marbury vs. madison
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Sentencia de la Corte Suprema de los Estados Unidos. Caso relativo al judicial review. Versión no oficial en español correspondiente parcialmente al titular de esta cuenta.TRANSCRIPT
CORTE SUPREMA DE LOS ESTADOS UNIDOS
MARBURY Y OTROS v. MADISON, SECRETARIO DE ESTADO
5 U.S. 137 (Cranch)
Alegatos: Febrero 11, 1803 – Fallo: Febrero 24, 1803
Los funcionarios de la Secretaría de Estado de los Estados Unidos pueden ser
citados a declarar con relación a asuntos de dicha secretaría que no revistan
carácter confidencial.
El Secretario de Estado no puede ser citado como testigo en cuestiones que se
refieran a asuntos estatales de carácter confidencial que hayan sido tratados en la
Secretaría. Empero, el mismo puede ser citado a fin de testificar respecto de
cuestiones que no revistan tal carácter.
Se requirió a los funcionarios de la Secretaría de Estado prestar juramento sujeto a
objeciones en referencia a cuestiones relativas a asuntos confidenciales.
Algún punto de partida ha de ser tomado cuando el poder del Ejecutivo respecto a
un funcionario no removible a su voluntad, debe cesar. Tal punto ha de ser el
momento en el cual el poder de nombramiento ha sido ejercido. Y el poder ha sido
ejercido cuando el último acto requerido de la persona que ejerce dichos poderes
ha sido llevado a cabo. Tal acto está dado por la firma del instrumento de
nombramiento.
Si el acto de libramiento resulta necesario para dar validez al nombramiento de un
funcionario, éste ha sido librado cuando es ejecutado, y remitido al Secretario de
Estado para que lo selle, registre y notifique al interesado.
En lo que a nombramiento de funcionarios respecta, la ley ordena al Secretario de
Estado que los registre. Cuando, consecuentemente, los mismos han sido firmados
y sellados, la orden para su registro es emitida, sea que se inserten o no en el
libro, los mismos se encuentran registrados.
Cuando las autoridades de los departamentos del Gobierno son funcionarios
políticos o de confianza del Ejecutivo, simples ejecutores de la voluntad del
Presidente, o que actúan en casos en los que el Ejecutivo posee discreción legal o
constitucional, nada resulta más claro como que sus actos únicamente pueden ser
examinados desde la óptica de lo político. No obstante, cuando una función
específica les ha sido asignada por la Ley, y cuando un derecho individual depende
del ejercicio de tal función, resulta igualmente claro que el individuo que se
considera lesionado tiene derecho a recurrir a las leyes de la nación en busca de
una solución.
El Presidente de los Estados Unidos, al firmar el instrumento correspondiente,
nombró al señor Marbury como juez de paz para el Condado de Washington, en el
Distrito de Columbia, y el Sello de los Estados Unidos puesto allí por el Secretario
de Estado, constituye un testimonio conclusivo de la veracidad de la firma y que el
nombramiento ha sido concluido; y que el referido nombramiento le confiere
derecho legal a ocupar el cargo por un período de cinco años. Teniendo derecho
legal a ocupar el cargo, subsecuentemente tiene derecho al nombramiento, la
denegación de su entrega constituye una violación de tal derecho para lo cual las
leyes de la nación prevén una solución.
Para que el mandamiento resulte una solución apropiada, el funcionario al cual
éste se dirige debe ser uno a quien, de acuerdo a los principios legales, tal
instrumento pueda ser dirigido, y la persona que lo solicita debe carecer de
cualquier otra vía específica de solución.
Cuando un nombramiento de un funcionario público ha sido elaborado, firmado y
sellado y se niega su entrega a la persona que tiene derecho al mismo, un
interdicto de recuperar la posesión del instrumento incoada contra el Secretario de
Estado que se niega a entregar el mismo no resulta el remedio apropiado, puesto
que el interdicto es por la cosa en sí misma, o su valor. El valor del servicio público
no puede ser medido, pues resulta imposible de ser comprobado. Este es un caso
para un mandamiento, ya sea para la entrega del nombramiento o la entrega de
una copia del mismo a partir del registro.
Para habilitar a la Corte a emitir un mandamiento que ordene al Secretario de
Estado la entrega de un nombramiento para un cargo público, debe demostrarse
que ello se realiza en ejercicio de la jurisdicción de apelación o que es necesario
habilitar el ejercicio de la jurisdicción apelada.
El criterio esencial de la jurisdicción de apelación es que la misma revisa y corrige
lo actuado en el marco de una causa ya instituida, y no que la misma crea la causa.
La autoridad que la ley orgánica de la judicatura de los Estados Unidos otorga a
esta Corte Suprema para emitir mandamientos a funcionarios públicos no parece
estar prevista en la Constitución.
Sin lugar a dudas es competencia y obligación de la Judicatura decidir qué es la
ley. Quienes aplican la norma a los casos particulares deben, necesariamente,
analizar e interpretar dicha norma. Si dos normas se encuentran en conflicto entre
sí, la Corte debe decidir acerca de la validez y aplicabilidad de cada una.
Si los tribunales deben observar la Constitución, y la Constitución es una norma
superior a las leyes ordinarias sancionadas por el Legislativo, la Constitución, y no
las leyes ordinarias, debe gobernar el caso al cual ambas resultan aplicables.
En el período de diciembre de 1801, William Marbury, Dennis Ramsay, Robert
Townsend Hooe y William Harper, a través de sus abogados promovieron una
acción judicial contra James Madison, Secretario de Estado de los Estados Unidos, a
fin que éste señale la razón por la cual no se podría emitir un mandamiento que lo
obligue a entregarles sus respectivos nombramientos como jueces de paz para el
Distrito de Columbia.
La moción se fundada en affidávits con relación a los siguientes hechos: que la
presente acción ha sido notificada al señor Madison, que el señor Adams, ex
presidente de los Estados Unidos nominó a los recurrentes para ocupar el cargo de
jueces de paz para el Distrito de Columbia, que el Senado aprobó dichos
nombramientos, que los nombramientos en debida forma fueron firmados por el
referido presidente y que el Sello de los Estados Unidos estaba fijado en debida
forma en los referidos nombramientos por el Secretario de Estado; que los
recurrentes requirieron al señor Madison la entrega de los nombramientos, el cual
no cumplió con lo requerido; y que dichos nombramientos les fueron retenidos;
que los recurrentes solicitaron al señor Madison, en su carácter de Secretario de
Estado de los Estados Unidos en su despacho a fin que éste informe si los
nombramientos fueron firmados y sellados como se dijo; que ninguna información
explícita y satisfactoria les fue proporcionada ni por el Secretario de Estado ni por
ningún funcionario de la Secretaría de Estado; que se presentó una aplicación ante
el secretario del Senado a fin que se certifique la nominación de los recurrentes y
de la aprobación del Senado, el cual se negó a emitir tal certificación, con lo cual
se dictó una orden para que se demuestre la causa dentro del cuarto día.
Habiendo sido tal providencia debidamente emitida – el señor Jacob Wagner y el
señor Daniel Brent, fueron citados a comparecer ante la Corte, y se los requirió que
aporten pruebas, los mismos objetaron prestar juramento, alegando ser
funcionarios de la Secretaría de Estado y que no están obligados a divulgar
ninguno de los asuntos o negocios de la oficina.
Esta Corte ordenó que se tome juramento a los testigos y que sus respuestas sean
consignadas por escrito, empero informaron que cuando las preguntas fueran
formuladas podrían dejar asentadas sus objeciones a cada cuestión en particular,
en caso de tenerlas.
El señor Lincoln, que ofició de Secretario de Estado interino, al momento de
presentarse las circunstancias referidas en los affidávits fue citado a testificar. El
mismo objetó contestar. Las cuestiones fueron planteadas por escrito.
La Corte sostuvo que no se requería la divulgación de ningún asunto confidencial.
En caso de haberlas, el mismo no estaba obligado a responder, y si en caso de
pensar que le fue comunicado algún asunto confidencial, no estaba obligado a
divulgar nada que pudiera incriminarlo.
Las cuestiones planteadas por los abogados son: 1. ¿Puede la Corte emitir un
mandamiento en todos los casos?; 2. ¿Obliga dicho mandamiento al Secretario de
Estado?; 3. ¿En el presente caso puede emitirse un mandamiento a James Madison,
Secretario de Estado?
EL SR. MAGISTRADO PRESIDENTE MARSHALL redacta la opinión de la Corte:
En el último período, según los affidávits presentados ante la Secretaría de la
Corte, se dictó una providencia admitiendo la acción y requiriendo al Secretario de
Estado que señale las razones por las cuales no se podría emitir un mandamiento
en el que se le ordene que proceda a entregar a William Marbury su nombramiento
como juez de paz para el Condado de Washington, en el Distrito de Columbia.
No habiéndose obtenido respuesta, la presente moción se dirige a la obtención de
un mandamiento. Lo particularmente delicado de este caso, la novedad de algunas
de sus circunstancias, y la verdadera dificultad que encierran los puntos
contenidos en el mismo, requieren una exposición completa de los fundamentos
que sostienen la opinión que dará esta Corte.
Estos principios han sido, por el lado de los recurrentes, muy bien fundamentados
desde el estrado. Al emitir su opinión, la Corte partirá en la forma, aunque no en la
sustancia, de los puntos planteados en los referidos argumentos.
Según el orden seguido en el análisis del caso, la Corte ha considerado y decidido
las siguientes cuestiones:
1. ¿Tiene el recurrente derecho al nombramiento que reclama?
2. Si lo tiene, y ese derecho ha sido violado, ¿proveen las leyes del país un remedio
a esa violación?
3. Si lo provee, ¿es dicho remedio un mandamiento que corresponda a esta Corte
emitir?
La primera cuestión a ser analizada es:
1. ¿Tiene el recurrente derecho al nombramiento que reclama?
Su derecho tiene origen en la Ley sancionada por el Congreso en el mes de febrero
de 1801, referida al Distrito de Columbia.
Tras dividir el distrito en dos condados, el art. 11 de la misma dispone:
En cada uno de los referidos condados se designará cierta cantidad
equivalente de personas discretas para ocupar el cargo de jueces de
paz, de tiempo en tiempo, como el Presidente de los Estados Unidos
crea conveniente, por cinco años.
De los affidávits presentados se desprende que, en cumplimiento de dicha ley, se
emitió un nombramiento a favor de William Marbury para ocupar el cargo de juez
de paz del Condado de Washington, firmado por John Adams, entonces Presidente
de los Estados Unidos, tras lo cual estampó en el mismo el sello de los Estados
Unidos, empero, dicho nombramiento nunca fue entregado a la persona a cuyo
favor fue emitido.
En orden a determinar si el mismo tiene derecho a dicho nombramiento, se
muestra necesario analizar si el mismo fue nombrado para el cargo. En caso de
haber sido nombrado, la ley le permite ocupar el cargo por espacio de cinco años y
tiene derecho a la posesión del documento que lo evidencia, el cual, al estar
completo, se convierte en propiedad suya.
El Art. II, sección 2 de la Constitución de los Estados Unidos dispone:
El Presidente…con el consejo y consentimiento del Senado, nombrará a
los embajadores, a los demás ministros públicos y cónsules, a los
magistrados de la Corte Suprema y a todos los demás funcionarios de
los Estados Unidos cuyos nombramientos no se dispongan aquí de otra
forma…
La sección 3 dispone que “…nombrará a todos los funcionarios de los Estados
Unidos…”.
Una ley sancionada por el Congreso encarga a la Secretaría de Estado la guarda del
sello de los Estados Unidos,
para su custodia y archivo y para que el referido sello sea estampado en
los nombramientos de todos los funcionarios de los Estados Unidos
nombrados por el Presidente, con el consejo y consentimiento del
Senado, o por el Presidente por sí mismo; disponiéndose igualmente
que el referido sello no sea estampado sobre ningún documento
mientras éste no haya sido firmado por el Presidente de los Estados
Unidos.
Las antes indicadas son las cláusulas de la Constitución y las leyes de los Estados
que afectan esta parte del caso. De acuerdo a las mismas, existen tres acciones
distintas que deben considerarse:
1. La nominación. Este acto corresponde únicamente al Presidente y de naturaleza
completamente voluntaria.
2. La elección. Este acto igualmente corresponde al Presidente e igualmente de
naturaleza voluntaria, aun cuando únicamente pueda ser realizado con el consejo y
consentimiento del Senado.
3. El nombramiento. El nombramiento de una persona escogida debe ser, quizá,
considerado como un deber impuesto por la Constitución. “Nombrará”, dice la
norma, “a todos los funcionarios de los Estados Unidos”.
Los actos de escoger y nombrar a una persona designada pueden apenas ser
considerados como uno solo, puesto que la atribución para su realización está
otorgada por dos normas separadas en la Constitución. La distinción entre la
elección y el nombramiento viene a resultar más aparente si se advierte que dicha
previsión se encuentra en la sección 2 del Art. II de la Constitución que autoriza al
Congreso a
por ley, asignar el nombramiento de oficiales de inferior rango ya al
Presidente por sí mismo, a los tribunales de justicia o a los ministros
contemplando así los casos en que la ley requiere que el Presidente nombre a un
funcionario elegido por los tribunales o las autoridades de los departamentos. En
tal caso, emitir un nombramiento vendría a ser un acto distinto al de la elección, y
legalmente, quizá no podría negarse a ejercer tal función.
No obstante, la cláusula de la Constitución que requiere al Presidente que nombre
a todos los funcionarios de los Estados Unidos nunca podrá ser aplicada a otros
funcionarios más que aquellos escogidos por él, sería, sin embargo, difícil negar el
poder del Legislativo para aplicarla a tales casos. En consecuencia, la distinción
constitucional entre la elección del funcionario y el nombramiento del funcionario
escogido, viene a ser, en la práctica, la misma que cuando el Presidente nombra a
funcionarios escogidos por otras autoridades que no venga a ser él mismo.
De la existencia de tal distinción se desprende igualmente que, si un
nombramiento ha de ser atestiguado por algún acto público distinto al
nombramiento, el ejercicio de tal acto público crearía al funcionario, y si éste no es
removible a la voluntad del presidente, igualmente le dará derecho a su
nombramiento o lo habilitará al ejercicio de la función sin el mismo.
Estas observaciones se realizan con el solo propósito de hacer más inteligible
aquellas que se aplican directamente al caso en particular bajo consideración.
En el caso bajo consideración se trata de un nombramiento emitido por el
Presidente, con el consejo y consentimiento del Senado, y ello está demostrado
por el nombramiento en sí mismo y no por otro acto. En tal caso, por tanto, la
elección y el nombramiento resultan, en apariencia, inseparables, siendo
prácticamente imposible demostrar la existencia de un nombramiento más que a
través del instrumento; aun así, el nombramiento no es necesariamente la
elección; aun cuando sea evidencia conclusiva de ello.
No obstante, ¿en qué etapa nos lleva ello a arribar a esta evidencia conclusiva?
La respuesta al referido interrogante parecer ser obvia. Siendo que el
nombramiento corresponde a un acto individual del Presidente, este queda
evidenciado cuando se demuestra que se han realizado todos los actos que éste
debía ejecutar.
En caso que el nombramiento sea considerado como evidencia de una elección, o
incluso ser considerada con constituyendo la elección misma, aun así éste se
considerará completo cuando el último acto a ser ejecutado por el Presidente haya
sido realizado o, posteriormente, cuando el instrumento esté completo.
El último acto a ser ejecutado por el Presidente es la firma del instrumento de
nombramiento. En consecuencia, el mismo ha actuado con el consejo y
consentimiento del Senado con relación a su propia nominación. El tiempo de las
deliberaciones ha concluido. La decisión ha sido tomada. Su elección, con el
consejo y consentimiento del Senado en concurrencia con la nominación, ha sido
realizada, y el funcionario ha sido nombrado. Este nombramiento queda
evidenciado por un abierto e inequívoco acto, y, siendo el último acto requerido de
la persona que lo realiza, necesariamente excluye la idea que éste será con
relación a la elección una transacción incipiente e incompleta.
Debe establecerse un punto en el tiempo en el cual el poder del Ejecutivo respecto
a un funcionario no removible a su voluntad ha de cesar. Este punto en el tiempo
se da cuando la atribución constitucional del nombramiento ha sido ejercida. Y tal
atribución ha de considerarse ejercida cuando el último acto requerido de la
persona en quien se deposita tal atribución ha sido realizado. Este acto está dado
por la firma del instrumento de nombramiento. Esta idea parece haber prevalecido
en el Congreso cuando se sancionó la ley que convirtió a la Secretaría de
Relaciones Exteriores en la Secretaría de Estado. A través de dicha ley, se dispuso
que la Secretaría de Estado guardaría el sello de los Estados Unidos,
para que el referido sello sea estampado en los nombramientos de
todos los funcionarios de los Estados Unidos nombrados por el
Presidente…disponiéndose igualmente que el referido sello no sea
estampado sobre ningún documento mientras éste no haya sido
firmado por el Presidente de los Estados Unidos
La firma constituye una garantía para el estampado del sello en el instrumento de
nombramiento y el gran sello únicamente se estampa en un instrumento completo.
El mismo da fe, a través de un acto ideado para ser de pública notoriedad, que la
firma del Presidente es la verdadera.
El mismo nunca se estampa mientras el instrumento carezca de firma, puesto que
es la firma la que da fuerza y efecto al instrumento, lo cual resulta una evidencia
conclusiva que el nombramiento ha sido realizado.
Habiendo sido firmado el instrumento el subsiguiente deber del Secretario de
Estado está prescripto por ley y no está sometido a la voluntad del Presidente. El
mismo debe estampar el sello de los Estados Unidos en el instrumento y
registrarlo.
Lo expuesto no constituye un procedimiento que pueda ser variado de acuerdo a
la voluntad del Ejecutivo de sugerir uno mejor, sino que sigue un curso preciso
impuesto por la ley misma, y debe ser seguido estrictamente. El deber del
Secretario de Estado es cumplir la ley, y siendo el mismo un funcionario bajo el
poder los Estados Unidos, está obligado a obedecer a las leyes. Su actuación, al
respecto, como bien se ha señalado en el estrado, se da bajo la autoridad de la ley,
y no bajo las instrucciones del Presidente. Es una actuación ministerial a la que la
ley obliga a un funcionario en particular para un propósito en particular.
Debe suponerse que la solemnidad de estampar el sello resulta necesario no solo
respecto a la validez del nombramiento, sino también para que el instrumento está
completo, así, cuando se estampa el sello, el nombramiento ha sido realizado y el
instrumento es válido. La ley no requiere ninguna solemnidad adicional; no se
requiere la ejecución de ningún otro acto de parte del Gobierno. Todo cuando está
en manos del Ejecutivo para investir a una persona con un cargo ha sido realizado,
y habiendo sido realizado el nombramiento, el Ejecutivo no puede hacer nada más
sin la cooperación de otros.
Tras investigar ansiosamente los principios en los cuales podría apoyarse una
opinión contraria, ninguno ha sido encontrado que posea entidad suficiente como
para sostener la doctrina contraria.
Tanto como la imaginación de la Corte sugiere han sido analizados
deliberadamente y luego de dar a los mismos y tras otorgarles todo el peso que
parece posible, no resultan suficientes para modificar la opinión que al respecto ha
sido formada.
Al considerar esta cuestión, se ha conjeturado que el nombramiento puede ser
asimilado a una escritura de validez cuya entrega resulta esencial.
Esta idea se funda en la suposición que el instrumento no constituye una mera
evidencia del nombramiento, sino que constituye el nombramiento en sí mismo –
una suposición de ninguna manera incuestionable. Empero, para los fines de
analizar esta objeción suficientemente, debe concederse que el principio señalado
para su soporte ha sido demostrado.
Siendo que el nombramiento debe ser realizado, en los términos de la
Constitución, por el Presidente en persona, la entrega del instrumento de
nombramiento, si resulta necesaria para que el acto esté completo debe ser
realizada igualmente por el Presidente. No es necesario que la entrega deba ser
realizada personalmente al nombrado; nunca lo ha sido. La ley al parecer
contempla que ello sea realizado por el Secretario de Estado puesto que ella le
impone el estampado del sello en el instrumento una vez que el mismo haya sido
firmado por el Presidente. Si el acto de libramiento resulta necesario para dar
validez al nombramiento de un funcionario, éste ha sido librado cuando es
ejecutado, y remitido al Secretario de Estado para que lo selle, registre y notifique
al interesado.
Empero, en los casos de letras patentes, la ley requiere ciertas solemnidades, las
cuales constituyen una evidencia de la validez del instrumento. La entrega formal
al interesado no se cuenta entre las mismas. En los casos de nombramientos, la
firma manual del Presidente y el sello de los Estados constituyen las solemnidades.
Esta objeción, por tanto, no afecta al caso.
Igualmente se ha dado, y ello resulta apenas posible, que la entrega del
nombramiento y la aceptación del mismo resulte necesaria para que el derecho del
recurrente se encuentre completo.
La entrega del nombramiento constituye una práctica dirigida por la conveniencia,
pero no por la ley. Por tanto, ella no puede resultar necesaria como para constituir
el nombramiento, el cual como ha quedado dicho corresponde a un acto del
Presidente. Si el Ejecutivo requiriera que cada persona nombrada para ocupar un
cargo arbitrara los medios para hacerse con el instrumento, el nombramiento no
vendría a resultar menos válido por ello. El nombramiento es un acto exclusivo del
Presidente, la entrega del mismo es el acto de un funcionario al cual dicha función
ha sido asignada, y puede acelerada o retardada por las circunstancias que pueden
tener influencia en el nombramiento. Un nombramiento se entrega a una persona
que ha sido nombrada, no a una persona que será nombrada, así igualmente el
instrumento puede ser depositada en el correo y ser entregada en total seguridad
o bien puede resultar extraviada.
Seguramente existirá alguna tendencia a evadir este punto del análisis si la
posesión del original del instrumento de nombramiento resulta necesario a fin de
autorizar a una persona nombrada para cualquier cargo a desempeñar las
responsabilidades del mismo. Si ello resulta necesario, entonces, la pérdida del
instrumento implicaría la pérdida del cargo. No solo por negligencia, sino
igualmente por accidente o fraude, un incendio o un hurto pueden privar a una
persona del cargo. En tal caso, presumo, no cabe duda que una copia del registro
de la Secretaría de Estado sería, en todo caso, igual al original. La ley sancionada
por el Congreso lo dice expresamente. A fin de dota a dicha copia de validez, es
necesario que el instrumento haya sido entregado y luego perdido. La copia
constituiría una completa evidencia de la existencia del original, y que el
nombramiento fue realizado, pero no que el original haya sido entregado. Si
ciertamente debe desprenderse que el original se ha extraviado de la Secretaría de
Estado, tal circunstancia no afectará la operatividad de la copia. Cuando han sido
cumplidos todos los requisitos que autorizan al registrador a proceder al registro
de cualquier instrumento, y la orden para ello ha sido emitida el instrumento se
considerará legalmente registrado, aun cuando el trabajo manual de insertarlo en
el libro llevado al efecto aún no se haya efectivizado.
En el caso de los nombramientos, la ley ordena al Secretario de Estado que los
registre. Cuando, por ende, los mismos han sido firmados y sellados y la orden
para su registro ha sido emitido, sea que hayan sido o no insertados en el libro
respectivo, legalmente han de considerarse registrados.
La copia obrante en el registro es equivalente al original, y la tasa a ser abonada
por quien requiera una copia se encuentra fijada por ley. ¿Puede el guardián de un
registro público eliminar de ellos un nombramiento que ha sido registrado? O
¿puede éste denegar la entrega de una copia a una persona que lo solicita y que
haya cumplido con todas las previsiones legales?
Tal copia, al igual que el original, autoriza al juez de paz a proceder al ejercicio de
sus funciones, puesto que la misma, al igual que el original, constituye prueba de
su nombramiento.
Si la entrega del instrumento de nombramiento no se considera necesaria para la
validez a un nombramiento, menor aún resulta su aceptabilidad. El nombramiento,
como ya se dijo, es un acto exclusivo del Presidente; la aceptación es el acto de un
funcionario, y es, por virtud del sentido común, posterior al nombramiento. Tal
como puede renunciar, puede negarse a aceptar, pero ni uno ni otro es capaz de
privar de valor a un nombramiento.
Este entendimiento de parte del Gobierno se desprende de todo el tenor de su
conducta.
El nombramiento posee una fecha, y el salario del funcionario corre a partir del
nombramiento, no de la entrega o aceptación del nombramiento. Cuando una
persona nombrada para cualquier cargo se niega a tomar posesión, el sucesor será
nombrado en lugar de la persona que haya declinado aceptar, y no en lugar de la
persona que previamente haya ocupado el cargo y que generó la vacancia original.
Es, por lo tanto, decididamente la opinión de esta Corte que, cuando el
instrumento correspondiente ha sido firmado por el Presidente la designación
debe considerarse hecha; y que la misma se encuentra completa cuando el sello de
los Estados Unidos ha sido estampado sobre el mismo por el Secretario de Estado.
Cuando un funcionario es removible a la voluntad del Ejecutivo, la circunstancia
que completa el nombramiento carece de importancia puesto que el mismo puede
ser revocado en cualquier momento, y el nombramiento puede ser retenido en
caso de no haber sido entregado. Empero, cuando el funcionario no puede ser
removido a la voluntad del Ejecutivo, el nombramiento no resulta revocable y no
puede ser anulado. El mismo confiere, pues, derechos que no pueden ser
revocados.
El poder discrecional del Ejecutivo puede ser ejercido hasta que se haya realizado
el nombramiento. No obstante, una vez que éste haya sido completado, su poder
con relación a dicho cargo ha concluido en todos los casos, puesto que por ley el
funcionario no puede ser removido por él. El derecho a ocupar el cargo
corresponde, pues, a la persona nombrada, quien tiene la absoluta e incondicional
posibilidad de aceptarlo o rechazarlo.
Por lo tanto, teniendo en cuenta que su nombramiento fue firmado por el
Presidente y sellado por el Secretario de Estado, el señor Marbury ha sido
nombrado; y como la ley que crea el cargo dio al funcionario el derecho de
ejercerlo por cinco años en forma independiente del Ejecutivo, el nombramiento es
irrevocable por conferir al funcionario designado derechos legítimos que están
protegidos por las leyes de su país.
La retención de su nombramiento, es por lo tanto, un acto que la Corte considera
no respaldado por la ley y por ellos violatorio de legítimos derechos adquiridos.
Lo expuesto, nos conduce a la segunda cuestión, la cual es:
2. Si lo tiene, y ese derecho ha sido violado, ¿proveen las leyes del país un remedio
a esa violación?
La esencia misma de la libertad civil consiste, ciertamente, en el derecho de cada
individuo a reclamar la protección de las leyes cuando haya sido objeto de un
daño. Uno de los principales deberes del Gobierno consiste en proveer dicha
protección. En Gran Bretaña, la petición se presenta en contra del mismo Rey, en la
forma una respetuosa petición, y el mismo nunca deja de cumplir con la resolución
de sus tribunales.
En el Volumen III de sus Commentaries, p. 23, Blackstone dos casos en los cuales
se emite por la mera operación de la ley.
En todos los demás casos, resulta una regla general e indisputada que
cuando existe un derecho derivado de la ley, existe igualmente un
remedio legal por litigio o por acción cuando sea que tal derecho se vea
afectado.
Posteriormente, en la p. 109 del mismo volumen, señala:
Me inclino por considerar que tal tipo de cuestiones son cognoscibles
por los tribunales de common law. Y haré aquí, por el momento, una
sola observación, que todos posibles daños sea que caigan bajo el
conocimiento exclusivo sea de la jurisdicción eclesiástica, militar o
marítima, son, por esa misma razón, cognoscibles por los tribunales de
common law, puesto que constituye un principio establecido e
invariable de las leyes de Inglaterra que todo derecho, cuando afectado,
debe contar con un remedio, y cada daño con una compensación
apropiada.
El Gobierno de los Estados Unidos ha enfáticamente señalado como un gobierno
de leyes y no de hombres. Tal gobierno, ciertamente, dejaría de merecer ese alto
calificativo si las leyes no brindaran modos de reparar la violación de un derecho
legítimamente adquirido.
Si tal cosa fuera a suceder en la jurisprudencia de nuestro país, ello sólo podría
deberse a las especiales características del caso.
Nos corresponde, por lo tanto, preguntarnos si existe en este caso algún
ingrediente que lo exima de investigaciones o que prive a la parte perjudicada de
reparación legal. Al indagar en ello la primera cuestión que se plantea radica en
dirimir si el presente puede incluido en la clase de casos que se subsumen en la
descripción de damnum absque injuria – es decir, una pérdida sin daño.
Esta clase de caos nunca ha sido considerada, y creemos, nunca lo será, como
comprendiendo a cargos de confianza, honor y beneficio. El cargo de juez de paz
del Distrito de Columbia es un cargo de los señalados y, por tanto, digno de la
atención y tutela de las leyes. Y ha recibido tal atención y cuidado. Ha sido creado
en virtud de una ley especial sancionada por el Congreso y ha sido asegurado,
tanto como las leyes puedan asegurar a las personas designadas para ocuparlo,
por cinco años. Por ello, no es en razón de la inutilidad de la cosa perseguida que
puede anhelarse que la parte perjudicada puede alegar que se encuentra sin
remedio.
¿Está dicho elemento presente en el caso? ¿Constituye -el acto de entregar o
retener un instrumento de nombramiento- un mero acto político reservado
únicamente al Ejecutivo, para cuyo cumplimiento nuestra Constitución ha
depositado la total confianza en el Ejecutivo supremo, de modo que cualquier
conducta desajustada a su respecto no tenga prevista la consecuente reparación
para el caso que dañe a un individuo?
Sin lugar a dudas tales casos pueden existir y ello no está en cuestión. Sin
embargo, de ahí a sostener que cada función a ser ejercida por uno de los grandes
departamentos del Ejecutivo constituya uno de ellos resulta, indudablemente,
inadmisible.
A través de la ley relativa a los inválidos, sancionada en junio de 1794, se ordenó
al Secretario de Defensa que incluya en la lista de pensiones a todas las personas
cuyos nombres figuraban en una lista previamente remitida por él al Congreso. En
caso de negarse a hacerlo, ¿se verían los veteranos afectados sin un remedio legal?
¿Ha de disputarse, entonces, que donde la ley, en términos precisos, exige la
realización de un acto en el cual está interesado un individuo, la ley resulta
incapaz de asegurar la obediencia a su mandato? ¿Es ello en razón del carácter de
la persona contra quien haya de interponerse? ¿O ha de sostenerse que las
autoridades de los departamentos están fuera de la aplicación de las leyes de su
país?
Cualquiera sea la práctica realizada en ocasiones particulares, la teoría de este
principio, ciertamente, nunca podrá ser defendida. Ninguna ley emanada del
Legislativo confiere tan extraordinario privilegio, así como tampoco pueden
derivarse de las doctrinas del common law. Tras señalar que los daños personales
del Rey respecto a un sujeto se presumen imposibles, Blackstone, en el Vol. III, p.
255, sostiene:
pero los daños a los derechos de propiedad apenas pueden ser
cometidos por la Corona sin la intervención de sus oficiales, para
quienes, la ley, en materia de derechos, no contiene respeto o
delicadeza, sino que proporciona varios métodos de detectar los
errores e inconductas de dichos agentes por quienes el Rey ha sido
engañado e inducido a cometer una injusticia temporal.
A través de una ley sancionada en 1796, que autorizó la venta de tierras por
encima de la boca del río Kentucky, el comprador al abonar el monto, tiene pleno
derecho a la propiedad adquirida, y, al producir la Secretaría de Estado, el recibo
del tesorero en un certificado exigido por ley, el Presidente de los Estados Unidos
está autorizado a emitirle una patente. Seguidamente se dispone que todas las
patentes deban ser firmadas por el Secretario de Estado y registrada en dicha
Secretaría. Si el Secretario de Estado escogiera retener la patente o, habiéndose
perdido ésta, ¿podría éste denegar una copia de la misma, o podría imaginarse
que la ley no otorga remedio alguno a una persona lesionada?
No puede sostenerse que ninguna persona vaya a aceptar defender tal
proposición.
De ello deriva, pues, la cuestión de si la legalidad de un acto emanado de la
máxima autoridad institucional puede examinada judicialmente o no debe
depender siempre de la naturaleza del referido acto.
Si algunos actos son examinables y otros no, debe existir una regla jurídica que
oriente al tribunal en el ejercicio de tal jurisdicción.
En ciertos casos, pueden presentarse dificultades para aplicar la regla a los casos
particulares, pero puede resultar creíble que exista mucha dificultad en establecer
la regla.
Por la Constitución de los Estados Unidos, el Presidente está investido de algunos
importantes poderes políticos, cuyo ejercicio está librado a su exclusivo arbitrio, y
por el cual es sólo responsable ante el pueblo, desde el punto de vista político, y
ante su propia conciencia. Para colaborar con él en el cumplimiento de sus
funciones, puede designar funcionarios que actúen bajo su autoridad y de
conformidad con sus órdenes.
En estos casos, los actos de los funcionarios son los actos del Presidente, y sea
cual fuere la opinión que pueda merecer el modo en que el Ejecutivo utiliza sus
poderes discrecionales, no existe ni puede existir poder alguno que los controle.
Las mismas son materias políticas, y atañen a la Nación, no a derechos
individuales, y habiendo sido confiadas al Ejecutivo, la decisión del Ejecutivo es
definitiva.
Lo dicho está claramente ejemplificado en la creación legislativa de la Secretaría de
Relaciones Exteriores. Su titular debe desempeñarse, desde que su función es
creación legislativa, precisamente de conformidad con la voluntad del Presidente.
El mismo es meramente el órgano a través del cual se transmite la voluntad del
Presidente. Los actos de ese funcionario, en su calidad de tal, nunca pueden ser
examinados por los tribunales.
Pero cuando el Congreso impone a ese funcionario otras obligaciones; cuando se
le encomienda por ley llevar a cabo ciertos actos; cuando los derechos de los
individuos dependen del cumplimiento de tales actos, ese funcionario deja de ser
funcionario del Presidente para convertirse en funcionario de la ley; siendo
responsable ante las leyes por su conducta y no pudiendo desconocer a su
discreción los derechos adquiridos de otros.
La conclusión de este razonamiento es que cuando los titulares de los
departamentos actúan como agentes políticos o confidenciales del Ejecutivo y no
hacen más que poner en práctica la voluntad del Presidente -en aquellos casos en
que éste posee poderes discrecionales legal o constitucionalmente conferidos-,
nada puede resultar más claro que el control de tales actos sólo puede ser político.
Pero cuando se les asigna por ley una obligación determinada de cuyo
cumplimiento depende la vigencia de derechos individuales, parece igualmente
claro que todo aquel que se considere perjudicado por el incumplimiento de tal
clase de obligaciones tiene derecho a recurrir a las leyes de su país para obtener
una reparación.
Si esta es la regla, entonces, nos abocaremos a determinar la manera en que ésta
se aplica al caso sometido a la consideración de la Corte.
La atribución de nominar ante el Senado y el poder de nombrar a la persona
nominada, son atribuciones políticas que deben ser ejercidas por el Presidente de
acuerdo a su propia discreción. Cuando éste ha realizado un nombramiento, su
atribución ha sido ejercida y su discreción ha sido completamente aplicada al caso.
Si, por ley, el funcionario es removible a la voluntad del Presidente, entonces un
nuevo nombramiento puede ser realizado inmediatamente, y los derechos del
interesado han concluido. Empero, como un hecho que ha existido no se lo podrá
tornar en uno que nunca haya existido, el nombramiento no puede aniquilado, y
consecuentemente, si el funcionario, por ley, no es removible a la voluntad del
Presidente, entonces, los derechos que éste ha adquirido están protegidos por la
ley y no pueden ser cesados por el Presidente. Éstos no se extinguen por la
autoridad del Ejecutivo y el interesado tiene el privilegio de hacerlos valer de la
misma manera que si hubieran derivado de cualquier otra fuente.
La cuestión de si un derecho ha sido adquirido o no es, por su propia naturaleza,
justiciable, y debe ser analizada por la autoridad judicial. Si, por ejemplo, el señor
Marbury hubiera prestado el juramento como magistrado y procedido a actuar
como uno, como consecuencia de lo cual se hubiera iniciado en contra suya una
demanda su defensa dependería que el mismo fuera o no magistrado; como puede
verse la validez de su nombramiento habría debido ser determinada por la
autoridad judicial.
Por tanto, si se concibe que, por virtud de su nombramiento, el mismo tiene
derecho legal tanto al instrumento que fuera redactado para sí o a una copia de
éste, resulta igualmente una cuestión justiciable por los tribunales y la decisión de
la Corte al respecto dependerá del entendimiento que se tenga respecto a su
nombramiento.
La cuestión ha sido discutida, y la opinión es el que el último punto de tiempo que
debe ser considerado para tener por completo y probado un nombramiento es
cuando, el instrumento correspondiente ha sido firmado por el Presidente y el
sello de los Estados Unidos ha sido estampado sobre el mismo.
Así, pues, es opinión de la Corte con relación a este punto:
1. Que, al firmar el instrumento correspondiente, el Presidente de los Estados
Unidos nombró al señor Marbury como juez de paz para el Condado de
Washington en el Distrito de Columbia, y que el sello de los Estados Unidos
estampado en el mismo por el Secretario de Estado, constituye prueba de la
veracidad de la firma y que el nombramiento está completo, así como que éste
confiere al interesado derecho legal a ocupar el cargo por el término de cinco
años.
2. Que, teniendo derecho legal a ocupar el cargo, el mismo tiene, en consecuencia,
derecho legal al nombramiento, así la retención del mismo constituye una clara
violación a tal derecho frente a la cual las leyes del país proveen un remedio.
Expuesto lo anterior, resta, pues, por considerar:
3. ¿Tiene el reclamante derecho a remedio que solicita?
Esto depende de: 1) la naturaleza de la medida que solicita y 2) el poder de esta
Corte.
1) La naturaleza de la medida
Blackstone, en el Vol. III de sus Commentaries, p. 110, define al mandamiento
como
una orden emanada del Tribunal en nombre del Rey, y dirigida a
cualquier persona, corporación o instancia judicial inferior de la
judicatura dentro de los dominios del Rey requiriendo se emprenda una
acción particular que en ella se especifica y que corresponda a sus
deberes y atribuciones, y que los tribunales del Rey hayan previamente
determinado como ajustada, o al menos supuesto, sea acordes con el
derecho y la justicia.
Lord Mansfield, en 3 Burrow 1266 en el caso The King v. Baker et al., señala con
precision y en forma explícita los casos en los cuales el mandamiento ha de ser
utilizado:
Siempre que, exista un derecho a ocupar un cargo, llevar a cabo un
servicio, o ejercer una franquicia (específicamente si ello está de
acuerdo con un asunto de interés público o de esperado beneficio) y se
priva a tal persona de la posesión o se la desposee de tal derecho y no
exista otro remedio legal, el tribunal podrá emitir un mandamiento, por
razones de justicia, según se exprese en el escrito y por razones de
orden público, a fin de preservar la paz, orden y buen gobierno.
Afirma igualmente que:
este instrumento debería ser utilizado en todos los casos en que la ley
no establezca un remedio específico y donde la justicia y el buen
gobierno debieran ser una sola.
A más de las autoridades ahora citadas en particular, muchas otras fueron
invocadas desde el estrado a fin de demostrar que la práctica se conforma a las
doctrinas generales que han sido citadas.
Este instrumento, en caso de ser emitido, debe dirigirse a un funcionario público y
el mandato que contenga debe, en palabras de Blackstone,
ordenar algo en particular que se señale en el mismo, que corresponda
a un deber y atribución del funcionario y que el tribunal haya
determinado previamente como ajustado al derecho y la justicia.
O, en palabras de Lord Mansfield, el recurrente en el presente caso, tiene derecho
a ejercer un cargo de interés público, y se ha visto privado de tal derecho.
Las circunstancias apuntadas se encuentran, ciertamente, presentes en este caso.
Aun así, para determinar que el mandamiento constituye el remedio adecuado, el
funcionario al cual éste será dirigido debe ser uno al cual, de acuerdo a los
principios legales, el mismo pueda ser dirigido, y la persona que lo solicita no
debe contar con otro remedio legal específico.
1. Con relación al funcionario al cual se dirigirá el mandamiento. La íntima relación
que subsiste entre el Presidente de los Estados Unidos y las máximas autoridades
institucionales de las secretarías, necesariamente torna que cualquier investigación
legal de los actos de uno de los referidos altos oficiales en peculiarmente
fastidiosa así como delicada, y genera cierto recelo con relación al objeto de la
referida investigación. Las impresiones a menudo son recibidas sin mucha
reflexión o análisis, y no es bueno, en casos como el presente, la alegación de un
individuo respecto de sus peticiones legales en un tribunal de justicia, cuya
atención constituye un deber de la judicatura, sean observados, a primera vista,
como una tentativa de intervención del gabinete y de interferencia con las
prerrogativas del Ejecutivo.
Así, pues, no es necesario que la Corte renuncie a toda su jurisdicción con relación
a tales asuntos. Una extravagancia tan absurda y excesiva no podría haber sido
aceptada en ningún momento. El deber de esta Corte radica únicamente en decidir
con respecto a los derechos de los individuos, no coaccionar al Ejecutivo en sí
mismo o a sus funcionarios a realizar acciones para cuyo ejercicio tienen
discreción. Cuestiones, que por su naturaleza resulten políticas o que, de acuerdo
a la Constitución y las leyes, corresponden al Ejecutivo, nunca pueden ser
planteadas ante esta Corte.
Empero, si la presente no constituye una cuestión del tipo que se ha señalado, se
encuentra lejos de constituir una intrusión en el Gabinete, afecta a un documento,
que se encuentra registrado y a cuya copia la ley confiere el derecho, tras el pago
de diez centavos; si no existe relación con alguna materia de la cual se presuma
que el Ejecutivo haya ejercido cualquier control, ¿existe algo en la alta investidura
de los funcionarios que impida a los tribunales la consideración de una petición en
que se requiere se emita un mandamiento para el ejercicio de una función que la
ley no atribuye a la discreción del Ejecutivo, sino que deriva de una ley sancionada
por el Congreso y de los principios generales de la ley?
Si una de las máximas autoridades institucionales comete un acto ilegal bajo el
amparo de su cargo a cuya causa un individuo sostiene un daño, no puede
pretenderse que dicho cargo exima a dicho funcionario de los modos ordinarios de
proceder en justicia, así como de obedecer los mandatos de la ley. Así pues,
¿puede dicho cargo exceptuar a su titular de esta particular manera de decidir
acerca de la legalidad de su conducta si tal caso fuera como lo haría cualquier otra
parte reclamante, autorizar el proceso?
Que el mandamiento resulte la vía apropiada o inapropiada no deriva del cargo
que ocupa la persona contra quien se dirige, sino que ello se extrae de la
naturaleza de la acción requerida. Cuando la máxima autoridad de un
departamento actúa en un caso en que el Ejecutivo tiene discreción, en el éste se
constituye en un mero órgano de la voluntad del Ejecutivo, vuelve a repetirse,
cualquier requerimiento planteado ante un tribunal, en cualquier forma, a fin de
analizar su conducta sería rechazada sin contemplaciones.
Empero, cuando existe una conducta ordenada por la ley que pueda afectar los
derechos absolutos de los individuos, para cuyo ejercicio éste no se encuentra
bajo la dirección particular del Presidente, y cuyo ejercicio regular el Presidente no
puede prohibir en forma legal, y por tanto nunca puede presumirse prohibida –
por ejemplo el registro de un nombramiento, patente de compraventa, que hayan
recibido todas las solemnidades; o a entregar copia del referido registro – en tales
casos, no se percibe la manera en la cual los tribunales puedan excusarse del
deber de resolver con relación a dicho derecho de la misma manera que si tales
funciones fueran a ser ejercidas por otra persona distinta a la máxima autoridad.
Esta opinión, al parecer, no es la primera vez que se la toma en este país.
Debe recordarse que, en 1792, una ley sancionada, ordenaba al Secretario de
Defensa a incluir en la lista de pensiones a todos aquellos oficiales y soldados tal
como lo hayan reportado a la cartera a su cargo por los tribunales de circuito, esta
ley, así como el deber que imponía a los tribunales estaba considerada como
inconstitucional, empero, varios jueces en el entendimiento que la ley debería ser
ejecutada por ellos en su carácter de comisionados, procedieron a actuar de
acuerdo a lo requerido y a enviar los reportes requeridos.
Habida cuenta de las referidas sospechas respecto a su constitucionalidad, dicha
ley, fue derogada, y un nuevo sistema fue establecido; empero la cuestión de si
estas personas cuyos nombres fueron informados por los jueces en su carácter de
comisionados, tenían, consecuentemente, derecho a ser incluidas en la lista de
pensiones, constituía un asunto que deberían resolver los tribunales, aun cuando
el acto de incluir a dichas personas en la lista debería ser llevado a cabo por la
máxima autoridad de la secretaría.
Para que esta cuestión sea resuelta en forma apropiada, el Congreso sancionó en
febrero de 1793 una ley que convirtió en deber del Secretario de Defensa, en
conjunto con el Procurador General, tomar tales medidas necesarias a fin de
obtener un pronunciamiento de parte de la Corte Suprema de los Estados Unidos
con relación a la validez de tales derechos, reclamados bajo la ley antes referida.
Tras la entrada en vigencia de dicha ley, se emitió un mandamiento, en el que se
ordenó al Secretario de Defensa, que incluya en la lista de pensiones que debía
elaborar a las personas informadas por los jueces.
Existen, por tanto, suficientes razones para creer que este modo de dilucidar el
derecho legal de los reclamantes fue considerado por la máxima autoridad
instituciones, y por el funcionario legal con mayor rango de los Estados Unidos, el
más apropiado que haya podido haber sido seleccionado con el referido propósito.
Cuando el asunto fue traído a la consideración de la Corte, la decisión no versó
respecto de si el mandamiento obligaría al Secretario a realizar un acción ordenada
por la ley, en cuyo ejercicio tenía interés un individuo, sino en si un mandamiento
no debería ser emitido en dicho caso – la decisión necesariamente debía ser
tomada respecto si el informe de los comisionados confería o no tal derecho a los
reclamantes.
El fallo dictado en dicho caso es entendido como habiendo decidido el fondo de
todas las peticiones que se ajustaban a dicha descripción, y las personas que
figuraban en los informes de los comisionados, encontraron necesario seguir el
modo descripto en la ley subsiguiente a aquella de cuya constitucionalidad se
dudaba a los efectos de incluir sus nombres en la lista de pensiones.
Por tanto, la doctrina tal como se avanza ahora, de ninguna manera es una nueva.
Ciertamente el mandamiento que se requiere ahora no se dirige a exigir el
ejercicio de una función expresamente ordenada por la ley.
El mandamiento requerido se dirige a obtener la entrega de un nombramiento, a
cuyo respecto las leyes emanadas del Congreso guardan silencio. Esta diferencia
no se considera como afectando al caso. Ya se ha dicho que el reclamante tiene, al
referido nombramiento, un derecho adquirido del cual el Ejecutivo no puede
privarlo. Ha sido nombrado a un cargo no removible a la voluntad del Ejecutivo, y
habiendo sido nombrado, tiene derecho al nombramiento que el Secretario de
Estado recibió del Presidente para su entrega, documento que se encuentra en su
poder para ser transmitido al interesado, y no puede ser retenida por otra persona.
Inicialmente presentaron dudas respecto de si un interdicto de recuperar la
posesión no constituía un remedio legal para obtener el documento que había sido
retenido al señor Marbury, en cuyo caso un mandamiento no constituiría un
remedio legal apropiado. Empero, dicha duda ha sido disipada habida cuenta que
el interdicto de recuperar la posesión se dirige hacia la cosa en sí misma o a su
valor. El valor del servicio público no puede ser medido, pues resulta imposible de
ser comprobado. Este es un caso para un mandamiento, ya sea para la entrega del
nombramiento o la entrega de una copia del mismo a partir del registro. Éste
obtendrá el cargo al obtener el instrumento o una copia del mismo obrante en el
registro.
En consecuencia, el presente es un claro caso en el que corresponde emitir un
mandamiento, sea de entrega de la designación o de una copia de la misma
extraída de los registros correspondientes, quedando, entonces, una sola cuestión
por resolver:
¿Puede la Corte emitir dicho mandamiento?
La ley por la que se establecen los tribunales judiciales de los Estados Unidos
autoriza a la Corte Suprema
a emitir mandamientos, en casos en que fuesen comprendidos según
los principios y las costumbres del derecho, a cualquier tribunal o
persona designado en su oficio bajo la autoridad de los Estados Unidos
Siendo el Secretario de Estado un funcionario bajo la autoridad de los Estados
Unidos, se encuentra precisamente comprendido en las previsiones de la ley
precitada; y si esta Corte no está autorizada a emitir un mandamiento a tal
funcionario, sólo puede ser a causa de la inconstitucionalidad de la ley, incapaz
por ello, de conferir la autoridad y de asignar las obligaciones que sus palabras
parecen conferir y asignar.
La Constitución deposita la totalidad del Poder Judicial de los Estados Unidos en
una Corte Suprema y en tantos tribunales inferiores como en Congreso establezca
en el transcurso del tiempo. Este poder se extiende expresamente al conocimiento
de todas las causas que versen sobre puntos regidos por las leyes de los Estados
Unidos; y, consecuentemente, de algún modo puede extenderse al presente caso
ya que el derecho invocado deriva de una ley de los Estados Unidos.
Al distribuir este poder la Constitución dispone:
La Corte Suprema tendrá jurisdicción en única instancia en todos los
pleitos relacionados con embajadores, otros ministros públicos y
cónsules, y en aquellos en que un estado sea una de las partes. En
todos los demás casos antes mencionados, la Corte Suprema tendrá
jurisdicción en apelación.
Se ha sostenido desde el estrado que, como el otorgamiento constitucional de
jurisdicción a la Corte Suprema y a los tribunales ordinarios es general, y la
cláusula que asigna las causas de jurisdicción originaria a la Corte Suprema no
contiene expresiones negativas o restrictivas, el Poder Legislativo mantiene la
facultad de atribuir competencia originaria a la Corte en otros casos distintos a los
precedentemente indicados, tomando en cuenta que tales casos corresponden al
Poder Judicial de los Estados Unidos.
Si se hubiera querido dejar librado a la discreción del Legislativo la posibilidad de
distribuir el Poder Judicial entre la Corte Suprema y los tribunales inferiores de
acuerdo a la voluntad de dicho cuerpo, habría sido ciertamente inútil hacer otra
cosa que definir el ámbito de competencia de la judicatura en general,
mencionando los tribunales a los que corresponde ejercerlo. Si ésta es la
interpretación correcta, el resto de la norma constitucional carece de sentido. Si el
Congreso tiene la libertad de asignar a esta Corte competencia por apelación en
los casos en los que la Constitución le asigna competencia originaria y fijarle
competencia originaria en los casos en que le corresponde ejercerla por apelación,
la distribución hecha en la Constitución es la forma carente de contenido.
Las palabras afirmativas son, a menudo en su operatividad, negatorias de otros
objetos que los prescriptos, y en este caso debe asignárseles ese sentido so pena
de privarlas de sentido absoluto.
No puede presumirse que cláusula alguna de la Constitución este pensada para no
tener efecto, por lo tanto, la interpretación contraria es inadmisible salvo que el
texto expreso de la Constitución así lo manifieste.
Si la solicitud de la Convención relativa a nuestra paz con las naciones extranjeras
contuviera una provisión que la Corte Suprema tendría jurisdicción originaria en
los casos que se supone las afectara, la cláusula habría procedido no más allá si no
se agregaran más restricciones a los poderes del Congreso. Que deba tener
jurisdicción apelada en todos los demás casos, con las excepciones que pudiera
establecer el Congreso, en caso no existir restricciones a menos que las palabras
sean consideradas como exclusivas de la jurisdicción originaria.
Cuando un instrumento legal organiza las bases fundamentales de un sistema
judicial dividiéndolo en una Corte Suprema y en tantas inferiores como el
Congreso decida, enumerando sus poderes y distribuyéndolos mediante la
delimitación de los casos en los que la Corte Suprema ejercerá jurisdicción
originaria y aquellos en que la ejercerá por vía de apelación, el sentido evidente de
las palabras parece ser que en una clase de casos la competencia será originaria y
no en los demás; y en otra, la misma será apelada y no originaria.
Si cualquier otra interpretación convirtiera en inoperante dicha cláusula,
tendríamos allí una razón adicional para rechazarla y para adherir al sentido obvio
de las palabras.
Luego, para que esta Corte esté en condiciones de emitir una orden de ejecución
como la que se pide, debe demostrarse que se trata de un caso de competencia
por apelación.
Se ha dicho desde el estrado que la jurisdicción apelada puede ejercerse de
diversos modos y que, siendo la voluntad del Congreso que un mandamiento
pueda ser emitido bajo tal propósito, dicha voluntad debe ser obedecida. Esto es
cierto, pero no obstante ello, la jurisdicción debe ser apelada y no originaria.
El criterio esencial de la jurisdicción de apelación es que la misma revisa y corrige
lo actuado en el marco de una causa ya instituida, y no que la misma crea la causa.
Por ello, aunque es posible emitir un mandamiento a los tribunales inferiores,
hacerlo respecto de un funcionario para que entregue un documento resulta, en
sustancia, lo mismo que intentar una acción originaria para la obtención de dicho
documento y por ello, no parece pertenecer a la jurisdicción apelada sino a la
originaria. Tampoco es necesario en este caso, capacitar a la Corte para que ejerza
su competencia por vía de apelación.
Por lo tanto, la autoridad otorgada a la Corte Suprema por la ley de organización
judicial de los Estados Unidos para emitir órdenes directas de ejecución de
conductas a funcionarios públicos, no parece estar respaldada en la Constitución,
y hasta se hace necesario preguntarse si una competencia así conferida pueda ser
ejercida.
La cuestión acerca de si una ley contraria a la Constitución puede convertirse en
ley vigente del país es profundamente interesante para los Estados Unidos pero,
felizmente, no tan complicada como interesante. Para decidir esta cuestión parece
necesario tan sólo reconocer ciertos principios que se suponen establecidos como
resultado de una prolongada y serena elaboración.
Todas las instituciones fundamentales del país se basan en la creencia de que el
pueblo tiene el derecho preexistente de establecer para su gobierno futuro los
principios que juzgue más adecuados a su propia felicidad. El ejercicio de ese
derecho supone un gran esfuerzo, que no puede ni debe ser repetido con mucha
frecuencia. Los principios así establecidos son considerados fundamentales. Y
desde que la autoridad de la cual proceden es suprema, y puede raramente
manifestarse, están destinados a ser permanentes.
Esta voluntad originaria y suprema organiza el gobierno y asigna a los diversos
poderes sus funciones específicas. Puede hacer sólo esto, o bien fijar, además,
límites que no podrán ser transpuestos por tales poderes.
El Gobierno de los Estados Unidos es de esta última clase. Los poderes del
Legislativo están definidos y limitados, y para que estos límites no se confundan u
olviden, la Constitución es escrita. ¿Con qué objeto son limitados los poderes y a
qué efectos se establece que tal limitación sea escrita si ella puede, en cualquier
momento, ser dejada de lado por los mismos que resultan sujetos pasivos de la
limitación? Si tales límites no restringen a quienes están alcanzados por ellos y no
hay diferencia entre actos prohibidos y actos permitidos, la distinción entre
gobierno limitado y gobierno ilimitado queda abolida. Es una proposición
demasiado clara para ser discutida: o la Constitución controla cualquier ley
contraria a aquélla, o la Legislatura puede alterar la Constitución mediante una ley
ordinaria.
Entre tales alternativas no hay términos medios: o la Constitución es la ley
suprema, inalterable por medios ordinarios; o se encuentra al mismo nivel que las
leyes y de tal modo, como cualquiera de ellas, puede reformarse o dejarse sin
efecto siempre que al Congreso plazca.
Si la proposición es correcta, entonces una ley contraria a la Constitución no es
ley; si, en cambio, es correcta la segunda, entonces, las constituciones escritas son
absurdos intentos del pueblo para limitar un poder ilimitable por naturaleza.
Ciertamente, todos aquellos que han elaborado constituciones escritas las
consideran la ley fundamental y suprema de la Nación, y consecuentemente, la
teoría de cualquier gobierno de ese tipo debe ser que un acto del Legislativo
contrario a la Constitución es nulo.
Esta teoría está íntimamente ligada al tipo de Constitución escrita y debe, por ello,
ser considerada por esta Corte como uno de los principios básicos de nuestra
sociedad. Por ello esta circunstancia no debe perderse de vista en el tratamiento
ulterior de la materia.
Si un acto del Legislativo contrario a la Constitución es nulo, ¿obliga, no obstante,
a los tribunales a aplicarla a pesar de su invalidez? O bien, en otras palabras, no
siendo ley, ¿constituye una norma operativa como lo sería una ley válida? Ello
anularía en la práctica lo que se estableció en la teoría y constituiría, a primera
vista, un absurdo demasiado grueso para insistir en él. Sin embargo la cuestión
merece recibir un atento tratamiento.
Sin lugar a dudas es competencia y obligación de la Judicatura decidir qué es la
ley. Quienes aplican la norma a los casos particulares deben, necesariamente,
analizar e interpretar dicha norma. Si dos normas se encuentran en conflicto entre
sí, la Corte debe decidir acerca de la validez y aplicabilidad de cada una.
Así pues, cuando una ley está en conflicto con la Constitución y ambas son
aplicables a un caso, de modo que la Corte debe decidirlo conforme a la ley
desechando la Constitución, o conforme a la Constitución desechando la ley, la
Corte debe determinar cuál de las normas en conflicto gobierna el caso. Esto
constituye la esencia misma del deber de administrar justicia.
Si los tribunales deben observar la Constitución, y la Constitución es una norma
superior a las leyes ordinarias sancionadas por el Legislativo, la Constitución, y no
las leyes ordinarias, debe gobernar el caso al cual ambas resultan aplicables.
Quienes niegan el principio de que la Corte debe considerar la Constitución como
la ley suprema, se ven reducidos a la necesidad de sostener que los tribunales
deben cerrar los ojos a la Constitución y mirar sólo a la ley.
Esta doctrina subvertiría los fundamentos mismos de toda constitución escrita.
Equivaldría a declarar que una ley totalmente nula conforme a los principios y
teorías de nuestro gobierno es, en la práctica, completamente obligatoria.
Significaría sostener que si el Legislativo actúa de un modo que le está
expresamente prohibido la ley así sancionada sería, no obstante tal prohibición,
eficaz. Estaría confiriendo práctica y realmente al Congreso una omnipotencia total
con el mismo aliento con el cual profesa la restricción de sus poderes dentro de
límites estrechos. Equivaldría a establecer al mismo tiempo los límites y el poder
de transgredirlos a discreción.
Reducir de esta manera a la nada lo que hacemos considerado el más grande de
los logros en materia de instituciones políticas -una constitución escrita- sería por
sí mismo suficiente en América, donde las constituciones escritas han sido vistas
con tanta reverencia, para rechazar la tesis. Pero las manifestaciones particulares
que contiene la Constitución de los Estados Unidos construyen un andamiaje de
argumentos adicionales en favor del rechazo de esta interpretación.
El Poder Judicial de los Estados Unidos entiende en todos los casos que versen
sobre puntos regidos por la Constitución.
¿Pudo, acaso, haber sido la intención de quienes concedieron este poder, afirmar
que al usar la Constitución, no debería atenderse a su contenido? ¿Que un caso
regido por la Constitución debiera decidirse sin examinar el instrumento que lo
rige?
Ello resulta en exceso extravagante como para ser sostenido.
En ciertos casos, la Constitución debe ser interpretada y analizado su contenido
por parte de los jueces. Y si de este modo los jueces pueden abrir y examinar la
totalidad de la Constitución ¿qué parte de ella les está prohibido leer u obedecer?
Hay muchas otras partes de la Constitución que ilustran esta materia. Dispone la
Constitución que “No se establecerá ningún tributo o arancel sobre los productos
que se exporten de cualquier estado”. Supóngase una carga impuesta sobre la
exportación de algodón, o de tabaco o harina, y supongamos que se promueve
una acción judicial destinada a exigir la devolución de lo pagado en virtud de dicha
carga. ¿Debe darse un pronunciamiento judicial en tal caso? ¿Deben los jueces
cerrar los ojos a la Constitución y ver sólo la ley?
La Constitución prescribe que: “No se sancionarán leyes conteniendo condenas
penales individualizadas ni leyes retroactivas”.
Si, no obstante, tales leyes son sancionadas y una persona es procesada bajo tales
leyes ¿debe la Corte condenar a muerte a esas víctimas a quienes la Constitución
manda proteger?
Dispone la Constitución “Nadie podrá ser condenado por traición si no es por el
testimonio de dos testigos presenciales del hecho o por confesión en pública
audiencia en un tribunal”.
En este caso, el lenguaje de la Constitución está especialmente dirigido a los
tribunales. Les prescribe directamente una regla de prueba de la que no pueden
apartarse. Si la Legislatura modificara esa norma y permitiera la declaración de un
solo testigo o la confesión fuera de un tribunal de justicia como requisitos
suficientes de prueba, ¿debería la norma constitucional ceder frente a esa ley?
Mediante estos y muchos otros artículos que podrá seleccionarse es claro que los
constituyentes elaboraron ese instrumento como una regla obligatoria tanto para
los tribunales como para el Legislativo.
¿Por qué motivo, si no, prescribe a los jueces jurar su cumplimiento? Este
juramento apela, ciertamente, a su conducta en el desempeño de su cargo de
carácter oficial. ¡Qué inmoralidad sería imponérselos, si ellos los jueces fueran a
ser usados como instrumentos -y como instrumentos conscientes- de la violación
de lo que juran respetar!
El juramento del cargo judicial impuesto por el Congreso, es también
completamente ilustrativo de la opinión legislativa sobre esta cuestión.
Juro solemnemente que administraré justicia sin distinción de personas,
y actuaré de igual manera para rico que para el pobre, y que ejerceré y
desempeñaré fiel y lealmente las funciones que me corresponden
como…, de acuerdo a lo mejor de mi capacidad y comprensión, de
acuerdo con la Constitución y las leyes de los Estados Unidos.
¿Por qué motivo jura un juez desempeñar sus deberes de acuerdo con la
Constitución de los EEUU., si esa Constitución no fuera una norma obligatoria para
su gobierno? ¿Si estuviere cerrada sobre él y no pudiera ser inspeccionada por él?
Si fuera ese el estado real de las cosas, constituiría algo peor que una solemne
burla. Pero además de ello, imponer, tanto como jurar en esos términos sería una
hipocresía.
No es tampoco inútil observar que, al declarar cual será la ley suprema del país, la
Constitución en sí misma es mencionada en primer lugar, y no todas las leyes de
los Estados Unidos tienen esa calidad, sino sólo aquellas que se hagan de
conformidad con la Constitución.
Así pues, la terminología especial de la Constitución de los Estados Unidos
confirma y enfatiza el principio, que se supone esencial para toda constitución
escrita, de que la ley repugnante a la Constitución es nula, y que los tribunales, así
como los demás poderes, están obligados por ese instrumento.
Por todo lo precedentemente expuesto, se rechaza la petición incoada.
Así se ordena.
LOS SRES. MAGISTRADOS MOORE y CUSHING no han tomado parte en la
consideración y decisión del presente caso.
John Marshall, William Paterson, Samuel Chase, Bushrod Washington.