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Marcas de haber recibido el Espíritu Santo

Por George Whitefield

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© 2018 Por Daniel R. Torres Ortiz Todos los derechos reservados para la traducción en español

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• Marcas de haber recibido el Espíritu Santo • ¿Quién es el Espíritu Santo? • Señales bíblicas de haber recibido al Espíritu Santo • Primera marca: Haber recibido un espíritu de súplica Segunda marca: No cometer pecado • Tercera marca: Apartarse de lo mundano • Cuarta marca: Amar a los hermanos • Quinta marca: Amar a los enemigos • Aplicación

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¿Recibisteis el Espíritu Santo cuando creísteis? —Hechos 19:2

Se han dado dos significados diferentes a estas palabras. Algunos han supuesto que la pregunta aquí planteada es, si estos discípulos, a quienes San Pablo encontró en Éfeso, habían recibido el Espíritu Santo por imposición de manos al momento de su confirmación. Otros piensan que estos discípulos ya habían sido bautizados en el bautismo de Juan, y al no haber sido este acompañado con un derramamiento inmediato del Espíritu Santo, el Apóstol aquí, entonces, les pregunta si habían recibido el Espíritu Santo al ser bautizados en Jesucristo, y, al responder negativamente, primero los bautizó y luego los confirmó en el nombre del Señor Jesús.

¿Cuál de estas interpretaciones es la correcta? En realidad, eso no es ni fácil ni muy necesario de determinar. Sin embargo, como estas palabras contienen una interrogante más importante, y, es una de la que no se tiene ninguna referencia en el contexto, primero, mostraré de quién se trata cuando se habla aquí del Espíritu Santo y mostraré que todos debemos recibirlo antes de que podamos ser verdaderos creyentes. En segundo lugar, identificaré en las Escrituras algunas marcas con las que podremos saber si hemos recibido el Espíritu Santo o no, y, en tercer lugar, como conclusión, me dirigiré a varias clases distintas de profesantes con respecto a la doctrina que habré presentado.

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¿Quién es el Espíritu Santo? En primer lugar, ¿a quién se refiere este texto cuando habla del Espíritu Santo, a quien todos debemos recibir antes de llegar a ser verdaderos creyentes?

Es claro que en este texto se habla del Espíritu Santo de Dios, la tercera Persona de la siempre bendita Trinidad; Consustancial y Coeterno con el Padre y el Hijo; procediendo de, sin embargo, igual a Ambos. Se le llama enfáticamente Santo, porque es infinitamente Santo en Sí mismo y el Autor y Consumador de toda santidad en nosotros.

Este bendito Espíritu, quien una vez se movió sobre la faz del gran abismo (Gn. 1:2), quien cubrió con sombra a la Virgen bendita antes de que ese Niño Santo naciera de ella (Lc. 1:35), quien descendió en forma corporal, como una paloma, sobre nuestro bendito Señor cuando salió del agua en Su bautismo (Lc. 3:22), y luego descendió en lenguas ardientes sobre las cabezas de todos sus apóstoles en el día de Pentecostés (Hch. 2:3), Este, es el Espíritu Santo que debe moverse sobre la faz de nuestras almas; Este, es el poder del Altísimo que debe venir sobre nosotros (Hch. 1;8) y debemos ser bautizados con Su bautismo y fuego refinador (Mt. 3:11), antes de que podamos ser verdaderos miembros del cuerpo místico de Cristo. El apóstol Pablo lo dice de esta manera: "Y si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de él (Ro. 8:9)". Y, en otra parte dice San Juan, "En esto conocemos que permanecemos en él, y él en nosotros, en que nos ha dado de su Espíritu (1 Jn. 4:13)".

En realidad, hoy en día, no es necesario que el Espíritu nos sea dado de esa manera milagrosa con señales y maravillas, como al principio les fue dado a los Apóstoles de nuestro Señor, pero si es absolutamente necesario que recibamos ese mismo Espíritu, con Sus gracias santificadoras, tal como ellos lo recibieron. Y así seguirá siendo hasta el fin del mundo.

Pero miren, así está el asunto entre Dios y los hombres: Dios, al principio, hizo al hombre recto, o como lo expresa Penman: "A imagen de Dios hizo al hombre", es decir, su alma era la copia misma, una reproducción de la naturaleza Divina. Dios, que antes, por su omnipotente decreto había hablado y el mundo llegó a existir, sopló en el hombre el aliento de vida, y su alma llegó a estar adornada con la semejanza de las perfecciones de la Deidad. Este fue el golpe final de la creación; la perfección del mundo moral y material. Y, tan cercana estaba la similitud del hombre a Su Original Divino, que Dios no podía sino regocijarse, y disfrutar de Su propia semejanza, y por eso leemos que, cuando Dios terminó la parte inanimada y animal de la creación, la miró, y contempló que estaba bien, pero cuando fue creada esa adorable criatura semejante a Dios, “he aquí que era bueno en gran manera (Gn. 1:31)”.

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Feliz, indeciblemente feliz, era el hombre por cuanto era partícipe de la naturaleza Divina. Y así podría haber continuado si hubiera permanecido en santidad, pero Dios lo puso en un estado de prueba con una carta blanca para para comer de cualquier árbol del huerto del Edén, excepto del árbol del conocimiento del bien y del mal, “porque —Le dijo— el día que de él comieres, ciertamente morirás (Gn. 2:16)”; es decir, no solo iba a estar sujeto a la muerte temporal, sino también a la espiritual, y, en consecuencia, iba a perder esa imagen Divina, esa vida espiritual que no hacía mucho tiempo Dios había insuflado en él, y que era tanto su felicidad como su gloria.

Uno imaginaría que estas eran unas condiciones bien simples como para que de eso dependiera la felicidad de una criatura finita, pero el hombre, desgraciadamente, siendo seducido por el diablo, y deseando como él, ser igual a su Hacedor, comió del fruto prohibido, y, por lo tanto, quedo sujeto a esa maldición que el Dios eterno, que no puede mentir, había sentenciado en contra de su desobediencia. En consecuencia, leemos que Adán, poco después de su caída, se lamentó de que estaba desnudo; desnudo no solo con respecto a su cuerpo, sino también desnudo y despojado de esas gracias Divinas que antes engalanaban y embellecían su alma.

El desdichado motín y el caos que se produjo en la creación visible, las zarzas y espinas que brotaron y se extendieron por la tierra, fueron solo tristes emblemas, representaciones sin vida de ese mismo desorden y rebelión, así como también de esos deseos y pasiones que surgieron y abrumaron el alma del hombre inmediatamente después de su caída. ¡Ay! Ya no era más la imagen del Dios invisible, pero, como había imitado el pecado del demonio, se había vuelto partícipe de la naturaleza y de la unión con él; se sumió en un estado de enemistad directa contra Dios.

Ahora, en esa misma terriblemente desordenada condición, somos todos traídos al mundo, porque como la raíz es, así deben ser las ramas. En consecuencia, se nos dice que Adán "engendró un hijo a su semejanza (Gn. 5:3)"; con la misma naturaleza corrupta que él mismo llegó a tener después de haber comido el fruto prohibido. La experiencia y las Escrituras demuestran que todos nacemos totalmente en pecado y corrupción, y, por lo tanto, incapaces, mientras permanecemos en tal estado, de establecer comunión con Dios. Porque como “la luz no puede tener comunión con la oscuridad (2Co. 6:14)”, tampoco Dios puede tener comunión con los contaminados hijos de Belial.

Aquí se devela el fin y el plan del por qué Cristo se manifestó en la carne, a saber, para poner fin a ese desorden, y restaurarnos a la dignidad primitiva en la cual, al principio, fuimos creados. De modo que derramó Su preciosa sangre por nuestros pecados, para satisfacer la justicia de Su Padre, y, de ese modo, también nos procuró el Espíritu Santo, quién una vez más volvería a colocar la imagen Divina sobre nuestros corazones, y nos haría

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capaces de vivir con el bendito Dios, y capaces de poder disfrutar de Él. Este fue el gran propósito de la venida de nuestro Señor al mundo; más aún, este es el único propósito por el que el mundo permanece, porque tan pronto como el número suficiente sea santificado siendo apartado del mundo, los cielos serán envueltos como un rollo (Ap. 6:14), “y los elementos ardiendo serán deshechos, y la tierra y las obras que en ella hay serán quemadas” (2P. 3:10).

Esta santificación del Espíritu es ese nuevo nacimiento mencionado por nuestro bendito Señor a Nicodemo, sin el cual no podremos entrar en el reino de Dios (Jn. 3:5). Esto es lo que San Pablo llama ser "renovado en el espíritu de nuestras mentes" (Ef. 4:23), y es la fuente de esa santidad, sin la cual nadie verá al Señor (Heb. 12:14). Entonces, es indudablemente cierto, debemos recibir el Espíritu Santo antes de que podamos ser verdaderos miembros del cuerpo místico de Cristo.

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Señales bíblicas de haber recibido al Espíritu Santo En segundo lugar, estableceré algunas señales, o marcas bíblicas, por las cuales podremos juzgar fácilmente si hemos recibido al Espíritu Santo o no.

Primera marca: Haber recibido un espíritu de súplica Lo primero que mencionaré es, haber recibido un espíritu de oración y súplica, porque este siempre acompaña al espíritu de gracia. Tan pronto como Pablo se convirtió se dijo de él: "he aquí, él ora", y esto fue instado como un argumento para convencer a Ananías de que Pablo se había convertido (Hch. 9:10,11). Y también se dice que los elegidos de Dios "claman a Él día y noche" (Lc. 18:7). Y dado que una de las mayores obras del Espíritu Santo es convencernos de pecado (Jn. 16:8) y hacer que busquemos el perdón y la gracia renovadora a través de los méritos suficientes de un Redentor crucificado, quienquiera que haya sentido el poder del mundo venidero despertándolo de su letargo espiritual, no puede dejar de gritar: "Señor, ¿qué quieres que yo haga?" (Hch. 9:6), o, en el lenguaje del introvertido ciego Bartimeo, " ¡Jesús, Hijo de David, ¡ten misericordia de mí!" (Mc. 10:47).

El bendito Jesús demostró que recibió el Espíritu Santo sin medida, sobre todo, por sus frecuentes súplicas ante el trono de la gracia. Por lo tanto, leemos que solía quedarse solo en la montaña orando. ¿Se levantaba antes de que despuntara el alba para orar? No. Pasaba noches enteras en oración. Y aquel que es hecho partícipe del mismo Espíritu que el Santo Jesús, tendrá la misma actitud y en nada se deleitará tanto como en acercarse a Dios y levantar manos y corazón santos en oración frecuente y devota.

Debo confesar que, en realidad, incluso en aquellos que realmente han recibido al Espíritu Santo, ese ánimo de súplica se pierde y decae por algún tiempo sensiblemente. A través de esa sequedad espiritual y esterilidad en el alma, encuentran en sí mismos una gran apatía y una falta de entusiasmo en el deber de orar. Pero luego lo aprecian como su cruz y persisten en buscar a Jesús, aunque sea una labor dolorosa y sus corazones, aunque en verdad estén anclados en Dios, no puedan ejercer sus afectos con tanta fuerza como de costumbre a causa de esa sequedad espiritual que, Dios, por sabias razones, ha permitido que experimenten, para perturbar sus almas.

Pero con el creyente nominal, no es así. No, él, o no ora en absoluto, o si lo hace, es con renuencia, por costumbre, o para satisfacer los reclamos de su conciencia. Mientras que, por otro lado, el verdadero creyente ya no puede vivir sin oración, tal y como no puede vivir sin comida día a día, y encuentra que su alma es real y perceptiblemente alimentada por lo uno, tal como su cuerpo es nutrido y mantenido por lo otro.

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Segunda marca: No cometer pecado La segunda marca de las Escrituras de que hemos recibido el Espíritu Santo es: no cometer pecado.

"Todo aquel que es nacido de Dios, no practica el pecado, porque la simiente de Dios permanece en él; y no puede pecar" (1Jn. 3:9). Esta expresión no implica la imposibilidad del pecado en un cristiano, porque en la Palabra se nos dice que, “todos ofendemos en muchas cosas” (St. 3:2). Lo que en realidad significa es que un hombre que en verdad ha nacido de nuevo no peca voluntariamente, y mucho menos puede vivir practicando el pecado habitualmente. “Porque los que hemos muerto al pecado, ¿cómo viviremos aún en él?” (Ro. 6:2).

Es verdad, alguien que ha nacido de nuevo, puede, debido a la sorpresa, o la violencia de la tentación, caer en un acto de pecado. Eso lo atestiguan el adulterio de David y la negación de Pedro. Pero luego, igual que ellos, se levantará rápidamente, saldrá del mundo y llorará amargamente; lavará la culpa del pecado con las lágrimas del arrepentimiento sincero unidas a la fe en la sangre de Jesucristo, y, en el futuro prestará el doble de atención a sus caminos y perfeccionará la santidad en el temor de Dios.

El significado de esa expresión del Apóstol en la que dice que, "aquel que es nacido de Dios, no practica el pecado" (1Jn. 3:9), es ilustrada adecuadamente con el ejemplo de un mundano codicioso en el que, de acuerdo con las inclinaciones de su corazón, su opulencia se opone a la generosidad; pero si inesperada y súbitamente comienza a ser generoso, inmediatamente se arrepiente de su falta y regresa poniendo el doble de cuidado a su mezquindad. Así es en todo aquel que ha nacido de nuevo; cometer pecado es tan contrario al marco y tendencia de su mente, como la generosidad es contraria a las inclinaciones de un avaro, pero si en algún momento se ve arrastrado al pecado, inmediatamente, con doble celo, regresa a su deber y da frutos de arrepentimiento. Por el contrario, mientras el pecador inconverso está completamente muerto en sus delitos y pecados, si se abstiene de algún acto pecaminoso, será por motivos egoístas y mundanos; siempre habrá algún ojo derecho que no arrancará, una mano derecha que no cortará, algún Agag que no sacrificará por Dios; y, por lo tanto, vive convencido de que él no es más que un simple Saúl, y, en consecuencia, cualesquiera que sean las pretensiones que pueda mostrar, aún no ha recibido el Espíritu Santo.

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Tercera marca: Apartarse de lo mundano La tercera marca por la cual podemos saber si hemos recibido o no el Espíritu Santo, es nuestra conquista sobre el mundo.

"Porque todo lo que es nacido de Dios —Dice el Apóstol— vence al mundo" (1Jn. 5:4). Por la palabra mundo debemos entender, como lo expresó San Juan, "todo lo que hay en el mundo, los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida" (1Jn. 2:16); y vencerlo significa que renunciamos a seguirlo o ser guiado por él. Quien nace de arriba tiene sus afectos establecidos en las cosas de arriba, siente una atracción Divina en el alma que arrebata por fuerza su mente en dirección al cielo y “como el ciervo brama por las corrientes de las aguas” (Sal. 42:1), su alma hace lo mismo por el deleite en su Dios.

Por supuesto, no es que llegue a estar tan ocupado con los asuntos de la otra vida que termine descuidando los asuntos de esta. No, un hombre verdaderamente espiritual no se atreve a permanecer improductivo un solo día, pero se ocupa primero, aunque también trabaja para la carne que perece, por asegurar lo que dura para vida eterna; o aunque Dios lo haya exaltado por encima de sus hermanos como a Moisés, José o Daniel, él, sin embargo, se ve a sí mismo como un extraño y un peregrino sobre esta tierra; habiendo recibido las primicias de la vida nueva anda por fe y no por la vista (2Co. 5:7); y, con sus esperanzas llenas de inmortalidad, puede alcanzar a ver las cosas de aquí abajo como vanidad y aflicción de espíritu. En resumen, aunque está en el mundo, sin embargo, no es del mundo (Jn. 15:19), y como fue diseñado para deleitarse en Dios, nada más que su Dios puede satisfacerle el alma.

El siempre bendito Jesús fue un ejemplo perfecto de haber vencido al mundo porque, aunque andaba continuamente haciendo el bien y siempre estaba como prensado entre la multitud, sin embargo, donde quiera que anduviese, sus conversaciones se extendían hacia el cielo. De la misma manera, aquel que está unido al Señor ordenará sus pensamientos, palabras y acciones para que den testimonio a todos de que su conversación está en el cielo. Por el contrario, el inconverso es terrenal, y al no tener un ojo espiritual para discernir las cosas espirituales (1Co. 2:14), siempre buscará la felicidad en esta vida donde nunca fue, ni podrá ser encontrada. Al no haber nacido de nuevo de arriba se encontrará abatido por un espíritu de debilidad natural; la maldición de la serpiente se convertirá en su elección y comerá del polvo de la tierra todos los días de su vida (Gn. 3:14).

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Cuarta marca: Amar a los hermanos Una cuarta marca de las Escrituras de que hemos recibido el Espíritu Santo es, que nos amamos los unos a los otros.

"Sabemos —Dice Juan— que hemos pasado de muerte a vida, en que amamos a los hermanos" (1Jn. 3:14). "En esto —Dijo Jesús— conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros " (Jn. 13:35). El amor es tanto el cumplimiento del evangelio como de la ley, “porque el amor es de Dios. Todo aquel que ama, es nacido de Dios, y conoce a Dios” (1Jn. 4:7).

Pero con respecto a este amor, no debemos entenderlo como una suavidad y ternura meramente natural o un amor fundado en motivos mundanos, esto mismo lo puede tener un hombre natural; debemos entenderlo como el amor por nuestros hermanos que procede de nuestro amor hacia Dios; amando a todos los hombres en general por motivo de su relación con Dios y amando, en particular, a los hombres justos por la gracia que vemos en ellos y porque aman a nuestro Señor Jesús con sinceridad.

Esta es la misericordia cristiana y ese nuevo mandamiento que Cristo dejó a sus discípulos (Jn. 13:34). Nuevo, no en su propósito, sino en el motivo y el ejemplo en que se funda: Jesucristo. Este es el amor por el cual los cristianos primitivos eran tan reconocidos y que se convirtió en un proverbio. Según Tertuliano, los romanos exclamaban: “Miren cómo los cristianos se aman unos a otros”. Y, además, sin este amor, aunque diéramos todos nuestros bienes para alimentar a los pobres y diéramos nuestros cuerpos para ser quemados, de nada nos aprovecharía (1Co. 13:3). Este amor no se limita a ningún grupo particular de personas, sino que es imparcial y universal, un amor que abraza la imagen de Dios dondequiera que la contempla y que no se deleita en nada sino en ver venir el reino de Cristo. Este es el amor con el que Jesucristo amó a la humanidad; amó a todos, incluso al peor de los hombres, como se aprecia por Su clamor por los hombres obstinadamente perversos. Dondequiera que veía la menor apariencia de la semejanza Divina, a esa alma amaba de manera particular. Así leemos que cuando oyó al joven decir: "Maestro, todo esto lo he guardado desde mi juventud", “Jesús, mirándole, le amó” (Mc. 10:20, 21). Y cuando percibió algún noble ejemplo de fe, aunque fuera de un Centurión o una Sirofenicia, extranjeros de la comunidad de Israel, ¿no se nos dice que se maravillaba, se regocijaba, lo comentaba y lo recomendaba? Así, cada discípulo de Jesucristo acogerá cordialmente a todos los que adoran a Dios en espíritu y en verdad (Jn. 4:23), aunque puedan diferir en cuanto a las particularidades de la religión y en cosas que no son esencialmente necesarias para la salvación.

Pero confieso que, de hecho, el corazón del hombre no se agranda del todo de un golpe, y que una persona podría en verdad haber recibido el Espíritu Santo, pero actuar

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igual que Pedro quien sin duda lo tenía cuando no estaba dispuesto a ir con Cornelio; sin embargo, cuando una persona está verdaderamente en Cristo, toda su estrechez de espíritu disminuirá diariamente; el muro de división y celos caerá cada vez más, y, entre más se acerque esa persona al cielo, más se agrandará su corazón con ese amor donde no habrá diferencia entre pueblo, nación o lengua, sino que todos, con un solo corazón y una sola voz, le cantaremos alabanzas Al que se sienta en el trono para siempre.

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Quinta marca: Amar a los enemigos Pero me apresuro a la quinta marca: Amar a nuestros enemigos.

"Pero yo os digo: —Dice Jesucristo— Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen" (Mt. 5:44). Y este deber, el de amar a nuestros enemigos, nos es tan necesario que sin esto nuestra justicia no sería mayor a la de los escribas y los fariseos, o incluso la de los publicanos y los pecadores, "porque si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? Porque también los pecadores aman a los que los aman" (Lc. 6:32). Y estos mismos preceptos los confirmó nuestro Señor con su propio ejemplo cuando lloró sobre la ciudad sangrante (Lc. 19:41-47); cuando se dejó llevar como una oveja al matadero (Is. 53:7); cuando dio esa leve respuesta a Judas el traidor: "Judas, ¿con un beso entregas al Hijo del Hombre?" (Lc. 22:48); y más especialmente cuando en las agonías y los dolores de la muerte oró por sus asesinos, "Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen" (Lc. 23:34).

Este es un deber difícil para el hombre natural, pero cualquiera que ha sido hecho partícipe de la promesa del Espíritu lo encontrará fácil, porque si hemos nacido de nuevo de Dios deberemos ser como Él y, en consecuencia, nos deleitaremos en ser perfectos en el deber de hacer el bien, aún a nuestros peores enemigos, de la misma manera en que Él lo hizo, aunque no en la misma medida de perfección que Él. Él “hace salir su sol sobre malos y buenos, y […] hace llover sobre justos e injustos” (Mt. 5:45); y más especialmente, demostró Su amor hacia nosotros en que, aunque éramos sus enemigos (Ga. 4:4), Dios envió a su Hijo, nacido de mujer y nacido bajo la ley (Ro. 5:10), para que Él fuera hecho maldición por nosotros (Ga. 3:13).

Muchas otras marcas se encuentran dispersas por las Escrituras con las que podemos saber si hemos recibido o no el Espíritu Santo, tales como, "ocuparse de la carne es muerte, pero el ocuparse del Espíritu es vida y paz" (Ro. 8:6). "Mas el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza” (Ga. 5:22, 23); y hay otra multitud de textos que tienen el mismo propósito. Pero como la mayoría, si no es que todos ellos, están incluidos en los deberes que ya establecimos, me atrevo a afirmar que, cualquiera que, examinándose a sí mismo imparcialmente pueda encontrar en su alma esas marcas mencionadas, tiene el derecho de sentirse tan seguro como si un ángel hubiera sido enviado a contarle que su perdón está sellado en el cielo.

En cuanto a mí, yo prefiero ver estas gracias Divinas y este temperamento celestial estampado en mi alma, a escuchar a un ángel del cielo que me dice: “Ten ánimo, hijo; tus pecados te son perdonados” (Mt. 9:2). Estas gracias son testigos infalibles; estas gracias son Emmanuel, Dios con, y en nosotros; estas gracias componen la “piedrecita blanca, [que tiene] escrito un nombre nuevo, el cual ninguno conoce sino aquel que lo recibe” (Ap. 2:17).

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Estas gracias son los principios de la herencia celestial en nuestros corazones. En resumen, estas gracias son la gloria comenzada, y son algo bueno, esa parte mejor, y, si se continúa avivando este don de Dios, ni los hombres ni los demonios serán jamás capaces de arrebatarlo.

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Aplicación Procedo, como se propuso, en tercer lugar, a hacer una aplicación de la doctrina entregada, a varias clases distintas de profesantes.

Primero, me dirigiré a aquellos que están muertos en sus delitos y pecados. Y, ¡oh!, ¡podría llorar por ustedes como mi Señor lloró sobre Jerusalén! Porque, ¡ay! ¿Cuán distantes deben estar de Dios? ¿Qué trabajo tan enorme tiene que terminar quién, en lugar de orar día y noche, rara vez o nunca lo hace? Y, en lugar de nacer de nuevo de Dios para no practicar el pecado está tan profundamente inmerso en la naturaleza de los demonios que puede hacer alarde de ella. O, en lugar de vencer al mundo para no seguirlo, ni dejarse guiar por él, está continuamente haciendo provisión para la carne para cumplir con los deseos de ella. Y, en lugar de ser dotado con la disposición Divina de amar a todos los hombres, incluso a sus enemigos, tiene el corazón lleno de odio, malicia y venganza, y se burla de aquellos que son seguidores sinceros de Jesús.

¿Pero piensan, oh, pecadores, que Dios admitirá ese tipo de miserables contaminados en Su presencia? ¿O ustedes podrían admitirlo a Él? ¿Imaginan que podrían disfrutar de Su compañía? No, el cielo mismo, no sería un cielo para ustedes; las disposiciones diabólicas que están en sus corazones derrumbarían todos los goces espirituales de esas benditas mansiones, estas serían ineficientes para hacerlos felices.

Para que califiquen para ser partícipes dichosos de esa herencia celestial con los santos en la luz, hay una meta requerida, alcanzarla debería ser su misión principal en la vida. Es verdad, ustedes y los justos, en un sentido, verán a Dios, “porque todos compareceremos ante el tribunal de Cristo” (Ro. 14:10), pero lo verán una sola vez para no volver a verlo nunca más. Porque en tanto lleven sobre ustedes la imagen del diablo, con los demonios deberán vivir; siendo de la misma naturaleza, deben compartir la misma perdición. Arrepiéntanse, pues, de esta su maldad y rueguen a Dios, si quizá les sea perdonado el pensamiento de su corazón (Hch. 8:22). Asegúrense de recibir el Espíritu Santo antes de irse de aquí, porque de lo contrario, ¿cómo podrán escapar de la condenación del infierno?

En segundo lugar, permítanme referirme a aquellos que se engañan a sí mismos con falsas esperanzas de salvación. Algunos, debido a la influencia de una buena educación u otros frenos providenciales no se han encontrado inmersos en los mismos excesos de otros hombres y por eso piensan que no necesitan recibir el Espíritu Santo, sino que se jactan de que realmente han nacido de nuevo. ¿Pero lo demuestran dando a luz los frutos del Espíritu? ¿Oran sin cesar? ¿No practican el pecado? ¿Han vencido al mundo? ¿Y, aman a sus enemigos y a toda la humanidad de la misma manera en que Jesucristo los amó? Si estas cosas, hermanos, están en ustedes y abundan, entonces pueden tener confianza, pero si

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no, aunque sean unas personas excelentes no son convertidos. No, todavía están en sus pecados. La naturaleza del viejo Adán aún reina en sus almas y, a menos que la naturaleza del segundo Adán les sea trasplantada, nunca podrán ver a Dios.

Por lo tanto, no piensen ataviarse con los ornamentos de la buena educación y los buenos modales y no vayan a decir como Agag: "Ciertamente ya pasó la amargura de la muerte " (1S. 15:32), porque la justicia de Dios, a pesar de todo eso, como Samuel, los cortará en pedazos (1S. 15:33). Aunque puedan ser muy estimados a los ojos de los hombres, sin embargo, a los ojos de Dios son como las manzanas de Sodoma, muladares cubiertos de nieve, “sepulcros blanqueados, que, por fuera, a la verdad, se muestran hermosos, mas por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda inmundicia” (Mt. 23:27), y en consecuencia serán rechazados el gran día con un “Nunca os conocí; apartaos de mí, hacedores de maldad” (Mt. 7:23).

Pero como la palabra de Dios es provechosa tanto para consuelo, como para corrección (2Tim. 3:16), en tercer lugar, me dirijo a aquellos que están en los pasos del Padre y ejercen un espíritu de sumisión, y que, al no encontrar en ustedes las marcas antes mencionadas, están clamando: ¿Quién nos librará de este cuerpo de muerte? (Ro. 7:24).

No teman, pequeño rebaño, porque, a pesar de su presente estado infantil de gracia, será un gran placer para su Padre darles el reino. La gracia de Dios, a través de Jesucristo, les librará y les dará a beber de lo que están sedientos. El que ha prometido, Él también hará. Ustedes han recibieron el Espíritu de adopción (Ro. 8:15), esa promesa del Padre, si no desmayan. Solo perseveren en buscarlo y determinen que no darán descanso a su alma hasta que sepan y sientan que han nacido de nuevo, y hasta que el Espíritu de Dios testifique junto con su propio espíritu que ustedes son hijos de Dios.

En cuarto y último lugar, me dirijo a aquellos que han recibido el Espíritu Santo en todas sus gracias santificadoras y están casi listos para la gloria.

¡Salve, gozosos santos! Porque para ustedes el cielo ya ha comenzado en la tierra. Ya han recibido los primeros frutos del Espíritu y esperan pacientemente hasta que llegue ese bendito cambio, cuando su cosecha sea completada. Los veo y admiro, sin embargo, ¡ay! como desde una gran distancia; su vida, lo sé, está escondida en Dios con Cristo. Tienen un consuelo, tienen una carne para comer de la que el mundo pecaminoso, carnal y ridículo no sabe nada. El yugo de Cristo se ha vuelto fácil para ustedes y su carga ligera (Mt. 11:30). Han pasado por los dolores del nuevo nacimiento y ahora se alegran de que Cristo Jesús se haya formado espiritualmente en sus corazones. Saben lo que es morar en Cristo y Cristo en ustedes. Como la escalera de Jacob, aunque sus cuerpos estén en la tierra, sus almas y

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corazones están en el cielo, y, por su fe y constancia, como los ángeles benditos, siempre contemplarán la faz de su Padre que está en los cielos.

No necesito exhortarlos a seguir adelante porque saben que al andar en el Espíritu hay una gran recompensa. Más bien les exhortaré a la paciencia, a que posean su alma todavía por un tiempo, y luego, un poco más y Jesucristo los librará de la carga de la carne y les será dada una entrada abundante en el gozo eterno y la felicidad ininterrumpida del reino celestial.

Que Dios, de Su infinita misericordia, lo conceda por medio de Jesucristo, nuestro Señor; a quien, con el Padre y el Espíritu Santo, tres Personas y un Dios, sea todo el honor, todo el poder y toda la gloria, por los siglos de los siglos.

Amén.