluciona-ran sus dificultades. Pensaba que los debates en profundidad entreexperimentados hombres de ciencia procedentes de diversos hori-zontes desembocarían necesariamente en unas conclusiones que seimpondrían por sí mismas a los partidos y a la opinión pública mar-roquí. También en esa ocasión su esperanza se vio truncada, pues,en la mayoría de los casos, los problemas a los que se enfrentabaMarruecos, junto con el resto del mundo árabe —sistema de escri-tura, diglosia, bilingüismo, analfabetismo, multiculturalismo— ha-bían sido solucionados en otros países desde hacía mucho tiempo,ya fuera por obra de la colonización o por la de unos reformadoresmodernistas decididos a hacer tabla rasa del pasado. Ninguna de lasexperiencias extranjeras era fácilmente trasladable a Marruecos, por

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lo que, a pesar de su riqueza intrínseca, los debates de la Academiacarecían de valor práctico.

Luego, a comienzos de la década de los noventa, le llegó el turnoal Banco Mundial. Se había recurrido a éste en 1982 y 1983, cuandoel país sufrió una grave crisis financiera. El banco le prestó inmedia-tamente ayuda, pero a cambio se implicó cada vez más en la gestiónde los asuntos marroquíes. Comenzó por publicar informes críticossobre las finanzas, la economía, el sector privado y la Administra-ción, y en todos ellos los especialistas incluían observaciones sobre elsistema educativo marroquí, que gravaba sobre el presupuesto na-cional sin lograr a cambio que el país despegara. Durante una visitadel presidente de esa institución a Marruecos, el rey le pidió oficial-mente un informe específico sobre la escuela marroquí, sus defectosy el modo de reformarla. El Banco Mundial, como tiene por costum-bre, confió ese trabajo a expertos que conocían bien el país por habertrabajado en él. Se contentaron con retomar las ideas desarrolladasdesde hacía tiempo por profesores marroquíes o extranjeros, actuali-zar las estadísticas y añadir algunas comparaciones con determinadospaíses árabes, asiáticos o africanos. El estudio no aportaba nadanuevo, pues, curiosamente, dejaba de lado las particularidades histó-ricas, políticas, culturales o religiosas, por otro lado evidentes, deMarruecos. El rey recibió el informe y ordenó que se hiciera públicoy se debatiera. Nadie se atrevió a decir abiertamente que no servíapara nada, y a las pocas semanas cayó en el olvido32.

Se volvió, pues, a las fórmulas de siempre. Se confió el Ministe-rio de Educación a gente conocida por su integridad y su indepen-dencia de los partidos, y se les encargó que hicieran una selección delas recomendaciones del Banco Mundial, las enmendaran e intenta-ran poner en práctica las que provocaran menos oposición. Dadoque las soluciones elaboradas por los extranjeros no parecían entu-siasmar a los marroquíes, se decidió convocar de nuevo una confe-rencia nacional para enfrentarse al problema, partiendo de cero,dándole esta vez una solución, ya que se trataba de elegir entre laquiebra de la enseñanza o la del Estado. El hecho mismo de convo-car una conferencia nacional, que en realidad era un Parlamento enpequeño pues estaban representadas las mismas fuerzas políticas ysindicales, significaba reconocer el fracaso por parte del Ejecutivo.

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32 La vie économique, Casablanca, 24 de noviembre de 1995.

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Después de treinta años, el país seguía en la misma situación de in-decisión. Se asistió al mismo tipo de negociaciones entre el rey, queseguía de cerca los debates, y los representantes de los partidos na-cionalistas. La conferencia hizo suyas, casi textualmente, las reco-mendaciones de los antiguos coloquios —generalización, unifica-ción, arabización, gratuidad, mejora de los recursos docentes y delas condiciones laborales de los profesores— que Hassan II no dudóen rechazar, consciente de que al aplicarlas aniquilarían todos los es-fuerzos de saneamiento financiero emprendidos con la ayuda y bajoel control del Banco Mundial. Exigió una nueva reunión de la comi-sión. Se ejercieron considerables presiones sobre los miembros másinfluyentes y, al final, se anunció un acuerdo que no acababa conninguno de los viejos malentendidos, como muestra el artículo 179que estipula que: «este texto es una obra integra que no puede sufrirningún fraccionamiento ni amputación». Los miembros de la comi-sión, aunque elegidos con sumo cuidado por la Administración, te-nían la impresión de que lo único que se esperaba de ellos era queacabaran con la gratuidad de la enseñanza y que en los demás aspec-tos se les hacía concesiones oficialmente pero con la clara intenciónde aplicarlas sólo en parte y lo más tarde posible. Por esa razón losnacionalistas dejaron el asunto en manos del Ejecutivo: aceptamosque la enseñanza secundaria y universitaria no sea gratuita a la larga,con un grado de selección e interactividad con el medio regional yprofesional, a condición de que ustedes acepten finalmente arabizartoda la enseñanza y disminuir la preponderancia del francés en be-neficio del inglés (es importante observar que esas dos lenguas nofueron nunca claramente especificadas). Se mantenía el dualismopero no era el que el rey tenía en mente. Aparte de esos puntos dedivergencia, que subrayamos por constituir el centro del problema,el texto, redactado por veteranos pedagogos formados en su mayo-ría en Bélgica y Canadá, contenía una serie de propuestas enorme-mente innovadoras sobre la reorganización de la escuela marroquíen todos sus aspectos. De no existir el mencionado obstáculo insu-perable y si se hubiera podido aplicar íntegramente, esta propuestahabría ayudado a Marruecos a solucionar sus problemas educativosen el espacio de una generación.

Acabar con la gratuidad, cuyos perversos efectos ahora ya estánidentificados y reconocidos; introducir los principios de selectividad,de atención al aspecto técnico, de competitividad; conservar y forta-

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lecer el bilingüismo y el multiculturalismo; lograr que el mundo delos negocios se interese por las universidades; desarrollar la competi-tividad entre la enseñanza pública y la privada; nada de eso es critica-ble en sí, y todos los miembros de la comisión estaban dispuestos adebatirlo. A lo que se negaban era a que se les obligara a abordar úni-camente los aspectos técnicos y a dejar de lado cualquier impacto enlo social o lo político, e incluso en lo económico, aparte del aspectofinanciero. Esa fue la fuente de todas las dificultares, que no acaba-ron cuando finalizaron los trabajos de la comisión.

Los mismos límites les habían sido impuestos implícitamente alos expertos del Banco Mundial; de ahí la timidez de sus propues-tas. El rey no necesitaba precisar que sólo quería un reajuste téc-nico; el simple hecho de que él fuera el iniciador de la reforma y elúnico interlocutor de los encargados de diseñarla bastaba para di-suadirlos de traspasar ciertos límites. Aunque afirmase que estabaabierto a todo tipo de propuestas, era claro que cualquier reformaque pusiera en peligro la estabilidad del país o su autenticidad nose tendría en cuenta. En semejantes condiciones, ¿quién se iba amolestar en proponer unas ideas que sabía de antemano que no se-rían aceptadas?

Hassan II habría podido encontrar otra vía, imponer un sistemade enseñanza perfectamente acorde con sus convicciones y su polí-tica general. Es lo que se hacía en los países de la Península Arábigay lo que le sugerían algunos de sus ocasionales consejeros, próximosa los ulemas. Pero él no era un tradicionalista como los demás, puesen Marruecos el Protectorado había quebrado la tradición; no setrataba, por tanto, de continuarla, sino de restablecerla sin rompertotalmente con éste. Esa era la contradicción inicial.

Esta contradicción pasó a ser flagrante cuando, tras la caída delos regímenes dirigistas de los que, en cierto modo, Marruecos era laimagen opuesta, Hassan II se dedicó a afirmar que siempre habíasido un partidario convencido del liberalismo. Pegó esa etiqueta auna realidad que le era fundamentalmente ajena. Vivió sin proble-mas en esa contradicción porque instintivamente se negaba a serconsciente de ella. Pero, tras él, toda la clase política marroquí pasósúbitamente a ser liberal. El caso más espectacular era el de NadirYata, hijo del líder histórico de los comunistas marroquíes y bri-llante editorialista de Al Bayane, el periódico del partido. Como yahabía ocurrido con el nacionalismo y el marxismo, y como fue el

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caso casi simultáneamente con el islamismo, nadie, ni siquiera los in-telectuales y profesores especializados en el análisis de las ideas, semolestó en explicar a la opinión pública las implicaciones del tér-mino liberalismo. Es cierto que lo mismo pasaba en el resto delmundo, a excepción de los islotes de cultura anglosajona. Sin hacersu apología ni un llamamiento a adoptarlo, yo había intentado expli-car desde 1980 —en una serie de estudios publicados con el títulogeneral de Mafahim (conceptos)— que, a diferencia de la imagenpopular que de él se tiene, liberalismo no es sinónimo de laxismo, depereza intelectual, de eclecticismo, sino que por el contrario es unsistema coherente de pensamiento y acción, que va a la par de la mo-dernidad y que sólo es eficaz si se adopta en su totalidad33. Preten-der restringir su ámbito de aplicación a la economía, y aún más al in-tercambio comercial, era el mejor modo de volverlo inoperante. Perofrente a la ideología oficial, que hacía a diario y a toda costa apologíadel justo medio, del compromiso y del consenso, era prácticamenteimposible hacerse oír. Veamos un ejemplo de ese estado anímico,expresado en el preámbulo de la recién mencionada carta de la en-señanza:

El sistema educativo marroquí se integra en la dinámica de expansión gene-ral del país y se basa en la conciliación entre la fidelidad a la autenticidad yla aspiración constante a la modernidad. Contribuye a lograr que la socie-dad marroquí interactúe con su patrimonio cultural de modo coherente ycomplementario manteniéndose a la vez abierta a la civilización universal y a lo que ésta implica en cuanto a mecanismos y sistemas que consolidanlos derechos humanos y que afirman su dignidad.

Marruecos no parece aún dispuesto a abandonar ese voluntarioconfusionismo. Por esa razón me permito concluir este capítulo re-produciendo un artículo que publiqué, en julio de 2000, en el diariode Casablanca Libération. En él resumo mi opinión sobre la políticacultural que Hassan II siempre persiguió y nos legó.

El pasado 31 de mayo, fui invitado por la Escuela Normal Superior de Feza dar una conferencia sobre literatura dentro de un programa de perfeccio-namiento. En el coloquio que siguió a ésta, me plantearon cuestiones de ca-rácter político relacionadas con la educación. En esas situaciones, consi-

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33 Las principales ideas de esos opúsculos están resumidas en Islam et moder -nité, op. cit.

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dero que mi deber no es tanto expresar mis opciones personales como pre-sentar los hechos del modo más objetivo, ilustrándolos con aproximacioneshistóricas o sociológicas. Es lo que hice en esa ocasión. Intenté explicar queya que habíamos elegido el liberalismo como marco de acción era mejorque lo asumiéramos totalmente.

El liberalismo se basa en la distinción entre hechos y valores, entre lapráctica y la ideología. El Estado liberal es aquél que se ocupa más de losintereses inmediatos que de los fines últimos. No pretende conseguir quelos hombres sean perfectos, virtuosos o felices, como la teoría filosófica clá-sica, sino que cada individuo saque el mejor partido de las riquezas que éstele anima a adquirir.

Debido a que limita sus competencias a la gestión de lo útil, el Estadose convierte en contable, en el doble sentido de contar y de rendir cuentas.Es responsable ante los ciudadanos, que se supone que también sabencontar, en la medida en que su acción se limita a lo cuantificable. En un paíscomo el nuestro, a los demócratas les interesa impulsar al máximo esa ló-gica del liberalismo, es decir, pedir al Estado sólo lo que es de su competen-cia y así obligarlo a cumplir sus promesas.

Considero que sería sensato despojar el debate político de todo lo quese relaciona con los valores, las creencias, la moral teórica, para impedir alEstado alegar incapacidad o irresponsabilidad.

Por lo que respecta a la educación, he subrayado que en las sociedadesen las que durante mucho tiempo ésta ha sido privativa de la Iglesia o de lascomunidades locales, en las que gran parte de ella escapa al control del Es-tado, es donde la ciencia experimental y la economía moderna se han desa-rrollado con más facilidad. En nuestro caso, por el contrario, el Estado seha encontrado, por razones históricas, en la obligación de ocuparse de to-das las tareas educativas. Tenemos muchos ministerios encargados de laEnseñanza, de la Educación, de la Formación, etc. La experiencia muestrasin lugar a dudas su incapacidad; no simplemente, como se suele creer, porfalta de medios financieros, sino por razones de fondo. Y, sin embargo, se-guimos exigiéndole cada vez más, corriendo el riesgo de obtener resultadosaún más decepcionantes.

Creo que ha llegado el momento de recordar a la sociedad que, a travésde unas instituciones que debe inventar, tiene que hacerse cargo de lamayor parte de la educación. Si ahora es incapaz de hacerlo, debe prepa-rarse para ello, pues sólo así demostrará que está verdaderamente insti-tuida. Una sociedad que no es capaz de educarse a sí misma sin recurrir sis-temáticamente al Estado, es decir, a un poder coercitivo, demuestra queaún no ha adquirido conciencia cívica.

Lo que sí será siempre competencia del Estado es la formación, la me-jora continua del capital humano. Se trata de una tarea identificable y cuan-

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tificable de la que debe rendir cuentas. Sé que los adeptos a la pedagogíaclásica de vocación humanista consideran esta actitud indigna, desprecia-ble, reductora, irrealizable. Debo decir que sus argumentos jamás me hanconvencido, pues me parece que se equivocan de sujeto. No deben dirigirseal Estado sino a la sociedad. Piensan en el individuo que hay que educarmientras que yo me preocupo sobre todo del Estado educador. Sin educa-ción musical, el hombre está incompleto, y, sin embargo, nadie propone si-tuarla entre las prioridades del Estado. Fue en las iglesias donde los ale-manes y los afroamericanos se convirtieron en excelentes músicos. Elproblema radica en que a cada uno de nosotros le da casi vergüenza decirque la educación, pagada por el Estado, debe tender a lo útil, cuando, sinembargo, está en la lógica de ese liberalismo que pretendemos haber adop-tado. Sobre esta mentalidad tan negativa es sobre la que he querido llamarla atención.

Lo mismo vale para lo que he dicho acerca de la situación de la mujer,o, más exactamente, de la estructura familiar. Para el Estado liberal, la fami-lia es, por principio, una asociación voluntaria con vistas a ahorrar, invertir,producir y trasmitir el patrimonio acumulado. Esa es la definición clásicade matrimonio en todas las sociedades organizadas, pero el Estado liberales el que lo ha expresado de un modo más claro. Y no es casualidad si, unavez más, en las sociedades más profundamente liberales es donde mejor sepercibe el otro aspecto del matrimonio, denominémoslo sagrado. Cuandose expulsa lo sagrado de la vida pública, influye más en la vida privada decada cual y, en definitiva, en esa vida pública de la que ha sido ostensible-mente excluido. Esa sutil dialéctica entre lo público y lo privado es la quealgunos de nosotros deberíamos considerar. Creemos servir a los valoresque defendemos situándolos en el centro de nuestros debates públicoscuando, en realidad, al hacer de ellos un continuo objeto de disputa, losdespojamos de toda posibilidad de influir en nuestra vida interior.

El Estado debe proteger a la familia como si fuera la más importantede todas las empresas que tiene que proteger. En su papel de contable,debe decirnos lo que le cuesta a la comunidad el que uno de los dos sociossea incapaz, por la razón que sea, de desempeñar correctamente su papel.Debe tomar todas las disposiciones necesarias para hacer de la familia unaempresa que funcione. Si pone todas las demás al día, ¿por qué no ésta?Para ello, no tiene que consultar a todo el mundo sino a aquellos que com-parten sus preocupaciones: economistas, sociólogos, juristas, geógrafos.Los demás, evidentemente, tienen derecho a dar su opinión, pero en otrasinstancias. Para que cada uno sea responsable de sus actos debe limitarse alámbito de su competencia.

Si el Estado liberal es aquél que organiza la sociedad de tal modo queproduzca la mayor riqueza posible, para distribuirla a continuación del

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modo más equitativo, ¿cómo no va a tomar disposiciones para que, a todoslos niveles y especialmente en la escuela y en el marco familiar, se propaguela cultura de la economía, del ahorro, del esfuerzo, de la empresa? Fracasa-ría en su misión si dejara que se difundiera, o, peor aún, si fomentara unacultura de la ostentación, de la ociosidad, de lo irracional. Los que se asom-bran de la alianza entre los defensores de la vieja sabiduría y los diplomadosde las universidades modernas olvidan que tienen algo en común: el des-precio por las leyes de la economía. Todos están a favor del consumo sincontrapartida, del gasto sin la obligación de producir34.

El Estado liberal, aunque dé importancia a los hechos, no por ello dejaa un lado los valores. Todo lo contrario: se los devuelve a la sociedad, que esde donde provienen. Si, por razones coyunturales, la sociedad no puede to-davía hacerse cargo de ellos, el Estado debe prepararla sin pensar en perpe-tuar su papel de tutor.

En una situación como la nuestra, la sociedad civil no puede por me-nos de ser débil al principio. Sin embargo, incluso en ese estadio, debe per-suadirse de que es a ella, y sólo a ella, a quien corresponde administrar todolo ajeno a lo útil. Los que, actuando en su marco, sólo piensan en manipularel Estado, creyendo que esa situación es normal y que durará, van a contra-corriente de la lógica liberal que ha permitido que aquéllos surjan.

Subrayemos para terminar que en el núcleo de la Constitución marro-quí está esa distinción entre dos ámbitos muy separados. La práctica denuestro país, desde hace treinta años, nos ha acostumbrado a distinguir en-tre administración y política, entre búsqueda de la productividad y mante-nimiento de los equilibrios sociales o defensa de la moralidad pública,apoyo a las cosas mundanas y llamamiento a la espiritualidad: ¿por qué nollevar lo más lejos posible ese dualismo en beneficio de la democracia?Todo problema tiene al menos dos caras. Cualquier Gobierno puede invo-carlo para ocuparse de lo que influye directamente en la vida práctica de losciudadanos, es decir, el ahorro, la inversión y la producción. Puede exigirque sólo se le considere responsable de este aspecto.

Hassan II afirmaba que odiaba tanto el dogmatismo como la ideolo-gía. Sólo quería oír hablar de fórmulas prácticas. Pero en el ámbitode la educación daba muestras de una rigidez tal que condenaba asus empresas más loables a no tener, en el mejor de los casos, sinoéxitos a medias.

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34 Algunos técnicos y científicos se dejan fácilmente engañar por los paralogis-mos de los ideólogos islamistas precisamente por su falta de formación lingüística,histórica y teológica.

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Alega lo que seré, no lo que he sido.SHAKESPEARE, Ricardo III

En el avión que me llevaba a la capital portuguesa donde debía en-contrarme con Pierre Mauroy —el que fuera primer ministro deFrançois Miterrand—, antes de continuar hacia París donde me en-trevistaría con otras personalidades de la izquierda francesa, di unúltimo repaso al texto que debía presentar, comentar y explicar amis interlocutores. He aquí su contenido.

Marruecos ha sido víctima en un año de dos campañas denigratorias quedejan perplejos a los observadores. En teoría, su objetivo es la defensa de losderechos humanos que estarían amenazados. En realidad, se trata de unamaniobra demasiado bien montada y orquestada como para que su fin seaúnicamente ése que, por otra parte, tratándose de Marruecos es una falacia.Implica a demasiados responsables, a demasiados organismos, como paraque cualquier persona inteligente no se vea obligada a plantearse cuál es supropósito real. La primera campaña, organizada en torno a la publicaciónde Gilles Perrault, estaba dirigida fundamentalmente, por no decir en ex-clusiva, a la persona de Su Majestad Hassan II. En su momento provocó enel pueblo marroquí la reacción de rechazo de todos conocida. La segunda,más nociva e insidiosa, tiene de nuevo como objetivo la persona del reypero, además, la cuestión del Sáhara.

En efecto, la defensa de Moumen Diouri, cuya expulsión atañe única-mente a la soberanía francesa, ha desembocado en su última etapa en laconstitución de un «colectivo» cuya pretensión, evidentemente perniciosa, esvigilar la regularidad del desarrollo de las operaciones del referéndum de au-todeterminación en el Sáhara. El «colectivo» ha sido concebido y organizadopor la asociación «France Liberté» cuya presidenta no es otra que la esposadel presidente de la República Francesa. Parece, pues, claro que el auténticoobjetivo de la campaña es, por desgracia, empañar la imagen de Marruecos ysembrar la duda sobre la autenticidad de la marroquinidad del Sáhara.

Ahora bien, en la cumbre de la jerarquía de nuestras instituciones ynuestras creencias se hallan precisamente la persona del monarca y la inte-

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gridad territorial, por lo que cualquiera que pretenda empañar la imagende esa institución o de esa creencia provoca indefectiblemente la reacciónhostil de todo el pueblo marroquí. Marruecos y Francia están unidos pormuchos y diversos lazos. Un patrimonio común, formado a lo largo de si-glos, dota a nuestras relaciones de una auténtica singularidad. Desgraciada-mente, los instigadores de esas campañas de desestabilización no parecenapreciar en su justo valor el carácter excepcional de los lazos entre nuestrosdos países.

Por eso, estamos obligados a llamar la atención de ustedes y advertirlesde las consecuencias extremadamente perjudiciales de estas campañas. Nadie ignora que el rey es el símbolo y garante de la seguridad, de la conti-nuidad y de la paz en el país. Nadie ignora, tampoco, el apego del pueblomarroquí a su integridad territorial.

No se ha pedido a nadie que apoye o abogue por la autenticidad o larealidad de esa integridad territorial. Sí se recomienda encarecidamente,por el contrario, que no se intente sembrar la duda sobre esa autenticidad oesa realidad. El pueblo marroquí no tolerará la desacralización de su mo-narca ni las acciones solapadas que intentan poner en duda la legitimidadde su integridad territorial. Su reacción puede ser brutal, imprevisible e in-controlable.

Los intereses franceses y, lo que es más, la propia presencia francesa,pueden peligrar. La amistad que Marruecos siempre ha mostrado a Fran-cia, así como la gran responsabilidad que ustedes tienen sobre el futuro desu país nos obligan a alertarles: la suerte de las relaciones entre las genera-ciones actuales y futuras de los dos países puede estar en peligro.

No percibía en ese texto, escrito sin embargo en francés, ningún ras-tro de la elegancia ni de la sutileza del estilo habitual de Guedira.Evidentemente, él no era su autor, a no ser que hubiera dejado tras-lucir deliberadamente el enfado de Hassan II para trasmitir mejor elmensaje a los dirigentes franceses.

Yo había sido convocado a Palacio junto con los líderes de losgrandes partidos y algunas personalidades, apartadas momentánea-mente de la política pero a las que el rey mantenía cerca comoconsejeros, como Karim Lamrani, ex primer ministro, y Youssef BelAbbes, ex embajador en París. De entrada, Hassan II dio curso librea su indignación: «¿Pero qué pretenden ahora estos franceses?». Yen lugar del término corriente faransiyyin utilizó el más popular,fransis, que es el que su padre utilizaba durante las crisis de 1951 y1953, poniéndonos de antemano en un determinado estado aní-mico. No era cuestión de hacer distinción entre las críticas —más o

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menos justificadas— de unas decisiones tomadas por el rey o porsus ministros y la larga serie de complots fomentados por la Franciacolonial contra la dinastía alauí. El enfado del soberano parecíaestar dirigido tanto contra sus acusadores franceses como contra losque en su entorno le aconsejaban prudencia. Eso podía explicar ladiscreción de Guedira durante esa crisis que fue administrada fun-damentalmente por Driss Basri.

Desde 1955, la monarquía había impedido a los militantes na-cionalistas vengarse, como había ocurrido en otras partes, de los quelos habían explotado, perseguido, humillado durante el régimen delProtectorado. Mohamed V había prometido perdonar y había cum-plido su palabra. Hassan II había perseverado en esa línea, a pesarde las persistentes insinuaciones sobre un acuerdo secreto, políticoy financiero que supuestamente lo ligaría a la antigua potencia colo-nial, y que habría podido animarle, para disculparse, a hacer locontrario. A cambio de esa magnanimidad, contaba con que los go-biernos franceses, con independencia de su orientación política, da-rían definitivamente la espalda a cierta tradición antialauí.

La indignación del rey no era fingida. Consideraba que se habíaarriesgado para mantener las relaciones franco-marroquíes en unalto nivel de comprensión e incluso de amistad. Le había costadocomprender la actitud del general De Gaulle, tan conciliadora conlos argelinos que tan duramente habían combatido contra él, y tanbrutal con los tunecinos, y sobre todo con los marroquíes, que siem-pre habían elegido la línea moderada, como si Francia no hubieracometido ningún error en ambos Protectorados. Se había entendidomejor con los presidentes Pompidou y Giscard d’Estaing que ha-bían decido normalizar las relaciones franco-argelinas, es decir,considerar Argelia como los demás países magrebíes. Y he aquí quela izquierda, que, tras un largo periodo en la oposición, había lle-gado al poder sin experiencia, cegada por sus prejuicios y su malaconciencia, retomaba la política gaullista, tiñéndola de un color an-timarroquí. En el entorno del rey, donde se había creído hasta el fi-nal en la victoria de Giscard d’Estaing, se oía con frecuencia decir:«No hay mal que por bien no venga, hay que aprovechar la ocasiónpara cortar el cordón umbilical con Francia». Y los que así hablabaneran los que tenían vínculos más íntimos con la antigua potenciaprotectora. Hassan II no se atrevió a dar ese paso. Para ganarse laconfianza de Mitterrand, utilizó todas las relaciones, algunas de las

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cuales se remontaban a la época en que Mohamed V negociaba conlos responsables de la República la restitución de su patrimonio.Mientras los argelinos recordaban a Mitterrand su famosa frase pro-nunciada en Batna («En este caso, la única respuesta de Francia es laguerra»), Hassan II le hizo el favor de tratarlo de anticolonialista alafirmar, por medio de Ahmed Alaoui y sin aportar ninguna prueba,que había dimitido del gobierno en 1953 en protesta por la deposi-ción de Mohamed V. El oportunismo del nuevo presidente francés,animado por la diplomacia del rey de Marruecos, permitió a los dospaíses ahorrarse una grave crisis. Pero para que sus amigos socialis-tas aceptaran su cambio de actitud, que no dejó de tener consecuen-cias, Mitterrand fomentó por su parte otra leyenda, la de un Ma-rruecos con 25 millones de francófonos, al que Francia no podíaabandonar. La amistad franco-marroquí quedó restablecida perosobre unas bases un tanto ilusorias.

Engañado por los informes tranquilizadores de su embajadoren París, Hassan II creyó que había estabilizado las relaciones conFrancia. Estaba convencido de que conocía bien el país, a pesar deque sólo lo había visitado como príncipe o como monarca. No sos-pechaba que los franceses con los que él trataba eran ultraminori-tarios y estaban condenados a serlo cada vez más. Creía que loúnico que había era una simple falta de comprensión entre él yMitterrand, cuando en realidad entre los nacionalistas marroquíesy los republicanos franceses, y entre los socialistas y comunistas deambas orillas del Mediterráneo, no existía un lenguaje común. Apesar del medio siglo que había durado el Protectorado, de la difu-sión de la lengua francesa en el reino y de la enorme bibliografía es-crita en esa lengua sobre Marruecos, éste seguía siendo un misteriopara la inmensa mayoría de los franceses. Y aunque tenían la im-presión, sin duda engañosa, de que conocían el alma argelina y tu-necina, la de los marroquíes, según su propia confesión, les parecíacompleja y huidiza. No podía haber continuidad en las relacionesde ambos países, pues la que existía era unilateral y sólo afectabamarginalmente al interés nacional de los marroquíes. Algún día ha-brá que comenzar desde cero, pero era evidente que ese día no habíallegado.

Todos los presentes en esa audiencia, en la que Hassan II diorienda suelta a su ira contra los fransis, intuíamos que no iríamosmuy lejos. Algunos lo deseaban, otros se resignaban a ello. La epi-

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dérmica reacción del rey, más que manifestar un grave problema, loocultaba. En ningún momento tuve la impresión de que estábamosen vísperas de una crisis como la que Marruecos había tenido conEspaña en 1974. Sin embargo, se tomó la decisión de enviarnos aKarim Lamrani, Youssef Bel Abbes y a mí —la derecha, el centro yla izquierda— para explicarles que si continuaba la campaña contranuestro país y su régimen, la posición de Francia en Marruecos su-friría inevitablemente.

Durante las horas que pasé en Lisboa —era la primera vez quevisitaba la ciudad— me daba cuenta tanto de los vestigios del pa-sado, de las huellas de un Portugal tercermundista, según la expre-sión del ecologista René Dumont, como de las promesas de un fu-turo, de la construcción de una Lusitania europea. Pensaba en laépoca, aún reciente, en la que Marruecos, musulmán y monárquico,parecía más cercano a Europa que el Portugal de Salazar, enzarzadoen sus guerras imperiales y perdido en sus sueños de cruzadas. Es-taba de acuerdo con la visión de Hassan II de un Marruecos ligado aEuropa, aunque era menos optimista que él en cuanto a las posibili-dades de su realización a medio plazo. No sería un proyecto realistahasta que no se encontrara un mecanismo para integrar en el espa-cio europeo la Rusia asiática, las repúblicas del Cáucaso, Turquía.Entonces llegaría nuestro turno junto a los demás integrantes delMagreb. Es muy difícil afirmar la especificidad y, a la vez, fundirsecon los demás. No hay más remedio que elegir, incluso si la geogra-fía y la historia indican claramente la dirección que uno debe seguir.Nuestro embajador me comentó que en ocasiones oía todavía a al-gún portugués de la calle decir espontáneamente: «Cuando estabaen Europa...», refiriéndose a los años que había pasado comoobrero emigrante en Francia o en Bélgica.

No dejaba de repetirme la terrible frase de Jean-Paul Sartre so-bre la «portugalización» de Francia. Para él se trataba de una pers-pectiva desastrosa, cuando en realidad era una experiencia por laque pasaban todos los países vecinos, grandes o pequeños, de Fran-cia. Los holandeses, belgas, británicos reconocen que nunca han vi-vido mejor que desde que abandonaron sus imperios. Sin autoridad,sin responsabilidad por el presente ni por el pasado. Los israelíes,indios e indonesios son los primeros en comprender esa regla y sehan beneficiado de ello. Los paquistaníes, palestinos y chipriotas nola adoptaron a tiempo y continúan padeciendo las consecuencias.

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¿Comprendió esa premisa Hassan II? Sin duda, cuando ha-blaba con Kissinger o Peres, pero ¿y cuando estaba solo o debatíacon sus ministros? Si la hubiera asumido, habría ignorado lo que sedice o se escribe sobre él en París, como a él lo ignoran las otras ca-pitales del mundo. No habría permitido a su ministro del Interiorintentar frenar la difusión del libro de Gilles Perrault, enésimo re-frito de ese dossier que espera en algún cajón y que se saca cada vezque se considera oportuno. No habría dejado que se enviasen cente-nares de telegramas de protesta a Michel Rocard, primer ministrode François Mitterrand, al modo en que bajo el Protectorado se en-viaban a los presidentes de la República Francesa. No se le habríaocurrido la idea de enviarnos a una misión que, si no le dábamosotro sesgo, tendría sin duda el mismo impacto que las protestas de laChina comunista cuando salió la película Les Chinois à Paris, esaburda comedia de Jean Yanne.

Jacques Berque, que veía Egipto a la luz de su experiencia en elMagreb, señalaba que Saad Zaghloul, el gran nacionalista, combatíaa los británicos pero seguía siendo el digno magistrado que ellos lehabían enseñado a ser. El aspecto negativo de las intrigas parisinasera obligar a Hassan II a dar marcha atrás, a adoptar la actitud de supadre cuando se quejaba ante la potencia protectora de las villaníasdel coronel Lecomte y de su colaborador marroquí Mohamed Far-fara. Nada es más doloroso para un nacionalista que comprobar laimposibilidad de superar la fase de los reproches.

Pierre Mauroy es un hombre del norte con jovialidad meridio-nal. Se parece a Guy Mollet en el color de la tez y tiene de Robert La-coste la cara rolliza, pero, sobre todo, es un producto genuino de laIV República. Cuando era primer ministro, no prestaba demasiadointerés a la política exterior, aunque se tratara del extranjero más cer-cano; eso se lo dejaba a su amigo y jefe François Mitterrand. Me reci-bió, entre dos sesiones, en el hotel donde se celebraba la ConferenciaMundial de Alcaldes. Estaba acompañado por Georges Morin, pro-fesor de Ciencias Políticas en la Universidad de Grenoble, nacido enArgelia y gran conocedor de los temas magrebíes. Ambos escucha-ron con manifiesta simpatía lo que había ido a decirles:

Sabemos que Francia es una república, gobernada en la actualidad por unamayoría de izquierda, lo que influye sobre la actividad política, la actitud dela prensa y el ánimo general. Sobre ello no nos permitimos ninguna obser-

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vación. Pero al adoptar esta actitud, la única justa en nuestra opinión, espe-ramos que los demás hagan lo mismo con nosotros. También tenemos unalegislación, una forma de actuar y una cultura política propias. No somostotalmente ajenos unos de otros; es pues legítimo que activistas en cada unode nuestros países intenten presionar a sus respectivos dirigentes, pero de-ben permanecer en los límites de la decencia y de la cortesía. Se nos dice: enMarruecos se violan los derechos humanos. ¿Quién lo niega? Pero existenasociaciones, organismos, partidos que luchan día a día para hacerlos res-petar. ¿Por qué no colaborar con los que trabajan sobre el terreno? ¿No se-ría la vía más normal y eficaz? Es cierto que en Marruecos el ejercicio de laslibertades se enfrenta, a veces incluso frecuentemente, con las exigenciasdel orden público. Las huelgas no son siempre pacíficas, las manifesta-ciones degeneran en actos de vandalismo. El problema es complejo, ¿porqué ignorar sistemáticamente esa dificultad?

Formo parte del Consejo Consultivo de Derechos Humanos que,como su nombre indica, es un organismo encargado de aconsejar al rey ensu calidad de jefe del Ejecutivo, por lo que se dedica a confrontar perma-nentemente los puntos de vista de los partidos, los sindicatos, los militantesde los derechos humanos, por una parte, y, por otra, de los ministros del In-terior y de Justicia. Nombrado en tanto que profesor de universidad, soyteóricamente neutral. Escucho los razonamientos de unos y otros, y deboreconocer que en muchos casos no es fácil saber de qué lado quedarse.¿Por qué no proponer que uno de los objetivos de la cooperación entrenuestros dos países sea la celebración de debates semejantes? Pensamosque con ello se acabaría con numerosos malentendidos. Todo el problemaconsiste, en definitiva, en saber si actualmente los derechos humanos seviolan sistemáticamente con el fin de aterrorizar a la población o si son pro-ducto de la situación, del atraso económico y social, de la falta de prepara-ción de las fuerzas del orden, de la debilidad de la Administración, etc. Nonos oponemos en absoluto a discutir, objetiva y serenamente, todos esospuntos.

No pasa lo mismo con la crítica que se hace constantemente a Marrue-cos y a los marroquíes. A éstos se les reprocha dejarse gobernar por un mo-narca llamado Hassan II. En este aspecto nos sentimos auténticamente hu-millados. Es una acusación basada en la ignorancia y el desprecio. Megustaría, no obstante, señalar un punto. Los que cuestionan la persona delrey —¡y en qué términos!— creen quizá que nos están haciendo un favor.¿No se dan cuenta de que en cualquiera de las hipótesis —que se les hagacaso o no— están haciendo el juego al absolutismo? Nos echan en cara quenos sometamos precisamente a lo que ellos están fortaleciendo. ¿Cómo nose dan cuenta de que el único progreso duradero pasa necesariamente porlas instituciones —Parlamento, tribunales, partidos, asociaciones— inde-

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pendientemente del grado de representatividad que tengan hoy? Es mejorque las violaciones de los derechos humanos se debatan ante esas instan-cias, aunque no se obtengan resultados rápidos, a que se acaben de golpe,ante la presión extranjera, por una decisión soberana carente de todo valorpedagógico.

Por esta razón los demócratas marroquíes han decidido solicitar que sedeje de lado la persona del rey, pues piensan que es el mejor medio, a largoplazo, de «laicizar» el campo político.

Hassan II tiene, por supuesto, otra percepción de lo que ocurre actual-mente en Francia. Está convencido de que lo que se publica allí, y que la te-levisión difunde y amplía a placer, es la continuación del juicio negativo deque ha sido objeto desde siempre la dinastía alauí. El jefe de Estado francésafirma: Diouri tiene derecho a decir lo que quiera. ¿Es cierto en general osólo en el caso de Marruecos? ¿Se puede insultar en Francia impunementea un jefe de Estado extranjero sabiendo que no puede defenderse más queponiéndose al nivel del que le insulta?

El pasado mes de noviembre me hallaba en Estrasburgo cuando GillesPerrault presentó en la sede del Parlamento Europeo su libelo Nuestroamigo el rey. Le dije lo mismo: Sí a toda denuncia de las injusticias, los errores, los crímenes; no a los insultos contra el rey que hieren inútilmentelos sentimientos de la mayoría de los marroquíes. Antes de la SegundaGuerra Mundial, a los franceses les sentaba mal que se tratara a su repú-blica de andrajosa a pesar de la interminable serie de escándalos que la des-figuraban. Tras la Guerra Civil, los republicanos españoles se indignabanpor el desprecio con que, en general, se hablaba de su país. Ensañarse enenturbiar la imagen del rey es condenar al fracaso cualquier campaña a fa-vor de los derechos humanos, pues los nacionalistas marroquíes no puedenapoyarla sin perder la simpatía de la mayoría de su pueblo. El autor me res-pondió, muy cortésmente por otra parte, que había decidido escribir su li-bro tras haber recibido gran número de cartas conmovedoras de prisione-ros políticos. El tiempo demostraría que no me había dicho toda la verdad,pero aunque así fuera, mi observación seguiría siendo válida: ¿A qué nú-mero ascienden esas cartas conmovedoras? ¿Explican una campaña polí-tica de tales dimensiones, como si Marruecos fuera una excepción en lacuenca mediterránea?

Y ahora llego al punto, en nuestra opinión, esencial. Francia siempreha afirmado que, a diferencia de España, no tenía ninguna responsabilidaden la génesis del conflicto del Sáhara. No pensamos que sea totalmenteexacto, pues no olvidamos la colaboración de los dos ejércitos coloniales, elfrancés y el español, en Ifni en 1958; la campaña de prensa contra el expan-sionismo marroquí que preparó el terreno a la independencia de Maurita-nia en 1961; la actitud del general De Gaulle cuando la Guerra de las Are-

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nas entre Marruecos y Argelia en 1963; la negativa a abrir los archivos delQuai d’Orsay que podrían reforzar las tesis marroquíes; los entusiastas artí-culos redactados por varios ex oficiales meharistas a favor de la indepen-dencia de las tribus erguibat, fuerza principal del Polisario, etc. Me permitotraer a colación esos hechos porque leyendo la prensa francesa pareceríaque la Francia colonial sólo tiene cuentas que rendir con Argelia, cuando,en realidad, si bien este país ha perdido quizá su alma en la aventura, Ma-rruecos ha perdido territorios. Sin embargo, aceptamos no suscitar esos te-mas pues nos enfrentábamos a unos enemigos más implacables, y Franciaobservaba una benevolente neutralidad.

Pero a partir de 1988, justo cuando España empezaba a mostrarse unpoco más flexible, Argelia se hallaba inmersa en sus problemas internos y laONU adoptaba una actitud más equilibrada, Francia abandona progresiva-mente su neutralidad, como si quisiera que el conflicto no acabara. ¿Se tra-taba de una nueva política derivada de los cambios acontecidos en la escenainternacional? En ese caso, como Marruecos no era el único afectado, no po-demos sino constatar el cambio y actuar en consecuencia. ¿Se trataba de unasimple negligencia, de un reequilibrio algo exagerado? En ese caso, estamosobligados a advertir a los responsables franceses de sus consecuencias, quequizá no hayan calibrado bien y puedan volverse irreversibles.

El rey podría haber aprovechado la situación creada por la Guerra delGolfo y dejar que la indignación popular pasara de Estados Unidos a Fran-cia. Como es fácil comprobar, se ha guardado muy mucho de ello. Franciaha considerado que debía unirse a la coalición contra Irak: ¿sacará tantobeneficio como Estados Unidos y Gran Bretaña? Para defender sus inte-reses en la región, necesitará en cualquier caso el apoyo de sus amigos tradi-cionales, y Hassan II tiene predicamento en algunas capitales de OrientePróximo. ¿Es, pues, el momento de abrir antiguas heridas?

En síntesis: los que se preocupan tanto en defender los derechos hu-manos en Marruecos no podrán conseguir la adhesión de la opinión públi-ca marroquí, sin la cual su acción fracasará inevitablemente, si atacan a lapersona del rey y la marroquinidad del Sáhara. Se trata de un error táctico,y los responsables franceses se equivocarían al apoyarlo. Si, a diferencia delo que esperamos, no nos enfrentamos a un descuido sino a una política ela-borada y madurada, no tenemos más remedio que observar, de modo total-mente amistoso, que recuerda a la del difunto Bumedian, que fracasó cuan-do fue precisamente en sus manos donde podía haber triunfado.

Pierre Mauroy, que me escuchó con atención, no estaba manifiesta-mente al corriente de los detalles del caso. El único punto que lehizo reaccionar fue el relativo a la Guerra del Golfo, pues él tambiénparecía dudar sobre la opción por la que se había decantado su

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amigo Mitterrand. En más de una ocasión me aseguró que los hom-bres del Quai d’Orsay eran mayoritariamente pro árabes, a lo que yorespondí que eso nunca había tenido el menor impacto en las deci-siones gubernamentales. Y a continuación, presionado por sus de-beres de presidente del Congreso, dejó a Georges Morin la tarea dedisipar mis recelos. Éste me dijo que jamás habría pensado que lascosas habían llegado a deteriorarse hasta ese extremo. Negó que supresidente hubiera alimentado malas intenciones hacia Marruecos oque Francia tuviera una postura antimarroquí en el asunto del Sá-hara. No veía ninguna lógica en semejante actitud. Y en lo referentea la señora Mitterrand, se limitó a decir: «Ella es así».

De Lisboa me fui a París; nuestro encargado de negocios mellevó al Hotel Ritz donde se alojaban los otros dos enviados del reyquienes no hubieran aceptado hospedarse en un lugar de menorprestigio. En otras circunstancias, hubiera estado encantado de su-mergirme durante unos días en el recuerdo de Hemingway, pero elbar que llevaba su nombre todavía no estaba abierto y el nuevo pro-pietario del hotel, el multimillonario Mohamed Al Fayed había de-cidido redecorarlo con un llamativo mal gusto que lo había despo-jado de toda su magia.

Tenía que ver a los líderes de las principales corrientes del par-tido socialista y a un representante del partido comunista. Jean-Pierre Chevènement, según me dijo el encargado de negocios, es-taba ilocalizable desde que había dimitido de su puesto de ministrode Defensa como protesta por el alineamiento de Francia con la po-lítica estadounidense en Oriente Próximo. Me hubiera gustado vercómo se combinaban en él un patriotismo quisquilloso y un socia-lismo populista, mezcla común entre nosotros pero mal vista en laEuropa democrática a causa de molestos precedentes históricos.

Laurent Fabius me recibió en su despacho de la Asamblea Na-cional. Me dio la impresión de estar abierto, interesado y, en princi-pio, a favor de mi postura. Pensé que Mitterrand, al precipitarse apedirle que formara gobierno, había truncado su carrera. LionelJospin, entonces ministro de Educación Nacional, me recordó, porsu expresión cerrada y su actitud rígida, al sueco Olof Palme. Cómoeste último, no sonrió hasta que no le hablé de él, felicitándolo porla habilidad con la que había resuelto la denominada crisis del pa-ñuelo islámico. Michel Rocard, que se presentó como un jubiladode la política, me pareció el más cálido y más sensible a mis argu-

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mentos, quizá porque era el que estaba más ligado a los dirigentesde la izquierda marroquí y más al corriente de los asuntos del reino.Era primer ministro cuando se publicó el libro de Gilles Perrault yfue a él a quien se dirigieron los telegramas de protesta que la obraprovocó. Mi viejo condiscípulo de la Sorbona, Louis Mermaz, mi-nistro de Agricultura, que siempre se había sentido más próximo alos argelinos que al resto de los magrebíes, se interesó sobre todopor mi itinerario intelectual y político. Mantenía su humor corrosivoy cierta indulgencia para con los comunistas. Estaba igual quecuando lo conocí —en la campaña de las elecciones legislativas que llevarían a Guy Mollet a la presidencia del consejo de ministros,cuando me pidió que fuera a Normandía a explicar a los campesinosde Aigle los misterios de la «independencia en la interdependen-cia»— tras una exitosa carrera, realizada enteramente a la sombrade Miterrand quien, en mi opinión, no había recompensado comose merecía tan larga fidelidad.

Todos mis interlocutores se asombraron de la sensatez de mi ar-gumento. Ninguno de ellos contradijo mi análisis y, en un momentou otro, criticaron a la prensa y se quejaron de ella. Conocedores porexperiencia de hasta qué punto el poder es difuso en Francia, no po-dían creer en la existencia de una política concertada para desestabi-lizar el régimen marroquí, aunque no negaban que determinados in-dividuos, o incluso grupos, intentaran aprovecharse del enfriamientode las relaciones entre Mitterrand y Hassan II para lograr que preva-leciera su punto de vista, con la complicidad de algunas personali-dades más o menos influyentes. Pero, precisaban, así funciona la de-mocracia francesa, y nadie puede impedirlo. Rocard añadió: «A esagente le interesa que la crisis se agrave, no le faciliten la tarea». Fa-bius me planteó la cuestión esencial: «¿Qué podemos hacer?». Y Ro-card me advirtió: «Ante todo, no piensen que Marruecos puede viviren la sombra, está demasiado unido a nosotros, desde todos los pun-tos de vista; hay espinas, dense prisa en quitarlas».

Si bien el contacto con los socialistas fue distendido, casi amis-toso, con los comunistas fue muy diferente. Por haber seguido decerca la polémica entre el partido comunista marroquí y francés apropósito del Sáhara, era consciente de la rigidez de las posicionesde éste y de cómo estaban dictadas por consideraciones ajenas al de-recho y a la verdad. Pero el encargado de negocios había concertadouna cita y no podía eludirla. El partido envió a un joven funcionario

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que se presentó en la embajada provisto de una carta oficial como sise tratara de entablar una negociación interestatal. Su contenido erael siguiente:

La entrevista que usted ha solicitado con nuestro partido, en nombre de lasautoridades marroquíes y respecto a las relaciones franco-marroquíes, esuna ocasión para reafirmar nuestra condena de los atentados contra las li-bertades y las violaciones de los derechos humanos en su país.

Determinados hechos particularmente graves provocan en Francia laindignación de todos los demócratas, y, en particular, la agonía de lostreinta supervivientes encerrados en Tazmamart desde hace más de diecio-cho años; la suerte de los dos prisioneros Nouredine Tourany y HassanAharat, en huelga de hambre, inmovilizados a la fuerza y alimentados porsonda desde hace seis años; así como la existencia de centenares de prisio-neros políticos, como el grupo de Kenitra, entre los cuales figura AbrahamSerfaty, uno de los presos políticos más antiguos del mundo; por no hablarde la desaparición de hombres, mujeres y niños saharauis de los que no sesabe nada desde hace quince años o de la práctica de la tortura, algo co-rriente en su país.

Pedimos que Marruecos aplique los convenios internacionales que hasuscrito y lo hacemos en nombre de todas las fuerzas políticas y de todos losciudadanos que en nuestro país exigen la liberación de los prisioneros polí-ticos y el respeto a los derechos humanos en Marruecos. Con el deseo deque transmita esta carta a las autoridades marroquíes, reciba un saludo.

Firmado: El Partido Comunista Francés

Estábamos en julio. Nadie podía suponer que a los pocos meses, elcomunismo sería oficialmente abolido en la URSS y que la mayoría delos partidos comunistas se convertirían, al menos de fachada, a la so-cialdemocracia. Pero ya era posible observar cómo Gorbachov ha-cía abiertamente la corte a Margaret Thatcher y cómo había logradoque el Congreso de EE UU le aplaudiera un discurso que no tenía nila dignidad ni la altura moral del que había pronunciado Anuar Sa-dat en Jerusalén.

La misiva que estaba leyendo me hizo pensar en un proverbiomarroquí: «Desde que se cayó en una charca, dice que es primo delas ranas». El Partido Comunista hablaba en nombre de todos losdemócratas franceses, le indignaba lo que pasaba en Marruecosdesde hacía unos años, pero llevaba décadas guardando silencio so-bre los crímenes perpetrados en Cuba, en Camboya, en Argelia y enotros países. Ese doble rasero es el que había llevado a Juan Goyti-

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solo a escribir artículos promarroquíes. Así pues, la libertad de opi-nión había dejado de ser una libertad formal que sólo preocupa a losintelectuales pequeñoburgueses... La nota que yo tenía que comen-tar era tan rotunda como la que me habían remitido; me podía ha-ber limitado a intercambiarlas. Pero el hombre que tenía ante mí erajoven, simpático y estaba orgulloso de haber sido encomendadopara esa tarea; sin duda ignoraba las sutilezas de la dialéctica y no te-nía ni idea de las viejas polémicas entre marxistas y liberales. ¿Porqué decepcionarlo? He tratado al suficiente número de comunistascomo para saber que lo que irrita de ellos no procede de su persona-lidad. Me esforcé, pues, en hablarle como a un hombre libre, razo-nable e influyente.

El colonialismo es un hecho histórico que ha finalizado con mejor o peor for-tuna en unos países y sociedades que en otros. En Marruecos lo hizo encondiciones satisfactorias. Posteriormente, muy pocas veces las relacionesentre nuestros dos países fueron conflictivas y no llegaron nunca a la ruptura.Deseamos que sigan conservando ese carácter y esperamos que los responsa-bles franceses, en todos los ámbitos y niveles, compartan nuestro deseo.

Porque existen esas relaciones íntimas entre nosotros aceptamos lascríticas que se nos hacen, siempre y cuando sean objetivas, justas y se nospresenten de un modo que no hiera nuestra sensibilidad.

Ustedes dicen que hay una serie de personas, cuyos nombres citan, quehan sido injustamente privadas de libertad. Pienso que mi país, en efecto,no tiene ningún interés en mantenerlas encarceladas; lo he dicho pública-mente allí y lo repito ahora, subrayando que no estoy de acuerdo ni con losfines ni con las tácticas de esos hombres. Y precisamente por estar persua-dido de que se equivocan profundamente, de que no tienen ninguna po-sibilidad de influir en la opinión pública, creo que pueden y deben ser puestos en libertad. Pero se plantea un problema constitucional: como na-cionalistas, como progresistas, no nos gustaría ver al rey conducirse,aunque sea por una buena causa, de un modo arbitrario. Algunos de ellosniegan, por táctica y no por convicción según ellos mismos han confesado,la marroquinidad del Sáhara. Se trata de la famosa teoría guevarista de losfocos revolucionarios que sin duda usted conoce y que su partido siempreha condenado. Ahora bien, el rey ha hecho el juramento, que acaba de re-novar solemnemente, de defender la integridad territorial del país. ¿Cómopuede liberarlos por iniciativa propia sin exponerse a ser criticado por losnacionalistas, que, no olvidemos, representan la mayoría aplastante de lapoblación, cuando han sido condenados por ese cargo concreto que porotra parte ellos no han negado? Otros, los islamistas, exigen al rey que tome

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en serio su título de «Emir de los creyentes», y se deshaga de todas las insti-tuciones electivas y del sistema de partidos, que se apoye en ellos, y sólo enellos, para restablecer totalmente el viejo sistema tradicional. ¿Cómo sepuede pedir a los demócratas marroquíes que exijan al rey que escuche,violando la Constitución en vigor, a aquellos que están decididos a silenciara la menor ocasión a todos los que no comparten su ideología totalitaria?No intento polemizar, sino únicamente mostrar que las cosas no son tansencillas como ustedes las presentan. Evidentemente, se trata de nuestroproblema y a nosotros corresponde resolverlo, pero ustedes, con su actitud,pueden facilitarnos la tarea o hacérnosla imposible. Su presidente lo sabeperfectamente; sabe que el rey y sus consejeros están buscando el modo deliberar a los presos sin quebrantar la justicia marroquí y sin violar la Consti-tución. ¿Por qué de repente hace como si lo ignorase? Es ese cambio de ac-titud el que nos intriga.

Se nos dice que no existe una campaña de prensa contra Marruecos,contra el rey, contra la integración del Sáhara en Marruecos. ¿Quién puedeasegurarlo? No ustedes, que tantas veces han sido víctimas de campañas se-mejantes, la última de las cuales estaba dirigida contra su secretario generalque se quejó de ello públicamente.

Por último, hay que ser lógicos. Si el régimen marroquí es realmenteculpable de todo lo que se le acusa, habría que romper ya cualquier vínculocon él. Pero todos dicen que quieren mantener buenas relaciones con Ma-rruecos; todos afirman que lo único que pretenden es acabar con los abusosy fortalecer los derechos humanos en un país cercano y amigo. Si eso es así,nosotros decimos que hay otras vías, más regulares, menos humillantes ymás eficaces de llegar al mismo resultado. Eran las que se seguían hastaahora y estaban a punto de tener éxito. ¿Por qué renunciar a ellas?

Pedimos otra forma de crítica, positiva y consensuada, para lograr lo quetodos queremos: edificar un auténtico Estado de derecho en Marruecos.

Espero que sepa traducir fielmente este deseo a la dirección de su par-tido, cuyo papel histórico reconocemos, y cuyo combate por la justicia y la defensa de los derechos de los trabajadores, incluido un gran número de compatriotas míos, celebramos. No obliguen a estos últimos a alejar-se de ustedes al herir su dignidad nacional.

Al final de mi estancia en París, invité a cenar a Hamid Berrada, quedesde hacía años trabajaba en Jeune Afrique y a Allal Sinaceur, futuroministro de Cultura y, después, consejero de Hassan II, que entoncesdirigía la sección de filosofía en el departamento de ciencias socialesde la Unesco. Yo quería conocer la opinión de los marroquíes que vi-vían en Francia. Ambos estaban de acuerdo en que se trataba de unacampaña orquestada, por el propio Mitterrand según Sinaceur (es un

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jesuita, afirmó), y a un nivel más bajo, según Berrada, que pensaba lomismo que los dirigentes socialistas con los que me acababa de entre-vistar. En un determinado momento —tras la cumbre de Casablancay la inoportuna visita a la Gran Mezquita, o tras la cumbre de LaBaule y el discurso gratuitamente provocador de Hassan II— se dejóde aconsejar prudencia desde las alturas. Mitterrand, preocupadopor los acontecimientos de Oriente Próximo, obligado a estar infor-mado sobre esa región tan complicada y cambiante, e inquieto por eldesarrollo de la crisis argelina, ya no prestaba la misma atención a losasuntos marroquíes. Se cometió, pues, un descuido debido a un cam-bio en las prioridades francesas. El Magreb ya no era el elementocentral de la política árabe de París. Dicho en otros términos: se nor-malizaban las relaciones francomagrebíes y no sólo las francoargeli-nas. ¿Pasó inadvertido a Hassan II este cambio? ¿Lo detectó y, pen-sando que podía aprovecharse de él, cometió una torpeza? Mientrastanto, Mitterrand no paraba de acumular errores en Europa, res-pecto de Alemania, Polonia, Rusia… En esas condiciones, Hassan IIno podía sino ver en el caso del disidente Diouri una maniobra de susenemigos.

¿Pero quiénes eran esos enemigos que estaban al acecho del mí-nimo descuido de los responsables de París para reemprender suguerrilla contra la monarquía marroquí? Me llamó la atención unaobservación de Hamid Berrada. Abderrahim Bouabid le habría di-cho que durante sus giras políticas para defender la marroquinidaddel Sáhara, se había encontrado con una incomprensible hostilidadhacia Hassan II. No sé por qué, el nombre de Bouabid me hizo pen-sar inmediatamente en los masones, en su mayoría protestantes y ju-díos, según se decía.

A los franceses, y más aún a las francesas, les gusta distinguir,venga o no venga a cuento, entre árabes y beréberes. Nosotros, pornuestra parte, somos sensibles a los mínimos matices de pensa-miento o comportamiento entre los franceses del norte y los meri-dionales, entre los parisinos y los de provincias, entre católicos yprotestantes. Esa sensibilidad se acusó en mí durante mi estancia enel Instituto de Estudios Políticos de París. Durante los tres años quepasé allí no pararon de recordarnos que la escuela había sido fun-dada por unos protestantes que se basaron en las instituciones an-glosajonas. El dios de la economía política se llamaba Keynes y no sepodía hablar de teoría política sin hacer referencia a Burke y a su crí-

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tica del espíritu «nihilista» de los franceses o a Tocqueville y su insu-perable análisis de la democracia estadounidense. El compañerocon que mantuve una relación más estrecha en la escuela, y al queseguí frecuentando después de que él la dejara, era protestante y es-taba lejanamente emparentado con Couve de Murville. Louis Mer-maz, de tradición católica, hacía con frecuencia alusiones cáusticasal espíritu de disidencia de los protestantes, subrayando con ello larealidad de esa divergencia. Cuando más tarde Charles-André Ju-lien me dio clases en la Sorbona, con frecuencia le oí hablar de suherencia rebelde de calvinista de las Cevenas.

Después he podido observar que el tradicional liberalismo de losprotestantes no hacía obligatoriamente de ellos unos anticolonialis-tas furibundos ni unos seres más tolerantes frente a otras religiones, yen concreto frente al islam. Los católicos lo temen o desprecian, peroa los protestantes, como por otra parte a los judíos, les horroriza. Nocondenan su teología, cercana a la suya, sino su ética social; el matri-monio musulmán, por ejemplo, les choca profundamente, así comoel carácter «demasiado humano» del Profeta.

Como ya he dicho, Hassan II, tuvo una institutriz protestantepero no creo que se le presentase la ocasión ni la curiosidad de pre-guntarle sobre su fe. Tampoco creo que sospechara la importanciadel liberalismo protestante en la vida política francesa, pues nada enla actividad de los hombres del Protectorado permitía intuirlo.Lyautey, un ardiente católico de la Lorena, aplicó una «política derespeto mutuo» y fue Théodore Steeg, el senador protestante, quienquiso convertir Marruecos en una nueva Argelia.

Cuando se comprueba la antipatía que sienten por el rey mu-chos liberales alemanes, británicos, estadounidenses y nórdicos yque no se explica únicamente por los casos Ben Barka y Oufkir, queno son exclusivos de Marruecos, es obligado tener en cuenta esteelemento que, dejémoslo claro, no se presenta casi nunca por sepa-rado. Hassan II no se dio cuenta de que el secreto con que rodeabasu vida familiar, que tan útil le era frente a los marroquíes, le perjudi-caba frente a los países de tradición protestante en los que la mujerdesempeña un papel decisivo, pues el secreto alimenta los rumoresmás disparatados. No es casual que Jospin me hiciera pensar de in-mediato en Olof Palme.

Hassan II tenía enemigos entre los socialistas, los comunistas,los masones e incluso entre los judíos, aunque la mayoría de éstos

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veían en él, con razón, un partidario de la paz en Palestina, y un fer-viente defensor de la reconciliación entre los hijos de Abraham. ¿Noprocedería esta antipatía tenaz e imprecisa, me decía yo, de un libe-ralismo de inspiración protestante tan reacio al absolutismo —mo-nárquico e islámico— como éste lo era al liberalismo político e ideo-lógico? En este caso, nuestra misión no podría tener el significadoque nosotros, y nuestros interlocutores, le dábamos espontánea-mente. Y como es imposible luchar contra un componente esencialde la idiosincrasia francesa, nuestra misión no podía sino obtener al-gún fruto aislado.

La campaña de descrédito se apoyaba en una hostilidad latente,pero podía desaparecer tan rápidamente como había aparecido. Setrataba de un mensaje dirigido al rey al que éste respondió con otrode la misma naturaleza. Si Hassan II y François Mitterrand no se co-municaban de un modo más directo era porque entre ellos se inter-ponía una política de Estado. Hacía tiempo que nuestros interlocu-tores no participaban en la toma de decisiones, por lo que no teníannada que decirnos y se contentaban con aventurar suposiciones ennuestra presencia y deducir sus consecuencias lógicas.

Las relaciones entre Hassan II y François Mitterrand se deterio-raron en 1988, cuando, tras dos años de conflictiva cohabitación, de-bían celebrarse en Francia elecciones presidenciales. Llegaron a unatensión máxima durante la Guerra del Golfo, dos años después de lavictoria socialista lograda en gran medida gracias al buen hacer deMitterrand. Hassan II se había unido al club francófono, sin contarcon el Parlamento y sin el aval expreso de los nacionalistas. Recibió alos jefes de Estado en Casablanca, los llevó a visitar con gran pompala Gran Mezquita sin dar especial protagonismo al presidente fran-cés. Demostró un poco exageradamente su amistad hacia JacquesChirac, primer ministro desde 1986 y al que ya veía como presidentede la República. Tras las manifestaciones de octubre de 1989 en Ar-gel, creyó, un tanto precipitadamente, que ese país había iniciado lacuesta abajo. Se implicó cada vez más en los asuntos de OrientePróximo tomando ostensiblemente distancias frente a la política deParís, como demostró el enfado de Alain Juppé, entonces ministrode Asuntos Exteriores, durante la conferencia de Casablanca sobrela cooperación económica entre los países árabes e Israel. Preso desus problemas de salud, rodeado continuamente de médicos de dife-rentes nacionalidades, ¿se habría dado cuenta antes que los demás de

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los problemas de Mitterrand y habría extraído unas conclusionesprecipitadas? Hay muchas razones para creerlo a juzgar por su com-portamiento con los partidos de la oposición. Tenía la costumbre dehacer promesas que no se molestaba en cumplir. No se decidía ni aignorar las críticas ni a tenerlas en cuenta. Mientras retrasaba laselecciones, a la espera de un hipotético referéndum sobre el Sáhara,conminaba a los partidos y sindicatos a mantener la paz social, y losamenazaba con responsabilizarles de las concesiones que se pudieraver obligado a otorgar al enemigo. Un gesto puede ilustrarnos sobresu estado anímico de entonces: nombró como embajador de Marrue-cos en París a un dirigente del Istiqlal, algo que había evitado cuida-dosamente desde su acceso al trono.

Lo menos que puede decirse es que Hassan II, por una u otra ra-zón, careció de cautela y, sin darse cuenta, terminó por tocar dospuntos sensibles: África y la francofonía. No pensaba ir muy lejos enese sentido, pero la falta de coherencia en ambos temas bastaba paraque se equivocase. La Argelia de Bumedian había cometido el mismoerror y, a pesar del arma del petróleo que tan bien sabía utilizar, lopagó caro; algo de lo que en su momento se aprovechó Marruecos.Bastaba con leer algunos editoriales de la prensa francesa, desacos-tumbradamente sensatos y coincidentes, para darse cuenta de que unnuevo dispositivo estaba preparándose y que se activaría indepen-dientemente de los resultados de las elecciones presidenciales.

Hassan II no tenía necesidad de calibrar esa corriente subterrá-nea, irreconciliablemente hostil a un régimen legitimista islámico,para saber que desde hacía un siglo coexistían en Francia grupos depresión a favor y en contra de Marruecos. Lyautey utilizó a fondo aéstos para ascender en su carrera, aunque desde el momento en queasumió las funciones de residente general de Francia en Rabat dio unimpulso extraordinario a aquéllos. Nadie supo como él orquestaruna campaña de prensa en París que diera a conocer su obra en Ma-rruecos. Pero cuanto más convencía a los medios conservadores ymoderados, más atizaba el odio de los radicales y los socialistas. Lacampaña contra la guerra del Rif, en la que se distinguieron numero-sos militantes de la extrema izquierda, estaba dirigida tanto, o más, adesautorizar al mariscal Lyautey y precipitar su vuelta a París que a poner fin a una guerra colonial impopular. Toda la historia del Pro-tectorado estuvo marcada por ese enfrentamiento entre una gran colonización rica —y en gran parte de origen noble, y por tanto res-

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petuosa para con la monarquía alauí— y una pequeña colonización «a la tunecina», mezquina y envidiosa, que se parapetaba tras consig-nas republicanas. Muchos socialistas y comunistas, sobre todo en los medios sindicalistas, se dejaron engañar por esta apariencia anti-feudal.

Hassan II, que aplicaba a la letra las fórmulas promocionales deLyautey, debería haber sido consciente de que se estaba creando tan-tos enemigos como amigos. El libro de Gilles Perrault no era sinouna nueva versión, mejor preparada y escrita, del dossier anterior-mente mencionado. Esta vez se trataba de una operación a gran es-cala, por lo que en lugar de confiarse el libelo a la editorial Plon o aFrance-Empire, se entregó a la prestigiosa Gallimard, con lo que, enlugar de pasar desapercibido, salió en el telediario de la noche de lasprincipales cadenas.

En última instancia, Hassan II careció de cautela porque se dejóengañar por las sutilezas del régimen de cohabitación. Sin embargo,comprendió el mensaje y respondió según un código convenido, pa-ralelamente a la misión de la que yo formaba parte. Me di cuenta deello cuando oí bromear a mis dos compañeros de misión, Bel Abbes,que siguió siendo consejero del soberano hasta su muerte, y KarimLamrani, quien poco después fue nombrado primer ministro. Ellosjamás se plantearon ir más allá de su papel de simples mensajeros…

En vísperas de su viaje a Estados Unidos, donde fue invitado aparticipar en calidad de observador en la conferencia sobre la pazen Oriente Próximo que se iba a celebrar en Madrid el 30 de octu-bre de 1991, Hassan II tuvo por fin los gestos que se estaban espe-rando de él. El 13 de septiembre, Abraham Serfaty fue liberado e in-mediatamente trasladado a Francia. Dos días más tarde, el presidiode Tazmamart, del que la mayoría de los marroquíes ignorabanhasta la existencia, fue evacuado y definitivamente clausurado. Losmiembros de la familia Oufkir fueron, a su vez, liberados y tambiénse establecieron en París.

A diferencia de los países europeos, que se interesaban por ca-sos individuales, la actitud de los estadounidenses hacia los dere-chos humanos, al menos en esta parte del mundo, era menos selec-tiva y más pragmática. Apoyándose sobre todo en los informes de laONU, de Amnistía Internacional, de la Liga de Derechos Humanos,de las recomendaciones de los abogados y juristas árabes, las autori-dades estadounidenses se contentaban con recordar al Gobierno de

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Rabat las leyes que había promulgado, los tratados y convenios quehabía firmado libremente. La Embajada de Estados Unidos en Ra-bat tenía un funcionario especialmente encargado de seguir de cercalos casos en que esas leyes y convenios se incumplían. Preparaba uninforme anual que sometía a las autoridades locales para que le hi-cieran las observaciones oportunas, que luego presentaba ante elCongreso de EE UU y que, finalmente, se debatía públicamente enMarruecos con la participación de periodistas, juristas, intelectualesy militantes de los derechos humanos. Era una táctica mucho máseficaz que las campañas de prensa de Europa. Planteaba todas lascuestiones de fondo pero dando la impresión de respetar la sobera-nía del país. Estados Unidos parecía querer efectivamente la demo-cratización del régimen, aunque sin forzar su ritmo y sus peculiari-dades; intentaba ganarse su confianza en lugar de obligarlo a tomarunas decisiones precipitadas que, al subrayar su carácter autocrá-tico, hubieran terminado por desacreditarlo. Se puede, pues, pensarque además de los gestos espectaculares citados anteriormente lasdecisiones de orden institucional que tomó Hassan II poco despuésrespondían más a las observaciones amistosas de Estados Unidosque a las conminaciones insultantes de los europeos.

En abril de 1990 se creó solemnemente el Consejo Consultivode Derechos Humanos (CCDH). La exposición de motivos del dahirpor el que se creó decía: «El Consejo se sitúa directamente bajo laautoridad de Nuestra Majestad. Está encaminado sobre todo a ga-rantizarle el máximo prestigio y a permitir que la Autoridad sobe-rana esté informada del modo más rápido posible».

El propósito de este párrafo era calmar los temores de los que,supuestamente llamados a formar parte del Consejo, dudaban de suutilidad. Yo compartía ese punto de vista y pensaba, en efecto, que,dejando a un lado la persona de Hassan II y la naturaleza del régi-men, Marruecos, como Estado y como sociedad, no se encontraríanunca cómodo en el ámbito de los derechos humanos. Demasiadopróximo a la Europa democrática, demasiado ligado a ella en elplano humano, cultural y comercial, jamás escaparía a su mirada crí-tica. Marruecos sufre desventajas estructurales y coyunturales quedurante mucho tiempo le impedirán alcanzar los niveles de sus veci-nos del Norte. Está inmerso en una partida difícil en el Sáhara, cues-tión en la que se considera perjudicado, agredido, incomprendido.Digan lo que digan los extranjeros, esta situación explica muchos si-

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lencios, indulgencias y pasos en falso. Marruecos no es el único paísen el que chocan frontalmente el patriotismo y el humanismo. Son, enúltima instancia, el subdesarrollo económico y su consecuencia, la miseria, los que fuerzan prácticamente a los gobernantes, seanquienes sean, a incumplir los términos de la Constitución y otrasleyes del país.

Por consiguiente, ¿no sería mejor que, en lugar de crear una ins-titución nueva que se percibiría como una capitulación ante la pre-sión extranjera de la que se quejaba continuamente el rey, se utiliza-ran las que ya existían, cuyo prestigio se vería así fortalecido?Juristas, abogados, escritores, periodistas habían planteado, año trasaño en sus reuniones, una serie de propuestas precisas tendentes areformar el sistema penitenciario, revisar el derecho penal, moderni-zar los servicios policiales, reorganizar la administración de justicia.Si esas propuestas se juzgaban utópicas o prematuras, ¿por qué nonombrar una serie de comisiones encargadas de ajustarlas a la reali-dad? El gobierno dispone de toda la libertad, me decía yo, para in-tentar acabar con los abusos. ¿Qué le impide animar a los ulemas, através de la jerarquía correspondiente, a que destaquen el respetoque en cualquier circunstancia se debe al ser humano? Si las críticasde las asociaciones internacionales son injustas y se basan en datosfalsos o incompletos, ¿qué impide al ministro de Asuntos Exteriorespublicar un libro blanco en el que se restablezca la verdad? Yo noveía, en suma, qué podría hacer un consejo consultivo que no pudie-ran hacer las comisiones parlamentarias, o los servicios guberna-mentales, junto con los partidos, los sindicatos y las asociaciones,siempre que la voluntad de reforma fuera real y se garantizara unmínimo de recursos. Ese modo de operar, que gozaría de más im-pacto en el interior, sería obligadamente más creíble en el extran-jero. El Consejo, que se constituyó bajo la supervisión del ministrodel Interior, se contentó con sentar a una misma mesa a los repre-sentantes de la Administración y a los de las organizaciones políticasy sindicales. Dicho en otros términos, al Gobierno y al Parlamento;funcionó, pues, como una sesión conjunta de una comisión parla-mentaria y un comité interministerial.

Sigo pensando que, en principio, es mejor utilizar una institu-ción ya existente que crear una nueva, pero en el caso que nos ocupatengo que reconocer que la iniciativa de Hassan II estaba justifi-cada, pues él dudaba de la voluntad de actuar de su Gobierno y del

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deseo de reforma de la mayoría parlamentaria de entonces. Sin la ac-tividad de este Consejo, Marruecos no habría iniciado su aprendi-zaje democrático. Jamás se sabrá lo que llevó al rey a emprender unavía que, como no podía ignorar, tarde o temprano iba a trastocar susistema de gobierno, pero, puestos a hacerlo, eligió el camino másseguro. Tenía necesidad de un organismo nuevo capaz de lograr querepercutieran en el interior las exigencias del exterior. La mejormuestra de ello fue la reforma constitucional que sometió a referén-dum el verano de 1992.

Desde las primeras sesiones del Consejo se puso de manifiesto elfoso que separaba dos concepciones del derecho y de la política; enrealidad, dos niveles de cultura: por una parte, la universalista, de-fendida por la mayoría de los representantes de los partidos políti-cos, los sindicatos, abogados y militantes de los derechos humanos,que, naturalmente, compartían los ministros de Asuntos Exterioresy de Derechos Humanos; y, por otra, la particularista, defendida porlos conservadores, con el apoyo de los ulemas, los magistrados, losfuncionarios, algunos profesores y, por desgracia, por la única mu-jer, para colmo jurista, que más tarde se integró en el Consejo. Estasegunda posición estaba alentada, si es que no estuvo inspirada des-de el principio, por el ministro del Interior y por el de Justicia hastaque éste fue sustituido por Omar Azziman, un antiguo militante delos derechos humanos. A los partidarios del universalismo les solíamolestar las campañas intempestivas, y con frecuencia inte-resadas,de la prensa extranjera, pero sus adversarios se encontraron de re-pente en una situación incómoda debido a una iniciativa del rey. Ala objeción, ampliamente extendida en los países del tercer mundo,de que el concepto de los derechos humanos, interpretado por losoccidentales de un modo tendencioso y restrictivo, sirve esencial-mente para justificar la colonización de ayer y el imperialismo dehoy, la exposición de motivos del dahir del 20 de abril de 1990 porel que se crea el Consejo replicaba: «Estos derechos proceden deunas exigencias convergentes del islam, de la tradición marroquí yde la sociedad internacional que las ha consagrado a través de decla-raciones y convenios».

Hassan II fue más allá y aprovechó la reforma constitucional de1992 para insertar en el preámbulo la frase siguiente: «[El Reino de Marruecos] reafirma su adhesión a los derechos humanos tal ycomo son universalmente reconocidos».

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Se puede, con o sin razón, ver en ello la influencia de su conse-jero Ahmed Guedira, pero es incontestable que Hassan II deseó esareforma que desarmaba, tanto jurídica como intelectualmente, in-cluso a aquellos que pretendían expresar los más íntimos pensamien-tos del rey. Es cierto que la polémica sobre el concepto de derechoshumanos había adquirido en ese momento una dimensión interna-cional, que los líderes de grandes países asiáticos —musulmanes ybudistas— la aprovechaban para criticar el intervencionismo occi-dental, que la Unesco la había asumido y que varias academias, entreellas la de Marruecos, discutieron este tema ampliamente. Normal-mente, en parecidas situaciones, Hassan II no se precipitaba a pro-nunciarse, pero en ésta dio a conocer rápida y claramente su opinión.De pronto, los conservadores monárquicos resultaron ser más fielesa la tradición panislámica que a la Constitución de su país.

En la ceremonia de creación del Consejo, el rey pidió que se leayudara a «elevar Marruecos al rango de los países civilizados en losque impera el Estado de Derecho». Expresó su deseo de ver cómo«se daba definitivamente la espalda al pasado». ¿Podía creer sincera-mente que un día nuestro país no tendría ya nada que reprocharse enel ámbito de los derechos humanos? ¿Qué país, por muy rico y avan-zado que sea, puede hacerse semejante ilusión? Pero Marruecos te-nía tal retraso en ese ámbito que el simple hecho de acabar con unaserie de injusticias flagrantes podía en efecto constituir un nuevopunto de partida. El Consejo se dedicó a estudiar la serie de temasque discutían desde hacía años abogados, juristas, militantes sindi-calistas: las prisiones, la justicia penal, la violencia policial, las des-apariciones, etc. Aquellos que creían, dentro y sobre todo fuera delpaís, que iba a ocuparse en primer lugar de los casos individuales delos que hablaba la prensa, se llevaron una decepción. ¿Estaba el Con-sejo habilitado, preparado para ello? En realidad, no lo deseaba.

Los nacionalistas estaban molestos por esa imagen de «rey-car-celero», constantemente asociada a Hassan II y que perjudicaba atodo Marruecos. Pero a los que se presentaba como víctimas habíansido durante mucho tiempo sus más encarnizados enemigos, ennombre de una fidelidad ciega a la monarquía, y cuando acabaronrebelándose no lo hicieron en absoluto por motivos patrióticos. Losextranjeros que reprochan a todos los marroquíes en conjunto, y nosólo a los juristas o a los abogados, el no haber sido totalmente ecuá-nimes, olvidan que, en parecidas circunstancias, ellos tampoco lo

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habían sido. A su regreso del exilio, Mohamed V perdonó a todossus adversarios, pero esa actitud magnánima, tan admirada en el ex-terior, lo fue mucho menos en el interior. Si Hassan II hubiera deci-dido seguir el ejemplo de su padre, lo habrían aplaudido en el ex-tranjero pero ¿lo habrían hecho los marroquíes? Pienso en larespuesta de un miembro del Gabinete Real al que un día comentéque al rey le convenía liberar a los presos de los que hablaba la pren-sa extranjera: «¿Cómo quiere usted que la policía y los jueces sigancumpliendo con su deber si cada vez que la policía detiene a unapersona que ha intentado conspirar contra el Estado y el juez la con-dena, el rey se apresura a liberarla tan pronto como se habla de ellaen el extranjero?». Al referirse a que «todo hombre tiene su jardínsecreto», Hassan II quizá hirió la sensibilidad del periodista que loentrevistaba pero seguramente no la de la mayoría de sus súbditos.Éstos pueden, tras reflexionar, encontrar la expresión penosa, perosobre la marcha piensan que sólo corresponde al rey juzgar si debeperdonar o no, y que su decisión, sea la que sea, no debe contar a lahora de juzgar su manera de gobernar.

A pesar de las apariencias, el caso de Abraham Serfaty entrabaen el marco de la justicia discrecional del rey y por eso el Consejo ja-más lo discutió. Serfaty gozaba de la simpatía de la mayoría de losmiembros del Consejo, especialmente de la de los nacionalistas pro-gresistas. Su rechazo sistemático a la opción sionista y la clara reivin-dicación de su condición de judío marroquí no podía por menos quegustarles. Cuando militaba en el Partido Comunista marroquí, goza-ba de un prestigió que iba mucho más allá del círculo de sus camara-das. Pero en 1968 dejó el partido, se alió con otros disidentes de la iz-quierda no comunista y pasó a la clandestinidad. Cuando se planteóel problema del Sáhara, Serfaty cometió el mismo error que MehdiBen Barka en 1963; creyó que debía sacrificar la verdad histórica alas maniobras tácticas, lo que lo alejó definitivamente de los naciona-listas y provocó, en el seno mismo de las prisiones, una serie de esci-siones en el movimiento que él dirigía. Se aferró a dos afirmacionesque, tanto el rey como los nacionalistas, consideraban contradicto-rias. Decía que él era marroquí y el Sáhara, no. Dicha por él, la segun-da afirmación sólo era aceptable si negaba la primera. Hassan II reiteraba ante todos los que intercedían a favor de Serfaty: «Que re-conozca que el Sáhara es marroquí y será libre, a pesar de lo que hayadicho en el pasado o pueda decir en el futuro sobre mí». Lo que

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significaba, invirtiendo los términos, que si dejaba de considerarsemarroquí podía decir lo que quisiese sobre cualquier cosa, incluidoel Sáhara. Ni Serfaty ni ningún otro marroquí jamás pudo eludir esedilema. Observemos que no fue liberado hasta que no se descubrió,muy oportunamente, que las autoridades del Protectorado no loconsideraban un súbdito del sultán —uno de sus antepasados habíadisfrutado de la protección de un Estado extranjero— y que no pudorecuperar implícitamente dicho estatus hasta que no reconoció, tam-bién implícitamente, que el Sáhara podía ser marroquí.

Al Consejo le interesaba manifiestamente dejar los casos indivi-duales a la discreción del rey. A cambio, debía dedicarse al problemageneral de los prisioneros políticos, ya que muchos de ellos decíanser miembros de los partidos, sindicatos o asociaciones representa-dos en su seno. Sin embargo, había una diferencia entre esos militan-tes, encarcelados por delitos y que podían beneficiarse de la graciareal en cualquier momento, y otros prisioneros —izquierdistas o isla-mistas— que se situaban voluntariamente fuera del sistema político.Constituía un problema, silenciado en los informes de Amnistía In-ternacional pero reconocido por el Departamento de Estado esta-dounidense. Alguno de esos prisioneros habían sido militantes, otrossimpatizantes, de partidos reconocidos oficialmente, pero todos ellosen un determinado momento habían rechazado su táctica legalistacuestionando así la legitimidad del régimen aceptada por la mayoría.¿Había que defenderlos a su pesar, por así decir, como querían losmilitantes de los derechos humanos? ¿Había que reconocerles su ca-lidad de opositores con la condición de que abandonaran sus tesisextremistas, como aconsejaban los representantes de los partidos ylos sindicatos? ¿Había que excluirlos de la vida política, puesto queya lo hacían ellos mismos, como sostenían los conservadores?

¿Cómo llegar a una definición de la oposición legítima, precisa-da por el derecho y aplicable en los hechos, que permita distinguirclaramente entre la crítica motivada de ciertas decisiones del Ejecu-tivo y la acción revolucionaria que se sitúa conscientemente fuera delas leyes del país?

Desde 1962, la Constitución marroquí garantiza todos los dere-chos cívicos, políticos, económicos y sociales, tal y como están for-mulados en todas las Constituciones democráticas posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Hay quien señaló en su momento que,dado el estado de desarrollo del país, esos derechos iban a ser pura-

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mente teóricos o a servir para desestabilizar el Gobierno. Se pensa-ba, sin embargo, que los riesgos se reducirían al mínimo mediante larápida promulgación de una serie de leyes orgánicas que determina-rían las condiciones del ejercicio de esos derechos. La ruptura delfrente nacionalista y el posterior divorcio entre Hassan II y la oposi-ción hicieron que esas leyes jamás vieran la luz. Esa laguna explica lamayor parte de los casos de violación de los derechos humanos delos que más tarde fueron acusadas las autoridades. Basta con que unhombre, o un grupo, exija disfrutar de inmediato de uno de sus de-rechos constitucionales para que se ponga en una situación que per-mite al Gobierno acusarle de atentar al orden público. Huelgas ge-nerales, concentraciones, sentadas, todas esta acciones son legalessegún los términos de la Constitución, pero el Estado es incapaz dehallarles una salida positiva. Al sucederse sin alcanzar resultadostangibles, son cada vez más violentas. Tolerarlas indiscriminada-mente y por doquier es encaminarse directamente a la parálisis delpaís, pero impedirlas por la fuerza significa violar la ley suprema.

El Consejo descubrió muy pronto que, por precisa que fuera,una definición de la oposición legítima no cambiaría nada. El iz-quierdismo, o simplemente el extremismo o el idealismo político,sólo puede destruirse mediante la actividad política y en el seno deésta. El realismo, su antídoto, sólo se aprende con la participación,regular y efectiva, en la vida pública. Podíamos dar la espalda al pa-sado momentáneamente, como deseaba el rey, mediante una medi-da de gracia general, que era lo que, a fin de cuentas, preconizaba elConsejo, pero sólo se conseguiría de un modo definitivo si la vidapolítica del país dejaba de ser la que había sido desde 1965.

Los islamistas ocupaban una situación intermedia entre los iz-quierdistas y los «prisioneros del rey». Como aquéllos, se situabandeliberadamente fuera del sistema constitucional, y como éstos, in-terpelaban directamente al soberano. En muchas declaraciones,Hassan II insistía en que no los consideraba prisioneros políticos, loque venía muy bien a todos los miembros —conservadores o pro-gresistas— del Consejo.

Los islamistas proclamaban con cualquier motivo que desprecia-ban el juego político y que no pensaban participar en él. Obedeciendoúnicamente a su conciencia, presionaban a Hassan II, descendientedel Profeta y Emir de los Creyentes, para que se desembarazara lo an-tes posible de los que ellos denominaban «hipócritas» sedientos de

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dinero y poder, que le impedían cumplir sus deberes para con Dios yla comunidad de musulmanes. En el momento en que lo hiciera, decí-an, encontraría en ellos sus más leales servidores, dispuestos a todotipo de sacrificios para ayudarle a edificar una sociedad ejemplar, justay virtuosa. Si la sociedad marroquí hubiera sido desde hace muchotiempo laica, si hubiera llegado a un determinado grado de desarrolloeconómico, y por tanto de riqueza, que la hubiera inmunizado contracualquier forma de utopía, se podría haber dejado a semejantes «pro-fetas» predicar libremente en el desierto. Pero desgraciadamente noera ese el caso. La Constitución marroquí repudiaba la laicidad, perola sociedad estaba cada vez más dominada por la mentalidad profana.Los propios islamistas hablaban constantemente de justicia y de mo-ralidad pero casi nunca de ascetismo. El país se encontraba en una si-tuación intermedia, en la que coexistían miseria y opulencia, que lohacía especialmente vulnerable. Cada sociedad desarrollada ha pasa-do por ese estadio en el que la utopía se tiñe del color de la cultura lo-cal. En Marruecos, la utopía se llama islamismo. Todos en el seno delConsejo eran conscientes de ello; les vino bien desembarazarse de esetema remitiéndoselo al soberano.

Se saldó, pues, una determinada deuda en un clima de acuerdocon los partidos de oposición. Se reconocieron abusos, se repararoninjusticias, y el concepto de derechos humanos pasó a formar partedel lenguaje corriente. Pero lo fundamental no radicaba ahí. Al pro-poner reformas de fondo —régimen penitenciario, derecho penal,legislación social, transparencia, etc.—, el Consejo recordaba rotun-damente que el primer deber del Ejecutivo es criticar sin cesar, me-jorar permanentemente sus instrumentos de acción. El derecho es elobjetivo del Estado y la reforma debe constituir su preocupaciónconstante. Si no se aprende bien esta lección, jamás se dará la espal-da a nada. Tras vaciarse progresivamente, las prisiones se volverán allenar y de nuevo se levantarán voces de protesta en la prensa, local einternacional. Y dado que el Ejecutivo sigue estando esencialmenteen manos del rey, a él corresponde elegir la imagen de Marruecosque quiere que se tenga en el interior y en el exterior. Al intentar de-finir con precisión lo que es la oposición legítima, el Consejo pusoen evidencia que el problema de los derechos humanos es indisocia-ble del problema del régimen político.

¿Había previsto Hassan II esa evolución cuando creó el Consejoen 1990 y cuando, en 1992, propuso la reforma constitucional? En

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esa época, los acontecimientos lo acuciaban. En el Sáhara, la situa-ción era continuamente preocupante; en el interior del país, lashuelgas se sucedían y los partidos de oposición, unidos en la Kutla,exigían con creciente insistencia la necesidad de una reforma consti-tucional profunda que diera más autonomía al primer ministro (ve-rano de 1991). Poco tiempo después de haber constituido el Conse-jo Consultivo de Derechos Humanos, Hassan II creó un Consejo dela Juventud y del Futuro (enero de 1991) y encomendó la presiden-cia a un banquero próximo al Istiqlal, y la dirección ejecutiva a uneconomista afiliado a la USPF35 encargado de encontrar solucionesprácticas para el problema cada vez más inquietante del paro uni-versitario. Cuando, en septiembre de 1991, se celebró la campañadel referéndum, la Kutla prefirió abstenerse considerando que susprincipales reivindicaciones no habían sido tenidas en cuenta. Elrey, en efecto, había aceptado la reforma en lo concerniente a los de-rechos humanos «tal y como se reconocen internacionalmente»,pero había rechazado toda medida que disminuyera sus prerrogati-vas. Podemos suponer que intentaba remediar un peligro inmediatoignorando otro más lejano. Pero sin duda la explicación es más sim-ple: su pragmatismo de jurista, que reforzaba ese legitimismo mo-nárquico reacio a cualquier forma de islamismo, le había enseñadoque las leyes y las constituciones están sujetas a interpretación y queen ese ámbito lo único que en definitiva cuenta es la práctica.

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35 Abdellatif Laraki, presidente del Banco Popular, y Habib Malki, profesor deuniversidad y director del Centro Marroquí de Coyuntura.