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Octubre 2010 Número 478 ISSN: 0185-3716 Marco Antonio Montes de Oca Andrés Neuman Alfonso Reyes Jaume Vallcorba Francisco González Crussí Rolf Wiggerhaus Edmundo O’Gorman Michel Leiris Patricia Rosas Lopátegui

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Page 1: Marco Antonio Montes de Oca Andrés Neuman Alfonso … · tad íntima en el apartamiento de la mosca. ... contundente manifi esto contra la frivolización mediática de la muerte,

Octubre 2010 Número 478

ISSN

: 018

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■ Marco Antonio Montes de Oca ■ Andrés Neuman ■ Alfonso Reyes

■ Jaume Vallcorba ■ Francisco González Crussí ■ Rolf Wiggerhaus ■ Edmundo O’Gorman

■ Michel Leiris ■ Patricia Rosas Lopátegui

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número 478, octubre 2010 la Gaceta 1

SumarioSucesiones i 3

Marco Antonio Montes de OcaDignidad de las moscas 4

Andrés NeumanSan Juan de la Cruz 5

Alfonso ReyesLa necesidad de los límites 7

Jaume VallcorbaImágenes y “últimas miradas”:la búsqueda de paz interior, piedad y salvación 11

Francisco González CrussíIntroducción 15

Rolf WiggerhausSobre la naturaleza bestial del indio americano 20

Edmundo O’GormanHuellas 24

Michel LeirisLos recuerdos del porvenir de Elena Garro 30

Por Patricia Rosas Lopátegui

Ilustraciones de portada y páginas 2, 8 y 31, de Gibran Jalil Gibran.

Ilustraciones de las páginas 5 y 6, Xavier Villaurrutia.

Ilustraciones de las páginas 12 y 14, tomadas del libro Ver. Sobre las cosas vistas, no vistas y mal vistas, de Francisco González Crussi.

Ilustraciones de las páginas 17, 18, 21 y 22,cortesía de Fernando Félix.

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Director general del FCE

Joaquín Díez-Canedo

Director de la GacetaLuis Alberto Ayala Blanco

Jefa de redacciónMoramay Herrera Kuri

Consejo editorialMartí Soler, Ricardo Nudelman, Juan Carlos Rodríguez, Tomás Granados, Bárbara Santana, Omegar Martínez, Max Gonsen, Karla López, Heriberto Sánchez.

ImpresiónImpresora y EncuadernadoraProgreso, sa de cv

FormaciónErnesto Ramírez Morales

Versión para internetDepartamento de Integración Digital del fcewww.fondodeculturaeconomica.com/LaGaceta.asp

La Gaceta del Fondo de Cultura Econó-mica es una publicación mensual edi-tada por el Fondo de Cultura Econó-mica, con domicilio en Carretera Picacho-Ajusco 227, Colonia Bosques del Pedregal, Delegación Tlalpan, Distrito Federal, México. Editor res-ponsable: Moramay Herrera. Certifi -cado de Licitud de Título 8635 y de Licitud de Contenido 6080, expedi-dos por la Comisión Califi cadora de Publicaciones y Revistas Ilustradas el 15 de junio de 1995. La Gaceta del Fondo de Cultura Económica es un nom-bre registrado en el Instituto Nacio-nal del Derecho de Autor, con el nú-mero 04-2001-112210102100, el 22 de noviembre de 2001. Registro Pos-tal, Publicación Periódica: pp09-0206. Distribuida por el propio Fondo de Cultura Económica.ISSN: 0185-3716

Correo electró[email protected]

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Algo esperoDel torrente ardoroso,Espero la espera de la esperanza;Vuela el ancla emplumada;Corre por el cieloAquello que matan las palabras;Corren por la víaUn esplendor y un brío inauditosY camina el corazón de un sigloDesmoronado por mi amnesia.El fi lo de una hebra de pajaPenetra mis ojos y me ciega;Algo entra y saleBajo la lluvia verticalPoseída y nunca abandonada;Lluvia exhaustaComo una bandera celeste;Valentía del ocasoAhogado entre las peñasY que resucita Según cambio la fecha y el día. G

Sucesiones i*Marco Antonio Montes de Oca

*Marco Antonio Montes de Oca, Las alas de la palabra, fce, Méxi-co, 2010.

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Un zumbido en el baño (el baño donde sigo sentado esperando noticias de mi vientre, un zumbido intermitente como de mo-torcito averiado) de pronto me distrae, me alerta. Me vuelvo (no me vuelvo: estoy, insisto, sentado en el retrete, lo cual me inmoviliza fatalmente, digamos que giro apenas el tronco y so-bre todo el cuello) para localizar su origen.

En un rincón del baño, sobre una baldosa para nada central, muy cerca de la protección benévola del bidé, frente a la som-bra abrigadora del cesto de la ropa (ropa sucia, claro está, y por lo tanto atractiva para el caso), alejada de mí, casi escondida, con total discreción o quizá con pudor, agoniza una mosca.

Una mosca. No sé si percibiendo que la miro, notando que algo o al-

guien acaba de moverse (aunque poco pueda moverme en el retrete, o mejor dicho sobre él), la mosca igual que estaba, es decir boca arriba (¿tienen boca estos insectos?, ¿puede llamár-sela así?, ¿humanizar a los bichos es realmente una forma de comprenderlos?, ¿e imaginar a las personas como si fueran bi-chos?), boca arriba y con las patitas rígidas, cruzadas, mante-niendo en lo posible su incómoda postura original, la mosca se retira, no me pregunten cómo, rebotando sobre sí misma, so-bre su propia espalda, hacia otro rincón que ya no puedo ver.

Eso hace la mosca. Me asombra, o me espanta, o me conmueve, o las tres cosas,

su reacción. ¿Sería exacto califi carla de instintiva? Cualquier observador de esta minúscula escena (al menos cualquier ob-servador humano) habría sentido, o creído sentir, cierta volun-tad íntima en el apartamiento de la mosca. Cierta necesidad de no ser espiada en un momento así. Cierta reivindicación del elemental, admirable derecho de morir a solas. Desde ese pun-to de vista (o desde este punto que deja de ser vista, que renun-cia a seguir siendo visión), la reacción de esa mosca ha sido un contundente manifi esto contra la frivolización mediática de la muerte, contra nuestra costumbre de convertir en espectáculo el dolor de los otros. Alguien podrá pensar que eso es llegar demasiado lejos. Pero más lejos ha llegado la mosca.

¿Donde está? Extiendo el tórax. Estiro el cuello. Mis ojitos giran. Mi na-

riz tiembla.

Con difi cultad, realizando un extraño esfuerzo físico, man-teniendo una postura que probablemente nadie (me atrevo a suponerlo con más bochorno que orgullo) había ensayado an-tes sentado en un retrete, consigo divisarla detrás del mueble botiquín. La fugitiva mosca (¿intenta huir de mí o de su propia circunstancia?, ¿de esta breve vida o de la muerte que la lla-ma?) sigue zumbando a ráfagas, a pequeños estertores. Me asalta la idea de que esos zumbidos formen parte de algún tipo de discurso, un modesto código morse, el telegrama de despe-dida de la mosca. En tal caso, yo habría estado cagando mien-tras, a mi lado, otro ser vivo se despedía del mundo. Ignoro si, tratándose de una mosca, esto constituirá necesariamente una ofensa. Incluso me pregunto si la mosca lo habrá registrado, entre la bruma de su desvanecimiento, como un oportuno, su-culento homenaje.

Contemplo una vez más las vibraciones fi nales, el aletear es-tático, el removerse ahí. En el instante de nuestra muerte, ¿al-guien nos observa así, así como yo estoy observando? Y si así es, ¿quién? ¿Un médico? ¿Algún pariente? ¿Dios? No sé si, en ese trance, todos tendremos la misma dignidad de la mosca, esta (digamos) sobriedad autosufi ciente con que parece dis-puesta a dejar de existir. Más que identifi carme con la mosca (tentación tan fácil como errada: la identifi cación es un recurso que, a su modo, refuerza inútilmente nuestra vanidad, aunque fundamentarlo nos llevaría casi tan lejos como ha llegado esta mosca), me sorprende la sospecha de cuánto podría aprender de ella.

Más me sorprende la sospecha siguiente: seguro que la mos-ca, si fuera capaz de emular comportamientos, tendría mucho menos que aprender de mí. No hay ninguna modestia (la mo-destia es perniciosa) en esta suposición. Más bien una serena convicción científi ca.

Empiezo a plantearme entonces una última duda que me an-gustia. Este abstenerme ante la prolongada (prolongada, su-pongo, a escala suya) agonía de la mosca, mi nula participación en el proceso, ¿es señal de respeto o quizá de indiferencia? ¿De-biera limitarme a hacerle compañía o ayudarla de algún modo? Y en un plano ya práctico, ¿la dejaré ahí?, ¿o la aplastaré?

Tiro de la cadena. G

Dignidad de las moscasAndrés Neuman

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Aunque mis actuales trabajos me tienen, de momento, algo le-jos de san Juan de la Cruz, era difícil desoír una cita de honor. Valgan estas breves palabras por un mero acto de presencia.

Tendemos los afi cionados a la poesía, cuando se mienta a san Juan de la Cruz, a pensar sólo en el poeta. En rigor, eso basta: no hay mayor integración humana que la alta poesía. Pero es que en aquel hombrecito de acero la integración hu-mana se da plenamente en todas y cada una de las fases de su acción y de su pensamiento. Por eso es un claro ejemplo del ser hispano. El verdadero orden español no ha de buscarse en instituciones ni en sistemas determinados. La ética y la fi loso-fía que lo fundan van trasfundidas en la hazaña, en la lírica y en la mística mucho más que en los tratados especiales o en las constituciones jurídicas.

San Juan de la Cruz, el hombre humilde, pero inquebranta-ble; el sacerdote y confesor sin tacha; el fraile peleador y refor-

mador, confabulado con santa Teresa; el encarcelado y azotado hasta la agonía por sus hermanos de religión; el fugitivo de las inverosímiles escapatorias; el delicado que resistía increíbles jornadas por los polvosos caminos de Castilla; el teólogo tan generoso que desborda por mil partes la Suma de Santo To-más; el inspirado y el místico, a quien por raro privilegio fue dada la experiencia de lo sobrenatural y a la vez la ciencia ana-lítica que le permitía explicarla; a quien por un lado la Virgen tendía sus blancas manos —según él cuenta— cada vez que se veía en trance apurado, y por otro, también se le abrían de par en par las puertas de la razón cada vez que llamaba a ellas; el escritor incisivo y quemante, que escribe con punta de estilete y de fuego; el prosista musical y hondo como órgano que re-suena en las bóvedas; el poeta despojado y directo, bíblico y sencillo, amante y casto, candoroso y frutal, a medio camino siempre entre la canción y la plegaria; el que se entrega hasta

San Juan de la Cruz1*Alfonso Reyes

* Alfonso Reyes, Literatura española, fce, México, 2010.1 Texto para un ciclo de conferencias en la Facultad de Filosofía

y Letras, México, 19 de octubre de 1942, y recogido en Obras com-pletas de Alfonso Reyes, VI. Capítulos de literatura española. Primera y segunda series. De un autor censurado en el “Quijote”.

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perderse en la cosa amada, y se recobra hasta construir los sa-crifi cios de palabras más artísticamente labrados que posee acaso nuestra lengua; el fuerte y el dulce, el cordero y el león; éste por quien dijo Teresa “no hay otro como él en España” ¡cuánta España lleva consigo, cuánta tierra a un tiempo y cuán-to cielo, cuánto hombre y cuánto ángel!

No es menos extraordinario que las fases de esta integración aparezcan bien distribuidas, bien acomodadas y oportunas. El teólogo, por ejemplo, nunca hizo malas pasadas al poeta. Cuando Camoens —sin que esto sea desdeñarlo— dice en uno de sus sonetos:

Transfórmase el amante en lo que ama por la virtud del mucho imaginar,

soneto en que encontramos versos como éste: “Que, como el accidente en su sujeto”, es inevitable el sentir cierto tufi llo es-colástico mezclado con el aura de la poesía. Pero ¡qué, cuando san Juan de la Cruz exclama de una vez:

¡Amada en el amado transformada!

Las especies religiosas suelen ser de suyo incomunicables, y mientras más profundas, más dejan el ánimo absorto. Buzo que no muestra sus tesoros, se ha dicho por eso del místico, que apenas sabe cómo explicarse, a diferencia del fi lósofo, que pro-cura traer a fl or de agua sus nociones y luego las enfría y las mata en la explicación. Sólo la poesía da la integración anhela-da y conoce de la mariposa sin clavarla con alfi leres, como si la acompañara en su ronda. Es fácil decir: “sentimiento de lo di-

vino”, mas no es decir nada sobre tal sentimiento. Pero cuando el poeta integral, san Juan de la Cruz, habla de los éxtasis divi-nos, he aquí que se nos transmite un poco de ese conocer tras-cendido en que, según san Juan Damasceno, sólo conocemos lo que no conocemos y que sólo llega al elegido por “metáfora oscura” como explica Santo Tomás, o en la expresión del Seu-do-Areopagita, “por un rayo de oscuridad divina”. Así cuando san Juan de la Cruz nos habla de la “leche de suavidad”, de “penas oscuras y amorosas”, del “vacío y pobreza de la sustan-cia espiritual”, adelgazamiento de alma en asfi xia y —cosa te-rrible, inolvidable— de aquel clamor de “fuertes rugidos y bra-midos espirituales”. En este temblor de amor y miedo, el alma, en cierto pasaje de la Llama, agradece tanto más la caricia por ser de mano poderosa:

¡Oh mano tanto más blanda para mi alma, que tocas asentándola blandamente, cuanto si la asentases algo pesada hundirías todo el mundo; pues de tu solo mirar la tierra se estremece, las gentes se desatan y desfallecen y los montes se desmenuzan!

En cierta carta de recomendación a don Francisco de Salce-do, santa Teresa dijo de san Juan de la Cruz: “Hable vuestra merced a este padre, suplícoselo, y favorézcale en este negocio, que aunque es chico, es grande en la presencia de Dios”. Ha-blen de él ahora, largamente, los que tienen mayores luces, y sea su recuerdo para nosotros

la noche sosegada en par de los levantes de la aurora, la música callada, la soledad sonora, la cena que recrea y enamora. G

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Tengo que dar las gracias, para empezar, al Fondo de Cultura Económica, a su director, Joaquín Díez-Canedo, y también al amigo Martí Soler por haber sido invitado hoy. Estoy especial-mente feliz de estar aquí con ustedes, en una fi esta del Fondo, porque el Fondo de Cultura Económica —voy a insistir en algo que ya se ha dicho repetidamente a lo largo de estas sesiones— ha constituido un centro ineludible en mi formación intelec-tual. Libros como el de Ernst Robert Curtius, Literatura latina y Edad Media europea; el de Auerbach, Mimesis, o el de Bataillon sobre Erasmo, los tres en ediciones del Fondo y que en su día me fueron recomendados por mis profesores en mis primeros años de universidad, cuando era aún muy jovencito, han contri-buido positivamente a mi formación.

Y ha habido naturalmente muchos más, al margen de los directamente recomendados. Recuerdo ahora en especial un breviario de Pfeiffer sobre poesía, que encontré en la biblioteca de mi padre y que leí inmediatamente porque era del Fondo, y que me ha acompañado después a lo largo de toda la vida. Éste y otros muchos forman parte de aquellos libros que han confi -gurado mi biblioteca personal, que está en mi cabeza y que constituye, por tanto, algo verdaderamente mío.

Debo dar pues, para empezar, muchas gracias al Fondo de Cultura Económica por su catálogo.

El título del debate en el que me piden que participe es “Un débil grillete”. Para añadir más tarde, a modo de explicación, que “es enorme la distancia entre lo que sale de la mano de un escritor y lo que entra por las pupilas de quien lee un libro”. La verdad es que son muchos los enunciados que producen miedo, desde el título mismo: un grillete aprisiona, tiene a alguien co-gido, sin posibilidad de moverse, en una cárcel, real o imagina-ria. Y uno no puede dejar de pensar en el editor, ese chupasan-gres que vive, naturalmente, de la de sus autores. Y, por otra parte, también produce un cierto reparo leer que es “enorme la distancia —afi rma la descripción del tema— entre lo que sale de la mano de un escritor y lo que entra por las pupilas de quien lee un libro”.

Llegados a este punto, veo importante defi nir qué entiendo yo por editor, qué camino considero propio y dónde he querido situarme siempre.

Hay muchos tipos de editor y, desde luego, creo que todos

ellos cumplen una función sobre la que no merece la pena dis-cutir. Es evidente que poner libros en las librerías a disposición del público lector es un trabajo, a mi entender, con múltiples facetas, que puede además ser interpretado de muy distintos modos. En lo que a mí concierne, me gustaría pensar que, jus-tamente, lo que quiero no es tanto cambiar el texto del autor, modifi carlo en virtud de no se sabe qué ocultos intereses (aun-que por lo general comerciales), cuanto dar al lector el texto del autor de la forma más prístina y transparente posible, en el es-tadio más cercano a la voluntad de su autor, con la menor me-diatización y todo ello con el mayor cuidado. Es decir, la inten-ción del editor que me gustaría representar es no modifi car en su sustancia el libro que ofrece a sus lectores, porque en el enunciado de la mesa parece insinuar que el editor es alguien que modifi ca, deturpándolo, un material original. Si se me per-mite, diría que en mi caso lo que quiero, precisamente, es justo lo contrario: ofrecer al público lector el texto escogido por su autor en las mejores condiciones posibles, si es necesario puri-fi cando y corrigiendo incluso algunos errores de transmisión que se habían producido por el paso del tiempo y la incuria humana. Y si ello es posible, colaborando con el mismo autor.

Un poeta catalán, uno de los más grandes poetas del siglo xx, entre los catalanes y también entre los europeos, J. V. Foix, me propuso hace tiempo publicar su obra limpia de las erratas y los errores que la afeaban, y que se habían ido transmitiendo a lo largo del tiempo en sus ediciones. Ello propició algo ex-traordinario: que trabajáramos conjuntamente y directamente con esos textos. En mi tarea como fi lólogo (mi formación uni-versitaria es de fi lología), pude descubrir que a veces faltaban versos enteros, que había erratas que modifi caban el sentido —y ésas son las peores—, y que se producían algunas incorrec-ciones gramaticales o métricas que ya venían del original.

Trabajar con Foix en la limpieza de sus textos, trabajar direc-tamente con un autor (o corregir el texto de un autor, al estilo de lo que hizo Petrarca con los textos antiguos) es algo distinto a lo que probablemente pensaba quien redactó el texto de pre-sentación de esta mesa, es decir, aquel editor que corrige el texto, cambia, modifi ca y, al cabo, ofrece una obra notablemen-te distinta de la que llegó a su mesa. Quién sabe si tenía en la cabeza a Gordon Lish y los cuentos de Carver. Son, por des-contado, dos formas muy diferentes de trabajar.

Me gustaría pensar que se puede trabajar ofreciendo al lector ediciones fi ables, ediciones fi lológicamente serias. Natural-mente, sería una quimera pensar que ninguno acabe sin erratas. Decía don Eugenio d’Ors que “quien no quiera polvo de erra-

La necesidad de los límites*Jaume Vallcorba

* Coord. Tomás Granados Salinas, Congreso Internacional del Mundo del Libro (2009 sept. 7-10 Cd. de México) Memoria, sep /cona-culta / fce, México, 2009.

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tas que no vaya a la era de las imprentas”. Evidentemente, siempre se cuela alguna errata, pero el trabajo del editor procu-rará con esmero que no estén, y procurará que el libro se ofrez-ca al lector de tal modo que —no es la primera vez que uso esta expresión— se parezca a una pantalla de cine: el lector no de-berá verla. El libro debería ser como esa pantalla, un espacio neutro en el que se transmiten unas ideas, como en el cine se transmiten las historias narradas. Si uno no puede abstraerse de la pantalla, pongamos que porque tiene roturas, difícilmente podrá concentrarse en la historia que se le explica. En el libro, las erratas, los errores (y a veces, el exceso de “diseño”) son como estas roturas.

Insisto: me gustaría pensar que el editor con el que me iden-tifi co es aquel editor que ofrece esos textos de la forma más limpia, más prístina posible, sin alejarse de las intenciones del autor, sino respetando justamente aquello que el autor quiere, cuestión que es aplicable tanto a los textos originales como a las traducciones. Pienso en esa extraordinaria tradición de editores que empiezan en época moderna, casi con Aldo Manuzio, y que propone a sus lectores textos de autores desconocidos con fi a-bilidad y seriedad. No hemos de olvidar que Manuzio contaba nada menos que con Erasmo para hacerle de corrector de prue-bas, algo difícil de igualar hoy día.

Y sin duda todo esto va ligado a otro concepto que me pare-

ce que también deberemos tratar. En una reciente conversa-ción, Roger Chartier nos recordaba el concepto de corpus me-chanicum, así como la existencia de un texto que se sitúa más allá de su objetivación mecánica, en un espacio espiritual sin sopor-te material, es decir, casi una idea platónica del texto, algo que está en la cabeza del escritor y que después se traslada al lector a través del mencionado corpus mechanicum.

Sin esa idea habría sido muy difícil desarrollar el concepto de “derechos de autor”, que mencionaba también Chartier, y, en efecto, no parece que debamos ponerlo en duda. Pero, me pregunto si esas categorías platónicas son fi nalmente visibles, si esas categorías platónicas existen en su pureza elemental. Yo no he cenado nunca con una categoría platónica, ni tampoco nun-ca me ha sido presentada. Siempre que disfruto de una buena comida, me pregunto si hubiera tenido el mismo sabor presen-tada en un plato de plástico, con cubiertos de plástico, de pie y en un rincón, en vez de estar cómodamente sentado, con una vajilla sensata y pulcra, con cubiertos de metal. No: creo que la percepción habría sido completamente distinta, el sabor del mismo guiso cambia radicalmente en función de dónde se come ese guiso y de qué modo se come.

Y estoy absolutamente seguro de que el célebre corpus misti-cum de una obra, esta categoría platónica que mencionaba más arriba, es difícil que exista en su totalidad alejada de alguna

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objetivación física, fuera de su corporalidad. Es decir, que sin cuerpo es difícil que tenga una existencia completa.

El ejemplo de la comida me sirve —así me lo parece— per-fectamente bien para mostrar lo que quiero decir. La recepción de la comida se hace muy distinta si es presentada de un modo o de otro. Y, desde luego, la porcelana, aunque sea humilde, contribuye extraordinariamente a que mejore el sabor, lo cen-tre y objetive, la digestión sea también mejor y al cabo el placer que uno obtiene en esa comida sea superior. Para empezar, es evidente que un libro bello en él mismo ya atrae nuestra aten-ción. De hecho, eso es algo que sabe cualquier especialista en marketing de cualquier editorial: procura hacer un objeto agra-dable al lector, que llame su atención en una librería y al cual se acercará por su atractivo.

De hecho, somos muchos los que recordamos editoriales como Alianza Editorial, que dirigió Javier Pradera. Recuerdo perfectamente haber comprado muchísimos libros de Alianza Editorial por, simplemente, las maravillosas cubiertas que hacía Daniel Gil. Muy a menudo, además, uno compraba ese libro sin saber muy bien qué es lo que estaba comprando, pero sabía que estaba en Alianza Editorial, había ahí un criterio de serie-dad que no era discutible y que lo garantizaba.

Naturalmente, no es sólo la cubierta lo que importa en un libro. Su composición tipográfi ca, la competencia en la correc-ción de pruebas, la calidad de la traducción que se ofrece, el hecho de poder organizar estructuralmente el libro por su je-rarquía tipográfi ca, aquello que nos permite saber en qué parte del libro está uno, como si anduviera por su casa, si uno está en un subsubcapítulo o, por el contrario, está en una división me-nor. Saber con precisión, en un ensayo, en qué parte se encuen-tra uno ayuda extraordinariamente al lector. Contribuye ade-más a algo fundamental antes de encarar la lectura, que es el estado de espíritu con que alguien se enfrenta a ella.

Cuando Friedrich Schinkel, el gran constructor de museos en Berlín, se planteó cómo deberían ser éstos, pensó en ellos como un templo, con unas escaleras de ascenso al edifi cio. El visitante sabe entonces que, al entrar en ese museo, entra en un espacio distinto del cotidiano, con una elevación del espíritu similar a la que siente el fi el que entra en una iglesia. Sabe que se requiere un cambio en su tono habitual, en su tono cotidia-no, del espacio en el que vive habitualmente para adquirir otro de un nivel superior.

Hoy advertimos, por cierto, y no deja de ser curioso, cómo se insiste en poner lo artístico en el mismo nivel que lo cotidia-no, y a veces incluso por debajo. Baste ver cómo el visitante del Guggenheim de Bilbao desciende para entrar, cosa que creo que puede dar una ligera idea de lo que uno puede encontrar dentro. Pero, claro, la elevación y el cambio, la conciencia de salir de lo ordinario y lo cotidiano para entrar en otro espacio, el espacio de lo espiritual, debe sugerirlo el objeto al que uno se enfrenta. Eso no quiere decir que el objeto deba ser obligato-riamente de una extraordinaria belleza, o que deba ser un libro de bibliófi lo, no; no quisiera referirme a eso, me estoy refi rien-do a un humilde libro bien hecho, bien compuesto, con una tipografía transparente e invisible, como esa pantalla de cine a la que me refería hace un instante.

De hecho, el cambio de la percepción y del propio texto que produce el que esté hecho de un modo o de otro, compuesto de un modo o de otro, es un cambio que ya se había planteado en el Siglo de Oro español, en el que ya había habido algunos impre-

sores como Melchor de Cabrera que dijeron que el editor, que era el impresor, contribuía sustantivamente a la confi guración espiritual del texto, ayudaba a dar forma a su alma mucho más de lo que en principio cabría esperar, y ello más allá de una pura cuestión mecánica que pueda ser más o menos útil o tenga más o menos belleza; imagino que como los platos y los cubiertos con-tribuyen al cambio sustantivo de la comida que uno va a ingerir.

La forma, sin duda, creo que completa el libro; no estoy ha-blando —insisto— de los libros de lujo. Pero además contribuye a otra cosa que me parece importantísima, que es darle jerarquía en el caos de información en el que estamos sumidos. Me temo que la cantidad extraordinaria de información a la que estamos sometidos diariamente ofrece más la imagen de caos informe que de auténtica información real. La falta de jerarquía en la información que nos llega por todas partes nos obliga a la jerar-quización si pretendemos movernos en el terreno de lo auténti-camente útil y no quedarnos en una simple imagen plana.

No hace mucho, un profesor me decía que hoy toda la infor-mación estaba disponible en internet y que, en consecuencia, ya no hacía falta el maestro en las escuelas, por cuanto el alum-no ya sería capaz de poder acceder a ese caudal extraordinario de información por sí mismo. Yo le objeté: bueno, ¿y la jerar-quía? ¿Cómo sabrá lo que tiene valor y lo que no? Me respon-dió que el estudiante, por él mismo, ya sabría determinar ese valor sin más ayuda. Es extraordinario el número de personas que afi rman hoy que será el “usuario” quien determine el valor de las cosas, sin la coartante opinión de un tercero. Como si ese tercero, el maestro, tuviera que ser un profesional de la limita-ción y no una ayuda al crecimiento. Creo que todo ello está en relación directa con un confuso concepto que circula cada vez más como moneda de curso legal, íntimamente ligado a inter-net, por cierto, que es el de “democratización” de la cultura. Por el contrario, temo que, sin un maestro que ofrezca ese va-lor, ese valor se hará transparente. A lo sumo sucumbirá ante el siniestro relativismo que todo lo iguala y que a nada atiende.

En una colección de una editorial determinada, el libro que-da perfectamente situado a los ojos del lector. Éste es capaz de situar el libro, jerarquizándolo. Y como digo, una buena jerar-quización me parece básica para guiar al lector, y eso es algo que internet no podrá ofrecer nunca; el nombre de la editorial, la colección en la que el libro es publicado, actúan como el marco en un cuadro, lo limitan. Ni que decir tiene que los lími-tes me parecen fundamentales. Son varios los artistas que han manifestado su amor por el límite, por los límites como algo fundamental en el arte. Sin duda: sin límites no hay arte; sin un marco no hay posibilidad de arte. El marco de un cuadro nos ofrece una visión, a través de ese marco, de una realidad que nos es subrayada, nos es individualizada, nos es puesta en con-sideración más allá de lo general y de lo infi nito. Tal y como Durero afi rmaba, los cuadros son vistas a través de algo. Y es el marco a través del que vemos quien nos ofrece el límite, quien nos subraya la importancia de lo visto, quien nos valora y sitúa lo que estamos viendo.

El libro es, en cierta medida, uno de esos marcos, y su diseño —aunque no solamente su diseño, como ahora intentaré esbo-zar— dibuja, precisamente, esos límites. Como es natural no es sólo la forma de un libro la que determina su categoría, pero esa forma guía indefectiblemente a su lector, le da, por decirlo así, indicaciones de lectura Una novela negra publicada en una colección de alta literatura la “marca” indeleblemente, y deter-

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mina el tipo de lectura que de ella hará un lector cultivado. Voy a ir más lejos: me pregunto si existe algún libro sin forma en la mente de un lector, es decir, si es posible un libro en un espacio etéreo y aislado, una categoría platónica pura.

En un catálogo organizado, como digo, ese libro entra en diálogo inmediato con los demás libros que forman parte de él. Se integrará en un contexto. He contado muchas veces algo que puede ser tomado en broma, pero que es de una seriedad con-trastada: los libros, y pienso al menos en los libros que publico en Acantilado, se encuentran de noche entre ellos, conversan y cambian su posición en la librería: uno los encuentra cambiados de posición a la mañana siguiente: Arnaut Daniel, un poeta del siglo xii, se ha ido a charlar con un Guillaume Apollinaire, uno del xx. Se les ve contentos: han tenido mucho de qué hablar, verdaderamente. La lectura que haremos de los poemas de Ar-naut Daniel habrá tomado para nosotros además unas caracte-rísticas distintas a las que tendría si no hubieran mantenido esta charla. Del mismo modo que también estoy seguro de que Adam Zagajewski conversa vivamente con Harnoncourt.

El editor sin duda organiza y articula un espacio en el que los libros toman un volumen distinto al que adquirirían si se en-contraran en otro lugar. Y es así que el corpus misticum se modi-fi ca, toma valores nuevos en función, justamente, de su marco y su compañía. Sin duda alguna Apollinaire infl uye en Arnaut Daniel, y también sin duda hay infl uencias de Apollinaire en Arnaut Daniel a pesar de los siglos que los separan, porque lo que fi nalmente cuenta es nuestra lectura, y para nosotros Da-niel va a ser distinto después de haber leído a Apollinaire. Son ejemplos —quizás extremos, si se quiere, pero que creo pueden

ilustrar un poco lo que quiero decir cuando hablo de construir un catálogo editorial.

No hace mucho Letras Libres me publicó un texto breve que tenía su origen en una conferencia que di en Budapest, en el marco del Festival de Primavera, sobre el futuro de la edición de calidad en Europa. En aquella conferencia, y en el texto pu-blicado, sostenía la importancia de ese diálogo entre obras y escritores, y no sólo de escritores, sino en general en todo el mundo del espíritu en occidente a lo largo de los siglos.

Tanto Manuel Borrás como Javier Pradera, ambos invitados a este homenaje, recordaron el catálogo del Fondo de Cultura Económica como un patrimonio. Y Eric Nepomuceno abogó encarecidamente por la conservación de ese patrimonio al fi nal de su charla. En efecto, un catálogo editorial es un patrimonio, y es un patrimonio, además de empresarial y privado, también colectivo. Es, sin duda, patrimonio del editor que lo ha confi -gurado. Hay una parte empresarial, importante en efecto, en el editor. No concibo una editorial que no tenga muy en cuenta su cuenta de resultados. Si se quiere decir de otro modo: una editorial debe ser un negocio. Que se mueve en un sutil equili-brio entre lo económico y lo espiritual.

Por eso ayuda también, y en una medida nada menosprecia-ble, a la construcción de un patrimonio colectivo. La edición ha contribuido, desde su fundación allá en los scriptoria medievales y en su posterior industrialización, a la construcción del mundo espiritual en el que se ha movido y que le ha dado sustentación. La caja, el libro, los catálogos, han jugado un papel fundamen-tal. Más que distanciar la creación de su origen, habrá contri-buido a darle cuerpo. G

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Si las producciones de la industria humana pudieran inspirar pasiones eróticas y acciones moralmente reprobables, las obras de arte también serían capaces de despertar sentimientos pia-dosos en los corazones de los espectadores. Por lo menos, eso es lo que los italianos creían con toda seguridad durante el Renacimiento; en ese entonces se realizaron incontables obras de arte de temas religiosos. Estas imágenes estaban concebidas para colocarlas dentro de las iglesias, para imprimir en los ob-servadores las lecciones edifi cantes de los evangelios cristianos. Pero si la vista de esas obras de arte pudiera elevar el espíritu, ¿no deberían también proporcionar socorro misericordioso y favorecedor a quienes sufren más intensamente? Tenían el propósito de aliviar la angustia de los prisioneros que estaban a punto de ser ejecutados.

En efecto, durante el Renacimiento existió en Roma una hermandad religiosa con el asombroso nombre de “Cofradía de San Juan Decapitado” (San Giovanni Decollato), cuya función principal era proporcionar consuelo espiritual a los prisioneros que esperaban la ejecución.1 Un miembro de la congregación fue notifi cado por escrito por la magistratura romana que al día siguiente administrarían a un prisionero la pena capital. Varios miembros de la hermandad visitarían entonces a la víctima en su celda. Uno de los hermanos era un sacerdote listo para es-cuchar la confesión y administrar la absolución. Otro era un escribano o un notario, quien escribiría la última voluntad del prisionero o una carta a los parientes o a personas queridas de la víctima, en caso de que ésta no supiera escribir.

Los visitantes llevaban consigo un libro de oraciones adec-uado para la ocasión y, algo que cabe señalar, una tablilla de madera con una escena religiosa pintada en la superfi cie, por lo general la representación de un episodio de la crucifi xión de Cristo. En general, estas tablillas (tavolette) han obtenido una atención limitada de los críticos de arte, aunque es probable que en gran parte su calidad estética no fuera desdeñable, si recordamos el fi n para el que fueron creadas, y el hecho de que en la Italia renacentista incluso artesanos desconocidos y oper-arios anónimos fueran capaces de producir obras de arte de mérito considerable.

Imaginemos los últimos momentos del lastimero criminal condenado. Los miembros de la hermandad han estado in-

1 Una buena fuente de referencias primarias sobre la Cofradía de San Juan Decapitado se puede encontrar en Andrea Carlino: Books of the Body: Anatomical Ritual and Renaissance Learning, traducido por John Tedeschi y Ann Tedeschi, University of Chicago Press, 1959.

tentando aliviar su abatimiento, hablándole en tonos emotivos llenos de lirismo de otra vida, y de otro mundo, donde el arre-pentido será envuelto en la misericordia de Dios y podrá ser partícipe de la dicha eterna. Despunta el alba, apenas una tenue línea horizontal comienza a brillar en el horizonte. Entonces, los guardias y agentes de la ley llegan a su celda: uno de ellos es el verdugo. Pasan una soga alrededor de su cuello y todos salen a la calle, los miembros de la hermandad cantando letanías, y uno de ellos acercando la tablilla al rostro del prisionero.

La procesión avanza por calles estrechas, guiada por un sac-ristán que lleva una gran cruz cubierta con una tela negra. Lu-ego vienen hombres cargando antorchas y detrás los sigue el prisionero, no a pie, sino montado en un carro tirado por cabal-los que avanza lentamente, y lo acompañan dos consoladores. Detrás del carro, varios caballeros caminan despacio. A juzgar por sus ropas son personas de alguna posición social, pero es imposible decir quiénes son porque sus rostros están cubiertos con telas negras.

La expresión facial de la víctima también está escondida de la vista, por una razón diferente. Montaigne, quien presenció una de esas ejecuciones en sus viajes por Italia, escribió que uno de los consoladores acercaba continuamente la tablilla pintada al rostro de la víctima, tanto que era imposible ver sus fac-ciones.

La procesión aumenta en número debido a los curiosos que se acercan a ver el acto. Llega a la capilla que pertenece a la confraternidad. Aquí, el condenado toma la comunión y recibe la absolución. Ésta es la última oportunidad que tiene de hacer sus oraciones, ya que la capilla está inmediatamente adyacente al lugar de la ejecución, el puente de SantíAngelo. Salen de la capilla, y a unos cuantos pasos el lúgubre sitio surge imponente. El grupo ha llegado.

El condenado es conducido hacia el cadalso caminando de espaldas. Sin duda esto no se debe a un deseo misericordioso de ahorrarle la vista del aterrador instrumento de su inminente aniquilación. Este peculiar avance en retroceso se hace para que el hombre pueda mantener la vista en la tablilla que un miembro de la hermandad sostiene todo el tiempo frente a sus ojos, y algunas veces la arrima contra su rostro para que pueda besarla.

Un dibujo del célebre pintor Annibale Carracci (1560- 1609), conservado en la Biblioteca Real del Castillo de Wind-sor, muestra los últimos momentos de una desdichada víctima. Está siendo arrastrada por el verdugo sobre una escalera que se apoya contra la horca. El pobre hombre aún está retrocedien-do. En otras palabras, está dando marcha atrás en los escalones

Imágenes y “últimas miradas”:la búsqueda de paz interior, piedad y salvación*Francisco González Crussí

* Francisco González Crussí, Ver. Sobre las cosas vistas, no vistas y mal vistas, Traducción de Liliana Andrade Llanas, fce, México, 2010.

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que conducen a su muerte, mientras el solícito consolador sigue empujando la pequeña pintura frente a sus ojos. Algunas tablil-las contaban con un largo mango que podían acercar al campo visual del condenado, incluso cuando éste había llegado a la cima de la escalera.

La escena es de lo más patético: podemos decir que el lasti-moso desdichado, esposado y sin poder ver los escalones que está subiendo, se tambalea y se resbala, y le cuesta mantener el equi-librio. Pero cada paso en falso, o cada caída, es corregida brusca-mente con un jalón de la soga que rodea su cuello, ya que el verdugo está unos escalones adelante de él en la escalera, y está sosteniendo la cuerda con una mano, de la cual tira cada vez que tiene que enderezar al vacilante prisionero en su difícil subida.

Todo esto se hace para asegurarse de que la escena de la Pasión de Cristo representada en la tablilla no deje ni por un instante el campo visual del condenado. Señalemos la impor-tancia de esta mirada: la última mirada es su boleto a los inenar-rables gozos de la existencia celestial. Su mente debe estar in-undada por esta última impresión visual; su alma, llena con la representación dramática de la crucifi xión, pues sólo de esta manera podrá aparecer ante la soberana presencia de su Cre-ador, a punto de recibirlo en su glorioso reino.

La dolorosa y desmañada subida no dura mucho. Sólo son cinco o seis escalones los que debe subir. Luego, el verdugo enreda la cuerda en la viga transversal de la horca, la amarra muy bien, y deja caer al hombre a su extinción. En una muestra más de compasión el verdugo jala con fuerza hacia abajo los hombros del ahorcado, mientras un ofi cial, no menos clem-ente, tira de las piernas de la víctima para acelerar su muerte.

Así es como la ternura humana se manifestaba en el trato a

los prisioneros condenados en el siglo xvi. Se suponía que había para el condenado una última mirada piadosa que eleva el es-píritu, y para la multitud, un ritual espectacular cargado de emotividad, con toda clase de efectos visuales. Éstos incluían la larga procesión, la parafernalia penitencial, la confesión y la absolución, el salto dramático de la horca, los jalones de las piernas para acelerar la partida de la pobre alma, y, en algunos casos, la espantosa y prolongada exposición de los restos del ahorcado, para la intimidación y disuasión de cualquier crimi-nal en potencia. Todo lo cual estaba obligado a impactar a las personas sensibles como algo demasiado cruel y brutal.

La verdad es que en ese entonces se llevaban a cabo escenas de increíble crueldad como espectáculos públicos. Un bosquejo de Jacopo Rainieri de 1540 ilustra un notable suceso de este tipo. El dibujo muestra a un hombre llamado Piron da Bazzano siendo torturado con tenazas al rojo vivo mientras lo arrastran a la plataforma del centro de la plaza pública, donde será des-membrado vivo. Y aquí la narración alcanza extremos de un detalle sádico. “El tal Piron siempre estaba mirando cuando el verdugo le hundió el cuchillo en el pecho, e incluso vio su pro-pio pecho completamente abierto, así que vio su corazón y otras vísceras.” 2 ¿Es posible imaginar una “última mirada” más aterradora que esa en la que los propios órganos húmedos están siendo destruidos por la mano del verdugo?

Con atenuación de las costumbres que acompañó a la Ilus-tración, se concibió una nueva forma de ejecución, que se suponía era rápida, efi ciente e imbuida del espíritu fi lantrópico de la nueva era. De ahí nació la guillotina.

2 Jacopo Rainieri, Diario Bolognese, editado por O. Guerrini y C. Ricci, Regia Tipografi a, Bolonia, 1887, p. 50.

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Fue un médico, como parece correcto y apropiado, quien presentó un nuevo aparato de precisión quirúrgica. Su nombre era Joseph-Ignace Guillotin (1738-1814), médico personal del conde de Provenza, y después elegido para representar a su dis-trito en la Asamblea Nacional. El 20 de enero de 1790 propuso a la Asamblea Constituyente que la pena de muerte por de-capitación, hasta entonces prerrogativa exclusiva de la nobleza, debería aplicarse a todo criminal condenado sin importar su posición social. Ésta fue, después de todo, la revolución que exaltó la igualdad como una de las conquistas sociales funda-mentales: ¿por qué, en efecto, sólo los aristócratas podían cali-fi car para ser decapitados? ¡El hombre común tenía el mismo derecho inalienable que el noble a que le cortaran la cabeza!

De este modo, bajo la dirección del doctor Guillotin, un fab-ricante de pianos alemán llamado Tobias Schmidt construyó el primero de los infames instrumentos de la muerte que harían rodar cabezas ilustres y plebeyas. El trabajador siguió con tanta precisión las especifi caciones del buen doctor, que en una se-mana ya se hacían pruebas en cadáveres de prisioneros en el patio de la prisión de Bicêtre. Estos ensayos fueron, por así decirlo, un éxito rotundo. El 25 de abril de 1792 se llevó a cabo la primera ejecución real en Nicolas Pelletier, un hombre con-denado por robo y asalto violento con agravantes.

No obstante, al principio la guillotina se promovió partien-do de la base de sus poderes rápidos y limpios de exterminación, y supuestamente como un medio para abolir el cruel espec-táculo de una prolongada agonía (con frecuencia con la tortura preliminar del condenado). Sin embargo, las multitudes aún tenían un ritual dramático que ver. Redoblaban los tambores, solemnes guardias uniformados hacían fi la, los sacerdotes el-evaban sus plegarias junto con las, con frecuencia, escandalosas efusiones de la multitud, cuyos movimientos violentos, y a vec-es carcajadas e insultos agresivos, eran la última visión de más de una víctima. No había imágenes pictóricas piadosas para consolar a los aristócratas ejecutados: sólo escarnio y odio.

Pero era ésta su última visión, ¿o sólo la penúltima? Había algunos que cuestionaban las afi rmaciones del doctor Guillo-tin. Tal vez la muerte no era tan instantánea como él decía. Como ésta era la época de la Ilustración, había hombres fi rme-mente inclinados a llevar a cabo investigaciones de campo en la materia. No se puede leer sin estremecerse sobre los horripi-lantes experimentos que se llevaron a cabo en la ciudad de Vi-enne, durante la época del Terror. La morbosa narración del cronista es la siguiente.3

Unos reconocidos médicos que se oponían a las ideas de Guillotin, obtuvieron permiso de presenciar la decapitación de tres prisioneros para realizar sus llamados “experimentos”. Los médicos se colocaron en el mismo lugar de la ejecución, y tan pronto como las cabezas fueron cortadas del cuerpo, se las en-tregaron. La primera era la cabeza de un joven: los ojos estaban cerrados y la lengua salía de la boca. “Ocho minutos después de la decapitación, pincharon la lengua con un alfi ler: la lengua se metió [en la boca] y la cara hizo un gesto de dolor.” La segunda cabeza era de una mujer; sus ojos abiertos emitían una mirada suplicante, y había derramado abundantes lágrimas. “Catorce minutos después de la ejecución, volteó los ojos en la dirección de donde la llamaron.” La tercera era la cabeza del peor crimi-nal. Cuando le dieron una bofetada, la cabeza cortada “abrió

3 Narrado en Jules Janin, La Révolution Française, Ch. La hure, París, 1862, p. 98.

los ojos, y en una expresión indescriptible de enojo y furia de-formó sus facciones; la mirada límpida y perfecta, adoptó una expresión inefable de dolor cuando tocaron la superfi cie sepa-rada del cuello”.

Eso me recuerda que la búsqueda de tratos caritativos no ha terminado. En los Estados Unidos, durante el siglo xix, no había miradas a una tavolette, pero el ingenio estadunidense ideó la fórmula de una proporción ideal cuerda-longitud/cuer-po-peso, que tenía el propósito de acelerar la partida de las al-mas de los prisioneros.4 Lamentablemente la teoría se encon-tró defi ciente, y la vista de varias asfi xias prolongadas se consideró demasiado penosa para los ministros de la ley. En cuanto a los ejecutados, la última visión era una horca y un verdugo profesional que colocaba una bolsa en sus cabezas. Procedimientos descorteses y crueles. Por eso los agentes de la ley recurrieron a la anestesia con éter antes del ahorcamiento. Pero esto también tenía complicaciones antiestéticas, y el pro-ceso fue abandonado.

Con el progreso de la tecnología llegó la esperanza de fo-mentar la amabilidad humana. De este modo, nada menos que Thomas Edison recomendó carbonizar a los prisioneros con corriente alterna (ca), aunque se ha pensado que dicha propug-nación provenía menos de una preocupación caritativa por el trato de aquellos desafortunados, y más por el deseo de desac-reditar la ca, la forma de electricidad promovida por su rival George Westinghouse, inventor e industrial a la vez. Resultó que Edison deseaba asociar la silla eléctrica, con todos los sen-timientos negativos que provoca en la mente del público, y la ca, el tipo de energía eléctrica cuyo uso esperaba desprestigiar.

Como técnica para suprimir la vida, la silla también tenía sus desventajas. Más de un testigo de una ejecución óy había mu-chos, ya que 25 estados y el Distrito de Columbia terminaron usando la ca de esta maneraó deben haberse consternado ante la vista de un hombre que necesitaba dos o más descargas que le producían convulsiones y soltaban humo para abandonar este mundo.

Por esta razón en Nevada en 1924 los verdugos preferían matar en la cámara de gas; y así hicieron otros 10 estados. Pero ningún método se consideraba sufi cientemente “humano”, lo cual tal vez es una forma de decir que no se consideraba que era una vista tolerable para quienes lo presenciaban, por no hablar de la víctima. Hoy la pena de muerte en los Estados Unidos se realiza administrando un barbitúrico que pone a la víctima a dormir, una dosis de bromuro de pancuronio, que paraliza los músculos; y otra de cloruro de potasio, que induce el paro car-diaco.

Vale la pena señalar que la preocupación dominante ha cam-biado. Cambió de la belleza y el drama a conveniencia. Antes, una escena religiosa pintada por un maestro renacentista de-voto y hábil era la última mirada que se ofrecía a quienes esta-ban a punto de ser ejecutados. Lo menos que se puede decir es que se llevaban consigo una impresión visual hermosa, si no consoladora. Ahora, lo que se busca es una muerte limpia, higiénica, tranquila y discreta. Una vista tranquilizadora. No para el condenado, por supuesto, sino para los sobrevivientes que presencian su partida. En cuanto a los que están a punto de

4 Los hechos sobre la historia de las ejecuciones en los Estados Unidos se tomaron de un artículo del New York Times de Mark Essing: “Continuing the Search for Kinder Executions”, 21 de octubre de 2003.

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embarcarse al más allá, ¿qué es lo que ven? Una fi la de especta-dores impasibles compuesta de agentes de la ley, un sacerdote, un periodista y tal vez uno o dos “invitados” especiales de la administración penal. En esta gris fi la burocrática, ¡cuánto de-ben anhelar una mirada humana cálida y elocuente!

Quienes enfrentan una muerte violenta con frecuencia bus-can una mirada humana que se pueda cruzar con la suya. Los operadores de los trenes Metro de Chicago lo saben muy bien, ya que están a bordo cuando los suicidas se arrojan a las vías al paso del tren. A mediados de junio, nueve de 16 muertes que ocurrieron en 2004 fueron autoinfl igidas. El conductor de un tren dijo de un suicida: “Me volteó a ver justo cuando le pegué”, y agregó: “He escuchado a otros ingenieros decir que quienes cometen suicidio te miran. No sé por qué lo hacen. En verdad me gustaría que no lo hicieran, porque la imagen se queda con-tigo. Tratas de olvidarla, pero nunca lo haces, de verdad...”

Otro conductor recordó que, cuando el tren estaba al alcance de la mirada del suicida, éste levantó las manos y agachó la cabeza, gesto que el conductor del tren interpretó como si di-jera “Siento meterte en esto”.5

¿Qué es lo que intenta decir la mirada de quienes están a punto de morir? Tal vez nada. Como la muerte no podrá jamás ser entendida o explicada, lo único importante que queda por hacer en el último segundo es mirar: ver, observar, percibir el fl ujo del mundo hasta su último detalle. Médicos competentes han señalado que en el último momento de la agonía los ojos se abren y adquieren una aparente concentración. “La mirada atenta de quienes están a punto de morir”, dice Tolstoi, obser-vador más agudo de estos fenómenos que la mayoría de los clínicos. ¿Atenta a qué? Es casi seguro que no a los objetos que nos rodean, sino quizá a un misterio supremo que yace, mandándonos señales, en la infi nita distancia. G

5 John Hilkevitch, “When Death Rides the Rails: Lifting the Veil on a Silent Public Safety Crisis: Metra’s Grim Toll of Roadbed Fatalities”. (Fotos de José M. Osorio) Chicago Tribune Magazine, 4 de julio de 2004.

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“Escuela de Fráncfort” y “teoría crítica”: cuando mencionamos estos conceptos se nos viene a la mente algo más que la idea de un paradigma de las ciencias sociales, pensamos también en una serie de nombres, antes que nada los de Adorno, Horkhei-mer, Marcuse y Habermas, y se nos despiertan asociaciones del tipo: movimiento estudiatil, disputa con el positivismo, crítica de la cultura, y quizá también emigración, Tercer Reich, judíos, la República de Weimar, marxismo, psicoanálisis. De inmedia-to queda claro que se trata de algo más que solamente una co-rriente teórica, algo más que una parte de la historia de las ciencias sociales.

Entretanto, se ha vuelto ya habitual hablar de una primera y una segunda generación de representantes de la teoría crítica1 y distinguir a la antigua Escuela de Fráncfort de lo que vino más tarde, es decir, a partir de los años setenta. Esta distinción nos libera provisionalmente de la obligación de aclarar si la Escuela de Fráncfort ha persistido desde aquel tiempo, del problema de su continuidad y discontinuidad, y nos facilita poner un límite en el tiempo que no sea demasiado arbitrario a la presentación de la historia de dicha escuela: la muerte de Adorno y, con ello, del último representante de la antigua teoría crítica que trabajó en Fráncfort y en el Institut für Sozialforschung.

La denominación Escuela de Fráncfort es una etiqueta asigna-da desde fuera en la década de 1960, que al fi nal fue utilizada por Adorno mismo con evidente orgullo. En un principio, esta expresión designaba una sociología crítica que veía en la socie-dad un todo con elementos antagónicos en su interior, y no había eliminado de su pensamiento a Hegel ni a Marx, sino que se consideraba su heredera. Desde hace mucho, esta etiqueta se ha convertido en un concepto más amplio y menos defi nido. La fama de Herbert Marcuse —como consideraban en ese enton-ces los medios de comunicación— de ídolo de los estudiantes en rebelión, al lado de Marx, Mao Zedong y Ho Chi Minh, hizo que la Escuela de Fráncfort se convirtiera en un mito. A principios de los años setenta el historiador estadunidense Martin Jay hizo descender este mito al terreno de los hechos históricos y puso de manifi esto lo multiforme que es la realidad

1 Cf. por ejemplo, Jürgen Habermas, “Drei Thesen zur Wirkungs-geschichte der Frankfurter Schule” [Tres tesis para una historia de los efectos de la escuela de Fráncfort], en A. Honneth y A. Wellmer (eds.), Die Frankfurter Schule und die Folge [La escuela de Fráncfort y su consecuencia], Berlín-Nueva York, De Gruyter, 1986; y Van Rei-jen, Philosophie als Kritik [Filosofía como crítica].

que se oculta tras la etiqueta de la Escuela de Fráncfort, etique-ta que se ha convertido desde hace mucho en un componente de la historia de la recepción que ha tenido lo que se designa con ella, y se ha convertido en algo indispensable, indepen-dientemente de hasta dónde se puede hablar de un contexto de escuela en sentido estricto.

Sin embargo, sí existieron características esenciales de una escuela, en parte en algunas épocas, quizá de manera continua o de forma recurrente: un marco institucional (el Institut für Sozialforschung [Instituto de Investigación Social] que existió todo el tiempo, aunque en ciertas épocas solamente de manera rudimentaria); una personalidad intelectual carismática, que estaba imbuida por la fe en un nuevo programa teórico, y que estaba dispuesta y era capaz de llevar a cabo una colaboración con científi cos califi cados (Max Horkheimer como managerial scholar [académico administrador], quien constantemente les hacía ver a sus colaboradores que ellos pertenecían al selecto grupo en cuyas manos se encontraba el desarrollo posterior de “La teoría”); un manifi esto (el discurso inaugural de Horkhei-mer de 1931, Die gegenwärtige Lage der Sozialphilosophie und die Aufgaben eines Instituts für Sozialforschung [La situación actual de la fi losofía social y las tareas de un Instituto de Investigación Social], al que constantemente se refi rieron las presentaciones que el instituto hizo después de sí mismo, y al que volvió a re-ferirse también Horkheimer en la celebración de la reapertura del Instituto en Fráncfort en 1951); un nuevo paradigma (la teoría “materialista” o “crítica” de la totalidad del proceso de la vida social, que bajo el signo de la combinación de fi losofía y ciencias sociales integraba sistemáticamente en el materialismo histórico al psicoanálisis, ciertas nociones de pensadores críti-cos de la razón y la metafísica, como Schopenhauer, Nietzsche y Klages; la etiqueta de teoría crítica también se mantuvo des-pués, casi durante todo el tiempo, aunque los que se servían de ella entendían cosas diferentes cuando usaban el término, y aunque Horkheimer también modifi có las ideas que original-mente había vinculado con él); una revista y otros medios para la publicación de los trabajos de investigación de la escuela (la Zeitschrift für Sozialforschung [Revista de Investigación Social], que fungía como el órgano del instituto y los Schriften des Insti-tuts für Sozialforschung [Escritos del Instituto de Investigación Social], que aparecieron en editoriales científi cas de gran re-nombre; primero Hirschfeld, en Leipzig, y más tarde Felix Al-can, en París).

No obstante, la mayor parte de estas características se dio solamente durante el primer decenio de la era de Horkheimer en el instituto, es decir, en los años treinta, y en especial en la

Introducción*Rolf Wiggerhaus

* Rolf Wiggershaus, La Escuela de Fráncfort, Traducción de Marcos Romano Hassán, fce, uam-Iztapalapa, Buenos Aires, 2010.

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época de Nueva York. Por otro lado, en esa época el instituto trabajó en una especie de splendid isolation [espléndido aisla-miento] respecto a su entorno estadunidense. En 1949-1950 regresaron a Alemania solamente Horkheimer, Pollock y Ador-no. De estos tres, solamente Adorno siguió siendo productivo en la teoría y solamente de él aparecieron libros con trabajos tanto nuevos como antiguos. Ya no existía una revista, sola-mente la serie Frankfurter Beiträge zur Soziologie [Contribucio-nes de Fráncfort a la sociología] a la cual, sin embargo, notoria-mente le faltaba el perfi l de la antigua revista, y en la que sola-mente apareció una vez, a principios de los años sesenta, una colección de discursos y ponencias de Horkheimer y Adorno mismos. “Para mí no había una doctrina coherente. Adorno escribía ensayos en los que se criticaba la cultura, y por lo de-más, llevaba a cabo seminarios sobre Hegel. Él personifi caba un cierto trasfondo marxista; y eso era todo.”2 Así se expresa retrospectivamente Jürgen Habermas, que fue colaborador de Adorno y del Institut für Sozialforschung en la segunda mitad de los años cincuenta. Cuando en los años sesenta surgió real-mente la imagen de una escuela, se mezcló en ella la idea de una concepción de la sociología crítica, representada en Fráncfort, cuyos exponentes eran Adorno y Habermas, con la idea de una fase temprana del instituto, radicalmente crítica de la sociedad y freudiano-marxista, bajo la dirección de Horkheimer.

En la medida en que existe esta historia, sumamente des-igual, incluso desde las circunstancias exteriores, es aconsejable no tomar en un sentido demasiado literal la expresión Escuela de Fráncfort. Otras dos circunstancias abogan también en favor de esta interpretación: por un lado, el hecho de que precisa-mente la “fi gura carismática” de Horkheimer comenzó a repre-sentar una posición cada vez menos decidida y menos adecuada para la formación de una escuela. Por otro lado, la siguiente circunstancia, que también tenía una cercana relación con esto: si se consideran los cuatro decenios de la antigua Escuela de Fráncfort en su totalidad, se revela la siguiente situación: no había un paradigma unifi cado, tampoco un cambio de paradig-ma, al que pudiera supeditarse todo aquello que se incluye cuando se habla de la Escuela de Fráncfort. Las dos fi guras principales, Horkheimer y Adorno, trabajaban en temas comu-nes desde dos posiciones claramente diferentes. Uno de ellos, que había llegado como inspirador de una teoría de la sociedad interdisciplinaria entusiasta del progreso, se resignó a ser el crí-tico de un mundo administrado, en el cual la isla del capitalis-mo liberal, que destacaba de la historia de una civilización ma-lograda, amenazaba con perderse de vista. Para el otro, que había llegado como crítico del pensamiento inmanente e inter-cesor de una música liberada, la fi losofía de la historia de la ci-vilización malograda se convirtió en la base de una teoría mul-tiforme de lo no idéntico, o de las formas en las cuales se con-sideraba, de forma paradójica, a lo no idéntico. Adorno repre-sentaba un pensamiento micrológico-mesiánico que lo vincula-ba estrechamente con Walter Benjamin, el cual gracias a su mediación también se había convertido en colaborador de la Zeitschrift für Sozialforschung [Revista de Investigación Social], y fi nalmente del Institut für Sozialforschung, y también con Siegfried Kracauer y Ernst Bloch. La crítica de la razón de la

2 “Dialektik der Rationalisierung” [Dialéctica de la racionaliza-ción], Jürgen Habermas en conversación con Axel Honneth, Eber-hardt Knödler-Bunte y Arno Widmann, en Ästhetik und Kommunika-tion [Estética y comunicación], 45-46, octubre de 1981, p. 128.

Dialektik der Aufklärung, escrita conjuntamente con Horkhei-mer en los últimos años de la segunda Guerra Mundial, no afectó este pensamiento. Pero Horkheimer, que en los años an-teriores al trabajo conjunto en esta obra se había separado del psicólogo social Erich Fromm y de los teóricos del derecho y del Estado Franz Neumann y Otto Kirchheimer, con lo cual prácticamente había abandonado su programa de una teoría in-terdisciplinaria de la sociedad en su conjunto, se quedó con las manos vacías tras la Dialektik der Aufklärung [Dialéctica de la Ilustración]. De la misma forma, en su calidad de sociólogo dirigió la vista retrospectivamente a los empresarios indepen-dientes de la época liberal; como fi lósofo, dirigió la vista hacia los grandes fi lósofos de la razón objetiva. A su vez, mientras que Horkheimer —para asombro suyo— cobró mayor impor-tancia en los años sesenta, en la época del movimiento estu-diantil, debido al agresivo tono marxista de sus primeros ensa-yos, y se vio de pronto situado cerca de la posición de Marcuse, que había pasado a la ofensiva, de la “Gran negativa”, Adorno escribió los dos grandes testimonios de su pensamiento micro-lógico-mesiánico: la Negative Dialektik [Dialéctica negativa] y la Ästhetische Theorie [Teoría estética]. En aquel entonces, am-bos eran poco adecuados para la época. En cambio, fue descu-bierto el Benjamin “marxista” y se convirtió en la fi gura clave de una teoría materialista del arte y de los medios. Un decenio y medio tras la muerte de Adorno, uno de los más importantes postestructuralistas, Michel Foucault, afi rmaba: “Si hubiera es-tado familiarizado con esa escuela, si hubiera sabido de ella en esos momentos, no habría dicho tantos absurdos como dije y habría evitado muchos de los rodeos que di al tratar de seguir mi propio y humilde camino ómientras que la Escuela de Frán-cfort ya había abierto avenidasó”.3 Él denominaba su programa “crítica racional de la racionalidad”, con casi las mismas pala-bras que Adorno había caracterizado el tema en 1962, en una clase sobre terminología fi losófi ca en donde veía la tarea de la fi losofía, decía de ésta que: tenía que llevar a cabo “una especie de proceso de revisión racional frente a la racionalidad”.4 Así pues, evidentemente es tan variado todo aquello que se llama Escuela de Fráncfort, que siempre hay algo de ella que es ac-tual, siempre hay algo que resulta ser una empresa no comple-tada, que está esperando ser continuada.

Pero, ¿qué era lo que unifi caba, aunque en la mayor parte de los casos solamente fuera de forma provisional, a aquellos que pertenecían a la Escuela de Fráncfort? ¿Había algo que los vin-culara a todos? Los que pertenecieron a la primera generación de la Escuela de Fráncfort eran todos judíos, o bien, fueron obligados por el nacionalsocialismo a retornar a su pertenencia al judaísmo. Ya sea que provinieran de familias de la gran bur-guesía, o bien, como Fromm y Löwenthal, de familias no espe-cialmente adineradas: incluso en el caso más favorable no pu-dieron ahorrarse la experiencia, también después de 1918 y ya desde antes de 1933, de seguir siendo marginados en el centro mismo de la sociedad. La experiencia fundamental común era la siguiente: ninguna adaptación es sufi ciente para poder estar al-guna vez seguros de la pertenencia a la sociedad. “[El judío, R.

3 Foucault y Raulet, “Teoría crítica-historia intelectual”, El yo minimalista y otras conversaciones con Michel Foucault (Foucault/Raulet, “Um welchen Preis sagt die Vernunft die Wahrheit? Ein Gespräch”, Spuren [Huellas] 1, 1983, p. 24).

4 Theodor W. Adorno, Philosophische Terminologie [Terminología fi losófi ca], t. 1, p. 87.

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W.] se pliega”, se dice en las Refl exions sur la question juive [Re-fl exiones sobre la cuestión judía] de Sartre, publicadas en 1964,

[…] a sus mismos ritos y circunstancias, asumiendo, al igual que todos los demás, valores tales como la respetabilidad y la honora-bilidad; no es, por otra parte, esclavo de nadie: ciudadano libre en un régimen que autoriza la libre competencia, no tiene prohibido ejercer ningún cometido social, ningún cargo estatal; puede ser condecorado con la Legión de Honor, puede ser ilustre abogado o ministro. Pero en el instante mismo en que llega a la cima de la sociedad legal, se produce el encontronazo con otra sociedad, amorfa, difusa y omnipresente, que lo rechaza y le da la espalda. Percibe de forma muy aguda y peculiar la vanidad de los honores y de la riqueza, ya que ni el mayor de los logros y de los éxitos le permitirá jamás acceder al umbral de esa sociedad que pretende ser la auténtica, la verdadera: si llega a ministro, será un ministro judío, es decir, una eminencia y un intocable a la par.5

A su manera, los judíos debían tener una sensación no menos marcada de la enajenación y la falta de autenticidad de la vida en la sociedad burguesa capitalista que la de los proletarios. Aun-que frente a éstos los judíos eran en buena parte más privilegia-dos, también era verdad que incluso los judíos acomodados no podían escapar de su condición de judíos. En cambio, los obre-ros privilegiados a más tardar en la segunda generación dejaban de ser obreros. No obstante, también era más difícil para ellos llegar a alcanzar dichos benefi cios. Así pues, la experiencia de la tenacidad de la enajenación social que tenían que sufrir los ju-díos creó una cierta proximidad con la experiencia de la tenaci-

5 Sartre, Refl exiones sobre la cuestión judía, pp. 90 y s. (Sartre, Drei Essays, p. 149.)

dad de la enajenación social que tenían que sufrir normalmente los obreros. Esto no tenía que conducir necesariamente a una solidaridad con los obreros. Pero sí condujo, por lo menos fre-cuentemente, a una crítica radical de la sociedad, la cual corres-pondía a los intereses objetivos de los obreros.

Desde el ensayo de Horkheimer Traditionelle und kritische Theorie [Teoría tradicional y teoría crítica] (1937), la expresión teoría crítica se convirtió en la principal autodenominación de los teóricos del círculo de Horkheimer. Si bien, éste también era un concepto encubridor de la teoría marxista, más aun, era una expresión de que Horkheimer y sus colaboradores no se identifi caban con la teoría marxista en su forma ortodoxa, la cual estaba encaminada a la crítica del capitalismo como un sis-tema económico con una superestructura y un pensamiento ideológico que dependían de él, sino con las características de principio de la teoría marxista. Estas características originales consistían en la crítica concreta de las relaciones sociales enaje-nadas y enajenantes. Los teóricos críticos no provenían ni del marxismo ni del movimiento obrero. Más bien, en cierto modo estaban repitiendo las experiencias del joven Marx. Para Erich Fromm y Herbert Marcuse, el descubrimiento del joven Marx se convirtió en la decisiva corrección de sus propios esfuerzos. Para Marcuse, Sein und Zeit [Ser y tiempo] fue lo que lo impul-só a buscar a Heidegger en Friburgo, porque ahí, pensaba él, se atacaba concretamente la cuestión de la existencia humana pro-piamente dicha. Cuando llegó a conocer los Manuscritos de París del joven Marx, éste se volvió realmente importante para él, e incluso más importante que Heidegger y Dilthey. Porque a su modo de ver, este Marx practicaba una fi losofía concreta y mos-traba que el capitalismo no solamente signifi caba una crisis eco-

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nómica o política, sino también una catástrofe del ser humano. Consecuentemente, lo que se requería era no solamente una reforma económica o política, sino una revolución total. Tam-bién para Fromm quien, en la fase temprana de lo que más tar-de se llamó Escuela de Fráncfort fue, al lado de Horkheimer, el más importante teórico, el joven Marx se convirtió en la confi r-mación de que la crítica de la sociedad capitalista consistía en un retorno a la verdadera esencia del ser humano. En cambio, por ejemplo para Adorno, el joven Marx no fue una experiencia cla-ve. Pero también él quería, con su primer gran ensayo sobre música que apareció en 1932 con el título de “Über die gesells-chaftliche Lage der Musik” [Sobre la situación social de la mú-sica] en la Zeitschrift für Sozialforschung, demostrar la experien-cia de que en el capitalismo estaban cerrados todos los caminos, que en todos lados virtualmente uno se estrellaba con un muro de cristal, es decir, que los seres humanos no accedían a la vida propiamente dicha.6 La vida no vive: esta constatación del joven Lukács también fue el elemento impulsor de los jóvenes teóri-cos críticos. El marxismo se convirtió sobre todo en una inspi-ración para ellos en la medida en que estaba centrado en esta experiencia. Solamente para Horkheimer (y sólo más tarde para Benjamin y aun más tarde para Marcuse), la indignación por la injusticia que se cometía con los explotados y los humillados constituyó un aguijón esencial del pensamiento. Pero a fi n de cuentas también fue decisiva para él la indignación por el hecho de que en la sociedad burguesa capitalista no fuera posible una acción racional, responsabilizada frente a la generalidad, calcu-lable en sus consecuencias para dicha generalidad, y que incluso un individuo privilegiado y la sociedad estuvieran enajenados el uno respecto de la otra. Durante mucho tiempo él constituyó algo así como la conciencia teórico-social del círculo, la instan-cia que siempre advertía que la tarea común era proporcionar una teoría de la sociedad en su conjunto, una teoría de la época

6 Cf. Adorno-Kracauer, 12 de enero de 1933.

presente, que tuviera como objeto a los seres humanos como los productores de sus formas de vida históricas, pero precisamente de formas de vida que estaban enajenadas de ellos.

A principios de los años treinta, Horkheimer había buscado con mucho ahínco “la teoría”. Desde los años cuarenta tenía ya dudas de que fuera posible, pero no había abandonado su obje-tivo. La colaboración con Adorno, que fi nalmente habría de desembocar en una teoría de la época contemporánea, no llegó más allá de los Philosophische Fragmente [Fragmentos fi losófi cos], el primer resultado preliminar, que más tarde apareció como libro con el título de Dialektik der Aufklärung. Pero “la teoría” siguió siendo el signo distintivo de la Escuela de Fráncfort. A pesar de toda la falta de uniformidad, aquello que les importaba a Horkheimer, a Adorno y a Marcuse después de la segunda Guerra Mundial compartía la siguiente convicción: la teoría óen la tradición de la crítica de Marx al carácter fetichista de una reproducción capitalista de la sociedadó tenía que ser racio-nal, y al mismo tiempo representar la palabra correcta que rom-piera el hechizo al que estaba sujeto todo, los seres humanos y las cosas, y las relaciones entre ellos. La imbricación de estos dos aspectos tuvo como consecuencia que incluso cuando el tra-bajo en la teoría se estancó y aumentaron las dudas sobre la posibilidad de una teoría en la sociedad, que se había vuelto más irracional, siguió viviendo el espíritu del cual pudo surgir la teo-ría. “Cuando después —dice Habermas en la conversación ya mencionada en Ästhetik und Kommunikation [Estética y comuni-cación]— conocí a Adorno y vi de qué manera tan fascinante se ponía a hablar de pronto del fetichismo de las mercancías, y aplicaba este concepto a fenómenos culturales y a fenómenos cotidianos, esto fue primeramente un shock. Pero después pen-sé: intenta hacer como si Marx y Freud —del cual Adorno ha-blaba de manera igualmente ortodoxa— fueran contemporáneos.” Y lo mismo le sucedió cuando conoció por primera vez a Her-

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bert Marcuse.7 La teoría que después de la guerra siguió inspi-rando a Adorno y Marcuse la conciencia de una misión, era en verdad de un tipo especial: exaltada aun en la duda, espoleando aun en el pesimismo hacia la salvación a través del conocimien-to. La promesa no fue ni cumplida ni traicionada: se la mantuvo con vida. Pero, ¿quién habría sido capaz de mantener viva una promesa de esa manera como los condenados a ser “marginados de la burguesía” (Horkheimer) debido a su pertenencia a un grupo de seres humanos llamado “los judíos”?

Este libro trata de medio siglo de historia preliminar e historia propiamente dicha de la “Escuela de Fráncfort”. Los lugares de esta historia: Fráncfort del Meno, Ginebra, Nueva York y Los Ángeles y, de nuevo, Fráncfort del Meno. Los contextos del espíritu de la época de esta historia: la República de Weimar con su “carácter sospechoso” (Bracher) y su desembocadura en el nacionalsocialismo; el New Deal, la época de la guerra y la época de McCarthy en los Estados Unidos; la restauración bajo el signo del anticomunismo y el periodo interino de la protesta y la reforma en la República Federal de Alemania. Las diferen-tes formas de la institucionalización en el curso de esta historia: un instituto de una fundación independiente como núcleo de las investigaciones marxistas críticas de la sociedad, un instituto mutilado, como garantía de una presencia supraindividual de eruditos privados y que les proporcionaba protección; un insti-tuto que dependía de fondos estatales o de encargos para llevar a cabo sus investigaciones como trasfondo de una sociología y una fi losofía críticas. Las variantes y transformaciones de “la teoría” en el curso de esta historia: su espacio para moverse es tan grande y sus tiempos son tan dispares, que es prácticamen-te imposible hacer una clasifi cación por fases para la Escuela de Fráncfort. Lo más adecuado es hablar de las tendencias, desvia-ciones, que la iban separando, la deriva que iba distanciando a la teoría y a la praxis, a la fi losofía y a la ciencia, a la crítica de la razón y a la salvación de la razón, al trabajo teórico y al trabajo del instituto, a la situación irreconciliable y a la voluntad de no dejarse desanimar. Los diferentes capítulos del libro muestran fases de esta deriva en direcciones opuestas. Al mismo tiempo muestran la potencia crítica, vista en su contexto con toda su fuerza, de ésta o aquélla variante de la teoría crítica. Al fi nal se encuentra la impresionante persistencia de los dos polos de la teoría crítica, la de Adorno y la de Horkheimer, en la genera-ción más joven de los teóricos críticos.

Hasta ahora, el libro de Martin Jay continúa siendo la única presentación histórica de gran amplitud de la Escuela de Frán-

7 Cf. pp. 681-682 de esta edición.

cfort. Sin embargo, concluye con el retorno del instituto a Fráncfort en el año de 1950. Su presentación fue un trabajo pionero, que además de basarse en trabajos publicados, se apo-yó sobre todo en conversaciones con antiguos colaboradores del instituto, en detalladas informaciones de Leo Löwenthal, y en cartas, memorándums y presentaciones que el instituto hizo de él mismo, todos contenidos en la Colección Löwenthal. Además del trabajo de Jay, el presente libro se apoya también en una serie de trabajos históricos o de información histórica sobre la Escuela de Fráncfort y su historia previa, que han aparecido entretanto; como los trabajos de Dubiel, Erd, Löwenthal, Mig-dal, Söellner, y en una serie de publicaciones más recientes de textos de la Escuela de Fráncfort, por ejemplo la investigación de Fromm sobre Arbeiter und Angestellte am Vorabend des Dritten Reiches [Trabajadores y empleados en vísperas del Tercer Reich], publicada por Wolfgang Bonß y con una introducción de él mismo; las Obras completas de Walter Benjamin, publicadas y ampliamente comentadas por Rolf Tiedemann; o la publica-ción de escritos póstumos de Horkheimer en el marco de sus Obras completas, que comenzaron a aparecer desde 1985, publi-cadas por Alfred Schmidt y Gunzelin Schmid Noerr. El presen-te libro se apoya además en conversaciones con colaboradores, antiguos y actuales, del Institut für Sozialforschung, y contem-poráneos que también se ocuparon de la Escuela de Fráncfort, pero fundamentalmente se apoya en material de archivo. Entre estos materiales se encuentra, sobre todo, una correspondencia existente en el Archivo Horkheimer con cartas entre Horkhei-mer y Adorno, Fromm, Grossmann, Kirchheimer, Lazarsfeld, Löwenthal, Marcuse, Neumann y Pollock, reportes de investi-gaciones, memorándums, etc. Además, fueron importantes también la correspondencia, sobre todo, de cartas de Adorno entre éste y Kracauer, que pertenece al legado Kracauer, con-servado en el Archivo de Literatura Alemana, en Marbach del Neckar; la correspondencia, conservada en la Bodleian Library de Oxford, entre Adorno y el Academic Assistance Council; las actas de Adorno y de Horkheimer del Decanato Filosófi co de la Universidad Johann Wolfgang Goethe, de Fráncfort; las actas y colecciones sobre el Institut für Sozialforschung y personas in-dividuales existentes en el Archivo de la Ciudad de Fráncfort; los reportes de investigaciones existentes en la biblioteca del Institut für Sozialforschung sobre los trabajos del instituto en los años cincuenta y sesenta.

Por último, y dicho sea de paso, si no se hubiera atravesado la muerte de Adorno —el tema ya estaba defi nido— yo habría hecho mi doctorado con él. G

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I

He aquí una paradoja singular: no todo hombre es hombre. Con cuánta frecuencia decimos y leemos de alguno que es in-humano, que no es hombre; que es un animal, una bestia. Se trata de un ser a quien, pese a todas las apariencias, le falta algo para que sea hombre. A ese tal no le tributamos todos los sig-nos usuales de reconocimiento de la condición humana. Con ocasión de, por ejemplo, su muerte, lo enterramos “como a un perro”. Es decir, como a un animal cuyos despojos sólo por una necesidad profi láctica hacemos desaparecer en las entrañas de la tierra. Pero a la inversa, y en nuestra época con especialidad entre ciertos pueblos de los llamados sajones, es alarmante la manera “humana” con que son tratados los animales. Las so-ciedades protectoras de animales pueden muy bien ser fi liales del Salvation Army. En ciertas grandes ciudades estadunidenses hay hospitales, comedores, parques de recreación y hasta pe-luquerías y casas de modas para los perros. No es infrecuente, como recientemente aconteció en los Estados Unidos, que al morir un caballo de un equipo militar de equitación se le rin-dan honores militares como si se tratase de uno de los ofi ciales del equipo. Hombres bestiales, y bestias humanales. Este do-ble fenómeno nos advierte que hay una cierta indeterminación y vaguedad en el concepto de lo humano. Que, por extraño que parezca, no es tan fácil trazar el límite entre la bestia y el hombre. Claro está que ni los neoyorkinos confunden a un pe-quinés con un porter de pullman, ni los ofi ciales de un equipo de equitación son vistos como centauros; pero lo esencial del fenómeno queda en pie: la propensión de pensar a un hombre como bestia, o a una bestia como hombre.

Mas si abandonamos estos extremos que por cierto tienen venerables antecedentes en la antigüedad romana, y nos limi-tamos a la esfera de lo que tradicionalmente y al parecer sin equívoco, viene considerándose como la propia de lo huma-no, veremos que el problema no se esfuma; por lo contrario, subsiste, exigiendo, imperativo, la más cuidadosa atención. ¿Realmente todos los hombres son hombres? ¿Qué hombres merecen este dictado? Esta pregunta por lo pronto hace un lla-mado al sentimiento, experimentado con más o menos agudeza por mayor o menor número de individuos, de enormes dife-rencias reales y positivas entre seres que una visión abstracta y

niveladora rotula con el nombre de hombres. Si el historiador moderno ve entre hombres de distintas épocas diferencias sus-tanciales de tal manera que se siente autorizado para concluir que son distintos tipos de hombres, acaso no se podrá con ma-yor razón encontrar entre coetáneos diferencias tan radicales que justifi quen la exclusión de algunos del cuadro de lo pro-piamente humano. ¿Hay o no una diferencia sustantiva entre, por ejemplo, Erasmo y el negro perdido en la maleza africana? Y esta otra pregunta: ¿por qué y de dónde esa visión de raja-tabla que quiere ver detrás de cada nariz un fondo espiritual constitutivamente idéntico?

II

El doctor José Gaos, mi maestro y amigo, en un reciente artí-culo (“Sobre sociedad e historia”, Revista Mexicana de Sociolo-gía, ii, ii, 1), que con pasar casi inadvertido añade una prueba indirecta sobre la validez de las sugestiones que contiene, ha planteado con la agudeza y claridad que le son peculiares el problema a que hemos aludido. Después de despejar con rigor los equívocos que encierra la palabra humanidad, determinando previamente dos acepciones, la primera que corresponde a na-turaleza humana y la segunda a conjunto de individuos del género o especie humana, llega a una tercera, restringida y propia, por la cual el término humanidad toma un sentido valorativo o selectivo, fundado en un concepto de lo histórico como defi nitorio del hombre. “La historia ódiceó acaba por parecer cosa privativa de los hombres cultos de las ciudades”; no toda la Humanidad (segunda acepción) sería histórica; “de muy pequeñas porcio-nes de la Humanidad resultaría propia la historicidad”.

Pero como “la humanidad (primera acepción) se defi niría por la historicidad”, humanidad tendrá ese tercer sentido valo-rativo o selectivo. Y en seguida viene este párrafo capital:

O ser propiamente hombre consistiría exclusivamente en los actos propios del culto y urbano, y de la personalidad histórica, o el solo urbano culto, la sola personalidad histórica, sería propiamente hombre: fracciones francamente mayoritarias de la Humanidad, en el sentido corriente y lato (segunda acepción), no serían humanas, no realizarían en sí la humanidad, en el sentido restringido y pro-pio (tercera acepción).

Y a continuación el autor se pregunta: “Mas si fuese como insinúan estas últimas conclusiones, ¡qué problemas (fi losófi -cos, metafísicos)! Qué, por caso, del dogma cristiano y revolu-cionario de la igualdad de todos los hombres”.

Sobre la naturaleza bestial del indio americanoHumanismo y humanidad. Indagación en torno a una polémica del siglo XVI*

Edmundo O’Gorman

Para el Dr. José Gaos

* Estudio preliminar y edición de Eugenia Meyer, Imprevisibles historias. En torno a la obra y legado de Edmundo O’Gorman, unam/ fce, México, 2009.

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Otra pregunta se imponía: “¿en qué medida es lo humano histórico?” El autor descubre una respuesta “en el hecho de la incorporación de la humanidad a la sociedad culta, y aun urba-na”; se refi ere a “lo que se llama la incorporación a la civiliza-ción”. Pero “el sentido íntimo y último de este movimiento de la historia ¿no será la realización del hombre? Los movimientos de catolización y urbanización ¿no lo serán de humanización?… ¿humanización, potencia y movimiento que se va haciendo, to-davía no acto, algo que es?”

Será de un enorme interés situar dentro del marco que forman estas sugestiones algunos hechos históricos positivos. Porque es el caso que este gran problema de si todo hombre es hombre, ha surgido en el pasado, ya no con el carácter es-peculativo con que hasta aquí lo hemos visto, sino con toda la violencia apasionada de una experiencia salida de las entrañas mismas de la vida.

El descubrimiento de América, vasto continente hasta en-tonces sepultado tras el infranqueable mar tenebroso, surge repentinamente en el horizonte histórico de la cultura cristiana occidental. Las Indias están pobladas de unos seres diferentes al europeo. ¿Son o no son hombres?, o bien, ¿hasta qué punto lo son? Y en defi nitiva, ¿qué concepto se tenía entonces del hombre y de lo humano?

Toda la primera mitad del siglo xvi resuena con las agrias discusiones de esta gran polémica en torno al indio americano. Es uno de los muchos problemas fundamentales de la histo-ria de Indias que aún están por elaborarse. De la solución que a ellos se les dé, dependerá la forma de entender los grandes fenómenos históricos (de aquí y de allá) en torno de América. Abandonando el lastre de las técnicas para no errar jamás; con una sistemática e imaginativa elaboración de temas de la índo-le del que aquí apenas vamos a esbozar, se desembocará en la posibilidad de tener una rica y palpitante visión del mundo de entonces, que sustituya el aparatoso y aburrido edifi cio levan-

tado por ese tipo de historia que, como la moderna guerra, está totalmente mecanizada.

III

La polémica acerca de la verdadera naturaleza del indio ameri-cano no fue una discusión de puro interés teórico. Se encuen-tra tejida en el fondo de un complejo de cuestiones religiosas, políticas y económicas. En efecto, del concepto que se tuviera del indio, dependía todo el programa misionero de la evan-gelización americana y muy agudamente la urgente cuestión de la capacidad o incapacidad de los naturales para recibir los sacramentos de la Iglesia. También dependía de la solución que a aquel primer problema se diera, el encontrar un justo título para fundar en derecho la conquista y posesión de las tierras del Nuevo Mundo. Y, por último, el régimen jurídico a que queda-rían sujetos los indios en sus personas y bienes, forzosamente estaba condicionado por el concepto que de ellos se formaran los europeos. Lo más relevante a este respecto era, sin duda, la justifi cación o, por el contrario, el rechazo de la esclavitud.

Adviértase, pues la enorme importancia que revestía el pro-blema. Por eso, nada de sorprendente tiene que en la polémica tercien los nombres de todos los más eminentes representantes de la intelectualidad española de la época.

Salta a la vista que no puede ser éste el lugar apropiado para tratar in extenso tan amplio tema. Ni siquiera será posible narrar con cierto detalle los altibajos de la polémica considerada obje-tivamente. Deberemos limitarnos, pues, a citar lo indispensa-ble de los textos para documentar los puntos de vista que hoy en día, vacíos ya de un interés vital los problemas de entonces, resultan fundamentales para una antropología fi losófi ca.

La cuestión de si los indios eran o no hombres surgió a tem-prana hora en la historia indiana como un brote anónimo y

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espontáneo de la convivencia de los europeos con los indios de las islas del Caribe. Los contactos iniciales no sugirieron a los españoles la posibilidad de negarles a los naturales la condición humana. Cuando Colón escribe al regreso de su primer viaje al tesorero Rafael Sánchez1 informándole del descubrimiento de las islas, no pone la menor duda acerca de si sus habitantes son hombres. “Ni son perezosos ni rudos, dice, sino de un grande y perspicaz ingenio”; “son amables y benignos” y añade “no encontré entre ellos, como se presumía, monstruo alguno, sino gentes de mucho obsequio y benignidad”. Habla de los caribes que “se alimentan de carne humana”; “pero ódiceó yo formo el mismo concepto de ellos que de los demás”. Mas una vez insta-lados los europeos entre los indios, la cosa cambia. Bartolomé de Las Casas, que tan prominente lugar ocupa en la polémica, atribuye el origen de la duda a unos colonos de la Española. “Todos éstos, o algunos de ellos, fueron los primeros, según yo entendí y siempre tengo entendido, que infamaron los indios en la Corte de no saberse regir, e que habían menester tutores, y fué siempre creciendo esta maldad, que los apocaron, hasta decir que no eran capaces de la fe, que no es chica herejía, y hacellos iguales de bestias.”2 2 Según esto, el origen de la opinión contra-ria a la humanidad de los indios fue el considerarlos incapaces políticamente. Adviértase, además, que el asimilarlos a bestias parece ser una consecuencia de su incapacidad para recibir la fe. Un paso más. El antiguo cronista de la Orden de Predicadores de México, el maestro fray Agustín Dávila Padilla, al tratar de la vida del padre Betanzos, da cuenta del caso con las siguientes palabras: “Sucedió en esta tierra (ya se trata de la Nueva Espa-ña), un cosa notable, y que ofrece varia consideración. Hubo

1 Cristóbal Colón, Carta a Rafael Sánchez, conocida en la versión latina de Leandro de Cozco, publicada en Roma en 1493. Veáse edi-ción facsímile y traducción, Universidad Nacional de México, 1939.

2 Las Casas, Historia de las Indias, lib. iii, cap. 8.

gente, y no sin letras, que puso duda en si los indios eran ver-daderamente hombres, de la misma naturaleza que nosotros; y no faltó quien afi rmase que no lo eran, sino (afi rmaron que eran) incapaces de recibir los Santos Sacramentos de la Iglesia”.3El problema se plantea con más agudeza: se trata de saber si los indios son de la misma naturaleza de los europeos. También aquí encontramos la conexión entre la condición humana y la capacidad de recibir la fe. Además, el cronista hace alusión a letrados y no ya, como Las Casas, a unos colonos. Pronto ve-remos quiénes fueron esos letrados. El mismo autor atribuye el origen de la duda a la mucha “rudeza de algunos de estos indios”; es decir, en términos generales a su incultura e inca-pacidad política, sólo que la admite sin extenderla a todos los indios. Claramente se ve, pues, que el concepto fundamental en torno al cual se articula toda la cuestión va a ser el de barbarie. Qué cosa sea barbarie; sus especies, sus grados; si los indios son o no bárbaros; hasta qué punto son o dejan de serlo, y si todos o solamente algunos deben ser así considerados, serán los prin-cipales temas de la polémica, y según las soluciones que a ellos se les den resultarán posiciones extremas e intermedias.

El estado de barbarie que algunos europeos creyeron, bien o mal, encontrar en los indios, fue lo que suscitó la cuestión de su incapacidad política y religiosa y en último término de su condi-ción bestial como opuesta a la humana. Pero aquellos que se le-vantaron contra esa opinión negando su aplicación a los indios, no solamente hubieron de combatirla, sino fueles necesario bus-car otra causa que explicara el origen de tesis tan nefasta a sus defensos. En la “muy elegante” carta latina que en 1536 escribió a Paulo III el primer obispo de Tlaxcala, fray Julián Garcés, se apuntan dos motivos que a los defensores de la humanidad de los indios debieron parecer muy sufi cientes. Se trata, según el

3 Agustín Dávila Padilla, Historia de la Fundación y Discurso de la Pro-vincia de Santiago de México de la Orden de Predicadores, lib. i, cap. 30.

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obispo, de una “falsa doctrina” debida a “sugestiones del demo-nio” por ser “voz que es realmente de Satanás, afl igido de que su culto y honra se destruye”; pero, además, también

[…] es voz que sale de las avarientas gargantas de los cristianos, cuya cudicia es tanta que, por poder hartar su sed, quieren porfi ar que las criaturas racionales hechas a imagen de Dios, son bestias y jumentos; no a otro fi n de que los que las tienen a cargo, no tengan cuidados de librarlas de las rabiosas manos de su cudicia, sino que se las dejen usar en su servicio conforme a su antojo.4

Sugestiones satánicas y codicia de los españoles, son, pues, las causas aducidas para explicar la existencia misma de la duda acerca de la humanidad de los indios. Del párrafo que acaba-mos de transcribir retengamos como importante la defi nición que de allí se da del hombre: “Criatura racional hecha a imagen de Dios”.

Hasta ahora se ha venido hablando de los indios americanos

4 Fray Julián Garcés, Carta latina a Paulo III, texto latino y traduc-ción castellana en Dávila Padilla, op. cit., lib. i, cap. 42, pp. 132-148 de la segunda edición. Una carta escrita por los franciscanos en Hue-jotzingo en 6 de mayo de 1533 es muy semejante en argumentos y conceptos a la de Garcés. Véase Cartas de Indias, t. ii, p. 62.

con absoluta indistinción de la gran variedad que hay y había en la época del descubrimiento y colonización. Esto levantaría una objeción seria, pues tal parece que lo que se pensó de algunos no era aplicable a todos. Sin embargo, la cosa no es así, porque es el caso que las enormes diferencias culturales entre los indios no infl uyeron notablemente en la elaboración conceptual que venimos examinando. El problema nunca se salió de la con-sideración de los indios en bloque, puesto que el debate que, como hemos visto, gira en torno al concepto de barbarie, se redujo para unos a una simple cuestión de grado, y para otros al rechazo defi nitivo de esa condición. El padre Joseph de Acosta es quien con más puntualidad intenta una clasifi cación de los indios, dividiéndolos en tres tipos: a) los chinos, japoneses y orientales, que son los más civilizados; b) los peruanos, mexi-canos y chilenos, semibárbaros, y c) los restantes, que son de condición silvestre y forman la gran mayoría.5Este intento de clasifi cación no tuvo resonancia en la discusión general, porque el problema se extiende también a los de la segunda clase. G

5 José de Acosta, De Procuranda Indorum Salute, proemio. En la Historia natural y moral de las Indias alude a esta clasifi cación y añade que de los indios del tercer grupo es de quien “es necesario enseñarlos primero a ser hombres, y después a ser cristianos”, lib. vii, cap. 2.

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Artes y ofi cios de Marcel Duchamp

Cabe preguntarse si, en nuestras modernas maneras de sentir y de pensar, una buena parte de lo que se ha convenido en llamar placer estético no obedece a un juego de sustituciones: papel de la metáfora en poesía (establecer entre dos hechos distintos una relación tal que en rigor se pueda tomar lo uno por lo otro), de la recreación en materia de artes plásticas (sustituir algo o parte de algo por un nuevo símbolo, elevando mediante esa sustitu-ción, de una u otra de las fi guraciones acostumbradas por un signo inédito, a la segunda potencia el placer que había podido hallarse ya en la clásica ilusión óptica, procedimiento que per-mitirá crear un objeto capaz de sustituir, con una dimensión casi igual, a la cosa que sirvió de modelo). Mientras que en la ilusión óptica hay repetición por identidad (es decir, estableci-miento de una copia que desempeña el papel de fantasma o de doble, en un medio sin espesor), en los modos de representa-ción que puso en práctica el cubismo, por ejemplo, habría repe-tición por equivalencia. El papel del espectador consistiría en-tonces, como en la repetición por identidad, en reconocer, pero en reconocer sólo después de una vacilación, un extravío o cuando menos una desviación; de suerte que, a fi n de cuentas, todo ocurre como si se especulara acerca del principio de iden-tidad, haciéndole sufrir cierto número de alteraciones o de di-sonancias, basando el placer en el estado de suspenso relaciona-do con esas sustituciones, esos desfases y esas desviaciones, próximos al acertijo y al retruécano.

Con las artes plásticas que normalmente son un lenguaje (de signos visuales —tradicionales o no— como el lenguaje habla-do es de signos auditivos, signos que en uno y otro caso traen consigo la ilusión de estar adheridos a las cosas) se puede tratar de hacer una escritura (hallando signos puramente gratuitos, dotados de un valor con la misma medida convencional que es de los signos alfabéticos en relación con las palabras que trans-criben, no admitiendo así, del signo al signifi cado, sino un nexo lo más elástico y tenue posible). Marcel Duchamp parece ha-berse ejercitado en esa toma de distancia en su famoso cuadro La novia desnudada incluso por sus solteros, donde encontramos aplicados los medios más insólitos, y alternativamente elemen-tales o especiosos, de pasar de la realidad de un grupo de acae-cimientos o de objetos a la abstracción de un conjunto de sig-

nos que se inscribirán en un plano que aquí es transparente: vidrio en lugar de la opacidad del lienzo. Así ocurre con el ad-venimiento de los “nueve moldes mâlic” o “cementerio de los uniformes y las libreas”, fi guras reducidas desde el principio al anonimato de todos los que llevan uniforme y luego desperso-nalizadas a la manera de las piezas de ajedrez; así ocurre con el procedimiento de los “sacados”, proyección efectiva de los di-versos puntos de un sólido sobre una superfi cie, en vez de la habitual proyección geométrica.

Yendo más lejos e incluso dejando de especular acerca del margen de incertidumbre que separa el signo y el signifi cado, es posible llegar a negar cualquier importancia a la simboliza-ción como tal y poner todo el interés en el hecho de elegir un signo. Entonces ya no se trata propiamente de un signo: la pa-labra, la forma o el objeto escogidos ya sólo cuentan en la me-dida en que son resultados de una elección y, como su capaci-dad de signifi cación queda absolutamente vacante, están en posibilidad de servir de apoyo a cualquier valor intelectual o afectivo que se pueda imaginar. En última instancia, suprimien-do hasta la elección (Duchamp hizo esto con sus “zurcidos-patrón”, fi guras obtenidas dejando caer al suelo, desde una al-tura de un metro y tendidos horizontalmente, hilos iguales a la unidad de longitud, inducidos así a deformarse a “su antojo”) es posible someterse al azar, en este caso la intervención personal llega a ser aquiescencia pura ante lo que, de manera casi espon-tánea, se ha materializado en los hechos.

Mientras que en los papeles pegados —sin duda alguna uno de los ápices más vertiginosos del cubismo— se trataba esen-cialmente de incorporar al mundo fáctico del cuadro un frag-mento de realidad y que en los collages surrealistas hay sobre todo elementos prefabricados a los que, considerados separada-mente o en su conjunción disparatada, se ha asignado un senti-do más o menos alegórico —técnicas que, basadas en el con-traste o en la sorpresa, se colorean ambas de romanticismo, aunque en grados diversos—, no existe nada igual en el simplí-simo y desconcertante invento que Duchamp denominó los ready-made, artículos de comercio u objetos fabricados de ante-mano (como cromos publicitarios), fi rmados por él y a veces complementados con algunas palabras en forma de leyenda o ligeros retoques. Aquí, simplemente, el objeto elegido se aísla, se califi ca, se extrae del ambiente y se proyecta en un mundo nuevo; el pedazo de realidad no se toma para confrontarlo con las partes manuales de la obra o para transformarlo en símbolo, se toma por tomarlo, y sólo adquiere esa virtud y esa efi cacia singular por el hecho de separarlo de lo demás.

El uso que Marcel Duchamp, desdeñoso de todo lo que de-

Huellas*Michel Leiris

* Michel Leiris, Para leer a Michel Leiris, Traducción de Glenn Gallardo, Flora Botton Burlá, Jorge Ferreiro, Mónica Mansour y Virginia Jaua, fce, México, 2010.

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riva anacrónicamente del trabajo manual, ha hecho de elemen-tos en serie (fi jos y estereotipados) no sólo equivale a sustituir lo particular caligrafi ado de manera subjetiva por lo universal dotado del mismo carácter ineluctable (a causa de lo absoluto que interviene en su aspecto defi nitivo) que posee una página impresa respecto a una página manuscrita. Nada de mística del objeto hermoso, ningún asombro de occidental ingenuo ante los maravillosos productos de la industria. Antes bien, ese proce-der encaja, como uno de sus eslabones lógicos, en la paciente empresa de desacralización y de disección de la pintura a que se ha dedicado Duchamp desde hace tanto tiempo, preocupado por usar sólo de manera negativa sus dotes de pintor, que como se sabe fueron de las más brillantes.

Considérense el cromo publicitario norteamericano (al que se han agregado el nombre de Apollinaire deformado, algunas palabras sin nexo lógico en la parte inferior y una cabellera ha-cia el lado izquierdo del espejo fi gurado en la imagen), el pro-yecto de frasco de perfume (cuya etiqueta lleva, bajo un título que es un juego de palabras, un retrato de Rrose Sélavy, perso-nalidad seudónima del autor), la acción emitida para contados suscriptores a fi n de explotar una martingala en la ruleta de Montecarlo (impresa en tres colores —negro, rojo y verde— sobre fondo blanco, con la fotografía del inventor y la inscrip-ción “moscos domésticos media existencia” repetida de manera indefi nida) o bien el cheque salido enteramente de las manos del pagador y remitido a un dentista afi cionado al arte para re-tribuirle sus servicios (zancadilla silogística puesto que se trata de un cheque falso, pero verdadero por el hecho de tener su monto de la mano que lo ha caligrafi ado; manera también de manifestar irónicamente que el valor comercial de una obra de arte estriba hoy día, en gran parte, en una cuestión de fi rma); considérense igualmente las locuciones tomadas al pie de la le-tra: el libro de geometría suspendido de cuatro hilos a modo de realizar una verdadera geometría en el espacio y el objeto denomi-nado ”Aire de París” que se expuso en los Estados Unidos: una bombilla llena de aire antes de ser llevada de París (consistien-do el juego en este último caso en no presentar nada que no sea estrictamente auténtico, superchería basada en la propia ausen-cia de superchería); en fi n, considérense las creaciones más re-cientes como los “rotorrelieves” (discos para mirar y no para escuchar, pinturas desencarnadas que resultan no del quehacer de un artista sino de la destreza de un técnico de la óptica), como también la maleta de madera y cuero que contiene trozos escogidos y es obra nueva, o el mapa de los Estados Unidos que es al mismo tiempo retrato de George Washington, bandera de estrellas y papel higiénico gracias a un sistema de cortes super-puestos: todo eso: ready-made absolutos o más o menos “ayuda-dos” —dado de inmediato al autor o concebidos y realizados por él como si se tratara de objetos dados del exterior— indican una voluntad muy aguda de quitar a nuestras intenciones todo signifi cado ajeno a ellas mismas, como para despojarlas radical-mente de la posibilidad de ser lenguaje y acabar efectivamente con ese famoso cuello de la elocuencia, tan coriáceo y poco vulnerable a los esfuerzos de quienes siguieron —o fi ngieron seguir— el consejo harto inocente todavía de Verlaine. Al cabo de una serie de desviaciones, decantaciones o precauciones (pe-rífrasis multiplicadas, como por cortesía o para no transmitir ningún mensaje que no esté envuelto de un acolchonamiento de silencio) el signo subsiste, privado de toda referencia y pur-

gado meticulosamente de todo contenido discernible. Al res-pecto, Duchamp llega al extremo con el ready-made siguiente (proyectado pero, hasta donde yo sé, no realizado): encerrar un objeto irreconocible por su sonido dentro de una caja opaca que en seguida será conveniente soldar.

Especie de juego de la rayuela —en un terreno aparente-mente benigno pero lleno por todas partes de baches metafísi-cos—, sucesión problemática de campos que la razón sólo pue-de recorrer a la pata coja, tal es el género de imágenes al que de manera general podemos referirnos para explicar el tipo de operaciones a que Duchamp se dedicó en muchas de las que, a falta de palabra más apropiada, es forzoso llamar sus “obras”. En ese intento de limpieza mediante el vacío que su proceder alegremente distante sitúa en la antítesis del ascetismo, la ga-nancia inapreciable consiste en haber encontrado, tras un arte considerado demasiado oscurecido por las pantallas de los con-vencionalismos sociales y por los halos religiosos, la actividad del juego. Placer del hombre que —habiendo tomado concien-cia del sistema ilimitado de espejos entre los cuales su condi-ción hace que esté encerrado— renuncia de una vez por todas a dejarse pillar benévolamente en la trampa de la gimnasia dis-frazada de magnesia y empieza, con pleno conocimiento de causa, a disponer su propio gabinete de espejismos; placer, no de artista ni de artesano, sino de creador ingenioso que sustitu-ye los refl ejos admitidos comúnmente por una multiplicidad de refl ejos distintos, no sancionados de manera pragmática aun-que igualmente defendibles, y produce con entera libertad sus sellos y sus tarjetas de visita de gran lujo, bromas y engaños de concurso Lépine, silenos de vientre reluciente de bálsamos y de ingredientes fi losófi cos.

Una vez liquidado el gran arte, una vez exorcizado el hom-bre de su cándida confi anza en el discurso, se habría limpiado el sitio para la edifi cación de una nueva física (o lógica) divertida, abierta a las soluciones elegantes de algunas artes y ofi cios.

Piedras para un tal Alberto Giacometti

Hablar de Alberto Giacometti como él mismo lo ha hecho para Henri Laurens: por alusión, por analogía, por evocación de imagen sin relación analizable con el rasgo que hay que descu-brir, más bien que por tesis o por descripción.

En 1933, pasando el verano en Bretaña —región de menhi-res, dólmenes y crónlechs— poco después de regresar de mi primer viaje al África negra (viaje que Giacometti, como él mis-mo me dijo después, me había reprochado porque se realizó con carácter ofi cial), tuve una serie de sueños de los que extrai-go los fragmentos siguientes sin cambiar en absoluto su crono-logía:

a) En la planta baja o en el sótano de una especie de museo que incluye un gimnasio donde juegan varios niños está mon-tada una trampa, que recuerda la clásica atracción de feria am-bulante o de parque conocida con el nombre de “Tren fantas-ma”; se le llama “El matrimonio” y tal vez se trate de una espe-cie de pimpampum. Entro en ella, abriendo una puerta que semeja un bastidor de teatro. Hay allí numerosas butacas con asientos que se abaten o se alzan como traspuntines de una sala de espectáculos; hacia el fondo veo oblicuamente un pequeño teatro apenas mayor que un juguete y parecido, por su aspecto,

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al órgano con molduras y adornos de personajes que ordinaria-mente constituye la pieza más importante de los carruseles de caballos de madera. Ante la idea de que —como exige la regla de la atracción— seré conducido entre todas aquellas butacas y tendré que evitar, so pena de descargas eléctricas u otras sor-presas aún más desagradables, tocarlas en el curso de esa circu-lación con un trayecto y una velocidad en los que no puedo infl uir, me asusto y escapo, abandonando al compañero que está conmigo.

b) En el duermevela mañanero, un sueño que acabo de tener, luego del cual —¿inmediatamente o no?— me despierto, toma la forma de un rectángulo de tinta roja que se recorta, en una fi gura delimitada con claridad, sobre una hoja de papel. Ese rectángulo —tal vez efectivamente recortado en la hoja, que al fi n dudo si se trata de un cartón más o menos rígido en lugar de un simple papel— es al mismo tiempo un proscenio (como los que tenían los teatros de la época isabelina) y una barba huma-na. Fuera de ese rectángulo viene a articularse la refl exión del

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“Viejo amigo” que se me aparece tras los rasgos de un persona-je barbudo en quien después reconoceré al cónsul de Italia en Gondar, ciudad donde estuve cuando me hallaba en Abisinia. Esa refl exión, cuyo enunciado intervenía como una especie de comentario o de moraleja de todo el sueño, la olvidaré brusca-mente en el preciso momento en que, saliendo de mi duerme-vela, intente anotarla en una libreta. Todo lo que, pese a mu-chos esfuerzos, lograré exhumar de ella se reduce a lo siguiente: una breve frase que señala una alternativa Y termina, según toda verosimilitud, en “es preciso… er o …poner”, frase de la que sólo sé que el segundo de los infi nitivos de verbos de la segunda conjugación que fi guraban en ella es algo así como “oponer”, “disponer” o “imponer”.

c) Al salir de una recepción en la que permanezco de pie apoyado en un bastón, que no me pertenece y cuya empuñadu-ra —no curva como báculo sino recta— es de madera suma-mente rugosa aunque pulida por el uso, y en esa posición veo, entre otros invitados, a una mujer que es la esposa de un diplo-mático de nacionalidad italiana, me dirijo a una especie de co-chera con el suelo mojado por la lluvia, para satisfacer una ne-cesidad natural. Frente a un jardín bastante pequeño que cons-tituye el taller de un escultor, me decido. Sobre un banco al aire libre hay fragmentos (¿pedazos determinados o residuos?) de obras de la Edad Media o de la época del Renacimiento. El jardín, que apenas veo, separa la cochera de una casa con las ventanas abiertas que es la del escultor.

d) En el duermevela trato de recordar un dístico que hacía las veces de fórmula que condensaba una revelación. Creyendo haberlo fi jado claramente para que no se me pueda escapar, me siento en la cama y tomo un bloc donde quiero anotarlo. Sólo tengo que dejar correr la punta de la estilográfi ca o del lápiz sobre el papel en blanco, mas permanezco inmóvil y comprue-bo que me es imposible recordar. ¿Se hablaba tal vez, en el se-gundo verso, de “rosas” y de “fuego”?

Origen suizo italiano de Giacometti. Su familiaridad profe-sional con el mineral tal vez explique por qué parece esculpido en roca. Sin embargo, ninguna pesadez ni nada de erizo en él, ¿disimularía cierta sobriedad de movimientos su afi nidad con los animales sin grasa (cabras monteses o cabritos) cuyo hábitat predilecto está en las pendientes escarpadas?

En el rostro casi inmutable y bajo la corona de cabello cres-po, a menudo una risa de caníbal descubre considerablemente la dentadura. Personaje de una commedia dell’arte, que si se quiere se remonta a los etruscos y en la cual Arlequín, fetichis-ta, se enfrentaría a Polichinela, devorador de niños; o bien un hombre lobo, si a toda costa se le quisiera comparar con un animal (desde luego, sujeto a singulares transformaciones). Apreciar también que a los caníbales, pueblos más refi nados de lo que comúnmente se cree, atribuyó un sociólogo la paterni-dad del tenedor.

El arte de Giacometti como cuestionamiento del propio es-pectador por medio de la obra: muchacha de rodillas semi-fl exionadas como para una ofrenda a quien la mira (actitud ins-pirada al escultor por la de una chiquilla que él vio una vez en su tierra natal); personaje que señala con el dedo, a una tercera persona, algo que sólo puede pertenecer al mundo del que for-ma parte el espectador; objetos que se presentan a la manera de

dispositivos experimentales o de modelos a escala de atraccio-nes de feria, etc. Ante todo, una mujer de pie, con los brazos colgantes, inmóvil como un signo de interrogación.

Paneles rectangulares puestos verticalmente y colocados en círculo: construcción imaginada por Giacometti y realizada so-bre papel, para consignar una serie de hechos que le ocurrie-ron, la mayoría de ellos, en el transcurso de años recientes y cuyo hilo conductor es un sueño que él deseaba anotar; cada panel responde a uno de los hechos descritos, mientras que el sistema entero expresa los vínculos de tiempo y de lugar. Tal dispositivo no deja de recordar uno de los objetos ejecutados por Giacometti cuando pertenecía al grupo surrealista: esculpi-da en yeso, una especie de maqueta de atracción de feria a tra-vés de cuyos elementos se desarrollaría la aventura del especta-dor, si se viera lanzado a ella.

Levantar piedras votivas, materializar experiencias, dar con-sistencia durable a lo que cualquier hecho tiene de incompren-sible y de fugaz, fi jar realidades con medios que toman del na-turalismo —cuando es preciso— lo indispensable para conven-cer pero nada más: así se aprecia, en resumen, la actividad de Giacometti, quien parece haber escogido como manera más constante de expresarse un arte de tres dimensiones porque en él es más difícil salir adelante sin triquiñuelas.

Una de las principales preocupaciones de Giacometti: la es-cala, en una obra de arte, para representar al ser humano. Lo que le impresiona en los grabados de Jacques Callot, por ejem-plo, es la pequeñez de los personajes, perdidos en vastos espa-cios y como vistos desde cierta altura.

Las estatuas de Giacometti parecen más grandes en el patio de su casa o en la calle que en su taller (atestado de restos de yeso que por mucho tiempo amenazaron con invadir la peque-ña habitación donde él dormía a pesar del frío y de la lluvia). Esta diferencia se debe a que un ser siempre se despliega cuan-do ya no está confi nado; más razonablemente: tan sólo al aire libre se juzga la envergadura humana.

Hasta ahora, sólo los astrónomos se preocupaban, respecto a sus objetos de observación, por el diámetro aparente y por el diámetro real. Giacometti demuestra que sabe distinguir de ese modo cuando modela personajes cuyo “tamaño natural” no de-pende de su altura bajo la marca.

Gente de pie, gente caminando, gente que se cruza en un lugar que puede ser público o privado, un brazo aislado, una nariz que apunta como injerencia enormemente indiscreta de un rostro: algunos modos con que la escultura hace acto de pre-sencia, según uno de los diversos protocolos concebidos por Giacometti. Todo ello, en la gran caja atmosférica en que vivi-mos, espacio enteramente distinto del de un museo.

Con tiempo bueno o malo, sujetos sin más relación que su propia naturaleza de caminantes que cada cual sigue su camino. Ningún común denominador en ellos, salvo —eventualmen-te— la mujer que también está allí pero que no se mueve, y a la que miran, cada cual por su parte, esos seres anónimos despro-vistos de complicidad.

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Enumerar, citar, pasar revista a seres deseables, recapitular, calibrar y dejar en suspenso. Figuras menos agrupadas que yux-tapuestas, cada una de las cuales —sin que se rompa en nada su soledad— vale más que las otras que la sitúan o la enmarcan. Aquí, lo singular se acrecienta al transformarse en fragmento de plural, lo relativo supera a lo absoluto y el comparativo dice más que el superlativo.

Lo que se ve cuando se va por la acera y todo impresiona al nivel de ambos ojos. Aquello que no hacemos sino ver desde la ventana.

Aunque, por lo común, una escultura (contrariamente al ca-ñón u hoyo que circunscribe el bronce) es un objeto con espa-cio alrededor, Giacometti se preocupa en la actualidad por fa-bricar espacio que contenga uno o varios objetos.

Lo que en Giacometti podría hacer pensar en sutilezas bi-zantinas: la atención indefectible que presta a problemas suma-mente simples (pero, por eso mismo, más difíciles de defi nir que muchos otros, si nos limitamos a ponderar los términos), a problemas planteados por la manera como se nos presentan los seres y las cosas.

Limitarse a lo que es propio del hombre: estar de pie, cami-nar moviendo ambas piernas una después de otra. No hace mu-cho, escultor también de los animales familiares.

Durante varios años, tras de un accidente en que resultó con un pie gravemente lesionado, nunca se vio a Giacometti andar sin ayuda de un bastón; luego, un buen día decidió prescindir de ese instrumento y, una vez tomada la decisión, se desplazó sin ayuda. Así, sus esculturas se yerguen siempre sin bastón ni muletas.

Deslumbrante carretón de frascos y apósitos del hospital Bi-chat aparecido en 1938 a los ojos maravillados del hombre con el pie roto y vuelto a aparecer doce años después, cuando el escultor tuvo necesidad de dos ruedas para aislar del suelo una efi gie y dotarla fi cticiamente de una capacidad motriz pese a su falta de movimiento. Posada sobre el eje del vehículo (a su vez montado sobre calzas), la mujer ya no toca tierra y en ella cobra cuerpo el asombro ante el carretón que circulaba entre las ca-mas.

Repentino recuerdo del bosque o del claro, según que una arriesgada disposición de fi guras resulte más tupida o más rala. Como si sólo hubieran sido hechas en vista de esa disposición —en la que encontrarán su avatar defi nitivo—, en vez de ser destruidas como tantas otras, las fi guras se habían acumulado.

Cuerpos femeninos dispuestos en fi la como las muchachas se presentan en los prostíbulos para la elección. En la Esfi nge, una vasta extensión de piso espejado relegaba las desnudeces a una lejanía casi sagrada; en cambio, en la calle del Echaudé su proximidad (por lo demás, poco apetitosa) rayaba en la agre-sión, entre las cuatro paredes de una habitación exigua. Los soportes de altura variable y la propia escala de las fi guras las hacen más distantes o más próximas, como lo hacía la extensión mayor o menor del parqué.

Integrar el soporte a la acción, hacer de él una parte de la escultura, objeto o mueble con el que el espectador está enton-ces al mismo nivel. A veces —inversamente— el soporte sepa-ra, sea que sugiera al primero que llega el espacio abierto (pero en realidad limitado) de una escena o del tablado, sea que se prolongue en aristas que defi nen las tres dimensiones de un cubo de aire donde se sitúan las cosas, sea que se transforme claramente en recipiente para el protagonista.

Después de los sólidos sumamente pulidos del principio (es-telas o guijarros largamente deslavados que son todo lo que queda de la percepción de un cuerpo vivo), después de las cons-trucciones de claraboyas y los juegos que se niegan a ser obtu-radores del espacio, han venido las fi gurillas de tamaño de alfi -ler y las fi guras mayores pero siempre delgadas, imágenes de la estación vertical, mínimas proliferaciones de estructura huma-na en torno de un hilo de plomo.

La época en que se pintaron aquellas altas efi gies, punteadas con pequeños toques de color rojizo en primer lugar, como si ese tono arcilloso fuera llamado a la superfi cie por la necesidad de darles sangre.

¿Estatuas, restituidas al estado natural a consecuencia de al-gún accidente o tras un uso que aún queda por defi nir? ¿O bien cuerpos naturales, promovidos a la categoría de estatuas median-te mínimos retoques o gracias a un tiempo de maduración?

Traza de objetos hallados revisten estas últimas esculturas de Giacometti. A fi n de cuentas, se tiende a creer que son ídolos o momias salidos de una arena desesperadamente seca o de un terreno volcánico. A comparar: ¿con la concreción del desierto llamada “rosa de las arenas”; con ciertos resultados terrestres de los procesos de erosión; con tales o cuales utensilios que la lava ha deformado por cocción o que un nubarrón ardiente ha corroído directamente?

Reducción extrema de la materia, de acuerdo con una ley de economía que parece determinar su ataque tanto en su calidad como en su cantidad. Tan sólo un poco, lo más poquito de ma-teria exigible y desprovista por sí misma de todo lustre, como para demostrar claramente que la riqueza mora en otra parte.

Raspar el hueso, hasta lo indestructible. O bien —por el contrario— agregar espacio cuando parece que se quiere elimi-nar algunas onzas de materia.

Entre lo geológico y lo aéreo, la superfi cie medianera.

Algo de las ruinas de Pompeya y de las pinturas murales que permanecen frescas pese al viento, a la tempestad y a las ceni-zas. En hallazgos como los que hacen los arqueólogos conver-gen la antigüedad milenaria y la ruptura fulgurante del tiempo: revelación brusca de una fi gura cuyo largo pasado se totaliza para siempre. En cuanto a sus propios hallazgos, parece que —ordenando a sus manos como a obreros que proceden a prac-ticar excavaciones— Giacometti quisiera extraerlos de su cere-bro, armados de pies a cabeza.

Aguda preocupación por la rapidez; sin ésta no habría crea-ción. A la obra de arte pacientemente elaborada se opone la

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cosa que surge, tanto más evidente cuanto más parece haber brotado de pronto, sin historia ni raíz: instantánea y fuera del tiempo. Desde esa perspectiva, destruir totalmente es mejor que rectifi car. Viendo las especies de hecatombes a que se ha entregado Giacometti, a veces me he preguntado: si esculpir no signifi ca para él fabricar algo que en seguida pueda destruirse.

Hacer, perfeccionar, deshacer, luego rehacer, volver a per-feccionar y volver a deshacer… por deseo de rigor, hasta el mo-mento en que las circunstancias obligan a terminar y la obra se deja como está, sustituyendo simplemente ese deseo de rigor por un estado de hecho, igual que a una ley le sucede otra ley.

Problema de la presencia real, planteado y resuelto por Gia-cometti, aunque ese problema parece habérsele escapado a casi todos nuestros escultores, arquitectos puros o fabricantes de maniquíes, a los que su broza no les impide estar ausentes. Asi-mismo, los escultores negros no buscan representar a sus mo-delos sino permitirles estar allí (a reserva de dejar que poste-riormente su fi gura se reduzca a polvo).

Una piedra con forma de cabeza es al mismo tiempo piedra y cabeza; mas ¿podría decirse otro tanto de una cabeza hecha de piedra?

Pintado, el bronce escapa con mayor facilidad a la condición de escultura que cuando ha conservado su aspecto metálico. Si El hombre que cae ha permanecido excluido de la serie de obras que Giacometti sometió a ese tratamiento en 1950, ¿no será porque una caída vaciada en bronce nunca está amenazada con petrifi carse en estatua?

“Malvarrosa”, “santa del abismo”, “fantasmas blancos” que caen “de nuestro cielo quemante”: secuencia de motivos de una de las más famosas Quimeras de quien la posteridad llamará simplemente “Gerard” como lo hacían sus amigos; secuencia que yo también estaría tentado a aplicar a la sucesión de fi guras femeninas esculpidas durante todos estos últimos años por “Al-berto”, quien, por su parte, no es en absoluto originario de la Île-de-France, sino de una región de fríos rigurosos, donde abundan los montes y la nieve. G

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La epopeya de Los recuerdos del porvenir

La célebre novela de Elena Garro Los recuerdos del porvenir na-ció en los años cincuenta en el viejo continente.

En 1962, en una carta a José Bianco, Elena le comentó que había escrito la novela en París. En entrevistas con María Luisa Mendoza y Elena Poniatowska celebradas en 1963,1 la autora mencionó haberla elaborado en París, en 1951, estando muy enferma. Efectivamente, hacia mediados de 1951, Elena pade-ció una mielitis que la postró gravemente en cama. Sin embar-go, en una epístola a Emmanuel Carballo anotó:

En 1953, estando enferma en Berna y después de un estruendoso tratamiento de cortisona, escribí Los recuerdos del porvenir como un homenaje a Iguala, a mi infancia y a aquellos personajes a los que admiré tanto y a los que tantas jugarretas hice. Guardé la novela en un baúl, junto con algunos poemas que le escribía a Adolfo Bioy Casares, el amor loco de mi vida y por el cual casi muero, aunque ahora reconozco que todo fue un mal sueño que duró muchos años”.2

En las entrevistas y carta a José Bianco de los años sesenta, Garro declaró haber escrito Los recuerdos del porvenir en París, y a partir de la carta a Emmanuel Carballo (marzo de 1980), así como en las entrevistas de los años ochenta y noventa, comentó haberla escrito en Berna. Todo parece indicar que Elena Garro escribió, o por lo menos comenzó a planear, Los recuerdos del por-venir en ese periodo de 1951 en París —quizás un primer bos-quejo—, y en el invierno de 1952-1953 en Berna, Suiza, cuando por su delicado estado de salud tuvo que volver a guardar cama. Cabe mencionar que el fracaso de su relación amorosa con Adol-fo Bioy Casares en el verano de 1951, afectó profundamente su estado anímico durante estos años. Esta situación desencadenó su nostalgia por México y su infancia feliz en Iguala propiciando el nacimiento de su renombrada novela: ese canto épico sobre su país y su gente. La escritura fue el santuario donde se reencontró en otros tiempos para escapar a su doloroso presente.

1 Las entrevistas de María Luisa Mendoza (“Naranja dulce y limón partido en el teatro de Elena Garro”) y Elena Poniatowska (“El recu-erdo imborrable de Elena Garro/I) con Elena Garro se recogen en el libro de Patricia Rosas Lopátegui, El asesinato de Elena Garro. Peri-odismo a través de una perspectiva biográfi ca, Editorial Porrúa, México, 2005, pp. 131-134; 200-206.

2Elena Garro, “Carta, Madrid, 29 de marzo de 1980”, en Protago-nistas de la literatura mexicana de Emmanuel Carballo, Ediciones del Ermitaño/Sep, México, 1986, p. 504.

La vida itinerante de la autora se conjuga con los avatares de Los recuerdos del porvenir. El manuscrito permaneció en sus legendarios baúles y estuvo a punto de perderse en dos ocasio-nes. Primero hacia 1957, cuando la familia Paz Garro vivía en la calle de Nuevo León, en la Ciudad de México, Elena Garro lanzó el manuscrito al fuego; su sobrino Paco Guerrero Garro y su hija Helena Paz Garro —conocida en el ámbito familiar como la Chata— lo rescataron de las llamas. Más tarde, cuan-do Elena Garro sale de México a principios de 19593 rumbo a Nueva York —de donde se traslada a Europa— dejó un baúl que contenía Los recuerdos del porvenir en el hotel Middletown; al año siguiente su hermana Estrella recogió el baúl en Nueva York y se lo llevó a París. Así lo relató la escritora:

En 1960, Estrellita mi hermana recogió un baúl en el hotel Middletown de Nueva York, en el que había abandonado Los recuerdos, y me lo trajo a Francia. La novela estaba medio quema-da. Yo la puse en la estufa en México y Helenita Paz y mi sobrino Paco la sacaron del fuego. De manera que tuve que remendarla.4

De acuerdo con Helena, su madre escribió la novela en Ber-na (1952-1953), y agrega además que su mamá la retomó y ter-minó durante su estancia en Gstaad, Suiza, en el invierno de 1960-1961.5

La correspondencia de Elena Garro con José Bianco y Adol-fo Bioy Casares, analizada por Lucía Melgar6, aporta algunos datos al respecto. Elena Garro, instalada en su departamento de 16 rue de l’Ancienne Comédie, en París,7 le comenta a Pepe Bianco, en una carta fechada el 2 de junio de 1962, que el in-

3 En la sección dedicada a Y Matarazo no llamó... se explican las causas políticas, sociales y personales que obligaron a Elena Garro a salir de México.

4 Elena Garro, “Carta, Madrid, 29 de marzo de 1980”, op. cit., p. 504.

5 Patricia Rosas Lopátegui, entrevista inédita con Helena Paz Garro, agosto de 2006.

6 Lucía Melgar, “¿La escritora que no quería serlo? Hacia un perfi l de Elena Garro a través de su correspondencia (1947-1968)”, Torre de papel, vol. X, núm. 2, University of Iowa, 2000, pp. 78-101.

7 En el periodo de 1959-1961, cuando Elena Garro se encuentra en Europa, se desplaza constantemente de un país a otro, hasta que se establece en su departamento de 16 rue de l’Ancienne Comédie en septiembre de 1961 (ver los diarios de Elena Garro en Patricia Rosas Lopátegui, Testimonios sobre Elena Garro. Biografía exclusiva y autorizada de Elena Garro, Ediciones Castillo, Monterrey, México, 2002, pp. 238-244).

El proceso de escritura y la vida itinerantede Los recuerdos del porvenirPatricia Rosas Lopátegui

Elena Garro, Obras reunidas III, fce, México, 2010.

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número 478, octubre 2010 la Gaceta 31

vierno pasado (1960-1961) ha corregido la novela con el fi n de publicarla. En este epistolario quedan patentes las difi cultades que enfrentó la autora para publicar Los recuerdos del porvenir. Bioy Casares llevó el manuscrito a la editorial argentina Fabril, según una carta de Bioy a Garro, fechada el 3 de junio de 1962. La novela fue rechazada. Carlos Barral, instigado por Octavio Paz, escribe a Garro en abril de 1962 y le expresa su interés en leer su novela inédita, puesto que había leído ya un relato suyo proporcionado por Octavio Paz. Elena Garro le envía Los recuerdos del porvenir, pero Barral, en noviembre de ese mismo año, le responde que dos de los lectores han rechazado el ma-nuscrito: “La novela no va con la corriente realista que predo-mina en España”.8

La intervención de Octavio Paz —quien le envía el manus-crito a Joaquín Mortiz, entre 1962-19639— fue defi nitiva para

8 Lucía Melgar, op. cit., p. 99. 9 Hay que recordar que en ese periodo Octavio Paz había sido

nombrado embajador de México en la India por el presidente Adolfo López Mateos (el nombramiento ocurrió en abril y la presentación de las cartas credenciales en septiembre de 1962). Con este poder

que por fi n se diera a conocer la obra maestra de Elena Garro. La novela más reconocida de la autora poblana, Los recuerdos

del porvenir, salió a la luz en noviembre de 1963 bajo el sello editorial Joaquín Mortiz y ese año se hizo acreedora al Premio de Novela Xavier Villaurrutia. Los miembros del jurado fueron Rodolfo Usigli, Octavio Paz y Francisco Zendejas.10

De acuerdo con Helena Paz Garro, el título Los recuerdos del

político pudo apremiar la publicación de Los recuerdos del porvenir en reconocimiento al talento de Elena Garro. De acuerdo con Paco Guerrero Garro: “En esa época, Octavio Paz vivía en el departa-mento de mi tía Elena, en 16 rue de l’Ancienne Comédie, en París [Elena Garro se había instalado en este departamento en septiembre de 1961] y yo viví con ellos de 1961 a 1962. Recuerdo que la relación entre Octavio, mi tía Elena y la Chata era magnífi ca, muy cordial. Esto propició que en ese lapso Octavio Paz promoviera la publicación de la novela, como un gesto de su admiración por Elena” (Patricia Rosas Lopátegui, entrevista inédita con Paco Guerrero Garro, 2 de febrero de 2010).

10 Patricia Rosas Lopátegui, El asesinato de Elena Garro, op. cit., p. 154.

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porvenir se encuentra inspirado en el nombre de una pulquería de la Ciudad de México11.

Paco Guerrero Garro me explicó al respecto:

Dice la leyenda familiar que Los Recuerdos del Porvenir era una pulquería que frecuentaban los jóvenes snob de aquella época, entre ellos, Juan de la Cabada, Julio Bracho, Juan Soriano, Anto-nio Peláez, Isabela Corona y otros, al menos eso manejaban mi mamá [Deva Garro] y mi tía Estrella. Mi madre y mi tía Elena fueron algunas veces a la pulquería porque formaban parte de ese grupo. Debió haber sido por 1936 y principios de 1937, cuando eran parte del Teatro Universitario que dirigía Julio Bracho, el tiempo en que participaron en Las Troyanas de Eurípides.12

Elena Garro convirtió su infancia en páginas memorables de la literatura. Pasó sus primeros años en la Ciudad de México y después en Iguala, Guerrero, símbolo del Paraíso Terrenal que cobra vida en Los recuerdos del porvenir. La autora recrea su infancia transcurrida en Iguala al lado de sus hermanas Deva y Estrellita, su hermano Albano, su primo Boni y los indígenas que servían en las casas de José Antonio y Bonifacio Garro Me-lendreras. Junto con sus familiares aparecen los indios Rutilio, Félix, Candelaria, Fili, Lorenza, Tefa, Ceferina... sin cuya pre-sencia no habría historias que contar. Los indígenas son el eje motor de lo que nos narra. Y éste es uno de los grandes méritos de su producción literaria: la integración o la fusión de los dos mundos o de las dos caras de México.

Hija de padre español, José Antonio Garro Melendreras, originario de Asturias, y de madre mexicana, Esperanza Na-varro Benítez, nacida en Chihuahua, Elena fue educada en la tradición occidental y en el pensamiento mágico de los indíge-nas. Esta convivencia entre Occidente y el mundo prehispánico provocó una nueva realidad; la realidad de México, la que Ele-na Garro plasmó en Los recuerdos del porvenir.

Entre 1951-1953, la escritora en ciernes no sabía que iba a inmortalizar a ese pueblito del sur de México al escribir una

11 Patricia Rosas Lopátegui, entrevista inédita con Helena Paz Garro, agosto de 2006.

12 Patricia Rosas Lopátegui, entrevista inédita con Paco Guerrero Garro, 1 de febrero de 2010.

de las novelas más importantes de la literatura universal; tam-bién ignoraba que estaba iniciando una nueva corriente en la literatura hispanoamericana, el llamado “realismo mágico”. Sin embargo, Garro siempre rechazó esta clasifi cación del mundo académico porque para ella la realidad mágica de Los recuerdos del porvenir no es sino la representación de lo que vio, escuchó y experimentó desde niña; es decir, el pensamiento mágico y mi-lenario de la cosmovisión indígena que siempre ha estado pre-sente en México y que hizo mella en su identidad y en su idea-rio. En Los recuerdos del porvenir aborda los horrores que vivió el país bajo la dictadura de Plutarco Elías Calles —el Jefe Máximo de la Revolución— durante la Guerra Cristera (1926-1929); represión e injusticias que presenció y padeció en sus años in-fantiles en Iguala. Es una novela clave en las letras mexicanas porque además de que capta los mitos y el pensamiento mágico que forman parte intrínseca de lo mexicano, Garro disecciona el país que vio desde niña y que sigue repitiéndose en el nuevo milenio. Ahí está la nación dividida entre los viejos (los porfi -ristas) y los nuevos ricos (los “revolucionarios”) adueñados del poder, al lado de los indígenas que vuelven a ocupar su lugar en el pasado, despojados de sus tierras por los latifundistas y por los pistoleros mercenarios. Iguala-Ixtepec-México, es el pueblo arrasado por un gobierno tiránico en donde los jóvenes no tie-nen posibilidades de cumplir sus sueños, los indios son vistos como bestias sin derecho a existir y el amor está condenado a fracasar. Todo muere —nos dice Elena— en donde no hay autodeterminación, justicia, pluralidad, respeto e igualdad. Por eso en la novela todos los personajes están muertos, e Ixtepec, el narrador, está sentado sobre una piedra mítica, condenado a la repetición del pasado o a los recuerdos del porvenir.

De entonces a la fecha, es la obra de Elena Garro que más se ha reeditado, leído y estudiado; la que ha colocado a su autora en un lugar privilegiado, tanto en las letras hispanoamericanas como en la literatura universal.

Los recuerdos del porvenir se ha traducido a varios idiomas: francés, polaco, inglés, japonés, alemán, italiano. G

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Rosario CastellanosCentro Cultural Bella ÉpocaCiudad de México. Tamaulipas 202, esquina Benjamín Hill, colonia Hipódromo de la Condesa, delegación Cuauhtémoc, C. P. 06170.Teléfonos: (01-55) 5276-7110, 5276-7139 y 5276-2547.

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Ciudad de México. Aeropuerto Internacional de la ciudad de México.Av. Capitán Carlos León González s/n , Terminal 2, Ambulatorio de Llegadas,Locales 38 y 39, colonia Peñón de los Baños, delegación Venustiano Carranza, C.P. 15620. Teléfono: (01-55) 2598- [email protected]

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